Kofman, Sarah - Calle Ordener, Calle Labat [PDF]

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Zitiervorschau

Sarah K o fm a n

Calle Ordener, calle Labal

cuatro

Sarah Kofman (1934-1994) escribió este relato personal unos meses- antes de morir. Perteneciente a una brillante generación de pensadores franceses, inexplicablemente igno­ rada en España, su extensa obra explora figu­ ras que han convulsionado el pensamiento y la literatura, como Hoffman y Nerval, Nietzsche y Freud. Este texto, que ella definió como «su abso­ luto», constituye una excepción en sus escri­ tos. Reconstruye en él su desgarrada vivencia de niña judía entre dos calles del París de la Ocupación alemana, metáfora de su vida divi­ dida y desgraciada entre dos madres -d o s nombres, dos creencias, dos prohibiciones-, pero también el vacío abismal dejado por el padre, asesinado en Auschwitz, la infancia transeúnte y angustiosa por el laberinto del metro, los escondites en granjas, hospitales y casas de acogida; en suma, una dramática su­ plantación afectiva que ella proyecta sobre al­ gunas obras secretamente predilectas -una cé­ lebre pintura de Leonardo, un film de Hitchcock. No es fácil escribir «después de Ausch­ witz», como nos han revelado algunos supervi­ vientes: Primo Levi, Jean Améry, Imre Kertész o, ahora, Sarah Kofman. Ante ese «absoluto» insoportable que representó el genocidio, la in­ suficiencia del lenguaje, la fragilidad y la resis­ tencia de las palabras, sólo puede compensarse interponiendo un sordo combate contra las descripciones positivas y las afirmaciones ca­ tegóricas. Kofman asume el coste de esa decisión, es­ cribir sobre lo inescribible, gracias a esa he­ redada estilográfica paterna que le permitirá testimoniar la falta de testigo, la ausencia del padre. Y lo hace sin retórica ni concesiones sentimentales. Mediante esa sequedad conmo­ vedora y esa urgencia inapelable y vertiginosa con la que siempre nos asalta la verdad moral.

S a ra h K o fm a n

Calle O rdener, calle Labat

4+*.

cuatro, ediciones

Título original: Rué Ordener, rué Labat Traducción, prefacio y edición: Luis Aragón González

Copyright ©

ÉDITIONS GALILÉE 1994

Copyright © cuatro, ediciones, 2003 Derechos: cuatro, ediciones Valladolid, telf. 983 350 695, fax 983 301 034 Dirección editorial: M. Jalón Ilustraciones: Eugéne Atget, del París de la preguerra Distrihución en Castilla y León (excepto Soria): LIDIZA. Avda. Soria, 15, 47193 La Cistérniga (Valladolid) Distribución en el resto de España: LATORRE LITERARIA. Camino Boca Alta, 8-9. Polígono El Malvar 28500 Arganda del Rey (Madrid) Imprime: Gráficas Andrés Martín, S. L, Paraíso, 8. 47003 Valladolid ISBN: 84-931403-6-8 Depósito Legal: VA. 188.—2003

PARA SARAH KOFMAN

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sido vías transversales obligadas para conseguir h ablar de ‘ e llo ’ ». Esta cita, extraída de la prim era página de C alle O rdener, calle L a b a t, señala que la ob ra de Sarah K ofm an n o p od ría desligarse de los episodios vividos en su infancia y expuestos en este lib ro . T od o lo p u b lica d o a lo largo de más de trein­ ta años sería una form a in d irecta , ob licu a , de h ablar de « e llo » ; com o si «e llo » fuera lo ú n ico de lo que h u biera que hablar. De lo que «ello» habla es de una herida sin cicatrizar que la habría em p u ja d o «a escribir, a escrib ir» —esta situación no es exclusiva de K ofm an sino extensiva a todos aquellos q u e, de algún m o d o , se h icieron escritores a pa rtir de Auschw itz—. E n una m irada retrospectiva, a p résco u p , K ofm an leería su p ro d u cció n a la luz de este texto clave. Antes de Calle O rdener, calle L a ba t, apenas hay noticia de los sucesos que m a rca ron sus p rim eros años. En el últim o capítulo de C om m ent s ’en s o r tir ? 1 anticipa brevem ente lo que será el argum ento de su futura a u tobiografía. O tro texto en que a b ord a su filiación ju d ía es P a roles su ffoq u ées. En él en con tram os uno de los p o co s com entarios que p ron u n cia K ofm an sob re sí misma cu an do se

1 Cfr. S. Kofman, «Cauchemar», en Comment s*en sortir?, París, Galilée, 1983.

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define com o una «intelectual ju d ía que ‘ h e ’ sob rev i­ v id o al h o lo ca u sto »2. Este acontecim iento y, en rela­ ción con él, la d esaparición y m uerte de su p a d re , «r a b m o ue una p cq u on a 9inuguj,u~ do E u n o, lu cali fica la autora com o «m i a b solu to»3. Sarah K ofm an nació el 14 de septiem bre de 1934, en P arís, en una famiha ju d ía de origen pola co. Desde 1970, es p rofesora en París I. C on anteriori­ dad había im partido clases de filosofía en los institu­ tos Saint-Sernin, de T oulouse (1960-1963), y Claude M onet, de París (1963-1970). E jerció también la docencia en las universidades de Berkeley y G in eb ra . E n la década de los años setenta, participó en el G R E P H —G rou p e de rech erch es sur l ’enseignem ent p h ilosoph iqu e—constituido para la defensa y ren ova­ ción de la filosofía en los planes de estudio, entonces gravem ente am enazada p o r la «reform a H a b y ». Se com prom etió activam ente en la fundación del C ollege In tern a tion a l d e P hilosophie. El 15 de octu bre de 1994 se suicidaba, cu an do se cum plía exactamente el 150 aniversario del nacim iento de Nietzsche. Si una parte im portante de su vida intelectual la había dedi­ ca d o a la com prensión del pensamiento del filósofo de R óck en , sin escam otear sus afirm aciones más p olé­ m icas, la fecha de su muerte vinculaba igualmente su recu erd o a la m em oria de Nietzsche. Desde entonces, al pensar en la vida y la muerte de K ofm an, no p odía

2 S. Kofman, Paroles suffoquées, París, Galilée, 1987, p. 13. 3 S. Kofman, op. cit., p. 16.

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faltar la referencia a aquel a quien debía alguna de sus m ejores obras. En 1994, p u b lica C alle O rdener, calle L a b a t, ......... « u ú R i m o *

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m entó in telectu al, sus m em orias. P ostum am ente, a p a reció L ’im p o stu re d e la b ea u té tam bién en G alilée, editorial que acogió la m ayor parte de sus títulos y en la que dirigía, ju n to a D errid a , L acou eL abarth e y N ancy, la co lección La p h ilosop h ie en e ffe t. De su rica p r o d u cció n , que alcanza más de veinte lib ro s , sólo unos p ocos han sido tra du cidos al castellano. De todos ellos, únicam ente El enigm a de la m u jer está d ispon ible en la actualidad. Este h ech o revela la escasa rep ercu sión que su ob ra ha tenido en nuestro pa ís, a pesar de su reputada com ­ p e te n cia

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N ietzsche, F reu d y D errid a . P erp sus intereses no se lim itan a estos autores. H ay que destacar sus tra­ b a jos sob re P latón , K an t, R ousseau y C om te, así com o sus análisis literarios de N erval, H offm ann y M oliere. Otra parte de su ob ra se ha encam inado a la teoría fem inista y al cam po de la estética. Al co n ­ tra rio de lo que o cu rre en nuestra lengua, m uchos de sus textos han sido tra du cidos al inglés, alemán, italiano, portugu és y ja p on és.

* En la ob ra de K ofm an hay algunos temas -c o m o la fidelidad y la escritura— que están estrechamente

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relacionados con el contenido de Calle Ordener, calle L abat. C om o punto de partida, em pezarem os con la siguiente afirm ación, que plantea ya el problem a de la m em oria y del padre: «ser fiel a Nietzsclie no es h acer com o él, escribir com o él»4. ¿Q ué es asumir una herencia?, ¿cóm o se es fiel a un pensam iento?, ¿quiénes pueden declararse los legítimos herederos?; más aún, ¿quién está legitimado para declarar here­ d eros?; ¿fidelidad e infidelidad son términos simple­ mente opuestos?; ¿cabe la fidelidad sin infidelidad?, ¿n o será la infidelidad una form a de fidelidad? La fidelidad es «seguir al p a d re », pero ¿cóm o se le sigue sin caer en el «seguidism o»? ¿Q ué sucede cuando el «p a d re» o «a u tor» de una «d octrin a» nos m anda, si hemos de serle fiel, rom per con él para trazar nues­ tro p ro p io cam ino e inventar nuestra escritura?; ¿no es él quien nos lo dice, el que nos invita a tom ar dis­ tancia, a alejarnos de su com pañía, no es a él a quien seguimos cu a n d o, en su n om b re, en el n om bre del p a d re, n o lo seguim os?; en definitiva, sin seguirlo, lo seguimos. E l que, p o r fidelidad, se aparta de su punto de partida para diseñar su estrategia, lo hace siem pre, lo recon ozca o n o, desde la ley que le m arca el otro. En resum en, la fidelidad es lo im -posible. N o hay salida: aporía. C om m ent s ’en so rtir?, ¿cóm o salir de la aporía, esto es, de la fidelidad p o r infide­ lidad o de la infidelidad p o r fidelidad?

4 S. Kofman, Nietzsche et la métaphore, París, Galilée, 1983, p. 10.

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La aporía es el cierre, la asfixia, la falta de aire, las tinieblas, la oscu rid a d . Es una situación angus­ tiosa en la que nos vem os a tra p ad os, p erd id os, d esorien ta d os, com o en un la b erin to, sin saber cóm o salir p e ro m u rien do p o r en con tra r una salida. La a p o ría , lejos de p r o v o c a r in a ctividad o parálisis, incita a la a cción , a la búsqu ed a de una solución. E tim ológicam ente, p o r o s es una vía m arítim a que viene a p o n e r o rd e n , sentido u orien ta ción en la inm ensidad in a b a rca b le e infinita del m ar; p o r o s tran sform a una extensión caótica e inhóspita en un espacio d iferen cia d o. P ero en C om m ent s ’en sortir a K ofm an no le interesa solo el análisis filosófico del con ce p to de aporía tal y com o está presente en la o b ra de P latón . En «C a u ch em a r» relata de m odo esquem ático la aporía de su in fa n cia , su angustia y te rro r cu a n d o alguien alertó, a su m adre y a ella, de que debían a ba n d on a r su casa para no ser deteni­ das. T am bién en P a ro les su ffo q u ées se refiere K ofm an a la situación aporética de R ob ert Antelm e quien al regreso de la d ep orta ción sentía, p o r una p a rte, la necesidad vital de con ta r su experiencia «inim aginable» y, p o r otra , la im posibilidad física de h a cerlo al agolparse las palabras en la garganta hasta p r o v o c a r el a h ogo, la asfixia. «A penas em pe­ zá b a m os a co n ta r, nos a h o g á b a m o s », escrib e A ntelm e5. ¿C óm o salir entonces de la aporía ? Así

5 R. Antelme, L’espéce humaine, París, Gallimard, 1957, p. 9. (Trad. cast. Trinidad Richelet: Madrid, Arena, 2001).

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com o en A ntelm e el recu rso (p o ro s) pa ra «h a cer entender verdades in sop orta b les»6 es el artificio litera rio, la estrategia de K ofm an h abría sido su escritu ra , «sus num erosos lib r o s ». E n la fid e b d a d al p a d re se cru za n varias p r o ­ blem áticas m uy queridas p o r K ofm an. «S eguir al p a d re » es, en p rim er lugar, de lo que habla C alle O rdener, calle L a b a t: cóm o la escritu ra de K ofm an sigue a su p a d re. A través de este lib r o , la autora sigue el rastro de su p a d re , desa p arecid o sin d e ja r huella («y a n o qu edab a n a d a , ta m p oco esa única p ostal que ni siquiera había sido escrita co n su p ro p ia m a n o »; «en terra d o en una fosa a golpes de p ico sin jam ás h a berlo e n co n tr a d o »7). A ex cep ­ ción de «u n a vieja foto co lo r sepia, toda d estrozad a , que m e estrem ece h oy día intensam ente y me o p r i­ me el c o r a z ó n » , n o guarda n ada suyo. P e ro adem ás, K ofm a n escrib e a p a rtir de su p a d re , le sigue o le su cede, una vez que le coge el « r e le v o », cu a n d o le p a sa , sin pasárselo realm ente («u n día la cogí del b o lso de m i m a d re »), el testig o, es decir, la estilo­ g rá fica (« d e él sólo con servo la estilográ fica ») que le perm itirá testim oniar la falta de testigo («E n efecto, jam ás volvim os a ver a mi p a d r e » ). U na plum a con la que no p o d r á d e ja r de escrib ir, con la que escri­ b irá com pulsivam ente. E n L ectu res d e D errid a , recop ila ción de a rtícu ­ los q u e h a b ía n visto la luz co n a n te rio rid a d , 6 S. Kofman, Paroles suffoquées, p. 44. 7 S. Kofman, op. cit., p. 42.

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K ofm an dirige su atención a aquellos aspectos que cu estion arían , precisam ente, la apelación a una filosofía de D e rrid a , es decir, la pretensión de red u ­ cir su o b ra a una totalidad ce rra d a , h om ogénea, un cu e rp o d octrin a l a ca b a d o , dispuesto a ser transm i­ tido com o una u n id a d de con torn os claros y bien delim itados. La d econ stru cción derridian a supone, al co n tra rio , co n m ov er una serie de esquem as que dom inan la h istoria de la filosofía . P ara K ofm a n , «D e rrid a presta atención a tod o lo que ocu p a un lugar secu n d ario, desplazan do de este m od o las je ra rq u ía s, su bvirtien do el o rd en seguro del d iscu r­ so filo s ó fico : p o n ien d o el acento en la escritura más que en la p a la b ra , en el significante más que en el sig n ifica d o»8. La escritura sigue al p a d re , al h a bla , lo sustitu­ ye, lo rep resen ta, se p on e en su lugar, lo suple p a ra , en últim o térm in o, d estron a rlo dé su supuesto p r i­ vilegio. Si la escritura ha sido con sid erad a secunda­ ria co n rela ción al h a b la , da d o que los significantes fón icos com u n ican inm ediatam ente con el significa­ d o de naturaleza id ea l, p o r otra p a rte, sucede que el lenguaje es ya una suerte de escritura o a rch iescritu ra . La m etafísica es el con tin u o fra ca so p o r expulsar lo q u e, desde el p rin cip io , h abría h abitado en su in terior, esto es, «la m a rca , el ju e g o , la d ife­ ren cia, la escritu ra »9.

8 S. Kofman, Lectures de Derrida, París, Galilée, 1984, p. 93. 9 S. Kofman, op. cit., p. 101.

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La fid elid a d a N ietzsche, rezaba aquella cita que tom am os com o hilo con d u ctor, n o es h a cer lo m ism o que él, seguirlo « b a jo p a la b ra ». Serle fiel es dejarse fecu n d a r p o r su p a la b ra , «intentando tam­ b ién , p o r p o c o que sea, fe c u n d a r lo », d ice K ofm a n 10. Su a p orta ción a la com p ren sión del filósofo alemán d esb ord a el simple tra b a jo exegético. Ha logra d o que el texto nietzscheano «h a b le» de otra form a. C o r ro b o ra n d o esto últim o, se preguntaba M ünster, a m od o de hom enaje postum o a K ofm a n , «d ón d e estarían las investigaciones nietzscheanas francesas h oy en día sin la pequeña biblioteca que Sarah K ofm a n ha con sa g ra d o, durante los últim os diez años de su v id a , al análisis del pensam iento del filó ­ sofo a lem á n »11. Sus pub lica cion es sob re N ietzsche —enm arcables en la ren ov a ción francesa iniciada en los sesenta—, com ienzan en la década siguiente. Su p rim er lib r o , N ietzsch e et la m éta p h o re, de 1972, analiza el va lor estratégico de la m etáfora en el texto nietzscheano. C uando N ietzsche m ultiplica las m etáforas n o sería pa ra in vertir un esquem a filo só fico sino, más b ien , para m ostrar que no hay un m od o « p r o p io » pa ra h a bla r del m u n do. La d econ stru cción del p a r co n ­ cep to / m etá fora , p ro p io / im p ro p io , filosofía / p o e ­ sía, n o se realiza en fa v o r del térm ino defen estrado sino más b ien para p ro d u cir un nuevo co n cep to de

10 S. Kofman, Explosión II. Les enfants de Nietzsche, París, Galilée, 1993, p. 371. 11 A. Münster, Nietzsche et le nazisme, París, Kimé, 1995, p. 109.

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m etáfora que a ba rca tam bién al c o n c e p to , defin ido éste com o con ju n to de m etáforas olvidadas. En 1979, aparece N ietzsch e et la scén e p h ilosoph iqu e. C on su m irada cóm ica y sintom ática, N ietzsche lee algunas figuras del pensam iento o c c i­ dental: E p icu ro , estoicos, A ristóteles, D escartes y K ant. A K ofm an le interesa el «N ietzsche» que des­ vía su aten ción hacia la «o tra escen a », que observa con el ra b illo del o jo y escucha con la «tercera o r e ja » ; un «N ietzsche» que no se deja em baucar p o r el espectáculo que ofrecen los filósofos sobre el escen ario: «¡a llí d on d e vosotros veis cosas ideales, yo veo cosas hum anas, dem asiado hum anas!12». Un acercam iento có m ico , una risotada p ro v o ca d a p o r la aparente severidad inveterada de los pensadores detrás de la cual descifra N ietzsche sus bajezas y con tra d iccion es, su im p reca ción contra la vida, su o d io visceral. C on un tra b a jo serio, paciente y rigu­ ro s o , leyen do entre líneas, nos m uestra K ofm an la falta de seriedad de los filó so fo s, un desfase entre su d ecir y su q u ere r más p ro fu n d o . Su lectura re c o n o ­ ce el lugar «in cla sifica ble» que ocu p a N ietzsche en la historia de la filosofía , al tiem po que no olvida el desplazam iento o seísmo que su intervención ha p ro d u cid o en el m ismo con cep to de historia del pen ­ sam iento. La infidelida d de este en fa n t terrib le de la filosofía se p ro d u ce justam ente en n om b re de la

12 F. Nietzsche, Ecce homo, O. C., t. IV, Buenos Aires, Aguilar, 1967, p. 692.

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fid elid a d a la experiencia fu n d a d ora de los p re so ­ crá ticos13. R eafirm ar la filosofía es retorn a r a la a u rora del pensam iento. A h ora b ien , su gran o b ra habría de esperar unos cuantos años. E ntre 1992 y 1993, p u b b c a los dos volúm enes que llevan p o r título E xp losión . En más de setecientas páginas, K ofm an hace un r e c o ­ rr id o m in u cioso del últim o h b ro de N ietzsche, E cce h o m o , escrito antes de su hundim iento m ental. Una a u tobiografía que hace saltar p o r los aires el co n ­ cep to de au tos o iden tid a d , al presentarse N ietzsche a través de m últiples m áscaras. C om o si la «lo cu ra » h u b iera de ser su destino. D evenir «N ietzsche» en E c ce h om o es explicarse «có m o se llega a ser lo que se e s », y esto sólo resulta posib le tras un tra b a jo de selección pa ra expulsar de sí tod o lo negativo, com o lo que representa W agner, el nacionalism o alem án, su ascendencia germ ana, su m adre y herm ana, el antisem itism o. A u n qu e n o abundan las noticias au tobiográficas de K ofm an en sus o b ra s, se pregu n ­ ta en E xp losión si n o tendrá que h a cer ella tam bién, com o N ietzsche, su p rop ia «a u to b io g ra fía »14: anun­ cio de C alle O rdener, calle La,bat. F inalm ente, en 1994 sale a la luz L e m épris des Juifs: N ietzsch e, les Juifs, l ’antisem itism e. En este texto con flu yen el interés p o r la o b ra de N ietzsche y la cuestión ju d ía . E l título revela ya el con ten id o: el

13 S. Kofman, Nietzsche et la scene philosophique, París, Galilée, 1986, p. 49. 14 S. Kofman, Explosión II. Les enfanls de Nietzsche, p. 371.

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esp in oso tem a d el antisem itism o de N ietzsch e. K ofm an p u rifica —más allá de toda pu reza de ord en b iológ ico o ra cial— el pensam iento de N ietzsche de tantas m alinterpretaciones interesadas, para lo cual re cu rre , sob re to d o , a fragm entos postum os. A h ora b ie n , K ofm an n o elude la carga antisemita de m uchos de sus escritos «d e ju v en tu d » y no le exime de su resp on sabilidad. P ero no pu ede ta m p oco olvi­ darse el con texto de la é p oca , com o es su amistad con W agner y su filogerm anism o. R o to el vínculo co n el m úsico alem án, la p osición de N ietzsche cam ­ bia radicalm ente. D espués de realizar un detallado repaso p o r sus textos, K ofm an destaca la imagen com p leja que del ju d ío se fo r ja N ietzsche: lo que caracterizaría al ju d ío es su som etim iento a la L ey; esto im p lica ría , en p rim er lugar, que se con sidera el p u eb lo elegido p o r D ios. Su a u tocon cep to le habría ayu dado a tolera r el desprecio secular de que ha sido o b je to , hasta el punto de despreciar ese des­ p re cio . Y, adem ás, la naturaleza inalcanzable de la Ley hace im posible su cum plim iento, de ahí el des­ p re cio del ju d ío hacia sí m ism o y hacia la hum ani­ dad . P e ro detrás de su m ilenaria servidum bre ve N ietzsche un síntom a de su voluntad de p o d e r y un signo de su destino: «con vertirse en los du eñ os de E u r o p a » 15. El filó so fo alemán p rofetiza el adveni­ m iento del ju d ío com o guía del v iejo continente. P o r

15 p. 104.

F. Nietzsche, Aurora, O. C., t. II, Buenos Aires, Aguilar, 1967,

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esta ra zó n , con clu ye K ofm a n , el con cep to de ju d ío p o d ría tom arse com o m odelo pa ra p en sar en la n oción de «s u p e rh o m b re », aunqu e, hay que p u n ­ tualizar, «N ietzsche no lo diga tal c u a l» 16. A h ora b ien , el en foq u e a d op tad o p o r K ofm an pa ra aclarar el p reten d id o antisemitismo atribu ido a N ietzsche, p o d ría com pletarse con aquel otro d errid ia n o q u e, sin restar validez al p rim ero, se pregu ntara p re c i­ samente « p o r qué y cóm o las ‘ m ism as’ palabras y los ‘ m ism os’ en u n ciados, si fuesen los m ism os, p u e­ den fu n cion a r m uchas veces en sentidos y contextos diferentes, incluso in com p a tib les»17.

* C alle O rdener, ca lle L aba t es el testim onio de una niña ju d ía cuya infancia tra n scu rre en París b a jo la o cu p a ción alemana. P odríam os inclu irlo d en tro del género «literatu ra testim on ial», con tod o lo p rob lem á tica que sea esta expresión. La n a rra ción com ienza con la detención de B ereck K ofm a n , el p a d re de Sarah, el 16 de ju b o de 1942 en la redada del Vel d ’hiv, siendo d e p o rta d o , más ta rd e, a A uschw itz d on d e m orirá un año des­ pués. A p a rtir de ese m om ento, su m u jer y sus hijos d eb erá n esconderse pa ra evitar ser arrestados y trasladados a un ca m po de con cen tra ción . E l lib ro

16 S. Kofman, Le mépris des Juifs, París, Galilée, 1994, p. 49. 17 J. Derrida, Otobiographies, París, Galilée, 1984, p. 83.

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se cierra co n el en tierro de M ém é, la «señ ora de la calle L a b a t» . D espués de varios intentos fallidos p o r parte de la m adre de K ofm an p o r p on er a salvo a su h ija , se dirigieron a casa de Mémé (C laire era su v erd a d ero n o m b re ), quien a cced ió a ocultarlas, a riesgo de ser denunciada p o r alguno de los m uchos v ecin os c o la b o r a c io n is ta s . Esta a tm ósfera de in qu ietu d se recrea en el texto m ediante el uso de frases simples que simulan la resp iración angustio­ sa y en trecorta da de las protagonistas. D esde un punto de vista litera rio, el lib r o destaca p o r su sen­ cillez sintáctica y austeridad retórica . Si la n a rra ­ ción sigue un ritm o fre n é tico , cortan te, no es casual e inocen te. Con ello se transm ite la sensación de que en cu a lq u ier m om ento, de m od o im previsto, p u d ie­ ra sob reven ir lo peor. A l hilo de estos episodios, encontram os un dob le con flicto que estructura la o b ra . En prim er lugar, un

e n fren ta m ien to

sim b ó lico

en tre

las

calles

O rden er y L ab a t, dos m undos opuestos, ra d ica l­ mente diferentes. «O rd en er» sim boliza la fam ilia, la religión ju d ía con sus fiestas, ritos y p rescripcion es patern as; «L ab a t» representa otra vid a , una nueva vid a, la re su rr ecc ió n , cristiana, dem asiado cristia­ na, la salvación y el olvid o del p a sa d o, un n om bre distinto, S u za n n e—Mémé «b a u tizó» nom inalm ente a la p equ eñ a cam bián dole su n om b re ju d ío , Sarah, p o r aquel otro—, una alim entación extraña («tu ve que com er ce r d o y ‘ h a cerm e’ a la cocin a hecha con m a n teca »); L abat se presenta, en definitiva, com o el

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rech a zo de tod o p re ce p to , o rd e n , m andato e im p o­ sición an terior (O rd r e-n e). P o r otra p a rte, sin restar relevancia al p a p el del p a d re , este es un lib r o cuya a cción tra n scu rre bási­ cam ente entre m u jeres, en el triángulo com puesto p o r K ofm a n , su m adre y M ém é. E n esta represen ta­ ción la figu ra patern a no sale a escena. La relación de K ofm a n co n su m a dre es co m p le ja , d ifícil, tum ultuosa. E ntre su m adre y M émé se p ro d u ce un ju e g o de sustituciones. A sí, la m adre natural en cierto m om ento es reem plazada p o r la person a que los acoge, M ém é. A p a rtir de en ton ces, la m adre b iológica pasa a o cu p a r un segundo p la n o (« n o tenía tiem po de a bu rrirm e ni de pensar m u ch o en mi m adre q u e, en la h abitación de al la d o , n unca p a r ­ ticipaba en nuestra v id a »).

Sólo después de la

L ib era ción de P a rís, p o r la fu erza , se volverá a la situación original. C ontrasta, en resum en, la fría y, a m en u d o, violenta con viven cia entre K ofm an y su m a d re, co n el v ín cu lo intenso y ca riñ oso que m an­ tiene con M ém é.

* En E spaña n o se ha desa rrolla d o una reflexión filosófica sob re el g en ocid io. D ispon em os, al m enos, de los textos clásicos de L evi, W iesel, Sem prún, A m éry, A gam ben, A ren d t, a los que desde no hace m ucho se han sum ado los de A ntelm e y K ertész. Esta lista cuenta desde a h ora con C alle O rdener,

PARA SARAH KOFMAN

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ca lle L a b a t. L o que este lib r o nos enseña, entre otras cosa s, es que la ob ra de K ofm a n no pu ede des­ ligarse de los sucesos de la E u rop a de los años cu a ­ renta. Es una tarea todavía in con clu sa determ inar en qué m edida la filosofía , al m enos desde la segun­ da m itad del siglo p a sa d o, es h ered era , de una form a u otra , del antisem itism o que alcanzó en A uschw itz su expresión más dram ática. Q uizá sea un d e b e r ético in elu dible hacia todos aquellos que, directa o indirectam ente, su frieron la b a rb a rie del nazism o, re c o n o ce r la m arca de esta violencia en sus ob ra s. K ofm an es un ejem plo de cóm o su escri­ tura resulta in com pren sible si n o se la p on e en com u n ica ción con la h erida abierta en su infancia: «E s p ro b a b le que mis num erosos lib ros hayan sido vías transversales obligadas pa ra conseguir h ablar de ‘ e llo ’ ». Luis A ragón G onzález

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A Philippe Cros

I

De él sólo conservo la estilográfica. Un día la cogí del bolso de mi madre, donde la guardaba con otros recuerdos de mi padre. Una pluma como ya no se hacen, de las que se cargaban de tinta. La utilicé durante toda mi etapa escolar. Ella misma me «abandonó», antes de que yo pudiera deci­ dir dejarla. La conservo aún, remendada con cinta adhesiva; está ante mis ojos en la mesa de trabajo y me fuerza a escribir, a escribir. Es probable que mis numerosos libros hayan sido vías transversales obligadas para conseguir hablar de «ello».

II

El 16 de julio de 1942 mi padre estaba seguro de que lo iban a «recoger». Corría el rumor de que, para ese día, se preparaba una gran redada. Rabino de una pequeña sinagoga de la calle Duc en el distrito X V III, salió temprano de casa para avisar al mayor número posible de judíos e instarlos a esconderse cuanto antes. Más tarde regresó a casa y esperó: temía que, si se escondía, su mujer y sus seis hijos de corta edad (tres niñas y tres niños, entre dos y doce años) serían apresados en su lugar. Esperaba, y rogaba a Dios que vinieran a detenerlo para que su mujer y sus hijos pudiesen salvarse. En un rincón de la habi­ tación (el cuarto de mi padre, el más grande y bonito del piso, con paredes de madera y tapizado, el mejor amueblado, misterioso y revestido de un carácter sagrado, porque en él realizaba diversas ceremonias religio­ sas como matrimonios, divorcios y circunci­ siones), yo observaba fascinada todos sus movimientos. El recuerdo del sacrificio de Isaac (cuya reproducción en una Biblia ilustrada, en la que había aprendido a leer

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hebreo de muy joven, me inquietó a menu­ do) rozó mi mente. Son las cuatro de la tarde. Llaman a la puerta. Mi madre abre. Un policía, con una sonrisa incómoda, pregunta: —¿El señor rabino, Bereck Kofman? —No está —contesta mi madre—. Está en la sinagoga. El pobcía no insiste. Se dispone a mar­ charse. En ese momento sale mi padre de una habitación en donde se había tumbado, y dice: —Sí que estoy aquí. ¡Lléveme! —¡No es posible, tengo un crío en mis brazos que no tiene todavía dos años! —dice mi madre mostrándole a mi hermano Isaac. Después añade: —Estoy esperando otro niño. Y muestra visiblemente su vientre. ¡Mi madre miente! Mi hermano acababa de cumplir dos años el 14 de jubo. ¡Y, que yo supiera, no estaba embarazada! No podía, sobre este particular, ser tan tajante como sobre el primero. En cualquier caso, me sentía muy incómoda. Todavía no sabía lo que era una «mentira piadosa» (por entonces, no se arrestaba a los padres cuyos

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hijos tuviesen menos de dos años, y si el policía se lo hubiera creído, mi padre se habría salvado), y no comprendía muy bien lo que pasaba: que mi madre llegase a men­ tir me llenaba de vergüenza, pero yo me decía, presa de la inquietud y de la angus­ tia, que, después de todo, ¡iba a tener toda­ vía un hermano más! El policía parece estar en un aprieto. No quiere asumir ninguna responsabilidad, y pide a mi madre que acompañe a mi padre a la comisaría para explicarse. Se van. Nos vemos en la calle los seis hermanos, apretados unos contra otros, llorando con fuerza y gritando. Al leer por vez primera en una tragedia griega esas lamentaciones bien conocidas, «o popoi, popoi, popoi»1, no puedo dejar de pensar en esta escena de mi infancia en la que seis niños, abandonados por su padre, sólo pudieron gritar ahogadamente, con la certeza de que no volverían a verlo nunca más: «oh papá, papá, papá».

III

En efecto, jamás volvimos a ver a mi padre. Ninguna noticia llegó, salvo una pos­ tal enviada desde Drancy, escrita con tinta violeta y con un sello del mariscal Pétain en la parte superior. Había sido escrita en francés por otra mano. Sin lugar a dudas, le habían prohibido escribir en yiddish2 o en polaco, lenguas en las que nos hablaba habitualmente. Emigrantes en Francia desde 1929, mis padres apenas se habían «integrado»; en cambio, nosotros, nacidos todos en Francia, y nacionalizados france­ ses, habíamos aprendido francés en la escuela. En esta su última señal de vida, donde anunciaba su deportación, pedía que, en el paquete de dos kilos autorizado legalmente, le enviásemos sobre todo ciga­ rrillos. Aconsejaba a mi madre que se ocu­ para especialmente del hijo más pequeño. Cuando murió mi madre, me fue imposi­ ble encontrar esta postal que tantas veces había releído y que, por mi parte, hubiera querido conservar. Era como si hubiese perdido a mi padre por segunda vez. Ya no quedaba nada, tampoco esa única postal

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Más tarde, en un sueño, vi a mi padre en la imagen de un borracho que atravesaba la calle zigzagueando.

V

En casa reinaba una atmósfera religiosa, sagrada. Mi padre era rabino, y nosotros cumplíamos, de la manera más estricta, todas las prohibiciones relativas a la comi­ da. Sentíamos pánico ante la posibilidad de equivocarnos de plato, de cubierto, o de encender por descuido el interruptor de la luz el día del Sabbat. En invierno, una «goy»8 venía ese día a encender la estufa y a recalentar, sobre el hornillo de gas, la comi­ da preparada la víspera. Me extrañaba que tuviese derecho a hacer lo que a nosotros nos estaba vedado. Casi todo su tiempo lo pasaba nú padre en la sinagoga, y con él nos reuníamos el sábado y los días de fiesta. Estaba situada en la calle Jules-Joffrin, bastante lejos, a dos estaciones de metro de la calle Ordener. Debíamos ir y volver a pie. Cuando regresábamos, cogía a menudo a mi padre de la mano, y me decía en yiddish con una sonrisa cariñosa, ligeramente bur­ lona, que no debía arrastrar tanto los pies. Al pasar ante el reloj de la estación de la Chapelle, yo sorprendía a todo el mundo

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porque adivinaba anticipadamente la hora exacta, minuto arriba, minuto abajo. El día del Rosh Hashaná9, que coincidía con mi cumpleaños, oíamos a mi padre tocar el sofar10. Mi madre estaba muy orgullosa de él, y nos decía que su actuación era la mejor de todas. Ensayaba en casa; y le veía coger y dejar el sofar en un cajón del armario, que estaba colocado junto a su taled11, sus tefilim12 y la navaja con la que cortaba el cuello a los pollos según el rito establecido. Los viernes por la tarde, las mujeres esperaban a la entrada de casa, con las bolsas de la compra donde llevaban uno o dos pollos. Yo jugaba a tirar la pelota contra la pared mientras observaba atenta­ mente las idas y venidas de mi padre del despacho a la sala de espera. Todo estaba lleno de misterio, y me colmaba de espanto. Asociaba la cuchilla del shojet13 con el cuchillo de Abraham y los sonidos guturales del sofar con los gritos de los pollos degolla­ dos. El día del Yom Kippur lo pasábamos ayunando en la sinagoga de la calle Duc donde mi padre oficiaba. Junto a mis dos hermanas, jugábamos en el patio con los

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tres hermanos Adler. Mis padres tenían mucha amistad con esta familia que vivía en la calle Simart. El padre, la madre y una de las hijas murieron tras ser deportadas. Años después me encontré casualmente en la Sorbona con uno de los hermanos, Oscar, que tenía mi misma edad y era también estudiante de filosofía. Más tarde volví a verlo en una recepción en [la editorial] Aubier. Fue un reencuentro muy emocio­ nante. Me gustaba mucho la fiesta de Pascua14 y sus preparativos. Mi madre purificaba la vajilla; la veo de nuevo mirar debajo de la cama con una linterna para asegurarse de que no se le ha escapado ni una sola miga. Sentía terror cuando abría la puerta que daba al rellano para dejar entrar al profeta Elias a quien se le reservaba un cubierto en la mesa del Seder. Me entusiasmaba cantar en hebreo los cantos tradicionales, escuchar la enumeración de las siete plagas de Egipto y las explicaciones que daba mi padre para justificar el hecho de que debíamos comer esa noche hierbas amargas y otros alimen­ tos especiales. Me emocionaba y me sentía orgullosa cuando respondía a las preguntas

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que se hacen a los niños sobre el rito del Seder15. Me gustaba también la fiesta del Purim16, en la que mi madre nos aterroriza­ ba poniéndose máscaras terribles; la fiesta del Simhat Torá17, cuando veíamos a mi padre en la sinagoga bailar con otros hassidim18 levantando los rollos de la Torá19, que nos acercábamos a besar luego. Y finalmen­ te, la fiesta del Sucot20, en la que durante varios días comíamos en tiendas hechas con hojas, construidas a este efecto, en la entra­ da.

VI

Tras el 16 de julio de 1942, las redadas aumentaron: m ujeres, ancianos, niños, tanto judíos nacionalizados franceses como los demás, nadie quedó a salvo. No era posi­ ble ya ir a la escuela por miedo a ser «reco­ gido». Todos los que desde algún tiempo lle­ vaban la «estrella», corrían el riesgo de ser «pillados» a la salida. Un día mi padre fue a comisaría a recoger esos distintivos, esos signos de infamia; mi madre los cosió a nuestros abrigos. Nosotros, los youpins21, no sólo éramos reconocibles a «nariz» vista22 o por nuestras circuncisiones. Así, «estrellados» y confinados á los últimos vagones del metro en tercera clase, era cada vez más fácil cazarnos. En mi escuela de la calle Doudeauville, durante el recreo, me llamaban «sucia judía». Un día me sorprendió ver a una de mis compañeras, Jeanne Le Sovoi, que entonces tenía siete años, como yo, reaccio­ nar dando un par de bofetadas a una que me insultaba en el patio. Más tarde, des­ pués de la guerra, la encontré en el último curso en el instituto Jules-Ferry. Ella hacía

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ciencias experimentales, yo hacía filosofía. Sólo intercambiamos unas pocas palabras: todo ello me resultaba demasiado cercano como para poder evocarlo sin echarme a llorar. Hace solamente unos años, al reen­ contrar de nuevo, por casualidad, a esta Jeanne de mi infancia, pude volver a hablar con ella de este episodio en el que tan valiente se había mostrado: ¡y no se acorda­ ba de nada! En cambio, recordaba nuestra turba­ ción cuando, de vuelta al colegio en octubre de 1943, supimos que Héléne Goldenberg, la mejor alumna de la clase, había sido deportada. Judía de origen rumano, vivía A en la calle Emile-Duployé: fue detenida en la gran redada del Vel d’ hiv23. Nunca más regresó. Otra noticia siniestra: Mathilde Klaperman acababa de morir. Su madre desesperada, incapaz de soportar la depor­ tación de su marido, había dejado abierto el gas por la noche. Nuestra maestra de segundo curso ele­ mental, la señora Fagnard, contó la trage­ dia en clase y, a pesar del ambiente antise­ mita, tuvo el valor de animar a los alumnos a ir al entierro de la pequeña judía.

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He querido mucho a casi todas las maes­ tras de esta escuela primaria de la calle Doudeauville. A la señorita Chevrin que nos hacía cantar en el patio: «en los bosques todos los domingos, los p ajaritos...». Y tam­ bién, más tarde, a la señorita Bordeaux cuando, después de la guerra, pude volver a la escuela. Pero sentía una especial venera­ ción por la señora Fagnard. No era sólo una maestra notable sino una mujer llena de bondad y sensible a todas las desgracias. Cuando sonaba la sirena, bajábamos con ella al sótano de la librería Lemire; sabía hacernos olvidar la «alarma» y la angustia, haciéndonos cantar y jugar, o contándonos historias como la del Flautista de Hamelin, por otra parte bastante inquie­ tante, y de este modo desviar nuestra aten­ ción del peligro presente. Daba en su casa clases de piano. Al enterarse de la pobreza de mi familia, no me las cobraba. Venía a casa para traernos juguetes, los Bicot u otros libros. Recuerdo que me regaló una muñeca pequeña (la única de la que no he tenido miedo), encerrada con sus vestidos en un baulito marrón, como de piel de ser­ piente: para mi desesperación, después de

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que precintaran el piso, nunca pude recu­ perarla. En cambio, cuando salí aquella noche a esconderme en casa de la «señora de la calle Labat», llevaba conmigo Les Mésaventures de Jean-Paul Chopard, un libro ilustrado de «La Biblioteca rosa», que la señora Fagnard me había regalado por mi cumpleaños (había ido a su casa, en el 75 ó 77 de la calle Chapelle, y a la entrada de la puerta le dije: «¡hoy es mi cumpleaños!». Y se fue a buscar un libro. Sabía, por el número de libros que pedía prestados de la biblioteca de la clase, que leer era mi pa­ sión. Según creo, le conté que leyendo M erlín el encantador estaba tan absorbida que, balanceándome en la silla, me caí sin darme cuenta en el fuego de la chimenea, y prose­ guí tranquilamente mi lectura). De vez en cuando, nos llevaba a mis her­ manas y a mí a visitar París y sus alrede­ dores: el Mont-Valérien o el zoo de Vincennes. Cada una de nosotras se trajo de esta última excursión una postal a su gusto: Rachel, el «elefante»; Annette, los «monos»; y yo, el «oso». Cuando hubo restricciones, pidió a los alumnos que llevasen zanahorias y patatas

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para dárselas a los ancianos del barrio especialmente necesitados. En el patio, cuando distribuía pasteles con caseína y leche desnatada, me servía a discreción, mucho más que las raciones reglamentarias. Un día, estando yo en el curso preparatorio, bebí tanta leche en el recreo que vomité en plena clase: me pusie­ ron en el rincón de rodillas. Me sentí muy abrumada por este incidente, dado que en mi familia siempre prohibieron hacer genu­ flexiones, que eran cristianas, demasiado cristianas. Cuando las organizaciones comunistas judías apremiaron a mi madre a ocidtarnos en el campo, y nos suministraron falsas cartillas de racionamiento, escogimos, como nombre falso, el de nuestra maestra.

VII

Entre julio de 1942 y febrero de 1943, mi madre se ocupó, pues, de ocultarnos. A Isaac («bautizado» como Jacquot) y a Joseph, ambos muy pequeños, los dejó en una guardería del norte de Francia. Annette, que acababa de ser operada de una doble mastoiditis y estaba frágil de salud, fue encomendada en Nonaneourt, en el Departamento de Eure, a una mujer judía comunista, Jeannette, casada con un no judío. Como estaba al corriente de la situación se había encargado de encontrar gente del campo que pudiese acoger niños parisinos que no tenían qué comer (este era el pretexto oficial). Rachel, transformada en Jaequelin, Aaron, convertido en Henri, y yo misma estuvimos ocultos en Merville a algunos kilómetros de Nonaneourt. Esto significó el descubrimiento del campo, de los animales de granja y de la comida campesina, tan diferente a la de mi infancia. Había que andar cinco kilómetros para ir a la escuela. Llena de sabañones y calzada con grandes zuecos, apenas podía andar. Me sentía feliz cuando llegaba allí, a

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la única clase que había, donde enseñaba la señora Morin. Recitando Le Cochet, le Chat et le Souriceau con un ceceo sin igual, pro­ vocaba la hilaridad y la simpatía de mis compañeros. La escuela era el único lugar donde me sentía «a gusto» y lograba tolerar un poco la separación de mi madre. Me pasaba todo el tiempo llorando y negándome a comer la carne de cerdo que siempre me habían prohibido. Esta negativa, que toma­ ba como pretexto la obediencia a la ley paterna, habría también de servirme —sin que yo fuera del todo consciente— como recurso para volver a casa, junto a mi madre. Y , en efecto, mi hermana Rachel le escribió para que me llevara de nuevo a casa pues, con mi actitud, llegarían a enterarse de que éramos judíos. Mi regreso estaba, pues, decidido. La hermana de Jeannette, Edith (también judía comunista), me llevó de vuelta a París en plena noche. Las tres de la mañana. Edith teme diri­ girse a casa de mi madre; es probable que nos hayan seguido. Me pregunta a qué casa podríamos ir a esta hora de la madrugada, sin avisar. No se me ocurre otra persona que la señora Fagnard. Todavía veo su sem-

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blante, sorprendido e inquieto, al abrir la puerta. No me regaña, y sólo me pide que no hagamos ruido para no despertar a su anciana madre, impedida. Me prepara una infusión, trae mantas, y, agotada, me quedo dormida en una butaca del salón.

VIII

El verdadero peligro: estar separada de mi madre. Con dos o tres años, en el jardín del Sacré-Cceur cerca de una gran fuente, la perdí de vista por un momento y comencé a gritar. Enviada a los tres años y medio a la colonia de vacaciones de Berck-Plage con mi hermana Rachel, que tenía siete años, no me separaba de su sombra. La seguía incluso al lavabo, y no le quedaba más remedio que jugar y bañarse con las «pequeñas» para estar conmigo siempre. Un día que estába­ mos jugando al pañuelo en el bosque, mi her­ mana cogió el pañuelo y se echó a correr. Creí que se marchaba y corrí tras ella. Irritada, la monitor a me cogió en sus brazos, me apartó del juego y me dejó sola a pesar de mis gritos. Me desmayé, y cuando desperté estaba en la enfermería, donde permanecí varios días enferma hasta la vuelta. Estación del Norte: pegada al cristal del vagón, busco a mis padres y descubro la sonrisa de mi padre: estoy «salvada». Después de este episodio, mi carácter cam­ bió, me volví irritable y llorona, ya no dejé de chuparme el dedo.

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De vuelta de Merville permanecí en casa con mi madre. Como ya no iba a la escuela, me convertí en su maestra enseñándole a leer y escribir en francés (con ayuda del manual Antoine et Antoinette, que había conservado). También hacíamos punto jun­ tas con una lana pésima. Al igual que cuan­ do tuve paperas y no pude ir a la escuela en cuarenta días, ahora tenía de nuevo a mi madre para mí sola durante días enteros. De vez en cuando, amigas, mujeres de deportados, venían a hacernos una visita. Una de ellas había conseguido, según conta­ b a, «noticias» de su marido yendo a consul­ tar a una cartomántica. También nosotras fuimos a la calle Charbonniers para consul­ tar el tarot. La vidente —¡vaya lucidez!—nos dijo que un gran peligro amenazaba a mi padre. Lo veía rodeado de llamas y de gran­ des chimeneas echando humo. Al salir, en el bulevar Ornano, mi madre y yo nos queda­ mos un tanto intranquilas. ¡Es lo menos que se puede decir! Estábamos convencidas de que las ciencias ocultas conocían a fondo el destino de quienes habían desaparecido sin dar noticias.

IX

Las redadas aumentaron, y a mi madre le inquietaba que permaneciese junto a ella. Intentó esconderme de nuevo. Primero en el campo, en el Departamento de Somme. Aguanté allí dos días, llorando y negándome a comer. Mi madre me recogió y decidió ocultarme en París donde podría venir a verme con más facilidad. Fui acogida por una familia bastante simpática en la calle Département, que puso a mi disposición numerosos libros. Resistí una semana. También me escondieron en el hospital Claude-Bernard, en el pabellón de conta­ giosos. Estaba aislada como si hubiese con­ traído la escarlatina. Las enfermeras me hacían devanar madejas de lana y me pro­ porcionaban tebeos: leí Bibi Fricotin y Les Pieds Nickeles que me permitieron aguan­ tar esta situación tres días. Luego fui aloja­ da en una pensión de la calle PetitsMénages en la que descubrí los dormitorios compartidos así como cierto tipo de nabos. Esperaba de forma impaciente las visitas de mi madre que me traía pan de centeno y miel, hecho con azúcar de uva. Sobre todo,

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esperaba que volviese para recogerme. Una vez más, me negaba a comer carne de cerdo. Quedaba el recurso de ocultarme en una casa para niños judíos donde podría seguir comiendo comida kaser24. No§. dirigimos a la calle Lamarck. Tenía hipo, y vomité nada más llegar. Mi madre realizó los trámites administrativos y se fue. En la escalera me oyó llorar, gritar, dar ala­ ridos. Volvió sobre sus pasos, y regresé con ella. A la noche siguiente, la Gestapo se pre­ sentó en la calle Lamarck, y todos los niños judíos fueron deportados. Mi madre lo vio como un milagro, y decidió guardarme con ella a pesar de todo, pasara lo que pasase. «Esto» no tardó en llegar. Nueve (?) de febrero de 1943, a las 8 de la noche. Estamos en la cocina y tomamos un caldo de verduras. Llaman a la puerta. Un hombre entra: «escóndanse, usted y sus seis hijos están en la lista de esta noche». Y se larga. Jamás le he vuelto a ver. Cuando había rumores de redada, íba­ mos a dormir unas veces a casa de uno, otras a casa de otro. Recuerdo una noche en

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casa de la vendedora de leche, Maggi; un enorme gato negro venía a ronronear a la cama donde estábamos acostadas mi madre y yo. Otra noche me refugié (esta vez sin mi madre) en casa de la farmacéutica de deba­ jo de nuestra casa. (La quería mucho. Nos regalaba, para jugar, grandes carteles publicitarios que me intrigaban y fascina­ ban). A la mañana siguiente, tomó el desa­ yuno conmigo, en un bonito juego de té, y me regaló Los viajes de Gulliver. Pero nuestro recurso más habitual era «la señora de la calle Labat». Era una anti­ gua vecina de mis padres, de cuando vivían todavía en la calle Poissonniers. Le había llamado la atención mi madre, por la calle, que empujaba un cochecito con «unos niños rubios tan guapos», y siempre se interesaba por nuestra salud. «A esta mujer sí que le gustan los niños», comentó mi madre. «¡No puede dejarnos en la calle!». Antes de acabar nuestro caldo de ver­ duras, sin darnos cuenta por completo de lo que nos había dicho aquel desconocido, vamos a casa de esa mujer. Una estación de metro separa la calle Ordener de la calle Labat. Entre las dos, la calle Marcadet: me

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parece interminable, y vomito en el cami­ no. Estaba en casa. Cuidaba a una hermana que padecía cáncer de estómago. Aceptó alojarnos una noche y nos ofreció natillas. Estaba en bata, y la encontré muy bella, dulce y cariñosa. Casi me olvidé de lo que nos había llevado a su casa aquella noche.

X

La puerta estaba precintada. No cabía duda de que habían pasado. A medianoche. Seis de la Gestapo, uno por cada niño. Furiosos por no encontrar a nadie, habían tirado los muebles por la ventana, según nos dijo la portera. Los sillones y el diván de la habitación de mi padre, todo lo habían roto y destrozado. Lo habían dejado com­ pletamente vacío. Nuestro piso estaba en un primero y daba, en parte, a un mirador. Gracias a la vecina del rellano, que tenía un restaurante bajo la casa, pudimos acceder a «nuestro piso» a través de una ventana, por última vez. Nunca, excepto en sueños, he vuelto a ella. Después de la guerra no pudimos recu­ perarlo ya que había sido «ocupado» y nosotros éramos sólo inquilinos. Fuimos realojados —junto a otros «damnificados»— en el callejón Langlois, en la puerta de la Chapelle, en un edificio de la zona insalu­ bre, carente de toda comodidad (al princi­ pio, no tenía electricidad ni agua corriente, y los inmundos retretes estaban en el exte­ rior) que servía de refugio a vagabundos y

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gitanos. Ib a a ser p r o v is io n a l. P e r o d u r ó hasta 1957, fe c h a en la c u a l m i m a d r e f u e rea lojad a en P iso s d e P r o t e c c i ó n O f i c i a l cerca de B u tte s-C h a u m o n t. H abía q u e d a rse p r is a . M i m a d r e r e c o g i ó algunas fo to s , a lg u n os c u b ie r t o s d e p l a t a y otros p eq u eñ os o b je t o s , y n o s e n c o n t r a m o s , ella y y o , en la ca lle . « B u s c a d a s » , s in p o d e r m ostrar ya sin p e lig r o n u e s tr a e s t r e lla a m a ­ rilla y sin sa b er a d ó n d e ir.

XI

Volvimos a la calle Labat. La «señora» aceptó alojarnos «hasta que encontrásemos una solución». Estábamos prácticamente sin un céntimo y sin cartilla de raciona­ miento. Quien nos «escondiese» corría el riesgo, como nosotras, de ser deportado o fusilado. Siendo apreciada por todos los vecinos, ella se libró —y nosotras con ella— de dela­ ciones. El barrio estaba lleno de judíos. Casi todas las noches, éramos despertadas por los coches de la policía que venían a hacer «incursiones». «Esta vez vienen por nosotras», pensábam os. La angustia aumentó con los bombardeos: había que bajar, en plena noche, al sótano o al metro, sin poder ocultar nuestra presencia a los «colaboracionistas» del edificio. Guardo un recuerdo particularmente doloroso del gran «bom bardeo de la Chapelle». Había sido operada de amígda­ las la víspera en una clínica de la calle Léon. Los proyectiles nos despertaron y tuvieron que envolverme cuidadosamente con man­ tas. Pasamos toda la noche en el sótano. Al

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día siguiente, fuimos a comprobar los da­ ños. Casi todos los edificios vecinos habían sido destruidos, y la visión de los lienzos de pared —lo único que había resistido—, me impresionó fuertemente. Este alojamiento de la calle Labat iba a ser provisional. Pero duró toda la guerra. H ubo, al comienzo, un nuevo intento de esconderme mejor. La «señora» propuso ocultarme con los curas de la calle NotreDame-des-Champs. Por supuesto, habría que aceptar que me bautizaran, si bien el bautismo siempre podría anularse después de la guerra. Consiguió convencer a mi madre. Un buen día nos dirigimos las tres a la institución Notre-Dame-de-Sion. La «señora» acababa de perder a su her­ mana y estaba de «luto riguroso». Iba vesti­ da de negro. Y yo estaba impresionada por el rubio de sus cabellos y la dulzura melan­ cólica de sus ojos azules. Para animarme a partir, me regaló El amigo de los niños de Berquin. Mientras ella y mi madre trataban mi caso con el reverendo padre Devaux, me dejaron sola en el locutorio. Intentaba vanamente fijar mi atención en la historia de una pequeña

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galga. Había reparado, nada más llegar, en el padre Devaux: larga barba pelirroja, barriga grande, sotana. Me daba miedo y me invadía un extraño malestar. Sentía vagamente que, esta vez, estaba en juego algo más que la simple separación de mi madre. Huyo por la puerta, que está abierta. Con nueve años me encuentro sola en la calle. Decido tomar el metro y volver a la calle Labat. Digo a la taquillera: «he perdi­ do a mi m adre», y me deja pasar sin billete. Me bajo en Marcadet-Poissonniers; nadie me pregunta nada. Subo temblorosa los cinco pisos y espero ante la puerta, sentada en los peldaños de la escalera: ¡acabarán por regresar! Volvieron, en efecto, bastante tarde, e inquietas. La señora decidió que me quedase con ella.

XII

El piso tenía tres habitaciones con un balcón que daba a la calle. Una cocina pequeña; no había baño; los retretes esta­ ban en el rellano. Una cocina de leña y car­ bón (cada vez fue más difícil conseguirlo) calentaba toda la casa. Tuvimos que convi­ vir ahí hasta el final de la guerra, en la mayor promiscuidad. La habitación más bonita, que era la de su hijo hasta que éste se casó, se la cedió a mi madre. Yo dormía en un diván en una habitación de al lado, que utilizábamos de comedor. La habita­ ción colindante era la de esta señora a quien yo llamaba «M ém é»25, y que me puso «Suzanne» pues era el nombre que estaba junto al suyo (Claire) en el calendario. Al principio, seguí viviendo con mi madre. Pasaba el tiempo en «su» habitación, leyen­ do libros para niños que cogía de la estante­ ría acristalada de su hijo; y me entretenía observando y dando vueltas al globo terrá­ queo que servía de pantalla a su lámpara. Tomaba la comida kaser preparada por mi madre que, de vez en cuando, salía por su cuenta y riesgo para intentar encontrarla.

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Pero, enseguida, Mémé dictaminó que la comida de mi infancia era perniciosa para mi salud; yo estaba pálida, era una «linfáti­ ca». Se requería que cambiase de régimen. Ella se ocuparía de mí a partir de entonces. En cualquier caso, mi madre ya no podía salir y yo debía seguir «tomando el aire». No soban pedir el carnet de identidad a una niña, y ella me haría pasar por su hija. Después de la boda de su hijo y de la muerte de su hermana, Mémé, que era viuda, vivía sola, y se había vuelto algo «neurasténica». Destinada en un primer momento al canto, y tras haber tenido que renunciar a ello por razones de salud, «diri­ gía» una pequeña imprenta. Su «amigo» Paul, un librero de la calle Flandre, venía a cenar una vez por semana, más o menos; luego, pasaba la noche con ella. Esos días cuidaba mucho su aseo perso­ nal y también su maquillaje. Me hacía poner en la mesa un mantel adamascado y los cubiertos más bonitos, luego me envia­ ba a pasar la tarde y la noche con mi madre. Mi madre soportaba cada vez menos la situación y la juzgaba insana, aunque, evi-

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dentemente, no podía decir nada. Lo que peor llevaba era la ternura que me manifes­ taba Mémé, que estimaba excesiva. Sabía que esta mujer adoraba a los niños (durante el día escondía además a otra niña, Jeanine, de la que enseguida sentí celos), que incluso acogía gatos abandonados para alimentarlos y mimarlos, pero ¡así y todo! ¿Por qué me besaba tan a menudo? ¡Al levantarme, al acostarme, a la menor ocasión! En nuestra casa no estábamos acostumbrados ni a los besos rituales de la mañana y la noche ni a tantos abrazos y mimos. Poco a poco, Mémé produjo en mí una verdadera transformación. Me cambió de peinado. Yo envidiaba a mis dos hermanas, que llevaban el pelo largo con tirabuzones. Mi madre me lo había mandado cortar bas­ tante, a lo chico, pues había cogido piojos en el colegio. Recuerdo varias sesiones en las que me lavaba la cabeza con petróleo y me pasaba un peine fino, intentando dis­ traerme con un muñeco mecánico que me asustaba tanto como los ojos de las muñecas y las máscaras. Mi pelo había vuelto a crecer, pero sin rizos. Mémé me hizo dos mofletes en lo más

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alto de la cabeza y me colocó una cinta de terciopelo negro. También me vistió de un modo muy distinto: hasta entonces iba muy mal arreglada, pues nuestra ropa procedía de los organismos asistenciales. Mémé me hizo vestidos «a medida». Me enseñó a «des­ coser» viejos vestidos con una cuchilla de afeitar, y con su máquina de coser me con­ feccionó, con estas telas usadas, blusas de nido de abeja, faldas de pala y un pequeño abrigo. Tuve que acostumbrarme al nuevo tipo de comidas. Siempre me habían prohibido la carne poco hecha. En la calle Ordener, en la cocina, mi madre ponía a secar, durante horas y horas, piezas de buey en salazón, que luego hervía. En la calle Labat, me obli­ garon a «recobrar la salud» a base de comer carne de caballo cruda, en caldo. Tuve que comer cerdo y «hacerme» a los guisos con manteca. Vomitaba frecuentemente, y Mémé mon­ taba en cólera; ni siquiera conseguía tragar los comprimidos de lacteol que me daba para facilitar la digestión. Mi cuerpo, a su manera, rechazaba esta dietética que me era tan extraña y que no podía sino inquie-

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tarme. Sin embargo, era una excelente coci­ nera. A pesar del racionamiento, gracias al mercado negro, a los paquetes de huevos y mantequilla que le enviaba regularmente una prima de Saint-Ló, me preparaba pequeños platos exquisitos, y nunca había comido tan «bien». Con la ayuda de una vieja media de seda, me ponía a separar la harina del salvado, que era «indigesto y producía sarna». De este modo pudimos, bajo la ocupación, tomar bollos de pan blanco todas las mañanas. Tras el desembarco de Normandía, los paquetes dejaron de llegar, y los últimos meses de la guerra fueron menos idílicos. Tuvimos que contentarnos con la cantina y con raciones de pasta y alubias. La comida y los problemas digestivos eran su preocupación constante. Estaba pendiente de los menores síntomas del buen o mal funcionamiento de su «tubo digesti­ vo» y del mío. Me enseñó el significado de «borborigmo» y muchas otras palabras téc­ nicas. En la mesa del comedor, siempre había, al alcance de la mano, un diccionario médico. Tenía permiso para hojearlo, y observaba con horror las láminas que ilus-

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traban las diversas enfermedades y mons­ truosidades. Me sentí vivamente impresio­ nada por las que representaban hermanas siamesas. Cuando estaba enferma, a diferencia de mi madre, Mémé no mostraba la menor inquietud: después de haberme anestesiado con un balón de cloroformo, despierto en la cama del dispensario donde me han opera­ do de las amígdalas; ambas mujeres se encuentran a la cabecera de la cama. Lloro y grito de dolor. Mi madre se pone a hablar muy alto y a compadecerme en yiddish. Quiere llamar al médico. Mémé, tranquila y sonriente, me dice: «esto no es nada, vas a poder tomar muchos helados». Enseguida dejo de llorar. Ese día siento vagamente que me alejo de mi madre y me apego, cada vez más, a la otra mujer.

XIII

Día de la m adre: cojo el dinero de mi «hucha» y me voy yo sola a la calle Custine a comprar regalos para ambas mujeres: una «redecilla» y un peine, creo; compro tam­ bién dos postales. Una representa un rostro femenino sonriente; la otra, una mujer sen­ tada, acompañada de un muchacho de pie. Dudo un momento y elijo para Mémé la pri­ mera, que me parece más bonita. Aver­ gonzada, me siento enrojecer en la tienda. Mi elección está bien clara, mi predilección es manifiesta. Pocos años antes, el mariscal Pétain había organizado un concurso en las escue­ las: se trataba de redactar la carta más bonita con ocasión del día de la Madre, qué acababa de instituir. Yo fui una de las gana­ doras y recibí La cigarra y la hormiga, con ilustraciones. Me mandaron leer mi carta en voz alta en cada una de las clases de la escuela y enseñar el premio otorgado por quién ensalzaba el trabajo, la familia y la patria.

XIV

A sabiendas o no, Mémé había consegui­ do esta proeza: alejarme de mi madre, aun viviendo con ella. Y también del judaismo. Había yelado por nuestra salvación, si bien no carecía de prejuicios antisemitas. Me hizo ver que yo tenía una nariz judía haciéndome palpar la pequeña protuberan­ cia que lo demostraba. También decía: «la comida judía es nociva para la salud; los judíos crucificaron a Nuestro Señor Jesucristo; todos son avaros y sólo les gusta la pela (sic); son muy inteligentes, ningún otro pueblo ha dado tantos genios en músi­ ca y filosofía». Y me citaba a Spinoza, a Bergson, a Einstein, a Marx. De sus labios, y en este contexto, oigo, por vez primera, estos nombres que tan familiares me resul­ tan hoy. No dejaba de repetir que yo estaba mal educada: obedecía normas religiosas ridicu­ las que carecían de cualquier principio moral. No había que decir «esto» ni hacer «aquello», «esto» estaba «bien», «aquello» estaba «m al». Comenzó a reeducarme de pies a cabeza y a completar mi aprendizaje.

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Me hacía dictados y me hacía aprender de memoria Le Chat, la Belette et le Petit Lapin. Se impacientaba por mis dificulta­ des ante las divisiones con decimales; ¡yo, que era tan inteligente, lo hacía adrede! Entonces, me castigaba yéndose a pasear con Jeanine y dejándome sola en casa. El castigo estaba muy calculado: no ignoraba que lo que más me gustaba era ir de com­ pras con ella, oírla fingir ante los comer­ ciantes que era su hija e ir a devolver los cascos de cerveza. Sola, enfurruñada en mi rincón, volvía a chuparme el pulgar. Podía permanecer largo tiempo así, postrada, negándome a hablar y a comer. Los crucigramas eran una de sus ocupa­ ciones favoritas. Por mi parte, Larousse en mano, me convertí rápidamente en una experta. Escuchábamos también perma­ nentemente «música selecta», y me inició en la de Beethoven, que era su pasión. La radio siempre estaba encendida. La veo gol­ peando el receptor para quitar las interfe­ rencias. Nos quedábamos hasta muy tarde para poder escuchar a los «ingleses» y cap­ tar sus mensajes, que intentaba descifrar.

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«Las dalias han florecido», repito, «las dalias han florecido». Y entonces exclama­ ba ella: «ya verás, esta noche habrá bom­ bardeo». Yo no sabía si debía admirar su perspicacia o su humor, pues le encantaba reír, contar historias divertidas y escuchar a los «cantantes de moda». No tenía tiempo de aburrirme ni de acor­ darme demasiado de mi madre que, en la habitación de al lado, nunca participaba en nuestra vida. Sólo me recuperaba las noches en las que venía Paul. Incluso, ter­ miné muy pronto comiendo con ellos. Me sentía incómoda: en esas veladas no recono­ cía del todo a la Mémé de siempre y tenía que comportarme especialmente bien en la mesa. Una enorme foto, enmarcada, del gene­ ral de Gaulle estaba puesta en el aparador. Era el gran hombre que debía salvar Francia. Cuando se produjo el desembarco, Mémé compró un mapa y clavaba banderitas en cada una de las ciudades liberadas. El día de la liberación de París, fuimos a pie hasta los Campos Elíseos, y un hombre me subió al manillar de una bicicleta para que pudiese ver al General.

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Antes, para ganar un poco dinero, ella tejía (?) redes de cuerda para la defensa pasiva, y era yo quien pasaba la lanzadera.

XV

Conocí a toda su familia: con algunos no podía casi tratarme, pues veían con malos ojos que su pariente ocultase por su cuenta y riesgo a la pequeña judía y a su madre. Cuando venían a la calle Labat, mi madre y yo debíamos encerrarnos en nuestra habita­ ción y permanecer en silencio. En cambio, podía «mostrarme» a la sobrina y ahijada de Mémé, H ., una estudiante de ciencias naturales que a menudo venía a comer. Mémé la quería mucho y la llamaba su «Lénot». Tenía una hermana maestra, L. Ambas eran las hijas de M ., la hermana de Mémé, también maestra. Toda esta familia vivía en un pequeño chalet en Hay-lesRoses, enfrente de la abuela C ., la madre de Mémé, una anciana de pelo blanco y ojos azules muy dulces, como los de Mémé. Los domingos íbamos a Hay a comer en familia (los dos hermanos de Mémé, R. y C. y sus mujeres, M . y S ., estaban a menudo presen­ tes, pero apenas tuve contacto con ellos). Me sentía intimidada, y apenas hablaba. Tras la comida, me dejaban sola durante horas en una gran habitación que tenía una

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enorme biblioteca. Recuerdo haber devora­ do allí Raoul Daubry. Regresábamos a última hora de la tarde, cargadas siempre con lirios, dabas, rosas y tarros de mermelada de grosellas rojas y negras, o de frambuesa, que provenían del jardín de la anciana abuela. En Hay, descubrí qué se entiende por famiba y por espíritu familiar. Me asombra­ ba de que fuese posible agrupar a varias generaciones. Salvo en fotografía, yo no había conocido a mis abuelas, mis tías, mis tíos o mis primos. Todos o caái todos habían muerto en el gueto de Varsovia. Un día, correos le había devuelto una carta a mi padre con la nota: «casa incendiada». Después, nada más. De los diez hermanos y hermanas de mi padre, sólo uno logró esca­ par, porque vivía en Yugoslavia. Pero fue fusilado allí por los nazis. Casado con una no judía, los suyos le rechazaron, excepto mi padre que fue a vivir a su casa durante dos años, entre los dieciséis y dieciocho, creo, antes de emigrar a Francia. Más tarde, cuando le escribía desde París, mi padre dibujaba nuestras manitas en las car­ tas a modo de firma. Nuestra tía -conm oví-

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da e indignada por los acontecimientos de la guerra y por la muerte de su marido— se convirtió al judaismo, y se fue con sus dos hijos, Hanna y Aaron, a fundar un moshav26 a «Israel». Cuando la visitó mi hermana Rachel, pudo recuperar algunas fotos de mi padre que ya no teníamos, así como ver las cartas escritas en yiddish con el contorno de nues­ tras manos. Todos habíamos olvidado este gesto tan cariñoso de mi padre, y entonces, repentinamente, me acordé de que yo misma no había dejado de dibujar mis manos durante la guerra. De este período de la vida de mi padre, anterior a su matrimonio, conservo una vieja foto de color sepia, toda destrozada, que me estremece todavía hoy día intensa­ mente y me oprime el corazón. Tiene los brazos cruzados y se ve claramente una de sus manos. Me parece inmensa, como una mano de Kokoschka. Le reconozco sobre todo por su sonrisa, por el pliegue de sus ojos tras las gafas. Todavía no tiene barba ni sombrero. Todavía no sabe lo que le espe­ ra.

XVI

Un domingo al anochecer, con los brazos llenos de lirios, nos quedamos en Hay más de lo acostumbrado. Teníamos el tiempo justo para tomar el último autobús que lle­ vaba a la puerta de Itaba, pero perdimos el último metro. Tuvimos que regresar a pie. Cuando lle­ gamos a los Gobebns no podía ya más; y todavía teníamos que ir hasta MarcadetPoissonniers. Mémé decidió que pasáramos la noche en un hotel. Me sentía ahviada y al tiempo, sin saber por qué, muy inquieta. Dormimos en la misma cama. Mémé se desnudó tras un gran biombo de madera de caoba, y yo, desde la cama, curiosa, ace­ chaba su aparición. En la calle Labat, con estupor e irritación por parte de mi madre, acostumbraba a pasearse por el piso en pijam a, con el pecho descubierto. Me fasci­ naban sus senos desnudos. De aquella noche en los Gobebns no guardo ningún recuerdo, excepto esta esce­ na en que ella se estaba desnudando tras el biombo.

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A l día siguiente tomamos el primer metro. Mi madre, loca de angustia, espera­ ba, convencida de que habíamos sido dete­ nidas; no había podido, evidentemente, ir a comisaría. La había olvidado por completo. Simplemente, me sentía feliz.

XVII

Mi madre sufría en silencio: sin noticias de mi padre, sin tener la posibilidad de visi­ tar a mis hermanos y hermanas, sin poder impedir a Mémé que me transformase, ale­ jándome de ella y del judaismo. Parecía como si yo hubiese enterrado todo el pasa­ do: me encantaban los filetes poco hechos, con mantequilla y perejil. Había dejado ya de recordar a mi padre, era incapaz de pro­ nunciar ni una sola palabra en yiddish, aunque comprendiese perfectamente la len­ gua de mi infancia. ¡Lo que temía, ahora, era que la guerra acabara! Un día, todas las campanas de París se pusieron a tocar a la vez. Al día siguiente, nos fuimos a pie hasta los Campos Elíseos para ver el desfile. El pan blanco volvió a las panaderías. Ya no había que cerner la harina del salvado ni comprar en el merca­ do negro. A algunas mujeres del inmueble les raparon la cabeza y vimos, con sorpre­ sa, a cierto inquilino —colaborador hasta ayer mismo—, exhibir un brazalete de las Fuerzas Francesas del Interior. Era la liberación de París.

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Y la de mi madre. Por fin, iba a poder salir, volver a vivir, recobrar a todos sus hij os, quizá volver a ver a su marido. Por fin, era libre, aunque sin un céntimo y sin casa. Tendría que iniciar todo un proceso para recuperar la nuestra ocupada por un médico colaboracionista, después de haber sido precintada. Mi madre, por el momen­ to, tenía otras preocupaciones. En primer término, la de alejarme de esa que quería «robarle» a su hija, con el pretexto de que ya tenía bastante con esos otros cinco niños y de que, además, desatendería mi interés, consistente en dejarme «educar» por la pro­ pia Memé. Mi madre no sentía ya sino odio y des­ precio por quien nos había salvado la vida. ¡Más valía irse a vivir a un hotel que seguir conviviendo un segundo más con ella! Fue un verdadero desgarro. De la noche a la mañana, tuve que separarme de quien, ahora, quería más que a mi propia madre. Tuve que compartir la cama con ésta en una miserable habitación de hotel, en la calle Saldes, donde un hornillo de gas butano nos servía para recalentar los platos ya prepa­ rados, que comprábamos en charcuterías.

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Me negaba a comer, y me pasaba el tiempo llorando, hasta que mi madre consintió en dejarme que volviese a ver a Mémé: «una hora diaria», decretó. Para habituarme a la separación, «pero nada más». Si me retra­ saba algunos minutos, era recibida a corre­ azos. Curiosamente, a mi madre se le ocu­ rrió llevarse la correa el día en el que entra­ mos por la ventana que daba al mirador.i. Pronto me llené de moratones, y comen­ cé a detestar a mi madre. La vida en el hotel con ella me resultaba intolerable. Fuimos a vivir algún tiempo a casa de una de sus ami­ gas judías que vivía muy lejos de la calle Labat. Mi madre tuvo miedo de que cogiese el metro sola, y me retiró el permiso de ir a ver a Mémé. Escabulléndome, decidí ir, a pesar de todo, y quedarme en casa de Mémé. Esta sólo pedía una cosa: ¡tenerme consigo! La ley exigía, sin embargo, que volviese con mi madre, y ella lo sabía. En consecuencia, mi madre abrió un proceso a Mémé, que tuvo lugar ante un tribunal de las Fuerzas Francesas del Interior, improvisado en el patio de una escuela. Mémé fue acusada de haber intentado «abusar» de mí, así como ✓

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de haber maltratado a mi madre. No com­ prendía yo muy bien lo que quería decir con el término «abusar», pero tenía el convenci­ miento de que mentía. ¡Me indignaba verla acusar falsamente a quien debíamos el no estar muertas y a quien tanto quería! Por mi parte, yo acusé a mi madre enseñando al tribunal mis muslos llenos de cardenales, y conseguí apiadar al auditorio. Hasta la amiga judía que nos alojaba —y que había echado pestes sobre lo sucedido en la calle Labat— se escandabzó, y cambió brusca­ mente de bando. Confirmó .que mi madre me daba correazos. El tribunal de las Fuerzas Francesas del Interior decidió confiarme a Mémé. Momentos después, Mémé y yo estamos en una cabina telefónica, en un pequeño café de la calle Marcadet. Me lleva de la mano sonriendo, y telefonea a su amigo Paul: «¡ya está, me quedo con la niña!». Experimento un rarísimo malestar. Sin saber por qué, no me siento ni triunfante ni plenamente feliz ni del todo tranquila. A l salir del café, con el corazón en un puño, tenía miedo. Miraba a uno y otro lado de la calle, como si acabase de come-

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ter un crimen, como si fuese de nuevo «b uscad a». Lo estaba, efectivamente. En el quinto piso de la calle Labat, mi madre, acompa­ ñada por dos hombres, aguardaba en el rellano: me arrancaron violentamente de Mémé, me llevaron en brazos hasta la calle. Mi madre me pegaba, gritando en yiddish: «¡tu madre soy y o !, ¡tu madre soy yo!, ¡me tiene sin cuidado lo que haya decretado el tribunal; eres m ía!». Yo forcejeaba, gritaba, sollozaba. En el fondo, me sentía aliviada.

XVIII

En la portada de mi primer libro, La infancia del arte, decidí poner un Leonardo de Vinci, el famoso «cartón de Londres». Dos mujeres, la Virgen y santa Ana, estre­ chamente juntas, se inclinan con una «son­ risa bienaventurada»27 sobre el Niño Jesús, que juega con san Juan Bautista. Freud: «en este cuadro se halla repre­ sentada la síntesis de su historia infantil, y todos sus detalles pueden ser explicados por las impresiones más personales de la vida de Leonardo. En la casa paterna encontró, a más de una buena m adrastra, Donna A lbiera, una abuela, Nonna Lucia, la madre de su padre, que debió de consagrar­ le todo el tierno cariño que las abuelas sien­ ten por sus nietos. Esta circunstancia le hizo ya, sin duda, familiar la representa­ ción de la infancia protegida por la madre y la abuela [ . . . ] . La infancia de Leonardo fue tan singular como este cuadro. Tuvo dos madres, Catalina, la primera y verdadera, de cuyos brazos fue arrancado entre los tres y los cinco años, y Donna Albiera, mujer de su padre, que fue para él una madrastra

XVIII

En la portada de mi primer libro, La infancia del arte, decidí poner un Leonardo de Vinci, el famoso «cartón de Londres». Dos mujeres, la Virgen y santa Ana, estre­ chamente juntas, se inclinan con una «son­ risa bienaventurada»27 sobre el Niño Jesús, que juega con san Juan Bautista. Freud: «en este cuadro se halla repre­ sentada la síntesis de su historia infantil, y todos sus detalles pueden ser explicados por las impresiones más personales de la vida de Leonardo. En la casa paterna encontró, a más de una buena m adrastra, Donna A lbiera, una abuela, Nonna Lucia, la madre de su padre, que debió de consagrar­ le todo el tierno cariño que las abuelas sien­ ten por sus nietos. Esta circunstancia le hizo ya, sin duda, familiar la representa­ ción de la infancia protegida por la madre y la abuela [ ...] . La infancia de Leonardo fue tan singular como este cuadro. Tuvo dos madres, Catalina, la primera y verdadera, de cuyos brazos fue arrancado entre los tres y los cinco años, y Donna Albiera, mujer de su padre, que fue para él una madrastra

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más joven y delicada. Reuniendo este hecho de su niñez con el que mencionamos en pri­ mer lugar, y condensándolos en una unidad mixta, dio forma a la composición de su cuadro. La figura maternal más alejada del niño corresponde, por su apariencia y su situación especial con respecto a aquél, a la verdadera y primera madre, Catalina. Con la bienaventurada sonrisa de santa Ana, quiso, quizá, encubrir y negar el artista la envidia que la infeliz Catalina hubo de experimentar al verse obligada a ceder su hijo a la noble rival, como antes le había cedido el hombre amado [ . . . ] . Cuando Leonardo fue acogido en casa de sus abue­ los, antes de cumpbr los cinco años, su joven madrastra Albiera suplantó en su corazón, sin duda alguna, a su m adre».28

X IX

Una de mis películas favoritas es The Lady Vanishes, de Hitchcock. La he visto varias veces, y siempre me invade la misma angustia visceral cuando la entrañable viejecita, miss Froy, sentada en el tren enfren­ te de la protagonista adormecida —una joven inglesa llamada Iris— desaparece. Sobre todo cuando se ve suplantada por otra mujer que se hace pasar por la prime­ ra. El colmo de la angustia se produce cuan­ do Iris, que recorre el tren en busca de la bondadosa señora desaparecida, vuelve por segunda vez a su compartimento, medio convencida por el pseudomédico de Praga, de que ha sido el golpe recibido en la cabe­ za, antes de subir al tren, lo que le ha pro­ vocado alucinaciones: le dicen que miss Froy, la bondadosa anciana, nunca había subido al tren, que ella había tenido siem­ pre enfrente a esta otra mujer que, de hecho, los conspiradores han puesto en su lugar. Lo insoportable para mí es siempre la percepción brutal, en lugar del bondadoso rostro «maternal» de la anciana (en la pelí­ cula, todo sugiere que es la imagen de una

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buena madre: llama a las montañas de la pequeña estación de esquí «los gorritos de bebé»; lleva siempre reservas de comida; cuando no queda nada de comer en el alber­ gue, consigue queso para los otros huéspe­ des, en particular para los ingleses; en el tren, invita a Iris a compartir su té «espe­ cial» en el vagón restaurante; la protege, le aconseja dormir; finalmente se hace pasar por una tutora de niños, profesora de músi­ ca), lo insoportable es la brusca visión del rostro de su suplantadora (que se ha vesti­ do con las ropas de la viejecita, la cual es en realidad un agente secreto del Servicio de Inteligencia, y permanece amordazada y atada por unos espías en otro compartimen­ to); un rostro espantosamente duro, falso, huidizo, amenazante, en lugar de aquel otro tan dulce y sonriente de la buena señora, precisamente cuando se esperaba volver a encontrarlo. El pecho malo en lugar del pecho bueno, el uno nítidamente separado del otro, el uno transformándose en el otro29.

XX

Después del juicio y de sus avatares, mi madre y yo vivimos de nuevo en el hotel. ¡Totalmente prohibido volver a casa de mi Mémé! Pero, muy pronto, mi madre tuvo que regresar a Nonancourt para recuperar a mis hermanos y hermanas. Además, la lla­ maron urgentemente para solucionar cierto número de problemas. ¡No supo qué hacer conmigo y decidió confiarme nuevamente, y a pesar de todo, a Mémé! Nuestro reencuentro fue idílico. Sa­ bíamos que teníamos poco tiempo para estar juntas. A pesar de un trasfondo de angustia, nuestra alegría fue intensa, y durante todo este período, cerca de un mes, dormimos en la misma cama, en su habitación, para no estar separadas, esta vez, ni de día ni de noche. Recuerdo, sobre todo, la primera noche en la que mi emoción y mi nerviosismo eran muy fuertes. El simple hecho de sentir­ me tan cerca de ella me ponía en un estado «extraño». Tenía calor, tenía sed, enrojecía. No dije ni una palabra y apenas hubiera podido decir nada, pues no comprendía en absoluto lo que me ocurría.

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Como había terminado la guerra, pude volver a la escuela de la calle Doudeauville. Estaba contentísima. A pesar del parón de dos años, me encontré en la misma clase que mis antiguas compañeras: Olga Trokacheff, Simone Vidal, Geneviéve Lablanche. Sacaba matrículas en todo, y adoraba a mi nueva maestra, la señorita Bordeaux. La escuela estaba bastante lejos de la calle Labat; Mémé venía a buscarme a la salida. Volvíamos a pie, mirando escapara­ tes, manteniendo largas conversaciones sobre cualquier tema. Nunca había experi­ mentado tal plenitud. Me compró una caja de acuarelas con la que soñaba desde hacía tiempo; me regaló un pequeño diccionario Larousse ilustrado, que fuimos a comprar a la librería de su amigo Paul en la calle Flandre, así como los Cuentos de Dickens. Logró que me apetecie­ se tener una muñeca o más bien una «moña» (los ojos de las muñecas, que mi madre usaba como amenaza cuando nos negábamos a comer, seguían dándome miedo), y yo dudaba durante mucho tiempo sobre la elección de una u otra, sin llegar verdaderamente a decidirme.

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Un día, a las cuatro y media. Final de las clases. Me precipito a la salida, busco a Mémé. Aunque parece imposible, no es ella quien me espera sino mi madre, que ha venido a recogerme definitivamente. Mi corazón comienza a latir muy deprisa. Fue atroz. Ni siquiera me dejó ir a la calle Labat para despedirme. Al día siguiente salimos hacia Nonancourt.

Mi madre esperaba obtener del ayunta­ miento un piso pequeño y algunos muebles. Mientras tanto, los siete fuimos alojados de forma precaria en el hospital que también hacía las veces de hospicio. La comida era insípida, y teníamos que engullirla en los horarios habituales de estos sitios: muy pronto por la mañana y muy pronto por la tarde. Estábamos rodeados de viejos, lisia­ dos, enanos (me acuerdo de uno al que lla­ maban Nénesse), enfermos: era siniestro. Por suerte tenía mi escuela, con las com­ pañeras de clase y la maestra, la señora M orin, a quien conocía de mi primera estancia. Sin embargo, todo se me hizo inso­ portable rápidamente. No tenía posibilidad de mantener correspondencia con Mémé de ninguna forma. Mi madre me había prohi­ bido toda relación con ella, cualquier carta. Sin embargo, necesitaba volver a verla, a cualquier precio. Un buen día, después de la escuela, decido no dirigirme al hospital y hacer autostop para ir a París, a la calle Labat, para regresar allí, donde vivía Mémé.

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Con nueve años y medio o diez, sin un céntimo y sin carnet de identidad, me plan­ to en la carretera nacional. Varios coches pasan sin parar. Empiezo a preocuparme. A l fin, un camión se detiene. Son varios hombres. —¿Qué haces ahí? —dice uno de ellos. —He perdido a mi madre. Vive en París. ¿Podrían llevarme hasta allí? Les doy el nombre y la dirección de Mémé. —¡Sube! Me colocan en la parté trasera del camión, en medio de un montón de escom­ bros, y arrancan. Me considero «salvada». ¡No suponía que sería tan fácil! ¡Tan fácil mentir, tan fácil hacer creer a los demás mis mentiras! Sólo cien kilómetros me separan de París. Había perdido el miedo y me veía allí ya. A seis kilómetros del lugar donde había subido, el camión se para. ¿Qué pasa? ¡Estamos en Saint-Rémy-sur-Eure ante la comisaría! Los camioneros no habían sido tan ingenuos como para tragarse mi histo­ ria. En cualquier caso, prefirieron entre­ garme a la policía.

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Me hacen esperar mucho tiempo en una gran habitación. Mi corazón está a punto de estallar. ¿Qué voy a contar?, ¿qué va a ocurrirme? Cuento la verdad, y me veo conducida, entre dos policías, al hospital de Nonancourt. Mi madre me recibe con gritos y correazos. Entonces, me encierra varias horas (¿o días?) en el retrete. (En la calle Ordener cuando no conse­ guía que dejásemos de gritar, de llorar o de pelearnos, nos encerraba en un cuarto oscuro* que servía de trastero, amenazán­ donos con que iba a venir la «Maredewitchale»**. Esta figura fantasmagórica y terrorífica de mi niñez me la representaba bajo la forma de una anciana que debía venir a castigarme, llevándome lejos de casa).

* He escrito un librito titulado Camera obscura. ** En Comment s ’en sortir?, Cauchemar, aludo a este personaje del folklore judío, cuyo nombre deriva de la raíz indoeuropea mer, que ha dado toda suerte de palabras evocadoras de la muerte, más concre­ tamente de la muerte lenta, bien por engullimiento, bien por asfixia.

XXII

Nos mudamos pronto al piso de dos habi­ taciones dado por el ayuntamiento, y tuvi­ mos que vivir los siete en este minúsculo apartamento. Vivíamos amontonados y dor­ míamos todos en la misma habitación, dos en cada cama. Cogí el sarampión, y contagié a todos mis hermanos y hermanas, salvo a Annette que ya había pasado esa enferme­ dad. Todavía sigo viéndonos a todos juntos en la cama, con mi madre haciéndonos beber infusiones de borraja. Fue un perío­ do de tregua. Ya no me pegaba (de todos modos, acabé por sepultar las correas en un agujero). Siempre estaba enferma. Después del sarampión padecí una congestión pulmonar que terminó con una infección en los pul­ mones, con más de 40 grados de fiebre. Tuve que volver al hospital, pero, esta vez, como enferma. Me pusieron en una sala común donde había, sobre todo, ancianas que apenas soportaban oírme escupir y toser, día y noche. Allí pasé dos meses y medio. Al comienzo, la fiebre me hacía deli­ rar y tenía piojos por todo el cuerpo. Luego,

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durante dos meses, no rebasé los 36 grados, pero estaba tan débil que me obligaban a quedarme en la cama. No había llegado aún la época de los antibióticos: me inyectaban guayacol y eucalipto, me aplicaban «paños calientes» y ventosas, bebía mucha leche «esterilizada». No me sentía demasiado desventurada: me alegraba de no estar ya con mi m adre, de poder —gracias a la complicidad de la mujer que había escondido a Annette y que se había hecho cargo perfectamente de la situación—, recibir por fin cartas de Mémé, que siempre me enviaba sellos para la respuesta y libros. Adem ás, tenía «visi­ tas»: mis compañeros de clase y Jeannette, que me llevaba libros de la colección «Nelson». Me pasaba el tiempo leyendo todo lo que me traían: desde el almanaque Vermot hasta La Vida de las hormigas de Maeterlinck. Apuntaba en un cuaderno las palabras que no comprendía y buscaba su significado en el diccionario. Me hice enton­ ces un pequeño fichero que aprendí de memoria. Recuerdo haber anotado H a S E : hembra de la liebre.

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La encargada de la ropa del hospital, la señora Aubault, me cogió cariño, y cuando pude levantarme iba a leer a su lado, a la lavandería. Tenía un hijo de mi misma edad, Claude. Más tarde, con frecuencia, me invitó los domingos a comer en su casa de la Madeleine y yo jugaba en el jardín con su hijo. Cuando abandoné el hospital eran las fiestas del pueblo. Casi no me tenía en pie. Me paseaba sola entre las casetas de tiro y la tómbola, los coches de choque, los colum­ pios y los cabalhtos. Recuerdo que un bom­ bero de servicio, habiéndose fijado en mí, me ofreció subir con él a los «balancines». Al regresar a casa, volví a la escuela. Por poco tiempo, ya que caí enferma en abril y se acercaba ya el final de curso. Recibí mi diploma D .E .E .P ., y el día de la entrega de premios participé en una obrita cantada (Madame Capulet et sa voisine Picarde) en la que yo interpretaba el papel de la señora Capulet. La señora Aubault había logrado que el hospital me prestase los vestidos de la viejecita, y obtuve un éxito caluroso, haciendo reír a todo el mundo con mi imita­ ción. Mi madre, toda orgullosa, gritaba en

100

CALLE ORDENER, CALLE LABAT

voz alta: «¡es mi h ija!, ¡es mi hija!». Yo esta­ ba avergonzada. (Al final del Bachillerato, en el instituto Jules-Ferry, los padres de los alumnos que habían sido los primeros de cada clase fue­ ron invitados a la entrega de premios. «Olvidando» que lo había intentado todo para hacerme «dejar» el instituto —para obligarme a «trabajar» como mis hermanos y hermanas, y así «traer dinero a casa»—, mi madre, cuando me nombraron repitió la misma escena, mientras yo, en el estrado, hubiese querido que me tragase la tierra). Aparentemente, el hospital me había sentado bien. A la salida parecía reconcilia­ da con mi familia, y creía haber olvidado a Mémé. Había pasado un año. Mi madre empezaba a aburrirse en el campo. Se deci­ dió nuestro regreso a París. El ayuntamien­ to del distrito X V III había puesto a nuestra disposición, en la puerta de la Chapelle, un «piso» para los damnificados.

XXIII

Volví a ver a M émé, acompañada la m a­ yoría de las veces por mi herm ana Annette, que se compadecía de mi situa­ ción. Mi madre parecía resignada y me dejaba tranquila. P ero, enseguida, me alejó otra vez de la calle Labat, enviándo­ me durante nueve meses a Hendaya, coii Annette, a un preventorio para niños de los hospitales de la Ciudad de París (había permanecido ya, brevemente, en el hospi­ tal para Niños enfermos). Allí pude man­ tener una correspondencia regular con Mémé, y establecí una relación muy estre­ cha con una de las enfermeras, la señora Navailles. La separación, en el momento de marcharm e, fue, una vez más, un au­ téntico desgarro. A nuestro regreso, y con el fin de hacernos volver al judaism o, mi madre nos envió a M oissac, a una casa de niños cuyos padres habían sido deportados, orientada a los scouts y a la enseñanza téc­ nica. Me quedé cinco años en el M olino. Durante todo un año me negué a partici­ par en los oficios religiosos y en la vida

102

CALLE ORDENER, CALLE LABAT

comunitaria. Para provocar, los viernes por la tarde bajaba a cenar en delantal. Más tarde, bajo el influjo de un mando scout que me caía bien, Pierre W . R ., y quien —era un privilegio— me invitó a comer a su mesa, me integré poco a poco: aprendí a disfrutar de las «alegrías» de la vida scout y del camping, participaba en la coral y tocaba la flauta (hasta que, desde mi ventana de un tercer piso, se me cayó, por un descuido, al río Tarn). Aprendí hebreo de nuevo, rezaba todas las oraciones y respetaba los tres ayunos anuales: cumplía de nuevo todas las prohi­ biciones religiosas de mi infancia. Al mismo tiempo, por mediación de mi maestra, seguía recibiendo de forma clan­ destina cartas de Mémé. En el M olino, me convertí rápida­ mente en una marginada: al finalizar la escuela primaria, no continué, como la m ayoría, los estudios técnicos, sino que fui enviada al centro mixto de ense­ ñanzas clásicas que había en la ciudad. El sábado para poder ir a mi centro no asistía a los oficios, e incluso ese día hacía mis deberes.

CALLE ORDENER, CALLE LABAT

103

La señora Cohn, la bibliotecaria, una mujer notable*, me dejaba las llaves para que pudiese ir a estudiar a la biblioteca, la única sala donde, enchufando el radiador eléctrico, podía calentarme en invierno, pues las habitaciones, bastante pequeñas, y que compartíamos varios, no tenían cale­ facción. Me sentía cada vez más absorbida por mis estudios y por mis profesores (hom­ bres bastante jóvenes que preparaban toda­ vía sus oposiciones). Adoraba al profesor de latín y griego, el señor Bardoux, y a mis profesores de matemáticas, los señores Artigues y Batmalle. Siendo muy responsa­ ble en mi trabajo, me gustaba también bro­ mear. Al final de la clase, se me ocurría a veces plantear adivinanzas del estilo: «¿Cuál es el colmo de un matemático? ¿A que no lo sabéis? Comer raíces cuadradas en la mesa de Pitágoras». Y toda la clase se moría de risa. Con bastante rapidez me hice muy amiga de otra alumna que apreciaba particular-

* Leyendo más tarde la Correspondencia de Walter Benjamín con Gershom Scholem, supe que había sido amiga del primero. De manera extraña se reunían dos épocas de mi vida entre las cuales no percibía antes vínculo alguno.

104

CALLE ORDENER, CALLE LABAT

mente mi carácter juguetón. Me «salté» el segundo curso para estar en la misma clase que ella. Mal «orientada» al principio, y con un poco de retraso a causa de la guerra, yo había empezado primero siendo mayor que los demás; así que tuve que desarrollar mis actividades deportivas con los alumnos de la clase superior. Y conocí a Monique Delrieu practicando el baloncesto; íbamos juntas a jugar partidos a las ciudades veci­ nas y rápidamente nos volvimos «insepara­ bles». Recuerdo con agrado este pequeño centro, en cuyo patio había palmeras y canastas de baloncesto; allí pasé los momen­ tos más dichosos de ese período de Moissac. Monique me prestaba libros de texto, que yo aprendía de memoria: no tenía dine­ ro para comprarlos. Recuerdo haber obte­ nido un nueve y medio en un examen de geo­ grafía sobre el tema: «los vientos etesios», acerca de los cuales yo no había entendido absolutamente nada, pero la página corres­ pondiente del libro había quedado íntegra­ mente grabada en mi mente. El Ayuntamiento de Moissac había pres­ tado el Mobno por un período de diez años. Al final del quinto curso, todo el centro se

CALLE ORDENER, CALLE LABAT

105

mudó a Laversine, a un castillo que pertene­ cía a los Rothschild. En el instituto de Creil, donde me correspondía seguir mis estudios, no se enseñaba griego. Tuve, por lo tanto, que volver a casa de mi madre, en el callejón Langlois, sin saber qué infierno iba a pade­ cer durante los dos años siguientes; pues preparé mi selectividad bajo unas condicio­ nes materiales espantosas, luchando cotidia­ namente para poder continuar en el institu­ to y hacer mis deberes. Gracias a Mémé, que comentó mi situación al profesor de filosofía y a la directora del instituto Jules-Ferry, pude, no obstante, acabar mis estudios. Disfrutaba de una beca de media pensión y comía a mediodía en el instituto; pero por la noche ¡aprendía el precio de mi bistec! En la cena, mi madre y yo teníamos escenas terri­ bles. A menudo, hacía huelgas de hambre y robaba el azúcar a escondidas. Por la noche, mi madre me cortaba la luz desde muy pronto; recuerdo haber leído, bajo las sábanas, con ayuda de una linterna, Los Caminos de la libertad de Sartre. Al final de estos dos años, había adelga­ zado siete kilos, abandonando toda práctica religiosa.

106

CALLE ORDENER, CALLE LABAT

Obtuve una beca de estudios completa que me permitió realizar una hypokhágne, después una khágneso, viviendo en una resi­ dencia universitaria de la calle DocteurBlanche: por vez primera, tuve una habita­ ción para mí sola. Mémé se había ido a vivir a Sables-d’ Olonne. En verano pasaba allí un mes de vaca­ ciones con ella. Nos paseábamos por la orilla del mar. Le hablaba mucho de mis compañe­ ras de instituto, de mi amiga Isaure que me invitaba al «gallinero» de la Comédie-Frangaise y al cine, así como de las discusiones que mantenía con ella durante horas enteras sobre la existencia o no existencia de Dios, sentadas ambas en los peldaños de una esca­ lera en el Jardín de Luxemburgo, mientras nos comíamos un bocadillo. Siendo estudiante, vivo en la ciudad uni­ versitaria en el pabellón Deutsch de la Meurthe. Comienza otra vida. Durante varios años interrumpo todo contacto con Mémé: ya no soporto oírla hablar cons­ tantemente del pasado ni que siga llamán­ dome su «osito» o su «niñita».. Cuando, más tarde, vuelvo a verla, voy siempre acompañada de un amigo.

CALLE ORDENER, CALLE LABAT

107

Ha muerto recientemente en un asilo de Sables. Muy disminuida, medio ciega, no podía ya escuchar más que «música selecta». A través del teléfono siempre tatareaba melo­ días de Beethoven que antes había oído. No pude asistir a su funeral. Pero sé que el sacerdote recordó, ante su tumba, que durante la guerra había salvado a una niña judía.

N O TAS

1

S o n g rito s en griego de la m e n to ; en p a r t ic u la r , los

de C a s a n d ra en el 2

A gam en ón

d e E s q u ilo .

Id io m a de los ju d ío s in sta la d o s en E u r o p a c e n t r a l y

o r ie n ta l,

llam ad o s

a s k e n a z í,

y

que

es

una

m ez cla

d el

h e b r e o , a le m á n m ed iev al y esla v o . 3

El

Y om K i p p u r

es el d ía de la E x p ia c ió n

o G ran

P e r d ó n . L a jo r n a d a m ás solem n e d el a ñ o ju d ío , d e d ica ­ d a a l a r r e p e n tim ie n to , la p le g a ria y e l a y u n o . S u p o n e la r e c o n c ilia c ió n d el h o m b re co n D ios a l o to rg a r le de n uevo su p e r d ó n . 4

R e la t a S . K o fm a n este su ceso d e fin itiv o , c o n p a la ­

b r a s m uy sim ila re s , e n

P a r o le s s u ffo q u é e s ,

G a lilé e , 1 9 8 7 ,

pp. 4 1 -4 2 . 5

La

p a la b ra

Sabbat

p ro c e d e

d el

v e rb o

sh a v a t,

‘ d e ja r , d e s is tir, d e s c a n s a r ’ . E s e l d ía de la sem a n a — el s á b a d o —, d ed ica d o a l re p o so y a la o r a c ió n . E l d esca n so d el S a b b a t im ita e l d e D ios t r a s r e a liz a r su c r e a c ió n . Se in ic ia e l v ie rn e s c o n la p u esta del S o l, y se en c ie n d e n tre s v ela s o lá m p a r a s de a c e ite . 6

«M i p a d r e

B ereck

K o fm a n ,

o c t u b r e d e 1 9 0 0 en S o b in

q u e n a c ió

el

10

( P o l o n i a ) , f u e c o n d u c id o

de a

D r a n c y e l 1 6 d e ju l i o de 1 9 4 2 . F o r m ó p a r t e d el c o n v o y

112

CALLE ORDENER, CALLE LABAT

na 12,

d el

29

de

ju l i o

de

1942,

fo r m a d o

por

1 .0 0 0

d e p o r ta d o s , 2 7 0 h o m b re s y 7 3 0 m u je r e s ( e n t r e 3 6 y 5 4 a ñ o s):

eran

5 4 .4 2 2 ;

270

514

h o m b re s

m u je r e s

r e g is tr a d o s

s e le c c io n a d a s

d el

5 4 .1 5 3

p ara

al

t r a b a ja r ,

n u m e r a d a s d el 1 3 .3 2 0 a l 1 3 . 8 3 3 ; la s o t r a s , 2 1 6 , f u e r o n in m e d ia ta m e n te g a s e a d a s .

[ ...]

E s t á e s c r it o

a l l í , en el

m e m o ria l de S e rg e K la s f e ld : co n sus c o lu m n a s de n o m ­ b r e s in t e r m in a b le s , su a u s e n c ia de

p a th os ,

m ie n to ,

in f o r m a c i o n e s ,

su

‘ n e u t r a l id a d ’

en

la s

su d e s p o ja ese

m e m o ria l su b lim e n os c o r t a el a lie n to . S u voz ‘ n e u t r a ’ n o s in t e r p e la o b lic u a m e n t e ; c o n su e x tr e m o p u d o r , es la voz m ism a de la d e s d ic h a , de ese a c o n te c im ie n to q u e ha

e n s o m b re c id o

to d a

p o s ib ilid a d » .

Paroles suffoquées , p . 1 6 . 7 Kiddush es la o ra c ió n

S.

K o fm a n ,

q u e se r e c ita so b re u n a co p a

de vino p a r a s a n t if ic a r el sá b a d o y los d ía s fe stiv o s .

goy a u n a p e r s o n a n o ju d ía . Rosh Hashaná es la fie s ta del A ño

8

L la m a n

9

El

N uevo J u d í o ,

y sim b o liz a la c re a c ió n del m undo p o r D ios.

10 Sofar: y

que

se

tro m p e ta f a b r ic a d a c o n c u e rn o de c a r n e r o

to c a

con

m otivo

H a s h a n á y Yom K ip p u r.

de

la

festiv id a d

de

R osh

C on el sonido de este in s t r u ­

m en to de v ien to se a n u n c ia ta m b ié n el com ienzo y el fin a l d el S a b b a t. 11

El

taled es

u n a p re n d a de la n a , algod ón o seda r e c ­

ta n g u la r co n f r a n ja s

—sisit—co n

azu les y a c a b a d a en la rg o s fle co s

la q u e los ju d ío s se c u b r e n la esp a ld a en las

ce re m o n ia s re lig io sa s.

12 cu ero

Tefilim:

f ila c te r ia s ,

es

d e c ir ,

k a s e r q u e in c lu y e n p a s a je s

ju d ío s ,

cuando

a lc a n z a n

—bar mitzvah—, se

la

p eq u eñ a s

de la B ib li a

m a y o ría

de

ed ad

c a ja s

de

q u e los relig io sa

a ta n a l b r a z o iz q u ie rd o , ju n t o al c o r a ­

z ó n , y en la c a b e z a en sus o ra c io n e s m a tu tin a s.

NOTAS

13

113

El

s h o je t

es la p e r s o n a e n c a rg a d a de la m u e rte de

los a n im a le s, r e a liz a d a siguiendo c ie r ta s n o rm a s. 14

L a voz ‘ P a s c u a ’ se to m a de u n a v a r ia n te h e b r e a de

P esa ch ,

que

C o n m em o ra la

s ig n ific a sa lid a

en

h eb reo

‘tr á n s ito ,

d el p u e b lo ju d ío

id e n tid a d com o p u e b lo elegido.

p aso ’ .

de E g ip to y su

S e com e el p a n áz im o ,

d a d a la p r o h ib ic ió n de c o n su m ir le v a d u ra . 15 n och e

S eder,

El

de la

que

P ascu a

sig n ifica ju d í a ,

‘o rd en ’ ,

c e le b r a d a

es

con

la

p rim e ra

una

com id a

r it u a l. I lu s t r a en p a r t e su escla v itu d en E g ip to a sí com o su p r e c ip ita d a h u id a . 16

El

P u r im

es la f ie s t a a le g re q u e c o n m e m o ra la s a l­

v a c ió n de lo s ju d ío s de su e x te r m in io p o r A m á n , m in is ­ t r o d el re y A s u e r o , t a l y com o es r e la ta d o en el

E ste r ,

L ib r o d e

de la B i b l i a . L o q u e se r e c u e r d a es q u e D io s no

aband ona

n un ca

a

su

p u e b lo .

Es

c o s tu m b r e

ese

d ía

h a c e r re g a lo s a lo s a m ig o s, a u x ilia r a los p o b r e s y d is­ f r a z a r s e ; e sto ú ltim o , p o r in f lu e n c ia d el c a r n a v a l o c c i­ d e n t a l, y a q u e a m b a s fe s tiv id a d e s su ele n c o in c id ir en el c a le n d a r io . ■ 17

L a f ie s ta de

c e le b r a

el

S im h a t T orá o

f in a l

d el

c ic lo

«A legría de la T o r á » . Se

anual

de

la

le c tu r a

d el

P e n ta te u c o . C on g ra n jú b i lo se co n d u c e en p ro c e sió n la T o r á , o lib r o de la ley, a la sinagoga. 18

H a ssid im

sig n ifica d ev oto. E s el n o m b re q u e r e c i­

b e n los seguidores d el h a sid ism o , c o r r ie n te d el ju d a ism o c a r a c t e r iz a d a p o r su c a r á c t e r p o p u la r, p le g a ria e x tá tic a y rig o r en el seguim ien to de los p re c e p to s de la T o r á . E s te m ov im ien to

su rgió

en

la

Edad

M ed ia

y r e a p a r e c ió

en

E u r o p a o r ie n ta l en el siglo X V I I I . 19

E l sig n ifica d o b t e r a l de la p a la b r a

ñanza’,

si b ie n

se tr a d u c e

T orá

h a b itu a lm e n te

por

es ‘en se­ L ey.

El

n ú c le o fu n d a m e n ta l de la T o r á , a u n q u e no ex c lu siv o , es

CALLE ORDENER, CALLE LABAT

114

el P e n ta te u c o q u e en g lo b a lo s cin c o p rim e ro s lib r o s de la B ib lia . 20

F ie s ta de la s T ien d a s

—S u co t— q u e

co m ien z a co n la

re c o le c c ió n de la ú ltim a c o se c h a . S e f e s t e ja la ayu d a de D ios d u r a n te los c u a r e n ta

años de p e r e g rin a c ió n en el

d e s ie rto , si b ie n esta in te rv e n c ió n se e x tien d e a lo la rg o de to d a la h is to r ia . S e le v a n ta n ch o z a s o c a b a ñ a s , en c a s a o en la sin ag oga, en a g ra d ecim ien to a la p r o te c c ió n d iv i­ n a . R e c u e r d a al ju d ío su ex ilio . 21

Y ou p in ,

m odo r a c is ta de r e f e r ir s e a u n ju d ío ; es

u n a d efo rm a c ió n de

yo u d i,

p a la b r a del á r a b e a rg e lin o ,

q u e p ro ce d e d el á r a b e c lá s ic o

ju d a i c u s , 22 v isib le

yeh u d i

(a su vez del la tín

de J u d e a ) .

E l giro «a o jo s v is ta s » , q u e sig n ifica ‘ m a n ifie s ta , o

p a lp a b le m e n te ’ ,

se

d ice

en

fra n cés

«á

vue

d ’ceil», p e ro ta m b ié n , fa m ila rm e n te , «á vue de n ez» (« a n a r iz v is ta » ). K o fm a n u sa este giro ir ó n ic o , e n tre c o m i­ lla n d o ‘n a r iz ’ , com o ín d ice fis io n ó m ico -e u ltu ra l. 23

A b r e v ia tu r a

d el V elód rom o

de

I n v ie r n o .

A este

lu g a r de P a r ís fu e r o n con d u cid os m ás de 1 3 .0 0 0 ju d ío s el 16 de ju lio de 1 9 4 2 (fe c h a c la v e , q u e s u b r a y a K o fm a n al in icio d el te x t o ) , y p o s te rio rm e n te r e p a rtid o s en d istin to s cam p os de c o n c e n tra c ió n . 24

E l térm in o

k a ser

d esigna el c o n ju n to de p r e s c r ip ­

cio n es relig iosas q u e a fe c ta a los alim en to s q u e p u ed en s e r con su m id os y a la m a n e ra de p r e p a r a r lo s . ta m b ié n

el tra ta m ie n to

p re v io

de

los

m ism os

In c lu y e p ara

su

p u r ific a c ió n . 25

m ém é

H a y que t e n e r en c u e n ta , p a r a lp q u e sigu e, que sig n ifica ‘ a b u e lita ’ . S e d e ja M ém é p a r a q u e d o b le

a m am á. 26

M osh a v:

com u nid ad es

a g ríc o la s

c o m p u esta s

por

g r a n ja s fa m ilia re s que t r a b a ja n de m odo in d ep en d ien te

NOTAS

115

si b ie n la p ro d u c c ió n se p on e e n com ú n y se co m e rc ia liz a c o le c tiv a m e n te . F u n c io n a n en régim en de c o o p e ra tiv a . 27

S o b r e este c u a d ro

s o n ris a

de sa n ta

Ana

S . K o fm a n h a b ía e s c r ito :

re to m a

la

m ism a

s o n risa

«La

q u e la

G io c o n d a , p e ro re v e la m e jo r , en la r e la c ió n q u e m a n tie ­ ne

co n

la

s o n r is a

de

M a r ía

y

co n

la

re p r e s ió n

de

L e o n a r d o , q u e la s o n ris a de la m a d re n u n c a h a e x istid o . A u n q u e la sa n ta A n a sólo pu ed e s e r co m p re n d id a a p a r ­ t i r de la v id a de L e o n a r d o , n o la tr a d u c e . E s u n a p r o ­ d u cció n fig u ra tiv a t a n o rig in a l com o el c o n ten id o m a n i­ fie sto d el su eñ o . S e pu ed e d e c ir p o r el c o n t r a r io , q u e a p a r t ir de este c u a d ro el a r t is t a p o d r ía a d q u ir ir c o n c ie n ­ c ia de su f a n ta s ía de id e n tific a c ió n con la s dos m u je re s q u e lo h a n c r ia d o » . Y

se ñ a la

a c o n tin u a c ió n :

« E n una

n o ta a ñ a d id a en 1 9 1 9 , F r e u d o b se rv a q u e es d ifíc il t r a z a r u n lím ite e n tr e la s fig u ra s de A n a y de M a r ía , q u e ésta s son com o fig u ra s de su eñ o m a l c o n d e n sa d a s, lo c u a l se m u e stra

com o u n

d efec to

té c n ic o

de la

‘b e lla ’ , q u e la

Gioconda

com p o sició n

Santa Ana

h a c e q u e el ju ic io q u e c o n sid e ra a la

y

m enos

esté ju s t if ic a d o p o r su sig n ifica ­

c ió n s e c r e ta : la s dos m a d res de la in fa n c ia de L e o n a rd o

La infancia del arte. Una interpretación de la estética freudiana, se h a n fu sio n a d o p a r a él en u n a so la f o r m a » .

B u e n o s A ir e s , Siglo X X I , 1 9 7 3 , p p . 1 0 0 -1 0 1 . 28

S.

V in c i» ,

F reu d ,

«U n

su eñ o

Obras completas,

in fa n til

M a d rid ,

de

L e o n a rd o

B ib lio t e c a

de

N u ev a ,

1 9 4 8 , tom o I I , p a r t e V I I , § 4 . 29

E s te c a p ítu lo es el com ien zo de un te x to m ás la rg o ,

«A n gustia y c a t a r s is » , so b re

Lady Vanishes,

Alarma en el expreso (The Une fem m e disparait,

1 9 3 9 ; en f r a n c é s ,

es d e c ir, « U n a m u je r d e s a p a r e c e » ) , r e d a c ta d o p a r a un n ú m ero de K o fm a n ,

Cahiers du cinema

« esta

p e líc u la

q u e no llegó a sa lir. Según

p o lic ia c a

o

de

e s p io n a je

de



CALLE ORDENER, CALLE LARAT

116

H itc h c o c k pu ed e s e r in t e r p r e ta d a com o la e n c a r n a c ió n de lo s fa n ta s m a s de la h e r o ín a b a jo el e fe c to de su an gu s­ t ia p a r a n o ic a y de su in c o n s c ie n te c u lp a b ilid a d . O in c lu ­ so com o u n a p e s a d illa » . E s t á re c o g id o , com o c o lo fó n , en su lib r o postu m o 30

L ’im p o stu r e d e la b e a u té ,

1995.

C u rso s p a r a p r e p a r a r la o p o sició n de in g re so en la

E s c u e la N o rm a l S u p e r io r.

A G R A D E C IM IE N T O S

E l e x tre m o cu id a d o

de L u is A ra g ó n en e s ta ed ició n

b t e r a r i a se h a v isto u n id o a su d ed ica c ió n a p a sio n a d a a d ifu n d ir a S a r a h K o fm a n . L a le c tu r a s fin a le s del t e x to , en d is tin ta s fa s e s , p o r p a r t e de J u b á n M ateo B a l l o r c a , M a r ía B o la ñ o s , P a c o V id a rte y R o s a r io R e g id o r h a n sido m uy f r u c t íf e r a s . E d itio n s G a lilée h a seguido co n g e n e ro ­ sid ad

y

e fic ie n c ia

el p ro ce so

de p r e p a r a c ió n

fin a l d el

li b r o , q u e se h a m a te r ia liz a d o , u n a vez m á s , co n la e f ic a ­ c ia de G r á fic a s A n d rés M a rtín .

BIBLIOGRAFIA

D am os aqu í básicam ente la rela ción de sus libros (p u b lica d os en P a rís, si no se d ice lo con tra ­ r io ), in d ica n d o sus m últiples tra d u ccion es, pues Sarah K ofm an (1934-1994) fue una destacada c o n ­ feren cian te en diversos países, y m ucha de su ob ra se ha leíd o siem pre desde B rasil hasta Japón. S ólo se in d ica n los títulos de las versiones castellanas y, a veces, los años de ela b ora ción de sus diferentes capítulos. P u es, a lo largo de su v id a , fue agrupan­ d o sus artículos tem áticam ente, co n los que ela b o­ ra b a y solía luego reela b ora r sus ob ra s. Así sucede co n la últim a entrega a su editoria l, que n o vio im presa. N os basam os en la extensa bibliogra fía co n fe c­ cion a d a , co n ayuda de la escritora, p o r su tra d u c­ to r al inglés, D uncan L arge, de N ietzsch e an d M eta p h o r (L on dres - S ta n ford , A nthlone - S tanford U n iv., 1993). Fue com pleta da , en 1997, p o r A. K yritsos p ara Les ca h iers du G rif. La editorial Galilée nos ha p ro p o rcio n a d o nuevos d a tos, que añadim os co n alguna in form a ción más.

120

CALLE ORDENER, CALLE LABAT

E S C R IT O S D E S A R A H K O FM AN L ’en fa n ce de VArt, une in terp réta tion de l ’esth étiq u e fr e u d ie n n e , P a y ot, 1970 (ed. aum entada: G alilée, 1985). T ra d u cid o al inglés, al portugu és, al alem án, al ja p on és y al español: L a infancia d el a rte. Una in terp reta ció n de la estética f r e u d ian a , B uenos A ires, Siglo X X I , 1973. N ietzsch e et la m éta p h o re, P a y ot, 1972 (ed. aum en­ tada: G alilée, 1983). R efu n de artículos de 1970 y 1971. V ertido al italiano, al inglés y al ja p on és. C a m era o b scu ra . D e V id éologie, G alilée, 1973. T ra d u cid o al inglés, al serb io, al portugués y al español: L a cá m a ra oscu ra . D e la id eología , M a d rid , T aller J. B ., 1975. «Le/les ‘ con cepts’ de culture dans les Intem pestives» , en N ietzsch e a u jo u r d ’hui, 10/18, U G E ,

1973

(C oloquio de Cerisy-la-Salle). Luego, en N ietzsche et la scén e philosophique. «U n ph ilosop h e un h eim lich », en E ca rts. Q u atre essais á p r o p o s de Jacques D errid a , F a ya rd , 1973 (co n L . F inas, R . L ap orte, J .-M . R ey). T r a d u c id o

al ja p o n é s .

P u b lic a d o , lu e g o , en

L ectu res d e D errid a . Q u a tre rom ans a n alytiqu es, G alilée, 1974. O rdena artículos de 1969, 1971, 1972 y 1974. T ra d u cid o al inglés y al español: C u a tro novelas an alíticas, B uenos A ires, T rieb , 1978. «V au tou r rou ge. Le d ou b le dans les Elixirs du diable d ’ H o ffm a n n », en Mimesis des a rticu la tion s,

BIBLIOGRAFIA

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F lam m arion, 1975 (co n S. A gacinsk i, J. D errid a , P h . L a cou e-L a b a rth e, J .-L . N ancy, B . P autrat). A u to b io g r iffu r e s . D u c h a t M u r r d ’H o ffm a n n , Christian B ou rgois, 1976 (nueva e d .: G alilée, 1984). Versiones al alemán y, parcialm en te, al inglés. « ‘ Ma v ie ’ et la p sy ch a n a ly se », P rem iere livra ison , 4 , 1976. «T om bea u p o u r un nom p r o p r e » , P rem iere livraison , 5, 1976. T ra d u cid o al inglés y al portugués. «P h ilosop h ie term inée. P h ilosop h ie in term in a ble», en Q ui a p e u r de la p h ilo so p h ie? (G R E P H ), F lam m arion, 1977. T ra d u cid o al italiano. L uego, en L ectu res d e D errid a . A b erra tion s. L e d ev en ir-fem m e d A u g u s te C o m te, A u b ier-F la m m a rion , 1978. N erva l, le ch a rm e de la rép étition . L ectu re de ‘S y lv ie ’ ,

L a u sa n a ,

L’ Á ge

d ’ h om m e,

1979.

T ra d u cida una parte al portugués. N ietzsch e et la scen e p h ilosop h iq u e, 10/18, U G E , 1979 (luego, en G alilée, 1986). R efu n de artículos de 1973 y 1975. V ersión p a rcia l al inglés. L ’énigm e de la fe m m e . L a fe m m e dans les textes de F reu d , G alilée, 1980. T ra d u cid o al inglés, al ita­ liano y al español: E l enigm a de la m ujer. ¿C o n F reu d o c o n tr a 1982. «S a c ré e

F r e u d ? , B a rc e lo n a , G edisa,

n o u r r it u r e » ,

en

Ch.

B esson

y

C.

W einzaepflen, e d s., M a n g er, L ieja , Y ellow Now, 1980. T ra d u cid o al inglés y al alemán. Luego

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CALLE ORDENER, CALLE LABAT

recogid o en «T rois textes», Trois, 3/1, 1987, con los artículos a u tob iográ ficos, cita dos, de 1976. «Q a c lo c h e », en P h. L a cou e-L a b a rtb e, J .-L . N ancy, e d s., L e s fin s d e l ’hom m e. A p a r tir du tra v a il de Jacques D e r r id a , G alilée, 1981 (C o lo q u io de C erisy-la-S alle, vera n o de 1980). T ra d u cid o al inglés. L uego, en L ectu res d e D errid a . L e resp ect des fe m m e s (K a n t e t R o u ss ea u ), G alilée, 1982. Versiones parciales al inglés, al ja p on és y al alemán. C om m ent s ’en so r tir ? , G alilée, 1983. T ra d u cid o al inglés. Un m étier im possible, G alilée, 1983. L ectu res de D errid a , G alilée, 1984, R etoca textos de 1973, 1877 y 1981, antes citados. T ra d u cid o al alemán. M élan colie de l ’a r t , G alilée, 1985 (contien e «L a m élancolie de l ’ a rt», en P h ilosop h er, F a y a rd , 1980; un artículo sobre D id erot, de 1984; y «L ’ espace de la césu re »). T ra d u cid o al alemán y al español: M elan colía del a r te , M on tevideo, T rilce, 1995. R ou ssea u und die F ra u en , T ubinga, R ive gauche, 1985; con cu a tro ilustraciones de la autora. L u ego, en fran cés ( C ah iers d e VACFAS, 4 4, 1986), inglés y portugués. P ou rq u oi rit-o n ? F reu d et le m ot d ’esp rit, G alilée, 1986. T ra d u cid o al alemán. P a roles su ffoq u ées, G alilée, 1987. V ertido al ale­ mán.

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C on version s. L e m a rch a n d d e Venise sous le signe d e S a tu rn e, G alilée, 1988. T ra d u cid o al alemán y al inglés. S o c r a te (s ), G alilée, 1989. T ra d u cid o al inglés. S éductions. D e S a rtre á H é ra clite, G alilée, 1990. C on artículos de 1963 y de 1988-1990. D on Juan ou le refus d e la d ette , G alilée, 1991 (con J.-Y . M asson). T ra d u cid o parcialm ente al ja p o ­ nés. «II n ’y a qu e le p r e m ie r p a s qui c o ü te » , G alilée, 1991. T ra d u cid o al alemán y al inglés. E xp losión I, D e F E cce h om o d e N ietzsch e, G alilée, 1992. T ra d u cid o parcialm ente al hú n garo y al inglés. E xp losión II, Les en fan ts d e N ietzsch e, G alilée, 1993. T ra d u cid o parcialm ente al inglés. L e m épris des ju ifs . N ietzsch e, les ju ifs , l ’an tisem itism e, G alilée, 1994. R u é O rdener, ru é L a b a t, G alilée, 1994. T ra d u cid o al alem án, al portu gu és, al italiano, al ja p on és, al inglés y, a h ora , al castellano: C alle O rdener, calle L a b a t, V a lladolid, C u a tro, 2003. L ’im p ostu re d e la b ea u té, G alilée, 1995. R ecoge artículos de 1990 y 1992-1994, sobre arte, m úsi­ ca , literatura y cine.

E N T R E V IS T A S CO N S A R A H K O FM AN C olectiva , L a Q uinzaine littéra ire, 231, 1976; sobre su con trib u ción al lib r o M im esis.

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CALLE ORDENER, CALLE LABAT

P o r F. L aru elle, L e déclin d e V écritu re, seguido de E n tretien s a v ec J .-L . N ancy, S. K o fm a n , J. D e r r id a , Ph. L a c o u e -L a b a r th e , A u b ie rF lam m arion, 1977. P o r L. F inas, L a Q uinzaine littéra ire, 306, 1979; sob re su N erva l. P o r C h. M atossian, R ev ista d e com u n icaqáo e ling u a g en s, 3 , 1986; sob re la idea de textualidad. P o r Ch. Stevens, S toich eia, 4 , 1987. P o r Ch. Stevens, K a ijf, 4 2, 1987-1988. P o r K . Yintges, D e G ro en e A m sterd a m m er, 22 de ju n io , 1988. P o r A . J ard in e, Yale F ren ch Studies, 75, 1988; sob re las escritoras francesas actuales. P o r G h. G u ertin , L a p e tite rev u e de p h ilo so p h ie, p rim avera 1989; acerca de su S o cra te (s). R espuesta en L ib era tion , 23-24 ju n io , 1990, a un cu estion ario sob re Sartre. P o r U . K on n ertz, D ie P h ilosoph in , 2-3, 1991; sob re el h ech o de escribir. P o r T. M inatom ichi, R ev u e d e la p e n s é e co n tem p o ra in e, 19, 11-12, 1991; entrevista a parecida b a jo el significativo título de «E cee m u lie r». P o r A . J ard in e, en S chifting S cenes, N ueva Y o rk , C olum bia U n iv ., 1991, dir. p o r A. Jardin e y A. Menlce; es la entrevista íntegra de 1988, acerca de las escritoras. P o r J. J. H erm sen , L es cah iers du G rif, 4 6 , 1992; sob re las m ujeres y el pensam iento. P o r E. E n der, C o m p a r (a )s io n , 1, 1993; a b ord a la subversión del placer.

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IN D IC E

P a ra S arah K ofm a n .............................................

7

I. La plum a .................................................. 25 II. 16 de ju lio de 1942 ............................... 27 III. M orir en A uschw itz ............................ 31 IV. Zigzag ....................................................... 33 V. Fiestas y p roh ib icion es ....................... 35 V I. La señora F agn ard ............................... ¡ 39 V II. M erville ..................................................... 45 V III. Separaciones .......... 49 IX . V agabundeos ........................................... 51 X . P recin tos .......................... 55 X I. Calle N otre-D am e-des-C ham ps ........ 57 X II. M etam orfosis .......................................... 61 X II I. E l día de la M adre ............................... 67 XIV. E d u ca ción ............................................... 69 XV. H ay-les-R oses .......................................... 73 X V I. B iom b o ...................................................... 77 X V II. L iberacion es .......................................... 79 X V III. Las dos m adres de L eon a rd o ........... 85 X I X . «U na m u jer desa parece» ..................... 87 X X . Idilio ..................... J.................................. 89 X X I . Fuga ........................................................... 93 X X II. E l hospital ............................................... 97 X X I I I . H en da ya -M oissa c-callejón Langlois 101 N otas ........................................................................... 109 B ib liografía de S arah K ofm a n

.........................

117

Sarah Kofman -trxfí . i-.-

Calle Ordener, calle Labat

ISBN: 84-931403-6-8

1 Hllllllllllllllllllll

22377398 9

788493

140366