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LITURGIA CATÓLICA
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JOSÉ LUIS MICÓ BUCHÓN
Liturgia católica
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INTRODUCCIÓN
Hubiera querido rogar al Dr. Romano Guardini que hiciera la presentación de estas páginas sobre Liturgia, escritas por un jesuita. –Los jesuitas no son, en general, especialistas en Liturgia. Decía un consumado liturgista benedictino, que un jesuita en liturgia era como un elefante en una cristalería–. Pero Romano Guardini ya no está con nosotros, entró a participar de la Liturgia eterna, él, que tantas bellas ideas sembró sobre la Liturgia peregrina y terrena. Al menos quiero comenzar estas líneas aduciendo varias citas del insigne pensador y escritor. “En liturgia no se trata, en primer término, de conceptos sino de realidades, y no de realidades pasadas sino actuales, que de continuo se renuevan en nosotros y por nosotros... La liturgia es un mundo de realidades santas y misteriosas, representadas en forma sensible; tiene carácter sacramental... Será pues, necesario, primordial, ponerse al tanto de aquel acto viviente por donde el fiel comprende, recibe y ejecuta los sagrados signos visibles de la gracia invisible...”. “Sé muy bien quiénes podrían decir mejor y con más acierto que yo, estas cosas… (por ejemplo): una madre que educada litúrgicamente, enseña a su hijo a hacer bien la señal de la cruz; a ver en el cirio encendido el símbolo de lo que ha de ser la vida; a estar en la casa del Padre, con todas sus potencias y sentidos...”. “El camino de la vida litúrgica no va precisamente por la mera instrucción teórica, sino ante todo por la acción. Contemplación y acción, tales son las dos columnas en que descansa el edificio litúrgico, iluminadas, ciertamente, por la clara doctrina, y enraizadas en la tradición de la Iglesia, mediante la oportuna instrucción histórica. Hacer es cosa elemental, en que ha de tomar parte todo ser humano, con sus potencias creadoras; es realización viva, experiencia, comprensión y contemplación vivas. La Liturgia es un mundo de realidades vivas, santas, misteriosas, representadas en forma sensible; tiene carácter sacramental...”. Para iniciar en esa acción-contemplación, que ha de ser la liturgia, he recogido estos principios generales del cosmos sagrado-litúrgico. Quisiera ser este trabajo un recorrido elemental por los valores espirituales, humanos, simbólicos, estéticos y doctrinales que fundan la acción litúrgica; podría pensar que este trabajo es como una “pequeña enciclopedia de la Liturgia”. Estas páginas aspiran a recordar el sentido litúrgico de la fe de la Iglesia, y descubrir en ella la acción salvadora y santificadora de Cristo; la necesidad de más activa participación del creyente en esa obra, la única plenamente glorificadora de Dios. En la liturgia
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participamos de esa función salvadora y glorificadora de Jesucristo. Hoy vemos que la liturgia tiene mal cartel: nuestra cultura pragmática, utilitaria, productiva, a merced del individualismo, y desconfiada de toda reglamentación, de lo que se repite, de todo idealismo y toda mística, está poco capacitada para comprender y menos apreciar la liturgia. Es más, la juzgan como una de las rémoras y dificultades para la vida de la Iglesia católica. Y proponen una radical revisión de la liturgia, que logre mejor aproximación a la gente, responda mejor a los deseos concretos de cada comunidad, y le ofrezca frutos prácticos para la convivencia, la acción, y la respuesta a las necesidades de cada uno y cada grupo. En realidad están proponiendo una anti-liturgia como liturgia del futuro; casi como los que proponen una religión sin religión. Desean en la liturgia, formulaciones para la vida ética, social; para las relaciones inmediatas de la vida cotidiana, real. La liturgia de la Iglesia, según ellos, tiene la gran deficiencia de no suministrar al ser humano, en sus luchas y aspiraciones de cada día, ningún estímulo transformable en acción, ningún elemento utilizable; se distancia del mundo, se recluye en el santuario del templo, para replegarse dentro de su recinto, con toda su pompa, lejos del tráfago del mundo... En una palabra, se trata de “superar la liturgia para hacer nacer la celebración...”. A todo esto ya había dado respuesta Romano Guardini, hace tiempo. Él reconoce la necesidad constante de renovación en la liturgia, y de un mayor acercamiento al pueblo de Dios; y disfrutó al vivir los inicios de la renovación profunda propuestos por el Vaticano II, y que no estará nunca terminada, pues la liturgia es viva y siempre echa nuevas ramas, así como poda ramas secas. Pero no aceptaba que en la liturgia se exaltara el “ethos” sobre el “logos”, el poder, utilidad, eficacia, practicidad... sobre el ser, el misterio, el espíritu universal, infinito. Decía que el sujeto de la liturgia no era la persona, la agrupación, sino la Iglesia universal, la comunidad creyente toda, formando el Cuerpo: lo que hace grupo litúrgico no son los intereses y las utilidades que puede reportarles, sino que es la participación en la mística presencia del Espíritu. Porque la razón fundamental de la liturgia es Dios; no es el ser humano. No es para expresarse el hombre según su individualidad o agrupación, no es para mirar el hombre en sus necesidades, frutos o comodidades, sino para intentar aproximarse, a través del lenguaje simbólico, al rostro resplandeciente de Dios, a su presencia salvadora. La liturgia no es una reunión de trabajo, en familia, en equipo, para exponer nuestras apetencias; mejor, es como un cantar universal de las criaturas, para elevarse a Dios, como algunos bellos salmos de la Biblia; no es un sistema de dinámica de grupos para que los asistentes se encuentren cómodos, a gusto, y se acerquen más. Guardini compara la liturgia al juego de los niños o la creación del artista, en cuanto que no pretenden ninguna utilidad o interés, fuera del gozo del juego y del arte. Pero claramente no la compara al juego y al arte, en cuanto son acciones individualistas, guiadas por la espontaneidad, pues la liturgia está guiada por la reglamentación universal en su lenguaje de símbolos que es
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necesario respetar y repetir. Un lenguaje para todos no puede estar a merced de la inventiva de cada uno o de cada reunión. Precisamente Guardini ve en la liturgia ese misterioso lenguaje universal para el encuentro con Dios, y de la presencia de Dios para todos, y descubre en los signos de la Iglesia católica una prodigiosa capacidad para crear signos-símbolos que acierten a expresar los contenidos espirituales y dogmáticos en determinadas formas externas, signos que no deben ser cambiados o sustituidos por otro sistema personal. Un sistema improvisado, inventado por cada uno o cada grupo, es justamente lo que hace la religiosidad popular, que la Iglesia acepta y fomenta, aunque eso ya es otra cosa diferente de la liturgia. La liturgia crea otro mundo, nos introduce en otro mundo, que no es nuestro mundo natural casero y amistoso en que nos movemos. No han comprendido el sentido de la liturgia los que la inculpan de repetir e imponer sus símbolos, a todos los grupos, que querrán vivir libremente su expresión espiritual; eso sería quehacer de las personas y no de Dios, autor y centro de la liturgia. La liturgia supone, pues, la primacía neta de Dios y de la fe, del Espíritu y del misterio; y requiere, como todo lenguaje, una pedagogía de los signos, que son diversos de nuestros lenguajes de la vida ordinaria. La liturgia no se opone a la lucha de cada día, pero no se confunde con ella. Aunque esa aludida distancia entre la liturgia y la vida de los hombres es sólo aparente: “La liturgia, en su creída indiferencia ante las pequeñas necesidades de cada día, y su desapego y falta de tendenciosidad para educar y moralizar de un modo directo e inmediato... sabe que cuando despide al ser humano para lanzarlo a la vida, en ella, en la liturgia, encontrará entonces su mejor salvaguarda y defensa”, precisamente porque el contacto con Dios-Espíritu habrá transformado y enriquecido la pequeña y frágil vida del ser humano. Moisés, cuando estaba con Dios en la Tienda del Encuentro, salía con la faz radiante, transfigurada, y marchaba hacia sus hermanos. Dice Guardini “No se logrará una renovación profunda e interior de la piedad cristiana eclesial, mientras no se restaure la liturgia y se le dé el rango que le corresponde...”. Entonces podrá ser un camino para que los seres humanos tornen a la vida de la Iglesia y se comprometan mejor con sus hermanos. Dado el carácter más práctico que especulativo, de esta obra y sus destinatarios, los católicos occidentales y latinos, he preferido no incluir toda la gran riqueza de las liturgias de la Iglesia Ortodoxa y las Iglesias católicas orientales; sólo aparecerán algunas alusiones y comparaciones. Esto no significa desconocer su importancia, pero incluirlas aquí detenidamente habría ampliado mucho la extensión de este trabajo, y serían menos prácticas para los lectores posibles de este libro. Termino expresando mi agradecimiento a todos los autores que me han inspirado y orientado con sus ideas y con sus obras, en este trabajo; y a todos
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los amigos que me han ayudado con su interés y sus consejos. El autor
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ESPÍRITU Y FORMA DE LA LITURGIA
1. Economía de la salvación y celebración del misterio Economía de la salvación significa el planteamiento de Dios para comunicar la salvación por Jesucristo, en el tiempo humano. Hay un tiempo de promesas y esperanzas, anuncios y símbolos, que corresponde al Antiguo Testamento; y una plenitud de los tiempos, Nuevo Testamento, donde se realiza la misión salvífica de Cristo. Consumado el acontecimiento pascual –muerte-resurrecciónascensión–, en Pentecostés comienzan los últimos tiempos, cuando el Espíritu y la Iglesia han de comunicar la salvación al nuevo pueblo de Dios. Completado el ofrecimiento de la salvación, con la vuelta del Señor y la recapitulación de todo en Cristo, se inicia la consumación del tiempo, el final de los tiempos, el “eón” sin tiempo, donde eternamente el hombre gustará de la plena salvación, por su unión con Dios a través de Jesucristo; entonces el Espíritu formará, de todas las personas salvadas, la Única Persona del Hijo, fundidas en el eterno abrazo trinitario. En los últimos tiempos, –lo que no significa, para nada, el final del mundo–, Jesucristo, ya glorioso, ha de ir comunicando, actuando la salvación, en la Iglesia, por el Espíritu, a todos los tiempos y pueblos, que son ya, para Dios, el único pueblo. Esa comunicación se hará por la Palabra y el sacramento. La Palabra no será sólo dar una noticia o información, ni dar un libro –La Biblia–; será una enseñanza: “Id y enseñad a todos los pueblos”. Una Palabra viva y que da vida, y Palabra que es espíritu y vida, palabra que transformará al hombre y las mismas cosas creadas: el agua, el pan, el aceite, el vino. Palabra que cae como nieve o rocío, y fecunda, da vida a la tierra; Palabra que nos salva, porque es la Palabra del Hijo, el Verbo del Padre; Palabra no sólo recordada hoy, sino pronunciada hoy por el Señor, en el mensaje de sus enviados y apóstoles. El sacramento es la acción salvífica de Cristo, la misma que realizaba en sus años terrestres, comunicada por los signos simbólicos de las acciones sacramentales, realizadas ahora por los representantes del Señor Resucitado, encargados por Él de continuar perdonando, bautizando, alimentando, curando, ungiendo... Fue Cristo mismo quien determinó la esencia de esos sacramentos, realizados de modo sensible, con acciones, palabras y cosas materiales, para que fueran signos portadores del misterio de la gracia y la santificación. Como el Señor no determinó la forma ni el desarrollo de esas acciones sacramentales, es la Iglesia quien las ha ido determinando, y acomodando, a través de los tiempos, y según el mismo valor significativo de esos elementos materiales.
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Los sacramentos están ordenados a la santificación de las personas, edificación del Cuerpo de Cristo –La Iglesia–, y para tributar a Dios culto, adoración y glorificación que Jesús mismo inaugura, anunciando y comenzando el Reinado de Dios. La Iglesia, no sólo sigue proclamando la palabra y comunicando los sacramentos, sino que celebra ese misterio de la salvación cumplido por Jesús; y lo celebra de un modo exterior y público, lo que constituye el acto de culto más agradable y aceptado por el Padre, por ser adoración de Cristo el Hijo, con todo su Cuerpo que es la Iglesia. Ese conjunto de actos cúlticos, sacramentales, adorantes, del Pueblo de Dios, que celebran la salvación y glorifican al Señor, se llama la liturgia, o el culto litúrgico. Todos los pueblos celebran con fiestas la conmemoración de los acontecimientos que afectan hondamente a la colectividad, históricos, agrícolas, sociales, culturales, religiosos..., con frecuencia apoyados en tradiciones, leyendas y mitos; la Iglesia, Pueblo de Dios, celebra el acontecimiento fundamental de su vida: la salvación, la recuperada amistad con Dios, su destino a la participación de la vida divina; celebración que en la Liturgia no es sólo representación, memoria o recuerdo sino experiencia renovada de esos acontecimientos. Este realismo y como activación nueva de los misterios sólo puede ser posible y real por la acción de Cristo, el Salvador enviado por Dios, que continúa realizando el misterio de la salvación, y lo manifiesta por los signos sensibles sacramentales. Por eso, sólo desde la fe en Cristo puede ser descubierto el valor eficaz y transformante de la Liturgia cristiana. Sin esa fe, y esa aceptación de Cristo como Hijo de Dios, la Liturgia sólo sería celebración de ceremonias religioso-cívicas, y a eso se reduciría su valor. La celebración litúrgica es fiesta colectiva del pueblo de Dios. El Liturgo esencial o celebrante de esos misterios es, propiamente Cristo, sacerdote, víctima y altar de ese Misterio; pero Él, realizada la redención, reúne en sí a los hombres salvados, les participa su filiación y sus poderes, los hace Pueblo sacerdotal, para que ofrezca, con Él, por Él y en Él, el Sacrificio del Nuevo Culto, que redime y santifica, e inaugura el Reinado de Dios, que se consumará y plenificará en la Liturgia Celestial. De ahí el valor inmenso de los actos litúrgicos, realizados por Cristo cabeza; de modo que el Liturgo humano, el Celebrante o Pontífice, actúa en representación y en unión con Cristo Pontífice Sumo y Único, y el pueblo entero que celebra el culto litúrgico lo hace, válidamente, unido, injertado en el Señor Jesús, cabeza del Pueblo sacerdotal. La celebración litúrgica, no puede ser, pues, un espectáculo, al que asisten los fieles, más o menos emocionados por la belleza de los actos, el esplendor de los escenarios, la solemnidad de las ceremonias. Es una fiesta de la comunidad creyente; todos son actores y participantes, no meros espectadores. Este es el ideal de la liturgia, y la aspiración de la Iglesia. Sin duda nos hallamos aún muy
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distantes de esta conciencia auténtica de lo que es el culto litúrgico. Muchísimas veces los cristianos se sienten solamente asistentes, espectadores, “oidores” de los misterios. Hemos de educar a los creyentes para que puedan entrar dentro del misterio, y ser co-realizadores de los actos litúrgicos y verdaderos adoradores del Señor, que en la Liturgia celebran su fe en el misterio de su salvación.
2. ¿Qué es la liturgia? La palabra liturgia proviene de la frase griega “leiton ergon”, oficio público, función o tarea como servicio a la comunidad, realizado en nombre de la misma y por personas señaladas. Aristóteles presenta la “leiturguía” como acto esencial de la democracia. Se aplicaba también al servicio militar y a otras funciones administrativas, incluso a tareas artísticas, músicales, y laborales, al servicio de la comunidad. Pero sobre todo se aplicó, hasta ser casi exclusiva, al servicio del culto, que en el mundo griego adquirió un notable esplendor, dada la profunda veneración a los dioses de su fabulosa mitología, sus magníficos templos, aras y sacrificios solemnísimos, que convocaban a todo el pueblo, desplegando una riquísima liturgia. Por la versión griega de Los Setenta, entra en la Biblia la palabra, “leiturguía”, “leiturguein”, para designar, no ya la acción en nombre del pueblo, sino en nombre de Dios, y por Dios o sus representantes, en beneficio del pueblo, para atraer las bendiciones del Señor. En el NT, designa más bien el misterio sacerdotal de Cristo y sus actos salvíficos, sacrificiales, y su obediencia al Padre. También a veces aparece como el ministerio de los ángeles, y especialmente en los actos sacramentales y cultuales de los ministros señalados por Dios. Y en la historia eclesiástica, significa globalmente el culto oficial de la Iglesia. Con ideas de A. Verheul, diríamos que liturgia “es el encuentro personal de Dios con su Iglesia y con las personas de cada uno de sus miembros, en Cristo y por Cristo, en la unidad formada por el Espíritu Santo”; sería la liturgia descendente; mediante signos sensibles que expresan la salvación y santificación a los hombres, su culto de adoración y alabanza a Dios: liturgia ascendente. Sería la expresión sensible de la Nueva Alianza, con signos también nuevos, los signos sacramentales. Y con frase más compendiada, dirá C. Vagaggini: “Liturgia es el conjunto de signos sensibles eficaces de la santificación y culto de la Iglesia”. Podríamos, pues, decir que la liturgia es el ejercicio actual del sacerdocio de Cristo, que opera la salvación y santificación de la humanidad y la glorificación aceptable a Dios. En Cristo se realiza plenamente la reconciliación con Dios y se nos ofrece la plenitud del culto divino. Cristo, siempre presente en la Iglesia, se hace visible en la acción litúrgica, obra por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados El perdón, salvación, santificación, que Cristo operaba, se sigue cumpliendo en la liturgia: el misterio de la salvación, preparado, anunciado en el AT, es realizado por Cristo en el NT, y continuado en la liturgia de la Iglesia. El Señor envió a los
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Apóstoles, no sólo para predicar el Evangelio; también para realizar la “obra de Dios”, la salvación, mediante signos, del sacrificio eucarístico y de los sacramentos, en torno a los cuales gira toda la vida litúrgica. Así toda la liturgia es signo y presencia de Cristo y de su obra, y a Él se dirige el culto litúrgico, como a hombre-Dios, mediador entre Dios y los hombres. La persona misma de Cristo es el signo-imagen de Dios invisible; por eso Cristo se llama “Sacramento de Dios”. Y la Iglesia, con su liturgia es “Sacramento de Cristo”. La Iglesia es esencialmente sacramental en cuanto otorga la gracia a través de los signos sacramentales. Por eso, la liturgia “es la cumbre a la cual tiende toda la actividad de la Iglesia, y al mismo tiempo, la fuente de donde dimana su fuerza”. “En consecuencia, toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote, y de su cuerpo, que es la Iglesia, es la acción sagrada por excelencia, cuya eficacia no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia”. “La liturgia es, dirá Romano Guardini, un conjunto de realidades santas, misteriosas, representadas en forma sensible, tiene carácter sacramental. Es contemplación y acción”: la contemplación de Dios, y sus misterios de salvación lleva a la acción o realización y celebración de esos misterios, y a su concreción en la vida ordinaria, mediante obras de amor y servicio; la liturgia compromete la vida. La acción litúrgica tiene carácter salvífico, por cuanto que hoy realiza la Alianza cumplida en Cristo, y nos la participa, haciéndonos salvos, santos, hijos de Dios. Y tiene carácter cúltico, porque el hombre de la Alianza se compromete a dar culto a Dios, le ofrece su obediencia, y le rinde su adoración. Los sacrificios rituales del AT –y aun de otras religiones– eran anuncio del único y perfecto sacrificio cúltico de Cristo, y eso es lo que perpetúa la liturgia. Esa acción cúltica reviste hoy un carácter simbólico, de expresiones sensibles: todos los misterios salvíficos y los frutos de la salvación vienen presentados de modo sensible, material, en los símbolos y signos sagrados; es un lenguaje misterioso, que será preciso conocer, interpretar y respetar, como todo sistema simbólico. Esto muestra que los signos de la liturgia no son ceremonias, meros actos externos, reuniones sociales convencionales; son evocación y presencia de los grandes misterios de la salvación. Los signos litúrgicos, que percibimos sensorialmente, y hacen presente la obra de Dios, son provisionales, es decir, necesarios mientras no podamos captar a Dios directamente; porque entonces quedarán superados, y la liturgia simbólica terrestre se hará liturgia celeste, perfecta. Dios irradiará directamente su presencia y salvación, y su vida divina, que ahora nos vienen a través de los signos sagrados. En el AT se presenta en el fuego, los rayos, la nube, el sonido, la palabra, los truenos... Ahora, los signos son el agua, el vino, el pan, el aceite, la palabra, la llama, el gesto, la acción, el canto, la bendición... Y los signos litúrgicos son relativos, es decir, son expresiones, palabras, acciones, objetos,
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colores... cuyo valor significativo depende de la cultura y carácter de los pueblos; si ese valor fuera desconocido en una sociedad, el signo perdería su eficacia significativa, como signo o lenguaje. Por eso el lenguaje litúrgico pide adaptación, evolución, para poder conservar su valor significante, y poder ponernos en contacto con lo sagrado invisible. El hombre corporal-espiritual necesita la realidad material para acercarse a la realidad divina. Este conjunto de signos que forman el lenguaje litúrgico no fue escogido por el hombre, como en otras religiones humanas; son obras-acciones de Cristo, y Él mismo determinó su continuación en el tiempo, a través de los sacramentos o signos sagrados, que Él instituyó en su esencia, y confió a la Iglesia. En consecuencia, la acción sagrada del culto no puede ser obra privada de un sacerdote o un grupo; es obra establecida por el Cuerpo de Cristo-Iglesia. Ella determinará, según los ritos y los tiempos, la organización de esos signos, proponiendo sus expresiones significativas, de modo que puedan ser comprendidas y vividas por los fieles, manteniendo siempre el secreto de lo invisible, que el hombre acepta por la fe. La Iglesia ha de cuidar, tanto de la conservación como de la adaptación de esos signos, según las culturas o ritos; pero esto no estará a merced o creatividad de cada celebrante o asamblea. En su esencia, fue Cristo quien determinó el signo y significado de los sacramentos: renacer en el bautismo; presencia de Cristo en el pan; perdón de los pecados en la absolución; bendición del amor humano en el matrimonio... La Iglesia será la que determine y pueda modificar las formas materiales de los signos y su desarrollo. El celebrante y la asamblea que se reúnen por y para la celebración de la liturgia, deberán poner su sello propio, acomodar a su cultura, a su arte, y sistemas significativos, ese lenguaje sagrado y el desarrollo de los ritos, mientras mantengan la esencia, el sentido del lenguaje sagrado, que señale el misterio que Cristo nos confió. Sabemos que en un pasado, aún no muy lejano, la sociedad no valoraba los componentes simbólicos de las culturas nativas, ante la potencia de las culturas más fuertes y desarrolladas, que se imponían. En tal contexto, la misma Iglesia pensó que los misterios de la salvación deberían exponerse con los signos, lengua, ritos y símbolos, de occidente. Esto no aumentó ni enriqueció el valor de la liturgia, antes bien lo disminuyó, alejándola de los pueblos nuevamente convertidos, y hasta comprometió la eficacia de los símbolos litúrgicos. Hoy se ve claramente que esto no fue acertado, y estamos en retroceso. Luego aludiremos a los problemas planteados por los ritos chinos y malabares. Ahora, la Iglesia insiste en la inculturación de la evangelización, y por consiguiente, de los signos litúrgicos, que deben asumir los elementos significativos más comprensibles para esos pueblos y culturas; solamente así podrán acceder a los misterios invisibles del cristianismo, mediante un lenguaje para ellos comprensible. Aunque la acción litúrgica tiene valor por sí misma, –por ser obra de Cristo en
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la Iglesia de hoy–, necesita, como toda gracia, la disposición, la comprensión y aceptación de los fieles, clero y pueblo, que son los celebrantes de la acción litúrgica. Si el celebrante pierde conciencia de lo que hace, si el pueblo asiste sólo como espectador ignorante, la liturgia se convierte en ceremonia, y pierde gravemente su valor de comunicar sensiblemente la gracia, la presencia de los misterios, la salvación y santificación que Cristo buscaba comunicar en los Sacramentos. La acción litúrgica integra los diversos planos de la realidad, el material y el espiritual, e invita al hombre a trascender los planos inferiores de los símbolos sensibles, para elevarse a los planos máximos de la realización de la persona humana: su contacto con lo divino. En este sentido, la liturgia es una mística por la que la intimidad secreta del misterio se presenta, unida a la captación de formas objetivas. En la liturgia, nuestra vida terrena –acciones, palabras, gestos, objetos, vestidos, la voz, la luz, el vino, el pan, el agua, un desfile, subir unas gradas, besar el altar, inclinarse, arrodillarse…– todo se transforma y nos conduce, por ese camino terrestre, a la presencia y actuación de lo divino en nosotros, y eleva nuestra limitación y precariedad, a las zonas de lo infinito y lo sagrado. Todo recibe como una transformación luminosa, que nos conduce a la realidad espiritual, por encima de nuestra área corporal, material, cotidiana. En la liturgia, la Iglesia no nos da directamente dogmas, preceptos, deberes, ideas; nos da vida, nos sumerge en la vida misteriosa y esencial de la Iglesia, que es la vida –en-Cristo– y –en-Dios–. El que esos signos sacramentales –objetos, palabras, acciones–, sean portadores eficaces de la gracia, no procede de ninguna fuerza mágica que el hombre comunicara, como ocurre en las religiones mistéricas, mágicas, espiritistas; es sólo la fuerza del Espíritu de Jesús la que desciende, como en otro Pentecostés permanente, sobre las acciones litúrgicas, las santifica y les da eficacia espiritual.
3. Iglesia y liturgia La liturgia es como la voz, la expresión más completa del ser de la Iglesia; ella vive, se convoca, se realiza a través de la acción litúrgica. Para llegar a ese concepto fue preciso antes una aclaración y profundización del propio ser de la Iglesia, lo que, aunque parezca raro, no ocurrió hasta tiempos más recientes, con los concilios Vaticano I y II. La Iglesia había vivido siglos difundiendo el Reino de Dios, iluminando y conduciendo a los hombres a la salvación, elevando a Dios el culto debido, a través de los sacramentos. Pero no había realizado una reflexión teológica y espiritual sobre su propio ser y su propio culto. Los mismos católicos la entendían como una organización que desde fuera conducía a sus hijos hacia Cristo, y se confundía prácticamente con la jerarquía de los pastores. Los fieles “estaban en la Iglesia”, recibían de ella, órdenes, enseñanzas, medios de
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salvación. El culto lo entendían como una serie de actos que debían realizar para ellos, los ministros ordenados; y los cristianos asistían a esos cultos, con fe, como a obligaciones que imponía la Iglesia, pero sin comprender del todo, y sin participar en esos actos. Los estudios bíblicos, la teología, la eclesiología, fueron evolucionando, hasta concretar un bello y profundo concepto de la Iglesia, que esboza el Vaticano I, y culmina preciosamente el Vaticano II, especialmente en su Constitución Apostólica “Lumen gentium”. La Iglesia ya no se define como una sociedad u organización para administrar las cosas religiosas, desde la cúpula de sus jefes, como consejo directivo. La Iglesia es el misterio del Cuerpo de Cristo, que a través de la historia va uniendo en sí, por el Espíritu Santo, a todos los fieles, como miembros del único Cuerpo sacerdotal de Jesucristo, para realizar la salvación, y santificación de los hombres, y tributar a Dios el culto perfecto, inaugurado por Cristo. El Vaticano II presenta a la Iglesia como misterio y sacramento, que ha superado las dos herejías cristológicas y eclesiológicas: la nestoriana, para la que Cristo es sólo hombre, y la Iglesia es sólo humana, y su valor y aceptación depende de la categoría y acierto de sus hombres. Y la monofisita, para la que Cristo es solamente divino y la Iglesia es sólo sobrenatural e invisible; sus estructuras humanas no tienen ningún valor y son creaciones de la ambición y orgullo de los hombres, fuera de los planes de Jesús. El misterio sacramental de la Iglesia es reconocer que la Iglesia es necesariamente espiritual y material, divina y humana, trascendente e histórica. Es la Iglesia la obra del Padre, que por Cristo reúne a los hijos dispersos por el pecado, en el Cuerpo Único y Total del Hijo, gracias al Espíritu; y es la encarnación de la gracia y del Reino de Dios; está compuesta de hombres pecadores y del Hombre sin pecado y la Mujer sin pecado, Cristo y María. Es Templo del Espíritu, levantado con estructuras humanas, históricas, cambiantes, para acomodarse a las necesidades de cada tiempo y cada pueblo, ofrecerles la salvación y enseñarles el culto que agrada al Señor. Esta condición, temporal y trascendente, terrena, visible, y espiritual, invisible es lo que exige sus expresiones sacramentales, simbólicas y sensibles, para objetivar y hacer captables sus valores espirituales y divinos. Es decir, que su propio ser mistérico es lo que reclama su liturgia, donde se encarna constantemente la gracia divina y el culto en espíritu y verdad. El cristiano no está en la Iglesia, y asiste al culto sino que es Iglesia y realiza el culto, unido a Jesucristo salvador, y glorificador del Padre. Esta salvación y glorificación, perpetuadas en el mundo y en el tiempo se realizan mediante los signos históricos, temporales, materiales, acomodados a la condición del ser humano, corporal-espiritual, como una extensión de la Encarnación, por la que el Verbo del Padre asume la materialidad y temporalidad de la condición humana.
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Ésa es la función esencial de toda la Iglesia. Y el conjunto de signos y símbolos que expresan la gracia se denominan la liturgia. Por eso es la tarea primordial del pueblo de Dios, como su respiración y vitalidad. Pero la liturgia no agota toda la actividad de la Iglesia, ni expresa todo su misterio. Jesús confió a su Cuerpo-Esposa, sus mismas tareas, de evan- gelizar, comunicar la Palabra, enseñar, curar, defender la verdad, la justicia, la caridad, pastorear el rebaño de Dios; regir, ordenar, alimentar al creyente, enseñarle a orar y a vivir y a expresar su fe. Es, pues, riquísima la actividad de la Iglesia, para vitalizar el Cuerpo total, y todos en ella tienen su parte de responsabilidad y de creatividad. Pero la cumbre de sus actividades y la realización más perfecta de su ser la encontramos en la Liturgia. Por eso ninguna de las múltiples actividades de la Iglesia sería válida si supusiera una negación, contradicción o desviación de los principios de la sagrada liturgia, los sacramentos, el culto establecido por Cristo. A veces se habla de oposición o tensión entre liturgia y religiosidad popular, entre sacramentalización y evangelización, entre culto y caridad o servicio; tal enfrentamiento es falso, y descubre una errónea interpretación de los términos. Si entendemos la liturgia, según los principios expuestos, como la actualización de la salvación realizada por Cristo, y su glorificación del Padre, está ahí la cumbre de las realizaciones de la Iglesia: la participación en la vida divina. Todas las otras actividades de la Iglesia, o son preparación para llegar a esa divinización: proclamación del Evangelio, catequización, teología, espiritualidad; o son manifestaciones de esa nueva vida: moral, pastoral, obras de caridad, servicio, y sacrificio, defensa de la verdad y la justicia, expresiones populares de la fe, del arte, de la literatura religiosa... La evangelización es necesaria iniciación para acceder a la fe y, por ella, a los sacramentos y al culto de la Iglesia; y la fe abrazada exige su expresión con obras de amor y de servicio; pero todo eso está absolutamente relacionado con la salvación, y la participación en la vida divina, que ahora se nos comunica por la acción sagrada de la Liturgia. Una falsa interpretación de la llamada del Vaticano II a potenciar la vida litúrgica y los misterios salvíficos y sacramentales, se interpretó como la retirada del valor de las devociones y la religiosidad popular; incluso la desvalorización de las imágenes, las fiestas populares, la ornamentación festiva de los templos... que fueron, indebidamente disminuidos y hasta arrumbados, después del Vaticano II, sin exceptuar devociones tan fundamentales como el culto mariano, las fiestas eucarísticas, la celebración de los santos y patronos de las comunidades, esencialmente populares y campesinas. Recordemos unos textos de la Constitución “Sacrosanctum Concilium”: “Con todo, la participación en la sagrada liturgia no abarca toda la vida espiritual de la Iglesia... En efecto, el cristiano llamado a orar en común, debe no obstante
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entrar también en su cuarto para orar al Padre en secreto; más aún, debe orar sin tregua, según enseña el Apóstol. Y el mismo Apóstol nos exhorta a llevar siempre la mortificación de Jesús en nuestro cuerpo... Se recomiendan encarecidamente los ejercicios piadosos del pueblo cristiano, con tal de que sean conformes a las leyes y a las normas de la Iglesia... Gozan también de una dignidad especial las prácticas religiosas de las iglesias particulares... a tenor de las costumbres o de los libros legítimamente aprobados. Y al plantear el sentido del Año Litúrgico, centrado en el misterio de Cristo, no deja de aludir a las devociones, sea a la Santísima Virgen, sea a los santos: “En la celebración de este círculo, o de los misterios de Cristo, la santa Iglesia venera con amor especial a la bienaventurada Madre de Dios, la Virgen María, unida indisolublemente a la obra salvífica de su Hijo... Además, la Iglesia introdujo en el círculo anual el recuerdo de los mártires y los demás santos que llegaron a la perfección por la multiforme gracia de Dios, y habiendo alcanzado la salvación eterna, cantan la perfecta alabanza a Dios en el cielo e interceden por nosotros... De acuerdo con la tradición, la Iglesia rinde culto a los santos y venera sus imágenes y reliquias auténticas. Las fiestas de los santos proclaman las maravillas de Cristo en sus servidores, y proponen ejemplos oportunos a la imitación de los fieles…”. No es justo, pues, en nombre de la necesaria renovación litúrgica, absolutizar su sentido, y desvalorizar las múltiples formas de vida y devoción del pueblo; esto no se haría sin pérdida del verdadero sentido religioso de los fieles. El pueblo sencillo necesita crear sus propios símbolos religiosos populares, vivos y expresivos, enraizados en costumbres y tradiciones multiseculares y vinculados a imágenes, sitios, reuniones, peregrinaciones, procesiones, ofrendas, actuaciones de la comunidad. Solamente habrá que tener en cuenta que tales expresiones no contengan rasgos contradictorios con la fe y el culto litúrgico, ni se apoyen en supersticiones y pervivencias de viejas religiones paganas. Así será labor de la Iglesia, no ahogar la religiosidad popular y el Espíritu que en ella aletea, sino purificarla y enriquecerla con un sentido serio de la fe y de la salvación, respetando los principios y las verdades de la revelación, la teología, la liturgia, la moral evangélica. Ni este rico lenguaje religioso del pueblo debe eclipsar el sagrado valor de los signos sacramentales y litúrgicos, en los que se vive, no ya la tradición de los pueblos, sino la obra de Cristo salvador. En realidad, devoción popular y liturgia se apoyan y enriquecen; no se deben enfrentar sino armonizar. La liturgia no es un refugio tranquilo, de contentamiento espiritual, pasivo y cómodo, por el contrario, bien entendida y vivida es el mejor impulso, el más comprometido, para lanzar a los creyentes a la vida de servicio, sacrificio y misión, testificando la obra y el encargo de Jesús. Los sacramentos no sólo culminan la evangelización, sino que están en la fuente de la lucha por la verdad, la caridad, la justicia, la paz, hasta el martirio. Es la lejanía de la liturgia y los
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sacramentos lo que ha ido apagando el impulso creador y renovador, que supone la vida del bautizado. Renovar la vida litúrgica será renovar toda la vida y la misión de la Iglesia.
4. Palabra y liturgia 4.1. Palabra-signo La comunicación del hombre con los otros, con Dios, la manifestación de su ser, sus ideas, su amor, su alegría, su dolor...; la acogida de lo exterior, y la expresión de lo interior, se hace por los sentidos: ver, hablar, oír, tocar, gustar, oler... Y el hombre creó ricos sistemas sensoriales, de signos y símbolos, por los que sus sentidos se acercan a lo otro. El hombre no es puro espíritu, ni pura razón; es cuerpo, sentimientos, sentidos, espíritu, en una sola unidad; por eso todo, en la persona humana, ha de ser sensible e insensible, material y espiritual, y son los sentidos corporales los puentes que enlazan los dos mundos. Las diversas culturas priorizan sus preferencias por uno u otro sentido: el hombre griego escoge la vista: ella conduce a las cosas, al cosmos visible, que es apariencia, revelación del cosmos de las ideas, última y verdadera realidad. Su arte es revelación óptica de la belleza, la fuerza, el amor, la armonía, el pensamiento. En los pueblos del lejano oriente prevalece el olfato: el perfume, el incienso, el aroma que desprenden los seres…, eso es lo que acerca al ser invisible. Entre los pueblos latinoamericanos, lo decisivo será el tacto: tocar, besar, abrazar, sobar, pasar un algodón por la imagen sagrada... para sentir la cercanía, protección, presencia de Dios, de los santos... En los africanos, su encuentro y comunicación se pone en el propio ser corporal, su ritmo, su baile, el movimiento de sus pies, de sus brazos, su danza, su cimbrearse como las palmeras... Para el mundo hebreo, para la Biblia, es la Palabra, la perfecta revelación y cercanía del ser, de Dios, de lo trascendente, del alma. La comunicación de Dios y del hombre, se hace palabra, y la palabra se hace carne en Jesús; el Verbo hecho el más emocionante y total signo humano, y por eso, la plena manifestación sensible de lo sobrenatural-salvífico. Dice la Constitución “Dei Verbum” del Vaticano II: “las Palabras de Dios, expresadas con lenguas humanas, se han hecho semejantes al habla humana, como en otro tiempo el Verbo del Padre Eterno tomada la carne de la debilidad humana, se hizo semejante a los hombres”. Dios se presenta como Palabra y a ella confía su acción eficaz, por eso repite constantemente en la Biblia: “Oigan, escuchen”, “escucha, Israel”, “tienen oídos y no oyen...”. Pero no se trata de una escucha material sino de una aceptación, interiorización, asimilación, identificación con esa Palabra: “El que oye mis palabras y las cumple, ese edifica su casa sobre roca...”. Sólo es eficaz una palabra cuando encuentra acogida, respuesta. Todo esto tiene aplicación a la Palabra litúrgica, que es, Palabra de Dios, ante todo, y palabra de la Iglesia, y palabra de la Asamblea, de los fieles. La palabra,
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siempre signo, parábola, camino para lo otro, se hace en la liturgia, signo sagrado. 4.2. Palabra de Dios: Palabra bíblica La Palabra esencial y fundamental, que funda la liturgia es la palabra de Dios revelada, y conservada en la Biblia. Por eso en todo acto litúrgico tiene un puesto preferente el texto bíblico. No sería posible vivir el sentido profundo de la salvación, de la glorificación de Dios, sin el conocimiento y la vivencia de las Sagradas Escrituras. En la eucaristía aparece muy especialmente el puesto esencial que tiene la Biblia en la misa: por eso, la parte primera de esa celebración se llama “liturgia de la palabra”. En los otros sacramentos también mantiene su puesto la Palabra aunque en ocasiones aparece reducida, y en algunos sacramentos, como la Confesión, se halla prácticamente olvidada; lo que se debe corregir, como lo está señalando la reforma litúrgica. El culto de la Iglesia no puede olvidar ni empequeñecer el uso de la Biblia; es una imprescindible pedagogía para el acceso a la Escritura Divina. Hemos de reconocer que en el pasado, el catolicismo no siempre cultivó el conocimiento directo de la Biblia, aunque sí presentó su contenido vertido en el lenguaje visual de las imágenes, cuadros, retablos, vitrales, pórticos de las catedrales..., que eran un verdadero catecismo bíblico. La Historia Sagrada traducía, en forma narrativa y popular, los mensajes de las Escrituras; y todo esto correspondía a un momento cultural en el que el libro tenía muy poca difusión, la gente no sabía leer ni escribir, y las Escrituras se conservaban en lenguas ya no usadas por el pueblo, hebreo, griego, latín. En el Renacimiento, la invención de la imprenta, la difusión de la alfabetización y la cultura, las versiones bíblicas en lenguas romances e idiomas nacionales, abre a todos el acceso a los textos sagrados. Y con todo esto, hemos de reconocer que otras confesiones cristianas se preocuparon más por la difusión de los libros bíblicos, aunque la verdad es que sólo el acceso a los textos sagrados no ha supuesto un real conocimiento del sentido de la revelación bíblica, y no pocas veces se ha llegado a un literalismo material y desglosado, en vez de la global revelación de Dios; lo que debía suponer una iniciación y pedagogía, según el magisterio de la Tradición eclesial, única vía para descubrir el sentido e intención de los escritores bíblicos: “Y como la Sagrada Escritura hay que leerla e interpretarla con el mismo Espíritu con que se escribió, para sacar el sentido exacto de los textos sagrados, hay que atender no menos diligentemente, al contenido y a la unidad de toda la Sagrada Escritura, teniendo en cuenta la Tradición viva de toda la Iglesia, y la analogía de la fe”. Precisamente la acción litúrgica sacramental será, cada vez más, el modo privilegiado para poner al pueblo en contacto con las Sagradas Escrituras, y con su sentido legítimo. La Biblia es el principal libro de la liturgia.
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Las lecturas de los textos bíblicos son centro de la acción sagrada; en cada sacramento, y en el desarrollo del año litúrgico, se leen y se explican los textos más significativos de la Biblia y su alcance salvífico. Pero además, el desarrollo del acto sagrado está penetrado por la presencia de textos bíblicos: antífonas, salmo responsorial, oraciones, aclamaciones, peticiones, y los textos de las anáforas, están penetrados de ideas y frases de la Biblia. Ahora, pues, estamos en un camino litúrgico claramente apoyado en la Palabra de Dios. La Palabra de Dios, encarnada imperfectamente en el AT, aparece totalmente encarnada, hecha carne, hecha hombre y materia, en Jesucristo. Él es el signo y sacramento perfecto de la salvación, del plan de Dios para la Nueva Alianza, que nos hace uno en Cristo, por la Palabra que nos salva. En la celebración litúrgica, la Palabra se proclama, se anuncia públicamente ante la Asamblea, proclamación que se reviste de especial solemnidad: En las misas cantadas se lleva el Libro Sagrado entre ciriales y se inciensa, como Cristo presente; también se hace eso, al proclamar el Pregón Pascual, ante el cirio símbolo de la Luz de Cristo. Tal proclamación exige una preparación y ejecución esmerada. Existe un ministerio litúrgico para ser “lector”. No es bueno improvisar esa proclamación, cederla al primero que se presente; hay que evitar lecturas incorrectas, con tropezones, sin dar todo el sentido a los textos. Factor importante para la proclamación es la perfecta audición; de ahí la importancia de la voz del lector, y de los equipos de amplificación. 4.3. La palabra-predicación La liturgia pide, no sólo la proclamación de la Palabra de Dios, sino además su explicación, aplicación, comentario, orientados precisamente a los oyentes reales, a su cultura, captación, circunstancias, necesidades, y eso no sólo en el sermón y homilía de la misa, sino en todo sacramento. En el pasado y por las condiciones ya comentadas, se descuidó mucho este aspecto litúrgico; ni los domingos se predicaba ni se comentaba la Biblia. Esto disminuyó no poco el interés por los sacramentos y la liturgia, como celebraciones de la comunidad. Pero antes, en los siglos de la patrística, sí encontramos gran interés por la predicación explicativa de la Palabra. Aún hoy admiramos los sermones de san León Magno, san Gregorio Magno, san Juan Crisóstomo, san Agustín..., y desde luego, ya era una larga tradición de Israel, la lectura y explicación de los textos bíblicos en las reuniones de la sinagoga, Jesús la aprovechó muchas veces. El pan de la Palabra también había que repartirlo, darlo a los fieles, según su necesidad; y la forma más frecuente de explicación era la homilía o comentario de las Lecturas, en la eucaristía y otros sacramentos, aunque, fuera de los actos sacramentales y la liturgia también se estilaba la predicación al pueblo, en pláticas, sermones, misiones, novenas… que tanto fomentaron las Órdenes mendicantes y los Jesuitas.
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Este antiguo uso de la Palabra se ha repuesto eficazmente con la reforma litúrgica del Vaticano II. Pero no se trata solamente de reponer la homilía, sino de enfocar bien su sentido, porque desde el siglo XIII se había introducido la mala costumbre de olvidar, en la predicación, la función de exégesis y explicación de la Palabra y su formulación doctrinal, y se pasaba a prédicas moralizantes, historicistas, eruditas, sutiles, altisonantes, que eran más lucimiento del orador o exaltación de personajes que instrucción al pueblo sobre la Revelación. El Jesuita José Francisco de Isla, en su obra “Fray Gerundio de Campazas” fustigó certeramente esa tendencia y en cierto modo acabó con ella. La predicación homilética es función del presidente de la asamblea, obispo, presbítero; no de los laicos, aunque éstos pueden después aportar a la asamblea sus testimonios, lo que resulta, cuando se hace bien, una confirmación de la fuerza de la Palabra. La homilía no debe ser un paréntesis en la liturgia, es parte integral de ella y a ella debe referirse. Pese a los acertados pasos que se han dado, aún estamos lejos de una predicación homilética realmente eficaz, oportuna, iluminadora. Es frecuente escuchar quejas de esas predicaciones, de su contenido, su estilo, su extensión. Para no pocos resultan aburridas, distantes de la realidad, poco inteligibles; a veces son emotivas y fervorosas, pero tienen poca o nula enseñanza sobre la fe y los contenidos de la Palabra. Si la explicación de la homilía no se relaciona con el hoy, los hombres de ahora, sus necesidades... no es verdadera homilía, no es riqueza de la liturgia. La Palabra anunciada hoy se cumple, se hace acontecimiento y realidad salvífica, se transforma de Palabra en acción eficaz, venida de la gracia, construcción del Reino anunciado, Palabra que da vida. Esto habría de hacerse notar en toda liturgia sacramental; es una gran ocasión para la formación del creyente, en el bautismo, el matrimonio, la confesión, la unción, la confirmación... Nunca las prisas deben llevar a omitir la explicación de los textos bíblicos de cada liturgia. Hay muchos documentos sobre la homilía y mucho material para su preparación; pero hace falta, sobre todo, dedicación, esmero, conocimiento doctrinal, estudio y oración sobre la Biblia, para dar todo su valor a la Palabra de Dios en la liturgia: “Conviene que el intérprete investigue el sentido que intentó expresar el hagiógrafo en cada circunstancia, según la condición de su tiempo y de su cultura, según los géneros literarios usados en la época; pues para entender rectamente lo que el autor sagrado quiso afirmar en sus escritos, hay que atender cuidadosamente tanto a las formas nativas de pensar, de hablar o de narrar, vigentes en los tiempos del hagiógrafo, como a las que en aquella época más solían usarse en el trato mutuo de los hombres”. 4.4. Palabra de la Iglesia: fórmulas litúrgicas Todo sacramento, además de la Palabra de Dios tiene sus textos y fórmulas
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que acompañan a los gestos y materia del signo sacramental. Tales palabras no se dejan, actualmente, a merced de cada celebrante, sino que están reguladas, señaladas, fijadas por la Iglesia, en virtud del encargo y los poderes otorgados por Jesucristo; se pueden llamar “regla”, “ordo”, “rito”, “canon”. Ellas expresan el sentido de esa acción sagrada. No son palabras mágicas que operen prodigios, en el pan, el vino, el agua, el aceite, la señal de la cruz...; sino evocación del poder divino de Cristo, que encargó realizar esos actos, y dio facultad a sus enviados para expresarlos y perpetuarlos. Aunque en los primeros tiempos aún no existieran esas formulaciones fijas, pronto la Iglesia las determinó, precisamente por el riesgo que aparecía si se dejaban a la improvisación de cada uno, y por el misterio sagrado que expresaban. Esas fórmulas sagradas pedían respeto y no ser cambiadas, reducidas, ampliadas... según la inspiración o gusto de cada uno. La misma Iglesia señala en qué momentos el celebrante o monitor, podrá hacer un comentario, aclaración, monición que resalte el valor de la acción. Pero las palabras “canónicas”, que señalan la substancia del misterio, no deben ser alteradas. Esos cambios, en puntos esenciales, podrían dejar nula la celebración sagrada, como también la anularía un cambio en la materia del sacramento; un pastel, en vez de pan; alcohol en vez de agua; cerveza en vez de vino... También en la vida social, existen palabras rituales, incambiables: el himno de la nación, las fórmulas de un juramento, la concesión de títulos oficiales, el santo y seña... De un modo particular, la celebración de la Eucaristía, tras largas evoluciones, se ha fijado la fórmula llamada “canon” y “anáfora”, textos de la consagración, precedidos y seguidos de solemnes fórmulas. Las diferentes anáforas actuales son fruto de una historia pasada, de gran riqueza simbólica, teológica y mistérica. Volveremos sobre esto cuando expongamos los signos sacramentales. Todavía la palabra litúrgica nos aparece también en las respuestas de la asamblea, pues la liturgia supone un diálogo, Palabra y respuesta, que la comunidad aporta activamente a la celebración. Estarse callado, en la celebración, no saber contestar... es la anulación de la presencia participativa de los fieles en la liturgia. Hace falta un compromiso de todos para saber y querer corresponder a la Palabra con tu palabra.
5. Elementos sensibles de la liturgia Esta magnífica expresión de la fe y del culto requiere un ordenamiento, que organice los signos, los ritos, los tiempos, las personas, los objetos... que la componen. Aunque cada persona y cada grupo ha de marcar su presencia activa, como dijimos, la liturgia y sus signos son cosas de la comunidad creyente, del Pueblo-Iglesia, y a ella toca establecer el sistema de expresiones y velar por ellas, orientar su necesaria evolución y acomodación, según tiempos, personas y lugares. Esto pide que todos acepten esas normas, y colaboren a su mejor cumplimiento; ningún lenguaje de signos se puede dejar a merced de cada uno.
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Las legítimas autoridades de esta ordenación serán: El Santo Padre, Sumo Pontífice. La Sagrada Congregación de Ritos (Sixto V, 1588). La Sagrada Congregación de los Sacramentos (Pío X, 1908). La Sagrada Congregación del Concilio (Pío IV, 1561). La Sagrada Congregación del Santo Oficio (Paulo III, 1542). Presidida por el Papa. Ahora se llama, Congregación de la Fe. La Congregación Ceremonial. La Congregación de la Propagación de la fe (Gregorio XV, 1622). La Congregación de Religiosos/as e Institutos laicales (S. Pío X, 1910). La Sagrada Congregación de Ritos Orientales (Clemente XI, 1775). Las Conferencias Episcopales, con su Departamento de Liturgia. Los Obispos diocesanos, con su Comisión de Liturgia. En todos estos organismos se encuentran asesores, peritos, teólogos, historiadores, artistas, literatos, lingüistas, también laicos, que aportan la presencia del pueblo de Dios y sus valores, tan importantes en el desarrollo de la acción litúrgica. Exponemos la ordenación litúrgica en los siguientes puntos: – Signos litúrgicos – Sitios sagrados – Objetos sagrados – La Asamblea Litúrgica 5.1. Signos litúrgicos Signo es toda cosa sensible que nos conduce a una cosa invisible, no perceptible por los sentidos. El signo nos evoca la cosa insensible y al mismo tiempo nos oculta esa realidad misteriosa que no capta nuestro ser corporal; es presencia y ausencia, es luz y sombra, acerca y aleja. Nunca el signo puede agotar toda la esencia de la cosa significada, porque lo material no puede agotar lo espiritual. Pero esa imperfección del signo despierta el deseo, el sueño de conocer mejor, de acercarnos más a lo lejano y ausente, al misterio. Hay signos naturales, que llevan una natural relación con la cosa que no vemos: humo, humedad, huellas, ruinas... Hay signos convencionales, sin especial relación con la cosa ausente, creados, escogidos, para expresar realidades intangibles: bandera, color (negro = luto en Occidente; color blanco = luto en Oriente), cruz roja, hoz y martillo. Hay signos-imagen que ofrecen cierta semejanza visible con el ser real, no visto, no presente: la fotografía, el cuadro, la estatua, la caricatura, el icono. Tal sistema de signos aparece ya en los lejanos escritos pictográficos y jeroglíficos. A Cristo se le llama “imagen visible de Dios
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invisible”. Y hay signos simbólicos, o símbolos, que sin tener relación de semejanza con lo que quieren significar, pero evocan, representan, por elección de cada cultura, la persona, la cosa, el acontecimiento, la idea, el misterio, inasequible en sí mismo, y como por un puente, nos conducen a esa presencia imposible, y en cierto sentido la hacen nuestra, nos la entregan: el monumento en recuerdo de una batalla, de una muerte, los símbolos patrios, ideológicos, la letra y la palabra. El lenguaje es el más rico sistema de símbolos, para comunicarnos el pensamiento, la idea, la esencia de las cosas. La Liturgia, expresión de la salvación y del culto a Dios, se expresa a través del sistema de signos-imagen y signos-símbolo, que nos ponen en contacto con el misterio sagrado. Son palabras, acciones, personas, objetos... que nos comunican eficazmente la realidad sobrenatural de la gracia y transformación del ser humano. La Encarnación es la raíz de los signos sacramentales y litúrgicos. La determinación de esos signos sagrados la puso, en su esencia, como queda dicho, Jesucristo: Bautismo, Eucaristía, Penitencia…; la Iglesia señala las formas particulares de esos signos: Matrimonio, Ordenación, Unción, Confirmación. Esos signos sagrados, efectivos dadores de la gracia, se llaman sacramentos, y todo su conjunto constituye el elemento visible de la liturgia. Se llaman también signos conmemorativos porque representan acciones salvíficas realizadas por Cristo, en su vida temporal; y signos demostrativos porque muestran y dan lo que significan: vida nueva del bautizado, alimento divino en la comunión, perdón del pecado en la confesión, unción del Espíritu en la confirmación, participación en el sacerdocio de Jesús, en la Ordenación presbiteral... Santo Tomás de Aquino añade que son signos proféticos, en cuanto que indican y como preanuncian la gracia total, acabada, que recibiremos en el encuentro eterno con Dios, objeto de la esperanza. O. Cullman dijo que la liturgia es “el porvenir que se realiza en el presente, sobre la base del pasado”. El lenguaje, el arte y la liturgia viven de los signos; y el lenguaje y el arte son los materiales del sistema simbólico de la liturgia. Los signos litúrgicos son pues, el conjunto de palabras, acciones, objetos... presentados como intérpretes sensibles de los misterios cristianos que se realizan en el culto litúrgico. 5.2. Sitios sagrados La liturgia se realiza, necesariamente, en una coordenada espacial, situacional. El sitio propio del culto es el templo. Desde tiempo inmemorial, todas las culturas y religiones han levantado sus templos a la divinidad: el templo de Jerusalén, prometido por David, realizado por Salomón, cantado en los salmos, es la muestra más patente de la necesidad humana de un lugar sagrado, donde preferentemente nos encontramos con Dios. El arte y la riqueza se han volcado, en todos los pueblos, con magníficas construcciones, para proclamar la presencia de lo divino, lo que pedía una adecuada expresión simbólica y sensible de la grandeza y la belleza de Dios. La fe ha creado esos monumentos ricos y
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grandiosos, los templos de todas las naciones. El arte, a través de sus diversos estilos, se puso al servicio del culto, creando preciosos modelos de templos. En el cristianismo, desde que se da libertad a la fe cristiana, se van creando los estilos paleo-cristiano, bizantino, románico, gótico, renacentista, barroco, neoclásico, moderno... El templo cristiano es símbolo del Reino, de la Jerusalén celeste, de la gloria de Dios, de la morada y presencia de Dios con los hombres. No es que Dios –que lo llena todo–, necesite un lugar para venir a nosotros, como fabulizan las viejas religiones míticas; pero nosotros sí necesitamos ese signo sensible de su cercanía y presencia, de su majestad invisible. Los primeros templos cristianos fueron las mismas casas de las familias bautizadas; no se podía pensar en iglesias públicas, patentes; durante las persecuciones se hacen lugares secretos, ocultos, los recintos sagrados del culto: las catacumbas. Luego, con la aceptación oficial del cristianismo, comienzan las grandes construcciones, inspiradas en el arte romano sobre todo. Parece que fue bajo el emperador Cómodo (180-192), cuando se levantan las primeras iglesias; pero es en 313, con el Edicto de Milán, que concede libertad y derechos a los cristianos, cuando comienza la proliferación de los templos. Es probable que las primeras iglesias se deriven de la casa romana, “domus romana”, agrandada y acomodada al culto y a la oración; tiene con frecuencia forma rectangular, aunque no faltan iglesias redondas y octogonales, y de la Iglesia oriental proviene la costumbre de ubicar el templo hacia el oriente, la salida del sol, símbolo de Cristo. La “Iglesia cristiana” no era, en rigor, el edificio o recinto, sino la comunidad que se reunía: las alusiones a la construcción, las piedras, el fundamento..., es claro que se refieren a las personas; como el templo al que se refería Jesús, aludiendo a su Cuerpo. Para el cristiano, Dios no habita, propiamente, en los templos materiales, sino en los corazones. En el siglo II se habla del templo como “Casa de Dios”, pensando en la casa que David quiere edificar al Señor, es decir, al Arca de la Alianza, símbolo de la presencia de Yahveh; y los católicos pensamos que el Señor está en el Sagrario; pero advirtamos que en los primeros siglos cristianos aún no había estrictamente “el Sagrario”. La “Casa de Dios” designa propiamente la comunidad; en ella habita Dios; es su morada. El edificio es Casa de Dios por la comunidad creyente que en él se reúne para el culto y la oración. El edificio es la expresión material y el espacio de acogida o convocación de la comunidad. El templo clásico es un recinto alargado, la gente queda lejos de la celebración; casi no ve, ni oye, ni entiende; asiste a los cultos para proclamar su fe, y glorificar a Dios y pedir su protección. Con la penetración del cristianismo en la sociedad romana y en los pueblos evangelizados, los fieles se van introduciendo más en el sentido de su culto, apoyado principalmente en la misa y los
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sacramentos, y en la lectura de la Biblia. Pero durante la Edad Media, persiste esa lejanía, y los fieles no participan activamente de los actos. La mejor formación de los creyentes y las reformas litúrgicas, han conseguido que los asistentes al culto descubran su papel activo, y necesiten estar cerca de la acción litúrgica, entenderla, seguirla, participar; eso ha conducido a un tipo de templo de construcción circular, triangular o hexagonal, en donde los fieles rodean en cierto modo el altar de la celebración, que se tiene frente a la asamblea y en su lengua; no es un espectáculo sino una reunión de cercanía y participación. Las tendencias de un mundo secularizado, postmoderno, de estos tiempos, discuten o menosprecian el valor de los templos, critican su riqueza, arte y belleza, con falsas ideas sociales; quieren disminuir o negar la diferencia entre lo sagrado y lo profano: todo es igualmente sagrado; y lo profano (lo más allá del “fanum”, del recinto sagrado) podría ser más sinceramente sagrado y divino, que la Iglesia... La Reforma Protestante, y muchas sectas actuales, se oponen con falsos conceptos, al esplendor del culto y de los templos, a las imágenes y actos sacramentales exteriores; eso les ha llevado a un culto básicamente conceptual, desencarnado, funcional, realizado en un salón de lectura, de conferencias, de cantos; han desarrollado, a veces con mucha perfección, la música y el coro: es un bello concierto, no una expresión sensible del misterio salvífico. Se ha conducido la fe a expresiones interiores, espiritualistas, inmateriales. Este embate no ha dejado de tener su incidencia, su influjo en el mismo templo y culto católico moderno, donde se ha buscado una espiritualidad más culta, más pura, más de “élite”, esquivando las expresiones sensibles, emotivas, populares, humanas, del pueblo; en muchos sitios se han arrinconado o retirado las imágenes. Pero ya aparece una reacción contra tales desvíos, y una recuperación de los valores sensibles de la liturgia. Tampoco la Iglesia ha dejado de observar el otro extremo, la profusión, multiplicidad, repetición del mismo santo o misterio en la misma Iglesia, que da la impresión de mal gusto y de confusa pedagogía religiosa; y ha pedido la sobriedad y la orientación ante esas abusivas devociones. Los actos litúrgicos, cultuales, tienen, pues, su escenario adecuado, en el templo, y no sería acertado contraponer el culto en el recinto sagrado, al “culto en espíritu y en verdad” que pedía Jesucristo. Él lo contraponía al culto vacío, sin espíritu, pura ceremonia legal, que se ofrecía en Samaría y en Jerusalén, como rivales; pero no era un rechazo de los lugares del culto, que avivan la fe y el espíritu de los pueblos, precisamente por su mensaje sensible, adecuado a la condición material-espiritual del ser humano, y a su condición social y comunitaria. Ese templo material es plena imagen del templo misterioso del mismo Cuerpo de Cristo y de la Iglesia, plenitud de su Cuerpo místico. Desde luego, que el templo cristiano no busca una segregación del mundo
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exterior, un “ghetto” que se separa de lo impuro. Sí es la casa de la familia de Dios, y tiene su discreta privacidad: tiene puertas, muros, ventanas. Dentro del recinto, protegido de la algarabía de la vida ordinaria, se agrupa la familia para celebrar, ante todo, la Cena, Eucaristía, Misterio Pascual, encuentro de los hombres con Dios. Así el templo puede ser el lugar de la teofanía. Como casa de Dios y del pueblo de Dios, tiene, igual que nuestras casas, las tres dimensiones del espacio: longitud, latitud, altura. En los templos, el eje longitudinal va de oriente a occidente, de la salida del sol hasta su ocaso, es decir, que el templo mira a oriente, de oriente viene la Luz: Cristo, Luz del mundo que llega de oriente; los rayos nacientes penetran por los rosetones y descansan en el Altar Mayor. El crucero marca la dirección norte-sur, septentrión-mediodía, frío o niebla y sol en plenitud; el mundo de las tinieblas despojado por el Reino de la Luz. Las dos dimensiones marcan el trazado de la cruz, la planta de cruz latina, tan frecuente en los templos. La tercera dimensión, altura es señal de subida, elevación, ascensión a lo superior; en los templos góticos se logra una prodigiosa altura, gracias a los nervios y bóvedas de crucería; la construcción parece ingrávida, celeste. Ciertos templos modernos, con la ingeniería de su construcción, también dejan la impresión de ingravidez, ausencia de peso, signos de la victoria sobre lo natural y entrada en lo sobrenatural. La tradición teológica y espiritual del cristianismo nos ofrece una serie de simbolismos que transforman el edificio material –templo–, en señales de misterios divinos: Desde los primeros siglos, el templo se concibe como una nave –las naves del templo–, la barca del pescador, la nave de Pedro, que no se hundirá. La Iglesia cristiana aparece como ese edificio construido sobre la piedra angular, Cristo, con 12 fundamentos, los apóstoles. Es un anticipo de la Jerusalén celeste, que desciende del cielo, como la esposa. Cuando en los siglos IV-VI, se construyen las grandes basílicas, la iglesia evoca el palacio de Dios, “Aula Dei”. Si los hombres, emperadores, habían tenido sus palacios, Dios tendría también los suyos. Constantino regala al papa su Palacio Laterano, y construye la basílicamadre, San Juan de Letrán; también levanta la primera basílica de san Pedro, cerca del Circo de Nerón, en el Vaticano, y la de san Pablo –extra muros–, en la Vía Ostiense. La belleza y decoración de esos templos evocaban la gloria de Dios, en la tierra. Otro símbolo, de signo distinto y casi opuesto lo encontramos en la idea de templo– “tabernaculum Dei cum hominibus”, tienda de campaña, carpa. Dios se abaja, se hace itinerante como Israel, se acomoda en la tienda nómada a nuestra humilde vivienda, como acepta nuestra carne humilde. El que no cabe en los cielos, se acomoda, para acercarnos a Él, en una casa construida por los hombres, como la de David, donde nos cita, como familia, asamblea de Dios, para bendecirnos y escucharnos, estar cerca de nosotros. Recordemos la preciosa plegaria de Salomón, al ofrecer a Dios el templo, y su asombro de que el Señor quiera aceptar una casa entre los hombres.
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El preferir uno u otro de los simbolismos del templo está en función de la cultura reinante y será expresión religiosa de esa misma cultura. Hoy atrae más la idea de templo-carpa, casa de familia, modesta, cambiante, que la de palacio de Dios, imperial, egregio. En el siglo XII-XIII, el obispo de Cremona, Sicardo, (1160 - 1215), recogiendo tradiciones anteriores, describía así el simbolismo, algo excesivo, del templo: “El pavimento es el pueblo; las criptas, los eremitas; la longitud, la longanimidad; la anchura, la caridad; la altura, la esperanza; la forma de cruz, el seguimiento de Cristo; los muros, las comunidades religiosas; las ventanas, los doctores que dan luz y frenan los errores; las vigas, los predicadores; las tejas, los soldados que defienden de los paganos y enemigos; la puerta, es Cristo”. Dentro del templo nos encontramos con toda una rica serie de elementos materiales-simbólicos que colaboran a las expresiones sensibles del culto litúrgico: El Altar, es el centro espiritual y aun geográfico del templo; en él se realiza el acto esencial del culto, el Sacrificio eucarístico, y de ordinario, desde él, también otros sacramentos o acciones cultuales. Representa a Cristo, “sacerdote, víctima y altar”. El Altar lo encontramos en casi todas las religiones, también como centro donde se realizan los actos principales del culto sagrado: sacrificios, ofrendas, oraciones... Conocemos los altares de muchos pueblos: Egipto, Asiria, Babilonia, Grecia, Roma; también de los pueblos primitivos de América: los mayas, los aztecas, los incas... En las religiones paganas, el altar es algo sagrado en sí, y por él se santifican las cosas. Para el cristiano, es la ofrenda, Cristo, el que santifica los altares. En realidad es Cristo el único y verdadero Altar, y el Sacrificio Único. Por eso decían los cristianos que ellos no tenían altares, al modo de los paganos, y en efecto en los primeros tiempos el altar era cualquier mesa o trípode. Con la afirmación del culto cristiano hacia el siglo IV, se consolida y se fija el altar material, con el claro simbolismo de Cristo. Desde entonces, todo el templo se centra en el altar y los cultos se celebran en él. Las formas del altar eran muy diversas: como ménsula, o edícula elevada, dedicada a los dioses superiores, y para los sacrificios; y “el ara”, de menor volumen, para las libaciones, conmemoraciones, ofrendas, dedicadas a dioses inferiores, y a los difuntos. Es admirada mundialmente el “Ara Pacis” de Augusto, en Roma. En los primeros tiempos cristianos se celebra la Eucaristía en la mesa de las familias bautizadas, como se celebró en una mesa familiar, la Última Cena de Jesús. En el tiempo de las Catacumbas, que hacen de templo subterráneo, celebran la misa en las tumbas de los mártires; esto inspira después, celebrar sobre los cuerpos de los santos; simplificando, se introduce la norma de poner en el centro del altar una piedra o mármol con reliquias de santos, pieza que se
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llamará el “ara”; de este modo el culto cristiano unifica los dos antiguos usos del altar y del ara. Los altares cristianos podían ser de madera, de piedra o mampostería, de ordinario son fijos, inamovibles; para usar altar portátil se requiere permiso especial de la autoridad religiosa. Tienen los altares variadas formas: de mesa con apoyo central o columnas en los extremos, como bloque macizo, como cajón hueco por dentro, a veces como sarcófago; para mayor prestigio puede estar cobijado por el cimborio, con techo artesonado sobre arquitrabe, bóveda o arco abovedado, o por el baldaquino, pabellón o dosel que cubre un altar, imagen, trono, o lecho, con cúpula o techo encima, sobre cuatro columnas, o a veces colgado de la techumbre. El baldaquino más espléndido lo encontramos sobre el Altar de la Confesión, en la Basílica de San Pedro de Roma. A veces el baldaquino se convertía en la umbella, a modo de sombrilla que acompañaba y protegía al Santísimo en procesiones o viáticos; y también en el palio, de brocado, con seis u ocho varas de metal, para los portantes, que se llevaba sobre la custodia, signo de honor y veneración, ante los fieles; en algunas ocasiones el palio se usaba para acompañar a grandes personajes, reyes, príncipes, que participaban en actos religiosos. Inicialmente el altar es uno y único, en cada templo; durante la Edad Media, los monasterios introducen la pluralidad de altares laterales, para la celebración simultánea de los monjes; este uso se traslada a las Catedrales, luego a todas las Iglesias. La reforma litúrgica del Vaticano II vuelve al uso primitivo: un solo altar presidiendo el templo, y una sola celebración; los otros sacerdotes podrán concelebrar en el único altar; ya no se celebrarán misas simultáneas; esto señala mejor el sentido del único sacrificio y único sacerdote de la Nueva Alianza. Pronto los altares se ornamentan con preciosos frontales, paneles de metales preciosos, o madera tallada y policromada, o brocados y ricos bordados de oro y plata, con vistosas decoraciones de escenas bíblicas, temas florales, signos sacramentales, heráldicos, ornamentales. También se colocan como fondo del altar, cuadros y paneles para reliquias o esculturas. O trípticos, con panel central y dos puertas laterales abribles, ricamente decorados. Eso se desarrolla hasta formar los grandiosos retablos, del bizantino, románico, gótico, barroco...; el altar queda como ensamblado al retablo, y en cierto modo absorbido por él, perdiendo algo de su protagonismo. El culto se celebra de cara al retablo, de espaldas a la asamblea. La reforma litúrgica separa el altar del conjunto arquitectónico de los retablos y repone la liturgia de cara al pueblo. Los retablos preciosos y los altares laterales quedan como ornamentación, simbolismo, y catequesis de los misterios sagrados, y para devoción de los fieles. No sería sensata su desaparición, aunque ya no tengan la función de sitio para los actos litúrgicos. El altar debe ser consagrado por el obispo correspondiente, y recibir los
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honores y veneración, en las funciones sagradas: se besa, es incensado, ornamentado con flores, jarrones, candeleros…; pero sería más apropiado que todo eso esté fuera del altar, el cual nunca debe convertirse en una mesa o cómoda para todos los objetos del culto; sobre él sólo deben estar, antes del acto litúrgico, los manteles, el crucifijo; a no ser que ya presida en otro sitio; nada más. En siglos pasados, estaban siempre en el altar, las sacras, o cuadros, a veces de ricos metales o tallas, con algunos textos de la celebración. Ahora han sido totalmente suprimidas. Durante la celebración, se ponen los vasos sagrados, corporales, misal. Los demás objetos, vinajeras, aguamanos, paños, patena, campanilla..., deberán estar en una mesita adyacente, o credencia; se llevan al altar en el momento preciso, luego se retiran. Durante largos siglos, en el centro del altar o incluido en el retablo, está el Sagrario, pequeña capilla o edícula, para los copones de las hostias consagradas, reservadas para la comunión de enfermos o accidentales comuniones de los fieles. Ahora se ve más adecuado poner el Sagrario en una capilla lateral, o en otro sitio oportuno del presbiterio; pero que no sea arrinconarlo, hacerlo como inadvertido, sin importancia. Cierto que en los primeros siglos la eucaristía conservada en el sagrario no era para darle culto sino como reserva para ciertos casos de comunión; así se guardaba en un armario de la sacristía o en una hornacina. Luego, al crecer el culto a la presencia sacramental, y la devoción de los fieles, se empieza a colocar en el altar, a veces en sagrarios con forma de paloma colgada, como arqueta, capillita, ostensorio de diversos trazados y arte: pelícano, corazón, arca... Aunque el culto privado al Santísimo no es estrictamente acto litúrgico, sino devoción privada, no se debe minusvalorar; la Iglesia desea que se mantenga y fomente: “La Iglesia católica profesa este culto latréutico que se debe al sacramento eucarístico, no sólo durante la misa, sino también fuera de su celebración, conservando con la mayor diligencia las hostias consagradas, presentándolas a la solemne veneración de los fieles cristianos, llevándolas en procesión...”. “Además, durante el día, los fieles no omitan el hacer la visita al Santísimo Sacramento, que debe estar reservado en un sitio dignísimo, con el máximo honor, en las Iglesias...”. El presbiterio: propiamente esa palabra significa la agrupación de los presbíteros o sacerdotes con su obispo; por extensión vino a designar también el área del templo, en torno al altar mayor, hasta las gradas que bajan a las naves; suele estar algo elevado sobre el nivel de la iglesia, y tenía una verja o balaustrada que lo separaba del resto del templo. Ya se encuentra en el siglo IV. En el centro o al fondo del presbiterio está el altar de las celebraciones, también encontramos en el presbiterio, la sede, el ambón, y a veces, el sitio del coro. Esa presentación del presbiterio marcaba, en el pasado, la distancia, material y formal entre el clero y el pueblo. El clero, –los presbíteros– celebraban en esa
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área los actos litúrgicos, cultuales, corales, independientemente el pueblo que asistía, y hacía sus rezos, bastante ajeno al acto litúrgico. En la Iglesia oriental, hasta hoy, el altar del presbiterio está oculto totalmente a la vista del pueblo, mediante el “iconostasio”, muro o mampara que encierra el altar. Con el enriquecimiento y complicación de las celebraciones y la abundancia de sacerdotes y monjes, el presbiterio cobra grandes dimensiones, y ofrece mayor esplendor y espectacularidad a los actos sagrados. Como ya hemos indicado, existe ahora un movimiento contrario, hacia la simplificación de los actos cultuales, y su acercamiento al pueblo, evitando barreras y separaciones, y facilitando la formación de la asamblea cúltica. Eso ha sugerido varios cambios, y una nueva planificación de los presbiterios, en los nuevos templos. La sede es el lugar desde donde se dirigen los actos litúrgicos. La liturgia no convoca a una masa humana sino a una asamblea organizada, y exige una presidencia. Es el sitio del pontífice celebrante y sus ministros. Debe ser sitio notorio, perceptible, algo elevado a ser posible; pero no sea un monumento ostentoso: no sea el centro de todo, no se anteponga al altar; mejor ubicarlo lateralmente, o detrás del altar. Desde allí el pontífice dirige la acción sagrada: saludo, acto penitencial, liturgia de la palabra, y los actos finales; luego pasa al altar, para la celebración del sacramento. Antiguamente era el trono o cátedra del obispo, maestro y pastor de la diócesis. El ambón, –de “anabanéin”, subir–, se llama el sitio, del presbiterio, desde donde se proclaman las lecturas y su explicación, sermones, homilías; sustituye prácticamente al púlpito, desde donde, por siglos, se hacía la predicación, y que ahora queda como ornamentación, muchas veces preciosa, y testimonio del pasado. Las nuevas iglesias ya no tienen púlpito. Los cambios de la reforma litúrgica, los sistemas sonoros actuales, la cercanía de los fieles... han planteado esa sustitución. El ambón hacia un lado del presbiterio, pide alguna elevación para mejor visibilidad; dispone de atril o repisa para los libros litúrgicos, y del equipo de micrófonos. Desde él se hacen también las moniciones, la oración de los fieles, los avisos, y con frecuencia se dirigen los cantos del pueblo; aunque los más puros liturgistas piden que se dedique exclusivamente a las lecturas sagradas y la predicación. El bautisterio, espacio especialmente significativo del templo, donde se realizan los bautismos; ha tenido grandes variaciones. Primero fue una piscina, de la casa-iglesia; luego se construyó un edículo octogonal o circular, como capilla, en el templo, o también fuera del templo, con piscina, mientras se bautizó por inmersión; algunos son espléndidos, como los de Parma, románico precioso, separado de la catedral; de Letrán, Génova, Pisa, Florencia, Siena... Más tarde por variadas razones, se introduce el bautismo por aspersión –siglos IX-X–; entonces
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el bautisterio se hace más modesto, con pila o taza grande para el bautismo sobre la cabeza; suele estar hacia la entrada del templo. Ahora, con los bautismos colectivos, va quedando sin uso ese bautisterio, y se realizan los ritos bautismales desde el presbiterio, ante todos los fieles. Esto aumenta el sentido colectivo, eclesial, de ese sacramento, pero pierde algo de su intimidad y emoción. Esta corriente está aconsejando la colocación de las pilas bautismales, en el presbiterio no lejos del altar. Así también se facilita la administración del bautismo dentro de la eucaristía, como se va introduciendo, inspirándose en la liturgia de la vigilia pascual. El coro: entendido como el conjunto de cantores, fue primero función de todo el pueblo o asamblea litúrgica. Para perfeccionarlo se formaron grupos preparados de cantores, “Schola cantorum”, lo que de hecho fue desplazando al pueblo, que ya no cantaba sino que oía. El grupo de cantores, y músicos, pedía un sitio especial, que fue una plataforma en el presbiterio, cerca del altar. Luego se trasladan a unas tribunas altas que dominan el presbiterio y las naves; más tarde se construye una alta y grande tribuna, sobre la nave central, donde también se ubica el órgano, príncipe de los instrumentos litúrgicos, y otros instrumentos músicales, junto con los cantores. La lejanía del coro rompe la unidad del acto sagrado, y se independiza en cierto modo, como añadido a la liturgia, que puede parecer un concierto. Por eso la necesidad de unir bien ese coro con la celebración y ponerlo plenamente a su servicio. También se llama coro el espacio ocupado por los canónigos o los monjes, para el canto de las horas canónicas. Puede estar en torno al altar mayor (ej: el de la Catedral de Quito), o en el medio de la nave central –en las catedrales góticas, sobre todo–. Suelen tener ricos tallados, esculturas, sillería labrada, como en la iglesia de El Pilar de Zaragoza. El campanario. Elemento muy significativo y complemento de los templos es el campanario. Su uso es muy antiguo, ya pre-cristiano, como en China. El cristianismo primitivo usa las campanas, como aparece en las catacumbas; luego se coloca la campana en un soporte de madera o espadaña, y desde el siglo V se desarrolla la construcción elevada, adosada o separada del templo, y se convierten en torres cada vez más elevadas: san Apolinar de Ravena, san Martín de Tours en Francia. En el siglo VIII el papa Esteban II manda levantar una torre campanario sobre la antigua Basílica del Vaticano, dorada y plateada, con tres campanas. Crece la importancia, tamaño y belleza de los campanarios, por todas partes; son de madera, de mampostería, piedra, mármol...; están decorados con azulejos, ventanales, ojivas, columnas, hornacinas, esculturas, y representan todos los estilos: románico, bizantino, lombardo, carolingio... En el gótico llegan a su mayor esplendor, con elevadas y caladas agudas flechas, hacia el cielo. Tienen forma circular, cuadrada, poligonal; son especialmente famosos los de
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Pisa (Italia), san Clemente de Tahull (España), Friburgo (Alemania), Chartres (Francia), Burgos (España), La Giralda de Sevilla... en estilo gótico moderno descuellan las torres de la Sagrada Familia en Barcelona, del genial Antonio Gaudí. Va aumentado su número: uno o dos, pegados o separados de la fachada, tres, a los lados de la fachada y sobre el crucero. En San Martín de Tours hay cinco torres-campanario, y siete en la catedral de San Jorge de Limburgo. Se rematan con una aguja, una cruz, una veleta, un gallo, una imagen. Su altura va creciendo: 26 mts. el de la Catedral de Burgos; 47.5 mts., El Miguelete, sólida torre gótica octogonal de Valencia; 82 mts. en Reims; 110 mts. el de Salamanca; 123 mts en Chartres; 136.6 mts el de Viena (Austria); 143 mts. en Estrasburgo; 160 en Ulm (Alemania)… El número de campanas también crece: una, tres, ocho, ochenta... El conjunto de muchas campanas (s. IX), se llama carillón. Forma una preciosa gama de sonidos, tonos, semitonos, octavas, que permiten juegos como en un piano. Son famosos los de El Monasterio de El Escorial (España), Marfa (Portugal), Amberes (Bélgica), Amsterdam (Holanda), Dunquerque (Francia). Se mueven por cuerdas, por pedales, después eléctricamente. También había campanas de tubo y de láminas metálicas. El manejo del carillón requiere conocimientos casi de organista. Desde el siglo XV se colocan carillones en las Casas Consistoriales de las ciudades. Los campanarios y las campanas grandes se bendicen, y éstas llevan como un nombre bautismal, y ostentan inscripciones de datos de su fundición y bendición. Su función primordial era convocar a los fieles para los actos litúrgicos; también para fiestas, entierros, reuniones; y por su eficacia, pronto sirven además, para avisar de peligros, incendios, invasiones y otros eventos festivos o dolorosos. Muchos campanarios tenían grandes relojes que señalaban y repicaban las horas, lo que era un gran servicio a la población. El campanario es una señal visible desde lejos, de la Casa de Dios: sobresale en el poblado por encima de las construcciones; es una llamada a lo divino, una flecha que señala al cielo. El templo parece un recinto cerrado, separado del mundo circundante, pero su misión no es de aislamiento sino de invitación, no es ghetto sino llamada: Ésta será una de las funciones del campanario y las campanas; es como un faro que llama y protege, que espera y lleva al puerto. También el sonido de las campanas se abre, se lanza, lleva un aura de sacralidad, de gracia, de infinitud, hasta muy lejos, en la ciudad o en el campo. La vida de las urbes modernas con sus rascacielos y su ruido estridente y constante va anulando la presencia y la función del campanario, que ya no se ve ni se oye. Las grabaciones eléctricas y los parlantes también disminuyen la misión del campanario. En el campo se mantienen mejor su presencia y eficacia. El claustro: Es una galería que circunda el patio principal de una iglesia,
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monasterio o abadía. Su origen sería las galerías añadidas a las villas romanas. En el siglo IV ya aparecen vestigios de claustro en algunas iglesias, como en el monasterio de Tebesa (Argelia). Su objeto era la unión por ese corredor, de las dependencias catedralicias o monásticas: sala capitular, refectorio, librería, dormitorio, iglesia..., protegiendo del frío o la lluvia. También se usaba para las procesiones (claustro procesional), y desfiles de la comunidad o clero, hacia el templo; y para rezos personales o colectivos. Eran de forma cuadrada por lo general, y a veces de trazado cuadrangular o trapezoidal. La parte que daba al patio tenía grandes ventanales, formados por columnas, y el techo era de bóveda de cañón, o de artesonado, y luego gótica, con aristas. Desde el siglo XI van ganando en belleza y perfección, de estilo románico, bizantino, mudéjar y gótico, que emplea preciosas ojivas. En algunos claustros, los ventanales y ojivas están guarnecidos por placas de alabastro o vidrio. En el centro del patio estaban los aljibes o cisternas de agua, con una fuente, la que se encontraba cobijada por un edículo o templete, construido junto a la parte que daba al refectorio. Desde los siglos XIII-XIV se van dejando de construir en las catedrales, pero siguen en los monasterios; con el tiempo se hacen más modestos o con estilo de imitación del románico o gótico, o simplemente sin estilo. De su época de esplendor tenemos ejemplares preciosos: claustros románicos, en España, de Santa María del Mar (Compostela), San Juan de la Peña (Aragón), Santo Domingo de Silos, Santillana del Mar, Las Huelgas (Sevilla)... En Francia, Claraval, San Honorato de Lerins, Fontenay... Claustros ojivales o góticos, todos preciosos: Catedrales de Burgos, Barcelona, Toledo, Ávila..., Claustros monacales: Las Huelgas (Burgos), Poblet (Tarragona), Santa María de Veruela (Aragón), Cartuja de Jerez, de Fitero. El de Montserrat (Barcelona) junta lo gótico con lo renacentista. De tipo mudéjar, en España, La Rábida (Huelva), San Isidoro del Campo (Sevilla), Guadalupe (Cáceres). Y es notable el claustro de San Lorenzo de El Escorial. En Francia, Alemania, Inglaterra, Italia, Portugal, hay una larga tradición de ricos claustros: Maguncia y Tréveris (Alemania), Zurich (Suiza), Cantorbery, Westminster, Salisbury (Inglaterra). En Italia, San Juan de Letrán, San Urso, San Lorenzo extramuros, Cartuja de Pavía, La Anunciación de Florencia... Y Belén (Lisboa- Portugal). El confesonario: En la forma que hoy conocemos, –una caseta o garita, cerrada por tres lados, abierta por delante, con una puertecita baja, en las partes laterales, unas ventanillas con rejilla, para las confesiones sobre todo de mujeres–, es relativamente reciente, siglos XV-XVI, antes, en la época de la penitencia pública, el obispo absuelve, sentado en su sillón, el penitente arrodillado. Pero antes del siglo IX se ha introducido ya la penitencia privada, por pecados menores, ante el sacerdote, en la iglesia o la sacristía, sentado el Padre y en un reclinatorio el penitente. Luego, ante abusos, críticas, o por prudencia o seguridad, se introduce el confesionario actual. Este cambio priva al sacramento de varios signos valiosos: diálogo, lectura y
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comentario de la Palabra, imposición de las manos, presencia del pueblo-Iglesia, que participaba gozosa del regreso del hijo pródigo, y en ocasiones clamaba: “¡Perdón, perdón!”. Pero se hace más íntima, más individual y secreta, más encuentro personal con Dios. La reforma litúrgica prevé que pueda hacerse la confesión, por justas causas, fuera del confesonario, y fuera del templo, en un reclinatorio, o sentados, y recupera algunos de los valiosos signos pasados: la lectura bíblica, la imposición de manos... Los confesonarios pasan de estructuras sencillas, meramente funcionales, reserva, cautela, a formas simbólicas, con ricas tallas de querubines, ángeles, adornos, símbolos, preciosamente labrados y policromados. Esta línea culmina en los bellos confesonarios del barroco. Cementerio: el cristianismo muestra gran respeto y veneración por el cuerpo muerto, que ha de resucitar. En otros pueblos también encontramos ese respeto ante el misterio de los despojos humanos y su vida más allá. Por eso levantaron preciosos monumentos funerarios, mausoleos, pirámides, cenotafios, estelas... Como entre los egipcios, griegos, etruscos, romanos... Los primeros cristianos, perseguidos, esconden sus cementerios en las catacumbas; las de san Calixto en Roma cubren hasta 24 kms. Luego se sepultan los cristianos junto a las iglesias, o dentro de ellas, los más notables, fundadores, bienhechores, abades, obispos, reyes y nobles. Los creyentes sentían que sus cuerpos estaban más protegidos a la sombra de los templos, esperando la resurrección. Se conservan multitud de losas funerarias, grabadas, esculpidas, de los tiempos pasados. Y cada iglesia, santuario, monasterio, tenía su cementerio cerca del templo, frecuentemente, en el atrio. Con el crecimiento de las aglomeraciones urbanas se forman los grandes cementerios, controlados por las autoridades civiles y sanitarias. Hay cementerios especialmente bellos, como el de Génova o el de Guayaquil. Las nuevas técnicas, de la cremación de cadáveres –respetada por la Iglesia–, está planteando una nueva concepción del cementerio. La sacristía: cuando el culto salió de las casas particulares y de las catacumbas, y se construyen las iglesias, y se estructura la liturgia, fue preciso disponer de un local digno, dentro de la iglesia, para guardar los objetos cultuales, ornamentos, vasos sagrados...; donde los celebrantes se revestían de sus vestiduras; desde donde salían solemnemente los ministros para la acción litúrgica. Antes, los celebrantes se revestían en el mismo altar. Ese lugar se llamó “la sacristía”; también se decía, “Vestuarium”, porque allí se revestían los ministros del altar; o “Secretarium” por guardarse secretamente, los Libros Santos, los vasos sagrados, los óleos, y por tenerse allí las confesiones; y “Salutatorium”, porque allí se saludaban el obispo, los sacerdotes, los fieles , y “Sacrarium”, porque durante mucho tiempo, allí se guardaban las Especies Consagradas.
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La sacristía llegó a ser una pieza espléndida, adornada con esculturas, pinturas, retablos, muebles, tapices, armarios, cajonería, reliquias... Hay Sacristías famosas por su riqueza, como la de la Catedral de Toledo, la Cartuja de Granada, la del Monasterio de El Escorial en España, sobre todo, la de San Pedro en el Vaticano, obra del papa Pío VI, la más espaciosa del mundo. La sacristía no debe ser ya un sitio de charla y conversación, sino sitio de recogimiento y preparación para la acción sagrada. Tampoco es sitio de ventas de objetos religiosos. Sí debe ser para atender a los fieles, anotar las misas, bendecir agua y otros objetos. La sacristía es parte del templo, y debe participar de su sacralidad, respeto y dignidad. 5. 3. Objetos sagrados La vida humana necesita de una infinidad de objetos para desenvolverse; también necesita de cosas espirituales, pero éstas, por su inmaterialidad se le hacen menos necesarias, al menos aparentemente: a muchos les es fácil pasar días sin orar, pero no toleran pasar días sin comer. La vida litúrgica aunque basada en elementos espirituales, invisibles, sobrenaturales, divinos, también necesita absolutamente gran cantidad de cosas materiales, imprescindibles para la manifestación sensible de la liturgia, cosas terrenales, capaces de ser signos, lenguaje, de lo sacramental insensible. Mientras en la vida humana las cosas pierden valor de relación íntima con el hombre, y se reducen a objetos usables, incluso objetos desechables, en la liturgia todo objeto, por modesto que sea, está rodeado de valor venerable, conserva un vínculo espiritual con nosotros, de respeto y estima, en la vida litúrgica y cultual, sea un paño, un cirio, un cáliz, un libro, una vestimenta. Se ha calificado a nuestra época de “cultura de objetos para tirar”: se usa y se tira. El hombre no les concede ningún afecto, que no sea para la mera utilidad. Nuestros antepasados mantenían una honda vinculación con las cosas que usaban; entraban como a formar parte de la familia, y pasaban de padres a hijos: el sillón del abuelo, la pipa del padre, la vajilla de la mamá, la casa patriarcal... En la era del plástico, de los sintéticos, de la superación vertiginosa de modelos, las cosas pierden rápidamente valor y significación: se usa y se abandona con toda indiferencia. En la liturgia, todo objeto conserva cierto valor sagrado, y se le tiene, no por el mero uso, sino por su participación en el misterio, y su misión significativa. Esto recuerda la honda relación que todas las cosas de la creación debían mantener con el hombre espiritual-corporal; y al usarlas no se les pide solamente un servicio material –vino, agua, aceite, pan, cáliz, bandeja...– sino una presencia simbólica capaz de señalar el misterio y la cercanía de lo sobrenatural. De los infinitos objetos usados en la acción litúrgica sólo vamos a señalar los que representan mayor uso y más frecuente valor de signo en la acción litúrgica: – Vasos sagrados
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– Vestidos litúrgicos – Complementos y accesorios 5.3.1. Vasos sagrados Son los objetos más venerables, usados sobre todo en el sacramento de la Eucaristía. Cáliz El más valioso de los vasos sagrados. La palabra viene de “kalix”, en griego; y “calix”, en latín: vaso o copa de boca circular, como taza, o con asas o con pie. Era de uso común en las épocas helénicas y romanas. Son de múltiples formas y materias: arcilla, madera, vidrio, cerámica, bronce, piedra, ágata, plata, oro... El que usó Cristo en la Última Cena era, según tradición, una copa de ágata, a la que luego se añadieron asas y pie de oro, con perlas y piedras preciosas. Una muy seria leyenda religiosa le dio el nombre de Santo Graal, y después de muchos traslados, dicen que se conserva con grandísima veneración en la capilla gótica de la Catedral de Valencia (España). La forma del cáliz fue evolucionando, con los varios estilos y culturas, y ornamentados con gran riqueza de adornos, grabados, esmaltes, figuras, piedras preciosas, perlas... Los más ricos serían los cálices góticos; uno de los más bellos, el de la Colegiata de Osma (Sevilla), siglo XVI; pero son de uso poco cómodo. También se llamaba cáliz, o cratera, o scyphus, el recipiente, más grande, donde tomaban los fieles el vino consagrado. Y se usaba el cáliz bautismal, de donde se daba leche y miel a los recién bautizados, como a niños recién nacidos. Incluso existía el cáliz funeral, de material inferior, estaño, plomo, que se enterraba con el sacerdote difunto, signo de su ministerio; aunque se han encontrado esos cálices, de oro, en Colonia, en Werden (sepulcro de San Ludgeris), en Pavía (sepulcro de San Bricio). Los temas ornamentales eran muy varios: escenas de la vida de Cristo, de María, de los santos; maná, serpiente de bronce, agua de la roca, cordero, racimos de uvas y espigas, panes y peces, las virtudes... Ahora deben ser de metal dorado o plateado. Y son consagrados por el obispo o su delegado. Copón Copa más grande, con tapa, para guardar las formas consagradas destinadas a la comunión de enfermos, ausentes, o fieles que desean comulgar, fuera de la Misa. Existen ya desde el siglo II. Primero fueron unas cestillas o canastillos de mimbre; luego van tomando formas muy diversas, y parece que por mucho tiempo, era el verdadero sagrario. Tenía forma de paloma, colgada del baldaquino, –lo recuerda Tertuliano– arqueta, cofre, o torre, como cuenta Venancio Fortunato, siglo VI. Luego toma forma más definitiva, como copa grande de metal, a veces de boj, de marfil. Aumenta su tamaño, al crecer la
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devoción de comulgar, y se introduce en el sagrario del que hemos hablado antes, cuando éste se convierte en la casilla, hornacina o capilla, con puerta cerrada, para conservar al Santísimo. Puede ser sólo bendecido, no consagrado. Para llevar la comunión fuera, a uno o pocos comulgantes, se usaban pequeñas cajitas de metal, redondas, colgadas al cuello con una bolsita y cordón; se llamaba pixis, de pez, que era símbolo o anagrama de Cristo. En tiempos antiguos, tuvo forma del fruto del nenúfar, se llamó ciborio, de “cibus” comida, en latín. Custodia La custodia u ostensorio es un tipo especial de vaso sagrado, para exponer el Santísimo a la veneración de los fieles, sobre el altar, o en su templete u hornacina; y para ser llevado en procesión. Se llama “custodia” porque guarda o protege la Sagrada Forma, y ostensorio porque sirve para mostrarla al pueblo de Dios. En el centro se coloca una pequeña pieza, en forma de luneta, con vidrios, para sostener vertical la Hostia del Sacramento; se denomina viril. Desde el siglo X ya se tiene exposición del Santísimo, al menos en el copón. En el siglo XII, cuando el hereje Berengario niega la presencia real de Jesucristo en la Hostia consagrada, la Iglesia condena la herejía; introduce el rito de la elevación, después de la consagración, y el pueblo se postra en tierra en señal de fe y adoración. La fiesta del Corpus, instituida por Urbano IV (1262), y la procesión del Corpus, en ese día, fomenta mucho la adoración al Santísimo Sacramento, Las primeras procesiones con el Santísimo se tienen, por 1320, en Sern (Francia) y Gerona (España). Todo esto intensifica el uso de la custodia. Para esas exposiciones se usaba primero el mismo copón, o paloma, o torre o arqueta, donde se guarda al Santísimo. Pero el deseo de ver la propia Hostia consagrada, lleva a la creación de la custodia. Las custodias primeras reciben formas caprichosas: un Crucifijo con círculo en el centro; estatua de Jesús resucitado; la Virgen con el Niño en brazos; san Juan Bautista con el Cordero... En Marsella, la famosa imagen de María, “Nôtre Dame de la Garde”, se usaba como custodia, y el Niño Jesús llevaba la cajita con la Hostia. Luego se va concretando, siglo XV, la forma de sol con rayos, o templete con el viril en el centro. Y se multiplican los modelos: pináculo, arco de triunfo, baldaquino... Y se ornamentan profusamente, con ángeles, figuras bíblicas, columnitas, campanillas, flores... Son de metales preciosos, oro, plata e incrustraciones de perlas, piedras preciosas, marfil... En el gótico se llega a la más rica factura, con torres, pináculos, columnas, capiteles... Algunas son monumentales, y deben ser llevadas en grandes andas. Se dice que la más famosa sería la de Aischet (Alemania), con 4 marcos de oro, 350 diamantes, 1200 perlas, 250 rubíes y piedras preciosas. También son notables las de Milán y Ascoli (Italia), Lisboa y Belén (Portugal). Pero ninguna nación tiene una colección tan rica de custodias como España, en Ávila, Barcelona, Cádiz, Córdoba, Lugo,
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Palma de Mallorca, Sevilla, Valencia... La de Játiva es un regalo del papa Calixto III (de la familia Borja): mide 1.50 mts de alto. Sobre todas está la custodia de Toledo, pesa 200 kg., obra del orfebre Enrique de Arfe (1517). De España pasa a Hispanoamérica la devoción a la eucaristía, la fiesta del Corpus, y las ricas custodias. Era famosa la de los Jesuitas de Quito; pero en el despojo de Carlos III es llevada a España, para la Capilla Real; de allí desapareció, perdiéndose todo rastro. Son maravillas de orfebrería, la de las Concepcionistas de Riobamba (Ecuador) y sobre todo “la lechuga”, custodia primorosa, de Bogotá (Colombia), ahora en un museo del oro. La fe de aquellos tiempos deseaba lo mejor para esos objetos en contacto con el Cuerpo de Cristo, esto no era precisamente lujo estéril, sino signo humano del sublime misterio eucarístico. Y con todo, también se señalaba, como hizo san Juan Crisóstomo, que sería un contrasentido colmar de oro los altares, y dejar en la miseria el cuerpo vivo de los pobres y enfermos. Esta advertencia es hoy muy oportuna, y el respeto y veneración al Cuerpo de Cristo se puede mantener sin tanta riqueza material, y tener más empeño en la atención a los necesitados, lo que atañe a todo cristiano, no sólo a los templos. Por otra parte hay que tener en cuenta que esos objetos sagrados, signos materiales de la fe y la grandeza de Dios, no se valoraban sólo por la materia; sino que eran obras de arte, una expresión cultural religiosa trabajada con fe y amor al Señor, para quien todo era poco; era ofrecer a Dios lo mejor y más precioso, del trabajo y de la riqueza humana. Si prescindimos de la fe, ya no se entiende el valor de ese arte y la ofrenda a Dios de cosas de valor. En el Evangelio, Judas critica a María Magdalena por malgastar para ungir a Jesús, un perfume muy valioso, que se pudo vender, para los pobres, pero el Señor defiende ese acto, como amor y preparación para su sepultura próxima. 5.3.2. Vestidos litúrgicos Socialmente resulta muy natural que para señalar la autoridad, el poder, la función, los hombres se revistan de cierto tipo de señales indumentarias: reyes, militares, jueces, catedráticos, médicos, sacerdotes... Consta del uso de determinados vestidos y símbolos, para los sacerdotes y ministros del culto judío, señalados por Dios en la Biblia. Al principio del cristianismo, Jesús y los apóstoles no parece que llevaran ninguna especial indumentaria. En el Imperio Romano cristianizado, el celebrante vestía la túnica romana civil. Tras la invasión germánica, la gente adopta el vestido más vario de los dominadores, pero la Iglesia pide mantener, el celebrante, la toga romana, que luego dará lugar a la casulla. Y el vestido de los ministros sagrados se va cargando de signos simbólicos, y se enriquece y complica, como diremos enseguida. La casulla determina el color litúrgico. Los colores litúrgicos aparecen en muchas culturas; para los actos religiosos y cultuales, se usan determinados colores: azafrán en el budismo; amarillo en China; veteado en franjas
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multicolores en África; con dibujos geométricos y antropomorfos, en varios países de Latinoamérica. En el cristianismo también aparecen los colores litúrgicos. En los primeros siglos no se encuentra ninguna norma, y los documentos, pinturas, mosaicos, miniaturas, presentan variedad cromática: blanco, verde, encarnado, castaño, morado, azul, púrpura, oro, amarillo... o mezcla de colores. En la Edad Media se van fijando unos colores típicos, y hacia el siglo IX se relacionan los colores con simbolismos alusivos a las celebraciones. En el siglo XIII, con el papa Inocencio III, quedan fijados los cinco colores: blanco, rojo, verde, morado, negro. El blanco evoca luz, alegría, pureza, dignidad, victoria de Cristo. El profeta Daniel ve a Dios con vestido blanco como la nieve, y se alude al blanco vestido resplandeciente, luminoso, en el NT. El rojo es símbolo del fuego, del amor, el espíritu, la sangre y el sacrificio; se usa en los misterios de la pasión, del Espíritu Santo, de los mártires. El verde: la vida cotidiana, la naturaleza, los días dominicales y feriales, el tiempo “ordinario litúrgico”; evoca la esperanza, la peregrinación por el “planeta verde”, hacia la patria. El morado fue antes color de la riqueza, el poder, la autoridad. En la Iglesia fue color de ciertas jerarquías; por influjo de los monasterios, el morado, violáceo, se hace color de la humildad y mortificación, y alude a la penitencia, la Cuaresma, el Adviento, y los hábitos de los penitentes. El negro se relaciona, en Occidente, con la muerte, el dolor; evoca el poder de las tinieblas, el mundo del pecado y el mal (En China, es el blanco el color de luto). Ha sido el color del hábito talar de los clérigos, y de muchas órdenes religiosas, las que también usan otros varios colores: plomo, marrón, gris, azul, blanco... Por excepción o privilegio se usa el color rosa, anuncio próximo de Navidad o de Pascua; y el azul, en la fiesta de la Inmaculada. El color de la casulla, que es la clave, se extiende a otros ornamentos y elementos del culto: estola, capa pluvial, dalmáticas, bolsa de corporales, velo del sagrario. Están en vigor y en uso los colores litúrgicos, pero con cierta amplitud, sin imposiciones rigurosas. El primer indumento sagrado, que se ponía el sacerdote, para la Misa, era el amito, lienzo de lino o cáñamo, cuadrado, con una cruz bordada en el centro, y dos cintas en dos extremos, para atarlo por delante del pecho. Viene del “amictus” de los romanos; una especie de vestido externo, que cae desde los hombros, y cubre todo o medio cuerpo, era señal de dignidad. Cuando lo adopta de Iglesia, es una pieza rica, con bordados de oro y gemas. Pero desde antes del siglo XV va perdiendo valor y significación de autoridad, y se hace un modesto lienzo, más pequeño, que se pone debajo del alba y casulla, tal vez para preservar esas piezas del roce con la piel. Actualmente está cayendo en desuso. El alba, túnica blanca, de lino, recuerda la túnica griega y romana, lleva puntillas, calados, bordados, galones... Significa la pureza de la nueva vida y de la función sacerdotal, la usaban también los neófitos recién bautizados.
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El alba se ciñe con un cinturón o cordón, llamado cíngulo, de trenzado de hilo, algodón, lana, o hilos dorados y plateados; en algunas épocas se enriquece con adornos dorados, gemas, perlas, borlas, era símbolo de la prontitud –ceñirse–, para cumplir su misión; y simbólicamente aludía a la castidad sacerdotal. Suele ser del color litúrgico del día. Por encima del alba se pone la casulla, que viene de la “pénula” o capa romana: cubre todo el cuerpo, con un orificio para meter la cabeza (al modo del poncho americano). Por su parecido con una carpa o pequeña casita, se llamó “casulla”. Hacia el siglo X se recorta por delante, en forma curva; se corta por los lados, se recorta en los brazos, para comodidad; y se va llegando a la forma llamada “de guitarra”, tan poco elegante. Felizmente se está reaccionando para volver a la casulla circular, amplia, que se llama, indebidamente, casulla gótica; pero sería más bien la forma romana. Se adorna con ricos bordados y galones, en oro y plata, con franjas, símbolos religiosos, escudos, blasones... Algunas son primorosas obras de artesanía religiosa. Hay que velar por la armonía y buen gusto de esos adornos, aunque sean de tipo moderno. Según las normas litúrgicas, la casulla es la vestimenta debida para la celebración eucarística y otros actos litúrgicos solemnes –Viernes Santo, Vigilia Pascual...–. La simplificación y la comodidad van introduciendo el uso de sólo la estola o estolón, para celebrar y concelebrar. Pero se mantiene la norma de la Iglesia, que se ha de respetar, salvo que haya causa suficiente. La casulla quiere significar el misterio que envuelve al celebrante, la entrada en el círculo de lo divino, la gracia que reviste al hombre de Dios que debe acompañarle, especialmente en la acción sagrada. La dalmática: Era un atuendo civil, originario de Dalmacia, desceñido, largo por delante y detrás, mangas anchas y cortas, de tela damasquinada, aterciopelada, de brocado, con flecos, borlas. Se conocía ya antes del Imperio Romano, pero fue éste el que lo difundió, y fue usado por las clases nobles. Luego se extiende a toda clase de personas, pero con hechuras más sencillas, se usó hasta el siglo VII. Por el siglo IV ya aparece como indumento religioso. Se usó para revestir el cadáver del Pontífice, pero se le quitaba antes de la inhumación, y se repartía por pedazos entre el pueblo. San Gregorio prohibió este uso. Por el siglo VIII cuaja ya como vestimenta del diácono, aunque consta que también lo usaban los papas y los obispos. El subdiácono llevaba una dalmática más sencilla llamada túnica. En la liturgia se tomaba como símbolo de la caridad y la justicia, para la distribución de limosna a los pobres, que era función del diácono. La estola se ponía debajo de la casulla; era señal del yugo del Señor, que asume el sacerdote. Es una tira, del mismo tejido de la casulla, con ornamentación de bordados, cruces, símbolos. Cuelga, desde el cuello, hacia delante; cae vertical y paralela, en los obispos; cruzada, en los presbíteros; de izquierda a
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derecha, en los diáconos. Es indumento del sacerdote en varios actos sagrados: confesiones, bendiciones, predicación. Se usa también un tipo de estolas muy anchas, “estolón”, que se pone sobre la casulla, y a veces en sustitución de ella. Durante siglos el celebrante de la Misa usaba el manípulo; era como una pequeña estola, de parecida forma, que colgaba del brazo izquierdo; podría ser para limpiarse las manos o secarse el sudor. Por falta de significado hoy ha caído en desuso. Otros vestidos litúrgicos son: la capa pluvial, capa amplia, con capuchón, para la lluvia. La usaban los monjes, y los cantores. Luego pasa a ser indumento solemne de obispos y abades; y se extenderá a los sacerdotes que presiden actos como solemnes procesiones, bendiciones, consagraciones. El sobrepelliz se origina en los países fríos, como pelliza o abrigo. Luego pasa a ser vestido litúrgico: es como alba pequeña, más corta. Sería vestimenta junto con la estola, para administración de los sacramentos y sacramentales. El roquete es otra derivación del alba, sólo hasta la rodilla; lleva bordados y puntillas; lo usaban prelados y dignidades. La tunicela, túnica de tejido grueso, con franjas de púrpura. Era propia del obispo; luego se abre por los lados, y se acorta más. Queda como el indumento del diácono, y algo más sencilla, para el subdiácono. Como complemento de la indumentaria litúrgica, en altas dignidades sobre todo, tenemos varias insignias o señales de autoridad sagrada: los primeros siglos el celebrante actúa con la cabeza descubierta. Luego se introduce el camelauco, o gorrito de franela que usan los papas, obispos, abades. Este tocado evoluciona en dos sentidos: la mitra, que es una especie de cofia o bonete que cubre la cabeza de los eclesiásticos, papas, obispos, abades, en sus funciones sagradas. La mitra aparece en muchas culturas y religiones; se llamaba de diversas maneras: galea, pyleum, apex, infula. En el AT., ya se cita la mitra de Aarón y sus hijos. En el cristianismo se afirma que se usaría hacia el siglo X; pero parece que ya se encuentra en el IV y V: la mitra de san Silvestre I, o la de san Agustín. Su forma ha variado mucho, la actual es un bonete redondo que culmina en dos piezas altas, puntiagudas, como dos hojas separadas, paralelas; llevan galones, bordados, insignias, a veces piedras finas; por detrás bajan dos cintas o galones, llamados ínfulas. La tiara era un gorro de cuero o de tela usado por los antiguos persas. Ahora la tiara es como una mitra ceñida por tres coronas, terminada en un globo y una cruz; es insignia del papa, usada en momentos solemnes: su coronación, canonizaciones, bendiciones. Es señal de sus poderes de gobernar, enseñar y santificar, confiados al Pontífice, y señala sensiblemente su dignidad. Durante la Edad Media, y hasta el siglo XIX, los pontífices han usado el camauro, gorrito de color rojo, ribeteado de piel de armiño, en terciopelo o seda; pero no lo llevaban en los actos litúrgicos. Otras insignias de la autoridad eclesial son: el báculo, bastón de apoyo, de
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autoridad; era como un asta de madera o metal, rematada por una esfera o una cruz, luego se enriquece con tallados, figuras grabadas, espiral ornamental, flores y grecas... La usa el pastor o pontífice, en actos solemnes. El anillo pastoral, que significaba la unión cuasi matrimonial del obispo con su diócesis, y era señal de la dignidad episcopal o abacial y sobre todo pontificia: “el anillo del pescador”, y era besado por los fieles; suele llevar bellos grabados, o una piedra grande, no siempre de gran valor. Otra insignia de los obispos y abades, es la cruz pectoral, crucifijo de metal más o menos precioso, de hechura rica o sencilla, que cuelga del pecho con una cadena; podía proceder de las eucoplias o láminas de metal, con reliquias o sentencias bíblicas, que colgaban del pecho de los obispos. Y el palio, insignia propia del papa y arzobispos, y obispos por concesión del papa. Es como una franja en forma circular, que se pone al cuello; lleva dos colgantes, delante y detrás; está sobriamente adornado con cruces bordadas. Para valorar todo este conjunto de insignias y vestimentas litúrgicas es preciso entrar en el ámbito de los valores sociales y religiosos, su presencia sensible y sus signos, que encontramos en todas las culturas, desde las plumas del jefe indio hasta los mantos, corona, cetro de reyes y emperadores. Esta realidad humana demostrativa de poderes y autoridad entra también en la liturgia del catolicismo. Nuestra sociedad que da poco valor a esos convencionalismos sociales, tampoco valora mucho los signos sagrados de autoridad y cargo, que además no sabe interpretar como signos de valores y poderes espirituales. Esto ha llevado a una innegable desvalorización y simplificación de esas señales litúrgicas; pero es preciso recordar la necesidad de mantener algún sistema de signos sensibles y materiales para sensibilizar la presencia de lo invisible; y conviene respetar esos lenguajes. Por otra parte, esta sociedad, que se llama práctica y objetiva, no deja de mostrar su interés y entusiasmo en los desfiles, por vestimentas, banderas, colores, insignias, emblemas... que se ostentan en los grande actos, por ejemplo de los Juegos Olímpicos, los desfiles cívicos, las reuniones sociales...; lo que significa que no ha desaparecido el valor de los símbolos. 5.3.3. Objetos complementarios del culto Para realizar dignamente la acción litúrgica se ha de disponer de una serie de objetos y utensilios que faciliten y dignifiquen cada paso de la liturgia. Para todos pide la Iglesia una esmerada elaboración y presentación, también dentro de su utilidad, con estética, formando parte de la armonía que requiere toda la acción sagrada. Para todo se pide esmerado cuidado y mantenimiento, de modo que nunca desdigan del bello conjunto cultual. No sería digno de la expresión material de los misterios, que las cosas del culto aparecieran sucias, manchadas, rotas, descuidadas, viejas, de mal gusto. Lamentablemente esto aparece más de una vez en algunos templos y sacristías, y afea notablemente la belleza de la liturgia católica.
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De entre esos objetos complementarios, citemos las más usuales, aunque algunos, por los cambios litúrgicos, han caído en desuso: Acetre con el hisopo: el acetre era una vasija o caldero que se usaba para sacar agua del pozo, luego en forma más pequeña y más elaborada y ornamentada, se usó para contener el agua bendita con la que se rocía al pueblo o los objetos a bendecir; suele llevar una asa en los bordes, y se complementa con el hisopo, nombre que designa una planta aromática que se usaría para la aspersión, pero ahora es un mango de metal o madera, con su cabeza como esfera perforada, y a veces con hilos o fibras. El atril usado en tantos sitios, se emplea también en la liturgia, para colocar el libro, un poco elevado, y con un ángulo que facilite la lectura. Era de madera y muchas veces de metales preciosos, con grabados, esmaltes, cincelados, y símbolos sagrados. En otras épocas se usó una almohadilla; a veces, para mayor reverencia, el acólito sostenía el libro sagrado. Con la misa cara al pueblo, el atril elevado puede tapar la visión del altar; por eso se regresa al cojín forrado de terciopelo o tela rica. Cuando el atril tiene alto pie, para leer en oficios corales y en otros momentos, se llama facistol, y puede tener cuatro caras; solía llevar un águila con las alas extendidas, tallada en madera o de bronce. La campanilla, pequeña campana, de metal, con mango, se ha usado desde tiempo inmemorial, sin duda antes que las campanas. Aparecen en monumentos de Fenicia, Egipto, Grecia, Roma, Chipre, y en Asia. La Biblia las cita, como adorno de los ornamentos de Aarón. Han sido de oro, plata, bronce, hierro, cristal, porcelana, barro... Con finalidad litúrgica es de uso muy antiguo, en actos cultuales, para señalar momentos importantes: comienzo de la Misa, “Sanctus”, elevación, comunión fuera de la Misa, traslado del Santísimo... Algunos misioneros, como Francisco Javier hacían sonar la campanilla para convocar a los oyentes. A veces se colocan cuatro campanillas o cascabeles bajo el mismo mango; incluso se ponen muchas campanillas, de diferentes sonidos, en una rueda, que se voltea en momentos especiales. Ahora ha ido disminuyendo mucho el uso de la campanilla. El candelabro es un soporte, ordinariamente de metal, a veces de madera, para sostener los cirios o velas o lamparillas. Se ha empleado mucho en la vida familiar, en palacios y fiestas. Ya se citan en el AT. El pie o espiga central se ramifica en varios brazos para varios cirios; algunos toman formas caprichosas y muy ricas; es universalmente famoso el menorah, candelabro de los siete brazos, de Israel. A veces son monumentales, como un árbol; así los dos candelabros de plata, que están en el presbiterio de la catedral de Quito (Ecuador), provenientes de la Iglesia de La Compañía. Se usan para ornamentación y esplendor en las fiestas litúrgicas. En cambio, el candelero es soporte de un solo tronco, para sostener el cirio y se han de usar, según las prescripciones, en los actos sagrados. La norma era poner dos en la celebración eucarística ordinaria; seis en las misas solemnes y más en las exposiciones del Santísimo y otras fiestas. Su
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tamaño es muy vario, pequeños o monumentales. Se recomienda que no estén sobre el altar, sino a los lados. Actualmente es frecuente que se ponga un solo cirio en las celebraciones ordinarias, y sin candelero, colocado en un soporte bajo. Estos soportes son para el cirio, o vela, de uso secular en las celebraciones. Quizás antes hubo lámparas de aceite, según el uso romano. Primero el cirio encendido señalaba que comenzaba la acción litúrgica: esa llama era una llamada: Dios se acerca. Tiene sin duda una función práctica de iluminar el área del altar, y para las lecturas. Además, ese arder y consumirse el cirio llevaba todo un sentido simbólico: el alma ardiente por la fe, la entrega y la plegaria ante Dios; era como una representación del creyente en el altar. Y la costumbre muy frecuente, fuera de la misa, de encender cirios ante un altar o imagen, no es sólo costumbre popular, que a veces hace sonreír a los sabios; es un grito de fe, una oración continuada, una presencia implorante ante el Señor, que sigue clamando el dolor o la esperanza, cuando el devoto ya se fue a sus tareas y calvarios; el cirio encendido hasta consumirse resume toda esa fe y confianza: el Padre, la Virgen, el santo... verán esa luz ardiente y clamando con la fe del pueblo. Siempre la llama, el fuego, la luz ha sido un viejo símbolo de Dios, que se manifestó en la zarza ardiendo, en la columna de fuego, en las llamas del Sinaí, en las lenguas de fuego de Pentecostés. Y es signo de la vida, del calor, de la luz divina: lo que transfigura, esclarece, alegra, da vida; la hoguera de la Vigilia Pascual, y el Cirio Pascual simbolizan la gloria luminosa de la Resurrección, de la vuelta de Dios, de la vida iluminada por el bautismo en Cristo; por eso también arde una luz al lado del Sagrario. La iluminación eléctrica en los templos ha disminuido el valor litúrgico del cirio encendido; pero la llama no pierde su valor simbólico de vida nueva pascual, iluminada por Dios, siempre luz de los hombres. Crismeros/as: cajita redonda, con tapa, para conservar los santos óleos, del bautismo, confirmación, unción de los enfermos, consagración sacerdotal y episcopal, y consagración de altares e iglesias. Pudieron ser de vidrio, cerámica, ahora son de metal, o plata. Se tenían antiguamente en gran veneración. Crismón: No es propiamente objeto, sino un signo o monograma, formado por las letras griegas X y P, combinadas, símbolo del nombre de CRISTO. Se pintaban o grababan en vasos sagrados, escritos, lápidas, inscripciones. Desde el siglo XIII disminuye su uso, pero siempre se encuentran como decoración, en ornamentos, paños litúrgicos, y otros objetos del culto. A veces aparece entrelazado con la figura del pez, otro símbolo de CRISTO, pues la palabra griega pez = ixzys, era acróstico de Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Salvador. También se ha difundido ampliamente el anagrama JHS, Jesús Salvador de los hombres, que se presenta con frecuencia, orlado entre rayos y destellos. Incensario o turíbulo: Recipiente sostenido por tres o cuatro cadenas, con una tapa cónica, móvil, perforada, para los carbones e incienso usado en muchas
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celebraciones litúrgicas. Va acompañado de la naveta, depósito de incienso, en forma de nave. Son de metal, sencillo o precioso. Entre los más famosos está el incensario en forma de templete gótico, del s. XV, en la basílica de San Antonio en Padua. El incienso ha sido usado desde antiguo en casi todos los cultos: los Magos presentan al Niño Dios ofrenda de incienso: el humo perfumado del incienso que se quema ha significado la oración y veneración de los santos. En la liturgia se inciensa a la Eucaristía, al altar, al crucifijo, a las imágenes, al Libro Santo, a los ministros de la liturgia, a la asamblea reunida para la acción sagrada. Palmatoria: pequeño soporte del cirio, sin espiga, con mango y disco, de metal, a veces de oro o plata, y labrado finamente. Se ponía con la vela encendida, en el altar, desde la consagración hasta la comunión. Se usaba también para alumbrar al lector y si hacía falta, para acompañar la distribución de la comunión. Los nuevos sistemas de iluminación están anulando su uso. Patena: disco de metal precioso, redondo, donde se pone, encima del cáliz, la sagrada forma, en la celebración eucarística; en el reverso puede llevar grabados, inscripciones, adornos. También se dice, patena, la bandeja de metal que acompaña a la distribución de la comunión a los fieles, para recoger partículas consagradas que pudieran caer. Pila o pileta de agua bendita: Era costumbre secular que los fieles al entrar en el templo, se santiguaran, mojando los dedos en la pileta de agua bendita, colocada a la entrada de la iglesia. Tenía una función de purificación, lustración, para asistir a los actos sagrados. Era de formas varias, de piedra, mármol, y alguna ornamentación. Su uso va desapareciendo, y con eso, desaparecen las piletas de la entrada de los templos. Vinajeras: pequeñas ampollas de vidrio, para el vino y el agua de la celebración eucarística, sobre un platillo de vidrio o metal, en gran variedad de materiales y riquezas. Paños sagrados: se usan en la liturgia variedad de lienzos o paños, de hilo, cáñamo, lino, seda… para varias funciones: manteles del altar, que cubren todo el área del altar, y caen por los lados y aun frontalmente, son de lino, llevan puntillas, bordados, galones, con signos y emblemas religiosos. Corporales: son lienzos de lino, en forma cuadrada, de unos 45 x 45, doblados en cuatro pliegues; se desdoblan y colocan en el centro del altar, desde el ofertorio, hasta terminada la comunión; sobre ellos se ponen los vasos sagrados. Se mencionan ya en los siglos I y II. Van adornados con calados, puntillas, y bordados con alegorías y signos litúrgicos. Se guardan en la bolsa de los corporales, de la misma tela y color de la casulla, que se lleva sobre el cáliz, al ir al altar. Su uso va desapareciendo. También se usan, desplegados, para la comunión, fuera de la misa, y para poner encima la custodia en las exposiciones. Se pide también poner los corporales desplegados dentro del sagrario donde se guarda la eucaristía. Durante muchos siglos se ha usado el cubre cáliz, paño
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cuadrado, amplio como para cubrir cáliz y patena, de la misma tela de la casulla, con galones o cenefas, y una cruz en el centro. Ese paño cubría el cáliz, como guardando en misterio, hasta descubrirlo, en el altar, para el ofertorio. Ha caído en desuso, y ahora se lleva a la vista el cáliz, y se pone en la mesita o credencia, donde se han colocado los objetos de la misa, sin ese simbolismo de un acto sagrado. El purificador es un pequeño lienzo, de lino, alargado y plegado, que va encima del cáliz, bajo la patena, hasta el ofertorio; y sirve para las abluciones o purificación del cáliz, luego de la comunión. El lavabo o manutergio es como una pequeña toalla para secarse los dedos, el celebrante, cuando se lava antes de comenzar el canon, después del ofertorio. Eso respondía a una necesidad, cuando los fieles ofrecían, en el ofertorio, frutos de la tierra, y otros dones, –un corderito, que recibía el presidente–, por lo que era conveniente después, lavarse las manos. Ahora, desaparecida esa razón, va cayendo en desuso, aunque las normas lo siguen señalando. La hijuela es un pequeño cuadrado, de lino, que se colocaba en la patena, cubriendo la forma que iba a consagrarse. Era otro signo de reverencia ante el pan eucarístico, ahora cae en desuso. La palia es un pequeño cuadrado forrado de tela fina, con dibujos o pinturas alegóricas, que se pone sobre la patena, y luego del ofertorio sirve para cubrir el cáliz del vino, antes y después de la consagración, o para evitar de que algo cayera dentro del cáliz. 5.4. La asamblea litúrgica 5.4.1. El cuerpo como signo El cuerpo humano constituye el primer signo sagrado, es el mejor sacramento de la presencia litúrgica de Cristo, autor de la liturgia. Contra lo que parece indicar el pensamiento dualista de Platón y Descartes, el cuerpo no es antagonista del alma, la cárcel del espíritu o el estuche de la joya. El ser humano no es una composición de dos piezas –cuerpo y espíritu–, que pudieran actuar separadamente; es más bien un ser único, unitario, que realiza al unísono todas las acciones de la persona. No podría decirse que el cuerpo es instrumento del alma, porque mediante él, el espíritu emite sus mensajes inaudibles. Esta interpretación resulta muy inexacta, y en el fondo repite el dualismo separante, alma-cuerpo. El instrumento nunca es parte del que lo maneja; el violín, el martillo no son parte del músico, ni del carpintero; aunque sea verdad que ambos necesitan del instrumento para ejecutar su acción. En el hombre su corporeidad forma parte de su persona, y a través de ella expresa el alma sus vivencias. El cuerpo es el mejor signo del espíritu, epifanía, revelación del alma, pero no instrumento. Tampoco en la teología moral es posible aceptar la antigua idea de que el cuerpo es lo malo, y el alma, lo bueno, inocente; que el pecado vendría por culpa de lo corporal y sus pasiones. Aunque efectivamente el cuerpo tenga sus instintos, tendencias y apetitos descontrolados, en todo rigor, la falta no es
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nunca meramente corporal sino humana, y en definitiva, está motivada por la adhesión del espíritu y la voluntad, que acceden a la pasión del cuerpo. Como dijo Jesús, de dentro, del alma, del corazón, del espíritu, salen el pecado, la lujuria, el comer, el beber, el orgullo, la violencia, la envidia..., bien que todo eso se manifiesta al exterior a través del cuerpo y sus actitudes. El desequilibrio que nos dejó el pecado primordial, la concupiscencia, no es sólo apetito corporal sino debilidad espiritual. Y la redención, la bendición de Dios va a sanar no únicamente el alma sino también el cuerpo, mejor sometido a los dictados de la razón, la conciencia, el espíritu. Es evidente que en la redención, Cristo no sólo actúa con el alma y la divinidad sino también con su cuerpo de encarnación, y sus trabajos y su muerte, con el cuerpo clavado, destrozado, y su corazón de carne, roto, traspasado, convertido en signo sensible del amor infinito del Señor. Nuestra pertenencia a Cristo, desde el bautismo, nos une con Él, formando un solo Cuerpo, y cada uno es parte de ese Todo, “Cuerpo Místico” (Pío XII); pero realmente cuerpo total, completo, Él y nosotros, como una ampliación de la Encarnación, que es plena participación de la carne humana en la vida de Jesucristo; como el amor de esposo y esposa los hace una sola carne; como la eucaristía, Cuerpo y Sangre de Jesús, que entran a formar parte de nuestro cuerpo vivo. La infusión de la gracia salvadora, santificadora, no sólo penetra el alma, también afecta al cuerpo, al que va disponiendo para la nueva vida de santidad, y para la glorificación final del cuerpo resucitado. En la Misa, antes de la comunión se pide: “Que el Cuerpo de Cristo sirva para defensa del cuerpo y del alma, y como medicina saludable”. Todo esto viene a reforzar la idea bíblica y cristiana, de la estrecha unidad de cuerpo y alma en el hombre, y del valor de lo corporal como signo, revelación, encarnación, del espíritu; visión mucho más exacta que la de la filosofía platónica, el dualismo cartesiano, el idealismo, el materialismo y mecanicismo, que llega al error de anular el alma y poner toda la persona a cargo del cuerpomateria, movido sólo por la química o la mecánica. 5.4.2. Sentido litúrgico del cuerpo Si la liturgia es un mundo de signos y símbolos sensibles, para expresar lo divino-invisible, decíamos que el cuerpo humano es el primer y mejor signo sagrado. El ser humano expresa su fe, su amor, su adoración a Dios, celebra la salvación, a través de su cuerpo, que revela su alma creyente y adorante. Las acciones corporales se cargan, en la acción litúrgica, de nuevos valores y misterios; por eso no son acciones vulgares, cotidianas, sino trascendentes, de profundo significado, y requieren armonía, dignidad, belleza, adaptación a los principios litúrgicos; y los ritos de las celebraciones del culto resultan especialmente ricos, impresionantes y significantes, cuando la materialidad del cuerpo se conforma con el misterio que están significando. Pero si se hacen con
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descuido, distracción, al talante de cada uno, pierden gravemente su representación de lo espiritual y sagrado; esto está ocurriendo, por ejemplo, en tantas genuflexiones de los fieles y aún de los celebrantes, que parecen un garabato, de encoger un poco una pierna, sin ninguna dignidad ni sentido; para eso es mejor no hacerlo, o hacer simplemente una reverencia. La genuflexión es un gesto corporal, igual que ponerse de rodillas, que indica el reconocimiento de la grandeza de Dios y de la pequeñez del ser humano, es señal de adoración y de oración suplicante; ante su Dios el hombre se postra en tierra, se arrodilla, o dobla la rodilla en profunda veneración ante el Invisible. Lo esencial es que si se hace, se haga con toda reverencia y armonía. Nuestra comunicación del alma, del pensamiento, con los demás, se hace evidentemente a través del cuerpo y los sentidos corporales; para la comunicación con Dios, nos parece que basta el alma sola, el espíritu que vuela como flecha, al Espíritu de Dios. Pero en realidad no es así: el alma también necesita de su cuerpo para elevarse a Dios; sus palabras, sus lágrimas, la mirada, las manos alzadas, su postración en el suelo, su cerebro vibrante..., están colaborando en ese encuentro con el Señor. Hasta en los estados místicos, en los que el sentido parece olvidado, no por eso deja el cuerpo de estar unido al alma y ser su vehículo, lo que hace que todo el ser humano, corporal y espiritual, sea abrazado, asumido por Dios, incluso cuando “pierde los sentidos”, se eleva del suelo, se hace su rostro radiante, por la presencia divina, o aparecen, en sus manos las llagas del Crucificado. La criatura humana, pues, cuando ora, adora, participa en la acción litúrgica, no puede actuar sin la presencia y actuación del cuerpo. Esa presencia es, primeramente, negativa; es decir, se pide al cuerpo que no dificulte, impida, el encuentro con Dios; que los sentidos, el cansancio, la dispersión, la imaginación, la agitación..., no absorban, no distraigan o deslumbren al espíritu. Por eso los clásicos maestros de la vida espiritual como san Ignacio, insisten en esa pacificación, concentración, armonización del ser corporal para que no se opongan al ejercicio espiritual, litúrgico o privado. Por eso pedían sosiego, silencio, recogimiento, ausencia de estímulos sensitivos que arrastren al alma. Las experiencias de los medios orientales, zen, yoga, confirman la necesidad de esa armonía física, para entrar en la armonía espiritual. Un segundo aporte, positivo, del cuerpo, en la acción litúrgica sagrada – también en la oración privada–, sería la integración y colaboración de lo corporal para facilitar el encuentro con Dios. Las energías físicas se ponen en la línea de las energías espirituales. También de esto se preocuparon los antiguos maestros del espíritu, aunque luego fueran olvidados. Se trata de que el cuerpo, con su postura, actitud, ubicación, comportamiento, ayude a la relación con lo espiritual y divino: ver en qué sitio, uno se encuentra mejor, en qué posición del cuerpo, de las manos, los ojos..., se favorece esa inserción corporal en la acción sagrada. No se trata de buscar comodidad, ni mortificación, sino de que mi ser corporal
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entre mejor en esa realidad superior y haga al alma más capaz de expresar su fe, su amor, su adoración. También los métodos orientales, tan introducidos en Occidente, nos confirman la importancia de las posturas para la experiencia interior. Un texto de indiscutible valor, en este punto, lo encontramos en Romano Guardini: “Hace tiempo que ya se sabía que la actitud exterior y los gestos no son algo exterior. Pueden serlo, pero entonces se hacen algo inútil. En verdad, el gesto que parte de la mano se refleja en el corazón, y la actitud del cuerpo tiene sus raíces en nuestro modo de sentir más íntimo. La actitud y los gestos expresan lo que vivo en mi intimidad, lo que siente el corazón y busca la mente; incluso ellos operan en esa zona interior, le dan consistencia, forma, desarrollo. Por eso no es indiferente la posición en que se ore... Si tenemos opción debemos tomar la actitud que exprese la reverencia debida a Dios, puesto que no sólo el alma sino todo el hombre viviente debe orar. Esta actitud ayuda a su vez al espíritu, a estar devoto y recogido...”. Por último, hay otra más directa contribución del cuerpo en la liturgia: es el propio lenguaje corporal. Porque el cuerpo humano tiene su rico sistema de signos comunicativos, sus propias expresiones, tal vez más eficaces y verdaderas que el lenguaje verbal-conceptual. Es más expresivo dar un fuerte abrazo, que decir, “te amo”. El cuerpo tiene un poderoso lenguaje, que usa perfectamente el niño, antes de saber hablar: dice todo lo que quiere, sin palabras: sus ojos, manos, movimientos, risa, llanto... van diciendo, mejor que el lenguaje, lo que el alma vive. Luego, al crecer, al “educarse”, se sobrepone el lenguaje verbal, y se va reprimiendo el corporal, hasta casi desaparecer, o reducirse a expresiones convencionales, como dar la mano, aplaudir, inclinarse... Pero, pese a tal educación, el cuerpo conserva su enorme capacidad de expresar los sentimientos, afectos, creencias, tan bien o mejor que el lenguaje mental y oral. Muchos pueblos, que podemos creer primitivos y poco civilizados, han conservado preciosamente ese tesoro del lenguaje corporal, y expresan su vida interior, con sus danzas, gestos del cuerpo, de las manos, mimos, coreografías..., de un modo bello, impresionante. Oigamos este testimonio, del Monasterio de las Clarisas, de Sangmélima (Camerún): Ochenta Religiosas, negras, están celebrando la eucaristía. Dice un testigo: “He estado sobrecogido y muy conmovido: Toda la misa es bailada, y al mismo tiempo cantan, al son del tamtam, de un xilófono y otros instrumentos africanos. Todo es muy discreto, pero lleno de vida, de alborozo, de riqueza. Es extremadamente curioso, pero al mismo tiempo, no tiene nada de artificial, y se participa de la emoción religiosa que se desprende de ritmos discretos, pero muy alegres. Mientras que los pies desnudos danzan sobre el suelo, las manos se balancean, dan vueltas, se agitan a la altura de los hombros, sea que las religiosas permanezcan en un lugar, sea
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que avancen en procesión... En la segunda parte del “Sanctus” es el summum de la exaltación, las manos aplauden al ritmo de la danza. Después del “Sanctus”, las religiosas se arrodillan, y no se oye más que el son discreto del tam-tam. Este sonido, no solamente no rompe el silencio, sino que, de cierta manera, lo crea...”. Gran parte de los ritos litúrgicos y religiosos de todas las culturas han mantenido sus expresiones rituales a cargo del cuerpo. La liturgia cristiana también vivió esa experiencia, aunque luego se sobrepuso una actuación más cerebral y verbal. Ahora, la renovación litúrgica reencuentra el valor de lo corporal en las expresiones y simbolismos de la acción sagrada, y el pueblo de Dios se siente aceptado, invitado a mostrar su fe también corporalmente; y eso, no sólo en la religiosidad popular, donde es evidente, sino también en el culto litúrgico; pero el camino a recorrer aún es largo. Valga como resumen de este punto, unas frases de san Pablo: “El Espíritu habita en el cuerpo humano”. “¿No saben que su cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que habita en ustedes? Por tanto, glorifiquen a Dios en su cuerpo”. La oración litúrgica se ha de desintelectualizar, ha de fundirse más con el ser físico, adherirse a la respiración, circulación, vitalidad, de la persona adorante. 5.4.3. Ser y actuar de la asamblea El cuerpo humano, en la liturgia, no actúa individualmente; es parte de la asamblea; y la asamblea litúrgica no es un grupo de personas devotas juntas; es grupo convocado, estructurado, con cabeza –presidente, ministros, y oficiales encargados de sus funciones, servidores, pueblo–..., cada uno con sus propias atribuciones: todos son participantes y actores; nadie asiste sólo como espectador, para ver, “oír Misa”. La asamblea litúrgica está presidida por Cristo-Cabeza, representado visiblemente por el obispo o sacerdote. La liturgia no la realiza propiamente el sacerdote, sino el Cuerpo, la asamblea, que es convocada precisamente para celebrar la acción sagrada, salvífica, de Cristo, y eso tiene su perfecta expresión en la asamblea eucarística, aunque todo sacramento mantiene esa calidad comunitaria, y pide la presencia de la comunidad del Pueblo de Dios; no conviene, pues, realizar sacramentos solitarios, individuales, sin la Iglesia. La dignidad de esta asamblea está pidiendo que desde el comienzo del acto, todos estén presentes. La mala costumbre, en tantos ambientes, de ir llegando poco a poco, mientras ya se está celebrando la liturgia, descubre una total ignorancia del sentido litúrgico, y de su valor de asamblea. Es preciso que todos estén presentes cuando entra el presidente; que sigan atentamente el desarrollo de la acción de la que forman parte. No es digno, distraerse, desentenderse, ni tampoco salirse antes de terminado el acto; por dignidad y respeto, en toda asamblea seria la gente está ya reunida cuando llega el presidente, y no sale hasta que él haya salido. Quizás esto pida, para no pocos, la revisión y corrección de sus actitudes y
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costumbres, para acomodarse a la dignidad de tal reunión: cada actuante debe hacer todo y sólo lo que le corresponde, en sus intervenciones: acciones, gestos, posiciones, movimientos, palabras... Indica mucho atraso litúrgico el que los fieles no sepan actuar, ni responder a lo que es función del pueblo, o cuando el presidente lo quiere hacer todo él, o cuando los asistentes se desentienden del acto, y rezan sus devociones o leen sus papeles. La asamblea litúrgica no es sólo estar un rato juntos, actuando en la celebración; además establece vínculos de cercanía, fraternidad, solidaridad, conocimiento, amistad, ayuda... Todo encuentro humano bien realizado, establece esas relaciones amistosas. No sea la asamblea un encuentro rígido, anónimo, lejano, indiferente, y en el fondo individual, donde nadie se interesa por nadie; ese modo de asistir a los actos religiosos se aleja del sentido de fiesta, de celebración, de familia de Dios. La familia parroquial o comunitaria encuentra su momento privilegiado justamente cuando se reúnen y se unen para celebrar la fe y los sacramentos. Es preciso revisar ese sentido de cercanía y calor humano, que a veces falta en nuestras asambleas, –y que se encuentra en otros grupos religiosos–; conviene buscar fórmulas de acogida, de recibir a los fieles que van llegando, saludarles, conducirles a su puesto, ofrecerles los papeles o indicaciones para la celebración; lo mismo valdría al terminarse el acto: despedirse, saludarse, interesarse unos por otros, hacerse ofrecimientos amistosos, invitaciones... Que nadie se sienta solo y lejos, cuando nos reunimos para celebrar los sacramentos del amor y la unidad que Cristo nos dejó. Este ambiente humano crea un clima de verdadera familia eclesial, que actúa mas allá de la celebración sacramental. En toda asamblea bien celebrada, el individuo no es anulado, reducido a una ficha o fuerza de un mecanismo general; actúa con su propia personalidad, presencia y virtud, pero integrado en el conjunto, y no al margen, como los componentes de una orquesta. El cuerpo, en la asamblea, no puede entenderse como cárcel o funda del espíritu, sino que es su propia manifestación, revelación y expresión: el alma habla, canta, ora, adora..., por el cuerpo. El culto espiritual que pedía Cristo, no puede entenderse sólo de alma, también es, necesariamente, del cuerpo. Por eso los actos, gestos, movimientos corporales, de la acción litúrgica, están manifestando en la asamblea, la vibración del alma que da culto a Dios, lo implora, lo bendice. Ya dijimos, tratando de los signos y del cuerpo como signo, que por su condición material, limitada, opaca, el signo revela y también vela, oculta, una inmensa parte de la riqueza no sensible que quería manifestar. Esto vale especialmente del cuerpo-signo, en la acción litúrgica, en la asamblea del culto: el cuerpo no puede agotar toda la riqueza del espíritu, de la fe; incluso el signo podría convertirse en anti-signo, en negación de la verdad y sinceridad que el
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hombre debe manifestar en el acto sagrado; eso significa que lo corporal podría ser una trampa para falsear la verdad, sinceridad y culto verdadero ante Dios y ante el hermano. Leemos en la Biblia que Dios rechaza el culto espectacular y solemne, de sacrificios, inciensos, elevación de manos, lavatorios, sábados, novilunios..., del fariseísmo, vacío de justicia, verdad, amor. Todo eso exterior, corporal, vacío, era anti-signo del culto en espíritu y verdad que Dios esperaba. Por eso no basta asistir corporalmente a la asamblea cristiana; es necesario que el alma irradie, por el cuerpo, ese misterio de fe, dirija y ordene la corporeidad en función de la acción cultual. El pecado que dañó el alma también hirió al cuerpo, e hizo más difícil la armonía corporal-espiritual, de la persona. Por eso es preciso el control y autodominio somático, para recuperar la unidad y la armonía del ser humano. El Cuerpo de Cristo, desde su nacimiento, con sus trabajos, fatigas, noches de oración en la soledad, sus rezos en el templo y fiestas según la ley de Israel, con su pasión, muerte corporal, resurrección..., es el modelo más sublime de esa presencia corporal en el culto a Dios y en la obra de la salvación. Nosotros también, aunque de modo tan imperfecto, cuando levantamos los brazos, inclinamos la cabeza, nos arrodillamos, cantamos..., hasta cuando sufrimos corporalmente, estamos entrando en ese culto litúrgico, adorante, y salvífico, con Cristo y como Cristo. Además, es a través del cuerpo, como recibimos la llegada de la gracia sacramental: a través del agua bautismal, del óleo crismal, el pan y vino, comida y bebida, la absolución, la consagración, la imposición de manos... Imposible vivir los actos sagrados sin la intensa y múltiple participación corporal. Particularmente, en la asamblea, con la presencia corporal, formamos parte del pueblo creyente. Los fieles reunidos, muchos o pocos, que participan en el misterio sagrado, somos parte del Cuerpo Total, de la Iglesia, y actuamos en nombre de ella, bajo la cabeza invisible, Cristo y la cabeza visible corporal, el Pontífice. La asamblea de los fieles reunidos es uno de los elementos más claros y visibles de la Iglesia y su misterio, corporal-espiritual. Cada fiel forma parte de ese misterio, de modo visible, cuando se reúne en la misa u otros sacramentos, como expresión de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, simbolizada en la asamblea litúrgica. 5.4.4. Ministros de la liturgia: sacerdocio y pueblo sacerdotal 5.4.4.1. Sacerdocio pagano y sacerdocio hebreo Ya dejamos dicho que el liturgo o actor primordial de la Liturgia cristiana es Jesucristo, los muchos sacerdotes que celebran los cultos, y el mismo pueblo de Dios, pueblo sacerdotal, son presencia y participación del sacerdocio único de Cristo. En el bautismo, Jesús comunica a los cristianos su ser y misión, de Profeta, Sacerdote y Rey o Pastor; y por otro sacramento, el Orden sacerdotal,
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comunica a los elegidos participar de su ministerio de ofrecer la eucaristía, perdonar pecados, regir y enseñar a la Iglesia. Esto señala una diferencia esencial entre el sacerdote ordenado y el sacerdocio general, de los laicos bautizados; los que no son solamente ayudantes de los presbíteros, son verdaderos intergrantes del culto y la liturgia, de la celebración de los sacramentos, de la adoración e intercesión, unidos todos a Cristo, en un solo cuerpo y una sola Iglesia. Esto representa un cambio substancial en el concepto de sacerdote, que encontramos en todos los pueblos, también en el pueblo hebreo y bíblico. En los cultos de todos los pueblos aparece la institución sacerdotal, como mediadores entre los hombres y la divinidad, las potencias o seres divinos. Su oficio es interceder, sacrificar, ofrecer libaciones por el pueblo; predecir, curar, enseñar; también a veces ejercen la magia o hechicería. En Babilonia, Egipto, Persia, China, Grecia, Roma..., en América, singularmente en México, encontramos ricos vestigios de ese personaje-sacerdote: forman una clase alta, privilegiada, a veces dominante, organizada en colegio y jerarquizada. Con frecuencia, los mismos monarcas o jefes asumen el poder de sumo pontífice, y se presentan como hijos de la divinidad. Otra función del sacerdote es velar por el culto y su fidelidad, por los ornamentos, altares, ceremonias, así como de custodiar y transmitir la doctrina y tradiciones de la religión. Entre sus funciones se destaca el ofrecimiento a los dioses, de ofrendas y sacrificios, que se celebran en el ara o altar, en un escenario natural, o entre las galerías o peristilos de columnas del templo, que solía ser un espacio no cerrado. Estos sacerdotes eran, unas veces elegidos por las autoridades, o por el colegio sacerdotal; otras, eran herencia de familia o de clan. En la Biblia aparece ampliamente expuesta la institución sacerdotal hebrea, que se configura según las épocas: la época patriarcal, el cabeza de familia realiza el culto, custodia la alianza, celebra los sacrificios y oblaciones al Señor: así, Abrahán, Isaac, Jacob. La larga época de emigración en Egipto, continuó el culto en manos del jefe de familia. Sólo con la liberación y éxodo, motivado por la necesidad de ofrecer sacrificios al Señor, se organiza un culto asignado a la tribu de Leví; los levitas son los ministros de los lugares litúrgicos; las funciones estrictamente sacerdotales pontificales, son confiadas a Aarón y su familia. El libro del Éxodo, y el Levítico exponen ampliamente las funciones, los ornamentos, las jerarquías, los sacrificios, las fiestas religioso-nacionales. Establecidos en la tierra de Canaán, los Levitas mantienen su responsabilidad cúltica, pero tanto los jueces como los profetas aparecen como portadores de los designios de Yahveh, y como mediadores entre el Señor y su pueblo. Al regreso de la deportación babilónica y con la reconstrucción del templo y el reencuentro con el texto de la Ley, se opera también una reorganización del culto: se repone el sacerdocio levítico, con su jerarquía, culminada por el sumo sacerdote, que en
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teoría también detentaba la suprema autoridad teocrática, religiosa y civil; aunque los reyes davídicos y asmoneos ejercían cada vez más el poder político. Los sumos sacerdotes eran elegidos, no siempre limpiamente, de entre las familias sacerdotales; tenía carácter vitalicio; era el primer ministro del culto, jefe de todos los servicios del templo, cabeza y presidente del Sanedrín, encargado de la doctrina y de la Ley, jefe de la sinagoga. Bajo su dirección los sacerdotes divididos en 24 clases, se turnaban por semanas, en los servicios del culto, y eran auxiliados por los levitas. Desde Herodes el Grande, los sumos sacerdotes se hicieron temporales, y formaban después la clase de sumos sacerdotes, grupo poderoso, y a veces intrigante, en la elección de otros sumos sacerdotes, esta decadencia de la santidad sacerdotal, llevaba también la decadencia del culto, de la Ley, que llegó a vaciarse de su espíritu original y se convirtió en culto material y leyes formalistas, desfiguradas, que olvidan los santos preceptos del Señor y acumulan preceptos humanos, abrumadores, e insufribles. Jesús se opondrá a tales desviaciones. Este sacerdocio ya vano, será uno de los principales causantes del rechazo y muerte de Jesús. 5.4.4.2. El sacerdocio cristiano El cristianismo nace en la cultura y religión hebreas, a la que Jesús pertenecía; Él mismo practicaba los preceptos de la Ley y su culto, y declaraba que no venía a abolirlos sino a llevarlos a su plenitud. Pero al mismo tiempo repulsa los desvíos del culto de la Primera Alianza, ya inútiles y vacíos. Jesús va a inaugurar la Nueva Alianza, ya anunciada por los profetas, y pactada con el Nuevo Sumo Sacerdote y Único Pontífice, Mediador entre Dios y los hombres. Su muerte obediente al Padre y su intercesión por los hombres constituye el único culto agradable a Dios y eficaz para la salvación de todos. La Carta a los hebreos es una preciosa explicación de ese nuevo sacerdocio y único culto: en realidad, los sacerdotes de la Antigua Alianza eran sólo figura, sombra y anuncio de los bienes futuros que traería Cristo. “Por su propia sangre, entró, una vez para siempre, en el Santuario, realizada la redención”. “Con una sola ofrenda ha perfeccionado para siempre a los que van siendo consagrados”. Jesús es hecho sacerdote no del Orden Aarónico ni Levítico, sino a semejanza de Melquisedec: es sacerdote para siempre, perfecto, porque es el Hijo. “La sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno, se ofreció a sí mismo, sin tacha, a Dios, purificará de las obras muertas, nuestra conciencia, para rendir culto a Dios”. “Cristo no se presentó en el Santuario hecho por mano de hombres, sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios, en favor nuestro”. El cristianismo es, pues, la religión de un solo Sacerdote, un solo Sacrificio, un solo Intercesor y Pontífice, Jesús. Su Sacerdocio se ha de continuar y visibilizar a través de los siglos, hasta su vuelta. Por eso Jesús escoge hombres, pobres, humildes, limitados, imperfectos, y los constituye apóstoles, representantes y
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participantes de su Sacerdocio único, y de sus poderes de enseñar, de perdonar, de curar56,de santificar, de conducir y gobernar. Especialmente les encarga bautizar, y celebrar el culto eucarístico. Estos hombres se llamarán, mejor que sacerdotes, pastores, pescadores, ancianos (presbíteros), epíscopos (obispos, vigilantes, cuidadores), diáconos (servidores, ministros). Obispos y presbíteros, son ordenados por la imposición de las manos de los obispos, y la unción; eso les confiere un poder de origen divino, carismático, para representar a Cristo Sacerdote, y ejercer sus funciones. Sólo en el siglo IV se empieza a recuperar el nombre de “hiereus” o sacerdotes, por su función de celebrar el sagrado sacrificio, pero dándole un sentido nuevo, totalmente distinto de los sacerdotes tradicionales. Sobre estos sacerdotesrepresentantes, el Señor mismo señala una cabeza, Pedro, el pastor principal, el jefe de la Iglesia de Jesús. La organización y jerarquización de este nuevo cuerpo sacerdotal no se hizo inmediatamente. La primacía del obispo de Roma lleva toda una evolución, y aparece generalmente reconocida en el siglo IV. El sacerdote cristiano es, pues, como una encarnación y epifanía permanente, de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote: “Sacerdos, alter Christus”. Los actos sagrados y litúrgicos que el sacerdote realiza y preside, los hace siempre en nombre de Cristo y perpetuando el único culto realizado por el Hijo de Dios. El celibato sacerdotal Por eso se le pide al sacerdote una vida santa, pura, de imitación de Cristo, en sus relaciones con Dios y con los hombres. Entre esas virtudes cristianas sacerdotales pronto se destacó el celibato, o renuncia total a la vida matrimonial y sexual. Aunque los primeros tiempos, son sacerdotes y epíscopos hombres casados, va creciendo en la Iglesia el atractivo por el celibato, en los aspirantes al sacerdocio. Esto no era una institución de Jesús, y no aparece como obligación en el Nuevo Testamento; es institución eclesiástica. Se desprende del ejemplo de Jesús y de su invitación a la virginidad o celibato, como opción por el Reino de Dios. También es la virginidad un signo profético en un mundo de supervaloración de lo corporal y sexual, con frecuencia descontrolado, en el paganismo; y preanuncia la vida escatológica. Por todo eso crece ampliamente el celibato voluntario. El paso al celibato obligatorio, condición para el sacerdocio, no está plenamente estudiado. Los protestantes que rechazan el celibato en sus pastores, atribuyen su introducción obligatoria al Concilio de Elvira (Granada, España), en el año 306, pero en ese Concilio sólo se pide la continencia, a obispos, presbíteros y diáconos. El papa san Siricio (384) insiste en lo mismo. Estas recomendaciones, sin ser ley celibataria, encuentran mucho eco y extienden efectivamente el celibato por toda Europa. Se atribuye a san León Magno (440461) la prescripción del celibato incluso para los diáconos. Varios papas van insistiendo en la obligación oficial del celibato: León IX, Gregorio VII, Urbano II, Calixto II. El concilio II de Letrán (1139) declara nulos los matrimonios de los
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clérigos. Y el Concilio de Trento, sesión XXIV, canon 9, rechaza con anatema el matrimonio del clero. La Iglesia oriental mantuvo, hasta hoy, la primitiva costumbre de ordenar sacerdotes a hombres casados; lo que no significa, el permiso a sacerdotes ya consagrados para contraer matrimonio. Siendo una ley eclesiástica, podría ocurrir que en algún momento y por razones graves, la Iglesia volviera a permitir la ordenación sacerdotal de hombres casados. Razones graves para este cambio, podrían ser: la escasez o ausencia notable de sacerdotes para atender a los fieles; la dificultad creciente de los aspirantes, para asumir el celibato. Los Romanos Pontífices y los concilios de los últimos siglos han repetido la vigencia de esa ley eclesiástica, que cada candidato debe asumir libre y conscientemente. No hay obligación de ser sacerdote, pero el que aspira a serlo, debe aceptar las condiciones vigentes, y ser fiel a ellas. Los últimos documentos, en este sentido: Vaticano II, Optatam totius, n.10; Presbyterorum Ordinis, n. 16; Pablo VI, Sacerdotalis coelibatus (1967), Ratio Institutionis sacerdotalis (1970); Sínodo de obispos: Formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales (1990); Juan Pablo II Pastores dabo vobis (1992). El sacerdocio femenino Actualmente existe en varios sectores una tendencia y una presión, en favor de la ordenación de mujeres para el sacerdocio, el diaconado e incluso el episcopado. La tradición de ordenar sólo varones se remonta desde la institución de la eucaristía y del sacerdocio, cuando Jesús hace el encargo, a solos hombres. Esto no supone una exclusión explícita de las mujeres. Se ha dicho que la no inclusión de mujeres en el encargo de Cristo podría provenir de la situación socio-cultural de la mujer, en aquella época, de marcada dominación masculina; puede aceptarse esta explicación, pero Jesús, que se opuso claramente a ciertas presiones socio-culturales, también hubiera podido superar la presión excluyente de la mujer en el culto. Si no lo hizo, podemos pensar que no era solamente cuestión ambiental, sino algo expresamente elegido. Estudios de los primeros siglos cristianos pretenden demostrar que sí hubo entonces mujeres-sacerdotes y diaconisas. Si se demostrara ese hecho volveríamos a plantearnos un tema disciplinar y no dogmático. No se ve ninguna razón metafísica ni teológica para exigir el sacerdocio sólo masculino. Por consiguiente, estaría en la potestad de la Iglesia, un día, aceptar la ordenación sacerdotal femenina y poner su reglamentación; pero no lo ha hecho y mantiene la norma secular. Aunque sí ha ampliado la colaboración de la mujer en los actos litúrgicos. Respecto al diaconado, del que hablaremos después, tratando el sacramento del Orden, que es ministerio pero no entra en el sacerdocio ministerial, sin duda que sí lo ejercieron mujeres en la antigua Iglesia, y podrían volver a ejercerlo ahora, cuando se viera conveniente por parte de la suma jerarquía.
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La ordenación femenina aceptada recientemente en la Iglesia anglicana, ha creado no pocas crisis y rechazos, pero el paso está dado. Eso ha replanteado el viejo problema de la validez y legitimidad de las ordenaciones de obispos anglicanos, sin la aceptación del papa y la fórmula sacramental adecuada; consecuentemente se cuestiona también la ordenación de sacerdotes, por esos obispos. El último documento oficial de la Iglesia, sobre el tema es la Bula Apostolicae curae, de León XIII (1896), no reconociendo la validez de esas ordenaciones. 5.4.4.3. Los laicos, pueblo sacerdotal Laico, propiamente es un adjetivo, de laos, pueblo: es lo perteneciente al pueblo de Dios. Así, todo bautizado es laico, forma parte del Cuerpo total de Cristo, que es la Iglesia. Dentro de ese gran pueblo sagrado, todos participan del sacerdocio de Cristo, aunque no todos de igual manera: Los ordenados por el sacramento del Orden sagrado participan de Cristo-Cabeza, y son encargados del misterio eucarístico, el perdón de los pecados, la explicación magisterial de la doctrina, la conducción y dirección del pueblo de Dios, y forman el clero o la jerarquía. Los demás participan también del sacerdocio de Jesucristo y son activos participantes de la Eucaristía, la oblación, el culto, y los ministerios complementarios. Porque el único e infinito Sacerdocio de Jesús no se agota con la participación de los epíscopos y presbíteros. El bautizado que entra a formar parte del Cuerpo de Cristo, de la filiación y unción de Jesús, es también parte del sacerdocio. La Eclesiología del Vaticano II ahonda en este misterio sacerdotal de todo cristiano, también de los laicos, a los que en el pasado se atribuía sólo la función de obedecer a la jerarquía. Ya indicamos que, por siglos, el pueblo laical asiste a los cultos como espectador y está en la Iglesia como receptor de lo que determina el clero. La liturgia se tenía como una tarea clerical. Mas, ya Pedro llama a los laicos, “pueblo sacerdotal” que por el Bautismo, la Confirmación y la Comunión, se hacen partícipes del Cuerpo de Cristo, uno con Él. “Ustedes son linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido por Dios”. Eso se llama “sacerdocio común”, de todos, distinto substancialmente del sacerdocio jerárquico. San Clemente Romano, papa, hacia el año 95, designa el pueblo fiel con el título de “hiereus” o sacerdote. Las funciones de ese sacerdocio común no son únicamente determinadas actuaciones y ayudas en el culto: responder, leer, rezar, ayudar en la Misa, enseñar catecismo, dirigir grupos... Ellos realizan también el sacrificio, las ofrendas, el culto de Cristo al Padre. Son actores y protagonistas del acto sagrado, y realizan el Reino de la salvación, además de santificar la vida social, como testigos de Cristo y portadores de su luz. El decreto Apostolicam actuositatem [AA] señala el puesto de los seglares en la Iglesia, en el apostolado y las misiones, en la organizacion y actividades de la
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Iglesia, no sólo por la escasez de sacerdotes, sino por su derecho propio: “Toda la actividad del Cuerpo místico... recibe el nombre de apostolado, el que ejerce la Iglesia por obra de todos sus miembros, aunque de diversas maneras... Los seglares, por su parte, al haber recibido participación en el ministerio sacerdotal, profético y real de Cristo, cumplen en la Iglesia y en el mundo la parte que les atañe en la misión total del Pueblo de Dios”. “Esta vida de unión interior con Cristo en la Iglesia se nutre con los auxilios espirituales comunes a todos los fieles, muy especialmente con la participación activa en la sagrada Liturgia”. Este reconocimiento de la función sacerdotal de todos los fieles, aunque contenida en la revelación, ha necesitado varios siglos para ser reconocida y anunciada al pueblo de Dios. No es, pues, de admirar que necesite un tiempo de asimilación y de concienciación. Muchos fieles y no pocos sacerdotes no han reconocido aún este tesoro de la Iglesia y la Liturgia. En la Conferencia de Puebla (1979), se señala el avance de la presencia y actuación de los laicos, pero señala que “la efectiva promoción del laicado se ve impedida muchas veces por la resistencia de cierta mentalidad clerical en numerosos agentes pastorales, clérigos e incluso laicos”. 5.4.4.4. El sacerdocio en otras confesiones cristianas no católicas Las Iglesias orientales ortodoxas mantienen con gran fidelidad, fervor y veneración, el sacerdocio presbiteral y episcopal. Sin negar el sacerdocio común de los fieles, no elaboran tanto su teología, ni la inculcan a los fieles, pero sí la presencia viva, reverente, obsequiosa, de los fieles a los cultos, de los que participan, precisamente sin tantas deficiencias y ausencias como en occidente; pero también sin tan clara conciencia de su real sacerdocio en los cultos de la Iglesia. Las confesiones protestantes desviaron la tradición sacerdotal cristiana: No reconocen el sacerdocio como sacramento, Orden Sagrado; pero no niegan la existencia de un ministerio apostólico, instituido por Jesucristo. No tienen, propiamente, sacerdotes, que celebren los sacramentos y dirijan al pueblo de Dios. Ni aceptan el Sumo Sacerdocio de Pedro, el papa, obispo de Roma. Sus jefes son ministros, “pastores”, guías o maestros, como en la sinagoga hebrea, que presiden las reuniones, explican la doctrina, aunque no reconozcan un magisterio con autoridad infalible, ni una jefatura monárquica de la Iglesia. En realidad, todos son “laicos”, y a todos atribuyen los servicios pastorales y responsabilidades misioneras, semejantes, en sus Iglesias autónomas. Según Wiclef y Hus, y el mismo Lutero, hay un único sacerdocio común, y fuera de él, no hay otro sacerdocio jerárquico. También, los protestantes han eliminado prácticamente la liturgia sacramental y el culto visible y simbólico, su culto es espiritualista, expresado por la oración y la lectura bíblica.
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ORDENACIÓN DE LA LITURGIA
1. Los ritos Rito significa uso, costumbre, manera de efectuar algo. Todo acto público solemne tiene sus ritos: investidura de autoridades, conmemoraciones cívicas, recepciones, festivales, desfiles, juegos olímpicos, banquetes, vida social. “¿Qué es un rito?”, pregunta el Principito al Zorro, en el cuento de Antoine de Saint Exupéry. “Es algo demasiado olvidado, dijo el Zorro; es lo que hace que un día sea diferente de otros días, y una hora, de las otras horas...”. Los ritos te llevan a una situación nueva, rica en valores y contenidos, separada y diferente de las horas y los días de la vida ordinaria, utilitaria y material; el rito te eleva a otra zona, la de los ideales, misterios, recuerdos, veneraciones, amores... Aplicado a la liturgia cúltica, el rito sería el conjunto de acciones, preces, oraciones, formas, vestidos, movimientos, gestos, ceremonias..., e indicaciones, para realizar las acciones litúrgicas, aprobadas y usuales según aquella cultura, su arte, sus sistemas simbólicos, su lenguaje y valores comunicativos. El culto del creyente puede ser, interior y privado, o público y exterior. Este último es el que considera la liturgia, y que requiere el rito, la configuración de los actos sagrados, mediante determinadas palabras, gestos, acciones, movimientos, ornamentos... A veces, los ritos, en su totalidad de elementos, se han llamado también, “liturgia”; pero con más exactitud, son la parte exterior, simbólica, significante, de la liturgia; lo que busca señalar, descubrir el misterio invisible, sagrado, de esos actos. El rito, contiene al contenido espiritual del acto sagrado. En el primitivo cristianismo no se habían elaborado todavía los ritos fijos, pero hacia el siglo III aparecen, poco a poco, las formas rituales, en las Iglesias de Roma, Alejandría, Antioquía. Luego, según se afianza el cristianismo, van floreciendo los ritos galicano, hispano, mozárabe, ambrosiano... También las grandes comunidades monásticas crean sus ritos: benedictino, dominico, carmelitano, cisterciense, cartujano... En las Iglesias orientales florecen abundantemente los ritos, por la variedad de etnias, regiones, culturas, no tan unificadas como en la Iglesia occidental-latina. Además del rito antioqueno, formado en Jerusalén y Antioquía, y el alejandrino, que desde Egipto se extiende hasta Etiopía con matices propios; es importantísimo el rito bizantino o constantinopolitano, radicado en Constantinopla, capital del Imperio Bizantino, en cierto modo, rival de Roma. El rito caldeo o siro-oriental, se crea en el antiguo Imperio Persa. De allí partirán
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misioneros hacia Asia Central, China, India, originando el rito malabar (costa occidental de la India). En Armenia, de honda tradición espiritual cenobítica, brota el rito armenio. En América no surgen ritos propios definidos, pero sí que influyen en el rito romano, los signos y culturas locales, y cada vez se tiene más en cuenta esos valores ancestrales de los pueblos nativos. África Central y del Sur, de más tardía evangelización, de culturas muy varias y típicas, muy expresivas y simbólicas, impacta hondamente en la Liturgia recibida. Aunque todavía no se han traducido en verdaderos ritos propios, están matizando y enriqueciendo mucho la expresión cultual romana. Es de esperar que sin mucha tardanza, esos movimientos cuajen en preciosos ritos africanos. Con el dominio musulmán en grandes regiones del Oriente Medio, norte de África, sur de Europa, Asia central y oriental, se produce una grave aniquilación del cristianismo, y con eso decaen o desaparecen muchos de esos ritos, de honda tradición cristiana. Cuando en el siglo XVII se incrementan las misiones en Oriente, se introduce el cristianismo en China, Japón, Indostán, penetra más en la India y el Malabar, gracias sobre todo a los jesuitas, que además de grandes apóstoles, eran insignes matemáticos, astrónomos, artistas... Por 1092, el Emperador de China, Cam-hi, acoge a estos sabios misioneros, y da un decreto autorizando la predicación de la fe, en sus estados. Los jesuitas ven la conveniencia de aceptar en sus ritos, usos, tradiciones, expresiones religiosas multiseculares, y muy significativas para aquellos pueblos: veneración de los antepasados, banquetes familiares sagrados, formas y vestidos usados en esas culturas... Como en China no tienen un nombre para Dios, y usan el término “Tienchu” Señor de los cielos, adoptan ese nombre en su lenguaje litúrgico... Tales pasos parecían muy oportunos y eficaces para la evangelización del pueblo chino. Los padres Mateo Ricci, Adam Schall, de Nobili... obtuvieron grandes resultados. Pero otros misioneros, franciscanos, dominicos, se oponían a esa apertura, que consideraban peligrosa para la unidad de la fe, y lo avisaron a Roma, de donde, luego de vacilaciones, se decide la prohibición de esos ritos chinos y malabares. Los jesuitas los defendieron, los explicaron, pero tuvieron que aceptar la decisión romana, bien que consiguiendo algunas concesiones. Esto llevó a una rápida decadencia de aquella evangelización, y el sucesor del Emperador Cum-hi prohibió la religión cristiana en sus dominios. Sólo tardíamente Roma dio marcha atrás, pero el mal ya era irreparable. Ahora, desde luego, la Iglesia respeta, acepta, fomenta, esa introducción de ritos y simbolismos de los pueblos evangelizados, y se recomienda y se urge la inculturación; y todas sus expresiones, teológicas, litúrgicas, lengua, arte, tradiciones locales... son asumidas en la nueva evangelización, mientras no supongan una negación de la fe cristiana.
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Este rico conjunto que forman los ritos se recoge en los libros llamados “Rituales”, para uso de los sacerdotes, administración de los sacramentos, celebraciones litúrgicas, con sus ceremonias y rúbricas. Cada Iglesia tenía su Ritual. Paulo V, 1614, manda codificar los rituales, y presenta el “Ritual Romano” que se irá reeditando con las necesarias modificaciones y acomodaciones. Una de las más notables modificaciones fue la versión en lenguas vernáculas, de esos textos, desde que se aceptó en los actos litúrgicos y sacramentales, la lengua de cada región. Los Ritos no romanos han conservado y adaptado también sus rituales.
2. Leyes y libros litúrgicos Toda esta magnífica expresión de la fe y del culto que realiza la liturgia, requiere una ordenación, una organización, diríamos, una gramática y sintaxis de esos signos, ritos, símbolos, tiempos, modos, personas... que componen ese idioma. Aunque cada persona y cada grupo ha de marcar su presencia y su estilo, pero tiene que hacerlo dentro del sistema gramatical del lenguaje litúrgico, que es cosa de la comunidad creyente, del pueblo, Iglesia de Dios; a ella corresponde establecer el sistema de expresiones, velar por él, orientar su necesaria evolución y acomodación a tiempos, lugares, culturas. Esto pide que todos los que intervengan en esos cultos, acepten las normas, leyes, ordenaciones, y colaboren a su mejor realización. Ningún lenguaje de signos puede dejarse a merced de cada uno; como en el lenguaje, oral y escrito, cada literato ha de marcar su estilo, pero dentro del sistema, diccionario, gramática, de esa lengua. Aquí también, como en el idioma, hay una “Academia de la Lengua”, que señala las normas y cuida de su conservación. En la Iglesia hay también su “autoridad” litúrgica, como indicamos antes, y sus leyes litúrgicas, que no deben entenderse como absolutas ni férreas limitaciones, sino como garantía del recto uso de ese lenguaje, y abiertas siempre a sus adaptaciones y transformaciones. El lenguaje no es un monolito definitivo, sino un ser viviente, en constante metabolismo. Libros litúrgicos Las celebraciones litúrgicas, como las sociales y culturales, necesitan el apoyo de unos libros, orientaciones, textos..., para el recto desarrollo de los actos. Esto origina en la Iglesia toda una literatura litúrgica, al servicio de los celebrantes y del pueblo-asamblea, literatura dinámica, pues, constantemente se realizan modificaciones, adaptaciones, cambios, en esos códigos, y ahora también sus traducciones a la lengua y uso de cada cultura. Los libros litúrgicos contienen los textos bíblicos, las fórmulas sacras. En el primer siglo cristiano no existen libros ni formularios generales. Cada celebrante improvisa, crea su fórmula, a excepción de los textos de la Biblia, y de las cartas de los fundadores o rectores de esas iglesias. Esto daba mucha agilidad y
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capacidad de adaptación a cada circunstancia, lo que resultaba de gran eficacia, pero al mismo tiempo se corría el riesgo de variar el sentido, alargar o acortar el acto; unos tendrían don para hacerlo adecuadamente, otros no; y la improvisación, la variedad total, rompía la unidad cultual-sacramental. Por eso, desde los siglos II-III, se ve la necesidad de fijar las “anáforas”, o textos de la eucaristía. Aparecen los “Libelli missarum”; se multiplican los formularios canónicos, se establecen los modos y textos de las celebraciones. Desde los siglos V-VI, se hacen colecciones de esas fórmulas: los “Sacramentarios”, para sacerdotes; los “Evangeliarios” para el diácono; “Leccionarios” para lectores; el “Cantatorum” para cantores. Había también “Himnarios”, “Calendarios” (las fiestas que se han de celebrar en la Iglesia); el “Martirologio”, catálogo de los santos y mártires, con datos de cada vida; el “Legendario”, relatos del martirio y milagros, no siempre con la debida crítica. Los “Antifonarios” y “Responsoriales”, para esas aclamaciones litúrgicas. Estaba el “Psalterio”, libro de Salmos, para el rezo de las Horas canónicas. Los “Ordines”, o libros para regular las ceremonias de los actos litúrgicos... Todo esto señala el gran interés que despertaban las acciones cultuales litúrgicas, y su debida celebración; pero en realidad, afectaban poco al pueblo asistente, progresivamente más pasivo en la liturgia; aunque asistía con asiduidad y veneración, pero cada uno seguía sus propias devociones como ya indicamos antes. Después del Concilio de Trento (1545-1563), se revisa, recodifica y unifica toda esa literatura, y queda para el uso, el Misal, que contiene en un solo tomo todo lo perteneciente a la celebración de la eucaristía; el Ritual de los Sacramentos y bendiciones; el Pontifical con el Ceremonial de los obispos, para los actos presididos por el Prelado; el Breviario Romano, que contiene todo lo referente al rezo del Oficio divino. La reforma litúrgica propulsada por el Vaticano II (1962-65), pide expresamente: “Revísense cuanto antes, los libros litúrgicos”. De esa revisión quedan ahora en vigor, el Misal para el alta;, los Leccionarios con las lecturas, según los ciclos y tiempos, para los textos bíblicos; los Rituales de los sacramentos, exequias, bendiciones; el Pontifical; el Libro de la sede; el Libro de las Oraciones de los fieles; el Breviario Romano; editado en las lenguas de cada país. Se han difundido mucho las ediciones manuales del Misal, para los fieles y los rituales, además de profusión de Libros de cantos. También se han multiplicado las ediciones manuales de la Biblia, para uso de los fieles, que alcanzan gran aceptación. Además existen folletos u hojas dominicales, con los textos de las misas, que se reparten a los fieles, su uso sería bueno para llevarse a casa ese resumen de la liturgia vivida, y poder releerlo. En la antigüedad, los mismos libros sagrados y biblias eran objeto de gran estima y veneración: eran copiados en los monasterios, ilustrados con preciosas
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miniaturas, encuadernados con primor, guardados cuidadosamente: eran además de libros santos, joyas de arte de gran valor. Aunque la imprenta, y ahora las técnicas electrónicas hayan abaratado y multiplicado esos libros, siempre merecen especial respeto por ser objetos esenciales en las celebraciones sagradas. La Iglesia pide una esmerada traducción, a las lenguas vernáculas, de los textos bíblicos y litúrgicos; de no tenerlo en cuenta, los textos y su significado pierden muchos matices, incluso pueden desfigurar el verdadero sentido original. Este conjunto de libros litúrgicos viene orientado por los documentos normativos de la Iglesia, que señala las directrices, el sentido y la evolución de la liturgia. Emanan del papa, los concilios, las Congregaciones romanas de liturgia, de ceremonias, de ritos; a nivel local, de las conferencias episcopales, y de los obispos con sus comisiones. Como documentos principales que regulan y orientan actualmente la liturgia podemos citar: Encíclica “Mystici Corporis Christi”, Pío XII (1943) Encíclica “Mediator Dei”, Pío XII (1947) Constitución Apostólica “Sacrosanctum Concilium”, Vat. II (1963) Motu Proprio sobre la Constitución Conciliar de Liturgia (1964) Instrucción para aplicar debidamente la Constitución (1964) Segunda Instrucción sobre la Sda. Liturgia: Sda.Congr de Ritos (1967) Tercera Instrucción sobre la Sda. Liturgia: Congr.Culto Divino (1970) Código de Derecho Canónico, IV, 834-1253 (1983) Constitución Apostólica “Fidei Depositum”, Juan Pablo II (1992) Catecismo de la Iglesia Católica (1992) Encíclica “Pastores dabo vobis”, Juan Pablo II (1992) Las rúbricas El nombre viene del latín “rubrica”, tierra roja, escrito en rojo. En la liturgia se refiere a las aclaraciones, normas, orientaciones... intercaladas en los libros litúrgicos, que van en color rojo, para distinguirlas de los textos cultuales y del desarrollo y significado de los actos sagrados. No son, pues, leyes rituales sino una ayuda con notas marginales, para realizar mejor la celebración; pero deben tener un real sentido significativo, que contribuya al lenguaje cultual, por ejemplo, inclinación de cabeza, genuflexión, abrazo, manos extendidas... Por eso una meticulosa observancia de esas ayudas, o su igualación con los textos sagrados llevaría a una desviación, al “rubricismo” que impone al culto un tono de rigidez y tensión, inadecuadas; lo que no quiere decir que su valor sea nulo, y no interese tenerlas en cuenta. Son un apoyo, una señal que dispone a valorar lo esencial y normativo del culto y sus celebraciones.
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En la liturgia y sus expresiones también cabe considerar la costumbre, introducida por el modo constante de proceder del pueblo cristiano o los celebrantes, en una área concreta o de extensión universal. La costumbre es una institución jurídica y canónica antiquísima; se la considera fuente de derecho, y se hace “ley”, con tal de que haya sido aceptada por la autoridad, de modo expreso, legal o tácito. Si hubiera rechazo o condena eficiente de la autoridad, nunca se legitima, aunque fuera inmemorial. La costumbre es unas veces según la ley, y entonces constituye una valiosa confirmación; puede ser fuera de la ley, es decir, que suple deficiencias o limitaciones de la ley: si una ley no prescribe ni prohibe tal acto o uso, la costumbre que lo introduce enriquece la ley, y se hace ley, en aquella comunidad. O puede ser contra la ley, por ignorancia, por incumplimiento, por introducción de elementos contra la norma oficial. Ante esto, la autoridad suele reclamar; pero a veces es tan fuerte la costumbre que permanece, la autoridad deja de insistir, y tal costumbre llega a formar un nuevo rito, expresión y signo, y queda como norma aceptada en el pueblo de Dios, al menos en determinada área. Si en un momento, tales costumbres fueran rechazadas por una ley canónica, litúrgica, pastoral, la tal costumbre debe ceder, aunque fuera inmemorial, y debe aceptar la nueva norma establecida. Esto ocurre en las renovaciones litúrgicas, por ejemplo, de un concilio. Si esto no se acepta, la costumbre se hace una rebeldía, desorienta al pueblo de Dios, y daña la unidad y la autoridad de la Iglesia. En la ley eclesiástica, litúrgica, canónica, puede existir el Privilegio, que es una concesión dada por la autoridad competente, fuera de la ley, o incluso contra una ley, o derogando una ley, para tal caso; concesión que puede darse a personas, o grupos o cosas o lugares: un templo, un santuario, un altar, un prelado... El privilegio puede ser revocado por otra ley o decreto de la correspondiente autoridad.
3. Formación litúrgica El rico y simbólico lenguaje de la liturgia requiere una enseñanza, y una práctica. Un lenguaje no entendido en sus signos se hace ineficaz y nada puede comunicar. Por eso la Iglesia se tuvo que preocupar por instruir a los fieles y a los ministros en ese lenguaje, y ha emitido constantemente documentos, instrucciones, recomendaciones, para ello. Pero no siempre se ha conseguido la adecuada respuesta. Para muchos, incluso sacerdotes, la liturgia era un conjunto de actos y obligaciones a ejecutar, recibir, decir, oír, sin más exigencias. Y nadie se preocupaba de saber más de ello. Incluso en seminarios, noviciados, casas religiosas, y desde luego, parroquias, estuvo muy descuidada la formación para la liturgia; bastaba que el cura aprendiera a decir la misa, y todos contentos.
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Esto naturalmente llevó a un enorme empobrecimiento, y deserción del pueblo cristiano, de sus intervenciones en los actos litúrgicos. Hoy la Iglesia, con la renovación de las celebraciones cultuales, renueva también su recomendación para una formación adecuada, empezando por los seminaristas, sacerdotes, ministros, agentes de pastoral, educadores, directores; y con ella habrán de llevar a los fieles a la preparación necesaria e indispensable, en el lenguaje litúrgico. Los fieles necesitan ser instruidos, como catequizados, para que descubran el valor y riqueza de la liturgia, como expresión del culto y celebración de los misterios de salvación. La decadencia de la eucaristía y de tantos sacramentos tiene por raíz, en gran parte, la ignorancia de los signos sagrados. La asistencia, entonces, a los cultos es sólo una obligación, a veces cansada, aburrida, cuya significación no alcanzan, meras ceremonias del clero, que ellos soportan, porque está mandado, y que las nuevas generaciones van dejando progresivamente. En los catecismos escolares no suele aparecer la palabra “Liturgia”, aunque sí dediquen algunos párrafos a los sacramentos, “lo que hay que recibir”. Felizmente, el “Catecismo de la Iglesia Católica” ya contiene un apartado breve, pero esencial, sobre la liturgia, que debería inspirar en todos los catecismos, un capítulo de liturgia. “La liturgia es la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia, y al mismo tiempo, la fuente de donde dimana toda su fuerza. Por tanto, es el lugar privilegiado de la catequesis del pueblo de Dios. La catequesis está íntimamente unida a toda acción litúrgica y sacramental, porque es en los sacramentos y, sobre todo en la eucaristía, donde Jesucristo actúa para la transformación de los hombres. La catequesis litúrgica pretende introducir en la historia de Cristo (es “mistagogía”), procediendo de lo visible a lo invisible, del signo al significado, de los “sacramentos” a los misterios. Esta modalidad de catequesis corresponde hacerla a los catequistas locales y regionales...”. También las comisiones de catequesis, diocesanas y nacionales, deberán tenerlo en cuenta. Pero esto exige que los pastores, agentes de pastoral y evangelización hayan recibido la debida formación, lo que incluye una presentación total, teológica, espiritual, cultual, del Misterio de Cristo contenido en la Biblia; el estudio del “Mysterium salutis”, de la salvación, realizado por Jesús y continuado por la Iglesia; y será necesario el conocimiento de los signos y contenidos de los símbolos sacramentales; y el valor y eficacia espiritual de las acciones litúrgicas; y la suficiente información de las normas y directrices de la Iglesia. Además de estos conocimientos del lenguaje litúrgico, se necesita, como en todo lenguaje, la práctica, la familiaridad con esos símbolos y su significación; es decir, la participación en los actos sagrados, con el alma abierta, la emoción de acercarse a los misterios de la salvación, y ofrecer un culto digno de Dios. La misma participación en los actos litúrgicos es un gran momento para que el presidente o los ministros expliquen a los asistentes, con breves indicaciones, el
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valor y sentido de esos signos. Lo que supone una real participación de la asamblea, en vez de una presencia pasiva y lejana, desentendida de lo que ocurre en el altar. Supone también un compromiso de vida: de oración y adoración, de gozo espiritual, sentido de Iglesia, caridad y solidaridad, que brota de la acción de Cristo en nosotros, a través de los signos sagrados. Todas estas ordenaciones no deberían entenderse como leyes, obligaciones que la Iglesia impone a sus seguidores; es mucho más, la expresión pública de la fe y el amor al Señor, de la comunidad creyente; es la celebración colectiva y gozosa de la salvación y la presencia del Padre con sus hijos. Es la fiesta de los que creen en el amor de Dios, y quieren manifestarlo al mundo.
4. Arte sacro 4.1. Arte y Liturgia La liturgia, además de un acto cúltico, misterio espiritual, es un arte, una expresión sensible, bella, armónica, significante, de esos misterios. Por eso toda acción litúrgica requiere una celebración “espectacular”, visible, en el recinto estético del templo: desfiles, movimientos, gestos, palabras, vestuario, colores, música, luces... todo ha de formar una perfecta obra de arte. Nada debe ser vulgar, precipitado, improvisado; todo requiere armonía, dignidad, reverencia. Cuando no fuera así, el acto pierde su valor de lenguaje del misterio. Para apoyar ese clima artístico de la liturgia, el templo ofrece variedad de elementos artísticos, desde la armonía de sus estructuras y los magníficos retablos, hasta las decoraciones simbólicas de lo sagrado, las esculturas, pinturas, los pórticos, los vitrales... Toda la riqueza del arte humano se puso al servicio de los templos y del culto. Y la religión, con su mensaje del misterio espiritual, divino, fue siempre la mejor inspiradora del arte y los artistas. La historia del arte no podría escribirse sin las obras artísticas religiosas. El arte de los templos no es primariamente un aporte a la estética, para encantar o deslumbrar al visitante; es sobre todo una revelación espiritual, una presencia de lo divino a través de esos datos sensibles; incluso es un mensaje y una verdadera catequesis o iniciación a la fe. Y en los siglos anteriores a la imprenta y la alfabetización de las culturas, el arte de los templos era el libro donde aprendían los fieles, las verdades de la fe. Fue una cultura de imágenes, que perdura incluso después de que la imprenta nos introdujo en la cultura de la idea y del lenguaje. 4.1.1. Forma y contenido El arte de la Iglesia sólo se puede entender cabalmente cuando se descubre el contenido de esos signos. Valorar únicamente sus rasgos estéticos nunca llega a explicar el sentido de una obra de arte religioso. Si presentamos una Iglesia sólo en sus líneas estéticas, como expresión de una cultura y un arte, nos quedamos a medio camino, o sólo en la puerta. El arte religioso nunca puede comprenderse
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haciendo abstracción de la fe, de lo que la fe ha concebido y el espíritu ha realizado. Podemos decir que el arte sagrado del templo es más que arte, es mística, es fe, es amor encarnado en esas formas artísticas; por eso es mal camino la tendencia desacralizadora del arte de la Iglesia. El objetivo real de sus creadores no era sólo hacer cosas bellas, sino, sobre todo, cosas santas. 4.1.2. Tendencias desacralizadoras del arte sacro La tendencia a despojar el arte religioso de sus íntimos valores espirituales podría iniciarse en el siglo XIII, cuando la fe se ideologiza, aparece la predicación doctrinal, escolástica, se multiplican los púlpitos, y se va separando la expresión religiosa de la religiosidad popular. Al mismo Fray Angélico, dentro de su mística celeste, se le señala como iniciador de ese movimiento, por su interés hacia lo humano, abandono de lo bizantino teológico y aparición del espíritu secular de la burguesía. Pese a esta corriente de abstracción, la liturgia, el culto no abandona el arte, la visión, la imagen, como los mejores caminos para la expresión, ante el pueblo, de la fe y la religión. De nuevo, en el Cuatrocento florentino, reaparece el reto al espíritu cristiano del arte: se sobrepone el espíritu pagano, grecorromano, se retorna a la mitología clásica; se pone de moda la exaltación de lo corporal, la naturaleza se impone a la gracia, pese a que en esa época se producen fabulosas obras de arte religioso, en escultura, pintura, arquitectura, porque la Iglesia ha aceptado ampliamente el Renacimiento. Pero será en el siglo XVIII, siglo de las Luces, de la razón contra la fe, cuando se impone el racionalismo, la desmitificación, y se lesiona grandemente el lenguaje de los símbolos, no sólo en el arte sino también en la filosofía, la teología, la interpretación de la Biblia. Todo eso abrirá el camino a la secularización del arte y de la misma religión, preparando la desvalorización y cierto retiro, de lo divino, lo sobrenatural, el misterio y la mística. 4.1.3. El arte religioso y el Estado Este progreso secularizante procura ignorar los valores sagrados, espirituales, del arte religioso; lo califica como “valores culturales”, y propone que tales valores pasaran bajo la custodia del Estado y sus organismos culturales. En algunos países la legislación ya ha decretado que los conventos, templos, obras de arte de la Iglesia, sean propiedad del Estado, y bien cultural del país. La Iglesia, por su parte, creadora, conservadora y custodia de esas obras religiosas, al servicio de la liturgia, siempre ha proclamado la propiedad de esas obras, y lo hace constar en los Concordatos y “Modus vivendi”, que regulan las relaciones bilaterales Estado-Iglesia. Igualmente, la autoridad eclesiástica, central y diocesana, ha insistido en la necesidad y obligación de cada Iglesia, de conservar, catalogar, reparar sus obras de arte, y con la prohibición de enagenarlas, salvo una expresa y justificada aprobación de la autoridad religiosa.
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Respetada esa propiedad de las obras, el Estado sí debe tener conciencia de esos valores, que son también parte de su riqueza cultural, asegurar su protección, apoyar su conservación, ayudar a su reparación. 4.2. Las obras de arte, parte integral del mensaje litúrgico Todo lo dicho nos lleva a la conclusión de que el arte no es una cubierta de la liturgia, un valor añadido, sino que es parte esencial de su lenguaje. Por eso se podría calificar, al arte religioso, como “lugar teológico”, es decir, camino para el encuentro con Dios y sus misterios: “Por su naturaleza, (las obras de arte) están relacionadas con la infinita belleza de Dios, que intentan expresar de alguna manera, por medio de obras hermosas... para orientar las personas hacia Dios... Los artistas recuerden que sus obras están destinadas al culto divino, a la edificación de los fieles, y su instrucción religiosa...”. “La Iglesia fue siempre amiga de las bellas artes y buscó constantemente su notable servicio, principalmente para que las cosas destinadas al culto sagrado fueran, de verdad, dignas, decorosas y bellas, signos y símbolos de las realidades celestes. En todo rigor, la liturgia y el culto podrían prescindir del arte; por eso el arte no puede constituir la esencia de lo litúrgico; ni lo que busca el culto es hacer obras de arte, sino la celebración del misterio salvífico, la actualización de la Pascua: es un hecho sagrado, no estético. Pero la liturgia sí necesita de los signos y el lenguaje, y por eso ha de buscar en esos signos, materia y forma, la mayor nobleza, belleza y armonía que sea posible; y eso exige una función estética, en los objetos que intervienen en los actos sagrados. La liturgia eleva las cosas materiales y útiles, y las reviste de un sentido de lenguaje y de símbolo; y los signos de lo sublime y lo divino han de buscar presentarse con las galas de la belleza, según los cánones estéticos de cada cultura y cada tiempo. “Esta interacción entre el arte y la liturgia, a lo largo de la historia, no puede extrañar a quien sabe que la liturgia está constituida no sólo de elementos divinos, inmutables, sino también de elementos de institución humana, que según las necesidades de los tiempos, de las cosas y de los espíritus, admiten cambios cuya aprobación queda a cargo de la Iglesia asistida por el Espíritu Santo...”. 4.3. El arte sagrado El arte, servidor de lo sagrado, divino, misterioso, superior, encierra cierta contradicción, porque lo divino es trascendente, inabarcable por las formas materiales; es lo separado, invisible para lo humano. Pero esa es la osadía del arte, ofrecer con formas sensibles cierta presencia del “mysterium tremendum”, y así acentuar la tendencia del ser humano, la atracción hacia lo divino, que el signo artístico acerca, y aleja al mismo tiempo. Una obra de arte alcanza la categoría de “arte sacro” cuando ese objeto, por su forma, belleza, armonía, irradia el clima de misterio, seducción y temor que
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ejercen las realidades extramundanas: pensemos en una catedral gótica, un cuadro de El Greco, la Pietá de Miguel Ángel, el Aleluia de Haendel. El que un objeto material, terrestre, pueda señalar lo sacro tiene su iniciativa en Dios mismo, que se hace presente, captable, en la nube, el fuego, la zarza, el trueno, y sobre todo, en la Encarnación del Verbo, en el hombre-Jesús, en el pan y vino, en el agua bautismal, y el aceite de la unción... Los objetos más humildes y ordinarios, la piedra, la madera, la tela, el cemento, el hierro... pueden servir de encarnación a un misterio divino. Para eso, el objeto ha de revestirse de una simbología, significación y creatividad que eleve y trascienda la pesantez limitada de lo material. Esa “forma” del arte, brota, naturalmente, de los sistemas significativos, simbólicos o lingüísticos, de cada cultura: el Pantocrátor románico de Tahull, los iconos bizantinos, los Cristos o Vírgenes negros de África, son lenguajes distintos del arte sagrado. Siempre el arte, por su objetivo, supone una ventana hacia lo superior. Escribe Jean Bourniquel: “Esforzaos por comprender la última palabra que dicen en sus obras los grandes artistas, los autores serios: allí, en el fondo, hallaréis a Dios”. Antes había dicho Pío XII: “La función del arte es la de romper el estrecho y angustioso recinto en el que se siente encerrado el hombre, y abrir a su anhelante espíritu una ventana hacia el Infinito...”. Y Juan Pablo II escribía: “El arte, incluso más allá de sus expresiones religiosas, tiene una íntima afinidad con el mundo de la fe, de modo que hasta en las condiciones de mayor desapego de la cultura respecto de la Iglesia, el arte continúa siendo una especie de puente tendido hacia la experiencia religiosa. En cuanto búsqueda de la belleza, fruto de una imaginación que va más allá de lo cotidiano, es por su naturaleza una especie de llamada al misterio... El artista se hace de alguna manera, voz de la expectativa universal de redención...”. Todo arte tiene un destino colectivo, social; es para que otros, muchos, lo puedan ver, admirar. Esto especialmente es válido para el arte religioso. El autor, además de exponer la intimidad de su visión del misterio, ofrece a los creyentes esa aproximación a lo divino, y esa como catequesis de la fe, que antes insinuamos. Los innumerables fieles, a través del tiempo, van pasando ante esos “iconos” para venerar el mundo sobrenatural y sentirse cercanos a lo divino. Esta misión social y cultual tiene especial vigencia en la religiosidad popular, tan deseosa de imágenes, de “santos”; sólo que en este caso, lo importante no es la calidad artística de esas obras, sino su significación y evocación iconográfica: Jesucristo, la Virgen, el Niño Dios, la Cruz, san José... Aunque su calidad estética sea muy deficiente, esas devotas obras pueden tener mayor atractivo, para el pueblo, que El Greco, Goya o Rouault. Pero la Iglesia no cesa de recomendar, y de vigilar, para que aún en esas obras populares, se cuide la belleza y armonía de las formas estéticas. La imagen, obra de arte sacro, está concebida para el culto, y forma parte del
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recinto sagrado, eclesial litúrgico, y aún familiar. Por eso, puestas en un museo pierden gran parte de su irradiación sobrenatural que ostentan en el contexto cultual y litúrgico. 4.4. Las imágenes religiosas El arte sagrado está presente en el inmenso campo de la liturgia; pero su colaboración, singularmente la encontramos en las imágenes. El deseo de encarnar, hacer sensible los misterios, las cosas espirituales en imágenes, aparece muy pronto en la Iglesia: primero la pintura, luego la escultura y arquitectura. También en la vida civil, la cultura de todos los pueblos, expresa en imágenes, lo superior, lo heroico, lo divino, lo ausente, lo pasado... La imagen evoca, acerca esos seres invisibles. Es cierto que la imagen material religiosa corre el peligro de convertirse, ella misma, en el ser sagrado; entonces se hace “ídolo”. Por eso, en la Biblia se prescribe al pueblo judío, la prohibición de hacer imágenes religiosas, ya que los pueblos vecinos a Israel, tenían sus imágenes-ídolos, que eran, no símbolos sino presencia de lo divino. “No habrá para ti otros dioses delante de mí. No te harás escultura ni imagen alguna de lo que hay abajo, en la tierra, ni de lo que hay en las aguas, debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas ni les darás culto.... Por eso no es de extrañar que los primeros pasos del cristianismo, vividos en la tradición hebrea, rechacen las imágenes pintadas y más esculpidas como profanaciones paganas. Así piensan, Orígenes, san Ireneo, san Clemente de Alejandría, Tertuliano, Taciano... Todavía en el Concilio de Elvira (España, años 305-312), se prohiben las imágenes en la Iglesia. En realidad, la expansión del cristianismo entre los gentiles, con sus imágenes-ídolos, podía llevar a la confusión. Con todo, es tan fuerte la tendencia humana a expresar en figuras su mundo interior, que insensiblemente se abre camino el lenguaje sensible de las imágenes. En efecto, ya aparecen pinturas en las catacumbas; y desde el siglo IV triunfa la imaginería cristiana, como en Santa Constanza (Roma), en el mosaico del ábside, que representa al Padre Eterno entregando las tablas a Moisés, y a Cristo confiriendo su Ley a Pedro y Pablo. Desde el siglo V se multiplican las imágenes, en Roma, Milán, Ravena, Tesalónica, Constantinopla... Y desde ahora, los Santos Padres las alaban y fomentan: san Gregorio Nacianceno, san Gregorio Niseno, san Basilio, y en Occidente, san Paulino de Nola, san Jerónimo, san Agustín... En el cristianismo, la Encarnación de Cristo, “imagen visible de Dios invisible”, abre el camino seguro: Dios se manifestaba en la carne; lo sensible podía ser una expresión y cercanía de lo divino. Y las imágenes cristianas se difunden rápidamente. La Iglesia oriental, Bizancio, es la verdadera creadora de la iconografía cristiana, y también de toda una teología de la imagen. La imagen, según san Juan Damasceno, es como la sombra, el destello de lo santo, y puente
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por donde se llega al misterio de lo sobrenatural, y descubre, no sólo un parecido sino una presencia, en el símbolo, de lo que quiere significar. Por eso revestían al icono de gran veneración y misterio. Su valor cultual radicaba primero en la bendición, que lo constituía como objeto sagrado, venerable; segundo, en la fe del creyente. Esta profunda adhesión y culto del cristiano oriental, al icono, que perdura hasta hoy; esa incontenible producción y difusión de iconos, pudo ser una de las causas del movimiento iconoclasta, presentado como puro defensor de las prescripciones anti-idolátricas del AT. Pero sería injusto achacar a esos devotos de los iconos, un sentido de idolatría, de adoración material, tomando como Dios la propia imagen, obra de sus manos. Ellos sabían perfectamente la trascendencia de lo espiritual y divino, del Dios Único Invisible, pero sentían su presencia, su gracia, en el símbolo. Y esa fe se ha mantenido, en Oriente, más segura y espiritual que en Occidente. La guerra de los iconoclastas, –destructores de imágenes–, apoyada por varios emperadores bizantinos, León Isaúrico (726), León el Armenio (813), y otros, fue tenaz, pese a los decretos del Concilio II de Nicea (787), y hasta tuvo sus mártires. Los papas, con el apoyo de la Emperatriz Teodora, (842), terminaron con esta oposición y destrucción de iconos. La pintura del icono, sobre tabla, es una verdadera creación artística de la fe, y de la estética pictórica, y nace del arte bizantino: el icono ignora el espacio tridimensional; plantea una dimensión que se abre hacia atrás, y parece tener profundidad; los personajes aparecen sin relieve, su tamaño está en función de su rango honorífico. Esta pintura no busca representar la realidad; es creación alegórica, símbolos, colores dorados, que buscan expresar lo divino, la santidad; los rostros aparecen concentrados, interiorizados, extáticos, son lenguaje sensible del espíritu. Los iconos más antiguos, conservados, datan de los siglos VI y VII, y se encuentran en el Monasterio de Santa Catalina, en el Sinaí. Desde entonces, en la Iglesia Ortodoxa, no han cesado de pintarse, hasta hoy, y de ser venerados, pese a las persecuciones. La Iglesia occidental-romana dio otro sentido a la imagen; es un lenguaje, una llamada, una forma de profetismo. La figura y las formas son evocación, llamada de lo divino. Pero eso supone todo un mundo de fe, de historia sagrada vivida por los cristianos, y reconocida en la iconografía, que se nutría de la revelación bíblica y la historia de Israel y de la Iglesia. Sin tal conocimiento religioso, la obra de arte sacro se queda solamente en obra estética, que agrada, pero no lleva a otro mundo. El arte sacro no aspira a reproducir este mundo material, terrenal; por eso sus figuras pueden apartarse de los cánones humanos de la belleza; así el arte paleocristiano, bizantino, románico, gótico. Sólo el Renacimiento, con su regreso a las formas estéticas clásicas, aporta esa armonía mundanal a sus obras
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religiosas, pero no aumenta el misterio de la imagen. La imagen religiosa tuvo, particularmente en la Edad Media, un significado evangelizador, catequético y hasta moral: enseña al pueblo, la fe, la piedad, la historia de la salvación, el valor del espíritu; es como una iniciación a los misterios; luego se ha de pasar del icono a los signos litúrgicos cultuales. Esto no significa que en la era de la alfabetización y la difusión del mensaje verbal, lógico, sea ya inútil la imagen. Por el contrario, estamos volviendo a una cultura de la imagen, lo que refuerza el valor y eficacia de la imagen en el templo. Las imágenes no son fósiles del pasado; son vivas, cambiantes, viven en la Iglesia y por la Iglesia, y se renuevan en cada época, cada estilo y cultura; pero mantienen siempre el mensaje permanente del misterio cristiano, en diferentes idiomas. Por eso nos siguen atrayendo las imágenes primitivas de las catacumbas, del bizantino, del románico. Nos llevan a la fe única, vivida en otras edades, aunque ahora hagamos las imágenes en otro estilo; no sería acertado hacer ahora imitaciones de los iconos del pasado. El Crucifijo En ese abundante cosmos de las imágenes, destaca brillantemente la imagen de Cristo crucificado. Nos parece normal que presida los templos, que figure en los hogares, que se ostente en el pecho de los creyentes. Pero al principio no pudo ser así. Los primeros tiempos de la Iglesia, la cruz recuerda el suplicio del Señor, su muerte como un esclavo condenado; algo así como la horca, la guillotina. Aunque sus seguidores la veneran en el corazón, no se atreven a exhibirla; además, la persecución contra el cristianismo no permitía presentar públicamente y menos venerar, la cruz. Pero ya existe la costumbre de hacer en la frente la señal de la cruz, con la fórmula trinitaria: “En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, asociando el dogma trinitario y el cristológico. La primera representación gráfica de la cruz se encontró en un muro de las ruinas en el Palatino, de Roma; sería del siglo III: representa una tosca cruz que muestra un hombre crucificado, pero con la cabeza de asno, y una inscripción injuriosa: “Alexamenes adora a su Dios”. De esta época podrían ser algunas tímidas pinturas de la cruz en las catacumbas. Con la paz de Constantino y tras la victoria del Puente Milvio, que él atribuyó al Lábaro de la cruz, se empieza a ostentar y venerar la cruz de Cristo. Los restos de la cruz se daban por perdidos tras la toma y destrucción de Jerusalén por Tito y Vespasiano, año 70 d.C.; el Emperador manda terraplenar el Calvario y la tumba de Jesús, y construir encima un templo dedicado a Venus. Viejos judíos enemigos del cristianismo, guardaban el secreto de aquel lugar. Constantino manda derribar el templo de Venus, y su madre, santa Elena, sacando información de los viejos judíos, hace excavar la zona, y según la tradición, se descubren, año 326 d.C., los restos de la cruz. Desde entonces se difunde más la devoción a la cruz y se multiplican los crucifijos. Por el siglo V se
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difunde la cruz latina, y la cruz griega; pero son cruces sin crucificado, adornadas con pinturas, esmaltes, plata, oro, con grabados del Cordero y otros signos cristianos. Mas tarde, sobre la madera se pinta la figura del Crucificado, pero de aspecto triunfal, como resucitado. Todavía los crucifijos bizantinos, románicos y aún góticos, ostentan al Señor vencedor, a veces con túnica y corona real, de aspecto hierático y glorioso. Hará falta llegar al final de la Edad Media y al Renacimiento, para que la imagen de Cristo en la cruz se revista de realismo cruento con rasgos, en general de serenidad –como el Cristo de Velázquez–, a veces con aspecto trágico y doloroso. Todos los artistas cristianos se dedican a la creación inagotable de la imagen del Crucificado, y esa será la ornamentación esencial de templos, capillas, casas y despachos. En la liturgia aparece pronto la cruz procesional, al extremo de una pértiga; inicialmente sin Cristo; luego se pone su imagen, tallada en madera, fundida en metal, y con exquisita orfebrería. Esa cruz que preside la procesión o el desfile litúrgico, separada del asta se colocaba sobre el altar; para presidir los cultos; o se colocaba con el asta, a un lado o detrás del altar, documentos antiguos la presentan como colgada del baldaquino o encima del altar. Desde el siglo XIV cobra más importancia la imagen del crucifijo: se labran grandes y preciosas cruces que presiden el ábside, o como parte del retablo; y desde el XVI aparece la ley litúrgica: que el crucifijo haya de presidir los actos sagrados. En las funciones solemnes, se inciensa especialmente esa Cruz; y se convierte en la imagen más simbólica y significativa de la salvación de Cristo, y del Sacrificio de la Nueva Alianza.
5. Arte cristiano 5.1. Estilos artísticos El arte no nace con el cristianismo; existía ya antes en todos los pueblos y era expresión de lo mistérico y religioso. El mundo cristiano recibe toda la herencia del arte precedente, sobre todo greco-romano, donde nace. Pero la aparición del cristianismo revoluciona, en cierto modo, los conceptos estéticos del mundo: en Oriente, el arte es presa de una imaginación que quiere interpretar el cosmos desconocido, inexplicado; así crean seres misteriosos, irreales, monstruosos, zoomórficos y antropomórficos; realidades fantásticas, que dan forma a dioses y hombres, y mezclan lo superior y lo inferior. En Occidente, la cultura griega ha llegado, tras su madurez filosófica, a la madurez estética y ha plasmado los cánones definitivos de la belleza, la proporción, la armonía de las formas, apoyada en la forma perfecta del cuerpo humano, lo que será clave para el arte universal por muchos siglos. Grecia impone una cumbre inigualable en la escultura y la arquitectura: los hombres y los dioses participan de la misma belleza exterior; en realidad, los dioses y sus mitos son proyección de la vida, las virtudes y los vicios de los mortales. El cristianismo descubre otro camino de belleza, derivado del puro concepto del
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Ser, Perfecto y Bello, y de una creación que es obra y reflejo del Ser Divino, y del hombre que adquiere su perfección en su unión con Dios. Por eso el ideal estético cristiano no será presentar las formas perfectas del hombre, sino descubrir, en lo posible, con elementos materiales, la belleza infinita de Dios, de lo santo y perfecto, encarnado plenamente en Cristo, imperfectamente en el ser humano, y en todas las criaturas. Esto dará nuevo impulso a las artes simbólicas, donde lo esencial será intentar la revelación del espíritu, de la nueva vida interior, del nuevo culto a Dios, y la esperanza de la victoria sobre el mal y la muerte. El hombre renacido del Espíritu Santo necesita crear nuevas formas de arte, coherentes con los misterios de la salvación. Si el arte precristiano responde a los sueños y mitos inventados por el hombre, en su búsqueda de la verdad, el arte cristiano soporta una carga mayor: expresar la verdad comunicada en la Palabra del Hijo, plena revelación de Dios al hombre, y revelación de la verdad y la belleza, inseparables. La materia del arte deberá someterse a una inmensa purificación, y adaptarse con humilde emoción, a “las formas de Dios”, y de sus misterios salvíficos. Esta tarea nunca estará acabada, e irá evolucionando a través del tiempo, según se avance en la penetración del secreto divino, y de la docilidad de la materia para expresarlo. Esto dará origen a los diversos estilos del arte cristiano. El arte paleo-cristiano Abarca aproximadamente los cinco primeros siglos; nace en la hora de las persecuciones, de la vida cristiana incomprendida y rechazada. Su monumento esencial será “las catacumbas”, galería subterránea, de muerte y de vida; además, algunas iglesias, templos o basílicas, inspirados en la arquitectura romana; y se construyen varios “baptisterios”, símbolo de Cristo, agua regeneradora, en la que morimos y nacemos; el bautismo es la iniciación misteriosa de ese nuevo camino. En las catacumbas encontramos los primeros pasos de la pintura y la escultura. Los sarcófagos y losas sepulcrales presentan las primeras figuras cristianas: visten al modo romano, Cristo aparece como el Buen Pastor, y una primera imagen de bulto redondo, es la bellísima estatua de Cristo buen pastor, con la oveja al hombro (siglo III), hoy en el Museo de Letrán. Encontramos escenas de la adoración de los magos (los tres magos llevan gorros frigios); se repite el tema del bautismo de Cristo; en Ravena, Cristo aparece desnudo, reflejo de la divinidad; Cristo maestro, Cristo con los Apóstoles, la Pasión, la Resurrección. Cristo, cordero místico, adorado por mártires. Más tarde aparece el Señor como emperador con su corte, acompañado de apóstoles, santos, tetramorfos. El precioso sarcófago llamado de Junio Basso (s. IV), es una verdadera catequesis: el sacrificio de Abrahán, la prisión de san Pedro, Cristo con Moisés y Elías, Jesús dominando a Coelus, dios pagano, san Pedro calentándose, Adán y Eva, entrada de Jesús en Jerusalén, Daniel entre los leones, Pedro hacia el martirio. La pintura presenta, primero, a Cristo, imberbe, sencillo, con vestido de trabajador; luego,
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por influjo oriental, lo representan con barba, vestido de noble túnica, sentado en el trono, rodeado de santos mártires. En el bautismo de Cristo, el Espíritu Santo preside la ceremonia, y aparece el genio del río Jordán, al modo mítico pagano. En los frescos de las catacumbas aparecen las primeras pinturas de María como Madre Virgen, y en inscripciones de los cementerios, se alude a la devoción por la Madre, la maternidad divina, antes que la declaración de Éfeso (431), y signos eucarísticos: panes, peces, cordero, uvas, mesa. Hay abundante decoración, floral, de animales, pavo real (inmortalidad), gallo (resurrección), pelícano (vida por la sangre de Cristo); estrellas y símbolos cristianos; guirnaldas, frisos. Este arte paleo-cristiano, dentro de su inexperiencia, ya ofrece ricas muestras del arte al servicio de la fe y el culto. Arte bizantino Es una impresionante exaltación de lo espiritual; aparece sobre todo en arquitectura y en pintura de iconos. Constantino traslada la corte de Roma a Bizancio, sede del encuentro entre Oriente y Occidente, norte y sur; allí confluyen resonancias de las vecinas culturas impregnadas de cristianismo joven. Estalla la creación abundante de iconos, de mosaicos grandiosos, impresionantes, en oro, plata, azules, rojos, representando escenas de la corte, de la liturgia, Cristo Señor... Antes ya hablamos más detenidamente de los iconos. La pintura mural, de adorno o de escenas, en ábsides y bóvedas; aparece la decoración árabeoriental. La arquitectura multiplica espléndidas iglesias de planta basilical (basílicas); Santa Sofía de Constantinopla, San Marcos de Venecia, San Vital de Ravena, la Catedral vieja de Atenas. Difunden la cúpula en bulbo, que será por siglos rasgo de templos orientales. El bizantino es afirmación del mundo espiritual, y de la belleza del cristianismo. La extensión rápida del cristianismo va despertando otros estilos de arte, según los entornos culturales: Arte copto, en el clima monofisita eutiquiano, enlaza con el arte heleno decadente y con estilos orientales. Arquitectura, con base rectangular, orientada hacia el Este, abundante ornamentación, tapicería, tejidos de seda, dibujos en forma geométrica, fitoformos, zooformos, y escenas del AT y NT. La invasión musulmana frenó y destruyó gran parte de arte copto cristiano. Arte irlandés En los países germánicos, celtas, cristianizados por los monjes irlandeses, surge, desde los monasterios, un estilo más bien sobrio, destacado por sus torres redondas, de techo cónico (las “clohach”), decoraciones de meandros, espirales, algunas figuras de animales o de plantas, y pocas escenas bíblicas; en los monasterios se copian los códices y se ilustran con miniaturas, que son enseñanzas catequéticas, y bíblicas; llegan a gran belleza de colores, dibujos y temas. Son notables, el Libro de Dorrow, el Evangeliario de Lindisfarne, el Libro de Kells. En la Europa de Carlomagno, y por impulso de este emperador, se origina el
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Estilo Carolingio. El Emperador se propone proteger y extender la Iglesia cristiana, y al mismo tiempo crear otro emporio cultural, émulo de Roma y de Bizancio. La coronación de Carlomagno, la Navidad del año 800 por el papa León III, como emperador de Occidente, sin contar con el Basileus de Constantinopla, aumentó la tensión Oriente-Occidente. Se construyen monasterios, templos, conventos; prototipo de este arte sería la Capilla Palatina de Aquisgrán o el Monasterio benedictino de Saint-Riquier; hay una mezcla de elementos latinos y rudeza y solidez del arte bárbaro. Las artes manuales, pintura, escultura, son frecuentemente imitaciones, y descubren la mano todavía ruda de artistas procedentes de los pueblos germánicos. El hieratismo de las figuras y los mosaicos recuerdan el arte copto y paleocristiano. Al sur de Europa, caído el Imperio Romano, se establecen los Reinos Visigodos, que originan el Estilo Visigodo, combinación de lo romano y bizantino, con influjos germánicos y musulmanes, y destacada aceptación del arco de herradura; su orfebrería es muy rica y vistosa. La invasión musulmana, desde el sur de España, además de propiciar el precioso estilo musulmán de los Califas, (mezquitas de Córdoba, Granada, Sevilla, la Alhambra granadina...), crea entre los reinos cristianos el Estilo mozárabe: arco de herradura, bóveda de cañón seguida, planta basilical o de cruz griega, gran riqueza decorativa: Así, san Miguel de Escalada (León), san Juan de Baños (Palencia), san Baudilio de Berlanga. Destaca el arte mozárabe en el trabajo de conservación y copiado de códices antiguos, ilustrados con preciosas miniaturas, trabajadas en los monasterios al Norte de España. El primer miniaturista sería el presbítero Beato, que ilustra preciosamente un Comentario al Apocalipsis, con deliciosos dibujos, de escenas fantásticas, símbolos cristianos, la victoria de Cristo. Por eso, los manuscritos copiados y adornados con miniaturas, se llamarán “Beatos”; se conserva un buen numero, al cuál más bello: dibujos ingenuos, de colores rojo, amarillo, verde, oro, plata, lapislázuli; escenas simbólicas de la Biblia, ángeles, demonios, dragones... El Beato de Morgan, ilustrado por Maio, el de Valcavado por Oreco, el de Gerona por Emeterio, la Biblia de Oña por Florencio. Estilo románico El estilo que mejor representa la Iglesia cristiana militante, en Europa, es el románico. Es el renacer de la Europa cristiano-romana, luego de las invasiones germánicas, y la cristianización de las nuevas naciones europeas; se crea en el campo, en torno a los monasterios: Cluny, Citeaux, Claraval; evoca una sociedad guerrera, en batallas constantes; representa la primera unidad de Europa, pautada por los templos y monasterios, centros de cultura y unidad; va a llenar los siglos XI, XII y XIII. La arquitectura románica representa la lucha, la solidez de la fe; una cultura en pie de guerra; sus iglesias y monasterios, de piedra, parecen castillos o fortalezas; arcos de medio punto sobre sólidas columnas, bóvedas de cañón,
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recios muros con pequeñas ventanas, torres cuadradas, como vigilantes. Prevalece la planta de cruz latina, que a veces se amplía con dos o cuatro naves laterales; amplio ábside que en muchos casos lleva un ambulatorio o girola, con capillas absidales, de gran efecto exterior; con frecuencia aparecen cimborios octogonales sobre el crucero. Los pórticos van ornamentados con preciosas archivoltas decoradas, unas veces con motivos geométricos, otras con temas figurativos; las columnas rematan con capiteles preciosos, y los tímpanos de la puerta principal se ornamentan con estupendos relieves y figuras y símbolos maravillosos, como el tímpano de la iglesia de Vézelay, y sobre todo, el insuperable Pórtico de la Gloria, en Santiago de Compostela. Con frecuencia, encima de la puerta principal aparecen vistosos rosetones, con vidrios de colores opacos. La escultura románica arranca ciertamente con los relieves de santo Domingo de Silos, de san Pedro el Viejo de Huesca, de san Vicente de Ávila. La primera rigidez de las figuras va dando paso a expresiones de elevada perfección y descubre su profundo sentido religioso, espiritual. Las iglesias son decoradas con una pintura color ocre y oro, que sirve de fondo y realza las pinturas murales, representando la figura de Cristo, los apóstoles, los evangelistas, los santos Padres, los mártires. Son figuras bidimensionales, de contrastado colorido, de impresionante misticismo; Jesús aparece de gran tamaño, forma hierática, ojos abiertos: el Pantocrator, el Señor. A veces lo ponen en brazos de María, pero sigue siendo Señor, el Niño Majestad. En la estructura jerárquica que supone el románico, la escultura, la pintura, no son independientes, sino funcionales, al servicio de la concepción del templo, que será como la forma visible de la Divinidad. No se valoran las formas anatómicas ni las proporciones clásicas; los rasgos resultan algo rígidos, pero de gran expresividad. El románico alcanza su plenitud en Alemania: Catedral de Espira, de Maguncia, Abadía de Laach, Catedrales de Worms, de Limburgo, de Bamberga. En el sur de Europa se inaugura el románico con templos tan logrados como la catedral vieja de Salamanca, San Vicente de Ávila, el Monasterio de Ripoll, Santo Domingo de Silos, San Pedro Viejo de Huesca, San Pablo del Campo, Barcelona, San Juan de la Peña, Aragón. Arte gótico El gótico es una de las creaciones más bellas del cristianismo; representa el triunfo del espíritu cristiano, la exaltación de la fe, la fuerza de la salvación, el comienzo del Reino de los cielos. Supone también la acabada cristianización de los pueblos bárbaros; la palabra “gótico” alude a godos o bárbaros. El gótico es la transparencia, la luz, la esbeltez de columnas, aristas, nervios, bóvedas, crestería de pináculos y arbotantes, preciosos vitrales, torres elevadas, aéreas, como encaje de piedra, el desafío de la gracia sobre la pesantez de la piedra y la
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gravedad de la materia. El gótico no brota de repente, sino que supone una verdadera evolución del románico, y pasos de transición, que quedan plasmados en preciosos monumentos, como Nôtre-Dame de París, el Monasterio de Veruela, Aragón. El movimiento gótico tiene su cuna en La Isla de Francia. Se logra una perfecta unidad del arte, al servicio de la fe: pintura, escultura, decoración, luz, color... forman un todo; las artes pierden la individualidad que tuvieron y que recuperan el Renacimiento; ahora se unifican para expresar un objetivo: un Dios, una fe, un bautismo, una victoria sobre el mal, un cielo que se anticipa en la gloria del gótico: es el lenguaje de la mística, de la Iglesia medieval, como Jerusalén triunfante. La Catedral gótica es respuesta de la Iglesia al deseo de lo bello, al hambre del saber, de la libertad; brota de las universidades, de la vida pujante de las ciudades, de la burguesía, que crecen frente al señor feudal. La Iglesia gótica era la obra de toda la sociedad aunada en la profesión y gozo de la fe. Representa la segunda unidad de Europa con base en el pontificado (Inocencio III), y en la Iglesia educadora de los pueblos. Se desarrolló en los siglos XV y XVI. Nos quedan abundantes y ricas muestras de templos góticos, imposible citar todos: Catedrales de Burgos, Toledo, Sevilla, León, Chartres, Colonia, Estrasburgo, Reims, York, Westminster, Milán, o el Monasterio de Batalha, en Portugal, rica muestra de gótico manuelino.... Entre los edificios civiles del gótico se destaca el Palacio de los Dux de Venecia. La Iglesia gótica, de planta basilical romana: tres naves, a veces cinco (Catedral de Toledo), arcos formeros forman los tramos de las naves, girola y amplio coro; casi no hay muros, sustituidos por grandes ventanales, de tracería de piedra y ricos vitrales; los pilares esbeltos, llevan adosadas finas columnas que llegan hasta el capitel, de donde surge una palmera de nervios, los que sostienen las atrevidas bóvedas, a veces reticuladas. Al exterior la iglesia gótica revela un gran esplendor: preciosos pórticos con rica imaginería, y grandiosos rosetones; torres inmensas, atrevida exaltación de la piedra; contrafuertes (o botareles), que corresponden a los pilares, arbotantes que recogen la presión lateral, con pináculos o agujas que refuerzan la presión vertical. Las aguas de cubiertas se lanzan, lejos de los muros, por caprichosas gárgolas, en figuras monstruosas y dinámicas. Las esculturas ofrecen la imagen del mundo del espíritu (Reims). Es frecuente la figura de Jesús niño, jugando con una flor, una fruta, un pajarito, y la Madre mirando complacida. Jesús salvador y vencedor del mal –demonios–, como el precioso tímpano de la iglesia de Sainte-Foy. El gótico tiene una pasión por la Virgen María, y le ha dedicado muchas catedrales. Las guerras y las pestes sobre Europa inclinan a esculturas de Cristo crucificado, con tres clavos (el románico ponía cuatro); se acentúa el interés por Cristo-Palabra; la predicación y el púlpito redoblan su importancia. Además de los pórticos, se multiplica la escultura de
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relieve, en inmensos retablos que presiden las catedrales: como el de La Seo de Zaragoza, el de Cubells, Barcelona. También cobra interés la escultura funeraria, de grandes mausoleos, como el de Isabel de Portugal en Miraflores, obra de Gil de Siloé. En pintura, el gótico da pocas opciones para la pintura mural por la casi desaparición de los muros; en cambio se difunde la pintura de caballete, en tablas o lienzos, y estilo de influencia italiana: cuidan especialmente la perspectiva, la luz, la composición, el paisaje, la naturaleza; hay un claro interés por lo humano, el ciudadano, la burguesía creciente en los municipios, y de declive del feudalismo: pinta rostros serenos, vestidos muy cuidados, Cristo aparece de tamaño como todos, multiplican escenas familiares, sagrada familia, taller de Nazaret, Jesús con los apóstoles; cunde la imagen de la Dolorosa, sufriente como los mortales. Hay un espléndido catálogo de esos pintores del gótico: Cimabúe, Giotto, Van Eyck, Van Der Weyden, Holbein, Berruguete, Huguet, Serra, Bermejo, Pedro Díaz, Jacomet... En el siglo XVI comienza la decadencia del gótico: se rompen las proporciones y unidad, los detalles empequeñecen las masas en su ascensión aérea, se recarga la decoración, se pierde el mensaje espiritual; así la Iglesia de Deux, de SaintRegnier. Arte ruso Mientras en la Europa occidental, latina, se desarrollan esos estilos cristianos, en la Europa oriental, eslava, se extiende el estilo bizantino. Fue Bizancio la evangelizadora y culturizadora de los grandes pueblos eslavos. Y mientras Bizancio perdía hegemonía, acosada por los turcos y árabes, que nunca se cristianizaron, aumentaba el poder y hegemonía de Rusia, cristianizada desde el siglo X, y el Patriarcado de Rusia se presentaba como foco de fe, de cultura cristiana y de arte. El rico y espiritual arte ruso, además de los fuertes influjos bizantinos, revela la huella del arte oriental y de muchos elementos nórdicos, y hasta influencias islámicas: la arquitectura crea obras como las iglesias de San Basilio, y de Santa Sofía, en Kief, San Jorge de Norgorod, la Asunción de Moscú: siguen la tradición de Constantinopla, repiten las vistosas cúpulas en bulbo puntiagudo, construyen magníficos monasterios, centros de evangelización y cultura eslava: el de la Santísima Trinidad de Murom, el famoso de Kievopechenk. Cultivan exquisitamente la pintura mural y siguen la tradición de los iconos, que conservarán la espiritualidad del pueblo. Es escasa su escultura y relieves. Este arte ruso acepta lejanas influencias del gótico, renacimiento y barroco, pero sin abrirse plenamente a esos estilos occidentales, ni cambiar sus tradiciones orientales. En tiempos modernos, la persecución comunista arruina muchas de esas obras, frena la producción de arte religioso, persigue las creencias y la vida cristiana: se
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impone una educación atea, y las mismas expresiones artísticas religiosas son prohibidas. Muchos templos y monasterios quedan arruinados; otros se convierten en museos, lo que permite la salvación de innumerables tesoros de arte religioso, como la preciosa Santísima Trinidad, icono de Rubiev. Pero el pueblo, ocultamente conserva y venera sus imágenes y mantiene su culto escondido, que renace vigoroso, con la caída del régimen comunista; y la espléndida liturgia ortodoxa, sin las renovaciones de la liturgia occidental postconciliar, despliega de nuevo su fuerza sagrada, profundamente espiritual. Este resurgir del culto oriental, de su teología y vida eclesial hipotecadas y manipuladas durante la sumisión al comunismo, vuelve a plantear las tensiones con la Iglesia romana; aunque ahora con pasos de diálogo, de apoyo mutuo, de acercamiento para la conservación de la fe y cultura cristiana, luego de la dolorosa prueba, y la crisis de espiritualidad mundial. Arte renacentista Mientras el gótico llega a su cumbre, en el siglo XIII, ya se prepara en Italia el nuevo estilo cristiano: el Renacimiento, es decir, el reencuentro con los valores del Imperio Romano y del arte clásico griego, que nunca había olvidado Roma. La Iglesia, los príncipes, los municipios, las Universidades, las Órdenes Religiosas, acogen y fomentan el nuevo estilo, que iba a recuperar, para la expresión de la fe, las formas artísticas de Grecia y Roma. El Renacimiento se convierte en portavoz de todas las aspiraciones del espíritu moderno, incluso de la crítica, e independencia de la tutela de la Iglesia. Esta corriente parte de humanismo, amplio movimiento del espíritu, en busca de los valores humanos olvidados, la libertad, la perfección de las formas, la pedagogía, la política, las ciencias, y naturalmente, las artes, puestas ahora al servicio del hombre y la naturaleza. El nuevo sistema de imprimir, comenzado por Gutemberg (1436), en Maguncia, será un precioso aliado de esos ideales. Las bellas artes, –arquitectura, escultura, pintura–, iluminadas por las reglas clásicas, van a producir obras cimeras del arte cristiano. Los siglos XV (Cuattrocento) y XVI (Cinquecento) son la edad de oro del Renacimiento en Italia. De allí se extenderá por toda Europa. Las primeras obras renacentistas brotan en Florencia, por 1420: la cúpula de la Catedral y el Palacio Pitti, de Bruneleschi. Con el papa Julio II, el eje del Renacimiento pasa a Roma, donde trabaja, al servicio de la Iglesia, Bramante: nuevo diseño de la basílica de San Pedro. Nicolás V manda derribar la vieja basílica constantiniana y comienza el nuevo grandioso templo, con Rafael Sanzio, Andrés San Gallo, Miguel Ángel y luego Bernini. Sansovino levanta la Biblioteca de San Marcos, Venecia; Vignola crea la Iglesia “Il Gesú”, Roma, modelo del templo renacentista, que los Jesuitas llevarán por todo el mundo. Esta arquitectura se inspira en los estudios de Vitrubio Polión, arquitecto del emperador Augusto: líneas serias, planta de cruz latina, con gran crucero, y
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ábside; bóvedas de crucería, o cubiertas planas, de “espejo” o artesonadas, decoradas. Reaparecen las grandes arcadas de Roma. Vuelven las columnas y capiteles clásicos, sobre todo de orden corintio, con fustes labrados y floreados, como candeleros de orfebrería. Fachadas de piedra o recubiertas de placas de mármol; estructura y ornamentación romanas: robustas impostas dividen los varios cuerpos, y se coronan con cornisas de gran vuelo; puertas y ventanas con seriedad simétrica, y arcos de medio punto. Los frisos, tímpanos, enjutas, y hasta pilastras y fustes van ornamentados con temas vegetales, estilizados: hojas de acanto, vides, laurel, hiedra, o figuras simbólicas que no olvidan lo medieval. En las cornisas aparecen ricas balaustradas. En el pleno Renacimiento predomina la planta central bizantina, que se combina con la gran nave y crucero coronado con un tambor y espléndida cúpula. Los templos greco-romanos eran pequeños albergues de la divinidad, aunque enriquecidos por patios, peristilos y columnatas. El templo renacentista ha de ser amplia casa del pueblo, de los fieles, asamblea de Dios. Y es así imagen de la “Ecclesia”, y de su cabeza, invisible, Cristo, y visible, el papa. Tal simbolismo alcanza su cumbre en la Basílica de San Pedro. Las obras civiles del Renacimiento también son egregias: Villa Médicis y Palacio Farnesio en Roma. En España es abundante la arquitectura renacentista, sobre todo en sus estilos plateresco, herreriano, churrigueresco: San Esteban de Salamanca, Santa Engracia de Zaragoza, Capilla del Condestable en Burgos, Real Capilla de Granada, Monasterio de San Marcos de León... Abundan también las construcciones civiles, espléndidas, como el Hospital de Santa Cruz de Toledo, Universidad de Salamanca, Colegio de Santa Cruz de Valladolid, Palacio de Monterrey de Salamanca, Palacio de Carlos V de Granada, Alcázar de Toledo, y sobre todo, el Monasterio de El Escorial, comenzado por Juan Bta., de Toledo y terminado grandiosamente por Juan Herrera, prototipo de estilo herreriano, que se repite en la Lonja de Sevilla, parte del Palacio de Aranjuez y de la Casa Real de El Pardo. A Hispanoamérica llega también ese estilo reinante: se introduce la columna abalaustrada, en Tunja, Cuzco, Quito; las fachadas de La Porciúncula de Huejotzingo, México, Catedral de Patzcua, México. La escultura reencuentra los cánones de la perfecta escultura griega, de Policleto, Mirón, Praxiteles; se repiten elementos mitológicos y alegóricos del clasicismo; y se inspiran en la Columna de Trajano y el Arco de Constantino, y en los sarcófagos y aras de Roma. Tiene dos épocas: el XV, en busca de la naturaleza y la anatomía corporal, y el XVI, más realista, razonado y clásico, en busca de la belleza perfecta. Se toma del clasicismo la forma y la medida, pero con un espíritu nuevo, humanista y místico; abunda la escultura civil, pero lleva la primacía la obra religiosa; cultivan muchos la estatua de bulto redondo y primorosos relieves. Ghiberti comienza con el Baptisterio de Florencia; siguen, Donatello, delicado e
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inquieto, De la Robbia, De la Quercia, que inspira a Miguel Ángel, Sansovino, noble y clásico, y sobre todos, Miguel Ángel genio del Renacimiento: La Pietá, Moisés, David, Cristo muerto... Francia sigue los modelos italianos con menos perfección: Alemania cultiva más bien una escultura de relieve, de adorno, decorativa: cariátides, medallones, figuras en hornacinas, puertas, fuentes, y grandes monumentos funerarios. Pero es España el gran taller de la escultura renacentista: Fancelli, Sepulcro de los Reyes Católicos de Granada; Bartolomé Ordóñez, Sepulcro de Juana la Loca y Felipe el Hermoso, y del Card. Cisneros, relieves de la Catedral de Barcelona; A. Berruguete, Retablo de San Benito, Valladolid, coro de la Catedral de Toledo. Juan de Juni, Retablo de la Antigua, el Santo Entierro de Valladolid, Damián Forment, Retablo de El Pilar y de San Pablo de Zaragoza, de la Catedral de Huesca. La pintura del Renacimiento no debe mucho al mundo clásico, donde se cultivó modestamente. Surge del inmenso y rico movimiento humanista, de la revalorización del hombre y la naturaleza, el gusto por la investigación y la libertad: pero toma del clasicismo la perfección y la belleza de las formas. El pintor busca la belleza corporal, el esplendor de la naturaleza, la perfección de la composición y la perspectiva, la luz y el color, creando espacios pictóricos reales; su temática es preferentemente religiosa, sin que falte en retrato, el paisaje y hasta temas mitológicos. El paso de la pintura medieval a la renacentista lo ofrece Fray Angélico, que ya independiza y personaliza sus figuras, y les da vida y profundidad. Luego vendrán, Filippo Lippi, Boticelli, Perugino, Corregio, Leonardo da Vinci (La Cena), Rafael Sanzio (Las Estancias del Vaticano), la preciosa Madona del Gran Duque, la Sagrada Familia; y sobre todos, Miguel Ángel Buonarroti: su pintura nos ofrece cuerpos hercúleos perfectos y llenos de alma, su gran museo es la pintura mural de la Capilla Sixtina, que es una Biblia visual. Estos pintores multiplican la figura de María, la Madonna, bella, ricamente ataviada; se repiten escenas del Evangelio: bodas de Caná, banquete de Leví, del fariseo, Jesús y el centurión, la Última Cena, Cristo crucificado y Cristo muerto, Cristo en brazos de la Dolorosa; santos con perfecta anatomía: san Juan Bautista, san Sebastián. En la opulenta Venecia surge una escuela de rico colorido y suntuosa escenificación, con Bellini, Giorgione, Ticiano, Presentación de María en el templo, Sepultura de Cristo, retrato de Paulo III; Tintoretto, El lavatorio. Por toda Europa aparecen grandes talleres y maestros: en Alemania, Durero y Holbein; en Países Bajos, Massys, Van Leyden. Pero España cuenta con los más importantes maestros: Juan de Juanes, la Inmaculada de Valencia, Morales el Divino, Sánchez Coello y Pantoja de la Cruz, retratistas, Navarrete, y sobre todos, El Greco, Doménico Theotokópulos, de Creta, educado en Venecia, y establecido en Toledo: es el más genial catequista de la fe, en cuadros: todo el Evangelio
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está en sus óleos extraordinarios, llenos de movimiento, color, libertad creativa y exaltación espiritual, que lo hacen el precursor del barroco: La Trinidad, toda la cristología, desde la encarnación, nacimiento, bautismo, expolio, crucifixión, resurrección, ascensión; toda la mariología: anunciación, Belén, los magos, Madre e Hijo, Dolorosa, Asunción, coronación...; y una eclesiología, con Pentecostés, los Doce apóstoles, uno por uno, los Evangelistas, los santos: san Mauricio, san Sebastián, san Jerónimo, santo Domingo, san Francisco de Asís, la Verónica, santa Tecla, santa Inés... No hay pintor cristiano más genial y completo. Nunca el cristianismo había producido un arte tan rico y perfecto; la belleza del clasicismo se puso al servicio del dogma cristiano. El Barroco No pocos artistas del Renacimiento pugnan por evadirse de la serenidad y precisión de los cánones clásicos, como Miguel Ángel, como El Greco, comenzando el movimiento barroco. Otra corriente socio-religiosa va a reforzar rápidamente tales tendencias, y se crea otro estilo que brota de la Iglesia, para oponerse al impacto de la Reforma Protestante nacida en Alemania, –nunca totalmente romanizada– que traía otra frenada concepción del cristianismo, opuesta al dogma y al culto romano; para los protestantes desaparece el mundo sacramental, el sacerdocio, el templo como lugar de los misterios sagrados, y más su ornamentación, sus pinturas y esculturas, y presentan un culto intimista espiritualizado, bíblico, con rechazo de toda forma de simbolismo y de encarnación del misterio cristiano. A esta frialdad litúrgica y espiritual la Iglesia no sólo responde con sus decretos y concilios, con la predicación popular y vibrante, sino que acentúa la expresión plástica de la fe, con un estilo artístico religioso: el Barroco, que representa la encarnación, la religión de Cristo, Hombre-Dios, el gozo de los sacramentos, signos sensibles y simbólicos, la gloria de la fe, de la Iglesia en la exultante creación de sus templos radiantes, en la incontenible profusión de su decoración en movimiento espectacular, casi teatral. El clásico era un estilo lineal, superficial, rígido; el barroco es pintoresco, profundo, incontenible. D. K. Hartmann presenta así la impresión del templo barroco: “Las líneas del arquitrabe se cortan y rompen en las hornacinas y huecos de las ventanas. Las impostas y arquitrabes se curvan y rompen por completo y las masas arquitectónicas adquieren un movimiento pintoresco. En las portadas, las columnas y pilares se abultan hacia el exterior y con frecuencia, los entablamentos y frontones que están sobre ellos, se rompen en el centro, para colocar las estatuas de los santos. En las hornacinas, frontones y cornisas, abundan extraordinariamente las figuras escultóricas con flotantes trajes; los ángeles mofletudos que revolotean entre masas de nubes, los soles nimbados. La pomposa decoración de los interiores excede sin embargo, a la magnificencia exterior, porque en ellos despliega todas sus galas el estilo de decoración monumental. En las pilastras de los muros interiores con varios entablamentos
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continuos y coronados de espléndidos capiteles jónicos, corintios y compuestos, apea una poderosa cornisa de gran vuelo, y sobre ella se tiende la cubierta... En el crucero se alza potente cúpula central sobre pechinas, cuya magnificencia y brillante ornamentación es el centro y punto culminante de la decoración interior... Todo el interior con las brillantes pinturas al fresco, los nimbos luminosos, las nubes sobre los altares y el colorido fascinador producido por la aplicación de mármoles de distintos colores y de estuco cubierto de dorados ornatos, dan la sensación de grandiosa y solemne magnificencia...”. El barroco crea un espacio vivo, es un bosque desbordado, dentro de su profusa ornamentación algo teatral, realiza una perfecta unidad interior: todo se dirige a Cristo, todo simboliza la Iglesia única, frente a la disgregación de las Iglesias protestantes; el centro es el altar y el púlpito: Cristo pan y palabra. Es innegable que la Compañía de Jesús fue portadora de esa Contra-Reforma, tanto en las sesiones de Trento, y la predicación popular, como en el pensamiento y en el arte. Italia y España son los focos desde donde se expande por Europa y América el estilo barroco, que quiere aunar las actitudes culturales y artísticas, al servicio de la fe romana. El movimiento comienza por la misma arquitectura, que tiene su prototipo en las dos Iglesias de los Jesuitas, de Roma: “Il Gesú”, comenzado por Vignola y terminado por Giácomo de la Porta, y “San Ignacio,” de Orazio Grassi y Andrea Pozzo, de suntuosa ornamentación, retablos preciosos y pintura mural de impresionante perspectiva. Rápidamente la Compañía de Jesús difundirá el barroco por todas partes, y con entusiasta acogida universal. En la misma Roma, la Basílica de San Pedro es reformada según el nuevo estilo, con Miguel Ángel, Giácomo de la Porta, Maderna y luego Bernini. En Roma misma aparecen modelos de iglesia barroca, en San Carlos Borromeo, Santa Inés. Francia acoge el barroco y lo hace estilo oficial de la corona francesa, con los Luises XIV, XV y XVI, el Palacio de Versalles, la Capilla de La Sorbona, el conjunto de “Los Inválidos”, de París, son su muestra mejor. España se identifica con el nuevo estilo, y deja monumentos como la fachada del Obradoiro de Santiago de Compostela, y el Transparente de la Catedral de Toledo, la bella Capilla de Nuestra Señora de El Pilar, Zaragoza, la capilla del Colegio de Jesuitas de Salamanca, las Recoletas de Alcalá de Henares, San Isidoro de Madrid, San Juan Bautista de Toledo, Catedral de Granada, Santos Juanes de Valencia, el Panteón de los Reyes en El Escorial... La arquitectura civil cuenta con obras magníficas: Palacio Marqués de Dos Aguas, Valencia, Hospicio de Madrid, Ayuntamiento de Salamanca, Universidad de Valladolid; Palacio de San Telmo en Sevilla... El barroco se desarrolla principalmente en la decoración de interiores y su ornamentación de escultura y pintura. La escultura corresponde a la vitalidad y teatralidad de la arquitectura y se relaciona estrechamente con ella: movimientos audaces, a veces teatrales, apasionados, recia musculatura masculina y líneas
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blandas casi sensuales femeninas, gestos vivos, caprichosos y hasta ampulosos, realismo en los paños y vestimentas, grupos dinámicos, abundante presencia de niños o genios clásicos, llenos de gracia, y todo descubriendo una intensa vida interior, y una santidad misteriosa en los personajes místicos; “La transverberación de Santa Teresa”, de Bernini, en Santa María della Vittoria, Roma, es signo supremo de esa escultura. En España, Hernández y sus Cristo yacentes de Valladolid, Martínez Montañés: retablos de San Isidoro del Campo, Santa Clara, San Leandro de Sevilla; Alonso Cano, retablo de Santa Paula, Sevilla, y las preciosas Vírgenes de Granada; Pedro de Mena, místico y patético en las Dolorosas, los Ecce-homo, San Francisco de Asís de Toledo; y los populares Pasos de Semana Santa: escultura que evoca la lucha y la conversión; una teología de la redención, hecha imagen plástica. La pintura se presenta con rasgos netamente barrocos, como la escultura, con múltiples manifestaciones, según países y escuelas; descubre cierta presencia popular y como democrática, gusto por lo llamativo, atractivo, escenificado, y un marcado interés por la naturaleza, y variados temas religiosos. En Italia encontramos a Guido Reni: la cabeza de Cristo coronado de espinas, Domenichino, el viático de San Jerónimo; Amerighi llamado Caravaggio: San Mateo y el Ángel, Crucifixión de san Pedro, Virgen del Rosario. Vuelve la pintura mural de grandes conjuntos, como la bóveda grandiosa pintada en el techo plano del San Ignacio de Roma, por Andrea Pozzo, prodigio de perspectiva. El centro de la pintura barroca está en España, que vive su Siglo de Oro, literario y artístico, y sus grandes pintores forman la cumbre de la pintura religiosa: Velázquez: fidelidad a la naturaleza, carácter en sus figuras, sentido humano y hasta popular, presencia de mitos clásicos, escenas de familia...; colores y escenas maravillosamente concebidas: Las Meninas, Las lanzas, (o Rendición de Breda), La fragua de Vulcano, La fiesta de Baco, y sobre todo, Cristo Crucificado, Adoración de los Magos, Emaús, Jesús en casa de Marta, La coronación de la Virgen; Murillo es pintor celeste, de visiones angélicas, de las Inmaculadas, la Sagrada Familia, La Virgen de san Ildefonso, los niños y los ángeles, Ribera, el Españoleto: El sueño de Jacob, La Cena; Zurbarán, pintor grave, noble, de monjes y santos, El lavatorio en la Cena y la Misa del Padre Cabañuelas. En los Países Bajos, unidos a España, también surgen geniales pintores re-ligiosos: Rubens, que repone muchos temas míticos, de diosas y mujeres exuberantes, pero también sus vibrantes cuadros religiosos: Nacimiento, Magos, Matanza de inocentes, Sagrada Familia, Cristo y los pecadores, el Crucificado, el Descendimiento de la Cruz, la preciosa composición de María y el Niño orlados de flores, El juicio final. En Holanda, Rembradt, con La vuelta del hijo pródigo, La mujer adúltera, El descendimiento de la cruz, El entierro de Cristo. Los temas más repetidos serán los que responden a la postura protestante:
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Cristo hombre, la Virgen, la Cena, la Comunión, los sacramentos de la Iglesia. Arte católico hispanoamericano La influencia religiosa y cultural de España en América se tradujo, necesariamente, en una preciosa floración de arte, de gran calidad y espiritualidad, no inferior a sus lejanas inspiradoras, España e Italia. En los siglos XVI a XVIII se produce un gran movimiento llamado impropiamente, “Arte colonial”, (ya que América no fue nunca, para España una “colonia”, sino verdaderas regiones ultramarinas del Imperio español, Virreinatos o Reales Audiencias). Los centros principales de ese arte fueron, México, Lima y Quito; pero también se produjo en Paraguay, Argentina, Chile, Bolivia. Ese esplendor artístico americano coincide con los grandes estilos del Renacimiento, plateresco, barroco, de España, que quedan marcados profundamente en América española. Un factor original se añade a esos estratos europeo-católicos: el alma del indígena y del mestizo, prodigiosamente dotados para el arte de la pintura, escultura, música, hábiles maestros constructores, que saben aportar la presencia riquísima de su exuberante naturaleza y de su espíritu alegre, vivo, religioso, en sus grandes devociones: Cristo crucificado, la Santísima Trinidad, la Virgen, el Niño Jesús, el Belén, el Calvario, la Eucaristía, los Santos... El más rico y notable centro del arte americano, por la cantidad y calidad de sus obras será Quito. Allí está el eje espiritual y estético de ese movimiento cultural-religioso: Quito, pequeña ciudad de los antiguos Caras, Quitus, y luego los Incas: refundada por los españoles en 1534, se llama “Ciudad antesala del cielo”, “Ciudad-convento”; en su reducido recinto, –que hoy se llama “el casco antiguo o colonial”– surgen innumerables e incomparables monumentos religiosos, iglesias, capillas, monasterios, tan preciosos como La Catedral, El Sagrario, San Francisco y Cantuña, La Compañía, La Merced, San Agustín, Santo Domingo, La Concepción, Santa Clara, Santa Catalina, los dos Carmelos, “alto” y “bajo”... Muchos de ellos son magníficos claustros penetrados de místico recogimiento, y armonía, como en San Francisco, La Merced, San Agustín, Santo Domingo; con fachadas renacentistas o barrocas, como san Francisco, La Catedral y sobre todo La Compañía, con su soberbio pórtico de piedra, cumbre del barroco americano. Los templos y conventos están magníficamente decorados con elementos renacentistas, barrocos, platerescos, y mudéjares, ornados con pan de oro; encierran tesoros de esculturas talladas en madera y policromadas o doradas, cuadros al óleo con ricos marcos dorados, pinturas murales en cúpulas y muros... La escultura tiene maestros y talleres de asombrosa perfección; su temática es casi totalmente religiosa; cultivan con esmero la anatomía humana, como los mejores italianos. Entre los más destacados encontramos: José Olmos, “Pampite”: Cristo sangrante, de exquisita perfección anatómica. Padre Carlos: san Pedro de Alcántara, san Francisco de Paula, Cristo azotado en la columna. Los
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mayores maestros y talleres: Bernardo Legarda, creador de la Virgen alada, del Apocalipsis, (Virgen de Quito), con su movimiento ondulante y gracioso, y bella policromía, miles de veces reproducida, santa Rosa de Lima, Ecce Homo, La Asunción, retablo de Hospital de San Juan. El otro maestro es Manuel Chili, “Caspicara”, y su escuela-taller que siguió produciendo obras perfectas como La Dolorosa, la Virgen del Carmen, San José, el Crucificado, retablo de San Pedro, Papa, el Calvario, el precioso conjunto llamado Santa Sábana, Cristo muerto en brazos de María, con Magdalena y San Juan, Cristo resucitado... Y salen de esos talleres, y de las manos de indígenas o mestizos, infinidad de Crucifijos, Vírgenes, Santos, del Niño Jesús, de Belenes, y retablos maravillosos, como el Retablo mayor y los de san Ignacio y san Francisco Javier en La Compañía. La pintura no es inferior, y llena las iglesias, monasterios, conventos y aun casas particulares; lleva clara influencia de las escuelas españolas e italianas. Destacan, Miguel de Santiago: Cristo azotado, Cristo ante Pilato, Cristo con la cruz a cuestas, El crucificado, el Descendimiento, el gran lienzo de la Dormición de María en la Catedral, doce cuadros sobre la vida de san Agustín, varios lienzos sobre los artículos del Credo. Manuel de Samaniego, otro creador de cuadros religiosos: La Santísima Trinidad con la Inmaculada y la Custodia, Inmaculada de los ángeles, la Divina Pastora, la Presentación de María, la Virgen de la Merced, la Virgen de la leche, el Tránsito de María, cuadros alegóricos de virtudes y vicios. Nicolás Javier Goribar, autor de los magníficos 16 profetas, de La Compañía, los Reyes de Judá, en Santo Domingo, el retablo de El Pilar en Guápulo. Hernando de la Cruz, pinta el retrato de Santa Mariana de Jesús, San Ignacio sacerdote, 30 cuadros de la vida de san Francisco Javier, (ahora en La Merced). Esta maestría continuará después con otros artistas aunque ya no llegue a la perfección de estas escuelas quiteñas, del siglo de oro: en escultura Gaspar Zangurima, Francisco Tipán, Francisco Carrillo, Juan Bta. Menacho, Gregorio Silvestre, Tomás Hernández. En pintura encontramos Pedro Mena, Antonio Salas, Bernardo Rodríguez, Luis Cadena, Rafael Salas, Antonio Salgueró, Joaquín Pinto, Rafael Troya, Jean de Moranville, Juan Manosalvas... Y después, ya en arte moderno, el místico Víctor Mideros, y en un cubismo realista y trágico, el universalmente reconocido, Guayasamín, del que hablaremos después, tratando en arte moderno. Este rico arte religioso hispanoamericano es un incontestable signo de la hondura de la fe, del conocimiento de la teología y los dogmas católicos, de la emotiva devoción del pueblo; y es al mismo tiempo el mejor exponente de la cultura de esas naciones; sin el arte religioso, no sería posible escribir la historia de América hispánica. 5.2. Arte sacro moderno Como hemos constatado, los estilos y corrientes artísticas están siempre en
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movimiento: surgen respondiendo a una situación religioso-cultural, llegan a su apogeo, y declinan; entonces se buscan nuevas formas de expresión. El barroco se agotó por su misma exuberancia y teatralidad, y comenzó una búsqueda que aflorará en el arte moderno. Las ideas del siglo XVIII, la Enciclopedia, la Ilustración, el racionalismo, el laicismo... llevarán, en los siglos XIX y XX, a la creciente descristianización y secularización de la vida y la cultura, con un descenso de la fe y de la vida cristiana, como orientadora de la sociedad. Se reacciona, recordando las glorias del Renacimiento. Y brota el Neoclásico, que si no consigue gran difusión y estabilidad, crea una serie de obras que responden a ese vacío espiritual: los templos buscan reponer la grandiosidad de los lugares sagrados, y las artes plásticas defienden, inculcan, la piedad y devoción: Sagrado Corazón, Cristo Rey, la Virgen y su Inmaculado Corazón, el Rosario, la Dolorosa; y se crean muchas dulces imágenes y estampas de poca calidad artística. Pero se logran algunas magníficas construcciones: la obra más representativa será la Basílica del SacréCoeur de Montmârtre, El Panteón (Santa Genoveva), La Magdalena, y en lo civil, el Arco de Triunfo, y la Columna Vendome, en París. Y en Berlín, la Puerta de Brandemburgo; el Capitolio de Washington, San Pantaleón en Roma, La Magdalena en Venecia, la Cetedral de Kozan, y L´Ermitage en Rusia. En España, las Salesas Reales, San Francisco el Grande, la Catedral de Murcia, y en la arquitectura civil, el Palacio Real, la Puerta de Alcalá. En escultura hay poca producción religiosa de valor, aunque sí hay logros civiles, como Rodín: El beso, el Pensador, Thorwaldsen, estricto seguidor de ideas clásicas, en su Ganimedes; el mejor, Antonio Cánova, italiano, y paganizante, con sus obras clásicas, muy perfectas: Dedálo e Icaro, Teseo y Minotauro, Las Tres Gracias, Amor y Psique, la Venus Borghese; en lo religioso, le confían los sepulcros de los papas, Clemente XIII, XIV y Alejandro VII. Se pueden citar los españoles, Felipe de Castro, Francisco Gutiérrez, Luis Salvador, Manuel Álvarez... En pintura, se realizan grandes cuadros históricos, de corte clásico, como A. Meengs, Asmus Carsterns, gran devoto de la antigüedad, David, representante de las ideas de la revolución; su gran obra, La coronación de Napoleón. En España surge un colosal pintor, independiente, personal,. inimitable, antecesor de la pintura realista y surrealista: Francisco de Goya; su inicial clasicismo se supera con sus originales pinturas, cartones, grabados, donde se encuentran junto con cuadros de género, creaciones trágicas, tenebrosas, sarcásticas y crueles, que señalan los vicios y conflictos de la época. Su obra profana es abundantísima: Las lavanderas, El pelele, El cacharrero, La vendimia, Plaza de Toros; temas terroríficos: El coloso del miedo, Aquelarre, o los fusilamientos; pinta con irónico realismo la familia real de Carlos IV. En lo religioso: la Inquisición, Agonía de Cristo, el precioso Cristo crucificado, la Reina de los mártires, Viático de San José de Calasanz, los frescos en San Antonio de Florida... Creador fuera de serie, ya surrealista, impresionista.
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El Neo-romántico Este frío clasicismo repuesto lleva pronto a una reacción hacia el gótico y romántico, que ha legado obras importantes, como el Parlamento de Londres, de CH. Barry, y sobre todo la impresionante obra de Antonio Gaudí, español, el templo de la Sagrada Familia, en Barcelona, obra genial, mezcla de gótico y moderno, de atrevida creación, en su estructura desafiante de la gravedad, y su portentoso decorado; decía su autor que quería hacer un monumento a Dios. En pintura podemos citar a Dante-Gabriel Rosetti: La Anunciación, a Delacroix: Hamlet y Horacio, y los españoles Fortuny, Rosales. El modernismo en el arte sagrado Se había ya preparado el nuevo estilo de arte moderno, totalmente distinto de las pasadas tradiciones, que respondiera a los nuevos cauces del hombre y la cultura, la técnica, la total libertad de expresión. Esto llevará, sin duda a una batalla entre la supervivencia de lo pasado, estilos que educaron la conciencia religiosa del ayer, y que cuentan con devotos defensores, y las nuevas expresiones artísticas que para muchos suenan a profanidad, paganía, incapacidad de simbolizar lo religioso, y hasta blasfemia. La lucha no ha terminado, pero se van apaciguando los enfrentamientos, y muchas obras modernas consiguen una aceptación cada vez más amplia, y la conformidad de la Iglesia. Aunque algunos hombres de Iglesia, y grupos de fieles se han opuesto y han condenado esos nuevos estilos de arte religioso, tachándolos de protestantes, desacralizadores, secularistas. La Iglesia siempre aceptó las varias expresiones artísticas, al servicio de la fe y el culto; nunca se vinculó a un estilo y a una cultura, y fue aceptando generalmente los nuevos estilos artísticos. Ahora tampoco rechaza las nuevas corrientes, aunque señala los principios básicos para el nuevo arte sagrado: capacidad de expresar con respeto los valores, dogmas, objetivos de los signos religiosos: la epifanía de Dios, la evocación de lo espiritual, la creación de un clima para la manifestación de la fe y el culto, la enseñanza de las verdades y los hechos del cristianismo. Por eso pide a los artistas conocimiento del cristianismo, sus dogmas de fe, su historia espiritual y expresiva. Por lo mismo, también pide a los fieles y pastores saber interpretar los nuevos lenguajes, los signos simbólicos, las metáforas de lo moderno. Algunas corrientes del arte moderno, desde luego, dificílmente serán aptas para estos objetivos. Arquitectura Es la que primero despega y con notable éxito: las nuevas técnicas de la construcción, los nuevos materiales –hierro, acero, cemento armado, hormigón, aluminio, vidrios, materiales sintéticos..–, permiten nuevos proyectos para el templo. La Torre Eiffel, de París, obra moderna de arquitectura e ingeniería – aunque primero fue duramente criticada en el mismo París–, será el pregón de las nuevas técnicas. Con las nuevas formas y nuevos materiales, la arquitectura
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ofrece otros originales tipos de construcción religiosa, que podrá tener en cuenta, justamente, los principios de la renovación litúrgica, el protagonismo de la asamblea, la creación de espacios sagrados, donde lejos de lo teatral y espectacular, de la profusión de lo accesorio, el creyente se pueda concentrar en lo esencial, el misterio, la oración, la presencia de Dios. Las nuevas construcciones quieren ofrecer un recinto apto para las celebraciones, –el “para qué es”–, y también un signo de la fe, del culto, de la cercanía del misterio –el “qué es” el templo– . No se busca sólo la utilidad, la comodidad, la estética de la construcción, sino su significación. La nueva arquitectura religiosa, en su inmensa variedad y posibilidades, representa también la universalidad de la fe católica, y así los nuevos templos conquistan casi simultáneamente, todos los países; ya no está localizado a una cultura, sino que trasciende y se globaliza; no hay “escuelas” locales, sino la gran escuela de la nueva arquitectura. No todos los templos han logrado sus objetivos, y algunos dejan la impresión de un hangar, una bodega, un almacén, un salón de conferencias... Pero otros muchos han logrado una adecuada conjunción de las técnicas modernas y el simbolismo religioso, dentro de su sobriedad de elementos añadidos, ornamentales y didácticos: símbolos, cuadros, imágenes. Citamos algunas de esas iglesias: Nôtre-Dame de Ronchamp de Le Corbusier, Nuestra Señora de Raynci en París, por A. Perret; San Alberto de Lechmbrok en Leverkusen, La iglesia de Cristo Rey en Cork, Irlanda; la Catedral de Brasilia y la iglesia de Pampulha por Oscar Mieheyer; San Miguel y Nuestra Señora de la Paz en Frankfurt; la Basílica de San Pío X, en Lourdes, la Catedral de Liverpool, por F. Gibberd; la Capilla Universal de Huston; San Javier de Kansas City por Barry Byrne; la Basílica de Nuestra Señora de las Lágrimas en Siracusa, obra de M. Andrault. En España señalamos: Santo Domingo de la calzada, y Arcas Reales de Madrid, por Fisac; Santa Coloma, Barcelona, por A. Gaudí; Santa Rita, Madrid, por A. Vallejo la Basílica de Aránzazu, por Laorga y Saénz; la iglesia de Sagrados Corazones de Madrid, por Rodolfo García, Capilla de los Jesuitas de Raymat (Lérida) por E. Comas, S. J. A Sudamérica llega también la ola, y se construyen bellas iglesias modernas: La iglesia de La Purísima de Enrique de la Mora, en Monterrey, la Iglesia de la Dolorosa del Colegio, en Quito. La escultura, casi no incluida en el templo, no podrá ofrecer muchas obras de gran calidad en el campo religioso. Podemos señalar algunas obras importantes: Giácomo Manzú, las puertas de bronce de San Pedro del Vaticano; y en la sala de audiencias del Vaticano encontramos el gran relieve de Cristo resucitado, con rasgos de Grünewald; Henry Moore, uno de los grandes escultores de Inglaterra, autor de preciosas Madonnas; Lambert-Rücki, labra el gran friso de Nôtre Dame de la Trinité (Blois), de 2,50 mts de altura, con temas del Vía crucis y la vida de la Virgen, en rico tallado y policromía; Ewald Mataré, La Pietá, el Ecce Homo; Rodin, de fondo expresionista, y marcado sensualismo, ofrece La Puerta del
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Infierno; Bourdelle inventa una moderna anatomía en San Juan, Santa Bárbara, la gigantesca Virgen de la Ofrenda, en una colina de Alsacia; Henri Charlier pone paz, armonía, ritmo musical en sus vírgenes, santos y ángeles; Jacobo Epstein hace obras monumentales: Cristo majestad, la Madonna; G. Richier hizo un Cristo crucificado para Assy, que era un tronco calcinado, cuerpo sin articulaciones ni miembros, que causaba total rechazo, y tuvo que ser removido de su sitio principal y ubicado en un rincón. En España encontramos algunas muestras: Jorge de Oteiza, en el Convento de Arcas Reales de Madrid, en el nuevo Santuario de Aránzazu; Susan Polac, en la iglesia de Alcobendas; J. M. Subirachs, trabaja con moldeados de yeso y vaciados en bronce, de gran esmero formal, ansia de pureza y verdad en sus Apóstoles de la Virgen del Camino (León), y sus Cristos torturados, que recuerdan la tardía Edad Media; Ramón Lapayese, figuras de serenidad clásica y purismo geométrico, como Cristo flagelado, el Crucifijo de León, el Profeta, en Madrid. La pintura moderna es la más prolífica y también la más caótica, algo semejante a la proliferación de las sectas: cualquiera puede organizar una secta, y cualquiera puede pintar un cuadro “moderno”. Parece que de las múltiples escuelas modernas, pocas han dejado obras religiosas de calidad y duraderas. Los estilos se suceden con caprichosa creación, y pintorescos nombres: arte naif, impresionismo, dadaísmo, fauvismo, cubismo, expresionismo, simbolismo, surrealismo, purismo, arte abstracto, arte pop, arte digital... Varias de esas corrientes coinciden en dos puntos: huir de la realidad, de lo natural, lo objetivo, y renunciar a la significación: arte no figurativo. Picasso decía: “La gente me pregunta qué significa... Todo el mundo quiere comprender mi pintura. ¿Cómo se comprende el canto de un pájaro?”. Efectivamente, el arte no está todo en el significado de la imagen, o del sonido, el canto de un pájaro, el rumor de las olas, el susurro del bosque, los colores del arco iris, el dorado de una puesta de sol... Esto habrá que tenerlo en cuenta a la hora de valorar la pintura moderna. En realidad, ella apunta a la revalorización de los elementos básicos, como líneas, colores, tonos, superficies, volúmenes, combinaciones; y eso puede ser también signo de otros valores no materiales; los colores, líneas, luces de una vidriera no figurativa también pueden ser mensaje al espíritu. Pero recordemos que el arte religioso no busca sólo despertar un sentimiento de paz, alegría o pena, o la vibración vaga del alma, sino que aspira a mostrarnos el misterio de lo divino, la cercanía de Dios, la obra de la salvación, la Encarnación, los sacramentos... Eso pide al pintor descubrir en su alma ese soplo del Espíritu. Entre las corrientes y autores que han entrado en la zona de lo religioso, de un modo válido, citamos: El Simbolismo quiere plasmar la expresión de lo inefable, lo suprasensible, señalar, por encima de lo material y presente, el sentido superior de la realidad. Esto pretendía Gauguin, en su Nacimiento de Cristo, Cristo amarillo crucificado, Cristo verde del descendimiento. El más importante de esta línea parece que es Maurice Denis, verdaderamente religioso. Decía a los artistas:
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“Intentar un esfuerzo para devolver el arte a su único dueño, que es Dios”. Pinta en la Capilla de Santa Cruz en Vérsinet, milagros, apariciones de Cristo, la Virgen, ángeles; en San Pedro de Ginebra, la barca de la Iglesia, vitrales en Nôtre Dame de Rancy, y San Luis de Vicennes. William Congdon realiza en Asís, la Anunciación, la Agonía de Getsemaní, La Eucaristía. Giselbert Hoke, en Glognitz, Austria, deja pinturas murales de gran espiritualidad: el Buen Pastor, la Virgen con el Niño, las mujeres en el sepulcro. El Expresionismo: expresa su propia visión y sus propios sentimientos, gran preocupación por el tema social, rechazo de todo conformismo y convencionalismo. Buen representante es Georges Desvallière, quien dijo: “Yo quisiera hacer comprender a los jóvenes artistas que la vida no alcanza toda su pasión, toda su vehemencia y toda su ternura sino vista a través de las llagas de Nuestro Señor Jesucristo, y a través del Corazón ensangrentado de la Virgen, traspasado por siete puñales”. Obras suyas, el Sagrado Corazón, Cristo desgarrándose el pecho, Cristo flagelado, el Sacrificio del Gólgota. Pero el más famoso e impresionante será Georges Rouault: su obra religiosa de impacto cada vez mayor, responde al hombre de hoy; con sus trazos gruesos, su respeto y religiosidad: Huida a Egipto, Niño entre los doctores, Cristo en Genesaret, Ecce Homo, la Pasión, el Crucificado, Cristo muerto, la oracion “De profundis”, sus 57 planchas del “Misérere et Guerre”: es uno de los grandes pintores religiosos modernos. En España citemos a Joaquín Vaquero, con su Jesucristo en la Cena y sobre todo, el Vía Crucis de Salzburgo, que le dio celebridad en Europa; y Lucio Muñoz, con su trágico Gólgota. El Surrealismo, crea sus obras desde el buceo psicológico, se guía por el subconsciente e inconsciente, no es razonado, resulta incoherente y ofrece relaciones y metáforas inesperadas. Por eso con dificultad tales ensoñaciones pueden expresar el misterio real de lo religioso; con todo notemos que visiones surrealistas aparecen en textos apocalípticos de algunos profetas, como Ezequiel, Daniel, el Apocalipsis de San Juan. Exponente de este arte puede ser Salvador Dalí, de gran calidad pictórica y febril imaginación. Tiene algunos cuadros religiosos, poco surrealistas, como El Cristo crucificado de Port Lligat, La Última Cena en una urna, donde, pese a su maestría no contiene auténtica creación espiritual; tampoco los Ángeles de Paul Klee responden a la teología revelada. El arte abstracto, que no intenta contar sino cantar, busca en sus colores, líneas, masas, composición, despertar un sentimiento espiritual, quiere evocar ascetismo y severidad, algo como el arte musulmán de tracerías abstractas, pero inspiradoras de recogimiento espiritual. Este arte no ofrece obras directamente religiosas, significativas, pero sí puede entrar como ornamentación de muros, pilares, bóvedas, vitrales, y esa es su presencia en el arte sagrado. Terminamos este capítulo con un pintor moderno universal, de Quito, Ecuador: Oswaldo Guayasamín, de pura estirpe indígena, de espiritualidad más cercana a los shamanes que a los cristianos, de tendencia filocomunista; lleva dentro el dolor de su raza sometida, y actualmente empobrecida. Su arte muy personal,
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mezcla de realismo, surrealismo y cubismo, de colores terrosos y expresiones dolientes, de cuerpos torturados y miembros desencajados. No cultiva directamente temas religiosos, pero sí es un grito del dolor humano, un ansia de redención y esperanza. De México aprende los inmensos murales que le darán fama mundial; en el aeropuerto de Barajas (Madrid), en la sede de la Unesco, en París. En el Congreso de Quito. Como retratista, ha pintado a Miterrand, Carolina de Mónaco, Salvador Allende, Fidel Castro, Juan Carlos de Borbón... Sus numerosas pinturas las divide en tres series: Camino del llanto, La edad de la ira, La edad de la ternura.
6. Música y canto litúrgico 6.1. La música universal La naturaleza no sólo está formada por cuerpos y colores; también por sonidos; el cosmos es una inmensa lira; Fray Luis de León aludía a ello en su magnífica Oda a Salinas, y cantaba a la armonía del universo. La musicalidad no es un privilegio, es un don común del ser humano y de ciertos animales, el jilguero, la alondra, el ruiseñor... El canto forma parte de la expresión de la vida y del alma, y los instrumentos musicales se van creando a imitación de la voz humana y de los sonidos de la naturaleza. Pero la voz de los humanos es la mejor música, y el mejor de los instrumentos. “La música es la esencia del orden, y conduce a todo aquello que es bueno y bello”, Platón. “La música compone el ánimo descompuesto, y alivia la labor que nace del espíritu”, Cervantes. “La música es el corazón de la vida. Por ella habla el amor, sin ella no hay bien posible, y con ella todo es bueno”, Franz Liszt. La música, el canto, perfecciona la personalidad, la expresa, y la pone en contacto con el universo, y llega al corazón del Creador, quien dijo, con gozo que “la música era buena”. Es tan antigua como el hombre: todos los pueblos y culturas han cultivado la música y el canto, sobre todo en actos comunitarios, sociales, festivos, religiosos. La Biblia se refiere muchas veces al canto de Israel y los instrumentos musicales. La religiosidad y cultura hebreas están penetradas por los cantos; la oración y el culto van formulados con canciones y el tocar de instrumentos: “Den gracias al Señor con la cítara, canten para Él con el arpa de diez cuerdas; cántenle un cántico nuevo”. “Voy a cantar y a tocar, despierta, alma mía, despertad, cítara y arpa, despertaré a la aurora. Te daré gracias ante los pueblos, Señor, tocaré para ti ante las naciones”. “A la sombra de tus alas canto con júbilo. Bendigamos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, ensalcémosle con himnos, por los siglos”. “Entremos en su presencia dándole gracias, aclamándole con cantos”. “Entonen la salmodia, toquen el tamboril, la melodiosa cítara, el arpa; toquen la trompeta en el nuevo mes y en la luna nueva, que es nuestra fiesta”. “Te doy gracias, Señor de todo corazón; delante de los ángeles tañeré para ti”. “Alaba alma mía al Señor; cantaré a mi Dios mientras exista”. “Canten al Señor un
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cántico nuevo, resuene su alabanza en la asamblea de los fieles... Alaben su nombre con la danza, cántenle con tambores y cítaras... Que tus fieles festejen tu gloria y canten jubilosos...”. “Alábenlo al son del cuerno; alábenlo con arpa y cítara, alábenlo con tambores y danza, alábenlo con laúd y flauta, alábenlo con címbalos sonoros, alábenlo con címbalos de aclamación...”. Se atribuye a Yubal la música de cítara y arpa. Los cantos de Israel eran tan típicos que en el destierro de Babilonia, los dominadores les piden cantares de su tierra; pero imposible cantar en tierra extraña las canciones del pueblo; y prefieren esconder las cítaras entre las ramas de los álamos del río. Y la Biblia se cierra con los cantos de la liturgia celeste, ante el trono de Dios y del Cordero. La liturgia cristiana recogerá esa tradición del pueblo de Dios, y alabará a Dios con cantos y músicas. Es evidente que los componentes de la música no son sólo materiales, sonidos, tonos, ritmos, melodías..., sino preferentemente espirituales: voz del alma, expresión del sentimiento, de las creencias, de los deseos y esperanzas. San Clemente de Alejandría escribe que “Jesús es armonía y canto del Padre”. 6.2. La música en la historia Las noticias más antiguas que tenemos vienen de la China, antes del 2500 a.C.: el músico se llamaba Ling-Lun; propone una música en cinco tonos –estilo pentatónico–, que se difunde ampliamente por toda Asia y grupos de África y América. Entre los restos del templo del Sol, en Tiahuanacu (Bolivia), se encuentra esculpida una cabeza de indio tocando la trompa. En la India atribuyen a Brahma el instrumento nacional, “la vina” parecida al laúd. En la corte de Asurbanipal (Susa), descubrimos una verdadera banda de música. Los egipcios difunden el arpa, adornada con las figuras divinas de Isis y Osiris. Los antiguos helenos usan varias escalas o modos fundamentales, llamados, dórico, frigio, lidio, mixolidio; su sistema se basa en dos valores, breve y largo, que combinados producen los “pies” o ritmos básicos, yámbico, troqueo, dáctilo, espondeo, arquiloquio. Usan la música vocal y de instrumentos especialmente el “aulos”, como una flauta o clarinete. La música interviene en los grandes actos del culto, olímpicos, en concursos musicales; en las tragedias, juega un gran papel, el coro. Entre los griegos, la educación incluye la música, como elemento de primer orden para la formación del carácter. En Roma se cultiva el canto individual y el coro, con varios instrumentos, como la lira o cítara, el arpa, la flauta; la música está al servicio del culto y del teatro. 6.3. La música en el cristianismo Los primitivos cristianos recogen los valores de la música y canto hebreos, romanos y del oriente; son sencillas melodías aplicadas a los textos litúrgicos, himnos, plegarias, antífonas; es música sobre todo vocal y espiritual. La tradición señala a santa Cecilia, martirizada en Roma (hacia el 232), como cantora de Jesús y patrona de la música cristiana. En Milán, por el siglo V, san Ambrosio es gran impulsor del canto religioso para el pueblo, lo que origina el rito y canto
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ambrosiano. En España surge, con influencias visigodas y árabes, el canto mozárabe, con sede en Toledo, Sevilla y Zaragoza. Otros países también cultivan su canto apropiado a sus ritos: Francia, canto galicano, Inglaterra, Irlanda, liturgias celtas... En Roma se afianza la liturgia romana con su canto propio, que el papa san Gregorio Magno fomenta, reordena y perfecciona, dando origen al rico canto “gregoriano”, una de las joyas musicales más bellas del cristianismo. El canto gregoriano es un canto llano, no tiene ritmo musical sino ritmo de palabras y melodía; no existe aún el compás; es homófono, casi como una declamación musical, y no requiere acompañamiento. Las sílabas pueden corresponder a una o a varias notas, como para resaltar las palabras litúrgicas, y todos cantan lo mismo, nadie se destaca. Es como un canto de prosa, lleno de inspiración, de profundo espíritu: canto de paz, de esperanza, de glorificación de Dios. El papa Gregorio Magno trabaja por cultivar y perfeccionar el gregoriano y crea una Schola cantorum; como era en latín la lengua común de entonces, todos podían seguirlo y participaban. Así se va convirtiendo en el canto oficial de la Iglesia. Esta liturgia romano-gregoriana encuentra un decidido apoyo en Carlomagno, deseoso de formar una unidad político-religiosa en Europa, como heredera del Imperio: así se difunde el gregoriano por la cuenca del Rinh y el Camino de Santiago de Compostela, y va prevaleciendo sobre las liturgias locales. En el s. IX el gregoriano es ya el canto de la Iglesia cristiana europea. Cerca de las fuentes de Rin, se funda la Abadía de San Gall (hacia el 720), uno de los Monasterios más famosos, difusores de la cultura (tenía 400 volúmenes, manuscritos), y del canto. Al monje Guido de Arezzo (995-1050) debemos el alfabeto musical: él asigna a cada nota la sílaba inicial de un famoso himno a san Juan: “UT queant laxis REsonare fibris MIra gestorum FAmuli tuorum SOLve polluti LAbii reatum, Sancte Ioannes” (Para que puedan/ nuestras voces/ cantar tus admirables hechos/ guía tú los labios/ de tus siervos/ ¡Oh San Juan!). Las notas se llamarán: UT (después DO), RE, MI, FA, SOL; el SI se agrega después). El crecimiento de las lenguas romances relega el latín a minorías cultas; la introducción de indebido acompañamiento instrumental, va a señalar el empobrecimiento y decadencia y el alejamiento del pueblo. Y entonces aparece otro modelo de música religiosa, el diafónico, y luego el polifónico, que da lugar a varias voces, tiene ritmos, compás, terceras, sextas, octavas, fugas,
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fabordones..., aunque aún sin acompañamiento instrumental. Esta música religiosa polifónica dará una gran riqueza al canto litúrgico, y produce obras preciosas de música sagrada. En el s. XVI el triunfo de la polifonía acentúa la caída del gregoriano, hasta el punto de que el Concilio de Trento intenta prohibir en los templos el canto polifónico; pero sin resultado. La nueva música se extiende cada vez más, con hombres como Juan Pedro Luis Palestrina, Luis de Victoria, J. S. Bach, Joseph Haendel; componen misas, motetes, oratorios, secuencias, antífonas, aleluyas...; la obra más típica de la polifonía litúrgica será la “Misa del papa Marcelo” de Palestrina. Muchas veces la polifonía aparece como música de concierto o de cámara, cargada de teatralidad, y lejana a la sobriedad bíblica y litúrgica, aunque esté llena de profundos sentimientos religiosos como “El Mesías” de Haendel, o “La Creación” de Haydn. Al lado de esta música coral aparece una música religiosa “absoluta”, nodescriptiva, sin textos ni ideas, al amparo del instrumento supremo de la música sagrada: el órgano, y las creaciones de J.S. Bach, de un sublime espíritu religioso. El órgano data de tiempos muy antiguos; dicen que vendría de la “cornamusa” babilónica. Dos siglos antes de Cristo encontramos el primer órgano de sistema hidráulico, y hacia el siglo VIII, Carlomagno regala un órgano como precioso don al rey franco Pipino el Breve. En el siglo IX, el papa Juan VIII se interesa por ese instrumento, y llama a Roma a constructores y organistas, con lo que se introduce como instrumento del culto, que pronto alcanzará la primacía de rey de los instrumentos litúrgicos. En Aquisgrán aparece el primer órgano de fuelle, por el siglo IX. Y sin descanso se perfecciona ese instrumento y aumentan sus posibilidades, las más grandes de todos los instrumentos: teclado de pedales, teclados manuales, teclas negras intercaladas, tuberías, persianas... Este instrumento-rey no sólo era un perfecto acompañamiento del canto, sino que se presentaba como independiente creador de música pura. En todas las catedrales, monasterios, iglesias... encontramos maravillosos órganos, cada vez más perfectos. La aplicación de la electricidad y luego la electrónica han dado ilimitados matices al instrumento. Pero añadamos que este precioso instrumento musical, la delicada preparación del organista, la sublimidad de sus composiciones no-figurativas, hacen esta música menos asequible al pueblo sencillo. La lejanía de los fieles de esa perfecta música polifónica y de órgano va a originar la música sagrada moderna, con variedad de instrumentos, y el canto religioso popular, nacidos del sentimiento religioso y festivo del pueblo, que ha producido una riqueza grande de cantos y composiciones en las que participa todo el pueblo de Dios, la Asamblea litúrgica. No siempre la calidad es perfecta en esos textos y música; aunque también han surgido magníficos compositores y creadores de preciosos textos, melodías y armonías fáciles de aprender, y no exentos de fondo teológico y bíblico, y han ayudado mucho a la mayor participación de los fieles en el canto litúrgico. Varios grupos organizados y
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espirituales, como la Renovación Carismática, los Cursillos de Cristiandad, los Neocatecumenales, los Focolarinos... han impulsado esa música popular, con matices propios. Esta variedad y popularidad de la música religiosa también encontrará sus excesos con la introducción de música y conjuntos estridentes, teatrales, violentos, de protesta, poco aptos para la expresión de la liturgia y del culto. Toda esta evolución de la música moderna, en el culto, en los siglos XVIII-XIX, afectó también al órgano, que quedó relegado y suplantado por otros instrumentos y hasta baterías, e igualmente desplazó al canto gregoriano del culto ordinario, incluso decayó en las mismas abadías dedicadas al canto litúrgico. Pero el siglo XX, desde sus albores, conocerá una reacción a favor del órgano y del gregoriano, iniciada por los papas: san Pío X, en su Motu Proprio “Tra le sollicitudine”, 1903, Pío XI en “Divini Cultus”, Pío XII, Encíclica “Mediator Dei”, y la Instrucción “Musicae sacrae disciplina”, proclaman como instrumento príncipe y el más adecuado a la liturgia, el órgano, que vuelve a actualizarse, aunque siempre en grupos minoritarios y más preparados. Pío XII hace una magnífica defensa del canto gregoriano. Lo que quedaba del gregoriano se había empobrecido y desfigurado mucho de su primitiva belleza y espiritualidad, y necesitaba una profunda restauración; esta será obra, sobre todo, de los benedictinos: Dom Geranger, fundador de la abadía de Solesmes, y sus seguidores, Dom Pothier, Dom Mocquerau, van a originar una corriente de recopilación, conservación y reposición del gregoriano, con notable éxito. En España los monasterios de Montserrat (Cataluña) y Santo Domingo de Silos (Burgos) serán los promotores de esta restauración. La posibilidad de difundir la música en casettes y disquettes ha abierto un gran camino para que ese canto llegue a todas partes, con verdaderos éxitos discográficos. Como resumen: el canto y los instrumentos adecuados constituyen una riqueza imprescindible para los actos y celebraciones litúrgicas y sacramentales, particularmente en la eucaristía, que en la celebración comunitaria contiene muchas partes cantadas, y es una de las participaciones más vivas de los fieles en la acción litúrgica y para otras celebraciones del pueblo de Dios.
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RENOVACIÓN LITÚRGICA
1. La renovación litúrgica La verdadera renovación litúrgica que irá suprimiendo la separación entre el pueblo y el acto litúrgico, laicos y clero, no se debió a Trento, cuya reforma litúrgica, si se puede llamar así, no fue pastoral sino apologética, reacción contra la herejía: insistió en la distancia sacerdote-pueblo, mantuvo el lenguaje tradicional, y no tuvo en cuenta la nueva sensibilidad de los fieles, conservó el latín como lenguaje cultual, ya desconocido para el pueblo. La liturgia siguió siendo un espectáculo precioso, a veces poco inteligible para los fieles, aunque asistieran como devotos espectadores. Entonces se multiplican las devociones extralitúrgicas, que avivan la fe y piedad del pueblo, pero creando un vacío en torno a los actos litúrgicos, oración oficial de la Iglesia. En el siglo XVIII se siente profundamente esa separación de liturgia-pueblo; y fue el Sínodo de Pistoya (1786) el que señala con crudeza los males de esa situación; aunque propuso remedios poco ajustados a la tradición de la Iglesia, y por éste y otros motivos, mereció los reproches de Pío VI. Pero esa alerta no fue en vano, y el siglo XIX comienza una verdadera renovación litúrgica, sobre todo a la sombra de los monasterios benedictinos de Solesmes y Beuron. En Solesmes, Dom Gueranger inicia la labor con la publicación de sus quince volúmenes de “L ´Anné Liturgique”, que supone un reencuentro con la belleza y espiritualidad de la liturgia. Discípulos de Gueranger fundan la Abadía de Beuron (Alemania) de la que brotan las Abadías de Maresous y Mont-César, en Bélgica. En Mont-César, Dom Lambert Beauduin con sus conferencias y la Revista “L´Anné Liturgique” y otras publicaciones, lanza una verdadera cruzada para que la Liturgia vuelva a ser el encuentro de Dios con su pueblo. El Monasterio de María-Laach, en la Renania (Alemania) apoya este resurgir litúrgico con hombres como Dom Ildefonso Herweger y Dom Odo Casel. Otra gran figura de esta restauración fue Pius Parsch, del Monasterio de Klosterneuburg (Austria). Y es indiscutible el influjo de Romano Guardini, quien profundiza, como pocos en el sentido espiritual de la liturgia, y sus relaciones con la filosofía, el arte, la sociología y hasta la antropología. Merece también una cita el Padre J. A. Jungmann, S. J., sobre todo por su libro “El sacrificio de la Misa”, obra clásica para la renovación de la eucaristía. La Iglesia acogía este precioso impulso, partido de los monasterios, y los papas, san Pío X, y Pío XII lo fomentan plenamente, preparando así el camino para la gran renovación que supondrá el Vaticano II, especialmente con su constitución “Sacrosanctum Concilium”, aprobada en 1963.
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2. Los principios de la renovación Los principios orientadores de esa renovación no fueron primariamente rituales ni canónicos; eran principios de profundidad, y tocaban la raíz misma del acto sagrado. Juan Plazaola, en su obra “El arte sacro actual” señala estos rasgos esenciales de la renovación: 1. Retorno a las fuentes: la Biblia, la teología, la historia, la pastoral. 2. Eso lleva a un renovado sentido del misterio: Cristo, la salvación, celebrado en los sacramentos y acciones litúrgicas, con su centro en la Pascua: Misterio Pascual. La Liturgia será el “icono” de esa historia de la salvación. 3. Se devuelve a Dios el papel de protagonista de la salvación: el culto había como olvidado ese “personaje principal”. Lo esencial de la liturgia siempre está de parte de Dios, y es gracia, don, y presencia divina encarnada en Cristo. La liturgia, antes de ser algo que hacemos es algo que recibimos, es regalo de Dios, irradiación del amor del Padre. La liturgia se hace vida, si el pueblo penetra en esa nube de la divinidad, a través de los signos. 4. Para esa presencia divina real, es preciso que Cristo, hombre-Dios, sea el actor, la cabeza de la fiesta litúrgica. Por los actos litúrgicos, Cristo sigue actuando su obra de salvación, de liberación, de donación del Espíritu; Cristo encarnado, perfectamente hombre y cabeza del pueblo redimido. 5. Esa nueva resonancia de Cristo en la liturgia hizo ver la prioridad del misterio eucarístico, banquete, sacrificio, permanencia de la Cena y de la Cruz. Jesucristo es el Sumo Sacerdote que celebra, se inmola, se da en comida pascual; y todo el pueblo-asamblea, se descubre como pueblo sacerdotal. 6. Esto lleva a revalorizar la Asamblea del Pueblo de Dios, la Comunidad celebrante de los misterios. Se va a superar la actitud, mantenida por siglos, de los fieles que van a cumplir una obligación, a “oír misa”, a casarse, bautizarse..., sin tomar parte activa y personal, sin entender grandemente el valor y sentido de aquellos actos. Ahora los fieles se congregarán como Cuerpo eclesial, sacerdotal, para celebrar juntos los misterios, dar culto al Señor, recibir los frutos sacramentales, la gracia de Cristo que salva, da vida, santifica a su Iglesia. La liturgia así vivida se comprende que sea “la cumbre a la cual tiende toda la actividad de la Iglesia, y al mismo tiempo, fuente de donde dimana toda su fuerza”. El impulso está actuando, el camino está abierto, la eficacia de esta renovación y la cosecha de frutos espirituales del pueblo sacerdotal dependerá de la fidelidad en las respuestas de todos, sacerdotes y fieles. La vivencia de la fe y el culto de participación que pide este resurgimiento litúrgico será uno de los medios más positivos para avivar la conciencia de su catolicismo, y evitar la desbandada de tantos fieles hacia otros grupos religiosos, sectas y movimientos espirituales novedosos; esos servicios religiosos están ofreciendo participación, experiencias,
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sentido de grupo, amistad, compromisos comunitarios... A veces nuestra distancia de los misterios celebrados, la indiferencia e individualismo entre los fieles que nos acompañan, pero sin sentirse unificados en un cuerpo místico... han tenido parte no pequeña en ese abandono de su catolicismo: un culto despersonalizado, pasivo, mero cumplimiento de tradiciones y obligaciones no entendidas, no puede llenar el deseo religioso del hombre de hoy. Cuanto más consigamos una viva y gozosa participación de los fieles en nuestra rica liturgia, y su proyección en una vida comprometida con el prójimo, la verdad, la justicia, la solidaridad, más estarán convencidos los católicos del valor de su fe y de su culto religioso.
3. Documentos y normas El documento precursor y preliminar de la ulterior renovación es, sin duda, la Encíclica “Mystici Corporis” de Pío XII. Presenta a la Iglesia como Cuerpo dotado de medios vitales de santificación; sobre todo, los sacramentos. Cristo es quien produce la eficacia de eso signos; el mismo Señor es quien los vitaliza y sustenta con su gracia personal, que la Iglesia recibe y reparte en los sacramentos. Cristo Salvador del Cuerpo, Iglesia, ella, administradora de esa salvación: “De uno mismo y por uno mismo, reciben la salvación los demás” (san Clemente de Alejandría). Pío XII concede justamente un puesto especial a la eucaristía, sacramento que culmina en la tierra la autocomunicación de Dios a nosotros. También sale al paso de las desviaciones que desvirtúan el valor de los signos sacramentales, y hacen innecesaria la mediación de Cristo cabeza, y de la Iglesia, con los sacramentos, ideas difundidas desde la Reforma Protestante, que proponen la acción directa de Dios en el alma, sin necesidad de mediaciones ni signos sensibles. Inspirado por estos principios, el Vaticano II elabora y promulga el documento oficial , la Constitución “Sacrosanctum Concilium”. El documento no parece tan inspirado como las Constituciones “Lumen gentium”, “Dei Verbum”, “Gaudium et spes”, más ricas e iluminadoras. La “Sacrosanctum concilium” fue el primer documento aprobado (4 diciembre de 1963) tras larga preparación: presenta un contenido más pragmático y ordenador que místico y doctrinal; su preocupación por lo práctico y ejecutivo le privó de tomar más vuelo, en el bello mundo de los misterios litúrgicos. Sólo el Capítulo I ofrece un contenido más espiritual y teológico: Cristo continúa su obra de salvación en la Iglesia, por las acciones litúrgicas, que perpetúan la presencia y la obra del Señor; eso es la fuente y la meta de la acción de la Iglesia; aunque la liturgia no agota toda la función de la Iglesia, que necesita también de la predicación, la fe, la catequesis, la piedad, la caridad, la moral, la teología, la Sagrada Escritura, las devociones... El resto de la Constitución se refiere a indicaciones y normas sobre sacramentos, oficio divino, año litúrgico, música y arte sagrado; y anuncia ulteriores especificaciones. Entre las nuevas normas propuestas para la renovación litúrgica, queremos
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señalar algunas de las más prácticas: – Revisar las leyes y libros litúrgicos – Introducción de las lenguas modernas – Simplificación de los ritos sacramentales – Liturgia de cara al pueblo – Participación activa de los fieles – Más adecuada ubicación y cercanía de los fieles, para su participación – Seria catequesis pre-sacramental – Adecuada formación litúrgica – Concelebraciones eucarísticas – Reposición de la homilía y la oración de los fieles – Comunión posible en la mano, y de pie – Posibilidad de comunión bajo dos especies, y aun sólo en especie de vino – Reducción a una hora del ayuno eucarístico – Modificaciones en el sacramento de la confesión – No acepción de personas ni grupos privados, ni sitios reservados para ellos – Mayores funciones y ministerios confiados a los laicos – Nuevas estructuras y disposición en los templos que faciliten participar – Aceptación de música y cantos modernos – Centralidad de Cristo y su Misterio Pascual – Revalorización del Domingo, día del Señor, día esencialmente litúrgico – Introducción del arte moderno en arquitectura, imágenes, cuadros – No multiplicación de imágenes, no repetición del mismo misterio o santo La puesta en práctica de esos cambios encontró alguna resistencia por parte de sectores tradicionales y conservadores, tanto del clero como de los fieles: la misa en lengua vernácula, liturgia cara al pueblo, la comunión de pie y en la mano, el ayuno eucarístico reducido, la disminución del santoral, la preponderancia de la liturgia sobre las devociones, la no multiplicación de imágenes, sobre todo de la misma advocación, la presencia de seglares, también mujeres, en lecturas, ministerios de la comunión, las nuevas Iglesias... les sonaba a algunos como descomposición de la Iglesia: “¡Nos están quitando la fe!”. Aparece en seguida la reducción de miras en tales grupos, sólo atentos a lo más exterior y ritual, y perdiendo el valor profundo de los cambios litúrgicos y eclesiales. Ha sido un hecho repetido, después de las determinaciones de los concilios, que grupos de creyentes se hayan opuesto, hayan creado focos de resistencia, más o menos cismáticos. Después del Vaticano I también el grupo de “Viejos Católicos” alemanes rechazaron las innovaciones, y se han mantenido hasta hoy como islotes de fe estancada, aunque no exentos de fervor. Lo mismo ocurrió
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tras el Vaticano II con el movimiento promovido por Mons. Marcel Lefébvre. Es cierto que otros han interpretado mal los principios conciliares, y los entendieron como una desvalorización de las devociones, las imágenes, las fiestas, los objetos de devoción, la religiosidad popular..., con lo que hicieron verdadero daño y desconcierto entre el pueblo de Dios. La esperada renovación se convirtió en muchos casos, en verdadera crisis de la vida católica, en un descenso de la piedad y del culto. Pese a estos oleajes, no cabe duda de que la renovación litúrgica del Vaticano II ha creado espacios nuevos de participación, de inculturación, de comprensión, de comunión y corresponsabilidad; de mayor cercanía entre pueblo y clero, mayor comprensión de los signos y símbolos del mensaje cúltico. Pero la renovación aún no ha conseguido todos los frutos deseados, y la Iglesia sigue recordando a todos la necesidad de una mejor asimilación y realización de los objetivos. Por otra parte, la renovación litúrgica nunca es un paso definitivo y último; es algo vivo, en permanente evolución, y han de continuar las adaptaciones, modificaciones y renovaciones; mucho más ahora, con la llamada a la inculturación de los lenguajes de la Iglesia, a las distintas culturas y tradiciones de los pueblos. Los países europeos han asimilado con facilidad los principios y cambios; Rusia y los países tras el telón de acero, incomunicados y desmantelados en su libertad religiosa y expresión de la fe, se estancaron, desconociendo los pasos de Vaticano II, pero al recobrar la libertad, al menos por parte de la Iglesia latina, se están sumando a los pasos de renovación, y con gozo renace su liturgia enriquecida con los nuevos objetivos conciliares. Los países de Asia y África, de tradición más participativa y signos más expresivos, acogen con gran interés la renovada liturgia; y aunque sean minorías, muestran la fuerza y la eficacia del catolicismo y su culto. Es preciso reafirmar la real inculturación de la Iglesia en esos pueblos y culturas, como han pedido los obispos de Asia en su pasado Sínodo. Para América latina reservamos un apartado especial, por la especial situación y peso de ese continente, en el catolicismo.
4. La renovación litúrgica en Latinoamérica El continente latinoamericano representa la población católica más numerosa de la tierra; es el continente de la esperanza: abarca como un 65% de los católicos del mundo. Por eso creemos oportuno dedicar un apartado especial a la renovación litúrgica y su eco en los países que son el futuro de la Iglesia católica. De ese continente han brotado grandes directrices de las conferencias generales del Episcopado, herederas de las directrices tan acertadas de santo Toribio de Mogrovejo, y los concilios de Lima, Virreinato de Perú. También nació en L. A. la discutida Teología de la Liberación, que con todos los desvíos y extremos que se han señalado, justa o injustamente, y que ha ido evolucionando hacia posiciones más maduras, ha planteado a todo el mundo nuevas dimensiones de la evangeli-
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zación y nuevas reflexiones sobre el quehacer teológico y pastoral; inquietante y estimulante presencia de Latinoamérica en la Iglesia universal. El continente católico también es el continente de injustificables diferencias extremas entre ricos y pobres, de creciente pobreza y miseria, de comportamientos inmorales opuestos al Evangelio, de gran ignorancia y deformaciones en su fe, y también de avasalladora penetración de sectas y movimientos religiosos de toda especie, que están deteriorando la unidad católica de esos pueblos. Es urgente, aquí también, una nueva evangelización, tema básico de la IV Conferencia Episcopal Latinoamericana. de Santo Domingo, y como apoyo a ella, una actualizada vida litúrgica, que sea coherente con la arraigada religiosidad popular de esos pueblos. El simbolismo y la encarnación del culto litúrgico pueden abrir un óptimo camino para la conservación de la fe en L.A. A esto miran las pasadas conferencias generales del Episcopado, como vamos a exponer brevemente. En Medellín se señala la celebración litúrgica, vivida especialmente en parroquias rurales y marginales, como de gran valía para la formación de la comunidad cristiana, y un modo de acercar más el amor de Dios y amor del prójimo. El pueblo latinoamericano empeñado en un esfuerzo gigantesco por acelerar su proceso de desarrollo y de justicia, en el continente, ha de descubrir, guiado por sus pastores, el sentido litúrgico que tiene su quehacer temporal, a veces muy duro, unido a la liturgia eucarística del sacrificio de Jesús por los hombres. La liturgia y el mensaje de la palabra de Dios que ella contiene, han de ser factores primordiales para crear en el pueblo el sensus fidei, el sentido de Cristo y de la Iglesia, en la vida de esos pueblos. Para la Conferencia de Puebla de México, la renovación litúrgica ha sido muy buen elemento de pastoral evangelizadora; el idioma común, la riqueza cultural y festiva, la piedad popular, han contribuido a ello. Por otra parte, el pueblo latinoamericano, sencillo, pobre, joven, amante de sus tradiciones comunitarias, pide la adaptación de la liturgia a sus símbolos y sentimientos. Aunque la liturgia renovada puede afectar a viejas costumbres religiosas de esos pueblos indígenas y afroamericanos, llenos de tradiciones ancestrales, es deber pastoral hacerles ver los nuevos valores de la renovación cultual, y purificar los ritos y ceremonias de supersticiones y pervivencia de mitos y viejos cultos no compatibles con la fe cristiana. Se advierte que las celebraciones litúrgicas no se dejen instrumentalizar por campañas ideológicas que desfiguren el valor de una evangelización de amor, de unidad, de trascendencia; lo que no impide asumir los valores de liberación, de justicia, que contiene el mensaje bíblico, y que expresa la salvación liberadora de Cristo, y la auténtica evangelización de la Iglesia. Las declaraciones del papa y de la Iglesia han distinguido lo que se puede y debe aceptar como liberación desde el Evangelio, y lo que sería desviación hacia ideologías sociales no cristianas.
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Y falta aún otro paso: que la liturgia y las celebraciones religiosas, tan vividas en esos pueblos, repercutan más en la vida moral, social, política y aun económica, con mayor justicia y solidaridad. En el discurso inagural de la IV Conferencia Episcopal, en la República Dominicana, decía el papa: “Igualmente, el movimiento litúrgico ha de dar renovado impulso a la vivencia íntima de los misterios de nuestra fe, llevando al encuentro de Cristo resucitado, en la liturgia de la Iglesia. Es en la celebración de la Palabra y de los sacramentos, pero sobre todo de la eucaristía, culmen y fuente de la vida de la Iglesia y de toda la evangelización, donde se realiza nuestro encuentro salvífico con Cristo, al que nos unimos místicamente, formando la Iglesia”. Y citando la invasión de las sectas, el papa señala la liturgia como uno de los medios más eficaces para frenar su avance: “Es un hecho que allí donde la presencia de la Iglesia es dinámica... e imparte una asidua formación en la Palabra de Dios, donde existe una liturgia activa, participada..., vemos que las sectas o los movimientos pararreligiosos no logran instalarse o avanzar”. “La liturgia, dicen, los Padres, es la acción de Cristo total, Cabeza y miembros, y como tal debe expresar el sentido más profundo de su oblación al Padre: obedecer, haciendo de toda su vida la revelación del amor al Padre, por los hombres... Por eso el culto cristiano debe expresar la doble vertiente, de la obediencia al Padre (glorificación), y caridad con los hermanos (redención). El servicio litúrgico así cumplido en la Iglesia, tiene, por sí mismo un valor evangelizador, que la nueva Evangelización debe situar en un lugar muy destacado... En la liturgia se hace presente hoy, Cristo Salvador: La liturgia es anuncio y realización de los hechos salvíficos que nos llegan a tocar sacramentalmente..., por eso convoca, celebra, envía... Sostiene el compromiso con la promoción humana... La celebración litúrgica no puede ser algo separado o paralelo a la vida. Por último, es especialmente por la liturgia como el Evangelio penetra en el corazón de las culturas. Toda la ceremonia litúrgica de cada sacramento tiene también valor pedagógico; el lenguaje de los signos es el mejor vehículo para que el mensaje de Cristo penetre en las conciencias de las personas y desde ahí se proyecte al “ethos” de un pueblo, en sus actividades vitales, en sus instituciones, en todas las estructuras... Por eso, las formas de la celebración litúrgica deben ser aptas para expresar el misterio que se celebra, y a la vez claras e inteligibles para hombres y mujeres”. “Nuestras Iglesias que se expresan plenamente en la liturgia, y en primer lugar, en la eucaristía, deben promover una seria y permanente formación litúrgica del pueblo de Dios, en todos sus niveles... Esta formación deberá tener en cuenta la presencia viva de Cristo en la celebración, su valor pascual y festivo, el papel activo que le cabe a la Asamblea, y su dinamismo misionero... Hemos de promover una liturgia en total fidelidad al espíritu que el Vaticano II quiso recuperar en toda su pureza, dentro de las normas dadas por la Iglesia, y la adopción de las formas, signos y acciones propias de las culturas
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latinoamericanas y del Caribe”. “Pero queda mucho por hacer, en cuanto a asimilar, en nuestras celebraciones, la renovación litúrgica impulsada por el Vaticano II, y en cuanto a ayudar a los fieles a hacer de la celebración eucarística la expresión de su compromiso personal y comunitario, con el Señor. No se ha llegado aún a la plena conciencia de lo que significa la centralidad de la liturgia como fuente y culmen de la vida eclesial; se pierde en muchos el sentido del “día del Señor”, y de la exigencia eucarística que conlleva; persiste la poca participación de la comunidad cristiana... Se ha descuidado una seria y permanente formación litúrgica, según las instrucciones y documentos del magisterio eclesiástico; no se atiende todavía al proceso de una sana inculturación de la liturgia; esto es causa de que las celebraciones sean aún, para muchos, algo individualista y privado, que no los hace conscientes de la presencia transformadora de Cristo, de su Espíritu, ni se traduce en un compromiso solidario para la transformación del mundo...”.
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LOS SIGNOS SAGRADOS
1. Signos sacramentales 1.1. Signos sagrados Todo lo expuesto anteriormente estaba orientado a esta última parte, y pedía llegar hasta la encarnación concreta de la gracia salvífica, en unos medios sensibles por los que la Iglesia comunica la acción de Cristo, y que llamamos “sacramentos”: Ellos son la vida de la Iglesia, son la obra más importante de ella. La vida sacramental de la Iglesia está precedida y preparada por la misión de evangelizar y enseñar, comunicar la Palabra, despertar la fe. Sólo en el mundo de la fe, pueden tener lugar los sacramentos. La voz “sacramentum” es traducción del término griego “mysterion”, que significaba lo secreto, arcano, escondido, perteneciente al ámbito divino, sagrado. Este concepto lo encontramos en todas las religiones y en el fondo de todos los cultos, que buscan, por esos medios, acercarse a lo divino invisible, conciliarse el perdón, benevolencia, protección de la divinidad. En el mundo romano “mysterium” también significaba el juramento de fidelidad al emperador, “juramento de la bandera”, diríamos hoy. Tertuliano señala el bautismo como juramento –sacramento– de fidelidad a Jesucristo. En el AT, “sacramentum” indicaba el plan de Dios, que se revela a los videntes, para establecer su alianza y cercanía. Dios es “Mysterium”, que solo él mismo puede develar. El hombre lo acepta por la fe y confianza en Dios, pero no puede dar una explicación lógica, una demostración racional; aun revelados, los “mysteria” siguen impenetrables para la mente humana: el Ser que es Eterna Trinidad, la Encarnación, la salvación, la vida eterna... sólo se aceptan y comprenden desde la vista de la fe en la comunicación de Dios. En el NT también, “mysterium” significa el Evangelio, la obra y palabra de Cristo, el plan salvador universal de Dios, revelado y realizado por Jesucristo. En la Iglesia, la traducción de “mysterium” se decantará pronto a significar los sacramentos; el culto y adoración a Dios, manifestados sensiblemente por los signos sacramentales. En la eucaristía proclamamos: “Éste es el misterio de nuestra fe”. Cristo es la perfecta autocomunicación de Dios y sus gracias, al mundo; es el “proto-sacramento”. Para comunicar esa obra de Dios, Jesús emplea, primero, su cuerpo, raíz de los signos sensibles sacramentales; también usa elementos terrestres: agua, pan, vino, barro, imposición de manos, y desde luego, la palabra: yo te perdono, vete en paz, esto es mi cuerpo, quiero, queda limpio. Esas obras sacramentales de Cristo no eran sólo para su tiempo, por eso
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el Señor va a disponer su continuación, hasta su vuelta, mediante los signos realizados por su Iglesia. La fe nos enseña que Cristo mismo instituye esos signos-sacramentos, y los confía a su Iglesia, para santificar y comunicar su gracia en diversas circunstancias de la vida. No siempre hallamos en el NT, la explícita institución de cada sacramento, y menos su forma externa determinada; pero sí encontramos la raíz, la intención, la voluntad de comunicar la salvación en las varias circunstancias del creyente. La Iglesia, guiada por el Espíritu de Jesús señalará el número de los sacramentos y la forma y signos de manifestarlos. Algunos actos de Cristo, bien patentes de su donación de gracia, como la curación del ciego, la resurrección de Lázaro, el lavatorio de los pies, no se calificaron como sacramentos; otros están patentes en el mandado de Jesús: bautismo, eucaristía, penitencia; los demás, confirmación, unción de enfermos, matrimonio, orden sagrado, están deducidos de los deseos, palabras y acciones del Señor. Las palabras y acciones de Jesús durante su vida oculta y su ministerio público eran ya salvíficas, anticipaban la fuerza de su misterio pascual, anunciaban y preparaban aquello que Él daría a su Iglesia cuando todo tuviera cumplimiento; los misterios de la vida de Cristo son los fundamentos de lo que en adelante, por los ministros de la Iglesia, Jesús dispensará en los sacramentos, porque “lo que era visible en nuestro Salvador, ha pasado a sus ministros”. Los sacramentos celebran, pues, la salvación en la comunidad creyente, celebran y comunican esa salvación. Por eso necesitan expresarse por signos y símbolos y palabras; eso corresponde a la condición humana, espiritual y corporal, a la necesidad de actos sensibles para percibir lo insensible, sobre todo, los misterios de Dios. Todos los elementos sensibles, como queda dicho, no los determinó Jesucristo. La Iglesia, iluminada por el Espíritu Santo descubrirá toda la verdad y sentido de los sacramentos y determinará su expresión sensible. Los signos sacramentales no adquieren la categoría de tales por su valor material; por eso no se escogen, oro, plata, piedras preciosas, marfil..., sino pan, agua, vino, aceite; tampoco hay palabras arcanas, abracadabras, como en tantos mitos religiosos, sino frases sencillas, diáfanas: esto es mi cuerpo; yo te bautizo; yo te perdono; id y enseñad a todos: recibe el Espíritu Santo... Las acciones de Cristo, y de sus enviados, tampoco son criptogamas, espectaculares, sino puramente humanas, ungidas de bondad, respeto, aliento: bendecir, limpiar, dar de comer, ungir... Los signos sacramentales no valen por lo que son en sí, sino por lo que significan y ese significado (valor añadido, IVA), se adhiere a la cosa por la palabra. Dice san Agustín: “Quita la palabra y entonces ¿qué es el agua sino agua? Añade la palabra al elemento y surge el sacramento”. 1.2. Los sacramentos Los sacramentos se describen como signos o símbolos sensibles de la gracia que comunican. El concepto de sacramento no surge inmediata y claramente; es
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fruto de una lenta elaboración, meditación, estudio y experiencia. Esa palabra va expresando, inicialmente diversos contenidos, variaciones en su forma y sentido: san Justino señala como sacramentos el Bautismo y la Eucaristía. San Agustín añade el Orden sagrado. San Ambrosio tiene como sacramento el Lavatorio de pies. San Isidoro de Sevilla propone cuatro: Bautismo, Confirmación, Cuerpo de Cristo y Sangre de Cristo (como otro sacramento). La Iglesia Ortodoxa tiene como sacramentos, el hábito monacal, la consagración de Abades, los funerales... Por el siglo XIII, con Pedro Lombardo se define y perfila el concepto del sacramento y su número, de siete, número simbólico y bíblico. Y Miguel Paleólogo, en su Confesión de fe, para el concilio de Lyon, 1294, repite también el número septenario. Y será el Concilio de Trento (1545-1563), tras los estudios y clarificaciones pasadas, el que determine, definitivamente, el concepto y número de los Sacramentos. Para la aclaración del concepto y sentido sacramental mucho valió el aporte de san Agustín: apoyado en el neoplatonismo dualista, distingue el espíritu y la materia, lo visible y lo invisible del sacramento, lo material portador de lo espiritual. Santo Tomás de Aquino toma de Aristóteles el concepto de materia y forma, y lo aplica al sacramento: la cosa (materia) y la palabra (forma), lo visible (materia) y lo invisible (forma). Aunque se haya admitido ese concepto de materia y forma, en el sacramento, pero en realidad, se trata más que de una cosa (materia), de una acción, un acto que emplea elementos materiales, simbólicos, y palabras del ministro, y además, ciertamente, la respuesta y aceptación y compromiso del que recibe el sacramento; sin sujeto receptor no habría sacramento. Todo este complejo acto sacramental representa la actividad de la gracia, que el Padre otorga por la acción de Jesucristo y el don del Espíritu. Esta donación de la gracia por el signo sacramental es distinta totalmente de la magia que pretende, por ciertos actos y palabras, manejar lo divino al servicio del hombre. En los sacramentos, Dios quiere por Cristo otorgar su gracia de salvación y santificación, gracia que ha vinculado a los actos de Jesús: palabras, acciones y elementos, pan, vino, agua... La Iglesia ha de repetir esos actos del Señor y emplea también los elementos sensibles, como Jesús hizo. El Cuerpo personal de Cristo fue el instrumento visible por el que el Señor manifestaba su obra de salvación y la comunicaba; por eso es el proto-sacramento. Ahora, la Iglesia-Cuerpo de Cristo, sigue manifestando esas obras, y comunicando su gracia. Por eso, los sacramentos tienen infaliblemente el don de Dios, la gracia, lo que se expresa con la frase tradicional, “ex opere operato”: el sacramento, por ser obra de Cristo, siempre lleva el fruto que Dios quería, independiente de la santidad o pecado del ministro que actúa por delegación y representación. Los Donatistas, herejes del siglo IV, exigían que la Iglesia y sus ministros fueran santos, puros, perfectos, pues si no, no podían dar la gracia: nadie da lo que no tiene. San Agustín rechaza y rebate esta doctrina, que desfigura la esencia del
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sacramento: es Cristo el que realiza los sacramentos; el hombre ministro es sólo pobre y siempre indigno representante, que obra con la intención de hacer lo que Cristo, por la Iglesia, quiere hacer. Y se acuñó la frase: “Petrus baptizat, Christus baptizat; Judas baptizat, Christus baptizat”. Dice el papa Inocencio III: “Pues aunque la obra del que realiza el sacramento esté manchada, la obra del sacramento es pura”. El ministro de los sacramentos es esencialmente Dios el Padre, por Cristo en el Espíritu; el ministro secundario y visible es la persona capacitada por la Iglesia y que tiene facultad (poder) y autoridad (misión). La santidad del ministro contribuye a la armonía espiritual del sacramento y edificación de los fieles. A quien recibe los sacramentos también le llega siempre la gracia “ex opere operato”, pero para la validez del acto ha de cumplir los requisitos y tener la disposición que señala la Iglesia: si uno ignora el impedimento que tenga, el sacramento opera, con todo, su gracia; si lo sabe, los sacramentos que imprimen carácter (Bautismo, Confirmación, Orden), realizan su efecto, con tal de que el ministro y el que recibe, tengan la intención según la Iglesia; pero piden al que los recibió quitar el obstáculo para que actúe la gracia sacramental. En los sacramentos repetibles la falta de adecuada disposición, frena la donación de la gracia. La real eficacia de cada sacramento concede más o menos plenitud de gracias y dones, según la disposición del que los recibe; como la infalible eficacia de la Palabra de Dios –lluvia, nieve, semilla–, produce más o menos fruto según la tierra que la recibe. Los sacramentos son signos de la vida que Dios otorga, sobre la vida ya otorgada, natural; vida superior a la material, participante de la vida misma de Jesucristo. Esa super-vida se ofrece en los grandes momentos de nuestra vida, como una fiesta de la que todos participan, y donde los creyentes descubren a Dios implicado en nuestra vida, actuando y elevando, esos momentos de la existencia: nacer, crecer, pecar, amar, enfermar, morir... Todo eso es sublimado, sanado, transformado por la gracia sacramental, con signos perceptibles, sensibles. La expresión sacramental más grande será la Eucaristía: “Esto es mi Cuerpo; tomad, comed”. Santo Tomás destaca tres conceptos que ayudarán a descubrir la teología sacramental: “sacramentum”, “res et sacramentum”, “res tantum”. Aplicado a la Eucaristía, “sacramentum” son las especies visibles de pan y vino, que sirven de signo a otra realidad superior; “res et sacramentum” es el Cuerpo y Sangre de Cristo, subyacente bajo el signo de pan y vino; el fin de esa presencia de Cristo será su unidad, comunión con nosotros. La “res tantum” es la gracia propia del sacramento, la salvación por nuestra unión con Cristo, el Hijo, Salvador. 1.3. La gracia del sacramento La gracia primaria del sacramento es la autocomunicación de Dios por medio de
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Cristo, es decir, de un modo visible. Por la unión hipostática, la humanidad de Cristo unida al Verbo, contiene la vida divina total y la comunica a nosotros, como la sabia se comunica a toda la vid; pasa de Él a nosotros. Esto se sigue realizando por la acción litúrgica sacramental, según su voluntad. Pío XII dice que los misterios de Cristo no son acciones pasadas; se continúan por el CuerpoIglesia, y se realizan en los actos sacramentales. Esa autocomunicación de Dios implica una nueva cualidad en el hombre, una elevación sobre la condición humana, que se hace partícipe de la vida divina: Dios le comunica algo suyo, y eso eleva al hombre a la situación de hijo, por Cristo, el Hijo; es santificación del hombre, deificación, en cierto modo. En el signo sacramental se significa, se produce, se da, esa gracia esencial. La gracia es siempre manifestación global del amor de Dios; es respuesta de Dios a nuestra indigencia –o nuestro pecado–; es misericordia que aparta la vista de nuestro mal, y otorga gracia en vez de hacer justicia. La gracia no sólo es venida personal de Dios por el Espíritu Santo –gracia elevante, santificante–; además concede el sacramento otros dones habituales, particulares, fuerzas, luces, enseñanzas, en las concretas circunstancias del ser humano necesitado de apoyo. También se otorga la gracia en bien de la comunidad, como carisma: poderes de servicio y ministerio: enseñar, curar, dirigir, hablar lenguas, penetrar el corazón, santificar... Además de este conducto o venida de Dios por los sacramentos, para otorgar sus gracias, es claro que Dios puede conceder gracias por otros conductos, siempre a través de Cristo –toda gracia es “gratia Christi: mociones directas al corazón, signos religiosos de otras religiones, palabra que baja como lluvia sobre buenos y malos; incluso personas, acontecimientos, cosas dolorosas pueden ser vehículo de la gracia. Las mediaciones terrenas, humanas, pueden ser para Dios camino de sus dones. La gracia sacramental, en los autores del siglo XVI se representa como una fuente que llena una gran taza, de la que salen siete caños –los siete sacramentos–. Escribe san Agustín: “Pues cuando el Señor durmió en la cruz, la lanza atravesó su Costado, y brotaron los sacramentos con los que creó la Iglesia, y es que la Iglesia fue creada como Esposa, del Costado del Señor, al igual que Eva fue creada del costado de Adán”. Un lienzo de la Escuela Quiteña pinta a Cristo llevando una cruz como una prensa de lagar, presionada por el Padre, lo que hace sangrar a Jesús; esa sangre llena el lagar, a sus pies, y sale por siete caños sacramentales; imagen bellísima que sirve para muchas explicaciones teológicas o litúrgicas 1.4. Sacramentos e Iglesia Los sacramentos son signos de la fe; descubren y señalan la fe del que se acerca a recibirlos, si no crees, no tiene sentido el sacramento. Ese don eficaz de Dios pide una condición, la fe del que lo realiza y la fe del que lo recibe. Como todo don, necesita un donante y un beneficiario. La fe del creyente se profesa y
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se celebra al recibir cada sacramento. Antiguamente la comunidad vivía mucho más esa fiesta sacramental, participando en la procesión, las ofrendas, los cantos, las peticiones, las felicitaciones: era profesión de fe de toda la comunidad. La fe que importa y pide el sacramento, en definitiva es la fe de la Iglesia; los beneficiarios, la comunidad festiva, son participantes, representantes de la fe de la Iglesia. Ella existe, nace, crece, por los sacramentos, obras salvíficas de Cristo. Ella ejerce su misión plena, última, por los sacramentos, y en nombre de la Cabeza, Cristo. Ya dijimos que la Iglesia misma es “Sacramento de Cristo”, y el Vaticano II la señala como “Sacramento universal de la salvación”. San Agustín dice: “No es posible la existencia de los sacramentos sin la Iglesia –comunidad de fe–; ni es posible la Iglesia viva, activa, sin los sacramentos”. Esto sólo se entiende y se fundamenta, por la relación de la Iglesia con Cristo, como su Cuerpo, signo pleno y humano, de la salvación. Cada sacramento vincula de un modo especial con la Iglesia, y hace participante de sus dones; esto se evidencia, de modo especial, en los “sacramentos de iniciación”, –Bautismo, Confirmación, Eucaristía–; por eso, cuando la Iglesia “excomulga” a alguno le priva también de los sacramentos; y cuando un creyente no participa plenamente de la fe de la Iglesia no puede participar de los sacramentos. La Iglesia con su liturgia sacramental no sólo da la gracia salvífica de Cristo; también ofrece en los actos litúrgicos el culto espiritual y perfecto a Dios: esa fue también la misión de Cristo al anunciar el Reino de Dios, la glorificación del Padre, misión que transfiere a su Iglesia. La liturgia de la fiesta del Sagrado Corazón proclama que del Corazón abierto del Señor brotaron los sacramentos, es decir, la obra salvífica que el Padre le encomendó, y que constituye el mayor culto y glorificación de Dios. 1.5. El culto litúrgico Los sacramentos, cada uno y en su conjunto, realizan “el culto en espíritu y en verdad”. El papa Pío XII define la liturgia y sus sacramentos como el culto integral tributado por el Cuerpo místico, Cabeza y miembros, a través del cual la Iglesia continúa y ejerce el Sacerdocio de Cristo. El culto es deber fundamental de todo creyente; todas las religiones e iglesias establecen sus relaciones con la divinidad mediante el culto, de adoración, ofrenda, petición, sacrificios, oraciones; es el modo de servir a Dios, ponerse bajo su protección, implorar sus dones y alabar su grandeza y misericordia. En las religiones humanas, paganas, el culto se tributa a unas divinidades míticas o idolátricas; en Grecia fueron célebres los cultos báquicos, afrodisíacos, apolíneos, órficos; en muchos pueblos encontramos el culto astral, cósmico, como el culto solar de los Incas, y los cultos a la naturaleza, o el culto a los muertos, en Egipto, a los antepasados, en China, el culto al emperador, en Japón. El Pueblo
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de Dios recibe severas prohibiciones de dar culto a los que no son dioses, y exige el culto al único Dios; y señala minuciosamente el sistema cultual de los hebreos. Pero lo valioso del culto, mediante actos y signos sensibles, no es lo exterior sino la sinceridad, fidelidad, obediencia, reconocimiento y amor al Señor, si no es así, Dios rechaza ese culto, cuando el corazón está lejos de Dios. El cristianismo supera el culto hebreo, infiel al Mesías, vacío de sinceridad y de amor, funda en Cristo, Único y Sumo Sacerdote, el culto al Padre, su glorificación, a través del ofrecimiento de Jesús, desde la Encarnación hasta la cruz, ofrecimiento continuado en los sacramentos, que forman la nueva liturgia cultual de la Iglesia. La Iglesia desea purificar los sacramentos de ese sentido, muy extendido, de obligación legal del cristiano, “lo que ha de recibir” en tiempos determinados. Se ha de recuperar el sentido de fiesta comunitaria, de libre y espontáneo ofrecimiento del corazón, expresión de la alegría filial, y glorificación al Señor, aun en medio de los sufrimientos de la vida; pero entendiendo que los sacramentos instituidos por Jesucristo son el medio normal de salvación, y por eso son necesarios, aunque no todos para cada uno, en su real recepción o por el deseo, aunque no se haya podido recibir. El culto litúrgico no agota tampoco toda la riqueza del culto católico; toda obra ofrecida a Dios con amor se transforma en culto agradable al Señor; pero entre todos, el culto más valioso y grato será siempre el culto litúrgico sacramental, que como hemos repetido es la acción cultual al Padre, de parte del Hijo, como Verbo Encarnado y cabeza de la Iglesia. 1.6. Liturgia trinitaria El culto y la liturgia sacramental llevan siempre un contenido trinitario, porque la obra salvadora de Dios es obra de la Divina Trinidad, y el culto a Dios se dirige a la Divinidad que es Trinidad, esencia de Dios. La liturgia eucarística, el sacramento y culto más perfecto, se inicia con la proclamación trinitaria; en el texto de Pablo: “La gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo, esté con vosotros”, y culmina con la solemne doxología: “Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios, Padretodopoderoso, en la unidad el Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos” fórmula antigua, venerable, proclamación de fe y adoración trinitaria, ante las especies sacramentales consagradas. El “Amén” de la Asamblea debía ser una vibrante aclamación y profesión de fe, y participación en la adoración de la Iglesia a la Santísima Trinidad; y termina la eucaristía, –como toda fórmula litúrgica–, con otra proclamación trinitaria, en forma de bendición: “La bendición de Dios todopoderoso, Padre, Hijo, y Espíritu Santo, descienda sobre vosotros”. En la liturgia –como en la Biblia– Dios descubre su ser a través de su hacer, en la historia de la salvación, proyectada en el AT, y realizada por Cristo, en el NT. La
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comunicación y acción de Dios es presencia de su ser, que es trinitario: Padrevida, Hijo-comunicación, Espíritu Santo-amor. Todos los dones provienen del Padre por mediación de Hijo, en la comunión del Espíritu. Toda oración litúrgica concluye acercándonos al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo. Esta misteriosa revelación divina se hace progresivamente: parte de un Dios, Único, Origen, revelado en la creación y la Alianza con el pueblo elegido; va a un Dios Padre revelado en el Hijo, consubstancial con Él; que conoce y comunica al Padre y con Él, y se dirige al Espíritu Santo, Amor substancial del Padre y del Hijo, comunicado a nosotros como fruto de la redención de Cristo. Si los sacramentos son comunicación y salvación de Dios, eso es obra de todo Dios, de Dios Trinidad: Al que me ama y me recibe, recibe al Padre que me envió y el Padre le enviará el Espíritu, y haremos morada en él. La fórmula bautismal es esencialmente trinitaria: “Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. La costumbre litúrgica de bautizar en la noche pascual evocaba la obra salvadora que el Padre promete, Cristo realiza y continúa el Espíritu Santo en cada bautizado. Y cada Persona divina actúa según su ser propio: el Padre da vida, el Hijo se encarna en esa vida, el Espíritu santifica esa vida, y así el hombre entra en la Iglesia, para ser hijo de Dios en el Hijo, por el Espíritu Santo. La confirmación que era como una especificación o complementación del bautismo y se confería junto con él, está penetrada de presencia trinitaria: “Te unjo con el óleo santo del Padre, Señor Omnipotente, y en Jesucristo y en el Espíritu Santo. San Ambrosio explica a los neófitos: “Dios Padre te ha sellado con su señal; Nuestro Señor Jesucristo te ha fortalecido y ha puesto en tu corazón la fianza del Espíritu”. Y en el rito, como en el bautismo, se pide la proclamación de la fe trinitaria. La Penitencia o reconciliación con Dios y con la Iglesia, es perdón del Padre que nos adquiere Cristo con su muerte y se nos comunica por el Espíritu Santo: “Reciban el Espíritu Santo; a los que perdonen, quedarán perdonados”. Y la imposición de manos y absolución eran signos de la acción de la Trinidad devolviendo la filiación divina al pecador, era una “epíclesis” o petición al Espíritu de Santidad sobre el hombre, cumpliendo el anuncio de Ezequiel: “El agua pura que os purificará” y que Jesús hace realidad. La Ordenación sacerdotal ha conservado el sentido trinitario que tenía desde la Tradición apostólica, desde el Eulogio de san Serapión, y el Rito Leonino, fórmulas repetidas en los ritos de nuestro Pontificale Romanum. En toda la fórmula resalta la invocación del Espíritu que unge al Mesías y le envía a dar la Buena Noticia a los pobres; el Reino de Dios; los sacerdotes son los “amigos del Esposo” que participan de su misión, encargada por el Padre. La invocación que pide la unción sacerdotal se dirige solemnemente al Padre: “Escúchanos, Señor, Padre Santo, Dios Todopoderoso y Eterno. Te pedimos que concedas a estos
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siervos tuyos la dignidad del presbiterado... Jesucristo el Señor a quien el Padre ungió con la fuerza del Espíritu Santo, te auxilie para santificar al pueblo cristiano y ofrecer a Dios el sacrificio”. El canto de la Secuencia “Veni Creator Spiritus” y el Prefacio, recuerdan que el único Pontífice de la Nueva Alianza es Jesucristo, que se perpetúa en los sacerdotes de la Iglesia. La Unción de los enfermos resalta la acción de Cristo salvador y sanador. En la misión de los apóstoles se señala la sanación de los enfermos, que la Iglesia primera realizaba por la imposición de manos y la unción, como recuerda el Apóstol Santiago. El rito actual de la Unción contiene, después de la imposición de manos, tres bendiciones trinitarias: “Bendito seas Dios Padre Todopoderoso, que por nosotros y por nuestra salvación, enviaste tu Hijo al mundo. Bendito seas Dios, Hijo Unigénito, que te has rebajado haciéndote hombre como nosotros para curar nuestras enfermedades. Bendito seas Dios, Espíritu Santo Consolador, que con tu poder fortaleces la debilidad de nuestro cuerpo”. Y la bendición final retoma la imploración de la obra trinitaria: “Que Dios Padre te bendiga. Amén. Que el Espíritu Santo te ilumine. Amén. Que el Señor Jesús proteja tu cuerpo y salve tu alma. Amén”. En el Matrimonio es donde menos aparece explícitamente la presencia trinitaria, salvo en las fórmulas generales: En el nombre del Padre... La bendición de Dios... Pero en el fondo, el sacramento del Matrimonio representa vivamente el gran misterio de la relación de Cristo con la Iglesia, como Esposo, para hacerla toda pura limpia, digna de Dios; purificación que realiza en el corazón, el Espíritu. Ya el AT presenta a Dios como esposo, y al pueblo de la Alianza, como esposa muy querida, aunque ella no sea fiel. El amor esponsal que Dios sueña aparece bellamente en el Cantar de los Cantares. Todas estas imágenes encuentran en el sacramento del Matrimonio el signo más completo, en la unión del hombre y la mujer, por el amor. Pero además, la unión matrimonial resulta imagen humana acabada de la vida trinitaria, Padre, Hijo, Amor en un Único Ser divino; los dos una sola carne, dando vida, en el amor, al hijo. Hay, pues, una presencia mística y simbólica muy acusada, de la Santísima Trinidad en el sacramento, símbolo de amor de Dios intratrinitario, de su amor al hombre, fuente de su salvación y de su dicha.
2. Los siete sacramentos 2.1. El Bautismo 2.1.1. Iniciación y misterio El bautismo es claramente algo social, relacional, no algo individualista. Es sacramento de relación con Dios, con Cristo, con la Iglesia, con la comunidad. Es iniciación, introducción en el misterio de Dios que salva y de la Iglesia que continúa esa salvación. Todas las religiones con espiritualidad han creado mitos de iniciación, es decir,
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del paso de la vida privada, familiar, a la vida socio-religiosa; ese rito lleva con frecuencia el signo de muerte a un pasado y nacimiento a algo nuevo, puro. El rito exige un tiempo de prueba, de confirmación y demostración de su capacidad para lo nuevo. Tras eso, la persona es recibida en la comunidad o tribu; esa entrada lleva un signo externo: ablución, baño, circuncisión, corte de cabello, cambio de vestido, imposición del nombre... En Israel es claro el rito de iniciación por la circuncisión e imposición del nombre. Parece que esos ritos se referían a los varones; la mujer, en esas épocas, queda relegada a un puesto secundario en la comunidad. En tiempo de Cristo, cuando se ha desprestigiado mucho la circuncisión hebrea y se ha olvidado la Alianza, algunos grupos, como los Esenios, y la comunidad de Qumram, practican una ablución para entrar en el grupo; tiene valor penitencial y de reconocimiento del pecado y esperanza de salvación. Sin duda que esto inspira a Juan –cercano a las ideas de Qumram–, para su bautismo de agua, anuncio, y preparación del camino al Señor. Jesús acude a ese bautismo, y los misterios que allí se realizan señalan ya el bautismo nuevo del perdón. El pasaje del bautismo del Señor es una exégesis bautismal y forma parte de la catequesis; no quiere ser tanto un relato histórico de una experiencia pasada, sino la expresión de la teología bautismal y de los signos del sacramento, y se toma, según Tertuliano, como texto de la institución y fundación del bautismo. Y es realización de la promesa de Ezequiel: “Los rociaré con agua pura y quedarán limpios; les daré un corazón nuevo, y pondré en su interior un espíritu nuevo; les quitaré el corazón de piedra y les daré un corazón de carne... Y ustedes serán mi pueblo y Yo seré su Dios”. Muchos textos del NT se proponen como preparación e institución del bautismo, aunque el mismo bautismo de Jesús no se toma como la institución. Se preanuncia a Nicodemo; la muerte de Jesús, con la lanzada y el salir de sangre y agua se tiene como un signo creador del bautismo, y Jesús mismo habla de bautizarse en su muerte. Tertuliano explica los efectos del bautismo dependientes del misterio pascual: “Nuestra muerte sólo pudo borrarse por la pasión del Señor; nuestra vida no se ha podido restaurar sin su resurrección”. La real y concreta institución del sacramento bautismal la ven los teólogos y exegetas en el mandato misional, antes de la ascensión: “Vayan por todo el mundo, enseñen..., bauticen en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. La palabra “bautizar” significa sumergir, en el sentido de hundirse, ahogarse, perderse en las aguas, y la salida de la inmersión significaba la vida nueva, resucitada, renovada. Esto quería expresar la inmersión bautismal que usó Juan y que usaba la primera Iglesia, entre los siglos III y XIII, cuando ya prevalece la aspersión. El signo sacramental del agua alude al paso del mar rojo, al diluvio y arca de Noé, y también a la salvación de Moisés niño, de las aguas del Nilo. 2.1.2. Significado y acción del sacramento
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El efecto global de ese nuevo nacimiento comporta la conciencia de pecado, de arrepentimiento y deseo de perdón, lo que implica la fe en Dios y en su Enviado Salvador; eso es lo que proclamaba Juan Bautista. Lleva la remisión y perdón de los pecados, por la gracia de Cristo. Y otorga la infusión del Espíritu Santo, que opera la vida nueva espiritual. Esa vida nueva, divina, supone la filiación, adopción como hijos de Dios, hijos-en-el-Hijo, y la pertenencia a Cristo, como parte de su Cuerpo, y por eso es entrada en la Iglesia, y capacidad para recibir sus bienes y sacramentos. Lo que más destacamos en el bautismo es el perdón de los pecados: el bautismo borra todos los pecados, hasta el momento de recibir el sacramento, los cometidos personalmente o el heredado por el nacimiento en la humanidad, privada de la gracia, desde Adán. También borra las penas merecidas, pero no anula las consecuencias del pecado, la concupiscencia, malas inclinaciones, hábitos, debilidades. Mas, el bautismo no sólo borra los pecados y deja el alma blanca por la sangre de Cristo; también, como hemos dicho, incorpora a Cristo, a su vida, con un nuevo nacer, del agua y del Espíritu, lo que lleva a la filiación adoptiva de Dios, a ser nueva criatura. Esa vida nueva no sería real y visible si el bautizado no dispusiera de las energías nuevas correspondientes a su nuevo ser: la gracia, y eso es lo que le otorga el bautismo: gracia que lo eleva a ser algo divino; y gracias como semillas en sus facultades humanas: virtudes, para actuar como corresponde al hombre-en-el-Espíritu. El bautismo es, así, necesario para la salvación: “El que crea y se bautice se salvará; el que se resista a creer se condenará”. La Iglesia ha explicado esta necesidad, modo humano, señalando varias formas de bautismo: Bautismo de deseo, o en “votum”: si el que se preparaba y deseaba el bautismo no pudo recibirlo, ese deseo le otorga la gracia y los bienes del bautismo; esto ya se decía desde el siglo IV. Y también desde el siglo II se habla del bautismo de sangre, que se realizaba cuando los mártires morían sin llegar a bautizarse, o si sufrían grandes penas por la fe. “El que pierda su vida por mi causa, la ganará”. Son ejemplos, el buen ladrón, los santos inocentes, y tantos neófitos que murieron martirizados, como santa Emerenciana. La necesidad del bautismo llevaba a la conclusión, repetida por largos siglos, de que “fuera de la Iglesia no hay salvación”. Entendido esto de modo estricto, pudo crear angustias y desde luego, el rechazo de otras Iglesias. El Vaticano II, teniendo en cuenta estas reacciones, aclaró el sentido de un modo liberador y consolador, al mismo tiempo que reconocía como posibles otros caminos de salvación, a partir del principio bíblico y teológico de que “Dios quiere que todos los hombres se salven”, y explicando esa necesidad de la Iglesia, como hace la Lumen gentium. El misterio del nuevo nacimiento es irrepetible. Deja un sello, “carácter”, para siempre. Ese sello no sólo significa que el bautizado pertenece a Cristo, sino que
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se hace imagen de Cristo, partícipe de su persona y misión, de su sacerdocio que glorifica al Padre y le ofrece la oblación victimal y el culto agradable a Dios. Es un sello que te asocia al mismo Cristo y a su Iglesia, portadores del Reino de Dios. La acción bautismal, trinitaria, tiene una especial vinculación con el Espíritu Santo. Jesús mismo llama a su bautismo, “renacer del agua y del Espíritu”, y Juan Bautista anunciaba que el Mesías bautizaría no con simple agua, como él, sino con Espíritu Santo. En la visión joánica del Apocalipsis, se presenta el Espíritu como una corriente de agua que brota del Trono de Dios y del Cordero. Jesús hablando con la Samaritana le señala la nueva vida que Él ofrece, como una fuente de agua viva. Por eso, en el fondo de toda la liturgia bautismal, y de la unción del crisma, aletea la presencia del Espíritu, que ya bajó sobre Cristo, como unción del Padre, en el bautismo del Jordán. Los varios exorcismos del rito señalan la derrota del mal espíritu para dejar el sitio al Espíritu Santo: “Apártate de él, espíritu impuro y cede el puesto al Espíritu Santo auxiliador... Que esta criatura venga a ser templo de Dios, mediante la inhabitación del Espíritu Santo”. La misma agua del bautismo es símbolo del Espíritu Santo, que lava, fecunda, fertiliza, da vida nueva. Eso significaba el profeta Ezequiel con aquella corriente de agua que salía del templo y llenaba de vida perenne las márgenes del río. 2.1.3. Bautismo de niños Todo el desarrollo y sentido del bautismo supone la opción personal, libre, y la proclamación de la fe, así como una cuidadosa preparación; y esto se refiere, lógicamente, a los adultos, y eran los adultos convertidos a la fe, los que se bautizaban ordinariamente. Pero muy pronto aparece que junto con los adultos, son bautizados los infantes de aquella familia o grupo; así aparece varias veces en los Hechos de los Apóstoles, y cuando se multiplican las familias cristianas, desean que sus hijos, recién nacidos, reciban pronto el bautismo y sus dones, lo que se irá convirtiendo en la forma más frecuente. Orígenes, Hipólito Romano, Agustín, Tertuliano y casi todos los Santos Padres hablan como normal, del bautismo de infantes. El Concilio de Florencia (1438), y luego el de Trento (1645-63) lo dan como normal y válido. Pero esto encontró también pronto, la oposición de otros cristianos, que niegan la validez del bautismo a los niños, y piden que sean re-bautizados al llegar al uso de la razón; de aquí se originó la secta de los Anabaptistas, que llega hasta hoy, pero que la Iglesia ha condenado. Recientemente, varios teólogos protestantes –E. Brunner, P. Tillic, K. Barth– renuevan el rechazo del bautismo de infantes, porque sólo los adultos pueden poner el exigido acto de fe; otros teólogos protestantes, en cambio, admiten el bautismo de niños. –P. Althuser, J. Jeremías–. Hoy renace en algunos ambientes católicos la tendencia a no bautizar a los niños hasta que sean mayores, opten libremente y sean adecuadamente preparados. El rechazo del bautismo de los niños porque no pueden poner los actos que se
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piden a los adultos, tiene su valor y pone la mira en la persona del bautizado y sus disposiciones o merecimiento, más que en don gratuito –gracia– para todos los que no opongan positivo impedimento. San Ireneo escribía (203 d.C.) que “Nuestro Señor ha venido para salvar a todos los que renazcan de Dios, a los niños de pecho, a los pequeños, a los infantes...”. Los dones de Dios miran no simplemente al individuo aislado, sino a la persona en su grupo, en el pueblo, familia, Iglesia, y de ese don participan todos, incluidos los niños, como ya ocurría con la circuncisión de los niños hebreos. El hijo de una familia cristiana ya podía participar, en seguida, de los beneficios de la salvación, con base en la fe del grupo, que se hace garante de la formación cristiana e instrucción del pequeño, con lo que él mismo, al llegar al uso de razón podrá poner los actos personales de fe y opción, y usará las gracias bautismales ya recibidas. Esto mira más a la fe de la familia, en definitiva, la fe de la Iglesia, de los padres y el deseo universal de Cristo salvador, que a la situación del infante. Además, una gracia, un don, una herencia puede ser otorgada a un niño, pues, es sujeto de derechos y herencias, aunque entonces no ponga los actos de aceptación y uso; los pondrán sus padrinos o tutores. Pero será preciso que al crecer el niño heredero de un legado, se le comunique su derecho y propiedad, para que entonces libre y conscientemente haga los actos legales. ¿Qué padre diría a un tío rico y lejano, que no dejara la herencia al niño porque era pequeño, hasta que él pudiera libremente aceptarla? Es, pues, errónea la idea de no bautizar a los niños hasta que ellos lo pidan. En la vida natural, también se recibe la vida de los padres, sin que el niño lo pida, sin que se dé cuenta del regalo, al ser mayor descubrirá la maravilla recibida y mostrará su felicidad y agradecimiento a los donantes. El bautizado nace a la vida nueva, aunque en aquel momento no se dé cuenta, ya tiene la gracia de Cristo, la filiación divina, la herencia eterna. 2.1.4. Bautismo: agua, sangre, Espíritu Abundantes textos evangélicos y patrísticos presentan el bautismo bajo el signo de tres elementos: agua, sangre, Espíritu, queriendo significar que el agua bautismal cobra su poder salvador por la sangre-muerte de Cristo, y la donación del Espíritu vivificador. “Yo os bautizo con agua, para la conversión, pero aquel que viene detrás de mí y es más que yo... Los bautizará con Espíritu Santo y fuego”. “Éste es el que vino por el agua y la sangre, Jesucristo; no solamente en el agua sino en el agua y la sangre”. San Ambrosio escribe: “Has leído que en el bautismo hay tres testigos y los tres están de acuerdo: el agua, la sangre y el Espíritu. Si prescindes de uno de ellos, ya no hay sacramento del bautismo, porque ¿qué es el agua sin la cruz de Cristo (sangre), sino un elemento común? Y el agua sin el Espíritu no puede purificar..., e igualmente sin agua no se da el misterio de la regeneración”. En algunas religiones antiguas encontramos el rito de la purificación por la
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sangre. Consta que en algunas iglesias cristianas fue costumbre mezclar el agua bautismal con sangre, rito que pronto desapareció, porque no hacía falta esa materialidad de la sangre para comprender la relación del bautismo con la muerte del Señor, abundantemente señalada en el NT. La presencia y la acción del Espíritu Santo ya la señalamos en los párrafos anteriores. Ahora, la renovación carismática insiste en la acción del Espíritu, y habla del “bautismo en el Espíritu”, que no es, en absoluto, otro bautismo, sino la insistencia en la acción del Pneuma desde el bautismo, que se quiere renovar, y dar conciencia, en un acto simbólico, de la fuerza actuante del Espíritu Santo. La vida bautismal no puede entenderse como algo estático, fijo, inmóvil; es fuerza, dínamis, desarrollo hacia una mejor vivencia del sacramento, precisamente por la apertura del alma a la acción del Espíritu y la docilidad a su impulso, cosa que se va a acrecentar en la confirmación. 2.1.5. Preparación del bautismo: Catecumenado Este sacramento iniciático requiere una preparación mayor y más honda que los otros sacramentos, ya que aquí se ponen los fundamentos de la existencia cristiana y del mundo nuevo de la gracia. En los primeros siglos, la naciente Iglesia, inmersa en un mundo pagano y entre religiones y misterios idolátricos, necesitaba una exigente iniciación de los aspirantes, al misterio cristiano; para eso se instituye el catecumenado. La palabra viene del término griego y latino “cathecumenos”, el que se instruye, el discípulo que se está instruyendo. En los primeros momentos de la difusión del cristianismo se confería el bautismo inmediatamente tras la conversión a la fe, por la predicación, sin más preparación. Así aparece varias veces en el NT: el caso del eunuco convertido; tras el discurso de Pedro el día de Pentecostés, cuando se bautizan tres mil personas; en Éfeso, después de la predicación de Pablo, se bautizan doce hombres; en Filipos, se convierte Lidia, vendedora de púrpura y es bautizada ella y toda su casa; allí también es bautizado con toda su familia, el carcelero de Pablo y Silas, y Pedro bautiza a la familia del centurión Cornelio, en Cesarea, que ha recibido ya la infusión del Espíritu. Pero este comportamiento inicial y bajo la acción extraordinaria de la gracia, no podría ser el procedimiento permanente del bautismo. Desde el siglo II ya aparece una estudiada catequesis de preparación, por ejemplo, en la Didajé (s. II d.C.), san Ignacio de Antioquía (110 d.C.), Pastor Hermas (s. II d.C.), san Justino (166 d.C.), Teodoro de Mompsuestia (392 d.C.). Encontramos un catecumenado que dura dos, tres años, que incluye penitencias y días de ayuno. San Cirilo de Jerusalén, san Ambrosio, san Agustín, nos ofrecen preciosas catequesis sobre bautismo. Junto con la doctrina bautismal se va desarrollando un largo y complicado rito prebautismal. Se rechazan del catecumenado, salvo que se corrijan, a los pecadores notorios, sacerdotes paganos, guardadores de los templos, fabricadores de ídolos, usureros, adivinos, magos, magistrados en funciones,
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gladiadores, bufones, actores de teatro... Los catecúmenos forman un estrato especial en la Iglesia, y su preparación abarca tres etapas: La primera comprende, 1) acogida e imposición de manos; la comunidad toma a su cargo al aspirante, 2) signación de la cruz, 3) insuflación del aliento en la frente; es un exorcismo contra los malos espíritus, 4) degustación de la sal, signo de perseverancia y anticorrupción. La segunda: 1) el catecúmeno entra en la categoría de los “competentes” o “iluminados”, y comienza la instrucción, 2) traditio symboli o comunicación y explicación del Credo, que era como un secreto. Los catecúmenos lo han de aprender de memoria y lo han de recitar todos los días de su vida, 3) “reditio symboli” o confesión pública de la fe, de su credo. Había fórmulas para esta profesión de fe, 4) unción como presencia del Buen Espíritu contra los malos espíritus, con renuncia a Satanás y opción por Cristo. Notemos una clara insistencia en los exorcismos y alusión a los malos espíritus, a los que se conmina para que se alejen, 5) se añade el rito del “effathá”, ábrete: el sacerdote tocaba los oídos y la nariz del catecúmeno, con saliva, recuerdo del acto de Jesús, significando la disposición para aceptar al Señor y su Palabra. La tercera etapa, era ya el acto bautismal: congregados los catecúmenos y sus familiares con la comunidad, en el baptisterio, se realiza la inmersión (siglos después la aspersión o infusión del agua). La Didajé o Doctrina de los Apóstoles (s. II), señala que se bautice, a ser posible, con “agua viva”, agua corriente, río, fuente, cascada; si no, en lago o aljibe; que sea agua fría, o natural, preferentemente se haga por inmersión. Sigue la imposición del nombre; se añade una nueva unción con el Sagrado Crisma: a veces se ungía todo el cuerpo; unción que hacía partícipe al bautizado de Cristo sacerdote, profeta y rey, y es el fundamento del sacerdocio universal de los bautizados, también mujeres, y será la raíz del gran movimiento de los seglares en el Cuerpo de la Iglesia. Ya hablamos anteriormente de la diferencia esencial entre el sacerdocio de los fieles y el sacerdocio jerárquico. Los néofitos eran vestidos de túnicas blancas, vestimenta que conservaban desde el bautismo, el día de Pascua hasta el domingo “in albis”; era señal de su alma blanqueada, purificada y santificada por la salvación bautismal. Administra el bautismo, rito siempre solemne, el obispo, el sacerdote o el diácono; así se significaba la presencia de la Iglesia que recibía al nuevo nacido de la fe, del agua y del Espíritu; aquella era la entrada oficial en la Iglesia. Pero desde siempre, en caso de urgencia, emergencia o peligro de muerte, cualquier persona puede bautizar, aunque no fuera bautizada, ni creyente, con tal de que tenga la intención de hacer lo que hace la Iglesia católica para bautizar; ese bautismo es totalmente válido y no se ha de repetir; pero cuando pasara el peligro, el bautizado ha de suplir los ritos del sacramento no realizados. En la catequesis para jóvenes y adultos, los ritos bautismales se hallan notablemente reducidos, pero conservan lo esencial del catecumenado y del viejo acto sacramental. La Iglesia insiste ahora en una seria catequesis para los
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sacramentos y la debida preparación de los padres y padrinos. Es preciso que todos acepten esa obligación religiosa, no la esquiven, y se capaciten para los sacramentos y sus consecuencias; de lo contrario la vida sacramental, tan importante, como hemos visto, se va reduciendo a una ceremonia religioso-social de poca trascendencia en la vida espiritual de los fieles, y con notable devaluación de los misterios sagrados cristianos. 2.1.6. Celebración del bautismo Ya hemos comentado que el rito bautismal se refiere primariamente al bautismo de adultos; pero ahora, en los países cristianos, lo ordinario es bautizar a los niños, y sólo excepcionalmente se bautizan personas mayores; en los países de misión puede ser más frecuente el bautismo de adultos. La Iglesia ha dispuesto un ritual ordinario propio para el bautismo de infantes. La aspersión, ablución o inmersión es el momento esencial y más significativo del sacramento. Podría parecer un rito de poca significación, pero encierra un inmenso simbolismo; esa agua simboliza y realiza una esencial transformación y pone en contacto al hombre con grandes misterios divinos. El agua siempre representa la fecundidad y la vida, la limpieza y purificación, en casi todos los pueblos; el agua es una criatura pura, bella, misteriosa, creadora. San Francisco de Asís la llamó, casta y limpia. En la Biblia es signo de muerte y de vida, de muerte vencida por la vida. Jesús eleva ese simbolismo a fuerza sacramental, de perdón, de recuperación de la vida divina. El bautismo de Cristo en el Jordán, sin duda la acción de bañarse en el río, parecería un ritual externo, como era el bautismo de Juan, pero descubre la presencia del misterio trinitario. Las narraciones de Mateo y Lucas se entienden como una catequesis bautismal: tras la inmersión de Jesús, sobreviene la presencia y actuación del Dios Padre; se abren los cielos, cercanía de lo divino; baja el Espíritu Santo en el signo de una paloma, que se posa sobre Él; es la unción mesiánica y la misión anunciada del siervo de Yahveh, en Isaías. Jesús alude en la sinagoga de Nazaret, a esta unción y misión de salvación y liberación de los pobres. Siguiendo este modelo, en el bautismo se realizan semejantes misterios: la presencia de Dios, la venida del Espíritu Santo, la unción mesiánica, la vida nueva que nace del agua y del Espíritu y que nos confiere la filiación divina por la unión y participación en la vida y destino de Cristo. Todo esto ha exigido como primer paso y primer anillo de la salvación, la anulación del pecado, que nos hacía hijos de Adán pecador. La triple inmersión acompañada por las palabras: “Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, es la fórmula del sacramento. En el bautismo se recibe no sólo el don trinitario de salvación; también sobre todo, la misma donación de las tres Personas Divinas, que toman posesión de la criatura transformada por la gracia, y la hacen sede de la Trinidad; eso nos otorga la vida en Cristo, nuevo Adán. En torno a este núcleo esencial se van
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acumulando los ritos y símbolos, herencia del antiguo rito bautismal: 1) Introducción: saludo, acogida de los bautizandos, sus padrinos y familiares; la comunidad eclesial los recibe. El sacerdote signa al catecúmeno en la frente con la señal de la cruz, e invita a hacerlo también a padres y padrinos. Sigue la petición del bautismo y el nombre del nuevo cristiano. 2) Liturgia de la Palabra: textos que aluden al bautismo; la Palabra va a dar el sentido trascendente de las acciones bautismales. El sacerdote completa, en su comentario, los valores del sacramento y las obligaciones del bautizado y sus acompañantes; es la última fase del catecumenado. 3) Exorcismo prebautismal con el óleo de los catecúmenos. 4) Bendición del agua (si no está ya bendecida), con la oraciónepíclesis. 5) Renuncias y profesión de fe. 6) Acto central del bautismo, con la triple infusión del agua y la fórmula del sacramento, como queda dicho. 7) La unción con el Santo Crisma, en la coronilla del bautizado, que confiere el profundo sentido de participación en la unción de Cristo y su misión de sacerdote, profeta y rey. 8) Siguen dos acciones-signo: la vestidura blanca y el cirio encendido, pervivencia del antiguo bautismo. Si el bautismo se celebra sin Misa, se continúa con el rezo del Padrenuestro por los nuevos hijos de Dios, y la solemne bendición y la despedida. La “Sacrosanctum Concilium” prevee que en países de misión y con sus tradiciones rituales de iniciación, milenarias, se pueden añadir al ceremonial del bautismo otros ritos propios de esas culturas y profundamente significativos, con tal de que no impliquen desviación del misterio cristiano. Fuera de la Eucaristía, ningún sacramento tiene un despliegue tan rico y simbólico; con ello la Iglesia pretende exaltar la fe en ese sacramento, de pertenencia a Dios, unión con Cristo Salvador, donación del espíritu filial y entrada en la Iglesia, para vivir la vida nueva. Bajo esos signos se quiere señalar la trascendente transformación de una vida humana que pasa de la noche a la luz, de la muerte a la vida, de la esclavitud a la libertad. Podríamos pensar en lo que supone la liberación para los presos de un campo de exterminio, la salvación para un náufrago que va a perecer o el rescate providencial de un aviador caído en los Andes nevados, entre Chile y Argentina –como cuenta que le ocurrió a Antoine de Saint Exupéry–. Es una verdadera resurrección, una vuelta a la vida ya perdida, la recuperación de un amor esencial para vivir: “Con Él hemos sido sepultados por el bautismo, para participar de su muerte, para que como Él resucitó de entre los muertos, para gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva”. Y san Gregorio Nacianceno escribe este precioso resumen del misterio bautismal: “El bautismo es el más bello y magnífico de los dones de Dios... Lo llamamos “don”, gracia, unción, iluminación, regeneración, sello, y todo lo más precioso que hay. “Don” porque es conferido a los que no aportan nada; gracia porque es dado incluso a culpables; bautismo porque el pecado es sepultado en el agua; unción porque es sagrado y regio; iluminación porque es luz resplandeciente, vestidura porque cubre nuestra vergüenza, baño
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porque lava; sello porque nos guarda. Es el signo de la soberanía de Dios”. 2.2. Confirmación 2.2.1. Segundo paso de la iniciación cristiana Ya dijimos que la iniciación es un proceso, un desarrollo; la confirmación es el segundo paso del itinerario o camino cristiano. Se relaciona con el bautismo como la Pascua y Pentecostés. Jesús desea que su obra sea completada por la infusión del Espíritu Santo, que va a “confirmar”, reforzar, aclarar, mantener y continuar su don salvífico; se llamó “consecratorium”. La confirmación suena a compromiso, esfuerzo, responsabilidad, misión a cumplir, convicción profunda de la fe y sus consecuencias, fortaleza para proclamarla y vivirla. Tanto la unidad como la misión de los apóstoles estaban pendientes de la Unción de Pentecostés: “Mientras estaba comiendo con ellos, les mandó que no se ausentaran de Jerusalén sino que aguardasen “la promesa del Padre”, que oyeron de mí; que Juan bautizó con agua, pero ustedes serán bautizados en el Espíritu Santo, dentro de pocos días”, donde se anuncia claramente una infusión, unción, bautismo en el Espíritu, como la que recibió Jesús en el Jordán, según el anuncio de Isaías. Sobre los Apóstoles, con María, en el Cenáculo, se derrama esa unción violenta, con presencia de ráfagas de viento, sacudidas, fulgurar de llamas ardientes como lenguas de fuego; “quedaron todos llenos del Espíritu Santo.”. Y comenzaron a actuar de un modo imprevisible. Otra vez baja el Espíritu de modo llamativo, operando la transformación de los hombres, en casa de Cornelio, en Cesarea, y les otorga sus dones carismáticos; ante esto Pedro comprende que debía bautizar aquella familia, con el bautismo trinitario de Jesús. Pero la forma normal de implorar y comunicar el Espíritu a los creyentes iba a ser la imposición de manos y la oración de los apóstoles, costumbre que dura en occidente hasta el siglo III. Pero al mismo tiempo se presenta la donación del Espíritu Santo por la unción con el óleo, signo sensible de la elección de Dios y concesión de una misión, como aparece en numerosos textos del AT y NT: “Dios nos ungió y también nos marcó con su sello y puso en nuestros corazones la fianza del Espíritu Santo”. La institución de este sacramento no aparece nítidamente en seguida, tal vez por su enlace con el bautismo. Santo Tomás dice que Cristo lo instituyó “promittendo non exhibendo”, prometiéndolo, no presentándolo. Los comentaristas señalan la voluntad de Cristo sobre este signo del Espíritu: consta que Cristo no quiere consumar, Él mismo, su obra, la Iglesia, sino que la confía al Espíritu Santo; los apóstoles y la Iglesia entienden que el Espíritu es la complementación del bautismo, según deseo de Cristo; ellos saben que la confirmación no es invento suyo, sino que están realizando la idea y promesa del Señor. Este sacramento nos lleva a descubrir el don superior del Padre, “la promesa
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esencial”. En todo don lo más valioso es el amor del donante, un regalo sin amor, sin la venida del donante; resulta una burla o un vacío cumplimiento; mientras que todo don, regalo, por pequeño que sea –una flor, un libro–, resulta de gran valor, cuando es venida y expresión de amor y estima. El don es al fin, portavoz y presencia del donante. Así Dios en todo lo que da y hace está ofreciendo su amor y está anunciando el don supremo, su propio Amor, Espíritu Santo. Por eso el don de la alianza, de la tierra prometida, el mismo don de la Encarnación y la misión del Hijo…, están orientados al Don supremo del Espíritu Santo, que es Amor. Es el don que nos certifica ser hijos de Dios, y por él entramos en la ley nueva de Cristo: “Si son conducidos por el Espíritu, no están bajo la ley; liberados de la ley del pecado”. Es su fuerza lo que realiza la unidad del nuevo pueblo, la Iglesia, la enriquece, la fortalece y le da la misión que acompaña con múltiples dones a favor del Reino. Esa unción –“crisma”– es lo que vendrá a significar el nombre de Cristo y los cristianos. Tal cúmulo de dones bien debía ser señalado con un sacramento propio: la confirmación pone de relieve la vuelta del Espíritu a la tierra, el envío, desde el Padre y el Hijo, del Espíritu creador y consolador, el nuevo Maestro que hará comprender y confirmará la obra de Jesús. Los Hechos de los Apóstoles llamado “Evangelio del Espíritu Santo”, en cada página señala que Él es el alma de la Iglesia y de todo su apostolado; su presencia y actuación evidencian la presencia y obra del Padre y de Jesucristo. Pese a tantos valores como revela el NT; sobre el Espíritu de la confirmación, la verdad es que el cristianismo fue olvidando esa misteriosa y poderosa obra del Espíritu; la confirmación fue entendida como un requisito después del bautismo y antes de la comunión. Tal vez ha sido el siglo XX el que ha profundizado en la teología del Espíritu Santo y el que alumbró el gran movimiento carismático entre el pueblo de Dios; eso ha despertado una prometedora renovación de la especial presencia del Espíritu en la Iglesia y el nuevo interés por el sacramento de la Confirmación. 2.2.2. Rito y forma del sacramento La celebración de la confirmación, cuando se separa del bautismo, es breve y sencilla; y debe ser preparada con una catequesis presacramental. El ministro idóneo es el obispo, en la Iglesia latina, pero es posible delegar en el sacerdote, máxime cuando éste ha celebrado el bautismo de un adulto. En peligro de muerte todo sacerdote puede conferir este sacramento. En la Iglesia oriental, el ministro ordinario es el propio sacerdote; pero la consagración del Santo Crisma siempre la hace el obispo o patriarca, en la Misa Crismal del Jueves Santo. El católico adulto debe recibir la confirmación como parte de la iniciación bautismal, y para desarrollo de su vida espiritual; el infante bautizado recibirá este sacramento a la edad conveniente y como plenitud de la gracia bautismal, según
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se ha dicho; pero no se dice que sea sacramento necesario para la salvación. La celebración de la confirmación es una fiesta de la comunidad, la familia eclesial, de los padres, padrinos, familiares; es una convocatoria para la acción litúrgica y cultual, en la que varios bautizados acceden al nuevo sacramento. La presencia y presidencia del obispo, pastor de esa Iglesia local, resalta el valor eclesial del sacramento y comprende la participación de todos como miembros vivos y activos de la comunidad de fe. La celebración se hace habitualmente en la catedral o la igIesia parroquial. Desde la separación del bautismo-confirmación, –s. IV–, se habló de la edad para recibir ese segundo sacramento, entre los niños: hubo diversas opiniones; la idea de que el confirmando tenga uso de razón y pueda comprender y hacerse responsable de su compromiso, tuvo mucha vigencia. El Concilio IV de Letrán (1215) propone entre 7 y 12 años, idea que dura varios siglos. San Pío X prefiere la confirmación después de la primera comunión, hacia los 10-12 años. Hoy los teólogos proponen retrasar la confirmación hasta los 16-17 años, para que sea el compromiso de adultos cristianos. Pero los pastoralistas se inclinan por mantener el proceso de la iniciación: bautismo, confirmación, comunión, y las normas pastorales van señalando la edad hacia los 12 años; pero más que la edad biológica habría que atender a la edad psicológica y espiritual, a la capacidad de entender y responsabilizarse de la obligación del “adulto” en la fe. Desde el Vaticano II se recomienda celebrar la confirmación dentro de la eucaristía, donde ya se tiene la liturgia de la Palabra, necesaria en todo sacramento. Luego de la homilía se efectúa el rito de la confirmación. Cuando se hiciera fuera de la eucaristía, conviene dar lugar a las lecturas bíblicas y su explicación. La liturgia prevee la renovación de las renuncias y la profesión de fe. Luego, el rito consiste, esencialmente en: a) La imposición de las manos en la cabeza de los confirmandos, con la invocación trinitaria y epiclesis. La imposición de manos, en el NT, puede tener varios objetivos: curación de enfermedades, –luego hablaremos de la unción de los enfermos–; bendición del Señor, deprecaciones, transmisión de poder sagrado; y está la imposición de manos signo de este sacramento, y acompañada de la oración impetratoria que determina el sentido de ese gesto y tiene como fruto la gracia de la fortaleza para la activación de la vida bautismal. b) Unción en la frente con el Sagrado Crisma, y la fórmula: “Recibe por esta señal, el don del Espíritu Santo”; la Iglesia oriental dice: “Sello del don que es el Espíritu Santo”; ya hemos comentado la evolución de estos signos a través de los siglos. Actualmente la Iglesia, concretamente desde Pablo VI determinó que se usen los dos signos, como necesarios para el sacramento. Ha desaparecido el pasado signo del “bofetón” –álapa– que el obispo daba en la mejilla del confirmado. Pero el celebrante da el beso o abrazo de paz, con lo que significa la comunión con el obispo y con la Iglesia.
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Queda patente la sencillez de la ceremonia, pero bajo sus breves símbolos late todo el misterio de la comunicación del Espíritu y del compromiso adulto del confirmado para actuar según los frutos y efectos del sacramento. 2.2.3. Presencia y acción del Espíritu Santo El Espíritu Santo de Pentecostés fue la vida y el alma de la Iglesia. Su presencia siempre realiza su actividad esencial: unir personas, en la Trinidad, en la Encarnación, en la constitución de la Iglesia, en la relación del cristiano con Cristo, en un solo cuerpo. Lo que hace de muchos y dispersos miembros, una Iglesia, es el principio de unidad, el Espíritu Santo, por eso la Confirmación es el gran sacramento de nuestra consciente pertenencia a la Iglesia, miembros del único Cuerpo. Esa unión no es solo social y jurídica, es íntima, esencial, o como decía Teilhard de Chardin, “de centro a centro”, o sea, en el amor, como en el matrimonio y la amistad, que hace de los dos, una sola carne, una sola vida. El Espíritu Santo, Persona-Amor es relación, alteridad, abrazo; y Él será el que realice nuestra personalidad cristiana. Es decir, nuestra relación “de centro a centro”, con el Padre, con Cristo, con los hermanos o comunidad; relación fundada en el amor, única fuerza que hace de dos, de muchos, uno. En la Trinidad, el Espíritu Santo es “una Persona en dos Personas”; en la Iglesia es “una Persona en muchas personas”; la Trinidad es la obra del Amor Espíritu Santo, lo mismo que la Iglesia-Una. Aunque en el bautismo ya se da el Espíritu, para el perdón, la filiación divina y la entrada en la Iglesia, es la confirmación y plena donación del Espíritu, promesa del Padre, lo que hace al cristiano incorporarse activamente en el Cuerpo de Cristo-Iglesia. El Espíritu es también el que da la misión e impulsa la actividad de la Iglesia, tanto en su vida interior como en su tarea apostólica. Jesús insiste en que no se lancen a la misión hasta que reciban el Don del Padre. La fuerza del Espíritu no desciende sólo sobre la jerarquía de la Iglesia sino que es la vida de todos los miembros que reciben luces y gracias, inspiraciones y carismas, para la construcción y desarrollo de todo el Cuerpo; ésta es la base y causa de la presencia activa de todo bautizado en la vida y misión de la Iglesia. La confirmación se hace así fuerza creativa de toda la Iglesia, que con la unción recibe también el mandato y la posibilidad de actuar en la construcción del Reino y la salvación del mundo. Esta capacidad y derecho de actuar en la Iglesia, por la fuerza del Espíritu se realiza en un Cuerpo organizado y jerárquico, que ha de discernir y confirmar los dones y carismas particulares de los bautizados, como recuerda el Vaticano II. La actuación del Espíritu puede ser fulgurante, extraordinaria, como en Pentecostés, en Pablo, o en casa de Cornelio; puede ser callada, interior, sobre la vida cotidiana del creyente y su tarea apostólica: el confirmado se hace parte responsable de la Iglesia, soldado en campaña; siempre la unción lleva a la misión; también en Cristo. La misión de la Iglesia y de los cristianos no brota
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precisamente de su entusiasmo, impulso, generosidad; es envío, obligación, dependendiente del Pneuma, vivo y activo, que han recibido. La presencia del Espíritu Santo en el alma nunca es estática, parada, como una estatua; es llama de fuego, principio vital; si está vibra, quema, impulsa, obliga a salir. Por eso la Confirmación es un sacramento de cara al mundo, al Reino; ha de germinar, como semilla en la tierra. La Fuerza de lo Alto que entraña el Espíritu Santo convierte al cristiano en templo y morada del mismo Espíritu, y con Él, de toda la Trinidad Santísima. Y eso nos confirma en la filiación divina y derechos conscientes como adultos, a la herencia del Padre. La “renovación” del Espíritu en la Iglesia está despertando esa conciencia de la obra del Espíritu, de sus dones, gracias y carismas diversos, que expone san Pablo, y la Liturgia de Pentecostés. El único y mismo Espíritu es el que concede al pueblo de Dios el “sensus fidei”, y concede a la jerarquía el poder de magisterio para toda la verdad revelada de salvación. El poder del magisterio no brota de la alta sabiduría de los Pastores, y la infabilidad de la Iglesia, del papa y los obispos colegialmente o del mismo papa, sólo puede provenir de la fuerza y luz del Espíritu, fundada en la presencia permanente de Jesús en sus enviados, presencia que realiza el Espíritu Santo, hasta que Él vuelva. Ahora comprendemos mejor cómo convenía que hubiera una iniciación cristiana, un sacramento especial que abriera al bautizado, ya adulto y responsable, este magnífico panorama de un permanente Pentecostés en cada creyente, y descubriera la maravilla de la presencia y acción del Espíritu de Dios en la vida cristiana: bajo los modestos signos de este sacramento surge de la llama inextinguible del Don supremo, el Espíritu del Padre y del Hijo, “dulce huésped del alma”. 2.3. Eucaristía 2.3.1. Eucaristía, sacramento central: presencia de Cristo Muchos comentaristas, teológicos y litúrgicos, comienzan la exposición de los sacramentos por la eucaristía, que es ciertamente el sacramento central, esencial, “fuente y cumbre de toda la vida cristiana”; pero hemos preferido el orden natural y como genético, siguiendo el proceso de la iniciación cristiana; bautismo, confirmación, eucaristía, sólo el bautizado con conciencia de su ser cristiano puede acceder a la eucaristía. Todos los sacramentos están ordenados a este sacramento como a su fin, dice santo Tomás de Aquino; es la síntesis y centro de la obra de la redención, de la acción de Cristo. Santo Tomás lo resumió en su preciosa secuencia: “¡Oh sacrum convivium in quo Christus sumitur, recolitur memoria passionis eius,
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mens impletur gratia, et futurae gloriae nobis pignus datur”. (¡Oh sagrado banquete –en el que se recibe a Cristo– se rememora su pasión, –el alma se llena de gracia– y se nos da la prenda de la futura gloria). El sacramento de la Eucaristía, su efectividad, es visibilidad de la historia salvífica del Señor, manifestada en su Cuerpo y Sangre. La Iglesia, después de Pentecostés, es decir, iluminada por el Espíritu Santo, comprende el mandato de Jesús; “Hagan esto en memoria mía”; “esto” era convertir el pan y vino en la carne y la sangre de Cristo entregado en la cruz, desangrado, muerto y resucitado; era hacer presente al Señor, real y místicamente, no de modo carnal y material –no es lo mismo real que material–. Los signos separados, pan-vino, cuerpo-sangre, apuntan al modo de presencia en el sacrificio mortal del Cordero. Pero ese sacrificio –muerte de ese cuerpo– es inseparable de su resurrección. Por eso, en la eucaristía, está Cristo bajo las especies de pan y vino, resucitado, con su cuerpo y sangre reunidos en su cuerpo glorioso, fuera de las leyes físicas de la carne y sangre humanas; y en cada especie está todo Cristo completo. La presencia de Jesús en las especies consagradas es dinámica, es decir, comunica su existencia salvífica toda ella, desde la encarnación y culminada en su muerte victimal, su resurrección y glorificación, o sea, víctima aceptada, acogida por Dios. La Iglesia, al recibir la eucaristía y repetirla, se siente penetrada por el destino salvador de esa muerte, entrega, resurrección gloriosa, que es participada, desde la Cabeza-Cristo a todas las partes del cuerpo eclesial. En la época apostólica pospentecostal es claro que se celebra la eucaristía con el nombre de “fracción del pan”, pero significando toda la acción sacramental. También se denomina con otros nombres, que señalan los diversos sentidos de la acción: “Cena del Señor”, recuerdo de la cena pascual; “ágape” o comida de amor fraterno; sinaxi, que alude a la reunión, convocación, comunidad eclesial. La celebración tiene valor de acción de gracias, agradecimiento, gratitud a Dios, “eucaristía”, por el inconcebible don de la redención de Cristo; y se fue haciendo habitual la palabra “Misa”, tal vez la de menor contenido, ya que parece que significaba la palabra de despedida de la celebración. En la epíclesis se invoca al Espíritu Santo para que convierta el pan y vino presentes en el cuerpo y sangre del Señor. La presencia real y permanente de Cristo en el pan y vino, era fe profunda vivida en la Iglesia desde el principio; el modo de estar el cuerpo-sangre en las especies fue objeto de largos estudios, afirmaciones y negaciones. La Escolástica formula el cambio como “transubstanciación”; el papa Inocencio III (1198-1216) ya la emplea como normal; la Alta Escolástica la profundiza, oponiéndose a falsas interpretaciones. Se partía de los datos de la institución de Cristo. Los herejes daban a las palabras de Jesús un sentido metafórico. En arameo –usado por Jesús–, existe la
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metáfora de “comer la carne de uno”, que significa odiarle a muerte. Jesús no pudo usar las palabras en tal sentido metafórico, sino real y reiterado. La explicación de cómo está Cristo realmente presente pedía largas reflexiones; buscaron apoyo en los conceptos aristotélicos de substancia y accidente, materia y forma, de gran aceptación en la época, y se acuñó la palabra “transubstanciación”, que ha servido hasta hoy; aunque toda filosofía y sus formulaciones resultan pequeñas para abarcar el misterio, que es siempre “más”. San Juan Damasceno ya señalaba la realidad de la presencia y la inescrutabilidad del misterio: “Si preguntas el modo y la forma con que esto acontece, te bastará saber que es por el Espíritu Santo... Lo único que sabemos es que el Logos de Dios es verdadero, eficaz, omnipotente; aunque el modo permanezca inescrutable”. El Concilio de Trento confirma con palabras claras “esa presencia real, que la Iglesia llama adecuadamente “transubstanciación”. La eucaristía es fuente de todo el orden sacramental precisamente porque contiene, hace presente al mismo Salvador. Las especias visibles de pan-vino son signos sacramentales de una presencia real, invisible, del Cuerpo-Sangre de Cristo, o sea, que llevan la gracia suma y total de la salvación, que es en todo rigor, el mismo Salvador: “Yo soy tu salvación”. En la eucaristía no sólo recibimos los efectos de la salvación, sino la presencia del Señor. La presencia querida, buscada, repetida, entre personas revela inequívocamente un amor, y por eso descubrimos en ese sacramento presencial, el testimonio de amor de Dios con nosotros: “Emmanuel”. Para que estemos un día siempre con el Señor, ahora el Señor está con nosotros; ése ha sido el saludo gozoso de toda la liturgia: “El Señor esté con vosotros”. Ya sabemos que no es la única presencia de Cristo en la Iglesia, pero es la más directa, realista, sensible y significativa; presencia del amigo que está aquí, no como imagen sino vivamente, dando vida y amor. Así la presencia real eucarística debe producir la presencia nuestra ante Él, también real, constante, suplicante, adorante. 2.3.2. Eucaristía sacrificio: memorial de la pasión La consagración en la misa hace presente a Cristo crucificado, pero glorificado. El tiempo humano pone distancia de unas horas entre la muerte y la resurrección; pero eso no afecta a la unidad del acto salvador; muerto Cristo, ya es glorificado, glorioso, resucitado ante el Padre. Santo Tomás escribe: “La eucaristía es el sacramento perfecto de la pasión del Señor, puesto que contiene al mismo Cristo”; señala un pasado, la muerte de Cristo; un presente: aquí está el cuerpo y sangre del Señor; y un futuro: la participación y unión nuestras con Cristo ya glorioso. El signo sacramental, pan-vino, señala el sacrificio de la víctima. Pero el sacrificio de algo o de alguien no es, sin más, beneficio o salvación para otros; supone además, la razón de ese sacrificio: una voluntaria donación de uno por amor y en beneficio de alguien. Cristo, por amor al Padre y a los hombres, y por
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deseo de cumplir el plan divino de salvación, se ofrece voluntariamente: “Cuerpo entregado por ustedes, sangre derramada por ustedes y por todos, para el perdón”. “Todas las veces que coman este pan y beban este cáliz, anunciarán la muerte del Señor”. Los sacrificios cruentos o incruentos los encontramos en todas las religiones; también los sacrificios humanos; su sentido era de obsequio, agradecimiento: Jefté ofrece el sacrificio de su hija, por haber vencido a sus enemigos; o para aplacar a los dioses: los marineros echan a Jonás al mar, para aplacar la tormenta. Los sacrificios humanos eran, por lo general, impuestos, obligados, castigo a los vencidos, como los monstruosos y masivos sacrificios humanos de los aztecas. En la Biblia aparece la escalofriante prueba de Dios, el sacrificio, no realizado, de Isaac, hijo de Abrahán; aunque fuera sólo una prueba, para el padre resultó una petición horrible, aún contando con que en aquel mundo de Abrahán sí eran entendibles los sacrificios humanos. Las ofrendas en especie o de animales eran muy frecuentes, también en Israel. Pero para el pueblo de la Promesa, estaban prohibidos los sacrificios humanos. El pueblo de Dios basaba gran parte de su culto en los varios sacrificios, de animales y de ofrendas agrícolas; era natural en un pueblo ganadero y agricultor: holocaustos, sacrificios de comunión, sacrificios por el pecado, de reparación, sacrificios votivos o voluntarios... El más valioso y significativo sacrificio de Israel será el cordero pascual, pedido por el mismo Yahveh, que es signo de la liberación, y en cierto sentido, causa de la misma. El NT descubre la clave de este anuncio y la realización de la promesa, en la muerte sacrifical de Cristo. San Juan y la Carta a los hebreos señalan esa relación de interdependencia. Y Cristo, el Cordero inmolado, sacrificado, reaparece en el Apocalipsis como causante de la plena y gloriosa salvación escatológica, de los hombres. Ese sacrificio es el que encarga Jesucristo que se repita sacramentalmente, en los signos eucarísticos. La muerte de Jesús es, primeramente, una glorificación de Dios, por la obediencia y el amor del Hijo; es imploración y concesión del perdón de los pecados del mundo; es reconciliación con Dios; es comunión con Cristo, en su muerte y resurrección. La misa se celebra por deseo expreso de Jesús: “Hagan esto en memoria mía”, y en el texto litúrgico se repite: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección...”. Tal celebración no es sólo un recuerdo de hechos pasados, es “memoria” o “memorial”, actualización, representación del ofrecimiento total de Jesús, también ahora, y participación actual de sus frutos. Toda la tradición patrística, medieval, tridentina y postridentina repite sin discrepancias, que la misa es sacramento del sacrificio de Jesús, y se llama comunmente “memorial de la pasión”, el santo sacrificio del altar. Sólo la Reforma protestante, sus prolegómenos y seguidores, plantean la negación del carácter real sacrificial de la misa, y sólo le reconocen un valor de recuerdo o conmemoración del pasado. La encíclica Mediator Dei de Pío XII establece la igualdad entre el sacrificio de la cruz y el sacrificio de la Eucaristía. 2.3.3. La eucaristía, cena pascual, banquete, comunión
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El sacrificio pascual estaba destinado a la manducación del cordero sacrificado; y esto significaba la comunidad con Dios, la garantía de su alianza y protección liberadora. En los banquetes sacrificiales, bien frecuentes en muchas religiones, la comida de la víctima era participación en el culto y las bendiciones de la divinidad; Cristo establece, justamente, el sacramento de su sacrificio redentor para dar en comida-bebida, su cuerpo y sangre. Esa comida con Dios formaba parte de la amistad y comunión con el Señor, como entre nosotros, la invitación a una comida es signo y efectividad de la cercanía, amistad, familiaridad y hasta pacificación de desavenencias. Cristo alude varias veces a ese banquete del rey o señor, signo de su amistad. Y el destino escatológico de la salvación se presenta como un banquete del Reino, para los elegidos. La idea de banquete-comida está, pues, en la entraña de los signos de la salvación. La eucaristía tiene como signo global, una cena, una fiesta de familia, donde se comparte la comida, que es compartir la vida. En los ritos, ahora breves, se expresa el origen de ese banquete y la secuencia o sucesión del acto, a partir del texto de la Cena pascual. Esta secuencia, que luego comentaremos, se apoya en los testigos presenciales de la primera eucaristía, de Cristo mismo, y en la reflexión y profundización con que la Iglesia primitiva va elaborando el rito de la eucaristía, a partir de la cena del cordero, que Cristo alarga con su primera nueva cena. Y Cristo la celebra siguiendo fielmente la cena hebrea del cordero, que se desarrollaba, probablemente con estos pasos: 1. reunión y primera copa; 2. bendición de la fiesta por el padre de familia; 3. presentación del cordero sacrificado y asado, de pan, hierbas amargas; 4. segunda copa; 5. el padre explica el sentido de esa cena pascual; 6. se reza la primera parte del Hillel (salmo 113); 7. el padre corta y reparte el cordero, el pan, las hierbas; 8. tercera copa de bendición; 9. acción de gracias por la cena; 10. se retiran los restos, y cuarta copa; 11. final del Hillel. Es fácil reconocer en nuestra misa, algo de esa sucesión de momentos, que recuerdan la cena judía. En la Eucaristía se realiza la comunión con Cristo y su vida-muerte, precisamente por esa comida sacrifical, que opera la unión con su cuerpo y sangre ofrecidos en sacrificio por los pecados: su cuerpo es el pan que baja del cielo y da vida al mundo; “el que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él”: tomar la comunión es entrar en comunión con Cristo, un abrazo
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supremo de amistad que nos hace vivir en él, con él y por él. “Todos los hombres están llamados a esta unión con Cristo, Luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien caminamos”. El ser humano está destinado por su naturaleza y su personalidad, a la comunión de relaciones interpersonales, inter-humanas, cada vez más íntimas: de la cercanía y convivencia, a la intercomunicación y colaboración, para culminar en el abrazo de unión y amor, que aspira a unir profundamente las personas, como en la amistad y el matrimonio; los dos una sola carne, una sola vida. La unión con Dios es el deseo íntimo de todo verdadero creyente, y todas las religiones buscan, con sus métodos, esa relación; pero al ser humano le es imposible, por sí, ascender a ese encuentro. En todas las mitologías, los dioses se encargan de poner clara la frontera, que el hombre no puede traspasar, y los inmortales castigan duramente la osadía de acercarse a lo divino, como en los mitos de Prometeo o de Sísifo. En la revelación bíblica es Dios mismo quien se acerca, desciende, se presenta y se autocomunica, primero mediatamente, por sus profetas; se une al pueblo por su alianza y cena pascual; y definitivamente por la llegada de su Hijo. Esa participación, por Cristo, en la vida divina es ahora la cumbre de la existencia cristiana, y es anuncio y promesa de la plena unión con Dios, realizada por Jesucristo. La comunión eucarística es ya signo y prenda de la comunión escatológica, que llama san Ireneo, “visión de Dios”: “Vita hominis, visio Dei”; la comunión eucarística está ordenada a la comunión eterna en el Reino consumado. Así, el abrazo con Dios a través del cuerpo de Cristo es la finalidad de la eucaristía; recibir la comunión en la misa no es una devoción optativa, al asistir a la celebración; es algo esencial, sin lo que la eucaristía pierde casi todo su sentido. Esa unión con Cristo lleva necesariamente a otra comunión: la unión con los hermanos, es decir, la formación de la comunidad de la Iglesia: “los que comemos un mismo pan, formamos un solo cuerpo en Cristo”. Esta comuniónunión con los hermanos se expresa por el vínculo de la caridad. El sacrificio del amor total de Cristo, que se nos comunica con su cuerpo, nos ha de llevar a la unidad y abrazo de amor con los otros. La comunión eucarística con Cristo es incompatible con la discordia y desamor, incluso con el desinterés por los demás; por eso la comunión compromete en la tarea de la paz y la justicia, forma realista del amor. El autor de ese amor fraterno, que Dios pide, será el Espíritu Santo, el que transforma el pan-vino en cuerpo y sangre del Señor, síntesis de su amor sacrificado hasta el extremo. 2.3.4. Eucaristía: fiesta, culto perfecto La celebración de la eucaristía convoca una asamblea y crea su unidad en virtud de la presencia de Cristo Cabeza; por eso la misa es el origen de la “Ecclesia” y su vínculo. Cada sacramento es una concreta autorrealización de la
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Iglesia; pero esto concierne principalmente a la eucaristía, corazón de la comunidad eclesial, y lo que la convierte en Cuerpo de Cristo. Siempre la misa es, pues, un acto eclesial, aunque haya pocos fieles, aunque no hubiera más que el sacerdote; pero la ausencia de fieles, y la presencia puramente pasiva, que es otra ausencia, deja sin sentido muchos momentos: el saludo, su respuesta, lectura sin oyentes, invitaciones a orar vacías, bendición al aire, banquete sin comensales... Por su esencia, la acción eucarística es reunión y fiesta de la comunidad; por eso se llamó “sinaxis”. El protragonista principal es Cristo, su presencia de cabeza se hace visible en el presidente de la asamblea, obispo o sacerdote, y el cuerpo son los fieles asistentes. Los bautizados que toman parte, pueblo santo, sacerdotal, consagrado, participan no sólo porque responden, comulgan o cantan, sino porque también realizan el sacrificio, el ofrecimiento, la glorificación del Señor, porque son miembros de Cristo, como las ramas de la vid. Pero es cierto que además de esta participación esencial, por su carácter de sacramento, la fiesta eucarística necesita la participación corporal, externa, sensible, festiva; eso aportan las posiciones, actitudes, palabras, movimientos, reverencias, genuflexiones, inclinaciones, alzar de las manos…; todo eso sensible está significando el misterio eucarístico que celebran. La eucaristía crea la Iglesia, y la Iglesia crea la eucaristía, es el sacramento donde mejor aparece la obra unidora y transformadora de los hijos, dispersos por el pecado; y en la eucaristía es donde se expresa mejor el sentido de fiesta de todo el pueblo, donde todos actúan y disfrutan; nadie debe estar sólo mirando, en una fiesta comunitaria. En la celebración de la eucaristía quizás sea donde mejor se significa el misterio de la Iglesia celeste y terrena, visible e invisible, divina y humana, temporal y eterna, espiritual y corporal, y bajo el signo de la fiesta eclesial se realiza el gran misterio de la salvación del pueblo, por la sangre de Cristo. La prolongación y aplicación del acontecimiento de Cristo que salva al mundo. “No se da sin la colaboración de los hombres, la cooperación humana con la acción de Cristo y la inserción del hombre en la existencia terrena de Jesús; el marco en el que todo esto es posible se da, de hecho, en la Iglesia, Cuerpo de Cristo”. El crecimiento del hijo de la Iglesia, que se inicia por el bautismo-confirmación, no es maduro y pleno sino por la unión del cristiano con Cristo, a través del abrazo eucarístico y la identificación con Cristo, con su sacrificio y su vida gloriosa. Esta incorporación a Cristo, en esta vida temporal, siempre será imperfecta y débil, por parte nuestra; pero está encaminada a la plena fiesta de la unión con el Señor en la Iglesia celeste, en la vida eterna, prometida por Jesús, al dar el pan del cielo, que nos hace ya partícipes de su vida etern. La fiesta de la Iglesia en la tierra es preludio y anuncio de la fiesta eterna, del encuentro pleno con Dios en Cristo y en el Espíritu. La reunión de la Iglesia, para celebrar la eucaristía, no sería plena si sólo pensáramos en los presentes, ni siquiera en la universal comunidad eclesial
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extendida por el mundo; es también presencia de la Iglesia en el tiempo, es decir, que el único sacrificio de Jesús que celebramos ahora se une con la acción de las pasadas generaciones celebrando la única fiesta del Señor, y traspasando los umbrales del “eón” temporal, nos abraza a la Iglesia celeste, en la celebración del único misterio que a todos nos salva y nos une. Por eso, en el rito de la eucaristía recordamos a todos los Santos, imploramos su valimiento, ya que son los representantes del pasado y de la Iglesia triunfante, que celebra la liturgia del Cordero. Desde esta perspectiva, en la celebración de la eucaristía es imposible no incluir a la Santísima Virgen María, no sólo como Madre de Dios sino también como presente, mejor que nadie, en el misterio pascual, desde Belén hasta la Cruz, y ahora participante primera en la liturgia celeste. Por eso la liturgia eucarística de Oriente y Occidente invoca repetidas veces a la Madre de Dios y la hace presente, de un modo espiritual, en cada celebración, evocando la primera comunidad eclesial de Jerusalén. La eucaristía que estamos comentando no es “una cosa”, ni siquiera es simplemente el Cuerpo de Cristo; es una acción que actúa la presencia del Mesías realizando la obra del Padre y tributando a Dios su adoración y glorificación. San Juan presenta la muerte de Jesús como acto de glorificación del Padre: “Si Dios es glorificado en Él, también Dios le glorificará”; “para que el Padre sea glorificado en el Hijo”. Esa glorificación del Padre por el Hijo hecho hombre, entregado a la muerte, es el acto más perfecto y sublime del culto tributado a Dios desde la tierra. Dice el Vaticano II: “En esta obra tan grande, por la que Dios es perfectamente glorificado y el hombre santificado, Cristo asocia siempre consigo a su amada Esposa la Iglesia, que invoca a su Señor, y por Él tributa culto al Padre Eterno. Es la acción sagrada por excelencia”. “Al celebrar el sacrificio eucarístico es cuando mejor nos unimos al culto de la Iglesia celestial”. Ya hablamos del culto de Israel, trazado por Dios mismo y luego empequeñecido y desviado por los hombres, al empobrecerlo con preceptos humanos, anulando los divinos. Jesús repondrá ese culto en su grandeza espiritual y verdadera. Son manifestaciones de ese culto que llamamos cristiano, el reconocimiento, la confesión, la proclamación, la adoración del Señor; la obediencia, agradecimiento, confianza y súplica. El culto-agradecimiento, acción de gracias se ha visto tan importante que dio su nombre a la misma celebración “eucarística”, acción de gracias.. La palabra “culto” viene del término hebreo “abad”, que significa servir. Sobresale en este servicio la adoración que sólo es tributada a Dios. Esencialmente es un acto interior, del corazón, pero pide su manifestación exterior, personal y colectiva: la postración, la inclinación, la ofrenda, el ósculo, la elevación de manos, la genuflexión, la procesión... La adoración es reconocimiento de la grandeza, excelencia, poder, santidad y amor de Dios; y la pequeñez e indignidad del hombre. Eso ha existido en todos los pueblos y tiempos, menos en los tiempos modernos, cuando el hombre ha temido que
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proclamar la grandeza de Dios equivaldría a disminuir la grandeza del hombre, llegando a formular el axioma absurdo de que para que exista y sea libre el hombre, hay que descartar a Dios; para que viva el hombre ha de morir Dios. Claro que esto nada tiene que ver con la muerte de Cristo-Dios, precisamente para que Dios sea glorificado y el hombre participe de esa gloria. El culto de la Iglesia representa una glorificación limitada e imperfecta, asociada imperfectamente al culto de Jesús; sólo alcanzará su perfección en el culto de la gloria celeste, cuando la Iglesia entre plenamente en Cristo. La eucaristía es el sacramento que mejor significa la glorificación del Padre por Jesucristo, y continuada, junto con Él, por la Iglesia. Por eso es la cumbre del culto cristiano. Ir a misa no es sólo cumplir un precepto, ni sólo buscar la gracia de Dios; pronto también se convirtió en el mejor culto a Dios y a su Hijjo Jesucristo: la presencia sacramental de Cristo señalaba que se debía también dar culto a Cristo, Hijo de Dios, Dios de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero; eso proclama la Iglesia con la frase de san Pablo: “Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre”. “Y ante su nombre toda rodilla se doble en la tierra, en el cielo y en los abismos”. El culto a Jesucristo crucificado, resucitado, exaltado a la derecha de Dios, glorificado en el cielo, encuentra una normal expresión terrena en el culto del Santísimo Sacramento del Altar. Tal culto eucarístico lleva una lenta evolución: Primero lo que atrae al cristiano es el Cuerpo y Sangre, en el sacrificio. Luego, las especies consagradas son tratadas con reverencia y guardadas en la sacristía o el sagrario, sin pompa alguna. Fue el espíritu medieval, los estudios sobre la transubstanciación y las reacciones contra las herejías anti-eucarísticas, como la de Berengario (1046), lo que avivó el deseo de dar culto adorante y reverente al Santísimo, y expresarlo con actos de veneración. El impulso se acrecienta con las revelaciones de Juliana de Lieja (1209), el obispo de esa ciudad, Roberto, instituye en su diócesis, la fiesta del “Corpus”, y el arquidiácono de Lieja, Jacobo Pantaleón (1230), llegado al pontificado con el nombre de Urbano IV, manda celebrar esa fiesta en toda la Iglesia de occidente (1264). Santo Tomás de Aquino estudia teológica y espiritualmente el culto al Santísimo, compone himnos y secuencias, tan famosos como el “Lauda Sion”, “Pange llingua”, “Sacris sollemniis”. Desde Germania se difunde rápidamente la solemne procesión del Corpus (Colonia 1277), con vistosos desfiles, alegorías bíblicas, andas y estandartes, que recorren campos y ciudades. España y luego América Latina acogen con entusiasmo ese culto eucarístico; se multiplican las exposiciones del Santísimo, la adoración perpetua, la adoración nocturna, las Cuarenta Horas, las bendiciones del Santísimo; también se introduce la elevación de las Sagradas Especies, la iluminación del Sagrario... Sólo mediado el siglo XX, el crecimiento de la desacralización, la tensión de la vida ciudadana y ese movimiento del humanismo
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realista, que señala la necesidad de atender al cuerpo vivo de Cristo en los pobres y dolientes, ha frenado o encauzado por otros derroteros el esplendor pasado del culto eucarístico. 2.3.5. Liturgia eucarística: acción sagrada La eucaristía se desarrolla como un inmenso acto sagrado, que podría evocar las tragedias griegas o los “autos sacramentales”: un conjunto de actores visibles, el protagonista siempre invisible, Cristo, una asamblea que no es de espectadores sino de participantes activos, como “el coro” griego, en los que resuena cada momento de la acción. No estamos en rigor ante una escenificación teatral –aunque tenga ciertas semejanzas y esté montada sobre elementos simbólicos materiales: escenario, personajes, público–; la misma cena del Señor ya tuvo esa expresión dramática exterior: escenario, el Cenáculo, cena familiar; acción de gracias, larga plegaria, salida del traidor, marcha hacia la Pasión... “El memorial” del misterio cristiano es una realización, una prolongación o continuidad del evento y sus consecuencias: Jesús sigue inmolándose, místicamente, por el mundo, y su gracia salvadora se derrama en cada misa sobre los creyentes, que reciben y comulgan, el Cuerpo y Sangre sacrificados en la Cruz. La actual liturgia se desarrolla en estos momentos: – Rito de entrada – Liturgia de la Palabra – Liturgia del Sacrificio Ofertorio Consagración: Canon. Anáforas Comunión – Despedida A. Rito de entrada En una verdadera y solemne obertura: entran procesionalmente los oficiantes, mientras canta el pueblo (Introito). Besan el altar; en las misas solemnes se inciensa el altar, el crucifijo. El presidente, desde la sede, saluda a la asamblea; tal vez explica el sentido de aquella liturgia; les invita a prepararse para su intervención, implorando el perdón de sus faltas; la participación en el misterio pide una reconciliación de todos con el Padre y entre sí. En los domingos y fiestas importantes se reza o se canta el himno “Gloria a Dios”;..., que señala el sentido de culto y adoración, es pieza muy antigua, compuesta como un salmo; antes pudo formar parte del Oficio de Laudes; desde el siglo V pasa a la eucaristía. Se cierra este acto con la “Oración” (Colecta), que en plural, en nombre de todos, reza al presidente. La “Oración” es una invocación o súplica, basada en los temas de aquella misa. Las antiguas oraciones llevaban el sello del genio romano: brevedad, profundidad, claridad, lógica, equilibrio y cierto ritmo
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(“cursus”); al traducirlas o hacerlas nuevas, no siempre se ha conservado esa belleza primitiva. Este primer rito ha creado el clima de lo sagrado y dispone a los fieles para la celebración. Da pena ver cuántos fieles llegan tarde a esta “obertura”, y pierden esa preciosa ambientación. B. Liturgia de la Palabra En la eucaristía es donde mejor aparece la presencia e importancia de la Palabra de Dios: el Señor se acerca a su pueblo, y revela algún aspecto de la economía de la salvación. La lectura de la Palabra revelada era larga tradición del pueblo hebreo; Jesús asistió no pocas veces a esas lecturas, en la sinagoga, y las explicó Él mismo. En Israel este rito de la proclamación y explicación de la Palabra era independiente de los sacrificios; pero en el sacrificio pascual y en la Cena del Señor sí encontramos la lectura y comentario de salmos y textos históricos; el padre de familia explicaba su sentido. Los primeros cristianos también separaban las lecturas y su interpretación, de la misa. Pero prontamente se reúnen, las lecturas interpretan la misa, son preparación y explicación del misterio. Ya hablamos antes de la necesidad y sentido de la Palabra en toda celebración litúrgica (Parte I, 4). Actualmente en la eucaristía se leen fragmentos del AT y NT Antiguamente se leía la Biblia por su orden: lectura continuada. Ahora se ha sistematizado, de modo que en tres años se lean los pasajes más significativos de la Biblia, y en dos, los Evangelios. Los domingos y festivos se tienen tres lecturas: AT, Cartas y otros documentos del NT, y evangelios; se intercalan el Salmo responsorial, los versículos, secuencias, aleluyas. Las dos o tres lecturas actuales no siempre presentan coherencia y complementación; es frecuente descubrir cierta disgregación, lo que pediría una revisión y reestructuración en una futura actualización. En las misas solemnes, la lectura del Evangelio va acompañada de especial relieve: se llevan ciriales, se inciensa el libro santo. La liturgia de la Palabra es momento de gran valor espiritual. No se leen historias del pasado, lejanas a nosotros; la Palabra de Dios es ahora viva, eficaz, actual, que produce sus efectos: Dios habla hoy, hoy cae la lluvia, la nieve, la semilla, la espada; hoy la Palabra es vida y espíritu; hoy realiza en nosotros la salvación y santificación que anuncia. El misterio y la gracia vienen a nosotros en ese momento de la liturgia. Esa proclamación pide una lectura bella, digna perfecta, con sentido y unción, y una recepción reverente, concentrados en el mensaje, escucha activa y comprometida, para vivirla interiormente, –“comerla”–. Tras la lectura, el lector besa el Libro santo, proclama: “Palabra de Dios”, y el pueblo responde: “Gloria a ti, Señor”. Y sigue la homilía, como antes dejamos dicho. Luego, en domingos y fiestas, la profesión de fe trinitaria, –el Credo–. Y se ha repuesto aquí la “Oración de los fieles”, de antigua tradición. Ya la cita Tertuliano, y el papa Félix III (526) la menciona. Los presentes expresaban sus peticiones y toda la asamblea oraba
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por esas intenciones. Por el siglo VI va desapareciendo, al distanciarse los fieles de la celebración. Ha sido un acierto su reposición; pero que no acabe en convencionalismos y fórmulas hechas, sino que sea participación colectiva. Los formularios que existen no deben suplantar a las peticiones personales y reales necesidades de aquella asamblea. C. Liturgia del sacrificio Es la parte central y esencial del acto dramático de la eucaristía. Se desarrolla es tres pasos: 1. ofertorio; 2. consagración; 3. doxología. 1. Ofertorio: primero fue sólo un acto práctico, como preparación de la última cena. Pronto se le da más significación; se presenta el pan y vino, agua, aceite, cera, harina, frutos, hasta animales, cordero; palomas, y ofrendas en dinero, para repartir a pobres, forasteros y sustento de los ministros. Era un recuerdo de los diezmos y primicias y de la parte de los sacrificios y cosechas que correspondía a los sacerdotes, en la ley hebrea. Hasta entrada la Edad Media se mantienen esas ofrendas. Lentamente se va reduciendo la presentación de ofrendas, y se hacen donaciones en dinero, como colectas y contribución de los fieles; al mismo tiempo piden se ore por sus intenciones, en esa celebración; el celebrante lee en público –“dípticos”– los nombres de esas personas e intenciones; se hacían donativos también por los otros sacramentos; se llamaron luego “estipendios” y con el tiempo se fijaron cánones y “derechos de estola”, establecidos por la autoridad. Este sistema con su resabio de compra-venta, precio por cada servicio religioso, y sus inevitables abusos, motivó malentendidos. La Iglesia ha insistido en que se evite todo aspecto de negociación, pero el problema subsiste. Lo mejor sería volver al sistema de donaciones espontáneas, sin tasas determinadas; esto supone la formación y generosidad de los fieles, y cierta solidaridad entre los templos de mayores y menores ingresos, como una caja de compensación. Sabido es que muchas familias gastan grandes cantidades en la fiesta social de primeras comuniones, bodas, bautizos, funerales..., y son muy escasos en dar su aporte a la Iglesia. En algunos países ha cuajado la costumbre de que las familias de la parroquia se comprometan, según sus haberes, a abonar mensualmente su aporte para el culto; en otros, el mismo Gobierno recibe como una parte de la contribución fiscal, una cantidad para el grupo correspondiente, de cada religión a la que se pertenezca. Volviendo al ofertorio estrictamente litúrgico, ahora, de ordinario ya están preparados el vino, agua, formas, que el sacerdote presenta al Señor. No pocas veces, recordando antiguos ofertorios, se hace una procesión con esos dones para la eucaristía, y otros simbólicos, como flores, cirios, libros… El acto de ofrecer al Señor pan y vino que serán consagrados encierra un profundo sentido: es un ofrecimiento a Dios, de la tierra y sus frutos, del hombre y su trabajo; es una ofrenda de agradecimiento al Señor por el que Él nos da, y
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que acepta de nuestras manos, para convertirlo, consagrándolo, en el CuerpoSangre de Cristo: es como otra encarnación, cuando Dios entra en nuestro mundo material y lo hace suyo en Cristo. San Ireneo decía que el ofertorio es imagen de toda la creación, elevada hacia Dios, el padre Teilhard de Chardin señalaba que lo material tiende el Espíritu. Se trata, pues, de una acción solemne, que trasciende lo práctico y terreno y entra en la zona del misterio. Por él, todo es santificado mediante Jesucristo, en el Espíritu. Así el ofertorio tiene un carácter de fiesta del pueblo de Dios. En las misas solemnes se inciensan las ofrendas como señal de su valor sagrado: Ese alzar la Hostia en la patena, puede ser como una ofrenda cósmica que presentamos a Dios, para reconocerle, adorarle, darle gracias por su bendición creadora, también hoy, que transforma la materia caótica en cosmos, belleza, armonía, espíritu; y ese pan de trigo cosechado, triturado, hecho hostia, se convierte en el Cuerpo de Jesús. Ofertorio cósmico primordial que culmina en el ofrecimiento del Hijo Unigénito del Padre. Levantar la copa –cáliz–, vaso, con vino es gesto de “brindis”, de fiesta, de amistad. El sacerdote levanta el cáliz de salvación, ante Dios, ante la asamblea que espera la transformación sagrada. Este rito no ha de ser gesto vacío, rutinario, sólo rúbrica, sino proclamación de la fe ante la acción misteriosa de Dios sobre las cosas de la tierra. El canto suele acompañar al ofertorio, que se concluye con una oración, llamada “secreta” (antes se decía en voz baja; ahora ya no), y que alude a las ofrendas. 2. Consagración: Es el centro del acto litúrgico; ahora el altar cobra su pleno sentido: altar del sacrificio de Cristo; el mismo altar es signo del Señor crucificado y representa su entrega, oblación, al Padre, para su glorificación y salvación del mundo. Este acto tiene también su esplendoroso y místico desarrollo, y el texto, llamado “canon”, regla o “anáfora” en sus varias fórmulas, unas de larga tradición, otras más actuales, está penetrado de teología trinitaria y de honda espiritualidad. A primera vista es un conjunto de oraciones enlazadas, independientes; pero su estructura es un todo muy bien organizado. El canon romano conserva los procedimientos estilísticos del latín litúrgico de Roma; revela un solemne hieratismo, algo ampuloso y repetitorio, junto con la simetría, ritmo y lirismo. Se despliega en estos pasos: 1) Canto de alabanza trinitaria: Prefacio 2) Epíclesis o invocación al Espíritu Santo: que abre la consagración 3) Relato de la institución de la eucaristía 4) Anámnesis o recuerdo: Memorial 5) Intercesiones, comunión de los santos. Prefacio: o preludio, es una plegaria lírica, rezada o cantada, para dar gracias a Dios y glorificarle, por Cristo en el Espíritu Santo. Comienza con un diálogo de
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invitación a los fieles, para alabar al Señor, “algo digno y justo”. Luego se desarrolla el tema, como un panegírico de los misterios divinos y salvíficos; poco a poco se añadieron más prefacios, al multiplicarse las fiestas y también en honor de los santos. Todo desemboca en una vibrante glorificación del Señor inspirada en textos proféticos, apocalípticos, sobre todo de Isaías. Entonces, interviene el coro de los fieles entonando el “Santo, Santo, Santo...”, la glorificación terrestre de Dios unida a los coros angélicos, al exultante texto se unieron las preciosas melodías del gregoriano y de la polifonía, creando muy espléndidas piezas del canto religioso. La anáfora o fórmula fija –que primero fue improvisada, y luego de fijó en varias fórmulas– comprende la epíclesis o evocación del Santo Espíritu para que obre la transformación que consagre el pan y vino. Sigue el relato de la institución del sacramento eucarístico o cena del Señor, con las mismas palabras y gestos de Jesús, que conservó fielmente la tradición cristiana, como leemos en varios textos neotestamentarios. Era el momento cumbre del misterio. El sacerdote presenta al pueblo la Hostia consagrada y el Cáliz de la sangre, costumbre que aparece ya en el siglo X; también, hasta hace poco, se estilaba tocar la campanilla como señalando la grandeza y reverencia del momento, y el pueblo, arrodillado veneraba las Sagradas Especies, presencia de Cristo, negada por diversas herejías. Era un instante de silencio sagrado que ningún canto ni música debía perturbar. El sacerdote proclama: “Este es el sacramento de nuestra fe”. Y el pueblo responde: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. Ven, Señor Jesús” (u otras fórmulas del Misal). El rito sigue con la “anámnesis” o recuerdo o memoria de lo que Jesús hizo y mandó: “Haced esto en memoria mía”; se mencionan los misterios de Cristo Salvador, y se hace presente la Iglesia –conmemoraciones, y la comunión de los santos, con menciones de la Santísima Virgen, de los santos, de los difuntos, los pecadores y las necesidades del mundo y de la Iglesia; toda esa confianza en las intercesiones y del cuerpo místico total, era ya signo de la eficacia de la obra salvadora del sacrificio de Jesucristo. 3. Este acto central se cierra con la doxología o glorificación trinitaria, expresada por la elevación y presentación a Dios del Cuerpo-Sangre de Cristo inmolado; antes se le daba menos importancia, y se llamó “elevación menor”, pero tras los progresos de la teología eucarística aparece ése como el momento realmente cumbre de la consagración y ofrecimiento del sacrificio. La muerte de la víctima –la crucifixión de Cristo– era el paso previo y preciso para la preparación de la ofrenda sacrifical, como ocurría en los sacrificios del pueblo de la Alianza; pero el instante supremo no era la mactación de la víctima, algo funcional, sino el ofrecimiento de los seres sacrificados, y la aceptación de parte del Señor, lo que implicaba la alianza, las bendiciones, la gracia liberadora y santificadora. En Jesús, su muerte en cruz es ya su oblación al Padre y la aceptación como respuesta del Padre, que glorifica al Hijo y le otorga la vida
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gloriosa a su derecha; todo es simultáneo. Pero para nosotros, hay un espacio entre muerte-entierro y resurrección-gloria, respuesta de Dios. Por eso la liturgia tiene un rito para el sacrificio-muerte, que llamamos “consagración” separada de pan y vino, y otro rito para significar la aceptación y respuesta de Dios, que es la elevación del Cuerpo-Sangre y la proclamación de la gloria de la Trinidad, exaltada en esa presentación del Señor ya glorioso, con la fórmula “Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre...”. El pueblo se une jubiloso a ese rito, proclamando o cantando el “Amén”. Ese auto-ofrecimiento de Cristo inmolado, al Padre y esa entrega, se presenta en la Carta a los hebreos como la entrada del Sumo Sacerdote en el Sancta Sanctorum, para ofrecer la víctima que se inmoló, y ahora es ofrecida y aceptada por Dios, en forma de salvación y glorificación de Cristo. Una mejor formación litúrgica deberá inculcar a los fieles la grandeza de ese momento de la misa. 4. Comunión. Los símbolos del maná, pan de Elías, multiplicaciones de los panes, y las reiteradas promesas de Jesús, de darnos un pan del cielo, anuncian la celebración eucarística como un banquete, una comida participada, como arriba se dijo, banquete que no se puede entender como espectáculo para ver, sino como aceptación de la comida; la Pascua del Señor fue efectivamente una cena eucarística. Los primeros cristianos ven en la eucaristía, ante todo, el banquete de la cena del Señor con la comunidad de fe: “Cena del Señor” fracción del pan”, “mesa del Señor”. El centro de la misa era la comunión del Cuerpo de Cristo; eso es lo que reúne y une la comunidad cristiana. Los primeros tiempos, el que no pensaba comulgar era invitado a retirarse, después de las lecturas, pues se entendía no que iba a participar del sacrificio-comida. Cuando por el siglo VI aumentan las exigencias o condiciones para comulgar (confesión, abstinencia de alimentos desde horas antes, abstinencia de relación sexual...), decae la comunión frecuente; aunque aumenta la adoración del Sacramento; y se deja tanto de comulgar que la Iglesia ha de señalar “la obligación” de la comunión. El Concilio de Agda (506) pide la comunión por lo menos en las tres Pascuas (Navidad, Resurrección Pentecostés). El IV concilio de Letrán (1215), señala, al menos comulgar por Pascua. En Trento se vuelve a recomendar la comunión frecuente. El rigorismo jansenista y de Port-Royal vuelve a frenar las comuniones. Y es san Pío X (1905) el que relanza la conveniencia de la comunión frecuente y aun diaria. Eso aumenta notablemente las comuniones, pero todavía hay gran diferencia entre asistir a la misa y comulgar, lo que aún parece a muchísimos, una devoción optativa y no una parte integral del acto eucarístico. Como no tendría sentido una misa si el sacerdote no comulga, tampoco lo tiene si los participantes-asamblea, no comulgan. Nos queda buen trecho que recorrer para una adecuada educación litúrgicoeucarística.
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Además de ese valor de participación integral, en esa liturgia, la comunión desvela el misterio de la íntima unión con Cristo y la participación en su vida divina y humana: “El que come mi carne, vivirá por mí” y la incoación de la vida eterna, y garantía de la propia resurrección: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y Yo lo resucitaré en el último día”. También la participación del cuerpo de Cristo opera la unión-comunión de los fieles; cuando se dice que la eucaristía crea la Iglesia no se refiere solamente a que reúne la asamblea para la celebración; sino que el Cuerpo de Cristo comparticipado por los fieles, los transforma en un solo cuerpo, por una unión mucho más que social o jurídica, una unión real, espiritual, mística; nos hace uno-en-Cristo, y nos unifica entre nosotros. Así la comunión eucarística es raíz de la unidad que nos hace ser “cuerpo de Cristo”, y ejecuta en nosotros el efecto unificador de la muerte de Jesús, “derribando el muro que nos separaba, el desamor, para crear en sí mismo, un solo hombre nuevo, haciendo la paz..., por medio de la cruz, dando, en sí, muerte a la enemistad”. Estos efectos que hemos mencionado, de la comunión del Cuerpo, están señalando la esencialidad de esa participación o comunión en la misa, que es mucho más entendible que si se comulga, por devoción, fuera de la misa. Ahora podemos entrar en el rito de la comunión, que se desarrolla por estos pasos: a) oración cristiana primordial: el Padrenuestro con su embolismo; b) imploración de la paz, y comunicación de la paz entre los hermanos; c) fracción del pan y comixtión; d) triple invocación al Cordero de Dios; e) comunión del sacerdote y de los fieles; f) oración poscomunión. El acto de recibir el Cuerpo de Cristo va, pues, precedido de una rica preparación inmediata, y seguido de una sola oración, aunque era costumbre tradicional que tanto el sacerdote como los comulgantes dedicaran un tiempo a la acción de gracias. El Padrenuestro, venerable oración de Jesús, parece que desde el principio era recitada como disposición para comulgar, y contenía la petición del pan de este día, pan “supersubstancial”, o pan consagrado; se ha escrito mucho sobre la interpretación de esta palabra , y puede entenderse, el pan de trigo de nuestro sustento corporal, o el pan del Cuerpo de Cristo. La oración del Señor va precedida de una invocación que recuerda la enseñanza de Jesús, y va seguida de una ampliación (embolismo) de la última petición, de perdón, que fue ya un comentario del mismo Señor. La liturgia romana pone ahora, tal vez fuera de sitio, la oración por la paz, y el abrazo de paz entre los fieles. En casi todas las liturgias, se le ubicaba después
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de la oración de los fieles, sitio mucho más adecuado. Pero desde san Gregorio Magno (590) el rito romano lo sitúa como preparación antes de la comunión. Aunque resulta popular y significativo, como signo de unidad y vínculo de caridad, pero el movimiento de la gente y cierta algarabía en grupos numerosos que van de acá para allá, rompe el silencio, el recogimiento que pedía ese instante; sería bueno reestudiar su ubicación para antes del canon. La fracción de pan y comixtión: este rito ahora pasa casi inadvertido y ha perdido valor; pero primitivamente tuvo gran sentido y larga extensión. Es fiel al texto de la Cena: “Tomó el pan, lo partió...”. Cuando se consagraba con pan ordinario, una hogaza, partirlo en trocitos pedía su tiempo, como se hace todavía en el rito oriental. Partido el pan se realizaba la “comixtión”: echar un pedacito de la Hostia fraccionada, en la Sangre del cáliz, diciendo la frase: “El Cuerpo y la Sangre de N.S. Jesucristo unidos en este cáliz, sean para nosotros alimento de vida eterna” ¿Qué significaba este rito? Proviene el viejo rito del “fermentum”: el celebrante echaba en el cáliz un fragmento del pan consagrado por el pontíficeobispo, expresión de la comunión de fe, del sacerdote con el obispo, y la unidad del sacrificio único de Cristo. El Concilio de Trento fijó la fórmula que se sigue empleando hoy; pero ha perdido mucho el sentido que tenía antes. Mientras se realizaba la fracción y comixtión, se entonaban varios cantos sagrados; ahora se canta o se proclama a Cristo, cordero que quita el pecado del mundo. Comunión: El celebrante muestra la Hostia consagrada y pronuncia, “Este es el Cordero de Dios...” y el pueblo responde con un texto que recuerda la frase del centurión, indigno de que Jesús entrara en su casa. Comulga el sacerdote bajo las dos especies, y da la comunión a los fieles. El comulgante responde: “Amén”, creo, agradezco, adoro, recibo a mi Señor Jesús. El viejo “Ordo Romanus” supone que los fieles se quedan en sus sitios, y el sacerdote con el acólito pasa donde ellos, distribuyendo la comunión. Más tarde los fieles se dirigen en filas al comulgatorio y reciben, de pie, la comunión. Hasta el siglo XIII es costumbre dar la comunión en las dos especies; esta tradición quería conservar la historia de la Cena, donde Cristo da pan y vino a los presentes. En la Iglesia oriental se sigue esta tradición; en occidente, por razones prácticas, desde el s. XIII, se comulgaba solo con el pan; lo recibían en la mano y se comulgaban a sí mismos. En la Baja Edad Media se introduce la comunión de rodillas. La renovación del Vaticano II repone la comunión de pie, en la mano, y en varias ocasiones se da también el cáliz. Entonces, si son muchos los comulgantes, la forma más adecuada parece la intinción de la hostia en el cáliz. Durante la comunión se cantan salmos y cánticos. Las “abluciones”, para purificar la patena y el cáliz son ritos simplemente prácticos sin ningún sentido de signo litúrgico; por eso la tendencia a realizarlos fuera del altar y aun, acabada la Misa. El ceremonial de la comunión se cierra con una oración, llamada “post-
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communio”, que alude al don eucarístico recibido. D. Rito de despedida Es normal que una asamblea se clausure con una despedida. El presidente declara esa conclusión. Es oportuno que diga unas palabras comentando el acto celebrado, agradeciendo a la asamblea participante, es momento apto para que un ministro o monitor, dé algunos avisos a los fieles. El presidente da la bendición trinitaria, y despide a los asistentes. Las frases de despedida han ido cambiando: “Salid –o salgamos– en paz”, “Procedamos en paz” (rito ambrosiano); “Bendigamos al Señor”; “Ite, Missa est” (rito romano). Precisamente la palabra Missa parece recuerdo de esa despedida. Actualmente la frase más usada es: “Pueden ir en paz”, “Demos gracias a Dios”. La eucaristía, como toda la liturgia romana, era sobria, sencilla, dentro de su complejidad simbólica. Sólo entrada la Edad Media, y por influencia de los ritos galicanos y visigodos se introduce la ampulosidad, la espectacularidad: se multiplican las inclinaciones, ósculos, incensaciones, la señal de la cruz, las bendiciones, movimiento de manos y brazos, genuflexiones... Todo esto parece, cada vez más, una acción concentrada en el clero, lejana al pueblo fiel, lo que acentúa la distancia entre el culto y los asistentes, y lo que motivó la superposición de las devociones particulares y populares, dentro de la misa, como hemos ya mencionado. La reforma litúrgica del Vaticano II y los numerosos documentos sucesivos están buscando recuperar la sencillez del acto eucarístico y una armoniosa belleza que nos sitúe ante el “misterio de nuestra fe”. La misa, en su hondo sentido, no acaba cuando termina la liturgia; la participación en el misterio eucarístico es fuente de vida y se prolonga todo el día. La entrega a Cristo y a la Iglesia supone que luego se vive en los actos de la vida ordinaria, personal y comunitaria, las gracias recibidas; el Cuerpo de Cristo había de irradiar en todos los actos del cristiano; porque como dejamos dicho, la liturgia es para la vida; ha de cambiar, enriquecer la vida social, moral, familiar, profesional, de cada cristiano. La resumida exposición que acabamos de recorrer descubre la trascendencia litúrgica y eclesial de este sacramento eucarístico: bien realizado y comprendido, revela la belleza y grandeza del signo sacramental y su centralidad como culto litúrgico. Cuando el cristiano lo descubre y lo vive, la misa se convierte para él, en eje, alimento y gozo de su fe, consuelo y fortaleza para la vida. 2.4. Penitencia 2.4.1. En busca del perdón En el corazón del hombre, no cegado por el materialismo o el ateísmo siempre ha existido la conciencia de su culpa, pecado, desviación de lo recto, justo y verdadero, cometidos por su libre decisión. Del otro tipo de culpa, contraído sin
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decisión personal, –el pecado original–, ya se trató en el sacramento del Bautismo, instituido para el perdón de todos los pecados del que se bautiza. Pero el bautismo del perdón no asegura la impecabilidad futura, ni suprime las malas inclinaciones y tentaciones; por eso la misericordia de Dios que desea no la condenación sino la salvación de todos, ha previsto otro remedio, también mediante Jesucristo y su sacramento del perdón. La conciencia de pecado lleva de algún modo al deseo de purificación de la culpa, de recuperación de la paz y limpieza interior, y en todas las culturas y religiones encontramos modos y ritos de purificación que se pueden recibir cuando de nuevo el hombre cae en la esclavitud del pecado, aunque no todos tengan recta idea del pecado y en muchas religiones se pueda llegar a ser culpable sin culpa o decisión personal. Las grandes y seculares religiones, el budismo, el hinduísmo, el taoísmo... tienen honda conciencia del pecado y la miseria humana, y buscan la liberación interior por los caminos de la contemplación, el ascetismo, la renuncia a los deseos, y conciben la última salvación, conseguida por uno mismo, como la entrada en el “nirvana” o disolución de lo personal en el todo infinito. Frente a las miserias e injusticias sociales, fruto de pecados de otros o propios, adoptan la resignación y renuncian a trabajar por los cambios que llevarían a una liberación social. Su concepto de castas contribuye a ese fatalismo conformista. Otra gran religión, el islam, tiene un concepto de Dios más personal y paternal; Alá es único, omnipotente, bueno, es la ley única y perfecta de todo; todo directamente lo conduce él. El hombre no posee una real libertad para hacer esto o aquello; todo “está escrito” y acontece según la voluntad de Alá. En rigor pues, en el Islam no existe ni la bondad o maldad del hombre, ni el pecado ni la conversión. Todo es voluntad de Alá, y la única sabiduría es someterse, aceptar su ley santa. Esto puede producir tanto una alegría tranquila, de hallarse en manos de Alá, como un furor fundamentalista para imponer lo que piensan que sea su voluntad. Eso explica la bondad y el fanatismo de los árabes. No se habla, pues, de redención, ni de perdón, sino de ejecución: Dios-Alá ha creado al rico y al pobre, al bueno y al malo; basta dejarse llevar por esa ley absoluta; como él es bueno, ha preparado una dicha eterna que es continuación de la dicha y placeres de esta vida. En la cultura occidental surge, a partir del Renacimiento, una pseudo-religión, positivista y humanista, que rechaza toda religión trascendente, como mito o explotación religiosa, y se confía al antropocentrismo: el hombre es el absoluto y de nada depende sino de él mismo; tiene como ideal llevar al ser humano a su perfección, a una “santidad sin Dios”. Sólo fundado en los valores y derechos humanos, verdad y solidaridad, crea una moral autónoma y circunstancial: el hombre por ser tal ha de respetarse y respetar a los demás, y si falla, debe rectificar, simplemente, por dignidad humana. Descubre las injusticias, errores, maldades, y propugna una sociedad de amigos y hermanos donde nadie haga daño a nadie, una sociedad sin guerras, ni opresiones, ni dolores. La historia ha
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demostrado la imposibilidad de esta utopía; pero para muchos occidentales, ese ideal les parece el único valor de su vida; les pide buenas obras humanitarias, y les permite llegar al fin de la vida con la paz del deber cumplido. Como descartan la transcendencia, el juicio de Dios, el premio o sanción, más allá, dejan la vida y caen resignadamente en la desaparición total. Pese a su firme confianza en estos apoyos humanistas, es imposible apagar del todo la natural vocación a la trascendencia, la sospecha de un Ser infinito, trascendente, y una vida más allá. Pero su filosofía humanista pretende tranquilizarles de esas sospechas, como de restos de mitos religiosos. La salvación en el materialismo histórico: una teoría que deslumbra en la primera mitad del siglo XX, fue la salvación marxista. La hecatombe del comunismo ha debilitado mucho la fuerza de sus dogmas; pero como filosofía de la vida y de la historia, todavía atrae a no pocos, y contiene algunos principios – inspirados en la Biblia– que pueden mantener su importancia. Desde luego, nos hallamos ante un materialismo y en los antípodas de todo idealismo más o menos espiritual. En el materialismo de Marx, el hombre es solo un eslabón en la inmensa cadena de la historia; su concepto del mal en la historia se basa en la relación del hombre con la materia y el trabajo, lo que produce obreros y patronos, explotadores y explotados. Reasumiendo la dialéctica idealista hegeliana, de una idea rectora de la historia, desarrollada en tesis (una situación dada, presente, defectuosa), antítesis (rechazo de esa situación, buscando su superación), síntesis (nueva situación, mejor y más justa), en un proceso inacabable, el marxismo lo convierte en dialéctica materialista: historia de explotaciones (mundo del maquinismo y los proletarios); situación de rechazo de ese momento histórico injusto (revolución del proletariado); y una síntesis, situación ideal y final, feliz, sin explotadores ni explotados, pobres ni ricos: el Estado proletario o dictadura del proletariado, que sería (ilógicamente) la finalidad de la historia y el fin de la evolución. La trayectoria del comunismo ha mostrado suficientemente el incumplimiento de estos sueños. Esto no supone que desvirtuemos el sentido histórico del hombre, la introducción de los ingentes males de la injusticia colectiva, la opresión real de unos hombres poderosos sobre otros débiles, la necesidad de una nueva relación interpersonal y nueva forma estructural de la sociedad y la distribución de los bienes, reconocimiento de los derechos de todos, y exigencia de la real igualdad y libertad. Pero eso, no en virtud de los principios y poderes del Partido comunista, con derecho sobre todos los individuos, y sacrificados a la colectividad; sino en virtud de la dignidad de todo ser humano, su libertad, igualdad en derechos y dignidad, que no dependan de concesiones del Estado, sino radicadas en la propia esencia de la persona humana, que para los creyentes dimana del amor de un Dios creador, y de su ley suprema: “Ama al prójimo como a ti mismo”. Sólo con este principio sería posible una salvación y liberación intrahistórica, en justicia y amor, lo que es ya el principio de la salvación plena
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ofrecida por Jesucristo. Porque para el hombre, espíritu y cuerpo, no basta la salvación socio-económica sino que necesita la salvación interior y total, que se comienza en el tiempo histórico y culmina en la trascendencia del más allá. El concepto bíblico de pecado, de perdón, de salvación, es algo totalmente distinto y profundamente consolador, creador de humanismo y raíz de esperanza: El hombre se descubre pecador no simplemente ante su error, su injusticia y su conciencia, sino ante Dios que es perfección, es amistad, amor; el pecado no es sólo una infracción legal, sino un rompimiento del amor. Cristo nos revela plenamente esa perfección-amor de Dios y la llamada al hombre a ser perfecto porque está destinado a Dios. El concepto de un hombre creado, libre incluso ante Dios, exalta la criatura a imagen del Creador y cercano a Él, pero al mismo tiempo que señala la grandeza de esta criatura, descubre su riesgo: poder decir que no a la Palabra y al Amor. Este esquema se realiza no sólo en el pecado original sino en todo pecado humano, que es, siempre, primero ruptura de un amor, de una amistad, una alianza; luego es violación del recto orden, de la Palabra, la verdad, el bien. Esta noción de pecado judeo-cristiana es la única realmente justa y que puede esperar la sanación, no por una auto-redención, sino de la iniciativa misericordiosa de Dios. El ser finito que rompe el don de una amistad infinita ya no tiene potencia para obtener una reconciliación trazada por él; la reconciliación ha de venir por el Ser infinitio-amor-verdad, que ofrezca perdón y abra la vía a la reconciliación y la amistad perdida, naturalmente con la colaboración y aceptación del pecador. Sin este acto libre de la criatura no podrá Dios dar su perdón. La renovación de la amistad ofrecida por Dios no se limita al ámbito de cada ser individual sino que mira a la totalidad, el pueblo, y por eso incluye no sólo un cambio interior –“metánoia”–, sino tambien exterior, social colectivo –“epistrefein”–, que reforme las estructuras y caminos en las relaciones humanas. Esto nos enfrenta con el nuevo misterio, un Dios perdón, misericordia, para con la criatura humana. 2.4.2. Un sacramento para la reconciliación La Iglesia santa, compuesta de hombres es también la Iglesia débil, defectuosa, pecadora, y necesita constantemente purificación y perdón. Por eso instituye Cristo otro sacramento para los ya iniciados y purificados en el bautismo, el sacramento del Perdón. San Ambrosio hablaba de dos conversiones, la del agua y la de las lágrimas, bautismo y penitencia. La confesión, como reconciliación del hombre pecador con Dios ofendido no puede venir, como acabamos de decir, de la iniciativa humana, sin capacidad para ello; por eso es preciso entenderla como iniciativa de Dios y su misericordia: un Dios-perdón siempre es para muchos teólogos el más grande misterio. Ese perdónreconciliación, que formará parte esencial de la salvación, fue confiado a Jesucristo, el mediador único, por su obediencia hasta la muerte, de todo perdón
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y reconciliación. En el AT, se habla constantemente del perdón que Dios ofrece incansablemente a su pueblo repetidas veces rebelde: “Era Yo, Yo mismo el que tenía que limpiar tus rebeldías, por amor a Mí, y no recordar tus pecados”. En ese perdón ya encontramos también la mediación e intercesión de los enviados: como Samuel o Jonás. Israel recibe los signos de la salvación, en la Alianza y la Ley; pero luego llega a desfigurar esos signos, que anunciaban a Cristo Mesías-Salvador, y entienden la ley como causa de su justificación, cuando sólo era una ayuda, incluso a veces una ocasión de pecado, como explica profundamente san Pablo, pero no aceptaron al Enviado salvador, perdonador, aunque Él era el único Nombre por el cual se perdonaban los pecados, el Cordero de Dios que carga el pecado del mundo. Efectivamente, Jesús se posesiona, desde su bautismo, de esa misión, pasa por la vida perdonando a los pecadores, y encarga a sus apóstoles el perdón, con su mismo poder, un perdón distinto del perdón bautismal. Ese poder concedido a la Iglesia es universal: tanto la promesa como el encargo de perdonar no expresan ninguna limitación, de veces, de gravedad. Tal sacramento resultaba necesario para la salvación de los bautizados que cometían pecados graves; la real voluntad salvífica de Dios ofrecía medios eficaces, para los fallos, no escasos, de los bautizados. El perdón sacramental se refería a los pecados graves, como homicidio, adulterio, apostasía, más tarde, robo, que rompían la vida bautismal, apagaban la gracia y excluían de la Iglesia. Los pecados “cotidianos”, que afean el alma pero no rompen con Dios y la fe, encontraban múltiples modos de sanación: la eucaristía, la oración, la limosna, el sacrificio, el arrepentimiento interior... En los primeros tiempos hería tanto la conciencia de la Iglesia, el pecador que traicionaba su bautismo que cundió la idea, rigorista, de que el pecador que rompía su palabra de ser hombre nuevo en Cristo, no debía ya ser aceptado en la comunión de la Iglesia; así parece interpretaban un texto de la Carta a los hebreos, pero la corriente más auténtica y fiel al Señor, –ya aparece en Pastor Hermas–, se inclinaba por la actitud de misericordia, que siempre ofrece el perdón, como Jesucristo, y hasta celebra con alegría la fiesta de la vuelta del pródigo, o de la oveja perdida y recuperada. El deseo perdonador de Dios, reafirmado por Jesucristo, ofrece al pecador un inmenso consuelo; pero el sacramento de la confesión a través del sacerdote ha despertado, desde la Reforma Protestante, una oposición, compartida por muchas sectas e incluso ha influido en no pocos católicos: ¿Por qué la intromisión en ese misterio secreto del pecador con Dios, de un hombre, también pecador, para obtener el perdón del Señor? ¿No puede Dios perdonar mejor, directamente? El mismo planteamiento revela gran desconocimiento del estilo de Dios, el Dios de los mediadores; y la objeción valdría para toda comunicación de
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Dios: la Palabra, la gracia, incluso el don de la vida, siempre los ofrece Dios por medio de mediadores humanos; la promesa nos llegó por medio de profetas, y la redención llega por el incomparable medio de Cristo, a través de su naturaleza humana –un hombre–, recibida de la Virgen Madre. El Hijo, enviado mediador, sigue enviando mediadores, para continuar su obra y sus dones; eso es la Iglesia. Además, el perdón no es un hecho intimista, individualista que acontece exclusivamente entre el Dios ofendido y el individuo ofensor; la ofensa y el pecado acontecen en una historia salvífica de Dios con los hombres, con el pueblo, en una colectividad conducida por Dios. El Señor reprocha el pecado del pueblo, y del individuo, parte del pueblo; castiga a ese pueblo, le invita a su regreso. El pecador no sólo rompe con Dios sino con la comunidad de Dios. Esta noción colectiva del pecado y del pecador requiere una reconciliación no sólo interior y secreta sino externa y social. Por eso Dios da la potestad y el encargo de perdonar, a los hombres elegidos por Él, como dispensadores de la reconciliación: “lo que desaten en la tierra quedará desatado en el cielo”, y les otorga una especial infusión del Espíritu para perdonar, como queda dicho, la reconciliación con Dios comporta también la reconciliación con los hermanos. La idea de someter al pecador a esa disciplina humana, también externa, sería una humillación, una carga odiosa, proviene de una desfiguración psicológica: mas bien la psicología descubre la fuerza liberadora de comunicar su carga interior a otra persona; la misma consulta psicológica es ya una especie de confesión civil, y la gente se somete a ella, en busca de un camino de paz natural; así que la confidencia de sus culpas al confesor además de purificar con la gracia del perdón, contribuye a la orientación y descargo de la conciencia psicológica, como se experimenta cada momento. Consta, pues, con toda claridad que el Señor confiere a su Iglesia el poder de perdonar; pero no consta de qué manera se iba a realizar ese sacramento de liberación. Esto nos lleva a exponer la forma como se vivió el perdón en la Iglesia. 2.4.3. Evolución del sacramento de la Penitencia Según el Evangelio, Cristo no exigió especial forma o ritos para perdonar; sólo pedía fe en Él, y a veces, el amor, en varias ocasiones pone la condición de perdonar al hermano, para recibir perdón. La Iglesia entendió y practicó el encargo de perdonar; la forma y los ritos fueron evolucionando grandemente. En algunos círculos cristianos rigoristas se opinaba que ciertos pecados no podían ser perdonados, y se apoyaban en algunos textos bíblicos: el pecado contra el Espíritu Santo, “el pecado de muerte”, la apostasía mantenida; pero tales casos no implicaban la limitación de la Iglesia para perdonar, sino la negativa del pecador a reconocer su pecado y desear el perdón y reconciliación. En el siglo II ya encontramos la práctica de
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perdonar todos los pecados, pero sólo una vez en la vida, costumbre que perdura hasta el s. VIII. Los pecados que requerían el sacramento eran pecados “graves” como dijimos –apostasía, homicidio, adulterio–. El pecador confiesa su pecado al obispo, y recibe una grave y larga penitencia pública, que podría durar por años y aun toda la vida; queda excluido de la vida de la Iglesia; “excomulgado”, y forma un estrato especial, como “penitente”, que a veces llevaba un vestido penitencial: esto se llamaba “penitencia pública”. Cumplido el tiempo y las penalidades, el pecador, en un acto público, era reconciliado, readmitido a la comunión total en la Iglesia, era acogido, con fiesta, por la comunidad creyente. La seriedad y unicidad de este sacramento realmente pesado, hacían retrasarlo hasta el fin de la vida, aunque en peligro de muerte, se cancelaban las penitencias y se reconciliaba a los penitentes de inmediato. En esta fórmula, era el obispo el ministro del sacramento, y lo que resaltaba era la ruptura con Dios y con la comunidad, y la reconciliación; lo esencial era la vuelta a casa. Desde el s. IV, en los monasterios se extiende el uso de la confesión también de pecados leves, con absolución inmediata, antes de cumplirse la penitencia, ante el sacerdote, incluso muchas veces ante el diácono o los monjes; aunque la Iglesia protestaba contra esta costumbre y la prohibió. Esto resultaba más atractivo en el pueblo creyente, y los monjes irlandeses con san Columbano, lo van difundiendo en sus misiones por Europa, lo que hace relegar al olvido la “penitencia pública” anterior. El rey Clodoveo apoya esta corriente, que se difunde rápidamente. Esta nueva fórmula de confesión atiende especialmente a la calidad y número de los pecados y a las penitencias impuestas, según unos baremos, listas o “tarifas”, “penitencias catalogadas”, como oraciones, limosnas, ayunos, correspondientes a los pecados. También se insiste en la atrición y la contrición, la obligación de confesarse, la causalidad de la gracia sacramental, y se define la forma como acto jurídico-legal: la confesión se entiende como un juicio, es un tribunal superior: hay un delito confesado, una sentencia; pero se trata de un juicio “especial”. Aquí el reo se acusa, no hay testigos, el juez va a perdonar, el reo siempre es absuelto, y el juez es más bien defensor que busca al reo para perdonarle, colmarle de regalos y hacer fiesta con él: es un tribunal y juicio de misericordia, no de justicia; aunque nos consta que Dios se reserva un juicio final donde se ejercerá la justicia para quien no haya querido acogerse a la misericordia. Esta forma de penitencia ha ganado en intimidad, espiritualidad, sentido del perdón divino y valor de los actos interiores del penitente, más que de los exteriores. La confesión se hace en la Iglesia, de modo privado y pierde algo el sentido comunitario-eclesial. En Trento se confirma este tipo de confesión, y contra los protestantes se insiste en el sacramento como verdadero perdón, en virtud del “poder de las llaves”, y en la actuación de la gracia de Cristo que salva, pero requiere el
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arrepentimiento, y el acto de pedir perdón, con la confesión en género, número y especie, aceptación y cumplimiento de la penitencia impuesta, y el compromiso de la conversión. Ahora se introduce “el confesonario”, en los templos, como el sitio adecuado para el sacramento. Desde estas fórmulas tridentinas, la confesión ha cambiado poco hasta hoy, aunque la renovación del Vaticano II señala y recupera no pocos valores y ritos, que se acomodan mejor a nuestro tiempo. Según lo expuesto, este sacramento pide una doble y profunda actuación, de Dios y del hombre penitente, quizás más notoria que en otros sacramentos. De esto nos ocuparemos en el apartado siguiente 2.4.4. Acción de Dios y acción del hombre En todo sacramento el protagonismo esencial está a cargo de Jesucristo, pero el beneficiario ha de poner una parte indispensable, de no ser así, se convertirían los sacramentos en acciones de magia sobre la persona. La penitencia es quizá el sacramento que pide una más intensa actuación del penitente. La esencia del perdón está a cargo de Dios, misericordia infinita, Padre deseoso de perdonar y abrazar al hijo que se fue; la imagen más bella de tal misericordia la creó Jesús en su parábola de Hijo pródigo, y el texto evangélico histórico más elocuente podría ser el pasaje de la mujer adúltera. La santidad y perfección de Dios no se puede compaginar con la maldad del pecado y la frustración de la criatura, amada y creada para el amor. Por eso Dios traza la economía de la salvación, que restituye la gracia a la tierra. San Ignacio, ante el mundo pecador nos presenta a la Santísima Trinidad, mirando al mundo y diciendo: “Hagamos redención del género humano”. Dios no podía decir: ¡Bien, el hombre ha pecado, pero me da igual, la ofensa de la diminuta criatura no me llega, no me afecta; lo olvido, lo ignoro, nada más! Ese tipo de perdón supondría que Dios no valora el acto humano –bueno o malo–, que el hombre no puede herir a Dios, que el Señor no necesita ni espera el amor del hombre; es decir, que no es Padre, no ama realmente a la criatura humana. Tal actitud es impensable en un Dios Padre ante una criatura amada, imagen de Dios. Dios ama todo lo que crea, y romper ese amor es una herida realmente dolorosa para el Señor. La pequeña criatura sí preocupa y hace sufrir a Dios. Toda la revelación bíblica es un inmenso testimonio del pecado humano, de la “preocupación” del Padre, de sus deseos y ofrecimiento de reconciliación; los textos son muy abundantes, desde el “protoevangelio” y los profetas, hasta todo el NT. Dios traza el portentoso plan de perdón y reconciliación, pero esto no podrá efectuarse sin los actos del hombre, que en este sacramento son altamente significativos. Primeramente, la reconciliación necesita el acto intenso del pecador, en su corazón: la contrición, el dolor de los pecados, el sentido interior de su culpa, de la ofensa al Señor; y Dios responde en seguida al pecador ofreciendo su perdón; el texto ideal lo encontraríamos en el Salmo “Miserere”, o en Samuel.
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Pero el perdón de un pecado, que ha dañado también a la comunidad, al pueblo de la Alianza, a la Iglesia, necesita su manifestación pública, exterior, sensible, como signo sacramental con que la Iglesia otorga el perdón de Cristo, y a través de la evolución en la forma del sacramento, se van definiendo los múltiples actos del pecador: a) Examen de conciencia: como disposición previa se pide al pecador que examine su interior y tome conciencia de sus pecados. No se trata de una contabilidad de deudas; es un acto profundo, bello, de enfrentarse consigo mismo, con su mundo religioso-moral, de verse a la luz de Dios. Tampoco se trata de poner en práctica el humanísimo principio de “Conócete a ti mismo”, esculpido en el friso del templo de Apolo en Delfos. Mejor aún es encararse con la segunda parte de esa inscripción –que suele omitirse–, y que dice: “Tú eres”, es decir, Tú, el que eres y me conoces mejor que yo; conocerme ante ti, que eres el Infinito, la Verdad, el Ser; verme en presencia tuya..., y eso es una iluminación y una gracia. Lejos de ser el examen una actitud negativa, masoquista, aniquiladora, es un comienzo de liberación y te sitúa ante tu realidad como Dios la ve, y te dispone para los otros pasos que serán tarea del penitente. b) Dolor y arrepentimiento: recordando el mal hecho no es posible quedarse indiferente. Hoy se extiende mucho la pérdida de conciencia del pecado, del malestar ante sus faltas; eso descubre que no han sabido situarse frente al “Tú eres”, ante un Dios y un Padre. Si no hay Dios y no hay Padre, todo está permitido, dice la nueva filosofía racionalista y nada debes reprocharte. Si tienes un Padre Dios, has de sentir y manifestar el dolor de haber ofendido su Bondad, Santidad, Amistad... La más pura manifestación de ese dolor es la contrición, dolor de hijo por haber herido al Padre. Puede ser dolor de atrición, por tu propia vergüenza de haber fallado, por haber sido injusto, por las consecuencias que pueden caer sobre ti. Este arrepentimiento lleva a la conversión, necesidad de cambio, primero interior (metánoia), de principios, valores; comprender que el mal no es un bien prohibido, sino un mal, aunque no estuviera prohibido, y comprometerse por un nuevo camino (epistrefein). El arrepentimiento despierta un deseo de reconciliación, de vuelta a casa, de soñar la acogida en el hogar del Padre, de recobrar una maravillosa amistad traicionada. El dolor sincero implica el propósito de cumplir lo que pida el ofendido; la voluntad de confesión, del sacramento que sensibiliza la reconciliación, y lleva un compromiso de futuro. El examen mira al pasado ya consumado y en cierto modo irreversible; el propósito es plan de futuro, por eso es vida, árbol que rebrota en tu desierto de un árido pasado; es un programa existencial, que cuenta con tus debilidades pero siente la fuerza liberadora de la gracia, para el hombre encadenado. c) Confesión: manifestación exterior, comunicada, no sólo de tus actos negativos, pecados, sino de tus actitudes, tu situación ante Dios y ante la Iglesia-comunidad. Es más que una lista de pecados, una revelación de la conciencia y toma muchas veces, mejor, la forma de diálogo, lo que ayuda no
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poco para comprender la situación, la realidad del pecador y la misericordia del Señor. Es tan esencial este momento que ha dado nombre a todo el sacramento. Ya mencionamos que la confesión –acusación, declaración de los pecados–, fue en los primeros siglos sólo para ciertos pecados gravísimos. En el Concilio de Trento se afirma la obligación de acusar todos los pecados “mortales”, su género, número y circunstancias que afecten a la gravedad; notemos que también puede haber pecados graves de omisión. No es obligatorio acusar los pecados veniales o leves, las imperfecciones, aunque si se hace, tiene grandes beneficios espirituales. La disminución de las confesiones frecuentes, hoy extendida, aunque se siga comulgando, no significa necesariamente que la gente pierda sensibilidad de su culpa; puede ser también debida a una mejor formación de la conciencia, que discierne mejor su situación y culpabilidad, y sabe que para muchas culpas no será preciso recurrir al sacramento; y al revés, una frecuentísima confesión no arguye mayor delicadeza espiritual; puede descubrir superficialidad, deformación moral y tortura de escrúpulos. d) Satisfacción: “La penitencia”: último elemento por parte del penitente, la satisfacción apunta al deseo y compromiso de enfrentarse con las consecuencias del pecado, necesidad de compensar, satisfacer, reparar en algún sentido, el mal hecho. Además del perdón de la culpa, Dios ya en el AT, aplica unas penas, purificaciones, castigos que reparen las destrucciones del pecado. Notemos el sentido de los castigos, del Antiguo y Nuevo Testamento: no son rechazo del pecador, abandono por parte de Dios, cansado ya. Las puniciones y castigos del Señor son llamadas a la reflexión, e invitación a la reconciliación, que siempre ofrece el Padre aun a los hijos contumaces. El pecado ha roto un orden divino y humano, ha causado daño a veces reparable, como devolver lo robado; a veces irreversible: asesinato, aborto, corrupción de un niño, destrucción de un hogar. El pecado siempre causa daño a la comunidad eclesial y aun simplemente humana: el mundo es peor, sufre más, con cada pecado; por eso no basta pedir perdón y que Dios perdone esa culpa; es de justicia, también humana, compensar, reparar el mal causado. La pena eterna, rechazo de Dios, merecida por la ofensa, queda cancelada por la misma reconciliación que Dios ofrece, pero es preciso reconocer y aceptar la compensación y reparación; eso quiere significar “la penitencia” o penalidad que se impone al pecador: oraciones, ayunos, sacrificios, limosnas, mortificaciones, renuncias, obras de caridad, satisfacciones. Ya vimos las graves y prolongadas penitencias, en la “confesión pública” antigua. La reparación del pecado se entronca con la expiación y satisfacción de Cristo muerto en cruz, por los delitos de todos. Los sacrificios, incluso con sangre, eran parte insustituible de la reconciliación en el AT. El pecador con su penitencia asume la satisfacción y expiación de los pecados, con Jesucristo y se une a ella por sus sufrimientos aceptados. La satisfacción se relaciona con la doctrina del purgatorio: penas a sufrir en la
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otra vida, por falta de la debida satisfacción y reparación en esta vida; y con la doctrina de las indulgencias, cancelación de las penitencias públicas, que se concede por ciertas obras buenas que propone la Iglesia; de esto trataremos al hablar de los sacramentales. 2.4.5. Celebración actual de la Penitencia Jesucristo ha querido conceder a su Iglesia el poder de perdonar mediante un sacramento, signo sensible y eficaz del perdón. No es que la Iglesia sólo anuncie al pecador el perdón de Dios; ella tiene poder delegado, de “las llaves”, de atar y desatar, perdonar o retener, a la persona que ponga las condiciones inherentes a este sacramento. Los protestantes, evangélicos, siempre han rechazado ese poder de perdonar, ya que “sólo Dios puede perdonar”, y únicamente reconocen la potestad de anunciar que Dios ha perdonado. Por lo expuesto anteriormente queda patente la gran evolución de los signos de este sacramento. Es evidente la institución por Cristo del sacramento del perdón. La materia son los pecados del pecador y los actos del penitente que acabamos de exponer. La forma, son las palabras del confesor concediendo el perdón, acompañadas por la bendición e imposición de manos: “Yo te absuelvo de tus pecados, en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, con las otras oraciones y deprecaciones que destacan la acción trinitaria. El sujeto del sacramento es el bautizado, con uso de razón, afectado con el pecado, libre de censuras, que pide personalmente el sacramento. El acto sacramental como juicio y sentencia de absolución requiere la presencia del penitente, y de la Iglesia, representada por el ministro, y en cierto sentido de la comunidad; esto ahora no aparece con tanta claridad, pues, la confesión ha tomado un carácter más privado y como secreto. No se acepta la confesión por carta, por teléfono, por televisión. El ministro es el sacerdote con potestad sacramental y potestad de jurisdicción, lo que alude al sentido judicial que se atribuye a la confesión, como dijimos. Esta potestad del confesor puede quedar limitada a causa de “censuras”, pecados “reservados”, excomunión; en peligro de muerte cesa toda restricción, y cualquier sacerdote puede absolver de todos los pecados. Este carácter exteriormente más individual y el mismo confesonario introducido desde Trento, han hecho poco viables varios signos muy valiosos del pasado, como la lectura bíblica, que desaparece en las confesiones ordinarias, la conversación tranquila entre sacerdote y penitente, la imposición de las manos... El penitente ahora se acerca, a veces en filas que están aguardando, ante la ventanilla, rejilla o cortina, acusando sus pecados ante una persona que no ve, ni le ve, oye una breve exhortación, acepta tácitamente la penitencia, recibe la absolución y bendición “invisible” y se retira. Todo esto hace pensar en una futura reordenación de la forma sacramental, capaz de superar estas distancias y sabor individualista. Esta actual forma sacramental un tanto anónima, nos hizo olvidar el
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dramatismo y la fuerza del “encuentro” del pecador ya perdonado, del hombre y la Iglesia, del pródigo y el padre. En la reforma del Vaticano II, teniendo esto en cuenta, se abre bastante la mano para recuperar signos de indiscutible valor, y se ofrecen varios elementos y fórmulas que bien asimilados podrán reavivar el signo de encuentro y reconciliación; el camino está abierto, pero tardamos en descubrirlo y caminarlo. El fruto o efectos de este sacramento, como hemos dicho, es el perdón de los pecados, la reconciliación con Dios y con la lglesia, la remisión de la pena eterna o privación de Dios, la donación de la gracia. Una consoladora teoría espiritual supone que se recuperan las gracias y méritos anteriores, perdidos por el pecado grave. Propiamente, la confesión no busca producir efectos sedantes, tranquilizantes, liberadores de tensiones psicológicas, en la persona, pero frente a los que impugnan este sacramento tachándolo de humillante y angustioso, cabe responder, con la psicología moderna, que la confesión suele dejar más bien paz, descanso incluso psicológico y hasta gozo y agradecimiento, muy sensibles. Otra cosa es que el confesor no deba asumir el papel de psicólogo o psiquíatra, sino más bien declinar esas funciones y remitir al penitente enfermo, si se da el caso, a tales especialistas que traten su perturbación psicológica. La confesión, aunque ejerce el poder de atar y desatar, entendido como un juicio, pero ante todo siendo un acto liberador en nombre de Cristo salvador, expresa más bien que el rigor judicial, la misericordia y el amor de Dios para con el pecador, y esto necesitaba un signo sensible, como la acogida, bondad, respeto, aliento que debe manifestar el confesor al penitente. La renovación sacramental impulsada por el Vaticano II afectó hondamente al sacramento; y se pasa del concepto judicial, legal, de sanciones y exclusiones, a la noción bíblica y evangélica del perdón, misericordia, reconciliación, conversación, transformación, abrazo de Dios; más aún don de la gracia que un mal trago del reo. También se han insinuado varias renovaciones en la forma del sacramento y sus normas. El “Ordo poenitentiae” (Roma 1974) señala estos elementos o signos sensibles: a) saludo y bendición inicial, b) lectura de la Palabra de Dios, comentándola entre los dos, c) exhortación, conversación, d) manifestación de los pecados y del estado del alma, ante el sacerdote, e) comentario de orientación, aliento, de deseos de cambio, f) imposición y aceptación de la penitencia, g) absolución del sacerdote e imposición de manos, h) acción de gracias y alabanza al Señor, i) despedida con la bendición. “La confesión individual e íntegra, la absolución personal, continúan siendo el
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único modo “ordinario” para que los fieles se reconcilien con Dios y con la Iglesia, a no ser que la imposibilidad física o moral excuse de este modo de confesión”. Este texto deja abierto el camino a ulteriores aclaraciones: En esa “imposibilidad física o moral” de confesarse estaría: “la confesión diferida”: Si el fiel, con conciencia de pecado grave, desea vivamente recibir la comunión y participar plenamente de la eucaristía, pero no tuvo posibilidad de confesar, puede recibir la comunión, haciendo un acto de contrición y el propósito de confesarse después, en cuanto pueda. La confesión personal en el marco de una celebración comunitaria de la penitencia: los penitentes se preparan juntos; se lee la Palabra de Dios, exhortación del presidente; se hace el examen; cada penitente hace su confesión individual y recibe la absolución personal; dan gracias colectivamente y reciben la bendición en común. Celebración comunitaria de la reconciliación, con confesión y absolución general: es caso que se puede presentar en no pocas ocasiones; enfrentamiento bélico, barco o avión en grave peligro, incendio o catástrofe... y otros casos en que un grupo grande de fieles con imposibilidad de confesarse cada uno, por falta de sacerdotes, por ignorar su idioma... pueden hacer una confesión íntima, con contrición de sus culpas y propósito de confesar en cuanto pudieran; y pueden recibir una penitencia general y la absolución general. La norma abre el campo a diversas interpretaciones, por eso la Iglesia deja la decisión al criterio del obispo del lugar; lo que no evitará la diversidad de criterios, más o menos rigurosos. La norma queda ya incluida en la legislación canónica y sacramental. 2.4.6. Efectos de la confesión Los católicos estamos –estábamos– tan acostumbrados a confesarnos que nos parecía un acto casi banal el recibir el perdón de los pecados, cuando se trata de algo extraordinario, casi un milagro, como la curación de un mal incurable; Lucas termina el relato de una curación-perdón, diciendo: “¡Hemos visto cosas increíbles!”. Eso es el perdón, la confesión, algo increíble, revelación global del amor paternal de Dios, de la salvación de Cristo aplicada a cada hombre enfermo o muerto espiritualmente, la irradiación del bautismo, la vida siempre renovada por el Espíritu consolador y vivificador. En todo lo expuesto ya aparecen los efectos de la gracia sacramental: la vuelta, conversión, reconciliación del hombre pecador con Dios y de Dios con el hombre pecador. Si el hombre perdido busca al Señor, el Señor le busca más a él, como buen Pastor. Esta reconciliación supone el perdón de las ofensas y la cancelación de sus penas y sanciones merecidas. Perdón que no es algo jurídico, de no imputación del delito; es la desaparición de la maldad, de la oscuridad y la soledad, y la entrada en la luz, la gracia bautismal recuperada, la vida filial y divina renacidas; es una verdadera resurrección espiritual, pasar de la muerte a la vida, de las tinieblas a la luz. Tomar conciencia de esta regeneración es causa de una profunda alegría, paz, consuelo, que con frecuencia se evidencia en la tranquilidad psicológica, emoción y lágrimas que invaden al cristiano perdonado.
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La reconciliación con Dios implica necesariamente la vuelta a la comunidad, pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, reencuentro con los hermanos, y ante todo con el Hermano mayor y cabeza del Cuerpo, Jesús. El pecado grave consuma una apostasía de la pertenencia a Cristo por el bautismo; el perdón del Padre lleva una invitación a la fiesta con Cristo, Padre y Pastor, lleno de alegría. Pese a la forma más o menos individual, la confesión mantiene la fuerza de una vuelta a casa, a la comunidad y una participación plena en la vida de la Iglesia, hacia una comunión de los santos; es una riqueza y fiesta para toda la Iglesia, terrena y celeste. La gracia de este sacramento mira directamente al alma enferma y débil por su pecado, refuerza la voluntad de cara al propósito de futuro; la fácil reincidencia en las pasadas culpas señala que el cristiano no ha tomado conciencia de la gracia sacramental recibida, y dice con desaliento: “No puedo evitarlo”. Esto nos recuerda el grito de san Pablo: “Hago el mal que no quiero y no hago el bien que quiero”, enigma doloroso de la condición humana, del que Pablo encuentra la única salida: la gracia del Cristo, la esperanza en el que me conforta. La vida del perdonado es una vida en el Espíritu: “La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús te librará de la ley del pecado y de la muerte”: “Lo que era imposible para la ley, Dios habiendo enviado a su propio Hijo... condenó el pecado en la carne, a fin de que la justicia de la ley se cumpliera en nosotros, que seguimos una conducta no según la carne sino según el Espíritu... Ustedes no son de la carne sino del Espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en ustedes. El que no tiene el Espíritu de Cristo no le pertenece; mas si el Espíritu de Cristo está en ustedes, aunque el cuerpo haya muerto a causa del pecado, el Espíritu es vida a causa de la justicia”. “Porque estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho (el Espíritu) vivir con Cristo”. La confesión restituye, pues, ese Espíritu de vida y esa pertenencia a Cristo. Entonces, el pecador perdonado sabe que no debe recaer en la vida de esclavitud; puede y debe reemprender la vida libre de hijos de Dios. Ante la creciente angustia existencial que se apodera de los hombres, autores, y víctimas de un inmenso desorden humano, el cristiano encuentra precisamente en la confesión, perdón, renovación interior, una fuente de serenidad y paz. La condición humana necesitaba, aún después del prodigioso sacramento del Bautismo, otra segunda, y tercera, y cuarta... tabla de salvación: eso ha sido la confesión sacramental. 2.5. La unción: sacramento de los enfermos 2.5.1. Salvación y sanación El dolor corporal y psíquico siguen siendo un misterio permanente. La humanidad ha pensado, por muchos siglos, que la enfermedad o desgracia era un castigo de los dioses por culpas propias o ajenas. Jesús ya corrigió esta falsa interpretación, pero el sufrimiento sigue siendo un enigma, aunque aceptemos
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que pueda ser consecuencia de un mundo y un hombre, limitados, imperfectos, evolutivos. La enfermedad, el dolor, el accidente, son factores inherentes a la condición humana de peregrinos, caminantes hacia la patria propia, definitiva, donde cesarán los dolores y el llanto. El dolor físico, corporal, suele repercutir en el alma y hacerse sufrimiento psicológico, angustia, repliegue sobre uno mismo; a veces se hace desesperación, rebeldía, queja contra Dios, al que se atribuye de algún modo, la desgracia, o por lo menos, se le reclama por no haberla evitado. Para las personas más maduras y espirituales, el dolor es un camino de purificación, que eleva, engrandece, y hasta descubre el valor de los sufrimientos unidos a los de Cristo, como oblación por la salvación del mundo, en comunión con todo el dolor humano. No raramente la enfermedad, la desgracia física ha llevado las almas a la conversión, la superación, el descubrimiento y la búsqueda de Dios, es bien conocida la transformación espiritual de san Ignacio de Loyola, a través de su herida y convalecencia. La enfermedad resulta, pues, algo inherente a la condición humana, corporal, temporal, terrestre. No siempre se trata de un daño mortal, pero sí que es, en definitiva, un avance hacia la última dolencia, la muerte; la enfermedad mortal comienza por unas décimas de fiebre. La condición mortal no la sufrimos sólo en los últimos momentos sino durante toda la vida que es camino hacia la muerte. El hombre luchó siempre contra el dolor corporal, y consiguió algunas victorias, pero nunca vence y domina definitivamente, ese enemigo. Rebelarse, deprimirse por esa carrera mortal, resulta inútil; es preciso llegar a asumirla como condición del ser humano, y eso no con estoicismo pagano, sino con espíritu cristiano y esperanza, de que al fin sí será vencida la caducidad y debilidad de la carne, para participar de la gloria y seguridad de Cristo, crucificado y resucitado. El plan salvífico de Dios no se dirige solamente ni preferentemente al alma; el Autor del ser humano, espíritu y cuerpo, es también salvador del ser humano, alma y cuerpo; en esa salvación se ha de incluir también la sanación corporal. A los creyentes nos parece normal según la constante enseñanza recibida, que Dios se interese por salvar nuestra alma; no vemos tan claro que se interese también por salvar nuestro cuerpo. Esta dicotomía tiene su fundamento en la imperfecta noción de Dios y del ser humano, en gran parte fundada en la concepción platónica: la composición del ser humano, de alma y cuerpo, espíritu y materia, mundo del bien, la inocencia, lo espiritual invisible; y mundo del mal, de lo corporal, visible, material, origen de todo lo malo. La noción bíblica del ser humano, como dijimos, es mucho más exacta y bella: el hombre pertenece a dos ámbitos, lo material y lo espiritual, igualmente buenos, procedentes de Dios, ambos aptos para volver a Dios y participar de su gloria. La encarnación del Verbo eterno, que asume desde la carne la condición real humana es el mejor argumento en favor de la unidad de la persona humana, corporal-espiritual. Esta
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unidad se explica mejor en la concepción aristotélica de materia-forma, en un ser único, como comenta santo Tomás: el alma es la forma substancial del cuerpo y ambos forman un único ser y así tienen un único destino: la salvación. En la terminología bíblica, carne, cuerpo de pecado, hombre viejo, hombre-enAdán, se refiere a todo el ser humano, en cuanto está en poder del pecado, alma, hombre nuevo, hombre espiritual, ser-en Cristo, señala el ser humano en poder de la gracia, en camino de salvación; y eso afecta no solamente a la individualidad de la materia del cuerpo humano, sino a toda la creación material, que espera también, por Cristo, su transformación y “salvación”. San Pablo en la Primera carta a los corintios despliega ese destino que espera a toda la creación. Por eso es lícito concluir que la solicitud de Dios se dirige no sólo al alma sino a la persona, abarcando cuerpo y alma. Jesús lo confirmó ampliamente cuando despliega su preocupación de salvador, también por el cuerpo, el hambre, el dolor, la enfermedad, las heridas, y ha señalado que el amor al prójimo ha de pasar por el cuerpo necesitado, herido, hambriento, enfermo y Él mismo “pasó haciendo el bien, curando toda clase de enfermedades y dolencias”. 2.5.2. El sacramento de la Unción La gracia salvífica de Cristo que se comunica en las diversas circunstancias de la vida, por medio de los sacramentos, también iba a expresarse en un sacramento para los enfermos; la santa unción. Este sacramento se relaciona con la Penitencia, –como la confirmación se relaciona con el bautismo–; es distinto de la unción con aceite que se da en el bautismo, o con la consagración de los muertos, que daban los Mandeos; o con la unción de óleo que en ciertas épocas se confería en la penitencia, como en la Iglesia oriental, o con las diversas unciones consecratorias que se usan en la Iglesia. En el NT encontramos el texto de san Marcos donde los apóstoles curan enfermos con la unción del aceite; sobre todo, en la Epístola de Santiago, en los textos que expresan la esencia de este sacramento, la Iglesia entendió como la institución sacramental de la unción. Así lo comentan, la Didajé, y la Constitución Apostólica. Jesús, cuando encarga la misión a sus apóstoles, además de la predicación del Reino, y el perdón de los pecados, señala como parte de la misión la curación de los enfermos. Cierto que las curaciones corporales eran signo de la curación esencial, la total salvación. En el NT, se usa la palabra soter en griego, que igual significa salvador que sanador. El texto de Santiago, que señala el signo sacramental bien claramente, no alude expresamente a la institución del sacramento, por Jesucristo. La teología sacramental entiende que el ejemplo de Jesús, curando enfermos, a veces usando signos sensibles, –saliva, imposición de manos, barro y ablución–; y su mandato a los apóstoles, de curar, hacen a Cristo presente y actuante en el perdón así como en la sanación; y que este signo no fue simple invención de los
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apóstoles, sino cumplimiento de los deseos del Señor, aunque no aparezca en el texto el mandato formal de realizar un nuevo sacramento. La unción de los enfermos se llamó, durante largo tiempo, “extrema unción”, término que podía significar una tercera unción, luego de la bautismal y confirmatoria; pero pronto se entendió como sacramento terminal, de moribundos. De eso se quejaba Simeón de Tesalónica (1430), porque se había hecho de la unción el sacramento de la muerte, desviando su sentido. Pese a las repetidas aclaraciones, se ha mantenido la idea de “extrema unción”, para enfermos graves, “in extremis”, “sacramento de los que parten”, que dijo todavía el Concilio de Trento. Esta versión frenó mucho, naturalmente, la administración del sacramento. Tal tendencia quedó ya desterrada desde el Vaticano II, y la Constitución Apostólica “Sacram unctionem infirmorum” de 1972, que siguiendo a la “Sacrosanctum Concilium”, omite la alusión a la muerte y la palabra “extrema”, determinando que se diga “unción de los enfermos”. La materia del sacramento es la unción con el óleo consagrado por el obispo. En cierta época se ungían los cinco sentidos –ojos, oídos, nariz, boca, manos y pies–, aunque lo esencial era la unción real, material, del cuerpo. La forma se expresa por las palabras rituales donde se alude a los fines del sacramento. La unción corporal del enfermo busca, desde luego, la salud, que implora de Dios la sanación, y la fortaleza para aceptar la dolencia; por eso es causa de paz, de confianza y esperanza; y con frecuencia se experimenta una sensible recuperación, aunque no sea propiamente una curación total o milagrosa. El carisma de sanación, también concedido a la Iglesia, practicado en los primeros tiempos y ahora renacido, no es un sacramento, sino un don carismático del Espíritu Santo. 2.5.3. Rito del sacramento La unción a enfermos o heridos, con óleo o ungüento, data de siglos; la unción sagrada la encontramos, con diversas ceremonias, en muchas culturas. Consta que los apóstoles ungían a los enfermos y se curaban, y hemos citado a Santiago y su rito de orar y ungir a los enfermos, para que fueran sanados. Desde el siglo V aparece la mención de la unción sacramental, muy estimada por los fieles. Con frecuencia se unía al sacramento de la confesión y antecedía a la comunión-viático. Alusiones a este sacramento se encuentran en la “Traditio apostólica” de san Hipólito (s. III) y en oraciones del s. IV. Un testimonio explícito lo hallamos en Inocencio I (416): se considera la unción no a moribundos sino a enfermos. Desde entonces aparece ya constantemente la práctica de este sacramento. En la Iglesia oriental se subraya la unción para moribundos; pero luego prevalece una unción penitencial, administrada a pecadores y a perturbaciones psíquicas y espirituales. El presentarlo como uno de los siete sacramentos se hace a partir del s. XI, pero entonces, renace la idea de sacramento para morir
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protegido por la gracia de Cristo. La Edad Media inculca mucho esta dirección, tendencia que aún perdura en Trento, como vimos. La Constitución Apostólica “Sacram unctionen infirmorum” y el Nuevo Ritual, establece las nuevas fórmulas, más sobrias y simplificadas, y separadas totalmente de la preparación para la muerte. Pero todavía reconoce el Ritual que puedan resultar demasiado complicadas y largas, y prevé que se puedan abreviar, según las circunstancias de personas y ambientes. Efectivamente, conviene evitar todo tragicismo y ansiedad, del enfermo o sus familiares. Actualmente, el Rito comprende: 1. Ritos iniciales. 2. Liturgia de la Palabra. 3. Liturgia de la unción. 4. Conclusión. 1. Ritos iniciales: Tras el saludo el sacerdote rocía con agua bendita al enfermo y la habitación, evocación del agua bautismal. Y recita la invocación, sacada del texto fundamental de Santiago apóstol, que expresa el sentido del sacramento. Se hace el acto penitencial. Si ha habido ocasión, el enfermo puede confesarse; si no, el sacramento actúa también como perdón. El sacerdote ha de crear el clima de paz, serenidad, confianza y esperanza. Conviene que haya varias personas, de la familia o la comunidad; que no aparezca un acto secreto o angustioso; es una celebración de la gracia de Cristo. 2. Liturgia de la Palabra: Es esencial la lectura de algún texto adecuado y su explicación y aplicación a las circunstancias. Se añade una invocación litánica a la que todos responden. Y el sacerdote, en silencio, impone las manos sobre la cabeza del enfermo, como imploración al Espíritu Santo sanador. Ya comentamos antes el sentido de este signo. 3. Liturgia de la unción: Se inicia con la bendición del óleo, –si no estuviera ya el óleo consagrado– mediante una oración de epíclesis, donde se pide al Padre y al Hijo derramen el Espíritu Santo que dé al óleo la fuerza sacramental, para protección del cuerpo y el alma y opere la sanación o alivio de los dolores. Esa unción actuará, no como un remedio natural, sino como óleo santo, signo de la gracia sanante de Cristo. La unción la confiere el sacerdote; en la Iglesia oriental se pide la presencia de varios sacerdotes revestidos, como resaltando la solemnidad del acto eclesial. Conviene que el cristiano reciba el sacramento en uso de razón y deseo de recibir esa gracia; esto se presupone en un bautizado, aunque por la enfermedad ya no pueda manifestarlo, o parezca inconsciente. Pero no se debe esperar a ese momento de inconsciencia o agonía para darle el sacramento sin que el enfermo se dé cuenta y se asuste, como piensan algunos erróneamente. También se puede dar a un anciano de edad avanzada, aunque no presente peligro de muerte próxima; también a un accidentado ya inconsciente,
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incluso cuando clínicamente se pueda declarar muerto; pues, aún, entonces no se sabe con seguridad el momeno de su muerte; ni la lesión grave corporal, entendida como muerte física puede tomarse siempre como muerte definitiva. En caso de duda puede darse el sacramento “sub conditione”. Pero no se dé al cadáver de uno indudablemente fallecido. Hay opiniones diversas sobre la unción antes de una seria operación quirúrgica, a un condenado a muerte antes de la ejecución; pero no se da a un ejército antes de entrar en combate. El sacramento es reiterable, cuando se repite el serio peligro. La Iglesia madre pone serio interés en ofrecer a sus hijos enfermos, siguiendo a Cristo, esta ayuda sacramental y por eso encarga a los pastores una atenta pastoral de enfermos, y la administración, a tiempo, de la santa unción. Este sacramento pide la presencia de la Iglesia-comunidad-familia; no debe ser dado a escondidas, sin nadie presente; al menos estén los familiares, amigos, comunidad, que deberían acompañar al enfermo en esta solemne circunstancia. Las unciones, actualmente se realizan en la frente y las manos, mientras el sacerdote dice: “Por esta santa unción, y por su bondadosa misericordia te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo. Amén–. Para que libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad. Amén”. Como vemos, el objetivo de la unción se pone en la gracia para la liberación de los pecados, la salvación, la fortaleza en la enfermedad. Pero después, en la plegaria postunctionem, se especifica que se implora la gracia para que cure el dolor, sane la dolencia, perdone los pecados, ahuyente los dolores del cuerpo y del alma, devuelva la salud espiritual y corporal, con la esperanza del restablecimiento, para retornar a la vida ordinaria... Se han acumulado, reiteradamente, los fines y deseos que a través de los tiempos, se proponían como objeto del sacramento. Pero más que una declaración de los fines, se trata de una presentación de deseos. El fruto “ex opere operato”, del sacramento es una gracia que desde luego purifica el corazón, fortalece al enfermo para que confíe en Dios, acepte los sufrimientos, se disponga para acoger la voluntad del Señor, sea la salud o la dolencia, y confíe en su misericordia. 4. Conclusión: Termina el rito con el rezo del Padrenuestro y la bendición solemne, o bien con las rúbricas de la eucaristía, si la unción se ha celebrado, como es deseable, dentro de la misa. 2.5.4. La gracia de la unción El sacramento de la unción confirma claramente lo que se ha llamado “la corporalidad de la liturgia sacramental”. Los signos sensibles de los sacramentos se dirigen directamente al cuerpo humano y sus sentidos; por ellos y a través de ellos, el signo se convierte en mensaje y gracia para el alma. Por eso es el estado corporal del enfermo o el peligro de muerte, lo que motiva este sacramento, orientado a la pacificación o sanación, o aceptación del sufrimiento psíquiciosomático. La felicidad o infelicidad en esta vida presente, abarca
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simultáneamente, cuerpo y alma, en una interacción permanente; lo mismo que la felicidad o infelicidad definitiva abarcará también cuerpo y alma. El cuerpo, debilitado por los años, la enfermedad o la lesión, va a ser vehículo de una gracia especial de Cristo, que también se preocupó por el cuerpo de los enfermos, hambrientos, lisiados, cojos, ciegos, leprosos... Ahora, con el sacramento de la Unción el Señor se acerca al hombre corporal, no siempre para curar su dolencia; siempre para iluminar su alma atribulada o pecadora, para serenar la disfunción corporal, para preparar el equilibrio personal perturbado, y orientarle hacia la casa del Padre, cuando llegue su hora, y hacerle partícipe de la gloria del Resucitado. Tertuliano escribió: “El cuerpo es el eje en torno al cual gira el orden de la salvación. Cuando el alma se une con Dios ese contacto tiene lugar a través del cuerpo; se unge el cuerpo para que sea santificada el alma”. Hemos visto que la atención y el efecto de este sacramento va oscilando, según las épocas: la sanación corporal, el perdón de los pecados, la iluminación del alma por la gracia. No es que este sacramento sustituya a la reconciliación, por eso se pide que el enfermo se confiese antes de la unción; pero cuando esto no fuera posible, ya dijimos que la unción opera también el perdón de los pecados y de las secuelas del pecado. El texto fundamental de Santiago menciona como efecto de esa gracia, “salvará al enfermo”, “hará que se levante”, “si tuviere pecados, se le perdonarán”, lo que fue interpretado diferentemente a través de los siglos, como queda expuesto. En el complejo alma-cuerpo, toda acción sanante y purificante del alma repercute en el cuerpo y toda sanidad corporal se refleja en la paz del alma, en el espíritu. Por la unción sagrada el cristiano se siente unido totalmente a Cristo –como en todo sacramento–; ahora unido en su dolencia, al Señor crucificado, salvador, y su aceptación de la voluntad divina, siempre salvífica. La fuerza de este sacramento actúa como fortaleza, aceptación, superación de las angustias del dolor o de la muerte. Es una gracia actual, de pacificación; comporta también aumento de fe, confianza, amor a Dios. Por eso, el futuro del enfermo queda, en cierto modo, enriquecido, sea cual sea el destino que le espera, restablecimiento, permanencia en la enfermedad, vuelta al Padre. Podríamos sintetizar lo expuesto, diciendo que el efecto del sacramento comprende: 1. Concesión de gracia santificante. 2. Remisión de los pecados. 3. Eliminación de las reliquias del pecado y de la acción del maligno. 4. Consuelo, fortaleza, confianza en el Padre. 5. Mitigación de las tensiones físicas y psíquicas de la enfermedad. 6. A veces, según los planes de Dios, recuperación de la salud corporal y retorno a la vida normal, como se pide en las oraciones. 7. Configuración con Cristo doliente y ofrecido como oblación salvadora. De este modo, el cuerpo-alma del enfermo son como elevados hacia una esfera sobrenatural que ejerce su influencia en el ser espiritual y material. Todo esto debería llevarnos a una renovada valoración del sacramento, y una
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diligente pastoral de los enfermos. Aunque no se dice ser un sacramento “necesario” por mandato de Cristo (“necessitas praecepti”), sí deberíamos decir que es necesario como medio para la plena vida del cristiano en su enfermedad, y como disposición para el futuro, de una vida más cristiana, y si llega el caso, una muerte más santa, y la futura revelación de la gloria: “A medida que toman parte en los padecimientos del Cristo, alégrense para que también en la revelación de su gloria, salten de gozo”. La unción se puede entender como la vivificación del propio bautismo y de la penitencia; ahora actúa de nuevo la presencia del Señor, en su miembro enfermo. Y la unción se relaciona con la eucaristía: unión y abrazo del Cuerpo de Cristo sufriente con el cuerpo del hombre doliente; de ordinario precede al viático, último abrazo de Cristo a su hermano, y alimento para el gran viaje, que termina en Dios. Y es una afirmación del Reino de Dios que avanza por la historia, entre consuelos y padecimientos; por eso el sacramento forma parte de la misión de los apóstoles: entre las señales que acompañarán la predicación del reino: “impondrán las manos a los enfermos y éstos recibirán la salud”; los Doce cumplieron el encargo de Jesús, predicando..., ungiendo y sanando con óleo a muchos enfermos. 2.6. El sacramento del Matrimonio 2.6.1. Ser y amor Dante termina su Tercer Canto de la Divina Comedia, “El Paraíso”, con aquel conocido verso: “L´amor che move il sole e l´altre stelle” (el amor que mueve el sol y las otras estrellas). Ese amor se refiere directamente al Amor de Dios, creador, conservador del cosmos celeste, que en la Divina Comedia está simbolizado en el triple círculo, del infierno, el purgatorio y el paraíso. Nosotros podríamos aplicarlo también al “amor” como fuerza atractiva de la gravitación universal, que es lo que mantiene en su armonía y cohesión la marcha de los soles, estrellas y galaxias; todo se mantiene gracias a esa fuerza de atracción – amor–, que coordina la tensión centrípeta, hacia sí mismo y la centrífuga, hacia la expansión infinita. Ese “amor” cósmico lo sustenta todo y lo salva del caos, dando belleza, unidad, haciendo cosmos. Tal fuerza unidora se acentúa en el mundo de la vida, por el atractivo de todo viviente hacia un encuentro movido por los dos elementos, masculino y femenino, que ordenan el desarrollo de la vida, la madurez y la multiplicación de los seres: “Crezcan y multiplíquense”, dice también Dios a los animales creados. Para el ser humano la revelación señala otro tipo de amor que es más que el instinto de la especie; es un amor como llamada espiritual, afectiva, selectiva, que busca y necesita del otro sexo como plenitud de su ser y felicidad; un amor que eleva las mismas fuerzas genitales al nivel superior de la amistad y entrega, tan fuerte que supera el atractivo del padre y la madre, un amor que vence la soledad del individuo, incompleto él solo, y lo proyecta a lo personal, riqueza
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máxima del yo por el tú, y es lo que hace ser uno mismo mediante la unidad con el tú, hasta el punto de formar los dos “una sola carne”, un “nosotros”, cumbre de la personalidad: la unidad en la dualidad. El hombre se adueña de los animales creados para él, les manda y domina en su servicio; pero la mujer –el otro ser humano del sexo diferente– no está a su servicio ni es dominada sino compañera, igual, necesaria, atractiva, única fuente de felicidad y plenitud, por la mutua entrega, que no puede vivirse con los otros seres creados. Ahora la armonía de los seres llega a su cumbre y puede realizar de un modo significativo la imagen y semejanza de la unión perfecta del Ser Divino, Unidad en la Trinidad: Amor eterno del Padre y del Hijo. No es que sólo el hombre o sola la mujer sean incapaces de revelar la imagen de Dios; lo son cada uno, como ser humano, pero en su misma destinación a la comunión expresan mejor la imagen del misterio personal, comunicativo, unitivo de Dios. Ese encuentro personal, en los humanos no se entiende solamente como espiritual; es carne y espíritu, encuentro espiritual que se expresa y completa en el encuentro corporal: “una sola carne”. Esto no significa que todo ser humano sólo pueda realizarse mediante el encuentro espiritual-sexual con el otro sexo. La entrega del amor puede vivirse y puede superar la soledad del individuo a través del amor oblativo, solamente espiritual, una amistad y dedicación que no comparte el encuentro físico, pero sí significa la entrega para el perfeccionamiento del yo, del tú, del nosotros. La sexualidad como esencia específica del hombre-mujer, no se limita a las formas corporales-orgánicas; son dos formas de ser, sobre todo psicológicas, afectivas, anímicas, espirituales, personales. La razón de los sexos no se ha de entender como metafísica, porque ella lleve más perfección, sino teológica, porque la creatura humana es imagen del Dios Trinitario, de Personas que se realizan en la entrega y unidad perfecta, en la capacidad de dar a otro algo que le enriquece y me enriquece. Esto no pide necesariamente que el don sea también corporal: eso significa el amor virginal, amor de amistad, de hermanos, de padres e hijos. Es más, se puede decir que este tipo de amor, sin el instinto sexual –lo que descubre siempre cierto egoísmo, correspondiente a la etapa temporal y evolutiva del ser humano–, muestra que la etapa definitiva, escatológica, plenitud consumada del amor, en el “eón” eterno, ya no podrá ser sexualcorporal; los cuerpos resucitados participan de la situación de Cristo resucitado, están penetrados del espíritu, y su amor, en la frase de Jesús, es “como los ángeles”. Por eso, tal amor es la mejor imagen del amor intratrinitario, perfectamente unidor por el Espíritu. La noción de Dios que ilumina la noción de la creatura es de un Dios relacional, inclinado hacia el hombre, no sólo como causa, poder o protección, sino sobre todo como amor personal: Jesús nos hace pasar de un Dios poderoso, protector, defensor, a un Dios Padre, amigo, amor. La vocación al amor del ser humano brota, pues, de la naturaleza que Dios le dio, y tiene ahora su cumbre en el amor
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hombre-mujer, ordenado al encuentro, comunicación, unificación, en donde descubre su felicidad y realización. Por eso, la institución del matrimonio es primaria, natural, basada en la misma creación divina, y raíz de la plenitud de la persona, de la familia, de la sociedad. El amor humano matrimonial se realiza, pues, en el encuentro hombre-mujer, que abarca el afecto espiritual, personal, y el abrazo corporal sexual. Es un contrasentido, contra-natural, interpretar el amor exclusiva o preferentemente como goce sexual, separado de la ternura y respeto, y de la posible generación de otras vidas. El uso de la palabra amor significando el goce sexual -–“hacer el amor”–, ha rebajado el amor humano al nivel del instinto, privándole de toda su grandeza humana y bellamente “natural” y sagrada. 2.6.2. El matrimonio, institución natural y sagrada La concepción y evolución del matrimonio a través de los siglos y culturas, resulta de tal complejidad que dificulta una clara y segura visión del tema. Algo sí parece una constante: que el matrimonio se entiende como algo sagrado, fundamentado en la presencia de lo divino, sobrenatural o mágico; y que conlleva una dimensión social, no meramente individual o bipersonal. Es algo concerniente al grupo, la tribu, el clan, y en consecuencia, con normas y leyes trazadas por la comunidad. Como vamos a tratar del sacramento del Matrimonio, no será preciso que planteemos los diferentes tipos de matrimonio vigentes en determinadas culturas: árabes, pueblos africanos, la India, viejas culturas indígenas... Nos bastará remitirnos a la tradición bíblica, de la que somos herederos. La doctrina bíblica sobre la unión hombre-mujer, arranca de los relatos primitivos de la creación: Por encima del género parabólico, se descubre el fundamento de la institución, la ordenación mutua de los dos sexos complementarios; igualdad de naturaleza y por consiguiente, de derechos; la hondura de ese amor, vínculo de unidad. Esta doctrina la encontramos en los dos relatos primitivos de la creación. El más antiguo – yahvista–, presenta la creación del hombre, la necesidad de una compañía como él, la formación de la mujer, el llamado a la unión de ambos, más fuerte que todo otro atractivo. La narración, escenificando, descubre los fundamentos de la institución, la ordenación mutua de los sexos, la igualdad y la definitividad de ese vínculo. La narración “sacerdotal”, posterior unos años, aunque aparece primera en la Biblia, presenta a Dios creando plásticamente al hombre y la mujer, como cumbre de lo creado, a su imagen, con el encargo –no sólo el instinto–, de la procreación, la dominación y cultivo de la tierra. De tales textos se desprende un tipo de matrimonio superior al instinto y atractivo sexual, de unión fortísima y monógama, hasta formar una sola carne, una sola vida. Otros muchos textos confirman esa concepción matrimonial que habrá que defender, frente a las influencias de costumbres de poligamia,
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predominio del varón y ruptura de la unión, que de hecho entrarán en la vida de Israel: Los Patriarcas, Abrahán, Jacob, Moisés, David, Salomón, Oseas... viven la poligamia como normal, y la potestad de despido de la mujer para tomar otra, rubricando su inferioridad, derecho que reconoce la misma Biblia, pero también se señala el adulterio con pena de muerte para ambos. Pese a esta deformación y desviación, la monogamia era frecuente, aunque también el adulterio y el divorcio. Pero Jesús en su Ley Nueva, basada en el amor, va a reponer la unión matrimonial en su original pureza: la unión fundamentada en el amor de Dios a su pueblo, y en el propio Ser divino del Amor trinitario; y restablece el sentido del amor en unidad, fidelidad y permanencia. San Pablo confirmará bellamente ese matrimonio intocable, según la ley de Cristo. El terreno estaba preparado para poder comprender la elevación del compromiso matrimonial al rango de un sacramento, un signo de la gracia salvadora y santificadora de Cristo, símbolo del amor esponsal de Dios a su pueblo, de Cristo a la Iglesia. La Alianza, presentada como amor fiel de Diosesposo a su pueblo ya se proyectaba como una purificación y elevación del amor humano: Dios aceptaba el amor hombre-mujer como signo de su amor a los hombres, y al mismo tiempo señalaba el sentido que debería alcanzar ese amor humano para poder significar al amor divino. Dios insiste en la fidelidad, entrega, sacrificio. Y hasta el perdón incansable ante la esposa infiel, a la que Él sigue amando, así dejaba confirmadas, Dios, la seriedad y elevación del matrimonio natural, que tenía su origen en el mismo Dios-Amor. El que el ser humano, la sociedad, las culturas, se hayan apartado tanto de estos principios significa la debilidad de nuestra condición humana, y las consecuencias del pecado; pero no anula los principios básicos, puestos por el Creador. Estos recuerdos bíblicos sobre el matrimonio nos preparan ya para la nueva valoración de esa unión, como signo de la gracia; como sacramento. 2.6.3. El sacramento del Matrimonio La Iglesia cuenta entre los siete sacramentos al matrimonio, y lo entiende como signo de la acción salvadora y santificadora de Cristo que enriquece el amor humano y lo hace señal, presencia, de su amor, y le infunde la gracia de la Nueva Alianza, unión definitiva de Cristo y su Esposa, hecha así cuerpo y plenitud del mismo Cristo. La gracia recae sobre el amor humano y lo plenifica, lo santifica, le señala sus altas metas y lo presenta con signo sensible de la salvación del amor y su robustecimiento, por encima de los conflictos y debilidades, que pueden afectar al amor humano. La institución de este sacramento no se puede poner en los pasajes del NT bodas de Caná, o cuando Jesús rechaza el divorcio y repone el matrimonio original. Su institución se descubre en la intención de Cristo: que el amor del hombre y la mujer sea signo sensible del amor del Señor a su Iglesia, de la fidelidad de la Nueva Alianza, de la entrega del Salvador por su Esposa, para que
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sea santa y perfecta, por la aceptación y fiel respuesta a ese amor infinito de Cristo Salvador. Si Jesús habló tantas veces del matrimonio no era solamente para recordar la institución natural divina, sino además para señalarlo como signo de su entrega y como expresión de su gracia salvadora, en este caso, de la fragilidad del amor humano. “La celebración del matrimonio entre bautizados, en virtud de la referencia a la relación de Cristo con la Iglesia, es un signo neotestamentario de la salvación. El hombre y la mujer desempeñan el papel de Cristo y de la Iglesia”. El matrimonio, pues, instituido por Dios desde la misma creación es elevado por Cristo a la categoría sacramental, como explica Pío XI. Aunque la formulación de la doctrina de este sacramento tardará en definirse, la substancia se encuentra ya en san Pablo, y en los Santos Padres, desde san Agustín. Y vemos que la razón del “sacramento” en el matrimonio es más honda que algún pasaje neotestamentario que se aduzca como institución: es el misterio del Verbo Encarnado que se entrega para la salvación de la EsposaIglesia. Eso se proyecta al amor humano matrimonial, que se hará signo del Amor de Dios en Cristo: “como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella”. La teología de este sacramento fue la última en clarificarse, hacia el siglo XIII, por su calidad especialmente humana. En épocas antiguas, los teólogos se resistían a ver en el matrimonio un “sacramento”, porque lo consideraban preferentemente como unión carnal, o como dirán después, “remedio de la concupiscencia”. Aún no se había comprendido como expresión de afecto interpersonal, como unión de corazones, y capaz de ser camino hacia Dios, fuente de salvación y santidad: “Dios es amor, y todo el que ama es de Dios y conoce a Dios”. Pero ese amor humano, hombre-mujer, sólo puede ser sacramento y recibir la bendición y la gracia, cuando es verdadero amor. La bendición sacramental no pone el amor; y si no existiera, el sacramento nada santifica, nada eleva. Por eso cuando faltare ese compromiso de amor total y definitivo, el acto sacramental ha sido nulo, mera ceremonia. Justamente en esto se apoya el reconocimiento que hace la Iglesia, de la nulidad de ciertos matrimonios eclesiásticos, que en realidad no fueron sacramento sino solo ceremonia religiosa. Y este defecto anulatorio puede ser, hoy, más frecuente de lo que parece. 2.6.4. Esencia y características del sacramento conyugal La esencia del matrimonio se pone en el contrato o promesa mutua de entrega de los esposos para unirse en un amor espiritual y corporal; este es un principio general y permanentemente admitido, a lo que se añade la consumación de esa unión –matrimonio rato y consumado–. Tal definición pidió antes estudiar los fines de esa unión, que al principio se ponían especialmente en la unión sexual y la procreación: “Creced y multiplicaos”. Pero si ese amor iba a ser signo del amor intratrinitario, no convenía insisir como lo primordial, en el amor físico; es más,
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primar especialmente ese amor lo haría caer fácilmente en el egoísmo del goce corporal, lo que llevaría en consecuencia hacer de la mujer un objeto de uso –y abuso– por parte del hombre, y así cierta inferioridad de la mujer. Se fueron pues, aquilatando los fines, en un proceso de elevación: 1) matrimonio como remedio de la concupiscencia y encuentro sexual. 2) Unión que tendría como fin primordial la procreación y la educación de la prole, por la índole natural de la misma institución, ordenada a la sociedad, y fuente de vida, finalidad que no debería entenderse sobre todo como obligación de procrear un número ilimitado de hijos; la planificación familiar se ha visto cada vez más necesaria, y de ello se ocupa largamente la moral matrimonial. 3) Progresivamente se abre más camino la noción de matrimonio-sacramento, por encima de los fines físicos, como un amor conyugal y mutuo, de unión de corazones, de afecto que se entrega al bien y felicidad del otro, y que conlleva una convivencia de ternura y estima, superación del egoísmo, gratuidad de amor que tiene la paga en sí mismo. El amor, igual que el bien o la verdad, no se plantea como un medio para conseguir un fin, sino que es fin en sí mismo; el bien del sacramento del amor es el amor mismo: amarse y formar un solo ser, un solo corazón y no sólo una sola carne. La oposición permanente de la Iglesia a la poligamia, el divorcio, el adulterio, no se apoya solamente en la ofensa a la elección de pareja, a la procreación y educación de la prole y estabilidad del hogar, sino, sobre todo, en la infidelidad que suponen al amor jurado, a la unión espiritual de corazones, muy superior a la unión corporal. Todo esto confirmaba la primacía, en el sacramento, de la bendición de Dios sobre el amor de los esposos y la entrega afectiva o amistad compartida. Eso mantenía en todo su valor y sentido el matrimonio, aun cuando no hubiera posibilidad de procreación. Pero tal dimensión primordial del matrimonio no anulaba el sentido de vida sexual y el derecho exclusivo al cuerpo del cónyuge, que siempre se tenía como elemento básico del contrato bilateral de los esposos. De aquí se desprenden las características que el sacramento pide al amor matrimonial, para que pueda ser elevado a la categoría sacramental: Unicidad, un hombre con una mujer, excluida la poligamia, la poliginia, así como la homosexualidad; amor único y exclusivo de un hombre y una mujer, en igualdad de dignidad personal y de derechos. Indisolubilidad, amor, unión definitiva, inseparable, irrompible, no sólo por significar el amor infalible de Cristo a la Iglesia, sino además porque la donación realizada no puede ser reducida o anulada después. Es característica permanente desde el Génesis y recalcada por Cristo. Este rasgo es evidente en la intención del Creador y de Cristo. Otra cosa es la práctica, las corruptelas, las concesiones, las legislaciones que han abierto cauce a la ruptura de ese amor –divorcio–, recurso a otro matrimonio. La indisolubilidad se refiere al verdadero matrimonio, compromiso libre y consciente,
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como queda dicho. Fidelidad: la seriedad de ese compromiso de amor no admite traiciones, ni cansancios; como es vida y da vida, cada vez ha de ser más real esa entrega y más fuente de felicidad; el adulterio o la aventura sentimental fuera del hogar, aunque sean ocultas, representan de hecho el fallo del amor y del derecho, y la lesión al compromiso y elección, libremente pactados, y ofensa a la sacralidad de la bendición conyugal. El adulterio, tachado en otras épocas como mancha condenable, ha encontrado hoy notable indulgencia en la sociedad y un puesto casi de honor, en la legislación. Espiritualidad: El amor en el sacramento del Matrimonio requiere otra condición –que no suele comentarse, tal vez por darla como entendida–; ha de ser profundamente espiritual, interior, apoyado en la gracia, unidor de corazones, creador de comunión de almas, enriquecido con la presencia santificadora de Cristo. Apertura a la fecundidad: calidad esencial de esa donación espiritual-corporal, es la disposición a dar vida a los hijos, y no excluir esa función, destino natural del amor hombre-mujer; lo que no significa que cada acto sexual sea de hecho, procreador, ni destruye ese amor y ese acto la imposibilidad de ser fecundo. Puede haber una misteriosa fecundidad espiritual, que da vida, acompaña, enriquece a otros hijos, no de la carne sino del espíritu. Todas estas características del sacramento-matrimonio no son leyes obligantes, ataduras, riesgo de quedar “atrapados” irremediablemente, luego de la hora de la boda. Son expresiones connaturales del amor elevado a sacramento, a gracia salvadora, manifestación del orden nuevo que brota de Cristo y su salvación del amor hombre-mujer, a imagen de Dios. Mas esto ya pertenece al mundo sobrenatural, al mundo de la fe. Por eso el matrimonio católico con sus características, no se apoya ya en el mero orden humano, del atractivo natural y psicológico. El orden de la gracia implica nuevos valores inasequibles al hombre natural, como la pobreza, el perdón, la humildad, el sacrificio, la pureza... y también la elevación del amor natural, físico, instintivo, a un nivel nuevo, transformado por la gracia; eso será lo que evite el cansancio, la rutina, el egoísmo, el mero placer, en ese amor. El amor unión, del matrimonio también ha sido redimido, y capacitado para asumir toda la grandeza de esa entrega, a imagen de Cristo, y de superar las flaquezas de la carne. Es un amor puesto bajo el signo del Espíritu. Si los esposos no han comprendido y aceptado ese mundo de la fe y de la gracia, no podrán asumir gozosamente el compromiso y características del sacramento. 2.6.5. Efectos y defectos del matrimonio El efecto de la gracia en este sacramento es –como en todo sacramento– redención y santificación, es decir, conducción hacia Dios, precisamente por el amor conyugal. El Espíritu, que es siempre unidor de personas, es el que confiere a los esposos esa nueva unidad, comunión y comunidad de vida. Sólo el amor une, que es lo contrario del egoísmo, que busca su interés, provecho, disfrute de uno mismo, mientras que el amor renovado busca el bien y la felicidad del otro:
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el amor busca que el otro viva y sea feliz. Ya vimos cómo el pecado y sus consecuencias, aún en la naturaleza redimida, deja su marca en el amor y deforma su belleza original. La gracia del sacramento ha de llevar a la salvación del amor frágil, débil, egoísta, limitado. Esa gracia rompe la autonomía, la autodefensa, el egocentrismo. Sin renuncia a sí mismo no se llega nunca a un amor conyugal feliz y durable. El matrimonio es un modo de vivir la fe y de realizarse en la vida cristiana, lo que llevará a la plenitud de la persona, a ser pareja, donde no haya dominio del fuerte sobre el débil, donde la paz no sea una conformidad despersonalizante o un acaparamiento que significa anulación de la personalidad del otro. La vida de pareja no es sólo convivir, sino vivir en presencia, en valoración y comprensión estrecha, en respuesta a las necesidades y llamadas del otro. Un amor que culmina, como el de Cristo, en la entrega total, que cuenta con la figura de la cruz y el sacrificio por el otro. Esa gracia que los une a los dos y los lleva a Dios, origina una espiritualidad matrimonial. Tal espiritualidad de dos supone, ante todo, un abrirse juntos al Espíritu y orientarse por la Palabra y hacer experiencia viva y compartida de la Iglesia, cuerpo por donde circula la gracia de Cristo, por la que cada uno acepta su tarea conyugal, en bien del otro y de todos, y comparte el carácter profético, sacerdotal y pastoral, y la misión de trabajar por el Reino de Dios, que hoy requiere un compromiso por la justicia, la verdad y la paz. Especialmente, el matrimonio ha de vivir una espiritualidad de encarnación, de aceptación mutua, espiritual, corporal, y juntos, aceptación del mundo que les toque vivir: familia, sociedad, profesión, con sus grandezas y defectos. El matrimonio se descubre como una escuela de formación permanente, personal y social, y así de permanente enriquecimiento de las dos personas. Salvador Paniker dirá: “El amor, literalmente transforma los seres y crea en cada uno de ellos cualidades nuevas, hijas de la interacción”. Conducido por la gracia del sacramento, el hogar se hace campo de virtudes teologales; es camino de fe: Las promesas del matrimonio no se palpan ya todas realizadas, pero se cree en ellas. El amor es tiempo de fe, de creer en Dios y en el otro, mucho más de lo que se palpa y se experimenta: creo en ti, confío en ti, aunque no lo veo todo... Ese caminar juntos hacia delante está conducido por la esperanza: más allá de las borrascas o de los parones, vamos hacia la meta que soñamos, y crecemos, como las promesas de los árboles del bosque, que no nos fallan. Y especialmente el matrimonio es el lugar donde se encarna la caridad, que comunica dimensiones infinitas al amor humano. El amor conyugal aún no es la caridad teologal, pero es uno de sus más hermosos caminos. La perfección cristiana, el ser perfectos como Dios es perfecto, como Dios es santo, se realiza ahora precisamente caminando por ese amor humano consagrado y santificado por la gracia sacramental: Los esposos no lograrán la
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perfección al margen de su matrimonio. Y para eso encuentran las gracias actuales específicas: para la entrega, la convivencia, el sacrificio, los fines de su unión, la defensa en los peligros o debilidades. Todo matrimonio, también el sacramental, debe afrontar los retos que hoy le presenta la cultura materialista, desacralizada y desmoralizada. Ya no son sólo los retos tradicionales de amor conyugal, de que antes hablamos: la poligamia, el divorcio, la infidelidad, la lejanía, incomprensión, incompatibilidad.... Ahora nos enfrentamos con obstáculos que brotan de nuestros condicionamientos culturales: el racionalismo, triunfante desde el siglo XVIII, que desvalora el mundo de la afectividad; el subjetivismo e individualismo, que usa y sacrifica al otro; lo que llamó Alvin Toffler, “cultura de personas para tirar”; la permisividad corriente ante todo tipo de comportamientos fuera de la ley conyugal; la reducción de la sexualidad al desahogo del organismo físico; el concepto mercantilizado de la vida que invade también las relaciones interpersonales y busca sólo provecho, rendimiento, ventajas, dinero, también en la familia; la creciente tensión entre vida de hogar y trabajo, profesión y familia; la polarización del matrimonio hacia la riqueza, bienestar, consumismo, y en muchos casos, al revés, la excesiva pobreza, causa inevitable de tiranía, enfrentamientos, quejas y distanciamientos; y los conflictos generacionales que desembocan en desánimo, desilusión, sensación de fracaso, en la pareja; la crisis de valores cristianos, como pasados de moda: fidelidad, sacrificio, gratuidad, gracia...; la nueva concepción del tiempo, fragmentado, recargado, nervioso: tener siempre muchísimas cosas que hacer en poco tiempo, y la presencia del “estrés” o agotamiento psicológico que dificultan la armonía y comprensión... El matrimonio de hoy, también el sacramental, habrá de enfrentarse con algunos o muchos de esos retos, y la experiencia dice que también sucumben ante ellos. Se impone, pues, la necesidad de respuestas válidas, desde la gracia y las virtudes del matrimonio cristiano: Enumeramos las más citadas en los libros sobre el matrimonio sacramental: Comprensión, como aceptación del otro, con sus valores, sus limitaciones y fallos. Comunicación, para que estar juntos sea estar presentes; comunicación, no sólo de los acontecimientos, las ideas, los deseos; también los sufrimientos, los sentimientos..., si el amigo es la mitad de mi alma debo compartir con él todo lo que yo vivo. Contemplación admirativa: ver en el otro un gran valor para mi vida, riqueza siempre para mí; mirarle como mi mejor tesoro que llena mis ilusiones. El perdón es algo absolutamente necesario en toda amistad y convivencia; y además, curar las llagas ocasionadas por la falta. Superar los celos, dudas, sospechas, vigilancia, reproches; no llevar con desagrado que el cónyuge tenga su margen de libertad, amistades, familia, aficiones, gustos propios. Dejar pasar las nubes cotidianas, y las humanas diferencias de valores y juicios. Conservar la gratuidad es virtud exquisita del matrimonio; no exigir la paga y correspondencia de todo lo que haces por el otro. Responder a toda llamada, tácita o expresa, cuando el otro necesita algo de
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mí. No hacer de mi matrimonio un “estado” –aunque se llame “estado de matrimonio”–, sino vivirlo siempre como una construcción perenne, que nunca se acaba, cual una colmena en vibrante actividad, siempre creando su historia. Valorar la sexualidad no como uno de los deberes matrimoniales y su misión procreadora, sino aún más como plenitud de su encuentro humano total, espiritual y corporal, eso no sólo en el momento del abrazo físico; se proyecta, se perpetúa en una mayor y mejor estima, un comportamiento de pareja, que experimenta el sentido pleno de ser los dos una sola carne. Como el amor se hace de detalles, un gran fortalecimiento del amor pueden ser “las caricias”, en el sentido que presenta la teoría del “Análisis transaccional” de Eric Berne. La sequedad en las relaciones, la rutina, los olvidos de fechas importantes, los silencios más o menos despectivos y como represalia, las humillaciones, las quejas... son “caricias negativas” que calladamente dañan el amor y llegan a apagarlo. En una palabra: aprender a vivir juntos, unidos, enamorados: “El matrimonio ella, él– es signo del amor de uno por el otro, de los dos para los hijos, y para los demás” y para Dios. Todo esto demuestra la necesidad de una honda formación para el matrimonio, mucho más que un cursillo pre-matrimonial; es toda una educación de la fe, en el misterio de Cristo y del amor, por Él santificado; de la conciencia cristiana, unas bases de psicología masculina y femenina, de la convivencia y la sociabilidad. Pedirá además, una ayuda post-matrimonial, que acompañe a los esposos y complete su educación para el amor. Pese a todo, se mutiplican los fracasos, infidelidades, separaciones y rompimientos, y el refugio a nuevas uniones. La Iglesia está seriamente preocupada por tales situaciones, e intenta dar la mano a esos matrimonios fracasados, y a las nuevas uniones civiles, que van en aumento. Una corriente muy crecida, pide a la Iglesia mayor estudio y comprensión de esas situaciones, de hecho, con frecuencia irreversibles, y a la dificultad para muchos, sobre todo, para la parte inocente, de aceptar la soledad definitiva; y la sanción que impone la Iglesia, de no conceder la confesión y comunión, y el rechazo de nuevas uniones. La verdad es que en esta materia son tan diversos y complejos los casos que difícilmente se puede dar una ley fija y uniforme para todos, y habrá que considerar cada situación, para aplicar adecuadamente las leyes, que por hoy mantiene la Iglesia, según la tradición, y apoyada en el sentido teológico y bíblico de este sacramento. 2.6.6. Forma y celebración del sacramento La celebración del matrimonio es una de las fiestas sacramentales más bellas y humanas de la liturgia, porque celebra el amor de Dios manifestado, sensibilizado en Cristo, que señala, exalta, el amor humano hombre-mujer, renovado por Jesucristo. Es una gozosa fiesta colectiva, participada por la comunidad familiar y
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eclesial, participación que no consiste en la presencia indiferente y pasiva, de familiares y amigos, como ocurre tantas veces; es triste esa fiesta, con unos asistentes que nada siguen ni comprenden del acto. La catequesis prematrimonial debería incluir a todo ese entorno de los esposos que van a asistir a la ceremonia. Ministro del matrimonio no es el sacerdote, sino los propios contrayentes, que se confieren, uno al otro, el sacramento; preside y da la bendición el obispo, sacerdote o diácono; pero en casos emergentes, es válido el matrimonio sin el presidente y la bendición de la Iglesia. Sujeto del sacramento son los bautizados, no niños, no impedidos por otro vínculo matrimonial, sacerdotal, religioso, libre y conscientemente deseosos del sacramento. Como es acto jurídico-canónico, se pide la presencia de dos testigos. El signo del matrimonio no está en la bendición y oración de la Iglesia, ni en los aditamentos que van completando el acto, y a los que la gente da demasiada importancia: entrada solemne y macha nupcial, damas y pajes, bendición de aros y arras, abrazos y fotografías... El signo de la gracia sacramental que significa la unión de Cristo y la Iglesia es el mutuo consentimiento de entregarse y aceptarse recíprocamente, para su unión en el amor conyugal, en el sentido que acabamos de exponer. Desde el siglo V, los documentos jurídicos y canónicos, el Codex Theodosianum, el Codex Justinianum y otros escritos del derecho romano y leyes cristianas, ya formulan que para el matrimonio, el signo que basta es “sólo el consentimiento de aquellos de cuya unión se trata”. Esta doctrina se repite constantemente en Pedro Lombardo, santo Tomás, los Padres y Teólogos. Sólo más tarde, algunos defendieron que la forma del sacramento era también la bendición del sacerdote y la presencia de la Iglesia, incluso de los testigos, pero estas ideas no tienen ningún serio fundamento. Ese contrato crea un vínculo, una doble obligación, de dar y recibir: la entrega, el derecho exclusivo para la convivencia y comunidad sexual. Aunque el contrato matrimonial alude al “ius corporis”, derecho al cuerpo, eso supone y exige la entrega más honda, espiritual, afectiva, de las dos personas que se unifican, ante todo por la unión de los corazones y la comunión de vida, y desde ella, a la expresión del amor por la unión corporal. El núcleo, pues, del signo sacramental es el contrato. Cómo vaya a realizarse éste, es ya potestad de la Iglesia y ella que es sacramento total y signo de Cristo, fuente de toda gracia, va estableciendo las condiciones y los ritos de ese contrato, teniendo en cuenta las costumbres y ritos de las culturas locales. En los primeros tiempos, el matrimonio entre bautizados se inspira en las ceremonias del matrimonio hebreo y luego, del matrimonio romano, que orientarán muchos de los ritos eclesiásticos, aunque suprimiendo los sacrificios a los dioses y otras referencias paganas. El concilio de Trento declara que al rito del sacramento se podrán añadir otras ceremonias, de las costumbres de las diversas culturas.
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Recogiendo, pues, muchos de estos elementos rituales pasados, se fue creando, lentamente, el rito del sacramento de las nupcias, que tiene actualmente este desarrollo: 1) Entrada: llega el esposo y sus acompañantes, se ubican en sus puestos. Cuando entra la esposa y su séquito, el novio la recibe. Es tradicional la Marcha nupcial de Mendelssohn. 2) Llegada del sacerdote, saluda a los presentes y motiva el acto sacramental. 3) Comienza la liturgia eucarística, lecturas apropiadas, según la liturgia. La homilía debe exponer el sentido del sacramento y de la vida conyugal. 4) Rito del matrimonio: a. motivación del momento; b. escrutinio: los esposos manifiestan su libertad y compromiso; c. consentimiento; es esencia del acto. Sea que ellos proclamen su compromiso, sea que respondan a la pregunta del sacerdote, se trata de la mutua aceptación y compromiso de vivir su unión en amor, fidelidad y permanencia, por encima de los avatares de la vida. Los esposos, cogidos de la mano, repiten su inquebrantable entrega-aceptación. 5) Ceremonias complementarias a. bendición e imposición mutua de los anillos, y si se usa, de las arras; b. en algunos sitios se usa el velo que cubre a los esposos; c. se dan el beso de paz y abrazo a los familiares. 6) Oración de los fieles, apropiada. 7) Continúa la eucaristía. Después del Padrenuestro, omitida la Oración: “Líbranos Señor”, se hace la bendición especial de los esposos. 8) En la Comunión, los esposos pueden recibirla en ambas especies. 9) Bendición final especial y solemne. 10) Despedida y augurios del sacerdote. 11) Salida del cortejo nupcial. A esta fórmula de belleza y sencillez, se añade todo un folklore y parafernalia, de damas, caballeros, pajes, ricos atavíos, fotografías y filmaciones, música y cantos, a veces teatrales, y la gente espera la cena de gala y el baile... Todo eso impone un ambiente de frivolidad en muchos de los asistentes, que no participan del verdadero contenido del acto sacramental sagrado. Así, muchas bodas religiosas se toman como acto social, de ostentación y mundanidad. Lo que demuestra la necesidad de una más efectiva pastoral de este sacramento, para que recupere toda su grandeza espiritual. El Vaticano II y su reforma litúrgica desean que se enriquezca el rito del sacramento, que exprese mejor el simbolismo y los efectos y compromiso de los cónyuges: por eso su relación con la eucaristía, sacramento del amor entregado
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por nosotros, y signo de la comunión de vida: “La alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará el Señor contigo (Israel)”. El Vaticano II resume así el sentido de la boda: “Los propios cónyuges, hechos a imagen de Dios vivo, y constituidos en su auténtico rango de personas, han de vivir unidos, con el mismo cariño, modo de pensar idéntico y mutua santidad, para que habiendo seguido a Cristo, principio de vida, en los gozos y sacrificios de su vocación, por su fiel amor sean testigos del misterio de amor del Señor que reveló al mundo con su muerte y resurrección”. 2.7. El sacramento del Orden 2.7.1. El nuevo sacerdocio El Sacramento del Orden o sacramento del ministerio apostólico se refiere al sacerdocio cristiano, y se deriva del nuevo sacerdocio de Cristo, del que tratamos anteriormente (I, 5.4.4). Como dijimos, el sacerdocio de Jesús no es, en absoluto, continuación del sacerdocio hebreo; es un corte radical, es nuevo, eterno, único, perfecto. Toda la Carta a los Hebreos es una exposición y un canto a ese sacerdocio “según el orden de Melquisedec”, por su misterio y unicidad. Con Cristo quedó abrogado el orden sacerdotal precedente: Cristo Sumo Sacerdote para siempre, único y permanente, santo y perfecto, ofrece el único sacrificio ofreciéndose a sí mismo, único mediador –puente, pontífice– de la Eterna Alianza, ejerce el sacerdocio en el santuario de su cuerpo y en el santuario celeste, presentando una víctima superior a todas. La función sacerdotal que señala la Carta a los hebreos sólo en Cristo tenía su cumplimiento. Jesús en su vida no aparecía como sacerdote, ni era tenido por tal, ni llevaba ese nombre, pero su único y grandioso sacrificio de la Cena y de la Cruz, proclaman su nuevo y único sacerdocio. Aunque Cristo practicó el culto hebreo y con su familia y sus discípulos acudía al templo, Él señala el final del templo y de su culto, ya caduco, y anuncia el culto nuevo, “en espíritu y en verdad”, en el templo de su cuerpo. La imagen del sacerdote estaba determinada, en gran parte, por la imagen de Dios, de cada cultura o religión. Cristo hace derivar su sacerdocio del ser y la misión del Padre, que determinan su encarnación, unción y entrega en la cruz, su resurrección, y la prolongación de su obra a través de sus apóstoles. Su misión salvadora, y glorificadora de Dios es única, completa, irrepetible. Entonces, sus enviados sólo continúan, actualizan, su propio sacerdocio, su única mediación y único sacrificio. El grupo de los apóstoles, ampliándose con los nuevos bautizados, elige los sucesores del apostolado; y ese cuerpo eclesial determinará las particularidades y la expresión del sacerdocio cristiano. El sacerdote ordenado actúa, pues “in persona Christi”, porque Cristo es la fuente de todo sacerdocio: “el sacerdote de la Antigua Ley era figura de Él, y el sacerdote de la Nueva Ley actúa en representación suya”, y toda la Liturgia cristiana es ejercicio del sacerdocio de Jesús, por eso el sacerdote preside la
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liturgia, aunque, como se ha dicho, todo acto litúrgico es acción de todo el cuerpo, pueblo sacerdotal. En estos tiempos la figura del sacerdote se ha hecho problemática; antes tenía una clara definición religiosa y cultural, y era clave de la comunidad, aunque señalemos bien la diferencia entre el sacerdote en las varias religiones y culturas, y el sacerdote cristiano-católico. No se trata sólo de un hombre de Dios y de su culto, y un servidor de la comunidad, incluso un guardián de las tradiciones y las leyes, y en muchos casos, verdaderos jefes y conductores del pueblo. En el sacerdocio católico se trata especialmente de un hombre al servicio personal de Jesucristo, entregado a Él, amigo suyo y colaborador, que actuará en su nombre y por su amor, y hará presente en la historia, la figura y la obra de Jesús. Esto es algo nuevo, y diríamos asombroso, que hunde sus raíces en el misterio cristiano: que el sacerdote no sólo representa sino que es parte de Cristo-Dios. La dedicación al servicio de la comunidad eclesial no tendría sentido pleno si el sacerdote no fuera como encarnación del hombre-Jesús. Eso significa que el sacerdocio no es una elección individual o decisión propia; es una vocación, llamamiento personal, de parte de Cristo, y la aceptación implica importantes compromisos y renuncias sólo entendibles desde la entrega en total amistad del hombre a Jesús. 2.7.2. Un sacramento para servir En una Iglesia reconocida como Cuerpo de Cristo y sacramento primordial de Él, el sacramento del Orden aparece como algo necesario para mantener la vida de la Iglesia, su eficiencia, la vida espiritual y la comunicación de la salvación, mediante la aplicación de las gracias de salvación y santificación, por la Palabra y el sacramento. Éste fue un dato indiscutible durante los diez primeros siglos del cristianismo. Pero desde la crisis de la Iglesia en los siglos XIII-XIV, el cisma del s. XV, y la Reforma Protestante del siglo XVI, que sacudieron la noción de la Iglesia y cuestionaron o negaron el sacramento del orden ministerial, diferente del sacerdocio de los fieles, fue necesario un reestudio y refomulación del Orden sacerdotal, lo que se hizo expresamente en el Concilio de Trento (1563): “Nadie debe dudar de que el orden es verdadera y propiamente uno de los siete sacramentos de la Santa Iglesia”. El sacerdocio, como todo sacramento, es un misterio de fe, que supera los ritos y ceremonias del sacramento; es realización y continuación de la salvación y santificación de los hombres, mediación ante Dios y ofrecimiento del culto agradable al Señor, inuagurado por Cristo. Y es un sacramento de servicio dentro del cuerpo-pueblo de Dios; “el cuerpo es uno, recuerda san Pablo, pero tiene muchos miembros con funciones diversas, constituyendo todos un solo cuerpo”, y todos al servicio del cuerpo total. Algunas funciones piden un especial encargo del Señor y la capacitación por la gracia o carisma de Cristo. En el Cuerpo eclesial, que tiene por cabeza a Cristo y por alma al Espíritu Santo, habrá
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funciones que representen a la Cabeza y repitan lo que hizo Cristo-Cabeza, que estaba “como el que sirve”: dirigir el rebaño, explicar la Palabra del Reino, consagrar la eucaristía, perdonar los pecados, repartir la gracia sacramental, presidir el culto, dar vida al pueblo de Dios, atender a los pobres, enfermos, ignorantes... Esta misión que Él confió personalmente a los que eligió y envió, apóstoles y discípulos, habría de continuar en sus sucesores designados, “ordenados” y enviados por todo el mundo, hasta que Él vuelva. La transmisión de tales poderes sagrados se confiere mediante signos sensibles, que a continuación expondremos. Estas funciones y las necesidades crecientes de la Iglesia en expansión van especificando los diversos grados y ministerios del Sacramento: Para atender a las necesidades pastorales, derivadas de la misión encargada por Cristo, la Iglesia va especificando las funciones: dos grados del sacerdocio apostólico: obispos y presbíteros; tres grados de ministerio apostólico: obispos, presbíteros, diáconos. Los diáconos son ordenados no en orden al sacerdocio sino al orden del ministerio; y el ministerio pedirá después otros servicios, en bien de la comunidad, que luego citaremos. Estrictamente, el sacerdocio de Cristo continúa en los apóstoles y sus sucesores, es decir, los obispos; pero pronto la creciente necesidad de multiplicar su presencia lleva a participar el sacerdocio a los presbíteros, colaboradores y multiplicadores del obispo. En los textos del NT. No siempre aparece clara la distinción entre epíscopos y presbíteros. Esta ayuda y colaboración de los presbíteros, ante el crecimiento de la vida cristiana señala la necesidad de otra ayuda, y el Espíritu Santo les inspira la creación de los diáconos, servidores, en muchas actividades, del pueblo de Dios. La historia ha dejado constancia de su eficacia e importancia en las comunidades; y varios de ellos son puntales egregios en la vida eclesial: san Esteban, san Lorenzo, san Efrén, san Vicente…; el diaconado fue también camino de martirio. El diaconado es, desde el principio, un estado permanente en la Iglesia, conferido a hombres casados, y también a jóvenes célibes; una vez en el orden, los jóvenes no podían casarse, ni tampoco los casados que enviudaran. Inexplicablemente, en la Iglesia latina desaparece casi por mil años, este diaconado permanente, y se entiende el diácono como un escalón previo al sacerdocio, y por eso temporal y sólo para célibes. La Iglesia oriental ha mantenido siempre este grado diaconal permanente. Ahora la Iglesia romana manteniendo el grado provisional de diácono para el sacerdocio, ha repuesto, desde el Vaticano II, el diaconado permanente, y ha dado varios documentos para señalar su importancia, condiciones, formación, vida, espiritualidad, ministerios. Todavía la Iglesia fue creando otros ministerios, según las necesidades, para
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variados servicios, que ya no pertenecen al sacramento del orden: subdiácono, acólito, lector, ostiario (portero), cantor, salmista, comentador monitor, ministro de la comunión, sacristán… La mujeres tienen acceso a estos ministerios; de su acceso al diaconado o sacerdocio, hablaremos en otro apartado. Los sacramentos, siendo siete constituyen un solo organismo de la gracia, y dan vida a una Iglesia, única y unida, que se centra en la eucaristía, y que es como la fuente de todo el orden sacramental, como dice santo Tomás, y lo que da ser y vida a la Iglesia, y lo que la Iglesia ofrece a los fieles para que tengan vida. Y ésta es la razón profunda del sacramento del Orden, y su esencial servicio a la Comunidad creyente. Por eso, el cometido fundamental de sacerdocio será la celebración de la eucaristía, prerrogativa exclusiva del sacerdote, por su comunión personal con Cristo: con Él, ofrece, en la Iglesia, el misterio de la eucaristía, lo preside, hace presente el Cuerpo de Cristo, y por Él ofrece y se ofrece al Padre en reparación universal, cada día, y continúa la adoración del Hijo obediente hasta la muerte. La consagración del orden sacerdotal tiene como finalidad suprema que la Iglesia pueda consagrar el Pan y hacerlo sacrificio de la Nueva Alianza. Los demás sacramentos que confiere el sacerdote (y a veces, otros bautizados), están todos, como dijimos, destinados a la disposición de los fieles para que puedan acceder a la cumbre de la vida cristiana: la comunión con Cristo. Además de este sentido esencial del sacerdote en la Iglesia, toda su vida – como la de Cristo–, está sugiriendo el olvido de sí mismo y de sus intereses, y una entrega ilimitada al servicio de los fieles; muchas de las condiciones que le pone la Iglesia –“déjalo todo y ven conmigo”– están reclamadas por la disponibilidad total que le capacite para ser todo Iglesia, todo de la Iglesia y constructor del Reino. Los sacerdotes son servidores-administradores, de Cristo y de la múltiple gracia de Dios399. En un mundo donde el servicio como entrega y amor va desapareciendo, para transformarse en contrato laboral de tanto por hora, y donde todo se hace por la paga, el servicio sacerdotal, cuando es auténtico, desinteresado, será imagen viva y siempre nueva del Hijo de Dios que para servirnos se hizo realmente nuestro servidor, se dio a todos y lo perdió todo, única forma de hacer creíble su misión de salvar a todos. 2.7.3. Institución y sentido del orden sagrado El sacerdocio se hace necesario en las sociedades y culturas espirituales y religiosas; pero en una sociedad secularizada y racionalizada, que rechaza los conceptos de lo divino, lo sobrenatural, lo mistérico, como mitos de la antigüedad. La institución sacerdotal pierde sentido, y su función sólo se quiere legitimar por sus servicios de instrucción, de asistencia, de liberación socioeconómica, de los pueblos. Si no es así, o si esas funciones las asume ya la sociedad civil, el sacerdote es visto como alguien insignificante o peor, un
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explotador de la ignorancia del pueblo. Por eso hoy se hace necesaria una explicación de la realidad sagrada del sacerdocio, todavía vigente y venerada entre los pueblos indígenas, africanos, las grandes comunidades del hinduismo, del budismo, y las naciones cristianas, bien que en éstas se vaya perdiendo la estima y valor del sacerdote, llamado ministro de Dios. Según lo que acabamos de exponer, el sacerdote es mucho más que un funcionario de la religión o un servidor del pueblo; representa, ante todo, la voluntad paternal de Dios, de mantener su relación con los hombres, de modo sensible, a través de hombres elegidos por Él, para comunicar sus deseos y su Palabra, y ser anunciador de sus designios, portador de la gracia suprema que se llama la salvación. El sacerdocio cristiano se apoya en la historia de la encarnación y la obra histórica-salvífica de Jesucristo, continuada por el Espíritu Santo, pero confirmada también y manifestada, según deseo de Cristo, por hombres llamados y enviados: apóstoles, presbíteros... La capacitación de tales hombres, obra de la gracia, implica también normas que va poniendo la Iglesia, a través de las circunstancias y los tiempos. Su selección, sus estudios, su inserción en el sistema jerárquico del Cuerpo eclesial, su colegialidad, sus poderes y deberes, su vida espiritual, su dependencia en algunos aspectos eclesiales como la doctrina teológica, moral y bíblica; y negativamente, las condiciones de renuncia a ciertas actividades seculares, cargos políticos, vida matrimonial... lo va determinando la Iglesia de acuerdo con los tiempos. Todo esto no significa cortapisas ni empequeñecimiento de la personalidad del hombre sacerdote; sino que el sacerdote al asumir la elección de Cristo y su papel mediador, no es mediador independiente, es parte de un todo y se debe a ese cuerpo eclesial, en definitiva, el Cuerpo único de Cristo, donde no puede haber disgregación independiente ni personalismos en lo que respecta a las funciones del sacerdote como enviado de Cristo. Igualmente la misión sacerdotal también requiere en el elegido, su compromiso de continuidad e irrenunciabilidad, del que no puede salirse: el amor sacerdotal a Cristo y su servicio es total y definitivo; puede en ciertas circunstancias quedar suspendido del ejercicio de sus funciones sagradas, pero sigue como sacerdote de Cristo hasta la muerte, imprime “carácter”, es indeleble. Con la institución del bautismo, Cristo eleva a todo bautizado a formar parte de su Cuerpo y por lo mismo, de su misión profética, pastoral, sacerdotal; por eso se ha dicho que el pueblo bautizado, mejor que el pueblo de la Antigua Alianza, es participación del único sacerdocio de Jesús. El sacerdocio es instituido por Jesús cuando elige a sus apóstoles y les encarga la continuación de su misión, que se va concretando: la realización de la eucaristía, el encargo de perdonar, bautizar, de enseñar y dirigir al pueblo de Dios, de lo que ya hablamos: “Como el Padre me envió, así os envío Yo”. Eso tiene su fundamento en el orden de la encarnación y el plan de salvación. La
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especificación del sacramento en tres órdenes –obispos, presbíteros, diáconos–, no fue determinada por el Señor, sino que brota, como se ha visto, de las necesidades del Cuerpo eclesial, para atender mejor al pueblo fiel. Cómo se deberían realizar esas ordenaciones, tampoco lo decidió Jesucristo, y fue determinado y modificado por la Iglesia, en el transcurso de los siglos. 2.7.4. Signo del sacramento: rito, ministro, sujeto No consta que Cristo realizara ritos especiales al conferir a los apóstoles su sacerdocio: “Haced esto en memoria mía”. En los primeros tiempos de la Iglesia, aparece, repetidas veces, la imposición de manos con la oración que explicita el sentido del gesto de ordenación. En la época patrística, se añade el rito de la unción de las manos, que ha permanecido en la ordenación de obispos y presbíteros, no del diácono. En la Edad Media, –s. XII–, por influencia del derecho y costumbres germánicas y su modo de conferir cargos e investiduras feudales, se introduce la entrega de instrumentos: cáliz, patena, libro, ornamentos, insignias, y postraciones, promesas, oraciones..., que buscan dar significación sensible al acto, ante el pueblo de Dios presente, hasta llegar a ser una espléndida ceremonia, larga y solemne. La presencia del pueblo, de presbíteros y obispos, señalaba la colegialidad y unidad de la Iglesia, y el puesto preeminente en ella de los ordenados. La ceremonia era más complicada y solemne en la investidura de papas, patriarcas, arzobispos, cardenales, primados. Es cierto que el culto de la Nueva Alianza, celebrado en espíritu y verdad, no se apoya en esos espectáculos grandiosos, y de hecho con el cambio de las costumbres, se ha ido simplificando y recordando más la sencillez evangélica; pero el sentido histórico y sensible de la Iglesia sigue necesitando de expresiones materiales para significar los misterios espirituales; y la misma sociedad, pese a su tendencia a la simplificación, sigue manteniendo los signos de investiduras, condecoraciones, títulos, preseas… en brillantes actos públicos. El acto de las ordenaciones siempre ha de conservar un sentido de celebración eclesial solemne; por eso se celebra en la iglesia catedral, en un día festivo, dentro de la eucaristía, ante la asamblea del pueblo de Dios. El ministro del sacramento del Orden es el obispo válidamente ordenado, es decir, en la línea de la sucesión apostólica, en comunión con la Iglesia, y con intención de conferir ese sacramento. El imponer las manos colegialmente los otros obispos o presbíteros, no significaba que todos confieren el sacramento, es un signo de la comunidad eclesiástica jerárquica. El sacramento del Orden confiere los tres “munus”, cargos o deberes: “munus docendi”, proclamar la palabra, enseñar, exhortar, extender la fe, vigilar la doctrina…, “munus sanctificandi”, por la oración, administración de los sacramentos, la formación espiritual, moral, el cuidado de la vida cristiana…, “munus regendi”, dirigir, orientar, pastorear al pueblo de Dios. El modo de ejercer estos encargos es diferente, y está subordinado jerárquicamente el subdiácono al
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presbítero, el presbítero al epíscopo. El sujeto del sacramento es el varón bautizado, con disposición e intención para recibir el sacramento y sin impedimentos canónicos, según el derecho. El diaconado permanente, como dejamos dicho, era conferido a hombres casados o a hombres célibes; pero una vez recibido, el diácono no puede contraer matrimonio. Estas normas plantearon el doble problema de la ordenación de los niños y de la mujer. Durante cierto tiempo, de la Edad Media, muchos pensaban y sostenían la validez de la ordenación de niños; la Iglesia pronto lo descartó, por las cualidades y obligaciones que importa la ordenación. Más complicado fue el caso de ordenación de la mujer: consta que en la Iglesia antigua se usó la ordenación de diaconisas. Algunos pretenden demostrar que en la primera Iglesia sí hubo sacerdotisas –(I,5,4,4,2.)–. Sí hay datos en la historia eclesiástica de la ordenación diaconal de mujeres, que entraban como parte del estado clerical y jerárquico, y desempeñaban un gran servicio en la comunidad, en el catecumenado, obras de caridad, bautismo de mujeres –por inmersión–, cuidado de enfermos.... Pero de que hubiera diaconisas no se puede deducir que había también sacerdotisas, ya que como hemos dicho, el diaconado pertenece al orden del ministerio, no del sacerdocio, en todo caso, se trata de un problema de disciplina y no de teología. Otra cuestión referente el sujeto era “el escrutinio” o petición del parecer de la comunidad, antes de la ordenación del presbítero u obispo. Lo importante de su misión en la Iglesia y ante el pueblo, pedía una indagación previa, de sus costumbres y del grado de aceptación de los fieles; incluso se dice que era la comunidad la que elegía sus presbíteros y obispos. En la “Traditio Apostolica” de Hipólito leemos: “El obispo es elegido por todo el pueblo, nombrado con el gusto de todos, aceptado por todos”. Actualmente, antes de la ordenación de presbíteros se piden informes a las personas que puedan conocer su vida, preparación, cualidades, relaciones con la jerarquía, los compañeros, los fieles. Para el nombramiento de obispos, actualmente se piden informes abundantes, pero el nombramiento viene del papa, con influencias de los Nuncios, y a veces, de las autoridades civiles, que al menos son informados, por si tienen alguna objeción de tipo civil. En la antigüedad la influencia del poder civil, real, era casi la que ponía o vetaba obispos, incluso, papas. Esto se ha suprimido, aunque se mantiene la petición de “placet” civil. Pero crece en la Iglesia el deseo de volver, de algún modo, a los tiempos pasados, de mayor intervención del pueblo de Dios en el nombramiento de sus pastores. Aunque el signo sacramental en los tres grados sea básicamente idéntico, sus funciones se señalan diversas, y en el mismo rito se transmiten diversos poderes de la Iglesia. Una elaboración, a través de los siglos y bajo la inspiración del Espíritu Santo, ha ido determinando las facultades, modos, símbolos de la
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ordenación: obispos, sucesores de los apóstoles, pastores de una iglesia local, pero corresponsables de toda la Iglesia universal; presbíteros, participantes y colaboradores de los obispos, encargados de determinadas comunidades –“iglesias-parroquias”–; diáconos o servidores en ministerios auxiliares: predicación, lectura evangélica, asistencia de caridad. El rito esencial en los tres grados es: materia, la imposición de manos del obispo; forma, la oración y prefacio consecratorios. A esto esencial se van añadiendo, como antes se dijo, numerosos elementos significativos de su dignidad, funciones y facultades. Antes de la ordenación se tiene: a) La presentación de los ordenandos: - alocución del obispo ordenante; - interrogatorio al ordenando; - letanías de los santos. b) Acto de la ordenación, con imposición de manos, y proclamación de las oraciones o epíclesis, donde se contienen alusiones al sacerdocio del AT; el texto tiene estructura trinitaria, semejante a las anáforas de la misa, sigue la unción con el santo crisma, para los obispos, con óleo de los catecúmenos, para los presbíteros. c) Ritos complementarios: – investidura de los ornamentos apropiados – canto del himno “Veni Creador Spiritus” – unción de las manos, signo de la santificación de las manos que han de bendecir, consagrar, santificar – segunda imposición de manos (a los presbíteros), para transmitir el poder de perdonar los pecados – entrega de anillo, mitra, báculo a obispos, de cáliz, patena a presbíteros, del libro de los Evangelios al diácono. Los neo-sacerdotes celebran la eucaristía con los obispos; los diáconos asisten con sus funciones: al final, presbíteros y diáconos hacen la promesa de obediencia al prelado y reciben su abrazo. El pueblo de Dios, aunque no siempre comprende todo el significado de cada ceremonia, percibe el misterio de ese acto y reconoce la fuerza invisible de Cristo que reviste al hombre ordenado, a través de aquellos ritos y símbolos. El sacramento del Orden continúa, pues, la presencia y la obra de Cristo, para la vida de la Iglesia y el servicio del Reino de Dios. 2.7.5. Efecto y frutos de la Ordenación La primera gracia de la ordenación es un don del Espíritu Santo para participar del Sacerdocio de Jesucristo, y la potestad sagrada para ejercer la misión de enseñar, gobernar –pastorear– y santificar a los fieles, porque la gracia salvífica
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del sacramento está encaminada al servicio del pueblo-Iglesia, al culto divino y a la difusión de la obra de Cristo. Eso lleva la gracia de ser configurado con Él para repartir su Palabra, su Cuerpo, sus sacramentos, y así ser presencia y representación de Jesús, misterio que ya no depende del ordenado sino de la fuerza del sacramento, aunque sí se pide al sacerdote esmerarse para que su vida ejemplar y santa sea imagen creíble del que representa, y sea menos indigno del don recibido. La santificación que él ofrece a los hombres exige su propia santificación, y así en el sacerdocio el ordenado recibe una gracia de iluminación y fuerza espiritual, por la unción del Espíritu, para su propia santidad y el ejercicio santo de sus funciones. Pero la teología del sacramento señala que su objeto primario no es riqueza personal, sino que mira a la comunidad-Iglesia; es don para el servicio de los fieles, y por eso se define a partir de la Iglesia, que necesita continuar así la obra de Cristo. Cada unción de un sacerdote es como prolongación de Pentecostés, que ungió a los apóstoles y les envió a la misión del Reino de Dios. Esa misión implica la concesión de unas potestades y obligaciones (potestas ministeriorum). La idea de potestad o poder se ha podido desenfocar, hasta llegar a un concepto de la Iglesia-poder, al lado o encima del poder civil, o enlazado con él; idea nada correcta, pero que tuvo su vigencia, motivada por las circunstancias ambientales, sobre todo en la Edad Media; tal concepción está totalmente superada: el poder sacerdotal, como el de Jesús, es de servicio, de sacrificio, de entrega al Reino y a los hombres; poder de consagrar, poder de perdonar, poder de ayudar y conducir a la vida; un poder humanamente de pobreza y desvalimiento, y con todo, poder que enriquece, alimenta, defiende, guía al pueblo; poder de pastor, pastoral. Y pese a todo, aún ahora existe el riesgo de que el sacerdote se parezca a una clase privilegiada, poderosa, a veces dominante, como acabó ocurriendo con el sacerdocio hebreo, y ha ocurrido en muchas religiones. Incluso puede parecer el sacerdocio un “modus vivendi”, una preocupación excesiva por sus ingresos e instalación. Jesús recuerda expresamente la pobreza y desprendimiento de los que escogía y enviaba; pero al mismo tiempo señalaba la obligación de los fieles, de atender a las necesidades de los pastores. Este rasgo del sacerdote, portavoz y representante de Dios, no puede significar que la causa del sacerdote aparezca como la causa de Dios, y de ser representante se deduzca que es como sustituto visible de Dios invisible. El que se le llame, justamente “alter Christus” participante, como se ha dicho de la potestad y misión de Jesús; y aunque se pueda decir, de los mismos fieles, que “sois dioses”, no se puede deducir de ahí, como si el sacerdote fuera equivalente de Dios; es siempre, siervo de Dios, escogido prodigiosamente para hacer entendible y presente el amor y la obra de Dios por Cristo. Pero sí es cierto que el sacerdote supone una autocomunicación del Padre, en Cristo, mediante el Espíritu Santo, que concede al sujeto de la potestad sacerdotal, la iluminación, la fuerza sobrenatural en el ejercicio de sus funciones en bien de la Iglesia, y una
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inimaginable representación de Cristo. Pablo insiste en que el primer don y carisma del Espíritu Santo, a todo bautizado, es la caridad, que hace al cristiano parte del Cuerpo de Cristo y lo une a todos los miembros del único Cuerpo. Pero al mismo tiempo señala la presencia de otros carismas y poderes del Espíritu, para la construcción de la Iglesia y la comunidad; y el más preclaro de esos dones es el sacerdocio pastoral, para conducir la Iglesia, alimentarla, enseñarle, orientarla hacia el Reino consumado. El don del Espíritu prometido por Jesús a sus apóstoles y concedido en Pentecostés, les otorga una autoridad en la comunidad de Jesús, para discernir y orientar los carismas que el Espíritu Santo también concede a los fieles bautizados. Es innegable que la donación del Espíritu Santo primero se otorga a los apóstoles-pastores y sus sucesores y colaboradores, del orden sacerdotal y rector de la Iglesia: “Es digno de notar que los primeros en recibir el Espíritu Santo en Pascua y Pentecostés fueron precisamente Pedro y los otros apóstoles, es decir, los dirigentes de la Iglesia. El gobierno ordinario de la Iglesia es el primer camino del Espíritu Santo, y nadie puede calcular la cantidad de amor, alegría, paz, comprensión, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza..., que se ha difundido por el mundo, merced a los gobernantes de la Iglesia, figuras enérgicas o personalidades discretas...”. Pese a todos los defectos y limitaciones inherentes a toda autoridad humana, que también aparecen en el Orden sacerdotal de siempre, es un inmenso gozo constatar a través de la historia, la verdad de la visión positiva y actual, del sacerdocio ministerial, que acabamos de citar, y que encontramos en el discutido y corregido “Catecismo holandés”, que ha hecho una preciosa presentación del Orden sacerdotal.
3. Los sacramentales 3.1. Sacramentos y sacramentales La obra y misterio de Cristo y de la Iglesia no se agota con los sacramentos, aunque éstos sean su expresión más perfecta. La Iglesia no tiene poder para aumentar los sacramentos, pero sí puede ofrecer la protección y favores de Dios mediante otros signos de la fe, que ella crea o aprueba, para el pueblo creyente. Estos signos se llaman “Sacramentales”, y son parte del culto, y manifestaciones muy valiosas de la religiosidad popular, expresada en el variado y a veces pintoresco campo de los signos sensibles, manifestaciones de su fe y su devoción. El sentir religioso del pueblo, aunque no siempre muy bien formado en los conceptos y doctrina de la fe, tiene tendencia y gusto en expresar sus devociones, mediante múltiples manifestaciones externas, que impactan y mantienen su religiosidad, como rezos, flores, imágenes, reliquias, caminatas,
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danzas, procesiones, medallas, representaciones escénicas.... Todo esto encuentra gran apoyo en los sacramentales: bendiciones, plegarias, novenas, romerías, luces, aspersiones de agua... Y todo esto se enlaza con valores culturales-religiosos muy estimados por los pueblos. Los sacramentales se pueden llamar “signos salvíficos”, o con poca propiedad, “pequeños sacramentos”. Dice santo Tomás: “El sacramental, a diferencia de los sacramentos, no confiere gracia alguna, y por eso no son necesarios para la salvación; razón por la cual Jesucristo dejó su institución en manos de los fieles”. Como los sacramentos consagran los grandes momentos de la vida: nacer, morir, sufrir, pecar, amar... los sacramentales iluminan también a su modo, los momentos cotidianos y la vida ordinaria, y les dan un sentido nuevo, de fiesta, y ennoblecen las cosas que necesitamos; y si Dios se nos hace presente y actuante en los sacramentos, también hace sentir su cercanía protectora y bienhechora, en los sacramentales. Diríamos que los sacramentales son signos del encuentro con Dios, de su cercanía y su presencia, evocada en esos signos sensibles. Los sacramentos se celebran, de ordinario, en sitios sagrados, templo, capilla, bautisterio, confesonario, altar... Los sacramentales nos pueden acompañar en cualquier sitio: casa, cocina, comedor, montaña, campo, playa, vehículo, oficina, fábrica, hospital... También dentro de la celebración de los sacramentos litúrgicos encontramos múltiples sacramentales enlazados con la acción litúrgica: bendición de ceniza, de ramos, de velas, de santos óleos, de agua... Se dice que los sacramentos actúan en virtud de la acción de Cristo, “ex opere operato”, por la misma fuerza de la acción sacramental. Mientras que los sacramentales actúan “ex opere operantis”, es decir, en virtud de la oración de la Iglesia, de la fe del que actúa y del que recibe, al fin, de la Iglesia. El Vaticano II explica: “Son signos sagrados con los que imitando de alguna manera a los sacramentos, se expresan efectos sobre todo espirituales, obtenidos mediante la intercesión de la Iglesia”. 3.2. Noción de los sacramentales Los sacramentales son, pues, signos sensibles, consistentes en palabras, acciones, cosas, personas..., que determina la Iglesia, para implorar del Señor sus bendiciones, ayuda, protección, en bien de los bautizados. Por eso tiene la forma de impetración, que por mediación de la Iglesia, se dirige al Señor, a Jesucristo, a la Santísima Virgen, a los santos. Son expresiones de fe y devoción de los fieles, y ayudan a conservarlas. Los sacramentales corresponden al sentido material de la persona, que necesita apoyar sus creencias, su fe, su confianza, a través de elementos sensibles, de suyo no conceden gracia, pero sí intensifican el mundo sobrenatural, la confianza en Dios, y la presencia maternal de la Iglesia. Pero tampoco son “amuletos”, ni sortilegios, revestidos de fuerzas superiores, que contengan salud, suerte, seguridad, prosperidad, inmunidad de enfermedades, de
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pérdidas materiales, y mucho menos se pueden emplear para hacer o desear mal a otros. Estos signos sí suponen un mundo impregnado de la presencia y acción de Dios, un mundo sagrado. La ciencia, el materialismo, el liberalismo laicista propugnan la eliminación de lo divino y sagrado en la vida; una desacralización. El Vaticano II acepta los valores humanos y terrenos, sus leyes propias, la independencia del saber científico y experimental, la autonomía de las realidades terrenas: en este sentido, admite una desacralización del mundo, que se pudo entender antes, como fijo, estable, todo manejado directamente por Dios. Pero refuerza también el sentido de un mundo creado y la actuación de los poderes espirituales, la presencia y acción de Dios, mediante las causas segundas. El mundo real no se debe identificar con el mundo sensible y científico; incluye también la dimensión suprasensible y espiritual. El creyente en Cristo no devuelve la magia al mundo, ni lo resacraliza, sino que reconociendo su consistencia propia, natural y evolutiva, sobrepone el misterio de la presencia del Dioshombre, Dios portador de la vida reparada y aumentada, destinada a la salvación de toda la creación y su última transformación. Precisamente los sacramentales ofrecen ese aspecto de la salvación que también impregna las cosas y las acciones humanas, que sin esa gracia “sobrenatural” serían sólo gestos de la mano, –no bendición–, cosas, incienso, flores, o agua “sin alma”, sin irradiación directa del amor de Dios. El mundo todo participa, por el hombre, de los beneficios de Dios al hombre. Así, un mundo que en tantos aspectos sirve para el mal y destrucción –armas, drogas, alcohol, contaminación, destrucción ecológica, guerras, injusticias...–, también por la obra de Cristo se purifica y sirve para el bien, la unidad, el amor. La Iglesia tuvo también que defender los sacramentales contra los innovadores, Wiclef, Hus, Lutero, Calvino..., que los desprecian y condenan, como pretensiones de autojustificación o de idolización de las cosas humanas. En virtud de “la potestad de las llaves” la Iglesia actúa a través de los medios materiales, humanos: unciones, bendiciones, oraciones, consagraciones, procesiones, objetos, personas..., para avivar la fe e implorar la protección de Dios, en ayuda y santificación de la vida, y la alabanza de Dios y los santos. Todo este mundo de los sacramentales se apoya en la fe; sin ella son simples ceremonias sin sentido real. Resumiendo, pues, la noción y fuerza de los sacramentales podríamos decir: 1) No son instituciones de Jesucristo, ni llevan la gracia “ex opere operato”. 2) Esas bendiciones de Dios se imploran en virtud de la fe del creyente y del mundo salvado por Cristo. 3) La Iglesia los instituye según las circunstancias y tendencia del pueblo fiel. 4) A través del signo sensible la Iglesia nos hace participar del tesoro espiritual que Cristo otorga a su Esposa. 5) La Iglesia va formulando los ritos, actos, palabras..., de esos signos sacramentales, puestos con fe y
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esperanza. 3.3. Su celebración: signos y ritos Ordinariamente los sacramentales comprenden: Unas oraciones deprecatorias, laudatorias, alusivas al acto; en ellas resalta su trasfondo trinitario, la confianza en el poder del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo, siempre actuantes en bien nuestro. Un gesto: bendición, imposición de manos, señal de la cruz, unción... Los sacramentales se expresan habitualmente por una bendición. Dice Romano Guardini que “sólo Dios puede bendecir, porque sólo Él puede crear”; bendecir es llenar de riqueza, de felicidad a un ser y eso sólo cabe en la mano de Dios. Israel imploraba constantemente las bendiciones del Señor y confiaba en ellas: Abrahán, Moisés, los sacerdotes, los profetas, bendicen de su parte y en su nombre; ellos no son los autores sino los transmisores de la bendición, y eso hace también el sacerdote en la liturgia de los sacramentales. El padre, la madre, bendicen a los hijos: “La bendición del padre levanta la casa del hijo”. Opuestamente, sólo Dios tiene poder de maldecir, aunque como Padre, lo que busca es bendecir; la maldición sólo es posible ante la obstinación del hijo, que se niega a ser bendecido. Se bendice todo; las personas, las cosas, los actos; bendice la boca junto con las manos. La mano entra profundamente en la liturgia y sus sacramentales; desde Jesús, que sanó, consagró con sus “santas y venerables manos”, las que fueron clavadas en la cruz; las manos del sacerdote son ungidas para que consagren, bendigan, se ungen las manos del enfermo bautizado que se dispone al abrazo de Dios. La mano y sus gestos son uno de los más bellos lenguajes de la liturgia; por eso se señala con frecuencia, la posición de las manos: manos juntas, manos extendidas, manos elevadas, manos abrazadas, manos pidiendo perdón... Los sacramentales usan siempre la señal de la cruz, el signo más sagrado del cristianismo (ver II, 4, 4), y el cristiano la usa constantemente, cuando se signa, se santigua, bendice, porque los sacramentales se cobijan y enriquecen bajo el signo de la cruz. Suelen incluir también aspersión de agua bendita, alusión al bautismo, anuncio de la gracia y de la fe. Sobre estos elementos tan ricos, cada sacramental desarrolla su propio esquema, en varias direcciones: bendiciones, consagraciones, fiestas, devociones, celebraciones..., que como acabamos de decir, afectan a personas, cosas, acciones. Su catálogo es casi infinito: Personas: consagración de vírgenes, de reyes, bendición de abades, abadesas, de enfermos, de niños, madres, ancianos, misioneros, ministros auxiliares, del hijo, del viajero y peregrino; la profesión religiosa; antes había bendición de los ejércitos... Cosas: imágenes, medallas, objetos religiosos múltiples, cáliz, patena, ornamentos, campanas, incienso, agua y pila bautismal; altares, templos, capillas, libros santos, escapularios, hábitos, cruces, cementerios y tumbas, vía crucis, rosarios, cirios, el belén, las casas, los
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hospitales, centros de trabajo, de transportación, de cultura; campos, alimentos, agua, construcciones, “primera piedra”, animales...; en una palabra, todo lo que puede usar el ser humano. Los actos: señalamos, bendiciones, procesiones, representaciones, horas litúrgicas, exorcismos, funerales... Tales sacramentales no los realiza cualquier persona, ni se autobendice uno mismo, sino alguno que tenga autoridad o representatividad en la comunidad eclesial. Así, el padre, el anciano, el director. Las bendiciones en nombre oficial de la Iglesia las celebra el obispo, sacerdote, diácono, según los casos. Y los ritos de estos sacramentales se consignan en los Rituales y los Bendicionales. 3.4. El inmenso campo de los sacramentales a) Personas: Bendición de abades, abadesas: Era semejante a la consagración de obispos, y a veces más solemne que éstas, cuando los monasterios llegan a su esplendor, hasta casi eclipsar el poder episcopal. Se les entrega el Libro de la Regla, el báculo abacial, mitra, anillo, signos de su potestad; se da el beso de paz, y tiene lugar la aclamación del pueblo. Consagración de vírgenes: Fue muy importante en la Iglesia antigua, desde el siglo II, y se conservan preciosos documentos sobre eso. Sus ritos fueron variando; el acto era largo y solemne: imposición de velo y del hábito, del anillo, corte de cabello, corona, entrega del Libro; a veces incluía ciertas ceremonias que recordaban los funerales, alusión a la muerte al mundo. Luego estos ritos se transformaron en la profesión religiosa, cuyos elementos claves eran; petición, el cambio de vestido y tocado, la promesa (promissio), que sería expresada en los votos de pobreza, castidad y obediencia; la aceptación comunitaria, y el abrazo, la entrega del crucifijo. Consagración de reyes: La encontramos en la liturgia visigoda de España, de donde pasa a Francia y a Roma; también aparece en la liturgia bizantina. El rito más importante era la unción sagrada y la oración deprecatoria; luego se añaden, según las culturas, la entrega de la espada, el cetro, el “pomum” o globo del mundo, la coronación con la corona real o imperial, que imponía el obispo o el mismo papa. Actualmente está casi en desuso, aunque se mantienen fastuosas ceremonias en la coronación, como en la Monarquía de Inglaterra. También era solemnísima fiesta sacramental la coronación de los papas, que ahora reviste escueta y honda expresión. Bendiciones varias personales: Son muchísimas, como antes mencionamos. Siempre suponen oraciones de impetración, bendición, imposición de manos, aspersión de agua bendita, y despedida. El pueblo fiel, en muchos ambientes y países, da mucho valor a tales bendiciones. b) Cosas: La consagración reviste la cosa de una dimensión sagrada, y para dedicarla a
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Dios, de modo que su uso profano sería un sacrilegio o profanación, y su destrucción o grave daño conlleva la execración. Son popularísimas las bendiciones de cosas y especialmente el uso del agua bendita. Al primer momento y pese a la larga tradición judía, la Iglesia puso cierta resistencia a esas lustraciones, de tanto uso en el paganismo, pero es tan fuerte el sentido purificatorio del agua y tan connatural, que a partir del siglo II comienza su aceptación, y hacia el siglo IV es ya una costumbre muy extendida, se multiplican las fórmulas, se mezcla el agua con la sal bendecida. El agua bendita es un elemento material primario en casi todas las bendiciones. Conviene educar a los fieles sobre el recto sentido de este extendido sacramental, de bendiciones, aspersiones y objetos bendecidos, descartando toda tendencia a verlos como amuletos, con poderes casi mágicos. Las innumerables bendiciones de cosas, humildes o excelsas, el bosque o el mar, la herramienta, el cirio, el pan... suelen contener dos tiempos: de purificación y rechazo de todo lo maligno, y de santificación por los poderes de Dios. Tienen especial sentido litúrgico y son muy aceptadas por los fieles, las bendiciones de ramos (Domingo de ramos), de ceniza (Miércoles de ceniza), de cirios (día de la Purificación), de óleos (Jueves santo), de agua (Vigilia pascual). Podemos citar, entre los sacramentales de cosas, la coronación de imágenes sagradas, de Cristo, de María, sean estatuas o cuadros. Esto se hace por concesión del Santo Padre, y para imágenes de reconocida tradición y devoción. Se celebra en vistoso acto con gran afluencia de fieles; se bendice la corona labrada, es presentada por autoridades o dignatarios, es colocada por un delegado pontificio o por el prelado local. Ese acto aviva la fe y la piedad de los fieles y acrecienta el prestigio de la imagen. Algo parecido se puede decir de la entronización de imágenes en un templo, hogar, sitio público; y las consagraciones colectivas, de una familia, una sociedad, una diócesis o nación, o de una persona, al Señor, al Sagrado Corazón, a la Santísima Virgen... Hace años tuvieron gran difusión y contribuyeron mucho a la piedad y vida religiosa. Ahora han decaído no poco, tal vez, por reducirse muchas veces a un acto formulario, exterior y formal, sin llegar a constituir un real compromiso de mejor vida cristiana. Bendición o consagración del templo, del altar: lo que fue primero sencilla bendición o dedicación, apartándose de la fastuosa dedicación del templo de Jerusalén, se convierte, por influencia de la liturgia galicana, siempre abundante, en una larga y complicada ceremonia, de bendiciones, oraciones, incensaciones repetidas, aspersiones con agua, sal, vino, unciones con aceite, trazado de cruces, de signos y letras griegas y latinas, doce luminarias, colocación de reliquias... Eran complejos símbolos de evocación bautismal, querían significar el paso de las tinieblas a la luz, la presencia mística de Dios en su casa, la transformación del alma cristiana, la anticipación del templo de la gloria, que será
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el mismo Dios443. Era, dice el liturgista Padre Garrido, “la expresión ritual de una gran epopeya mística”. El nuevo Pontifical, después del Concilio Vaticano II, ha simplificado mucho el acto, pero aún resulta largo, solemne, espectacular. Bendición de campanas: revestía también gran solemnidad; era como un bautismo, se les ponía un nombre cristiano (ver I,5,3,3,). La campana se usó en tiempos muy antiguos; en la Iglesia empieza su uso por el siglo IV. El obispo la purifica con agua bendita, y traza once unciones, siete por fuera y cuatro por dentro; luego se inciensa, y se le pone el nombre: san Gabriel, Juan, María, Gloria... c) Acciones: Señalamos las más significativas, ya que son también numerosísimas: Entre las bendiciones sobresalen las bendiciones con el Santísimo, con el crucifijo o con reliquias. Se hacen sin forma o fórmula, sólo trazando la señal de la cruz ante los fieles. Son especialmente famosas y muy veneradas las bendiciones con el Santísimo en Lourdes, y las que cierran los grandes actos eucarísticos. La bendición apostólica “in articulo mortis”, concedida a muchos sacerdotes. Se dice la fórmula establecida por el rito, desde Benedicto XIV (1747). No podemos omitir las populares novenas, peregrinaciones, romerías, fiestas patronales. Convocan a multitudes, alimentan la piedad, especialmente entre personas sencillas y en ambientes encuadrados en la vida rural, no tienen la misma resonancia en la cultura urbana, aunque hay fiestas urbanas de honda tradición que siguen convocando a las poblaciones, como las “romerías”, “las procesiones” y “pasos” de la Semana Santa. La liturgia aparece muchas veces como “representación” visible, “escénica” de los misterios invisibles. Por eso podemos incluir entre los sacramentales en acción las célebres representaciones llamadas precisamente “Autos sacramentales”, que se tenían en los monasterios, en los pórticos de las catedrales, o dentro del mismo templo, o bien en las plazas públicas, verdaderas celebraciones de los misterios cristianos: el “nacimiento”, “Auto de los reyes magos” (s. XII); la pasión, “Auto de la Pasión” de Lucas Fernández (1542); la asunción, “Misterio de Elche” (s. XV); los preciosos “Autos sacramentales” de Calderón de la Barca (1618), llenos de teología y al mismo tiempo catecismos populares: “La vida es sueño”, “El gran teatro del mundo”, “No hay más fortuna que Dios”, “La hidalga del valle”, sobre la Inmaculada. Otros muchos autores cultivaron este género. En esta línea de acciones colectivas, expresiones preciosas de la fe y el acercamiento a Dios, podíamos también incluir el baile y la danza sagradas, tan vividas entre millones de creyentes de muchas religiones, también cristianas, en tantos países de África, la India, Latinoamérica, y tantos pueblos. Danzas, verdadera oración y liturgia, petición, ofrecimiento, agradecimiento, adoración..., expresados con el cuerpo (ver I, 5,4, 1-2). Casi todos los pueblos aborígenes de
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América Latina las conservan también como acto de culto y religiosidad. En el cristianismo recordemos que muchos actos religiosos tienen no poco parentesco con esas danzas y ritos sagrados: los “Pasos” de Semana Santa, en España; y ciertas procesiones penitenciales conservan ese espíritu de alabanza, a través de movimientos rítmicos y pasos corporales. Son reales plegarias, y con justicia pueden citarse entre los sacramentales. No queremos omitir entre las acciones sacramentales sencillas y frecuentes, las oraciones, plegarias, jaculatorias, individuales y colectivas. Son un sacramental que penetra toda la vida cristiana, de modo que casi nos pasa inadvertido, por lo frecuente: una oración, frase, deprecación o alabanza que concentra y alienta la fe y devoción. Jesús acepta esta condición humana y enseña a los suyos la mejor oración sacramental: el Padrenuestro. La Iglesia compone, con textos bíblicos, el “Ave María”. Antes, Israel había recitado y sigue recitando, millones de veces, hasta en los campos de muerte, la plegaria de los salmos; también la teología y la piedad componen infinidad de plegarias, Rosario, Vía crucis, Trisagio... e incontables oraciones: la Salve, el Acto de contrición, los diversos Credos, las Letanías... La religión hindú recita los Mil nombres de Dios, y los musulmanes invocan a Alá con los Noventa y nueve nombres. Del mundo oriental llega a occidente la recitación de los “mantra”, breve fórmula que repetida incansablemente nos pone en contacto con Dios y con nuestro propio espíritu, y nos llena de paz y esperanza, como bellamente expone el “Peregrino ruso” con su plegaria, “Jesús mío, ten misericordia de mí”. El mérito de la jaculatoria o “mantra” no es ninguna obsesión estéril, de monótona repetición, sino una natural efusión del espíritu que estalla en frases repetidas, expresión enamorada de lo que invade el alma. Si reflexionamos, todos repetimos gozosamente lo que llevamos en el corazón: ¡Hijo mío! ¡Amor mío! ¡Te quiero...!. La oración vocal repetida no ha perdido, pues, su eficacia, ni es cosa de simples; santa Teresa la empleaba y la recomendaba. En esta misma línea, recordemos los preciosos himnos tradicionales del cristianismo: “Pange lingua”, “Sacris sollemniis”, “Adoro te, devote”, “Panis angelicus”, “Christe redemptor omnium”, “Stabat Mater”, “Ave, maris Stella”, “Dies irae”, “Veni Creator Spiritus...” Luego, caído el latín, se traducen o se inventan nuevos himnos, no siempre tan bellos. Lo mismo que las canciones religiosas modernas, algunas muy acertadas y difundidas, en cada país; otras más mediocres; “¿Cómo no creer en Dios?”, “Danos un corazón”, “Peregrino de Emaús”, “Pueblo de reyes”, “Tú has venido a la orilla”, “Quédate con nosotros”, “Creo en Jesús”... Y los conocidos cantos y plegarias a la Virgen: “Santa María de la esperanza”, “Dulcísimo recuerdo de mi vida”, “Madre mía dolorosa”... En esta línea habría que resaltar los villancicos navideños algunos universales, como “Noche de paz”. Exorcismos: Es un sacramental que tiene por objeto la protección contra la presencia y asechanzas del espíritu maligno, e implora el poder de Dios, por
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Jesucristo, para dominar y expulsar a los demonios. La Iglesia lo admite; Cristo los realizó muchas veces con su poder especial para mandar y someter el diablo, poder que dejaba asombrados a los presentes; y encargó y dio potestad a sus discípulos para que, en su nombre, arrojaran los malos espíritus. La Iglesia usa también, de diferentes formas esos exorcismos contra el poder del maligno. En la historia de los santos se han dado casos no raros, de lucha y poder contra “el enemigo de la naturaleza humana”: San Antonio del desierto se enfrentaba con ellos, santa Teresa de Jesús les hacía burla; san Ignacio pasa como protector especial contra el poder diabólico. Siempre la humanidad ha intuido o sentido ese poder maléfico invisible, llamado de diferentes modos; ídolo, espíritu maligno, demonio, poder del mal, príncipe de este mundo..., y siempre ha buscado modos de defenderse de tales peligros con sortilegios, sacrificios, invocaciones... Una presencia y acción diabólica “común” o diaria es la tentación o llamada al mal, a la rebeldía contra Dios y su ley, y esto entra en la dinámica de la vida cristiana. Se vence la tentación con la gracia habitual y actual, y la recta voluntad libre de obedecer al Señor. Jesús mismo señala esa actitud cristiana en la petición del Padrenuestro: “No nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal o del maligno”. La aceptación voluntaria de esa tentación es rebeldía contra Dios, y en cierto modo, cesión a alguna forma de posesión diabólica, que te domina. Pero se vence con el arrepentimiento y vuelta a Dios y a su voluntad. Hay otro tipo de presencia diabólica, como posesión colectiva, en ciertas aberraciones y maldades de grupos enteros, como los sacrificios humanos de ciertas culturas –los aztecas de México–, los exterminios de Hitler, las torturas de las “checas” del comunismo soviético, y los modernos círculos y sectas satánicas, con horribles matanzas colectivas; tales inhumanas perversiones no son entendibles sin una “fuerza del mal” operante en la historia. Tras la redención y la victoria de Cristo sobre el mal, el pecado y la muerte, es mucho menos frecuente la presencia visible y la posesión diabólica, aunque no ha desaparecido; o actúa encubierta en acontecimientos y personas: es innegable la presencia del poder maligno en la tierra. Pero hoy día la Iglesia pide cierta cautela y discernimiento para no confundir las perturbaciones psicológicas y enfermedades epilépticas con la verdadera posesión diabólica. Por eso, ahora se requiere una especial concesión del obispo para hacer exorcismos. El Ritual expone el desarrollo del acto, que contiene oraciones, imploración a Dios, exhortaciones, imprecaciones e intimidaciones, aspersión con agua bendita, unción con óleo, bendición con el crucifijo. En el rito bautismal existe un exorcismo contra el maligno, que se evoca en la renovación de las promesas bautismales, y se invoca el rechazo frente a toda sugestión diabólica. A veces ante temores o indicios de la presencia de los malos espíritus, se bendice a personas, lugares, objetos, suplicando la acción de Dios y su
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protección. La misma baja de fe en muchos cristianos, y las doctrinas de muchas sectas esotéricas y aún diabólicas, siembran entre los fieles la obsesión por los diablos y lo diabólico, que llega a ejercer un absurdo atractivo, por curiosidad, por miedo o por suponerle al diablo una fuerza superior protectora y una presencia múltiple en la vida. Sólo una recta formación cristiana puede evitar esas desviaciones. Exequias: Uno de los sacramentales más profundos y emotivos son las exequias o funerales por los hermanos difuntos, que en muchos sitios convocan masivamente a los creyentes, unidos por lazos de parentesco, amistad, comunidad parroquial, y atraídos por el misterio de la muerte. En todas las culturas con valores religiosos y trascendentes, desde el Antiguo Egipto, el desarrollo de los funerales y enterramiento ha revestido gran solemnidad y contiene grandes valores sociales y religiosos. En la Iglesia católica las exequias se desarrollan en un severo e inspirado ceremonial que suele incluir, misa exequial, responso sobre el féretro, entierro y sepultura. La actual costumbre, creciente en muchos sitios, de la cremación de cadáveres hace pensar que se irán perdiendo los ritos funerales, pero en rigor no es así; y pueden celebrarse las exequias normalmente también con la cremación del cuerpo; ni la cremación contradice ninguno de los dogmas cristianos; pero sí que puede disminuir el interés por las ceremonias funerales si no se educa la conciencia del cristiano. Los ritos de las exequias señalan varias verdades fundamentales de la existencia del creyente: 1) La precariedad de esta vida y de este cuerpo, y el indeclinable final con la muerte. 2) La dignidad del cuerpo humano, templo del Espíritu, destinado, tras la corrupción del sepulcro, a la resurrección y la vida. 3) La fe en esa vida definitiva y plena, de unión acaba con Dios, por Jesucristo. 4) La comunión de los Santos, por la que mantenemos la relación con los hermanos fallecidos, y el intercambio de ayudas, de los de esta vida con los de la otra. 5) La creencia en el juicio y verdad de Dios, y la purificación de las almas antes del abrazo definitivo del Señor. 6) La aceptación de los designios de Dios, ante la separación de los seres queridos y aun necesarios en esta vida. 7) La experiencia de la caridad, solidaridad, compasión, cristianas, más patente en esos momentos, que son, a veces, de reconciliación de parientes y amigos. 8) El sentido maternal de la Iglesia que concede sus últimos cuidados y bendiciones al cuerpo cristiano de sus hijos fallecidos. 9) El sentido esperanzador de la tumba cristiana, del “cementerio”, que ya no es “la necróplis” –ciudad de los muertos–, sino el “coimeterion”, es decir, el dormitorio, descanso y sala de espera para el amanecer de la eternidad. En realidad, las exequias y bendiciones sobre el cuerpo humano muerto no le afectan a él sensiblemente, ya materia inerte, pero revelan la fe, la piedad, la esperanza de los presentes y expresan el carácter pascual de la muerte cristiana y
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la certeza del más allá, y responde a tradiciones culturales y religiosas de la comunidad creyente456. La acción de este sacramental se ubica en tres espacios-momentos: la casa, el templo, el cementerio; y el rito se desarrolla en cuatro tiempos: a) Acogida de la comunidad, familiares, amigos, vecinos, fieles del lugar, reunidos en la casa o sala de velaciones, o en el templo. El sacerdote les saluda, y motiva el acto. b) Traslado al templo o lugar de la misa exequial, “corpore insepulto”. A veces se celebra la misa en la casa familiar o sala de velaciones. La misa por el difunto tiene una digna severidad, con varias fórmulas según la vida del finado, y multiplicidad de textos bíblicos apropiados, del Ritual. La homilía es un momento, y gran oportunidad, para un mensaje de fe y de orientación religiosa, tanto más cuanto que es frecuente la asistencia de personas que van poco a la iglesia, y comprenden poco los signos sagrados litúrgicos, pero asisten por cierto compromiso afectivo, familiar o social. La misa por el difunto se suele repetir los días 9º, 30º y al aniversario. El sacrificio eucarístico supone en ese momento un gran sentido de la muerte y resurrección de Cristo, precio y seguridad de salvación y resurrección de los hermanos fallecidos. c) Responso y oraciones de los fieles: sobre el cadáver, rociado con agua bendita y a veces incensado, se recitan las preces de adiós, impetración de perdón y de gracia, de paz y de luz, de felicidad eterna para el hermano que acaba de partir hacia Dios. Y despedida de los asistentes, agradeciendo su presencia y oración. En este momento es costumbre el saludo personal de condolencia a los familiares. Y salida del cortejo hacia el cementerio. d) En el camposanto, con los más íntimos que acompañan, bendición de la tumba, inhumación o sepelio; palabras de agradecimiento y de recuerdo, por parte del sacerdote u otro de los allegados. La liturgia de los funerales está penetrada de bellas imágenes simbólicas, expresiones de fe: el paraíso, la vida eterna, la mansión de la paz, la compañía de los ángeles y santos, la paz perpetua, el descanso eterno, la Jerusalén celeste, el seno de Abrahán, el gozo y la paz, la casa del Padre... Ante la partida, ausencia, muerte, de los seres queridos, nos preguntamos: ¿Qué podemos hacer por ellos? ¡Les debemos tanto! Y a veces pensamos que no hicimos por ellos todo lo que debíamos. Es la angustia de muchas personas, y brotan los tardíos remordimientos. Pues sí podemos hacer mucho por ellos, además de mantener su recuerdo, avivar el agradecimiento. Toda la liturgia de los muertos que acabamos de exponer, nos presenta una forma muy honda de hacer algo por ellos: es la oración, la imploración, el ofrecimiento de la plegaria, de las indulgencias, los sufragios, el sacrificio eucarístico. En toda eucaristía pensamos en ellos, y hay un momento en el que repetimos su nombre: “Acuérdate, Señor, de tus hijos NN. a quienes llamaste, de este mundo a tu
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presencia... A ellos y a cuantos descansan en Cristo, admítelos a contemplar la luz de tu rostro...”. Las exequias no terminan realmente, con la despedida del cementerio; se perpetúan en la oración y la memoria, hasta que nos encontremos con ellos para siempre. Lo que pensaban los cristianos antiguos de sus difuntos, lo encontramos esculpido en las losas funerarias de las catacumbas y cementerios cristianos, que proclaman la paz, la esperanza, la inmortalidad, su presencia espiritual, su gozo en el Señor. Terminamos este apartado de los sacramentales recordando que su valor depende de la reverencia, seriedad, fe, recogimiento, con que se realicen y de la dignidad de sus ritos, si se desarrollan de forma precipitada, rutinaria, vulgar, descuidada, pierden su realidad sacramental y se reducen a tradiciones populares vacías de espiritualidad. 3.5. El Oficio divino La voz de la Iglesia Con toda razón incluimos entre los sacramentales y en apartado especial, el Oficio divino, o rezo de las Horas canónicas. Es el sacramental más universal y relevante, por ser la oración oficial de la Iglesia y su culto permanente a Dios, y porque se realiza en nombre y junto con Cristo cabeza. El Padre Alameda lo llama: “Oración oficial de la Iglesia, repartida en determinadas horas del día”. Y Pío XII lo define: “La oración del Cuerpo místico de Cristo, dirigida a Dios en nombre de todos los cristianos y en su beneficio, por los sacerdotes, por los demás ministros de la Iglesia y por los religiosos para ello delegados por la misma Iglesia”. “Posee una cuasi sacramentalidad que le confiere una virtud muy superior a las oraciones privadas, pues obra “ex opere operantis Ecclesiae’. Dice el Vaticano II que “es la voz de la Iglesia, o sea, de todo el Cuerpo místico, que alaba públicamente a Dios... Es la voz de la misma “esposa” que habla al Esposo; más aún, es la oración de Cristo con su Cuerpo, al Padre”. Y quiere ser el cumplimiento del encargo de Jesús: “es preciso orar siempre, sin desfallecer”. Por eso el rezo litúrgico es superior a toda otra oración privada; invade todo el Año litúrgico, y es como eco y continuación de la alabanza eucarística. Oración, canto de alabanza Parte esencial de la liturgia y el culto es la alabanza, adoración al Señor. Cristo es el verdadero y pleno adorador del Padre. Y la Iglesia, continuación de Cristo, ha de mantener esa adoración. Por eso es función primaria del sacerdote, la alabanza, y la Iglesia irá ordenando progresivamente este “Oficio divino”, en su forma y su tiempo, a través del día y de la noche, adoración perenne, alabanza imperfecta, que se continúa en la liturgia celeste de los bienaventurados, como describen las visiones apocalípticas de Ezequiel, Daniel, Isaías, y en el Apocalipsis. Su ordenación va a requerir un desarrollo cada vez más perfecto y extendido a más adoradores: sacerdotes, religiosos, seglares.
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Desarrollo y estructura El historiador Plinio (siglo II), ya escribe que “los cristianos se reúnen al alba, para cantar himnos a Cristo como a Dios”. Efectivamente, ya encontramos en los Hechos de los Apóstoles alusiones a esa oración constante comunitaria. Parece que su organización sistemática comenzaría en el siglo IV, entre los monjes de Egipto, al principio en “cursus” o estructura todavía no uniforme y común. De allí pasa a los monasterios, a las iglesias catedrales y parroquiales y a la vida de los religiosos, Por los siglos IX-X, en Roma aparece ya la fórmula totalmente estructurada y fija, que durará hasta las reformas de san Pío X, y luego será revisada por Pío XII, Juan XXIII y el Vaticano II, que introduce nuevas simplificaciones y reducciones. Como se rezaba en latín, a medida que el pueblo deja de usar esa lengua, se separa del rezo del Oficio divino, que se reduce al clero. La intensificación de la vida pastoral y misionera de los clérigos transforma esa obligación común en obligación del clero regular y los monasterios y conventos. Ahora el rezo es obligatorio para todo sacerdote, pero en privado; en los monasterios y cabildos catedralicios hay obligación de rezarlo a coro, en común; actualmente como se reza en la lengua vernácula, también, con frecuencia se unen los seglares, y así se extiende esta alabanza colectiva de la Iglesia al Señor. Este rezo oficial se basa en los Salmos; se llamó “Salmodia” o “Salterio”, y distribuyó los salmos al ritmo de los días de la semana y de las horas del día, según la división horaria de los romanos: la alabanza nocturna, Maitines, ahora llamado oficio de lectura; se dividía en tres partes o nocturnos, según la división de la noche, con himno, abundantes salmos y lecturas bíblicas; ahora reducido a tres salmos y dos lecturas. Laudes, o alabanza matutina, al amanecer; consagración a Dios del nuevo día; con salmo invitatorio, himno, tres salmos y cántico del Benedictus, y oración de los fieles; muchas veces se une a la misa matutina. Horas menores: Tercia, Sexta, Nona, más breves, repartidas durante la jornada, para no perder la alabanza y el contacto orante con el Señor. Vísperas, oración de la tarde, al final del trabajo, al declinar el día, apagarse el sol, encenderse las estrellas. Oración de agradecimiento, de elevación de las manos como sacrificio vespertino; recogimiento e intimidad de hogar, en la casa de Dios. Tiene himno, tres salmos, cántico del Magníficat, oración de los fieles. Con frecuencia se une a la misa vespertina. Completas, plegaria de despedida del día, de examen y reconciliación; himno, un salmo de ordinario, el cántico “Nunc dimitis”; el final del día y el reposo nocturno evocan el sueño de la muerte, el final de la vida, la muerte temporal, y la confianza en manos del Padre. Se cierra con un canto a la Virgen. Elementos que integran el rezo canónico Los Salmos: El rezo es una salmodia, recitación o canto de los salmos bíblicos. San Agustín dice: “Los salmos son la voz de Cristo, cabeza y cuerpo”. Su riqueza espiritual no es sólo patrimonio de la
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religión hebrea, sino de toda la humanidad; y son textos bíblicos, es decir, inspirados por el Espíritu Santo, a David y a otros que fueran sus autores. Sabemos que Cristo los recitaba y muchas almas encuentran en ellos su mejor oración y elevación a Dios. Van repartidos por los días de la semana y según los tiempos del año litúrgico. Lecturas, largas o breves, textos bíblicos y de los Santos Padres, de otros santos o de documentos de la Iglesia; llevan un ciclo anual, y se escogen según los tiempos litúrgicos y las fiestas. Himnos, composiciones religioso-poéticas, que en latín consiguen gran belleza y perfección, tanto de texto como de ritmo. Con la decadencia del latín, también decaen los himnos, o se traducen o se componen otros nuevos, de autores conocidos o desconocidos, que no siempre consiguen la belleza, espiritualidad y teología de los primeros, como queda dicho. Oraciones, muy semejantes a las de la misa, o ellas mismas; breves, deprecatorias, que suelen cerrar cada una de las horas litúrgicas. Preces, al modo de las Oraciones de los fieles, que se rezan en Laudes y Vísperas, con textos fijos y opción para nuevas peticiones circunstanciales. Antífonas, frases breves, a modo de ritornello, que introducen y rematan cada salmo, y señalan su idea esencial. Doxología, al final de cada salmo, y al fin del rezo. Es una invocación trinitaria, Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu; pues, el culto oficial de la Iglesia es esencialmente adoración a la Santísima Trinidad. Elementos complementarios: Saludos, invitación a comenzar, despedida, respuestas o responsorios, exclamaciones, aleluyas, bendiciones... El Oficio divino en su temática sigue la marcha del año litúrgico y los grandes acontecimientos de la historia de la salvación; sus textos son un eco de los mensajes de Dios a través de los tiempos, y están centrados en el anuncio y la venida de Cristo y su misterio redentor. Enlazado con este ciclo pascual cristológico, la Iglesia intercala –como en las Misas–, el recuerdo de la Santísima Virgen y de los santos más universales, prototipos del seguimiento y la obra del Señor, y modelos de la experiencia cristiana. Las últimas reformas litúrgicas han reducido esta multiplicidad de rezos sobre los santos, o las han señalado sólo a determinados sectores de la Iglesia, dejando para el rezo universal la exaltación del misterio de Cristo. Tiempo y horas litúrgicas El tiempo no es una masa informal, idéntica, de sucesiones; está estructurado y se desarrolla sobre los tres momentos que evocan el mismo desarrollo de la vida; mañana, amanecer, nacer; mediodía, plenitud, perfección, tarde-noche, acabamiento, descanso, decrepitud, muerte. El tiempo, diríamos que es un regalo de Dios para los hombres, pues Dios no
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tiene ni necesita sucesión temporal de momentos. La mañana, el despertar, es un renacer: vivo hoy también; es un agradecimiento a Dios, autor de la vida; un gozo, un compromiso: otro día para hacer algo, para contribuir a que el mundo continúe, momento de optimismo, de oración y adoración al autor de la vida. El mediodía es la cresta, la cima de la jornada, de la subida y actividad; es como la madurez o el verano del corazón, el gozo de la vida y del trabajo, un sol en su cumbre, la luz máxima. En la sociedad, es la vuelta del trabajo a la mesa familiar, la cosecha madura y la bendición de Dios, por encima de las prisas y algarabías de la ciudad, que nos hace olvidar al Padre que bendice, ese centro de la vida puede ser símbolo del centro de la historia, la plenitud de los tiempos, cuando el Verbo viene a estar con nosotros. A continuación trataremos de ese tiempo en el Año Litúrgico. La noche es hora profundamente simbólica; el cansancio tras la tarea, con el descanso y el silencio del hogar, ahora turbado por la intromisión de los televisores, y es signo del reposo y el sueño, que recuerda inevitablemente, la muerte. Todo conduce a la alabanza nocturna del Señor, la confianza y la misericordia. Es el momento de la despedida, del deber cumplido, del balance y del perdón, de la felicitación del Señor al servidor fiel, y de la gracia que salva. Es ponerse ante el Dueño de la casa, y decirle: “Todo lo he cumplido”, o “No hice tu voluntad, me he dormido; perdóname”. El que salda las cuentas cada noche, no teme la cuenta final. La noche, más que otros instantes, revela hondas dimensiones de la vida: la del error, la oscuridad, el sufrimiento, el mal –cuántos males al amparo de las tinieblas, de la noche–, y es el tiempo de la paz, la reconciliación, el regreso del pródigo; y es la hora de la oración, adoración, intimidad esponsal con Dios, de los contemplativos, de la oración del huerto, de los “maitines” y sus nocturnos; y las horas largas del dolor, de los enfermos, los presos, los emigrantes que esperan o que huyen, de los trabajadores del mar, y de los que pilotan los aviones, los trenes, los motores de las autopistas... Misterio de la noche, seguido por la mirada de Dios y de las estrellas... Esas “horas” del día y de la noche, tradicionalmente jalonadas por el rezo piadoso del “Angelus” –mañana, tarde, noche–, está en el trasfondo de las Horas canónicas o Rezo divino. La irregularidad y estridencia de la vida moderna imponen la reducción o simplificación de esos rezos salmódicos y una mejor adaptación al tiempo moderno; pero su espíritu debe conservarse. Si la obligación de ese rezo recae sobre los sacerdotes, canónigos, monjes y monjas, que no sea una cansina obligación sino una voz orante y adorante del mundo, también de los seglares, que mantienen la consagración de la tierra al Creador...
4. El Año litúrgico 4.1. Sentido del año litúrgico El ciclo litúrgico. El desarrollo del Ciclo litúrgico se ha estructurado sobre el ciclo del año civil-astronómico, pero su comienzo y su fin no coinciden con los del año
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astronómico; se opera un desplazamiento; la marcha litúrgica empieza por otoño, con el Adviento, expresión de anuncio, preparación, esperanza. Todo el año litúrgico –ciclo litúrgico para representar el desenvolvimiento de la historia de la salvación–, se expresa, sobre todo en los sacramentos, y el Oficio divino, y se proyecta en la vida toda del creyente, pero sobre todo en la eucaristía, sacramento primordial. Ella es un adviento, un nacimiento, una cuaresma, un memorial permanente de la muerte y resurrección del Señor, y una glorificación de todo el Cuerpo de Cristo. Pero es tan denso el misterio que luego se va desarrollando en los varios momentos de ese inmenso programa del año religioso. Al principio, los cristianos no piensan en una estructura histórico-temporal de esa conmemoración; su objetivo, espiritual-teológico, es recordar y vivir los misterios cristianos acaecidos en Jesús, realización de las promesas. Sólo desde el siglo IV se va estructurando el contenido y desarrollo de ese misterio, aprovechando el esquema del año civil, pero con libertad, al servicio de su objetivo. Así, la liturgia no comienza el primero de enero, sino en otoño y en adviento; y el fin no es el 31 de diciembre, sino el último domingo después de Pentecostés; en el año civil no hay una cumbre o centro si no sucesión rotativa de los sucesos recordados; en la liturgia todo confluye a un centro total: el misterio pascual, muerte-resurrección de Jesucristo; lo de antes es una preparación o tiempo “ante Christum”, y lo de después es un “post Christum”, es consecuencia y permanencia de ese misterio. Dice Pío XII: “El año litúrgico es más bien Cristo mismo, que vive en su Iglesia siempre, que prosigue el camino de inmensa misericordia por Él iniciado... en esta vida mortal, cuando pasó derramando bienes, a fin de poner a las almas en contacto con sus misterios y hacerlas vivir por ellos”. Pero ese año sacro no sólo conmemora los misterios de la redención sino que los revive, re-presenta, celebra, y obtiene sus frutos cada año; como la reviviscencia de la naturaleza. Es una historia sagrada permanente; no sólo lo que Dios hizo sino lo que está haciendo. Esto sólo se puede justificar por la dimensión divina y trascendente de los actos de Cristo y los planes de Dios. Durante la preparación de la salvación descubrimos la presencia actuante del Padre, autor de la creación, evolución e historia de la salvación; en el misterio pascual se centra la atención en el Hijo, nacido, muerto, resucitado, por nuestra salvación; desde Pentecostés, tiempo de la Iglesia, es el Espíritu Santo el que guía la vida de los bautizados y consagrados. Y el año religioso, además de la conmemoración es confesión de esa fe y es oración adorante, culto a Dios en espíritu y verdad, al Dios Trinidad, pues, las Tres Personas realizan con la misma finalidad, la salvación, que traza el Padre, para la creación, cumple el Hijo y continúa el Espíritu. La plenitud de esa salvación rebasa los límites del tiempo, año litúrgico, y se
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realizará en el “eón” sin tiempo de la eternidad, con el final también del tiempo histórico. Pero ahora necesitamos ese apoyo temporal para recordar y revivir el misterio que nos salva a todos, y en todas las edades de la historia. Esa presencia de Dios en nuestra historia se convierte en una real santificación del tiempo y santificación de la humanidad, y hace el tiempo, “cristiano”, o sea, centrado en Cristo hombre, Hijo de Dios. La estructura actual del tiempo litúrgico comienza en Adviento. No siempre fue así; en tiempos antiguos el año comenzaba en Pascua, celebrada el 25 de marzo. Ese era el eje de todo el misterio cristiano, mas su importancia exigía un desarrollo que abarcara todos los pasos de la economía de la salvación, y que resultaba una verdadera catequesis y evangelización, y un alimento de la fe y la vida espiritual de los creyentes. La conmemoración de los misterios en el año litúrgico adquiría muchas veces en sus símbolos, personajes, acción, un sentido dramático y popular, aun fuera de la Iglesia, y se convertía en cultura religiosa muy vivida por los pueblos, y enriquecida con sus propias tradiciones festivas. Esto, lejos de desviar las celebraciones anuales litúrgicas contribuía a su inculturación en las tradiciones de las comunidades y por eso mucho más vividas y significativas. Actualmente se desarrolla el año cristiano a partir de Adviento, anuncio de la promesa salvífica y preparación del pueblo de Dios. Venida de Cristo en la Navidad, y sus manifestaciones o epifanías. El hecho pascual requería una catequesis que correspondía al catecumenado, y se concretó en la Cuaresma. La fiesta pascual se desarrollaba en Semana Santa y su larga celebración de cincuenta días, cerrada por la ascensión del Señor. Y empezaba el tiempo de Pentecostés, nacimiento y desarrollo de la Iglesia, tiempo que ahora se denomina, con poca imaginación, “tiempo ordinario”, o tiempo de vivir la vida de Cristo y del cristiano. Para después recomenzar el ciclo, por el siguiente adviento. Centralidad de la Pascua: la Pascua no sólo es el centro sino que se continúa permanentemente en la celebración dominical, pascua semanal, durante todo el año, y repetida en la pascua de cada misa. Por eso el valor cristiano del domingo, día del Señor, día de la resurrección, y comunicación permanente de sus frutos, y sustitución de la fiesta sabática del AT “El domingo es el fundamento y el núcleo del año litúrgico”. El domingo no sólo conmemora la Pascua y es el día del Señor, sino que se convierte también en el día de descanso, fiesta de la familia, día de hombre también. La celebración dominical por antonomasia será así la eucaristía; por eso la insistencia de la Iglesia en mantener la fiesta dominical y su misa, no como simple precepto, bajo pecado, sino como necesidad de participar de la experiencia pascual, y recuperar el sentido humano de la vida, también reparada por la redención. Los avances del respeto al trabajador y el derecho al descanso, el ocio, la vida familiar y hasta la vida cerca de la naturaleza, están reforzando el valor del día domingo, y aconsejando que no se convierta en una fiesta vacía de espíritu y sobrecargada
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de diversiones sin sentido humano ni espiritual, y hasta anulando su valor de día sagrado, para el encuentro con Dios y con la propia dimensión espiritual. 4.2. Desarrollo del año litúrgico a) Ciclo de Adviento Principio del año litúrgico, que corresponde en la cronología al tiempo “ante Christum”, creación, pecado, anuncio y preparación de la salvación, tiempo de esperanza y camino hacia el Señor. Como tiempo de preparación para Navidad se celebra desde el siglo III en la Iglesia hispana y gala –Concilio de Zaragoza, 380–. En Roma se comienza por el siglo VII, y sólo en el s. VIII aparece como inicio del año cristiano. Tenía cierto carácter penitencial –color morado, dejar el Gloria, quitar las flores–, de tristeza esperanzada: necesitamos un redentor; pero su fondo no era de penitencia sino de llamada, ilusión, ansiedad por la llegada del Redentor. Todo se concentra en la venida temporal de Cristo, aunque desde el siglo XI se alude también a la segunda venida, gloriosa, y hasta a la venida permanente en el alma cristiana. Esa venida-don lleva su exigencia de preparación, reconocimiento de nuestra miseria y desvalimiento, y necesidad del salvador. Adviento es un camino, es confianza, por las promesas y la alianza; grito de esperanza en “el que viene en nombre del Señor”. Tiempo de solidaridad, de caminar juntos hacia algo mejor que soñamos y necesitamos. Tiempo de reconciliación, de hacer las paces para poder aceptar la paz de Dios que llega; supresión de divisiones, dispersiones, separaciones. Tiempo de esperanza, pese a tantas razones para la desesperanza y la desesperación. Confianza de que las cosas pueden cambiar, aunque vayan tal mal, y no tanto por nuestra buena voluntad, sino “por la buena voluntad de Dios”. El Adviento litúrgico inicia un movimiento circular continuado; no es una pieza suelta, que se junta con otras piezas, Navidad, Semana santa...; es un todo unido, y el principio ya contiene el final. En los viejos misales se decía “círculo litúrgico”, con gran acierto. Adviento es la obertura de la inmensa “ópera” de la salvación. El camino del Adviento: El Adviento se desarrolla en cuatro semanas y cuatro acontecimientos: 1. Anuncio: se acerca la salvación. 2. Pregunta: ¿Qué hemos de hacer? 3. Respuesta: Preparar el camino al Señor. 4. Grito de júbilo: Ya llega el Señor. Y cuatro protagonistas: 1. Isaías. 2. El pueblo de la promesa. 3. Juan Bautista. 4. María de Nazaret. Requiere cuatro actitudes:
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1. Autocrítica: ¿Cómo estamos?, ¿qué nos pasa?, ¿quién tiene la culpa?... 2. Cambio: quitar crestas y picos, llenar baches y barrancos, suprimir barrreras, enderezar caminos y plantar árboles fragantes y frondosos. Hacer una vía sacra: la conversión, las nuevas actitudes. “Preparad el camino al Señor”. 3. Esperanza y llamada: Ven Señor, no tardes. El Señor está cerca. Llega la liberación, esclavos en camino de su libertad, un verdadero éxodo, con sus dolores y prodigios. 4. Alegría: los centinelas anuncian la alborada. La luz está naciendo. Levántate, exulta, Jerusalén. Alégrate María... Os anuncio una gran alegría... Elogio del Adviento: “Todos los años descubrimos el Adviento, en cada etapa de nuestra vida. Desde la hondura de nuestra alma anhelamos al que vino y vuelve a venir, al Señor de la vida y de la historia. Aún hace falta que venga y domine la totalidad de nuestras vidas bautizadas. Hay muchos rincones, niveles y momentos que no están iluminados y bañados por la nueva luz del Nacido-Resucitado... Adviento es no tiempo de nostalgias, sino de presencias, de apertura de lo cerrado, para facilitar la entrada de Dios. Adviento es reconciliación de unas personas con otras, es solidaridad entre los humanos, es disponibilidad hacia los menos favorecidos, es entrega a los más pobres... En Adviento se perciben y escuchan los pasos de Dios que se acerca, en medio de los rumores de la brisa vespertina, para entablar un diálogo familiar con el hombre. En nombre de la humanidad dolorida, la Iglesia manifiesta sus inquietudes, sus alegrías hechas plegaria; dejando miedos pusilánimes y lamentaciones estériles, se sueñan las dichas del Reino que se acerca...”. Adviento de María: Por encima de todos los venerables protagonistas del largo adviento, sobre todo de Israel, aparece María de Nazaret, la Virgen de Adviento, el mismo adviento, anuncio, espera, camino, encuentro y gozo. Ella concentra las esperanzas del Antiguo Testamento, y la esperanza del Reino mesiánico; ella es la plena respuesta al anuncio, del tronco de Jesé, que brotará un “renuevo”. Dios busca una Madre, que serás tú, la hija escogida; la aceptación de la tierra para que Dios esté con nosotros. La historia de Israel para la llegada del Mesías se ha concentrado en los jóvenes años de María, y sus misterios están motivados por el misterio del Verbo hecho carne. Con María marchamos el adviento hacia el Hijo de Dios. Con María marchamos hacia la Iglesia, adviento en comunidad. Con María marchamos hacia el tiempo fuerte del año litúrgico. El Adviento no puede ser una rutina anual de ritos, sino una realidad que renueva cada año las perdidas esperanzas y hace posible seguir la historia con alegría, y mantener encendida la luz, en medio de tantas oscuridades. b) Ciclo de Navidad-Epifanía
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Navidad: Es la respuesta de Dios, el cumplimiento de las promesas, y el deseo y llamada del pueblo, y la teofanía de Dios en un Niño. Parece que este culto litúrgico comienza en el siglo II, y se estructura sobre varias manifestaciones de Jesucristo: nacimiento, familia de Jesús, leyes judías, circuncisión, purificación de la madre, presentación en el templo, epifanía a los gentiles-reyes magos. Es un tiempo de gran gozo y popularidad, orquestado por múltiples manifestaciones sensibles: belenes, villancicos, regalos, iluminaciones, visitas, cartas, novenas del Niño, celebraciones eucarísticas y “misas del Niño”, –tradición latinoamericana–, en la que cada familia lleva a misa a su pequeña imagen del Niño Jesús. La celebración litúrgica comienza con la misa vespertina, del 24 de diciembre, para señalar los últimos pasos de María y José; sigue la misa de media noche, de “Noche buena”; “misa del gallo”, conmemoración del hecho del nacimiento en la cueva, y la misa del alba o de la adoración de los pastores; y la misa del día o de júbilo del mundo. Y aún se sucederán las misas de la Sagrada familia, de la circuncisión y maternidad de María, la presentación en el templo, fiesta de la luz, y se culminan las fiestas con la Epifanía, adoración de los magos, llamada y estrella para los gentiles, y se añade todavía la epifanía del bautismo del Señor, y hasta el signo de la boda de Caná. Se sigue discutiendo sobre la fecha exacta del nacimiento de Cristo, pero ya es imborrable la tradición navideña del 25 de diciembre. Al principio, la Navidad era celebrar el aniversario del nacimiento de Jesús; un cumpleaños. Pero pronto se descubre el gran misterio: Navidad, ya es el inicio de la Pascua, de la salvación; Jesús, desde que nace hasta que muere está realizando el misterio de la redención. Fue san León Magno el que hizo sentir esta realidad transcendente de Navidad. Y sobre el misterio histórico, el espíritu de Navidad nos descubre la filantropía de Dios, un amor que le lleva a compartir nuestra naturaleza humana y nuestra vida terrestre, y así hacernos a nosotros participantes de su divinidad, y enseñarnos un nuevo modo de ser humanos, en la pobreza, la sencillez, la alegría. Las fiestas de Navidad: La celebración navideña cobra rápidamente un gran esplendor litúrgico, familiar, social. Además, comienza a romper el cerco estrecho del pueblo judío, pueblo de la promesa y la salvación, que dejaba fuera a los otros pueblos –los gentiles, paganos–. El nacimiento de Jesús es para todos: “Ha aparecido la gracia de Dios que trae la salvación a todos los hombres”, lo que se acentuará en la fiesta de los Magos de Oriente. Es la segunda noche esencial del mundo; la primera era la noche de la creación; la tercera, la noche de la resurrección, noche pascual. Las celebraciones litúrgicas, dentro de su belleza, hechas en latín y excesivamente rituales, iban quedando lejos del pueblo, que busca celebrar fuera del templo, a su modo más festivo, el Nacimiento de Dios, para expresar tan grandes misterios, vividos en las pequeñas condiciones humanas: una madre que
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da a luz, un niño recién nacido que llora, pobreza y desamparo en medio de la noche, escondidos en una cueva, entre animales, la nieve, el frío, los pastores, los rebaños..., y los ángeles y las estrellas... Y vienen las aportaciones populares: belenes, luces, cantares, regalos, visitas, cartas, tarjetas, mesa compartida, y camino de la iglesia, entre abetos nevados, ardillas y músicas, hacia la misa del gallo... Esta presentación socio-religiosa no hará sino crecer con el paso de los tiempos, y hasta podrá desfigurarse con elementos exóticos: árbol de navidad con luces y sorpresas, papá Noel –tergiversación de san Nicolás o santa Claus–, rica cena con pavo.... Todo esto explica el enorme impacto social y mundial que ha producido el Nacimiento de Jesús, aunque para muchos se olvide esa raíz esencial y quede sólo una sentimental celebración como fiestas de invierno. La constelación de Navidad: Navidad va acompañada de toda una constelación de fiestas que completan el sentido del Nacimiento y nos van ofreciendo una más explícita epifanía o manifestación de Dios. A los ocho días de la Navidad se introduce otro hecho de la vida de Cristo, la Circuncisión, severo rito judío que implica la imposición del nombre y la pertenencia al pueblo de la Alianza; y al mismo tiempo es la fiesta de la maternidad de María, aspecto que hoy se ha destacado en esa celebración. La realidad familiar de la vida de Jesús lleva a destacar la misión de la Sagrada Familia, y se celebra una fiesta, que intenta superar la decadente situación de la familia pagana o paganizada. Pero su declaración como fiesta litúrgica llega tardíamente, hacia el siglo XVII; Benedicto XV y León XIII contribuyen a su difusión en la Iglesia universal. Esta celebración presentaba unos nuevos ideales de la familia cristiana tradicional; mas, la creciente descristianización del hogar está pidiendo ahora nuevos enfoques y horizontes para hacer eficaz esta conmemoración de la familia de Jesús, tan distante en muchas cosas de la visión social y familiar de hoy. La presentación de Jesús en el templo y la purificación de la Virgen María, –fiesta que llamamos de la Candelaria, de la Luz que es Cristo– alumbra ya los destellos sangrientos del destino de Jesús y la participación dolorosa de la madre en la misión del Hijo; aparecen los signos de la contradicción. Epifanía, fiesta de los Reyes magos: Es una de las manifestaciones más vistosas y celebradas desde los primeros siglos, y tenemos muchos testimonios de los Santos Padres, desde el siglo IV. La fiesta de los Magos aparece pronto en España, donde fue adquiriendo gran esplendor, creciente hasta hoy, extendiéndose a las Galias y otras regiones. La fiesta lleva una proclamación de la divinidad del Niño Jesús, divinidad que los gnósticos aceptaban sólo desde el bautismo de Cristo, momento en que, suponen, desciende sobre Jesús la divinidad; y una declaración de la divina maternidad. Los Magos adoran al Niño como al Señor y le reconocen como Rey mesiánico. La fiesta entraña también el mensaje de la salvación universal o vocación de los gentiles.
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Se incluyen también, como dijimos, entre las epifanías, las fiestas del Bautismo de Jesús, pasaje de suma importancia, pues, supone la unción y misión de Cristo y su opción mesiánica, que le llevará a la muerte; y la Boda de Caná, que presenta el primer “signo” o milagro de Jesús, y sus poderes divinos; así como la actuación de la Virgen madre. c) Ciclo de Cuaresma 1. Significado e historia Cronológicamente, después de los misterios de Navidad-infancia, vida oculta, vendría la vida pública-mesiánica; pero esto pasa durante el tiempo “ordinario”, después de Pentecostés; y tras las fiestas navideñas nos enfrentamos con el Misterio Pascual, y su necesaria preparación: la Cuaresma, inspirada en la preparación de Jesús para su ministerio, con cuarenta días de desierto, entre la oración, el ayuno y las tentaciones; y en otras cuarentenas bíblicas; y la larga prepraración de los catecúmenos para el bautismo, que podía durar como tres años, hasta la noche pascual; y la larga penitencia de los pecadores públicos con graves penalidades, antes de ser reconciliados, el Jueves Santo, y participar ya de la Pascua. Todos estos elementos van perfilando el sentido cuaresmal, preparación para los Misterios pascuales. San Jerónimo, san León Magno, suponen que la cuaresma tiene origen apostólico. Los Santos Padres de los siglos II, III y IV, hablaban de la cuarentena penitencial, disposición para “la pascua crucifixionis” o día del Viernes Santo, pues, sólo en el siglo V se empieza a celebrar el Sacramento pascual o misterio pascual, muerte, sepultura, resurrección, de que habla san León Magno; esto, luego se perdió, y ahora se ha recuperado con la reforma litúrgica. Primero se da suma importancia al ayuno y a las penitencias públicas; después se introducen otras muchas prácticas que marcan a la sociedad: cese de juegos y representaciones teatrales, festines, bodas, incluso se suspenden los procesos y condenas a muerte, y en algunos sitios se aconseja la continencia de los esposos; luego se añaden ejercicios piadosos, prácticas de la caridad y cuidada liturgia eucarística cada día. Para centrarse en el misterio de Cristo se suspenden las fiestas de los santos (aunque luego se recuperan las principales). En Roma cobran gran importancia las Estaciones cuaresmales, presididas por el papa. Además, en estos elementos y prácticas exteriores, la cuaresma buscaba recuperar el sentido cristiano de la vida, tan afectada por las costumbres paganas, y profundizar en la propia fe mediante la conversión al Señor, el dominio de las pasiones y el sentido solidario de la caridad y amor fraterno. La religión del Antiguo Testamento ofrecía el paradigma de tres elementos cuaresmales: la oración o acercamiento a Dios; el ayuno o penitencia; la limosna o caridad fraterna. 2. Signos cuaresmales Actualmente la cuaresma se nos presenta con estos signos:
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a) penitenciales b) sacramentales c) espirituales d) sociales a) Signos penitenciales: Son los más clamorosos y espectaculares, pero en creciente desvalorización: sacrificios, penitencias, ayunos y abstinencia, mortificaciones, procesiones penitenciales... La misma liturgia adopta rasgos de austeridad, color morado, renuncia a esplendores festivos, flores, música, glorias, aleluya. Las duras y hasta sangrientas austeridades encontraban gran aceptación entre el pueblo; algunas procesiones cuaresmales y de Semana Santa conservan en parte tales tragicismos y sacrificios. En la época del apogeo de estos ayunos y renuncias, el pueblo busca una previa compensación, unos días de asueto y libertad: se llamó “Carnaval” (del italiano, “¡carne vale!”, ¡carne, adiós!) o “Carnes tollendas” (carnes quitadas, dejadas). Hoy, ante la pérdida de sentido de esas privaciones, como hemos dicho, y ante el afán de consumo y diversión de las minorías instaladas, y el rechazo de las renuncias, controles, sacrificios, Cuaresma debería servir para recuperar el sentido de limitación, sencillez en gastos, evitar de consumos innecesarios, y hasta conservación y recuperación de las materias primas, y la reducción de las propias necesidades, y una disciplina que frenara el consumo de alcohol, carnes, tabaco, drogas..., que lesionan la salud y la dignidad humanas. Otro aspecto resalta hoy ante los sacrificios cuaresmales: la aceptación de un sinnúmero de molestias, privaciones, sacrificios que lleva la misma vida, en muchos países y muchos sectores, pese a sus progresos: ruidos, contaminación, músicas, gritos, transportes apretujados, frío y calor, falta de agua, de luz, de teléfono, de comunicación, suciedad en mercados, olores; además el “stress”, el insomnio, las personas molestas, compañeros o familiares maleducados, comidas deprisa, largos viajes al trabajo, enfermos que atender... Imposible esquivar este cúmulo de privaciones y sacrificios. Cuaresma podría ser una escuela de aceptación de la vida como es, y un esmero en evitar nuevas molestias a los demás. La renuncia, abnegación, el autocontrol... no han pasado de moda; pero tendrán ahora otras expresiones. Y ante todo esto, ya vemos cómo pierde importancia la tímida norma eclesial de la abstinencia de carne los viernes, ayuno y abstinencia el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo. b) Signos sacramentales: Toda la cuaresma es como un gran signo sacramental, y muchas de sus prácticas son verdaderos sacramentales: procesiones, oraciones, ceniza, penitencias, limosnas... Pero además, cuaresma es una llamada urgente a la conversión, la reconciliación, la confesión; era tiempo para cumplir las condi-
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ciones para la vuelta de los pecadores a la Iglesia, y preparación catecumenal para el bautismo. El sacramento de la penitencia tiene en cuaresma un valor primordial: reconciliación con Dios, por el reconocimiento de ser pecador, y la renovación de la vida cristiana. La gente solía preparar su especial confesión anual o general, con ejercicios misionales; ahora se pueden celebrar actos comunitarios de preparación para las confesiones, y conseguir mayor disponibilidad y tiempo de los confesores para atender a los fieles, como se hace en muchos sitios. Reconciliación que abarca también el perdón y abrazo al hermano, el olvido de enemistades y discordias, la recuperación de amistades y cercanía, la bienaventuranza de sembrar la paz. En cuaresma se puede también preparar personal y colectivamente la administración del sacramento de la Unción de los enfermos, y enseñar la aceptación de la enfermedad y desgaste de la vida como participación penitencial en la pasión del Señor; y ver la enfermedad como camino de purificación y salvación, con Cristo. El camino de la Iglesia en cuaresma culmina con un encuentro bautismal con el Señor, en la misa de la Vigilia Pascual; eso supone el recuerdo de las promesas del bautismo y la opción por Cristo, revalorizando el bautismo: soy cristiano no porque me bautizaron de niño, sino porque opto consciente y libremente por seguir al Señor. La misa diaria, en cuaresma, nos conduce con sus textos y liturgia a esa experiencia de mi ser de Cristo y vivir con Cristo, y nos prepara a la comunión pascual. c) Signos espirituales Lo más importante, en cuaresma es interior; tiempo de orar, de abrirme al Señor, buscar y gustar su Palabra, dejarse guiar y transformar por ella. Fue tiempo de oración, de retiros y ejercicios espirituales, conferencias y lecciones sacras, como las famosas Conferencias de Nôtre Dame de París; es un itinerario espiritual, éxodo hacia Dios. La liturgia nos presenta en las misas los mejores textos para el encuentro con Dios y la oración: “Ahora es el tiempo de la gracia, ahora es el tiempo de la salvación”, “Convertíos a mí y me convertiré a ustedes, dice el Señor”, “Me invocarán y los escucharé”, “Oigo en mi corazón: ¡Buscad mi rostro! Tu rostro buscaré, Señor; no me escondas tu rostro”, “Yo te invoco, porque tú me respondes. Dios mío, inclina el oído y escucha mis palabras”.... Espiritualmente cuaresma es una lucha y sus símbolos son, éxodo, pruebas, tentación, ídolos, las tentaciones de Israel, de Cristo, de la Iglesia. Y eso lleva a la vigilancia, y a la lucha contra el mal y el maligno, y la necesidad de armarse como soldado para el combate espiritual. Los mismos creyentes han bajado mucho la guardia, y las tentaciones y los tentadores parecen restos de mitos del pasado. Pero el pobre corazón humano descubre –con Pablo–, la fuerza del mal y la lucha interior, que sólo se vence con la gracia de Cristo. Esto es para siempre, pero la cuaresma nos aviva la conciencia de ese combate.
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El cristianismo, iniciado con el bautismo, no es seguimiento de unas leyes religioso-morales, ni en rigor es otra religión; es incorporación a la persona de Cristo, entrega, y seguimiento en su camino de pobreza, desierto, misión, pasión y resurrección. Cuaresma es el gran momento para el conocimiento, amor, entrega al Señor Jesús. Esa identificación con Cristo nos hará participar con Él, en su vida, en todo: con-vivir con Cristo, con-padecer con Cristo, con-morir con Cristo, con-resucitar con Cristo, según las palabras compuestas, inventadas por Pablo para expresar la totalidad de la entrega al Señor entregado por nosotros. El camino cuaresmal tras Cristo no desemboca en una vida tranquila y feliz, sino en un torbellino que arrastra al misterio del amor, de la muerte y la resurrección y la vida. Los inmensos dolores de la vida actual nos han ofrecido ejemplos impresionantes de esa espiritualidad de la cruz: son conocidas las historias de san Maximiliano Kolbe, de santa Edith Stein en el holocausto de Auschwitz, y de tantos otros cristianos de hoy. d) Signos sociales La Cuaresma rebasa con mucho los ámbitos personales, ascéticos, eclesiales. Se convirtió, desde el principio, en un factor social; afectaba a vida de la colectividad, era algo notorio en la sociedad cristiana, y sus manifestaciones llenaban la vida pública. Para nosotros, los vivientes del siglo XXI, desacralizado, secularizado, donde pasan inadvertidos los comportamientos de los católicos, poco significativos y hasta censurables, la cuaresma no debe perder sus rasgos sociales, antes bien ha de subrayar las prácticas cuaresmales que ahora revisten una connotación de solidaridad, de caridad, de justicia. Ahora se piensa que el ayuno más que mera manifestación de control de uno mismo, es una mirada al otro, al mundo que nos rodea y que grita sus necesidades; es el deber de compartir y pensar en los demás. La limosna, otro de los tradicionales componentes cuaresmales, se hace exigencia ante las injustas pobrezas; no habrá de ser dar lo que te sobra, sino compartir de lo que tienes, y pedirá más socialización de bienes, comunión de bienes, lo que recuerda a las primeras comunidades cristianas; y nos hace reencontrar el viejo sentido cuaresmal del recto culto a Dios, de los sacrificios agradables a Dios, que decían los profetas; no rituales sino gestos de justicia y caridad. Incluso hoy habría que descubrir cierto sentido ecológico de la cuaresma, en cuanto que pide más atención a lo que gastas y consumes, contentarse con lo necesario, respetar la naturaleza que nos sustenta, para no agotar y destruir prematuramente los bienes de la tierra, que pertenecen también a las generaciones venideras. 3. Liturgia cuaresmal La liturgia de cuaresma nos presenta abundantes símbolos de esa transformación y esa sinceridad de la vida cristiana, contenidos en las fórmulas de las misas de este tiempo fuerte. Comienza con el símbolo de la ceniza: el
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Miércoles de Ceniza. Es como el primer pregón pascual, y plantea las verdades del hombre, de su pequeñez, su pecado, su arrepentimiento y espera de perdón, cuando se impone en la frente la unción con la ceniza. Los documentos históricos sobre la imposición penitencial de ceniza datan de los siglos X-XI, y del Ordo Romanus de entonces; allí encontramos unas oraciones para ese acto, que en gran parte se conservan en nuestro Ritual de bendición e imposición de la ceniza. El papa Urbano II (1090) ratifica este rito para la Iglesia universal. Actualmente el rito se celebra después de la homilía; los fieles se acercan y reciben en la frente la unción de ceniza, mientras el sacerdote dice: “Acuérdate que eres polvo y en polvo te convertirás”, o bien, “Convertíos, y creed al Evangelio”; y se cantan varias antífonas o himnos. Este rito que parece altamente pesimista y hasta amenazante, resulta muy popular, atractivo, y concurrido. Mucha gente puede quedarse sin misa el domingo, pero no sin ceniza. En realidad, bajo su forma cruda, encierra la gran verdad de la existencia, y nos abre una puerta de verdadero consuelo, por la bondad e invitación paternal de Dios, a regresar a su hogar. Sería conveniente aprovechar la concurrencia para explicar bien el sentido de este sacramental, que puede resultar, en su rutina tradicional, atractivo, pero vacío de su hondo sentido creador de vida y de esperanza. Las cinco semanas cuaresmales van descubriendo en sus misas, los temas bíblicos simbólicos: 1ª. Desierto, tentaciones; el espíritu del mal, la opción fundamental del cristiano. 2ª. Transfiguración del Señor; detrás del Cristo humilde, servidor, hermano y condenado a muerte, resplandece el Cristo en gloria; gloria que es anuncio y comienzo de resurrección. En la semana tercera comienza la etapa que llamaban “traditio”, o sea, entrega a los catecúmenos, de la Palabra (3ª), entrega del Credo (4ª), entrega del Padrenuestro (5ª). Y al mismo compás, se tenía el ” escrutinio” o comprobación de la capacidad espiritual del catecúmeno, para incorporarse a Cristo. Así, en las misas se recuerda, (3ª) curación del ciego, (4ª) vida nueva: el agua viva de la Samaritana, (5ª) resurrección de Lázaro: la muerte retrocede y vence la vida nueva por Cristo. El 6º domingo es ya Domingo de Ramos, comienzo de la Semana Santa. Todo este proceso ritual señala el proceso interior del cristiano, catecúmeno, neófito, pecador arrepentido, o simple cristiano que necesita renovar su opción por Cristo, su camino hacia el misterio pascual de muerte y vida, de Cristo y nuestra. d) Ciclo Pascual Estamos en el centro del año litúrgico, centro del Evangelio y centro del cristianismo, todo lo demás será preparación o consecuencia de este centro. Se llama, Semana Pascual, Semana Mayor, Semana Santa. Su celebración partía de los ritos celebrados en Jerusalén, recordando la Pasión, la Resurrección del Señor. Primero era un recuerdo de la traición de Judas y de la Pasión (viernes), y el
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sepulcro (sábado): “Se han llevado al Esposo”, dice Tertuliano. Se resalta el elemento de tragedia y muerte. En el siglo IV, san Agustín aconseja asociar la resurrección, que comienza en la vigilia. Y en el siglo VII se incluye la Cena del Jueves Santo; así se constituye el Triduo Sacro, culminado con la fiesta de Pascua. Será la fiesta más significativa del año, y sus ritos van cobrando creciente esplendor, dedicados a la última semana de Cristo mortal en la tierra. Domingo de Ramos Recuerda un hecho muy importante de la vida de Jesús: la entrada triunfal del Señor en Jerusalén. Cuentan la escena los cuatro evangelistas, y recordaba el anuncio del profeta Zacarías: el hijo de David, rey de Israel, entra humilde, montado en un asno, para ser vencido y ser vencedor. La escena encierra una seria amenaza para el estatus religioso y social de Israel, que va a perecer; y una amenaza para el Hijo de David, que será condenado, muerto y sepultado, para inaugurar el nuevo Israel. Para Jesús, ese triunfo es agridulce: es el último intento por convencer a los judíos y sus jefes, de su ser y misión de Enviado mesiánico; pero no lo consigue. En Jerusalén, y en Oriente, se celebra la fiesta desde los primeros tiempos; en Occidente aparece por el siglo VII, y luego se extiende por todas las Iglesias. El rito se compone de dos partes: la bendición de ramos con procesión, y la misa con la proclamación de la Pasión. – Bendición de ramos y procesión Quiere recordar vivamente la escena evangélica y reproduce la alegría de la multitud acompañando al Señor, con palmas y ramos, en su entrada. La fiesta original, sencilla, se va complicando: se lleva un asno, sobre él monta el obispo u otro personaje eclesiástico; a veces va un asno de madera, sobre ruedas, y en él montada una imagen de Jesús; otras veces hasta se lleva el Santísimo Sacramento; la masiva procesión rodea la ciudad por las murallas, se detiene en las puertas y torreones, cantando himnos a Cristo. El apogeo de estas celebraciones se vive en los siglos X-XII. Luego, desde el s. XIII decaen los entusiasmos. San Pío V (1570) reduce esos excesos, y pide una fiesta más sencilla y espiritual; casi como la que actualmente celebramos. A partir del siglo XI, se introduce acertadamente la proclamación de la Pasión, como lectura de la misa; se hace dramatizada, dialogada, cantada con tonos diversos según los personajes; y era todo en latín. El pueblo seguía con reverencia y gran devoción esa solemne lectura, pero progresivamente los fieles se van alejando, cuando pierden el uso del latín, y no comprenden la solemne lectura. Hará falta la reforma del Vaticano II para admitir las lecturas en lenguas vernáculas. El Domingo de Ramos o de palmas es una introducción a la Semana Santa. Y como un mapa de los acontecimientos pascuales. Triduo preparatorio: Lunes, Martes, Miércoles santos:
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Los tres días nos hacen seguir los acontecimientos previos a la pasión, según se van desarrollando, y son anuncio de la tragedia: la unción de Magdalena a los pies de Jesús, perfume guardado para su sepultura, el anuncio de la traición de Judas y de Pedro; las gestiones de Judas para cumplir su entrega; imponen un clima de tensión expectante de la desgracia. Triduo sacro – Jueves Santo Día denso de acontecimientos históricos y litúrgicos; su centro es la Cena del Señor celebrada al atardecer. Antes se desarrollaba, los tres días del Triduo, el rezo del “Oficio de tinieblas”, algo largo y teatral, que ya ha desaparecido. Por la mañana se tenía la misa crismal, liturgia de gran sentido eclesial: presidía el obispo y le acompañaban todos los presbíteros; es signo de la unidad de la Iglesia local. En esa misa se hará la consagración de los Santos Óleos, de donde el nombre de “crismal”. El Santo Crisma es bendecido con una hermosa oración al estilo de las epíclesis, invocando al Espíritu Santo: se emplea en la unción bautismal, en la Confirmación, en la consagración de obispos, en la consagración de los templos. El Óleo de los enfermos, propio para la unción de los enfermos. El Óleo de los catecúmenos, usado en la unción antes del bautismo, la unción de las manos del sacerdote en su consagración, y para la bendición del agua bautismal. La misa crismal está acompañada por muchos fieles, que recuerdan el sentido del pueblo santo y sacerdotal. En algunas épocas pasadas se tenía también este día, la misa de reconciliación de los penitentes, tras su larga penitencia: hecho importante y esperado por los pecadores públicos y por la comunidad de los fieles; fue luego desapareciendo de la liturgia con el desuso de la penitencia pública. Por la tarde, se celebra con gran solemnidad la misa “in Coena Domini”; es la eucaristía de la Última Cena del Cordero pascual, tantas veces vivida por Jesús, su familia y sus amigos; y es la nueva Pascua del Cordero de Dios. Históricamente recuerda el hecho real de la Cena del Señor con sus discípulos, acontecimiento rico, neotestamentario, esperado vivamente por Jesús. En él se realiza la institución de la eucaristía, del sacerdocio nuevo, el mandato del Nuevo mandamiento del amor fraterno. En la misa se introducen dos nuevos ritos: El lavatorio de los pies y la procesión con el Santísimo al “Monumento”. Después de la homilía se realiza un acto, vivo recuerdo del de Jesús, que realizó acabada la cena pascual: en el rito del lavatorio: el papa, el obispo o el párroco lavaba los pies a doce pobres, significando los doce apóstoles lavados por Cristo. Este acto ya lo encontramos en la Liturgia mozárabe, y lo prescribe el XVII Concilio de Toledo. En Roma era el papa quien lo realizaba, y esa conmemoración causaba gran emoción a los asistentes. Ahora, cambiadas la sensibilidad y las costumbres de los fieles, su realización depende de las circunstancias de personas y lugares. No es obligatorio, pero donde se realice,
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requiere dignidad, pulcritud, armonía y hasta belleza, para que cumpla sus objetivos: significa la actitud de servicio y entrega entre los cristianos, especialmente de las autoridades de la Iglesia. Terminada la misa de la Cena, se realiza la procesión al “Monumento”: Las formas consagradas, que servirán para la comunión del Viernes Santo, son trasladadas en procesión solemne y acompañada de todos los fieles, hasta el arca o sagrario, colocados en el “Monumento”, altar o plataforma algo elevada, adornada con cirios y flores. Allí queda el Santísimo hasta los Oficios del Viernes, para la adoración de los fieles, que van visitando, por varias horas de la noche, los varios “Monumentos”, de iglesia en iglesia, para adorar al Señor, y no pocos, para admirar y comparar las construcciones y adornos de tales monumentos, dato que puede desvirtuar la reverencia y sentido que requieren tales visitas. Esta tradición de la adoración al Señor, después de la cena, conserva mucho el recuerdo de la larga conversación de Jesús con los suyos, y la emocionante plegaria llamada “oración sacerdotal” de Jesús, que expone regaladamente Juan el evangelista. También la adoración en el silencio de la noche es una invitación para acompañar al Señor en su oración del Huerto y agonía espiritual y física de Jesús, antes del prendimiento. El Jueves Santo nos revela los sentimientos más hondos de Jesucristo, su amor al Padre y a los hombres; es el día del amor. – Viernes Santo Aunque recuerda una muerte y un entierro, esta liturgia no es un funeral, ni tiene aspecto de un final, de luto, como alguien dijo, bien que para los apóstoles y amigos sí fue un final deprimente, por más que estuviera tan anunciado. La liturgia celebrada en Jerusalén muy primitivamente, vivía la cruz desde la perspectiva de la resurrección, y así era el comienzo de la victoria: “¡Oh Cruz gloriosa! Curiosamente ese día no se celebra la eucaristía, aunque se conmemora la esencia de la eucarístía: la entrega y muerte de Jesús. El querer resaltar el culto a la cruz hizo, poco lógicamente, desplazar la misa. Pensamos que un día se pueda reponer el Santo Sacrificio en esa liturgia. La celebración actual es severa, pero no desoladora, y abarca cuatro tiempos: 1. Lectura de la Palabra. 2. Oración universal. 3. Adoración de la Cruz. 4. Comunión. 1. Lectura de la Palabra: Isaías nos ofrece el Canto 4º del siervo de Yahveh, donde vibra todo el sufrimiento humano del Siervo, pero que termina con un grito de esperanza: “Cuando entregue su vida como expiación, verá su descendencia, y alargará sus años, y se cumplirá por él lo que place al Señor”.... La lectura de la Carta a los hebreos presenta el sacrificio de Cristo como ofrecimiento del Sumo Sacerdote, y se convierte en centro de salvación, y gloria de Dios. Se proclama la Pasión según san Juan, que es la Pasión gloriosa y no representa el fracaso de Jesús sino su realeza; es juicio de los poderes humanos y su derrota; es el triunfo del amor, la generosidad, el perdón; es la victoria de la
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vida y de la luz. El símbolo joánico de esa victoria es precisamente el Corazón de Cristo atravesado, que mana sangre y agua, perdón y amor, bautismo y eucaristía. Si se hace homilía ha de ser breve y sobria, para que las palabras humanas no empequeñezcan la sublimidad de esa Palabra evangélica de la Pasión. 2. Oración universal, de vieja tradición, desde el s. II, ya citada en los santos Cipriano y Cornelio. La cruz salvadora es el mérito de donde derivan las gracias del Padre sobre toda la humanidad. Hasta diez oraciones, con preludio y petición, por toda clase de personas, se elevan junto a la cruz. 3. Adoración de la Cruz. Rito esencial este día, algo espectacular por el modo de introducir la cruz e irla descubriendo, para la vista y veneración de los fieles, que se acercan a besar el santo madero o recibir su bendición. Esta acción litúrgica proviene ciertamente de Jerusalén y se inicia con motivo del hallazgo de la Cruz del Señor, tras las excavaciones realizadas en el Calvario, por Constantino, a instancias de su madre, santa Elena, hacia el 326. Allí manda construir el Emperador, la Basílica del Calvario y del Santo Sepulcro (año 335), donde se conservan los restos de la Cruz, y son cada vez más visitados y venerados. La devoción pasa de Jerusalén a Oriente y luego se extiende a Roma, en el siglo VII. Hay descripciones de este rito, del siglo VII, como acto litúrgico. En el siglo X encontramos ya casi todos los rasgos de la actual adoración de la Cruz. Terminada la veneración de la Cruz, se la coloca entronizada en el altar, entre cirios, y preside los templos hasta la Vigilia pascual. Los fieles se acercan constantemente a orar ante la Cruz. 4. La comunión: Aunque no se consagra el Cuerpo y Sangre este día, como queda dicho, se introduce la costumbre de recibir la comunión en un rito breve y sencillo, con las formas consagradas el Jueves Santo. De esto tenemos testimonios desde el siglo VIII, y se alude a un uso más antiguo. Pero en el siglo XII no vemos por qué, se suprime esa comunión, y sólo comulga el presidente; ni siquiera los ministros, y esto lo urge la Iglesia por varios siglos, pese a las repetidas peticiones de muchas Iglesias. La nueva ordenación litúrgica ha restituido esta comunión. Distribuida la comunión, se concluye la acción litúrgica con dos oraciones, y acaba la ceremonia, sin otra bendición. – Sábado Santo Es histórica y espiritualmente el día de la oscuridad y tiniebla, día de la muerte del Sol, de la frialdad sobre la tierra. Para simbolizarlo, ese día no existe acción litúrgica ninguna; aunque la devoción lo rellena con actos piadosos, dramáticos, procesiones, soledad de María... Si ahí se hubiera terminado la historia de Jesús, el mundo habría quedado definitivamente en la muerte, y viviría en las tinieblas, por mucho que creciera el progreso material de los pueblos. Prodigiosamente, la sepultura del Señor y su misterioso “descenso a los infiernos” que estaban previstos, se verán de pronto
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rubricados, la mañana del Domingo, por el hecho inexplicable de la resurrección. Un deseo de adelantar la celebración del Resucitado cuanto antes, creó, por los años 1000 la fiesta del “Sábado de gloria”, comenzando esa mañana la misa de Resurrección, y desvirtuando totalmente la historia. Muy adecuadamente una reforma del año 1952 repone la fidelidad de los hechos, y devuelve al sábado su tono de dolor, vacío, soledad y esperanza, y se espera hasta la vigilia pascual, la proclamación de la victoria. – Vigilia Pascual La resurrección es el testimonio más unánime del Nuevo Testamento. Ocurrió en la noche, sin testigos; ciertos efectos exteriores fueron percibidos por los guardianes vigilantes del sepulcro, y luego, en la mañana, por los amigos de Jesús; y la resurrección se constata esa mañana, por las apariciones. Era natural que la primera Iglesia celebrara orando, cantando, leyendo la Palabra, esa Noche pascual hasta el alba del domingo: los cristianos se reúnen a vísperas, y pasan la noche esperando la estrella del alba que anuncia el nuevo día glorioso; desde el siglo IV aparecen los testimonios de esa vigilia orante. Para iluminar la oscuridad se introducen los primeros ritos del fuego y los cirios. La liturgia, como el propio cristianismo, brotó del núcleo esencial, la Pascua del Resucitado; es el eje de la fe, y los mismos evangelios están claramente centrados en el misterio pascual, el “kerigma” petrino y paulino, punto de partida del cristianismo. El cristianismo primitivo no sólo cree sino que celebra ese misterio; cuando imparte la eucaristía o los otros sacramentos, lo hace en conmemoración de Cristo muerto y resucitado; y cada sacramento es una fiesta pascual. La misma revelación desde el Antiguo Testamento está orientada a esa plenitud de los tiempos, y centro de la historia, que es el acontecimiento de Cristo muerto y resucitado. La Iglesia misma es fruto y pervivencia del Misterio. Y el término y el origen de toda la Liturgia será la fiesta pascual, que comienza la noche del sábado, con la solemne vigilia. La Vigilia pascual se desarrolla en cuatro actos: a) el fuego y la luz; b) la Palabra; c) el agua y el bautismo; d) la eucaristía, el Pan, el Cuerpo del Señor Resucitado. a) El fuego y la luz El templo está a oscuras. Los fieles se congregan a la puerta, en la tiniebla nocturna; se va a hacer la bendición del fuego que alumbre las oraciones de la vigilia; en cada sitio se hace a su manera, en las variadas iglesias, hispanas, galas, germanas... Por el siglo VIII se introduce en Roma. El acto era primariamente práctico; se prenderá un cirio grande o antorcha, y de él los fieles alumbrarán sus velas. Pero el acto pronto se reviste de simbolismos: el cirio será
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símbolo de Cristo nuevo y la luz señala su resurrección. Por los siglos X-XI se complica el rito: colocación de los cinco granos de incienso (¿las cinco llagas?), incisión de signos, letras, fechas; procesión iluminados por el Cirio pascual en alto; propagación de la Luz de Cristo a las luces de los fieles, y entrada procesional en el templo oscuro, que se va iluminando con las luces de todos. El Cirio pascual se coloca en lugar eminente, es incensado y ante él se canta el lírico texto de la “Angélica” o Pregón pascual, encomio vibrante del Cirio, Cristo resucitado. b) La Palabra A la luz del Cirio pascual se desarrolla el segundo acto de la vigilia: la Luz se hace Palabra; y la Palabra es, esa noche, la proclamación más grandiosa del mensaje bíblico: siete lecturas del AT, nos presentan los hitos de la obra divina: creación, sacrificio y vocación de Abrahán, paso del Mar Rojo, la misericordia salvadora de Dios, la futura eterna alianza, el destierro y la vuelta, el don de un nuevo Espíritu y nuevo corazón. Se leían en latín y en griego; ahora en lenguas nativas, lo que permite seguir tan larga lección con mayor comprensión, y aún así resulta larga, por lo que se concede la reducción que se crea oportuno. Cada lectura lleva su salmo y oración. c) El agua y el bautismo Y entramos en el centro de la Vigilia, noche bautismal: la resurrección de Cristo nos absorbe en la vida nueva, el nuevo nacimiento que se origina en el bautismo, y será la meta de nuestra participación en el misterio pascual. Mientras desfilan los catecúmenos hacia la pila bautismal se cantan las Letanías de los santos, y en el baptisterio se hace la bendición del agua, rito de origen apostólico, según san Basilio. Tertuliano consigna una fórmula de bendición que contiene el exorcismo contra el mal y la bendición y santificación del agua. Y ahora se realiza el bautismo de los catecúmenos, momento cumbre del rito. Donde no hubiera neófitos o además de ellos, en ese momento se realiza la renovación de las promesas bautismales y la aspersión con el agua bendecida, sobre el pueblo. d) La eucaristía, el Pan, el Cuerpo del Señor resucitado La gran ceremonia nocturna se completa, hacia media noche, con la triunfal eucaristía de gloria, gozo, aleluya, y el mensaje paulino: “Si nuestra existencia está unida a Él con una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya”, y la proclamación del evangelio de Mateo, al alborear el primer día de la semana: “¡No está aquí! ¡Ha resucitado!”. La vigilia pascual va entrando progresivamente en la conciencia y devoción de los fieles, pero su misterio resulta menos captable que la noche de Belén; aunque el misterio final es más grande que el misterio inicial. Esta compleja liturgia de la vigilia pascual requiere moniciones que orienten la atención y la comprensión de los asistentes.
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– Domingo de Pascua El gozo de la fe pascual incontenible, se expresa en la misa de Pascua, que será el comienzo de la evangelización y de los Evangelios, la proclamación permanente del “kerigma”, de la noticia que cambió el mundo. Este domingo es la constatación del sepulcro vacío y el comienzo de las apariciones, que se despliegan en las misas de la Octava pascual, y en la cincuentena que nos conserva la vida del Señor Resucitado, entre los suyos, y sus últimas instrucciones sobre el Reino y la misión de los apóstoles; y se cierra con la ascensión del Señor. El Domingo pascual es la clave de todos los domingos del año, su presencia permanente en la vida de la Iglesia. La Ascensión no es simplemente el final feliz de la historia de Jesús; es el complemento y última explicación de la encarnación, de la vida y la muerte del Señor, e ilumina el sentido de la Resurrección: Él está vivo, y vuelve al que le envió, y está sentado a la derecha del Padre. Termina el tiempo de Cristo redentor, y se abre el tiempo del Espíritu y de la Iglesia. e) Ciclo de Pentecostés 1) La promesa y los últimos tiempos Una fiesta hebrea de pentecostés, a los cincuenta días de la pascua conmemoraba la alianza del Sinaí y la liberación, era también una fiesta agrícola, de las mieses y la cosecha, pero en Israel no se relacionaba con el Espíritu. La infusión el espíritu de Dios, frecuente en el AT no descubre aún en ese espíritu, al Espíritu, persona divina; se entiende como fuerza, aliento, impulso, viento, sabiduría, inspiración, encargo y poder de Dios, que unge a los profetas a los ancianos y jueces, a los reyes. Pero esos dones momentáneos y particulares miraban a un don universal, para todos, derramado en el corazón de la persona, y sello de una nueva Alianza; ahí está la cumbre espiritual del AT. Esta donación del Espíritu señalaba “los últimos tiempos”, la realización de las promesas: “En aquel tiempo derramaré mi Espíritu; “He aquí que vienen los días... en que pactaré con la Casa de Israel una Alianza Nueva... Después de aquellos días, pondré mi ley en sus corazones... les daré un corazón nuevo, infundiré en ustedes un Espíritu Nuevo... Infundiré mi Espíritu en ustedes...”. El don de ese Espíritu de Dios calificaba los “últimos tiempos” que se cerrarán con la vuelta del Señor. Jesús anuncia varias veces esa comunicación del Espíritu: “Yo voy a enviar sobre ustedes el Don que mi Padre les ha prometido”. Pero tal donación estaba en función del misterio pascual: “El Espíritu Santo no había sido dado, porque el Señor Jesús todavía no había sido glorificado”. Por eso, “elevado (Jesús) a la derecha del Padre y habiendo recibido de su Padre la promesa del Espíritu Santo, lo ha derramado del modo que están viendo y oyendo”. Pentecostés señala el cumplimiento de la misión del Hijo, y el comienzo de la misión del Espíritu, al mismo tiempo que culmina la revelación del Misterio
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Trinitario, de la obra trinitaria, empezada por el Padre, cumplida por el Hijo y perpetuada en el tiempo, por el Espíritu; y será la incoación del misterio de la Iglesia. Él es el que actualiza la obra de Cristo, haciéndola presente, y haciendo a Cristo viviente en nosotros. 2) La venida del Espíritu La infusión del Espíritu, el domingo de Pentecostés, fue llamativa, estridente, tumultuosa, con señales materiales inexplicables: viento huracanado, temblor de la casa, llamas de fuego, agitación intemperante de los apóstoles que parecían hombres ebrios, lenguaje misterioso en unos pobres galileos que se hacían entender en varias lenguas... La tradición multisecular presenta la escena poniendo siempre a la Virgen María en el centro, rodeada de los apóstoles y discípulos, el cuadro es figura de la Iglesia: una mujer sin pecado, unos hombres pecadores y el Espíritu Santo. La donación del Espíritu no es sólo un momento interior sino que es efusión exterior, manifestación de signos y poderes exteriores, extraordinarios, carismas, curaciones, nueva sabiduría, valentía y capacidades impropias de aquellos hombres. Tampoco es una comunicación elitista, privilegiada, para los apóstoles y líderes; cumple las promesas de la comunicación universal del Don de Dios, condición precisa para el cambio de los corazones, el nacimiento nuevo, la nueva comunidad de la Alianza Nueva. Por eso, el hecho pentecostal y la comunicación sensible y llamativa del Don se va repitiendo de diferentes modos, en la primera Iglesia, siendo el Espíritu su principio de unidad y de misión. La Iglesia no surge y avanza por la buena voluntad o entusiasmo de los apóstoles, por sus cualidades o poderes. El único poder que ostenta es el del Espíritu. Y ese Espíritu comunicado no es sólo una fuerza o dínamis del Señor o una gracia que Dios otorgue. Es la Persona divina intratrinitaria que completa el misterio y personalidad de Dios. Jesús lo identifica perfectamente en la Última Cena: es el Consolador, el Maestro, el Guía, da testimonio, condena al mundo, mora en los creyentes, procede del Padre que lo envía, como también de Cristo que lo envía, da gloria a Cristo... Teníamos todos los datos para que la fe de la Iglesia lo reconociera como Persona Divina, procedente del Padre y del Hijo, y se pudiera proclamar el dogma de la consubstancialidad del Espíritu con el Padre y el Hijo, tal como se hizo en el I Concilio de Constantinopla (831). Ausente Jesús, el Espíritu va a ocupar todo su lugar en la historia de la salvación. Pentecostés abre así la “era de la Iglesia”, formada, reunida, guiada por el Espíritu Santo. Si ella se mantiene pese a los errores y miserias, si es capaz de desafiar el poder del mal y del infierno, y atravesar los siglos y las culturas sin hundirse, no es debido a la habilidad o categoría de sus hombres y menos a sus poderes intelectuales, materiales o políticos..., que mas bien la han empobrecido, sino a la fuerza del Espíritu de Dios, a ese continuado Pentecostés que baja siempre sobre la Iglesia, en ausencia de Cristo, y hasta su vuelta.
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3) Liturgia de Pentecostés No aparece claro cuándo se establece la fiesta litúrgica de Pentecostés, pero ya en el siglo IV encontramos su celebración, que ocupa siete días, tal vez por los siete Dones del Espíritu. El Medioevo, siempre profuso en gestos abundantes, solemnizaba la fiesta del Espíritu con lluvia de rosas, vuelo de palomas, y hasta descenso de bolitas de estopa encendidas... En ciertas épocas la fiesta tenía una vigilia nocturna, con administración del bautismo, remedando la vigilia pascual. La nueva Ordenación litúrgica lo ha suprimido acertadamente. Pero sí hay una misa vespertina, la víspera de Pentecostés, muy frecuentada por los fieles, que alargan la liturgia con cantos y oraciones. En la misa del Domingo se recita el precioso himno-secuencia, “Veni Creator Spiritus”, difundido a través de la liturgia, por todo el mundo, preciosa oración, imploración, alabanza, y síntesis de la obra del Espíritu. La liturgia de Pentecostés se dirige especialmente al Espíritu Santo, Persona, cuando de ordinario las preces litúrgicas se dirigen al Padre o al Hijo, en unión o por medio del Espíritu. Tras el Domingo de Pentecostés se extiende una larga serie de semanas que se llamaban “después de Pentecostés”, y querían significar la obra permanente del Espíritu en la historia de Cristo y de la Iglesia. Ahora la idea permanece, pero ese largo período se llama, con menos imaginación, “Tiempo ordinario”. 4) La Iglesia bajo las alas del Espíritu Pentecostés lleva un despliegue rico y misterioso de efectos, frutos y dones. El primero y el “Don” esencial es el propio Espíritu-Persona divina-Amor. Cuando Jesús habla del “don prometido por el Padre” se refiere ante todo al don personal, el propio Espíritu de Dios, y ese es el motivo de la fiesta pentecostal. La misa de ese domingo, –y de todos los domingos– es la repetición permanente de esa venida, que constantemente implora la Iglesia. Como en Navidad repetimos: “Ven, Señor, no tardes”, en Pentecostés clamamos: “Ven, Espíritu Santo..., llena el corazón de tus fieles...”. Esta presencia inefable, divina, –misión del Espíritu–, arrastra un torbellino de dones, gracias, carismas, frutos, que la teología y la espiritualidad intentan pobremente catalogar. Pero la fuerza del Espíritu es incatalogable, supera toda clasificación, y adopta infinitas e inefables formas. La teología habla de la gracia santificante o gracia habitual, que nos hace gratos a Dios– “gratia gratum faciens”–, y nos introduce en su amistad; de las gracias actuales, que fortalecen las potencias humanas para obrar según Dios, mediante las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo; las gracias “gratis datae”, manifestadas en los carismas, gracias dadas en bien y servicio de la Iglesia, para la construcción del Cuerpo total de Cristo. San Pablo es el mejor expositor de estos carismas, en su Primera carta a los corintios. Unos carismas son extraordinarios, frecuentes y tal vez necesarios en los primeros pasos de la Iglesia: sanaciones, milagros, lenguas, profecías, protección
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milagrosa.... Otros son ordinarios, no llamativos, concedidos para la vida cotidiana de la Iglesia: el sacerdocio, el magisterio, la dirección y gobierno, los ministerios y apostolado, la atención a los enfermos, la misma convivencia del hogar y de la comunidad... Todos ellos culminan en la caridad, “vínculo de unidad”, carisma casero, de cada día, en la vida cristiana. La riqueza de la vida del espíritu es más variada y maravillosa que la riqueza inmensa del mundo creado material. Y todo es fruto del mismo y único Espíritu: “Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo... Todas estas cosas las obra un mismo y único Espíritu, distribuyéndolas a cada uno en particular, según su voluntad”. Pero además de estos dones a cada persona, encontramos otro que es comunitario, eclesial, que baja sobre toda la comunidad, que une y reúne a todos los creyentes en la cohesión del Cuerpo, don que hace y conserva a la Iglesia, y es como el alma de ella, y es quien comunica la riqueza de la Palabra, la gracia de los sacramentos y de la liturgia, el que conduce la Iglesia con la Ley del Espíritu. 5) La Ley del Espíritu El cristianismo, desde Pentecostés presenta una inmensa novedad para la vida del creyente: La religión hebrea ya supuso un radical proceso de purificación y enriquecimiento de los conceptos religiosos, cuando supera las religiones idolátricas, multiplicidad de dioses y su presencia física, y descubre el monoteísmo de un Dios sin figura, espíritu, al que se le encuentra y se le da culto por una Ley de múltiples preceptos y sacrificios, religión que como vimos, fue deteriorándose hasta hacerse la religión de la ley. Pentecostés supone otro paso trascendental: se pasa la religión del Espíritu, a una Ley interior que incluye y supera todas las otras leyes, porque es el amor. Es el Espíritu el que graba con su presencia, en los corazones, la ley interior y señala el culto espiritual. San Pablo es quien mejor explicó el paso de la ley mosaica, ley exterior, de la carne, significada en la circuncisión, a la Ley el Espíritu, que tiene como signo el bautismo, lo que nos injerta por el Espíritu, en Cristo, y nos hace hijos en el Hijo, y nos infunde en el corazón el mismo amor de Dios: “El amor de Dios ha sido derramado en sus corazones por el Espíritu Santo que se les ha dado”; así “hemos quedado emancipados de la ley muerta, aquella que nos tenía aprisionados, de modo que sirvamos ya con un espíritu nuevo y no con la ley vieja”. Desde Pentecostés, no son, en rigor, las personas de la jerarquía los que dirigen la Iglesia, sino el Espíritu que mueve la jerarquía; no son los teólogos, predicadores, maestros, los que enseñan, sino el Espíritu por medio de ellos; no son las monjas o las enfermeras las que cuidan a los enfermos, sino el Espíritu que las mueve, no son los misioneros los que difunden la misión evangelizadora, sino el Espíritu que los escoge y envía; no son los mártires los que se entregan a
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morir por la fe, sino el Espíritu que los arrebata al amor hasta la hoguera; no son los sacerdotes los que perdonan o consagran el Cuerpo de Cristo, sino el Espíritu que obra todo en todos... La marcha normal de la Iglesia avanza bajo las alas del Espíritu de Jesús, y guiada por la nueva Ley interior; y la marcha extraordinaria de la Iglesia, sea un concilio, la elección de un papa, la proclamación de un dogma, o los milagros y hechos carismáticos, proclaman la presencia activa del Espíritu Santo, en un Pentecostés permanente. Por eso el Domingo de Pentecostés comienza la era del Espíritu, la culminación de la obra de Cristo. Desde mitad del siglo XX resurge en la Iglesia un gran movimiento que no cesa de crecer: la Renovación carismática o Movimiento pentecostal entre los evangélicos, donde comenzó, con manifestaciones extraordinarias, sanaciones, locuciones, revelaciones, profecías, entusiasmo en la fe y la caridad..., como presencia sensible del Espíritu, que recuerda la acción carismática de los primeros tiempos, y podría ser una respuesta a la frialdad y secularización de la presente cultura. “A la Iglesia no le ha faltado ni le faltará nunca el elemento carismático, porque forma parte de su naturaleza. Entre el elemento carismático y el elemento institucional y sacramental, no existe oposición sino integración. La gracia y los signos, lo invisible y lo visible estructuran inseparablemente a la Iglesia de Cristo”. Pero en el cristianismo ha habido épocas de más insistencia en lo jerárquico y sacramental, y otras con más vigencia de lo carismático. El teólogo, especialista en el Espíritu Santo, H. Mühlen ve en este siglo una oportunidad especial para el resurgir carismático: “Con frecuencia vivimos prácticamente como si Dios no existiera; nos hemos convertido, en el centro de nuestro ser y de nuestro corazón, en ateos prácticos. La Renovación carismática nos ayuda a salir de ateísmo de la mente, y del ateísmo del corazón, nos hace entrar en una nueva época... Nos hace hablar a Dios en voz alta... La experiencia de Dios es la época del Espíritu (Rm 7, 6). Se funda en la persuasión de que Dios está entre nosotros” (1 Co 14, 25)”. El cardenal Suenens describe el Movimiento como “una corriente de gracia que pasa y que conduce a vivir una tensión mayor y consciente, de la dimensión carismática inherente a la Iglesia”. La profusión de carismas en muchas personas, y la aparición de numerosas sectas que se presentan como enviadas del Espíritu, requiere un certero discernimiento espiritual, para confirmar la autenticidad de esos “espíritus”. Siempre la Iglesia jerárquica ha sido quien dicierne sobre los carismas particulares, ya que ella, la primera, recibe el carisma de dirección y magisterio en la Iglesia. El discernimiento, en la vida del espíritu es uso tradicional y secular, en todas las escuelas espirituales del cristianismo. “Gracias a la acción del Espíritu, la comunión eclesial, sacramento de salvación,
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es “icono” de la Trinidad, nutriente experiencia de paz en el amor del Padre y del Hijo... Esa comunión eclesial que brota del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo tiende a su vez, hacia el origen del que ha venido; es peregrina hacia el Padre... En el Espíritu, por Cristo, va hacia el Padre”. Esa es nuestra Iglesia, esa es nuestra fe en el Espíritu. F) Tiempo Ordinario Terminado el tiempo de Pentecostés venía el “tiempo después de Pentecostés”, de largas semanas. Ahora se le llama “Tiempo Ordinario”. Comprende 34 semanas, hasta el nuevo Adviento. Quiere conmemorar la vida de la Iglesia, llevada por el Espíritu, el recuerdo de Jesús, hasta que Él vuelva: los hechos de los apóstoles y de los bautizados, la marcha del Reino. El misterio de Cristo que el Espíritu Santo nos va develando equivale también al misterio de la Iglesia, vivido en el tiempo histórico, “los últimos tiempos” y por eso descubre también el misterio del hombre, injertado en Cristo. Así nuestra vida en el Espíritu se va iluminando a través de los mensajes litúrgicos del Tiempo Ordinario. Si este tiempo no tiene la densidad de los tiempos “fuertes”, Navidad, Pascua, Pentecostés, sí ofrece una gran riqueza para la continuidad de la experiencia cristiana. La organización de esa liturgia, de los domingos y de lecturas propias de cada día, es algo tardía, y va creciendo lentamente. El Sacramentario Leoniano ofrece varias misas a escoger; el Gelasiano pone 16 misas fijas. El Evangeliario de Murbach apoya los domingos en torno a alguna fiesta de santos notables: san Pedro, san Pablo, san Esteban, san Lorenzo, san Miguel... Pero pronto se abandona este sistema, que no poco desviaba el sentido cristológico del año litúrgico. Y llega a completarse el formulario de 34 misas, con su parte variable dominical, y lecturas bíblicas repartidas en tres ciclos, para los evangelios: A, san Mateo, B, san Marcos; C, san Lucas: para las primeras lecturas de cada día se forman dos ciclos, de años pares y años impares. Y la parte variable se puede tomar de alguno de los domingos, de misas votivas, de circunstancias o de la Virgen y los santos. Este Tiempo Ordinario nos hace pensar en la temporalidad del misterio cristiano y del hombre, precisamente como caminante hacia la intemporalidad del “eón” eterno que nos espera y que hay que preparar desde la peregrinación de la vida ordinaria y el tiempo presente. Dentro de ese Tiempo Ordinario encontramos variadas conmemoraciones litúrgicas, de la vida del Señor: Bautismo, tentaciones, transfiguración, predicación mesiánica, vocación y formación de los apóstoles, milagros de Jesús, exaltación de la Cruz... Hay varias celebraciones centrales de la obra del Espíritu: Santísima Trinidad, Corpus, Corazón de Jesús, Cristo Rey. Y dentro de este inmenso marco cristológico-salvífico, la Iglesia intercala la mención y el culto a la Santísima Virgen y a los Santos, cultos que según la liturgia, deben acomodarse al misterio central de la salvación, pero no sobreponerse ni oscurecer el tema
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cristológico. Fiesta de la Santísima Trinidad: Revelación completa, por el Espíritu, del misterio trinitario. Su fiesta especial litúrgica tarda en introducirse, pues, cada domingo, decía Roma, ya es fiesta pascual-trinitaria, además, era un misterio teológico, abstracto, y la liturgia era para conmemorar acontecimientos históricos de la salvación. Con todo, en los sacramentarios Gelasiano y Germánico ya encontramos, por el siglo VIII esa fiesta; y quedan textos del siglo X. Sólo con el papa Juan XXII, siglo XIV, se incorpora la fiesta a la liturgia romana. La fórmula del oficio y misa exponen el misterio teológico, del Verbo hecho carne, y la trinidad de personas en la Unidad divina. Nos hallamos ante un misterio difícil de plasmar en fórmulas e imágenes. Las obras artísticas que lo han intentado no siempre aciertan con la grandiosidad del dogma. Las más acertadas diríamos que son las de El Greco (1541-1614), José Ribera (1791-1652) , sobre todo el icono de Andrei Rublev (1370- 1430). La fiesta de la Santísima Trinidad ha entrado fuertemente en la liturgia occidental y oriental. Y ha despertado gran devoción, aun entre gente sencilla y popular. Fiesta del Corpus Christi: Ya hablamos de esta celebración comentando el sacramento de la Eucaristía (IV, 2,2,3). El jueves después de la Santísima Trinidad se introduce, s. XIII, la fiesta litúrgica del Corpus. Ahora, por acomodaciones al tiempo se suele celebrar el domingo siguiente. No es un desdoblamiento del Jueves Santo, dentro del misterio pascual, sino una celebración de fe y culto al Cuerpo de Cristo, presente en la Hostia consagrada, y respondía a la devoción del pueblo, y a los ataques de herejías que negaban la presencia y el culto al Cuerpo del Señor. El papa Urbano IV, en su bula “Transiturus de hoc mundo” (1262) establece la fiesta para la Iglesia universal, y Clemente V la confirma. El Oficio de esa celebración se debe a santo Tomás de Aquino y está lleno de doctrina, elegancia literaria y devoción. La procesión que acompaña la celebración es obligatoria desde el siglo XIV, aunque ya se tenía en Colonia hacia el año 1279. Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús: El viernes después de la octava de Corpus se introduce, en el siglo XVII, una fiesta especial litúrgica al Sagrado Corazón. Esto no significa que entonces apareciera el culto al Corazón de Jesús. El origen de la celebración litúrgica y la extensión de la devoción lo encontramos desde 1673, por las revelaciones a santa Margarita María, visitandina en Paray-le Monial (Francia), y la difusión que promueve san Claudio La Colombière, y los Jesuitas. Esta fue una renovación y nueva presentación de ese culto, cuando el Jansenismo, que difundía el desprecio de la piedad, el fanatismo, distancia de los sacramentos, soberbia e independencia de la Jerarquía, propagados por ese movimiento, desde Francia. Eso despierta una reacción fervorosa que acogerá
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con entusiasmo esa renovada devoción a Cristo en su Corazón. Sus expresiones, marcadas por el gusto barroco de la época, su literatura y arte, influirán notablemente en los símbolos, imágenes, plegarias, consagraciones, que acompañan a ese culto hasta mediados del siglo XX, y le obtienen una espectacular difusión por todo el mundo. Tras algunas vacilaciones y oposición de varios sectores de la Iglesia y de la misma Curia Romana, Benedicto XIV (1765) aprueba la devoción y la fiesta. Pío IX la extiende a toda la Iglesia con la categoría de fiesta de primera clase, se multiplican brillantes celebraciones, solemnes novenas, procesiones, masivas consagraciones de grupos y de naciones, y se difunden estampas, imágenes, medallas, monumentos al Sagrado Corazón. Los papas posteriores aprueban, recomiendan y exaltan esa devoción y culto. Pero la devoción y culto a Jesucristo en su interior, sus sentimientos, su infinito amor, aparece ya desde los principios del cristianismo y del Evangelio, y queda patente sobre todo en el Evangelio de san Juan, que está escrito justamente desde dentro, desde el misterio del Corazón de Cristo, traspasado por la lanza, y manifestado como respuesta de misericordia y llamada al amor de correspondencia: el símbolo material, del corazón herido, y la sangre y agua que brotan de la herida, significan materialmente el misterio de la pasión interior de Jesús: su amor hasta el extremo, y es una llamada impresionante al amor de la humanidad redimida por esa Herida del Corazón. Esta mirada al Corazón traspasado, señalada por san Juan la vamos a encontrar permanentemente en toda la tradición espiritual de la Iglesia, hasta entroncar con la renovada devoción del siglo XVII. Las menciones a ese interior de Cristo, a ese amor excesivo, y a esa respuesta de amor aparecen constantemente en todas las épocas. En rigor, pues, no se trata de una novedad tardía en la Iglesia, sino de un elemento esencial y permanente del cristianismo, aunque sus manifestaciones puedan adoptar formas y símbolos diferentes y más o menos aceptados. Pío XII escribió estas palabras: “La devoción al Corazón de Cristo encierra la síntesis o quintaesencia del cristianismo, lo expresa, lo presenta y pone ante los ojos. Lleva directamente a los fieles a los elementos esenciales de la religión católica... Esa visión al fondo del Corazón de Cristo nos lleva directamente al amor de Dios y al amor de los hombres”. Desde mitad del siglo XX decae ese culto, con sus manifestaciones sentimentales, “sus promesas” y prácticas, que no encajan con el talante secularista y desacralizado de la cultura; eso lleva a intensificar el estudio teológico y bíblico del esencial culto a Cristo y su íntima personalidad humano-divina; y por ahí crece el interés y el amor a Jesucristo, aunque no tengan tanta aceptación las fórmulas introducidas desde el siglo XVII. Fiesta de Cristo Rey: La realeza del Mesías anunciado es una característica constante en el AT, y reaparece en los Evangelios: en la Anunciación se le
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presenta como hijo-heredero del rey David, y si en su vida Cristo esquiva todo pronunciamiento real, lo acepta en la entrada en Jerusalén, y sobre todo la proclama ante Pilato, forma parte de la acusación de los judíos, de la burla de los soldados, y del letrero de la cruz. Tras la resurrección, el mensaje de la predicación evangélica lo señala como rey de justicia y rey sacerdote. Las representaciones de Jesús buen pastor no son ajenas al sentido regio del reypastor de la Biblia. Y la glorificación del Señor resucitado es como la oficial entronización de Jesús, rey universal, cuya culminación corresponde al Cordero, rey de reyes y señor de los señores, del Apocalipsis, cuando destruirá a sus enemigos619, y entregará el reino a su Padre. Pero Cristo señala netamente que su reino es totalmente distinto de los reinos de este mundo. La liturgia alude en varias fiestas a la realeza de Jesús, y en cierto modo la celebra: en la epifanía; en el Pregón pascual canta “la victoria de rey tan poderoso..., y la tierra radiante con el fulgor del rey eterno”. En la Ascensión dice: “Oh rey de la gloria... que subiste hoy triunfante más allá de los cielos...”. Y la tradición repite en el himno “Te Deum”: “¡Tu, rex gloriae, Christe!”. Pero la institución de una fiesta litúrgica propia es muy moderna, y responde no sólo a la tradición bíblica-eclesial, sino también a las circunstancias históricas de un sociedad laicista, liberal, de exaltación de otros poderes –el estado, la economía, el sexo, la ciencia...–, y de desviaciones cristológicas. En tal contexto, Pío XI en 1925 establece, por su encíclica “Quas primas” la fiesta de Cristo Rey, con un formulario de misa y oficio de los más acertados y bellos. Después de varias vacilaciones, se ubica al fin de año litúrgico, como resumiendo la historia de la salvación y la victoria de Cristo, Rey del universo. La liturgia señala bien el sentido de la fiesta: Reino eterno y universal, reino de la verdad y la justicia, reino de la vida, reino de santidad, de gracia, de amor y de paz. La nueva fiesta despierta gran entusiasmo en todo el mundo católico, y se celebra con esplendor. En algunos sectores esto se interpreta como una vuelta al cristianismo medieval, todo regido por la Iglesia, como un reconocimiento público socio-político, del imperio de Cristo y su dominio sobre las sociedades temporales, lo que desenfocaba el sentido de esa realeza, y mermaba la autonomía de la sociedad civil y sus instituciones independientes ante la Iglesia. Por otro lado algunos entendían la fiesta como el imperio de Cristo simplemente en los corazones, sin ninguna conexión con la vida externa, personal, social, moral. Tras el Vaticano II se centra el sentido de esa liturgia y realeza de Jesucristo: no sólo pertenece al fuero interno del alma; se irradia en la vida doméstica, profesional, social, en las relaciones de justicia, verdad, solidaridad y amor entre los hombres, y en el reconocimiento de Dios Señor y de Cristo salvador. Jesús es el heraldo del Reino de Dios, el anuncio y la señal de su presencia, en los corazones, en la sociedad cristiana: “El Reino de Dios está entre ustedes”. Él hace
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pedir. “Venga a nosotros tu Reino”, y explica bellamente en parábolas, los rasgos del ese Reino. Siempre aparece el Reino como algo espiritual, místico, interno, pero que estalla hacia fuera en las obras de la fe: amor, servicio, sacrificio, de espera contra toda esperanza. El Vaticano II escribe: “El Reino brilla ante los hombres en la Palabra, en las obras, en la presencia de Cristo”. Fiestas de la Santísima Virgen: Los misterios principales del Cristo histórico encierran también misterios marianos, desde la Encarnación hasta el Calvario. Por eso al año litúrgico corresponde un año mariano, pero no independiente sino consecuente, en el culto cristiano; y la vida de la Iglesia tiene en María su imagen más completa: ella, hija y madre de la Iglesia. Tras las primeras controversias sobre la figura de la Virgen María, la definición de Éfeso (431), que la proclama Madre de Dios, abre las puertas a la devoción y culto marianos que acompañan y enriquecen toda la vida de la Iglesia. Algunas fiestas se han convertido en dogmas: Madre de Dios (431), Inmaculada Concepción (1854), Asunción (1950); otras son devociones muy arraigadas y vividas en el pueblo cristiano, aún en la Iglesia Ortodoxa, profundamente devota de María: Natividad, presentación, purificación, virginidad, dolorosa, Corazón de María, María reina... Además innumerables fiestas locales, según tradiciones o apariciones, jalonan de luces marianas la marcha del año religioso. Sólo desde el siglo XVI, con el Protestantismo, se presenta una iglesia cristiana sin María; luego innumerables sectas repiten su rechazo y hostilidad al culto de la Virgen María que tachan de idolatría, como también al culto de los santos. Pero una permanente tradición desde los primeros siglos, testimonia la veneración y culto marianos, cosa imposible de atribuir a una desviación o añadido del mensaje cristiano que ocurriera en siglos posteriores. El Concilio de Trento (1545-1563), reafirma el culto a la Virgen María. Recientemente, Pablo VI (1974) presenta el sentido y valor del culto a la Virgen, en su Exhortación apostólica “Marialis cultus”, donde además se citan algunas devociones a la Virgen, de la piedad popular, como el Angelus, el Rosario, y podemos añadir, el Mes de María, el escapulario... A las tradicionales advocaciones de la Virgen María, se han añadido algunas advocaciones, motivadas por gracias o apariciones de la Santísima Virgen, antiguas y modernas: Guadalupe, El Pilar, La Medalla milagrosa, Lourdes, Fátima, ya de resonancia universal. La raíz teológica e histórica de ese culto a María se encuentra en la relación de la Virgen con la Trinidad: ella es el “icono” del misterio divino: “En cuanto Virgen María está ante el Padre como pura receptividad, y se ofrece, por ende, como “icono” de Aquél que en la eternidad es puro recibir, puro dejarse amar, el Engendrado, al Amado, el Hijo, la Palabra salida del Silencio. En cuanto Madre del Verbo encarnado, María se relaciona con Dios en la gratuidad del don, como fuente de amor que da vida; por tanto es el “icono” materno de Aquél que desde siempre y por siempre ha comenzado a amar y es emanación pura, puro donar, el Engendrador, la Fuente primera, el eterno Amante, el Padre. En cuanto Arca de la
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alianza nupcial entre el cielo y la tierra, Esposa en la que el Eterno une a sí la historia y la colma de la sorprendente novedad de su don, María se relaciona con la comunión entre el Padre y el Hijo, y entre ellos y el mundo, y se ofrece, por consiguiente, como “icono” del Espíritu Santo...”. El culto de los santos: En la Biblia, aparece Dios como el Santo y la fuente de toda santidad; y Dios hace santo a su pueblo, por la Alianza, los mandamientos: Israel es un “pueblo santo”. Jesús se llama “el santo”, y los cristianos bautizados se señalaban como “los santos”. De un modo pleno son santos los bienaventurados que ya están con Dios Santo. La santidad estaba pues en función de la santidad de Dios, de su Hijo Santo, y del Espíritu Santo, recibido desde el bautismo. En la historia de la Iglesia, primero se llaman santos los mártires, o sea los testigos más convincentes de Cristo y de su Reino; luego eso se va a extender a otras personas, siempre por su vinculación y cercanía a Jesucristo. En los primeros tiempos se tenían por santos a cristianos seglares, hombres y mujeres mayoritariamente; luego se multiplican los santos papas, obispos, monjes, vírgenes. La raíz de la santidad, en cualquiera de sus formas, está en la perfección de la caridad, don supremo del Espíritu Santo. Los primeros tiempos y por varios siglos, la proclamación de los santos proviene del clamor popular y estima de cristianos excelentes y ejemplares, que muchos conocían como modelos de amor a Dios y a los hermanos. Cuando se multiplican esas proclamaciones de parte del pueblo cristiano, y estando ya organizada la jerarquía, tras la paz de la Iglesia, –siglo IV– los obispos asumen la aprobación de esas veneraciones a los santos aclamados. Y por el siglo X interviene la Iglesia primada, y es el papa el que declara la santidad de los cristianos fallecidos, Alejandro III (1170) ya prescribe que no se puede proceder a la canonización sin la autorización del papa; y Urbano VIII (1636) lo exige también para la beatificación. La proclamación de beatos/as y santos/as se va estructurando con largos procesos, “las causas de beatificación o canonización”: recogida de escritos, testificaciones, milagros, virtudes heroicas, proceso diocesano, “postulador” de la causa, “abogado del diablo” –el que pone todas las obstrucciones posibles–, y reuniones de los peritos, de las Congregaciones romanas... Con la aprobación del papa, el santo es inscrito en el “catálogo de los santos” (o beatos). Eso conlleva la aceptación del culto público, textos de misa y oficio, posibilidad de imágenes, altares, medallas, estampas, “reliquias”; y la canonización es un testimonio de la gloria celeste de que goza el santo, y de su poder de intercesión. Esto no significa la exclusividad para esos pocos “santos”, de la gloria celeste; por eso, la Iglesia celebra una fiesta litúrgica especial en honra de “todos los santos” (1º de noviembre), que supone infinidad de cristianos que están ya con Dios. Y con las proclamaciones de sus “santos”, la Iglesia tampoco pretende negar la gloria celeste a otras personas de otras confesiones, sino que lo supone, como se deja
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entender en varias declaraciones del Vaticano II sobre otras confesiones y religiones. La Iglesia insiste, frente a inculpaciones falsas, que el culto a los santos y a la Virgen no esa nunca adoración, sólo propia de Dios, es culto llamado de “dulía”, (o de siervos); el de la Virgen se puede llamar “hiper-dulía”, a la esclava del Señor; y las fiestas del santoral no deben sobreponerse a misterio cristológico del año litúrgico, ni ensombrecerlo, ni usar fórmulas que pudieran parecer equipararse a la adoración. A eso han venido varias reformas litúrgicas del Vaticano II. Tras esta breve exposición del culto a los santos, terminamos evocando la inmensa riqueza humana, espiritual, religiosa, que despliega el “Santoral” a través de los santos que vamos celebrando cada año: personalidades sublimes o caseras, heroicas o sencillas, de sufrimientos o de alegrías, de trayectorias rectas o quebradas, sabios o ignorantes, solitarios o amigables, inocentes o pecadores, antiguos o modernos, hombres o mujeres... Los santos son los que han amado y servido, de verdad.
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Index Liturgia católica José Luis Micó Buchón Introducción Espíritu y forma de la liturgia 1. 2. 3. 4. 5.
2 3 4 8
Economía de la salvación y celebración del misterio ¿Qué es la liturgia? Iglesia y liturgia Palabra y liturgia Elementos sensibles de la liturgia
Ordenación de la liturgia 1. 2. 3. 4. 5. 6.
60
Los ritos Leyes y libros litúrgicos Formación litúrgica Arte sacro Arte cristiano Música y canto litúrgico
60 62 65 67 74 94
Renovación litúrgica 1. 2. 3. 4.
99
La renovación litúrgica Los principios de la renovación Documentos y normas La renovación litúrgica en Latinoamérica
Los signos sagrados 1. 2. 3. 4.
8 10 13 17 21
99 100 101 103
107
Signos sacramentales Los siete sacramentos Los sacramentales El Año litúrgico
107 115 186 200
Bibliografía
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240