De Beauvoir Simone - La Sangre de Los Otros [PDF]

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Zitiervorschau

Simone de Beauvoir

La sangre de los otros

A

N ATA LIA S OROKINE

Cada hombre es responsable de todo, ante todos. DOSTOIEVSKI

CAPÍTULO PRIMERO Cuando abrió la puerta las miradas se volvieron hacia él. —¿Me necesitan? —preguntó. Laurent estaba sentado a horcajadas sobre una silla, delante del fuego. —Es necesario que sepa si se ha decidido o no para mañana por la mañana —dijo Laurent. Mañana. Miró alrededor de él. La pieza olía a lejía y a sopa de repollo. Magdalena fumaba, los codos sobre el mantel. Denise tenía un libro delante de ella. Estaban vivos. Para ellos la noche tendría un fin, habría una aurora. Laurent lo miró. —No se puede esperar —dijo suavemente—. A las ocho debo ir, si voy. Hablaba con cuidado, como se habla a un enfermo. —Naturalmente. Sabía que había que responder, y no podía. —Escucha, ven a verme cuando te despiertes: bastará con que golpees; necesito reflexionar. —Comprendido. Llamaré cerca de las seis —dijo Laurent. —¿Cómo está? —preguntó Denise. —Por el momento, duerme —respondió. Se dirigió a la puerta. —Llama, si necesitas algo —ofreció Magdalena—. Laurent va a acostarse; pero nosotros velaremos toda la noche. —Gracias. Empujó la puerta. Decidir. Los ojos están cerrados, un jadeo se escapa de los labios, la sábana se levanta y desciende, se alza demasiado; la vida se hace demasiado visible, demasiado ardiente, sufre, va a extinguirse, se extinguirá antes del alba. Por culpa mía. Jacobo primero y ahora Helena. Porque no la amé y porque la he amado; porque se aproximó tan cerca, porque permaneció tan lejos. Porque yo existo. Yo existo y ella, libre, solitaria, se sometió a mi existencia, sin poder evitar el hecho brutal de mi existencia, aparejada a la sucesión mecánica de sus instantes; y al fin de la cadena fatal, alcanzada en el corazón de sí misma por el acero ciego, por la dura presencia del metal;

mi presencia, su muerte. Porque yo estaba allí, opaco, inevitable, sin razón. Hubiera sido necesario que nunca fuera. Primero Jacobo, ahora Helena. Afuera es de noche, noche sin reverberaciones, sin estrellas, sin voces. Hace poco pasó una patrulla. Ahora nadie pasa ya. Las calles están desiertas. Delante de los grandes hoteles y de los ministerios, los centinelas montan guardia. Nada sucede. Pero aquí sucede algo: ella se muere. «Jacobo primero.» Una vez más estas palabras obsesivas. Pero en el lento deslizarse de la noche, a través de otras palabras y de viejas imágenes, el escándalo original desarrolla su historia. Se convirtió en la figura particular de una historia como si hubiera sido posible otra cosa, como si desde mi nacimiento no hubiera estado todo dado: la absoluta podredumbre oculta en el interior de todo destino humano. Dada cuando mi nacimiento, presente plenamente en el olor y la penumbra del cuarto de la agonía, presente en cada minuto y en la eternidad. Hoy, y siempre, estoy aquí. Siempre estuve aquí. Antes no existía el tiempo. Desde que comenzó el tiempo estoy aquí, para siempre, hasta más allá de mi propia muerte. Estaba allí, pero en un principio él no lo sabía. Ahora lo comprende, inclinado sobre la ventana del corredor. Pero él no lo sabía. Creía que únicamente el mundo estaba presente. Miraba las vidrieras grasosas, de donde subía el tufo de tinta y del polvo, el olor del trabajo de los otros; el sol inundaba los muebles de viejo roble mientras la gente de abajo se sofocaba en la luz mortecina de las lámparas con pantallas verdes. Durante toda la siesta las máquinas ronroneaban, monótonas. A veces se escapaba. A veces permanecía largo tiempo inmóvil, dejando que los remordimientos le entraran por los ojos, por las orejas, por la nariz. En el suelo, bajo los vidrios sucios, se amontonaba el aburrimiento; y en la gran pieza de paredes claras, el remordimiento se estiraba en volutas dulzonas. Ignoraba que por las lumbreras los obreros podían ver, al alzar la cabeza, su rostro fresco y reposado de niño burgués. La moqueta azul era suave sobe la mejilla, la cocina de reflejos cobrizos exhalaba un olor grato a grasa de cerdo derretida y a caramelo; en el salón resonaban voces lisas como la seda. Pero entre el perfume de las flores de estío, en las llamas crepitantes del invierno mullido, el remordimiento rondaba incansable. Cuando partían de vacaciones, lo abandonaban detrás; las estrellas andaban por el cielo sin remordimiento, las manzanas crujían bajo los dientes, el agua dulce mojaba los pies desnudos. Pero desde el momento en que regresaba al apartamento, embalsamado en las fundas blancas, desde que se sacudían las cortinas llenas de naftalina, lo volvía a hallar, paciente, intacto. Las estaciones se sucedían, los paisajes cambiaban, en los libros de lomo dorado se desarrollaban nuevas aventuras. Pero nada alteraba el murmullo igual de las máquinas. Desde la planta baja, en sombras, el olor se insinuaba en toda la casa. «Un día será tu casa.» Sobre la fachada había una inscripción grabada en piedra: «Blomart e Hijos. Impresores». Su padre subía con paso tranquilo desde el taller al gran

apartamento, respiraba sin turbarse ese aire espeso que se amontonaba en la escalera. Elisabeth y Susana tampoco sospechaban nada; colgaban cuadritos en las paredes de sus cuartos, disponían almohadones sobre sus cama-divanes. Pero su madre conocía, estaba seguro, ese malestar que alteraba el brillo de los más hermosos días; para ella también se filtraba el remordimiento a través de las tablas brillantes del parquet, a través de los cortinados de seda y de la alfombra de lana alta. Quizá ella lo había encontrado también afuera, bajo formas desconocidas; lo llevaba a todos lados con ella, bajo sus abrigos de piel, bajo sus trajes con lentejuelas, estrechamente pegado a su cuerpecito modelado. Sin duda era por esto que siempre parecía estar excusándose; hablaba a los domésticos como excusándose, lo mismo que a los proveedores. Marchaba a pasitos rápidos, recogida en sí misma, como para reducir el espacio que acaparaba. Habría querido interrogarla, pero no sabía bien qué palabras emplear. Un día había intentado hablarle de la gente del taller y ella le había respondido, muy rápido, con voz tranquila: «Oh, no, no se aburren, están acostumbrados. Además, en la vida todo el mundo está obligado a hacer cosas molestas». No había preguntado nada más; lo que ella decía no contaba demasiado, se tenía siempre la impresión de que hablaba delante de un testigo dominante y quisquilloso al que era necesario no chocar. Pero cuando corlaba afiebradamente para el chico de la cocinera una balita que hubiera podido comprar sin esfuerzo en el Bon Marché, cuando se pasaba la noche entera rehaciendo los arreglos desafortunados de la mucama, le parecía que ella comprendía. «Es estúpido, no hay motivo», decían con tono de protesta Susana y Elisabeth. Ella no trataba de justificarse; pero desde la mañana a la noche, corría de un lado a otro, en una fuga sin fin, empujando durante horas la silla rodante de la vieja gobernanta paralítica, conversando con los labios y los dedos con su prima sorda. Y no quería a su prima ni a la vieja gobernanta. No era por ellas que se afanaba. Era a causa de ese olor sin alegría que se filtraba en la casa. A veces llevaba a Juan a ver a sus pobres; había árboles de Navidad para el gusto de niños bien lavados. Agradecían cortésmente el oso de felpa o el delantalcito limpio; no parecían desdichados. Los mendigos en andrajos, acurrucados en las veredas, no parecían más inquietantes; con sus ojos blancos, sus muñecos, sus flautas de metal en las cuales soplaban con la nariz, ocupaban en la calle un lugar tan natural como el del camello en el desierto, como en China los chinos con trenza. Y las historias que se contaban acerca de los vagabundos poéticos, sobre los conmovedores huerfanitos, concluían siempre son lágrimas de alegría, manos apretadas, ropa fresca, pan dorado. La miseria parecía existir solamente para ser consolada, para ofrecer a los niñitos ricos el placer de dar; no molestaban a Juan. Pero había otra cosa, lo sabía, otra cosa de la cual los libros con lomo dorado no hablaban, de la cual tampoco hablaba la señora Blomart: quizá estaba prohibido hablar de ello. Tenía ocho años cuando por primera vez mi corazón conoció el escándalo. Estaba por comenzar a leer en la galería; mi madre entró con uno de esos rostros que le

veíamos a menudo, con un rostro cargado de reproches y de excusas, y dijo: «El pequeño de Luisa ha muerto». Vuelvo a ver la escalera torcida y el corredor de mosaicos al cual daban tantas puertas, todas semejantes; mamá me dijo que detrás de cada puerta había un cuarto donde vivía una familia entera. Entramos. Luisa me tomó en sus brazos; sus mejillas estaban blandas y mojadas; mamá se sentó sobre la cama, a su lado, y se puso a hablarle en voz baja. En el moisés había un bebé pálido, con los ojos cerrados. Miré el pavimento rojo, las paredes desnudas, el calentador de gas, y me eché a llorar. Lloraba y mamá hablaba y el niño continuaba muerto. Podía vaciar mi alcancía y mamá podía velar noches enteras: estaría siempre muerto. —¿Qué tiene este chico? —preguntó mi padre. —Me acompañó a casa de Luisa —replicó mamá. Ya había contado la historia, pero nuevamente trató de hacerla sentir, con palabras: la meningitis, la noche de angustia y, por la mañana, el cuerpecito frío. Papá escuchaba comiendo su sopa. Yo no podía comer. Allá abajo, Luisa lloraba, no comía; nada le devolvería su niño nunca. Nadie borraría ese mal que manchaba el mundo. —¡Y bien, toma tu sopa! —ordenó mi padre—. Todos acabaron ya. —No tengo hambre. —Esfuérzate, queridito —dijo mamá. Llevé la cuchara a mis labios y la volví al plato con una especie de arcada: —¡No puedo! —Escucha —me interpeló mi padre—. Es muy triste que el pequeño de Luisa haya muerto, estoy muy triste por ella; pero no vamos a llorarlo toda la vida. Vamos, acaba de una vez. Comí. De un golpe la voz dura deshizo el nudo en mi garganta. Sentí el líquido libio deslizarse contra las mucosas y a cada cucharada corría en mí algo más nauseabundo que el olor de la imprenta. Pero el nudo se había deshecho. No toda nuestra vida. Esta noche hasta el alba y quizás algunos días más. Pero no toda la vida. Después de todo, es su desgracia y no la nuestra. Es su muerte. Lo habían acostado sobre el banco con su cuello desgarrado y aquella sangre coagulada sobre su rostro; su sangre, no la mía. «Nunca olvidaré.» Marcelo también lo gritó en su corazón. «Nunca, cabecita, potrillito, chico bueno y prudente. Nunca olvidaré tu risa, tus ojos vivos.» Y su muerte está en el fondo de nuestras vidas, tranquila y extranjera, y nosotros, vivientes, nos acordamos de ella: vivimos para acordarnos de ella mientras que ella ya no existe, nunca ha existido para aquel que murió. No toda nuestra vida. Ni siquiera

algunos días. Ni siquiera un minuto. Estás sola sobre esa cama y yo no puedo más que escuchar ese jadeo que sale de tus labios y que tú no oyes. Había comido su sopa y toda su comida. Ahora estaba inclinado sobre el piano de cola: la lámpara de cristal brillaba con todas sus luces, las frutas abrillantadas reverberaban bajo su caparazón de azúcar, tiernas y coloreadas como bombones, las bellas damas sonreían. Miraba a su madre: no se parecía a esas hadas perfumadas. Un vestido negro descubría sus hombros; sus cabellos, negros como su traje, se enroscaban en una trenza alrededor de su cabeza; pero delante de ella no se pensaba en las llores, ni en los dulces opulentos, ni en los caracoles o los guijarros azules. Una presencia, una simple presencia humana. Corría de un extremo al otro del salón, con sus minúsculos zapatos de tacón demasiado alto; y ella también sonreía. Aun ella. Un rato antes, aquel rostro extraviado, aquella voz baja e intensa que cuchicheaba en la oreja de Luisa; y ahora esta risa. No toda nuestra vida. Había arañado la alfombra. El pequeño de Luisa ha muerto. Se esforzaba por contemplar la imagen; Luisa sentada al borde del lecho, lloraba. Él ya no lloraba. Y aún, a través de la imagen fija y transparente, seguía con los ojos la presencia de los trajes malvas, verdes, rosas; y los deseos renacían: deseos de morder esos brazos cremosos, de hundir la cara en esas cabelleras, de rozar como un pétalo las sedas ligeras. El pequeño de Luisa había muerto. En vano. No es mi desdicha. No es mi muerte. Cierro los ojos y permanezco inmóvil; pero es de mí de quien me acuerdo y su muerte entra en mi vida: yo no entro en su muerte. Me deslicé debajo del piano, y en mi cama lloré hasta dormirme por causa de esa cosa que había corrido por mi garganta junto con la sopa tibia, más acre que los remordimientos: mi falta. La falta de sonreír mientras Luisa lloraba, la falta de llorar mis lágrimas y no las suyas. La falta de ser otro. Pero era demasiado pequeño para comprender. Pensaba que la falta había entrado por sorpresa en él, porque sus dedos crispados se habían aflojado, porque su garganta se había desnudado. No adivinaba que es este mismo aire que llena mis pulmones, la sangre que corre por mis venas, el calor de mi vida. Pensaba que si se empeñaba, no volvería a sentir ese gusto impuro. Se aplicaba a ello. Se sentaba delante de su pupitre escolar y su mirada inocente acariciaba la página lisa, sin pasado, virgen como el porvenir. Hoja desnuda; tela vacía; tierra pura v helada que brilla más allá de las revoluciones futuras. Marcelo arrojó su pincel; sobre el rostro de Jacobo, esa sangre; esa sangre que humeaba por cada gota que derramamos y por cada gota que ahorramos. Su sangre. Roja sobre el pavimento blanco, sobre el césped; en tus venas hinchadas, tan perezosa, tan pesada. «¡No pasará la noche!» Nada de flores, nada de coche fúnebre: te ocultaremos en la tierra. Ese fango sobre mis manos, ese fango sobre nuestras almas. No era el porvenir del niñito obediente que trazaba candorosamente rectas y paralelas. No podía adivinarlo. Ignoraba el peso de su propia presencia. Traslúcido y blanco delante de la página blanca sonreía el bello porvenir razonable. Ella hablaba tan razonablemente; como si nunca hubiera tenido aquellos gestos friolentos, ni hubiera marchado a pasitos reticentes. Decía que la miseria y la

esclavitud, los ejércitos y las guerras, así como también las pasiones desgarrantes y los negros equívocos eran una idiotez, la insondable idiotez de los hombres. Con haberlo querido, simplemente, todo hubiera cambiado. Me indignaba su locura; pensaba que deberíamos habernos tomado de las manos y haber recorrido la ciudad, ella trotaría con sus zapatitos de taquitos, y yo la tiraría hacia adelante con mi fogosidad de niño; habríamos detenido a los transeúntes en las plazas, hubiéramos entrado en los cafés y arengado a la muchedumbre. Esto no parecía tan imposible. En una calle cubierta de despojos, en una mañana afiebrada por un golpe de Estado, las gentes se habían echado bruscamente a correr, presas del pánico. Dócil a la corriente, papá corría arrastrando a Elisabeth y a Susana; ella se detuvo, y para contener el empuje estúpido, extendió sus bracitos. Yo estaba convencido de que si papá no la hubiese alzado, si él no hubiera extendido sus grandes brazos hombrunos, la multitud subyugada hubiera reanudado su paso tranquilo. Pero mi padre no planeaba detener la marcha ciega del mundo; corría con dignidad en el gentío y las exhortaciones nada podían contra su paso empecinado. Cuando ingenuamente empecé a interrogarlo, comenzó por sonreír. Más tarde, ya no sonreía; evocaba con agrio orgullo su vida de trabajo y abstinencia. Se sentía en el lujo que lo rodeaba con derechos tanto más seguros cuanto no se preocupaba por gozar de ellos. Trabajaba durante el día y por la noche leía grandes libros, tomaba notas. No le gustaban las visitas. Casi nunca salía. Comía y bebía con indiferencia. Hubiera podido decirse que consideraba sus cigarros, su armagnac 1893, sus borgoñas, como distinciones honoríficas necesarias solamente a la paz de su conciencia. «Los niveles se consiguen por abajo», me explicaba. «No elevarás la masa: solamente lograrás suprimir las élites.» Su voz era cortante, no admitía réplica; pero en el fondo de sus ojos había una especie de miedo furibundo. Yo callaba y poco a poco presentía la verdad: mi padre respiraba voluptuosamente, como si fuera incienso, el olor corrupto del mundo. Pues no era únicamente la casa, toda la ciudad estaba infectada; toda la tierra. Por la noche, en el subterráneo, la misma angustia me sofocaba. Los hombres abandonaban sus manos sobre sus rodillas, los ojos de las mujeres estaban sin brillo, y en las sacudidas de la marcha, dejaban expandirse pesadamente sus sudores y sus penas; el tren atravesaba un andén de cerámica, con letreros multicolores, que reflejaban la imagen cotidiana de la tierra con sus salamandras, sus latas de conserva, luego se sumergía en el túnel negro. Me parecía que aquél era el único destino de esa multitud acosada y se me oprimía el corazón. Me acordaba de una película que había visto con mi amigo Marcelo: una ciudad hundida en las entrañas de la tierra donde los hombres se consumían en el sufrimiento y la oscuridad mientras una raza orgullosa gozaba de los esplendores del sol en blancas terrazas; la historia concluía con una inundación, una revolución, y en medio de un gran desorden de alambiques rotos, había una reconciliación final. Y yo me preguntaba: «¿Por qué éstos no se rebelan?». Frecuentemente, los domingos, arrastraba a Marcelo hasta Aubervilliers, en Pantin.

Marchábamos durante horas a lo largo de los muros desiertos, entre los gasómetros, las chimeneas de la fábrica, las casas de ladrillo ennegrecido. Vidas enteras transcurrían allí. El mismo gesto acosado, siempre, de la mañana a la noche. «Están habituados.» Si estaban habituados, era mucho peor todavía. Cuando pronuncié delante de ella la palabra revolución, enrojeció: «¡Eres un niño! ¡Hablas sin saber!». Traté de discutir; pero me detuvo con el cuerpo estremecido por el espanto. Era insensato querer cambiar algo del mundo o modificar la vida; ya bastante mal andaban las cosas para que se las tocara. Se empeñaba en defender cuanto su corazón o su razón condenaban: mi padre, el matrimonio, el capitalismo. Porque el mal no estaba en las instituciones, sino en lo más profundo de nosotros mismos. Había que acurrucarse en un rincón, hacerse lo más chico posible y antes que intentar un esfuerzo pervertido por anticipado, aceptarlo todo. ¡Esta prudencia! ¡Esta prudencia insensata! ¡Como si hubiera un medio de escapar! Mantener cerrada la puerta y los labios apretados, pero mi silencio clama por órdenes. «Nada dices, entonces adelante», o bien: «No dices nada, entonces espero». Mi presencia es mi palabra. Avanza, pues, avanza por el fango de la noche. Decide. He decidido tu muerte y no estoy exento de culpa. Todavía. Querría gritar «gracia» y no hay gracia. ¡Oh, mi mal amada! Si hubiera jugado antes las piezas de la prudencia, hubiera abierto mi puerta, hubiera abierto mis brazos y mi corazón. Mudo, rígido. «No alzaré un dedo para hacer matar a un hombre.» Y pesaría sobre la tierra con toda la fuerza de mi peso inmóvil. Te mueres. Otros agonizan lentamente, con los cuerpos como el de las cebras a causa de los golpes recibidos, con la piel pegada a los huesos. Dos millones de prisioneros tiemblan detrás de las alambradas de púas. Rosita saltó por la ventana. La hallaron en sil celda ahorcada con su calzón. ¡Insensato! ¡Odiaba esa prudencia! Alzaba la mano, levantaba el brazo entero; miraba a su madre con cólera: «Cambiaremos el mundo». ¡Esa imprudencia! ¡Esa imprudencia insensata! Quería hablar, actuar. Y he aquí a Jacobo con los ojos cerrados sobre el banco, con su camisa abierta y la sangre coagulada sobre el rostro. Pero todo entonces parecía tan simple, pobre adolescente ingenuo. Levantaba el puño, cantaba a coro: «Mañana, la Internacional abarcará el género humano». No habría más guerras, ni más huelgas, ni trabajos serviles, ni miseria. Muerte a los hombres de mala voluntad y alegría sobre la tierra. Pulverizaba idealmente al viejo mundo y reconstruía con sus pedazos un nuevo universo, como un niño arregla las piezas de un juego de mecano. —¡Hecho! ¡Me inscribí en el partido! —dije entrando ruidosamente en el estudio de Marcelo. Marcelo dejó su pincel y volvió el caballete hacia la pared; todas sus telas estaban vueltas hacia la pared, de ellas tan sólo se veía el bastidor. —Naturalmente —respondió—, era de suponerse que acabarías por hacerlo.

—Si no movemos aunque sea el dedo, ¿cómo quieres que cambie el mundo? —repliqué. Marcelo sacudió la cabeza: -—Nada hay que esperar de este mundo. La pasta es de mala calidad. Me agrada más fabricar otro con piezas enteramente nuevas. —Pero el tuyo existe tan sólo sobre las telas. Rió misteriosamente: —Eso habría que verlo. Vio. Pero en aquel entonces era joven; él también era joven a pesar de su desafío, y esperaba. Casi diariamente golpeaba a su puerta. Me acogía ya con alegría, ya con indiferencia. Me acogía. Debería haber cerrado su puerta, fieramente. Tampoco él sabía. O quizá sabía que es imposible mantener cerradas las puertas. Entraba. Sentado ante una mesita, Jacobo trabajaba: se parecía a su hermano, solamente que sus rasgos estaban modelados con dulzura v no tallados a cincel. Marcelo depositaba una botella de aguardiente barato sobre la mesa cargada con cactus, caracoles, raíces de mandrágora y de mosaicos bicornes que se divertía en fabricar con guijarros, clavos, fósforos y piolines. En un bol de vidrio había un hipocampo; un pequeño taco espinoso y negro sostenía una noble cabeza de caballo. Encendíamos los cigarrillos, hablábamos. Me gustaba hablar. Escogía con cuidado mis palabras: debían conducir a Marcelo hacia esa tierra purificada hacia la cual me dirigí de prisa; y era Jacobo quien las escuchaba. Alzaba la cabeza. —¿Cómo luchar junto al proletariado? —preguntaba—. No formamos parte de él. —¡Si deseamos lo mismo que ellos! —De ninguna manera. Un obrero desea su liberación; mientras que tú deseas la liberación de los demás. —Poco importa. Se trata de llegar al mismo resultado. —Pero el resultado no se separa de la lucha que conduce a él. Hegel explica eso muy bien. Deberías leerlo. —No tengo tiempo. Me molestaba un poco con sus sutilezas filosóficas. Creía que él se limitaba a hablar; y estaba comenzando a vivir con pasión.

—Seguro, hay que reivindicar para obtener —decía—; pero para obtener lo que se ha reivindicado. Un bien que nunca he querido no es mi bien. Es lo que los fascistas no logran comprender. Admiro a Marx porque pide a los hombres que tomen y no que reciban. Pero tú y yo nada tenemos que tomar; no somos de esa orilla. No. Es imposible hacerse comunistas. —Entonces, ¿qué debemos hacer? Alzaba despreciativamente los hombros. —No lo sé. Yo sonreía. Era tan sólo un escolar. No debería haber sonreído: sabía al menos que ocupaba un lugar en la tierra y que nunca atravesaría la opacidad de su propia presencia. Yo no siempre sabía. Tenía miradas solamente para esos horizontes futuros donde no existirían los remordimientos. Y luego, un día, me vi. Me vi sólido, opaco, en esa mesa familiar donde humeaba una tortilla, concentrando toda la luz sobre mi traje bien cortado, en mis manos cuidadas; me vi como me veía Jacobo, como me veían los obreros cuando circulaban por los talleres, tal como era: el hijo del señor Blomart. Bajo las miradas de asombro de cuatro ojos escandalizados detenidos en mi mejilla tumefacta, me volví de golpe presente, evidente, para mí mismo. La mejilla se había hinchado todavía más durante la semana. «¿Qué inventaré?» Antes de entrar al comedor se había cubierto el rostro, largo rato, con una servilleta húmeda. El ojo estaba casi cerrado. —Buen día, mamá; buen día, papá —dijo con aire despreocupado. Se inclinó para besar a su madre. —¡Dios! ¿Qué te ha ocurrido? —preguntó la señora Blomart, horrorizada. —¡Qué cara! —comentó Susana. Se sentó sin responder y desdobló la servilleta. —Tu madre te pregunta qué pasó —dijo el señor Blomart, secamente. —¡Oh, nada! —respondió Juan. Rompió un pedazo de pan entre sus dedos—: Ayer estuve con unos amigos en un bar de Montmartre y hubo pelea. —¿Qué camaradas? —inquirió su madre. Había enrojecido un poco, como cuando estaba contrariada. —Marcelo y Jacobo Ledreu —replicó Juan.

Tenía miedo de enrojecer él también; no le gustaba mentir. —¿Así, pues, que eso es consecuencia de una trompada? —dijo el señor Blomart lentamente. Detrás de su lente, su ojo brillaba, perspicaz. —Sí —respondió. Se pasó la mano por la cara hinchada. —El tipo debía de tener el puño bien sólido, como un ariete —comentó el señor Blomart. Examinó a su hijo con severidad—: ¿Qué hacías a medianoche delante de Bullier, en medio de un montón de locos que aullaban la Internacional? La sangre subió a las mejillas de Juan; tragó saliva. —Salía del mitin.

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—¿Qué historia es ésta?,—preguntó la señora Blomart. —He aquí la historia -—dijo el señor Blomart con aire contenido—: el comisario de policía me telefoneó esta mañana para avisarme que poco ha faltado para que tu hijo fuera inculpado por insultos y golpes contra un agente de la fuerza pública. Felizmente, Perrum es una buena persona; lo soltó en cuanto identificó mi nombre. Toda una vida de trabajo y honradez... Juan examinó las venillas violetas que surcaban las mejillas de su padre; mejillas de apoplético. La calma del señor Blomart testimoniaba un control sobre sí mismo difícilmente conquistado. Juan se sentía incómodo: a pesar de los barritos y de la barbilla gris, esta virtuosa figura lo intimidaba. —Se nos vinieron encima sin que mediara una provocación —dijo—; nos apalearon y nos llevaron detenidos. —Con toda seguridad que la policía hizo lo que debía hacer —respondió el señor Blomart—. Pero lo que me interesa saber es la razón por la cual tú te hallabas en un mitin comunista. Hubo un silencio de muerte. Juan amasaba una bolita de pan entre los dedos. —Sabes muy bien que en estos asuntos no estoy de acuerdo contigo —dijo. —Así, pues, ¿eres comunista? —preguntó el señor Blomart. —Sí —respondió Juan. —Juan —exclamó su madre con tono implorante. Parecía reprocharle haber pronunciado una palabra obscena.

El señor Blomart se rehízo; con un amplio gesto señaló la mesa servida. —Entonces, ¿qué haces aquí, en la mesa de un odioso capitalista? Miraba a Juan sonriendo irónicamente. Entonces, de pronto, se había visto. Había mirado con algo de extravío el gran comedor, el armario lleno de vinos añejos, la tortilla de queso; y él estaba allí, con los demás. Se había levantado y marchado de la pieza. Mi apartamento, mi casa: un cuerpo humano ocupa tan poco lugar, desplaza tan poco aire; es monstruoso este enorme caparazón inflado alrededor de un modesto animal. Y en su ropero todos esos trajes de tela escogida, cortados expresamente para él: el hijo de Blomart. Había golpeado la puerta detrás de él y caminado largo rato. Era un bello día de otoño. En el follaje rojizo de los castaños se balanceaban, frescas y vivaces, algunas llores que parecían haberse equivocado de estación. Andaba, con sus zapatos de buena calidad y su traje bien cortado: el hijo de Blomart ocupaba un lugar en la tierra, era cierto; pero lo había escogido él. Se sentía molesto de sí mismo, aunque esto no lo inquietaba demasiado: seguramente todo se arreglaría, con seguridad encontraría la manera de vivir. ¿Cómo adivinar que él era el peligro? Peligroso como un árbol inconsciente que extiende, al doblar el camino, sil sombra sin peso; peligroso como ese juguete duro y negro que Jacobo miraba sonriendo. Parecía tan inofensivo pasearse con las manos en los bolsillos oliendo el olor chamuscado de los árboles; empujaba con el pie una castaña que rodaba sobre el fango, y el aire que respiraba no lo robaba a nadie. Pensaba: «Se acabó el hijo de Blomart». En dos años de aprendizaje, a lo más, dominaría un oficio; a partir de ese momento el pan que comería sería realmente su pan. Se sintió de repente muy feliz. Comprendía por qué su niñez y su adolescencia habían tenido siempre ese gusto corrompido: era la savia podrida del viejo mundo lo que circulaba por sus venas; pero cortaría sus raíces y se transformaría en un nuevo ser. Un olor a cebolla frita flotaba en el rellano y se oía a través de la puerta un crepitar seductor. Golpeó. «Entre», dijo Marcelo. Jacobo estaba inclinado sobre una hornilla en medio de un espeso vapor picante. Juan le hundió la mano en los cabellos. —¿Te va bien, marmitón? —Se aproximó a Marcelo, que reposaba indolentemente en el diván—: Buen día, viejo. —Buen día —respondió Marcelo, tendiéndole una mano negligente. Pero se incorporó de golpe—: ¡Eh! ¡Qué cara! ¿Te fijaste, Jacobo? Jacobo se volvió a regañadientes de la hornilla humeante donde dos grandes salchichas sudaban su grasa con un chirriar movedizo. —¡Dios! —exclamó—. ¿Quién te puso así? Juan se tocó la mejilla.

—Me dieron un golpe de cachiporra —explicó. —Pegaron duro —dijo Jacobo con aire maravillado—. ¿Fue anoche? —Sí, cuando salíamos de Bullier. La policía se nos vino encima. Había cierto orgullo en su voz. Imbécil, ciego. Ignorante del peligro de su presencia, de la trampa oculta en cada palabra, en cada inflexión de su voz complaciente. Y Marcelo que me dejaba hablar sonriendo, con su enorme sonrisa de caníbal, imbécil, ciego, en lugar de arrojarme escaleras abajo. —Pudieron hacerte pedazos —comentó Jacobo. —No te exaltes, potrillito—dijo Marcelo—. Bien ves que está entero. —Tocó la sien de Juan—: ¿Una compresa? —No, mejor dame de comer. Juan miraba con ansia las salchichas echadas sobre un lecho de cebollas doradas; la costra de la piel había reventado y una carne granulosa brotaba de las largas llagas. —¿No almorzaste? —preguntó Marcelo—. ¿No te atreves a presentarte en tu casa? —¡Ay! Me presenté. —¿Hubo drama? —Más bien sí. —Juan dio algunos pasos y se detuvo delante del caballete vacío—: ¿Sabes lo que se me ocurrió hace un rato? Tengo ganas de que el viejo Martín me enseñe el oficio de impresor, sin decir nada a mi padre. Y el día que tenga un oficio entre manos, mando al diablo la casa. Debiera haberlo adivinado. Los ojos de Jacobo brillaban de asombro, incrédulo; brillaban demasiado. —¿Para qué? —dijo Marcelo—. ¿Qué ganarías con eso? —No puedo permanecer toda mi vida en una situación falsa. —¿Crees que hay situaciones justas? —dijo Marcelo. Cortó en la sartén un enorme trozo de salchicha y lo tragó—: Comamos. —Y ahora —dijo cuando la comida hubo acabado—, ahueca: voy a trabajar. —Ahueco—dije. Miré a Jacobo; hacía lindo tiempo y no tenía ganas de quedarme solo—: ¿Tú también trabajas? ¿Vienes a pasear conmigo?

Enrojeció de sorpresa y placer. —¿No te molesta? —Puesto que te lo propongo... Fuimos a sentarnos al parque Montsouris, cerca del estanque; había un cisne que se deslizaba por el agua y nos rodeaban muchos niños. —Tienes suerte —me dijo Jacobo—. Se diría que siempre sabes lo que debes hacer. —Si no te lo impidiera un montón de prejuicios intelectuales... —Es que soy un intelectual —declaró Jacobo. Me encogí de hombros. —Entonces, resígnate. Sigue filosofando. —Actuar por actuar, sería un engaño —reflexionó—. Pero quizá mis vacilaciones también lo son. Me miraba con duda. Era tan joven, tan ardiente; debería haberle sido fácil vivir. Parecería que no tenía más que abandonarse. —Eres demasiado tímido —le dije—. Mientras te preguntes si la causa del proletariado es tu causa, nunca lo será. Di, simplemente: es mi causa. —Sí —asintió Jacobo—. Pero no puedo decirlo sin motivo. —Durante un instante miró en silencio el gran cisne blanco, luego sonrió—: Voy a mostrarte algo. —Muestra. Vaciló y metió la mano en un bolsillo: —Es un poema, mi último poema. No entendía mucho de poesía; pero el poema me gustó. —Me parece un lindo poema—dije—. En todo caso, me gusta. ¿Escribiste muchos otros? —Algunos. Te los mostraré, si quieres. Resplandecía de felicidad. —¿Qué le parecen a Marcelo? —¡Oh! Marcelo es mi hermano —dijo Jacobo, turbado.

Sospeché que Marcelo consideraba a su hermano como un genio adolescente. Por otra parte, ¿quién era ese que me disponía a asesinar tranquilamente, junto al estanque donde bogaba un cisne, bajo el ojo plácido de las madres de familia? ¿Qué no fue? A partir de aquel día, pasaba mis tardes en los talleres. «Quiero conocer la técnica», decía a mi padre. Me bañé a mi vez en el olor del trabajo, en la luz mortecina de las lámparas con pantallas. «La aireación es insuficiente», decía el viejo Martín. «Habría que instalar nuevos respiraderos. Debería decírselo a mi padre.» Se retorcía los bigotes. «Siempre fue así», respondía. Allí estaban, un puñado de viejos obreros que parecían más empleados de la casa que verdaderos proletarios; odiaba sus voces deferentes y su resignación obstinada. Siempre fue así: ¡Justamente! Había que destruir todas esas cosas que existían, inertes, sin haber sido escogidas. Yo mismo, sentado delante del teclado de la linotipia, volví a encogerme. «Lo conseguiré.» Tocaba mi mandil de tela gris: cerraría la puerta detrás de mí, andaría por la calle con la cabeza alta y las manos vacías. Basta de «hijo de Blomart»: un hombre únicamente, un hombre verdadero y sin mancha, que depende de sí mismo. Levanté la cabeza y me topé con los ojos de un obrero joven que volvió rápidamente la mirada. Bajo el mandil polvoriento adivinaba mi traje de tela clara; si hubiera intentado hablarlo, me hubiera tomado por un provocador. Todavía era el hijo del patrón. —¿Cuándo vas a decidirte? —preguntaba Jacobo. —Cuando haya aprendido el oficio de verdad. Así pasaron dos años. Me convertí en un buen tipógrafo. Conocía todos los secretos de la composición y de la impresión. Y no me marchaba todavía. —Cuando haya encontrado un puesto. Pero no lo buscaba. Por culpa de ella. Ella estaba allí, fija, silenciosa, sin formular jamás una pregunta, pero pronta a apretar los labios al primer choque, como en aquel almuerzo después del mitin de Bullier. Éramos libres, libres de ensuciar nuestras almas, de arruinar nuestras vidas; ella se tomaba una única libertad: sufrir por ello. Era peor que si hubiera exigido algo. Hubiera podido odiar sus exigencias y reproches. Pero ella estaba allí, nada más: le reprochaba estar allí, simplemente porque estaba allí. Era su presencia misma lo que había que detestar. ¿Podía amar y odiar su presencia? No comprendía y me debatía con la verdad. La verdad de mi amor y de tu muerte. No era su falta; no era mi falta. Y la falta estaba allí, entre ambos, y solamente nos quedaba huir. Huir de ella y del mal que le hacía con mi falta, huir de mí mismo para no descifrar en mí el secreto que pesaba sobre ella. —Bastará con hablarla. Terminará por comprender.

Se aproximó a ella una noche. Estaba sentada en el saloncito, junto a la lámpara; leía. Desde hacía un año había cortado sus hermosos cabellos negros y asomaban cortos y espesos alrededor de su cabeza; hasta sus cabellos eran una riqueza humana: ni un vellón animal, ni una vegetación: cabellos de mujer, cuidados, cepillados, lustrados con mano inteligente. Los contempló largo rato y fue a sentarse delante de ella. De un tirón, comenzó a hablar: «¿Sabes una cosa, mamá? No me haré cargo de la imprenta.» Escuchó un momento y luego habló a su vez, con el busto alzado y las dos manos apoyadas en los brazos del sillón. «¡Pero es insensato!» La indignación daba a su voz un acento mundano. Él suplicaba. —Escucha, trata de comprender: desapruebo este régimen, ¿cómo podría beneficiarme con él? —Pero ya te beneficiaste; son tus deberes los que rechazas. Tu educación, tu salud, es a tu padre a quien las debes; y ahora que precisa de ti, vas a dejarlo solo. —Todo cuanto usufructué hasta hoy, fue a pesar de mí. No me considero comprometido por ello. Se levantó y fue hasta el piano para arreglar algunas flores en un florero, luego se volvió: —Entonces, ¿qué esperas para prevenir a tu padre? —Quería hablarte antes. —No es honesto: le has dejado pagar tu aprendizaje; y ahora comes tranquilamente de su pan mientras buscas una ocupación: es fácil así. Le hizo frente, encolerizado. Sus vacilaciones, esa cobardía que le reprochaba, eran a causa de ella. Ella lo enfrentaba también, con los labios apretados y las mejillas coloradas. Se midieron un momento, cada uno desafiando en el otro sus propias debilidades. —Está bien, le hablaré en seguida. —Es cuanto te queda por hacer. La voz era cortante, seca. Él escuchaba otra voz suplicante detrás de ésta: que no hable todavía, que me dé un poco de tiempo. Pero ese balbuceo mudo, ni ella ni él debían tenerlo en cuenta. Salió del salón; al pasar dio un puntapié a un almohadón de seda. ¡Con qué transporte de justicia colérica tomaba ella partido por un hombre al que no amaba! Siempre pronta a sacrificarse la primera y a sacrificar con ella cuanto le importaba en lo más hondo. Ella lo había querido así. Por otra parte, tenía razón, no podía hacer otra cosa. Descendió un piso y llamó a la puerta del escritorio.

—Quería hablarte. —Siéntate. Se sentó. Habló sin timidez, sin desvíos, con la alegría de la liberación. Se sentía muy feliz de cortar todos los puentes detrás de él, puesto que lo obligaban a ello. De este modo se vería arrojado finalmente en la corriente, no diferiría más de un huelguista en procura de su pan cotidiano. Vació su cartera sobre la mesa. «Te juro que nunca más volverás a saber de mí.» «Lo hice.» Abrió su armario y miró con alivio los trajes colgados en las perchas. Había concluido. Extendió sobre la cama un número viejo de L'Humanité, el cepillo de dientes, el jabón, la navaja. Vaciló un segundo, luego recogió una camisa, dos pañuelos, dos calzoncillos y tres pares de calcetines; el paquete no era muy grande. «Preguntaré en Thierry, en Coutant e Hijos, en Faber.» Metió el paquete bajo el brazo: «Lo haré». Y lo había conseguido. Repitió: «Lo hice». Volvía a ver las lámparas verdes, el taller polvoriento, volvía a verse vestido con su mandil gris y prometiendo: «Lo haré». Era tan fácil entonces; únicamente tenía que decidir no verla, ni siquiera esto: no decidir verla y no la vería. Pero mientras empacaba su ropa, ella estaba allí. En el saloncito o en su cuarto. En alguna parte del departamento. Dijo con cólera: «No es mi falta. No podía hacer otra cosa». No podía... Como si la fatalidad hubiera existido fuera de ella misma, impersonal, indiferente; como si se hubiera podido llamarla en demanda de auxilio. Pero la espina estaba en su corazón. «Solamente me tenía a mí.» En adelante quedaría sola entre las paredes y los terciopelos, con el remordimiento que rondaba y mil dardos vivos que atravesarían también su corazón. No verterá una lágrima, pero velará hasta mucho más tarde, inclinada con fría devoción sobre las ropas de Elisabeth y de Susana. Y sin embargo, no es culpa suya. Ni culpa suya ni mía. ¿De quién era la culpa? Se irritaba. La buscaba en un sitio determinado, creyendo poder arrancarla como a una hierba mala. «Debería haberla preparado lencamente. No debió contrariarse.» Pero siempre habríamos llegado a la misma situación: mi partida, su soledad y su injusto sufrimiento. Arrojó una última mirada sobre su cuarto, esa habitación donde ya no volvería a estar. Los muebles, los grabados que ella escogiera para él, ya tan sólo rodeaban su ausencia; y ella apresuraría el paso al pasar por delante de la puerta cerrada. Franqueó la puerta. El comedor estaba silencioso, las maderillas del piso lustrado crujieron bajo sus pies. Marchó hasta el extremo del corredor y golpeó. —Entra. Estaba de rodillas delante de un montón de medias de seda de color crema y gris.

Adrede, ella se arruinaba la vida adrede. ¿Perú cómo defenderla contra ella misma? A veces él lo conseguía: únicamente él. Y se marchaba. —Acabo de ver a papá. —Ella alzó la cabeza—: Me conjura a dejar la casa de inmediato. —¿En seguida? Continuaba de rodillas, pero su mano había dejado caer el ovillo de medias. —Es natural. —Se encogió de hombros—: Tenías razón; ya nada me quedaba por hacer aquí. —En seguida —repitió ella. Con los labios entreabiertos, no ya apretados, sino abandonada por entero al calor reconfortante de su cólera—. ¿Qué será de ti? El la conformó: —Pronto hallaré trabajo. Mientras tanto, me instalaré en casa de Marcelo. —Se aproximó a ella, le tocó el hombro—: Querría no haberte hecho daño. Ella se pasó la mano por sus cabellos, descubriendo su frente fatigada. —Puesto que lo piensas así... Había descendido lentamente la escalera. «Es lo que quise. No tengo por qué arrepentirme.» Ella quedaba allí arriba, arrodillada delante de la pila de medias, sola. Lo hice. Pero también hice algo más: no quería que sufriera. ¡Ah!, no quería tu muerte. Hela aquí extendida sobre el lecho con los párpados inmóviles; la cabellera rubia sobre la almohada tiene ya el aspecto de una planta marchita. ¿Volveré a ver sus ojos vivos? Se decía: «De nada tengo que arrepentirme». ¡Insensato! Debía lamentarse de existir. «No tengo de qué arrepentirme.» Invocaba locamente este consuelo desesperado, tratando de aprobar su acción, y sin embargo sentía ese peso que lo tiraba hacia atrás y pensaba con su estremecimiento dé cólera: «No debería existir nada detrás de uno». —Siempre queda algo detrás de uno —dijo Marcelo—. Por esto tu intento me parece tan arbitrario. —Pero no intento nada extraordinario —se defendió Juan. Estaba sentado sobre el canapé salpicado de copos crocantes, tenía en sus manos un vaso de buen vino—. Lo único que quiero es ir por la vida sin más ventajas que los otros y poseer solamente lo que un hombre puede ganar por sus propios medios. —Sus propios medios —repitió Marcelo—; es fácil decirlo. Observó a Juan de pies a cabeza.

—Sí —dijo Juan—. Mi padre pagó este traje, estos zapatos; también pagó mi aprendizaje. Pero nadie parle totalmente del cero absoluto. —Exactamente eso es lo que afirmo —respondió Marcelo. Sonreía con una sonrisa que descubría sus dientes grises y le marcaba profundamente arrugas en su piel de caimán—: ¡Si únicamente se tratara de ese traje! Pero tu cultura, tus amistades, tu salud de joven burgués bien nutrido también cuentan. No puedes deshacerte del pasado. —Cuando haya vivido algunos meses como un verdadero obrero, no pesará tanto. —Siempre se abrirá un abismo entre un obrero y tú: escoges libremente una condición que a él le imponen. —Es cierto —replicó Juan—; pero al menos habré hecho lo que pude. Marcelo se encogió de hombros. No me parecía que mi esfuerzo fuera tan inútil; mi vida había cambiado para bien. Había borrado mi nombre, mi figura, y en los talleres de Coutant e Hijos era un trabajador exactamente igual a los otros. A las 8, atravesaba el patio gris donde se apilaban bajo las lonas las bobinas de papel: todos los días. Los obreros no volvían la cabeza a mi paso, ni los capataces sonreían; me instalaba delante de mi máquina, la examinaba con cuidado: era yo el responsable; y comenzaba a golpear las teclas del teclado: «Es de verdad. ¡Por toda mi vida!» Cuando me quitaba la blusa, no era para penetrar en un lujoso salón, florecido de tulipanes. Atravesaba en autobús las tristes calles de Clichy, me metía en una pieza donde flotaba un olor a lejía y a cocina, estrecha, con un calentador de gas en un rincón y una palangana a guisa de lavabo. «Es triste», decía mi madre. Pero me gustaba que mi morada estuviera reducida a la justa medida de un hombre: las seis caras necesarias para construir un cubo, un agujero para dejar entrar la luz, otro para poder entrar. —Debes de ser feliz —me decía Jacobo. —Soy feliz. Venía a menudo a buscarme a la salida del taller; comíamos en una fonda a precio fijo. Él hallaba poéticos los manteles de papel, los saleros tapados, los vasos marcados con impresiones digitales y hasta ese gusto a grasa rancia que ahora era para mí el gusto uniforme de toda mi comida. íbamos a sentarnos en las sillas de madera de los cines del barrio y bebíamos vino tinto en las cantinas; me preguntaba: —¿Te cuesta mucho adaptarte? ¿Los otros te consideran realmente igual a ellos?

—Hasta espero lograr alguna influencia sobre ellos —decía yo. Debía tener paciencia. Sabía que en esas pequeñas empresas, el comunismo entraba con dificultad; pero yo sabía hablar. En las reuniones sindicales me hacía oír. Esperaba conseguir que me delegaran al comité de la Federación: allí sería posible hacer un buen trabajo. —Tengo que comunicarte algo —me dijo Jacobo. Estábamos sentados en un pequeño café de la puerta de Clichy, cerca de la vidriera donde se leía, con letras dibujadas con tiza: «Se puede venir con comida». Dos albañiles espolvoreados con yeso bebían un litro de vino en la mesa vecina. —¿Una buena noticia? —Juzga tú mismo: voy a inscribirme en el partido. —¿De veras? ¿Te decidiste? Miraba a Jacobo con duda. «Es lo que yo quería.» Y sin embargo, vacilaba. Comenzaba a sospechar que nada ocurre como se lo desea. —Sí, estoy decidido. ¿Te asombra? Sonreía con orgullo. —¡Hacías tantas objeciones al marxismo, la otra tarde! Jacobo se encogió de hombros. —El sistema no tiene tanta importancia. El problema para mí era saber si podía actuar. Y algo se ha desatado: puedo. —Sonrió—. Me ocurrió al verte vivir. —Me alegro —dije; pero no estaba contento. Hubiera preferido que Jacobo se convenciera a sí mismo a fuerza de argumentos razonables; tenía la impresión de haberlo hacho caer en una trampa—; Quería comprender mejor los motivos de tu decisión. —La otra tarde, luego de nuestra discusión, regresé a casa a pie. No pensaba en lo que habíamos dicho, sino en ti, en mí; y bruscamente sentí que no podía soportar por más tiempo estar vivo y que mi vida no sirviera para nada. —Comprendo —respondí. Mi malestar no se disipaba. ¿Es que yo servía para algo? Para mí, ése no era el problema. No podía trazarme una suerte justa en un momento injusto; yo aspiraba a la justicia. ¿Para quién la quería? ¿Para los otros o para mí? Me lo dijiste un día con furia: es siempre por uno por quien se lucha. Yo luchaba contra el remordimiento y la culpa, la

culpa de estar allí, mi culpa. ¿Cómo había osado arrastrar al combate a otro que no era yo? —No es servir lo que busco —dije. Pero Jacobo no me oyó. Debía sostener también él una lucha que no era la de ningún otro. —¿Crees que soy demasiado joven, que podré hacer algo? Me repuse: —Los jóvenes son lo mejor de nuestra fuerza —dije. Miraba a Jacobo con esa mirada que esperaba de mí, una mirada práctica de militante seguro de sus fines—: Necesitamos puños y gargantas sólidas en este momento. Pasado mañana te presentaré a Bourgade. Había trabajo en aquella temporada para aquellos que querían reconstruir el mundo; los muros de París estaban cubiertos por afiches electorales y casi cada tarde, a través de la ciudad y de los alrededores, nuestros amigos y nuestros enemigos se enfrentaban. Casi cada tarde, Jacobo se me reunía y entrábamos juntos en un hangar, en un aula escolar, llena de multitud agitada. Me gustaba verlo estremecerse a mi lado, ruborizado y feliz. Ahogábamos bajo aullidos las bellas frases de los oradores librepensadores; cuando los nuestros tomaban la palabra, imponíamos silencio a golpes de puño. •—¿Crees que habrá pelea esta noche? ¿Una de verdad? —me preguntó Jacobo. —Así lo creo. Anteayer no dejamos que Taittinger abriera la boca; van a darnos un baile. Estábamos muy alegres aquella siesta. Denise exultaba la dicha. Sólo Marcelo conservaba un rostro sombrío. Se había hecho cortar los cabellos para la ocasión; pero no conseguía parecer decente. Sufría con una cortesía cansada los cumplidos de un círculo mundano con corazón de artista. —Braun recibió ya diez propuestas —decía Denise—. Dice que es un éxito formidable. El crítico de Cahiers d'Art declaró que eras el más grande pintor de tu generación. Sus ojos brillaban; su frente transparentaba un arrebol brillante y era con sorpresa que uno se acordaba de que tenía apenas dieciocho años; no se pensaba en ello muy a menudo. Su voz, sus sonrisas, su maquillaje, todo en ella era tan fabricado que su frescura misma parecía una gracia artificial; solamente la lujuriosa cabellera rojiza

permitía presentir, bajo los vestidos costosos, un cuerpo recorrido por una savia animal. Sirvióse de un plato una masa solitaria: —Coman sandwiches —dijo—. Todavía hay más. Juan mordió un panecillo con foie-gras; el gusto dulzón le recordó la lámpara de cristal y las bellas damas bien cebadas de su niñez. La alfombra era muelle bajo sus pies y, mezclado al olor de la pintura al óleo, flotaba en el aire un perfume de femineidad distinguida. Tres meses habían bastado: se sorprendía ahora de encontrarse en ese ambiente azucarado. Era el olor a papel, el ruido de las máquinas, el gusto de las chuletas mal cocidas, lo que componía el tejido cotidiano de sus días. «Ya no soy uno de ellos.» Las mujeres parecían objetos de vidrio trabajado; escuchaba con escándalo divertido sus voces de urracas, sus voces que cantaban con acento de terciopelo. Se aproximó a una pared. Hacía un rato, cuando entrara en esa pajarera, las imágenes modestamente encerradas entre cuatro varillas de madera habían quedado frente a él, chatas y silenciosas; para arrancarles su secreto, era preciso creer en ellas. Él quería creer. Se detuvo delante de una de las telas. Entre dos muros inundados de sol, un aro solitario rodaba infinitamente hacia ese punto donde las paralelas se juntan. Mientras la contemplaba, poco a poco la imagen se animaba. Lo que decía, no podía traducirse en palabras: estaba dicho por medio de la pintura y ningún otro lenguaje hubiera sabido expresar su sentido; pero hablaba. Dio algunos pasos. Bajo sus ojos atentos, las telas comenzaban a vivir: al reposar, solitariamente, en ellas mismas, al abrigo de toda conciencia, despertaban recuerdos más antiguos que el nacimiento del mundo; evocaban más allá de las revoluciones futuras el rostro imprevisible de la tierra. Descubrían los secretos de una playa desgarrada, de un desierto lleno de conchillas. Esas estatuas sin rostro, esos hombres cambiados en sal, esos lugares quemados con el fuego de la muerte, esos océanos fijados en la inmovilidad del instante puro, eran las mil figuras de la ausencia. Y mientras se contemplaba ese universo sin testigos, parecía que se estuviera ajeno a uno mismo, se descansaba, fuera de la propia historia, en una eternidad vacía y blanca. Y sin embargo, ese sueño de pureza y de ausencia existía porque yo estaba allí para prestarle la fuerza de mi vida: Marcelo sabía esto. —Deja —dijo—. Ven a tomar un trago. —Arrastró a Juan hacia la larga mesa cubierta con un mantel blanco delante de la cual Denise se atareaba—: ¿Tienes para darnos únicamente este infecto champaña? —Hay oporto —dijo Denise. —Oporto del almacén —protestó Marcelo—. En fin, puesto que hoy es fiesta... —No te quejes —le reprochó Denise—. Fue una tarea desagradable, pero ya concluyó.

—¡Concluyó! —quejóse Marcelo—. ¡Durante treinta días todo quedará así colgado de la pared! ¿Cómo pude hacer esto? —Se precisaría otro público —dijo Juan—: un verdadero público. —Lo que se precisa es prescindir del público —dijo Marcelo. Empuñó con las dos manos una silla—: Sería preciso que mis cuadros existieran por sí mismos, como esta silla: es sólida, nos podemos sentar encima, al marcharnos se quedará aquí, plantada sobre sus cuatro patas. Denise se encogió de hombros. —¡Pues bien, hazte mueblero! —le reprochó con fastidio. Marcelo dejó la silla, que rodó sobre la alfombra. —Una silla no es interesante —dijo. —¡Quéjate! —dijo Denise—¡Dentro de un mes serás célebre! —Sonrió maliciosamente—: Después de todo, no es tan malo ser un gran pintor, ¡mucha gente muy bien está contenta de ello! Nadie respondió. Denise empleaba a veces expresiones que carecían de sentido para nosotros. No comprendíamos muy bien, Jacobo y yo, por qué Marcelo había decidido desposarla. Le gustaba sin duda esa carita seca e inteligente a la que aplastaba la pesada masa de la cabellera; además, no le daba ninguna importancia a lo que hacía de su vida. Denise quiso conquistarlo, lo había conseguido, había logrado que consintiera en esa exposición, calculaba ir tras él sin obstáculo hacia la gloria y la dicha. Vuelvo a ver su sonrisa escarlata y aquella mirada cálida donde se reflejaba el eco sombrío de sus cabellos. Nada se le había resistido nunca: era una joven esmerada, una estudiante brillante; marchaba por la vida con una desenvoltura mundana y atrevida. Para ella concluía un día de triunfo. —¿Vamos directamente allá, o pasamos por tu casa? —preguntó Jacobo. —Necesitamos ir a casa, por los revólveres. —¿Crees que es conveniente llevarlos? —No están de más. El otro lunes, cuando tiraron, nuestros camaradas no tenían con qué defenderse. Había caído la noche. Atravesábamos los barrios elegantes. Me sentía incómodo en ellos. Entre esos peatones que andaban por la vereda, me sentía más solo que un átomo perdido en el éter. Para ellos eran tan sólo un cuerpo molesto, y yo no distinguía a mi alrededor más que un hormigueo enceguecedor. Era la hora en que cerraban los negocios; con la nariz contra la vidriera, las vendedoras esperaban la hora

de salida. Para ti, también, los faroles acababan de encenderse. Habías comprado en la confitería las cajas de bombones y pellizcabas un resto de chocolate mirando a través del cuadrado a esa gente feliz que tenía derecho a pasearse por la calle sin tutela: pensabas que era triste ser pequeña. Pero yo veía detrás de las vidrieras tan sólo jóvenes anónimas cuyo destino giraba indefinidamente, sobre sí mismo, y nunca más separado del mío. Dejamos las calles burguesas, seguimos la larga avenida de chillona opulencia popular, subimos a mi cuarto. Del armario que servía de aparador saqué un poco de pan y de queso. —¿Quieres un poco de salame? —No —dijo Jacobo—. Tantos cafés helados me cortaron el apetito. Metí la mano en el cajón de la cómoda. Bajo los pañuelos y las camisas, los dos revólveres estaban allí: el que había comprado con mis economías y el que Jacobo había sustraído a su padre. Verifiqué el resorte de seguridad. Era minucioso, pensaba no dejar nada librado al azar. —Toma —dije—, no lo saques si no te ves amenazado de verdad. Esos tipejos estarían encantados de poder repetir el golpe teatral de los funerales nacionales. Jacobo sopesó el arma con curiosidad: —Me resulta difícil creer que esto pueda matar —dijo—. Parece un juguete. Parecía un juguete. ¿Y acaso yo no parecía un buen muchacho inofensivo, sentado entre mis camaradas, pataleando y aplaudiendo? Eran mis hermanos, Jacobo era mi hermano, un mismo impulso nos transportaba. Mañana, gracias a nosotros, la revolución se cumpliría y a aquellos que nos silbaban, les cerraríamos la boca a puñetazos. Con la camisa abierta sobre el pecho, los cabellos cayéndosele en mechones sobre la cara rosada, Jacobo luchaba entre los palos levantados, con un rictus en los labios, feliz de gastar su vida... «¡Ruth! ¡Ruth!» Se agita en la cama; llama. No sé a quién llama. Los dos solos en este cuarto, los dos juntos en este cuarto y cada uno solo. Ruth. ¿A quién ve? Escucho el nombre pero no veo ningún rostro. La miro, la miro desde hace horas y detrás de sus pupilas cerradas no veo nada. A mi alrededor, son mis recuerdos los que se amontonan, es mi historia la que se desarrolla. En el tumulto, suena un tiro, luego, inmediatamente, otro: «El chiquilín tiró primero». Asesino. Asesino. Marchaba en la noche, titubeaba, corría, huía. Él vivía tranquilo entre sus poemas y sus libros. Lo tomé de la mano, le di un revólver y lo empujé delante de las balas. Asesino. En lo alto de la escalera está Marcelo, duerme o lee, en medio del olor de la pintura al óleo, cerca del hipocampo inmóvil; espera a Jacobo. Subo la escalera. No puedo subir, no puedo descender, que el tiempo se detenga, que me

trague la tierra; y los escalones continúan firmes bajo mis pies, cada barrote sigue en su sitio, la puerta está allí, en su lugar. Detrás de la puerta Marcelo espera a Jacobo; y yo estoy aquí, y voy a hablar. Una palabra y la cosa va a existir, no cesará nunca más de existir. Un estampido seco, una palabra, y el tiempo se ha rajado, se partió en dos trozos que nunca se podrían unir. Golpeó a la puerta. Primero Jacobo, ahora Helena. Y todavía no es bastante. Vendrá Laurent. Los instantes prosiguen su curso, se empujan los unos a los otros, me empujan hacia adelante sin descanso. Avanza en la noche del porvenir. Decide. Asediado por la vida que me arroja hacia adelante, hacia nuevos cadáveres, hacia mujeres en llanto, y puertas de calabozos que se abren y se cierran, que se abren sobre la muerte. Sobre las paredes de París, sobre las mayólicas blancas del subterráneo, un afiche amarillo, todavía fresco, con nombres nuevos. «No vayas.» Entonces todo hubiera sido en vano, hubieras muerto sin razón. ¡Ah, cómo detener el empuje implacable! Avanza, avanza, decide. Cada latido de mi corazón arroja en el mundo una decisión sin remedio. Cerrar la puerta, cerrar los ojos: decidir, cerrar la puerta, cerrar los ojos. No hay un saludo. Ni siquiera la embriaguez de la desesperación y la resolución ciega, puesto que estás aquí, sobre el lecho, en la luz salvaje de tu muerte.

CAPÍTULO II La bicicleta continuaba allí, nueva, radiante, con su cuadro celeste y su manubrio niquelado que resplandecía contra la piedra sombría del muro. Era tan esbelta, tan liviana...; inmóvil, parecía todavía cortar el aire. Helena nunca había visto una bicicleta tan fina. «La pintaré de verde oscuro, quedará todavía más bonita», pensó... Se apartó de la ventana con despecho. ¿De qué servía estar allí mirando, palpitante? Durante ocho días no había hecho otra cosa. ¡Qué hermoso botín!, pensaba sin cesar en él, veinte veces por día se inclinaba por la ventana para contemplarla; pero aún no había sido capaz de atraparla. «Me debilito», pensó tristemente. Cuando pequeña, hacía lo que le gustaba sin vacilar nunca. Limpió el pincel en el mandil. Listo. Había llegado al fin de su jornada. Mañana, recomenzaría otra en todo igual a ésta. Sacó de su bolso un pedazo de cartón cuadriculado: 20 de noviembre de 1934. Tachó con gris la casilla vacía. Gris, negro; únicamente dos jornadas rojas desde el comienzo del mes. La campanilla sonó, abajo. Helena bajó las escaleras. Un muchachito, en medio de la confitería, miraba los bombones con aire tímido. —¿Deseaba...? —preguntó Helena. —Querría eso —dijo el chiquillo señalando con el índice una trufa de chocolate. Helena tomó la trufa con una pinza y la envolvió en un papel de seda. —Es un franco. Arrojó el franco en el cajón de la caja y siguió con los ojos a través del vidrio al muchachito que se alejaba por la calle masticando el dulce. Regresaba a su casa, todo el mundo regresaba; era una hora triste. Ellos también regresarían. La noche caía sobre las masitas. Helena sintió en su boca el gusto cotidiano a grasa fría. Abrió la puerta que daba al patio; el manubrio y el portaequipaje brillaban en la sombra. Helena se aproximó; ¡qué voluptuosidad se debería experimentar al sentarse sobre la bella silla amarilla y asir el volante! Miró de reojo al zaguán. Parecía que la portera, a propósito, se negara a asomarse durante esos días. «La quiero, la necesito», dijo Helena. Tan lisa, tan limpia, tan alegre; a la vez frágil y robusta, con sus ruedas firmes y sus neumáticos graciosos. Apretó entre sus dedos uno de los frágiles rayos, apoyó la mano contra la cubierta color ladrillo: resistía como un mineral, era extraño pensar que consistía en una delgada membrana inflada con aire. Helena retrocedió un

poco: ¡qué aire tan orgulloso y libre tenía! «Iré a donde se me ocurra. Regresaré ya muy tarde. Ese redondel de luz me precederá en las calles silenciosas, escucharé en sordina su suave deslizarse. La cuidaré bien. Tendré una aceitera, pequeña, como los mecánicos, y echaré aceite en sus intestinos.» Alzó la cabeza hacia la ventana del tercer piso. «Con tal que no se asuste y la suba a su cuarto.» Helena tenía la cabeza ardiendo, el deseo hacía temblar sus dedos y sus labios. «La primera vez que la portera salga...» En el negocio sonó la campanilla. Se dio prisa en volver. —¡Pablo!, ¡qué feliz idea! —dijo alegremente. El la tomó en sus brazos y le rozó la mejilla con los labios; ella le dio un beso rápido. —Ayúdame a cerrar el negocio. Después subiremos a mi habitación. ¿Quieres un bombón? —No a esta hora —dijo Pablo, abrió la puerta y tomó una de las pesadas bandejas alineadas en el corredor—. ¡Siempre te asombra que se pueda rechazar un pedazo de chocolate! —observó riendo—. La primera vez que te vi querías atiborrarme. —Era mi único medio de seducción —rió Helena. —Me gustas sin necesidad de él —respondió Pablo. —Es cierto, siempre fuiste desinteresado en tus afectos —agregó Helena. Sonrió—: ¿Me llevarás a comer afuera? Tengo unas monedas, te invito. -—No esta noche —dijo Pablo—. Como con un amigo. —¡Ah! —dijo Helena. —Si quieres, mañana —se disculpó Pablo. Helena tomó un bocal sin decir palabra. No era una gran fiesta comer con Pablo, pero siempre era mejor que la comida familiar; y lo necesitaba esta noche. Mañana... ¡bien! Mañana, entonces. Acabaron de entrar los bocales en silencio. —¿Qué hiciste hoy? —preguntó Pablo con gentileza. —Trabajé. ¿Qué otra cosa iba a hacer? —Muéstrame. —Si quieres —dijo Helena. Lo introdujo en su cuarto y Pablo se aproximó al cuadro. —Es muy lindo —comentó.

—Verdier me dijo que las tres cuartas partes de los dibujos que vendió son míos —respondió Helena—. ¡Pero verás! ¡Ese bicho se negará a darme un centavo más de lo estipulado! Siempre pasaba así: acogía a Pablo con placer y al cabo de cinco minutos se aburría de él. Lo examinó con ojo crítico: era bien parecido, con su pelambre rubia y su piel fresca tachonada de pecas; pero bajo la frente comba, los ojos eran demasiado tiernos. La concha era dura, pero transparente; se descubría a través de ella a un inocente molusco igual al que todos llevamos dentro. —¿En qué piensas? —preguntó Pablo. —Encuentro que la vida no es divertida —respondió ella. —Sin embargo, tienes suerte —dijo Pablo—. Piensa en que si debieras trabajar ocho horas diarias en un escritorio o en una fábrica... —Mejor suicidarse —contestó Helena. Agregó con un tono agresivo—: Me pregunto cómo haces para estar siempre de buen humor. —Los obreros, sabes, no tienen mucho tiempo para ocuparse del humor—replicó Pablo, secamente. Lo miró encolerizada; se volvía pesado cuando comenzaba a machacarle con el latiguillo de las virtudes obreras. —Lo sé, me lo reprochas a menudo, soy una burguesita.-¿Y qué prueba eso? Me hace reír esa manera de explicar a la gente por su exterior; se diría que lo que uno piensa, o es, no depende de nosotros. —Depende mucho de nuestra condición —dijo Pablo sonriendo—: Y es precisamente porque eres una burguesita que esta idea te subleva; necesitas imaginarte que lo que te sucede es único, y que tú misma eres única. —Estoy persuadida de ello —replicó Helena. —Todos los burgueses tienen la manía de la originalidad —dijo Pablo—. No se dan cuenta de que esto es otra manera más de semejarse. —Rumiaba su idea con un aire obstinado y satisfecho—: Un obrero se ríe de la originalidad; me causa alegría parecerme a mis camaradas. —En primer lugar, no eres igual a ellos —refutó ella—. Eres tipógrafo, posees una educación. —Eso no cambia nada. Un obrero es un obrero. —Entonces, según tú opinas —dijo Helena—, hay millares de muchachas exactamente iguales a mí por el mundo, ¿verdad?

Pablo rió plácidamente. —Se dice que no hay dos hojas de árbol exactamente iguales. Helena se encogió de hombros con impaciencia. —Pero en conjunto, ¿puede confundírselas? —En conjunto, sí —dijo Pablo sin dejar de reír. —Bien —dijo Helena plantándose delante de él—: Entonces, ¿por qué pretendes amarme a mí y no a otra? —Hay también miles de tipos como yo sobre la tierra —dijo Pablo—. Y son millares de amores semejantes al nuestro. —Asió a Helena por los hombros y la miró alegremente—: Cada uno ama a cada una. —Pero, en resumen: se podría intercambiar los cada uno y las cada una —dijo Helena; se desprendió de él—: Me parece que cuando se ama verdaderamente a alguien, ni siquiera se piensa que se podría amar a otro. —Naturalmente —respondió Pablo—. Pero eso también se encuentra en todos los amores: no se quiere sino a aquel que se tiene. —¡Ah!. ¡me embrollas! —dijo Helena; dio un paso hacia él—: Sí o no. ¿Podrías amar a otra muchacha que no fuera yo? Pablo vaciló un segundo; lo terrible de él era que siempre tomaba las cosas demasiado en serio; ella no le pedía que respondiera con esa buena fe. —Ahora, me cuesta trabajo imaginarlo; y sin embargo, sé bien que sí. Tú también podrías amar a otro tipo. —Nunca dije lo contrario—dijo Helena. Pablo enrojeció ligeramente; pero el golpe no había dado en el blanco: únicamente estaba molesto porque ella se había rebajado a querer herirlo. Había momentos en que sentía ganas de pegarle para conmover su modestia petulante. No se consideraba extraordinario; pero a sus ojos, tampoco Helena lo era. Todo el mundo era ordinario y no era excepcional amarse. Estaba absolutamente seguro de que ella lo amaba. —No es interesante plantearse esos problemas —dijo Pablo—. Ni siquiera quizá tenga sentido suponer que las cosas pudieron ser diferentes. Lo seguro es que yo te amo. —Le dio una palmada—: Lo sabes bien, gatita. —Te sientes seguro —dijo Helena.

—No te hagas la idiota —la regañó Pablo. La abrazó y le apretó los labios contra la boca; eran labios firmes, honestos y frescos, que a ella le gustaba sentir contra los suyos. Cerró los ojos, se sintió cómoda con ese brazo sólido alrededor de ella, y ese calor en su cuerpo, y esa ternura que la aturdía. Se desprendió sonriendo. —¡Pues bien! Si realmente me quieres, haz algo por mí. —¿Qué? —preguntó Pablo. —Desembarázate de tu amigo y llévame a comer. El rostro de Pablo se oscureció. —No puedo. —Di que no quieres, mejor—dijo Helena; le dio la espalda, extrajo un peine de su bolso y comenzó a pasarlo por sus cabellos revueltos—: Seguro que es un tipo del partido. —No —aclaró Pablo apresuradamente—. Es Blomart, sabes... —¡Ah!, Blomart —dijo Helena. Arrolló un bucle en su dedo. De todos los cantaradas de los cuales Pablo le hablaba, era el único a quien deseaba conocer. —Pues bien, ¡no deshagas el compromiso! Llévame contigo. —¡Qué ocurrencia! —¿Por qué?, ¿te avergüenzo?" —Pero no tiene sentido —dijo Pablo—. Te expliqué que tenemos que hablar muy seriamente. —¿De qué? —No te interesa. —Por el contrario, me interesa mucho. Pablo se encogió de hombros, con aire confundido. « Soy poco amable», pensó Helena. Pero ¿y qué? Desde hacía tanto se cocía en su salsa... Experimentaba la necesidad de algo novedoso; si no cuidaba ella de sus intereses, nadie cuidaría. Era la regla: cada uno se prefería. —Puesto que te digo que me interesa, bien puedes explicármelo.

—Sea. Como sabes, existen muchos grupos sindicales, demasiados; desperdigamos nuestras fuerzas. Habrá un congreso en Toulouse para tratar de unificarlos. Blomart es delegado por uno de ellos. Querría convencerlo de que vote por nosotros. —Ya —dijo Helena—, ¿no forman parte de la misma banda? —Fue comunista antes, pero salió del partido —explicó Pablo con un dejo de censura—. Y ahora rehúsa absolutamente afiliarse a la «Internacional». Es el viejo sindicalismo francés que quiere resucitar: nada de política, los sindicatos se acantonan en el terreno profesional. Pero en el momento actual es en el terreno político donde se juega la partida. Iba a proseguir; no tenía mesura en estos asuntos: o no hablaba o hablaba demasiado. Helena lo interrumpió: —No les impediré conversar —prometió—. ¿Dónde se han citado? —En el «Port-Salut». —Pablo vaciló un segundo—: Pero no te puedo llevar, no tienes nada que hacer allí. —Puesto que siento ganas de ir... —dijo Helena con tono provocativo. —Te lo ruego —pidió Pablo amablemente—. No te encapriches. Mañana por la noche saldremos juntos. —Mañana ya no me interesará —dijo Helena. Su voz se empeñó—: Dices que me amas, y basta que te pida algo tan pequeño... —Es ridículo que no entiendas —replicó Pablo, algo turbado. —Lo comprendo muy bien: esto no se hace. —Helena se encogió de hombros—: ¡Pues bien!, justamente, cuando se ama, se hacen cosas que no deben hacerse. —¡Oh!, ésas son engañifas del cine —respondió Pablo. Tenía un aire plácido y definitivo que hacía hervir la sangre de Helena. —¿Es tu última palabra? —dijo ella—. ¿No me llevas? Pablo negó con la cabeza, casi riendo: —No. —¡Pues bien!, puedes irte en seguida, no te retengo. Fue a la puerta y la abrió.

—¿Me llevas o no? —¡Uf! —dijo Pablo. Franqueó la puerta—: Hasta mañana. —Si me encuentras —gritó ella con voz enojada. Se inclinó sobre el pasamanos; la campanilla sonó y la puerta se cerró. «Se ha ido. Le da lo mismo que yo me quede aquí vegetando; le da lo mismo que esté enojada con él, ya ni se acordará.» Se sentó en un peldaño de la escalera. Pablo la quería, sin duda, desde hacía tres años, fielmente, con devoción, con calor; pero ella no sentía que fuera algo de valor a sus ojos. No lo era para él ni para nadie. ¿Qué le importaba ella en ese instante? Estaba allí, bañada por el olor a miel y a cacao que subía de la confitería; habría podido estar en otra parte y hubiera sido lo mismo. En su niñez nunca estaba aquí o allá; estaba siempre en brazos de Dios; El la amaba con amor eterno y ella se sentía eterna como El. Hincada en la penumbra le ofrecía cada latido de su corazón, y hasta los suspiros sin importancia adquirían una importancia infinita porque Dios mismo los recogía. Pablo era menos vigilante; y aunque lo hubiera sido, no era Dios. Helena se incorporó. «No necesito a nadie. Yo, Helena, existo; ¿no es bastante?» Volvió a su cuarto y se acercó al espejo. «Mis ojos, mi rostro», pensó ligeramente exaltada. «Yo. Únicamente yo soy yo.» Rara vez la animaba una chispa semejante; era lindo tocarse las manos como si fueran extrañas al propio cuerpo, e inmediatamente uno se sentía en el fondo de una intimidad sin esperanza. Se arrojó sobre el diván. Su alegría se había evaporado. No había nadie delante de ella. Estaba encerrada en sí misma; podía pretender que se amaba, este amor era apenas una ligera palpitación tibia en el interior de su conchilla; y ese aburrimiento, ese agrio sabor de leche cortada, era la carne misma de la que estaba hecha, una carne viscosa y fláccida, estremecida por temblores menudos. Exactamente como una ostra; una ostra debía sentirse existir de ese mismo modo. Mis pensamientos son las pestañas vibrátiles; parecen irse hacia algo y luego se retraen, vuelven a tenderse, se vuelven a contraer. Helena dio un respingo. No era posible; era preciso que hubiera algo. ¿Cómo hacían las otras gentes? «Sin duda son ostras más acabadas que yo, no se imaginan siquiera que su concha pueda tener un afuera.» —¡Señorita Bertrand! Helena se inclinó sobre el pasamanos: —Sí. —Salgo por un momento. ¿Puedo poner un cartelito para que se dirijan a usted? —Por supuesto —consintió Helena—. ¿Cuándo regresará? —Dentro de media hora, más o menos —dijo la portera—. Muchas gracias.

—De nada —respondió Helena. Esperó un instante y bajó la escalera corriendo; su corazón latía con fuerza. Ahora o nunca; no tendría una ocasión mejor. Abrió la puerta del patio, se deslizó pegada a la pared. En la fachada en sombras las ventanas resplandecían, amenazadoras como miradas. ¿Y si alguien la veía? ¿Si se topaba con sus padres o un vecino? Se inmovilizó; sus manos estaban húmedas y sus piernas temblaban. «¿Me he vuelto tan cobarde?» Quería esa máquina, se le antojaba que encarnaba lo que le correspondía en la tierra y que si no sabía apropiársela, nunca volvería a haber para ella ninguna esperanza. «La quiero.» Asió el manubrio. ¡Qué ligera era! Se detuvo nuevamente; la panadera la vería pasar, y el despensero, todo el barrio la reconocería; era lo mismo que dejar un papel firmado diciendo: yo robé la bicicleta. «¡Tanto peor!», se dijo con los dientes apretados. Se dirigió hacia el portal empujando la máquina. Temblaba ahora tanto que hasta le hubiera sido imposible sostenerse en la silla. «Es absurdo», se repetía con desesperación. En una hora toda la casa estaría trastornada: «Me denunciarán, me la quitarán». Miró a su alrededor con angustia; ya no podía soportar la idea de separarse de ella, era su bien, un animal doméstico querido y obediente, su amiga, su niñez adorada. «Huir con ella, no volver nunca...» Se pasó la mano por su frente sudada. «Hay un medio, un solo medio.» Volvió a poner la bicicleta en su lugar y atravesó el patio corriendo. «Tanto peor para mi amor propio; después de todo no estamos verdaderamente peleados.» Enfiló como una flecha a lo largo de la calle Saint-Jacques y se detuvo en la puerta del restaurante. «¿Y si no quiere?» Respiró profundamente; su rostro quemaba; una niebla la separaba del mundo, su mirada se había quedado allá atrás, junto al níquel brillante. «Si rehúsa, rompo con él, no lo volveré a ver nunca.» Empujó la puerta; una salamandra resoplaba en medio de la pieza cuadrada. Había algunos clientes sentados a las mesas cubiertas con hule; pero no se veía a Pablo. —¿Deseaba algo? —dijo el patrón. Bajo el delantal azul, su vientre avanzaba amenazante. —Busco a alguien —murmuró Helena. Sus ojos se fijaron en un joven solitario Sentado en una de las mesas del fondo; no comía, parecía aguardar y tenía un libro abierto ante sí. Se dirigió a él. La miró con aire interrogante; ya no era un jovencito, debía de tener cerca de treinta años. Sus ojos no eran hostiles. —¿Se llama usted Blomart? —dijo ella. Él sonrió. —Sí, soy yo.

—¿Vendrá Pablo pronto? —¿Pablo Perrier? Lo espero de un momento a otro. —Debía pedirle un servicio. —Miró a Blomart con angustia—: Es muy urgente. —¿Podría hacérselo yo en su lugar? El corazón de Helena se puso a saltar en su pecho. Sería aún mejor que si fuera Pablo; nadie en el barrio conocía esta cara. Le miró el rostro. ¿Hasta dónde podía fiarse de él? —¿No sirvo? —insistió él. —Quizá sí —dijo Helena—, si quiere... —Debía de tener un aspecto estúpido, balanceándose así, de un lado a otro—: Se trata de que no querría regresar a casa ahora porque mis padres me obligarían a que comiera con ellos y no me da la gana. Pero tengo una bicicleta en el patio, que necesitaría de inmediato... ¿Querría sacármela? Es a dos pasos de aquí. Miró el reloj. Las siete y treinta y cinco. Hacía ya veinte minutos que la portera había salido. —De acuerdo —dijo Blomart—, pero si alguien me ve picar con su bicicleta, ¿qué va a pensar? —Entonces, vendrá a buscarme aquí y diré que fui yo quien lo envió. Lo miró con aire de súplica. Blomart se levantó. —Es en el doscientos de Saint-Jacques; en el patio, la bicicleta celeste. Hay una sola, por otra parte. Apúrese, porque me gustaría que no lo vieran. —En seguida se la traigo—dijo Blomart. Se dejó caer en el banco de madera. ¿Llegaría a tiempo? Si lo sorprendían... Mejor no pensar. No pensar en nada, era la mejor manera de actuar. Al crecer, uno se ponía a pensar dormido. —¿Qué haces aquí? Pablo había aparecido bruscamente y miraba a Helena con aire enojado; su piel había enrojecido de cólera. —Espero a tu camarada —dijo Helena—. Es muy amable. Parece que no le disgusto. —¿Dónde está? —preguntó Pablo.

—Lo envié a un mandado. —No te faltan agallas. —Pablo empleó un tono más dulce—. En fin, quédate, puesto que estás aquí. Pero no vas a divertirte. Se sentó. —Me divierto mucho —dijo Helena. Miró el vidrio sucio de la puerta. Siete minutos ya. Debería haber regresado. —¿Qué quieres comer? —preguntó Pablo. —No sé —dijo Helena—, no tengo hambre. Sería feo que le sucediera algo por causa de ella. Era agradable de ver con su tricota alta, sus cabellos negros y abundantes, su cuello robusto y su cintura estrecha; no tenía el aspecto de un obrero, ni de un burgués, ni de un tipo del barrio latino. Se sobresaltó. Apareció en el marco de la puerta, sonriendo: —Su bicicleta está allí. ¿La usará en seguida o la entro? —¡Oh! ¡Muchas gracias! —dijo Helena. Tenía ganas de arrojarse a su cuello. «Mi bicicleta, ahora es verdaderamente mía, me iré a pasear por las .calles cuando quiera, atravesaré todo París, estoy segura de que anda muy bien.» Le parecía que toda su vida se había transfigurado. —Éntrela, por favor. —¿Tu bicicleta? -—preguntó Pablo—. ¿Qué historia es ésta? —Miró a la bella máquina celeste que Blomart ponía contra el muro—: ¿Es tuya? ¿Desde cuándo? Helena sonrió sin responder. Pablo interrogó a Blomart con la mirada: —¿Es tuya esa bicicleta? —Claro que no, es la suya —dijo Blomart—. Me pidió que fuera a buscársela. También él miraba a Helena con incertidumbre. —¡No faltaba más que esto! —exclamó Pablo. Asió a Helena por el hombro—: Por lo menos podrías hacer tus porquerías tú misma, en lugar de descargar la responsabilidad sobre el vecino. ¡Te das cuenta! ¡Si lo hubieran sorprendido! Blomart se echó a reír. —¡Me dejé burlar muy bonitamente! —exclamó con aspecto confundido.

Su risa era joven y simpática; pero en sus ojos y en la comisura de sus labios había ciertas reticencias que Helena no conseguía descifrar. —Le pido perdón —se excusó Helena—; pero no podía ir yo misma, todas las porteras del barrio me habrían reconocido. —¡Naturalmente! —dijo Blomart. Se sentó y pasó la lista a Helena—. ¿Qué come?, la emoción ha debido de matarla. —Un bistec frito y un poco de páté —pidió Helena. —Lo mismo —dijo Blomart al patrón que se había aproximado a ellos—. Con una botella de vino. —Yo también: páté y bistec —masculló Pablo. Meditaba, con aire obstinado—: Esta historia es una imbecilidad —dijo bruscamente-—. Voy a devolver la máquina. —Mi bicicleta —exclamó Helena—. Pablo, si haces eso, no te miraré más en mi vida. —Voy a devolverla —insistió Pablo. Se levantó. Los ojos de Helena se llenaron de lágrimas; Pablo era más fuerte que ella y más cabeza dura. —Si vas —dijo ella apretando los dientes—, te seguiré por la calle aullando; verás qué lindo escándalo. Atrévete y verás, atrévete... —Escucha —intervino Blomart. Miró a Pablo con aire conciliador—: Ya que me molesté en «limpiar» el aparatito, ¡déjalo! Pablo vaciló. —Pero es idiota, van a sospechar de ella de inmediato. —Por lo que me importa —dijo Helena—, no tendrán pruebas. —¿Dónde la esconderás? —¿Por qué no en tu casa? —dijo Helena. —No —replicó Pablo—, no quiero mezclarme en esto. —Podríamos guardarla en casa —propuso Blomart. —¡Oh!, estaría muy bien —exclamó Helena—. Podría volver a pintarla en su casa. ¿No le molestaría? —De ninguna manera —dijo Blomart—. ¿De qué color la pintaría?

—De verde oscuro. ¿Verdad que quedaría muy linda? —¿Verde sombra? —dijo Blomart—. Buena idea. —Esas chanzas estaban muy bien cuando eras pequeña, ahora son francamente inmundas—recriminó Pablo—. Ponte un poco en el lugar de esa pobre mujer que no volverá a encontrar su bicicleta. —¡Buena pieza la pobrecita mujer! Es una horrible pelirroja toda envuelta en pieles, con un departamento lleno de alfombras. Además, casi nunca usa su bicicleta, hace ocho días que no la mueve del patio. —Robarías lo mismo a cualquier otro, eso te importaría poco —dijo Pablo. —No es verdad —se defendió Helena. Se encogió de hombros—: No comprendo por qué te rompes la cabeza para defender la propiedad, si eres comunista. —No tiene nada que ver—dijo Pablo—. Hablas como los burgueses, que se imaginan que se es comunista para escarbar el bolsillo del vecino. —No veo ninguna razón para no robar a esos ricachos inmundos —dijo Helena. Se volvió hacia Blomart con la esperanza de encontrar en sus ojos una complicidad. —Personalmente, tampoco yo lo haría. Continuaba con su aire amable y un poco irónico. «Como si yo tuviera cuatro años», pensó Helena algo encolerizada. —¡Ah! ¿Por qué?—preguntó decepcionada. —No conduce a nada —dijo Blomart. —¡Cómo! —-refutó Helena—. ¡Conduce a mucho! La bicicleta es mía ahora. —Sí, por supuesto. Blomart sonreía. Su sonrisa no era transparente como la sonrisa de Pablo. Helena observó á Blomart con perplejidad. —Entonces, ¿por qué me condena? —No la condeno —dijo Blomart con respeto. —Dijo que no hubiera hecho lo mismo que yo —recordó ella con impaciencia. Él esbozó un gesto vago.

—¡Oh, me perturba siempre buscar mi propio provecho. Hablaba con un acento grave, con ese mismo acento que se volvía tan pesado en Pablo. Únicamente que en él, esas palabras no sonaban falsas. Había abandonado su casa a los veinte años, ex profeso, para no poseer nada. Debía de tener buenas razones. —Es que siempre se busca el propio provecho —dijo Helena—. Y encuentro que con justa razón —agregó con un tono reivindicatorio—. Después de todo, sólo nos tenemos a nosotros mismos. —Tú, tú solamente te tienes a ti —protestó Pablo. —Porque soy una burguesita, lo sé —cortó Helena mostrándole los dientes. —El propio provecho, sí —asintió Blomart—; pero depende de dónde lo sitúe uno. —¿Qué quiere decir? —preguntó Helena. Hablaba forzado, con ligereza; la tomaba por una niña; indudablemente, no condescendía a discutir con ella. —Nuestros pequeños deseos personales, me parece poco interesante... —dijo Blomart—. No veo en qué sería provechoso satisfacerlos. —Los míos me interesan —afirmó Helena. Se sentía turbada. Por un lado, le gustaba hablar con él; ¡parecía tener reservados tantos secretos! Y era agradable pensar que escogía sus frases expresamente para ella, sentir encima esa mirada brillante. Pero ¡qué aspecto seguro de sí mismo tenía!, daban ganas de contradecirlo. —Pienso que se debería tener más orgullo —dijo Blomart. -—¿Más orgullo? —Helena lo miraba sorprendida. —Sí —insistió Blomart. No comprendía bien lo que quería decirle; pero las palabras le habían sonado en los oídos como un insulto. En síntesis, si se mostraba indulgente con el robo de la bicicleta era porque lo hallaba pueril. Miraba a Helena desde su altura de hombre y de adulto. —Si dejáramos de interesarnos en lo que deseamos—dijo ella con tono agresivo—, me pregunto qué nos quedaría. —Muchas cosas —replicó Blomart amablemente.

Había algo fraternal en su voz. ¿Habría gente a la que hablaba siempre en ese tono? —Quizá una mujer. Era gracioso pensar que tenía toda una vida detrás de él, alrededor de él. —¿Cuáles? —Sería largo explicarlo —respondió Blomart con aire alegre—. Las descubrirá por sí misma si realmente las desconoce. La cólera volvió a enrojecer las mejillas de Helena. Decididamente no quería tomarse el trabajo de hablar con ella; la insultaba en la cara y seguía de largo con la mayor desenvoltura. —¡Oh!, lo sé: debería preocuparme la dicha de la humanidad. —Miró a Pablo riéndose con ironía—: Únicamente los obreros tienen el sentido de la solidaridad. —Así es —dijo Pablo. —Cada uno debiera ocuparse de sí mismo, es mucho más simple. Yo me defiendo, que el vecino haga otro tanto. —Ha nacido usted con toda una defensa —dijo Blomart. Helena sintió que se le formaba un nudo en la garganta; de nada valían tantas sonrisas si concluía burlándose de ella. —Es menos mala de lo que dice —rió Pablo—. Es capaz de vender hasta la camisa para ayudar a un desgraciado. No tenía necesidad de acudir en socorro de Helena, ella era lo suficiente grande como para bastarse sola. Además, a Helena no le importaba escandalizar a Blomart. —Evidentemente, no me agrada ver sufrir a los otros. —Miró a Blomart con aire provocativo—: Pero quizá sea un monstruo, pues la gente que no conozco, no me importa. —Eso no es monstruoso, es el caso corriente, por el contrario —dijo Blomart. Su voz era indiferente. Helena tomó el vaso de vino entre las manos; tenía ganas de arrojárselo a la cara. No era una hazaña ponerla en ridículo después de pasarse la vida discutiendo en las reuniones. «Esto lo divierte.» Vació el vaso y lo colocó sobre la mesa. —En todo caso, es mejor eso que pavonearse con aire importante como si realmente se tuviera el destino de la humanidad en la yema de los dedos —dijo ella con voz vacilante.

—Seguro —apoyó Blomart. Rió. Ni siquiera disimulaba su desprecio. —Estoy segura de que la humanidad se cuida bien poco de todas las charlatanerías de ustedes. No podía contenerse, no se explicaba por qué había comenzado a enfurecerse así, pero no podía retroceder, a cada réplica su cólera aumentaba. Y Blomart reía. Ella se levantó y recogió su abrigo. —Diviértanse sin mí —dijo. Tomó su bicicleta, franqueó la puerta del restaurante y montó en la silla. Ellos continuaban mofándose a sus espaldas. Pablo debía de sentirse algo molesto, pero era seguro que Blomart encontraba el incidente de lo más divertido. Se le llenaron los ojos de lágrimas de rabia. ¡Esos dos pontífices! Ahora ambos conversaban, de hombre a hombre, y ella era tan sólo una chiquilla superficial y caprichosa. Tembló; la bruma traspasaba su •abrigo demasiado delgado, no era agradable andar en bicicleta con tanto frío. «¿Por qué fui tan estúpida?» Frenó y acomodó la bicicleta contra la vereda. Tal vez no fuera prudente dejarla allí. Tanto peor. Después de todo no era más que una bicicleta. Empujó la puerta de un gran café iluminado y se acodó en el mostrador. «Un ron.» El ron le quemó la garganta. Era Pablo quien la había exasperado; si por lo menos no hubiera estado allí... ¿Se interesaría él de verdad en la gente? En esos hombres y mujeres, en los jóvenes, en los viejos. Reían y bebían con ruido. ¿Qué podía encontrar en ellos? «¿Qué tienen más que yo? Yo me conozco de memoria, siempre igual; pero ellos no valen más. Lo descubrirá usted misma. No, no descubro nada. ¿Qué es lo bastante interesante para merecer un esfuerzo?» La bicicleta estaba en su lugar, en la vereda, fiel, dócil. Helena empuñó el manubrio con mal humor. ¿Iba a pasearla toda la noche? No sentía ganas de montar el asiento, caminando podía pensar mejor. «¿Para qué sirvo?» De cualquier modo, era difícil pensar, sus ideas huían en todo sentido. «Necesitaría otro ron.» Entró en un café. «Dos roñes.» El camarero limpiaba el mostrador con un estropajo. Esa luz triste; afuera, la garúa. «Y yo. Aquí estamos. ¿Por qué aquí, precisamente? Yo. ¿Quién? Alguien que dice yo. Y un día esta presencia ya no será sentida por nadie.» Apoyó la mano contra el cinc. «Es imposible. Siempre estuve aquí, siempre permaneceré, es la eternidad.» Miró sus pies, pegados al suelo. ¿Cómo podría volver a moverse? ¿Para ir adonde? Helena se halló en la calle. Miró a la bicicleta con disgusto: exactamente donde la había dejado, como un perro paciente e inoportuno. Se alejó, descorazonada, era preferible conservar las manos libres, ya bastante trabajo le daban sus pies; había que colocarlos uno delante del otro, no era tan sencillo como parecía. Dio unos pasos. «No conduce a nada», dijo. Se recostó contra un árbol. El tronco estaba embebido en bruma

líquida, gotas heladas curvaban las ramas desnudas. Helena sintió que el frío hendía cada fibra de su cuerpo. Volvió a andar. «No conduce a nada», repitió ella. De todas maneras, se quedaba uno en el mismo lugar, como en las pesadillas. Progresar, retroceder; no había un fin. «Él me lo hubiera explicado.>*.Su rostro mate, su voz negligente y grave. Él, no parecía absurdo que estuviera sobre la tierra; parecía tener razones para ello. «Si pudiera hablarle, sin Pablo.» Bruscamente, en el frío helado, crepitó una llama: bastaría con escribirle. Un fin. Ya había encontrado un fin: otra vez corría el tiempo, palpable, caliente. Helena trastabilló contra la vereda y se echó a reír.

CAPÍTULO III

Han golpeado. La puerta se abre suavemente. —¿No necesitas nada? Sacude la cabeza. —No, gracias. ¿Necesitar qué? ¿Para qué? Más allá, sin duda, estas palabras tienen todavía un sentido. Hay un cuarto del otro lado de la puerta; una casa entera, una calle, una ciudad. Y gente, otra gente que duerme o que vela. —¿Laurent se fue a dormir? —Sí. Vendrá a verte a las seis. —Magdalena se acerca al lecho—: ¿Continúa durmiendo? —Sin interrupción. —Acuérdate de que estoy aquí al lado —dice Magdalena—, con Denise. Cierra la puerta, hay un ligero movimiento en la cama. —¿Qué hora es? Susurra las palabras con voz pueril. Él se inclina, acaricia la mano que reposa en la sábana. —Las dos, mi chiquita. Ella abre los ojos. —Dormí. Se queda un momento en acecho, escucha; no escucha hacia afuera, sino a su interior. —Continúan haciendo ruido allí arriba, ¿oyes? Él no escucha. Se inclina ávidamente sobre esta agonía, pero no puede compartirla. —Ojalá se callaran.

—Iré a pedírselo. Vuélvete a dormir. —Sí. —La mirada azul vacila—: Pablo —dice—, ¿adonde está Pablo? —A salvo, pasará el confín mañana por la noche. Vendrá antes de partir. Ella vuelve a cerrar los ojos; las palabras no han llegado a su cerebro. Ese sueño pesado donde bulle una sangre violácea y que yo no puedo soñar. No. No te vuelvas a dormir. Despiértate para siempre. Ella abrió los ojos, y los labios, estaba de nuevo junto a mí y no supe guardarla. Por la fuerza, debía entrar hasta su corazón, desgarrar las tinieblas y obligarla a escucharme, suplicarla: quédate viva, vuelve a mí. Vuelve; ayer, hasta ayer era tan fácil. Con las manos en el volante mirabas el cielo, decías: ¡Qué linda noche! Una noche demasiado bella, tibia. Sonreías: Regresaré. Nunca más veré su sonrisa. Pareciera que sus labios se hubieran encogido, muestra los dientes y la nariz se le ha afilado; en su carne viva comienza a modelarse un cadáver. Hay que cerrar los ojos, olvidar esta máscara mortuoria; mañana ya no podría, no vería otra cosa. «Regresaré.» Debería haberte ceñido con mi brazo y nunca más abrirlo; no te vayas, te amo, quédate conmigo. Has escuchado estas palabras, en el silencio; y partiste. Deberías haberlas gritado más fuerte. Te amo. Ahora, te hablo y ya no me escuchas. Me escuchabas tan apasionadamente... y yo me callaba. ¿Es que nunca volveremos atrás, en ninguna vida? Está aquí, tan cerca, tan joven con su corpiño claro, joven como las esperanzas de aquel verano triunfante. Llevaba una pollera plisada, de cuadros rojos y verdes, una blusa blanca y un cinturón rojo ancho, de cuero, alrededor del talle. Una cinta sujetaba sus cabellos que caían lisos a ambos lados del rostro. Cuando apareció de pronto en el marco de la puerta, todos los ojos se volvieron hacia ella. No tenía el aspecto de la mujer de un obrero, y sin embargo, a medida que avanzaba a través del taller, su presencia no parecía fuera de sitio; esto se debía sin duda a esa negligencia de su tocado, a sus gestos, a toda su persona. Se aproximó a mí, con un aire confuso y agresivo. Me tendió bruscamente un paquete. —Les traje de comer. Tomé el paquete, un enorme envoltorio de papel castaño, toscamente atado. —Es usted muy amable. La miré vacilando, se balanceaba desgarbadamente de un pie al otro. Me sentí turbado; incómodo por no haber respondido a sus cartas, y principalmente, por haberlas recibido. —¿Y bien? —dijo ella con impaciencia—. ¿Ni siquiera lo abre? Debió imaginar que habíamos pasado ayunando esos dos días de cautiverio voluntario, había desvalijado la confitería, escogiendo mercaderías dulzonas, cuanto había encontrado de más robusto, de más macho: pan de especias, barras de chocolate,

gruesos bizcochos; no había podido impedirse deslizar de vez en cuando algún caramelo blanco, una fruta abrillantada, o alguna masita pralinada. Miró las confituras sonriendo con avidez. —Distribúyalos pronto entre sus amigos: ¿tienen hambre? Mis ojos dieron la vuelta al taller y encontraron seis pares de ojos divertidos. «¿Quién quiere postre?», grité. Lancé al vuelo los pequeños mantecados, las cajas de dátiles, los caramelos oscuros o claros y mordí un pedazo de pan de especias. —¿No come nada? —No, es todo para ustedes —dijo ella. Sus ojos relucían; seguía con atención el movimiento de mis mandíbulas y se me antojaba que sentía en su propia boca el puré meloso que se aplastaba contra mi paladar. Me sentía cada vez más embarazado; su mirada escudriñaba minuciosamente mi cara, analizaba la forma de mis cejas, el matiz exacto de mis cabellos. Nadie me había escrutado nunca así. Magdalena no me miraba, no miraba nada; las cosas estaban allí, alrededor de ella, confusa y vagamente aterradoras, trataba de no notarlas. Marcelo me examinaba a veces, pero se limitaba a comprobar mis rasgos con una imparcialidad desolada. Mientras que las miradas de Helena interrogaban, sopesaban, pedían cuenta. ¿Quién se permite estar allí, delante de mí? Comí un gran pedazo de pan de especias en silencio; luego dije: —¿La dejaron pasar? Se encogió de hombros: —Ya ve que sí. —Tienen la consigna de dejar entrar únicamente a las madres, y a las esposas... —Dije que venía a ver a mi novio. —Perrier está en el taller de al lado —informé precipitadamente. —Di el nombre de usted —dijo ella—. Hasta creo que fue por esto que no me echaron. Debo haber puesto cara contrariada, pues preguntó: —¿Le molesta? —Un poco. Fui yo quien dio las consignas; no quiero beneficiarme con una excepción.

Se sentó en un banquito y cruzó las piernas; eran unas piernas hermosas, bien torneadas. Llevaba sandalias de cuero y zoquetes blancos. —¿Por qué no? —preguntó. —Escuche. Si absolutamente quiere que hablemos, hagamos una cita. La huelga no va a durar mucho. Pero es necesario que se marche de aquí. —¡Ah, pero es que vine de muy lejos! No, me quedo. Así se verá forzado a responderme. Sonreí. Sus cartas me habían desagradado; cartas de una muchachita que se aburre. Pero ella debía de valer más que eso: había en sus ojos, en su frente, en sus pómulos, una violencia de bestia salvaje, mientras que en su boca temblaban mil dulzuras prometedoras; me gustaba esa cara. Miré de reojo a mis camaradas; no se preocupaban por nosotros. Unos jugaban a los naipes sobre un mármol, los otros tirados en el piso, fumaban. Portal recalentaba en una lámpara de alcohol la gamella que le trajera su mujer. Laurent escribía una carta. Parecía que estábamos en algún hogar popular, tan sólo el decorado alrededor de nosotros continuaba siendo el de los días de trabajo: sorprendía ver gastarse en el ocio vidas individuales, en estos talleres donde se desarrollaba antes con vigor una dura tarea colectiva. El plomo se había enfriado en los crisoles, la llama se había apagado, los signos del teclado eran tan sólo manchas indistintas, los tipos se habían vuelto tan informes que era como si no supiéramos leer. Únicamente existíamos nosotros, prescindentes de esas cosas inhumanas, enteramente ocupados en nosotros mismos. Éramos libres y aprobábamos nuestra fuerza. No obedecíamos a ninguna orden y no habíamos encargado a nadie que actuara en nuestro reemplazo; la huelga había estallado, espontáneamente, sin presión partidaria, sin fin político, del corazón mismo de los trabajadores, de sus necesidades, de sus esperanzas. Me sentía colmado. Desde hacía años había luchado para llegar a esto: a la afirmación de esta solidaridad serena donde cada uno sorbía de los otros las fuerzas para imponer su propia voluntad, sin estorbar la libertad de nadie y continuando responsable de sí mismo. Su pie se balanceaba con impaciencia; la punta de su sandalia rozó mi brazo: —¿Está enojado? —¿Yo? ¿Por qué? —No dice nada. —Miraba; estas huelgas son un resultado feliz. Piense que en este momento, a través de toda Francia, una escena semejante está por vivirse en millares de minas y talleres.

Bajo la cinta que acentuaba su aire obstinado, sus ojos azules se volvieron sombríos. —¿Por qué se burla de mí? —¿Yo me río de usted? —No hice tanto camino para que hablara de su huelga. Sus ojos corrían atrevidamente por mi rostro. Hurgaban cada arruga, cada pliegue de mi frente; pero la incomodaba su boca demasiado tierna; pasó sin garbo su lengua sobre sus labios. —¿Por qué no respondió a mi cartas? —Las respondí. —Una vez. Cuatro líneas. —No había más que decir. Me miró como si hubiera querido pegarme. —¿Tan malo es volver a ver a quien me puede ser útil? —¿Está mal que cuando alguien no puede ser útil rehúse una entrevista? Estaba decidido a desanimarla, no podía perder tiempo con ella; pero la hallaba encantadora con su gesto serio y enfadado. Un flujo de sangre le calentó las mejillas. —Sí, evidentemente, le es igual que me pudra en mi piel sin saber en qué transformarme. —Es forzoso que así ocurra: no la conozco... —¿Me conoce ahora? Me dirigió una sonrisa comprometedora. —Escuche —le dije—, la comprendo muy bien. Está en la edad en que uno se aburre y cualquier distracción es buena. Pero mi caso es diferente; tengo demasiadas cosas que hacer, carezco en absoluto de tiempo para ocuparme de usted. —El tiempo... —Su pie se balanceaba impaciente—: Siempre se encuentra tiempo si uno quiere. —Digamos que no quiero —dije. Se inmovilizó como para que las palabras le penetraran mejor y bajó la cabeza.

—¿No le soy simpática? La pregunta tenía un acento tan sincero, que quedé desconcertado; en esa manera de exponerse a las respuestas más crueles, había un coraje que forzaba la estima. «Es la primera cosa que me conmovió en ti, esa inclinación temeraria por la sinceridad.» —Es usted muy simpática; pero se ilusiona demasiado acerca de lo que podría hacer por usted. Nada tengo que enseñarle. Al menos que se interese en el sindicalismo. Se encogió de hombros: —Si usted no me sirve, ya lo comprobaré yo misma. Era difícil escapar de sus lazos tenaces. —No, dejémoslo. Si me pusiera a frecuentar todas las gentes que encuentro simpáticas, no me alcanzaría la vida. —¿Conoce tantas? Tiene suerte. -—Suspiró—: Yo no conozco a nadie. —En primer lugar a Perrier... La llama negra volvió a encenderse en sus ojos. —¡Ah, es por Pablo...! Tranquilícese, no tengo la menor intención de enamorarme de usted. —Nunca pensé eso —dije yo. No estaba tan seguro; ella parecía dispuesta a la pasión y evidentemente le parecía soso amar a su novio. —Pablo y yo —continuó ella— nos sancochamos en el mismo caldo desde hace años, nada más. Querría oír resonar otra campana. —A usted le gusta leer. No hay como un buen libro para evadirse de sí. Se encogió de hombros, enfurecida. —Claro que leo; pero no es igual. —Dio un golpe con el talón en el escabel—: Bien se ve que no sabe en qué consiste quedarse sola en un rincón, el día entero. —Eso terminará, con seguridad —dije—. Estoy seguro de ello, respecto de usted. —Di un paso para alejarme de ella—: Deberá excusarme, debo trabajar. —¿Trabajar? Está en huelga. —Justamente, se trata de un artículo sobre la huelga. —Muéstremelo.

—No está hecho. Y además, no le interesaría. —Dígame —preguntó ella—: ¿Usted es comunista? —No. —¿En qué se diferencia? —Los comunistas miran a los hombres como peones en un tablero de ajedrez, se trata de ganar la partida; los peones no tienen importancia por sí mismos. Ella miró alrededor con menosprecio. —¿Y halla usted que tengan tanta importancia? Lo único divertido de la política ha de ser sentir un montón de cordeles entre los dedos y tirar de ellos. —Ignora de qué habla —dije. Es un accidente. No vas a abandonar el partido por eso. Te debes al partido, viejo. Lo vengaremos. Dos puños, un cerebro: es tan poca cosa; quedan tantas cabezas y tantos puños. Que me maten, que me entierren. Peligroso como un árbol en una curva, como ese revólver cargado, como la guerra, como la peste. Ocultadme, borradme. Pero vivo. Al menos no volveré a actuar, nunca, nunca más. —¿Acaso cuando organiza estas huelgas no tira de los cordeles? —Las organizan sin mí —respondí. Después de abandonar el partido me pasé dos años como aletargado, luego, poco a poco, volví a ocuparme de la vida sindical. Este trabajo me pareció lícito porque no tenía carácter político, estaba hecho a la medida humana. No debía escoger por otros, no decidía nada, cada miembro del sindicato conocía su propia voluntad en la voluntad colectiva; no ejercía ninguna influencia en el grupo al cual pertenecía: me limitaba a ser el instrumento por medio del cual existía el organismo. En mí, sus aspiraciones confusas se ordenaban en aspiraciones coherentes, sus deseos dispersos cobraban un cuerpo tangible, usaba mi voz para expresarse; pero era todo. Nada inesperado o arbitrario, nada que no surgiera de él mismo les llegaba de mí a sus vidas. Pero no tenía ganas de explicar todo esto a Helena. Le tendí la mano. —Adiós. Váyase como una buena chica. —¿Y si no quiero irme? —No puedo obligarla. Fui a sentarme delante del mármol sobre el cual había distribuido mis papeles. Ella vaciló un momento y luego vino hacia mí.

—Adiós, entonces —dijo con voz triste. —Adiós. Me había defendido bien, estaba orgulloso de mi prudencia incorruptible. Ciego una vez más. Te rechazaba conscientemente, pretendía rechazarte, ¿pero no eran míos esa voz, ese rostro, ese pasado que te atraía? El rechazo mismo me daba un nuevo atractivo. «Nada hice, no tengo la culpa de esto.» Magdalena se encogió de hombros. Tenía razón: yo era responsable. Responsable de la dulzura y de la dureza de mis ojos, de mi historia, de mi vida, de mi ser. Estaba ahí, delante de ti; y porque yo estaba allí, tú me habías encontrado, sin motivo, sin razón, sin haberlo querido: en adelante, podías elegir, acercarte o huir, pero no podías evitar que existiera frente a ti. Una limitación absurda pesaba sobre tu existencia, y era yo. Creía hacer de mi vida lo que decidí hacer, me sentía libre y exento de reproche. Y para otro sería eternamente un escándalo. Pero no lo sabía. Creía que bastaba con decir «no». No, no volveré a verla. No, no arrastraré a mis camaradas en una lucha política. No, no reclamaremos la intervención. —Sin embargo, es verdad la objeción que te hacen —dijo Marcelo—. No hacer política, es una manera de hacerla. —Puedes hablar —dijo Denise—, tú que ni siquiera votaste. Servía el café en medio del gran estudio desnudo. Para prevenir una sorpresa, habíamos quitado la víspera a escondidas los muebles preciosos, las tapicerías, y las telas raras que Marcelo poseía aún. —Es tan absurdo como votar. —Marcelo sonrió—: Solamente que menos peligroso. —Para mí, esa objeción es un sofisma y nada más —observé—; habría que probarme que hay un primado de la política, que el hombre es un animal político, y que su actitud es política, no importa lo que él piense. Niego esto. La política es el arte de influir sobre los hombres de afuera. El día en que la humanidad entera se organice en su interior, no habrá necesidad de política. —Hablas bien —dijo Marcelo—. ¿Estás ensayando tu discurso? Yo lo divertía más que nadie en el mundo. Pretender no comprometerse en el absurdo universal era el colmo del absurdo; nunca se había encontrado con un caso así. La seguridad con que Denise se arrojaba en todas las trampas le parecía menos burlesca que mis esfuerzos por evitarlas. Él aceptaba con indiferencia hundirse en el barro terrestre: el problema no era ése. Le sonreí sin rencor. Desde hacía ocho años no se sentía tan dichoso. En el estallido rojo del 14 de julio saludaba a mi propio N triunfo, el triunfo de mi vida, de mis ideas.

—¿No tienes ganas de darte una vuelta por la Bastilla? —¿Con ese cielo? —Sus ojos señalaron el resplandeciente cielo azul—: No. Voy a dormir un momento. Vivía de noche. Dormía casi todo el día. —¿Y usted? —dije a Denise—. ¿Viene? Miraba con aire sombrío la puerta por donde Marcelo acababa de desaparecer. —No tengo muchas ganas. —Volvió los ojos a mí—: Pensar que podríamos haber sido tan felices. —No cambiará a Marcelo —le advertí—. Hay que aceptarlo como es... —Trato—dijo ella—, pero es incurable. Lo hace a propósito... Domeñó la voz donde temblaban las lágrimas. —Estoy segura de que está por meterse en un callejón sin salida; no saldrá nunca. Hacía años que Marcelo había cesado de pintar esas imágenes que reclamaban para vivir la complacencia de una mirada extraña. Quería crear porque sí. Había tallado madera, modelado arcilla, trabajado hasta en mármol, acariciaba con satisfacción la dura materia donde su mano había modelado una forma parlante; se tenía en pie sola, sin que tuviera nada que envidiar a una silla o a una mesa. Pero de pronto comenzó a mirar sus obras con un aire sombrío. El mármol existía, la pesada piedra desnuda. «Pero el rostro, ¿dónde está el rostro?», decía Marcelo, con furor. Me señalaba con dos dedos. «Está en tus ojos, no en otra parte.» Una mañana, cargó sus obras en una carretilla y empuñando los parantes la había empujado hasta el entrepuente de Bercy: había vaciado la carretilla en el Sena. Denise lloró durante días. —Con él, en cuanto uno ha renunciado a algo —decía ella—, se advierte que debe renunciar en seguida a otra cosa. ¿Dónde se detendrá? Sus cabellos brillaban, su rostro estaba ajado; sus ojos habían aprendido a desconfiar. Usaba un traje elegante, pero gastado en los codos y ceñido al talle con un cinturón barato. —Debería tratar de vivir por su propia cuenta —le aconsejé— y no estar prendida a la vida de Marcelo. —¿Qué haría? Carezco de condiciones. —No todos son genios.

Me miró con aire de duda; le gustaban los valores netos. —Me horroriza la mediocridad. —Giró en redondo y dio un paso hacia la mesa—: ¿Encuentra bello esto? —dijo señalando una especie de montículo hecho con conchillas y guijarros aglomerados. Marcelo se dedicaba ahora exclusivamente a esas construcciones; trenzaba cordeles, paja, burletes, fabricaba mosaicos con trozos de cromo. Estos objetos le satisfacían porque era posible separar de ellos, hasta con el pensamiento, su sentido oscuro y su existencia de carne y hueso. —Marcelo no pretende que esto sea bello—dije. Se encogió de hombros. —Un fracaso, esto va a ser de él. Era difícil explicarle que el triunfo, la gloria, no merecían tan ardientes lamentos. «Entonces, ¿qué tiene importancia?», decía. No podía responder en su nombre. Sabía lo que era importante para mí; y Marcelo, lo que era importante para él. Pero no habíamos encontrado en ningún cielo esas medidas absolutas, definitivas, de las cuales Denise exigía la revelación. —Téngale fe —dije. ■—¿Es que no soy paciente?—preguntó. Yo la miraba con compasión. Tenía mucho mérito. Aceptaba la pobreza sin quejarse, nunca reprochaba nada a Marcelo, trataba concienzudamente de comprender lo que ella llamaba «su complejo». Leal, inteligente, animosa. Pero una desgracia secreta volvía vanas todas estas virtudes. Le toqué el brazo. —No debe quejarse aquí —dije—. Venga conmigo. —Temo molestar. Me sonrió sin alegría; temía ser indiscreta. No insistí. No conseguía despertar en mí una verdadera simpatía por ella. Me lo reproché repetidas veces. —No te preocupes —me decía Magdalena—. Todo eso es desdicha burguesa, desdicha de lujo. Magdalena no comprendía que alguien pudiera quejarse de su suerte; ni que uno pudiera alegrarse de ella; ni que se tuviera temor o esperanza. —¿Qué creen ésos? —dijo señalando la ola negra y roja que corría entre las veredas.

Andaba rengueando a mi lado. Sus zapatos le hacían doler siempre porque los compraba cuando se le presentaba una ocasión, al azar, por una permuta, por un servicio cualquiera. —Piensan que mañana será mejor que hoy —respondí. Yo pensaba así. ¡Tantas promesas estaban por estallar al cabo de las vacilaciones de aquella primera experiencia! —¡Bah, hagan lo que hagan, la vida no valdrá más! No respondí; nunca intentaba discutir con Magdalena. Cuanto más convincentes eran los argumentos que se le oponían, más los hallaba artificiosos. Por otra parte, era verdad que su vida no valía mucho, pues ella misma la tasaba bajo: su cuerpo valía poco, lo entregaba con indiferencia a quien se lo solicitaba; su tiempo no valía mucho, lo empleaba generosamente en dormir o en fumar, con la mirada perdida en el vacío. No hubiera estado desprovista de inteligencia, pero juzgaba que hasta sus pensamientos valían poco; era raro que consintiera en prestarles atención. Sus placeres, sus intereses, sus contratiempos, sus mismos sentimientos, nada significaban a sus ojos y nadie podía volverlos importantes en su reemplazo: nadie, excepto ella, podía hacer que vivir fuera importante para Magdalena. Pero para esos hombres que desfilaban cantando era una empresa importante ser un hombre. Mañana la vida tendría un sentido para ellos, la fuerza de su esperanza ya le daba su fin. —¿Vienes conmigo o me esperas en una fonda? —¿Hablarás de nuevo? —Sí. Prometí un discurso a los camaradas. En medio de la plaza, en la desembocadura de una calle, Gauthier se disponía a hablar. Debía haber una zona de silencio a su alrededor, pero estábamos demasiado lejos y sus palabras se perdían en la inmensa voz de la multitud. —¿Qué dice? —preguntó Magdalena. —Lo ignoro. —¿Y tú? ¿Qué vas a decir? —Ven y lo sabrás. —No, te espero aquí. Se recostó contra un árbol y se quitó los zapatos, descubriendo sus medias traspasadas de agujeros y consteladas de manchas rosas: para impedir que se corrieran los puntos de la malla, los cubría con esmalte de uñas.

—Es posible que vaya para largo—la previne. —Me es igual. Una cohorte de niños pasó delante de nosotros, con un pañuelo rojo anudado alrededor del cuello y un birrete de igual color en la cabeza; pasaron después mujeres que gritaban bajo las lucecillas de colores: «Muera La Rocque». Las banderas restallaban encima de nuestras cabezas: las telas tricolores se mezclaban a los estandartes rojos, en todas las plazoletas de París se habían erigido tablados y las guirnaldas se balanceaban entre los árboles: 1936, 14 de julio de 1936. ¡Qué alta llevábamos la frente! Por supuesto, no se había ganado todo, teníamos todavía mucho que hacer, pero por primera vez, por encima de las divisiones del partido, habíamos conseguido coaligar todas las fuerzas de la esperanza. Parecía que hubiera sido ayer. Hendió la multitud. Quería gritar en alta voz esa alegría que le abría la garganta: su alegría, la de él, la de ellos. «Camaradas.» Hablaba. Las palabras que decía era él quien las inventaba, y ellos no las oían con los oídos, sino en el fondo de sí mismos. Hablaba para é l mismo y ellos lo aclamaban: para ellos hablaba. Se refería a la inmensa buena voluntad que acababa de nacer en Francia y que iba a brillar sobre el mundo; les prometía que sabrían imponer al mundo entero sus métodos de paz. «Porque principalmente es para nosotros, camaradas sindicalistas, que éste es un día de triunfo: los resultados que hemos obtenido son apenas el comienzo; pero lo que constituye nuestro orgullo, lo que autoriza a cualquier esperanza, es que lo hayamos conseguido valiéndonos de huelgas estrictamente profesionales.» Hablaba, y sus palabras no eran súplicas ni órdenes: un canto, un canto de regocijo. Por su boca cantaban todos, a coro. Como si cada uno no ocupara un lugar en la tierra; como si cada uno no fuera para el otro un obstáculo; que cada uno se pertenezca a sí mismo, existiendo siempre junto a los otros eternamente separado de ellos: otro. Cantaban la magia de la libertad, el empuje de la fraternidad y la gloria soberana del hombre. Pronto la guerra, la violencia, lo arbitrario, serían imposibles; hasta la misma política sería inútil, pues ya no habría separación entre los hombres, sino una misma humanidad. Era la esperanza suprema que saludaban en el fondo del porvenir: la reconciliación de todos los hombres en el libre reconocimiento de su libertad. —Me pasarás tus notas —dijo Gauthier—•. Quiero publicar tu discurso en Vida Sindical. —Hablaste muy bien —dijo Laurent. Blomart le puso la mano en el hombro. —Un compañero de taller. —Usted también habló muy bien —dijo Laurent a Gauthier—. ¿Es usted el que escribe en Vida Sindical?

—Él lo dirige —'le informó Blomart. Sonreía. Era feliz. Las banderas estallaban, la muchedumbre cantaba; y los amigos del taller, los camaradas del sindicato, los que se callaban, los que hablaban, los que eran importantes en el movimiento, los que nada significaban, todos le palmeaban la espalda, se palmeaban las espaldas, y se estrechaban las manos. Nuestra fiesta. Nuestra victoria. Se acordaba de otra muchedumbre, en los trenes subterráneos de su infancia, y del viejo olor del remordimiento. Aquello había acabado. Respiraba sin remordimiento el olor de la tinta y el polvo, el olor del sudor, el olor del trabajo; sin remordimiento andaba junto a paredes desnudas, miraba los gasómetros y las chimeneas de las fábricas. Porque más allá de la fatiga de los horizontes grises, estos hombres sabían afirmar sil voluntad, y su vida no era una opaca vegetación de planta: se escogían un destino. Comulgaba orgullosamente con ellos, pensando: soy uno de ellos. —Te hice esperar más de la cuenta, ¿te aburriste mucho? —No —dijo Magdalena—. Te miraba gesticular, allá lejos. Continuaba de pie, apoyada en el tronco del árbol. La tomé del brazo. Justo en ese momento apareciste delante de mí; ibas del brazo de Pablo. Una escarapela escarlata sangraba sobre tu blusa blanca; tus mejillas brillaban de animación. —Te buscamos por todas partes —dijo Pablo. Lo miraste con furia y después miraste a Magdalena que trataba sin fortuna de deslizar su pie en el zapato. Los presenté. —Escuchamos tu discurso—en la voz de Pablo había un dejo irónico. —¡Ah! ¿Estaban allí? —Sí. —Se encogió de hombros—. ¡Como si Francia pudiera separar su destino del resto del mundo! Quise replicarle, pero tú me detuviste con impaciencia. —No nos vamos a quedar plantados aquí otra hora. —Cansa estar de pie —dijo Magdalena. La miraste de arriba abajo con altanería: —Yo no estoy fatigada. Habíamos seguido a la ola negra que se vertía en desorden por entre las casas engalanadas; el sol estaba cubierto de papeles: banderas, escarapelas, matracas. Nos sentamos en una bocacalle, en un baile popular. El camarero depositó sobre la mesa tres medios litros y una granadina: Helena adoraba esas bebidas de colores indigestos.

—Todos estos p... que bailan —dijo Pablo— se imaginan que van a hacerse un nidito confortable en medio de Europa. Bien calafateado, bien guardado bajo llave, con los Pirineos al sur y la Línea Maginot al norte. Y mientras tanto, el fascismo se instala a nuestra puerta. Saben muy bien que no se puede permanecer en el plano de lo nacional. —Sin duda —respondí—. Pero con todo, es necesario comenzar por ganar la partida en este terreno. Hubo un silencio. Magdalena escuchaba el acordeón, sonriendo. Helena balanceaba las piernas hacia adelante y hacia atrás, como una colegiala pizpireta. No tenía ganas de proseguir la discusión. Sabía muy bien que Francia no estaba sola en el mundo. Tampoco yo estaba solo; pero había conseguido reunir alrededor de mí una vida sin compromiso, sin privilegio, que nada debía a nadie, y que para nadie podía ser una fuente de desdicha. Sonreí a Magdalena. Tenía en su rostro un aspecto de beatífica tranquilidad. Sin duda le daba muy poco de mí; pero no me pedía más, no hubiera sabido qué hacer. No podía vivir sino a la deriva y los mejores momentos de su existencia eran todavía los que pasaba conmigo. Me sentía responsable únicamente de mí mismo, y era una responsabilidad que asumía en tiempo de paz: era lo que deseaba ser, mi vida no se distinguía del enjambre concertado del cual formaba parte. Tú, sin embargo, por encima de la mesita de hierro, examinabas ese rostro que yo no había escogido. —Naturalmente, no sabe bailar. —Supe, pero temo haberlo olvidado. —Prueba —dijo Magdalena. Examinaba a Helena sin hostilidad ni simpatía, de una vez por todas, para no tener que volver a hacerlo. —Ensayemos entonces. Mi brazo ciñó a Helena; había olvidado todo pero bastaba con dejarme conducir, ella sabía bailar por los dos. —¿Quién es esa señorita que está con usted? —preguntó. —Una amiga mía. —¿Se ocupa de cosas del sindicato? —Por supuesto que no: eso la aburre casi tanto como a usted. —¿De qué se ocupa? —De nada.

—¿De nada? —Me miró con su gesto de ajustar cuentas, tan peculiar—: ¿Por qué sale con ella? —Porque me gusta mucho. —¿Y ella? —Me quiere mucho, también —respondí un poco secamente. Hubo un silencio. —Fue curioso verlo sobre el estrado, hace un rato. Sonreí: —Debí de aburrirla mucho. Me miró con gesto serio. —No, traté de entender. Me interesó lo que dijo sobre la libertad. —¿Quién sabe? —reflexioné—. Éste quizá sea el comienzo. Quizá llegue a apasionarse por las cuestiones sociales. —Me asombraría. —Miró a su alrededor—: Evidentemente, cuando uno se encuentra en medio de semejante multitud, es fácil; se canta, se marcha con los otros. Pero cuando uno se detiene, me imagino que uno debe de sentirse descorazonado, como después de una borrachera. —Por cierto —asentí—. Pero un trabajo político o sindical, nada tiene que ver con estas manifestaciones. Reflexionó: —Lo que más me gustó en su discurso fue que parece pensar que la-gente existe una a una, cada una por sí misma, y no solamente en grandes masas. —Las masas están formadas por gente que existe una a una; no es el número lo que cuenta. —-¡Ah!, ¿cree esto, realmente? —dijo ella. Su rostro se iluminó—: Pablo parece siempre opinar que somos hormigas en un hormiguero. Y entonces, cuanto uno siente, cuanto uno es, ¡tiene tan poca importancia! No vale la pena vivir. Bailaba con la cabeza un poco echada hacia atrás, sus cabellos rubios flotaban libremente alrededor de su pálido rostro; brillaban al sol, y su blusa blanca, resplandecía; pero más que sus cabellos, su tez de niño o el azul de sus ojos, lo que más la hacía relucir era esa vida ardiente que se arrojaba hacia el porvenir. Su mirada se asentaba en mi frente, en el cielo, hurgaba el horizonte para arrancarle sus promesas, sus

piernas temblaban con un impulso contenido; el mundo era alrededor de ella algo vasto, una bella presa. Ya no hay porvenir y el mundo se borra. Tus ojos están cerrados, las imágenes giran en tu cabeza ardiente, como la sangre que corre de tu corazón a tu corazón; hasta cuando tus pupilas se alzan, las cosas están allí, evidentes e inertes, como en un sueño, y ya no sé distinguen de ti; el mundo pierde su dimensión, se hunde en t i, se amengua hasta convertirse en ese pálido reflejo que va a extinguirse; el porvenir se contrae ante la inmovilidad del instante; pronto habrá sólo un presente coincidiendo exactamente con él mismo; ya no habrá tiempo, no habrá mundo, ni nadie. Bailabas, apretada contra mí, y comenzaba a tejerse ese lazo que me acerca a tu agonía; ya, a pesar de mí, había entrado en tu vida para que un día permaneciera así, a pesar de mí, sólo a las puertas de tu muerte. La música se detuvo, Helena arrojó una mirada afligida al estrado lleno de guirnaldas. «¡Qué pena!, ¡querría seguir bailando!» —Pronto volverán a tocar. Ella se encogió de hombros. —No es interesante si hay que detenerse a cada rato. Había en su voz un reclamo imperioso; pero me hice el sordo. Volvimos a nuestra mesa. Magdalena conversaba con Perrier, se entendía bien con él, le sonreía. Me gustaban sus sonrisas que siempre parecían aparecer contra su voluntad; hubiera tenido más gracia si hubiera dejado que su rostro se distendiera. A pesar de su fisonomía cerrada, había algo de atractivo en la lentitud de sus gestos, en su cuerpo muelle y en su mirada vaga. Helena sorbió con una pajuela las gotas suspendidas en los flancos del vaso. —Querría otra —dijo. Balanceaba de nuevo las piernas con aire impertinente y aburrido. -—Decidimos almorzar los cuatro juntos —dijo Magdalena—, ¿te parece bien? —Seguro. ¿Adonde iremos? No era una pregunta a la que se podía responder a la ligera. Magdalena era sensible a las atmósferas; había lugares donde se encontraba sin defensa, como una bestia cercada, y otros más clementes donde podía olvidar un instante ese miedo que le inspiraba el mundo. Comenzamos a discutir. Helena callaba, con afectación; le habían traído otra granadina y soplaba burbujas a través de la pajuela, en el líquido rosa. Bruscamente se levantó: —Prometió que bailaríamos otra vez.

Me levanté de buen grado y bailamos un momento en silencio; de pronto, se quejó: —¡Oh!, ¡cómo me duele la cabeza! Me detuve: —¿Quiere sentarse? —Le agradecería que me buscara una aspirina. —En seguida. Partí corriendo. La primera farmacia que encontré estaba cerrada, tuve que ir hasta el Hotel de Villes. Me alegraba hacer ese pequeño servicio a Helena, hubiera querido hacer algo por ella pero intuía el peligro en que la ponía al menor de mis gestos. Deposité tres aspirinas en la mesa; Helena estaba sentada sola delante de los cuatro vasos vacíos. —¿Dónde están los otros? —Partieron antes para conseguir una mesa libre. Decían que si no se daban prisa, no hallaríamos lugar en ningún sitio. —¿Dónde fueron? —A Demory, en la calle Brocea. —¡Lejos fueron! —exclamé—. ¡Qué remedio! Vamos a reunirnos con ellos. ¿No toma su aspirina? Ella vaciló: —Ya no me duele tanto, prefiero esperar un poco. Partimos alegremente a través de las calles donde el calor decrecía y se amenguaba. No me molestaba, al contrario, ese coloquio imprevisto. Trataba de responder como mejor podía a sus preguntas; me acribillaba a preguntas. Se hubiera dicho que me tomaba por Dios Padre. —En resumen —dijo ella—. ¿Por qué vivimos? Entramos en Demory; fui hasta el fondo del salón. Ni Magdalena ni Pablo estaban allí. —¿Está segura de que la cita era aquí? —Por supuesto —respondió Helena.

—No parece estar tan segura... —Estoy completamente segura —insistió ella, dirigiéndose a una mesa—: Sentémonos y esperemos. Apoyó su mentón contra la palma de su mano. —Explíquese —continuó—. ¿Por qué vivimos? —No soy el Evangelio —respondí algo molesto. —En fin, al menos sabrá por qué vive usted. —Abrió sus dedos en abanico y los observó detenidamente—: Yo, no lo sé. —Hay cosas que ama, que desea, seguro... Sonrió: —Me gustan el chocolate y las bicicletas-lindas. —Es mejor que nada. Miró de nuevo sus dedos; tenía un repentino aire de tristeza. —Cuando era niña, creía en Dios; era magnífico: siempre, en cada instante, se exigía algo de mí. Entonces me parecía que debía existir, era una necesidad. Le sonreí con simpatía. —Creo que su equivocación es imaginarse que sus razones de vivir deben caerle del cielo, ya formadas: ¡somos nosotros quienes debemos crearlas! —Pero, si sabemos que las creamos nosotros mismos, ya no podemos creer en ellas. Es una manera de engañarse a sí mismo. —¿Por qué? No se crea en el aire, porque sí; se crea por el impulso de un amor, de un deseo y entonces lo creado se alza delante de uno, bien sólido, bien real. ' Mientras hablaba vigilaba la puerta. Comenzaba a sentirme inquieto. Toda la historia me parecía un tanto oscura. ¿Por qué no nos esperaron diez minutos? Magdalena nunca tenía esas crisis de locura práctica. —Es raro que no lleguen—di je—. Me pregunto si no embrolló todo. —Claro que no —respondió ella con algo de impaciencia—. Deben de haber dado una vuelta antes de venir, nada más. —De nuevo detuvo su mirada en mis ojos—: ¿Cómo extraería uno de sí buenas razones para vivir —preguntó—, ya que debemos morir? —Eso no cambia nada.

—Yo encuentro que cambia lodo —dijo ella. Me escrutó con curiosidad—: ¿Le es igual pensar que un día ya no estará aquí, que no habrá nadie que piense en usted? -—Si viví como quería, ¿qué importa? —Pero para que una vida sea interesante deberá parecer una ascensión: se franquea una meseta, después otra, luego otra, y cada una está hecha con miras a la meseta que sigue. —Se encogió de hombros—: Entonces, si una vez en la cima todo se hunde... todo se vuelve absurdo desde el comienzo... ¿No le parece? —No —respondí distraídamente. No atendía a la conversación, estaba preocupado dé verdad. —Escuche —dije—, voy a tomar un taxi y dar una vuelta por los restaurantes de que hablamos. Usted se quedará aquí. Si vienen, les dirá que volveré dentro de un cuarto de hora. Me miró con sorna. —Lo pasamos bien sin ellos. —Estoy seguro de que es usted quien se ha equivocado. Nos esperan en otra parte. —Déjelos que esperen —dijo ella, molesta. Me levanté. —No dice eso en serio. —Por el contrario, soy de ese parecer. —Pues bien, yo no. —En todo caso —me miró triunfante— no vale la pena de buscarlos, no los encontrará. —¿Por qué? Se pasó la lengua sobre los labios. —Los envié al otro extremo de París. La miré sin comprender claramente. —Les dije que usted se había acordado repentinamente de una cita, que se adelantaran a reservar un lugar y que nosotros los encontraríamos más tarde. —¿En qué restaurante?

Miró a su alrededor con gesto malicioso: —Otro Cualquiera. Me sentía contrariado; demasiada gente trataba a Magdalena sin ninguna consideración. Me importaba siempre ser muy atento con ella. —¿Por qué hizo esta tontería? —Quería charlar con usted. ¡Pues bien, va hemos charlado! Dígame dónde están y vayámonos en seguida. Sacudió la cabeza. —No se lo diré. —Es absurdo —dije—. ¡No pensará que me hará charlar con usted a la fuerza! Apretó los labios sin responder. Me levanté. -—Si rehúsa informarme, me volveré a casa. Su rostro se obscureció. —'Váyase. —Arruina una tarde que pudo haber sido agradable. —¡Dígamelo! —Se encogió de hombros con furia—: Ya era bastante aburrida hace un rato. —¿Y para no aburrirse no vacila en envenenar a tres personas? Es usted una muchacha ruin y egoísta. La sangre se le agolpó en la cara. —Me gusta molestarlo un poco. ¡Es usted tan duro conmigo! —No soy duro. No quiero meterme en una aventura con usted. Empujé la puerta de la fonda y me dirigí de prisa a la parada de mi ómnibus; ella trotaba a mi lado. —¿Es por culpa de esa mujer tan fea? Los celos la sofocaban con un impulso que me hizo reír en mi interior. Nunca había visto a una muchacha tan ignorante de los artificios femeninos. —Magdalena nada tiene que ver con esto.

Era verdad; ningún compromiso nos ligaba. Por temporadas nos encontrábamos cada día y después Magdalena desaparecía por varias semanas; me confiaba con candor sus pesares amorosos. Si yo hubiera tenido aventuras o me hubiera enamorado de una mujer, se lo hubiera dicho sin turbarme. —Le dispenso de acompañarme. Apreté el paso. Lo más simple era contarle todo a Magdalena, era fácil herirla con pequeñeces, pero si sabía manejar sus susceptibilidades, era capaz de admitir cualquier cosa. Desemboqué en la plaza de los Gobelins: las terrazas de los cafés desbordaban hasta la calzada; los faroles estaban prendidos, farolillos japoneses se balanceaban entre las ramas. Escuché detrás de mí una vocecita sofocada. —Espéreme. Me volví. Te me acercaste y me miraste; me mirabas con una insistencia tan misteriosa que tuve la impresión de que tus ojos me recreaban: no sabía muy bien qué mirabas. Recobraste el aliento. —Le diré dónde están: los envié al «Port-Salut». —No es lejos —dije—. Venga, no nos hemos retrasado tanto. —No tengo ganas de ir. Me tendiste la mano y me dijiste, la nariz humillada: «Adiós, le pido perdón». Y yo sentí en mis brazos un gran impulso de atraerte hacia mí, para estrecharte contra mi corazón, entre mis brazos; el gesto parecía tan fácil: fácil de hacer y de deshacer, un gesto, transparente y semejante a sí mismo. Un gesto, y Jacobo murió. Un gesto, y algo nuevo aparece en el mundo, algo que he creado y que se desarrolla fuera de mí, sin mí, arrastrando detrás de sí imprevisibles aludes. «Me ha apretado entre sus brazos.» Sentía ya bajo tus ojos mi rostro que se me escapaba; ¿qué hubiera llegado a ser en tu corazón aquel acontecimiento opaco con el que habría cargado tu pasado? Oprimí tu mano con indiferencia. Te dejé partir sola por las calles de fiesta. Llorabas, pero yo no lo sabía. Partí por mi lado, creyéndome todavía solo, yo también, y acariciando libremente una vaga nostalgia. Como si todos esos besos que no te di no nos hubieran ligado tan firmemente como nuestros más ardientes abrazos; tan firmemente como esos besos que no te daré más, como esas palabras que no te diré más y que me ligan a ti para siempre, a ti, mi único amor.

CAPÍTULO IV Helena se estiró. Estaba acurrucada delante de la chimenea y las llamas le tostaban el rostro. Ivonne cosía, con los ojos bajos; la aguja se clavaba con una regularidad mecánica en el trozo de seda color frambuesa. Un día blando y gris se aplastaba contra los vidrios del cuarto. «Ya está —pensó Helena—, ya llega, va a ocurrir.» Su mano apretó un jirón de corteza dorada que crujió entre sus dedos. —No me gustan los domingos —dijo. —A mí, sí —respondió Ivonne. Domingo, lunes..., no debía de haber mucha diferencia. El domingo se quedaba en su casi, pero continuaba con la costura; nunca cesaba de coser. Hubo entre las cenizas una detonación seca. —Recuerdo —dijo Ivonne— la primera vez que asamos castañas, ¡qué explosiones! —Sí —dijo Helena—. Nos divertíamos mucho —agregó con nostalgia. Hundió las pinzas en las cenizas ardientes—: Creo que deben de estar cocidas. En la pieza vecina una voz llamó: «Ivonne». —Voy —Contestó Ivonne. Dejó su labor, hizo un guiño a Helena y abandonó el cuarto. Helene peló una castaña y se la metió entera en la boca: sus dedos olían a madera quemada, a mandarina y a cigarrillos; un olor agradable. La castaña crujía entre sus dientes, hacía calor. «Todo esto existe», murmuró. Pero no era cierto; había solamente un vacío alrededor de ella. «Ya está», se dijo, «llegó. Odio sufrir». Cerró los ojos. En el apartamento vecino la radio cantaba: «Hay piedras en todos los caminos, en todas las sendas hay penas». Helena trataba de no luchar, era en vano. «Un año exacto; puedo contar con los dedos los días que lo he visto. Y ahora, solamente él existe.» —¿Sabes lo que quería? —dijo Ivonne. Su voz reía—. Quería que la sonase. Dice que le daba angustia sacar los brazos de las sábanas. Helena volvió los ojos hacia las llamas para que Ivonne no advirtiera la nube que empañaba sus ojos. —No deberías cederle. —¡Bah, son sus únicos placeres!

—El placer de perseguirte. Puesto que está tan enferma como tú y yo. —No debe de divertirse mucho con eso. Ivonne retomó su labor. Helena depositó un puñado de castañas en su falda. —Están soberbias —comentó Ivonne—, crujientes, algo quemadas, exactamente como me gustan. —Lanzó una mirada rápida sobre Helena—: No aprovechas las pequeñas alegrías de la vida —dijo con tono doctoral. —¡Idiota! —contestó Helena. Ivonne seguramente lo había adivinado, pero nunca preguntaría nada. Sabía ver, comprender y callarse. Se sentía al abrigo junto a ella. —Estoy segura de que te propones pasarte otra noche en vela —dijo con una especie de despecho. —Hay que hacer lo que hay que hacer, ¿no? —respondió Ivonne. Hizo hincharse el corselete brillante—: Qué abultado es un traje de dama de honor. Será un lindo desposorio. Lástima que la novia tenga el estómago por debajo del ombligo. —¿Por debajo del ombligo? —Es tan flaca que todo se le sale de su sitio. Está rellena con caucho alrededor de las caderas y del vientre. —El marido tendrá una sorpresa —dijo Helena. Ivonne se echó a reír. —Si supieras cuántas mujeres son un pozo de sorpresas. A menudo, cuando entregamos un vestido de baile, entregamos también los pechos. La aguja se hundía en el bastidor, se hundía, volvía a salir, era alucinante. «Nunca, nunca. Nunca me querrá.» —No es por echarte —dijo Ivonne—, pero si quieres estar en casa de Pablo a las seis... —¿Qué hora es? —preguntó Helena. —Las seis en punto. Helena vaciló. «Pablo. Mi vida, mi verdadera vida. No tengo más vida. Solamente esta ausencia. No lo veré hasta dentro de muchos, muchos días. Y él no piensa que no me

verá; no piensa que no me ama. Todo está lleno a su alrededor. No existo para él. No existo para nada.» —Pobre Pablo —dijo Ivonne. Enhebraba una aguja con sumo cuidado. —¿Por qué, pobre Pablo? —preguntó Helena poniéndose de pie—. Se comporta a las mil maravillas. -—Se puso el abrigo, se inclinó sobre Ivonne y la besó en los cabellos negros—: Hasta mañana. Estaré en el Biard a las seis. Buenas noches. Debería tener vergüenza. Toda la noche se pasará junto a esa blusa roja, con la loca que gime en la habitación contigua. Helena apuró el paso. Era extraño: Ivonne no hacía más que coser, pelar papas y cuidar a una enferma imaginaria; y sin embargo su vida no parecía absurda. Era casi consolador pensar que Ivonne existía, así como era, inclinada sobre su labor en la pieza solitaria. «¿Acaso es mi falta si mi vida es absurda?» Mi vida. Quizá hubiera bastado decir con convicción: es mi vida. Pero Helena ya no podía decirlo, no quería decirlo. «Y, sin embargo, nunca tendré otra vida. Nunca. Nunca.» —Estoy retrasada —se excusó Helena. —No importa —dijo Pablo—. El café está todavía caliente. —Desocupó una silla y la acercó a la estufa—. Siéntate aquí. Llenó una taza y se la tendió. —Tu café está excelente —lo cumplimentó Helena—, serás un buen marido. —¡Oh, la que se case conmigo no hará mal negocio! —respondió Pablo. Se sentó en el brazo del sillón. Ella apoyó la cabeza contra su flanco. Dos pañuelos se secaban en el tubo de la calefacción; una marmita de agua borbollaba. «Pobre Pablo—pensó Helena con ternura—. Debería ser más gentil con él. Pobre mi querido Pablo.» —Verás cómo fe instalaré un buen alojamiento —dijo Pablo—. Te fabricaré una gran mesa de trabajo de madera buena y una biblioteca para tus libros. Colgaremos tus acuarelas en las paredes; quedará muy bien. —Eres muy bueno —dijo Helena. Le gustaba sentir esa mano que se deslizaba a lo largo de sus cabellos con una caricia lenta y monótona.

—Compraré una carpa, y los domingos de verano haremos excursiones. —Eres muy bueno —repitió Helena. Dulcemente, ella dejó pasar por sus ojos esas visiones de dicha modesta: el cuarto arreglado, la carne que se cuece entre las cebollas, el cinematógrafo con cremas heladas durante el entreacto y esos ramos malvas V amarillos que se traen los domingos por la noche en el portaequipaje. Era el domingo y hacían proyectos para el domingo. —¿Te sientes bien? —preguntó Pablo. Estrechó a Helena contra él. Como en un relámpago, ella vio la cabeza morena emergiendo del cuello dado vuelta de la tricota: «Está en alguna parte ahora; en este momento, él existe, de carne y hueso». Y, luego, la imagen se disipó. Un sueño sin peso. Tan sólo existía esa mano de carne que rozaba suavemente la nuca de Helena. Unos labios se posaban en su mejilla, sobre las sienes, en la comisura de los labios y Helena se sintió invadida por un pálido vapor azucarado. Cerró los ojos. Se abandonó sin resistencia a ese encanto que la metamorfoseaba dulcemente en planta; ahora en un árbol, un gran álamo cuyas hojas velludas agitaba la brisa. Una boca caliente se pegaba a su boca, a través de su corpiño una mano acariciaba sus hombros, sus senos; los tibios vapores se espesaban alrededor de ella; sentía que sus huesos y sus músculos se fundían; su carne se transformaba en un musgo húmedo y esponjoso, hormigueante de vidas obscuras, mil insectos zumbadores la picaban con sus aguijones melosos. Pablo la levantó en sus brazos, la depositó en el lecho y se tendió junto a ella; contra su vientre, sus dedos tejían una túnica ardiente; ella respiraba con esfuerzo; le costaba respirar, se hundía en el corazón de la noche, perdía pie; con los ojos cerrados, paralizada por esos cordeles de seda brillante, le parecía que nunca más volvería a la superficie del mundo, que para siempre continuaría encerrada en esas tinieblas absorbentes, transformada definitivamente en una obscura y muelle medusa acostada sobre un lecho de ortigas encantadas. Con ambas manos rechazó a Pablo y se incorporó: —Déjame —dijo. Sin mirarlo, saltó de la cama; sus mejillas ardían. Se aproximó al espejo, su rostro estaba congestionado, sus cabellos en desorden, su blusa arrugada: tuvo horror de su imagen. Sacó un peine de su bolso y su polvera. Su corazón continuaba latiendo con fuerza, ese pulular de alfileres no se había detenido. Se sobresaltó. Pablo se había aproximado a ella y le rodeaba los hombros con los brazos. —¿Por qué no quieres? —preguntó. Hizo la pregunta con voz clara; la miraba de frente con sus ojos límpidos; ella volvió la cabeza.

—No lo sé. Pablo sonrió bondadosamente. —No eres una niñita. ¿De qué tienes miedo? —No tengo miedo —dijo Helena. Se separó de él v se puso a peinar sus cabellos. —Sí, tienes miedo —insistió Pablo. La asió nuevamente por los hombros—: Es natural, a menudo las mujeres tienen miedo la primera vez. Lo que me asombra es que tú, tan animosa, te dejes intimidar como las otras. Miraba a Helena con aire perplejo; ella continuaba peinándose en silencio. ¿Cómo podía discutir él ese tema con esa tranquilidad? Estaba tan turbada por sus preguntas como lo hubiera estado si le hubiese pedido que se desnudase delante de él. —Hay ya bastante confianza entre nosotros y la suficiente amistad para que te sobrepongas —dijo Pablo. —Sí —asintió ella. No sabía qué decirle. ¿Qué tenía que ver la confianza y la amistad con esa soledad de larva de la cual su cuerpo conservaba un recuerdo angustioso? —¿Entonces? —dijo Pablo. Ya volvía a apretar su brazo. Naturalmente, puesto que ella se callaba, pensaba tener razón. Helena se puso rígida. —Entonces, no tengo ganas —respondió con violencia. Pablo no abandonó su presa; sus mejillas se coloreaban ligeramente. —No es del todo cierto. Helena tuvo una risita: —Escucha, quizá sepa la causa. —También yo la sé —dijo Pablo. Las mejillas de Helena se arrebolaron; él tenía oídos para controlar los latidos de su corazón; tenía ojos y manos... —Lo que pasa es que te pones tiesa en seguida —prosiguió él—; pero si te entregaras...

—Evidentemente, cuando un tipo me toca, 110 soy insensible —dijo Helena. El furor la hacía tartamudear—: No soy de hielo, pero digamos entonces que no tengo ganas de acostarme con todos los granujas que me rozan en el cine. —¿Porqué tomas las cosas así?—le reprochó Pablo—. Haríamos bien en hablar de este asunto de una vez por todas. —Es que no hay nada que decir—replicó Helena. Dominó su voz—: Pongamos que tengo miedo. Es idiota, lo sé, pero ten un poco de paciencia, ya pasará. —¡Cabecita de muía! —dijo Pablo. La besó en los párpados; Helena apretó los labios; no quería pegarle, ni lanzarse sobre la boca, ni ponerse a llorar; pero experimentaba la necesidad de estirar todos los músculos para conjurar la tormenta que rugía en ella. —Salgamos de aquí —pidió. —Como quieras —consintió Pablo. La siguió dócilmente por la escalera. Una vez más se resignaba a no comprenderla; se resignaba pronto. Ella lo miró con un rencor que se transformó en angustia. No se comprendía a sí misma. En la calle no hacía fresco ni calor, la gente iba y venía por la avenida con paso lánguido; se tenía la impresión de que bajo la piel eran como por fuera: ni fríos ni calientes. Helena se sintió toda gris y desmenuzable delante de ella misma. Entre los brazos de Pablo hubiera estado defendida contra la humedad insípida de ese domingo. ¿Por qué lo había rechazado? Esa marejada de tristeza en el fondo de su garganta, esa barra a través de su estómago, esa aridez en su boca, eran tan sólo el deseo. —Escucha —dijo Pablo—. Te propongo una cosa: ¿por qué no nos casamos en seguida? —¿Casarnos? —¿Por qué no? Helena quedó un momento aturdida. El matrimonio era como la gran noche, formaba parte de los mitos, se lo aludía gravemente, pero nadie creía de verdad en él. —Pero, ¿dónde viviremos? —En mi casa, me arreglaría. No hay motivo para que te quedes con tu familia hasta la primavera. —Apretó el brazo de Helena—. Mi pobrecita, comprendo que estés nerviosa, ésta no es vida.

Ella lo miró con rencor. Tenía ganas de gritarle: no seas tan bueno. Tenía ganas de lastimarle las mejillas para que cesara de obstinarse en esa absurda bondad. ¡Era tan estúpido, él la amaba y ella no lo amaba; y aquel a quien ella amaba, no la amaba! —No cambiarían las cosas —dijo Helena—. No podría trabajar en esa jaula, y hasta que no consiguiéramos un departamento estaría obligada a pasarme los días en la calle Saint- Jacques. —Cambiaría mucho —dijo Pablo. —No te vería más que ahora. —Pero nuestras relaciones serían diferentes. Una llama de humillación y de cólera subió a las mejillas de Helena. «Piensa que preciso un hombre: algunas buenas noches de amor me equilibrarían.» —Te digo que no necesito de esas relaciones —replicó con desafío. —¡Ajá! —se burló Pablo—. ¡Piensas pasarte virgen toda la vida! —¿Crees que eres el único en el mundo con quien podría acostarme? Pablo la miró con reproche. —Escucha, Helena, si estuve mal hace un rato, perdóname; pero no seas desagradable. Sabes bien que lo único que deseo es tu felicidad. Hablemos como buenos amigos. Ella era injusta, era mala, lo sabía; pero quería enturbiar esas aguas límpidas. Él estaba demasiado seguro de que ella lo amaba. ¿Era culpa suya? Poco importa; era culpa de él, puesto que ella deseaba tan ciegamente hacerle daño. —Como buenos amigos —dijo ella—, ¿por qué has decretado que deba acostarme contigo? —¡Oh, acabemos! —exclamó Pablo con impaciencia. Ella tuvo una sonrisa satisfecha. Era difícil encolerizarlo, pero a veces lo conseguía. —No bromeo —insistió—* Puesto que quieres que hablemos, hablemos seriamente. ¿Por qué? —Pensaba que me amabas —dijo Pablo con ironía. —¿Y tú? —preguntó ella. —Yo, ¿qué?

—¿Me amas? Él se encogió de hombros. —¿Qué quieres de mí? ¿A qué conducen tantas preguntas idiotas? —¡Ah, sí! —dijo ella—. ¡Se sobreentiende que nos amamos hace mucho tiempo, que esto no se discute! Es escandaloso querer saber qué significa eso: amarnos. —Me parece claro —dijo Pablo. —No para mí —replicó Helena. Lo miró con aire provocativo—: ¿Te matarías si me muriera? —No te hagas la nena —dijo Pablo. —No te matarías —afirmó Helena—. Y si debieras escoger entre yo y tu trabajo político, ¿qué escogerías? —Helena, te he dicho más de cincuenta veces que mi trabajo y yo somos uno mismo. No puedo escoger no ser lo que soy. Pero así como soy, te amo. Mi único deseo es compartir todo contigo. —Soy útil a tu dicha —dijo Helena—; pero no necesaria para que puedas vivir. —¿Quién es necesario a quién?—dijo Pablo—. Se vive siempre. —Se vive —dijo Helena. Para Pablo los años de juventud en común, su pacto de sublevación contra la mediocridad, la amistad de sus cuerpos prontos a unirse, era un lazo fuerte. Pero el amor era otra cosa. Era una maldición. —Sin embargo, no eres una romántica —se burló Pablo—. ¿Querrías que nos latiera el corazón más aprisa cuando nos encontráramos y que intercambiáramos mechones de cabello? —Es fácil burlarse —dijo Helena—. A ti te parece que para el amor basta que nos encontremos a gusto juntos y que no nos disgustemos físicamente. —Dilo de una vez —dijo Pablo—. ¿Piensas que ya no me amas? En su voz temblaba la cólera. Helena quedó silenciosa; de pronto le faltó coraje. —No lo sé —murmuró. Miró a Pablo ansiosamente. Si lo perdía, era lo único que tenía en el mundo, ¿qué sería de ella sin él?

—Entonces, ¿qué? ¿Te aburres conmigo? —Claro que no —respondió Helena. —¿Te disgusta que te bese? —Claro que no —repitió ella. —¿Entonces? Atravesaban los jardines del Observatorio: una delgada capa de lodo recubría la tierra fría, algunas hojas pendían de los árboles. —¿Entonces? —repitió Pablo. —Me gustas —dijo ella blandamente. —Pero te parecería bien chato pasarte la vida conmigo. Pablo reía irónicamente. Se sentía incómodo, pero seguía creyendo todavía en un capricho de muchacha exaltada. Muchas veces lo había maltratado sin razón. —Creo que el matrimonio no me convendría —se excusó. —Hace una hora hacías proyectos a la par mía —dijo Pablo. —¡Oh!, es difícil replicarte —dijo Helena; su voz era más agresiva de lo que deseaba—: Parecías tan seguro sobre nuestro asunto... No me has preguntado mi opinión muy a menudo. —Ordinariamente, no tienes inconveniente en formularla sin que te lo pidan —rió Pablo. La observó con incertidumbre—: Estás fastidiada conmigo —declaró con tono conciliador—, y dices cualquier cosa para molestarme. —Digo la verdad —insistió Helena—. ¿Te parece tan extraordinario que no me muera de ganas de casarme contigo? Pablo se detuvo y pasó la mano por la balaustrada que cercaba el jardín. —¿Es verdad? —preguntó—, ¿no me amas? Ella no respondió. —Entonces, me mentiste durante todo el tiempo —dijo él. Había empleado esa voz segura y cortante que solamente usaba en las discusiones políticas; sus rasgos se habían endurecido. Helena, repentinamente, se sintió intimidada: él había dejado de pertenecerle. Estaba allí, delante de ella, y la juzgaba. —No mentí —respondió—; te quiero mucho.

Lo miró suplicante. ¡Se había conducido tan mal con él! Era preciso que no se diera cuenta o ella no podría soportar la vergüenza. —¡No juegues con las palabras! —dijo Pablo—. Debiste advertirme el equívoco que había entre nosotros. —Traté de hacerlo —se defendió Helena. —Cincuenta veces me entablaste absurdas querellas de modistilla; pero nunca hablaste sinceramente. Las lágrimas se agolparon en los ojos de Helena: él tenía el aire de despreciarla de verdad; ¿la habría despreciado a veces sin que ella se diera cuenta? A menudo había tenido la impresión de que era por complacencia que se dejaba manejar tan fácilmente. —Temía enojarte —dijo ella lastimosamente. —¡Helena! ¿Te das cuenta de lo que dices? La despreciaba de verdad; sus ojos se habían ensombrecido, ya no se veía claro en él. Era enloquecedor: mil pensamientos en su cabeza que ya no se podían domeñar. Helena se echó a llorar. —¡Oh, no lloriquees! —dijo Pablo. Ella se mordió los labios. Había representado la escena como una chiquilla mimosa, pero ¿acaso no era capaz de responderle, de igual a igual? -—Lo que sucede —explicó— es que no me interrogaba acerca de mis sentimientos. Me había habituado a la idea de que te amaba. —¿Cómo te percataste de que no era cierto? Ella no tuvo fuerzas para sostenerle la mirada. —De a poco—respondió vagamente. Él la tomó del brazo: —¿Amas a otro? Ahora era él quien leía en ella. Iba de prisa, no sabía qué inventar, iba a perderlo, no quería perderlo... —¿Quién es? —No se trata de eso —dijo Helena. Él se encogió de hombros.

—¿No quieres decirlo? ¿Qué tenía que decir? ¡Nunca se había preguntado cuánto le importaba Pablo! Nunca se le había aparecido tan opaco, tan real. —Está bien —dijo Pablo—. Adiós. Le dio la espalda y antes de que ella hubiera hecho el menor gesto se había marchado. Ella echó a correr: —¡Pablo! Él se volvió: -—¿Qué quieres? Se quedó plantada delante de él, en suspenso. Quería guardarlo, que continuara amándola sin esperanzas de ser correspondido: no había palabras que dijeran esto. —¡Bien!, cuando te decidas a hablar hazme una seña. Lo miró alejarse. «Me porté suciamente con él.» Se dejó caer sobre un banco húmedo. «Y ahora por mi culpa, no tengo ya a nadie.» Las lágrimas la sofocaban. Él no lloraba, sabía conducirse; pero era desdichado por su causa. «Nunca lo tuve en cuenta, lo único que me importaba era tenerlo junto a mí, fiel y confortable. Cobarde, injusta, liviana, traidora. Infecta, he sido infecta», se repetía con desesperación. Era intolerable el remordimiento que la devoraba; un remordimiento inútil, que no borraba ninguna falta. «Perdón...» Pero ya no existía el cielo hacia donde el alma pudiera lanzarse, liberada de su oprimente pasado; permanecía hundida por completo en ella misma, tan solitaria, tan innecesaria como un muerto, sepultado en tierra. «Quiero verlo.» Helena se levantó y echó a correr. «Me dirá que tenga una explicación con Pablo; pero es a él a quien quiero ver.» Se abalanzó sobre el estribo del ómnibus. No le importaba su rostro de madera ni sus frases heladas. Era indispensable que él supiera. Todo era menos terrible con sólo pensar que él sabría. Esa siesta pasada, los remordimientos, la angustia: todo eso existiría también para él. Entonces, ya no habría nada que temer, nada que desear. Helena se apeó del ómnibus. Rué Sauffroy. Su calle. Su casa. Le recorrió un escalofrío por la columna vertebral. El mundo alrededor de él estaba tan pleno que apenas podía respirarse; cuando se estaba delante de él, el aire faltaba de golpe, uno se sofocaba. Tercer piso a la izquierda. ¿Cuál era su ventana? Había un montón de ventanas, unas iluminadas, otras en sombra. «¿Me atreveré?» De tanto en tanto, él le arrojaba, como pasto, una hora de su presencia; pero si la hallaba indiscreta, si se enojaba, quizás aprovechara para no volver a verla. Subió la escalera. Había luz en el

resquicio de su puerta. Pensó, con el corazón palpitante: «Está allí, en carne y hueso». Retuvo el aliento: había percibido el murmullo de voces. Volvió a bajar la escalera corriendo. Sus mejillas ardían. «¿Qué haré?» Miró a la casa. No era cuestión de marcharse, aquí estaba la vida. Se pegó a la pared y contó las ventanas. Toda la vida detrás de ese pequeño cuadrado luminoso. El cuadro se volvió negro. Helena retrocedió y se deslizó detrás de una puerta cochera. Estaba transida, debía haberse quedado largo tiempo inmóvil. Esperó algunos instantes y Magdalena franqueó la puerta del inmueble. Blomart la seguía. La tomó del brazo. ¿Por qué a ella? ¿Por qué la amaba él? «Debía haberla mirado mejor», pensó Helena. La había encontrado fea, vieja y estúpida; pero debía de haber en ella algo más precioso que la belleza, que la inteligencia, puesto que él la amaba. Helena se adelantó a pasos cortos, adherida al muro. Magdalena llevaba un abrigo azul, con una chalina roja y un sombrero de fieltro que le ocultaba la mitad de la cara. Entraron en un restaurante. Era un pequeño restaurante enteramente amarillo, que tenía delante de la puerta de entrada una especie de corral, rodeado por una barrera de madera, que debía de servir de terraza en el verano. Helena se aproximó al vidrio. Se sentaban a una mesa, el uno frente al otro, Blomart tenía el menú en sus manos, se veía su perfil. Sin duda iba allí a menudo. Helena miró a la camarera, el mostrador de cinc, las sobras, las canastillas de pan, las Ilutas y los grandes salchichones. En cierto sentido, era decepcionante: no se explicaba por qué había escogido ese restaurante y no cualquier otro. Las aceiteras, los manteles de papel, apenas informaban acerca de ellos mismos; en vano podía uno analizarlos veinte veces, no se avanzaba un paso en el interior de Blomart, Y sin embargo, Helena se hallaba colmada: nunca habría podido extraer de sí ese decorado que le ofrecían sin esfuerzo, de gal pe, firmemente. «¿Qué comen?» Helena se alzó sobre la punta de los pies, pero apenas divisaba la mesa. Era raro pensar que comían, como cualquier otra persona. El miraba la comida en su plato, sentía el gusto en la boca, la masticaba con cuidado. Helena tenía la impresión de que Blomart comía por pura condescendencia, para no distinguirse de los otros; parecía sin deseo, ni siquiera de su propio cuerpo. Se apartó de la vidriera. «Debería irme.» Los otros regresarían juntos, sin duda; ella no podría hablar a Blomart. «Me voy a ir.» Hundirse de nuevo, hundir consigo la esperanza, la decepción, la fatiga. Le faltaba coraje. Al menos, existía esta espera; si ella renunciaba, no habría va nada: ni ausencia, ni presencia, absolutamente nada. Las ocho. Debía telefonear a su casa. Pero el comedor familiar parecía ahora tan lejano, con sus platos de loza y su olor a cacao: era imposible que pudiera hacerlo surgir al otro extremo del hilo. Un abismo separaba ese mundo de vegetaciones lánguidas de las calles donde resplandecía la presencia de Blomart.

Vaciló. < ¿Adonde van?» Salían del restaurante. De nuevo, se deslizó detrás de ellos. Verlo, seguirlo: eso creaba un lazo entre ambos. «Los seguiré toda la noche.» Su garganta se anudó. Se habían acercado a la boca del subterráneo y se estrechaban las manos. Magdalena descendió la escalera y Blomarí volvió sobre sus talones. Helena se ocultó tras un farol para dejarlo pasar; no deseaba turbar todavía su soledad. Solo. Existía solamente para él. «¿Qué pasará en su cabeza?» Marchaba más rápido que antes, del brazo con Magdalena, con un andar más pesado. En ese momento era verdaderamente él mismo; era fascinante sentirlo existir frente a sí, en su absoluta verdad. —Buenas noches —dijo Helena. Le rozó el brazo. El se volvió. —¿Que hace aquí? —Lo seguía. —¿Hace mucho? —Lo seguí toda la tarde. Ella sonreía; era difícil hablar, sonreír, mientras recibía ese rostro en pleno corazón. No se acordaba nunca, exactamente, de esa mirada a la vez distante y acogedora. El desvió la mirada vacilando: —¿Necesitaba verme? —Sí —dijo ella—, quería hablarle. Vamos a su casa. —Como quiera. Echó a andar junto a él, en silencio. No detrás de él; a su lado. Hacía un rato había rodado tras su estela, inconsciente, como una sombra; ahora estaba allí, para bien. Esas calles acababan de entrar en su propia vida. El mismo la invitaba a subir esa escalera en la cual ella se había deslizado como una intrusa. —Así que vive aquí. —Sí, ¿la sorprende? Sonreía. Cuando ella pensaba en él, siempre se le aparecía sin edad. Su rostro era severo y definitivo. Olvidaba el fuego irónico de sus ojos, sus fosas nasales móviles, y ese ardor contenido que le daba a veces un aire de gran juventud. Se acercó a la chimenea y removió los carbones enrojecidos que cargaba la reja.

—Caliéntese. Parece aterida. —Estoy muy bien —dijo. Su cuarto. Miraba la alfombra, el diván cubierto con una bella tela estampada, los anaqueles cargados de libros y los cuadros extraños colgados de la pared. El tenía un aire tan responsable de sí mismo, que nada parecía ocurrirle por azar. Sin embargo, tampoco se lo imaginaba uno escogiendo cuidadosamente su mobiliario. Antes bien, era como si sus vestidos, el decorado donde vivía, los platos donde comía, le hubieran sido otorgados desde toda la eternidad. —¿Entonces? —dijo mirándola con curiosidad—: ¿Qué ocurre? —Bien —no vaciló un instante—: Rompí con Pablo. —¿Rompió? —dijo Blomart—, ¿riñeron, quiere decir? —No. Acabé de verdad —respondió ella. Estaba allí, sentado frente a ella. No quería en absoluto contarle sus complicaciones. Él estaba allí y nada más importaba. —No lo amo —dijo. —¿Está segura? —Totalmente. Él inclinaba la cabera hacia el fuego con aire preocupado. Pensaba acerca de ella, de él. Ella ya no necesitaba pensar; sin remordimientos, sin cuidados, reposaba apaciblemente entre sus manos. —¿Qué dice él? —No está contento —respondió Helena. ' —La quiere.—Blomart la miró—■: Aunque no esté enamorada de él, ¿es razón para romper? —¡Oh!, me gustaría volver a verlo —dijo Helena—. Solamente, será necesario que dejemos de lado el asunto matrimonio... y los sentimentalismos —acabó. Hubo un silencio: —¿Querría que yo le hablase? —¡Oh, no! Nada hay que decir. —Entonces, ¿en qué puedo servirla? —preguntó Blomart.

—En nada. No hay nada que hacer. —En ese caso, ¿a qué vino? —Quería que lo supiera —dijo Helena. El rostro de Blomart se ensombreció. —¿Le enoja que haya venido? —preguntó ella. —Me parece que era innecesario. —Naturalmente. Nunca le parece necesario verme. Blomart hundió el atizador en las brasas sin responder. Se habla. Se dice cosas en su cabeza. Mil cosas que no puedo adivinar debajo de esos cabellos que sería tan grato tocar. —¿Sabe?, lo calculé: me ve usted cerca de tres horas por mes. Eso hace la duocentésima cuadragésima parte de su existencia. —Le expliqué veinte veces... —Sus razones son malas —dijo Helena; volvió la cabeza—: Si teme que me prenda de usted, es tarde, ya sucedió. De nuevo él callaba; miraba el luego con un rostro hermético. —¿En qué piensa? —preguntó ella. —Pienso que será necesario no volver a vernos. Helena aferró los brazos del sillón. —¡Ah, pero yo no lo permitiré! —El terror que acababa de apoderarse de ella era tan violento que le parecía que le arrancaban las entrañas—: Todo los días iré a acecharlo a la salida del taller, lo seguiré por las calles, yo... —No, no hará nada de todo eso —dijo—. Sabe que nada conseguirá de mí por esos métodos. Las lágrimas de rabia asomaron a los ojos de Helena. —Pero, ¿por qué? —preguntó—, ¿por qué? —No la quiero—dijo él duramente. —Ya sé que no me ama y no me importa —respondió ella con violencia—. No le pido que me ame.

—Pablo la ama. Y Pablo es mi amigo. Además, está Magdalena. Sería desdichada, me necesita. -—Yo también lo necesito—dijo Helena con un sollozo. —No, usted necesita distraerse. Me olvidará más pronto de lo que cree. Tenía un gesto inexorable. Dos arruguillas verticales endurecían su frente y su voz era tranquila. Una roca. —No es verdad eso —se defendió ella—. Jamás lo olvidaré: solamente que eso no le importa. En cuanto no oiga hablar más de mí, su conciencia quedará tranquila aunque yo sea desdichada como las piedras. —Su voz se estrangulo—: Maldito hipócrita. —Debe marcharse, ahora —dijo Blomart. Ella lo miró provocativa, y sus manos apretaron más fuerte los brazos del sillón. -—No me iré. El se levantó. —Entonces me iré yo —dijo. —Si hace eso —ella se sofocaba—, destrozaré todo, romperé todos sus papeles. —Nada hay de valor aquí, diviértase. Tomó su abrigo. Abrió la puerta de entrada; ella se precipitó: -No -gritó , no. ¡Vuelva! Descendió la escalera detrás de él, pero él-tenía piernas largas, corría ligero; ella perdía el aliento y cuando él desaparecía ya entre los transeúntes, volvió la esquina. «Ya verá —dijo—, ya verá.» Mordió su pañuelo. No verá nada, no podía hacerle ningún mal, estaba fuera de su alcance. Se apoyó en un farol. Creyó que iba a caer sobre la acera, desvanecida de rabia. Lo odio. Subió a un ómnibus. Nunca, nunca jamás me amará. El sufrimiento estaba allí, dulzón, descorazonante. Ella no quería hundirse en ese barro tibio. Pablo la ama. ¿Se figura que estoy condenada a acostarme con Pablo? Ya verá. Eso, ella podía hacerlo: hacerse daño. Querría rodar en el arroyo y al cabo de un año me encontraría con él en la calle y le diría: «Vamos, querido», y él exclamaría: «¡Es usted!». Miró con aspecto provocativo a un hombre maduro sentado frente a ella. El hombre volvió la cabeza v ella los ojos. Soy cobarde. Pero tendré coraje. Usted necesita distraerse. ¡Verá cómo voy a

distraerme! Voy a emborracharme hasta reventar y me tiraré debajo de un ómnibus, y Pablo le dirá: «Helena ha sido atropellada ayer por un ómnibus». Tendré una figura cómica, entonces. Helena descendió del ómnibus, entró en un café y se dirigió hacia la cabina telefónica: «Hola, querría hablar con Petrus». Hubo un rumor al otro extremo del hilo, un ruido de pasos. Si no está allí, telefonearé a Francis, a Tourniel, a cualquier idiota. Me da lo mismo. —¿Hola? —Hola, es Helena. —¡Tú! Te creía muerta. No está bien olvidarse así de los amigos. ¿Qué es de ti? —¿Quieres salir conmigo, esta noche? —¿Quieres salir tú conmigo? —Me aburro, quiero emborracharme —dijo Helena. Hubo un silencio: —Ven mejor a emborracharte a casa —dijo Petrus—. Tengo un buen oporto y discos. —De acuerdo —dijo Helena—, voy.

CAPÍTULO V

Mi único amor. ¿Realmente eres tú? Se puede decir todavía: ¿Estás allí? Sin embargo, alguien está allí y eres tú. Ha cambiado desde hace una hora, parece sufrir. Su aliento se vuelve más corto y la red de las venas se transparenta debajo de la piel apergaminada. Tú no escogiste esto: este jadeo, este sudor en tu frente, esas ondas violáceas que te suben al rostro, ese olor a muerte que ya surge de tu cuerpo. «Soy dueño de elegir.» ¿Quién escogió? Sentada frente a mí, despeinada y blanca, creías inocentemente que estabas allí toda entera; pero yo sabía que estabas en otra parte, en el fondo del porvenir. ¿Qué debía preferir? Cualquiera fuera mi decisión, siempre era a ti a quien yo traicionaba. Creía, sin embargo, haber terminado con Helena. Durante tres meses no la había visto, ella había roto verdaderamente con Pablo y éste no supo más de ella. Pensaba que había tomado una determinación, que me había olvidado y me sentía aliviado: me daba un poco de miedo. Un sábado por la mañana, cuando me disponía a afeitarme, llamaron a la puerta. Abrí y vi una cara morena que no conocía. —Es usted Juan Blomart, ¿verdad? Me miraba con severidad. Era una judía pequeña, delgada, de ojos brillantes. —Sí, soy yo. —Soy una amiga de Helena Bertrand. Su amiga Ivonne. Tengo que hablarle. La miraba con desconfianza. Helena me había hablado a menudo de ella; era su cómplice, su alma condenada. ¿Qué habían tramado ahora? —Y bien, ¿qué sucede? Siéntese. Se sentó cerca de la chimenea. El fuego no estaba encendido. —Helena va a tener un niño —dijo. —¿Helena? ¿Qué historia es ésta? —No es una historia. Es decir, Helena no tendrá el niño. Encontré alguien que va a ocuparse de ella. No me miraba, miraba la hornilla cargada de carbones negros y fríos. Yo no sabía más qué pensar.

—Escuche —le dije—. ¿Por qué viene a contarme esto? No es a mí a quien concierne. Los ojos de Ivonne brillaron de cólera: —¡Oh! ¡Naturalmente! —dijo. —Helena no tiene más que hablarle a Pablo; puede tener confianza en él. —¡Ah! ¡Se imagina que el niño es de Pablo! —dijo Ivonne. Sentí una rara mordedura en el corazón. —¿No es de él? —¡Claro que no! —Ivonne levantó los hombros—. No es cuestión que Helena se quede con el niño, ¿comprende? —Sea. ¿En qué puedo serle útil? ¿Necesita dinero? —No. No necesita su dinero. —¿Entonces? Ivonne me miró de una manera hostil. —Entonces será necesario que alguien pase la noche junto a ella, yo no puedo, mi madre está loca y no puedo dejarla. Y después, habrá que prestarle una habitación. A mi vez, la miraba con sospecha. A menudo me había dejado envolver por Helena. ¿No sería una astucia suya para pasar una noche junto a mí? Era imposible leer nada en esos ojos negros que me rehuían. —Lo haría de buena gana, si creyera que esta historia es verdadera. —¡Pero es verdad! —dijo Ivonne indignada—. ¿Usted cree que se inventan cosas parecidas por placer? —Con Helena no se puede saber. —¡Oh!, es vergonzoso —dijo Ivonne—. Comprendo por qué no quería dirigirse a usted. —¿No quería dirigirse a mí? —No. Tenía mucha razón. Pero no conocíamos otra persona. Dudaba: —Sin embargo, en la vida de Helena no estaba más que Pablo. ¿Cómo ha pasado?

Un relámpago pasó por los ojos de Ivonne. —Una noche, usted la echó —dijo—. Había venido a pedirle ayuda y usted la echó. —¿Y el responsable lo sabe? —Es un tipo sucio. No lo ve desde hace mucho tiempo. Hubo un silencio. Sí. Helena era capaz de eso. Porque yo la había echado. De nuevo sentí esa mordedura en mi corazón. —Esa persona que se encarga de Helena, ¿es de confianza? —Sí, lo parece. Sólo que tuve mala suerte para encontrarla. Se ha perdido mucho tiempo. Todo hubiera sido más fácil un mes antes. —Agregó—: No hubiéramos tenido necesidad de usted. —¿Qué deberé hacer? —Solamente quedarse cerca de ella. Si sufre demasiado, hágale aspirar un poco de éter. Si sigue mal, y por la mañana no ha terminado todo, telefonee a Littré tres, dos, cero, uno, y pregunte por la señora Lucía, de parte de Ivonne. Dígale que la enferma no está bien y ella vendrá en seguida. —Puede contar conmigo. Dígale a Helena que la espero. —Llegará sin duda a eso de las seis. —Ivonne dudó un segundo—: Helena quiere que le prevenga que si este asunto sale mal, puede ser molesto para usted. —Que no se preocupe por mí. Se levantó: —Entonces, hasta pronto. Me estrechó la mano sin sonreír. Me detestaba. Descendía por la escalera, doblaba la esquina de la calle, llevaba con ella mi imagen y la censuraba ferozmente. Volví a tomar mi brocha e hice deslizar el jabón por mis mejillas. Era fácil censurar. ¿Es que ella hubiera querido que yo traicionara a Pablo? ¿Que abandonara a Magdalena? No tenía ningún deber con Helena. La navaja arañaba mi piel. ¡Con qué ojos me miraba! Como si fuera un malhechor. Dije con cólera: «Sin embargo, no soy yo quien ha hecho ese niño a Helena». Repetía esas palabras en voz alta. Pero en mi corazón la duda insinuante decía: «¿No soy yo?» —¿No voy a molestarlo demasiado? —dijo Helena.

—¡Claro que no! Estaba en el umbral de mi habitación, con un gesto tímido que no le conocía; llevaba un gran paquete bajo el brazo. Mi última esperanza se disipó. Ivonne no había mentido, no se trataba de un juego. Bajo el vestido azul de Helena, bajo su piel infantil, estaba esa cosa que ella alimentaba con su sangre. —Venga rápido a calentarse —dije—. Hice un buen fuego. Había puesto flores en la mesa y sábanas nuevas en mi cama. Miraba a su alrededor con indecisión. —¿Le molestaría salir un momento, el necesario para que me instale? Tomé mi abrigo. —¿Quiere que le traiga alguna cosa? —No, gracias. —Agregó—: Puede regresar dentro de una media hora. Afuera ya era de noche; pasaban mujeres abrazadas con sus amantes, mujeres con risas rojas de mujeres. Helena ha tenido un amante, un tipo sucio ha deslizado la mano bajo su vestido, le ha hecho mal, va a sufrir, es una niña. En los negocios iluminados las amas de casa compraban el pan y el jamón para la comida de la noche; iban a comer y a dormir, esta noche no sería más que un lazo de unión entre la jornada que acababa y la que iba a nacer. Pero en una habitación estaba Helena con esa cosa en su vientre, y la noche era un gran desierto peligroso y negro que debíamos atravesar sin socorro. Cuando regresé estaba acostada en la cama: se había puesto un camisón blanco, bordado con una guarda roja, un camisón de pensionista. El gran paquete que había traído bajo el brazo había desaparecido. —¿Cómo está? —Me siento rara. Sus manos temblaban, todo su cuerpo, temblaba; castañeteaban sus dientes. —¿Tiene frío? Me senté en el borde de la cama y tomé su mano. —No, son los nervios —murmuró. Sus dientes se entrechocaban, sus manos se crispaban sobre la sábana. —¿Le repugno? —¡Mi pobre pequeña! ¿Por quién me toma?

—Sí, es repugnante —dijo con voz quebrada. Una lágrima corrió por su mejilla. —Quédese tranquila. Cálmese. Poco a poco el temblor se detuvo, se serenó y me miró de una manera más alegre. —Debe estar furioso. —¿Yo? ¿Por qué? —No quería verme más. Levanté los hombros. —Era por su bien. —Como se ve, había calculado mal. La miré con impotencia. ¡Entonces era verdad! ¡Entonces era yo! La había tratado como a una chica caprichosa; era un niña. Y ya su cuerpo conocía ese sufrimiento agudo de mujer. Su boca crispóse y palideció. —-¿Se siente mal? Quedó inmóvil, los ojos cerrados. —Ya pasó. —Helena, ¿por qué lo hizo? —Quería vengarme. —¡Qué curiosa venganza! —Pensaba que si usted lo sabía, tendría remordimiento. —Esta vez todo su rostro se convulsionó y clavó sus uñas en la palma de mi mano—: ¡Oh! ¡Me siento mal! No había errado su golpe, había triunfado más allá de sus esperanzas. A cada latido de su sufrimiento, la desesperanza, el escándalo, me araban salvajemente el corazón. El dolor se apaciguaba un instante y renacía en seguida: cada vez se volvía más violento. El que la había acostado en esa cama era yo. No había querido entrar en su vida, había huido y mi huida había trastornado su vida. Había rehusado obrar en su destino y había dispuesto de ella tan brutalmente como si la hubiera violado. Tú sufres por mi causa, porque yo existía. ¿Quién me había condenado? Se escucharon bajo las sábanas cómicos flatos.

—¡Oh! ¡Oh! Estoy muy mal. Se aferraba a mi mano como a un salvavidas y me miraba, mi mano estrechaba la suya y yo no veía otra cosa que sus ojos huraños y la naricita respingada en la mitad de su cara pálida. «Coraje. Todo pasará. Esto terminará.» Repetía estas palabras sin fin. Infinito, el dolor desgarraba su vientre, dudaba un segundo y después la atravesaba de nuevo con rabia. Los ojos de Helena zozobraban. A veces, yo sentía que un grito agudo iba a escaparse de sus labios y ponía la palma de mi mano sobre su boca. —¡Oh! —dijo—, no puedo más. ¡Pronto! ¡Pronto! ¡Un respiro! —Con un rictus maniático adornaba el flujo y reflujo del dolor—: Pronto, un respiro. ¡Pronto! ¡Pronto! Una puñalada más violenta que las otras la levantó, la sumergió. Su mirada se anegó. —¡Oh! —dijo—. ¡Oh!, ¡mi amor! Las lágrimas subieron a mis ojos. Era demasiado injusto. Yo no merecía un amor semejante; y no merecía su sufrimiento. Solamente había querido no hacerle mal. Mi pobre hijita, perdón. Perdón, Helena. Pero era demasiado tarde. ¡Ah! Sería demasiado simple. No puede ser. Y en la mirada tumefacta, de golpe, los ojos zozobraban: verdugo. El pecho hundido por la culata de los fusiles, un niño muerto porque sus mayores no habían osado querer. «Perdón.» Será demasiado tarde. Verdugo. ¡Cómo tardaba el alba en venir! Este alba que querría rechazar para siempre. Qué larga era aquella noche, tan larga como esta noche es corta, esta noche sin esperanza. —No puedo más. —Sollozó—. Esto no terminará nunca. No puedo más. Tomé un algodón, volqué algunas gotas de éter, y lo acerqué a su nariz. —Soy yo, Blomart. Sus ojos no me reconocían. —Espérame. Vuelvo en seguida —dije. No comprendía. Bajé la escalera. El aire frío me hizo tiritar. Por la avenida Clichy pasaban algunas personas: habían dormido, acababan de levantarse y marchaban con paso presuroso en esa mañana indecisa y triste como la mirada de un recién nacido; una mañana nueva; pero para mí la jornada no comenzaba todavía: estaba siempre esa noche que no quería terminar: el color del cielo no cambiaba nada. Entré en una pequeña cervecería que acababa de abrir sus puertas. Un muchacho de guardapolvo azul limpiaba el mostrador con un paño. —Quisiera telefonear. —Ahí está el aparato.

Tomé el tubo y llamé: Littré 32-01. —¿Qué pasa? —dijo una voz. —No sé. Esto no marcha. Es necesario que venga. —¿A esta hora? No voy a encontrar taxi. —Le aseguro que esto no va bien. Advertí que la mujer dudaba en el extremo del hilo: —¿No me molestará por nada? -—No. Hace doce horas que ella sufre. Está en las últimas. —Es que soy una vieja —dijo la voz—. No me es fácil moverme. En fin, está bien, iré. Regresé a casa y retomé mi lugar junto a Helena. Sus ojos estaban cerrados. ¿Era a causa del éter? ¿O el agotamiento? No gemía más. Se hubiera dicho que no tenía una gota de sangre en sus venas. Yo acechaba ansiosamente los ruidos de la calle. Tenía miedo. Doce horas antes, era una extraña que estaba acostada en ese lecho; pero esta lucha nos había unido más fuertemente que un abrazo, era mi carne y mi sangre, habría dado mi vida por salvarla. Mi hija; mi pobre hija. ¡Qué joven era! Amaba el chocolate y las bicicletas, se lanzaba a la vida con una osadía pueril. Y ahí estaba acostada, con su sangre roja de mujer, y su juventud se escapaba de su vientre con un ruido obsceno. -—Hola, pequeña, ¿algo no marcha? —dijo la vieja. Yo la miraba con inquietud. Una abortadora. Se asemejaba de tal manera a lo que era, que no parecía verdadera. Estaba vestida de negro, tenía cabellos rubios, fláccidas mejillas rosas y blancas y una boca anaranjada; sus ojos eran de mujer vieja, muy claros, pestañeantes y un poco lagañosos. ¿Es que ella veía claro? Se adivinaba bajo el maquillaje una carne mal lavada. Miraba sus manos de uñas pintadas. Una persona segura. Levantó las sábanas y yo me di vuelta. Un olor fétido llenó la pieza. —Todavía no es tiempo —dijo ella—. Ha hecho bien en llamarme. Voy a ayudarla. Terminaré en seguida. —¿Terminará? —dijo Helena. —En un instante. —¿Todo va bien? —pregunté. —Pero sí.

La mujer se echó a reír. Estaba tan trastornada que esperaba lo peor. —¡Dios mío! Se diría que nunca ha visto nada igual. —La oía moverse a mi espalda—: ¿Dónde está mi cartera? Es doloroso envejecer; no veo a tres pasos. —Aquí está —dije. Tomó su cartera negra, la abrió; vi un pañuelo, una polvera, un monedero; metió su mano de uñas pintadas en el fondo del bolsón negro y sacó unas pequeñas tijeras doradas. Me acerqué a la ventana y miré la fachada gris del otro lado de la calle. Tenía frío. No osaba decirle que quemara las tijeras. —No tenga miedo, mi pequeña. Ya oía la respiración agitada de Helena. —Empuje —dijo la vieja—. Empuje fuerte, así, así... Helena gemía: un grito ronco salió de sus labios. —Así —dijo la vieja—, se terminó. ¿Me llamó, señor? Me di vuelta. Tenía una palangana en sus manos. Sus dedos, su muñeca y todo el antebrazo estaban tan rojos como sus uñas. —Vaya a vaciar esta palangana. Helena yacía acostada con los ojos cerrados. Su camisa infantil mostraba sus rodillas, bajo sus piernas había un lienzo encerado cubierto de algodones ensangrentados. Tomé la palangana, atravesé el rellano y abrí la puerta del baño. La palangana estaba llena de sangre y en esa crema roja flotaban grandes pedazos de carne blanda. Vacié la palangana y tiré la cadena. Cuando regresé a la habitación, la vieja estaba por lavar los algodones rojos en el lavatorio. —Deme un papel grande —dijo—. Voy a hacer un paquete con todos estos algodones. Usted lo tirará en la cloaca. —¿Todo va bien? —dije. —Pero sí. No es muy grave. —Rió—: Sin duda no está habituado. Se lavó las manos y se ajustó el sombrero ante el espejo. Avivé el fuego y cuando la vieja partió volví a sentarme al lado de Helena. Ella me sonrió. —Terminó—dijo—. No puedo creerlo. ¡Me siento tan bien! —Puede quedarse aquí todo el tiempo que quiera.

—No. La mujer me dijo que puedo volver a casa. Deseo volver. —Se levantó sobre los codos—: ¿Querría verme de tiempo en tiempo? —Si usted lo quiere... —Bien sabe que sí. —Esperaba que me olvidara —dije. —Sí. Usted me ha tratado como a un perrito molesto al que se echa a pedradas. Pero eso no ha servido de nada. —Ya lo veo. —Yo no soy un perrito. —Me miraba con reproche—. Usted es curioso. Me ha repetido tan a menudo que respeta tanto la libertad de las personas. Y decide por mí y me trata como a una cosa. —No quiero que sea infeliz.

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—¿Y si yo quisiera ser infeliz? Soy yo la que debe elegir. —Sí —dije—. Usted debe elegir. —Ya he elegido —dijo. La tomé en mis brazos y posé mis labios sobre su mejilla. «Yo debo elegir.» ¿Eres tú quien ha dicho esas palabras? Si eres tú, no te he matado, mi querido amor. Pero, ¿quién me dirá: «Soy yo», excepto ella misma? Y tus párpados esconden tus ojos, tus labios se doblan sobre tus dientes, tus dientes duros que continuarán riendo en tu carne deshecha. No me hablarás más. Él no había elegido. Corríamos alegremente en la nieve y él se ha cruzado con nosotros. Estaba oscuro y me pareció que no nos había visto; pero me sentí enrojecer. Nos dimos el brazo y apretamos contra nuestros corazones las bolsitas de castañas calientes: podía vernos. Estaba yo; estaba Helena: era demasiado complicado. Pero no era todo. Estaba Pablo, estaba Magdalena. Y el resto del mundo en el horizonte. Y ellos no habían elegido. A la mañana siguiente, en cuanto llegué al taller, fui a estrechar la mano de Pablo. Las correctoras estaban ya instaladas, encaramadas sobre los altos taburetes, con sus pequeñas pinzas en la mano; las mujeres eran siempre las primeras en el trabajo. Pablo comenzaba a compaginar, disponía los paquetes sobre el mármol con gesto absorto. —Me crucé anoche contigo, no me viste —le dije—. Estaba con Helena.

—Sí, los vi —dijo él. Tenía una mirada abierta, con una frente un poco obstinada y cierta cosa infantil en la boca. Abotoné mi guardapolvo gris. Debajo de nosotros, en la sala de impresión, las máquinas comenzaron a ronronear. —Jamás he comprendido qué había entre ustedes —dijo. —Desde que ustedes rompieron no había vuelto a verla. Después ella vino a buscarme. —Dudé—: Sabes cómo es, ama la novedad, se aburre. —¡Ah! ¡Entonces es eso! —dijo Pablo. —He hecho todo por desanimarla —dije. —Debía haber adivinado —dijo Pablo—. ¿No está desanimada? —Siento un gran afecto por ella, pero no la quiero. Se lo he dicho. Ella me responde que eso no tiene importancia. Pablo levantó sus hombros: —Y bien, peor para ella. No me interesa. Fui a sentarme delante de mi teclado; era inútil explicarme. Dijera lo que dijera, él no recorrería conmigo el camino vacilante que me había conducido hasta nuestro primer beso; hubiera sido necesario que él fuera yo. Puesto que él ocupaba en el mundo este lugar extraño no podía captar de mí más que lo exterior. Yo corría en la nieve, con Helena, y él pensaba: «Me ha tomado a Helena. No quiere a Helena y acepta su amor». Yo había abandonado la partida después de largos debates conmigo mismo y él pensaba: «Es un hijo de burgués». Y yo comprendía de repente con terror que esas apariencias no eran falsas: me pertenecían tan ciertamente como mi cuerpo y en la tortura que me anudaba la garganta yo confirmaba su verdad: «Es injusto». Pero la injusticia no estaba en el rencor de Pablo; estaba en el corazón de mi ser, en esta maldición tan a menudo presentida, tan bravamente rehusada: la maldición de ser otro. «No es verdad. No soy yo.» Tenía ansias de gritarles esas palabras, cuando Helena me miraba con sus ojos llenos de admiración y amor. Sin embargo era verdad: era yo. Yo, que había vaciado mi portafolio sobre el escritorio de mi padre; yo, que había cambiado mis vestidos burgueses por un guardapolvo gris y esta habitación era la mía y mi cara era esa, sin duda. Era con mi propia carne que ella componía este héroe cuyos recuerdos, pensamientos y sonrisas me pertenecían, pero en el cual yo no me reconocía. —Me siento culpable de un abuso de confianza —le dije. —¿Cómo es eso? —dijo ella. Estaba sentada a mi lado, sobre el diván, la cabeza puesta sobre mi hombro con aspecto de animalito confiado.

—Tengo la impresión de haberme deslizado en la piel de otra persona. —¿Quiere decir que no lo veo tal cual es? —Sí, es eso. Ella me sonrió: —¿Cómo es usted, verdaderamente? —No especialmente simpático —dije—. Cuando me pregunta por qué no la quiero, le respondo que es muy pequeña, que no tenemos las mismas aspiraciones. Sí. Pero es cierto también que tengo la sangre pobre. Jamás he sido capaz de una pasión. Giro en medio de mis remordimientos, de mis escrúpulos, con el solo cuidado de no ensuciarme las manos. Yo llamo a esto una naturaleza ingrata, del género constipado. Envidio a Pablo, lo envidio... Helena me interrumpió posando sobre mis labios sus dulces labios dorados. —Eso es lo que le da esa apariencia de solidez: como se basta a sí mismo, tiene la impresión de que se ha criado solo. —No me cuesta mucho, tengo tan pocas necesidades. —¿Y de qué podría tener necesidad? —dijo ella. Sus ojos brillaban. Era inútil proseguir; esa verdad que me habitaba no podía arrancarla de mí más que con palabras; y esas palabras resonaban en los oídos de Helena con un sentido imprevisto. Salidas de mí, desde el instante en que ella las oía no me pertenecían más. Descubría en ellas, a pesar de mí, un esfuerzo de sinceridad, una emocionante modestia que encantaba a su corazón. —Usted es una obstinada —dije. —¡Oh! Trabajo tendría en enemistarme con usted. Me miraba tan ardientemente que tenía deseos de esconder mi mirada. ¿Qué quería? « No soy yo.» Era yo, tal como aparecía fuera de mí mismo, bajo las miradas extrañas. Ese camarada infiel, ese héroe reflexivo y seguro, era yo, a despecho de mí mismo. Helena frotó su mejilla contra la mía. —¿Querría que me disgustase con usted? —No quisiera que arruinara su vida por mi culpa.

—No hay peligro—dijo ella. Enrulaba un mechón de mi pelo en torno a su dedo—: No es tan divertido ser amado: es más interesante encontrar alguien a quien poder amar. —A la larga, un amor no compartido se vuelve triste. —Rodeé sus hombros con mi brazo—: Quisiera estar seguro de una cosa: ¿desperdiciaría por mi causa alguna oportunidad que pudiera ofrecérsele? Me miró con gesto sumiso. —Es necesario continuar conociendo gente, ver el mundo. Por ejemplo, si en su empleo le propusieran partir para América, como le han ofrecido antes, deberá partir alegremente. —Seguro—dijo ella—. Espero que habrá en mi vida otra cosa más que usted. —Se acurrucó contra mí—: Pero más tarde, no en seguida. —No —dije—. No en seguida. —Besé dulcemente su cara. Había momentos en que la encontraba tan encantadora que hubiera deseado poder decirle sin mentir: «La quiero». Pero, ¿cómo? Su presencia me conmovía, pero lejos de ella, jamás pensaba en ella; la hubiera dejado de un día para el otro sin arrepentimiento. Mi ternura, mi estima, estaban bien lejos del amor. Cerraba los ojos bajo los besos, con una expresión recogida y dócil. Después me miró de nuevo y pasó la lengua sobre sus labios. —Escuche —dijo. —¿Qué? Ella dudó. —Más tarde, trataré de desprenderme de usted, se lo prometo. Pero eso no debe impedirnos atar los lazos de la manera más fuerte posible. —La estreche contra mí, su coraje me conmovía. —¿Es que vale la pena atarnos el uno al otro por algo que será provisorio? —Tanto peor —dijo ella—, no arruinaremos el presente por miedo al futuro. —Se dejó ir hacia atrás, su cabello se desplegó sobre la almohada—: Quisiera ser toda suya - murmuró. Hubo por lo menos este minuto en mi vida donde no tergiverse 1, donde no regateé con mi conciencia. Y tú has sabido salvarme del remordimiento. Con Magdalena hacíamos el amor en silencio y casi siempre durante la noche: ella soportaba la turbación v el placer con una especie de horror, como soportaba las voces y las miradas y hasta el rostro inmóvil de las cosas; cuando la acariciaba me sentía siempre criminal. Tú, tú no eras en mis brazos un cuerpo abandonado: eras una mujer entera. Me sonreías de frente, para que supiera que estabas allí, libremente, que no te habías perdido en el tumulto de

tu sangre. No te sentías presa de una fatalidad vergonzosa. En medio de los impulsos más apasionados, algo en tu voz, en tu sonrisa, decía: «Es porque yo quiero». Por esa constancia de declararte libre, me ponías en paz conmigo mismo. Delante de ti estaba sin remordimiento. Delante de ti. Pero no estábamos solos en el mundo. —Hay algo nuevo en mis relaciones con Helena —dije. —Dilo —dijo Magdalena con indiferencia. Había tratado de tenerla al corriente de esa historia, pero cada vez que le hablaba de ella, cambiaba de conversación. —Bueno, en una palabra, nos hemos acostado juntos. —Jamás pensé que me serías fiel toda la vida —dijo Magdalena. Nunca se había molestado conmigo, yo no había roto ningún compromiso hacia ella; sin embargo, no me sentía incómodo. Estaba seguro de que la noticia le había sido desagradable. No tiene nada que decir, pensaba con irritación; sin duda ella misma se dará cuenta; no decía nada. Parecía haber olvidado completamente lo que yo le había revelado. Para Magdalena nada había sido jamás todo verdad, ni todo falso; ella aprovechaba de esa ambigüedad y navegaba con indiferencia en aguas inciertas. Sólo me pedía que no la obligara a mirar de frente la existencia de Helena. Helena, por su parte, no me hablaba jamás de Magdalena. Se ignoraban tan definitivamente, que a menudo me parecía extraño poder pensar al mismo tiempo en una v otra. Helena caminaba a mi lado, bien plantada sobre sus piernas, rica de sus propios recuerdos, tendida hacia un solo futuro: en esa plenitud no había lugar para Magdalena. Y Magdalena, en la pieza del hotel con olor a insecticida, tenía también una plenitud sin falla, de donde Helena estaba completamente desterrada. Cada una completamente absorbida en sí misma, se hallaban más separadas que dos nebulosas en los confines del éter, que dos conchas aferradas a los flancos opuestos de un peñasco. Sin embargo, yo estaba allí presente para una y otra, haciéndolas existir juntas. —¿Cómo es que no encuentras esto angustioso? —le dije a Marcelo—. Pensar que eres tú quien forma la vida de otro, a pesar suyo. Estábamos sentados en un pequeño restaurante de la avenida Clichy; comíamos una morcilla con fideos. Marcelo llevaba un traje gastado y un pañuelo noruego descolorido por el polvo, para esconder su camisa. Sacudía su cabezota. —Yo no pido nada a Denise. Puede hacer su vida a su modo. —Sabes bien que no es verdad. Ella no puede hacer que sean ricos, que tú seas célebre: no puede hacer que la ames.

Habían abandonado el gran «atelier» desnudo; habían alquilado en un séptimo piso un estudio de forma disparatada cuyo cielorraso era un ancha vidriera y cuyas paredes estaban casi enteramente ocupadas por ventanas. El aire entraba por todos lados. Las paredes destilaban humedad. «Pierdo una hora cada mañana para encender la estufa», me decía Denise encolerizada. «Y eso no impide que tiritemos todo el día.» —Siempre se puede arreglar —dijo Marcelo. —Es muy cómodo decir a los otros: arréglense. —¿Por qué? Yo me arreglo bien —dijo Marcelo. —Es asunto tuyo. Tú eres tú; no eres Denise. La manera cómo ella se desenvuelva en el mundo, no importa más que a ella. De lo que eres responsable es del mundo en el que está sumergida. Marcelo miraba con interés a una ramera gorda y rubia que comía apresuradamente una longaniza antes de subir hacia el Montmartre de los ricos. No parecía escuchar. Pero yo sabía que escuchaba. —Las personas son libres —dije—, pero solamente cada una por sí misma; no podemos tocar su libertad, ni preverla, ni exigirla. Es esto lo que me es tan penoso: lo que hace el valor de un hombre, no existe más que para él, no para mí, yo no alcanzo más que a sus apariencias; y yo no soy para él más que una apariencia, un dato absurdo, un dato que no he escogido ser. —Entonces, cálmate —dijo Marcelo—; si ni siquiera eliges, no tienes necesidad de atormentarte. —Yo no elegí ser, pero soy. Un absurdo responsable de sí mismo, he ahí lo que soy. —Es necesario que haya algo. —Pero podría haber otra cosa. "Sin ti, Denise hubiera tenido otra vida. —¿Qué vida? —dijo Marcelo—. Todas las vidas se arruinan. —Si hubieras continuado pintando... Me interrumpió: —Si hubiera sido un modoso pintorcito de salón, ¿me hubiera amado? Sí..., se dice así: Si hubiera hecho esto, si no hubiera hecho aquello. Pero las cosas son como ellas son. —Me miraba burlón—: Tus continuos remordimientos me parecen presunción.

Pensaba a veces que tomaba las cosas muy a pecho, las otras gentes parecían vivir más naturalmente. A mí nada me parecía natural. Deseaba que toda la vida humana fuera una pura libertad transparente: y me encontraba en la vida de los otros como una barrera opaca; no podía resignarme. Evitaba a Pablo, miraba a Magdalena con tortura. Delante de la misma Helena me sentía inquieto. Rápidamente nuestros besos, nuestras caricias, habían perdido la limpidez feliz de los primeros días. A menudo pasaban sombras sobre su cara y a veces, mientras la abrazaba, cerraba los ojos con aire de sufrimiento, v a veces, en medio de un abrazo, se desprendía bruscamente. Yo la tomaba por los hombros. —¿Qué ocurre, mi chiquita salvaje? Sentada al borde de la cama, balanceaba su pie mirando fijamente el vacío. No había terminado de vestirse, el cabello le caía en desorden sobre la espalda. Se sobresaltó. —No pasa nada. —-¿Por qué entonces pones esa cara tan fea? —¡Oh!; pensaba solamente en la lástima de haber perdido todo este tiempo; ahora tendré que irme y no podremos conversar. Obraba de mala fe, y era fácil advertirlo en la inseguridad de su voz. Yo amo su cuerpo, cierto. Pero si la mayor parte de nuestras entrevistas se pasaban en abrazos, era por su culpa y no polla mía; ella lo sabía muy bien. —Te había propuesto dar un paseo. —¡Naturalmente! A ti te da lo mismo. —¿Qué me da lo mismo? ¿No abrazarte? Pero eres tú quien dice que es tiempo perdido. —Es tiempo perdido porque tú no tenías deseos. —Eres estúpida —dije—. ¿Es que no parezco que deseo tu cuerpo? —Sí —dijo ella—, como a un cuerpo entre otros. Guardé un momento de silencio. Era evidente. Un día debíamos llegar a esto. —¿Por qué dices eso? —Lo digo porque es verdad. —¿Te desagrada pensar que tengo relaciones con Magdalena? —¿Querrías que me causara placer?

—Creí que no te importaba. Se encogió de hombros y dos lágrimas brotaron de sus ojos. —Tú siempre supiste que Magdalena figura en mi vida —dije—, ¿Por qué hoy, bruscamente...? —No es de hoy —aclaró ella. —Entonces hubieras debido hablarme antes. —¿Hubiera cambiado algo? Bajé la cabeza. Tenía horror de verla llorar. Pero heriría a Magdalena en lo más vivo si le proponía modificar nuestras relaciones. —Escucha, sabes bien que no estoy en lo más mínimo enamorado de Magdalena; personalmente cesaría toda relación física con ella sin ningún pesar. —¡Cuando pienso que la miras así como me miras, que la abrazas... no puedo soportarlo! —concluyó en un estallido de desesperación. La apreté contra mí, en silencio. Sentía temblar su cuerpo. —Antes no te ocupabas de Magdalena. —Ahora no es como antes. —¿Por qué? —Porque he comenzado a pensar. —Tuvo una especie de risa—: También, debieras tener cuidado: un día volvías de una cita y había lápiz de labios en tu cuello. El día que estuvimos en el cementerio de perros. —¡Ah! —dije—, el día que te dolía tanto la cabeza. —No me dolía nada. Me sentía enrojecer. Era siempre la misma historia. Sobre mi carne esa marca roja que no existía para mí y que tus ojos veían; una mancha insensible que era esa mordedura en tu corazón. —Helena, estoy desolado... —¡Oh! Ya lo veo. —Sollozó brevemente—: Pero no puedo abrazarle sin pensar que ella también te abraza. La miraba agobiado. Era toda mía. Para que ese don exclusivo no fuera absurdo, sería necesario que hubiera en mí un lugar abierto que ella sola pudiera llenar. Sentía bien cuánta solemnidad tenían para ella mis caricias: dependía de mí que ese

valor que ella les acordaba fuera ilusión o verdad. Al estrechar a otra mujer en mis brazos, no solamente le infligía un disgusto pasajero: tenía en jaque las afirmaciones más apasionadas de su carne, de su corazón. —Escucha —dije—, trataré de hablar con Magdalena. Enjugó sus ojos con buena voluntad; pero conservaba un semblante dolorido. —Será más fácil de arreglar de lo que pienso —dije. Después de algún tiempo, Magdalena espació nuestras citas, estaba lejana, más distraída que de costumbre. —Eres muy bueno —dijo Helena. Toqué su cabello. —No pareces del todo contenta. —¡Ah! ¡Todo esto es tan tonto! ¿De qué sirve que no te acuestes con Magdalena si deseas hacerlo? —Te he dicho que no lo deseo. —Sí, pero en fin, eso te solucionaría el problema. —Sorbió una lágrima—: Es una tontería, puedes continuar con ella. —Veré lo que hago. —No, te lo ruego, no cambies nada —dijo con brusca violencia:—. Es igual, no puede ser de otra manera. —Escondió la cara entre las manos—: ¡Oh!, ¡tengo vergüenza! La tomé en mis brazos, pero no podía decirle nada, hubiera sido necesario que no deseara más que a ella; lo que ella tenía para darme, hubiera sido necesario que no pudiera recibirlo más que de ella sola. Toda mi ternura fracasaba; yo no disponía más que de mis actos; era lo que era a pesar suyo, a pesar de mí, no había nada que hacer. Al menos, hubiera querido arriesgar por ella un gesto, una palabra. «Trataré de hablar con Magdalena.» Pero delante de Magdalena, mi garganta se anudaba. Ella estaba ahí, revolvía sin cesar, ausente, un café con crema con su cuchara, sin pensar en nada, sin creer en nada. En el fondo de sí misma, la desdicha, la humillación, la pena, se acumulaban día a día. Hubiera bastado una palabra para revolver ese limo y no tenía el coraje de pronunciarla. Cuando volvía a Helena, sus ojos me interrogaban: «¿No has dicho nada todavía?» Su tristeza era legítima, el rencor de Magdalena hubiera sido también legítimo. ¿Cómo elegir? ¿Las lágrimas de Magdalena o las de Helena? No eran mis lágrimas. ¿Cómo comparar sus amarguras extrañas? Yo no era Dios.

—Entonces, hasta el miércoles, ¿quieres?—dije tendiendo la mano a Magdalena. —No. No el miércoles. —Se ponía sus guantes de mañera ausente—: El miércoles salgo con Carlos Arnaud. —Arnaud —dije con sorpresa—. ¿Lo ves de nuevo? —Hace más de un mes —dijo Magdalena; sonrió con vaguedad—Sale de la clínica, lo han desintoxicado; salvo que para soportar la cura se hartaba de pernod a escondidas. Esto hace que esté completamente «curado». Era la única influencia que había ejercido sobre Magdalena. Le había impedido frecuentar a ese vicioso y drogarse con él. Después de conocerme, bebía con moderación. —No vas a recomenzar —dije. —Recomenzar ¿qué? —A beber, y todas esas idioteces. Me dirigió una mirada adormecida. —¿Qué te puede importar? Dudé. Podía tomarla del brazo, arrastrarla lejos de esa entrada del subterráneo, decirle: «No te enfades. El asunto de Helena no cambia nada entre nosotros. Veámonos como antes. Deja a ese tipo». Podía rogarle, suplicarle. Me habría escuchado con un aire indolente, pero se hubiera emocionado con el calor de mi voz. Estaba seguro de que me habría obedecido. Pero volvía a ver la cara trastornada de Helena: «Cuando pienso que ella te abraza». Atarme nuevamente con Magdalena hubiera sido una traición. —¡Oh!, nada —dije. Hubo un corto silencio—. ¿Quieres el jueves, entonces? —Digamos el jueves. Me alejaba. No estaba contento de mí: «No podía hacer otra cosa». Pero la vieja excusa estaba gastada. No podía hacer otra cosa; y mi madre había quedado sola en los salones helados del gran departamento; y Magdalena recomenzaba a drogarse. No se trataba de «hacer»; la falta no estaba en ningún acto. Comenzaba a comprender: ella era la pasta misma de mi ser; era yo mismo. Por primera vez pensaba: probablemente no hay solución. Culpable de hablar. Culpable de callarme. De todas maneras era una injusticia.

Daba vuelta la rueda entre mis dedos. Volvía a recomenzar aquello, estaba seguro. La misma historia. Mi historia: «¿Para qué me llama?» Durante el último mes casi no la había visto; por dos veces había pasado por el restaurante donde yo cenaba con Helena y me había pedido con una sonrisa provocadora que le prestara un poco de dinero «para ir a beber». Bebía; se acostaba con Arnaud; se drogaba. Entré en el café de la Foruch con el corazón oprimido. ¿Los otros hombres pesaban menos que yo sobre la tierra? ¿O se preocupaban menos de las huellas que dejaban detrás de sí? En todas partes notaba las marcas inquietantes de mi presencia. O tal vez era que me habían hechizado: cada gesto mío, como cada uno de mis rechazos, arrastraba tras sí un peligro mortal. Creía simplemente besar a Helena y estaba traicionando a Pablo e hiriendo a Magdalena. —¿Qué tontería he hecho? —pensaba empujando la puerta del café. Magdalena bebía negligentemente un chocolate, leía un diario de la noche. Sin siquiera tenderme la mano, como si yo viniera a ocupar un sitio a su lado luego de diez minutos de ausencia, señaló un artículo sobre la guerra de España: —¡Los cochinos! —me dijo—. Los dejarán reventar sin enviarles ninguna ayuda. —Sabes bien que la intervención podría acarrear muchas consecuencias. —¿Por qué no tratan de hacer una huelga? Tal vez Blum cedería. —No quiero huelgas políticas —dije. Yo también deseaba con todas mis fuerzas la derrota de los moros de Franco; pero a ese deseo solitario, a esa íntima conmoción de mi carne, no le reconocía el derecho de mostrar una voluntad que se impusiera a mis camaradas. Querer arrastrar a otro a la lucha, a mi lucha. Un disparo, luego otro: y Jacobo había muerto. Yo le había puesto un revólver entre las manos, y él había muerto. La desdicha tocó a Jacobo. Y el rostro absorto de Marcelo, el olor de las flores y de los cirios en tomo al maniquí de cera. Porque yo lo había manejado. Sabía desde siempre que no se pueden prever los límites de un acto, no se puede adivinar adónde irá a dar lo que uno está por hacer. Nunca más correría ese riesgo insensato. Nunca más alzaré un dedo para desencadenar un acontecimiento ciego. —En todo caso —dijo—, no sería difícil hacer pasar clandestinamente armas y autorizar los alistamientos voluntarios. De tiempo en tiempo, ella se enardecía por alguna causa: dos años antes, esa bretona había sido apasionadamente sionista, había consentido en trabajar ocho horas por día como empleada en una librería judía para ayudar financieramente al movimiento. No me asombraba demasiado de sus nuevas preocupaciones; mi impaciencia se debía sólo al deseo de saber para qué me había convocado con tal

urgencia. La escuché durante cerca de media hora exhalar su indignación contra Blum, luego aproveché un silencio. —Dime, pues, ¿de qué querías hablarme? Ella me miró con su gesto plácido: —Bueno, de todo esto —dijo. Me eché a reír. —¿Realmente te preocupa tanto? —¡Ah!, tú no comprendes. Tengo necesidad de tu ayuda, conoces muchos tipos del partido comunista, ellos pueden hacerme pasar la frontera, si quieren. Sola, no podré arreglármelas nunca. —¿Quieres ir a España? —Quiero alistarme como miliciana. ¿Porqué no? ¡Para lo que sirvo aquí! Era capaz de hacerlo, mi corazón se estremeció de angustia. —Pero es absurdo, no tienes ningún motivo. —No son necesarios muchos motivos. La vida no vale tanto. —Es una ocurrencia tuya. Me miró con lasitud. —No he venido a pedirte un consejo, sino un favor. Quieres hacérmelo, ¿si o no? Vacilé por un instante. Luego le respondí: —Es un bonito favor el que me pides. Si te llega a ocurrir algo allá, no me sentiré muy contento. —Yo te dispenso de todo remordimiento—sonrió—. Por otra parle, también aquí pueden ocurrirme cosas malas. —¿Tienes preocupaciones? —No, no las tengo. Tengo ganas de partir. No podía esperar que agregara nada más. —Veré lo que puedo hacer —dije. Era fácil. No tenía más que hablar con Pablo o con Bourgade.

No era necesario decirles nada. Ellos lo hablan depositado en su dormitorio, sobre la cania, con los cirios y las flores a su alrededor; se hubiera dicho que era un maniquí de cera, un maniquí inquietante, fabricado para alguna exposición surrealista. Y Marcelo lo miraba. La misma historia. Porque yo existo. ¿Es que no puedo fingir que no existo? Me borro del mundo, borro mi rostro y mi voz, borro mis huellas, nada ha cambiado; en mi lugar hay tan sólo una pequeña raspadura inofensiva. Helena cesa de hallarse prisionera de un amor desdichado, Magdalena no se hace matar en España, la tierra se aligera de ese peso que tiende sus fibras secretas, que las hace vibrar y crujir de manera imprevista. Borrarme, no ser más. «No hablaré a Pablo.» Y en la pieza con olor a insecticida, se encontrará por la mañana un cadáver opulento lleno de cocaína. La luz ha caído sobre mí. Tú no te borrarás. Nadie decidirá por ti, ni siquiera el destino. El destino de los otros eres tú. Decide. Tienes ese poder: una cosa que no existía estalla de pronto, sola en el vacío, sin otro punto de apoyo que tú mismo, y sin embargo separada de ti por un abismo, arrojada por encima del abismo sin otra razón que ella misma, cuya única razón está en ti. No quiero. Basta. Los hacen trabajaren la nieve, en camisa, en zapatillas. Y nosotros decimos: «Bien. No podemos hacer nada.» Pero si el edificio estalla, ¡qué fresca gavilla de cadáveres! En alguna parte hay una mujer que duerme, a! fin ha logrado conciliar el sueño pensando: no ha hecho nada, no será él. Y mañana a la noche será él. Por culpa mía. Borrarme. No ser más. Pero aun si me matara continuaría siendo. Estaría muerto. Seguirán encadenados a mi muerte y ese hueco bruscamente aparecido en la tierra hará vibrar y crujir mil fibras imprevistas. Verthier ocupará mi lugar, o Lenfant. Seré aun responsable de todos los actos que mi ausencia habrá hecho posibles. Alguien dirá a Laurent: «Vé a ese lugar. No vayas.» Y ésa era mi voz. No puedo borrarme. No puedo retirarme a mí mismo. Yo existo, fuera de mí y en todas partes en el mundo; no hay una pulgada de mi camino que no tropiece con el camino de otro. No hay ninguna manera de ser que pueda impedirme desbordar a cada instante. Esta vida que tejo con mi propia sustancia ofrece a los otros hombres mil facetas desconocidas, atraviesa impetuosamente su destino. Está despierto, espera. «Ellos me olvidarán.» Su vida está ante él, amplia. Y yo estoy también, cerca de ti, a quien he matado, cargo los fusiles que van a asesinarlo mañana. No. No quiero. Renunciemos. Nosotros renunciamos, bajamos la cabeza; y allá lejos, en el fondo del porvenir por cada gota de sangre que hemos evitado, toda esa sangre. Prosigamos... Renunciemos, prosigamos. Decide. Decide ya que estás aquí. Estás aquí y no hay ninguna manera de huir. Hasta mi muerte no pertenece a nadie más que a mí. —He hablado a Bourgade. Aquella noche todavía había sido clemente. Aquella noche aún había podido decidir: no estaba solo. Frente a mí se alzaba una libertad. Si yo no me reconocía sobre ella ningún derecho, ninguna preponderancia, era necesario consentir en ser tan sólo su instrumento.

—Pasa a verlo mañana. Te dará recomendaciones para unos camaradas de Perpiñán que te harán pasar la frontera; y también para los camaradas de Barcelona. Parece que no tienen muchas ganas de dejar un fusil en manos de una mujer. —Gracias —dijo Magdalena—, no sabes el servicio que me haces. Estábamos en su habitación, era una especie de corredor estrecho, lleno de valijas vacías y atados de ropa blanca. Olía a desinfectante y a champú. Una cacerola de agua ronroneaba sobre un minúsculo calentador donde se consumían dos pastillas blancas. Si yo la hubiese amado... Si me hubiera preocupado lo bastante por ella... La astilla se hunde en mi corazón. Ahora yo había comprendido completamente; era culpable para siempre, desde mi nacimiento y más allá de mi muerte. Sin embargo, no lo era por esta vez. No era para ella esta sangre, este ronquido de agonía. Como si la máquina infernal se hubiera complacido en girar en el vacío, como si el destino se hubiera complacido en esa parodia. Diez días después de su partida, me llegó una carta desde un hospital de Barcelona. No la habían enviado al frente, la habían puesto modestamente a trabajar en la cocina. Durante dos días había lavado la vajilla a conciencia, y se había echado sobre las piernas una enorme olla de aceite hirviendo. Quedó seis meses en cama y luego volvió a París. —Sabes, dicen que los franceses son unos buenos cochinos —comentó a su regreso. Era primavera. A la noche, a la salida del taller. Paseaba con Helena por los Quais de Asniéres. Compraba ramos de violetas en las esquinas. Sentados ante unos vasos de cerveza color caramelo, escuchábamos el desgranarse de las campanillas de los cinematógrafos bajo el cielo malva. Unas parejas muy semejantes a la nuestra subían y bajaban despaciosamente por la avenida de Clichy. Yo seguía ansiosamente con los ojos a esos hombres que gozaban con el corazón tranquilo la dulzura de la noche. No tenían el aspecto de criminales: el gusto de la cerveza y el tabaco, el brillo de los carteles luminosos, el color de las muchachas, nada de eso me parecía culpable. Estábamos allá bañados por el tierno refugio de París, no hacíamos mal a nadie. Y, sin embargo, estábamos también allá en Barcelona, en Madrid; ya no éramos unos paseantes inofensivos, sino unos buenos cochinos. Con la misma seguridad que en esas calles festivas, existíamos bajo los cielos negros atravesados por el zumbido de los Stukas; existíamos en Berlín, en Viena, en los campos de concentración donde los judíos dormían en camisa sobre el suelo empapado, en las prisiones donde se pudrían los militantes del socialismo; una existencia mísera, aplastante, que se confundía con la de los alambrados, con las piedras impenetrables, con las ametralladoras y las tumbas. Esos rostros indiferentes donde dejábamos abrirse nuestra sonrisa, eran para otros hombres el rostro mismo de la desdicha.

—¡Te das cuenta cómo se alimentan en Francia los obreros y pequeños empleados! —dijo Lina Blumenfeld. Miraba con tanto escándalo las longanizas estiradas sobre un colchón de papas, que el bocado que yo tragaba me quedó atravesado en la garganta. La primera vez que había pasado eso también en la mesa, yo me había levantado. «Ganaré mi pan por mis propios me : dios.» Caminaba por la avenida tibia empujando una castaña con el pie, respirando a pleno pulmón un aire que no creía robar a nadie. «Mis propios medios.» Pero, ¿por qué derecho, a cambio de mi trabajo cotidiano recibía yo carne sangrante y no papas hervidas con un poco de grasa? No quería aprovechar, había renunciado noblemente a la herencia paterna, y no obstante ello disfrutaba de una prosperidad que aparecía a los ojos de las naciones hambrientas como avaricia y opresión. «¿Crees que haya situaciones justas?» Marcelo había visto claro. Yo había huido de casa: ahora, ¿adonde podía huir? En todas partes, en todas las encrucijadas, el remordimiento vagaba; y yo lo llevaba pegado a mi piel, íntimo y tenaz. Me sentía parecido a mi madre, pegado a las paredes, huyendo de las miradas que me hubieran devuelto mi verdadera imagen: un puerco francés, egoísta y harto. —Lo lamentarán —dijo Blumenfeld—. ¿Creen que Hitler se detendrá en Austria? Ya verán. Ya le llegará el turno a Francia. \ Nos miraba con desesperación y odio. Había venido de Viena expresamente para despertar nuestra indignación, nuestra piedad. Era uno de los miembros más importantes del Frente ilegal que conducía en Austria una lucha clandestina contra el nazismo. Denise nos había presentado: después de un tiempo ella había tomado el partido de tratar de vivir por su cuenta y se había dedicado con ardor a actividades antifascistas. Yo había llevado a Blumenfeld a la sede del sindicato para que tomara contacto con algunos de mis camaradas. Denise y Marcelo habían venido también. Durante un largo rato Blumenfeld había hablado, nos había descrito arrogantes desfiles de milicianos de medias blancas, los banquetes donde los nazis amnistiados festejaban sus victorias futuras, las provocaciones, los atentados que se desarrollaban bajo la mirada tranquila de la policía. Ahora nos miraba. Y se callaba. —¿Pero cómo no alcanzaron ustedes a controlar sus movimientos? —preguntó Gauthier—. Empero, hay más del cuarenta y dos por ciento de socialistas en su país. -—Estamos perseguidos —dijo Blumenfeld—. No es posible ninguna acción eficaz. Las reuniones clandestinas, los discursos, las manifestaciones relámpago, tan sólo nos permiten mantener el estado de agitación. —Schuschnigg, sin embargo, debería comprender que le es vital la alianza con vosotros —observó Lenfant.

—No hay nada que hacer—dijo Blumenfeld—. Se han rehusado siempre a toda tentativa de conciliación —sus ojos se endurecieron—. Y por otra parte, ¿creen que las masas están dispuestas a hacerse malar por un Schuschnigg? Tienen demasiados recuerdos —me miró de nuevo—. Sólo una actitud enérgica de Francia e Inglaterra puede salvarnos. Hubo un silencio. En todas partes se había golpeado contra ese silencio, salvo entre los comunistas. —En suma, ¿qué es lo que espera de nosotros? —dijo Lenfant. —Si ustedes realizan reuniones y una campaña de prensa para informar a vuestros camaradas de lo que ocurre en nuestro país, podrían alzar la opinión. —Pero no es una cosa fácil —dijo Lenfant— empujar a un país a la guerra. —No —dijo Gauthier—. Por otra parte, la esperanza de una solución pacífica no se ha perdido todavía. —¡Oh! La anexión de Austria será pacífica. No les costará trabajo a los nazis adueñarse del poder, están en todas partes. —La voz de Blumenfeld temblaba—: Schuschnigg les entrega el país pedazo a pedazo: yo sé de fuente segura que está en vías de firmar un nuevo pacto con ellos. Hitler no tiene más que decir una palabra —de nuevo nos miró con angustia y cólera—: sólo Francia puede contenerlos. —Francia no puede permitirse el lujo de una guerra —respondió Gauthier. —Ustedes lo lamentarán —dijo Blumenfeld—. ¿Creen que Hitler se va a detener en Austria? Ya verán. Ya le llegará el turno a Francia. Gauthier miró fríamente a Blumenfeld. —¿Puede impedirse que un país se suicide? —dijo—. Todo lo que usted nos ha contado es la historia de un suicidio. Estaba tan seguro de su pacifismo, tan seguro de sí. «Soy pacifista.» Se había definido de una vez por todas, no tenía más que actuar de acuerdo consigo mismo, sin mirar a derecha, ni a izquierda. Sin mirar delante de sí. Como si el camino hubiera sido enteramente trazado. Como si el porvenir no hubiera sido a cada instante este vacío abierto. —Un suicidio es siempre, en mayor o menor grado, un asesinato —dije. —¡Ah! —dijo Blumenfeld—. ¿Usted piensa eso? Por primera vez en toda la sesión, Marcelo abrió la boca, sonrió.

—Siempre he estado persuadido de que cada uno de sus gestos era un asesinato —dijo. Era un asesinato. En esa época y en todo el año que siguió pasé bastantes noches sin sueño. Una campaña de prensa, reuniones, huelgas. Pablo, por su parte, me incitaba. «La guerra será el derrumbe del fascismo.» ¿Podíamos quedarnos de brazos cruzados al lado de España ensangrentada, al lado de las persecuciones que manchaban a Alemania, y de esa marca que rompía sobre Austria? Bajo la mirada fría y desesperada de Blumenfeld, sentí vergüenza, pero la vergüenza no era un argumento: sobre los campos de batalla, agrietados y sangrientos, los gemidos de los heridos me llenarían de un horror sin piedad. Detrás de los Pirineos los trabajadores de España caían bajo las balas fascistas, pero, ¿podía yo pagar su sangre al precio de las vidas francesas, al precio de una sola vida que no fuera la mía? Los judíos reventaban como moscas en los campos de concentración, pero, ¿tenía yo el derecho de cambiar sus cadáveres por los cuerpos inocentes de los campesinos de Francia? Yo podía pagar con mi cuerpo, con mi sangre; pero los otros hombres no eran una moneda a mi disposición; ¿qué mente soberana se permitiría comprarlos, contarlos, pretender conocer su justa medida? Aun un dios habría fracasado en ese designio presuntuoso; los hombres no eran peones para maniobrar, ni fichas de las fuerzas a captar; cada uno llevaba su verdad en lo más secreto de sí mismo, fuera de todo alcance; lo que le ocurría no le pertenecía más que a él; ninguna compensación sería posible nunca. Las sonrisas gozosas de Helena no habían neutralizado los rencores de Magdalena, no habían disminuido la quemadura del aceite hirviendo. Nada había borrado la muerte de Jacobo, ningún nacimiento nuevo reemplazaría jamás esa vida que le habían quitado, su única vida. No había ningún punto en el mundo donde viniera a juntarse la absoluta separación de esos destinos. «No haré nada; siempre me he prohibido toda acción política.» Me negaba a echar al mundo, como un dios caprichoso, el peso de mi absoluta voluntad. Hacer política era reducir a los hombres a su apariencia manejable, era tratarlos como masas ciegas para reservarme tan sólo el privilegio de existir como un pensamiento vivo; pero ese mismo pensamiento para morder sobre los cuerpos inertes, para moverlos, necesitaba transformarse en una fuerza mecánica, opaca, en la que ya no me reconocía más. En una sala llena de ruidos y de humo, pronunciaría palabras que arrastrarían hacia riberas desconocidas a hombres que no había visto jamás; emplearía mi libertad en hacerme cómplice del absurdo escandaloso: el absurdo de quien existe sin haber sido querido. «No. Yo no puedo empujar a mi país a la guerra.» —Espero que nunca lo lamente —dijo Blumenfeld. Y la vergüenza estaba ahí. Era necesario que me habituara a vivir con ella, era la nueva figura del remordimiento. Se podía expulsarla de un rincón de la vida, educarla, hacerla bien lisa y limpia: en seguida se la reencontraría metida en otro rincón. Estaba siempre en alguna parte. Sin vergüenza estrechaba a Helena entre mis brazos,

pero bajaba la frente ante las amargas sonrisas de Magdalena; miraba sin ninguna vergüenza a los camaradas del sindicato, pero se me secaba la boca cuando pensaba en nuestros hermanos de España o de Austria. —Te complaces en torturarme —dijo Helena. Los diarios de la mañana nos informaban de la anexión de Austria. Cuando Helena vino a buscarme a la salida del taller, no había sido capaz de hablar de otra cosa. Sin embargo, no me gustaba abordar tales asuntos con ella. En esos momentos me causaba el efecto de una extranjera. Ella agregó con un poco de disgusto: —Después de todo, no es asunto tuyo. —No es asunto mío —dije—. Querría que me dijeran cuál es mi asunto. —Tu vida, tu vida personal —dijo Helena—. ¿No te parece que es suficiente? —Pero justamente mi vida está hecha de las relaciones con los otros hombres; Austria está en mi vida, el mundo entero está en mi vida. —Evidentemente. Y esas gentes con las que nos cruzamos están en tu vida, puesto que tú las ves.—Helena había enrojecido y tenía una voz casi agria, como cada vez que una discusión la embarazaba—. Eso no quiero decir que tú seas responsable de lo que les ocurra. —Eso está por averiguarse —dije a flor de labios. Eran las siete de la noche; la avenida Saint-Ouen era un hervidero de gente; se disputaban en cada esquina la última edición de Paris Soir, las panaderías iluminadas estaban repletas de medialunas crujientes, de brioches, de largos panes dorados; en las carnicerías de mosaicos salpicados de aserrín, las vacas, los carneros, limpiados, lavados, con sus rótulos, se alineaban colgados del techo como en un desfile, y sobre el mostrador reposaban, revestidos de papel de estraza, enormes ramos de carne sangrante. La abundancia, la holgura, la paz. Acodados al cinc de las tabernas los hombres discutían en voz alta sin miedo. Las cortinas de hierro estaban bajas, los cafés vacíos; no se escuchaba en las calles desoladas más que el resonar de las botas nazis; silenciosa, con los ojos llenos de terror, la gente espiaba detrás de las persianas. «Ya le llegará el turno a Francia.» —Se diría que tú te imaginas que has creado el mundo—dijo Helena. —Leí un día: «Cada hombre es responsable de todo, ante todos.» Eso me parece indiscutible. Helena me miró con un gesto burlón. —No comprendo —dijo.

—Evidentemente, si no se mira como una hormiga en un hormiguero, 110 se puede hacer nada con nada. Yo no digo que hubiera podido detener la entrada de los nazis con extender los brazos. -—Volvía a ver a mi madre en las calles de Sevilla, sus pequeños brazos tendidos—. Sin embargo, si todos hubiéramos extendido los brazos... —Puede ser. Pero nadie lo hizo. Los otros son tan responsables como tú. —Eso es asunto de ellos. Seguramente. Somos todos responsables. Pero todos. Eso quiere decir cada uno de nosotros. Siempre he sentido esto, hasta cuando era un chico. Me bastan mis ojos para que esta avenida exista. Basta con mi voz para que el mundo tenga una voz. Cuando se calla, es por culpa mía. Helena apartó la cabeza. —¿Sigues sin comprenderlo? —Sí, comprendo —dijo de mala gana. —Yo no he creado el mundo. Pero lo recreo a cada instante con mi presencia y todo ocurre para mí como si todo lo que le pasa le pasara a causa mía. —Sí —dijo Helena. Bajaba hacia el suelo un rostro sufrido. —¿Qué te preocupa? —pregunté. —Nada—dijo ella. —¿Por qué pones ese gesto de tristeza? Ella se encogió de hombros. —Hay momentos en que tengo la impresión de ser un átomo en tu vida. —¡Qué tonta eres! Sin embargo, has tenido un aumento desde el tiempo en que te quejabas de no tener más que la duocentésima cuadragésima parle de mi tiempo. —No tienes ninguna necesidad de mí —dijo ella—. Nada de lo que es verdaderamente tu vida tiene relación conmigo. —Se puede estar fuertemente unido a alguien, sin necesidad. Estreché su brazo contra el mío, mas ella se contrajo. —Me siento tan inútil —murmuró. Hubiera sido necesario poder decirle: «Te amo.» Pero no me atrevía a mentirle. Había jurado dejarla libre, y para ser libre era necesario que ella viese claro. Claramente notaba mi ternura , mi indiferencia; y arrastraba como una carga sin dulzura ese amor que no me era necesario.

—¿Está seguro de que no la ama? —me decía Denise. —No es amor. —Tal vez. Pero eso no cambia nada. No es eso lo que ella llama amor. Helena precisaba que yo tuviera necesidad esencial de ella; entonces hubiera existido íntegramente; se hubiera justificado milagrosamente de ser tal como era, tal como yo la hubiera amado. —Usted no quiere amarla —dijo Denise. Se alzó de hombros—: Usted también hace lo posible para estropearse la vida. No obstante ello, un buen amor no es una cosa tan despreciable. Ella creía que todos los seres humanos se amaban espontáneamente los unos a los otros; sentía simpatía por todo el mundo; no suponía que no se la pudiera experimentar por ella. En la dureza de Marcelo, se obstinaba en no ver más que una perversidad aplicada. No tenía necesidad de aplicarse. Marcelo detestaba esa fraternidad pastoril en la que Denise pretendía vivir, un paraíso humano bien tejido, donde corrían las virtudes abundantes, donde el mérito, la verdad y la belleza pendían de los árboles como frutos dorados. A mí, incluso, me molestaba bastante. Detestaba escucharla vaticinando el destino del mundo; trataba de liberarse así de la preocupación de su propia vida; sólo contaba la marcha universal de la historia. —No es despreciable, pero es necesario ser capaz de experimentarlo. —Sí —dijo Denise; tuvo una risa dura—. Me pregunto de qué es capaz Marcelo. Al menos usted actúa, tiene camaradas. Pero él... ¿No cree que está un poco loco? Me miró con una ansiedad sospechosa. Marcelo no hacía ya nada; había renunciado hasta a cortar los pedazos de azúcar, a trenzar las sogas. Se pasaba los días enteros arrebujado en sus tricotas y acostado en un lecho húmedo; luego se desesperaba, reclamaba a los amigos. Nos recibía con tanta alegría que sin las confidencias de Denise jamás hubiera sospechado sus morosidades cotidianas. Solamente note que tenía algunas manías; era necesario que sus manos estuvieran siempre ocupadas: o bien se aferraba a los brazos del sillón, o apretaba entre ellas su bolsa de tabaco, una vaso, una naranja; se sentaba con la espalda contra la pared. «Tengo horror a sentir el vacío detrás de mí.» El suelo estaba cubierto de alfombras, de almohadones, de pieles de animales y no había un pedazo de pared que estuviese desnudo; Marcelo había colgado mariposas, caracolas, imágenes galantes y tarjetas postales en colores que representaban a Santa Teresa de Lisieux con los brazos cargados de rosas. —Sin duda, busca algo imposible —dije—, pero no es la locura.

—Pero, ¿qué busca? —estalló Denise—. ¿Lo sabe usted? Cuando trato de preguntarle contesta con burla. Ya sus ojos brillaban con deseo; su Marcelo desdeñaba el amor, la fortuna, la gloria, la única esperanza que quedaba era que él se reservara para un bien más precioso que todos los otros; y ella quería su parte. —Pienso que es algo que no tiene sentido más que para él. Ella se encogió de hombros, decepcionada. —Tiene un sentido o no lo tiene —dijo con un tono definitivo. Era esa voz imparcial de institutriz lo que ponía a Marcelo fuera de sí. Ante Denise estaba siempre a la defensiva. Conmigo hablaba sin misterios. Lo único que me desconcertaba era ese aspecto de júbilo secreto con que atisbaba todos mis gestos. —¿No es así? ¿Es satisfactorio un vaso que se llena? —dijo él siguiendo con sus ojos el líquido rojo que subía. —Y también un vaso que se vacía —respondí. Y vacié el mío. —No, lo que te gusta es que te llenas tú —dijo. Apretaba su bolsa de tabaco entre los dedos—. Todo el mundo busca la plenitud. Mira un poco: la cantidad de gente que en la calle evita andar por la mitad de la acera, que va rasando el muro para sentir algo pleno a su lado; los hay que dejan colgar su mano contra el muro como si estuvieran rasgueando una guitarra. —Se miró los dedos—: No hay nada más definido que tocar los objetos. —¿Has renunciado a crear? —No se puede crear. Siempre hay algo que existe antes. —Es verdad —dije—, es verdad en todos los planos. Páginas blancas cuyo porvenir reposaba enteramente en mis manos. No era más que un sueño pueril de escolar. Ahora lo sabía. Nada es blanco sino la ausencia, la imposible ausencia. Elegir. ¿La paz vergonzosa o la guerra sangrienta? ¿El crimen o la esclavitud?... Habría sido necesario elegir primero las circunstancias mismas por las cuales la elección se imponía. —O posiblemente, lo que se crea son las ideas que no llegan a la existencia —continuó Marcelo; señaló uno de los objetos colgados del muro—. Sería necesario que la forma misma fuera la que está construida de paja. 0 la paja que sale de mi cabeza fibra por fibra. —Nada. Crear es un esfuerzo que expresa el ser de uno; pero antes es necesario ser. Y eso es ya toda una tarea. Es necesario encontrar un medio para ponerse

en contacto con el ser. —Dio vuelta la cabeza a derecha e izquierda—. Mirar, palpar, eso es ya un contacto. —¿No tienes miedo de aburrirte, a la larga? Se rió largamente. —Estoy acostumbrado. No es tan aburrido el aburrirse. ¡Pobre Denise! ¡Con qué sonrisa escuchaba cuando ella hablaba ardorosamente de los Sudetes y de Checoslovaquia! Aquel día volvía ella muy animada de una reunión antifascista en que había hecho uso de la palabra. En sus ojos había un brillo que desde hacía años yo no les había visto. —Está contenta —dijo Marcelo-^. Mírala: cree que ella ha hecho algo. Puso su manaza sobre el hombro de Denise con un gesto de bonhomía; Denise se retrajo; su mirada se apagó. —Ya lo ve —me comentó ella unos instantes más tarde—, así es como se comporta conmigo siempre. Me ahogo a su lado; él me ahoga. —Su voz temblaba—. De la mañana a la noche esa gran risa silenciosa y esos ojos que me traspasan. Me va a volver loca a mí también. —No ha de ser cómodo vivir a su lado. —Denise miró fijamente, como si viera algo horrible. —Es infernal. Había días. Había noches. Marcelo me había dicho a menudo que no soportaba el contacto de un cuerpo si no llegaba a verlo absolutamente como una cosa. Pasaba largos períodos sin tocar a Denise; y cuando la empuñaba con sus manos regordetas debía de ser peor aún. —¿Y por qué no trata de abandonarlo? Tal vez marcharía eso mucho mejor. —¿Que no viva más con él? —Denise me miró con turbación. Se esforzó por dar a su rostro una expresión reposada y razonable—: ¿Qué sería de él si yo no estuviera a su lado? No —dijo vivamente—. Es en lo interno que debo liberarme de él. —Es mucho más difícil. —Voy a confiarle un secreto —dijo con una sonrisa forzada—. He comenzado a escribir una novela. —¿Ah, sí?

—Una novela sobre él y sobre mí. Muy traspuesta, por cierto. —Apretó los labios—. ¡Ah, si pudiera hacerlo! En un sentido, Marcelo tiene razón; en la acción política no se hace verdaderamente algo. ¿No le parece a usted? —Según —dije. Había tantos equívocos desde el punto departida de nuestra conversación que a menudo me sentía incapaz de responderle. —Sólo que ¡cómo quiere usted que trabaje! —continuó con desesperación—. Es necesario comer, vestirse sin un centavo. Eso me roba todo mi tiempo. —Sí, Marcelo no se da cuenta. —No importa —dijo con un tono feroz—. Yo encontraré tiempo. Era de fiar. No malgastaba jamás un minuto. Tenía un cerebro bien organizado. —Pertenece a una raza terrible —dijo Marcelo. Me miraba con ojos desorbitados; se hubiera dicho que tenía verdaderamente miedo—. No quieren perder tiempo; no quieren perder dones, perder dinero. Y jamás, jamás se preguntan qué es lo que se gana con no perder nada. —Con lodo, te portas con Denise como un animal. —¿Qué quieres? No hablamos la misma lengua. Denise es muy sociable. Lo que piensa la gente, lo que dice la gente, lo que aprueba la gente, es lo único que cuenta para ella. —Se golpeó el ancho pecho—. Y que yo, único miserable hombrecillo, me inquiete de mi propia suerte le parece simplemente una locura. —Movió la cabeza—. Te digo que es de una especie peligrosa. —Pongamos que ella se equivoca —dije—. Esa no es una razón para condenarla a esta vida miserable. —Yo no condeno a nadie. —Sabes bien que ella es desdichada. Y te tranquilizas diciéndote que no merece ser feliz. Pero tú, que le reprochas el pretender detentar las balanzas del bien y del mal, tampoco tienes derecho a medir sus méritos. Por otra parte, no existen esas medidas. No veo ninguna relación entre los errores de Denise v las molestias que tú le impones. —Pero, ¿por qué es desdichada? —dijo Marcelo—. Uno puede pasarse sin tantas cosas. Yo paso muy bien sin whisky... —Son asuntos tuyos. No tienes derecho a aplicarle tu moral; buscas alcanzar tu ser, el tuyo, no el de ella. Es una experiencia valida tan sólo para ti. En fin —agregué

levemente encolerizado—, no puedes exigir de Denise que se pase los días palpando los objetos. Se echó a reír sin responder. —Te aseguro que tú juegas a hacerte el juez. Puedes reprocharle a Denise. Pero nadie te ha encargado de castigarla. Hacía saltar una manzana en la palma de sus manos. —¡La infortunada! —dijo—, si yo no existiera la tierra sería un lindo castillo de azúcar rosado —me sonrió—. Sin embargo, yo no puedo suprimirme. —¿Y si le brindases aunque más no fuera un poco de consuelo material? —¿Ganar dinero? —dijo Marcelo—. Si eso te da placer, ganaré dinero. ¿Por qué no?—Tomó la manzana al vuelo—. Trajes para Denise, una criada, hermosas alfombras y cortinas. ¿Por qué no? Yo había intercedido bien. Era un buen consejero. Pero qué habría respondido si Marcelo me hubiera dicho: «¿Y tú? ¿Crees que haces feliz a Helena?» El tiempo había pasado; poco a poco ella se transformaba en una mujer, no se contentaba más con amar sin esperanzas de correspondencia. No me hacía reproches, pero a menudo estaba triste. Había días en que me parecía absurdo pensar en toda esa alegría que yo hubiera podido darle con una palabra y no se la daba. —Voy a decirte algo —me dijo ella—, pero ¿prometes que no te vas a enojar? Estábamos sentados al borde del Sena, con las piernas colgando, en la punta de la islita donde se encuentra el cementerio de los perros; era un lugar muy del gusto de Helena. —Dilo sin miedo. Era agosto y domingo; se había puesto su traje más lindo, un vestido de crépe estampado, cuyo dibujo había sido diseñado por ella misma, y de color rosa, con un complicado dibujo de pagodas o sombreros chinos. Su rostro, su cuello, sus brazos aparecían dorados por el sol. Me miró con una sonrisa vacilante: —¡Pues bien! Ayer, la abuela Grandjouan me propuso irme con ella a América —volvió los ojos—, y rehusé. —¡Helena! —La tomé por la espalda—. Es demasiado absurdo. Hace tres años que sueñas con esta oportunidad; vas a telefonearle esta misma noche.

—No —dijo ella. Me miró—. Te lo suplico. No puedo aceptar. Habría que permanecer allá por lo menos un año, pues se trata de abrir una sucursal; casi sería preciso pasarse la vida entera. —Sacudió la cabeza—. No quiero. —Acuérdate de nuestro pacto —dije yo—. Nuestro asunto no debe hacerte desperdiciar ninguna oportunidad. Parte al menos por un año. ¡Piensa en las ganas que tienes de viajar! —¿Un año sin ti? —Volverás a hallarme. —Tendría demasiado miedo, principalmente ahora. ¿Y si todo esto concluyera, finalmente, en una guerra? La estreché en mis brazos. Bien sabía que ella ya no necesitaba viajes, ni bicicletas, ni ninguna otra cosa que no fuera yo. Durante dos años, con mi complicidad, había tejido esos lazos que la apareaban a mi ribera. Era imposible que los rompiera en un instante. —¿Estás decepcionado?—preguntó, con una sonrisa triste—. Hubiera sido una linda manera de librarte de mí. —No querría verte partir —respondí—; pero me entristece hacerte desperdiciar tal oportunidad. Me sentía con el corazón apretado. Era yo lo único que ella amaba en el mundo; el resto de la tierra se había decolorado a sus ojos. Y yo, yo le brindaba apenas una pálida ternura, la enclaustraba en un amor solitario. —¡Cuando pienso que por mi culpa te vas a quedar en París para continuar andando por las mismas calles, viendo los mismos rostros, para seguir pintando en tu cuarto o pasearte por el Luxemburgo...! —Si por lo menos estuviera segura de que no te fastidio al quedarme... —murmuró ella. —¡Helena! ¿Por qué dices tal cosa? Si me dejaras sería un alma en pena. La abracé; besé sus cabellos ensortijados, sus mejillas, sus labios; la besaba casi con pasión; buscaba las palabras tiernas; no comprendía por qué me prohibía decirlas. Miré las tumbas guarnecidas con caracolas, los falderillos de piedra: «A Lulú, recuerdo eterno»; el sendero crujía bajo nuestros pies; marchábamos a la par, lentamente; ella estaba hermosa. —¿Sabes? —dije—, he comenzado a necesitarte mucho más de lo que jamás sospeché. Me alegro como un tonto de que te quedes, Helena.

Se mordió el labio. Su asombro me dolió. —¿De verdad? —¡Claro que sí! Me miró con ojos brillantes y observé emocionado esa alegría, mi obra. ¿Importaba la verdad o lo que era justo y necesario? —¿Por qué no te casas con ella? —preguntó mi madre. Le había presentado a Helena y, de vez en cuando, tomaba té en mi cuarto. Mi madre intimidaba a Helena, pero aquélla la estimaba a pesar de encontrarla demasiado «joven». —No estoy enamorado —le respondí. —Entonces, no debiste mezclarte así en su vida. —Ella lo quiso. Afirmó que era libre para escoger. —Sí, gran cosa dejar a la gente libre —comentó mi madre. Suspiró. Había permitido que Elisabeth y Susana se casaran libremente, según su voluntad. El matrimonio de Elisabeth marchaba mal y el de Susana bien; pero mi madre no sabía cuál de ambos hogares la apesadumbraba más. —Es lo que siempre has hecho —dije—; y muy acertadamente. —¡Ah, querría estar segura! —replicó ella—. Hagamos lo que hagamos, siempre somos responsables. Volvía a ver su cara sonrosada, los ojos firmes. «A usted le corresponde decidir.» ¿Qué elección le había permitido? ¿Podía escoger que la amara? ¿Qué no me hubiera encontrado? Dejarla libre, era, una vez más, decidir en su lugar; quedar pasivo, dócil ante su voluntad, también era crear, por mi sola autoridad, una situación que ella debía soportar, sin otro escape. Estaba allí, ligada por mis manos dóciles, encerrada en un amor sin alegría. A pesar de ella y a pesar de mí. —¿Qué hacer? —me quejé—. No aceptará casarse sin mi amor. ¿Debo mentirle? —¿Cómo aconsejarte? —dijo mi madre, tristemente. Durante nuestra infancia nos había enseñado a no mentir; pero ya no estaba segura de nada: ni de la prudencia, ni de la caridad, ni de la verdad. ¿Porqué no mentir? Poco a poco, la idea se abría paso en mí. Si no podía dejarte libre, si mi sola existencia era una traba, ¿por qué no hacerme dueño de la situación que te imponía? Se me obligaba a decidir por ti; ¡pues bien!, bastaba con decidir según mi corazón. Quería amarte: te amaba; te quería feliz: serías feliz a causa mía. La mentira era, después de todo, la única arma que me permitía desafiar la potencia abusiva de la realidad. ¿Por qué permanecer

delante de ti como un ganso, estúpido, con el corazón seco, tal como era a pesar de mí? Podía manipular mis palabras, mis gestos y engañar tu destino. Aquella tarde un gran aire de fiesta envolvía a París: la gente cantaba y reía de frente, los enamorados se abrazaban: acabábamos de entregar Checoslovaquia a los alemanes y decíamos que habíamos declarado la paz al mundo. —¿Estás contento? —me dijo Pablo—. Es la gente como tú la que ha hecho posible estos acuerdos vergonzosos. Estaba en el vestuario, con Laurent y Jardinet; me lavaba las manos. Pablo y Masson, coléricos, nos retaban con la mirada. —Estos acuerdos —dijo Laurent— significan la paz. Una paz hecha por nosotros mismos. Porque no queríamos combatir, la guerra se volvió imposible. —Era joven, su entusiasmo me molestaba. —Facilitan el juego a la burguesía con tal pacifismo —dijo Pablo—. Pretextando evitar la guerra, les harán tragar cualquier tipo de paz. —Y ustedes, pretextando la revolución, nos arrojarían en cualquier guerra —respondió Jardinet. —Porque somos revolucionarios —dijo Masson—. ¿Les da miedo la revolución? —No —dije yo—■; pero no queremos comprarla al precio de una guerra mundial. Sería pagarla demasiado caro. —Jamás se pagará demasiado caro. —Pablo me miró con desdén—. Ustedes nunca llegarán a nada, porque no quieren pagar. —Es fácil pagar con la sangre de los otros. —La sangre de los otros v la nuestra es una misma —comentó Pablo. —Los medios no cuentan si se persigue un fin —dijo Masson—-. Nosotros sabemos querer. —Quizás sepan querer, pero no saben qué es lo que quieren —respondí—. Si tanto mercan con la vida de los hombres, ¿qué sentido tiene defender su dicha o su dignidad? —No eres un obrero —dijo Pablo—. Por eso no permaneciste en el partido. Por eso marchas al compás de los burgueses. No era un obrero, lo sabía; pero eso no era obstáculo para que Pablo se equivocara. Si los hombres eran una materia para echar al fuego sin economía, ¿por qué

inquietarse por su destino futuro? Si las masacres, si la tiranía eran de tan poco peso ¿qué pesaban la justicia y la prosperidad? Desde el fondo de mi corazón rechazaba la guerra ciega. Pero esta paz con la cual nos ligábamos no poseía a mis ojos colores de victoria. Helena me esperaba a la puerta de taller. El júbilo resplandecía en su cara. —¿Es cierto? ¿Seguro? ¿Es la paz? —Es la paz —respondí—, al menos por un tiempo. Colgada de mi brazo, reía como ríen todas las mujeres. —Verdaderamente, hubiera sido estúpido hacerse matar por los checos. En Viena, los judíos lavaban las veredas con ácidos que les quemaban las manos, bajo la mirada burlona de los transeúntes; 110 íbamos a hacernos matar por eso; ni para impedir en las noches de Praga el sordo estallido de los suicidios; ni para prevenir esos incendios que alumbrarían pronto las aldeas de Polonia. Ocupados en aclarar por qué no queríamos morir, ¿nos preocupaba saber para qué vivíamos? —Pero ¿cómo?, ¿no estás contento? Sin embargo, no opinabas a favor de la guerra. Ni por la guerra ni por la paz. A favor de nada. Me hallaba solo. No podía regocijarme, ni indignarme. Pegado al universo por raíces tenaces que integraban mi propia savia con mil jugos cogidos fuera, incapaz de evadirme para sobrevolarlo, destruirlo, rehacerlo, separado de él únicamente por esta angustia desolada, que testimoniaba mi presencia. —Ya 110 sé lo que quiero —dije vagamente. —¡Ah, me siento feliz! —dijo Helena—. Tuve tanto miedo, me parece resucitar. —Me acarició los dedos—. Habrían podido llevarte, meterte en el fondo de un foso, con cañones y fusiles frente a ti. Pensar que el ser amado está en peligro debe ser la muerte a fuego lento, minuto a minuto. —Me sonrió—: ¿Tienes remordimientos, por causa de los checos? —Me descorazona un poco ver a esta gente tan contenta porque salvaron la piel. —Yo los comprendo muy bien —hijo Helena—. Una vez muertos, ¿de qué sirve haber sido generoso, heroico, etcétera? ¡Uf, me horrorizaría morir! «Me horrorizaría morir.» Andabas a largos pasos ágiles y el borde de tu vestido acariciaba tus rodillas tostadas; nadie pensaba que pudieras morir. Te apretaste contra mí.

—Más miedo tendría de que murieras tú. Me amaba; era feliz porque me habían dejado a su lado. No quise empañar su alegría. Sonreí, hablé alegremente. Atravesamos todo París y comimos helados en la plaza Médicis. La noche era tibia. Nos sentamos en la escalerilla de la calle Saint-Jacques. Reclinó la cabeza en mi hombro. —Me hallas pequeñita, ¿verdad? ¿Piensas que no te entiendo bien? Acaricié sus cabellos, y pensaba: ya no sabe qué querer. Si todo cuanto se hacía era para mal, acababa por no tener importancia actuar de una manera u otra. Puesto que deseaba que ella se creyera amada, sólo tenía que decir las palabras que deseaba escuchar. —Has crecido estos dos últimos años —dije, y agregué—: También han crecido mis sentimientos hacia ti. —¿Sí? —dijo ella apretando mi mano—•: Ahora pareces preocuparte de mí más que antes. —Te quejabas de que no te necesitaba y era cierto, pero has creado esta necesidad. Actualmente me eres necesaria. —¿Yo? ¿Te soy necesaria? —Me eres necesaria porque le amo. Estabas en mis brazos, y mi corazón me ahogaba a causa de esos cobardes rumores de fiesta y porque te mentía. Aplastado por esas cosas que existían a pesar de mí y de las cuales sólo me separaba mi angustia. Ya no queda nada. Sobre esta cama, nadie, delante de mí, un abismo de nada. Y la angustia estalla, sola en la vida, más allá de las cosas desvanecidas. Estoy solo. Soy esta angustia que existe sola, a pesar de mí; me confundo con esta existencia ciega. A pesar de mí, y sin embargo, brotando de mí mismo. Rehúso existir: existo. Decido existir: existo. Rehúso. Decido. Existo. Habrá una aurora.

CAPÍTULO VI Allá en el fondo de una de esas avenidas de castaños a las que guarda un león de bronce, él estaría sentado entre su padre v su madre. Su presencia refluía hasta la plazoleta, refluía sobre la tierra entera: era su mundo. Rico, armonioso, atravesado de lado a lado por un soplo alegre. Helena se metió bajo el brazo el banquillo plegadizo y su equipo de pintura. No debía andar demasiado a prisa, sería terrible si llegaba antes y se daba de narices con el señor Blomart. Las dos. Dentro de algunos minutos oiría su voz. «¿Trabajaste mucho?» Hasta mañana por la noche. Ahora me gustan los domingos. Pasar la noche en sus brazos. Me ama. Se miró al pasar en el espejo de un escaparate y se alisó una onda con coquetería: el color de sus cabellos, la forma de su nariz, todo se había vuelto importante puesto que ése era el rostro que él amaba. Se acercó a la casa. «Blomart e Hijos. Impresores.» Apretó el botón del timbre; se oyó un zumbido y la puerta se abrió. Un olor a polvo flotaba en la escalera. El subía esa escalera y respiraba ese olor. El olor todavía estaba allí, y la alfombra azul; pero el niñito sonrosado y juicioso ya no estaba en ninguna parte. Sin embargo, se tenía la impresión de que aquel pasado continuaba existiendo, no muy lejos, no más lejos que Shanghai o Constantinopla. Abría la puerta del estudio, subía hacia el departamento con disgusto. ¡Qué bien se las pasaba sin mí! Hubiera debido no conocerme. Una nube ensombreció el corazón de Helena; el suelo pareció de pronto menos firme bajo sus pies. Puso el dedo en la campanilla. —Si la señorita quiere molestarse... La mucama desapareció. Helena descendió los escalones que conducían al gran salón. La alegría la invadió. Estaba allí, junto a su madre, delante de una mesa redonda cargada de tazas. De un florero de cristal asomaban algunos tulipanes, cerúleos, sobrios. —Buenos días, señora. —Buenos días, Helena. Helena retiró su mano. —Tengo pintura bajo las uñas, trabajé toda la mañana. —Sonrió a Juan—: Buen día. —Buen café —dijo Juan, y le sonrió—: ¿Quieres una tacita? —Por supuesto —aceptó Helena. Se sentó junto a la señora Blomart. Su madre. Era extraño pensar que debía la vida a alguien. ¿Acaso podía no haber existido? La

señora Blomart, acurrucada en una mecedora, con las piernas replegadas, se sujetaba un tobillo con la mano. Tenía aún aspecto muy joven. —¿Qué te intriga tanto?—preguntó Juan. Ella rió, algo turbada. No terminaba de habituarse a que leyera su pensamiento. —No me convenzo de que haya nacido de usted —dijo a la señora Blomart. —Porque ha crecido mucho —respondió la señora Blomart. Lo miró de arriba a abajo, con una especie de alegre sorpresa. Esto también era extraño: que se pudiera dar de él una seña particular. Ha crecido. Es moreno. Pasa los treinta años. Así se habrá aparecido a Helena, la primera vez, en Port-Salut. —¿Qué harán esta tarde?:—preguntó la señora Blomart. —Nos pasearemos con Marcelo y Denise —informó Juan—. Helena quiere visitar el zoológico. —Es divertido —dijo Helena. —Menos divertido será lo que debo decir a Denise acerca de su novela —dijo Juan. —¿Qué le dirás, exactamente? —La leíste: no tiene posibilidades. —Algo es —dijo la señora Blomart. —Algo —replicó Juan con voz tierna—. También dijiste que era algo la carpa podrida que nos sirvieron el otro día. —¡Pobre Denise! Ella que tanto se preocupaba de que hubiera un genio en su matrimonio —dijo Helena. —Si trabajara quizá lograría progresar —opinó la señora Blomart. —Trabajó —dijo Juan—, infatigablemente. Se levantaba a las seis de la mañana, no veía a nadie. —Miró a su madre con un dejo de ansiedad—: ¿Te parece honesto dejarla proseguir cuando me requiere una opinión sincera? Helena sintió una mordedura en el corazón: «Nunca me consultará de ese modo», pensó. —¿No se la podría orientar hacia otra cosa? —dijo la señora Blomart.

—Hacia la política —respondió Juan—; pero no le basta va. Lástima que carezca de talento, de ser así todo se hubiera solucionado. —Qué lástima —dijo la señora Blomart—, ¡es tan animosa! —Tiene un montón de virtudes —asintió Helena—; lo triste es que nadie le da importancia. —Yo sí, la encuentro simpática —replicó la señora Blomart con viveza. —La novela es realmente mala —dijo Helena—. Esa mujer anulada por la personalidad del marido..., ese genio negativo es ridículo. Me pregunto si verá así a Marcelo. —Marcelo es imposible —declaró la señora Blomart—. Se conduce de manera insensata. —Ha progresado —dijo Juan—. Aceptó decorar Scholosberg; ganará dinero. —Después de todo, lo único que pide es que lo dejen tranquilo —dijo Helena—. Denise no puede exigir que actúe contra su conciencia. —Su conciencia debería decirle que Denise existe —dijo la señora Blomart. Se le arrebolaron las mejillas—: Es muy bonito tener angustias morales y es muy cómodo limitarlas exclusivamente a aquello que nos agrada. -—¿Por qué razón los demás han de tener derecho sobre nosotros?—inquirió Helena—. Nunca pude comprender esto. —No se trata de derechos —dijo Juan—. Es que los demás están allí. —Sí —asintió la señora Blomart—. Sería tonto negarlo. Helena la miró y miró a Juan. «Soy tonta», pensó contrariada. Juan se puso de pie: —¡Bueno, hay que decidirse! —Se inclinó hacia su madre—. ¡Qué bonito zapatito! —dijo apoderándose de un escarpín. —¡Juan! —exclamó la señora Blomart, confusa. Él tocó la falsa talonera oculta en el zapato de lagarto. —Nunca te consolarás de no ser una mujerona altísima. —Eres indecente—rió la señora Blomart. —Toma —dijo Juan—, recobra tu tesoro. —Besó a su madre—: Hasta el miércoles. Voy a informar a Helena acerca denuestos proyectos.

—¿Qué proyectos? —preguntó Helena cuando se encontraron en la avenida. —Ya te los diré —Juan le tocó el hombro—. Estás muy linda hoy, Helena. —¿Qué proyectos? —repitió Helena. —¡Curiosa! —se burló Juan—. Pues bien, helos aquí: Mamá me ha preguntado algo que me interrogo desde hace mucho tiempo: ¿por qué no nos casamos, tú y yo? —¿Casarnos? —dijo Helena. Se pasó la lengua por los labios. Cada noche en sus brazos; cada mañana, su rostro. Pero no quería dejar estallar una alegría indiscreta que era una súplica—: No te gustará estar casado. —¿Por qué no? —Juan sonrió—. No te haré infeliz. —¡Qué bueno eres! —No soy bueno, te quiero. —Eres bueno porque me amas. Lo miró vacilando; era tan tierno; tan generoso. ¿Acaso no pensaba solamente en ella? —Temo serte molesta. —¡Tontita! Ahora te vuelves modesta. —Apretó la mano de Helena en la suya—: ¿Quieres que decidamos casarnos? —Decidamos—dijo Helena, en un impulso de alegría. A pesar de ella su boca reía, sus ojos brillaban y sentía en su corazón un hervor de oro fundido. Sonreía. Durante unos minutos caminaron sin decir nada; se amaban. Nada tenían que decir. —Marcelo va a sorprenderse —comentó Juan. Subieron la escalera. Sobre la puerta había un letrero: «Golpee fuerte»; la campanilla siempre estaba descompuesta. Juan golpeó y Denise abrió. Tenía puesto un sombrerito con velo que le daba el aspecto de una dama; llevaba sus guantes y su bolso en la mano. —No entren —dijo—. Hay un desorden innoble. —Tuvo un gesto de descorazonamiento—: Es imposible poner orden en este burdel. En su boca distinguida, las palabras groseras producían un sonido vulgar y falso: —¿No viene Marcelo con nosotros? —preguntó Juan. —Se nos reunirá en la comida. No quiso renunciar a su partida de ajedrez.

—¿Sigue siempre tan obstinado? —Se le ha puesto en la cabeza llegar a campeón —respondió Denise con acritud. Descendieron lentamente la escalera de caracol. «No comenzamos bien», pensó Helena. Bajo el tul del velo, la cara de Denise estaba marcada con dos manchas rojas en los carrillos; las comisuras de la boca caían. —Les ofreceré un viaje en taxi. —Hizo una señal; un taxi se detuvo junto a la vereda—: ¿Podría llevarnos al Jardín Zoológico de Vincennes? —dijo con el tono cantarín que empleaba para dirigirse a los choferes y a los mozos de café. Su voz se volvió seca—: Aprovechemos, ya que Marcelo se ha decidido a ganar dinero. —¿Cómo anda eso? —preguntó Juan. —Muy bien. Pintarrajea las maquetas, exactamente como lo haría con las pinturas en el edificio; luego se marcha, tranquilo, a mover sus piezas. —Eso rinde mucho —observó Juan. —Como si alguna vez me hubiera quejado de la pobreza —dijo Denise. Siguió un pesado silencio. Los ojos de Denise se fijaban en el vacío con mirada hostil y distraída. Helena recordaba: era horrible ser desdichada, se estaba muy sola en el mundo. —Quiero mostrarles todo —dijo Helena al franquear el portillo de entrada—. El acuario, los loros, los monos, los canguros. ¿De acuerdo? —Por supuesto —dijo Juan—, me gusta mirar los animales. Helena sonrió. Había ido allí a menudo, a dibujar los flamencos, las jirafas, los titíes, los osos hormigueros. A mediodía se subía a lo alto del peñón de los simios para contemplar París mientras comía una tortita de chicharrones. Eran días magníficos. Días rojos. Pero en aquel entonces hasta los momentos de felicidad tenían un gusto inacabado. —Espera, compraré pescado para las focas —dijo Juan. Se aproximó a la vendedora que estaba de pie detrás de un mostrador donde descansaba un canasto bullente; le dijo algunas palabras y la vendedora se echó a reír. Las gentes experimentaban siempre simpatía hacia él. Quizá por su manera fraternal de mirarles, de hablarles. —¿Quiere? —ofreció a Denise. —No, gracias —replicó ella.

Juan asió por la cola un pescadito y se inclinó por encima del borde del estanque: una gran foca bigotuda se irguió, las mandíbulas abiertas, y saltó derecho, ávidamente. Juan apartó el pescado. —Te va a arrancar los dedos —previno Helena. —No hay cuidado. Recomenzó el juego. Parecía tan despreocupado, tan alegre. Antes estaba siempre ceñudo. «Me ama», pensó Helena. Dejó caer el pescado, que la foca recibió en su garganta. —Lindo bicho —dijo él con gesto entendido. —Todos los animales son divertidos —asintió Helena. Le sonrió. La amaba. Ya no había ningún vacío en ella, ninguna incertidumbre. No se preguntaba ya adonde iría o para qué quedarse. Como si hubiera habido para ella un lugar exacto en la tierra donde estuviera incrustada. Precisamente ese lugar a su lado, con la cabeza a la altura de su hombro, en medio de ese gran parque lleno de guijarros donde se mezclaban el olor de las fieras y el perfume nuevo de los pimpollos. «Vamos a casarnos.» —¡Qué buena guía resultaste! —la felicitó Juan. —Ahora conocen el zoológico tan bien como yo—dijo Helena. Estaban sentados bajo una tienda de listones amarillos cerca de una barraca donde los niños bebían gaseosas rosas y verdes. A Helena le gustaba ese escaparate polvoriento: los bastones de malvavisco torcidos, los regaliz, los bollos magdalena, y esos grandes bocados llenos de líquidos de colores maravillosos; exactamente los colores de esos globos que se balanceaban en el cabo de una vara, semejante a un racimo gigante de bombones acidulados. —Sería una linda acuarela —observó. —Sí —dijo Denise. Su mirada pasaba a través de los dulces y de los globos como si fueran invisibles. Helena miró de reojo a Juan: bebía su medio litro con aspecto distraído; pero también él sabía que el momento había llegado. —¿Se acuerdan de lo prometido? —preguntó Denise. Juan la miró interrogante—. Debían darme una opinión sobre mi novela. ¿La leyeron? —Sí —dijo Juan. —¿Y bien...?

Hubo un breve silencio. La sonrisa de Denise se crispó en los labios. —Es atractiva —dijo Juan—, llena de cosas. —Tenía un semblante tan abierto y franco que hasta hubiera engañado a la misma Helena—. Únicamente, por fuerza, se advierte que es la obra de un aficionado. Creo que se aprende a escribir novelas como a fabricar zapatos. Usted todavía carece de oficio. —Exactamente. ¿Qué quiere usted decir?—preguntó Denise. Sus mejillas brillaban; apenas conseguía aplomar su voz. —Explica usted demasiado —dijo Juan—. No muestra nada. Tiene algo que decir y no se preocupa de cómo decirlo. Parecerían páginas de un diario íntimo antes que de una novela. —Sin embargo, muestra a Sabina, a Eloi... —Dice lo que hay que pensar de ellos: no los muestra. Son terriblemente abstractos. Además, no ha tratado de desarrollar una trama. Denise encendió un cigarrillo minuciosamente. —En resumidas cuentas, habría que comenzar de nuevo. —Francamente, sí; casi todo —confirmó Juan. —No creí que fuera tan execrable. —Execrable... no. Es una primera obra —corrigió Juan. —Ya... Fumaba en silencio. Con Denise, no se podía amenguar la verdad; siempre había mirado las cosas a la cara. —¿Valdrá la pena comenzar de nuevo? ¿Creen que llegaré a algo? —Eso, no puedo decírselo yo —dijo Juan. —No le pido una profecía —corrigió Denise—, simplemente su opinión... Juan vaciló. Helena vigilaba sus labios con inquietud: él decía siempre la verdad. —Creo que su temperamento es más adecuado para escribir ensayos —dijo Juan—. Lo que precisaría, sería encontrar una fórmula que le convenga. Denise volvió a bajar, bruscamente, su velillo sobre los ojos: —¡Oh, creo haber comprendido lo que me conviene! Gracias. —Se levantó—: Marcelo nos espera, haríamos bien en partir ya.

—No tome las cosas así —dijo Juan—. Es raro que se triunfe al primer intento. El problema es saber si realmente desea escribir. Denise no respondió; se acercó a un taxi con paso rápido. —Plaza Saint-Germain-des-Prés. Se arrinconó en el fondo del coche, miró obstinadamente a la nuca del chófer. Hasta el rostro se le había descompuesto y no se cuidaba de mantener una fisonomía decente. Ella, siempre tan cortés, tan reservada; debía hallarse en el límite de sus fuerzas. *—Llegamos —anunció Juan. Ella volvió la cabeza y lo miró con una especie de asombro. —Adelante —dijo Juan abriendo la portezuela. Denise descendió, pagó al chofer e hizo girar la puerta giratoria. —Le diste un mazazo —comentó Helena. —¿Por qué me pidió mi opinión? —respondió Juan con un comienzo de cólera—. ¡Siempre la misma historia! La gente... Entraron. Marcelo estaba sentado al fondo del salón. Una sonrisa iluminó su cara. —Los esperaba con impaciencia —dijo—. Tengo un hambre de ogro. —También nosotros —replicó Juan—. Helena nos ha hecho correr sin piedad de los monos a los caimanes y de los caimanes a los buitres. —Lástima que no haya venido —dijo Helena. —¿Ganaste, al menos? ¿Jugaste bien? —preguntó Juan. Marcelo esbozó un gesto misterioso. —Progreso. —Tendió la lista a Helena—: ¿Qué quiere comer? Helena examinó el menú con perplejidad: le apeteció todo. —Bajo a lavarme las manos —dijo Denise. —Pide algo primero —aconsejó Marcelo. Ella se encogió de hombros. —Pídeme cualquier cosa.

—Comeré paté —decidió Helena—. Y después... —vaciló entre el lomo y el palo. —Coma ambas cosas —dijo Marcelo. —¡Oh, no! —exclamó ella, confusa. —¿Y por qué no? Se muere de ganas. —Después de todo, ¿por qué no? —asintió ella. Tomó su bolso y descendió la escalera que conducía a los lavabos. Empujó la puerta: Denise estaba de pie, delante del espejo; había alzado su velo, se miraba. Parecía fijada por la eternidad en una interrogación sin esperanza. —Parezco una loca —-dijo Helena. Denise parpadeó, tendió la mano hacia su barra de «rouge» y se la pasó maquinalmente por los labios. Helena se puso a peinar los cabellos sintiéndose incómoda; era imposible decir nada, el simple hecho de hablar hubiera sido un insulto; pero, a cada momento, el silencio se volvía más sofocante. Bruscamente, Helena se vio presa del pánico: «¡Bah!, ¡ya pasará!» Subió la escalera corriendo. Detrás de ella, Denise la seguía con paso mesurado. —La comida está servida —anunció Marcelo. Un mantel adamascado cubría la mesa, una botella de cuello largo se enfriaba en un balde con hielo. En el plato de Helena relucía una enorme tajada de foie gras rosa, cuajado de trufas. —¡Oh! ¡Foie gras! —exclamó Helena extasiada. —Porque estamos de fiesta —dijo Marcelo—. Juan me anunció el acontecimiento. —Llenó los vasos—: ¿Qué dices tú? —preguntó a Denise—. ¿Piensas que Juan será un buen marido? Denise respondió con una mueca vaga. —Quizá —dijo—. Según afirman, hay matrimonios felices. No había rehecho su maquillaje; únicamente los labios estaban pintados; en su rostro amarillo los ojos brillaban con una dureza mineral. —Bebo por vuestro hogar—dijo Marcelo. —Por tu campeonato de ajedrez —contestó Juan. Chocaron las copas. Helena metía la nariz en el plato; la inmovilidad de Denise la paralizaba.

—¿No comes? —preguntó Marcelo. —Dan náuseas —dijo Denise. Miró por turno a Marcelo, a Juan, a Helena, con gesto extraviado—: Estamos aquí, comemos foie gras... —No hay nada que decir contra este foie gras —dijo Juan con bonhomía. —Pasa tu plato a Helena y verás cómo lo liquida —dijo Marcelo. —Se va a enfermar —dijo Juan. —No es tan débil —dijo Marcelo. Deslizó el pedazo de foie gras en el plato de Helena—: Me encanta verla comer. —Gracias —dijo Helena un poco cortada. La risa de Marcelo contrastaba penosamente con el semblante de Denise. Él parecía hallarse a sus anchas. Helena miró a Juan. Él también observaba a Denise con inquietud. —Este sitio es muy agradable—comentó Juan, para romper el silencio. —¿Verdad? El tipo que decoró esto sabía su oficio—dijo Marcelo—. No desperdició un centímetro. Las paredes estaban cubiertas con mosaicos azules y amarillos: peces, pájaros, palmeras. —Oye, querría ver tus decorados —dijo Juan—. Parece que la cosa marcha. Marcelo se echó a reír. —Por supuesto. Es tan fácil gustarles. —¿Encuentras fácil eso? —Denise pareció despertar de un sueño. —Demasiado fácil para ser interesante —dijo Marcelo. Denise rió con ironía. —El ajedrez es más interesante, ¿verdad? —Apasionadamente interesante—afirmó Marcelo. Se volvió a Juan—: La creación pura. —Se señaló el cráneo con el dedo—: Se saca todo de aquí. El tablero no existe, es un punto de referencia. —Sonrió, malicioso—: Por otra parte, podría jugar con los ojos cerrados. Denise redoblaba en la mesa con los nudillos: —¿Qué dijo Schlosberg, exactamente?

—Dijo que se reconocía inmediatamente la pasta de un pintor. Marcelo contempló sus manazas con satisfacción. Denise rió despreciativamente. —Pero tú no eres un pintor, como yo no soy escritor. —Me alegra que Schlosberg esté satisfecho —dijo Juan en tono conciliatorio. Denise lo miró fijamente. —No le importa nada —dijo en voz alta—. Tiene su sindicalismo. Marcelo su ajedrez. Helena a usted. Pero yo... —dijo casi sollozando— yo no tengo nada. Hubo un silencio. Denise volvió la mirada y rompió un pedazo de pan entre los dedos. —¡Mozo! —dijo Marcelo—. Lo que sigue. «Marcelo tiene su ajedrez. Y yo tengo a Juan», se repitió Helena. Miró a Juan. A él solo. ¿Bastaba? Creyó sentir de nuevo en torno suyo un viejo crepúsculo con olor a miel y a cacao; la antigua angustia estaba allí, pronta a reatraparla. —Primero tu pato —dijo Marcelo. El camarero puso sobre la mesa un plato cubierto con una campana de metal. Él levantó la cubierta y Helena aspiró con fruición el humillo de las arvejas. El pasado se borró de golpe. —Come —dijo Marcelo a Denise—. Tu error consiste en no comer. Ella lo miró, fulminante. Helena cambió con Juan una mirada de inquietud. Con el revés de la mano Denise barrió el plato: el pato y las arvejas se aplastaron sobre el embaldosado, entre los restos de loza. —¡Estoy harta! —exclamó Denise—, ¡harta, harta! —repitió levantándose. Se dirigió a la puerta. —Voy con ella —dijo Helena. —Ve —asintió Juan—, y quédate lo que haga falta. Te esperaré en casa esta noche y mañana por la mañana. Lo miró con el corazón apretado: un solo sábado por semana, una sola noche. Se marchó detrás de Denise; la tomó por el brazo: —La acompaño. ¿De acuerdo?

Denise dio unos pasos sin responderle. —¡Este hombre! —exclamó. Se detuvo, se apoyó contra la pared—: No quiero volver a verlo, nunca, nunca más. Helena sintió que tiraba de su brazo. —No nos quedemos aquí —dijo—. Vayamos a su casa. Denise balbuceó algo ininteligible. —¿Cómo? —dijo Helena—. ¿No quiere volver a su casa? —Jamás —dijo Denise. Estaba pegada a la pared, la mirada fija. Helena la miró con indecisión. Arrastró a Denise a través de la calle. Enfrente había un hotel; el vestíbulo estaba tapizado de rojo y amueblado con grandes sillones de cuero. —¿Tiene un cuarto por esta noche? Para una sola persona. —Emma, muestre la habitación siete a estas señoritas —ordenó la patrona. La camarera descolgó la llave y subió los escalones de una larga escalera cubierta con un alfombra gruesa. Abrió una puerta. —Perfecto —dijo vivamente Helena. Cerró la puerta—: Recuéstese, descanse. —No estoy enferma —respondió Denise. Se sentó al borde de la cama—. Si estuviera enferma podría curarme. No. Tengo algo mal conformado atravesado en la garganta, y esto es incurable. —Miró a Helena con una especie de rencor—. Por el amor de Dios, dígame qué tengo. —Nada, absolutamente nada. Denise rió, sarcástica. —¿No quiere decírmelo? El corazón de Helena latió más a prisa; tenía miedo. —Ya lo averiguaré por mí misma —dijo Denise, en tono de desafío. —Denise, es absurdo —dijo Helena; colocó su mano encima de la de aquélla. Denise retiró la suya, con un sobresalto. —Usted sabe por qué Marcelo me detesta —dijo. Se echó a temblar—. Por la noche, duerme en el suelo porque mi contacto lo molesta; y siempre es gentil. Preferiría que me golpeara. Dígame: ¿por qué me detesta?

—No la detesta —dijo Helena. —No mienta —dijo Denise con violencia. Miró a su alrededor—: ¿Por qué me trajo hasta aquí? —Para que descansara. Los ojos de Denise relampaguearon. —¡Descansar! —frunció la frente preocupada—: ¿Me acompañó como amiga o enemiga? —Bien sabe que soy su amiga —dijo Helena. —¡Mi amiga! No tengo amigos. Me detesto. —Bruscamente se echó sobre el lecho y comenzó a sollozar—: Soy una incapaz... Helena acarició los opulentos cabellos rojos. —No se desconsuele así —dijo—. Nunca se triunfa la primera vez. —Lo sé —dijo Denise—. No me quejo. Lo supe inmediatamente. Pero, y ahora, ¿qué? —exclamó con desesperación—. Dígame, ¿qué? —Sollozaba, sus sollozos crecían; un gran gemido se escapó de sus labios; temblaba de la cabeza a los pies. Helena se sentó a su lado y le tapó la boca con la palma de su mano. —No grite —dijo—, cálmese. Denise calló bruscamente. —Estoy tan cansada... —Gracias —dijo Denise—; perdóneme. —Trate de dormir —dijo Helena—. Le haré compañía. Cerró los ojos. Helena apagó la luz y se sentó junto al lecho. Una luz amarilla se filtraba por la rendijilla de las cortinas de terciopelo. «Y ahora, ¿qué?», se repitió. «¿Qué?» Miró a Denise. Bajo los cabellos en desorden, la cara le ardía de fiebre. ¿Para qué tantas lágrimas y luchas, tantos deseos y pesares? Su corazón se heló. La vida de Denise. Mi vida. Minúsculos islotes en medio de un mar negro, perdidos bajo un cielo vacío y muy pronto cubiertos por aguas uniformes. «Yo tengo a Juan.» Pero él morirá un día, el amor mismo que se profesaban moriría. Quería tan sólo esta noche desierta, que no se deja ni siquiera pensar. «Me ciego», pensó Helena. «Yo también me obstino en cegarme.» Sentía ganas de arrojarse sobre el lecho, como Denise, y gritar. Denise abrió los ojos y se irguió bruscamente.

—¿Qué hace usted aquí? —Pensé que podría necesitarme —dijo Helena. —No necesito de nadie —dijo Denise, hosca; se pasó una mano por la frente—: Soñé —dijo. —¿Quiere que me marche? —preguntó Helena. —Sí —dijo Denise; miró a Helena con desconfianza—: Me miró mientras dormía. —¡Oh, no! —dijo Helena. —Me miró —dijo Denise en voz alta—. No la necesito aquí. —Está bien, me marcho—dijo Helena. Se levantó—: Volveré mañana por la mañana. Denise no respondió. —Hasta mañana—repitió Helena. Salió del cuarto y miró la puerta con indecisión. Luego se volvió y bajó la escalera saltando los escalones. —Taxi. Calle Sauttrov. —Se apelotonó en el asiento. Todavía unos momentos. El Postro brillaba de fiebre bajo los cabellos rojos; la voz decía: «Y ahora, ¿qué?» En algunos instantes la voz enmudecería. Tanto peor si me ciego; tanto peor. No se puede aguantar de otro modo. Se inclinó hacia la ventanilla. La plaza Clichy. La Fourche. Golpeó en el vidrio. —Es aquí. Trepó por la escalera y apretó tres veces el timbre. La puerta se abrió. —¡Eh! ¡No te esperaba tan pronto! —dijo Juan. Se echó en sus brazos v permaneció apretada contra él, en silencio. —¿Qué hiciste con ella?—preguntó Juan. -La dejé acostada, en un hotel. No quería volver a su casa. —Helena se estrechó más fuerte contra Juan—■. Fue horrible. —¡Pobrecita! —Le acarició el cabello—: Marcelo es terrible. Traté de discutir con él; pero afirma que Denise es la locura viviente, y no hay modo de sacarlo de ahí. —Me pregunto si no se está volviendo loca —murmuró Helena—. Parecía extraviada, casi me echó.

—Mal le sentaría la locura—comentó Juan. —¿Por qué? —dijo Helena. Se apartó de él y comenzó a desnudarse. Le apremiaba estar tendida en la cama, en los brazos de Juan, protegida. —Porque, como dice Marcelo, es muy sociable. Esa novela, por ejemplo: no tenía ganas de escribirla. Lo que quería era ser escritora, lo cual es muy distinto. —Sociable... -—dijo Helena—; después de todo es igual a los demás: busca ser alguien, como dice Marcelo. —Quizá —respondió Juan—. En todo caso, busca mal. —¿Quién busca acertadamente? —reflexionó Helena—. ¿Hallas que busco bien? —Al menos, tú eres feliz. —Pero quizá sea un error —dijo ella. Se deslizó entre las sábanas frescas y sonrió. El estaba allí. Ella era feliz, sin remordimientos—: Sabe que Marcelo no la ama —repitió—. Dice que no quiere volver a verlo. —Lo volverá a ver. —No debiera hacerlo —dijo Helena. —Lo ama. —Razón de más. Juan sonrió. —¿Eres tú quien dice eso? —Sí —dijo Helena, ruborizándose—. Yo, cuando tú no me amabas, esperaba conquistarte. —Lo miró—: Pero si cesaras de amarme, ahora, sería diferente. —¿Que harías? —¡Ah!, verás: me iría. La tomó en sus brazos. —No veré nada —dijo. Ella lo besó y después se desprendió de él. —Ven pronto. —Voy —dijo Juan—, vuélvete.

Ella se volvió hacia la pared. Sintió el ruido de sus pasos a través del cuarto, el roce de sus ropas, el agua que corría. Va a venir. Cerró los ojos. Una bruma ardiente corría en sus venas; ardiente, ciega, una nube la separaba de su pasado, del porvenir y de la muerte. —¡Por fin! —exclamó. La abrazó fuertemente, tibio, liso, elástico y duro: un cuerpo. Estaba allí, contenido por entero en ese cuerpo de hombre que ella apretaba entre los brazos. Todo el día se le había escapado: refugiado en su pasado, metido en sus pensamientos, dividido entre su madre y Denise, desparramado sobre el mundo entero, y ahora estaba allí contra su carne, bajo sus manos, bajo su boca, en el fondo del instante inmóvil: tan sólo uno cuerpo ciego iluminado apenas por el crepitar de millones de chispas. No me traiciones. No te vayas lejos con este cuerpo que mi cuerpo llama. No me dejes sola frente a la noche ardiente. Gimió. Estás aquí. Tan seguro, como que estoy aquí. Para mí, no por ti, esta carne que tiembla; tu carne. Estás aquí. Me deseas, me exiges. Y yo también estoy aquí, una llameante plenitud contra la cual el tiempo se quiebra. Este minuto es real para siempre, tan real como la muerte y la eternidad.

CAPÍTULO VII Habrá una aurora. Cuatro campanas. En la red de las calles la aguja de los relojes avanza; gira en la pieza donde Laurent duerme. Y la lesión del pulmón se agranda, y el corazón se agota. Ella respira suavemente, con aire aplicado. ¿Morirá sin percatarse de ello? ¿Si la despertara? Aunque sus ojos estuvieran abiertos hasta el último momento, su muerte se le escaparía. Su muerte; es suya y, por lo tanto, para siempre inseparable de ella; no vivirá su muerte. No habrá una aurora. No habrá una aurora. Silencio. Noche. Decide hablar; decide callar. El incansable susurrar se ha detenido. La angustia ha estallado. El silencio es. No existe otra cosa. Pero ese sueño de muerte existe. Existo yo, que estoy pensando la muerte. Ella es quien muere. Yo vivo. Dentro de dos horas, él dirá: «Todo pronto». Lo oiré. Estaré allí, delante de él, enteramente delante de él, recogido en el desgarramiento de la angustia, y por entero en otra parte; no pudiendo retirarme del mundo, ni perderme en él. Estar muerto. No saber más nada. No conocer el peso de mi cadáver. Pero vivo. Lo sé. Nunca cesaré de saberlo. En el abandono, en la rutina desolada de este año, yo sabía. Había sentido sobre mi cabeza el peso de la maldición original; no valía la pena que me debatiera: no había ninguna posibilidad de desanudarla. Me dejaba llevar con indiferencia a los caprichos del azar: el azar de un deseo, de un pesar, de una rebelión. Marchaba delante de mí, sin ver nada; no iba a parte alguna, caminaba en la noche: un destino imprevisible se complacía en extraviarnos y esperábamos el nuevo amanecer para descubrir la ciénaga donde estábamos pegados, sin remedio. —Deberías aprender a jugar al ajedrez —me aconsejó. Estábamos acodados en el balcón de su estudio. Contemplábamos, delante de nosotros, los techos inundados de sol, y a lo lejos, el Sacré-Coeur, todo blanco, envuelto en vapores azules. Él sonrió: —Creo que es lo único que te queda por hacer. —Me caso —respondí. —Eso jamás salvó a nadie. Hubo un silencio. —¿Cómo anda Denise?

Denise había partido a descansar en el Mediodía. Cuidaba su desdicha como se cuida una enfermedad. —Hace largas caminatas a pie, vuelve a ser la de antes —dijo Marcelo con pesar. —¡Me alegro infinitamente! —Sí. ¡Pobre Denise! No podremos pedirle que permanezca loca toda su vida. —Alzó la cabeza—: Nunca hubiera creído semejante cosa de ella —dijo con admiración. —Cuando regrese, trata de hacerle la vida soportable. No es difícil. Me miró, interesado: —Precisamente, eso me ha sorprendido de modo extraordinario: parece fácil. Yo creía que ella quería cambiarme hasta la médula de los huesos. —Se encogió de hombros—: Pero no, ella cree en las palabras. —Sí —dije—. Es una oportunidad más. —¿No te perturba mentir?—preguntó Marcelo. —Es la única manera de defenderse, puesto que no se puede ser tranquilamente quien se es, sin torturar a otro. —Y te casas en tales condiciones —dijo Marcelo. —Tiene una ventaja —respondí—. Mientras pienso en Helena no pienso en mí. —¿Y piensas mucho en ella? —Querría que fuera feliz. —Eso te puede arrastrar lejos. —¿Y qué importa? Ya no sé qué hacer de mí. —¡Oh!, en cuanto a eso estás en buenas manos. —Marcelo tuvo una sonrisa de simpatía—. Ella sabrá siempre qué hacer por ti. Al menos, la dicha que yo le daba era una certeza tangible. Ella me sonreía y yo le decía «te quiero». El júbilo que iluminaba su cara aportaba nuevas mentiras, pero, ¿qué importaba si estaba resuelto a no desmentirme nunca? La amaba, íbamos a casarnos, le encantaba comprobar que no medía el tiempo que pasaba junto a ella. Me abrazaba extasiada. —Eres bueno —decía.

—No soy bueno, te quiero. —Eres bueno al amarme. No sospechaba que cada minuto perdido sería, en adelante, un minuto salvado para mí; tan sólo deseaba disipar mi vida a los cuatro vientos sin dejar ningún rastro de su paso. —Has cambiado desde el último año—me dijo. —¿Te parece? —Sí. Eres más despreocupado, más libre. Antes dabas la impresión de una persona tironeada de todos los costados; nunca estabas por entero junto a mí. —Quizá —asentí. Habíamos detenido el bote contra el talud; otros botes se deslizaban a ras del agua, cargados de jóvenes con el torso bronceado; de vestidos floreados, flotantes al viento. Las bicicletas pasaban silenciosamente por la costanera. —¡Qué bien se está aquí! —dijo Helena—. Es un día precioso. El aire olía a follaje y a agua, y a veces, también a frituras. Las sombras empezaban a alargarse. Un día precioso. Un montoncito de polvo dorado, casi impalpable, que el viento arrojaría al espacio vacío. Helena había apoyado en sus rodillas un enorme ramo de flores malvas. —Recogiste muy bonitas flores. Se echó a reír: —Cuando estaba de novia con Pablo imaginaba siempre los domingos de verano como un gran ramo de flores malvas sobre el manubrio de una bicicleta; y mi corazón se entristecía. —¿Por la bicicleta? —Pícaro: por culpa de Pablo. La dicha la embellecía. Sus rasgos maduraban, la luz de su cara era más dulce que antes, más contenida. —Era tan triste el amor que me ofrecía —exclamó. Rozó con la punta de los dedos el agua tranquila. —Te amaba de veras.

—Sí, pero para él el amor era una fatalidad natural, como el hambre y la sed. Nuestro amor era uno más entre millones semejantes.—Me miró vacilando—. Sé que hay otras personas que se aman... -También viven y mueren —dije—, lo cual no impide que para cada uno su vida sea única y que muera por su propia cuenta. Tienes razón. Es absurdo querer mirar al mundo desde Sirio; no estamos en Sirio, sino en la Tierra, cada uno dentro de su piel. —No es tan natural querer —prosiguió—. Es hasta gracioso pensar que eres único para mí. Y no es una ilusión, ¿verdad? Eres único. —¿Quién lo decidirá, sino tú? Es precisamente eso lo conmovedor del amor: nosotros fabricamos su verdad. Me miró seriamente. —Pero es necesario que también tú me ames para que yo sea única para ti. ¿Me amas de verdad? —Si no te amara, ¿qué hago aquí? —¿Es cierto que dentro de tres meses nos casamos? —Totalmente cierto. Ella se echó hacia atrás, con el rostro vuelto hacia el cielo. Me amaba. Yo la amaba. No se preguntaba nada más. Sin embargo, ¿cómo habría justificado yo su existencia, yo, que estaba allí sin motivo, injustificado, inútil? Recomencé a remar. Una tarde bellísima, con música, flores, besos, frituras, vino blanco y el rodar del agua fresca sobre los cuerpos curtidos por el sol. Pronto moriría éste en el horizonte y sus cenizas serían leves. El corazón se me apretó. No tan leves. El cielo era liso, la luz transparente y, sin embargo, tenaz, insistente, yo sentía rodar alrededor de mí un olor marchito, como si bajo su película lustrada todos esos instantes hubieran estado podridos en su corazón: era el olor marchito de la resignación. Helena se irguió: —¿Te parecería absurdo si tuviéramos hijos? La miré con sorpresa. —¿Los deseas? —Sí y no. Me pregunto si enriquecen la vida. Sonreí. —¿Y no querías perder una ocasión de enriquecerte?

—No te burles. ¿Qué opinas? —En otra época me parecía insensato arrojar a alguien sobre la tierra. ¿No te aterraría eso? Vaciló. ;—No. Aun cuando un hombre sea infeliz, ¿se puede verdaderamente decir que más le valdría no haber nacido?

—En efecto —asentí—, pero, ¿y si siembra el mal en torno suyo? —¿Y si siembra el bien? —¡Oh!, tienes razón. Hacer nacer un niño, impedirle nacer... Es también absurdo. Es indiferente. —Pero si se desea algo, ya no es indiferente. Entonces deja de ser absurdo hacerlo, ¿verdad? —Quizá mi equivocación sea no saber desear nada antes. Ella rió: —¿Tu equivocación? ¡No creo que tengas tantos errores! Yo remaba, y la barca se deslizaba sin dejar huellas, en calma. No ser más que esta espuma blanca que se alza y se pierde en la superficie igual del agua. Habría que matar esta voz. La voz decía: quema ser esta espuma. Ella dijo: habría que matar esta voz■ La espuma nacía y moría sin voz. Desde lo alto de un trampolín un cuerpo moreno se zambulló en el río; los enamorados andaban por el embarcadero a pasos lentos. Un domingo apacible. Las horas huían entre nuestros dedos. Allá, lejos, se depositaban en el suelo, pegadas en la fundición y en el acero. Cada día, de las fábricas alemanas salían nuevos cañones, nuevos tanques. —Me pregunto si no marchamos por un camino equivocado —le expresé a Gauthier—. Quizá únicamente se puede vencer al fascismo adoptando sus métodos. Plegué el número de Vida Sindical donde se destacaba, en primera página, un nuevo artículo de Gauthier sobre la paz. —Entonces, me pregunto qué sentido tiene ser antifascista —dije. —También yo. Me miró con sus ojos fríos.

—¿Y tú dices eso? Me encogí de hombros. ¿Qué hacer si el respeto por los valores en los cuales creíamos arrastraría la derrota? ¿Había que volverse más esclavos para ser más libres? ¿Matar para conservar puras nuestras manos? ¿Había que perder la libertad por haber rehusado la esclavitud, y mancharnos con mil crímenes por no haber querido matar? No sabía ya nada. —Nos predicas la paz —dije—; pero, ¿qué ocurre? ¿Somos los únicos en desearla? —Bastaría —dijo Gauthier—. No podemos batirnos solos. —¿Dejarías que toda Europa se volviera fascista sin moverte? —Cualquier cosa es mejor que la guerra —dijo Gauthier. —Hay muchas otras cosas tan horribles como la guerra. Para mí, la guerra no era un escándalo sin par. Era una de las formas del conflicto donde había sido arrojado a pesar de mí al ser arrojados sobre la tierra. Porque existimos los unos para los otros y sin embargo cada uno para sí; porque yo era yo y sin embargo, para los demás, era otro. El hijo de Blomart. El rival de Pablo. Un traidor social. Un maldito francés. Un enemigo. El pan que comía había sido siempre el pan de los otros. —¿Así que también tú te vuelves belicista? —¡Claro que no! —dije—. Quédate tranquilo, no escribiré una línea, no pronunciaré una palabra que pueda empujar a la guerra. Hacía buen tiempo; estábamos acodados, en mangas de camisa, en la ventana de mi cuarto; un farol relucía en un rincón de la apacible callejuela, donde los niños jugaban, persiguiéndose. —No soy belicista, ni pacifista. No soy nada. Gauthier era pacifista. Pablo, comunista. Helena estaba enamorada. Laurent era un obrero. Yo no era nada. Observaba mi pieza: sus paredes estaban encaladas, pero poco a poco mi madre había traído almohadones, alfombras, colgado los cuadros de Marcelo. Trabajaba ocho horas por día en el taller, pero tenía amigos burgueses; vivía en Clichy, pero con Helena andaba a menudo por el bulevar Saint-Michel y por los barrios más bonitos. Pablo decía que si yo no era nada, lo debía a no ser un burgués ni obrero; pero, más bien, me inclinaba a pensar que no era burgués ni obrero porque nunca podría ser nada: ni burgués, ni obrero, ni belicista, ni pacifista; ni amante, ni indiferente. —¿En qué piensas? —dijo Helena.

Estábamos sentados en su confitería, en las gradas de la pequeña escalera; había apoyado su cabeza en mi hombro, y callábamos. Allá, del otro lado de la puerta vidriera, había calles ruidosas abiertas al cielo; aquí, el silencio y la sombra. Mi mano acariciaba los cabellos de Helena. Mi novia, mi mujer. Un olor a caldo se mezclaba al perfume de la miel y del chocolate; las almendras garrapiñadas relucían dulcemente en las cajas, semejantes a guijarros en el fondo de un arroyuelo. Dulce caparazón azucarada, llena de recuerdos y de perfumes, tranquila y oscura como un vientre. Mañana volará en pedazos. Los hombres estarán desnudos en medio de peladillas pisadas, de flores holladas, desnudos y sin defensa bajo el cielo de acero. —¿En qué piensas? —repitió ella. —En la guerra. Levantó la cabeza, y su mano se desprendió de la mía. —¿Aún? —dijo. Sonrió contrariada—. ¿Nunca piensas en mí? —Cuando pienso en la guerra, pienso en ti. —Tomé su mano—: Me da un poquito de miedo. —¿Yo? —dijo Helena. —No quieres mirar la situación de frente. Creo que te verás atrapada de improviso el día en que la guerra estalle. —¡Pero no es posible que cometan semejante tontería! ¡No lo creerás seriamente! —Estoy firmemente convencido, te lo he dicho mil veces. —Sí, me lo dijiste. —Me miró con una brusca ansiedad—. Ustedes no lo permitirán, ¿verdad? —¿Qué podríamos hacer? —¿No se negarán a marchar? Solías explicarme que bastaría con cruzarse de brazos; nada podrían hacer sin ustedes. —¡No estoy del todo seguro que debiéramos negarnos! —¿Cómo? —¿Querrías que el fascismo se adueñara de Europa? ¿Querrías que tuviéramos en Francia un «gauleiter» a la órdenes de Hitler? —Hablas como Denise —dijo ella—. No quiero que mueras en la guerra.

—Causa horror pensar que podría ser tan sólo una hormiga en un hormiguero; si el fascismo ganara, es lo que sucedería, no habría más hombres: únicamente hormigas. —Me importa poco. Una hormiga viva vale más que un hombre muerto. —Solamente hay una cosa por la cual se puede aceptar muerte —respondí—: Es para que vivir tenga un sentido. No respondió; miraba el vacío con gesto preocupado. Su rostro se distendió: —Tu padre tiene relaciones—dijo—. Seguramente podrá hacerte exceptuar. —Bromeas. —Sí, te es igual —exclamó con violencia—. Me abandonarás sin pena. A veces me pregunto si realmente me amas, si todo no es una comedia. —¿Crees que aceptaría comer con el señor y la señora Bertrand, si no te quisiera? Se encogió de hombros: —Si me quisieras, no tendrías tanta prisa por ir a hacerte matar. —Te quiero, Helena; pero trata de comprender... Sabía que no quería comprender; y me costaba arrancarme palabras tiernas. «Usted no quiere amarla», decía Denise; ahora estaba dispuesto a quererla, pero en el calor amenazante de ese mes de agosto, era Helena misma la que levantaba una barrera entre nosotros. A menudo me volvía hacia ella con la esperanza de hacerla compartir mis vacilaciones, mis angustias; pero estaba solo: me miraba con sospecha, era casi una enemiga que marchaba a mi lado. Solo en la paz dulzona que estaba por morir. Solo en el suplicio de la espera, luego de haber bebido la vergüenza hasta la hez y deseando la explosión que me arrancaría finalmente de mí mismo. Y de pronto ocurrió. Querer la guerra; no quererla. En adelante, la respuesta no tenía importancia: la guerra estaba. La hora de mi partida había sido fijada; debía únicamente subir al tren que me asignaban, endosarme el uniforme caqui, y obedecer. Mis pensamientos, mis deseos, eran ahora tan sólo pompas de jabón que se desvanecían sin dejar una huella en el mundo, sin pesar sobre mi alma. Descargado de mí mismo. Librado de la responsabilidad angustiosa de ser un hombre. Nada más que un soldado, sometido con indiferencia a la rutina de los días. Anda, no vayas. No me correspondía opinar: alguien disponía por mí. Ese silencio inhumano. Más allá del consentimiento o la rebelión, ese reposo mortal. Era fácil ser un muerto. Sería. Pero ¡cómo llegar a muerto! ¡Cómo matarse estando vivo! La voz dijo: querría estar muerto; y esa voz es vida. Cierro los ojos, pero en vano. El silencio ya no existe; no puedo hacer silencio. Anda, no vayas. Me toca el turno de hablar.

—Juan. Otro ha hablado. Del otro lado de la puerta una voz me llama suavemente: «Juan». Soy yo. ¿Tengo todavía un nombre? El picaporte gira. —Llegó Pablo —dijo Denise. El parpadeó. Había un presente. La luz cruda que caía de la lamparilla lo asombraba. —Pablo—dijo. Se adelantó. Pablo estaba de pie delante del sillón de Magdalena con el casco en la mano. Sus cabellos estaban cortados al ras; su piel se había vuelto apergaminada y se pegaba a los huesos. Le estreché la mano. —¡Pobrecito! Necesita reponerse. Pablo sonrió a Blomart; sus ojos continuaban siendo azules y jóvenes. —Gracias por haberme sacado de allí —dijo. —No lo hice yo —respondió Blomart . Pablo miró la puerta. —¿Cómo está? —La hirieron en un pulmón. Delante del hogar, lleno de cenizas, Magdalena fumaba. Denise se había ido a la cocina, se oía un ruido de vajilla, un ruido cotidiano, viviente. La aguja del despertador parecía inmóvil. —¿Qué dijo el médico? —Que no pasaría la noche. Pablo bajó la cabeza. —¿Puedo verla? —Entra —dijo Blomart—. Duerme. Se sentó. Denise entró en la pieza y le puso delante una taza de café. —Beba. —Gracias, no tengo ganas. —Debe beberlo. Hace veinticuatro horas que no ha probado nada.

Bebió. «Debo beberlo.» ¿Acaso esperaban todavía algo de él? ¿Les debía todavía algo? Veinticuatro horas. ¡Qué cortas son las horas! Ha llegado al alba. Luego de nuevo a la noche. El alba va a comenzar. De pronto, sintió su cuerpo, sus miembros estaban encogidos, su cabeza pesada. Tenía frío. —Dormía—dijo Pablo. Miró a Blomart—: Fue por mi culpa. —Si fue por culpa de alguien, soy yo el culpable. Debería haber ido yo mismo. —No, no debía hacerlo —dijo Denise vivamente—. No tenía el derecho. —¿Tenía derecho a matarla? —murmuró Blomart. —Las dos primeras veces, casi me agarraron —contó Pablo—. No pude partir. Sin embargo, después que recibí vuestro mensaje, estaba listo cada noche. —No es por tu culpa —dijo Blomart. Metió la mano en su bolsillo y extrajo un cigarrillo. Lo encendió. Su mano temblaba. El tabaco tenía un gusto acre y azucarado. —¿Te ocultaste en casa de L'heureux? —Sí. Entré en París sin dificultades, nadie me detuvo. Por otra parte, los papeles están en orden. El tipo me recibió como a un hermano. Me dio un billete para Sauveterre y todas las indicaciones. —No arriesgas ya nada —dijo Blomart—. El paso de la línea es un juego de niños. Pablo sonrió: —Creí que nunca volvería a ver a un camarada. —¡Dos años sin vernos! —dijo Blomart. —¿Tuviste inconvenientes? —Al contrario. Me llamaron para una colaboración eventual, mi pasado no era comprometedor. —¿Ahora? —preguntó Pablo. Miró en torno suyo con curiosidad. —Ahora—dijo Blomart—, me comprometo. —¿Evasiones? —Otra cosa también. Los ojos de Pablo brillaron: —¡Cuánto me alegro!

—¿Te asombra? —preguntó Blomart—. ¿Me tomabas por un traidor, antes? —Antes las palabras no tenían el mismo significado que hoy —dijo Pablo. Palmeó el hombro de Blomart—. No, estaba seguro de que no les tenderías la mano. Solamente, no hubiera creído... —vaciló—: Tenías tal horror a la violencia. —Sigo teniéndolo—aclaró Blomart. Hubo un silencio. —Eso no puede evitarse —dijo Pablo—. ¡Si supieras qué efecto nos causaba en el campo, cada vez que nos enterábamos de un nuevo atentado! Únicamente algo así puede dar confianza: nada de palabras, sino actos. No hay otra forma de resistencia posible. —Lo sé —dijo Blomart. —¿Trabajas de acuerdo con el partido? —Somos una organización independiente, pero marchamos juntos. ¿Qué piensas hacer allá? —Reencontrar a los jefes, ponerme a sus órdenes. —Trata de convencerlos de que se pongan en contacto con nosotros y de formar como aquí un frente único. Más tarde, quizá lucharemos unos contra otros. Pero no ahora. —No —dijo Blomart. Tendió un papel a Pablo—: He aquí direcciones; apréndelas de memoria. Son los camaradas de la otra zona. Están dispuestos a aliarse con ustedes. Pablo tomó el papel: —¿No han tenido demasiados golpes adversos? —No, somos prudentes. Ya ves, esto es una especie de pensión de familia. Los miembros más activos del movimiento están inscritos con nombres falsos. Al mismo tiempo, conservan su verdadero estado civil, por supuesto. Eso confunde las pistas. —Soy yo quien dirige la pensión —dijo Magdalena. —En estos seis meses —informó Denise— descarrilaron cuatro trenes de soldados alemanes, volaron tres «soldatenheim» y se revisaron diez hoteles. —Miró a Blomart—: Dentro de poco, un camarada debe dejar una bomba de tiempo en una sala de la exposición antibolchevique.

—Un lindo resultado —dijo Pablo. Sus ojos se fijaron en la puerta—: ¿Helena trabajaba para ustedes? —Sí —respondió Blomart. —Debió cambiar mucho.

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—Comprendió. —Muy bien —dijo Pablo. Blomart se levantó. Hablamos. Denise. Magdalena. Pablo. Y nuestras palabras, nuestras presencias se bastan. Como si ella no existiera. Mañana. Como si no hubiera existido nunca. Nada más que palabras sobre nuestros labios, una imagen en nuestros corazones. Una leyenda. —Te quedas aquí, ¿verdad? —Se quedará hasta la hora de su tren —dijo Denise. —Parte a las nueve —informó Pablo. —Entonces, nos veremos más tarde —dijo Blomart. Se dirigió a la puerta—: Hasta pronto. Como si ella no existiera. Sin embargo, sobre esa cama, aún hay alguien. Alguien que ya no existe por él mismo, sino que está allí. Se aproximó. Muy bien. Una bella historia. Una bella muerte. Ya relatamos su muerte. Y tú, tú mueres, Helena. Tú, única. Y soy yo quien está aquí. En la pieza iluminada, un hombre dijo palabras; un hombre con un rostro y un nombre decía las cosas de todo el mundo. Pero es de mí de quien se trata. Me trajo hasta aquí. Todas las salidas están bloqueadas. No puedo hacer más nada por ti, ni por mí. No pensó en nosotros, decía palabras, hacía gestos; mató a mi amor. ¿Le permitiré continuar matando?

CAPÍTULO VIII Helena saltó al andén y corrió hacia un empleado: —¿El expreso para Pecquigny? —¡Partió hace una hora! —dijo el hombre. —¿A qué hora hay otro? —Mañana —informó el empleado mientras se alejaba. Las lágrimas acudieron a los ojos de Helena. Juan estaba allá, con las dos bicicletas, miraba sonriendo al expreso que entraba en la estación, luego su sonrisa se borraba. Helena se lanzó tras el empleado: —¿No hay ómnibus? —No sé —miró a la joven—: Lo que puede hacer es tomar el expreso de las diecinueve para Revigny. Desde allí hay quince kilómetros. Seguramente encontrará algún coche. —Gracias —dijo Helena. Quince kilómetros, con aquella pesada maleta colgando de su brazo. Apretó los dientes. «Quiero verlo hoy, no mañana. Hoy mismo.» Mañana, tal vez sea demasiado tarde; quizá cuando llegara, la mujer le dijera: «¡Acaban de partir!» Le seguiría. Seguiría a su regimiento. Por la noche se deslizaría en el cuartel. Tendió su valija al empleado. ¿Y si estuviera metido dentro de un agujero con los obuses estallando a su alrededor? No mañana, hoy, esta misma noche. El cielo era gris encima de las calles grises. Helena se metió por una larga avenida recta. Todos los negocios estaban cerrados, nadie marchaba por las veredas, ningún automóvil sobre la calzada. Se la habría creído una ciudad evacuada. Todas las calles se cruzaban en ángulo recto y las casas parecían cuarteles. Una ciudad del Este, árida como las llanuras polvorientas que el tren acababa de atravesar. Se adivinaban en el horizonte, invisibles pero ya presentes, los alambrados de púas, las casamatas, los cañones. Helena se sobresaltó. Los aullidos de las sirenas destrozaban el aire. Bruscamente, automóviles, peatones, soldados, brotaron de la tierra. Helena contempló con estupefacción aquel brote inesperado. —Disculpe, señora, ¿dónde podría encontrar un restaurante? —Los restaurantes están cerrados a esta hora —respondió la mujer. Señaló vagamente un punto en el espacio—: Fíjese en la Cervecería Moderna.

—¿Hubo un alerta? —preguntó Helena. —Los hay todos los días —respondió la otra encogiéndose de hombros. ' Helena atravesó la plaza. Un muchacho disponía de mesas en la terraza protegida por arbustos plantados en macetas de madera verde. En el interior, la cervecería estaba vacía. Helena se sentó ante una mesa de falso mármol. —¿Podría comer algo? El camarero la miró con aspecto de reprobación: —¿A esta hora? —¿Huevos? ¿Carne fría? —No a esta hora —insistió el hombre. —Bien; probaré en otra parte. Atravesó la plaza; lloviznaba; entró en el Café del Comercio. El salón era inmenso v se hallaba vacío como el del café de enfrente. Las banquetas habían reventado en algunos sitios y mostraban sus intestinos de crin. —¿Podrían servirme algo? —preguntó Helena—. ¿Huevos? ¿Chocolate con pan? -—¿Huevos? —El camarero sonrió—: No encontrará uno en toda la ciudad. . —Sírvame café —suspiró Helena. Se sentó y extrajo los cigarrillos de su bolso. En ese momento, él estaría errando por las calles del pueblo, con el corazón lleno de inquietud. Y ella estaba allí, en esa ciudad de colores plomizos, donde no había sitio reservado para ella. No había medio de comunicarse con él. « No tendrá ninguna señal mía, excepto esta ausencia sin fin.» Tragó de un sorbo el café y arrojó tres francos sobre la mesa. Afuera, llovía a cántaros. Tanto peor: había que marchar, marchar rápido, arrojarse rápidamente de un minuto a otro para que la angustia no nos atrape. «Mañana él firmará esta solicitud. Es necesario que firme.» Por un momento la lluvia amenguó: estará en Charles, engrasará motores de avión, no correrá ningún peligro. Podré verlo. Se repitió: «Firmará.» Acortó el paso. Los soldados ambulaban en grupitos, aguardando el momento en que pudieran reunirse en el café: habían formado cola a la puerta del cinematógrafo. En ese momento, quizá en ese mismo momento, estuviera tendido en el fondo de un pozo con un tiro en la cabeza: Se mordió los labios; sentía sus ojos en las órbitas, duros como piedras, tan duros que le dolían: cuando se miraba así, con los ojos muy fijos, las imágenes se formaban con mucha dificultad.

«Debería encontrar algo para comer.» Pensó. Volvió a recorrer la calle principal. Ni una frutería. Ni un almacén. Empujó la puerta de una confitería; las bandejas estaban vacías, los soldados habían devorado todo. Quedaban únicamente tres míseras tortas sobre una plancha de metal blanco. Helena las comió y bebió un vaso de agua. Se encaminó a la estación. Sólo le quedaba sentarse en un rincón y esperar; no había dormido en toda la noche, y su fatiga era tanta que apenas podía mantenerse en pie. ' Entró en la sala de espera. La gente, entre enormes bultos, se hallaba sentada sobre las sillas, las mesas en el piso. Refugiados llegados del Este. Con las manos sobre las rodillas, los ojos fijos en el vacío, aguardaban. Desde el comienzo de la guerra todo el mundo esperaba, incansablemente, sin saber qué. Helena se sentó en el suelo, contra la puerta, encogida sobre sí misma. El olor y el calor humanos la sofocaban. —No quieren admitirlo —dijo una mujer—; pero entre nosotros hay ya muchos muertos. —Y en nuestra aldea, parece que hay telegramas que el alcalde no se atreve a entregar —contestó otra. Un tren pasó silbando. En los primeros vagones, había hombres: soldados sentados en los estribos, con el casco en la cabeza," y junto a ellos, sus mochilas y sus fusiles. En los últimos vagones había cañones disimulados con los colores del otoño y la garganta abierta al cielo. El tren iba hacia el Este. Allá, lejos, al cabo de los rieles relucientes, la guerra aguardaba cañones y hombres. Allá, todo estaba pronto. Ella se encontraba allí, en el fondo de unos ojos sin esperanza, entre bultos activos, en el silbido de los trenes. Helena cerró los ojos, apoyó la frente contra sus rodillas y su cabeza se llenó de noche. Cuando se halló en el tren de campaña con compartimientos de madera, se sintió aterida y fláccida. La lluvia caía con gruesas gotas sobre el techo del vagón. Pero la esperanza renacía: «Voy a verlo.» Cada vuelta de las ruedas la aproximaba a él. «Hallaré un coche. Dentro de unas horas estaré en sus brazos. Aceptará. No puede rehusar», pensó con pasión. La estación de Revigny estaba enteramente oscura. —¿Dónde está el depósito de equipaje? —Deje su valija allí —dijo el empleado señalando al centinela que guardaba la estación—. Se la vigilarán bien. —Bien —suspiró Helena. Dejó la valija y se dirigió a la salida. —¿Sus papeles? —le preguntó el centinela.

Helena extrajo su pase y su tarjeta de identidad. El salvoconducto estaba en regla, ningún motivo aparecía en él. —Pecquigny. Esto no es Pecquigny. —Voy a buscar un auto para ir hasta allá. —Bien. Pase —dijo el soldado. Helena guardó cuidadosamente el precioso papel. «Con tal de que nada suceda, con tal de que no me detengan», pensó con angustia. La noche aparecía espesa como el betún; continuaba lloviendo. Se metió primero en un charco negro, luego en otro; el agua le llegaba a los tobillos. ¿Adonde ir? El policía apostado en el cruce de las calles le daba miedo, no osaba preguntarle el camino. Atravesó un puente y siguió una calle, al azar. Un garaje. —¿Alquilan automóviles? —No —dijo el hombre. —¿Sabría indicarme dónde? —Quizá en lo de Mallard, en la plaza de la estación. Ella volvió sobre sus pasos. Unos cuantos soldados pasaron tambaleándose; los cafés estaban llenos de soldados, se oían sus risas a través de las puertas herméticas. Golpeó en una portezuela, al lado del garaje. —Por favor, me dijeron que aquí alquilan automóviles... La mujer la miró de mala manera: —Mi marido no está. —¿No sabe si volverá? —No sacará el auto a esta hora. De nuevo las calles negras, el agua que hiela los pies, el agua que atraviesa el abrigo. Una puerta. No. Otra puerta. No. Otra puerta aún. —Vaya al Café de los Sports, al final de la calle de Nancy. Helena entreabrió la puerta del café; el corazón le desfallecía; la sala estaba llena de soldados sentados a las mesas delante de sus vasos de vino rojo; esas risas... esas miradas. Reunió su coraje y se dirigió hacia el mostrador. Los patrones comían, muy satisfechos, un gran plato de porotos.

—Por favor, señor —su voz temblaba, a punto de estallar en sollozos—. Me informaron que usted tiene un automóvil de alquiler. El hombre comía, tenía calor con su tricota seca; una cama tibia lo esperaba. —No ando de noche —dijo encogiéndose de hombros—: No permiten encender los faros. ¿Se da cuenta? Nadie sale de noche. Helena se mordió los labios; estaba vencida. No le quedaba otro recurso que acostarse y olvidarse de todo. —¿Tiene habitaciones aquí? —¿Piezas? ¡Mi estimada señora! No encontrará un jergón de paja en toda la ciudad. La tropa acampa aquí. —Gracias —dijo Helena. Sus piernas flaqueaban. Esa noche, no. Sus lágrimas brotaron. Pasó delante del Hotel del León de Oro. Ni siquiera valía la pena entrar y preguntar. No, siempre no. El menor gesto se había vuelto difícil. Se tenía la impresión de debatirse entre espinos sofocantes. Juan. Nunca lograría reunirse con él. Esa noche no acabaría nunca. Esa noche, esa guerra, esa silenciosa y mortal ausencia. —Finalmente, volví a la estación —relataba Helena—. Un empleado tuvo piedad de mí y me indicó un vagón donde dormir. —Bostezó—: Pero no dormí. Me caigo de sueño. —¡Pobrecita! —se compadeció Juan—. ¡Estaba tan inquieto! Temía que hubieras tratado de venir sin papeles o que te hubieran puesto reparos. —¿Crees que me pondrán reparos? —Un montón de oficiales y suboficiales han hecho venir a sus mujeres —dijo Juan—. Cierran los ojos. En último caso, te harán regresar a París. —Pero no quiero que me hagan volver —exclamó Helena. Miró el piso de baldosas rojas, el gran lecho campesino con su almohadón inflado, el horno de metal fundido—: ¡Va a ser tan lindo vivir aquí, los dos juntos! —Abrió la valija—. Mira: lodo esto es para ti. —Colocó sobre la mesa una botella de aguardiente añejo, cajas de conservas, tabaco, medias de lana—: Son regalos de tu madre. Yo compré los libros. —Señaló cinco cuadernillos forrados en hule negro—: Es mi diario de guerra. Contiene recortes de diarios, resúmenes de conversaciones, artículos; escribí también mis pensamientos íntimos. ¿Te interesa? —Por supuesto —contestó Juan—, ¡qué buena eres!

Ella lo miró. No le quedaba mal ese pulóver caqui que moldeaba su busto; no había cambiado. Sin embargo, durante esos dos meses, en esa cabeza habían nacido pensamientos que ella ignoraba. Se sintió intimidada. —¡Tengo tantas cosas que decirte! —murmuró. —Así lo espero. —Se puso la chaqueta y el capote—: Volveré a las once y media. Comeré contigo. Y luego, a partir de las cinco y media hasta mañana por la mañana, no volveré a dejarte. —Perfecto —dijo Helena. Se echó en sus brazos—: Vuelve pronto. —No tengas miedo. Traeré la comida. No te muestres demasiado por el pueblo; la callejuela delante de la casa, desemboca en seguida en el campo. Hasta luego. Ella corrió a la ventana. Dos gallinas picoteaban en la callejuela; un soldado atravesó la plaza. Golpeó suavemente en los vidrios. Juan se volvió y sonrió. Dejó caer la cortina. Durante ocho, diez días, viviría cerca de él como si fueran casados. Se desperezó. Tenía sueño, tenía hambre; pero ¡qué feliz era! Tomó un libro, se echó encima el impermeable. El cielo era azul; el patio olía a madera mojada. —Buenos días, señora. La vieja sacaba agua con la bomba; ella alzó la cabeza. —¿Halló a su marido? ¿Estuvo satisfecho al verla? —Sí, lo encontré. Dormía —dijo Helena. Se metió por el sendero cenagoso y sonrió de placer. La comarca era más bien fea, de un gris amarillento y chato, con algún montecillo desnudo de vez en cuando; pero a ella le gustaba el pasto, el cielo, el sol, el horizonte libre. Se trepó por un otero y colocó el libro junto a ella. Un bello día de otoño. Una pequeña angustia le mordía el corazón. «Deberé hablarle.» De lejos todo parecía fácil; pero no disponía ya de él a su voluntad. En el diálogo que había imaginado, era él quien le facilitaba respuestas. «No puede rehusar; si me quiere, no puede rehusar.» Volvió la cabeza. Alguien se aproximaba. Dos oficiales que llevaban fustas en las manos. Pasaron frente a ella, luego volvieron sobre sus pasos con negligencia. —¿Se está paseando? —Sí —dijo Helena. —¿Habita en Pecquigny? —No, soy de París. Llegué esta mañana. —¿Tiene sus papeles?

—Aquí están —contestó Helena, exhibiendo su salvoconducto. El oficial acarició con la fusta sus bellas botas de cuero. —Habrá que hacerlo visar por el capitán. —¡Ah! No lo sabía, iré de inmediato—se excusó Helena. —Debería haberse presentado en seguida de su llegada. Venga con nosotros: tenemos auto. La llevaremos. —Sea —dijo Helena. Los siguió. Uno era blanco y alto, y el otro pequeño y con bigotito negro. —Un lindo día —dijo ella. No respondieron nada. El auto entró en el pueblo, pasó la casa de la señora Moulin y penetró en la calle principal. —Por aquí. Los dos tenientes desaparecieron y Helena entró sola en una piecita donde silbaba una salamandra. Su corazón latía; era la última formalidad. Se mostraría tranquila; pero tenía prisa porque todo se arreglara. El capitán alzó la cabeza; estaba sentado detrás de una mesa cubierta de papeles. —¿Llegó a Pecquigny esta mañana? —Sí —dijo Helena. —¿Tiene sus papeles? Ella tendió su salvoconducto y su tarjeta de identidad. El capitán los examinó en silencio. —¿Qué viene a hacer aquí? —Vine a ver a una vieja parienta, la señora Moulin. El capitán la miró. —No, señorita, la señora Moulin no es su parienta. —No exactamente —admitió Helena. —Usted no la conoce —dijo el capitán—. Al llegar esta mañana, nunca la había visto antes. Helena bajó la cabeza. Su vida acababa de detenerse.

—Sabemos todo—continuó el capitán—. Sabemos el nombre del soldado que le retuvo el cuarto. —¡Bien! Sí —dijo Helena, desafiante—: Vine a ver a mi novio. No soy la única en esta situación; usted lo sabe muy bien. —Podemos consentir cerrar los ojos cuando no nos obligan a abrirlos —replicó el capitán. —Pero, ¿quién le obliga? —lo miró implorante—: Le suplico, déjeme al menos unos días... —El asunto no depende ya de mí —dijo el capitán—. Fue denunciada a las autoridades competentes. —¿Denunciada? —¡Ah!, nuestra policía actúa rápido. —El oficial se incorporó—: La conducirán inmediatamente a la estación. Regresará en el primer tren. —Al menos, déjeme volver a ver a mi novio —pidió Helena. Se hundía las uñas en las palmas de las manos para no llorar delante de aquel hombre. El capitán vaciló. —Espere un momento. Se levantó y salió de la pieza. Denunciada. ¿Por quién? ¿Cómo? Quedó sentada en la silla, aniquilada. No lloraría. Tenía tanta hambre, tanto sueño. Otra vez el vaivén del tren, el estómago vacío, la garganta seca, el compartimiento repleto. El tren la conduciría lejos de Juan. «No hay remedio», pensó presa de una náusea desesperada. El teniente alto y pálido abrió la puerta; sonrió, acogedor. —Puede ir a comer a su casa —dijo—. Acabo de convencer al capitán de que no es una espía. -—¿Yo, una espía? —Hizo mal en venir con una enorme valija cargada de papeles —dijo el teniente—. El jefe de la estación de Revigny la abrió, y creyó que se trataba de folletos sediciosos. La hizo denunciar por el chófer que la trajo esta mañana. —¡Yo que creía haberlos encontrado por azar! —murmuró Helena. —Felizmente, me bastó un rápido examen para ver que no era una propagandista peligrosa —dijo el teniente. —¿Se apoderaron de mis papeles?

—Revisaron su casa mientras la buscábamos por el campo. Le devolverán todo.-—El teniente se inclinó delante de Helena—: Vendremos a buscarla dentro de unos minutos. —¿No hay esperanzas de que pueda quedarme? —Por el momento es imposible. Helena partió corriendo hacia la casa. Se echó sobre el lecho y estalló en sollozos. Era como en su infancia: grandes manos extrañas disponían de su dicha, de su vida. ¿Qué podía importarles que permaneciera allí? ¡Hipócritas! Palabras, consignas vacías; y después de ese horrible viaje tendría que dejar a Juan casi sin haberlo visto. Volvió la cabeza. La vieja entró con gesto de desconfianza. —Unos militares preguntaron por usted. —Ya lo sé —dijo Helena. —Dijeron que debería irse de aquí —agregó la vieja. —Me iré inmediatamente. La mujer la miró sin afecto: —Se hace un servicio a la gente, y luego se pasan molestias —refunfuñó. Salió del cuarto. —¡Vieja pulga! —murmuró Helena con rencor. Sus lágrimas redoblaron—. Leyeron todos mis cuadernos. Estoy en sus manos. Se puso de pie. Juan abrió la puerta y sonrió con inocencia. Tenía en la mano un paquete sanguinolento y apretaba contra su corazón una botella de vino blanco. —No encontré tinto. Pero te traje unas hermosas chuletas. —Apenas tenemos tiempo de comer—dijo Helena—. ¿Sabes lo que me ocurrió? —No, ¿qué? —Me agarraron —dijo ella. —¡No puede ser! Helena se echó a reír nerviosamente. —Me sorprendieron en el campo, y me condujeron al capitán. Parece que ayer el jefe de la estación de Revigny abrió mi valija, confundió mis cuadernos con libelos pacifistas y me denunció como espía.

—Es fácil defenderse —dijo Juan. —Sí; pero la policía está avisada. —Helena ahogó un sollozo—. Me obligaron a partir. Pero no partiré —exclamó con desesperación—. Lo simularé solamente, me ocultaré, regresaré de noche... —¡Mi perrita fiel! —Juan la estrechó en sus brazos. —¡No quiero dejarte! —Creo que deberás volver a París —dijo Juan—; pero solicitarás un nuevo salvoconducto y volverás a instalarte, a cuatro o cinco kilómetros de aquí. —¡No quiero! —repitió Helena—. Entretanto, habrás partido para el frente y no te volveré a ver. —No es seguro de que partamos tan pronto—la tranquilizó Juan—. Además, por allá las cosas andan tranquilas, por el momento; regresaré. —¡No! ¡Ni siquiera puedo imaginarlo! Me volveré loca...—Lo miró con angustia. Había que hablar. Los instantes estaban contados—: No te das cuenta... cada minuto me parece oírte aullando a la muerte sobre los alambrados. —Su voz se quebró. —Lo sé —dijo Juan—. Es más penoso estar en tu lugar que en el mío. Ella volvió los ojos. —¿Qué dirías si te propusieran volver a la retaguardia? —¿De qué modo? —Deberías presentar una solicitud para que te destinen a la aviación —explicó Helena—, La señora Grandjouan conoce íntimamente a un general que ha prometido expedirte de inmediato a un campo cerca de Charles. —¿Tú pediste eso? La sangre coloreó las mejillas de Helena. —Sí. Juan se sentó y llenó en silencio dos vasos de vino. —Los aviadores corren más peligro que la infantería, en esta guerra. —Pero no volarás —explicó Helena—, Los soldados no vuelan. Te pondrán en una oficina o en un lugar tranquilo a engrasar aviones. Podré instalarme cerca de ti, nos veremos todos los días... Juan contempló el fondo de su vaso, sin responder.

—¿Qué te preocupa? —preguntó Helena.

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—No me gustaría salir trasquilado —dijo Juan. —¿No irás a rehusar? —murmuró. Lo miró con terror. Juan vaciló. —Escucha, no puedo responderte así, de pronto, tengo que reflexionar. —Reflexionar, ¿qué? Te ofrecen una existencia humana, ¡estaremos de nuevo juntos! ¿Vacilas por temor a una etiqueta? —¡Bien sabes que no se trata solamente de etiqueta! Helena se mordió los labios. —La guerra se ganará lo mismo sin ti. —Sin duda —dijo Juan—. ¡Pero para mí no será lo mismo! —Sí —replicó Helena con furor—-. Y te importa un bledo que yo tiemble de congoja de la mañana a la noche... —Chiquita —dijo Juan—, trata de comprender... Ella sacudió la cabeza. —No, no comprendo —la voz se le estrangulaba—. Cuando hayas muerto, habrás progresado mucho. —Si yo fuera solamente una piel a la que hay que salvar, tampoco habría avanzado mucho —le reprochó Juan dulcemente. Helena se hundió los dedos en los cabellos. —¡No son los cuatro tiros de fusil que dispararás los que cambiarán nada! —¡Escucha, Helena! ¿Puedes imaginarte verme plantado en un rinconcito tranquilo mientras los cantaradas se hacen matar? —Me río de los otros —murmuró Helena con desesperación—. No debo nada a nadie. —Estalló en sollozos—. Me mataré si mueres, y no quiero morir. —¿No puedes ensayar, aunque sea una vez, pensar en otra cosa que no seas tú? —dijo Juan. Su voz era dura. —¿Y tú? ¿Acaso no piensas en ti? —replicó ella con violencia—. ¿Acaso te inquietas por mí? —No se trata de nosotros.

—Sí —insistió Helena. Sus manos se crisparon sobre el mantel—: Siempre se lucha por uno mismo. —¡Helena! No debería tratarse de luchar, entre nosotros. —Yo haría cualquier cosa por ti —dijo ella con rencor—: robaría, asesinaría, traicionaría... —¡Pero eres incapaz de aceptar el riesgo de la muerte! —No —dijo Helena—. No. No obtendrás eso de mí. Ya ves cómo estamos en lucha. —Si hubiera algo de amistad entre nosotros... —Amistad...—se mofó Helena—. Es amor lo que tengo por ti. —No comprendo esta manera de amar—dijo Juan. La juzgaba; juzgaba ese tornado ardiente que secaba la sangre en sus venas. —No puede ser otra cosa—dijo Helena—: Tú, tú, no me amas. —Una evidencia reveladora la desgarró de pronto—: Nunca te importé de verdad. —Te quiero —dijo Juan—; pero hay algo más que el amor... El estaba allí, obstinado, atrincherado en ideas duras como el acero; cada pliegue de su frente, cada reflejo de sus ojos gritaban que no necesitaba de nadie. —Está bien —dijo ella—. Me las arreglaré para que vuelvas sin que te pidan opinión. —¡Helena! ¡Te lo prohibo! —¡Ah! ¡Me lo prohibes! ¿Y qué quieres que haga? Cada uno para sí. —Rió—: Un buen día te encontrarás afectado especialmente al servicio de París. —Te lo ruego —dijo Juan—. Apenas tenemos unos minutos: no nos separemos así. —Tanto peor —dijo Helena—. No tiene importancia, puesto que de aquí a un mes estarás de nuevo en Clichy. —Si haces eso... —amenazó Juan. —¿Romperás conmigo? ¡Rompe en seguida puesto que te es tan fácil! —Entiende: matarás todos mis sentimientos por ti. No puedo amar sin estima. —¡Pues bien!, no me querrás. ¡No será muy diferente!

—¡Helena! Ella se sobresaltó. Pesados pasos resonaban sobre las baldosas de la cocina. Golpearon. —Entre —dijo ella. Entraron los dos tenientes. Juan se levantó y prendió su cinturón. —No tenga miedo —dijo uno de ellos. Juan sonrió: —¿De qué podría tenerlo? —El teniente Masqueray desea verlo. —-Voy —dijo Juan. Recogió su mochila, y miró a Helena con indecisión. Ella no se movió. —Adiós —dijo ella, sin tenderle la mano. —Tranquilícese, no le crearán dificultades, es un buen soldado —dijo el teniente más chico. Helena se levantó. —Supongo que deberé preparar la maleta. —Por favor. El automóvil la espera. —El teniente más alto sonrió—: Me presento: teniente Mulet. —Teniente Boulart —dijo el otro. El teniente Mulet tiró sobre la mesa unos cuadernos negros: —He aquí el cuerpo del delito. Ella tomó un cuaderno. Los habían leído, con sus ojos de hombres. Su cabeza giraba. El cuarto se había vaciado, de un golpe; el paquete con la carne descansaba junto a la botella casi llena. Se habría dicho que eran recuerdos de otra vida. —Estoy pronta —dijo. Salieron y subieron al automóvil. El teniente Mulet se sentó a su lado. —¿Así que me echan? —Créame que lo lamentamos —Mulet sonreía con dulzura marcial. En medio de su cara de tiza, dos agujeros se abrían sobre abismos insondables.

—Trate de obtener otro salvoconducto y de regresar sin hacerse notar—dijo Boulart. —Y nosotros, trataremos de no encontrarla—agregó Mulet. —Gracias. —¡Oh!, comprendemos estas cosas —dijo Mulet—. Somos casados. Helena sonreía cobardemente. Sus sucios pensamientos de hombres. Y yo sonrío. Estoy a su merced. Tendría que no importarme. Querría que no me importara. —¿Podrían dejarme, ahora? —dijo al descender del auto. Miró a Mulet con gesto suplicante. —Debemos verificar visualmente su partida —dijo Mulet con una sonrisa encantadora. Ella volvió la cabeza. Acabó. Ya no hay esperanzas. Nuevas gestiones; llevarán más de un mes, y no darán resultado por segunda vez. Acabó. Miraba fijamente el extremo de los rieles en el horizonte vacío. Le apremiaba la llegada del tren, para quedarse sola, para llorar, para odiarlos. Para odiarlos. —Buen viaje —dijo Mulet. Ella trepó a la plataforma sin responder y entró en el primer compartimiento. Ellos se quedaron en el andén, espiándola. Puso su valija en una red y se sentó en un rincón, cerca del corredor. Era un bello compartimiento, con asientos de cuero verde. Hacía calor. Tres soldados bebían un líquido blanco. Poseían un permiso; reían. —¿Un poco de aguardiente de Alsacia? —ofrecióle uno de ellos—. Es bueno. —Con mucho gusto, gracias —respondió ella. El soldado enjugó prolijamente el borde del cuartillo con un extremo de su pañuelo y lo llenó con aguardiente. —¿Qué opina? —Excelente —dijo Helena. Vació el cuartillo. Hubo en su cabeza un brusco burbujear: todo ardía, incendiaba, en un instante su corazón se había convertido en ceniza. —Así se bebe —dijo el soldado con admiración. «Ya verá, me da lo mismo; ya verá», se dijo ella. Se quitó el abrigo, hizo un lío y colocando encima la cabeza se extendió a lo largo del asiento. Los soldados reían, el tren la mecía al correr y todo había concluido, por el momento.

CAPÍTULO IX Me condujo hasta aquí. Sin embargo, parecía bien inofensivo con su uniforme caqui y su gorra en la cabeza. Parecía que se hubiese lanzado de nuevo la maldición original, la maldición de existir, ¿existía él? En las granjas de Pecquigny y de Caumont, en los vagones y los camiones, en los caminos, en el fondo del agujero helado donde montaba guardia, había tan sólo un soldado anónimo, un soldado sin inquietud y sin remordimiento. Era muy simple. No tenía que elegir querer: él quería. Formaba una unidad consigo mismo. Ninguna pregunta cabía. El fin se erguía delante de él con una tranquila evidencia: la victoria contra el fascismo. Una necesidad clemente mandaba cada uno de sus actos. Y de pronto, he aquí que en la cólera y la vergüenza, estaba de nuevo frente a sí mismo. Salía del gran edificio de vidrios azules, y detrás de él, el teniente sonreía con desprecio. Atravesaba la plazuela y la mirada de todos los soldados que encontraba le quemaba las mejillas. Ella lo hizo, osó hacerlo. No lo saben todavía pero van a saberlo, habrá que decírselo. Habrá que decírselo a Boucher, a Dubois, a Riviére. Lo sabrán. Y sabrán que todo ha sido una farsa: el uniforme, la gamella del rancho, nuestras risas de borrachos, y en la paja de las granjas ese único calor animal donde se desentumecían nuestros dedos transidos. ¡Con qué alegría había endosado el capote color tierra, y se había hecho afeitar los cabellos demasiado abundantes, demasiado prietos, que heredara de su madre! Todo era una impostura, nunca fui uno de ellos; jamás seré como los otros, un hombre desnudo y solo, sin protección, sin privilegios... «Afectado especial, como corrector en la Imprenta Nacional.» Siempre había detestado su rostro, pero el actual era el más odioso: el de un emboscado. —¡Les juro que no me quedaré mucho por allá! —Si vuelves serás un idiota —dijo Riviere. Había seis botellas vacías sobre la mesa y cada plato parecía un pequeño osario; el gusto del vino no había cambiado, ni el olor del guisado, ni sus risas. Pero todo era diferente. «No pedí nada», afirmaba yo, y ellos me golpeaban alentadoramente en el hombro: «Vamos, haríamos lo mismo en tu lugar.» Pero no estaban en mi lugar, y lo sabían muy bien; era yo quien estaba. Cada uno, ahora, tenía un lugar, su lugar; yo estaba solo. Era yo quien subía al tren, quien huía de la guerra, quien salía de la estación del Este con falso aspecto de soldado con permiso, era yo a quien las mujeres sonreían. Las mujeres de París, con los cabellos muy rubios o muy negros, de labios rojos, sonreían al impostor. Falso obrero, falso soldado. Irán al frente sin mí, yo dormiré en mi cuarto, comeré en los restaurantes con mantel de papel en medio de ancianos y de mujeres; estaré enteramente solo. Andaré pegado a las paredes por temor de encontrarme con Laurent, o con Gauthier, o con Perrier; los camaradas lo sabrán, dirán: «Blomart se hizo

destinar a París», y aunque grite: «No es cierto, no soy yo», me mirarán fríamente: «En todo caso, aquí estás.» Y soy yo, claro que soy yo. Mi garganta estaba ahogada por la cólera; hubiera querido apretarle el cuello entre mis manos hasta que no quedara nada entre los dedos. —Hola: querría hablar con Helena. —Hola: Helena habla. —Soy yo, Juan. Hubo al otro extremo del hilo una exclamación ahogada. —¡Estás en París! —¿Lo dudas acaso? —¿Estás furioso conmigo? —Tengo varias cosas que decirte. ¿Cuándo puedo verte? —Prefiero ir yo —dijo ella—. ¿En seguida? —Si quieres. Pongamos una hora. —¡Juan! —¿Qué? —Escucha, Juan. —Ya me dirás lo que tengas que decir dentro de un rato. Colgué. Ya verá. Comenzaba a respirar mejor. Eché a andar por la avenida Clichy. Volvía a casa, como otras veces. Los mismos cafés, las mismas tiendas. Sin embargo, algo había cambiado a partir de setiembre. Antes, mi vida parecía encerrada por entero entre estas casas altísimas; siempre habían estado allí; continuarían estando allí; yo estaba de paso, solamente, desaparecería y se perdería mi memoria, y ellas continuarían iguales a sí mismas. Las miraba: ya eran diferentes. Ya no eran un bloque impasible, sino un conjunto de piedras cuyo equilibrio provisorio podía ser destruido en un instante. Antes cada fachada tenía un rostro particular, ahora eran apenas revestimientos de material destructible, sostenidos por armazones de hierro. Armazones de hierro retorcido, paredes desplomadas, escombros, piedras calcinadas: quizás esto fueran mañana; y yo podría estar todavía vivo, continuar siendo el mismo entre las ruinas. Mi porvenir no se confundía más con el de esas calles. Me pertenecía a mí sólo. La nada me contenía. No estaba en ninguna parte; estaba fuera de la espera. De pronto, cualquier cosa era posible.

«Romperé con Helena.» Había pensado en pegarle, en estrangularla, pero estaba tan lejos de ella que ni siquiera había meditado romper. Ahora iba a verla, a hablarle: ¿qué le diría? Miraba hacia la recta y larga avenida. Tan solo, tan libre, sin pasado. Las mentiras de antes no me ataban más. Si le mentía ahora, sería una nueva mentira. Mi cólera había desaparecido con una especie de asombro; pensaba: hay que romper para bien de todos. ¿Podía continuar mintiendo ahora que sabía que cada uno de mis gestos desmentía mis juramentos? Mañana tendría que afrontar la muerte, el exilio o la revolución; los afrontaría solo y libre, tomaría mis decisiones sin tener en cuenta a Helena. Cada vez, ella me odiaría, procuraría oponérseme: seríamos dos enemigos. No, esto no era posible, no podía durar. Y, sin embargo, ¿podía abandonarla? ¡Ah!, era fácil ser soldado; era mucho más difícil volver a ser un hombre. De nuevo todo parecía imposible. No obstante ello, iba a hablar. Algo iba a existir que no existía antes. Subí lentamente las escaleras. De ordinario me sentía criminal después del crimen; esta vez era culpable de antemano. ¿La mentira o la desdicha? Debía escoger mi falta por mí mismo. «Hubiera sido necesario no haberla encontrado, no haber nacido.» Pero había nacido. Me tendió la mano apartando los ojos. —Buen día. —Buen día, siéntate. Permanecía delante de mí con aspecto tímido y desdichado y me sentí traspasado de tristeza. —¡Helena! ¿Por qué hiciste eso? —No quiero que te maten. —Me miró desafiante—-. Puedes romper conmigo, puedes pegarme, puedes hacer lo que quieras: prefiero eso a que un obús te arranque la cabeza. —No te figures que permaneceré aquí mucho tiempo; esta vez cuento con servirme de las relaciones de mi padre. —Siempre habré ganado este tiempo —respondió ella. Me sentí contento al reencontrar en sus ojos una luz arrogante. —¿Comprendes que has hecho imposible toda relación entre nosotros? La sangre se le agolpó en las mejillas. —Eres tú quien decide —dijo. —No tengo nada que decidir. Arruinaste todo.

—¡Oh! Estás demasiado contento de desembarazarte de mí, recurres al primer pretexto. —No es un pretexto. Me trataste como a un enemigo. Sus lágrimas brotaron: —Sí, te traté como a un enemigo —dijo—. Te odio, nunca me amaste: ¡Pues bien!, no te preocupes, me voy a ir, ¡me da lo mismo! Sollozaba con grandes hipos. De súbito, su nariz y sus mejillas se habían vuelto rojas e hinchadas. Sentía en mi boca un gusto de agua sucia y tenía necesidad de decirle: está bien, no pensemos más. Pero pronto la lucha recomenzaría entre ambos, igualmente áspera. Me miró a través de sus lágrimas: —¿Es cierto? ¿Quieres que me vaya? —Me importas más que lo que nadie me importó nunca —dije—. Pero hay un equívoco muy grande entre nosotros. Nunca intentaste compartir mi vida, me amaste exclusivamente para ti. —Quería ser tu vida —dijo ella con desesperación. Es imposible. No puedo amarte como lo deseas. Su rostro cambió: —¡No me amas! —dijo. Me miro en silencio con los ojos dilatados; se pasó la lengua por los labios—. ¿Por qué, entonces, me dijiste que me querías? —Sentí ternura por ti, quería amarte —vacilé—: Debí haber comprendido que éramos diferentes; no es tu falta, pero nada tenemos en común. —No me amas —dijo ella lentamente—. Es gracioso. Yo que te quería tanto. Quedó mirando en el vacío, con el gesto de descifrar con aplicación un texto complejo. Mi corazón se apretó. ¿De verdad no la amaba? Me parecía tan próxima, que hubiera querido consolarla. —Es gracioso —repitió ella—, aunque evidentemente, ¿por qué tendrías que amarme, después de todo? —¡Helena! Ella estaba ya sola, muy lejos de mí. Y yo la sentía contra mí, íntima y cálida. —¿Qué?

Bajé la cabeza. No podía decirle nada. Ese desasosiego estéril que me ahogaba el corazón era como una marejada. —Perdóname. —¡Oh, no te guardo rencor! —dijo ella—. Es mejor así. Ya no tendré que mentirme: me voy. —¡Vas a partir, de esta manera! —¿Y por qué no? —Su mirada erró por el cuarto y se posó sobre mi rostro—, no soy yo quien debe llorar. —Como quieras —dije. Si no me defendía, las lágrimas iban a brotarme de los ojos; no me correspondía llorar. —Mejor será que nunca te vuelva a ver —dijo ella. Esbozó una sonrisa—: Adiós. Parecía imposible. La miraba sin comprender, como si me hubieran mostrado en una palangana, con sus cicatrices y la forma particular de las uñas, mi propia mano. —Adiós —repitió ella. Se dirigió hacia la puerta. Un impulso desgarrador me arrojó hacia ella: la amaba. Pero ya la puerta sonaba, ella descendía la escalera. La amaba por su sinceridad y coraje, la amaba porque partía: no podía llamarla. ¡Helena! Crispé los dedos en los brazos del sillón, reteniendo el grito sin mañana. Estaba hecho. Esas lágrimas, ese sufrimiento, no existían antes. Y ahora estaban allí. Por mi culpa. Lo hice. ¿Por qué esto, justamente esto? Llorabas y era inútil que lloraras, ya que al día siguiente iba a amarte. Quizá mueras por nada. Para nada los carteles amarillos y las puertas que se abren y se cierran, y el crepitar de las balas en el amanecer. Para nada. Él me trajo aquí para nada. Seremos vencidos. ¿Y cómo podrán ser vencedores sin nosotros? Todos estos crímenes, para nada. No pensó en eso. Me dijo: hay que hacer algo. ¿Qué hizo? Sólo tu muerte es segura, y esta noche. «No volveré a verla. Acabó», pensaba él en el tren que lo llevaba lejos de París. Lentamente, como una llaga, el pasado se cerraba. Ahora la decisión quedaba a sus espaldas semejante a tantas cosas que no había escogido, y que existían. Haber decidido. No era más criminal que haber vivido. La ruptura con Helena no pesaba más sobre su corazón que la comida en «Port- Salut». Haber decidido matarla; haberla matado; estar muerto. Por otra parte, no miraba más detrás de él. Miraba el porvenir, allá abajo, al final de los rieles. Un solo fin, un solo camino. Volvía a ser soldado. ¡Lindas vacaciones! Estaba solo, como en las praderas de su infancia donde las manzanas crujían sin remordimientos, bajo sus dientes, y todo le estaba permitido: podía sin peligro revolcarse en el vicio, ahorcarse, quebrarse; sus gestos no amenazaban a nadie, ya no había nadie enfrente de él. Los hombres eran apenas un instrumento u obstáculo, o un

decorado, y todas las voces habían callado, las voces susurrantes, las voces amenazadoras, las voces de la inquietud y el remordimiento. No se oía más que el rugir de los cañones, los aviones, el silbido de las balas. Tranquilamente, como se arroja una manzana, tiraba su granada, descargaba su fusil. Los cañones tiraban sobre los autos y los camiones blindados; su trabajo consistía en tirar sobre los hombres. Era tan sólo una tuerca en la máquina de hierro y fuego que impedía el camino a otra máquina. «Soy yo», pensó un día con estupor. «Soy yo quien los mata.» Hasta esto estaba permitido. Porque sabía lo que quería. Era apenas un soldado y reía porque ya no podía hacer nada mal. Cuando sintió aquel dolor en su flanco derecho supo que ya no podía hacer nada más. Estaba perdido por entero, salvado de pronto; y sintió subirle la paz como una fiebre. Perdido en el olor .del cloroformo, en la blancura de las sábanas y el silencio de la gran sala clara: nada más que un dolor anónimo. El tiempo no transcurría. Sólo un instante, siempre el mismo: ese dolor puro. Flotaba sólo con su cuerpo, no pesaba sobre la tierra: un dolor sin peso. Habría bastado soplar encima para extinguirlo y para nadie habría habido una diferencia; no aclaraba, no calentaba: un fuego en rescoldo. Poco a poco el mundo volvió a integrarse a su alrededor y de nuevo se halló en el mundo; la herida cicatrizaba. «¿Qué sucede?» Andaba descalzo sobre el linóleo, miraba por la ventana la llanura roja, los campos de espliego azul. El ejército francés retrocedía hacia el Sena; decíase que los alemanes estaban en Rouen. Pero él quería dormir un poco más. ¡Qué despertar! Se había deslizado en el despacho y había encendido la radio. Y una voz había hablado, en francés, con un acento ronco: «Hemos entrado en Orleáns. Un capitán con algunos hombres han entrado en Verdún y Verdún cayó. Los ejércitos franceses cortados en cinco secciones huyen en desbande; los refugiados bloquean los caminos por millares; toda Francia está en descomposición.» Esa voz arrogante, triunfante, que proclama su victoria. Nuestra derrota. Mi derrota. Había inclinado la cabeza, se había quedado largo tiempo inmóvil, con la boca llena de amargura insoportable, el gusto exacto de su vida. Porque no osamos querer. Oyó la voz de Pablo. Volvía a ver los ojos de Blumenfeld. ¡Qué dulces eran las tardes de primavera! ¡Cómo restallaban las banderas, rojas y tricolores, bajo el sol del 14 de julio! «No empujaré a mi país a la guerra.» Y fue la guerra, la guerra perdida. No osamos matar, no quisimos morir, y este gusano nos roe vivos. Las mujeres y los recién nacidos revientan en las trincheras; sobre este suelo que ya no es nuestro ha caído una inmensa red de acero encerrando a millones de hombres de Francia. Por mi culpa. Cada uno es responsable de todo. Una noche, bajo el piano, arañaba la alfombra, y esa cosa amarga estaba en su garganta; pero era apenas un niño, había llorado y dormido. Una noche, por las calles había corrido como un loco, los ojos dirigidos hacia un rostro ensangrentado; pero era joven, tenía la vida por delante para tratar de olvidar su crimen. Ahora su vida estaba detrás de él, su vida perdida. Era demasiado tarde, todo había acabado. Porque quise mantenerme puro cuando ella, la podredumbre original, estaba mezclada a mí, instalada

en mi carne, en mi aliento. Estamos derrotados, los hombres han sido vencidos. En su lugar proliferará sobre la tierra una raza animal nueva. La palpitación ciega de la vida no se distinguirá más de la podredumbre de la muerte; la vida se hincha, pulula y se deshace en un ritmo igual, sangre, músculos, esperma y revolverse de gusanos. Sin testigos. No habrá más sombras. La calzada huía, brillante y vacía, hacia las fronteras de París; parecía desmesuradamente amplia. Solamente algunas bicicletas hendían el silencio. Los raros transeúntes tenían todos un aspecto solitario: en el destierro, en la desdicha y en el miedo, habían gustado de su soledad y permanecían temerosamente contraídos en sus pieles, perdidos en el seno del cataclismo como en un desierto. Él también estaba solo. Ambulaba desde la madrugada por París con su orden de desmovilización en el bolsillo, la imprenta estaba cerrada, su madre lejos de la ciudad. Nada sabía de Helena. Solo. Pero estaba allí. Todo un hombre. Andaba bajo el sol tibio. Las tiendas dormían con sueño de hierro, a través de las cortinas estrelladas de las carnicerías se veían los mármoles desnudos. Delante de un almacén cerrado aguardaba una larga cola. «Vendrá la vuelta de Francia.» Viena. Praga París. En las vidrieras de un sombrerero, un papel amarillo indicaba: «Casa judía». Andaba. «-Estoy aquí, pero, ¿qué puedo hacer?» Solo como todos los otros. Ellos, sin embargo, avanzaban en largas filas por las avenidas desiertas, rodeados como de una nube por el olor de sus botas; los camiones los transportaban en masas compactas hasta lo alto de Montmartre, daban vuelta cadenciosamente a la plaza de Tertre, y cuando un silbato rompía sus filas, se coagulaban por docenas para ir a fotografiar el Sacré-Coeur. El ruido de sus pasos, el golpear de sus tacos, sus cantos, sus uniformes entretejían una inmensa red de verdegris, tan espesa, tan entrelazada, que era imposible distinguir alguna figura individual. Compró un diario y lo arrugó encolerizado. Nuestros señores. Y doblamos la cabeza, sin hablar, sin movernos. En Polonia las mujeres disparaban por las ventanas, envenenaban las aguas. —Únicamente una colaboración leal puede evitar nuevos desastres —dijo Gauthier—. ¿Por qué rehusar? Nunca tuvimos antes ocasión de dar a Vida Sindical tal amplitud. Y no te verás obligado a escribir sino lo que pienses. —Quiero escribir todo lo que pienso, o nada. —Pero podrás escribir todo —dijo Gauthier—. Al fin y al cabo, ¿no deseamos siempre una organización más equitativa de Europa? Me había citado en la terraza de un café, un gran café burgués donde parecía hallarse a sus anchas. Este debía ser el tipo de lugar que ahora frecuentaba. Todo alrededor de nosotros era un pulular de uniformes verdes donde el cuero amarillo de los estuches de largavista, ponía la nota turística. Una mujer pasaba entre las mesas, llevando colgada a su cuello una canastilla llena de fotografías, de diarios ilustrados y de «recuerdos de París». Como en la época de los norteamericanos. Ellos hacían llover sobre

el canastillo, con despreocupación, bellos billetes de papel nuevo y dibujos desconocidos. Casi todos habían ordenado champaña. Junto a los pulidos baldes con hielo habían depositado paquetitos cuidadosamente preparados: chocolate, perfumes, lencería de seda. Acababan de desvalijar, tiernamente, las últimas tiendas de lujo de París. Miraba a Gauthier con cólera: —¿Muchos camaradas piensan como tú? —Algunos. —Sus ojos me rehuían—. Ninguno de nosotros deseaba esta guerra. —Tampoco esta paz —dije yo. —Es la paz—respondió él. Viena: la paz. Praga: la paz. Parts, ¿seguiremos diciendo: la paz? Observé a una joven alemana en una mesa vecina que confiaba un paquete de té al camarero con mil recomendaciones; colocó sobre la mesa un frasco de mermelada, manteca y azúcar. Nosotros bebíamos achicoria con sacarina. Estaban entre nosotros como un pueblo civilizado en medio de una multitud de indígenas: dos mundos se deslizaban, uno sobre el otro, sin compenetrarse. Vivían en el peldaño del automóvil, del avión, nosotros ya solamente teníamos nuestros pies o, a lo más, algunas bicicletas. Las distancias no eran las mismas para nosotros que para ellos, ni el precio de un vaso de vino. —¿Aceptarás verdaderamente venderles el diario? —pregunté. Gauthier sonrió forzadamente: —¿Por qué no trabajar bajo su control? El control de Daladier no te molestaba. —Se encogió de hombros—. Te juzgaba más lúcido. —Soy lúcido. Tú también. Sabes lo que haces. —Me levanté—. Si luego de esto puedes todavía mirarte a un espejo, mejor para ti. La cólera me hacía temblar. La cólera contra Gauthier; contra mí. ¿Pablo tenía razón? ¿Habíamos sido traidores? Trataba con angustia de conjurar el pasado; no, no éramos cobardes; no, no habíamos traicionado. Pruébalo, pruébalo, a ti te corresponde probarlo. ¿Pero no estaba yo en vías de traicionar? ¿Entre Gauthier y yo, qué diferencia había? Trepa delante de ellos, es más franco que yo. Pero yo también soy cómplice. Andaba por París, y cada uno de mis pasos sellaba tal complicidad: como el pan que me dan, el pan que rehúsan a Lina Blumenfeld, a Marcelo, a Polonia infamada. Mi jaula es amplia, picoteo dócilmente en mi jaula.

—No —dijo—, no. —Miró sus manos temblorosas—. Es inútil, la cólera es inútil; las preguntas son inútiles; el pasado es pasado: a mí me corresponde decidir si es un pasado de esclavo o un pasado de hombre. Pruébalo. Lo intentaré. ¿Qué se puede hacer? Pero sabía que todo llega para los hombres y que cada uno es todo un hombre. El uno después del otro, fue a encontrarse con sus camaradas. —No estamos solos si nos unimos —declaró—. No estaremos vencidos mientras luchemos. En tanto estemos aquí, habrá hombres. Hablaba y sus camaradas iban en busca de otros camaradas para hablarles. Y ya, porque hablablan, estaban unidos, estaban en la lucha; los hombres no estaban vencidos. —No basta con hablar —dijo él. Los dos señores lo miraron con inquietud. Ambos comenzaban a encanecer; los ojos de Leclerc eran dulces y azules en medio de un rostro afable; los rasgos de Parmentier eran regulares y netos: tenía aspecto de protestante. —Lo sé —dijo Parmentier—. Un peligro nos acecha; faltas de fines precisos, nuestras reuniones degenerarán fatalmente en círculos de estudio o en conversaciones de salón. —Esta es la razón por la cual aceptaríamos de buen grado colaborar con usted para fundar un diario —ofreció Leclerc—, y también para escribir libelos y difundirlos. —No basta con eso —dijo él. Leclerc se acarició el mentón, perplejo. No se oía el menor ruido. Cortinas, alfombras mullidas, tapizados de cuero, apagaban todos los ecos del mundo. Sobre el escritorio había tazas de café y vasos llenos de alcohol. Las paredes estaban cubiertas de libros. —¿Qué hacer? —preguntó Leclerc. Y agregó vivamente, como para evitar una respuesta—: Se podría también ensayar constituir un servicio de informaciones. -—Todo eso son imitaciones de la acción y nada más —declaró Blomart. Hubo un silencio. Ahora, en esa habitación civilizada y calefaccionada, planteaba una amenaza. Esos hombres no eran cobardes; sabían atreverse, querer, pero lo suficiente como para tranquilizar sus conciencias. Era esa tranquilidad la que estaba en juego de pronto: habrían preferido cualquier otro riesgo. Permantier reunió coraje: —¿Qué proyecta? —preguntó. —Actuar de verdad —dijo Blomart.

—Actuar—repitió Leclerc. No miraba a Blomart. Miraba en él mismo. Esa barrera tranquilizadora alzada en mitad de su camino había sido construida con sus. propias manos; pero él nunca se lo había preguntado. Podía destruirla. Era a él a quien temía. —Con dinero, será fácil procurarse armas —dijo Blomart—. Y tengo camaradas capaces de fabricar explosivos. Estamos dispuestos a correr todos los riesgos. —¡Oh, dinero no falta! —interrumpió Leclerc. —No es que rechace la violencia por principio —dijo Parmentier—. Pero confieso que no veo claro la utilidad de asesinar algunos miserables soldados irresponsables. —Si queremos constituir una fuerza capaz de juntar masas y de sostenerse hasta el fin de la guerra y de construir el porvenir, debemos actuar —insistió Blomart—. No existimos si no actuamos. —Quizá podríamos ocuparnos de los sabotajes —dijo Leclerc. —Necesitamos actos bien visibles —dijo Blomart—. Trenes de municiones que salten, hoteles requisados que vuelen. Es necesario que los franceses se sientan todavía en guerra. ¿Quieren crear o no una resistencia? No es con la V ni con cruces de Lorena, o cañas de pescar que mantendrán al país en estado de agitación. —¿Pensó en las terribles represalias que se suscitarán? —dijo Parmentier. —Justamente lo que necesitamos —contestó Blomart. —¿Justamente? Parmentier miraba a Blomart escandalizado. «Lo sé», pensó Blomart. ¿Quién podía saberlo mejor que él? Estaba allí, con un vaso en sus manos, disponiendo con una palabra de una sangre que no alimentaba su corazón. Pero no era de él de quien se trataba. —Son represalias que descuento—explicó—. Para que la política de colaboración sea imposible, para que Francia no se duerma en la paz, es necesario que corra sangre francesa. —Así, ¿dejaría fusilar sin remordimiento a los inocentes? —preguntó Parmentier. —Aprendí en esta guerra que la sangre que se evita es tan inexpiable como la sangre que se vierte —dijo Blomart. Nada de guerra política. No empujaré a mi país a la guerra. Y henos aquí. Demasiado. Esta prudencia insensata—. Piensen en todas estas vidas que nuestra resistencia quizá salve.

Callaron largamente. —Pero si nuestro esfuerzo aborta —dijo Parmentier—, nos encontraremos cargados con crímenes inútiles. —Sin duda —respondió Blomart. De cualquier modo siempre se era criminal; pero esos dos no lo sabían, el crimen les daba miedo—. Pero debemos suponer que triunfaremos. De todas mañeras, nuestros partidarios arriesgan ya la prisión o la muerte. Un diario, libelos, no son tampoco empresas seguras. —Lo aceptan en virtud de cierto resultado. Si los ponemos en peligro sin provecho, entonces somos culpables. —No —dijo Blomart—. Debemos ocuparnos únicamente del fin al que aspiramos y hacer cuanto sea necesario para conseguirlo. —¿Considera que todos los medios son buenos? —preguntó Leclerc. —Al contrario. Todos los medios son malos —respondió Blomart. En otro tiempo, también él soñaba con garantizar sus actos con bellas razones altisonantes; pero no habría sido demasiado fácil. Debía actuar sin garantía. Contar las vidas humanas, comparar el peso de una lágrima con el peso de una gota de sangre, era una empresa imposible; pero él ya no tenía que contar, y todas las monedas eran buenas, hasta la última: la sangre de los otros. No se pagaría nunca demasiado caro. —He aquí el asunto. Tenemos dinero —dijo a sus camaradas. —¡Eres un as! —contestó Laurent. —¡Al fin podremos trabajar de verdad! —exclamó Berthier. Todos reían. Pero en algunos rostros aparecía la angustia. —Si por lo menos supiéramos por quién vamos a trabajar —dijo Lenfant—. Si es para que vuelvan Reynaud o Daladier... —No —dijo Blomart—. Lo sabes bien. Trabajamos para volvernos fuertes y para que mañana nosotros mandemos. —¿Seremos lo bastante fuertes?—preguntó Lenfant. -—Es verdad —dijo Berthier-—. ¿Cómo estar seguros que no luchamos por el capitalismo burgués, por el imperialismo anglosajón, por el triunfo de las fuerzas reaccionarias? Él vaciló. Era verdad. Jamás sabía anticipadamente el resultado de lo que se estaba por hacer. Vaciló pero respondió con firmeza:

—Cualquier cosa es preferible al fascismo. —Y él mismo se decía: «Al menos, se puede saber lo que se quiere; hay que actuar por lo que se desea. El resto no nos concierne». Quería. Marchaba a sabiendas de lo que quería. Sin saber lo que hacía. Pisoteando las viejas celadas de la prudencia, echándose ciegamente hacia el porvenir y rechazando la duda: Quizá todo ha sido inútil. Quizá te maté por nada.

CAPÍTULO X Helena cerró su libro, ya no podía leer. Miró el cielo negro por encima del Panteón. El tiempo era tormentoso, pero no eran nubes lo que ocultaba el cielo: una tina ceniza negra flotaba en el aire espeso. Se decía que en todos los alrededores de París ardían depósitos de combustibles. El horizonte gruñía y vaporcillos blancos se desenroscaban contra el fondo sombrío del cielo. Ellos se aproximaban, una amenaza de plomo amenazaba la ciudad; pronto las últimas barreras cederían y ellos inundarían las calles. Alrededor de Helena, la terraza del Mathieu estaba desierta. También estaba desierta la calle Soufflot. Ni un taxi. Los autos enderezaban por el bulevar de Saint-Michel, en un solo sentido, hacia la puerta de Orleáns. La avenida se había convertido en una gran ruta que atravesaba la ciudad de parle a parte; un camino de huida por donde la vida se vertía a raudales. Sin embargo, un hombre con mameluco azul, trepado en una escalera, limpiaba con cuidado el globo de un farol. «Mañana estarán aquí.» Helena miró a lo lejos con un poco de inquietud. El automóvil debía llegar a las 10. No quería encontrarse sorprendida en la emboscada de la ciudad sin salida. El silencio envolvía las calles, fijadas entre fachadas ciegas; cada habitante estaría más solo que un sobreviviente perdido en un campo inundado. Era difícil creer que las casas permanecerían sólidamente hundidas en la tierra, y que los castaños verterían su sombra inalterable en los jardines del Luxemburgo. Entre el oleaje impetuoso de los automóviles, los chirriones de los refugiados desfilaban lentamente, transportando poblaciones enteras. Eran grandes carros, arrastrados por cuatro o cinco caballos y cargados de heno protegido con un toldo verde; en los extremos se amontonaban colchones, bicicletas, y en el medio, fijada en una inmovilidad cerúlea, la familia se juntaba en un grupo, a la sombra de un gran paraguas. Se habría dicho un cuadro vivo compuesto por un cortejo solemne. Las lágrimas subieron a los ojos de Helena. «Yo también quiero exiliarme.» Miró a su alrededor. Todo su pasado estaba allí, entre esos islotes de piedra. En esa vereda jugaba a la rayuela con Ivonne, bajo el ojo acogedor de Dios. Cerca de ese farol, Pablo la había abrazado. En el extremo de la calle, Juan le había dicho: «Te quiero». Se enjugó los ojos. Dios no existía, ella no amaba a Pablo. Juan no la amaba. Todas las promesas eran falsas. El porvenir se vertía gota a gota fuera de la ciudad, y el pasado se vaciaba; un caparazón sin vida que no valía un recuerdo. Caía en polvo. Ya no había pasado. No había exilio. La tierra entera era un desierto sin retorno.

La mujer del lavabo salió del café con una pesada valija en la mano. En ese instante, el automóvil del señor Tellier se detuvo junto a la vereda y la cabeza de Denise apareció en la portezuela: —¿Saben? —gritó—. ¡Acaban de decirme que los rusos y los ingleses han desembarcado en Hamburgo! •—Tomó las valijas de Helena. En el interior del auto y sobre el techo se apilaban las maletas, una bicicleta iba colocada delante de los faros. Helena se sentó atrás, junto a Denise, y el automóvil echó a andar. El patrón del gran almacén estaba por bajar las cortinas, detrás de las cuales se cobijaban las cajas de fruta almibarada. Todos los negocios habían cerrado. —¿Sus padres no parten? —preguntó Denise. —Temen que les pillen la tienda —respondió Helena. Agregó en voz alta—: ¡Su padre es tan bueno al llevarme! —Es lo natural —dijo el señor Tellier—, La casa es grande. Hay lugar para todos. El auto franqueó la puerta de Orleáns y se metió por un camino. El cielo era azul encima de las villas cerradas; podía pensarse en un fin de semana. «Acabó, pensó Helena; para siempre.» Para siempre había quedado ella allá, en la sombra de los castaños, en el olor de la miel y el cacao, para siempre en la ciudad sumergida, sumergida ella también con el fantasma de su amor perdido. La que se inclinaba por la portezuela era tan sólo una refugiada entre millones de refugiados. En el camino se veían carros semejantes a aquellos que desfilaban un rato antes por la avenida; pero estaban desmantelados: los paisanos andaban de pie junto a sus caballos, la provisión de heno se hallaba media consumida. Debían de venir de lejos y marchar desde hacía mucho. De tanto en tanto, alguna disputa impedía el tránsito, y el automóvil se detenía detrás de una larga cola de coches que se arrastraban lentamente en el polvo, como una lombriz desarticulada. —Mañana ya no podrán andar —dijo el señor Tellier; volvió la cabeza—. ¿Tendrán hambre? —Podríamos detenernos en el próximo poblado —dijo Denise. —Detengámonos. Delante de sus casas florecidas de rosas e iris, los campesinos acechaban. —¿Y? ¿Cayó París? ¿Lo tomaron? —París no es Francia —replicaba el señor Tellier.

Entraron en un café. Denise desenvolvió sandwiches, brioches, frutas y ordenó café. Sentada junto a la radio una mujer escuchaba el comunicado. Las lágrimas subieron a los ojos de Helena, lágrimas que no reconocía como suyas, cuyo gusto a cólera y desesperación había saboreado durante esos meses. Éstas eran tibias, apenas saladas, rodaban sin dolor por sus mejillas. Un auto cubierto de ramas como para una excursión campestre se detuvo delante de la puerta: llegaba de Evreux. Evreux estaba en llamas. Louviers ardía, Rouen se quemaba. Toda la siesta habían cruzado coches que descendían de Normandía, llenos de colchones, disfrazados con ramas que les daban un aire de fiesta. «Algo pasa, pensó Helena. No a mí, no tengo existencia. Algo pasa en el mundo.» No se trataba de un repliegue, de una retirada. En los ojos llenos de angustia y de reproche que acechaban el desfile de carruajes, sobre los rostros polvorientos de los fugitivos, entre las mantas, los muebles, las sillas apiladas en los camiones, la derrota estaba presente. Cayó la tarde. Los carros se detenían contra los terraplenes, los caballos desenganchados; la gente encendía fuego para cocer la sopa y preparaban un campamento para la noche. Helena pensó en los pioneros de los «films» del lejano Oeste. Se sentía tan fuera de lugar como si se encontrara en un tierra ignota. Como si el tiempo se hubiera convertido en un vasto espacio inexplorado. —Vamos a detenernos un momento en Laval, para telefonear a mamá que llegamos —dijo el señor Tellier. Una inmensa barahúnda se había desencadenado durante el día en el calmo pueblito. Las calzadas estaban llenas de automóviles, los terraplenes negros de refugiados; los más ricos se hallaban como varados en sillas, delante de las mesas de los cafés que sumergían plazas enteras; otros yacían sobre el suelo. —Quédate en el automóvil. Voy al correo con Helena —dijo Denise. Tomó del brazo a Helena, y en cuanto se quedaron solas, su rostro se demudó. —Vamos a estar separadas de todo. No tendré noticias de Marcelo. ¿Cómo viviré sin saber nada? Helena no respondió. No se podía contestar nada. Sin saber. Nada había que saber. Solamente ese cuerpo fatigado, ese corazón que late, que no late ya por nadie, un corazón anónimo. La historia se sucede y yo tengo la historia. Ni vida. Ni amor. —Es una suerte para Blomart que lo hayan herido —dijo Denise—. Seguramente lo evacuarán hasta el Mediodía. —Sin duda —asintió Helena, enterada de la herida por la señora Blomart.

Se aproximaron a la estafeta. Entre el olor a polvo y a sudor, una multitud se apretaba delante del mostrador. Una mujer de negro, pequeña y miserablemente vestida, alzó hacia la telefonista un rostro implorante. —Por favor, señora, ¿quiere telefonear por mí? —La telefonista se encogió de hombros—. Por favor —repitió la mujer. Helena le tocó el hombro: —¿Adonde quiere telefonear? —Al pueblo, para prevenir a mi marido. —¿Qué pueblo? —Rougier —respondió la mujer. —Espere, voy a consultar la guía —dijo Helena—. Rougier: Maine et Loire. ¿A quién hay que telefonear? —No sé —dijo la mujer. Había diez abonados en Rougier. —¿A Boussade? —¡Oh, no! Ya no está en el pueblo. —¿A Fillonne? —¡Ni pensar! ¡Está en el campo a esta hora! —¿A Mercier? —¡Oh, no! —exclamó la mujer con gesto extraviado. Estaba irremediablemente perdida en este mundo demasiado grande. «Estamos todos perdidos. ¿Volveré a encontrarme alguna vez?», pensó Helena. ¿Para qué? ¿Para qué las uñas que se clavan y ese corazón que querría no querer y que quiere todavía, y que quiere a pesar de él? No desear más nada. Estar allí, simplemente, ocupada por entero en escuchar el glu-glu tranquilo de la vida que huye sin dirigirse a ninguna parte. Volvieron al automóvil. El señor Tellier liaba un cigarrillo, apoyado contra el guardabarros. —Los rusos no movilizaron —dijo—. Y los italianos acaban de declararnos la guerra. Camiones llenos de mujeres, de niños, de frazadas y colchones, de vajillas, atravesaban cada día la aldea. Llegaban de Alençon, de Laigle. Una tarde, el conductor

gritó: «Están en Mans». Los habitantes de la casa se miraron. Los parientes de Denise, su abuela, una tía y las cuñadas. El automóvil del señor Tellier era demasiado pequeño para conducir una familia entera. Y a todos preocupaba parecerse a esos refugiados escuálidos que por las noches imploraban un techo para abrigarse. —Debemos dar un ejemplo a la población —dijo la señora Tellier—. Quedémonos. Por la mañana, al comenzar el alba, los aldeanos empezaron a huir en camionetas, en carricoches, en bicicletas. Los que no podían partir cerraban sus tiendas, sus casas, y corrían a esconderse en los campos. El cañón rugía a los lejos y se oía, de tanto en tanto, el ruido sordo de una explosión: volaban los tanques de combustible de Angers. —Levantemos nuestro campamento en el gran prado —propuso la señora Tellier. —¿Para qué? —dijo Denise. Estaba en el jardín con Helena; miraba pasar por la ruta soleada los camiones que llegaban de Laval. Treinta kilómetros. Algunas horas apenas—. Están por firmar el armisticio. Vamos a estar tranquilos. No llegaremos a pelear. —Sin embargo, sería prudente no mostrarse —aconsejó el holandés que se alojaba con su mujer y su suegra en el pabellón del jardín. La señora Tellier se alejó, con los brazos cargados de mantas; el holandés marchaba detrás de ella, teniendo en una mano una canasta de provisiones. Denise se acodó sobre el cerco. —Estoy segura de que Marcelo cayó prisionero —murmuró con voz sorda—. Fueron sorprendidos por la retaguardia. —Quizá haya logrado desaparecer a tiempo —dijo Helena. Denise se mordió el labio: «¡No lo veré en muchos años!» Un camión desembocó en el camino. Un camión militar cargado de soldados franceses que cantaban. Otro camión pasó. Luego otro. Los hombres agitaban las manos y reían. —¡Cantan! —dijo Denise. —La guerra acabó y salvaron la piel —dijo Helena. Un auto se detuvo y descendieron cuatro oficiales. Semejaban a los de Pecquigny, elegantes, desenvueltos, con dos agujeros líquidos en medio del rostro. —¿Es ésta la ruta de Cholet? —preguntó un tenientillo.

—Sí —dijo Denise. —Querría saber —dijo el coronel, perplejo— si los alemanes están o no en Angers. —Miró a Denise con decisión—. ¿Dónde está el correo? —Le indicaré el camino —dijo Denise. Empujó la barrera. Pasaron dos soldados sin cascos ni fusil, apoyándose en bastones: prisioneros escapados de las manos de los alemanes. Nadie más en las calles. La guardia escogida, que los días precedentes ambulaba orgullosamente por la gran vía, con él fusil al hombro, se había evaporado en un segundo. En el interior del correo, el teléfono sonaba. La puerta estaba cerrada con llave. —¿Dónde están los responsables? —dijo el coronel con rabia. —En alguna parte, en los campos —dijo Denise. —¡Es inaudito! —exclamó el coronel. Hizo una señal al teniente—. Fuerce la puerta. El teniente dio un violento golpe con el hombro en la puerta. —De este modo es imposible —dijo—. Necesitamos un hacha. —Iré a buscar una —ofreció Denise. Tanques y cañones atravesaban ahora el pueblo. —¿Llegarán pronto aquí? —preguntó Helena. —Dentro de una hora. Pero no tengan miedo. No pasará nada —dijo el teniente; sonrió con suficiencia—. Vamos hasta el Loira para intentar una acción retardataria. —Aquí tiene el hacha —dijo Denise. El teniente hizo saltar la cerradura. El coronel entró y volvió a salir al cabo de un instante. —¡Vamos! —ordenó encaminándose hacia el automóvil. —Vuelvan a sus casas —aconsejó el teniente. —Volvamos —dijo Denise. Miró el automóvil que enfilaba hacia el Loira. Los tanques continuaban desfilando, con sus ametralladoras dirigidas hacia el sur, la espalda al enemigo. —¡Denise! —llamó la señora Tellier—. ¡Vengan las dos inmediatamente! —Me quedo en casa —declaró Denise—. Quiero ver.

—Tu padre no quiere a nadie en las ventanas: así es como ocurren los accidentes—dijo la señora Tellier con agitación. Llevaba su collar de perlas al cuello, y todos sus anillos en los dedos; su vientre y su busto se hinchaban con bultos insólitos. —Pero no abriré los postigos —dijo Denise; rió—. ¿Crees que tus alhajas están al abrigo? —No se atreverán a quitármelas de encima —respondió la señora Tellier. Helena subió al cuarto de Denise; se aproximaron a la ventana y empujaron ligeramente las persianas. Un tanque pasó aún bajo la ventana. Luego la ruta quedó desierta. El corazón de Helena se contrajo. Ahora la aldea yacía abandonada, entre Francia y Alemania, sin dueño, sin ley, sin defensa. Todos los postigos estaban cerrados; en las casas blancas de sol, nada vivía ya. Uno se sentía fuera del mundo; se flotaba, suspendido en el corazón de un misterioso delirio sin comienzo ni fin. —¡Ah! —dijo Denise. Tomó la mano de Helena. Algo estalló en el extremo de la calle y los vidrios del restaurante volaron hechos añicos. Luego hubo un largo silencio y de pronto una voz gutural gritó palabras ininteligibles. Aparecieron. Eran grandes y rubios, con cara rosada; marchaban con aire grave, sin mirar a su alrededor, con pasos duros como el acero. Vencedores. «Estamos vencidos. ¿Quién? ¿Nosotros?» Había lágrimas en los ojos de Denise. «¿Y yo?», pensó Helena. «Francia está vencida. Alemania victoriosa. ¿Dónde estoy? ¡No hay lugar para mí!» Con los ojos secos miraba pasar a los hombres y a sus caballadas, a los tanques, los cañones extranjeros. Miraba pasar una Historia que no era la suya, que no pertenecía a nadie. El holandés se plantó delante de las tres mujeres sentadas en la acera y balanceó la lata vacía. —No había nafta —dijo. La suegra alzó los hombros: —Naturalmente. Las gentes anunciaban desde hacía ocho días la llegada de un vagón cisterna; nadie lo creía. El holandés dejó en tierra el recipiente: —Querría comer. —Yo también tengo hambre, mucha hambre —dijo la mujer joven con voz infantil. «No comerán tan pronto», pensó Helena. Las tiendas de Mans estaban más devastadas que un campo luego del paso de una manga de langostas. Ni un pedazo de

pan, ni una fruta; ni un lugar en los restaurantes, repletos de soldados con uniformes verdes y grises. Helena ya no tenía hambre; no experimentaba ya ninguna necesidad. Podía permanecer, indiferente, sentada sobre las piedras, en la estrecha banda de sombra que roía el sol. A lo largo de la calle, la gente ambulaba, de la plaza de la Prefectura a la gran plaza donde se erigía la Kommandantur, teniendo a mano los recipientes vacíos; de tanto en tanto los depositaban sobre el suelo, se sentaban un ratito y volvían a partir. Un poco más tarde se los veía pasar en sentido inverso, enviados de la Kommandantur a la Prefectura, con los recipientes vacíos colgados de los brazos. Incansablemente. Como Sísifo, como las Danaides. En el calor fulminante del infierno, la vida giraba cada vez más rápido, semejante a un tiovivo enloquecido. Millares de autos estacionados en el terraplén se hallaban rodeados de mujeres y niños con los ojos desmirriados, sentados a su sombra sobre bultos, sobre colchones, en el suelo. Otros autos grises y resplandecientes, autos blindados pasaban por la gran vía; las motocicletas petardeaban alrededor de la plaza. Los cafés devolvían hasta el centro de la calzada millares de soldados jóvenes metidos en uniformes nuevos; filas de soldados hendían con paso duro y la multitud aplastada por el sol y el hambre. Un altoparlante difundía una música militar. Y esa voz de fuego, esa luz sin vida, ese aire opaco, existían desde el nacimiento del tiempo, por toda la eternidad. Helena se había vuelto eterna; la sangre acabó por secarse en sus venas y se encontraba allí, sin recuerdos, ni deseos, para siempre. —Siéntate—dijo la suegra—. ¡No te quedes ahí, balanceando los brazos! El holandés sonrió. Era rosado y rubio, sus dientes se adelantaban por encima del labio inferior y con una sonrisa estereotipada, igual a la de un niño o a la de un cadáver. —Cuidado con el sol —dijo la mujer joven. Su sombrero blanco estaba ajado desde la víspera y su ropa arrugada. Tendió a su marido un gran bonete de papel—. Ponte esto. El obedeció dócilmente y siempre sonriendo se sentó en el estribo del automóvil. —Hace calor de verdad —observó. La suegra lo miró con furor. —Pensar que anteayer, en Angers, pudo haber conseguido veinticinco litros. —La cola era tan larga —se excusó el hombre—. Creía que los alemanes nos abastecerían en el camino.

Cuando Helena aceptó un lugar en el automóvil, también ella creía que el tanque estaba lleno. De todas maneras, no lamentaba haber partido; a pesar de la amabilidad de Denise se sentía indeseable en la casa superpoblada. —Hay todavía gente delante de la Prefectura —observó. —Deberíamos ir a ver —dijo la suegra. —Será como esta mañana —suspiró el holandés. —Vamos a ver. No podemos pasar otra noche en el automóvil —dijo la mujer. Se puso de pie sobre sus delgados tacos Luis XV. Helena la siguió. Doscientas o trescientas personas se apiñaban contra las rejas, apretando contra sus flancos los recipientes vacíos. Las mujeres hacían hervir las ollas al pie de la estatua de un convencional cubierto con un gran sombrero de plumas. Otras dormían, acostadas sobre colchones. * —Hay demasiada gente —dijo el holandés. —Un poco de paciencia, querido —respondió su mujer. Apretó contra su nariz un pañuelito de encaje—. No huele bien. Helena se encaró con una mujer: —¿Qué esperan? —Un número de orden; para conseguir un bono de nafta. —¿Y con el bono se conseguirá la nafta? —El día que la nafta llegue. La reja se abrió y hubo un alud. Helena se encontró transportada al fondo de un gran corredor. Un hombre entregaba a las gentes unos cartoncitos que guardaban celosamente. Helena tomó el suyo y corrió hacia el holandés, que se había quedado atrás. —¡Tengo un número! —Aseguran que hay un garaje en las afueras de la ciudad que distribuye la nafta por cinco litros —informó la suegra. —Sí —asintió el holandés. Miró estúpidamente el pedazo de cartón en la palma de su mano. —¡Bien! Vaya a averiguar—dijo la suegra empujándolo. —Echaré una ojeada —dijo Helena.

Se dirigió hacia la estación. A falta de cinco litros de nafta era preciso hallar un medio para salir de esa ciudad ardiente y convulsionada. Tanto peor para los holandeses. Quizá lograra colarse en un tren. Allá, al final de esos rieles, existía una cama fresca, pan de avena, té caliente. Entró al vestíbulo. —¿A qué hora hay tren para París? —No se aceptan viajeros para París. Solamente hasta Chartres —aclaró el empleado. Helena vaciló. Una multitud inerte, acostada en el piso, entre los bultos, esperaba no se sabía qué. Todo valía más que esa resignación estúpida. —Deme un boleto para Chartres. —¿Tiene papeles que prueben que habita en Chartres? Helena le dio la espalda. —¿Por qué nos dicen que volvamos a nuestras casas si luego nos impiden movernos? —Se quejó una mujer con un niño en las faldas. —Parece que en París hay hambre —dijo un hombre. —¿Y aquí? —se lamentó la mujer—. ¿Les gustará más que reventemos en el mismo sitio? Helena la miró. Le pareció de pronto que sentía el peso del niño sobre sus rodillas, v el llamado de esos ojos plenos de reproche. Con asombro, escuchó en ella una voz del pasado: « Los otros existen. Es preciso ser ciego para no verlos». Se detuvo delante de la mujer. —¿Es usted de París? —De Saint-Denis. —Estoy con unas personas que tienen un automóvil —dijo Helena—. Quizá encuentren nafta para proseguir. ¿Quiere que la lleven? —¿Llevarme? —preguntó la mujer sin acabar de comprender. —Venga conmigo —dijo Helena—. No le prometo nada; pero hay una oportunidad. Las dos mujeres continuaban sentadas en el estribo del automóvil, ambas pelirrojas y vestidas de claro. —Mauricio no volvió —dijo la madre—. Pobre muchacho.

—-Estos horribles alemanes —se quejó la hija—. Tienen la culpa de todo. Helena regresó hacia la mujer. —Hay que esperar un poco —dijo. Se recostó en el muro. No era siquiera una espera; nada tenía que esperar. «Ya no tengo vida. Soy una charca estancada donde se refleja la figura caprichosa del mundo». —Me dieron dos litros —dijo el holandés. Las dos mujeres se levantaron de un salto. —¡Al fin vamos a poder salir de aquí! —exclamó la joven.

—Parece que más adelante es más fácil aprovisionarse —declaró el holandés. Levantó el «capot». Helena se aproximó. —Por favor, ¿tendrían inconveniente en que ceda mi lugar a esa mujer que está allí, con su hijo? Yo me desenvolveré muy bien si acceden a conservar mi valija. —¿Esa mujer? —dijo el holandés vagamente. La mujer era de aspecto miserable y estaba despeinada; la miró con gesto de incomprensión. —Sí. Su chico morirá si no la llevan —dijo Helena con tono amenazante. —Pero, ¿y usted? —preguntó la suegra—. Es imposible que quepamos cinco allí dentro. —Lo sé —dijo Helena—. Acabo de decirle que me arreglaré lo mismo. —Entonces, que suba —concedió el holandés. La mujer vaciló. —Suba —dijo Helena. Subió junto a la suegra, que la examinó con aspecto rencoroso. Helena sonrió al holandés. —Adiós. Gracias. Se encaminó hacia la gran plaza. Detrás de ella se cerró la portezuela del automóvil; éste se puso en marcha. Huía hacia las calles desoladas, hacia una sombra tibia con olor a heno cortado. Helena se quedaba sola en esa llameante polvareda. «Lo mismo da aquí que en otra parte», pensó con indiferencia.

En la plaza, los soldados alemanes se atareaban alrededor de un camión: los refugiados los miraban con rostros llenos de temor y esperanza. Los vencedores. Los señores. Eran jóvenes y a menudo bellos; sus uniformes limpios dejaban libres sus cuellos musculosos; se inclinaban condescendientes sobre el rebaño sin fuego ni reparo. Uno tendió la mano a una mujer, que subió al camión. —¿Adonde van? —preguntó Helena. —A París —dijo una vieja—. Llevan gente cuando tienen lugar. En pocos instantes, el camión estuvo lleno de mujeres y niños. —¿Habrá otros? —No se sabe. Esperemos. Helena se sentó en el suelo, entre la vieja y una chiquilla morena de cabellos greñudos. 182

—¡Bien; esperaré! —Apoyó la cabeza en sus rodillas y cerró los ojos. Cuando se despertó, la chiquilla mordía un mendrugo de pan. El calor era más soportable. —¡Parece que durmió usted! —dijo la muchacha. —Tenía sueño —dijo Helena. —¿No tiene nada qué comer? —No, no pude encontrar nada. —Tome —dijo la otra con gesto misterioso. Y le tendió una rebanada de pan. —¡Oh!, gracias. —Helena mordió ávidamente el pan. Era compacto, demasiado salado. Y casi imposible de digerir. , —¡Atención! —previno la muchacha morena. Un camión desembocaba en la plaza; hizo un gesto a Helena—: Venga —ambas avanzaron. —Nurzwei—dijo el alemán alzando dos dedos en el aire. Alzó a la vieja en el coche. La muchacha se encaramó en el borde del camión y tiró a Helena de la mano. —Es mi hermana —dijo al soldado—. Suba, suba de una vez.

Helena se sentó detrás de todos, sobre un tanque vacío. El camión estaba colmado. Un toldo grueso cubría todo el camión. Desde los primeros vaivenes, sofocada por el olor de la nafta y por el calor, Helena sintió que el estómago le daba vueltas. Miró alrededor de ella. Imposible moverse. Tembló. El sudor le corría por la frente. Otra mujer, en un extremo del camión, vomitaba con indiferencia. «Tanto peor», pensó Helena, y vomitó sobre los tanques. Se secó el rostro y la boca. Se sintió aliviada; había a sus pies una especie de pasta blancuzca. Pero nadie la tenía en cuenta. «Como si ya no se tuviera ni siquiera vergüenza del propio cuerpo», pensó. «Como si hasta mi cuerpo ya no fuera mío.» El camión, cargado de nafta, andaba sin dificultad por los caminos chatos que agujereaba de trecho en trecho el pozo de algún obús. Veíanse a lo largo de los terraplenes autos volcados, vehículos calcinados y también tumbas con cruces. El desfile proseguía: los carros de heno, las bicicletas, los peatones. Atravesaron una ciudad: las bombas habían reventado los techos, grupos enteros de casas habían ardido; delante de las paredes quemadas se amontonaban hierros retorcidos. El éxodo, la miseria, la muerte. Y sin embargo, en los bellos coches gris acero hombres jóvenes pasaban cantando. —Heil! —gritó uno de ellos agitando la mano alegremente. Estaba vestido de gris, como sus compañeros, y todos llevaban rosas rojas sobre el corazón. El camión se detuvo a las puertas de París. Helena saltó a tierra; apenas podía sostenerse en pie. En un espejo descubrió su rostro sucio de polvo. La avenida del Gran Ejército estaba desierta. Todos los negocios permanecían cerrados. Por un momento se quedó inmóvil en medio del silencio, después echó a andar en dirección al Arco del Triuno. Todo continuaba en su sitio: las casas, las tiendas, los árboles. Pero los hombres habían sido aniquilados: nadie había para abrir los almacenes clausurados, nadie para pasearse por las calles, para reconstruir un mañana, para acordarse del pasado. Ella sola sobrevivía por milagro, intacta, absurda en medio de ese mundo sin vida. Pero ella carecía ahora de cuerpo y de alma. Solamente era esa voz que decía: «Ya no soy yo». Denise había posado el bloc sobre sus rodillas y escribía con su pequeña escritura apretada. —Terminé —dijo—. Volveremos cuando guste. Helena se incorporó sobre su codo. El camino continuaba todavía blanco por el calor. Las cinco. Las tres, según la hora francesa. El aire era pesado y el Sena corría lentamente bajo el cielo inmóvil. —Nadie diría que es domingo —observó Helena. Alzó su bicicleta acostada al borde de un talud. No había más automóviles, ni tándem, ni enamorados, ni risas; el

campo se hallaba desierto. De trecho en trecho, hombres con el torso desnudo aparecían sentados a la sombra: los reconocían por sus nucas afeitadas. Eran los únicos que vivían ese domingo de Francia; un domingo de destierro. En medio del agua, en el blanco reverberar del sol, había uno, solo en un bote, que tocaba el acordeón. Los pies de Helena se inmovilizaron; el espacio y el tiempo habían estallado a su alrededor, había sido arrojada de pronto a lo largo de una misteriosa dimensión, en el corazón de una época, de un mundo al cual ningún vínculo la unía. Perdida bajo un cielo insólito, asistía a una historia de la cual su presencia estaba excluida. «Exactamente como si no estuviera aquí; como si no estuviera aquí para decir: no estoy aquí.» Se inclinó sobre el manubrio. Todas las villas estaban cerradas; los emblemas de las hosterías comenzaban a palidecer y a desconcharse. A veces, detrás de un portal, se divisaban coches grises, y voces roncas resonaban en el jardín. —¡Helena! Helena aceleró. Por momentos se maravillaba de encontrarse sumergida en esta extraordinaria aventura; pero en otros momentos, tenía miedo. Había perdido la llave del camino de regreso. «¡Nunca volverá a haber otra cosa!» —¿Podrá su alemán hacer algo por Marcelo? —preguntó Denise. —Le hablaré durante la cena —dijo Helena—. Tiene muchas relaciones. En todo caso, iré a Berlín; me las arreglaré para tener relaciones útiles. —Habrá que intervenir en seguida —dijo Denise—. Las tres cuartas partes de los campos de concentración han sido evacuadas a Alemania. —Miró a Helena—: ¿Partirá, de verdad? —¿Por qué no? —respondió Helena; se puso tiesa. Sabía lo que Denise pensaba, sabía lo que pensaría Juan. Clavó la vista, desafiante, en el horizonte. «Tenías razón, nada tenemos en común.» —¿Le es igual trabajar para ellos? —¿Qué cambia eso? —No es ése el problema —dijo Denise con acento recriminatorio—. Yo no querría, por consideración a mí misma. «A mí misma —pensó Helena. Miró su mano sobre el manubrio—. Yo, Helena.» Las gentes habían perdido sus automóviles en los caminos, sus armarios, sus perros, sus niños: ella se había perdido a sí misma. —En resumen, ¿tomó partido por ellos? —dijo Denise.

—¡Oh!, no estoy convertida al fascismo —contestó Helena—. Pero ¿y qué?, existe. Después de él habrá otra cosa, y luego otra. —Se encogió de hombros—. Entonces ¿qué importa eso? —Pero lo que cuenta para nosotros es el momento en el cual vivimos. —Cuenta si lo hacemos contar—dijo Helena. Se acordaba de que Juan decía: «Nosotros decidimos»—. Justamente, ¿por qué debería yo decidir que es mi destino personal el que cuenta, o el de Francia, o el del siglo en que me encuentro metida por azar? —Andaba por la larga avenida pavimentada, bajo el sol impasible y único, fugaz como un meteoro que atraviesa el cielo indiferente. Franquearon la puerta de París. —Iré a dejar mi carta en la Cruz Roja —dijo Denise. —La acompaño. El cielo era claro. Un calor húmedo impregnaba todo. Una docena de mujeres, con la mirada muerta, caminaban delante de la puerta de espera. Los automóviles grises se alineaban a lo largo de las aceras. En el fondo de la avenida, la Opera, con su cúpula de un verde tormentoso parecía un monumento fetiche, testigo de una edad pasada. La empleada miró el sobre y lo empujó hacia Denise: —No aceptamos correo para Baccarat —dijo—. El campo ha sido transferido a Alemania. —¡Baccarat también! —exclamó Denise. —Sí, señora. Baccarat también —dijo la empleada con un dejo impaciente. Helena asió del brazo a Denise v la arrastró hacia la salida. Denise estaba tan pálida que parecía a punto de desmayarse. —Están mal informadas —aseguró Helena. -—¡Alemania! La garganta de Helena se apretó. En el rostro de Denise, en el calor gris de aquel fin de semana, reconocía la sombra detestada de la desdicha. —Imagínese su partida —dijo Denise. Y su voz se quebró. —-Estoy segura de que Marcelo se las arreglará para no ser desdichado —la tranquilizó Helena. —El, quizá —dijo Denise. Dejó el brazo de Helena—: Perdóneme, necesito estar sola.

—Lo comprendo. —Helena apretó la mano de su amiga—: La telefonearé mañana temprano para informarle de la respuesta de Bergmann. —Gracias. Telefonee —dijo Denise. Helena sonrió y trepó a la bicicleta. «Sufrir por otro. ¡Qué engaño! No les importa nada, hacen con su corazón su propia cocina personal. Acabó, y bien acabado.» Atravesó el bulevar Saint-Germain. Camiones blindados desfilaban con estruendo, seguidos por carros de asalto de donde emergían soldados enteramente vestidos con uniformes negros, cubiertos con anchas boinas que flotaban al viento. Sonreían. Con toda su juventud maravillada saludaban su victoria. La victoria. La derrota. El perdió su guerra. Apretó con más fuerza el manubrio. No hay victoria, ni derrota; no hay tuyo, ni mío: exactamente un momento de la Historia. Helena se detuvo delante de la confitería, guardó la bicicleta y subió a su cuarto. Se puso el bonito traje estampado, cuya tela había dibujado ella misma. En el armario, un abrigo nuevo se balanceaba en una percha, junto a un hermoso traje sastre «sport». El cliente alemán pagaba bien. —Buenas tardes, papá. Buenas tardes, mamá. —Buenas tardes —dijo la señora Bertrand fríamente; el señor Bertrand no levantó los ojos de su diario. Los seducía el brillo de la situación ofrecida a su hija; pero le reprochaban comprometerse con el invasor. Helena abrió la puerta del negocio y los largos pendientes de metal tintinearon alegremente. Como antes, cuando iba a reunirse con Pablo, o Juan; habría querido arrancarlos. La bicicleta enfiló, rápida, _por el bulevar Saint-Michel. Estaba sucia, oxidada: las capas de pintura verde y azul se transparentaban a través del barniz negro; pero era aún una buena máquina. «Lo llevaré allá», pensó Helena. Frenó; al final del bulevar había un grupo delante de una empalizada de madera. Saltó a tierra. Un cartel amarillo aparecía pegado a los tablones: «Robert Jardillet, ingeniero en Lorient, fue condenado a muerte por acto de sabotaje. Se lo fusiló esta mañana». La gente permanecía como plantada, sin decir nada, delante del papel. Fusilado. Eran fascinantes esas grandes letras desparramadas en el papel amarillo. Fusilado. Helena se alejó bruscamente: «¡Bien! Sin duda es preciso pasar también por esto», pensó. Se puso a pedalear, con rabia: «Todo esto no tiene importancia. Nada tiene importancia. ¡Bien!» Empujó la puerta del restaurante; entre las vasijas de cobre y las ristras de cebollas, una profusión de salchichones y de jamones pendían de las gruesas vigas del techo. A cada ala del corredor se abrían nichos con mesas dispuestas. Herr Bergmann se levantó, golpeó suavemente los talones y se inclinó para besar la mano de Helena.

—Exacta como un hombre —dijo sonriendo. Llevaba un elegante traje oscuro y cuello almidonado; bajo los cabellos castaños su rostro tenía un aspecto afable y un poco solemne. Hizo una seña, un «máitre», ridículamente vestido con una blusa de campesino, llamó a su vez a un camarero. —Nuestro plato especial —dijo, mientras el camarero dejaba sobre la mesa una bandeja con patés, jamón ahumado, salchichón y chicharrones. —Creo que se come bien aquí —dijo Herr Bergmann. —Así parece—asintió Helena. Se sirvió en abundancia. En la mesa vecina, una mujer gorda y congestionada devoraba un «cháteaubriand»; el público se componía principalmente de oficiales alemanes que cenaban acompañados de mujeres elegantes; algunos de los reservados estaban cerrados por espesos cortinajes rojos. —Hablé largamente con la señora Grandjouan —dijo Herr Bergmann—. Concluimos por entendernos: por otra parte, no está ligada por ningún contrato. —No. Pero hice mi aprendizaje con ella. No es elegante abandonarla ahora. —Debería haberla asociado a sus negocios —dijo Herr Bergmann—. Tratarla como a una empleada ordinaria es explotarla. —En otro tiempo me propuso dirigir una sucursal en América —dijo Helena—. Fui yo quien rehusó. —¿Por qué rehusó usted? —En aquel entonces quería permanecer en París. -—No lo lamentará —afirmó Herr Bergmann—. No hay porvenir para usted en Francia. Pronto Lyon no existirá más. Seremos nosotros los dueños de la seda. Hablaba con una satisfacción reposada que lo emparentaba de pronto con los oficiales de las mesas vecinas. —Espere un momento —dijo Helena con una risita—. Aún no acabó todo. —Por el contrario, todo comienza —dijo Herr Bergmann. Le sirvió un poco de burdeos azucarado—: Francia y Alemania están hechas para entenderse. Observe cuán provechosa será nuestra colaboración, la suya y la mía. Fabrico tejidos, y usted me trae lo que no poseemos: el buen gusto francés —concluyó galantemente. —Así es —dijo Helena.

—Los papeles están en regla —prosiguió Herr Bergmann—. Reservé asientos para el lunes. —El lunes... —dijo Helena. -—Me hubiera gustado quedarme más tiempo —vaciló—: Aunque sea triste volver a ver París como en este momento. No es una capital, es una guarnición. —¿Venía a menudo a París? —Viví un año cerca del parque Monceau —dijo Herr Bergmann—. Por la mañana me paseaba por los jardines, miraba jugar a los niños. —Me gusta más el Luxemburgo —dijo Helena. —También el Luxemburgo —dijo él—. El Barrio Latino. Los muelles del Sena. Comía la sopa de cebollas en los Halles a las cinco de la mañana con amigos franceses.—Suspiró. ¡Aquel restaurante era tan interesante! Lleno de figuras típicamente francesas. Ahora, en Montmartre, en Montparnasse, se oía hablar exclusivamente alemán. Llenó la copa de Helena con champaña seco—: Tendremos que volver cuando todo haya pasado. —El pasado no renace jamás —dijo Helena. —No. Pero hay otra cosa. ¿No siente curiosidad por ver la Nueva Europa? —Si —concedió Helena—. Me gusta lo novedoso. —Le sonrió. El pasado no renacería, estaba bien acabado; ella era libre. Basta de comidas en el «Port-Salut», basta de risas en la nieve, basta de lágrimas en los crepúsculos tibios perfumados con violetas. Un solo porvenir para todo el mundo: alemanes, franceses, hombres, mujeres; todos eran iguales. Nadie volvería a tener un rostro único, una mirada sin par. Este hombre, con sus manos, su corazón, su cabeza, era igual que Juan. —Necesito que me haga un servicio —dijo Helena. —Con placer. —¿Habría algún modo de hacer repatriar a un prisionero que acaba de ser enviado a Alemania? Se trata del marido de mi mejor amiga. —Tengo amigos en la embajada —dijo Herr Bergmann—. Deme el nombre y el domicilio e intentaré una gestión. —Vaciló—: Aunque creo que servirá de poco. El corazón de Helena se apretó. ¿Cuánto tiempo permanecería Marcelo allá? ¿Cuatro años? ¿Cinco? —Es doloroso este problema de los prisioneros —dijo Herr Bergmann—. La amistad sería más fácil si pudiéramos devolverlos.

Se llevó a la boca un gran pedazo de asado; comía de prisa. Helena miró con brusco estupor su mano cuidada, el gran anillo que adornaba sus dedos blancos. No podemos devolverlos. Mentía; ella se mentía; ambos lo sabían; ni por un minuto habían vivido una historia diferente. —Podrían, si quisieran. —Todos los franceses no son amigos seguros —contestó el otro con tono cortés—. ¿Qué quiere usted? Son las necesidades de la Historia. Helena dejó el tenedor en el plato. Ya no tenía hambre. Miró a los oficiales con binóculos que se regodeaban con las comidas francesas. Mientras tanto la señora Bertrand recalentaba unas acelgas. Denise pelaba una manzana hervida. Marcelo había pasado ocho días sin comer. Y mañana, Ivonne, la judía, no tendría más trabajo y tampoco casa. Se trataba, sin duda, de las necesidades de la Historia. «¿Pero yo? ¿Por qué estoy aquí?» Herr Bergmann le tendió la lista: —¿Queso? ¿Fruta? —Gracias, no quiero nada más. —¿Una copita? —No, gracias. Herr Bergmann ordenó fresas con crema; con su cuchara aplastaba las frutas rojas en la crema. —¿Conoce algún lugar agradable dónde ir?—dijo—.Una verdadera «boîte» francesa, que no sea «para los turistas» —agregó con gesto cómplice. —No conozco gran cosa —hizo un esfuerzo—: Me hablaron de un sitio en el Barrio Latino donde se puede bailar. —¡Perfecto! Vamos allá. Tengo mi coche. —¿Y qué haré con mi bicicleta? —preguntó Helena. —No se inquiete —dijo el otro—. Es muy simple: pediré que la lleven a su casa. Aquí son muy complacientes. Helena sacó su polvera del bolso. Claro que es simple, todo les es simple. Hablaba con el «maitre» con voz lenta y precisa y extraía billetes de su cartera. El «maitre» se inclinaba y sonreía. Las necesidades de la Historia: «pero, ¿quién decide si yo continúo sonriendo, o si dejo de sonreír?»

Subió al automóvil. Todavía era temprano. —¿Dónde hay que parar? —En la plaza Médicis. Es en una callejuela vecina. La plaza Médicis estaba tan calma que se oía el ruido de las voces de la terraza de los dos grandes cafés; el bulevar era una gran ruta abandonada. Pero lodo permanecía en su sitio: el estanque, los castaños, el farol que el hombre limpiaba con tanto cuidado la mañana del 10 de junio. Se pensaba que todo habría cambiado, las casas, los rostros, hasta el color del piso. Pero únicamente había ese silencio, la claridad insólita del cielo y la tierra, y junto a Helena ese hombre cortés y sibarita. —Es aquí —dijo ella. Empujó la puerta. Entraron en una salita tapizada de rojo y decorada con plantas verdes. Los músicos estaban suspendidos entre el cielo y la tierra, en una tribuna. Algunas parejas bailaban. —Ya ve: no hay uniformes —dijo Helena. Se sentaron y Herr Bergmann ordenó champaña. Miró a su alrededor, pensativo: —Un lugar simpático —dijo—■; pero le Falta un poco... ¿cómo dicen ustedes?, nosotros decimos «stimmung». —Es la guerra. —Sí, naturalmente. Herr Bergmann levantó la cabeza: —¡Cuánto mal se han hecho ustedes! —¿Berlín es más alegre? —dijo Helena. —Berlín es también una bella ciudad, ya lo verá usted —respondió Herr Bergmann. Helena miró a las parejas que bailaban y su corazón se volvió más sombrío. Los músicos tocaban una melodía de antes de la guerra, y algo olvidado se despertaba en ella: era dulce v tibio, y al mismo tiempo algo que desgarraba con agujas agudas. Los últimos días. Las últimas noches. Dentro de ocho días, a esta hora, la gente a mi alrededor hablará una lengua desconocida. —Nunca viajé. —¡Ah!, ahora se convertirá en una buena europea —dijo Herr Bergmann.

Una joven con traje negro decorado con carozos de naranjas, con un cestillo entre sus manos, se aproximó a la mesa. «¿Chocolates? ¿Cigarrillos?» —¿Una caja de bombones? —ofreció Herr Bergmann. La sangre se agolpó en las mejillas de Helena; ella conocía esas cajas llenas de cintas: una joven rubia, semejante a ésta, las compraba cada semana en lo de la señora Bertrand. «Las revendo a cuatrocientos francos a los Fritz», pensó, sonriendo. —No —dijo Helena. —Permítamelo—insistió Herr Bergmann. —No, no los quiero —dijo ella con violencia, y agregó—: Me repugna el chocolate. —¿Cigarrillos? —No fumo. Por favor: no quiero nada. Lo miró con rencor. No quería nada, salvo la libertad de Marcelo, la seguridad para Ivonne, salvo la vida de Robert Jardillet, el ingeniero fusilado esa mañana. La vendedora se había alejado. Hubo un silencio helado. —¿Me hará el honor de acordarme este baile? —dijo Herr Bergmann. —Encantada —respondió Helena. «Se levantó. Me tomó entre sus brazos y bailamos, las banderas restallaban contra el cielo azul, estaba de pie sobre el estrado, hablaba, y todo el mundo cantaba. Es mío, pensó con angustia, es mi pasado. Lo llevaré a Berlín. Iré a Berlín con mi pasado.» Herr Bergmann la apretaba firmemente contra él. Bailaba correctamente, pero con aplicación. Sus pasos concordaban, y sin embargo cada cuerpo permanecía solo. Pensó: «Me tiene en sus brazos.» Se miró en un espejo. «En sus brazos. Soy yo.» Se veía. Y Denise la veía. Marcelo la veía, Ivonne la veía, Juan la veía. «Es a mí a quien ven.» —Excúseme —dijo ella. Se desprendió y se dirigió a su mesa. —¿Qué sucede? —preguntó Herr Bergmann con tono paternal; agregó sonriendo—: ¿Bailo tan mal? —No. Estoy terriblemente fatigada. —Se sentó; no trató de sonreír. No quería sonreír. «Me ven, Juan existe.» Ocultó la cabeza en las manos. «Porque yo no quería sufrir: mentí; existo. Nunca dejé de existir. Soy yo quien partirá a Berlín, con todo mi pasado; soy yo la que él tenía en sus brazos. Es mi vida la que estoy viviendo.» —Tome un poco de champaña —dijo Herr Bergmann, solícito.

—Gracias. —Bebió un trago picante. «Mentí para olvidar, para vengarme. Escogí mentir, escogí estar aquí, junto a este hombre.» De golpe mil agujas se clavaron en su corazón: «Existo y he perdido a Juan para siempre.» —¿Se siente mejor? —Sí —dijo ella. Reconocía esa larga queja de su corazón; reconocía los latidos de su corazón y el gusto de su saliva en la boca. «Soy yo. Claro que soy yo. Nuestra derrota. Su victoria. Nuestros prisioneros.» Miró a Herr Bergmann—: Creo que no podré ir a Berlín —dijo.

CAPÍTULO XI Te maté por nada, puesto que tu muerte no era necesaria; podría haber ido yo mismo; o enviar a Juan o a Clara. ¿Por qué a Juan? ¿Por qué a Clara? ¿Por qué a ti? ¿Cómo me atreví a escoger? Me acuerdo. El decía: hay que actuar para conseguir lo que se quiere. Decía eso. Era ayer. Yo no pude decidir nada. No: tenía razón. No: estaba equivocado. Pero puesto que nada puedo decir, es preciso que esta voz calle. Es necesario que mi vida se calle. La voz habla y la historia se desenvuelve. Mi historia. Y tú te callas, tus ojos continúan cerrados. De pronto vendrá el alba. Callarás para siempre y yo hablaré. Diré a Laurent: —Ve o quédate. No hablaré. Hablaba. Sabía lo que quería, y hablaba mientras recorría las calles desiertas a grandes pasos, hablaba en su cuarto, hablaba a través de París, y el domingo hablaba en las chacras del Morvan, de Normandía y de Bretaña con los paisanos que habían enterrado sus armas. Los campesinos lo escuchaban, los obreros y los burgueses. Se lo escuchaba en Inglaterra y a veces, por la noche, la radio le respondía: «Las amapolas florecerán sobre las tumbas.» En los campos de Normandía y de Bretaña los aviones arrojaban paracaídas con ametralladoras y granadas. —Pronto comenzará, para bien. Había alquilado en las afueras un pabellón aislado y el señor Blomart aceptaba suministrar material de imprenta. Una imprenta. Un arsenal. Iremos a buscar las armas en camioneta. Y lodo comenzará. Algo sucederá, por mi causa, y no a pesar de mí; porque yo habré querido. Se sobresaltó. Golpearon la puerta. No lo reconocí de pronto. Su cabeza estaba afeitada y llevaba una barba hirsuta. —¡Marcelo! —¡Yo, sí! —dijo Marcelo. Reía. —¿Cómo llegaste aquí? ¿Te evadiste? —No creerás que me han dado un salvoconducto —dijo Marcelo. Entró en mi cuarto y miró a su alrededor con aspecto satisfecho—. ¡Hola! Sigues conservando mis cuadros.—Los examinó un instante en silencio.

Lo tomé por el hombro: —No puedo creer que estés aquí. —Pues soy yo. Saqué del armario un pedazo de pan y manteca. —¿Tienes hambre? —Por supuesto —dijo Marcelo. Se sentó—. ¿Es verdad que hay hambre en París? —Todavía no —dije. Puse en el fuego una marmita con papas. Marcelo estaba allí con su cabezota, sus manos rechonchas y su risa misteriosa de caníbal; llenaba mi habitación. Yo me sentía feliz. —¡Y nosotros que te creíamos camino de Alemania! —¡Oh! es que querían mandarme —dijo Marcelo. —¿Tuviste dificultad para salir del paso? ¿Fue duro? —No. Me gusta caminar—dijo Marcelo. Extendió la manteca sobre el pan. Levantó la cabeza—: Cuéntame. ¿Cómo van las cosas aquí ? Me encogí de hombros. —¿Los alemanes se pasean por los bulevares?—preguntó—. ¿Se sientan ustedes junto a ellos en el subterráneo? ¿Les preguntan una dirección en las calles y ustedes les responden? —Sí, así es. Pero quizá no sea siempre así. Comencé a hablar. Me escuchaba mientras comía. —Así que encabezas un movimiento terrorista. —Se echó a reír: decididamente, no hay que desesperar de nadie. —Encontramos las simpatías y los apoyos más inesperados —dije—. ¿Te puedes imaginar que esté reconciliado con mi padre? La burguesía nacionalista nos tiende la mano. —Está bien —dijo Marcelo. Continuaba comiendo. A pesar de su barba y de su cráneo de forzado, parecía el mismo de antes. —¿Qué harás tú? —pregunté—. Te daré la dirección de un camarada cerca de Montceau-les-Mines que le ayudará a pasar la frontera. —¿Es necesario que vaya a hacerme desmovilizar allá? —preguntó Marcelo.

—Es necesario, si quieres estar en regla. —Entonces, iré. —¿Y luego? —dije yo—. ¿Volverás a jugar al ajedrez? —Demasiado jugué en el campo de concentración; finalmente, llegué hasta jugar siete partidas a ciegas. —¿Qué tal era aquello? —¡Tranquilo! —Marcelo sacó su pipa del bolsillo—: ¿Tienes tabaco? —Le tendí mi bolsa. La sopesó admirativamente—. ¡Todo tabaco! —¿Les faltaba allá? —A menudo. —Llenó lentamente la pipa—: ¿Tendrás un trabajito para mí? —¿Serías capaz de trabajar con nosotros? —interrogué. —Depende. No quiero hacer escritos, ni discursos. —Sin embargo, no deseo encargarte de lanzar bombas, ni de incendiar los garajes. Volarías el primer día. —Evidentemente —dijo Marcelo, con pesar. Yo vacilaba. Había un servicio que podía cumplir muy bien. —¿De verdad quieres entrar en el asunto? —¿Te sorprende? —dijo Marcelo—. ¿Piensas que se puede jugar al ajedrez bajo todos los regímenes? —En ti, la indiferencia política no me chocaría. Siempre hiciste figura de superhombre. —Y perdí —dijo Marcelo. Hubo un silencio. —Quiero proponerte algo —dije yo. —Adelante. —¡Pues bien! Este pabellón donde vamos a meter las armas carece aún de locatario. Precisaría de alguien que se mantuviera al margen de todas nuestras actividades. Estás casado, eso mejora el negocio. Te exigiremos únicamente que pases los días pintando y esculpiendo. —¿Dónde queda tu pabellón? —preguntó Marcelo.

—En Meudon. —Meudon —murmuró, apenado—. En fin, no hay que pedir demasiado. —Únicamente, debes darte cuenta —dije yo— de que arriesgas tu piel y la de Denise. Sonrió: —Denise se alegrará. —¿Estás seguro de que no es para hacerme un servicio que tú aceptas? —¿Qué diferencia hay? —dijo Marcelo. Rió—. Debes considerar solamente el interés de tu causa. —No —dije. Algo se removía en el fondo de mí mismo. Creía sin embargo haber amordazado a esa voz. Primero Jacobo... «No quería hacer de ti un medio.» —No me pareces tener todavía el temple de un jefe —se burló Marcelo. —Quizá —dije yo. No sonreí. Me miró seriamente. —Sigues siendo el mismo presuntuoso. ¿Crees que puedes considerarme un medio, un instrumento? Hago lo que quiero. —Como lo prefieras. Mi corazón continuaba acongojado. ¿Por qué él? Saber lo que se quiere, y hacerlo. Parecía simple. Quería armas, un pabellón para ocultar las armas, un locatario para el pabellón. Pero no quería que fuese justamente Marcelo quien corriera ese riesgo. ¿Y quién otro? ¿Por qué Vignon antes que él? El fin brillaba con evidencia; pero no aclaraba la ruta incierta. Todos los medios son malos. ¿Por qué tú? Me trajo hasta aquí. Estás ahí y te miro. Se agita, gime: «¡Ruth! ¡Ruth!» ¿A quién llama? ¿Quién es ella? Ya no lo sé. Ahora, la historia se desarrolla muy rápido como si yo estuviera en el fondo del agua y no me quedara sino apenas un último aliento. En el fondo del agua. En el fondo de la desesperación. Las camionetas recorren los caminos. Hasta un camión alemán entró a París cargado con pesadas cajas; el conductor cree que transporta manteca y jamón, se le ha pagado caro. En la villa de Meudon se descargan muebles; colchones y bultos de lencería y también cajas con armas. A pesar del frío, Laurent está en mangas de camisa y el sudor le recorre por la cara. Desciende por la escalera del sótano, encorvado bajo el peso de la pólvora, y ríe. Y heme ya en el salón donde Denise instaló sus alfombras y sus muebles, la chimenea tira bien y muestro a Laurent una delgada línea roja que serpentea a través de un plano de París.

—Ves: en la primera vuelta, a la derecha; en la segunda, a la izquierda, y seguimos el bulevar. —Comprendido. —¿Recuerdas con exactitud el plano? —Te lo puedo dibujar a ojos cerrados. Estrujé el papel y lo arrojé al fuego. Marcelo está sentado delante de un tablero, medita. Denise va y viene a través de la pieza. —Me gusta comenzar por la Gestapo —dice Laurent. Miro sus cabellos ensortijados, sus ojos azules, con boca brutal; nunca lo había observado tanto. No se parece a Jacobo; pero su sangre es del mismo color. —¿Te vaciaste los bolsillos? —No tengas miedo. —Sacó de su cartera una falsa libreta de identidad y la contempló con satisfacción—: Está muy bien hecha. Dime, ¿hay novedades de Perrier? —No, nada. Continuó en el secreto. Cuando lo transfieran a un campo, trataremos de ponernos en contacto con él. —Parece que han encontrado a Singer estrangulado en su celda —dijo Denise—, y el cura afirma que nunca soñó en colgarse. —Es probable. Miró el reloj. Las diez y cinco, todavía es temprano. Me levanto y me aproximo a Marcelo. —¿Y? ¿El rey se defiende? Levanta la cabeza. —El corazón no está ya en esto —dice—. No se pueden hacer dos cosas a la vez. —Me alegra que hayas vuelto a pintar. —Yo también. —Me sonríe. Comprendo que necesita hablar, hablar de otra cosa—: Fui un imbécil. —¿Ya no te parece absurdo pintar? —No —dice Marcelo—. En el campo, comprendí. Los tipos me pidieron frescos para adornar la sala de lectura: si hubieras visto los ojos que ponían. Es formidable, una admiración sincera. Esto trastornó mis ideas.

—Siempre pensé que lo que necesitabas era un público —digo. —Era también presunción —dice Marcelo—. Yo quería que mi cuadro existiera por sí mismo, sin necesitar de nadie. Pero en verdad, son los otros los que lo hacen existir. Pero, por el contrario, es fascinante este problema. Porque soy yo quien los fuerza a hacerlos existir. —Tuvo una sonrisa enigmática y un poco cruel—: ¿Comprendes?, son libres, y yo tengo y violo su libertad; la violo al dejarla en libertad. Es mucho más interesante que fabricar objetos. —Sí. —Lo miro con curiosidad—. ¿Y por eso te ocupas de lo que pasa a tu alrededor? —Naturalmente —dice Marcelo—. Quiero escoger mi público. Le puse la mano en el hombro. Por su lado todo andaba en orden. Pero nunca me había inquietado demasiado por él. Estaba seguro de que nunca hacía nada que no quisiera. Miré a Denise. —¿El calvo merodea todavía por aquí? —No lo he visto desde hace tres días. —Sonrió—: Debí soñar; no se ocupaba de nosotros. No hay motivo para que se ocupe de nosotros. —Por supuesto. Habla con cordura; pero hay niebla en sus ojos. Tiene pesadillas noche y día. Vigila a través de las rejas del jardín. Sé que no retrocederá, que no traicionará. Estará a la altura de sus obligaciones. Pero no ha escogido morir: ha escogido tan sólo una cierta manera de vivir. Tiene miedo. Y la muerte puede llegar, una muerte que será apenas un accidente estúpido como la cuerda que rompe el cuello, la corriente que nos fulmina. «Es muy lindo dejar libre a la gente.» ¿Dónde está esa libertad? —¿Otro poco de café? —pregunta. —Gracias. Llena nuestras tazas. Las diez y veinte. Laurent bebe su café con un cloqueo. Se muestra plácido. Aceptaría encantado morir; pero está convencido de que no morirá porque trabaja conmigo. ¿Lo pensé todo? Había verificado la muesca del detonante, había pensado en todo. Dejo mi taza. —¡Vamos! Denise me mira con asombro. —¿Cómo? ¡Va con Laurent? —¡Claro que sí!

—Pero no debe ir —dice ella—. ¿Qué pasará con el movimiento si le sucede algo? —Ya lo sé: los generales mueren en la cama; pero no tengo alma de general. —Habría que comprar una —dice Denise—, Sabe bien que nadie es capaz de reemplazarlo. —¿Quiere usted que envíe a los muchachos a arriesgar su piel y que yo me quede azucarando el café? Me costaría aguantarme. Denise me mira con reproche: —Se ocupa demasiado de usted mismo. Sus palabras me muerden. Quizá sea porque soy un burgués que necesito siempre ocuparme de mí mismo. —Sus escrúpulos no nos interesan —continúa ella con dureza—. Nos confiamos a usted como a un jefe que pone el partido antes que nada: no tiene el derecho de traicionarnos. Miro a Laurent; escucha con indiferencia; todo cuanto hago está bien hecho. Miro a Marcelo. —¿Qué opinas? Ríe: —Lo mismo que tú. —Sí —digo a Denise—. Tiene usted razón. No insistiré. Pero esta vez acompaño a Laurent: se necesitan dos y no puedo postergar la operación. —Me levanto—: Además, quiero por lo menos una vez ver con mis propios ojos cómo pasan las cosas. —Plantearé el problema al comité —dice Denise—. Conozco de antemano su decisión. —De acuerdo —respondo yo. Salimos. Nuestras bicicletas se deslizan en la noche, empujando delante de ellas un redondelito de luz. En mi bolsa, bajo las cebollas y las zanahorias, hay una especie de caja de sardinas, de aspecto inofensivo. A nuestra derecha, en la oscuridad, hay un débil reverberar sombrío y un olor fresco: el Sena. Sacos de arena nos interceptan el camino: nos apeamos y proseguimos; hemos entrado en París. La ciudad parece dormida; nadie en las calles y las casas son bloques de piedra sombría. Solamente ellos desdeñan disfrazar sus ventanas, y sus inmuebles relucientes: en el fondo de la avenida

se divisa un gran rectángulo luminoso. Meto la mano en mi talego, saco la lata de sardinas; Laurent pedalea detrás de mí y sé que también aprieta entre sus dedos el metal duro y frío. El rectángulo de luz se aproxima por la derecha. Del otro lado de los vidrios hay hombres con uniformes azules y brazaletes amarillos, los hay del primer al último piso de la casa. Delante de la puerta está detenido un automóvil y un grupo de oficiales se halla parado junto a él. Me vuelvo. —Fallamos —digo a Laurent—. Sígueme. Pasamos delante de ellos, no ven nuestras manos. Descendemos la avenida y nos volvemos a la derecha. Aminoro. —Es mala suerte —dice Laurent. —No se quedarán toda la noche. Vaguemos un poco por aquí. Me siento decepcionado. Ayer al mediodía no había ningún automóvil en mi cabeza y ahora está allí, simple, naturalmente. En mi cabeza regresábamos alegremente a dormir en casa de Marcelo. ¿Y en la realidad? Lo encontraron estrangulado en su celda... Erramos por un largo rato, en silencio. —Volvamos a ver. Regresamos a la parte alta de la avenida; andamos sin prisa: la calzada está desierta. Tan sólo un guardia se pasea por la vereda: amenguo la marcha, apunto al cuadro luminoso y arrojo la caja. —¡Hecho! —Detrás de nosotros, un ruido de vidrios rotos, una explosión, gritos, silbatos. La avenida desciende en suave pendiente, huye vertiginosamente bajo las ruedas. Tocan silbatos detrás de nosotros. Primera vuelta a la derecha. Todavía más silbatos. Segunda vuelta a la izquierda. Pedaleamos hasta quedarnos sin aliento. Cuando lo recobramos, nos rodea el silencio. Las calles duermen, el cielo duerme. Se diría que no pasa nada en ninguna parte. —Los agarramos —dice Laurent. —Sí, creo. —No es deporte: es demasiado fácil. —Todavía no están habituados. Espera y verás. Pedaleamos sin prisa. Tengo calor, me siento liviano. Es fácil hacer lo que se quiere; todo es fácil. Recomenzaremos mañana mismo. Otros edificios estallarán. Y trenes, y puentes, y fábricas. Estamos en la puerta de la pensión Colibrí y bebemos un ponche junto al fuego con Magdalena. Allá, abajo, ellos trasladan los muertos y heridos,

gritan órdenes, nos fusilan. Y nosotros miramos llamear el ponche, tranquilos y perdidos como en el fondo de un boscaje. Al día siguiente, a mediodía, Magdalena viene a buscarnos a la salida del taller: —Lindo trabajo —dice—. Hubo ocho muertos y no sé cuántos heridos. Todo el barrio está en ebullición. Ando alegremente por las calles de Clichy: esos muertos no pesan sobre mi corazón. No hay de ellos ninguna señal en mi cara o en mis manos. Ellos se cruzan conmigo, me ven y no me ven: soy un transeúnte inofensivo. En el taller, los camaradas nos miran sin asombro. No tenemos en absoluto el aspecto de condenados a muerte. Es un día como los otros. Por la noche, voy a comer con mis padres; a las siete desciendo del subterráneo y leo el anuncio rojo contra las cerámicas blancas. —¿Viste? —dice mi madre. —¿Qué? —Los carteles. Hubo un atentado anoche; en represalia fusilaron a doce rehenes. —Me mira: sus ojos están hundidos, sus mejillas congestionadas, tiene el aspecto de una vieja, recita con voz sin expresión—: Si no descubren a los autores del atentado dentro de tres días, fusilarán otros doce rehenes. —Lo sé. La cosa comienza —digo. —Prometen quinientos mil francos de recompensa por todo informe útil —dice mi padre con tono gruñón. —¿Se denunciarán? —dice mi madre—. ¿Dejarán fusilar a doce inocentes? Mis manos no tiemblan: no me ruborizo. Sin embargo, en mis manos, en mi cara, hay vestigios; los siento. Mi madre los descubre y su mirada me quema. —No pueden —digo yo—. Si se denuncian, nunca podrían volver a empezar. —Se deben a la causa —dice mi padre. Está orgulloso. Es él quien ha arrojado la bomba y no lo lamenta: es un hombre fuerte. —Entonces, no deberían hacer lo que han hecho —dice mi madre—. Asesinaron franceses. —¿Sabes lo que ocurre en Polonia?—pregunto—. Meten a los judíos en trenes, cierran herméticamente los vagones y hacen circular gas a través del convoy. ¿Quieres que nos hagamos cómplices de esas masacres? En el momento actual, siempre se está en vías de asesinar a alguien.

—¿Acaso esa bomba salvó la vida de un solo polaco? —dice mi madre—. Significa tan solo veinticuatro cadáveres, y nada más. —Son los cadáveres los que más pesan —digo yo—. ¿Crees que después de eso la palabra colaboración conserva su sentido? ¿Crees que podrán todavía sonreímos con gesto de hermanos mayores? Ahora, entre ellos y nosotros, hay sangre fresca. —Los que quieren luchar que luchen; y que viertan su propia sangre—dice mi madre. Se pasa 1a mano por los cabellos—: Esos hombres, los rehenes, no quieren morir, no se los consultó.—Su voz se estrangula—. No hay derecho, es un asesinato. ' Me encojo de hombros, impotente. Tengo un nudo en la garganta. Felizmente, mi padre habla, explica. El viejo olor a tinta y a polvo flota en la galería; en otro tiempo, este olor me sofocaba y, bajo el piano, arañaba la alfombra: el pequeño Luis ha muerto. Muerto sin remedio, para siempre. He tomado sus vidas para siempre, sus vidas únicas, nadie las vivirá por ellos. Ni siquiera me conocían, y yo tomé sus vidas. Alguien llama a la puerta. Marcelo leía en el estudio con los pies sobre la mesa y yo golpeé la puerta. Basta. Basta. Lo quise. Mañana volveremos a empezar. La sirvienta trae la sopa. No tengo hambre, pero es preciso que coma. Mi madre no come: me mira. Es preciso que lo ignore. Ella lo sabe. Sé que lo sabe. No me perdonará nunca. Como. Bebo café de cebada. ¿Y si le digo: está bien, voy a denunciarme? ¿Qué haría ella? Pero no digo nada y ella no tiene más remedio que detestarme apasionadamente; mira a lo lejos, hosca y distraída; y mi padre habla, y yo le respondo. Hablamos, y la aguja del reloj gira. Las once. Mi corazón se aprieta; de pronto tengo cinco años, tengo miedo y frío; querría que mamá me arrope en mi cama, que me abrace largo rato. Querría quedarme, acostarme en mi viejo cuarto, cobijado en mi pasado; quizá entonces podría dormir. «Debo partir.» Me levanto, mis piernas están pesadas, no puedo quedarme; su mirada me echa. Cuando me inclino para besarla, aprieta los labios y se pone rígida: «Tú lo hiciste. Ahora, sopórtalo.» Se calla, pero escucho su voz dura. Morirás sin perdonarme. Me sumergí en la noche, anduve delante de mí, criminal y resignado al crimen. Habría deseado marchar hasta la mañana. A medianoche subí a mi cuarto y me senté junto a la chimenea vacía. Solo. Encerrado con mi crimen, solo. Miraba llamear en la parrilla los viejos diarios. «¿Y si todo fuera inútil. ¿Si los hubiera matado por nada?» Me desperté al alba, transido, junto a la chimenea, con la boca amarga y pensando: «Hay que recomenzar. Si no, todo habría sido inútil. Los habría matado por nada.».

No tengo más fuerza. No puedo proseguir: esta noche, sobre esta cama, eres tú quien muere. Quiero detenerme. ¿Es que no puedo detenerme? Apoyaré el revólver contra mi sien. ¿Y luego? ¿Qué harán ellos luego? Ya no estaré aquí. Pero estoy aquí, y mientras esté aquí, el porvenir existe, más allá de la muerte. Pienso en morir, lo pienso mientras vivo. Decide morir, decide todavía, decide solo. ¿Y luego? ¿Y luego?

CAPÍTULO XII Helena dejó la lima sobre la mesa de luz y hundió la mano derecha en la palangana con agua jabonosa. Estaba medio acostada en el diván, había corrido las cortinas y encendido la lámpara de la cabecera: así, podía creerse que el día iba a acabar pronto; pero sabía que no era verdad. Se adivinaba detrás de la ventana un cielo azul y un marchito domingo de mayo. Abajo, la puerta de la confitería estaba abierta y los niños comían helados en cucuruchos de cartón. Helena retiró su mano de la palangana y tomó una pinza rodeada con un algodón que empapó en un líquido blanco; se puso a empujar las cutículas muertas hacia la raíz de sus uñas. ¿Por cuántos años tendría aún que matar tantas horas en blanco? E incluso, aunque me hubiera amado, ¿qué habría cambiado con ello? Habría habido siempre ese silencio y ese escarceo blanco y azul... Se echó la falda sobre las piernas. Alguien golpeaba. —¡Entre! Era Ivonne. Tenía en la mano un ramillete de violetas. Tenía un aspecto raro. —Pues bien, ya sucedió —dijo sonriendo, con una sonrisa indecisa y falsa como si se dispusiera a hacer una linda broma a Helena. —¿Qué? ¿Qué pasa? —Están en casa; embarcan a todos los judíos. —¡No puede ser cierto! —exclamó Helena. Miró a Ivonne con perplejidad: los labios continuaban sonriendo, pero tenía el rostro contraído. —Es verdad. —Desapareció la sonrisa y las mejillas comenzaron a temblarle—: ¿Qué haré? No quiero que me lleven a Polonia. —¿Qué pasa, exactamente? —preguntó Helena. —No losé bien. Había salido a tomar el aire. Al volver compré violetas y la vendedora me dijo que me escondiera. Helena se puso de pie: —No tengas miedo. No te llevarán. —Pero tengo miedo por mi madre —dijo Ivonne—. Si no vuelvo van a dañarla, quizás estén por pegarle...

—Es necesario que no te quedes aquí —dijo Helena—. Será el primer lugar donde los enviará. Ven. ¡Vámonos! —Helena, no puedo dejarla así, sin saber... —Miró a Helena con timidez—: ¿Te atreverías a ir hasta allá? Si es preciso que yo vuelva, dímelo y volveré. —Iré en seguida —dijo Helena. Se puso el abrigo—: ¿Dónde te encontraré? —Había pensado ocultarme en Saint-Etienne-du-Mont. Hacen requisas en todo el barrio, pero no creo que revisen las iglesias. Descendieron la escalera apresuradamente. —¡Embarcan a los judíos! ¡No puedo creerlo! —dijo Helena. Ivonne la miró, había en sus ojos una especie de ironía triste. —Yo sí puedo. Sabía que ocurriría. —Tocó el hombro de Helena—: Vé pronto. Estaré en la capilla de la Virgen. Helena partió corriendo: le aliviaba correr, pues la mirada de Ivonne continuaba posada sobre ella y la vergüenza le apretaba la garganta. «Yo no lo creía, no pensaba en ello, dormía, y, por las noches se revolvía en su lecho sin poder dormir, aguardando. ¡Yo esmaltaba mis uñas y mientras tanto ellos embarcaban a los judíos!» Encerrada en este cuarto lleno de sueño, de silencio, de tedio; y afuera, es de día, y la gente vive y sufre. Amenguó el paso, sin aliento. Las calles ofrecían su aspecto cotidiano: un domingo semejante a muchos, uno de esos largos domingos en los que no pasa nada. Franqueó la puerta cochera; había dos agentes bajo el pórtico y se oían a través de la casa los gritos de una disputa. Las puertas sonaban, pesados objetos caían con ruido sobre el pavimento; uno gritó con voz ronca en lengua desconocida. En mitad de la escalera Helena se cruzó con un policía que llevaba en los brazos a un niño de pecho, con aire de fastidio y torpeza. Se detuvo en el descanso del segundo piso; la puerta estaba abierta y se oían voces de hombres en el departamento. Helena entró. —¡Ivonne! Un policía surgió de la habitación del fondo. —¡Ah! Por fin la tenemos. —No soy Ivonne—dijo Helena. —Eso es lo que vamos a ver en seguida. Entre ahí. Helena dudó un minuto. La cámara prohibida, llena de noche y de pesadillas y de olor a locura, estaba abierta de par en par; la luz eléctrica estaba encendida y había dos policías al pie del lecho. La señora Kotz estaba hundida entre las frazadas, de donde

sólo emergía su cabeza, una cabeza pelada de mejillas fláccidas cubiertas de pelos negros. —¿Dónde está Ivonne? —¿Tiene sus papeles? —le preguntó el policía. Helena sacó de la cartera su documento de identidad y sus bonos de alimentación. —Pero, ¿qué es lo que ocurre? —¿Dónde está Ivonne? —repetía la señora Kotz—. No se queda jamás tanto tiempo fuera de casa. El policía examinaba los documentos y tomaba notas en una libreta: —Está bien —dijo en tono decepcionado—. ¿Qué venía a hacer usted aquí? —Venía a ver a mi amiga. —¿Sabe dónde se encuentra ahora? —No. —Seguramente volverá dentro de un instante—dijo la señora Kotz con voz suplicante. —¡Bien! Será conveniente que le digan que no trate de escapar—dijo el policía—. Mañana vendrán los alemanes a buscarla, y si no la encuentran, les prevengo que se trata de gente poco paciente. Los hombres abandonaron el cuarto y la puerta de entrada sonó poco después. —¡Me matarán! —dijo la señora Kotz, cerrando los ojos—. ¡Ah! Me desvanezco —dijo—. Dame rápido mi remedio. —Helena tomó al azar una de las botellas que estaban en la mesa de luz y llenó una cuchara. —Gracias —dijo la señora Kotz respirando profundamente—. Dile que vuelva pronto, si no me matarán. —No creo que la maten —dijo Helena—. No tenga miedo. Volveré a verla esta noche y me ocuparé de usted. —¿Pero Ivonne? ¿Dónde está Ivonne? —No sé nada de ella —dijo Helena—. Hasta luego. Cerró la puerta. Sobre la mesa de Ivonne había tijeras, alfileres y carretes de hilo junto a un vaso vacío. Un traje de lana azul ribeteado de blanco pendía del picaporte

de la ventana. Se diría que iba a volver dentro de cinco minutos. Ivonne había comprado violetas, pero el vaso quedaría vacío porque ella no volvería. En los estantes donde arreglaba sus libros había un osito de felpa que Helena había robado para ella hacía diez años, y que dejaba ver ya su aspecto de orfandad. Helena lo recogió metiéndolo en su cartera. En la escalera no oyó ningún otro ruido; la casa entera parecía vacía. Helena empezó a caminar por la calle; la florista estaba sentada en un banquito junto al carro verde. Ivonne no le compraría más flores, ni volvería a entrar en la panadería. ¿Dónde estaría ahora? Sola, perdida, sin amigos... Yo había corrido las cortinas y me arreglaba las uñas. Se detuvo en seco. Junto al cordón de la plaza de la Contres- carpe había cuatro autobuses colocados en fila. Dos vacíos a la izquierda del terraplén, los de la derecha estaban llenos de niños. Los policías montaban guardia en las plataformas. Una larga fila de mujeres desembocaba por la calle Muffetard, encuadrada por otros agentes de policía. Marchaban de a dos llevando bultos en las manos. La plaza estaba silenciosa como la plaza de un pueblito. A través de los vidrios de los grandes vehículos se veían caritas oscuras y acosadas. Alrededor de la plaza, inmóvil, la gente miraba. Las mujeres atravesaban el terraplén para dirigirse hacia los autobuses vacíos. Había una que llevaba una niñita en la mano: una niñita muy pequeña de trenzas oscuras sujetas por moños rojos. Un agente se les aproximó y les dijo algunas palabras que Helena no llegó a escuchar. —No —sollozó la mujer—•. No. —Vamos —dijo el policía—, nada de escándalo. Se la devolverán más tarde. —Y levantó a la criatura en los brazos. —No. No—clamaba la mujer, y con las dos manos se aferraba al brazo del policía. Su voz se elevó—: Déjemela. ¡Ruth!, ¡mi pequeña Ruth! La criatura empezó a gritar. Helena apretó los puños mientras las lágrimas le subían a los ojos. Pero, ¿es que no podemos hacer nada? ¿Si avanzáramos todos juntos y les arrancáramos la criatura? Pero nadie respiraba. El policía depositó a Ruth en la plataforma de uno de los coches de la derecha. La niña gritaba. En el interior del coche varios empezaron a gritar con ella. La mujer se quedó inmóvil en medio de la plaza. El autobús se puso en marcha pesadamente. —¡Ruth! ¡Ruth! —La mujer tendió las manos hacia adelante y corrió tras el coche. Tenía los zapatos con los talones agujereados y corría balanceándose torpemente. Un policía la seguía sin prisa con sus grandes trancos masculinos. Ella gritó todavía una vez: «¡Ruth!», y su grito fue estridente y desesperado. Después se detuvo en la esquina de la calle y ocultó su cara entre las manos. La placita continuaba tranquila, y ella estaba

ahí, de pie, en medio de un domingo azul, la cabeza entre las manos, mientras su corazón se le caía a pedazos; el policía le puso la mano sobre el hombro. «Pero ¿por qué? ¿Por qué?», pensó Helena con desesperación. Lloraba, pero permaneció inmóvil, como los otros, mirando. Estaba ahí, y su figura no se diferenciaba de la de los otros. Atravesó la plaza. «Es como si yo no existiera y sin embargo existo. Existo en mi pieza cerrada, en el vacío. No cuento para nada. Acaso es culpa mía.» Delante del Panteón los soldados alemanes bajaban de un autobús de turismo; y tenían el aire fatigado y no se parecían a los desdeñosos vencedores que gritaban «Heil!» por las carreteras. «Miro pasar la Historia. Mi Historia. Todo esto me ocurre a mí.» Entró en la iglesia. La voz del órgano resonaba bajo la bóveda de piedra; la nave mayor estaba llena de gente. Oraban los niños junto a sus madres, en familia, con el corazón lleno de música, de luz y de perfume e incienso. Al fondo de la capilla, detrás de la cortina de vapor que subía de los cirios, la Santa Virgen sonreía con inconsciencia. Helena tocó el hombro de Ivonne. —¡Ah, estás aquí ya! ¿Qué pasó? —Vi a tu madre —dijo Helena; se arrodilló junto a Ivonne—: Los agentes fueron gentiles: comprendieron que estaba enferma, la dejarán tranquila. Dice que no te inquietes por ella. —¿De veras? —exclamó Ivonne sorprendida. —Sí. Está muy bien. —Abrió su bolso—. Toma, te traje tu osito, parecía aburrirse sin ti. —¡Qué buena eres! —dijo Ivonne. —Ahora nos ocuparemos de ti. Iré a ver a Juan. Es posible que pueda hacerte pasar la frontera. —¿Irás a ver a Juan? —Denise me dijo que me dirigiera a él en caso de necesidad. —Pero, ¿no te molesta hacerlo? —No. ¿Por qué? —Helena se levantó—. Quédate aquí. Volveré lo más pronto posible. —Toma —ofreció Ivonne—: Llévatelas. —Puso en las manos de Helena el ramillete de violetas—. Gracias —agregó con voz ahogada. —Eres una tonta —dijo Helena.

Atravesó la iglesia. El órgano se había callado; una campanilla tintineó, tenue, en silencio, y el sacerdote elevó por encima de su cabeza la custodia de oro. Helena descendió por la calle Soufflot, sacó su bicicleta y montó en ella. «Voy a ver a Juan.» Era indiferente, era natural. No tenía miedo, no esperaba nada de él. «¡Ruth! ¡Mi pequeña Ruth!» No podía borrar ese grito, ese grito que nunca ya dejaría de oír. Y nada, comparado con esto, tenía importancia: «¡Ruth! ¡Ruth!» En las calles era el fin del domingo, domingo en la iglesia, domingo alrededor de las mesas dispuestas para el té y en los corazones fatigados. «Mi historia: y se vive sin mí. Duermo y, a veces, miro: y todo pasa sin mí.» Subió la escalera y escuchó por un momento con la oreja pegada a la puerta. Se oía como un crujido. Estaba en su casa. Llamó: —Buenos días —dijo. Su voz se detuvo en su garganta. No había pensado que la miraría con esos ojos; él no sonreía. Ella hizo un esfuerzo y sonrió la primera—•. ¿Puedo hablarte cinco minutos? —Por supuesto. Entra. Se sentó y dijo muy rápido: —¿Te acuerdas de mi amiga Ivonne? La buscan para enviarla a Alemania. Denise me dijo que podías hacerla pasar a la zona libre. —Puede hacerse —asintió Juan—: ¿tiene dinero? —No —dijo Helena; pensó en el abrigo claro, en el hermoso tailleur colgado de su armario—. Tendrá un poco, pero no en seguida. —No importa. Dile que vaya alrededor de las cinco a casa del señor Lenfant, calle Orsel número doce. El la esperará. —Lenfant, calle Orsel número doce —repitió Helena. Bruscamente, las palabras subieron a sus labios. No había pensado decirlas, pero se le impusieron con tanto vigor que le pareció que había llegado hasta allí expresamente para decirlas. —Juan, quiero trabajar con ustedes. -¿Tú? —¿No tienes un trabajo para mí? Él la escrutó: —¿Sabes lo que hacemos?

—Sé que ayudan a la gente. Sé que hacen algo. ¡Dame algo que hacer! —Espera —dijo él—, déjame reflexionar. —¿Desconfías de mí? —¡Desconfiar! —dijo Juan. —Han debido informarte que pensaba irme a Berlín. —Sonrió—. Pero no partí. —¿Por qué quieres trabajar con nosotros? —Tranquilízate —dijo ella—, no es por ti. —No pienso en eso. —Podrías pensarlo. —Sus ojos recorrieron el cuarto. Nada había cambiado. Mi amor no ha cambiado... No. No es para mezclarme de nuevo en tu vida. —Es un trabajo peligroso —advirtió Juan. —Me da lo mismo. —Estas palabras tampoco las había pensado, y sin embargo, estaban allí, dispuestas a ser formuladas: Ya no vivo; soy como una muerta—. Acuérdate: me dijiste una vez que se podía aceptar el riesgo de la muerte para que la vida conservara un sentido. Pienso que tenías razón. —¿Eres tú quien habla así? —dijo Juan. —¿Encuentras que he cambiado? —No debías terminar en esto. —Reflexionó—. ¿Sabes conducir un automóvil? —Conduzco muy bien. Tengo buenos reflejos. —Entonces podrás servirnos dé mucho. —Hubo un silencio—. ¿Estás enteramente segura de ti? —dijo Juan—. Si te detienen, ¿te callarás? Es indispensable que sepas que si nos descubren seremos fusilados de inmediato. —Sí —dijo Helena. Vaciló—: Ustedes ayudan a la gente. Y... ¿eso es todo? —No es todo. —¡Ah, también tú has cambiado! —No tanto —dijo él. Miraba hacia delante con aire de tristeza. «Está inquieto; está solo... no supe quererlo», pensó Helena. Y agregó: «No es demasiado tarde. Lo amaré siempre.» Se levantó. —Tan pronto me necesites, hazme llamar.

—Dentro de dos o tres días. —La miró: sonrió—. Estoy muy contento de haberte vuelto a ver —dijo. Helena se pasó la lengua por los labios; tenía miedo de echarse a llorar. —Sabes, comprendí —dijo—. No debería haber hecho lo que hice. Estuve... Estuve infecta. —¡Oh, también yo fui culpable! Se miraron un momento, silenciosos, indecisos. —Adiós —dijo ella—. Querría que no me detestaras más. Abrió la puerta y descendió la escalera sin aguardar su respuesta. Helena empujó la puerta ventana. El pedregullo crujió bajo sus pies. La noche era cálida; un olor fresco a hierba subía hacia el cielo negro. Se sentó en el pequeño banco de madera, contra el muro. «Después de todo, nunca ha pasado nada», pensó. En el fondo del valle pitó un tren; corría con todas las ventanillas bajas, invisibles. «No hay que pensar así. Cada vez puede ocurrir.» Tomó una hoja de laurel y la frotó entre sus dedos. «Ya no tengo miedo.» Se sentía ligera y colmada como en las más bellas tardes de su infancia, cuando reposaba en brazos de un dios paternal. «Estar muerto: nunca se está muerto. Ya no hay nadie que esté muerto. Estoy viva. Siempre estaré viva.» Sentía la vida que se agitaba en su pecho; y ese instante era eterno. —¡Helena! —La claridad rojiza de un cigarrillo agujereó la oscuridad. Reconoció a Juan—: Helena, te lo ruego—dijo—, ¡no vayas esta noche! —Es inútil —contestó ella—. Iré. —Cuando un golpe ha fallado, no hay que recomenzar. Pueden haberlos visto en el camino. Espera unos días. —Ellos no esperaban. Quizá mañana lo conduzcan a otro campo. No hay tiempo que perder. Juan se sentó junto a ella: —Si no fuera Pablo, ¿lo harías? —Es Pablo. —Pablo no significa nada para Denise. —Ella está de acuerdo. Formamos un equipo —reflexionó—; pero voy a proponerte algo: por esta vez iré sola.

—No. Si estás sola, al menor accidente te pierdes. —Aplastó su cigarrillo con el taco—. Te acompaño yo. —¿Tú? No debes participar en ninguna expedición, es una regla absoluta. —Lo sé —dijo Juan—. Envío gente a hacerse matar y no comparto su riesgo. —Si lo compartieras, no cambiaría nada —dijo ella. Hubo un silencio. —Estarás en peligro y yo no estaré a tu lado; no puedo soportarlo —dijo él. —Estarás junto a mí —dijo ella—. La distancia no existe: siempre estás junto a mí. Le rodeó los hombros con los brazos. Helena apoyó su mejilla contra la de Juan. —Tienes razón —dijo él—. Ahora nada nos separará, nada. —Las primeras veces tenía miedo—dijo Helena—; pero soy tan feliz que ya no puedo sentir miedo. —Mi amor—murmuró él. Del otro lado del jardín, una voz llamó: —¡Helena! —Helena se puso de pie. —Hasta mañana. Telefonea a Lamy que puede ser la señal. Estaremos allá justo a tiempo. —Cuídate —dijo Juan—. Y vuelve pronto. —La tomó en sus brazos—. Vuelve a mí. —La dejó y ella corrió hacia el garaje. —Estoy dispuesta. Denise bajó la capota de la camioneta donde se apilaban bultos de ropa sucia. Un pañuelo le cubría la cabeza. —Todo en orden —dijo. Helena se ató un pañuelo bajo el mentón. —¿Tiene el traje? ¿Y los papeles? —Tengo cuanto se necesita. Subieron al automóvil. Helena tomó el volante.

—Juan no quería que partiéramos. Dice que es una imprudencia. —Así me lo dijo. Pero Pablo cuenta, con seguridad, más que nosotros. Y pronto las noches serán menos oscuras. Helena arrancó. Allá, oculto tras una barraca, Pablo auscultaba el silencio. Lamy había montado en su bicicleta, pasaba delante del campo, cantando. Juan descendía hacia la estación: ella no lo había dejado. Ahora, ya nunca se sentía sola, ni una inútil perdida bajo un cielo vacío. Ella existía a la par de él, junto con Marcelo, Magdalena, Laurent, Ivonne, con todos los desconocidos que dormían en las barracas de madera y que nunca habían escuchado pronunciar su nombre, junto con todos aquellos que deseaban un mañana distinto, con aquellos, incluso, que no sabían desear nada. La cáscara se había roto: ella existía para algo, para alguien. La tierra entera era una presencia fraternal. —¡Qué linda noche! —dijo.

CAPÍTULO XIII Un haz de luz se filtra a través de las persianas. Las cinco. Las primeras puertas se abren. El médico, la partera, acuden a la cabecera del enfermo y de la parturienta. Los «dancings» clandestinos se vacían en las calles desiertas. Alrededor de las estaciones, algunos cafés se iluminan. Se los coloca contra el muro. Metió la mano en su bolsillo. Duro y frío. Un juguete. «No se creería que puede matar.» Pero mata. Se acercó al lecho. No pasará la noche. Y la noche casi ha pasado. Estaré aquí todavía para decir: ¿yo la maté?, o para decir: ¿hay que continuar matando? Esta voz... es a mí a quien habla; es por mí que debe callarse. ¿Qué importa que para ellos mi silencio sea todavía como una voz? Nada me salvará. Pero puedo dormirme, sumergirme en esas aguas culpables. La angustia tira y desgarra; me arranca de mí mismo. Que este desprendimiento se acabe... —Juan. Se volvió. Ella había abierto los ojos. Lo miraba. —¿Pablo llegó? —Sí. Está aquí. Todo anda bien. —¡Ah, cuánto me alegro! —dijo ella con voz débil pero clara. Él se sentó al borde del lecho. —Estoy bien —le tomó las manos entre las suyas—. No estés triste. No me da miedo morir. —No te vas a morir. —¿De veras? Lo miró; la misma mirada de antes, desconfiada, exigente. —¿Qué te dijo el médico? Esta vez no podía vacilar. No dudaba: a pesar del sudor sobre las sienes y de su voz jadeante, no se trataba de un simple objeto de carne; una mirada, una libertad, sus últimos instantes pertenecían únicamente a ella. —No nos dejó muchas esperanzas. —¡Ah! Me parece bien. —Permaneció unos instantes silenciosa—. No me da miedo morir—repitió.

Él se inclinó y rozó con sus labios la mejilla malva. —Helena, sabes que te amo. —Sí, ahora me amas —dijo ella. Apretó su mano—. Me siento feliz de que estés aquí; pensarás en mí. —Mi único amor—dijo él—. Estás así, y por mi causa. -—¿Por qué por tu causa? Fui yo quien quiso ir. —Yo habría podido prohibírtelo. Ella sonrió: —No tenías derecho a decidir por mí. Las mismas palabras. La miró. Era ella. Ella decía: soy yo quien ha de decidir. Sus cábelos opacos relucían, sus mejillas hundidas brillaban llenas de vida; era ella. La misma libertad. Entonces, ¿a nadie traicioné? ¿Es a ti, en verdad, a quien hablé, a ti, única en.la verdad única de tu vida? ¿En ese aliento jadeante, en esas pupilas azules, reconoces todavía tu voluntad? —Es lo que tú decías hace tiempo; te he dejado escoger; ¿pero es que sabías lo que tú escogías? —Te escogí a ti. Haría hoy de nuevo la misma elección.—Sacudió la cabeza. —No querría haber tenido una vida distinta de la que tuve. Él no osaba todavía creer en esas palabras que escuchaba; pero el aro que rodeaba su corazón se aflojaba; una esperanza se alzaba en la noche. —No habías escogido encontrarnos —dijo—. Tropezaste contra mí como se tropieza con una piedra. Y ahora... —Ahora —dijo ella—, ¿qué hay que lamentar? ¿Acaso tenía ganas de envejecer? Las palabras brotaban con dificultad de sus labios. Pero su mirada acechaba. Viva, presente. Parecía de pronto que el tiempo carecía ya de importancia, todo ese tiempo en el cual ella dejaría de ser; puesto que en ese minuto ella existía, sin límite. —¿De verdad que no lamentas nada? —dijo él. —No. ¿Por qué? —¿Por qué? —repitió él. —No tengas remordimientos.

—Trataré. —Es indispensable que no los tengas. —Sonreía débilmente—. Hice lo que quise. Eras simplemente una piedra. Se precisan piedras para hacer las carreteras; sin ellas ¿cómo se podría escoger un camino? —Si fuera cierto... —Pero es cierto, estoy segura. ¿Qué hubiera sido yo si nada me hubiera ocurrido? —¡Ah, querría creerte! —dijo él. —¿A quién creerías? —Cuando te miro, te creo —dijo él. —Mírame. —Cerró los ojos—. Voy a dormir un poco más, estoy cansada. Él la miraba. «¡Está bien!» Quizá Pablo había tenido razón al decir «está bien». Ella respiraba suavemente y él la miraba. Le parecía que no habría podido inventarle otra muerte, otra vida. Te creo. Debo creerte. Ningún mal te ha sobrevenido por mi causa. Bajo tus pies sólo fui una piedra inocente. Inocente como la piedra, como ese pedazo de acero que desgarró tu pulmón. Él no te mató; no soy yo quien te mató, mi amor. —¡Helena! Ahogó un grito. Las venas están hinchadas y la boca entreabierta, Duerme; ha olvidado que iba a morir. Hace un rato, lo sabía; ahora, va a morir y no lo sabe. No duermas, despiértate. Se inclinó. Hubiera querido sacudirla por los hombros, suplicarle; soplando con todas las fuerzas sobre una llama vacilante se llega a reavivarla. Pero de mi boca a su vida no hay un pasillo; podía solamente resurgir yendo hacia la luz. ¡Helena!, tiene todavía un nombre: ¿es que ya no la puede llamar más? El aliento llega con esfuerzo de los pulmones a los labios, desciende, deslizándose, de los labios a los pulmones, la vida jadea y padece, y sin embargo, ella conserva su entereza, la conservará hasta el último momento. ¿No quieres emplearla en otra cosa sino en morir? Cada latido de su corazón la aproxima a su muerte. Detente. Su corazón continúa latiendo, inexorablemente; cuando no lata más, entonces estará muerta, y será demasiado tarde. Detente en seguida, deja de morir. Ella abrió los ojos: él la apretó entre sus brazos. Esos ojos abiertos ya no veían. ¡Helena! Ya no oía. Algo queda que aún no está ausente de sí misma, pero que ya está ausente de la tierra, ausente de mí. Sus ojos son todavía una mirada, una mirada fija que ya no es mirada de nada. El aliento cesa. Ella dijo: me siento feliz de que estés aquí. Pero no estoy aquí. Sé que algo sucede, pero no puedo asistir a ello, porque no sucede aquí ni

en otra parte, sino más allá de toda presencia. Respira todavía; los ojos se velan; el mundo se desprende de ella; se desploma; y sin embargo, ella no se desliza fuera del mundo; es en el seno mismo del mundo donde se convierte en esta muerta que sostengo en mis brazos. Un rictus contrae la comisura de sus labios. Ya no existe la mirada. Bajó las pupilas sobre los ojos yertos. Querido rostro, querido cuerpo. Ésta era tu frente, éstos tus labios. Me has dejado, pero puedo todavía amar tu ausencia; ella guarda tu rostro; ella está aquí, presente en esta forma inmóvil. Quédate, quédate conmigo... Alzó la cabeza. Debía haber pasado largo rato con la frente descansando sobre el corazón silencioso. Esta carne que fue tuya. Miró con angustia el rostro helado. Continuaba siendo el mismo, pero ya no era el de ella. Un despojo. Una efigie. Nadie. Su ausencia ha perdido sus contornos, ella se ha deslizado fuera del mundo. Y el mundo está tan lleno como ayer; no le falta nada. Ni una falla. Parece imposible. Como si sobre la tierra ella no hubiera sido nada. Como si yo fuera nada. Nada y todas las cosas, presente en todos los hombres a través del mundo entero y separado de ellos para siempre. Culpable e inocente como los guijarros del camino. Tan pesado y sin peso alguno. Se sobresaltó. Alguien llamaba. Se dirigió a la puerta. —¿Qué pasa? —Necesito tu respuesta —dijo Laurent. Se adelantó un paso hacia la cama. —Sí —murmuró Blomart—. Acabó. —¿No sufrió? —No. Miró a la ventana. El día había comenzado. Los minutos llamaban a los minutos, se echaban, se empujaban los unos sobre los otros, sin fin. Avanza. Decide. De nuevo suena el cristal, sonará hasta mi muerte. —La máquina puede ser colocada de aquí en una hora —dijo Laurent—. ¿Estás de acuerdo o no? Él miró el lecho. Para ti, nada más que una piedra inocente: tú habías elegido. Los que fusilarán mañana no escogieron; soy la roca que los aplasta. No escaparé a la maldición: para siempre seré para ellos otro diferente, para siempre seré para ellos la fuerza ciega de la fatalidad, para siempre estaré separado de ellos. Pero si no tengo otra obsesión sino la de defender ese bien supremo que vuelve inocentes e inocuas todas las piedras y todas las rocas, ese bien que salva a cada hombre de todos los otros y de mí mismo: la libertad, mi pasión no habrá sido inútil. No me diste la paz, pero ¿para qué

querría yo la paz? Me diste el coraje de aceptar para siempre el riesgo y la angustia, de soportar mis crímenes y el remordimiento que me desgarra sin fin. No hay otro camino. —¿Estás de acuerdo? —dijo Laurent. —Sí —repuso él—, estoy de acuerdo.