Thomas Hugh La Trata de Esclavos PDF [PDF]

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Zitiervorschau

HUGR TROMAS

LA TRATA DE ESCLAVOS Historia del tráfico de seres humanos de 1440 a 1870

TRADUCCIÓN DE VíCTOR ALBA y

PIANETA

C.

BOUNE

Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados Título original: The Slave Trade © Hugh Thomas, 1997 © por los mapas, Stephen Raw, 1997 © por la traducción, Víctor Alba y C. Boune, 1998 © Editorial Planeta, S. A., 1998 Córcega, 273-279, 08008 Barcelona (España) Realización de la cubierta: Josep Baga Primera edición: octubre de 1998 Depósito Legal: B. 35.895-1998 ISBN 84-08-02739-5 ISBN 0-330-35437-X editor Picador, Gran Bretaña, edición original Composición: Víctor Igual, S. L. Impresión: Hurope, S. L. Encuadernación: Encuadernaciones Roma, S. L. Printed in Spain - 1m preso en España

Índice

Introducción Nota sobre la traducción Libro primero/EL VERDE MAR DE LAS TINIEBLAS l. ¿Qué corazón podría ser tan duro? 2. La humanidad se divide en dos 3. Los esclavos que encuentran el oro son todos negros 4. Los portugueses sirvieron de sabuesos para levantar la caza 5. Los llevé como si fueran ganado 6. Los mejores y más fuertes esclavos disponibles 7. Por el amor de Dios, dadnos un par de esclavas 8. Los hombres blancos llegaron en barcos con alas Libro segundo / LA INTERNACIONALlZACIÓN DE LA TRATA 9. Una buena relación con los negros 10. El esclavo negro es la base de la hacienda 11. Es legal hacerse a la mar 12. El que sepa suministrar los esclavos compartirá esta riqueza

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15 19 21

24 32 48

67 87 113 127 149 151 180 194 208

Libro tercero / EL APOGEO 13. Ninguna nación se ha hundido tanto en esta culpa como la Gran Bretaña 14. Por la gracia de Dios

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Li bro cuarto / LA TRAVESÍA 15. Un asqueroso viaje 16. El gran placer de nuestro vino 17. Puertos de esclavos (1) 18. Puertos de esclavos (II) 19. Una gran escasez de esclavos 20. Los más negros con ensortijado cabello corto

287 289 313 330 351 368 385

233 262

21. Si quisiereis aprender a rezar, id a la mar 22. Sólo Dios sabe lo que haremos con los que quedan

405 427

Libro quinto / LA ABOLICIÓN 23. Sobre todo una alma buena 24. Los más fuertes gañidos pidiendo libertad 25. Se había arrojado el guante 26. Habrá hombres en África con sentimientos tan buenos como los nuestros 27. ¿Por qué hemos de ver cómo Gran Bretaña se queda con toda la trata?

441 443 461 479

Libro sexto / LA ERA DE LA ILEGALIDAD 28. No hemos empezado todada la Edad de Oro 29. El negrero es más criminal que el asesino 30. Sólo los pobres hablan mal de la trata 31. Esforzados empeños 32. Los puertos de la trata en el siglo XIX 33. Los tiburones son la escolta constante de todos los buques negreros 34. ¿Podremos resistir el torrente? No lo creo 35. Todos la desean con vehemencia, la protegen y casi la santifican 36. Cuba, el centinela avanzado

553 555 585 622 644 666

Epílogo La trata: una reflexión Primer apéndice / Algunos de los que vivieron para contarlo Segundo apéndice/El juicio de Pedro José de Zulueta en Londres por comerciar con esclavos Tercer apéndice / Estadísticas aproximadas Cuarto apéndice / Precios de los esclavos 1440-1870 Quinto apéndice/El viaje del Enterprise

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Nota bibliográfica Notas Índice de nO/l1bres y temas

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506 532

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INTRODUCCIÓN

Recuerdo como si fuera ayer el día en que comencé a interesarme por la trata de negros: fue hace treinta años. A la mesa donde comíamos en Londres se sentaba el primer ministro de Trinidad, el historiador doctor Eric Williams. Al oír que estaba estudiando las causas de la revolución cubana se extrañó que preparara un libro sobre este tema sin leer su propia obra, La Historia de Trinidad:v Tobago (escrita, dijo con sorna, en diez días, mientras su pueblo celeb¡"aba el carnaval), y sobre todo Capitalisl71 and Slavery, un ejemplar del cual un mensajero de la Alta Comisión de Trinidad trajo a mi casa al día siguiente. Una rápida ojeada a este libro me mostró la fascinación que ejercía el Caribe del siglo XVlIl, yen la que sería mi historia de Cuba presté mucha atención a la esclavitud y a la trata en esa isla. Me interesó especialmente un vasco, Julián Zuluela, el último gran negrero de Cuba (si se me permite el adjetivo) y, por tanto, de las Américas, un hombre que comenzó desde muy abajo, comerciando con toda clase de mercancías en La Habana de los años 1830, y que a finales de la década siguiente era un nombre maldito en la mente y en los diarios de a bordo de las patrullas navales británicas que intentaban impedir la trata, pues Zulueta poseía en Cuba sus propias plantaciones de caña de azúcar, a las que llevaba, en rápidos clípers, a menudo construidos en Baltimore, cuatrocientos o quinientos esclavos, dir'ectamente desde Cabinda, en la orilla septentrional del río Congo. Como era hombre moderno, Zulueta solía hacer vacunar a sus esclavos antes de que emprendieran el viaje a través del Atlán.tico, y en la década de 1850 empezó a emplear vapores que podían transportar hasta mil cautivos. Como era católico, hacia bautizar a sus esclavos antes de que abandonaran África. Me preguntaba qué clase de hombre podía ser ei que se dedicaba a la trata en una colonia cristiana C~latro siglos después de que un papa, Pío IJ, hubiese condenado la costumbre de esclaviza¡- a africanos bautizados. ¿ Y cómo podía Zulueta justificar su insaciable demanda de esclavos casi un siglo después de que Adam Smith hubiera insistido fríamente en que éstos eran menos eficientes que los hombres libres? ¿Por qué el gobierno español le hizo marqués? Y cuando se llamaba a sí mismo marqués 7

de Álava, ¿pensaba más en el nombre de su plantación de caña que en el de su provincia natal? ¿Qué sucedió con su gran fortuna? ¿Qué fue de sus papeles y documentos? A la sazón no investigué más para hallar respuesta a estas preguntas, pero escribí un artículo sobre el tema, en 1967, para el Observer, a invitación de Anthony Sampson, con ocasión de lo que aparecía como el centenario del fin de la trata. El tema siguió presente en mi espíritu, a medida que me interesaban otros tratantes de negros, en otros países, otros hombres que ganaban dinero con los cargamentos «negros» o de «ébano», como el francoirlandés Antaine Walsh, de Nantes, que también llevó a Escocia en el barco Du Teillav al príncipe Carlos Eduardo, el Bonnie de la leyenda, o como James de Wolf, de Bristol, en Rhode Island, que llegó a ser senador de Estados Unidos, u otros comerciantes que construyeron hermosas mansiones, como las de muchos tratantes de Liverpool, de Lisboa, de Sevilla, o de Middleburg, en Holanda, de donde procedían los Roosevelt y que, después de emigrar la familia a Nueva Holanda (Nueva York), sería sede de la mayor compañía holandesa de tratantes del siglo XVIII. En los años ochenta, incluso escribí una novela, Havana, acerca de John Kennion, un unitario de Liverpool que consiguió permiso para importar esclavos a Cuba en 1762, después de la captura de la isla por los británicos en la guerra de los Siete Años. Paseé por las calles, elegantes todavía, del Nantes de Walsh, muchas de las cuales sobrevivieron al bombardeo aliado de 1944, y recordé que los tratantes de negros residentes en las mansiones de la Íle Feydeau, en la década de 1780, enviaban su ropa sucia a que la lavaran en Saint-Domingue (hoy Haití), donde el agua de los arroyos de montaña, según se decía, dejaba la ropa más blanca que la de cualquier río de la Bretaña. David Hancock, en un reciente y excelente libro suyo, dio a su protagonista el nombre de Richard Oswald, «un ciudadano del mundo» como bien hubiera podido llamarse a sí mismo, pues poseía propiedades en Escocia, Londres, Florida, Jamaica y Virginia, así como una participación en la isla de Bence, frente a la costa de Sierra Leona, que empleaba como «almacén» de esclavos, y donde él y sus socios construyeron un campo de golf para entretenimiento de los capitanes y oficiales que debían esperar allí, cuyos cadis eran esclavos vestidos con bits. Gracias a su conocimiento de América, Oswald fue uno de los negociadores de la paz de París, en 1783, frente a antiguos socios suyos que representaban al lado americano, como Benjamin Franklin y, sobre todo, Henry Laurens, de Charleston, Carolina del Sur, que también fue de joven un tratante al que Oswald había suministrado a menudo esclavos negros. ¿Pueden imaginarse a los dos, en París, en la rue Jacob esquina con la rue des Saints-Peres, ricos, es cierto, gracias entre otras cosas a las innumerables transacciones de las tratas que enlazaban a Europa con África y las Américas, negociando ahora la libertad de Norteamérica? En mis lecturas encontré a mi propio candidato para rivalizar con 8

Hancock como «ciudadano del mundo»: Bartolommeo Marchionni, un florentino, comerciante y banquero en Lisboa, que en 1480 poseía plantaciones de caña en Madeira y que financió las expediciones de los grandes viajeros portugueses a Etiopía en 1487, que tenía un buque en la expedición de Vasco da Gama a la India en 1498 y otro en la expedición de Cabral que en 1500 descubrió el Brasil, probablemente por error, que sugirió al rey de Portugal que empleara a su compatriota florentino Américo Vespucio para un viaje al Brasil en 1501, Y que en la década de 1490 tenía el monopolio de la trata en el río Benin, para llevar cautivos no sólo a Portugal y Madeira, sino también a Elmina, en la Costa de Oro, donde los vendía, a cambio de oro, a mercaderes africanos de los que conseguía mejores precios por los cautivos de los que hubiese obtenido en Lisboa. Como resultado de este interés, que abarca la mitad de una vida, decidí hace algunos años escribir mi propia historia de la trata. Debe decirse que es un terreno que ha sido tan labrado que ya no queda espacio para ningún cultivo nuevo. Philip Curtin y sus sucesores han establecido las estadísticas de la trata tan completamente como sea posible; cada puerto y cada pueblo relacionado con la trata tiene sus propios historiadores, muchos de los cuales se han reunido, desde hace años, en conferencias en todo el mundo, con muy buenos resultados La historia de la concha de caurí, empleada durante tanto tiempo en África como moneda, ya se ha escrito, como se ha escrito la del fusil de Birmingham, que sirvió de trueque para muchos esclavos. Pero cualquier empresa comercial que entrañe el transporte de millones de personas a lo largo de varios siglos, empresa en la que intervinieron todas las naciones marítimas europeas y todos los pueblos con costas en el Atlántico (y algunos otros, de añadidura), así como todos los países de las Américas, constituye un planeta por sí misma, con espacio, siempre, para nuevas observaciones, reflexiones y nuevos juicios. Sin embargo, los que me interesaban eran los mercaderes de esclavos en sus hermosas casas de Londres o Lisboa, que con frecuencia nunca llegaron a ver un esclavo, pero que se beneficiaron con su venta. En las controversias sobre el número de esclavos transportados y el porcentaje de beneficios, se tendió a ignorar a esos hombres. La trata era, desde luego, una iniquidad. De todos modos, todo historiador ha de recordar la advertencia de Hugh Trevor-Roper: «Cada época tiene su propio contexto social, su propio clima, y lo da por sentado ... Desdeñado, empleando términos como "racional", "supersticioso", "progresista", "reaccionario", como si sólo fuese racional lo que obedece a nuestras reglas de razonamiento, sólo fuese progresivo lo que apuntaba hacia nosotros, es peor que una equivocación; es una vulgaridad.» 1 Además, el estudio de este comercio puede ofrecer algo a casi todos. Quien se interesa por la moral internacional puede preguntarse cómo fue que en el siglo XVII varios países de Europa septentrional

apenas vacilaron antes de tolerar el renacimiento a gran escala de una institución que casi se había abandonado, en la región, hacia el año 1100, y a veces, como en Inglaterra, con un tono casi abolicionista en las declaraciones de los arzobispos contra la costumbre: «Fuimos un pueblo que no comerciaba con esta mercancía», decía con orgullo Richard Jobson, un mercader inglés, cuando, en 1618, un tratante árabe le ofreció esclavos en el río Senegal. 2 Pero casi al mismo tiempo, sir Robert Rich, cuyo retrato por Van Dyck cuelga de los muros del Metropolitan Museum de Nueva York, conseguía licencia para llevar a cautivos africanos a sus nuevas plantaciones de Virginia. A quien le interesa la historia económica puede preguntarse si hay algo acertado en la idea del doctor Eric Williams de que la revolución industrial inglesa se financió con los beneficios de los tratantes de esclavos de LiverpooL Quien tiene por especialidad la historia eclesiástica puede preguntarse por qué se ignoró en los países católicos la condena del papa Pío 1I y de otros tres papas, y cómo fue que los jesuitas se vieron tan mezclados como todos en la trata; encontraría interesante, también, investigar los términos precisos con que Pío II condenó el tráfico de esclavos, y tal vez especular acerca de las razones por las que los filántropos calólicos del siglo XVI, como fray Bartolomé de las Casas, al principio no abarcaron a los negros africanos en la generosa simpatía que ofTecieron calurosamente a los indios americanos. Si interesa la hisloria de los movimientos populares, el movimiento abolicionista, tan bien organizado por los cuáqueros en Inglaterra y en Estados Unidos, debe verse, sin duda, como su primer ejemplo. Si a uno le interesa el comercio con los países subdesarrollados, puede estudiar el papel de la trata en África v calcular, o por lo menos formular suposiciones, sobre el efecto duradero que tuvo en las economías locales, y preguntarse (con un hisloriador de Sierra l.eona) si pudo haber algún beneficio derivado de los cuatro siglos de contacto con Jos europeos en términos de renta, organización del comercio, nuevas cosechas, conocimiento de nuevas técnicas. Luego, puede uno plantearse la cuestión de si la importante participación de Gran Bretmia en el comercio de esclavos durante el siglo XVIII (cuando, en la década de 1790, los capitanes ingleses de esclavos transportaron todos los allOS unos treinta y cinco mil cautivos a través del Atlántico en unos noventa buques), encontró compensación en el papel predominante que los políticos ingleses diemn a la abolición de la trata, convirtiéndose en policías de los mares (guardabosqUl~s después de haber sido cazadores furtivos), con su empeí'iosa diplomacia, poderío naval, astuci2 y subsidios fjnancieros para llevar a su fin la trata. En relación con esto cabe preguntarse si la política británica fue o no el elemento decisivo para que se pusiera término él la trata brasilcúa en la década de 1850 y la cubana en la de 1860. Al analizar esta ambivalente posición británica, debería examinarse por qué John Hawkins sigue siendo un héroe nacional, aunque sus tres viajes al Caribe, en la década de 10

1560, uno de ellos llevando a bordo a Francis Drake, fueron viajes de trata. Quien se interesa por la historia judía puede examinar la acusación del político negro americano señor Farrakhan de que los judíos dominaron la trata con África, pero resultaría difícil encontrar más de uno o dos judíos en la trata anglosajona (Aaron López y su suegro, Jacobo Rodrigues Ribera, de Newport, Rhode Island, son los dos únicos que he encontrado). Es cierto que gran parte del tráfico de esclavos de Lisboa, en los siglos XVI y XVII, fue financiado por judíos conversos o cristianos nuevos, aunque no quisiera pronunciarme acerca de si deberían ser considerados o no judíos; varios de los tratantes proclamaban, bajo las torturas inquisitoriales, que ellos o sus antepasados se habían convertido sinceramente, aunque el Santo Oficio hizo quemar vivos en México y en Lima a varios destacados mercaderes de esclavos, a los que denunciaron, no por comerciar con esclavos, sino por el delito mucho mayor de ser «judaizantes». Si uno se mostrara tan crítico con el islam como el señor Farrakhan lo es con los judíos, podría examinar en qué medida el comercio con negros africanos, desde la costa de Guinea y a t.ravés del Sahara, estuvo a cargo de mercaderes mullahs árabes, en los primeros siglos tras la penetración musulmana en África, mucho antes de que los buques del infante Enrique el Navegante avistaran las costas de África occidental. Podrá preguntarse, tamhién, qué hav de cierto en la afim1ación, a menudo repetida, de que los portugueses trataban a sus esclavos, en la travesía de Angola a Brasil, mejor que los tratantes anglosajones que llevaban cargamentos humanos al Caribe o a las colonias meridionales de NOlteamérica. Si uno está interesado por la historia de la monarquía británica, (¿y quién no lo está, al parecer incluso en España?), se puede explorar el papel de James, duque de York (por el cual se nombró, tan inadecuadamente, Nueva York), como presidente de la Compañía Real Africana, cuya misión consistía, en parte, en comerciar con esclavos. O uno puede preguntarse si es cierto, como sugería el más reciente biógrafo de Wilberforce, el difunto Robin Fumeaux, que el intrigante comentario de Thomas Clarkson en su historia de la abolición de la trata africana (o sea, que había algo, no sabía qué, en la imposibilidad para Pitt de convertir el fin de la trata en cuestión de gobierno), puede explicarse por el odio de Jorge III hacia los abolicionistas, tan fuerte como el de su hijo, el futuro Guillermo IV, que cuando era duque de Clarence dirigió en la Cámam de los Lores la üposición a Wilberforce, Pitt, Burke, Fox, Sheridan, Canning ya todos los demás que se contaban entre «los mejores y más inteligentes» en la Inglaterra de la década de 1790. Si en esta cuestión se busca a los malvadüs -y hay varios-, debe buscarse ciertamente entre las familias reales con más l'igor que entre las familias judías. Pienso, en parte, en los gobernantes de Benin, los reyes de Ashanti, Congo y Dahomey, y en los gobernantes ViIi de Loango, que vendieron gran nÚlnerü de esclavos, durante muchas ge11

neraciones, y también en los monarcas de Europa, como uno de mis propios héroes, Fernando el Católico, rey de Aragón, «Atleta de Cristo» como lo llamó el papa, que dio el primer permiso para llevar al Nuevo Mundo a esclavos en gran número, pues quería que extrajeran el oro de las minas de Santo Domingo. Pero acaso no puede condenarse especialmente a Fernando por aceptar este transporte de esclavos de una parte a otra de sus dominios, pues parece que sus agentes compraron a los africanos afectados en Sevilla, adonde los habían llevado mercaderes lisboetas, como Bartolommeo Marchionni. Como cualquiera de su época, Fernando debió suponer que, por desagradable que fuese ser esclavo, ser propiedad de un amo cristiano em infinitamente mejor que serlo de un infiel. Puede considerarse al rey Juan III de Portugal responsable de una innovación todavía más peligrosa, pues fue él quien, en 1530, accedió a que los esclavos pudiesen llevarse directamente de África a las Américas. Y no cabe excluir de nuestra crítica selectiva al Rey Sol mismo, Luis XIV, pues sus ministros accedieron a pagar una suma por cada esclavo llevado al Nuevo Mundo; esta suma seguía pagándose en 1790, el año en que Thomas Clarkson estaba en París para hacer propaganda de la causa abolicionista; el ministro Necker, recién llamado de nuevo al poder, le pidió que no se atreviera a enseñar a Luis XVI, sucesor del Rey Sol, el diagrama que mostraba cómo se amontonaban los esclavos en el buque Brookes de Liverpool, porque le causaría demasiada pena. Pero los historiadores no han de encargarse de buscar a los malvados. Detestaría que me reprocharan haber leído Alicia en el país de las maravillas porque su autor era bisnieto del tratante de esclavos Lutwidge de Whilehaven; o por leer a Chateaubriand porque su padre, en Saint-Malo, fue tratante de esclavos y, antes, capitán de un buque que transportaba esclavos; o de leer a Gibbon porque éste pudo escribir su gran obra sin tener que preocuparse por el dinero gracias a la fortuna acumulada por su abuelo, uno de los directores de la Compañía de los Mares del Sur, cuya principal misión consistía en llevar esclavos africanos en buques ingleses al imperio español. No me agradaria tener que boicotear las comedias de Beaumarchais debido a que su autor trató de obtener de la Corona española el mismo monopolio en los años sesenta del siglo XVIII. Y ¿quién se negaría a visitar la Universidad Brown, en Providence, Rhode Island, porque debe tanto a John Brown, que comerciaba con esclavos en esa ciudad, en la década de 1770? Nadie, sin duda, se negaría a tomar en serio a John Locke, como filósofo de la libertad, por el hecho de que fuese accionista de la Compañía Real Africana, cuyas iniciales RAC, se marcaron en tantos pechos negros durante el último cuarto del siglo XVlI. Tengo un motivo personal para esperar que los pecados de los antepasados colaterales no caigan sobre la generación actual: en el Archivo de Indias, de Sevilla (los magníficos y mejores archivos imperiales a los que la erudita americana Irene Wright dedicó un soneto y en los cuales, investigando sobre la conquista de México, pasé muchos de los días más fructíferos de mi vida), descubrí que un buque 12

que llevaba a veinte esclavos a la bahía de La Habana, tenía por capitán, en 1792, a alguien de Liverpoolllamado Hugo Tomás. En el presente libro he tratado de explicar lo que sucedió. Al buscar la verdad, no he creído necesario hablar en cada página de ultrajes. Pero, de lodos modos, la pregunta es ineludible: ¿cómo pudo lolerarse durante tanto tiempo este negocio? En mis capítulos sobre la abolición hablo de esto, pero al cabo de varios ai10s dedicados a escribir este libro no puedo pensar que los tratantes de esclavos y los capitanes de sus buques fueran «peores» que los pmpietarios de esclavos, que a fin de cuentas formaban el mercado. Hubo propietarios de esclavos brutales, como el padre supuesto de Frederick Douglass, y capitanes de buques transportadores de esclavos razonahlemente bondadosos, como John Newton. Unos pocos gobernantes africanos tratamn de evitar participar en la trata trasatlántica y la mayoría fracasó. Todos se encontraron presos de una vasta red que parecía normal por lo menos hasta 1780. Para una parte de este libro he llevado a cabo investigaciones en los archivos: acerca de la decisión de Fernando el Católico, en 1510, de enviar esclavos negros al Nuevo Mundo; acerca de la carrera de Bartolommeo Marchionni; acerca del permiso de llevar esclavos concedido por el emperador Carlos V; acerca de diversos momentos de la trata española, y acerca de varios. aspectos del final de la trata en Brasil y Cuba. Pero he tratado de consultar las fuentes originales cuando se dispone de ellas. En relación con esto, quiero expresar mi agradecimiento a la difunta Elisabeth Donnan, cuyos DOClllnel1ts Ill/lstrative oOhe Slave Trade lo America me fue de gran ayuda, y también a Philip Curtin, cuya obra The Slave Trade: A Cel1sus, fue una inapreciable guía y cuyas cifras sólo he revisado modestamente; Enriqueta Vila Vilar, con sus notables estudios sobre la trata española de los siglos XVI y XVII, especialmente su Hispanoa/1lérica y el comercio de esclavos, me introdujo en el tema. El libro de Charles Verlinden L'esclavage dal1s l'E/lrope lI1édiévale me abrió los ojos sobre la persistencia de la institución de la esclavitud dU¡'ante las épocas de gran fe. Agradezco también a Ángel 8ahamonde y José Cayuela por el interesante retrato de negrems españoles del siglo XLX y de sus fortunas, que aparece en su libm Hacer las Américds (Madrid, 1992). Quiero expresar mi agradecimiento a los directores de las bibliotecas y los archivos en los cuales he investigado y en particular a los del Archivo de Indias, de Sevilla, la Biblioteca Nacional, el Archivo Histórico Nacional y la Real Academia de la Historia, de Madrid, el Palazzo Ricardi de Florencia, la Bibliotheque Nationale de Pal"Ís, la New York Public Library, la Widener Library de Harvard, la Murger Memorial Librarv de la Universidad de Boston, la London Lihrarv la biblioteca de la Cámara de los Lores -yen particular a su bibli";tecario, David Jones, y sus ayudantes-, la biblioteca de la Universidad de Cambridge, el P~lhlic R"ccords affice de Kew, v la British Librarv. Ésta será la última vez que podré expresar mi gr~titud a quienes tr~­ bajan como ayudantes en la acogedora sala de lectunl de la última de

las bibliotecas nombradas, la más hermosa biblioteca de Europa, que está a punto de ser destruida por los ignorantes filisteos que han dirigido recientemente la vida cultural británica. También estoy agradecido a las personas que han leído capítulos de mi libro en sus primeras redacciones -por ejemplo, sir Hugh Lloyd-Jones y el doctor Felipe Fernández-Armesto-, así como a Oliver Knox y a mi esposa Vanessa, que tuvieron la bondad de leer las pmebas y de hacer muchas y valiosas sugerencias. HUGH THoMAs

Londres, marzo de 1997.

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NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN

Ante todo, el título. Traducido literalmente del inglés sería "El comercio de esclavos». Pero en español la palabra «trata» indica, según el diccionario de la Academia, el «tráfico que consiste en vender seres humanos como esclavos». Por tanto, con decir trata ya basta para que se entienda que se refiere a esclavos. El término tratante es mucho más diverso en sus acepciones; en el presente libro se entiende siempre como tratante o comerciante en esclavos. Los nombres geográficos han variado a lo largo de los siglos; aquí se usan los que da el original inglés, es decir, los que tenían en la época a que se refiere el texto, pero cuando hay una diferencia tan considerable con los actuales que no permite identificarlos, se ha añadido el nombre actual. Lo mismo cabe decir de los nombres de pueblos africanos, que, por cierto, hemos puesto casi siempre en el singular; así, wolof es wolof o ge]o[e, o río Bonny es también río Reale. A este respecto unas precisiones: Saint-Domingue, en francés, es la parte oriental de la isla de La Española o Hispaniola, o sea, lo que hoy conocemos como Haití, mientras que Santo Domingo es la parte oriental, que conserva su viejo nombre. A los cargos públicos, cuyos títulos son a menudo intraducibles (especialmente los ingleses) se les ha dado uno que permita identificar su función. Las medidas se han convertido a su equivalente moderno. para que el lector pueda imaginar, pongamos por caso, la cantidad de agua que lleva un buque o la distancia que ha navegado. De otro modo, se obligaría al lector a consultar constantemente su diccionario de pesos y medidas y a recurrir a su calculadora, que es lo que han hecho, por él, los traductores.

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MADAITASCAR

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La trata en el At ántic

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LIBRO PRIMERO

El verde mar de las Tinieblas «El verde mar de las Tinieblas» es ellérl1lil1o con que los árabes del Medievo describían el océano Atlál1tico; COIl él indicaban los tenores de las aguas más allá del cabo Bojador, que los portugueses rodearon en J434.

1.

¿QUÉ CORAZÓN PODRÍA SER TAN DURO?

¿Qué corazón podría ser tan duro que no se sintiera traspasado por la lástima al ver a esa compañía? ZURARA, Crónica del descubrimiel1to y de la conquista de Guinea

«Muy temprano por la mañana, debido al caloD>, el 8 de agosto de 1444, unos cuantos marineros portugueses que se hallaban en la cubierta de media docena de carabelas de cien toneladas, los nuevos barcos de vela, se preparaban para desembarcar su carga africana cerca de Lagos, en la punta sudoeste del Algarve, en Portugal. La carga consistía en 235 esclavos. Al llegar a tierra firme, los llevaron a un campo. Según un contemporáneo, suponían «una visión maravillosa, pues, entre ellos, algunos eran bastante blancos, bastante rubios y bien formados; otros eran menos blancos, como mulatos y otros más, tan negros como los etíopes, y tan feos, en cuanto a rasgos y cuerpo, como para parecer. .. imágenes de un hemisferio más bajo [ ... ]». «¿Qué corazón podría ser tan duro», se preguntó este cronista contemporáneo, Gomes Eannes de Zurara, cortesano del hermano del rey de Portugal, el inventivo infante Enrique, «que no se sintiera traspasado por la lástima al ver esa compañía? Pues algunos bajaban la cabeza y con la cara bañada en lágrimas se miraban los unos a los otros. Otros gruñían con gran dolor, miraban hacia las alturas del cielo, con la vista clavada en él, gritaban, como pidiendo ayuda del Padre de la naturaleza; otros se golpeaban el rostro con la palma de las manos, echándose cuan largos eran en el suelo; mientras que otros se lamentaban al modo de un canto fúnebre, según las costumbres de su país [ ... ]». «Para añadir a su sufrimiento -continuaba el escritor-, llegaron los que estaban a cargo de la división de los cautivos y [ ... ] se hizo necesario separar a padres de hijos, maridos de esposas, hermanos de hermanos. No hubo respeto por amigos o por familiares y cada uno fue a dar a donde le tocaba en suerte.» Entonces Zurara se permitió una oración a la diosa de moda, la diosa Fortuna: «Ay, poderosa Fortuna, que con tu rueda haces y deshaces, urdes los asuntos del mundo como te place, pon al menos ante los ojos de esa miserable raza un poco de entendimiento de lo que les espera, que los cautivos reciban algo de consuelo en medio de su gran pena ... »1 La llegada de esta colección de africanos suponía una novedad que muchos habían venido a contemplar, entre ellos el héroe del cro21

nista Zurara: el infante Enrique; éste los contempló, impasible, desde lo alto de su caballo, recibió cuarenta y seis de ellos, «el quinto rea¡", y dio gracias a Dios de poder salvar tantas almas nuevas para Dios. Los esclavos que este día constituían el centm de atracción eran, en su mayoría, azanaghis (ahora conocidos por su nombre bereber, «sanhajah» o «idzagen») de lo que es ahora el Sahara occidental, o sea, Marnlecos y el norte de Mauritania. Posteriormente, al aventurero veneciano Alvise Ca'da Mosto, este pueblo le pareció «moreno, achapaJTado y miserable», a diferencia de los negros de más al sur, que eran, según él, «hombres de cuerpo bien formado y aspecto noble».2 No obstante, los azanaghis constituían una de las principales familias de los tuaregs de cara cubierta, una tribu que durante generaciones y por tradición asaltaban ciudades como Timboctú y otros asentamientos del Medio Níger. Los geógrafos árabes los situaban cerca de