Vínculo de Sangre [PDF]

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Zitiervorschau

Vínculo de sangre D

Descargo: Los personajes reconocibles de esta historia pertenecen a Rob Tapert y compañía, a RenPics, Studios USA, MCA/Universal y a cualquier otra persona que tenga intereses económicos en Xena, la Princesa Guerrera. Yo sólo los tomo prestados para usarlos en esta historia. Con esto no se obtiene beneficio económico alguno ni se pretende infringir ningún derecho de autor. Esto es por pura diversión y para mantenerme ocupada sin meterme en líos. Traducción de la correctora (y cómplice del caos): Siguen sin ser nuestras, aunque después de un año, deberían serlo. Y además, nosotras las tratamos mucho mejor. Son mucho más felices con nosotras, en serio. Nos han seguido hasta casa... ¿nos las podemos quedar, eh? ¿Eh? Gracias: A Phil, que no me deja que la nombre como coautora y sin quien la historia no sería en absoluto tan interesante y, desde luego, ni por asomo tan larga. Ella ha hecho todas las investigaciones que luego yo he retorcido para mis propios fines. También se ha encargado de todas las correcciones, lo cual le ha supuesto horas y horas de recoger todas las letras que yo me iba dejando por el camino, que eran muchas. Tengo que mantener mi reputación de PITA DIVA. :-) Gracias también a Les y a SueG por mantener el reloj en marcha y recordarme que el plazo se ECHABA ENCIMA y por sus palabras de ánimo sobre la marcha. Y gracias a Steph, que fue quien propuso la premisa que nosotras hemos conseguido llevar hasta Plutón y vuelta antes de devolverla a la Academia. Traducción de la correctora (y cómplice del caos): Vaya, maldita sea... se acabó mi anonimato. Coautora... venga ya. Creo que he escrito una línea cada 100 páginas o una cosa así (y de paso he sugerido algún que otro nombre). Reconozco que he ayudado a añadir un poco de humor. Os advierto de que hay una línea (que tampoco es mía, porras) que es para troncharse y no, no os voy a decir dónde. Sin embargo, sí os diré que podéis conseguir un teclado barato en Radio Shack... decidles que me conocéis. Ahora ya me hacen descuentos por cantidad comprada. Correctora... sí, he recogido todas esas letras perdidas, pero ella las ha puesto de nuevo en sus lugares correspondientes. Y he hecho pruebas de diálogo en voz alta de todos los personajes salvo de una rubia como total... D no necesita ayuda para retratar a ese personaje superguay. Investigadora... ya lo creo. Tengo 147 enlaces en Favoritos que hemos usado para la historia. Confieso que la he obligado a salirse por la tangente y trabajar ciertas bromas y apariciones de personajes invitados (que me parece que han salido estupendas). También ha tenido la amabilidad de seguirme la corriente y reseñar ciertos detalles históricos que me parecía que os gustarían. La idea general era intentar hacer un tocho de 602 páginas, pero por desgracia nos hemos quedado un poco cortas. Bueno, vale, ésa era MI intención. Digo yo que hay que aspirar a lo más alto... ¿por qué no? Al fin y al cabo, no era yo la que lo tenía que escribir. :-) Bueno, el caso es que nos hemos quedado un poco cortas porque...

Agradecimiento especial: A los lectores de la Serie Valiant. Agradezco vuestra paciencia y tolerancia mientras he estado escribiendo esto. Randi y Gwen se han alegrado de tener más tiempo para la luna de miel. Ya he empezado con la siguiente historia Valiant y espero sacarla cuanto antes para vuestro placer lector. Traducción de la correctora (y cómplice del caos): ...amenazó con decirle a todo el mundo que ha estado esperando la siguiente historia Valiant cómo llegar a mi casa. ¡DIOS! Nota de la autora: Esta monstruosidad es el resultado directo de una llamada telefónica que empezó con esta sencilla frase: "No puedo escribir una historia sobre vampiros o bacantes... ¡yo soy una de ellos!" Y ahora, al cabo de un año, 400 y pico páginas y 3.000 dólares de llamadas telefónicas, éste es el fruto de aquella conversación. Nota de la correctora (y cómplice del caos): Sigo siendo vampiro, sigo sin ser escritora... mi trabajo ha terminado. Gracias a Steph por la invitación... ha sido una pasada. Pero no me lo vuelvas a pedir... me molerá a palos. :-)) Silencio en el gallinero, muchas gracias. Ah, una cosa más... por favor, leed la historia. Me gustaría saber que los 3.000 dólares de la factura del teléfono y que el hecho de comerme la cena fría por lo menos 3 veces por semana, por culpa de las horas de las llamadas, no han sido por una simple venada. ¡JA! Eso era un chistecito de bacantes... Vale, un mini chistecito de bacantes. Nota 2 (la que de verdad importa) de la correctora (y cómplice del caos): Gracias, D... me has dado mi temporada 7 (y 8 y hasta la 9 también). ¡Eres GENIAL! D Título original: Blood Bond. Copyright de la traducción: Atalía (c) 2005

Prólogo

El hombre alimentó bien el fuego, pues sabía que tendría que durarle varias marcas una vez iniciara el ritual. Repasó con cuidado el ajado pergamino que tenía en las manos por última vez y asintió satisfecho al ir identificando cada objeto dispuesto en un círculo alrededor de la hoguera. Por fin, convencido de que tenía todo lo que necesitaba, el chamán se quitó la túnica de ante del cuerpo y se metió en el arroyo cercano para una purificación ritual. Metió un dedo en las pinturas que había preparado y se dibujó con delicadeza los símbolos del dios de la guerra en el pecho. Unas rayas en la cara, los brazos y los muslos completaron la imagen y entonces se puso un taparrabos limpio e inició un cántico. La oscuridad cayó mientras el ritual continuaba, trayendo consigo el rugido de un trueno y un rayo deslumbrante. El cántico del chamán se hizo más fuerte y cada objeto que había alrededor del pequeño círculo donde bailaba empezó a emitir una luz sobrenatural. De repente, el brillo desapareció, el chamán salió despedido del círculo y en algún lugar no muy lejano cayó un rayo que dejó una marca... y algo que lo cambiaría todo para algunos y algo para todos.

Capítulo I

Gabrielle sintió cómo se le desgarraba el alma cuando el sol se puso y Xena se alejó de ella. Le costaba mucho respirar, pues el dolor la abrumaba, y se obligó a concentrarse en cada bocanada de aire que tomaba. Tan concentrada estaba en conservar un vestigio de control que no detectó su presencia hasta que la pequeña urna negra le fue arrebatada de las manos y su contenido quedó flotando en el Manantial de la Fuerza. Gabrielle se quedó atónita durante largos segundos... lo suficiente para que Ares murmurara algo que le resultó incomprensible. El dios de la guerra alzó la mirada expectante y frunció el ceño cuando se dio cuenta de que las cosas no estaban saliendo precisamente como estaba planeado. Y eso fue lo único que tuvo tiempo de comprender, porque de repente se encontró con una bardo furiosa y deshecha encima.

—¡¡ARES!! —vociferó Gabrielle, golpeándolo con los puños—. ¿¿¿Qué Tártaro estás haciendo??? ¡Eso era lo único que me quedaba de ella! ¡Maldito seas, Ares! ¡¡Maldito seas!! Él la agarró por los brazos que no paraba de mover. —Tendría que haber funcionado —murmuró lo bastante alto como para que ella lo oyera—. Tendría que haberla traído de vuelta. Esas palabras no hicieron sino encender su ira de nuevo y lo apartó de un empujón, soltando puñetazos. Él se quedó tan desconcertado por su agresividad que Gabrielle logró alcanzarlo de lleno una o dos veces, hasta que Ares le agarró las muñecas con una manaza y la sujetó con fuerza. Sólo entonces consiguió oír su desolado susurro. —Eligió dejarme. Eligió renunciar a nuestra vida en común por una mentira. Y tú me has quitado lo único que me quedaba de ella. No vio cómo echaba el brazo hacia atrás, pero el puñetazo que recibió en la cara fue... magnífico. Y muy doloroso, cosa sorprendente. Le recordó, y eso le dio miedo, el tiempo que había pasado como mortal, y no tenía muchas ganas de volver a pasar nunca más por esa experiencia. —Escucha, rubita, sólo lo he hecho porque creía que era un favor para los dos, pero ya veo que jamás serías capaz de apreciarlo. El viaje de vuelta a Grecia es largo. A lo mejor consigues mostrar un poco de respeto cuando llegues a casa y entonces podremos hablar de esto racionalmente. Hasta entonces, que te vaya bien. Desapareció con un resplandor de luz azulada, y Gabrielle pegó un último puñetazo al aire que llenaba el sitio donde había estado. —¡¡ARES!! —gritó de nuevo, pero se había ido. Se dejó caer al suelo hasta que su mano topó con la pequeña urna. Entonces se levantó a toda prisa y se puso a recoger con frenesí las cenizas del estanque de agua—. Por muy enfadada que esté contigo en estos momentos, Xena, tienes que saber que no quería que pasara una cosa así. Te prometí que te llevaría a casa y lo dije en serio. He intentado no hacerte promesas que no tuviera intención de cumplir. Lástima que tú no puedas decir lo mismo.

Se quedó en silencio unos minutos mientras se concentraba en recoger hasta la última pizca de ceniza que conseguía ver en la fuente con la luz de la luna llena como única iluminación. Cuando quedó convencida de que había hecho todo lo posible, se irguió con un quejido y cerró la urna con la tapa. Miró a su alrededor en busca de sus cosas y, con un suspiro, envolvió con cuidado la urna para que no se cayeran las cenizas y metió los restos de Xena en el fondo de su zurrón. Entonces emprendió el descenso de la montaña en la oscuridad.

Gabrielle no llegó muy lejos. Lo que más quería era alejarse del lugar donde había perdido a Xena. Incluso pensar en eso le dolía, y se concentró en controlar la respiración, dando gracias distraída por el tiempo que habían pasado juntas meditando. Vio un pequeño afloramiento de rocas y se dirigió hacia allí, dejó su zurrón en el suelo, sacó su manta, se tumbó y cerró los ojos. El puro agotamiento físico se apoderó de ella y se quedó dormida mientras la voz de Ares atormentaba sus sueños... Tendría que haberla traído de vuelta. Una lágrima solitaria escapó de su párpado cerrado, mientras dormía.

Cuando se hizo de día, Gabrielle se levantó y volvió a cargar con sus cosas. Bajó despacio y sin pausa del Monte Fuji, hasta que llegó a Higuchi. Era la hora de comer cuando llegó, y un comerciante se acercó a ella, se inclinó y le ofreció un cuenco de arroz. Ella intentó rechazarlo cortésmente, pero luego se dio cuenta de que el rechazo ofendería al hombre y aceptó su regalo, saludándolo con la cabeza cuando él no quiso aceptar que le pagara. Poco a poco se fue dando cuenta de que todos los de la aldea se inclinaban a su paso y la miraban con una mezcla de miedo, reverencia y compasión. Le entraron ganas de echarse a llorar. En cambio, se mordió el labio y buscó a Hoketsu. Éste no dijo nada, pero la llevó a la casa de baños, percibiendo que no estaba preparada para hablar de lo que había sucedido en la montaña. El hecho de que estuviera sola decía mucho más que unas simples palabras. Esperó hasta que ella asintió con aprobación al ver lo que había preparado y

luego se inclinó al salir por la puerta. Gabrielle se desnudó y se metió en la bañera caliente, dejando caer las lágrimas por fin.

Mientras, en los muelles, se había corrido la voz sobre la increíble derrota que la pequeña guerrera rubia había infligido a Yodoshi y el precio inconcebible que había pagado por la victoria. La capitana de uno de los buques atracados salió al muelle y se puso a buscar a Hoketsu. El joven se inclinó cuando la capitana, baja y de pelo canoso, se acercó a él. Hoketsu sentía un respeto absoluto por Katerina von Lihp, aunque la mujer tenía la extrañísima costumbre de vestirse como una pastora, en lugar de cómo la capitana germana que era. Con todo, había demostrado ser amiga de Hoketsu y del pueblo de Higuchi, por lo que pasaban por alto sus idiosincrasias. —Capitana Lihp, es un placer. ¿En qué te puede servir el pueblo de Higuchi? —Ah, Hoketsu, amigo mío. ¿Es cierto que Yodoshi ha sido vencido por una pequeña mujer guerrera? —Sí, sí, pero a costa de un gran precio para ella... para su alma. La mujer mayor se rascó la cara. —A lo mejor le ofrezco pasaje hasta casa. Seguro que no querrá quedarse aquí. —Se está bañando, pero te la traeré si ella quiere, cuando termine. —Perfecto. Me ocuparé de preparar el barco. La marea se retira al caer el sol y sería bueno que zarpáramos con ella. Asintiendo, Hoketsu continuó caminando hacia el pequeño mercado y la capitana Lihp regresó a su barco. Cuando llegó a la tienda que buscaba, Hoketsu entró y se inclinó ante el propietario. El hombre mayor se inclinó a su vez y preguntó con una sonrisa: —Hoketsu, ¿qué puedo hacer por ti?

—Morimoto, ¿tienes algo que le pueda quedar bien al Pequeño Dragón? Su ropa quedó destrozada en el combate con Yodoshi. Desearía darle otra antes de que nos deje. —¿Se marcha, pues? —Me parece que sí. No hay ningún motivo para que se quede y la capitana Lihp le va a ofrecer pasaje de vuelta a Grecia. Creo que lo aceptará. Morimoto asintió pensativo. —Creo que puedo encontrar algo para ella. Es del tamaño de las mujeres de aquí. Deja que mire. Le daré lo mejor que tenga. Hoketsu asintió y Morimoto fue a la trastienda. A los pocos minutos regresó y le ofreció un paquete. —Hace varias lunas, sentí el impulso de hacer esto —dijo en voz baja—, aunque entonces no comprendí por qué. Ahora sí. Mi regalo para ella. Hoketsu asintió y aceptó el paquete sin abrirlo. Morimoto era el mejor sastre que conocía, de modo que estaba seguro de que Gabrielle apreciaría la belleza de la obra de arte que hubiera creado. Cuando se dirigía de vuelta a la casa de baños, prácticamente todos los ciudadanos de Higuchi fueron deteniendo a Hoketsu, deseosos de que le comunicara su agradecimiento a la bardo. Se vio obligado a pedir ayuda para transportar todos los regalos que le daban para ella, y Yama y él tuvieron que pasarse por su casa para dejar primero las cosas. Luego se volvió hacia la joven. —Yama, ¿quieres llevarle esto a Gabrielle? Necesita ropa nueva, pero no deseo interrumpir la paz de su baño. —Será un honor, Hoketsu. —Se inclinó y recorrió la corta distancia que había hasta la casa de baños. Cuando llegó a la puerta, se detuvo y escuchó. Al no oír nada, llamó con timidez y esperó a recibir permiso para entrar. Gabrielle alzó la cabeza y abrió los ojos para mirar malhumorada la puerta a la que habían llamado. Suspiró silenciosamente y dijo:

—Adelante. Yama entró en la cálida habitación al oír el susurro. —Para ti, Pequeño Dragón. —Yama dejó el paquete sobre la banqueta donde estaban los andrajos de su traje de samurai y sus escasas pertenencias. La larga espada, la katana y el chakram resultaban muy llamativos—. Morimoto lo ha enviado para ti. Gabrielle quiso rechazarlo, pero estaba demasiado cansada y demasiado afligida para que le importara de verdad. En cambio, asintió y cerró los ojos de nuevo. Yama sonrió dulcemente y salió inclinándose, cerrando los ojos por la angustia que había visto en los de la bardo. Gabrielle se quedó sentada un poco más en la bañera hasta que por fin cogió el paño y la barra de jabón y se lavó, deseando con todo su corazón poder hacer lo mismo con sus recuerdos. Cuando terminó, salió del agua, se cubrió con la toalla y se acercó a inspeccionar el paquete envuelto en papel de arroz. Desató el nudo del cordel y el papel se abrió para revelar... era otro traje de samurai, pero éste era de un azul intenso que le recordaba a... Se le cortó la respiración y cerró los ojos luchando contra el dolor. Gabrielle se puso los pantalones, que se ciñó cómodamente con el cinturón, y luego cogió la túnica. Se quedó mirando asombrada el bordado de un dragón que había detrás, un duplicado exacto del que ahora llevaba ella. Era plateado y dorado, rojo y verde, y se maravilló distraída por el intrincado detalle de su creación antes de ponérselo y colocarse las armas. Dobló la toalla pulcramente, se puso las sandalias, salió de la casa de baños y se dirigió a los muelles.

Hoketsu vio que Gabrielle se iba y se acercó para caminar a su lado. Ella se volvió hacia él y lo miró interrogante, pero no dijo nada. —He acordado una forma de que vuelvas al continente, si deseas regresar. No me ha parecido que quieras quedarte aquí más tiempo del necesario.

Gabrielle asintió, aceptando lo que decía, y le hizo un gesto para que la guiara. Cuando llegaron al barco de la capitana Lihp, Hoketsu cruzó la plancha y le hizo un gesto a Gabrielle para que se uniera a él en la cubierta. Ella caminó por la plancha con la agilidad de un gato y aterrizó con un saltito sobre las tablas de teca. La capitana se apartó de su contramaestre y se acercó para saludarlos. —Bienvenida a bordo. Hoketsu me ha dicho que te gustaría salir de Japa. Me encantaría llevarte donde quieras ir. —Gabrielle observó el cuidado barco y a la tripulación, no muy variopinta, y asintió—. ¿Tienes prisa por regresar a Grecia o te gustaría acompañarnos? Tengo varios puertos donde puedo detenerme si no tienes prisa. Gabrielle asintió de nuevo y tanto la capitana como Hoketsu empezaron a preguntarse si se había quedado sin voz en la cima de la montaña. Sin embargo, Lihp no era sino una mujer decidida, de modo que continuó. —Perfecto. Entonces Shanghai será nuestra primera escala. —No vio el brillo especulativo que iluminó los mortecinos ojos verdes—. Ahora ven — insistió—. Deja que te enseñe tu camarote. Gabrielle se volvió hacia Hoketsu y lo abrazó. Él la abrazó a su vez con delicadeza, pues sabía que bajo la solidez de su cuerpo había una fragilidad a punto de quebrarse. —Gracias —susurró antes de que ella lo soltara y se apartara para seguir a la capitana bajo cubierta. Esperó un poco más y luego se dio la vuelta y bajó de nuevo por la plancha hasta el muelle. Cuando sus pies tocaron tierra firme de nuevo, Hoketsu se volvió y miró el barco por última vez, elevando una oración a sus dioses por la seguridad del alma de Gabrielle.

Lihp bajó por un tramo de escaleras y se detuvo ante una de las pocas puertas que había en el corredor. Luego se volvió a Gabrielle con rostro serio. —No llevamos muchos pasajeros, por lo que tu camarote no es grande. Sí que los llevamos con suficiente frecuencia para haber dejado este espacio libre con ese fin, y está limpio. Eso es lo mejor que se puede decir de él. Eres

libre de moverte por todo el barco y si necesitas cualquier cosa, sólo tienes que pedirlo. Gabrielle asintió indicando que lo entendía y la capitana abrió la puerta, echándose a un lado para que pudiera pasar. Miró a su alrededor. Katerina no había mentido: el espacio era muy reducido, pero estaba limpio y era adecuado para sus necesidades. Gabrielle lo aprobó asintiendo. —¡Perfecto! La buena gente de Higuchi quería asegurarse de que tuvieras lo necesario para tu viaje, de modo que te han dejado provisiones. Casi todas las cosas están aquí, en tu camarote. El resto está en la zona de almacenaje de la bodega hasta que decidas dejarnos. —Esperó una respuesta, pero cuando no la hubo, suspiró en silencio y continuó—. Ahora, si me disculpas, vamos a zarpar. Gabrielle asintió de nuevo y le dio la espalda para despedirla, acercándose al pequeño ojo de buey para abrirlo y dejar entrar el aire fresco. Oyó cómo se cerraba la puerta y los pasos de la capitana que se iban apagando, y entonces se le hundieron los hombros y se dejó caer en el pequeño camastro colocado sobre una plataforma. Nadie oyó su llanto silencioso.

Las tres semanas siguientes transcurrieron sin grandes cambios en las costumbres de la tripulación del barco ni en las de su pasajera. Gabrielle no había dicho una sola palabra desde que puso pie en el barco y la tripulación había aprendido rápidamente a mantenerse lejos de ella. Se pasaba varias marcas al día entrenando con la katana y los sais, aunque el chakram nunca se movía de su cadera. Se le fue poniendo el cuerpo flaco y duro al tiempo que sus ojos se volvían más mortecinos y apagados. El resto de las marcas que pasaba despierta, Gabrielle se dedicaba a contemplar el mar o a meditar. Cuanto más se alargaba el viaje, más a menudo se entregaba a la meditación. Descubrió que así se le calmaba lo que amenazaba con convertirse en una rabia abrumadora. Sus ganas de atacar a todo el que se le pusiera por delante a veces le provocaba una oleada de calor por las venas. Descubrió que con la meditación podía controlarlo.

Curiosamente, la meditación y el entrenamiento hacían maravillas también con su tendencia al mareo. Aunque no estaba feliz y contenta de volver a estar en un barco y a pesar de que su apetito era mínimo, en este viaje sólo sentía una leve molestia, comparado con viajes anteriores. Por fin, en la mañana del vigésimo segundo día, el vigía gritó "¡Tierra a la vista!" y el barco no tardó en dirigirse a los muelles una vez hubo entrado en el puerto de Shanghai. Gabrielle fue abajo para recoger sus pocas pertenencias. Salvo por la ropa de samurai y algo de fruta fresca que había compartido con la tripulación, no había tocado nada procedente de Higuchi. Notó que el barco atracaba y soltó un suspiro inconsciente de alivio. Cuando se dirigía a cubierta, la capitana la llamó. —Pequeño Dragón, espera. Por favor. Gabrielle se detuvo, hurgando en su zurrón. Encontró lo que buscaba y le ofreció a Katerina su bolsita. Lihp se echó hacia atrás como si fuera una serpiente. —¡NO! —dijo con vehemencia—. Tu dinero no sirve con nosotros, Pequeño Dragón. La gente de Higuchi tenía una deuda contigo y así es como han decidido pagarla. Los ojos verdes la observaron y Katerina se esforzó por reprimir un escalofrío al ver lo muertos que estaban. Por fin, Gabrielle asintió y volvió a meter la bolsita en su zurrón. La capitana asintió a su vez y soltó aliento aliviada. —¡Bien! ¡Bien! Ahora, ¿qué hacemos con todas tus cosas, eh? — Gabrielle arrugó confusa la frente y Katerina se apresuró a explicar—. Los regalos que tenemos almacenados en la bodega. Gabrielle hizo un gesto negativo con la cabeza y se encogió de hombros. Luego alargó la mano y estrechó un momento el brazo de Katerina antes de volverse y bajar por la plancha. La capitana Lihp se quedó mirándola hasta que desapareció y entonces murmuró para sí misma:

—Que los dioses te protejan, Gabrielle de Potedaia. Te veremos en Grecia. —Luego volvió a su barco y a sus asuntos.

Shanghai era un puerto muy animado, lleno de comerciantes, marineros y proveedores de todo tipo de cosas. Gabrielle apenas lo notaba y no se daba cuenta de que la gente se apartaba de su camino. No advertía los susurros cuando la gente se fijaba en su traje de samurai. Sus sentidos estaban alerta, pero estaban concentrados en el peligro, no en los susurros y en el espacio que se le daba por respeto. Salió de la calle principal, buscando una posada tranquila con baño. Lo primero que de verdad le llamó la atención fue el olor dulzón a opio, y vaciló ante la puerta un buen rato. Gabrielle se acordaba bien de lo que le había contado Xena sobre su primera experiencia en Chin, aunque nunca le había contado gran cosa de esa parte de su vida. Xena sí le había dicho la razón por la que no le gustaba usar ninguna clase de narcótico para calmar el dolor. Ahora Gabrielle se encontraba planteándose muy en serio la necesidad de perderse como había perdido a Xena. De rellenar el vacío que le había dejado la muerte de Xena con una dulce alegría, aunque sólo fuera por un rato. Puso la mano en la puerta y la abrió ligeramente, dejando escapar el dulzón aroma del opio. Luego dejó que se cerrara al tiempo que se le hundían los hombros y se daba la vuelta para seguir avanzando por la calle. —No. Conservaré los recuerdos y el dolor. Es lo único que me queda.

Gabrielle encontró lo que buscaba en las afueras de la ciudad. El hacha de doble hoja que colgaba cerca de la puerta le recordó a las amazonas, y supo que esa noche estaría a salvo. Se le ocurrió pensar de pasada que tendría que ir a ver a sus hermanas si vivía lo suficiente. Regresaría a Grecia... hacía mucho tiempo que le había prometido a Xena que la llevaría de vuelta con su hermano. Pero Gabrielle no tenía ningún plan definido más allá de llevar los restos de Xena a Anfípolis. Después de eso... Con un suspiro, abrió la puerta, agradecida por el silencio relativo después del mercado. Fue al mostrador, hurgó en su bolsita y sacó una moneda de oro. La depositó en el mostrador delante de la propietaria y enarcó

una ceja. Agradeció en silencio la preparación recibida gracias a Xena cuando la mujer se puso a hablar en chino a toda velocidad. —Por eso... cena, baño, cama, desayuno y provisiones para el camino. —Gabrielle asintió y cogió la jarra de cerveza que apareció ante ella—. Todo el mundo me llama Ling —se presentó la mujer—. Ven, te voy a llevar a tu habitación. Gabrielle se cargó el zurrón al hombro y cogió la jarra. Luego siguió a Ling por el pequeño pasillo. Abrió una puerta y Gabrielle advirtió que se trataba de una habitación limpia y austera. Asintió satisfecha y dejó sus cosas. Ling cruzó el pasillo y abrió otra puerta. Dentro había una bañera enorme, parecida a la que Gabrielle había usado en Higuchi. Salvo que en esta había otras mujeres. Todas se volvieron para mirar y Gabrielle aguantó las miradas con estoicismo. Ling se volvió hacia ella y preguntó: —¿Quieres bañarte ahora? Te lavaré la ropa, samurai... sin cobrarte. Gabrielle entró en la estancia y se quitó la ropa, esta vez muy consciente de los susurros que corrían detrás de ella. Una exclamación colectiva se escapó de los labios de las presentes cuando su espalda desnuda quedó al descubierto. Cuando se dio la vuelta, advirtió que todas las mujeres se habían trasladado al otro extremo de la bañera. Encogiéndose de hombros por dentro, se acercó a la bañera. Ling le entregó un paño y una toalla. —Se han apartado como muestra de respeto, Pequeño Dragón. Las mujeres guerreras son muy poco comunes aquí, y jamás vemos samurais. —Le ofreció una pastilla de jabón. A Gabrielle se le habían dilatado los ojos cuando Ling la llamó por su apodo, pero cogió el jabón y se dispuso a quitarse del cuerpo los días pasados en el mar. Cuando terminó, se levantó, se envolvió en la toalla y salió de la habitación. Nadie había dicho una palabra mientras estuvo allí y ahora el murmullo bajo de voces sonaba como un enjambre de abejas furiosas.

La cena consistió en arroz con verduras y una jarra de vino que Gabrielle descubrió sobre la mesa baja cuando entró en su habitación. Comió, gratamente sorprendida por la mezcla de sabores. Luego se quedó profundamente dormida, sin soñar. Era tarde cuando se despertó, y sólo porque Ling estaba llamando a la puerta. Gabrielle se envolvió en la sábana y se frotó los ojos para despejárselos mientras se levantaba. Se pasó la mano por el pelo y luego abrió la puerta. Ling le entregó una bandeja y un paquete. Gabrielle notó por el tacto que era su ropa y se inclinó ligeramente para darle las gracias. Luego cerró la puerta y empezó a prepararse para viajar.

Ling le había dado un pequeño mapa, y Gabrielle había decidido seguir el río Yangtsé mientras buscaba a Eva. Sabía que podía tardar un tiempo en dar con Eva, pero pensó que cuando empezara a oír el mensaje de Eli, la mensajera no andaría muy lejos. Poco después de mediodía, Gabrielle se vio detenida por un pequeño grupo de hombres que le exigía un pago por usar el camino. La antigua Gabrielle, que era una habilidosa bardo y negociadora, habría intentado salir de la situación a base de hablar. La nueva Gabrielle ni se lo pensó, y en un abrir y cerrar de ojos tenía la katana en una mano y el chakram en la otra. Los hombres se echaron a reír, asombrados por la osadía de la mujer que tenían delante. Sin saber que los comprendía perfectamente, y no sólo por los crudos gestos con los que le habían exigido el pago, un hombre le comentó a otro lo que iba a hacer para darle una lección a esta mujer descarada. Cuando sus palabras apenas habían terminado de salir de su boca, su cabeza cayó al suelo. Su cuerpo permaneció erguido uno o dos segundos más hasta que se desplomó. En el silencio que siguió, los cinco hombres restantes valoraron la situación y a la guerrera solitaria. Decidiendo que no podría con todos a la vez, la atacaron con entusiasmo, intentando enterrarla bajo su peso. Gabrielle movió la katana hacia delante y de lado, regodeándose en el dulce olor cobrizo de la sangre que cayó sobre su piel, casi toda al descubierto,

y se lamió el especiado sabor salado de los labios. Se había vuelto a poner su vestimenta de terciopelo rojo al partir de la posada y ahora se alegraba de ello... por distintas razones. Con la mano izquierda blandió el chakram trazando un amplio arco y alcanzó en la garganta al tercer hombre. Éste soltó su último aliento con un gorgoteo. Los tres hombres que quedaban miraron a Gabrielle como si estuviera poseída por los demonios e intentaron retroceder. Gabrielle sintió que la sed de sangre cantaba en sus venas y sonrió. —¿Algún problema, chicos? ¿Es que una sola mujer es un poquito excesivo para vosotros? —dijo con un susurro que les provocó escalofríos por la espalda. No entendían sus palabras, pero la intención estaba clara. Antes de que pudieran decidir si iban a luchar o huir, Gabrielle cayó sobre ellos, liberando el dolor y la rabia que sentía. No tardó mucho y al final, seis chinos yacían muertos y la guerrera cubierta de sangre limpió sus armas y reemprendió su viaje.

Cuando se hizo de noche, Gabrielle empezó a buscar un sitio donde acampar. Se había topado con otros dos grupos de salteadores, y cada encuentro había terminado de la misma manera. Quería sentir tristeza por esas muertes innecesarias, pero lo único que lograba sentir era satisfacción. Curiosamente, no tenía mucha hambre, aunque no había comido. Encogiéndose de hombros, encontró un lugar tranquilo alejado del camino y cerca de una charca. Comprobó el agua y cuando se convenció de que no estaba estancada, se quitó la ropa y se metió para lavarse. Tardó unos minutos en quitarse la sangre de encima, pero lo hizo con indiferencia, luego cogió su ropa de terciopelo rojo y la lavó bien. Salió del agua y se estremeció un poco por la ligera brisa. Sacó una camisa de su zurrón y se la puso, luego colgó su ropa de los matorrales cercanos para que se secara. Gabrielle encendió una pequeña hoguera, agradeciendo el calor más que la

luz. Calentó agua para hacerse té y se envolvió en las pieles de dormir, sin percatarse siquiera del momento en que pasó de la vigilia al sueño. Los siguientes días marcaron el inicio de una rutina que continuaría durante las siguientes lunas. Gabrielle se levantaba temprano y comía, luego seguía avanzando por el camino del río. Algunos días, se encontraba con bandidos y se sentía curiosamente repleta después de acabar con cada banda. Otros días los pasaba en los pequeños pueblos o aldeas que cruzaba, ayudando donde podía... construyendo un establo, cuidando de los enfermos, reconstruyendo después de un ataque. Cosas sencillas que le recordaban que seguía viva y que siempre había gente necesitada de ayuda. Poco a poco, los días se transformaron en semanas y las semanas se convirtieron en una luna y luego en dos. Por fin, tras casi tres lunas de viaje por las tierras de Chin, Gabrielle acabó convencida de que Eva no estaba en el país. Había llegado a las montañas sin encontrar rastro alguno del mensaje o la mensajera. Estudiando el mapa, Gabrielle se dio cuenta de que la India estaba al otro lado de la cordillera, y decidió que estaba harta de Chin. De modo que se preparó e hizo acopio de provisiones para cruzar las montañas y entrar en la India.

Fue un arduo viaje, pero Gabrielle agradecía el esfuerzo. Tenía que estar totalmente concentrada, y eso era especialmente bueno cuando su sed de sangre volvía por sus fueros. Apenas tenía tiempo de preguntarse a qué se debía, y mucho menos de satisfacerla. El frío y la sed no tardaron en apoderarse de ella y cuando entró en un mundo que parecía un producto de su locura, se entregó a él.

Al abrir los ojos por primera vez, Gabrielle estaba convencida de que había pasado a los Campos Elíseos. En lugar del viento frío y lacerante y el azote doloroso de la nieve que se esperaba, la temperatura era agradable y el clima templado. Parpadeando, se dio cuenta de que estaba en una habitación y en una cama blanda. Se incorporó y advirtió por primera vez que estaba limpia y desnuda. Eso no le preocupó, pero sí que le despertó la curiosidad, de modo

que Gabrielle se envolvió en la sábana y fue a la ventana. La abrió y se quedó contemplando... sus ojos verdes parpadearon varias veces. La hierba era exuberante y verde y las flores restallaban de fragancia y color. Había gente bien vestida que paseaba por un mercado lleno de toda clase de cosas interesantes. Gabrielle arrugó confusa la frente. No recordaba que en los Campos hubiera un mercado. Un golpe en la puerta la sacó de sus reflexiones. Una cabeza llena de rizos asomó por la puerta tras la segunda llamada, y por un momento Gabrielle creyó que era Ephiny. Sacudió la cabeza intentando quitarse la confusión de encima al tiempo que le hacía un gesto a la mujer para que entrara. —Hola, joven —la saludó la alegre voz—. Bienvenida a Shangri La. Gabrielle volvió a arrugar el entrecejo. El nombre le sonaba mucho, pero no sabía de qué. ¿Era un mito que había oído? ¿Un cuento de viajeros? Se encogió de hombros mentalmente. Ya se acordaría. Solía hacerlo. Gabrielle volvió a prestar atención a la mujer. —...Manassa, así que dime si te puedo ayudar, ¿de acuerdo, querida? —Sin esperar respuesta, Manassa continuó—. Aquí tienes tu ropa. Está limpia y arreglada. —Gabrielle fue a coger su monedero—. Oh, es gratis, querida. Podemos hacer cuentas más tarde. ¿Tienes hambre? Gabrielle se lo pensó y asintió. —Bien, te dejo para que te vistas y luego nos ocuparemos de darte de comer. —La mujer se fue antes de que Gabrielle tuviera oportunidad de darse cuenta de que se había ido.

Los siguientes días transcurrieron algo confusos para Gabrielle. La gente había hecho que se sintiera muy bien acogida, sin esperar más de ella que lo que ofrecía. Aquí había una relajación, una paz, que impregnaba toda la vida, y Gabrielle descubrió que una parte de sí misma deseaba poder quedarse y disfrutar de ella. La mayor parte de sí misma se estaba poniendo cada vez más nerviosa, intentando controlar una necesidad que aún no comprendía.

En la mañana del noveno día después de su llegada a la pequeña aldea, Gabrielle recogió sus cosas. Sabía que tenía que marcharse antes de que el fuego que tenía en la sangre se manifestara físicamente. Manassa la miró con gran tristeza. —Espero que encuentres la paz, joven guerrera —dijo suavemente al tiempo que aceptaba una pequeña cantidad de dinero de Gabrielle. Habían discutido sobre esto... Gabrielle con movimientos silenciosos y duros, Manassa con palabras tranquilas y sencillas. Habían llegado a un acuerdo aceptable para las dos y ahora Gabrielle estaba ansiosa por marcharse de la pequeña aldea antes de descargar su rabia sobre las personas inocentes que vivían allí. Gabrielle asintió agradeciendo sus palabras y de repente se echó hacia delante para rozar con los labios la mejilla de Manassa. Luego salió por la puerta sin mirar atrás y se dirigió a la cordillera del sur y a la India, que estaba al otro lado.

Una vez más, el frío tremendo acabó con todos los pensamientos y la concentración que tenía y lo último que pensó Gabrielle antes de sucumbir fue que jamás le comunicaría a Eva la muerte de Xena.

Cuando se despertó esta vez, fue por el aroma familiar del curry y con un firme colchón de paja bajo el cuerpo. Se incorporó y miró a su alrededor, con la esperanza de descubrir algo que le indicara dónde estaba, preguntándose si su anterior experiencia había sido producto de la imaginación de una loca. Sus movimientos alertaron al joven que la cuidaba y que asintió a la joven que estaba en la habitación con él antes de darle una taza e indicarle que bebiera. Luego habló en el suave idioma hindú que Gabrielle reconoció por sus viajes de veintiséis ciclos antes. —Descansa, Guerrera del Dragón. Hemos llamado a la mensajera. Gabrielle se relajó, con la esperanza de que la parte difícil de su viaje estuviera casi terminada. Se sumió en un sueño ligero y no se despertó cuando Eva entró en la habitación. A Eva se le llenaron los ojos de lágrimas al ver su

palidez y su delgadez casi esquelética, pues sabía que la soledad de Gabrielle sólo podía querer decir una cosa. Eva asintió dando las gracias al joven y éste lo tomó por la despedida que era. Luego Eva se sentó en una silla junto a la cama de Gabrielle y esperó a que se despertara de nuevo.

Capítulo II

Poco a poco, más despacio de lo que se esperaba, Gabrielle notó que subía de nuevo hacia la luz, y se sintió a la vez ansiosa y temerosa de despertar. Estaba bastante segura de que la otra persona que estaba en la habitación con ella era Eva, y ahora que de verdad tenía que decirle lo de su madre, Gabrielle sintió que las lágrimas que no había derramado desde hacía tres lunas empezaban a manar. Eva percibió la angustia de Gabrielle y se arrodilló al lado de la cama. No habló, sino que se limitó a sujetar la mano de alguien que podría haber sido otra madre para ella si el destino las hubiera tratado a todas de una forma un poco distinta. Se preguntó si Gabrielle la consideraría una amiga. Las cosas siempre habían estado un poco tensas e incómodas entre ellas, aunque habían intentado superarlo por el amor que las dos sentían por Xena. Ahora era ese amor lo que las uniría o las separaría para siempre. Gabrielle sintió que Eva le cogía la mano, y la tierna bondad del gesto la hizo llorar aún más. Se hizo un ovillo, y a Eva se le llenaron los ojos de lágrimas de compasión. Sin pensárselo, cogió a la pequeña mujer en sus brazos y la estrechó con fuerza hasta que Gabrielle dejó de temblar. Eva besó ligeramente el pelo rubio y luego depositó a Gabrielle a su lado y cogió las manos callosas con las suyas, más suaves. Reconoció los callos producidos por las armas y cerró los ojos. Sólo una cosa la habría llevado a elegir una espada, después de tanto tiempo, pensó Eva con seriedad. —Gabrielle —dijo suavemente, sin comprender el estremecimiento que recorrió el cuerpo de la otra mujer al oír su nombre. Gabrielle cerró los ojos e intentó recuperar el equilibrio—. Gabrielle, sé que has venido para decirme que

mi madre ha muerto... ¿verdad? Es la única razón que se me ocurre para explicar que estés aquí sola. Gabrielle asintió con la cabeza, incapaz durante largos segundos de mirar a los ojos azules que le recordaban cuánto había perdido. —¿Me puedes decir qué pasó? —Eva se detuvo, al ver con suma claridad la agonía que había en los ojos verdes que por fin se encontraron con los suyos—. Sé... sé que la querías, Gabrielle, más que a nada en el mundo, igual que ella te quería a ti. —Gabrielle se estremeció visiblemente, pero Eva continuó—. Si las cosas hubieran sido distintas, habríamos sido una familia. Yo la quería, porque era mi madre, y sabía que ella también me quería. Y la echaré de menos, pero más por lo que podría haber sido que por lo que fue. Gabrielle comprendió lo que estaba diciendo Eva. Era casi lo que se esperaba, dado el poco tiempo que madre e hija habían pasado juntas antes de que Eva emprendiera su viaje a Oriente. Se habían unido y hasta se habían hecho amigas, pero su pena no era la pérdida abrumadora de un alma gemela con la que vivía Gabrielle. Gabrielle se quedó callada tanto tiempo que Eva se sintió obligada a hablar. —Gabrielle, no puedo ni imaginarme cómo te sientes, pero estoy aquí si necesitas hablar. Aunque por ahora, me gustaría que bebieras esto y descansaras un poco. —Le pasó una taza a Gabrielle—. Podemos continuar hablando más tarde. Gabrielle obedeció sin protestar y fue entonces cuando Eva se dio cuenta de qué era lo que le parecía tan raro... aparte de lo evidente. Gabrielle aún no había dicho una palabra. Eva esperó pacientemente a que Gabrielle se terminara la poción que le había dejado el sanador y luego se sentó a su lado hasta que notó que la pequeña guerrera se sumía en un profundo sueño. Entonces se levantó y fue a su propia habitación, cerrando la puerta antes de llamar a la amiga divina de Gabrielle.

—Afrodita, diosa del amor y amiga de mi madre y Gabrielle, te ruego que me concedas una audiencia. —¡Hola, chati! ¿Qué hay? Eva se apartó de la ventana y miró a la diosa que ahora estaba plantada en un círculo de pétalos de rosa con su ligerísimo atuendo rosa. Dita sonrió y sacudió su melena rizada. —¡Hola, Eva! Cuánto tiempo sin hablar. ¿Todavía estás con el rollo ese del Dios único? —¡Hola, Afrodita! Sí, sigo en ello, así que gracias por venir. —¡Qué pena! —La diosa se dejó caer en la cama de Eva y frunció el ceño con aire de suprema incomodidad—. ¡Uuuh! ¡Qué horror! —Chasqueó los dedos y al instante se encontró en su cómodo diván—. Ah, mucho mejor — suspiró—. Bueno, ¿qué pasa para que me llames a mí en vez de a Eli? — preguntó con seriedad. —Te he pedido que vengas por Gabrielle. Una vez me dijo que eras su amiga. Ahora Eva tenía toda la atención de Dita. —Me gustaría pensar que lo sigo siendo. Eva se sentó en el diván al lado de la diosa y la miró directamente a los ojos. —Bien. Entonces puedes decirme qué le pasó a mi madre y por qué Gabrielle ya no habla. A Afrodita se le dilataron los ojos. —¿Cómo que qué le pasó a...? —Se le apagó la voz y se quedó contemplando el vacío—. Eso explicaría por qué Ares... —murmuró por lo bajo y luego cogió a Eva de la mano—. Vamos, nena. Tenemos cosas que hacer. —Ah... pero... Afr... —Pero eso fue todo lo que logró decir cuando las dos desaparecieron con un estallido de chispas.

Su última visita al Olimpo había sido un desastre de tal calibre que Eva no se sintió muy relajada cuando se dio cuenta de dónde estaban. Afrodita se percató bien rápido. —Tranqui, nena. —Había tristeza en sus ojos antes de posarlos en Eva—. No vamos a ir a la sala de audiencias. Ninguno de nosotros ha estado allí desde... Eva puso la mano con delicadeza en el brazo de Dita y la miró con compasión. —Afrodita, lo siento. Lo que ocurrió... —Lo que les ocurrió fue culpa suya totalmente. Ares y yo intentamos advertírselo... intentamos detenerlos, pero no nos hicieron ni caso. Pagaron al máximo por su arrogancia. A lo mejor algún día lo pillan. —Eva la miró confusa, pero Dita continuó—. Éste es mi cuenco de las visiones. —Indicó el objeto—. Podemos ver nosotras mismas qué es lo que le ha pasado. —Miró a Eva—. ¿Sabes cuándo sucedió? Eva hizo un gesto negativo con la cabeza. —No, pero tiene que haber sido hace un par de lunas o así. No es más que músculos y huesos. Y tiene las manos callosas, como si llevara un tiempo luchando. —Bueno, pues te aseguro que no ocurrió por aquí, porque si no, yo lo habría visto. Deja que enganche este trasto a la red divina mundial. Así podremos buscarla en cualquier parte y en cualquier momento. Dita hizo unos ajustes y movió varias cosas, pasando la mirada de la parte trasera del cuenco de las visiones a la pared donde se reflejaba la imagen. —Eva, tú echa un ojo a la imagen, ¿quieres, chata? No tengo que hacer esto muy a menudo y nunca me acuerdo... —La diosa del amor se agachó en la parte de detrás, murmurando por lo bajo.

—¡Alto! —gritó Eva, haciendo que Afrodita se chocara con la pared. Levantó la cabeza para mirar malhumorada a Eva—. Lo siento, pero así está perfecto. Dita se apartó del cuenco, frotándose la cabeza con delicadeza al tiempo que se trasladaba a la cama para sentarse. Agitó una mano, apareció una bandeja y sirvió una copa de vino para cada una. —Bueno, ¿hasta dónde crees que deberíamos retroceder? —Mm, Afrodita, ¿no deberíamos empezar primero por el aquí y ahora? —¡Oh, qué tonta! —Miró a su alrededor y luego cogió la cajita que estaba en la mesilla de noche. La apuntó hacia el cuenco de las visiones, pero no pasó nada. Dita la miró de cerca y luego apuntó de nuevo—. ¡Pero qué mal rollo! Nunca dejes que un hombre enrede con los juguetes, nena, sobre todo si es un dios. Después nunca funcionan bien. —Le dio unos golpecitos con la mano y se sintió muy satisfecha cuando la imagen pasó a Gabrielle, y luego se quedó espantada al ver el estado en el que se encontraba su amiga—. Oh, pero... ¿Gabrielle? A Afrodita se le llenaron los ojos de lágrimas y alzó la mano para taparse la boca. —Oh, Gabrielle —dijo en voz baja—. A ver qué podemos hacer. —Miró a Eva—. ¿Dos lunas, has dicho? Eva asintió. —Al menos, eso creo. Lo que le ha pasado es algo que requiere tiempo. —Muy bien, eso sería... —apuntó la cajita y Eva vio un torbellino de imágenes que iban pasando hacia atrás—, ...como por aquí. —Dita pulsó la cajita, pero no ocurrió nada. Pulsó dos veces más y siguió sin ocurrir nada. Irritada, le dio un buen golpe y las imágenes empezaron a proyectarse hacia delante a cámara lenta. —Mm, Afrodita, no quiero poner en duda tus métodos, pero ¿por qué no agitas las manos o chasqueas los dedos o algo así? ¿No sería más fácil?

—Sí, pero las instrucciones sobre el uso de la red divina mundial dicen que se use la caja, y eso hago. —La sacudió y la imagen recuperó la velocidad normal. Entonces casi deseó que no fuera así. Gabrielle estaba rodeada de bandidos y, sin embargo, los abatía a mandobles con la misma indiferencia que si hubieran sido matorrales. Dita carraspeó—. Tal vez deberíamos buscarlas a Xena y a ella juntas. Las imágenes volvieron a retroceder a toda velocidad y Dita se perdió el momento final en el Monte Fuji. En cambio, las vio en la casa de té, en el momento en que Xena le enseñaba el pinzamiento a Gabrielle. —Para —dijo Eva en voz baja—. Esto es importante. De modo que se quedaron mirando, experimentando en directo el horror de Gabrielle. Cuando llegaron a lo del cuerpo decapitado de Xena, Eva susurró: —Basta, por favor. Atónita, Dita obedeció. Desconectó el cuenco de las visiones y la red divina mundial introdujo un marcador donde lo habían dejado, hecho que resultaría crucial con el paso del tiempo. Eva tenía la cara bañada en lágrimas cuando miró a Afrodita. —Dios mío... qué espanto. No me extraña que Gabrielle esté prácticamente destrozada por esto. Yo casi no conocía a mi madre y me siento como si me estuvieran arrancando las tripas. Lo eran todo la una para la otra. —Xena se lo ha montado super de pena —comentó Afrodita a la ligera, secándose las lágrimas de los ojos—. Va a tener que superpagar por este mal rollo —murmuró—. Volvamos con Gabrielle. Tengo algo que puede que la ayude hasta que consiga encontrar una solución para esta movida tan cutre. Desaparecieron, dejando tan sólo un rastro de pétalos de rosa tras ellas.

Gabrielle se despertó al notar unos dedos suaves que le acariciaban el pelo, y por largos instantes se perdió en los recuerdos que le traía esa sensación. Entonces se dio cuenta de que la caricia no era la auténtica y la

realidad volvió a estrellarse sobre ella. Abrió los ojos y vio lágrimas en los ojos azules que la miraban. —¿Cómo vas, peque? —preguntó Afrodita suavemente. Interrumpió las caricias cuando Gabrielle se incorporó, pero dejó la mano sobre el brazo musculoso. Tuvo que hacer un esfuerzo enorme para no encogerse al ver los cambios evidentes que la muerte de Xena le había supuesto a su amiga—. Lo siento, Gabrielle. Acabo de enterarme, si no habría venido antes. Gabrielle no contestó ni lloró, pero le echó a la diosa los brazos al cuello y la abrazó con todas sus fuerzas. Dita dio gracias por un intante a su inmortalidad: de lo contrario, la fuerza del abrazo habría resultado dolorosa. Gabrielle estuvo aferrada a ella largo rato y ninguna de las dos se enteró cuando Eva salió por la puerta para dejarlas a solas. Por fin, se separaron y Afrodita colocó dos dedos bajo la barbilla de Gabrielle, obligándola a alzar los ojos verdes para que miraran a los suyos. Esta vez sí se encogió y cerró los ojos un momento cuando la profundidad del dolor de Gabrielle se encontró con su mirada. —Tengo un regalo total para ti —dijo la diosa alegremente, pero Gabrielle notó el esfuerzo que hacía Dita para mantener la fachada. Alzó una mano temblorosa hasta la cara de Dita y sonrió desolada. Dos lágrimas se derramaron de los ojos de Afrodita y cayeron inadvertidas a la cama. La diosa alargó la mano y en ella apareció un anillo. Se lo ofreció a Gabrielle—. He visto un poco de lo que te ha traído hasta aquí. Me gustaría que llevaras esto. Es mi talismán... te señalará como elegida mía y te dará protección mientras viajas. —Observó el rostro de Gabrielle atentamente y Gabrielle le quitó despacio el anillo de los dedos. Miró interrogante a Dita y la diosa contestó—: Hasta ahora nunca lo habías necesitado. Gabrielle meneó la cabeza e intentó devolvérselo. Las manos de Afrodita cerraron la de Gabrielle sobre el anillo. —Por favor. Tienes que dejar que te ayude. ¡Esto está mal y necesito tiempo para encontrar las respuestas! La bardo nunca había visto a Dita tan tajante ni tan turbada. Miró largamente a la diosa a los ojos y por fin halló la respuesta que buscaba. Entonces asintió aceptando.

Afrodita sonrió. —Gracias, chati. Bueno, ¿quieres un viaje supertotal de vuelta a Grecia o...? Se interrumpió y Gabrielle tardó un momento en adaptarse y darse cuenta de que Dita había vuelto a su actitud típica para hacer frente a las cosas con menos seriedad. Ella lo entendía mejor que la mayoría. Afrodita ocultaba la profundidad de sus sentimientos y su inteligencia tras la fachada de rubia descerebrada. Gabrielle hizo un gesto negativo con la cabeza y Afrodita asintió comprensivamente. —¡Chachi! Yo tengo que investigar unas cosas, así que tú quédate aquí en plan tranqui con Eva o lo que quieras y nos vemos pronto en Grecia, ¿vale? Gabrielle asintió de nuevo, casi segura de que había entendido lo que había dicho Dita. El tiempo lo diría. —¡No te quites el anillo, nena! ¡Nos vemos! —Y la diosa desapareció con una lluvia de pétalos. Gabrielle cogió uno y lo frotó entre los dedos, meneando la cabeza con una sonrisa. Se puso el anillo en el dedo corazón y luego cambió de postura, frunciendo el ceño cuando algo duro se le incrustó en la delicada carne de la pierna. Levantó la mirada al oír que llamaban a la puerta y luego volvió a concentrarse en el camastro, palpando con las manos para descubrir qué era lo que la estaba pinchando. Sus manos dieron con los objetos justo cuando se abrió la puerta y cerró el puño a su alrededor y posó la mirada en Eva, que asomaba la cabeza titubeante. Se quedaron mirándose largos instantes y por fin Eva rompió el cuadro y se acercó a Gabrielle. No se sentó en la cama, sino que se arrodilló en el suelo a los pies de Gabrielle. Se contempló las manos que tenía en el regazo y luego miró a Gabrielle a los ojos. —Sé lo que pasó —dijo suavemente—. Por lo menos en parte. Pero me gustaría que me contaras toda la historia. ¿Crees que podrías...?

Gabrielle se quedó mirándola, con los puños apretados por los recuerdos, y luego bajó la vista, los abrió y cayó en la cuenta de qué era lo que la había estado molestando. Lágrimas de Afrodita, pensó, contemplando los dos grandes diamantes que ahora tenía en la mano. Miró de nuevo a Eva, cuyo rostro había adoptado una expresión paciente y comprensiva. Merece saber toda la verdad, decidió Gabrielle. Asintió con la cabeza. Eva se incorporó de rodillas y rozó la mejilla de Gabrielle con los labios. —Gracias. Te dejo para que te vistas y luego ¿tal vez querrás cenar conmigo? —Esperó a que Gabrielle asintiera—. El baño está ahí al lado, si prefieres darte un baño caliente primero. —Vio una levísima chispa en los ojos de Gabrielle—. Vendré a buscarte dentro de media marca o así, ¿te parece bien? —Gracias, Eva. No hubo sonido alguno, pero eran las primeras palabras formadas por los labios de Gabrielle desde la muerte de Xena. Era un pasito ínfimo, pero era un paso en la dirección adecuada.

Gabrielle pasó una luna casi completa con Eva. Fue mucho más tiempo del que había planeado quedarse, pero descubrió que el relato de la historia de Xena le resultaba tan extenuante que Eva sólo le permitía susurrar partes breves de la historia antes de mandarla a descansar y recuperarse. Gabrielle pasaba gran parte de su tiempo libre con Eva meditando o entrenando. Intentaba seguir un horario que no molestara a las demás personas que había en el recinto, pero había muchas ocasiones en que Eva se despertaba en mitad de la noche y encontraba a Gabrielle en el patio, moviendo la katana con precisión mortífera. Al cabo de once noches seguidas en la misma tónica, Eva decidió tomar medidas. Como sabía que Gabrielle dormía poco y comía menos, Eva decidió apoyarse en sus propios puntos fuertes para asegurarse de que Gabrielle obtenía por fin el descanso que tan desesperadamente necesitaba. Esa mañana, Gabrielle había llegado a la parte de su historia donde encontraba el cuerpo decapitado de Xena, y se había marchado de repente de

la habitación con la cara bañada en ardientes lágrimas de rabia. Eva no intentó buscarla inmediatamente, pues estaba reviviendo la horrible visión que la atormentaba desde que la había visto con Afrodita. Sólo podía imaginarse hasta qué punto serían más intensos los sentimientos de Gabrielle, que había vivido de verdad ese momento traumático. En cambio, Eva fue a su habitación y buscó respuestas mediante la oración y la meditación. Se le apareció Eli y estuvieron hablando varias marcas, hasta que Eva se sintió preparada para tomar las medidas necesarias para ayudar a Gabrielle. Eli la bendijo y la instó a descansar, cosa que hizo, hasta que cayó la noche. Entonces cogió la espada que le había dejado Eli y salió al patio a esperar la llegada de Gabrielle. Gabrielle no la decepcionó. En el momento en que la luna alcanzaba su cenit, salió de las sombras de su puerta y se adentró hasta el centro de la blanda extensión de hierba. La katana emitió apenas un susurro al abandonar su vaina y al instante Gabrielle estalló en un violento frenesí de movimientos. Eva observaba desde las sombras y esperaba pacientemente, eligiendo con cuidado el momento preciso para entrar en la refriega. Gabrielle ni siquiera parpadeó cuando su enemigo imaginario se transformó en un ser humano viviente ante sus ojos. Se limitó a aumentar la intensidad y sus ojos se iluminaron con un brillo feroz. Eva se estremeció al ver la expresión conocida pero olvidada que se apoderaba de los ojos de Gabrielle, y supo entonces que este combate era bien real. Eva apeló a una faceta de su ser que no veía la luz desde hacía mucho tiempo y notó que la parte de sí misma que era Livia respondía al desafío de Gabrielle. El combate prosiguió durante varias marcas, y sólo porque Eva estaba en mejores condiciones físicas consiguió por fin dejar inconsciente a Gabrielle en el suelo. Ella misma descansó un buen rato y luego se apartó el pelo empapado en sudor de los ojos y se levantó con las piernas temblorosas. Inesperadamente, Eli apareció ante ella y se arrodilló para coger a Gabrielle en brazos. Eva recogió la katana y lo siguió hasta la habitación de Gabrielle.

Gabrielle estuvo dos días durmiendo mientras Eva observaba y esperaba. Cuando se despertó por la mañana del tercer día, fue como si hubiera doblado una esquina. Comió decentemente y aunque seguía sin hablar, salvo para reanudar en un susurro la historia de Xena que le estaba contando a Eva, paseó un poco por los jardines y luego regresó para dormir más. Eva consiguió entrenar un poco más con ella, pero no tardó en darse cuenta de que había tenido mucha suerte de que Gabrielle hubiera estado agotada aquella primera noche. La habilidad de Gabrielle había superado a la suya, y la única razón de que no acabara sangrando o muerta era porque Gabrielle desviaba las estocadas mortales. Pero sí que acabó con unas buenas contusiones. Cuando ya llevaba allí tres cuartos de luna, el relato terminó y Gabrielle se sintió preparada para seguir adelante. Todavía estaba resuelta a llevar los restos de Xena a Anfípolis, pero ahora agradecía todo el tiempo que había pasado con Eva. La incomodidad había desaparecido y habían forjado una amistad que las dos iban a cuidar a pesar de la distancia. Gabrielle guardó sus cosas en su zurrón y se lo colgó del hombro y luego salió en busca de Eva. Ésta la esperaba en la cocina del recinto. —Gracias por estar aquí, Gabrielle, y por compartir esa historia conmigo. Sé que no ha sido fácil, pero creo que las dos necesitábamos oírla. — La bardo no contestó y Eva continuó—: Ven —dijo, cogiendo una gran bolsa—. Tengo una cosa para ti. Gabrielle siguió a Eva por la puerta hasta los establos. Allí había un caballo que le recordaba tanto a Guapo que casi se echó a llorar. Se volvió para posar en Eva los pasmados ojos verdes. La mensajera se encogió de hombros. —Llegó por su cuenta justo antes que tú. No se marchaba y tampoco dejaba que lo montara nadie. Después de nuestro combate del otro día, no ha dejado de mirarte. Creo que ha venido en tu busca. Gabrielle se acercó al caballo, que la saludó casi con cariño. Volvió con Eva y alargó los brazos, dejándose abrazar al mismo tiempo.

—Gracias —susurró Gabrielle al oído de la mujer más alta—. Por todo. —Cuídate, Gabrielle. Te quiero. La respuesta de Gabrielle fue otro breve abrazo, luego volvió con el caballo y se montó en él. Chasqueó la lengua, apretó las piernas y Guapo salió del recinto. Gabrielle se detuvo en la entrada, se volvió y saludó a Eva agitando la mano. Luego se alejó por el camino sin mirar atrás.

Afrodita, mientras, había regresado al Olimpo para encontrar algunas respuestas. Lo primero que hizo fue observar toda la trágica historia de principio a fin. Entonces averiguó lo que había llevado a Xena y a Gabrielle hasta Japa y retrocedió e investigó un poco sobre Akemi. Lo que descubrió la enfureció, y emprendió un rápido viaje para visitar a sus equivalentes asiáticos. Dita explicó su problema, y descubrieron que Xena no estaba en su inframundo. Decidieron que Akemi debía ser castigada por su engaño y Dita se dio por satisfecha al saber que se haría toda la justicia posible. Aunque no estaba segura de que Gabrielle fuera a estar de acuerdo, sobre todo porque Xena parecía haber desaparecido por completo. La diosa del amor regresó al Olimpo y se lanzó a buscar a otros dioses. Primero fue en busca de Hades. —¡¡HADES!! —Esperó un segundo y luego vociferó de nuevo—: ¡¡Tío Hades!! —Apareció en los dominios de Hades, pero a él no se lo veía por ninguna parte. Se enredó las manos en el pelo y abrió la boca, pero la detuvo una voz suave que sonó detrás de ella. —No está aquí, Dita. Ahora pasa el tiempo en Roma como Plutón. Ya lo sabes. —Hola, Perséfone. ¿Qué haces aquí? Perséfone se encogió de hombros. —Regreso de vez en cuando para comprobar que las cosas van bien por aquí. No podemos volver al Olimpo, al menos por un tiempo, pero para mí esto siempre será mi hogar más que Roma. Hades juzga ahora a las almas

griegas y romanas desde Roma, y no está muy contento con la sobrecarga de trabajo que tiene. —¿Crees que podría concederme un momento? Tengo un problema. —Dita, nos encantaría que vinieras a vivir a Roma. Te echamos de menos. Afrodita sonrió con tristeza. —Yo también os echo de menos, pero alguien se tiene que quedar aquí a vigilar las cosas. Además, detesto Roma. Me paso por allí de vez en cuando, pero no puedo quedarme mucho tiempo. No es mi casa. —Oh, chati, eso es como supercierto. Dita soltó una risita al oír lo que acababa de salir de boca de su modosa prima. —Ten cuidado, Sefi. Que te van a acusar de tener tendencias superrubias totales. Las dos se echaron a reír. —Venga, Dita. Vamos a ver a Hades. —¿No es Plutón? —Bueno, lo que sea. La estancia resonó con su risa cuando desaparecieron con un remolino de chispas y pétalos.

—Psss... Ha... mm, digo, Plutón. ¿Puedo hablar contigo en privado un momento? —preguntó Perséfone en voz baja. El dios del inframundo asintió y se alzó. —El juicio se reanudará dentro de una marca —dijo, y se metió en la zona que era su vivienda privada. Cogió a su esposa entre sus brazos y la

besó hasta que los arrullos y risitas de Afrodita los obligaron a separarse, sonrojados. —Hola, Afrodita. —Hola, tío. Qué pareja tan rica hacéis. Un auténtico anuncio ambulante de la conexión amorosa. —Ejem, sí. Bueno, aunque me alegro mucho de verte por aquí, estoy seguro de que no has venido a hablar de nuestra vida amorosa. ¿En qué puedo ayudarte? Afrodita se puso seria al instante. —Tío, ¿has visto a Xena? —¿Cómo que si he visto a Xena? —preguntó Hades sin saber a qué se refería—. No ha pasado por aquí para ser juzgada, si es eso lo que preguntas. Dita suspiró y se le hundieron un poco los hombros. —Vale, gracias. Supongo que tendré que seguir buscando. —¿Buscando? —Hades se calló cuando Perséfone le puso una mano en el brazo. —Luego te lo explico. —Se volvió hacia Dita—. ¿Te puedes quedar un poco? —Ojalá pudiera. Voy a ver si averiguo qué ha pasado aquí y ya volveré para haceros una visita más larga. Si os enteráis de algo, decídmelo, ¿vale? — Desapareció antes de que pudieran decir una palabra.

A continuación, probó con Odín, quien, aunque no era amigo de Xena, prometió comunicárselo a Dita si la guerrera pasaba por su reino. Bajó incluso hasta Egipto y tuvo una conversación con Isis. Por fin, tras haber cubierto todas las bases que se le ocurrieron, Dita regresó al Olimpo y fue a hablar con Ares.

Gabrielle reanudó su viaje hacia el oeste y cruzó despacio los desiertos y las llanuras de Cachemira, Mesopotamia, Persia y Asiria, en dirección al Mar Mediterráneo. Había descubierto que el anillo que le había dado Afrodita le dificultaba el manejo de las armas, de modo que se lo quitó y lo guardó en su zurrón junto con las cenizas de Xena. Casi de inmediato, notó un cambio en su conducta, pero atribuyó el aumento de sus sentidos y de su cautela al hecho de estar sola en el camino. Su primer encuentro con unos bandidos la dejó con el corazón acelerado y la sangre en ebullición. Y acabó con siete hombres masacrados a sus pies. Tras varias experiencias más, cada una de las cuales hacía arder su sed de sangre más que la anterior, encontró una tranquila posada donde pudo descansar y recuperar el equilibrio perdido. Gabrielle pasó un día casi entero meditando hasta que por fin se acordó del anillo y lo sacó de su zurrón. Se lo puso en el dedo y sintió literalmente que la sangre se le calmaba y se posaba. Se sentó, reanudó la meditación y consiguió concentrarse hasta tal punto que logró centrarse de nuevo. Gabrielle reconoció de mala gana que iba a tener que adaptar su técnica de combate para poder llevar el anillo. Fuera cual fuese la protección que le ofrecía, iba a impedir que perdiera el control y la cabeza antes de llegar a casa. Los días se convirtieron en lunas y por fin Gabrielle llegó al Mar Mediterráneo. Había tomado la decisión de cruzar hasta Grecia en barco. No le apetecía mucho, pero era la forma más rápida de llegar hasta allí. Y más que nada, Gabrielle estaba lista para volver a casa.

—¡ARES! ¡¡Ares!! ¿Dónde estás? —Dita estaba plantada en medio de uno de los templos griegos que le quedaban al dios y pegó una patada en el suelo con impaciencia. Pensaba que su hermano tendría por lo menos algunas de las respuestas que necesitaba. Apareció con menos efectos teatrales de los que solía emplear.

—¿Qué pasa, Dita? Estaba en medio de una escaramuza en la frontera romana. —Intentó parecer enfadado, pero ella captó el cansancio y la profunda tristeza que había detrás de su pregunta. Lo cogió de la mano. —Ven, hermano. Tenemos que hablar. Afrodita los trasladó a su salón del Olimpo y preparó una bandeja de golosinas y una frasca de vino. —¿Quieres contarme la verdad, Ares? Sé que tú has tenido algo que ver con la desaparición de Xena. ¿Sabes dónde está? Se le hundieron los hombros, pero no contestó inmediatamente. Ella se acurrucó a su lado y le cogió las manos. Luego lo miró a los ojos y habló con un tono más suave. —Vamos, hermano. Cuéntamelo. Ya sé que ser a la vez un dios griego y romano es agotador. Yo también tengo que hacerlo, ¿recuerdas? En ese sentido, el resto de la familia salió bien librada. El Crepúsculo llegó a Grecia y Xena los "mató" para que el concepto del Dios único pudiera arraigar. Ellos se fueron a Roma y nosotros... bueno, qué pena que nadie salvo nosotros comprenda la verdad de todo ello, ¿eh? Eso consiguió arrancarle una leve sonrisa. —Sí. —Así que cuéntamelo, ¿eh? No quedamos muchos en Grecia y tenemos que hacer piña. Sobre todo tú y yo. —Lo empujó con el hombro—. Eso lo averiguamos muy a nuestro pesar, ¿verdad? Ares se estremeció por los recuerdos que le vinieron al oír la pregunta. Carraspeó. —Ya lo creo. No fue una de las experiencias más agradables de mi larga vida. Dita sonrió.

—Estabas muy mono de granjero. Él intentó fulminarla con la mirada, lo intentó de verdad, pero la sonrisa de ella y el brillo pícaro de sus ojos eran irresistibles. —¡Mmf! —fue lo único que dijo, pero sirvió una copa de vino para cada uno y Dita puso la bandeja en una mesa cercana. —Ponte cómoda, hermana. Esto es un poco difícil de explicar.

Capítulo III

—¿Alguien me quiere explicar por qué se me considera a mí la descerebrada? —rezongó Afrodita por lo bajo cuando Ares terminó de hablar. Se frotó la cara con las manos y se volvió para mirarlo—. ¿Entonces no sabes dónde está? ¿O cuándo está? ¿O si está viva o muerta? —Mm... ¿no? —Ares se apresuró a seguir con su explicación cuando Afrodita soltó un sonoro suspiro—. Mira, yo sólo quería devolverle la vida. Tendría que haber funcionado. Sin problemas ni líos. —Y pensabas que así te deberían algo, ¿verdad? ¿Un favor que podrías cobrar más tarde? —Pues... Ares no quiso ni intentar ponerse a dar explicaciones al recibir un fuerte capón en la cabeza. —Venga ya, hermano. Eso es supercutre y no es cierto para nada y lo sabes. Xena jamás habría pagado una deuda como ésa. —Dita lo miró en el momento en que se le hizo la luz—. Pero Gabrielle podría, ¿eh? —levantó la mano para darle otro capón, pero se detuvo ante su mirada de advertencia—. Menuda guarrada, Ares. Él se encogió de hombros.

—Habría salido muy bien si hubiera funcionado. Tendría que haber vuelto con nosotros. En cambio... no sé qué hice mal. —¡Ares! —Me he pasado estas últimas lunas dándole vueltas a todo lo que pasó. Tendría que haber funcionado. —¡¡ARES!! Ares cerró la boca tan deprisa que casi se mordió la lengua. —Ahora ya no importa. Lo que importa es Gabrielle. —Gabrielle. Gabrielle. ¿Pero qué tiene ésa? Unos serios ojos azules se clavaron en sus profundos ojos marrones. —Ándate con ojo, Ares. Es una buena persona y es mi amiga. Él alzó las manos dándose por vencido. —Está bien. Está bien. No me meteré con la rubia molesta. Escucha, tengo cosas que hacer. Ya hablaremos en otro momento, ¿vale? —Ares desapareció antes de que Afrodita pudiera contestar. —Grrrr... a veces es que me saca de quicio. —Agitó la mano y la comida y el vino desaparecieron. Entonces cogió las gafas con montura metálica a las que se había aficionado y se las puso mientras buscaba su pequeño mando a distancia. —Está bien, Gabrielle —murmuró, conectando la red divina mundial—. Vamos a ver cuánto tiempo tendrás que sufrir sola, amiga mía.

Gabrielle llegó al mar y consiguió pasaje en un pequeño barco mercante que se dirigía a Grecia. Seguía sin hablar mucho, pero los hombres de a bordo averiguaron muy deprisa que no era alguien con quien se pudiera jugar. Todas las mañanas pasaba un tiempo meditando y entrenando y por las tardes hacía un turno al timón o en la cofa de vigía. Al quinto día, ya viajaban a

buena velocidad y el capitán estaba contento por el avance. Al caer la tarde, sin embargo, su suerte empeoró. Gabrielle estaba sentada en la cofa cuando se fijó en una línea fina y oscura que había en el horizonte. No le habría llamado mucho la atención, pero algo se agitó en su interior que le produjo desazón y bajó por el mástil para buscar al capitán. Archus echó un vistazo a la banda de nubes y soltó una maldición. —Tripulación, todos a sus puestos. Esta noche va a soplar de lo lindo. Izad las velas y vamos a desviarnos de su camino. No quiero que nos quedemos atrapados en medio de ésta. Archus se volvió hacia Gabrielle. —Será mejor que vayas abajo, guerrera. Ésta es una batalla de marineros. Los ojos de Gabrielle casi sonrieron cuando se miró las manos. Luego fue a la vela mayor y se puso a ayudar a los hombres a izarla, para intentar escapar de la tormenta que se avecinaba. El capitán meneó la cabeza y se volvió para establecer un curso que los alejara de las nubes oscuras. Pasaron las marcas y se hizo de noche y la tripulación seguía trabajando desesperada para mantener el barco a flote. La tormenta había llegado antes de lo que se esperaban y tuvieron que correr para atar todas las cosas. Las olas zarandeaban al barco de lado a lado de una forma espantosa, tanto que tenían que trabajar sujetos con cuerdas. Eso quería decir que cada persona podía ocuparse sólo de una zona muy pequeña del barco, pero también había muchas menos probabilidades de que alguien cayera al agua. Durante toda la noche lucharon y se esforzaron, y con el amanecer llegó el agotamiento y una calma que resultaba casi enervante. No había sol, ni lluvia, ni viento, ni olas, y durante un rato, todos agradecieron la oportunidad de descansar. Pero la tripulación no tardó en ponerse nerviosa y el capitán fue el primero que se levantó, seguido inmediatamente de Gabrielle. A ésta le dolía la mandíbula y tenía el pelo de punta por el ambiente espeluznante y lo único que quería en ese momento era un poco de brisa y avistar su tierra.

El capitán miraba continuamente el agua que había debajo del barco y luego el cielo de nuevo, buscando respuestas. Entonces el hombre que hacía turno en la cofa de vigía soltó un grito y se volvieron para ver qué era lo que tanto lo preocupaba. El capitán se quedó con los ojos desorbitados y sacudió la cabeza sin dar crédito. Entonces corrió a coger los mapas y las cartas de navegación de su camarote. Los extendió, siguiendo con las manazas las rutas y las indicaciones del pergamino. —No es posible. —¿El qué? —susurró Gabrielle detrás de él. Archus se volvió, la miró y vio la fuerza de su mente y su voluntad en los ojos verdes que ahora se clavaban en los suyos. Tomó una decisión y asintió para sí mismo. —Nuestra posición. —Archus vio que arrugaba la frente y se apresuró a explicárselo—. Mira... éste es el punto donde zarpamos de Asiria rumbo a Grecia —dijo, señalando el primer mapa—. Pero la tormenta nos ha desviado. Eso ya me lo esperaba. Ha sido una tormenta tremenda. Gabrielle asintió indicando que lo comprendía y esperó a que continuara. —Lo que no me esperaba era que nos trajera hasta aquí —añadió Archus, señalando un punto de otro mapa—. Si no me equivoco con los indicadores de tierra, estamos cerca de Pompeya. —Gabrielle abrió mucho los ojos y Archus asintió con la cabeza—. Exacto. No es posible que hayamos llegado tan lejos tan deprisa. Y a la marea le pasa algo raro... nos movemos hacia tierra... casi como si nos arrastrara. Gabrielle posó los ojos en el agua y luego miró por encima la tierra que se iba acercando. —Oh, por los dioses —susurró para sí misma y luego tiró de la manga del capitán—. ¡Mira! Su susurro daba más miedo del que podría haber dado un grito y Archus levantó la mirada para seguir la dirección que señalaba su brazo. Se le pusieron los ojos como platos y los posó en Gabrielle.

—¿Eso es...? Ella asintió. —El Vesubio —susurró de nuevo, sin apartar los ojos del horizonte. Incluso a esta distancia, se veía el fuego que salía despedido a escupitajos hacia el cielo, cubriendo el aire de alrededor con la oscuridad de las cenizas y el humo. —Izad las velas, muchachos, y a los remos. Tenemos que alejarnos de aquí ya. —Mientras hablaba, el día se convirtió en noche y el aire se hizo sofocante por las cenizas y el olor a azufre. De repente, el barco se apartó bruscamente de la masa de tierra y Gabrielle se puso a buscar la causa, sabiendo lo que iba a encontrar. Tenía la voz ronca por la falta de uso y pilló a Archus por sorpresa cuando gritó: —¡¡Recoged los remos!! La miró y luego miró por encima de ella para ver qué era lo que había impulsado a la guerrera casi silenciosa a dar una orden tan enérgica. —¡¡Merda dell'OH!! —murmuró, mirando fijamente el muro de agua de cuatro metros y medio que se acercaba rápidamente al barco. El empujón de Gabrielle lo sacó de su trance y lo lanzó hacia la escalera para repetir la orden. Archus hizo una seña a su contramaestre, pero antes de que el hombre pudiera acercarse a la vela mayor, Gabrielle ya se había descolgado el chakram de la cadera y lo lanzó hacia las cuerdas, cortándolas todas limpiamente y haciendo que las velas se desplomaran. —¡Atadlo todo y aguantad allí abajo, muchachos! Esto va a ser tremendo. Las cuatro personas que quedaban en cubierta se ataron al barco y el contramaestre se puso a rezar a Neptuno. Gabrielle cerró los ojos y susurró su propia oración a Afrodita. Eso bastó para sacar a la diosa de su frenética investigación.

—Oh, qué mal rollo tan total... es horripilante. Murió... las dos murieron. Entonces, ¿cuándo...? ¿Cómo...? —Afrodita no paraba de murmurar para sí misma. Estaba echando una ojeada a la vida de Gabrielle, buscando su muerte. No era algo que la diosa hiciera normalmente, y menos en el caso de una amiga. Pero tenía la necesidad de saber cuánto tiempo iba a tener que sufrir Gabrielle sola, y no le gustaba el cariz que estaban tomando las cosas. Con sinceridad, se esperaba que la vida de Gabrielle terminara poco después de su regreso a Grecia. Por mucho que hablaran del "bien supremo", Afrodita comprendía mejor que nadie que Xena y Gabrielle eran el bien supremo de cada una. Sin su alma gemela, Gabrielle se limitaría a existir, y Dita no le desearía eso a nadie, y menos a alguien tan sensible como Gabrielle. Lo que descubrió, sin embargo, era que la vida de Gabrielle se extendía mucho más allá de una vida normal. Gabrielle era inmortal. De modo que ahora la misión de Afrodita, además de sus habituales tareas amorosas, era descubrir qué era exactamente lo que había provocado el cambio y cuándo había ocurrido. Empezó con su crucifixión y su ascensión al cielo del dios de Eli. Era lo que parecía más lógico. Estaba enfrascada repasando esa época cuando el susurro de una plegaria de Gabrielle le llamó la atención. Dita cambió la vista de su cuenco de visiones para enfocar bien a Gabrielle y el presente. —¡Pedazo ola, tío! —fue lo primero que se le ocurrió. Entonces vio el barquito que subía por el poco acogedor seno del muro de agua, y cayó en la cuenta de por qué rezaba Gabrielle—. ¡Oh, pero qué cosa más chunga! Cerrando los ojos, Afrodita envió una oleada de consuelo a la bardo que se derramó por las venas de Gabrielle como vino caliente. Dita notó el cambio en Gabrielle y sonrió, y luego volvió a concentrarse en su investigación, sin dejar por ello de prestar atención al barquito. Se preguntó si Gabrielle transformaría algún día esta aventura en una historia.

Gabrielle se sintió rodeada de amor y se relajó inconscientemente, a pesar de que el muro de agua se acercaba amenazador. De repente, los levantó y empujó al pequeño barco hacia delante a gran velocidad y con mucha fuerza. La ceniza formaba una capa de varios centímetros de grosor en la cubierta y cubría a las cuatro personas que seguían arriba. Gabrielle deseó poder librarse de esa pringue mal oliente que le daba picores y luego se olvidó del deseo cuando la ola empezó a caer encima del barco. Oyó a los hombres que chillaban aterrorizados y cerró los ojos, deseando que acabara rápido. Lo siento, Xena, dijo mentalmente, pero no voy a llegar a Anfípolis. Pero lo he intentado. Qué cansada estoy, Xena. Sólo quiero un poco de paz para nosotras, pero ése no ha sido nunca nuestro destino, ¿verdad? Te quiero. Esos fueron sus últimos pensamientos, antes de que la presión del agua la dejara inconsciente.

Cuando Gabrielle abrió los ojos, lo primero que vio no fueron los Campos Elíseos ni el Tártaro, ni el cielo ni el infierno, y desde luego, no era el rostro de Xena el que la miraba. El dolor de su realidad, tanto física como emocional, la golpeó de tal manera que estuvo a punto de caer de rodillas. Lo primero que vio fue un barco cubierto de lodo y un capitán que al parecer estaba inconsciente. No había señales del contramaestre ni del timonel. El barco se mecía suavemente, flotando a la deriva en lo que esperaba que fuera la dirección correcta. Poco a poco, Gabrielle se soltó de las cuerdas que la habían sujetado al palo de mesana. Le dolía el cuerpo como si le hubieran dado una paliza y el hedor de la ceniza sulfúrica era indescriptible. Avanzó penosamente a través del lodo, soltó las cuerdas atadas alrededor de Archus y lo tumbó en la cubierta. Le dio palmaditas en la cara y se alegró cuando sus párpados empezaron a moverse. —Oh, por los dioses... me siento como si me hubiera pasado un carro por encima, varias veces —farfulló el capitán al tiempo que se ponía de lado y se incorporaba. Miró a su alrededor y sonrió a Gabrielle. Entonces se le borró

la sonrisa cuando se dio cuenta de que estaban solos en cubierta—. Venga, guerrera, vamos a ver qué queda de la tripulación y volvamos a Grecia. Lo que quiero es tierra firme, un baño caliente, una cerveza y una mujer. Gabrielle asintió, regresó al palo mayor y se puso a organizar las cuerdas. Iba a hacer falta un poco de trabajo para volver a colocar las cuerdas, pero en su momento el chakram le había parecido el modo más eficaz de ocuparse del problema. Suspiró silenciosamente. Dado lo lejos que los había llevado la tormenta y que ahora estaban en medio de los dioses sabrían dónde, pensó que tenían tiempo de sobra para limpiar, arreglar y reparar y para haber terminado mucho antes de llegar a Grecia. Mucho dependería de la distancia a la que los hubiera arrastrado el maremoto, pero no se esperaba ver tierra pronto. Se le hundieron los hombros. Estaba cansada de verdad, hasta el fondo del alma. Gabrielle había tenido la esperanza egoísta de que la tormenta supusiera su fin. Se preguntó si estaba mal sentir eso. Decidió que seguramente sí y le dio igual. Ser desinteresada era lo que la había llevado a esta puñetera situación. La tripulación subió corriendo por las escaleras, feliz de seguir con vida y fuera de la bodega, y Gabrielle sonrió comprensiva. Se acordaba muy bien de las veces en que ella se sentía encantada de pisar la cubierta, aspirando el fresco aire salobre con placer. Sin más dilación, los hombres se pusieron a trabajar con ganas, pues todos estaban deseosos de llegar a Grecia y pisar tierra firme.

La noche permitió al capitán estudiar las estrellas y sus cartas de navegación y se puso a ello con entusiasmo. Se alegró de ver que la ola les había causado pocos daños físicos y que, de hecho, los había empujado un buen trecho de vuelta a Grecia. Vio que Gabrielle se dirigía hacia él y la llamó con un gesto. —Ah, guerrera. Los dioses han sido benévolos con nosotros. Si los vientos siguen siendo favorables, deberíamos ver las orillas de Grecia dentro de menos de un cuarto de luna.

Gabrielle asintió y luego se volvió hacia la inmensa oscuridad del cielo y el mar.

Afrodita se mordía las uñas mientras repasaba frenética la historia de Gabrielle en la red divina mundial. Su investigación le había mostrado que en realidad no habían muerto en la cruz. Para entonces ya eran inmortales, y sus cuerpos físicos emplearon ese tiempo para regenerarse. Dita se planteó durante un rato si le acabaría contando a Gabrielle cómo las había manipulado el dios de Eli para hacer su trabajo sucio. En justicia, les había ofrecido la absolución de sus pecados. Pero aquello parecía dudoso, sobre todo porque Xena había rechazado ese perdón a cambio de sacrificarse una vez más en el Monte Fuji. Tampoco era que a estas alturas eso importara. La pregunta ahora era cuándo se había hecho inmortal Gabrielle y qué pasaba con Xena. Si compartía la inmortalidad de Gabrielle, eso quería decir que estaba viva ahí fuera... en alguna parte. Afrodita volvió a su investigación. Estaba bastante segura de que por lo menos parte de esta noticia iba a ser una desagradable sorpresa. Se quitó las gafas y se frotó los ojos, y luego se enredó las manos en el pelo. —Pero qué mal rolloooo. Luego pulsó el mando a distancia y observó cómo retrocedía la pantalla a través del tiempo, a la búsqueda del momento en que Gabrielle obtuvo la inmortalidad.

Katerina von Lihp guió su barco al interior del muelle con tranquila habilidad y soltó un suspiro de alivio. Llevaban casi un año en el mar, después de haber rodeado África para llegar a Grecia, y se alegraba de ver lo que había llegado a ser un hogar para ella. Inmediatamente, se puso a descargar la bodega con su tripulación.

—Eh, capitana... ¿qué hacemos con estas cosas? —El contramaestre señaló los cajones que seguían bien apilados y las cajas selladas que habían viajado con ellos desde Higuchi. Katerina se rascó pensativa la cabeza. —Dejadlas por ahora. Veré si averiguo dónde hay que enviarlas. Podéis ir a divertiros en tierra. Sé dónde encontraros si os necesito. La capitana dejó un pequeño contingente de guardias a bordo y luego se dirigió al templo del amor más cercano. La verdad era que no sabía a quién más acudir y esperaba que la diosa pudiera darle algunas respuestas.

Afrodita no se sorprendió al encontrar fieles en su templo. Era uno de los pocos dioses que permanecían en activo en Grecia y el amor era la fuerza más poderosa del mundo, a fin de cuentas. Lo que le llamó la atención fue oír el nombre de Gabrielle y su nuevo apodo, Pequeño Dragón. Escuchó la súplica de esta capitana que se había hecho amiga de Gabrielle y que tanta preocupación mostraba por ella. Entonces decidió que le vendría bien descansar un poco de su investigación y bajó a charlar con la capitana Lihp. —¡Hola, nena! ¿Qué hay? La capitana se giró en redondo sorprendida, pues no se esperaba un saludo tan personal de la diosa. Tragó con dificultad un par de veces hasta que pudo hablar. —Te pido perdón, Afrodita, pero tengo un problema que tal vez tú podrías ayudarme a resolver. —¿Ah, sí? ¿Cuál... o sea, qué pasa? —Tú sabes quién es el Pequeño Dragón, la bardo llamada Gabrielle, ¿hä? —Katerina vio la verdad en los ojos azules que la miraban—. Tengo que pedirte un favor. —Suelta por esa boquita, nena —dijo Afrodita.

Katerina le contó a Afrodita lo poco que sabía de la historia de Gabrielle desde su punto de vista y terminó con las cosas que seguían en la bodega de su barco. —No sabía qué otra cosa hacer con sus cosas. Pensé que tal vez tú... Afrodita miró muy seria a la capitana durante un momento. —¿Por qué has acudido a mí? ¿Por qué no a otro dios? Katerina se encogió de hombros. —No lo sé. Me parecías la mejor elección. Afrodita se echó a reír. —Claro que soy la mejor elección, nena. El amor es una elección superbuena. Sólo que algunas personas tardan una vida entera en darse cuenta. —Se rió de nuevo—. Escucha... Haré un sitio para todas esas cosas y me las llevaré, ¿vale? Las guardaré hasta que Gabrielle las quiera. —Gracias, Afrodita. —Bien hecho, capitana Lihp. Pedazo trabajo total. Katerina no supo muy bien cómo tomarse eso, de modo que asintió, sonrió y salió para divertirse un poco. Afrodita cumplió su palabra y, con un gesto de su mano, las cajas se trasladaron a una zona de almacenaje del templo. Pensó por un momento en trasladarlas directamente al Olimpo, pero luego decidió que a Gabrielle tal vez no le gustaría que lo hiciera. Se dio unos golpecitos con las uñas en los dientes y luego desapareció con una cascada de pétalos de flores.

Gabrielle se alegró mucho de volver a ver tierra, aunque, curiosamente, no era el mareo lo que la impulsaba a caminar sobre tierra firme. Volvió a mirar el anillo que le había dado Afrodita y se preguntó si ésa era la razón de que no estuviera mareada.

Gabrielle se encogió de hombros. Fuera cual fuese la razón, lo agradecía. Eso había hecho que esta parte de su viaje le resultara por lo menos soportable. Se estremeció al pensar en lo intolerable que habría sido el viaje si hubiera estado físicamente enferma encima de todo lo demás. Ahora estaban entrando en el puerto, y Gabrielle suspiró. Por fin había llegado a la última etapa de su viaje y ardía en deseos de terminar. La tripulación colocó bien la plancha y esperó a recibir permiso para desembarcar. Archus se volvió hacia Gabrielle. —Gracias —le dijo con sinceridad—. Sin tu ayuda, no sé si habríamos sobrevivido. Ella le sonrió y le apretó el brazo, luego bajó del barco y se dirigió hacia el norte sin mirar atrás.

Katerina la vio en cuanto Gabrielle puso pie en tierra firme y corrió para alcanzarla antes de que desapareciera entre el gentío. —¡Pequeño Dragón! —la llamó, esperando que se la oyera por encima del bullicio del mercado. Gabrielle miró a su alrededor, pues sabía que aquí nadie conocía ese apodo concreto. Cuando vio a la capitana Lihp, se detuvo y esperó a que la otra mujer se acercara. Katerina se quedó espantada al ver los drásticos cambios que el año de viaje había producido en la mujer más joven. Seguía sin luz en los ojos y su cuerpo era todo músculos duros y huesos. Aún llevaba el pelo corto, pero lo tenía mal cortado, como si lo mantuviera corto porque era más fácil de manejar, no por el aspecto. Gabrielle tenía la piel profundamente bronceada y más cicatrices que las que había tenido en Higuchi. —Me alegro de verte, Pequeño Dragón. Tengo algo que te pertenece. —Gabrielle alzó una mano, pero la capitana continuó hablando—. No me refiero a los cajones y las cajas. Eso lo he dejado con una amiga hasta que lo quieras.

Alargó el brazo que había estado ocultando detrás y Gabrielle no pudo contener la brusca exclamación que surgió de sus labios, ni la punzada de dolor que la acompañó. Titubeando, alargó la mano para coger el objeto que le ofrecía Katerina. La espada de Xena. Iba a hacer el viaje final con ella. —Gracias —susurró, pero la palabra y el tono le dijeron muchísimo a la capitana. Saludó a Gabrielle con la cabeza. —Que los dioses te acompañen en tu viaje, guerrera. —Y entonces desapareció entre el gentío, dejando a Gabrielle a solas con su pena.

Gabrielle emprendió el camino hacia Anfípolis a paso rápido y constante. Ahora que estaba tan cerca de su meta, estaba preparada para terminar. Por eso, cada día se levantaba antes que el sol y caminaba con muy pocos descansos hasta el anochecer. Las noches las empleaba para entrenar, meditar y dormir lo poco que podía antes de despertarse empapada en un sudor frío. Se suponía que con el tiempo se sentiría mejor... que le dolería menos, pero lo único que sentía era un vacío. De vez en cuando se encontraba con alguna que otra banda errante de bandidos, pero después de masacrar a las primeras, empezaron a evitarla. Se preguntó si tenían una especie de sistema de comunicaciones para avisar a otros de su presencia, y sonrió con sorna. Entonces se le ocurrió pensar que deberían haber tenido un sistema así ciclos atrás. Les habría ahorrado a Xena y a ella muchos problemas. Se le apagó la sonrisa al pensarlo. Pasaron los días y al cabo de casi una luna de viaje ininterrumpido, llegó a las afueras de lo que en otro tiempo había sido el próspero pueblo de Anfípolis. Gabrielle se estremeció un poco, al recordar la última vez que estuvieron allí. No quedaba gran cosa. La posada estaba en ruinas y las chozas vacías que antes eran hogares llenos de vitalidad ahora estaban hundidas por la decrepitud. Gabrielle siguió el camino que pasaba por delante de la posada hasta el lugar donde se alzaba la cripta de la familia como un centinela silencioso. Respiró hondo, abrió su faltriquera y sacó el eslabón y el pedernal. Encontró varias antorchas pequeñas en la entrada y encendió una con cuidado.

Se movió por la estancia encendiendo las demás y por fin se detuvo junto a la tumba de Liceus. —Hola, Liceus —dijo con voz susurrante—. Seguro que no te acuerdas de mí, pero soy Gabrielle. He venido para cumplir una promesa que le hice a tu hermana. —Esperó un momento, hasta que sintió que tenía su bendición, y luego pasó al lugar donde habían colocado las cenizas de Solan—. Hola, Solan. Ahora te toca a ti cuidar de tu madre, porque yo ya no puedo, ¿vale? Asegúrate de que se come la verdura. —Quitó el polvo de su urna y pasó a Cirene—. Lo siento, mamá. Hice todo lo que pude, pero no fue suficiente. Cuida de ella, Cirene. Necesitará que la controles un poco. Gabrielle se enjugó las lágrimas de la cara y por fin llegó a un bloque vacío. Puso la espada encima y luego colocó el chakram con cuidado en la empuñadura. Dejó su zurrón en el suelo y sacó la urna, que desenvolvió con ternura del paño que la cubría. Gabrielle la colocó en el centro del bloque y retrocedió un paso. —Adiós, Xena. No creo que volvamos a encontrarnos como almas gemelas. No he vuelto a sentirte desde aquel día y creo que ése es nuestro castigo. Éste no era tu destino y tu decisión de quedarte con Akemi ha desequilibrado nuestro ciclos kármicos. Tal vez algún día se crucen nuestros caminos, pero no creo que los dioses vayan a ser tan bondadosos. Descansa, mi amor... te lo has ganado. El desgarro de su alma al rendirse ante lo ineludible le hizo soltar un lamento de agonía. Agradeció la oscuridad cuando llegó.

Gabrielle estaba hecha un pequeño ovillo junto a los restos de Xena cuando Afrodita la encontró. —Oh, Gabrielle. La diosa alargó la mano para tocarla y entonces se apartó de golpe al notar el dolor que emanaba a oleadas de la bardo. Dita se armó de valor y cogió a Gabrielle en brazos. —Vamos, chati. Tenemos que hablar.

Gabrielle volvió en sí poco a poco, esperándose plenamente el vacío de una vida solitaria después de la muerte. Le daba igual dónde acabara. No podía ser peor que las torturas que ya había vivido. Abrió los ojos parpadeando, intentando enfocar la vista para comprender dónde estaba. Su primera impresión fue rosa. Estaba rodeada de rosa. Arrugó la frente, intentando recordar algún lugar después de la muerte donde hubiera tanto rosa. Gabrielle alzó una mano para frotarse la frente y advirtió que estaba limpia y enfundada en un conocido pijama rosa. —¿Afrodita? —susurró apenas. Sobre la cama cayeron chispas y pétalos de rosa cuando Dita se materializó a su lado. —Hola, cosita. —Peinó el corto pelo rubio con manos tiernas—. ¿Cómo vas? —Sus ojos azules se llenaron de lágrimas al ver el doloroso vacío reflejado en los mortecinos ojos verdes que la miraban. Gabrielle se lanzó a los brazos abiertos de Afrodita y su pequeño cuerpo se estremeció con sollozos silenciosos. Afrodita notó las lágrimas de compasión que resbalaban por su propia cara mientras Gabrielle lloraba aferrada a ella. Gabrielle no habría sabido decir cuánto tiempo estuvieron así abrazadas. Pero por fin su llanto fue cediendo y se echó hacia atrás. —Lo siento —dijo suavemente, secándose los ojos. —¿Por qué, cielito? —Afrodita frotó el musculoso brazo, haciendo todo lo posible por consolarla. No sabía cómo se iba a tomar Gabrielle la noticia que tenía que darle cuando ya había pasado por tanto. —Ya tendría que haberme quedado sin lágrimas —fue la respuesta, acompañada de una sonrisa trémula. —Oh, nena... tu corazón se parece mucho al mío. Siempre te quedarán lágrimas que derramar. Algunas de felicidad, algunas de pena, algunas de rabia, algunas de alivio. Así es el camino del amor.

Gabrielle se apartó y sus ojos se pusieron fríos y distantes. Hasta su susurro se hizo seco. —Bueno, no es por ofender, Afrodita, pero el camino del amor ya no es lo mío. El precio es demasiado alto. —Salió de la cama y se plantó ante la ventana—. Te agradezco que me hayas traído aquí, pero me tengo que ir. —¿Ir dónde? —preguntó Dita suavemente, colocándose detrás de Gabrielle, pero sin tocarla. —Ahora da igual. He hecho lo que me había dispuesto hacer. —¿Me haces entonces un favor? ¿Por favor? Gabrielle se volvió, intrigada por la petición. —Si puedo, claro. —Quédate un poco y habla conmigo. Me siento sola aquí, ahora que sólo estamos Ares y yo, y cuando estoy en Roma, tengo tanto trabajo que hacer que rara vez veo a los demás dioses. Me encantaría poder tener una charleta de amigas. Gabrielle asintió. —No sé cuánto voy a hablar, pero sí que te puedo escuchar mientras tú hablas de lo que quieras. Y puedes empezar por eso que has dicho de "los demás dioses". Creí que habían muerto en el Crepúsculo. —No, eso es lo que el nuevo supermegadiós de Eli quería que pensara todo el mundo, para poder asentarse mejor aquí en Grecia. Casi toda la familia se ha trasladado a Roma, o sea, con nombres distintos, aunque algunos seguimos trabajando en los dos sitios. Y deja que te diga, colega, no es nada fácil. Fíjate, el otro día... Afrodita habló hasta que Gabrielle se quedó dormida de nuevo, y arropó a la bardo en la cama. —Mañana, pequeña, tenemos que hablar muy en serio. —Y desapareció del dormitorio con un destello, dejando que Gabrielle durmiera profundamente sin sueños por primera vez desde hacía más de un año—.

Descansa bien, amiga mía. Mañana tendremos tiempo de sobra para esta noticia.

Cuando Gabrielle se despertó por segunda vez, no se sorprendió al verlo todo rosa. Se sorprendió al notar que casi tenía hambre y vio una bandeja de comida en una mesa cerca de la cama. Al lado de la hogaza de pan aún caliente había una nota. Ven a verme a la sala de visiones antes de marcharte. Tenemos que hablar. La nota no llevaba firma, pero los corazoncitos y florituras habrían identificado a la autora en cualquier caso. Gabrielle cogió un trozo de pan, lo untó con un poco de queso ligero y le dio un mordisco. Estaba bueno y dio otro bocado. Se terminó el pan, se cambió de ropa y luego salió por el pasillo hacia el único sonido que percibía. Curiosamente, era como si Dita estuviera hablando sola, pero Gabrielle se encogió de hombros. No tardaría en descubrirlo. En cuanto cruzó el umbral, Afrodita pegó un respingo y soltó una risita nerviosa. —¡Oh, hola, Gab! —exclamó con un ligero exceso de entusiasmo. Se quitó las gafas y mordisqueó una patilla—. Mm, ¿qué tal si te sientas? Hoy estás divina total. Me encanta el tatuaje. ¿Has dormido bien? ¿Qué tal el desayuno? Yporciertoeresinmortal. Gabrielle se hundió en la butaca donde la empujó Afrodita, intentando desentrañar todo lo que le acababa de soltar la diosa. Sacudió la cabeza. —Buenos días, Afrodita. ¿Me haces el favor de repetir muy despacio todo lo que acabas de decir? Estoy segura de que se me ha escapado algo importante. Afrodita dejó las gafas en la mesa y se frotó la cara. Luego se sentó y cogió las manos de Gabrielle entre las suyas. —Vale, escucha. Eres inmortal... —No logró decir nada más. Gabrielle se soltó las manos de un tirón y salió corriendo de la estancia.

Afrodita se rascó la cabeza y resopló. —Bueno, pues qué bien —se dijo a sí misma, y desapareció para buscar a la mujer a quien consideraba su amiga.

Capítulo IV Afrodita se quedó en la entrada, mirando a Gabrielle. La bardo estaba sentada en un banco de la rosaleda, con las manos entrelazadas sin fuerza entre las rodillas. Por fin, la diosa fue hasta Gabrielle y se sentó a su lado. No habló ni tocó a Gabrielle, sino que esperó a que fuera ella quien reaccionara primero. Dita perdió la noción del tiempo que pasaron sentadas en silencio e inmóviles hasta que Gabrielle tomó aliento con fuerza. Y sólo porque estaba atenta logró oír el leve susurro cuando Gabrielle habló por fin. —Afrodita, somos amigas desde hace un montón de ciclos y nunca te he visto hacer nada deliberadamente cruel... hasta ahora. —Gabrielle levantó la cara hacia el cielo y Dita intentó no sentirse ofendida al ver la profundidad del dolor que aún sentía Gabrielle. Sabía que su reacción se debía tanto a la conmoción como a la pena, pero así y todo se sentía muy herida por lo que acababa de decir. —Gabrielle —dijo Dita suavemente—. ¿Te he mentido alguna vez? Gabrielle agachó la cabeza y cerró los ojos. Afrodita alzó la mano y la cogió por la barbilla, volviendo con delicadeza la cara de la bardo hacia la suya. —Gabrielle —repitió—. ¿Te he mentido alguna vez? ¿Sobre todo con una cosa así de importante? Gabrielle subió la mano y se secó las lágrimas de la cara, luego meneó la cabeza y abrió los ojos. —No —susurró y carraspeó—. Pero Afrodita, no soy inmortal. No puedo serlo. Yo... yo morí. —Cerró los ojos y tragó con dificultad y luego miró a los compasivos ojos azules de Afrodita—. Xena tenía más posibilidades de ser inmortal... —Tragó saliva—. Y ya sabemos que no fue así.

—Sí que fue así. —Una simple afirmación que cayó en un pozo de silencio. —¿Qué estás diciendo? —Gabrielle agarró a Afrodita por los brazos con tal fuerza que la diosa hizo una mueca de dolor, sabiendo que le habría dejado marcas si hubiera sido humana. Se soltó un brazo de la mano de Gabrielle, dejando que Gabrielle siguiera agarrándola de la otra muñeca y la mano. Advirtió que Gabrielle estaba temblando y se levantó. Afrodita contempló los ojos verdes llenos de lágrimas y por primera vez desde hacía más de un año, vio una chispa de esperanza y sonrió. —Vamos, nena. Tengo que contarte una superpasada total de historia.

Fueron a la sala de las visiones, que en realidad formaba parte de los aposentos de Afrodita, y Dita acomodó a Gabrielle en la cama. Chasqueó los dedos y al instante Gabrielle se encontró hábilmente enfundada en más sedas rosas y arropada en la gran cama con una taza en la mano de algo que olía dulce y aromático. La diosa notó que Gabrielle seguía conmocionada y le hizo un pequeño gesto. —Pruébalo. Te sentirás supermejor. Yo tengo que enganchar esto a la pantalla grande para que lo veas. Gabrielle olió el brebaje y luego bebió un sorbito. Sonrió un poco y luego bebió un sorbo más grande. Afrodita captó su cambio de expresión y sonrió a su vez. —¿A que es total? No hay nada que reconforte tanto como un buen chocolate caliente. Ah, ya estamos. Bueno. —Se acomodó al lado de Gabrielle y se llevó su propia taza a los labios—. Te voy a tener que dar los detalles generales. Ya sabes, enseñarte lo que ocurrió y explicarte algunas cosas. Luego podemos hablar e intentaré responder a todas las preguntas que tengas, ¿vale?

Gabrielle asintió y luego se quedó mirando cuando apareció la imagen de una versión mucho más joven de sí misma. Sintió el ritmo seductor de la música y retrocedió mentalmente a la fiesta de aquel fresco otoño. Ahora recordaba claramente el momento en que la mordieron, aunque en aquel entonces lo tenía todo borroso. —Te acuerdas de esto, ¿verdad? —Afrodita miró a Gabrielle cuando dejó en pausa la red divina. La cabeza rubia asintió—. Vale, ¿recuerdas haber bebido la sangre del cáliz? Gabrielle hizo memoria y empezó a temblar cuando se le aclararon los recuerdos. Afrodita le quitó la taza de las manos y volvió a conectar el cuenco de las visiones. —Xena te tiró el cáliz de las manos, pero tú ya habías bebido un trago. Era tan embriagador que estabas bebiendo el segundo trago cuando el chakram te apartó la copa de los labios. Gabrielle cerró los ojos y Dita detuvo de nuevo la imagen. —Sí —susurró. Afrodita cogió las manos de Gabrielle entre las suyas y las apretó suavemente. —Y aunque Xena y tú todavía no erais amantes, querías compartir esa sensación, y cuando ella te lo ordenó... —Afrodita se calló y luego continuó—: ¿Cuántas veces le hiciste sangre cuando ya erais amantes? Gabrielle se soltó bruscamente y se levantó de la cama. —Gabrielle —dijo Dita suavemente desde la cama—. No os estaba espiando. Llevo lunas investigando para conseguir dar con esto. Gabrielle se abrazó a sí misma. —No ocurría a menudo. Y nunca era a propósito. No era algo de lo que habláramos. —Se volvió de nuevo hacia Afrodita—. Pero eso no habría hecho inmortal a Xena. Ella no bebió del cáliz.

—No, pero sí que comió ambrosía poco después y con eso fue suficiente. Tu mordisco fue el inicio y la ambrosía hizo el resto. Hubo silencio después de eso, mientras Gabrielle reflexionaba sobre la verdad de lo que había dicho Afrodita. Por fin se dio la vuelta y regresó a la cama, sentándose con cuidado. Le dolía la cabeza por la cantidad de ideas que se le pasaban por ella, le ardía la garganta por la conversación a la que ya no estaba acostumbrada y le escocían los ojos por las lágrimas derramadas y las que todavía no había derramado. Afrodita la miró con compasión. —Lo siento, Gab. Si hubiera una forma más fácil de hacerte pasar por esto, sabes que la encontraría. —Lo sé —susurró Gabrielle—. Es que estoy un poco apabullada y todavía hay muchas cosas que no tienen sentido. Sobre todo porque he dejado de sentir la presencia de Xena... —Lo sé, nena, créeme. Toma. —Le devolvió el chocolate a la bardo—. Le he añadido espumas. Me parece que a estas alturas te mereces todo el consuelo que se te pueda dar. Gabrielle enarcó una ceja, preguntándose qué sería una espuma, y entonces vio las islitas blancas que flotaban en su taza. Probó una y sonrió levemente a Afrodita. —Ventajas de ser diosa, ¿eh? Dita se echó a reír. —Una de ellas, sí. ¿Te encuentras mejor? ¿Lista para continuar? Gabrielle se frotó la cara con las manos. —No sé si alguna vez estaré preparada para esto, pero hay cosas que necesito saber. Así que vamos allá. Afrodita asintió, se puso de nuevo las gafas y consultó las notas que había escrito. —Supongo que lo primero que vas a preguntar es por qué no te comportas como una bacante, ¿no?

Gabrielle asintió. —Bueno, sí, ésa sería una de mis preguntas. Dita volvió a mirar sus notas. —Pues, nena... ¿qué quieres que te diga? El amor lo conquista todo. — Suspiró al ver la cara de incomprensión de Gabrielle—. La fuerza del amor que os teníais Xena y tú eliminó gran parte de la necesidad de sangre. Tu pasión seguía otros derroteros. —Afrodita sonrió al ver el rubor que tiñó el rostro de la bardo—. Alégrate, nena. El vínculo que tenéis es totalmente, radicalmente, cien por cien auténtico y tan poco común que la mayoría de la gente no lo ve en toda su vida... y mucho menos lo vive. —¿¿Y ahora me pides que pase la eternidad sin él?? —Gabrielle se cruzó un brazo por el pecho intentando aliviar el dolor para poder respirar—. Dioses... habría sido mejor no haberlo tenido. —No, cosita. Déjame que siga, ¿vale? Tu historia tendrá un final feliz, te lo prometo. Gabrielle no pudo evitar sonreír ligerísimamente ante la vehemencia de Afrodita. Ésta nunca le había prometido algo a la bardo sin cumplirlo. Gabrielle asintió y la diosa soltó un suspiro de alivio. —Vale, ¿por dónde iba? —Recorrió la página con el dedo—. Ah, sí... los derroteros de tu pasión. Bueno, el caso es que os metíais en muchos combates que bastaban para satisfacer cualquier residuo que quedara de sed de sangre. —Miró a Gabrielle con seriedad—. ¿Nunca notaste que los combates eran siempre más violentos e intensos cuando las dos estabais peleadas? Hubo un momento... chata, hasta yo tuve que hacer un esfuerzo para ver ese amor. — Agitó las manos—. Pero bueno, eso ahora no importa. Nos tenemos que preocupar del presente. ¿Me vas siguiendo? —Eso creo. El vínculo de nuestras almas eliminaba gran parte de la sed y los combates se ocupaban del resto. —Eso es, básicamente. —Vale, eso lo puedo aceptar. Pero no explica por qué morimos... por qué Xena está muerta.

—Venga, termínate el chocolate y deja que te arrope. Esto va para largo y podemos ponernos cómodas, o sea. Afrodita instaló a Gabrielle en la gran cama y se ocupó de servir más chocolate. Gabrielle se preguntó distraída por qué lo hacía físicamente en lugar de limitarse a chasquear los dedos. Por su parte, Afrodita estuvo perdiendo el tiempo hasta que se quedó sin cosas que hacer. Entonces respiró hondo. Ahora venía lo difícil. —La primera vez que moriste después de hacerte inmortal fue cuando tiraste a Esperanza al pozo. ¿Recuerdas lo que pasó? Gabrielle cerró los ojos. Sus recuerdos de aquella época eran borrosos y se concentró en ellos con un esfuerzo. —Recuerdo que eché a correr —susurró—, que miré a Xena a los ojos... que me tiré con Esperanza por el borde del pozo y luego... un dolor abrasador. Caí en un repecho, creo. Yo... Ares dijo que él... —Ares habría dicho cualquier cosa para convencer a Xena de que regresara con él, eso ya lo sabes. Deja que te enseñe lo que ocurrió de verdad. —Afrodita volvió a conectar la red divina mundial y empezó la proyección justo en el momento en que la bardo y Esperanza caían al pozo en llamas. Gabrielle obligó a sus ojos a mirar, aunque se encogió al oírse a sí misma gritar. A mitad de la caída, chocó efectivamente con un repecho y se le rompieron los huesos con un crujido espantoso. Esperanza quedó envuelta por la llama y desapareció con el fuego y, durante varios días, Gabrielle permaneció en el repecho sin moverse. Por fin, curada lo suficiente como para moverse, se obligó a trepar hasta la boca del pozo. Pero no había tenido tiempo suficiente para recuperar las fuerzas y cuando llegó al borde, cayó al suelo cerca del altar. Allí la encontró un grupo de gitanos que la trasladó al hospicio más cercano, donde estuvo inconsciente casi otros siete días. Cuando recuperó el conocimiento por segunda vez, se marchó inmediatamente para buscar a su atormentada alma gemela.

—¿Estás bien? —preguntó Afrodita amablemente. Gabrielle tenía el puño apretado contra la boca y la diosa no sabía si era para evitar gritar o vomitar. Gabrielle asintió secamente. —Sí. Es que estaba recordando... —Se levantó y corrió disparada a la sala del baño. Afrodita suspiró y se materializó detrás de ella. Le pasó a Gabrielle un paño húmedo por el cuello y la abrazó cuando terminó. —¿Quieres oír el resto o quieres esperar hasta más tarde? La cosa no va a mejorar hasta que terminemos. Los ojos verdes inyectados en sangre miraron a Afrodita. —Acabemos con esto. —Gabrielle se enjuagó la boca y Dita le dio un poco de menta para que se le calmara el estómago. Luego volvieron al dormitorio y la diosa adelantó el tiempo en la pantalla. —La siguiente muerte que tengo, en este caso de las dos, es vuestra crucifixión en los Idus de marzo. Eso sí que fue un marronazo al máximo. —¿Por qué? El cielo no habría sido un mal lugar para pasar la eternidad. —Ya, si os hubierais podido quedar allí, pero ésa no fue la razón de que el dios de Eli os llevara hasta allí y no tenía la menor intención de permitir que os quedarais. Usó vuestras almas para que librarais la batalla por él mientras vuestros cuerpos se curaban. Por desgracia, Eli devolvió vuestras almas a vuestros cuerpos antes de que estuvieran preparados y ya sabes la que se montó. —Dirigió a Gabrielle una mirada intencionada. Gabrielle se rió a regañadientes. —Mm, sí. Creo que ése fue el comienzo de nuestra etapa "hagamos la guerra, no el amor". Estuvimos peleando con todo y con todos, incluidas, sobre todo, nosotras mismas. —Soltó una risita—. Pero cuando por fin nos reconciliamos... —Se le puso la cara como un tomate al recordarlo. —Mmm-mmm... ya te digo. Yo sentí esa reunión. ¡Qué forma de estremecer el mundo! —Sonrió a Gabrielle—. Qué bien estabais juntas... y volveréis a estarlo.

Gabrielle se puso seria. —¿Cómo, Afrodita? ¿Cómo puedes decir eso? Xena está muerta y hasta su espíritu ha desaparecido. Me prometió que siempre estaría conmigo... que ni siquiera la muerte nos separaría, pero no la he visto ni he sentido su presencia desde aquel día. —¡Sooo! ¡Para el carro! ¡Un poco más despacio, cagaprisas! Te lo explico si me das un minuto. Gabrielle se frotó la cara con las manos. —Lo siento. Es que... Afrodita abrazó a la bardo y le dio un ligero beso en la cabeza rubia. —Tranqui, nena. De verdad que lo entiendo. Gabrielle le devolvió el abrazo con ternura. —Gracias —susurró. —Ahora recuerda... en todos los casos hasta ahora, Xena y tú habéis tenido un cuerpo al que regresar. Sólo ha sido cuestión de esperar a que el cuerpo se regenerara y cuando ya estaba bien, el alma volvía. —Ya... —Gabrielle se quedó callada, intentando seguir las ideas de Afrodita. —Cuando Xena te dijo que incineraras su cuerpo, fue con la intención de regenerarlo en el Monte Fuji. Pero eso hizo imposible que su espíritu se reuniera con su cuerpo cuando no lo hiciste al ponerse el sol. Como no hay cuerpo que regenerar, el espíritu no tiene un lugar donde vivir. —Vale, ¿¿y su espíritu va y desaparece sin más?? ¡Yo no veo ese final feliz que me has prometido, Afrodita! —Sshh... sshh... cálmate, nena. A eso voy. —Le acarició el pelo a Gabrielle con las manos, intentando apaciguarla—. Ahora cálmate y escucha, ¿vale? Aquí es donde se lían las cosas. —Tomó aliento con fuerza—. Lo que hizo Ares, o lo que intentó hacer, fue devolverla a la vida... recuperar su cuerpo

y su espíritu. Pero es evidente que no funcionó... por un par de razones, creo yo. —¿Crees? —Pues sí —contestó Afrodita a la defensiva—. Nunca había pasado una cosa así y no sé muy bien qué encantamiento utilizó. —Alzó las manos—. Espera, déjame terminar, ¿vale? Gabrielle asintió y volvió a reclinarse. Dita se levantó para dar vueltas de un lado a otro. La diosa se quitó las gafas y las dejó en la mesa y luego se enredó las manos en el pelo llena de frustración. —Por lo que he conseguido averiguar, no funcionó por dos razones principales... en primer lugar, nuestro poder en Japa es minúsculo. No tenía la fuerza necesaria para llevarlo a cabo. La segunda razón sería que no estaba totalmente preparado para realizar el ritual del modo correcto. Teniendo en cuenta su estado de ánimo aquel día, me sorprende que consiguiera llegar hasta ti. —¿Puedes arreglarlo? Afrodita negó con la cabeza. —Se puede arreglar, pero no puedo hacerlo sola. Pero tal vez podríamos hacerlo juntas... tú y yo. Gabrielle apartó las sábanas de golpe y se levantó con las piernas temblorosas. —Pues vamos. Afrodita volvió a negar con la cabeza y a Gabrielle le dieron ganas de dar patadas en el suelo de pura frustración. —No. Aún no. Tú no tienes fuerza suficiente y yo tengo que investigar un poco más. Así que vuelve a esa cama a dormir como una niña buena y deja que Dita termine el trabajo que tiene que hacer, ¿vale? Entonces nos

ocuparemos de que esa nena guerrera supertotal regrese a tus brazos, que es donde tiene que estar. Gabrielle se quedó mirando a la diosa durante lo que parecieron marcas enteras hasta que por fin reconoció que ésa era la línea de acción más prudente. Ares no había estado preparado para hacer lo que fuera que había hecho y Xena había acabado a saber dónde con su vínculo roto. Además, estaba agotada hasta la médula y a punto de derrumbarse. Gabrielle soltó un leve suspiro y cerró los ojos. —Está bien, Afrodita —dijo suavemente al tiempo que volvía a meterse en la cama—. Gracias. Dita se quedó sorprendida. —¿Por qué, cosita? —Por interesarte —fue el murmullo de la respuesta antes de que la respiración de Gabrielle se hiciera profunda por el sueño. —De nada, nena. Siempre lo he hecho. —Le apartó a Gabrielle el pelo de la cara y posó los dedos en la suave piel de la bardo antes de desaparecer, dejando atrás tan sólo un rastro de pétalos de rosa.

Podrían haber sido marcas, podrían haber sido días. Gabrielle no sabía cuánto tiempo había transcurrido cuando se despertó. Pero por primera vez desde la muerte de Xena, sentía esperanza. Todavía estaba intentando asimilar la información que le había dado Afrodita, pero lo que más destacaba dentro de su mente era el hecho de que el espíritu de Xena seguía vivo y buscaba un modo de volver a casa. Apartó las sábanas y salió de la habitación, siguiendo los murmullos hasta otra estancia de los aposentos de Afrodita. La diosa estaba sentada ante un inmenso escritorio, tapada por una pila de pergaminos. El suelo estaba cubierto de notas arrugadas y mientras miraba, una bola de pergamino salió volando por encima de la pila. —¡Lanza! Y...

—¡...falla! —contestó Gabrielle, cuando la bola de pergamino chocó con el borde de la papelera desbordada y cayó al suelo. Los rizos rubios de Dita asomaron por encima del escritorio. —Oh, hola, preciosidad. ¿Qué tal has dormido? —Muy bien. Morfeo se ha mostrado amable. —Sí, se lo pedí yo. Es un buen dios. Gabrielle no respondió, aunque se le puro cara escéptica, pues recordaba su primer encontronazo con el dios de los sueños. —Bueno, tú tienes una pinta mucho mejor y creo que yo lo tengo todo controlado, o sea. —Levantó varios pergaminos, hurgando entre ellos—. En cuanto encuentre mis notas. Sé que están aquí. Pero si acabo de... ¡ajá! Vamos, Gab. Podemos repasar todo esto en la bañera. Supernecesito un baño después de esto. Hacía siglos que no trabajaba tanto, o sea. Antes de que Gabrielle tuviera oportunidad de responder se encontró hundida hasta el cuello en cálidas burbujas. Cerró los ojos, recreándose en el placer. Sólo cuando Afrodita se materializó justo a su lado, abrió de mala gana los ojos verdes. —Ooooh —gimió al recostarse en el agua y cerrar los ojos—. Ni que prescrito por una diosa. Ya me siento mejor. —Dita se quedó así unos minutos y luego se incorporó y alcanzó sus notas—. Vale. Tengo una noticia buena y otra mala. Gabrielle se pasó las manos mojadas por el pelo y luego se tapó los ojos. —Cómo no. Dame primero la mala. Afrodita se mordisqueó el labio. —Pues la mala noticia es que no sé dónde está Xena. —¿Entonces cómo podemos recuperarla? ¡Seguimos sin tener un cuerpo y ahora me dices que tampoco tenemos un espíritu!

—Tranqui, nena. Creo que he encontrado la solución para tu problemilla. —¿¡¿CREES?!? ¿¿Cómo que crees?? —¡Oye, que estoy haciendo todo lo que puedo, Gab! No me agobies, ¿vale? ¡No he sido yo la que te ha metido en este marrón! Gabrielle agachó la cabeza. —Perdona, Afrodita. Sé que me estás haciendo un favor inmenso y voy yo y me pongo como una hidra. Sigue. La diosa cogió a Gabrielle de la barbilla y le levantó la cara hasta que se miraron a los ojos. —No pasa nada, ¿vale? —Sonrió, con la esperanza de obtener una sonrisa a cambio. No se vio defraudada. —Eres una buena amiga, Afrodita. —Eso es probablemente el cumplido auténtico más agradable que me han hecho nunca. —También es la verdad. —Gabrielle hizo una pausa—. Bueno, ¿cuál es el plan? —Pues tenemos las cenizas de Xena. Tú tienes sangre inmortal. He encontrado un ritual que te permitirá usar tu sangre para regenerar su cuerpo. Como estáis unidas por el alma, su alma debería acudir a ti y cuando su cuerpo se haya regenerado, volveréis a ser una pareja guay. —¿Y cuándo podemos hacerlo? —Creo que tenemos que ir a Macedonia. No nos conviene que Ares se entere de esto y nos lo jorobe totalmente. —¿De verdad crees que lo haría? —Gab, creo que está un poco... mm... —¿Obsesionado?

—Pues, mm... ciego, tal vez... en lo que se refiere a ella. Gabriele resopló. —Vale. ¿Por qué Macedonia? —Un par de razones. Por un lado, Ares no irá a buscarnos allí. Y por otro, Hefi tenía allí un escondrijo superchachi. Gabrielle se mordió las uñas. —Vale, ¿cuándo podemos ir? Afrodita sonrió compasiva. —Estás deseándolo, ¿eh? Gabrielle se limitó a asentir. —Deja que termine de bañarme y coma un poco y nos vamos. —Señaló a la bardo con un dedo cubierto de burbujas—. Tú también tienes que comer. Esto te va a desgastar mucho.

Se habían pasado un momento por la cripta de la familia de Xena, y Afrodita se ofreció a entrar sola para recoger las cenizas y las armas de Xena. Gabrielle meneó la cabeza y sonrió. —Gracias, Afrodita, pero es responsabilidad mía. Espera aquí. Ahora mismo vuelvo. —Y se metió en el interior antes de que la diosa pudiera decir nada. Se sentó, reflexionando sobre la entereza de su amiga inmortal. Gabrielle encendió la antorcha y miró a su alrededor con nuevos ojos. La esperanza había sustituido a la desesperación, y avanzó con paso ligero hacia el sitio donde había colocado los restos de Xena. Con gesto reverente, cogió las cenizas, las envolvió de nuevo y las puso al fondo de su zurrón. Cogió la espada y el chakram y volvió a mirar a su alrededor. —Si esto funciona... cuando esto funcione, volveremos para limpiar todo esto. Sois nuestra familia y no merecéis ser olvidados. Así que deseadnos suerte, ¿vale? —La bardo sintió que recuperaba el optimismo y salió de la

cripta con el corazón ligero y el paso aún más ligero—. Chachi, Afrodita. Vamos allá. Afrodita se echó a reír al oírse reflejada en el habla de Gabrielle. Luego agitó la mano y las dos desaparecieron.

El escondrijo de Hefestos era, bueno... un poco espeluznante, en opinión de Gabrielle. Tuvieron que ir caminando desde la entrada oculta y había que atravesar un laberinto de pasillos y pasadizos para llegar a su destino. Afrodita tuvo cuidado de marcar cada pasadizo y trampa para que no tuvieran dificultades al salir. No creía que Xena fuera a estar para juegos en ese momento. —Le pedí a Hefi que hiciera un atajo, pero no hubo manera —dijo Dita mientras caminaban por el laberinto—. Dijo que la idea era tener un sitio superprivado. —Afrodita se sonrojó—. Lo cual venía muy bien en ocasiones. Ejem, bueno... pero tenemos que tener cuidado. Aquí dentro hay unas trampas increíbles que podrían dejar encerrado hasta a un dios. —Afrodita se mordisqueó una uña y luego miró a Gabrielle—. Aunque creo que Hefi no me fue del todo sincero sobre este lugar. Gabrielle miró un instante a la diosa, con cuidado de no perder de vista el camino que iban siguiendo. —¿Y eso? —Pues es que muchas de las sorpresas están pensadas para dejarte dentro, no sólo para impedirte entrar, sabes. Con el Ojo es imposible entrar y salir materializándose, que es por lo que estamos haciendo a pie esta parte tan cutre. Y Hefi no se puso a construir este lugar hasta después de toda la movida con Dahak. Ya sabes. Gabrielle lo sabía perfectamente y se puso pálida por los recuerdos que le traía ese nombre. —El caso es —continuó la diosa—, que siempre me he preguntado, en el fondo, cuál era el motivo real. Tuerce a la izquierda. Ah... ya hemos llegado.

Gabrielle contempló la austera estancia, localizó el Ojo sin dificultad y observó el resto despacio. Había candelabros de pared por toda la habitación y una pared que también parecía hacer las veces de puerta. Había un gran altar plano debajo del Ojo y unas cuantas trampas más esparcidas al azar. No había muebles, y Afrodita señaló el altar. Sacó sus notas. —Vale, tienes que esparcir las cenizas de Xena sobre el altar. Con cuidado, aunque tampoco es que aquí haya viento que se las pueda llevar. Gabrielle dudó y luego quitó la tapa. El olor le produjo una arcada y se quedó inmóvil apretando la mandíbula hasta que se le pasó. —¿De cualquier manera? O sea, ¿tengo que formar una figura con ellas, extenderlas por igual o qué? Afrodita recorrió el pergamino con un dedo. —No dice. Pero yo diría que las extiendas por igual. Tampoco es que sepamos a qué corresponde cada ceniza, ¿sabes? —Volvió a concentrarse en sus notas y no vio el estremecimiento de Gabrielle. Gabrielle agitó con precaución la urna, intentando distribuir las cenizas de manera uniforme por la piedra. Tardó un rato y mientras, Afrodita se sentó en el suelo para meditar. Cuando terminó, Gabrielle regresó con la diosa y le puso una mano titubeante en el hombro. Dita abrió despacio los ojos y sonrió a la bardo. —¿Has acabado, cielito? —Gabrielle asintió—. Vale, pues a ver. Mmm, pon la espada aquí —señaló—, y el chakram aquí —señaló otro punto—. Oh, espera... vas a tener que usar el chakram para derramar la sangre. —Arrugó la cara con asco. Gabrielle obedeció y colocó la espada en su sitio y dividió el chakram. Puso una parte en el altar y agarró la otra con la mano derecha. Se volvió para mirar a Afrodita, aguardando nuevas instrucciones. —Vale, mm... ahora viene la parte asquerosa. Tienes que... uuuh... mm, hacerte un corte muy profundo para que sangre mucho. —Se estremeció—. Vas a tener que compartir como la mitad de la sangre de tu cuerpo para que esto funcione.

A Gabrielle se le desorbitaron los ojos, pero asintió aceptándolo. —No te preocupes, nena. Yo estaré aquí controlando. —Dita respiró hondo—. ¿Lista? Gabrielle alzó el chakram y Afrodita cogió la mano izquierda de la bardo con la suya. Con la mano derecha, acarició la parte interna de la muñeca izquierda de Gabrielle. —Aquí —dijo en voz baja—. Ésta viene directamente del corazón. Gabrielle se mordió el labio y cerró los ojos, luego levantó el chakram y se cortó limpiamente sin inmutarse. La sangre empezó a manar despacio y los ojos verdes se abrieron y se fijaron un momento en Afrodita, y luego prestó atención a las cenizas que poco a poco se iban empapando de rojo. Cenizas que estaban adquiriendo el contorno etéreo de una figura muy conocida. Gabrielle sintió que se le encogía el corazón al ver la conocida forma que había echado en falta con doliente intensidad desde hacía más de doce lunas. Notó que le resbalaban las lágrimas y observó cómo caían sin obstáculo sobre el altar y se mezclaban con la sangre y las cenizas. En ese momento, Ares entró como una exhalación e interrumpió el ritual, deteniéndolo todo. Las cenizas se diseminaron y Gabrielle soltó un grito agónico cuando la sangre intentó volver a meterse en su ser. Afrodita tocó un punto del cuello de Gabrielle y la dejó inconsciente por compasión. Entonces la diosa se irguió y pegó un bofetón a Ares, furiosa por esta interferencia final. —¡Ojalá te pudras en el Tártaro, Ares! ¡Ya casi la teníamos! —¿Qué? ¿Casi teníais a quién? —A Xena, idiota. ¡Estábamos recuperando a Xena y lo has fastidiado por completo! —¿¿Y yo cómo lo iba a saber?? ¡No me lo habías dicho!

—Exacto... no te lo dije porque no quería que estuvieras aquí... justo por esta razón. ¡No tienes sentido común cuando se trata de Xena y con todo lo que has hecho últimamente no has conseguido más que empeorar las cosas! —Yo... pero... —Vete, Ares. No quiero que estés aquí cuando Gabrielle se despierte. No se merece el dolor que le has causado y no creo que podamos solucionarlo. No quedan suficientes cenizas de Xena para trabajar. —Vaciló al ver la expresión de dolor que le cruzó el rostro—. Por favor, Ares —dijo con tono apagado—. Vete ya. Él miró a Gabrielle, que por suerte seguía inconsciente cerca del altar. Le cerró la herida de la muñeca y luego se inclinó para darle un beso en la sien. —Lo siento, Gabrielle. Fuiste una digna adversaria, pero no te merecías esto. Ninguna de las dos os lo merecíais. Ni se molestó en mirar a Afrodita, que estaba boquiabierta. Se dio la vuelta y se marchó por donde había venido.

Capítulo V

Afrodita se arrodilló al lado de Gabrielle y la zarandeó suavemente para despertarla. Se preguntó cómo se sentiría la bardo por el hecho de que Ares hubiera logrado encontrarlas y echarlo todo a perder de mala manera. Se preguntó cómo había logrado localizarlas, y entonces los ojos verdes se abrieron y volvió a concentrarse en la mujer que yacía a su lado. Gabrielle jadeó, recuperando el conocimiento brusca y repentinamente. En ese instante, sintió un calor íntimo que le inundaba el alma y se regocijó. Aferró la mano de Afrodita, mirándola con los ojos llenos de lágrimas y una sonrisa radiante. —La siento, Afrodita. ¡Está viva! —Miró a su alrededor—. ¿Xena? ¿¿Xena?? —Volvió a mirar a la diosa—. ¿Dónde está, Afrodita? Sé que está

viva... la siento. —Se puso la mano de Dita en el pecho—. Aquí. Su corazón late con el mío. Afrodita sonrió y le apretó la mano, sintiendo el ritmo estable de los latidos, y luego se apartó y se pellizcó el caballete de la nariz con los dedos. —Pues entonces... tengo una noticia buena y otra mala. Gabrielle estrujó la mano que todavía sujetaba y Dita hizo una mueca de dolor. —Cuidadín con el género, cielo. Me vas a dejar marcas. —Se soltó la mano delicadamente y la puso sobre la de la bardo—. Bueno, la buena noticia es que está viva, ¿no? Eso es bueno. —Sííííí... ¿y cuál es la mala noticia? —La mala noticia es que no está aquí y no sé dónde está. —Pero eso podemos arreglarlo, ¿no? ¿Podemos hacer el ritual otra vez? —Mm, no. No quedan suficientes cenizas para intentarlo de nuevo. —¿¡¿QUÉ?!? —Gabrielle se levantó de un salto—. ¿Dónde está? ¡Lo voy a matar yo misma! —¡Eh, eh, Gab! Para el carro. Se ha ido. Además, no puedes matarlo, ¿recuerdas? Vuelve a ser un dios. —Rodeó los hombros de Gabrielle con el brazo y la agarró con fuerza cuando la bardo intentó zafarse. Y luego la sostuvo con más fuerza aún cuando los hombros que tenía debajo del brazo empezaron a hundirse derrotados. Cogió a Gabrielle por la barbilla y le subió la cara para mirarla a los ojos—. Tú sabes que está viva, ¿no? —Esperó a que asintiera—. Muy bien... pues puedes usar la conexión que sientes con ella para encontrarla. Tendría que estar tirado. Gabrielle resopló, riendo entre lágrimas. —Afrodita, para nosotras nunca ha habido nada que estuviera tirado. Tengo la impresión de que esto no va a ser distinto.

Afrodita se echó a reír compasivamente y se llevó la cabeza de la bardo a los labios. —Tienes razón. —Miró a su alrededor y se estremeció—. Salgamos de aquí. Este sitio ahora me da repelús. Salieron despacio, siguiendo las marcas que había dejado Afrodita y que ahora iba eliminando meticulosamente. —Hefi no puso marcas por algún motivo. Sólo intento respetarlo — explicó Dita como respuesta a la pregunta tácita de Gabrielle. Cuando estuvieron fuera, Afrodita volvió a colocar el escudo que había originalmente. Luego agitó la mano para regresar al Olimpo. Dita las hizo aparecer directamente en la habitación de Gabrielle, pues sabía que ésta iba a notar el efecto de la pérdida de sangre de una forma muy cruda y repentina. Estaba en lo cierto y apenas logró sostener a la bardo cuando se empezó a desplomar. La diosa metió a Gabrielle en la cama y luego fue a su propia habitación. Esta aventura la había agotado más de lo que estaba dispuesta a reconocer y todavía tenía que ocuparse de su negociado habitual del amor. Decidió echarse una siesta.

Los ojos verdes se abrieron despacio, al tiempo que la elegante nariz se agitaba por el olor a canela y azúcar que flotaba en su dirección. Se estiró con calma, sonriendo por el renovado calor que sentía correr por su alma y maravillada por el hambre que le retorcía el estómago. —Parece que la inmortalidad no me ha quitado el apetito. Gabrielle apartó las sábanas y se levantó de la cama. Caminó por la gruesa alfombra hasta la mesa y sonrió al ver los humeantes bollos de canela que la recibieron. Se volvió con el plato a la cama y se sentó, con expresión pensativa. El calor característico que sabía que era Xena era lejano, pero era real. Sonrió dulcemente, con esperanzas renovadas.

—Te encontraré, Xena. De algún modo, de alguna manera, te encontraré y volveremos a estar juntas.

Todavía estaba oscuro cuando los ojos azules se abrieron por fin y miraron su entorno, desorientados. Éste no era el más allá que se esperaba. De hecho, sentía una clara punzada de hambre en el vientre y un fuego en la sangre. No parecía ser en absoluto un más allá. Se clavó un dedo en el tronco y se pellizcó el brazo, y llegó a la conclusión de que su carne desnuda era real. Se puso en pie despacio, mirando confusa a su alrededor. No estaba en Japa y esto no parecía Grecia, ni Chin, ni Britania, ni Egipto. La tierra era plana, y cuando se le acostumbraron los ojos, se dio cuenta de que abarcaba una larguísima distancia con la vista. Había una luz a lo lejos y sin hacer caso de su desnudez, la guerrera se dirigió hacia allí. Avanzó unos pasos tambaleándose, tropezó y se dio cuenta de que estaba débil de hambre y de algo más... indefinible. Se arrodilló en la hierba y las briznas le hicieron suaves cosquillas en la piel. Cerró los ojos, apartando la sensación de su mente, y se concentró en los sonidos que la rodeaban. Se oía el roce de la hierba, el silbido del viento y... sonrió. Justo a su izquierda se oía a un animal... una liebre, por el olor. Con sigilo, rodeó a su presa, esperando pacientemente. Todo acabó antes de que el conejo comprendiera que había caído en una trampa. La guerrera lo agarró por el blando cuello y le hincó los dientes con placer. Empezó a sentir el calor y la fuerza que le inundaban los huesos hasta que se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Tiró la liebre con asco e intentó vomitar, pero no tenía nada que regurgitar en el estómago. Se levantó de golpe, ahora con fuerzas suficientes para dirigirse hacia la luz a buen paso.

Acababa de amanecer cuando entró en el pequeño campamento. Al principio todo el mundo se quedó mirándola, hasta que una mujer mayor se acercó a ella con una manta.

—¿Netonêševehe, ka'êškone? ¿Tosa'e netao'setsêhe'ohtse? La guerrera frunció el ceño, pues no comprendía el idioma. La anciana envolvió despacio su cuerpo desnudo con la piel, apartando con delicadeza el alborotado pelo oscuro de su cara de rasgos cincelados. Entonces se dio golpecitos en el pecho. —Hotassa —declaró, y señaló a la guerrera, enarcando una ceja con aire interrogante. Los ojos azules examinaron el campamento, fijándose en lo bien organizado que estaba y en los miembros de la tribu que aguardaban pacientemene. No parecían amenazadores... simplemente curiosos, y decidió que se quedaría con ellos todo el tiempo que se lo permitieran hasta que lograra averiguar dónde estaba y cómo volver a casa. Miró de nuevo a la mujer de aspecto maternal y sonrió, haciéndola sonreír a su vez. Se señaló a sí misma con el pulgar. —Xena —contestó y dejó que la anciana la llevara a un lugar junto al fuego.

Gabrielle recogió su zurrón y fue en busca de Dita. Se sorprendió al encontrar a la diosa acurrucada con una almohada y profundamente dormida. Sacudió a Dita por el hombro con delicadeza. —¿Afrodita? —Ahora no, Gab... durmiendo. Gabrielle se quedó con los ojos como platos. No sabía que los dioses y las diosas dormían, pero entonces cayó en la cuenta de que Dita había estado trabajando más de lo habitual al tener que funcionar como dos diosas, además de toda la ayuda y la investigación que había llevado a cabo por la propia Gabrielle. Cubrió los hombros de Dita con el edredón de plumas y sonrió al ver que se pegaba más a la almohada. Gabrielle se agachó y dio un beso a Afrodita en la mejilla.

—Adiós, amiga mía. Dulces sueños. Ven a verme alguna vez, ¿quieres? Tengo la sensación de que me va a hacer falta que estemos en contacto para evitar volverme loca. Dita no contestó, pero suspiró levemente y sonrió. Gabrielle colocó una nota en la mesa, luego fue hasta la puerta y se volvió por última vez. —Gracias, Afrodita —dijo, y luego bajó despacio por el pasillo y salió del palacio olímpico. Calculó que le quedaban varios días de viaje por delante para llegar al mar. Iba a regresar al principio... al lugar donde había empezado todo esto casi dos años antes.

Gabrielle tardó casi una semana en llegar a la costa más cercana al pie del Monte Olimpo. Oyó un grito que proclamaba un nombre que no oía desde Japa y que le gustaría olvidar. Examinó los barcos anclados en la pequeña ciudad portuaria y encontró lo que buscaba. —¿Pequeño Dragón? Gabrielle alzó una mano. —Capitana, por favor. Me llamo Gabrielle. A Katerina von Lihp casi se le salieron los ojos de las órbitas. El Pequeño Dra... Gabrielle acababa de decir más palabras seguidas que durante todo el viaje de Japa a Shanghai. La capitana miró bien a la mujer que tenía delante vestida con una túnica suelta de algodón y polainas, y en sus ojos verdes vio una expresión de esperanza renovada y determinación. —Bueno, Gabrielle, ¿puedo ayudarte en algo? No creía que te fuera a ver aquí después de tanto tiempo. Gabrielle frunció el ceño. —¿Sí? ¿Cuánto tiempo ha pasado? Ahora fue Katerina la que se quedó confusa.

—Han transcurrido dieciocho lunas desde que te vi en el puerto del sur. Pero eso ya lo tienes que saber. Gabrielle meneó la cabeza. —Mm, no. He estado muy ocupada. Supongo que he perdido la noción del tiempo. —Antes de que la capitana pudiera comentar nada, Gabrielle prosiguió—: ¿Estás ocupada, o puedo contratarte? —Bueno, normalmente no llevamos pasajeros, pero por ti... ¿qué quieres hacer? —Tengo que regresar a Japa... a Higuchi. Tengo que volver donde empezó todo esto. Katerina la miró pensativa largos segundos y por fin asintió. —Eso está bien. De todas formas, teníamos que volver pronto, porque tengo que recoger más mercancías. ¿Cuándo podrías estar lista para zarpar? —Mm, ¿ahora? —Ahora está bien, ¿hä? Vamos. La tripulación ya debe de estar terminando de cargar. Zarpamos con la marea, cuando la luna esté en lo alto. —¿Y tus honorarios? —Ah, de eso ya hablaremos a bordo. Serán justos, te lo prometo. Gabrielle asintió. Katerina había sido muy amable y ni una sola vez había intentado aprovecharse de su tristeza. Se sentía segura confiando en esta pequeña y extraña capitana mercante. Había aprendido a la fuerza cuándo no debía fiarse y su instinto era muy acertado. De modo que siguió a la capitana hasta un largo barco atracado en la orilla. La mayoría de la tripulación recordaba a Gabrielle del anterior viaje que habían hecho juntos y la saludaron amablemente cuando subió a bordo. Katerina la instaló en el mismo camarote pequeño que ya había usado y al amanecer del día siguiente, el barco y su tripulación ya estaban bajando por la costa de Grecia.

No tardó en establecerse una rutina. Cada mañana, Gabrielle entrenaba con el arma que hubiera elegido para ese día, alternando entre los sais, la vara y la katana para mantenerse alerta y no perder el interés. Luego se dedicaba a ayudar con cualquier trabajillo que pudiera encontrar y que no interfiriera con el funcionamiento cotidiano del barco. Era un poco más comunicativa, pero la tripulación seguía mostrándose muy respetuosa con los límites que se habían establecido la primera vez y descubrió que se sentía un poco sola. De modo que por lo menos una vez por semana, iba a la cocina y guisaba, para evitar oxidarse, según decía. Pero era más que nada porque la cocinera la había tomado bajo su protección y a Gabrielle le recordaba muchísimo a la abuela que había conocido de niña. Los marineros no se quejaban. Todo lo contrario: estaban deseando que llegaran los días en que Gabrielle se ocupaba de la cocina. Esos días parecía haber manjares extra. Y así fue pasando el tiempo y cada día era prácticamente igual que el siguiente, con la excepción de los días en que atracaban en un puerto para comerciar y reabastecerse. Gabrielle averiguó que a Katerina se la consideraba una capitana bastante indulgente. Establecía sus propias normas, se atenía a su propio programa y no veía motivo alguno para que su tripulación tuviera que conformarse con raciones de viaje durante semanas si había puertos por el camino en los que podían detenerse para recoger provisiones frescas. La vez anterior habían llegado a Grecia en tan sólo un año sólo por las prisas de reunirse con Gabrielle. De modo que llevaban casi seis meses de travesía cuando llegaron a la punta del continente africano y Gabrielle se sintió más que agradecida por la ropa que llevaba. Sus polainas eran de lana gruesa y se había cambiado la túnica por un abrigoso jersey. El mar se iba poniendo más bravo y las olas eran cada vez más grandes, y hasta con el anillo de Afrodita, Gabrielle notaba los claros inicios de la naúsea en el estómago. Después de sus ejercicios, Gabrielle se disculpó con la capitana y bajó para descansar. Sabía que con el mareo estaría mejor en cubierta, pero por el momento lo único que quería hacer era cerrar los ojos en la intimidad de su propio camarote. Curiosamente, el movimiento no parecía afectarla al estar tumbada con los ojos cerrados, y Gabrielle se sumió en una duermevela llena de recuerdos e

imágenes que no tenían el menor sentido. No sabía cuánto tiempo estuvo flotando a punto de quedarse dormida, pero por fin sintió que se hacía la calma a su alrededor. Gabrielle no abrió los ojos, pues no quería perder el trance meditabundo en el que estaba. Hasta que no notó una suave caricia en el pelo, no abrió los ojos parpadeando despacio. —¿Afrodita? —¡Hola, cosita! ¿Cómo vas? —Siguió acariciándola y Gabrielle volvió a relajarse con la sensación. —Ahora mejor. Pero me alegro de verte. Te he echado de menos. —Ah, pero qué cielo eres, Gab. Yo también te he echado de menos totalmente. Lamento no haberme podido despedir de ti —dijo con apenas un matiz de reproche. Gabrielle entreabrió los ojos y miró a los ojos azules de Dita. —Lo siento, Dita. Es que estabas tan a gusto que no quise molestarte. Pero... —Pero, o sea, querías empezar a buscar a la Gran X, ¿eh? —La diosa sonrió comprensiva y siguió acariciando el cuero cabelludo de Gabrielle, sonriendo con indulgencia cuando la bardo cerró de nuevo los ojos y se relajó aún más con la caricia. —Pues sí —asintió—. Quiero encontrarla para poder dejar todo esto atrás y seguir adelante con nuestra vida. Gabrielle tenía los ojos cerrados, por lo que no vio la cara que se le puso a Afrodita al oír eso. Pero sí que notó el titubeo de la caricia y abrió los ojos a tiempo de ver la mueca de Dita antes de que forzara una sonrisa. Gabrielle se incorporó sobre un codo, pegando casi la nariz a la de la diosa. Afrodita se levantó y se puso a dar vueltas por el pequeño camarote. —¿Afrodita? —La voz de Gabrielle era casi un gruñido acusador. —Sabes, preciosidad, he estado superocupada desde que te fuiste... montañas de amor superguay, ¿sabes? Seguirles el ritmo a los griegos y a los romanos es más que suficiente para, o sea, dejar superagotada a una diosa del

amor con turno doble. Pero bueno —se apresuró a añadir Dita, al ver que Gabrielle se estaba impacientando un poco—. En el poco tiempo libre que he tenido, me he dedicado a buscar a esa guerrera supermolona tuya. —Afrodita hizo una pausa y se obligó a sonreír alegremente—. Tengo una noticia buena y otra mala. Gabrielle se dejó caer de nuevo en la cama, se tapó los ojos con las manos entrelazadas y gimió. —Esto no me va a gustar, ¿verdad? —suspiró—. Dame la mala noticia. —Pues, cielito, la mala noticia es que todavía estoy tratando de averiguar dónde está Xena exactamente. Es que todavía no estoy muy segura de dónde o cuándo está. Verás, he recorrido todo el mundo conocido en la red divina mundial buscándola y hasta he ido en persona a Japa, a Escandinavia y a Egipto para hablar con los dioses de allí. Sé que allí no está porque también la hemos buscado con sus redes. Cómo me voy a superalegrar cuando tengamos todas nuestras redes unidas, pero creo que eso todavía va a tardar un poco. —¡Espera, espera, espera! —Gabrielle se incorporó agitando las manos—. Estoy segura de que las complejidades de vuestro artilugio divino son fascinantes y en cualquier otro momento me encantaría charlar a fondo del tema. Pero ahora mismo, quiero retroceder sólo un poquito. —La buena noticia no me va a librar de ésta, ¿eh? —¿La buena noticia? —¡Pues sí! Sabemos que Xena no está en ningún lugar del mundo conocido, así que en realidad no tienes que volver a Japa. Sé que ese sitio te trae unos recuerdos superchungos. Gabrielle se pasó las uñas por el cuero cabelludo totalmente exasperada y por fin se frotó la cara y suspiró. —Afrodita, si Xena no está en ningún lugar del mundo conocido, ¿dónde está? Dita estampó un pie en el suelo llena de irritación.

—¡No lo sé! —Se pasó las manos por el pelo y se lo puso de punta—. ¡Nunca había visto nada parecido, y sólo fue un breve vistazo! —¿Entonces cómo sabes que no es algún lugar del mundo conocido? —¡¡Porque era en el futuro, dentro de unos mil quinientos a dos mil años!! —gritó Dita, y luego se tapó la boca con la mano al darse cuenta de lo que acababa de decir y ver que Gabrielle se desplomaba en la cama. —¿¿¿Qué??? —preguntó Gabrielle con un susurro ahogado. Dita se sentó al lado de Gabrielle y le cogió las manos, tirando de ella para abrazarla con cierta dificultad. Durante varios minutos no se dijeron nada, mientras Afrodita se concentraba en calmar el pulso acelerado de Gabrielle. Frotó tiernamente la espalda de la bardo, intentando que se relajara. Por fin y con mucha firmeza, Gabrielle se apartó, aunque siguió agarrada a las manos de Dita. —¿¿Me estás diciendo que Xena está en algún lugar del futuro y que voy a tener que esperar de mil quinientos a dos mil años para intentarsiquiera encontrarla?? —Pues sí. Es el máximo que he conseguido delimitarlo. Yo... Gabrielle se soltó las manos de las de Afrodita y se levantó para dar vueltas. La diosa se quedó mirándola pacientemente mientras Gabrielle recorría de lado a lado los tres pasos que había entre la pared y la puerta, agitando las manos y hablando sola. Por fin, pareció llegar a una conclusión y se volvió a desplomar al lado de Afrodita. Agitó las manos, aunque Dita estaba sentada en silencio con cara de desconcierto. —Vale, escucha. Ahora mismo no quiero saber cómo lo has averiguado. La verdad es que no creo que mi cerebro pudiera aguantar la sobrecarga en estos momentos. Pero, ¿¿estás segura de que era dentro de tanto tiempo?? Dita se encogió de hombros. —Sí. Todavía no sé cómo ha llegado allí, ni siquiera dónde está ese allí. Pero estoy bastante segura del momento.

—¿Bastante segura? —Vamos, Gabrielle, no me agobies, ¿quieres? Estoy trabajando con un montón de incógnitas. Sé que es duro, ¡pero hago todo lo que puedo! —Perdona, Afrodita. Es que... —¡Lo sé, nena, lo sé! —asintió Dita, abrazando a la bardo—. Seguiré buscando, pero no puedo hacer nada para conseguir que el tiempo transcurra más rápido. —Supongo que no podrías enviarme a dentro de mil quinientos años, ¿verdad? —preguntó Gabrielle medio en broma. —Nena, aunque supiera perfectamente cuándo y dónde está, no podría enviarte hasta allí. Cuando Herc destruyó la piedra de Cronos, nos arrebató la capacidad de cruzar las líneas temporales. Tenemos que vivir el tiempo como todo el mundo. Lo siento. Gabrielle estrujó a Afrodita y luego se apartó y la miró a los ojos. —Tranquila, Dita. No pensaba que pudieras, porque si no, seguro que ya lo habrías hecho. Pero valía la pena intentarlo. Tenía que preguntártelo. —Ya lo sé, preciosidad. No serías tú misma si no intentaras de todo para llegar hasta ella. Siguieron sentadas en la cama, conformes durante un rato con absorber el consuelo que se daban la una a la otra. Por fin, Gabrielle apartó la cabeza del hombro de Afrodita. —Así que ahora tengo que pensar qué voy a hacer durante los próximos mil quinientos años. —Bueno, a lo mejor yo te puedo ayudar un poco con eso, al menos para empezar —contestó Dita, y esperó a que Gabrielle la mirara. Cuando estuvo segura de que contaba con toda la atención de Gabrielle, preguntó—: ¿Tú crees que podrías llevar a las amazonas a un nuevo hogar? Gabrielle enarcó una ceja y esperó.

—Diana... Artemisa me pidió que estuviera pendiente de ellas, y lo he hecho hasta donde me ha sido posible. Pero me cuesta, con todo lo que tengo que hacer además, ¿sabes? Y les están dando mucho por saco. Las están echando del poco territorio que les queda, y he pensado que a lo mejor querrías ayudarlas a encontrar un nuevo hogar. Gabrielle asintió. —Me parece que es lo mínimo que puedo hacer por ellas. ¿Se te ha ocurrido algún sitio? Afrodita materializó un mapa y lo colocó encima de la cama. —Pues estaba pensando en una isla, tal vez aquí. —Señaló una zona donde había varias islas agrupadas y que estaba razonablemente cerca de la India—. Tendrían más posibilidades de mantener a la Nación con vida si hay hombres relativamente cerca sin tener que compartir el mismo espacio necesariamente. Gabrielle miró el mapa atentamente. —Eso podría funcionar. De hecho, estaría muy bien. Escucha, cuando lleguemos al próximo puerto, desembarcaré y volveré a Grecia. —Pero... —Afrodita, voy a tardar en reunir a todas las que quedan, y no puedo ir apareciendo y desapareciendo de los sitios. La gente empezará a darse cuenta, y si tengo que sobrevivir dos mil años, tengo que pasar lo más desapercibida que pueda. Afrodita hizo un levísimo puchero. Gabrielle cedió un poquito. —Escucha. Te escribo un aviso y te doy una lista de todos los lugares donde hay que hacerlo público. Si pudieras asegurarte de que eso queda hecho, sería una ayuda tremenda. Dita aplaudió y se puso a dar saltitos.

—¡Eso sí que lo puedo hacer! —Bien. ¡Gracias! Así, esperemos que la mayoría de ellas estén en el lugar de encuentro cuando llegue yo, y luego puedo dejar unas instrucciones crípticas para las que se rezaguen o para las mujeres que quieran unirse a la Nación más adelante. —Una idea total... ¡mola cantidad, nena! Bueno, pues yo me voy, pero volveré para recoger esas cosas cuando las tengas, ¿vale? ¡Llámame! —Lo haré, Afrodita. Gracias por venir a verme. —Oh, cielo... ya te puedes preparar para verme entrar y salir de tu vida con regularidad a partir de ahora. Tenemos que mantenernos unidas, tú y yo. ¡Gracias por echarme un cable, nena! ¡Eres guay! La diosa desapareció con su habitual fanfarria, dejando un rastro de pétalos frescos de rosa. La llamada inmediata a la puerta le impidió ponerse a pensar, y Gabrielle no se sorprendió al ver a la capitana Lihp ante ella. —¿Estás bien, Gabrielle? El contramaestre me ha dicho que le ha parecido oírte hablando sola y sé que con el tiempo que hemos tenido, lo estabas pasando mal. —Estoy bien, capitana, pero resulta que debo desembarcar en nuestra próxima escala. Te pagaré por la travesía completa —se apresuró a explicar Gabrielle—, pero es que me he acordado de repente de una cosa que me he dejado por hacer y tengo que regresar y ocuparme de ello lo antes posible. —Podríamos... —No, capitana, por favor. Éste es tu negocio y sé que tienes contratos con comerciantes además de nuestro acuerdo. No voy a permitir que pierdas el tiempo o clientes por mi culpa. Sobre todo porque si yo hubiera pensado antes de organizar esto, me habría acordado de este asunto, cosa que no hice. —Hay un largo viaje de regreso a Grecia, Pequeño Dragón. ¿Estás segura...? —Sí, capitana, estoy segura, pero te agradezco tu preocupación. La valoro mucho.

—Bueno, has sido una buena pasajera y has aportado mucho como miembro de esta tripulación. Todos te vamos a echar muchísimo de menos cuando te marches. —Gracias, capitana, por todo lo que habéis hecho tu tripulación y tú. Os estaré siempre agradecida. —Gabrielle le ofreció la mano y Katerina la aceptó con elegancia. —Llegaremos a nuestro siguiente puerto dentro de dos días. Me aseguraré de que tienes todo lo necesario para el viaje de regreso antes de que zarpemos del puerto. —No tienes... —Sí, ¿hä? He hecho una promesa, y Katerina von Lihp jamás incumple una promesa cuando es posible cumplirla. —Tengo que decirte, capitana... que mi estancia a bordo de tu barco ha sido la más agradable de todas las que he vivido. —No eres muy marinera, ¿mmm? —dijo con apenas un amago de sonrisa pícara—. Bueno, te lo agradezco. Estoy orgullosa de mi barco y de mi tripulación. Es una buena nave y son buena gente. —Sí que lo son. Y tú también. Katerina se ruborizó levemente. —¿Vas a subir a cubierta dentro de poco, o digo que te bajen la cena? —Subiré. Tengo entendido que esta noche canta Schmidt. —Sí, efectivamente. Te vemos ahora, ¿hä? —Sí, deja que me lave un poco y ahora mismo subo. —¡Bien! ¡Bien! Pues nos vemos en cubierta. Gabrielle cerró la puerta tras la efusiva capitana y se sentó en la cama. Se pasó las manos por el pelo y contempló el techo, aunque estaba concentrada en algo interno que sólo ella era capaz de ver.

—¡¡Dos mil años!! Oh, Xena, ¿pero cómo voy a sobrevivir? ¿Qué voy a hacer ahora?

Capítulo VI

Las primeras horas de la nueva vida de Xena transcurrieron sobre todo en silencio. Pasó el tiempo observando y escuchando todo lo que sucedía a su alrededor, y llegó a la clara conclusión de que Grecia estaba muy lejos. El último recuerdo coherente que tenía previo a su llegada era de haber estado tumbada en las pieles que compartían contemplando las estrellas con Gabrielle y después de eso... No tenía ni idea de dónde estaba ni de cómo había llegado hasta allí. Hotassa era la primera esposa del hechicero de la tribu y había decidido por su cuenta y riesgo adoptar a Xena. Al chamán no le importaba: su hijo primogénito había demostrado interés por la guerrera y a Xena le venía bien que Hotassa le enseñara las costumbres de la tribu. Una vez terminadas las conversaciones y discusiones con los ancianos de la tribu, Hotassa llevó a Xena al manantial para que se lavara y también llevó un vestido propio de una nativa. Xena se bañó y luego miró el vestido con desdén. Era muy bonito y los adornos de cuentas estaban muy bien, pero no era nada práctico para una guerrera. Hizo un gesto negativo con la cabeza. —¡Heehe'e! —contestó Hotassa con vehemencia—. He'eo'o hoestôtse. Xena no hizo ademán de coger el vestido que le alargaba Hotassa y la anciana volvió a ofrecérselo con determinación. —He'eo'o hoestôtse. —¡No! —contestó Xena con la misma actitud desafiante—. ¡Quiero eso! Xena dio la vuelta a la anciana en dirección al campamento y señaló a uno de los jóvenes guerreros que pasaba tan contento con pantalones largos y un taparrabos. Hotassa sacudió la cabeza.

—¡Hova'âhane! hoestôtse.

—exclamó—.

Notaxe

nêhpêso'hestôtse...

he'eo'o

—Mira, Hotassa. Yo soy guerrera y esto —cogió la prenda y la agitó delante de la mujer mayor—, no me sirve. ¡Quiero eso! Las dos mujeres se miraron largamente de hito en hito hasta que Hotassa cogió el vestido, lo tiró al suelo y se marchó muy irritada. Xena se envolvió mejor con la manta y cogió el vestido. Luego regresó al campamento. —Ah, esto me servirá —murmuró por lo bajo, al tiempo que sacaba el cuchillo de su vaina sin hacer ruido. Luego se envolvió bien con la manta y se puso a cortar las costuras pacientemente. A su alrededor se empezó a formar un corrillo de curiosos, pero no les hizo el menor caso y continuó trabajando. Hotassa se abrió paso a través del grupo de mujeres y niños, advirtiendo que los hombres estaban igual de interesados, pero intentaban aparentar indiferencia. —¿Netonêševe? —Necesito una aguja y cordel. Ya sabes —dijo, al ver la confusión en los ojos de Hotassa. Hizo gestos con las manos—. Para coser. Hotassa se sentía intrigada, y al comprender la petición indicada por los gestos que hacía Xena, fue a su tienda a coger su cesta de costura. Luego se quedó mirando con paciencia mientras Xena transformaba la prenda en algo... diferente. Xena estuvo ahí sentada hasta ya avanzada la tarde, notando distraída que toda la actividad del campamento parecía haberse detenido a la espera de que ella diera a conocer su obra. Satisfecha por fin, inspeccionó el atuendo de dos piezas. Contenta con lo que veía, Xena dejó caer la manta y se puso su nueva ropa. La parte inferior era parecida a un taparrabos, salvo que debajo llevaba unos pantaloncillos. La parte superior era de una sola pieza y sin mangas y apenas rozaba la parte alta de su taparrabos. Xena sonrió al darse cuenta de que su nuevo atuendo se parecía mucho a algunas de las ropas que había

llevado Gabrielle. De repente, se le cortó la respiración y se concentró en hacer entrar y salir aire de los pulmones. El lugar de su corazón que siempre había sido Gabrielle estaba vacío y yermo. —¿Zee-nah? Al oír su nombre pronunciado con dificultad por labios poco acostumbrados, Xena sonrió con tristeza. Era un crudo recordatorio de lo que le faltaba. —¿Zee-nah? ¿Nepevomohtâhehe? —Hotassa le puso una mano a Xena en el brazo, y aunque Xena no comprendía el idioma, la pregunta que se veía en los ojos de la mujer mayor era inconfundible. Sonrió trémulamente y dio unas palmaditas en la mano posada en su brazo. —Estoy bien, Hotassa. Bueno, todo lo bien que puedo estar en estos momentos —murmuró por lo bajo. Hotassa sonrió, se volvió hacia donde estaban congregados los guerreros y le hizo un gesto a su hijo. El hombre se adelantó y se abrió paso a través del gentío. —¡Hetsêheohe, Kya Nenaasêstse! El joven chamán se acercó y se puso a tocarle la cara a Xena hasta que ésta le apartó las manos con brusquedad. Él sonrió, murmuró algo que ella no entendió y le acarició los brazos con los dedos. Esta vez ella se zafó y lo apartó de un empujón. —¿¿¿Quién Tártaro te crees que eres??? Kya gruñó y se abalanzó sobre ella, pero ella se hizo a un lado y le dio una patada en el culo, luego se volvió y le sonrió ferozmente. Lo señaló agitando los dedos. —Vamos, grandullón. ¿Quieres jugar? Él quiso agarrarla y esta vez ella le clavó los dedos en el cuello y se quedó mirando cuando él cayó de rodillas, sin poder respirar.

—Acabo de cortar el flujo de sangre a tu cerebro. A lo mejor, cuando te suelte, te lo riega lo suficiente para que captes la indirecta. Le empezó a sangrar la nariz y ella le clavó los dedos de nuevo y se echó hacia atrás con la intención de dejarlo sin sentido de un puñetazo. Se sobresaltó cuando el chamán mayor le agarró la mano. —Hova'âhane —dijo, meneando la cabeza—. ¡Eneoestse! El hombre mayor le hizo un gesto a su hijo y éste se escabulló a otra tienda. Entonces el hombre la entregó a Hotassa y regresó junto a la hoguera donde había estado sentado. Hotassa cogió a Xena del brazo y la llevó a la pequeña tienda que habían preparado para ella al lado de la suya. Xena contempló el pequeño espacio, fijándose en el agujero que había en lo alto y en el hoyo para el fuego que estaba en el suelo justo debajo. Hotassa hacía gestos señalando y Xena vio que salvo por unas cuantas pieles, el lugar estaba vacío. Se dio la vuelta y salió de la vivienda y Hotassa corrió tras ella. La mujer mayor la agarró del brazo y sólo por un inmenso esfuerzo de voluntad, Xena no la tumbó de un puñetazo. En cambio, se volvió en redondo con los ojos ardientes y Hotassa retrocedió un paso sin querer. Xena se controló conscientemente, recordándose que no era culpa de esta mujer que ella se sintiera tan desequilibrada y que, hasta ahora, Hotassa se había comportado como una amiga. Sonrió y alzó las manos con gesto de súplica. —Lo siento —dijo, sabiendo que la mujer no entendería las palabras, pero con la esperanza de que los gestos transmitieran lo que pensaba. Xena se pasó las manos por el pelo llena de frustración. Notó que un fuego empezaba a quemarle las entrañas y eso, unido a todo lo demás, le produjo inquietud. Se esforzó por hablar con Hotassa con gestos, pero la mujer mayor negó con la cabeza, indicando que no comprendía. Por fin, Xena la cogió de la mano y la metió de nuevo en la pequeña vivienda, indicando el hoyo vacío para el fuego y las pieles. Hotassa asintió comprendiendo, llevó a Xena fuera y señaló con gestos la amplia pradera. Xena la miró con el ceño fruncido.

Hotassa cogió una cesta que había al lado de su propia hoguera, agarró a Xena de la mano y la llevó al campo abierto que había detrás del campamento. Recorrieron una corta distancia, hasta alejarse un poco, y Hotassa se puso a mirar por el suelo con atención. De repente, se agachó, cogió algo con aire victorioso y lo puso en la cesta. Xena lo miró bien y luego apartó la cabeza sorprendida y asqueada. —Oh, lo dirás en broma. ¿Quieres que use excrementos de animales para el fuego? —¡Ho'esta, heehe'e! —contestó Hotassa enfáticamente, como si comprendiera lo que decía Xena. Le puso a Xena la cesta en las manos con mucha firmeza. Luego se dio la vuelta y regresó al campamento. Xena se quedó inmóvil largo rato, con los ojos cerrados, dejando que la brisa le soplara en la cara. Oh, Gabrielle... ¿qué tengo que hacer ahora? ¿Dónde estoy y qué nos ha pasado? ¿Qué te ha pasado? No te siento y sin embargo, estabas viva en mis brazos justo... oh, dioses... Sus pensamientos se apagaron y cayó de rodillas por la angustia. La sensación de desgarro en el alma era abrumadora y Xena dejó que se abatiera sobre ella como una ola. Sin darse cuenta del paso del tiempo, siguió allí sentada en un silencio de espanto, penando. Pero ya estaba totalmente oscuro cuando volvió a su ser, tapada con la manta que le había dado Hotassa... ¿ha sido esta mañana?... y a su lado había un cuenco de estofado que aún estaba algo caliente. La comida que estaba a su lado le recordó otro tipo de hambre, y sin ser consciente de sus intenciones, se quitó la manta y se arrastró sigilosa por la hierba. La marmota ya estaba muerta y desangrada cuando cayó en la cuenta de lo que había pasado. Xena echó a correr, con la esperanza de huir de los perros del infierno que de repente parecían perseguirla. La vida ya no tenía sentido y ella había perdido el equilibrio. Cuando amaneció, había tomado una decisión. Averiguaría qué dios estaba jugando con su vida y descubriría en qué vida o en qué más allá la había depositado. Y luego, costara lo que costase, encontraría la manera de volver con Gabrielle.

Xena regresó al campamento desaliñada y silenciosa. Entró inmediatamente en su pequeña tienda y se sorprendió al ver la manta doblada pulcramente sobre las pieles, un montoncito de estiércol de búfalo en el hoyo de la hoguera y otro cuenco de estofado caliente y un odre de agua cerca. Sonrió con tristeza, reconociendo que había encontrado a una amiga en este lugar. Cogió el cuenco lo primero y se comió hasta el último bocado, pues su cuerpo comprendía que necesitaba ambas formas de alimento para sobrevivir y la supervivencia era fundamental hasta que lograra desentrañar este rompecabezas. Bebió un buen trago del agua del odre, hizo una ligera mueca por el sabor extraño y luego se bebió el odre entero. Xena cogió el cuenco, la manta y el odre, salió deprisa de su vivienda y bajó a la orilla del río. Volvió a comprobar el agua con cuidado, luego rellenó el odre y lo dejó a un lado. Lavó el cuenco y el utensilio, luego se quitó la ropa y se lavó la suciedad de la noche que le cubría el cuerpo, sintiendo que se iba calmando al hacerlo. Se lavó lo mejor que pudo sin jabón, luego remojó bien su ropa de cuero, se envolvió en la manta y regresó al campamento. Algunas miradas se posaron en Xena, pero no tantas como sería de imaginar, pues gran parte de la tribu no estaba presente. Colocó la ropa fuera para que se secara y fue a casa de Hotassa, cuenco en mano. No sabía si Hotassa estaba allí, de modo que carraspeó y dijo suavemente: —¿Hotassa? Xena esperó con paciencia y oyó que alguien se movía dentro. Hotassa asomó la cabeza e hizo un gesto negativo cuando Xena quiso devolverle el cuenco. —Zee-nah —dijo. Xena inclinó la cabeza como gesto de aceptación. Hotassa la miró con una ceja enarcada, indicando su falta de ropa. Xena se limitó a señalar la hierba donde su ropa se estaba secando y Hotassa indicó que lo comprendía asintiendo. Xena se mordió el labio, pensando en cómo transmitir lo que quería pedir.

—Hotassa, necesito un pergamino, tinta y pluma. —Hizo gestos con las manos para describir lo que decía. Hotassa la miró sin comprender y Xena soltó un resoplido de frustración, y de repente su respeto por la capacidad de Gabrielle para comunicarse se elevó por las nubes. Miró a su alrededor, vio una cesta llena de cosas para hacer objetos de artesanía y cogió una pluma y un tarrito de pintura. Xena metió el extremo de la pluma en el recipiente de pintura negra. Luego cogió un trozo suelto de cuero y trazó varias marquitas. —¿Me los puedo quedar? —preguntó, llevándose las cosas al pecho como señal de propiedad. Hotassa, aunque no entendía las palabras, reconoció el gesto y asintió dando su consentimiento, colocando las manos sobre las de Xena. —Zee-nah. —Gracias —dijo Xena suavemente, luego volvió a su pequeña tienda, se sentó delante y se puso a escribir muy concentrada. Cosas

que

necesito

saber

¿Estoy Si es así, ¿dónde Si no es así, ¿qué más allá es ¿Gabrielle está Si es así, ¿por qué no la Si no es así, ¿dónde está y cómo ha ¿Cómo he llegado hasta Dioses Ares Odín Apolo Morfeo El Afrodita Hermes

con

la

capacidad

Dioses Ares: Afrodita:

con

el

¿por

algo

dios

de

traerme

a

viva? estoy? éste? viva? siento? muerto? aquí?

este

de

deseo que

de traerme a porque le haya pasado

sitio:

Miguel

este a

sitio: sí. Gabrielle?

Odín: El

dios

antiguos Miguel: ¿por

de

lo

de

rencores. Lucifer?

¿Alguien más? ¿Alguien como Alti que pueda ganar algo separándome de Gabrielle? ¿Puedo volver a casa? Xena releyó su lista de preguntas e ideas, pellizcándose el labio inferior con el pulgar y el índice mientras pensaba. No prestaba atención a la pintura que se estaba extendiendo por la cara y ni se daba cuenta de que se parecía a Gabrielle cuando hacía eso mismo. Al cabo de un momento, se puso a escribir de nuevo. Cosas

de

las

que

estoy

bastante

Este lugar es nuevo, ya sea vida o más Me han manipulado para traerme Por lo menos parte de la respuesta debería estar cerca.

segura allá. aquí.

Releyó su trabajo por última vez y luego lo dejó a un lado, satisfecha con las conclusiones a las que había llegado por ahora. Todavía le quedaba espacio para añadir preguntas, razonamientos o hechos a medida que salieran a la luz. Por ahora, tenía otras cosas que hacer. Xena metió el trozo de cuero en su tienda, luego alargó la mano y cogió su ropa seca de la hierba donde estaba colocada. Se vistió, cogió la pintura y regresó a casa de Hotassa. Ésta la vio llegar y frunció el ceño al ver el tarrito de pintura que le ofrecía Xena. —Hova'âhane. Zee-nah —dijo, meneando la cabeza y dando una palmadita a la guerrera en el pecho—. Zee-nah. Xena aceptó asintiendo. Luego señaló la cesta que había usado Hotassa el día anterior e indicó la inmensa pradera con expresión interrogante. Hotassa sonrió y asintió con aprobación, y Xena cogió la cesta y se adentró en los campos abiertos. Xena hizo varios viajes, llenando la cesta y vaciándola para formar un montón pequeño, pero cada vez mayor, entre su tienda y la de Hotassa. Por fin, el marido de Hotassa, el anciano hechicero, se puso delante de ella y alzó

la mano. Su primer impulso fue cogérsela y retorcerla, pero se lo pensó cuando habló. —Eneoestse —dijo amablemente con una sonrisa, indicando lo que ahora era un gran montón de estiércol—. Epeva'e. Nea'eše. Xena asintió y se pasó un brazo por la frente para intentar evitar que se le metiera el sudor en los ojos. Dejó la cesta junto al tipi donde la había encontrado, fue a su propia tienda y cogió el odre de agua. Se sentó para descansar un momento, bebiendo el agua todo lo deprisa que se atrevió. Hizo una mueca cuando un cuenco lleno de una espesa sustancia amarilla no identificable apareció debajo de su nariz. Xena lo cogió titubeante de manos de la sonriente Hotassa y murmuró: —Gracias. Era extraño, y la textura era desconcertante, pero descubrió que la mezcla tenía un agradable sabor dulce y que llenaba mucho. El calor y el hecho de tener la tripa llena, unidos a la falta de sueño y al esfuerzo emocional por el que había pasado en el corto tiempo que llevaba en el campamento, hicieron que Xena se sintiera horriblemente cansada. Por mucho que lo intentara, no lograba mantener los ojos abiertos, y lo último que recordaba era a Hotassa metiéndola en su tienda y el olor a hierba recién cortada antes de que su mente se cerrara y se hundiera en un sueño agotado.

Era cerca del amanecer cuando Xena abrió los ojos de nuevo y parpadeó confusa intentando recordar dónde estaba, dado que todo le resultaba tan extraño. La realidad la inundó y cerró los ojos hasta que se le pasó, sabiendo que todavía tenía muchas preguntas sin respuesta y que estaba sin Gabrielle. Sin embargo, la prioridad ahora era sobrevivir y, a pesar de la amabilidad de Hotassa, Xena sabía que tenía muchas cosas que hacer antes de poder empezar a buscar las respuestas. De modo que durante varios días, Xena aprendió las costumbres de la tribu. Aprendió a tejer cestas para recoger alimentos y estiércol. Atrapó peces y dejó asombrados a las mujeres y a los niños al pescar con las manos

desnudas. Hotassa se apiadó de ella tras su primer fracaso como cocinera y siempre se aseguraba de preparar lo suficiente para compartirlo con Xena ante su propia hoguera. Xena, a cambio, se cercioraba de proporcionarle toda la comida y el estiércol que se le permitía. Le había quedado claro muy pronto que en esta sociedad, los hombres y las mujeres tenían funciones distintas. Y que las mujeres no hacían el papel de cazadoras ni guerreras. De modo que Xena cazaba sola, para conseguir alimentos para sus propias comidas y la sangre que parecía ansiar. Lo cierto era que lo prefería. Así evitaba que hubiera demasiadas preguntas. Hotassa le dio el cuchillo que había usado para coser, pero por lo demás, Xena fabricó todas las herramientas y armas que necesitaba. No tardó en tener sus propias pieles, un arco y flechas, varios cuchillos más y una vara. Salía a diario con la vara para ejercitarse y entrenar, y aunque a la gente le parecía extraño que caminara con un palo, nadie ponía en duda su derecho a hacerlo. Había dejado claro con palabras y gestos que prefería estar sola, y aunque a algunos no les parecía bien, todos respetaban sus deseos. Tras haber visto lo que le había hecho a Kya, nadie quería enfrentarse a ella. Pero seguía excluida de las actividades de los guerreros y eso hacía que se sintiera malhumorada y rabiosa. La sangre que consumía no lograba satisfacer del todo el ardor que sentía. De modo que era parte de la tribu y sin embargo, seguía estando aparte. La tribu se iba trasladando despacio, siguiendo a los búfalos que pastaban por las llanuras. Antes de que Xena se diera cuenta, había pasado un mes y no había avanzado mucho para hallar las respuestas a sus preguntas. La existencia diaria ocupaba mucho tiempo y tratar de obtener información cuando todavía estaba aprendiendo a comunicarse con esta gente era una posibilidad difícil como poco. Los hombres habían formado una partida de guerra y las mujeres debían quedarse esperando el resultado de una batalla que sus guerreros tenían poca esperanza de ganar. Xena aprovechó el tiempo para refinar su habilidad con la vara, y varias de las mujeres que la observaban le pidieron que les enseñara. Aceptó de mala gana, recordando las veces en que Gabrielle le había pedido que la instruyera en un arte marcial u otro. Recordó con especial

melancolía los inicios de Gabrielle con su vara y las amazonas. Fue el comienzo de sus discusiones sobre el tema de la princesa amazona frente a la princesa guerrera frente a la reina amazona. Las mujeres se adentraron por los matorrales en busca de ramas lo bastante largas y no encontraron nada adecuado para lo que necesitaban. Frustradas, regresaron al campamento. Xena se fijó en sus expresiones alicaídas, dejó la vara en su tienda y les hizo gestos para que se reunieran con ella. Las mujeres lo hicieron dudosas y Xena empezó a enseñarles los ejercicios chi para la meditación que Gabrielle y ella practicaban juntas. Si cerraba los ojos, aún veía la serenidad del rostro de Gabrielle mientras los movimientos fluían a través y alrededor de ella. Xena se mordió el labio, pues el dolor no había disminuido con el paso del tiempo, sólo había aumentado. Las mujeres eran torpes al principio, al moverse de una forma que no era natural para ellas, pero luego empezaron a adquirir más belleza, a medida que su gracilidad natural se iba imponiendo. Al cabo de un rato, con la cara chorreante de sudor, pero sonriendo alegremente por sus nuevas habilidades, se detuvieron por consentimiento mutuo. Esto era algo que disfrutarían haciendo y Xena por fin había encontrado un modo de contribuir a la comunidad que satisfacía a ambas partes. Esa noche, Xena fue de caza. Llevaba demasiado tiempo sin sangre y el ardor la estaba enloqueciendo de rabia. Salió decidida a dejar seca a la primera cosa viva que se le cruzara por delante. Hacía ya tiempo que Xena había llegado a la conclusión de que por alguna razón sufría del fuego de las bacantes, pero no sabía explicar por qué o cómo había sucedido. Recordaba muy bien la fiesta en la que Gabrielle se convertió en bacante... cuando compartió el ardor por primera vez, la sensación fue... orgásmica. Fue algo muy breve, pero Xena lo recordaba ahora con la misma claridad que si acabara de suceder. Fue la primera vez que cualquiera de las dos se permitió imaginar otras posibilidades entre ellas, pero no fue la última. Y cuando se hicieron amantes...

Xena sacudió la cabeza, intentando despejársela. Cuando pensaba estas cosas, el hambre empeoraba y el dolor de la pérdida de Gabrielle en su vida se hacía más agudo. En cambio, se concentró en la caza, con la esperanza de saciar el ardor al menos durante un tiempo. Los viajes de la tribu los habían dejado a corta distancia de un chaparral: no era suficiente para proporcionarles leña para las hogueras ni para que las mujeres obtuvieran varas adecuadas, pero bastaba y sobraba para dar refugio a parte de la fauna de la zona. Los búfalos tendían a evitar la zona, pues en ella vivían varios depredadores que les daban caza, pero Xena tenía la necesidad de luchar y se dirigió hacia allí buscando pelea. Cuando no llevaba mucho trecho recorrido, su nariz captó varios olores y se quedó inmóvil, clasificándolos según los animales a los que pertenecían. Liebre. Gallina de las praderas. ¿Coyote, tal vez? Serpiente... ¿y...? En ese momento, un movimiento en la hierba hizo que Xena se volviera dando un salto, y atrapó a su presa con facilidad. La levantó, notando cómo le crecían los colmillos para atender a su necesidad, y en ese momento quedó atrapada por los ojos más verdes que había visto en su vida. Salvo los de Gabrielle. Xena se detuvo en seco, advirtiendo que a la luz de la luna el zorro que tenía en la mano tenía un pelaje dorado rojizo que le traía recuerdos de Gabrielle cuando era mucho más joven. Maldijo su mente por recordarle continuamente a Gabrielle en todo lo que la rodeaba. Seguía sin sentir a Gabrielle, y recordarla constantemente era doloroso en extremo, sobre todo dado que no había conseguido avanzar en sus investigaciones. Era difícil y hacía mucho tiempo que Xena no se encontraba con un desafío tan irritantemente complicado como estaba resultando éste.

Xena se sentó, acariciando tiernamente el pelo del zorro que, por razones desconocidas, se había acurrucado tan contento en sus brazos. Posó la mirada en el cuerpecito peludo y de repente, el zorro la miró a su vez con comprensión. —Me recuerdas a alguien, sabes. A alguien a quien quiero mucho. No puedo mirarte a los ojos, que son los suyos, y causarte la muerte, ni siquiera por mi propia necesidad. El zorro se acomodó en el regazo de Xena y una ceja oscura se alzó hasta el nacimiento de unos cabellos igualmente oscuros. —Oh, por favor. Tú como si estuvieras en tu casa. Levantó al zorro, lo miró a los ojos y por un instante le pareció ver el alma de Gabrielle mirándola a su vez. Xena estuvo a punto de dejar caer al animal y el zorro clavó por instinto las garras en las manos de Xena. Su bufido de dolor quedó tapado por un bufido mucho más fuerte y ese ruido le causó un escalofrío a Xena por la espalda. Hacía ya tiempo, pero Xena reconoció sin dificultad al depredador que ahora se movía detrás de ella. Intentó soltar al zorro al tiempo que se levantaba, pero el animal no estaba dispuesto. Por el contrario, el zorro miró a Xena con confianza, luego se bajó corriendo y se colocó como centinela, sentado muy orgulloso y erguido mientras la pantera se acercaba. Xena se quedó mirando, fascinada. Nunca había visto un comportamiento semejante entre un cazador y su presa y sin embargo, le recordaba ligeramente a... algo... conocido. La pantera seguía acercándose en círculos y Xena se mantuvo inmóvil, observando al zorro atentamente. El animalito no mostraba miedo, pero tenía los ojos verdes clavados en el felino que ahora caminaba de un lado a otro delante de ellos. La pantera gruñó, pero el zorro se limitó a ladear la cabeza con aire interrogante. El felino se fue acercando más y más, hasta que el zorro alargó una zarpa y la puso en el morro de la pantera.

Xena se quedó paralizada, olvidándose de su hambre, mientras observaba la escena que se desarrollaba ante sus ojos. Casi dejó de respirar al ver que la pantera bajaba la cabeza y frotaba suavemente la cara en el cuello del zorro. Éste juntó el morro con el del felino un momento y luego los dos se volvieron para mirar a Xena. Xena se sentó mientras los dos pares de ojos, uno azul y el otro verde, la observaban. Se quedó atónita por lo familiares que le resultaban y siguió observando sin dar crédito cuando el zorro se acomodó entre las zarpas delanteras de la pantera y el felino se colocó con aire protector alrededor de su... ¿pareja? —Oh, Xena —se dijo en voz alta al tiempo que se tumbaba en la hierba para mirar las estrellas—. Me parece que la locura o la sed de sangre o unas setas venenosísimas por fin han podido contigo, porque estás perdiendo la cabeza. Las panteras y los zorros no se emparejan. Existen leyes en la naturaleza y eso va en contra de la mayoría de ellas. —Se frotó los ojos y siguió contemplando las estrellas—. Me parece que estás cansada y que el dolor de echar de menos a Gabrielle constantemente te ha hecho ver cosas raras. Xena se incorporó, con los ojos cerrados y apretándose los párpados con las manos. —Bueno, ve a buscar algo de comer antes de que pierdas lo poco que te queda de cordura. Abrió los ojos, convencida de que estaba sola. La pantera y el zorro seguían allí, aunque ahora los dos parecían protegerla a ella. Alzó los ojos al cielo y murmuró: —Dioses, no dejéis que me vuelva loca antes de encontrar un modo de salir de este enredo y volver con Gabrielle. Luego cogió su arco y se adentró en la pradera, acompañada por sus silenciosos guardianes.

Capítulo VII

Gabrielle estaba apoyada en la borda del barco de pasajeros, disfrutando del viento que le soltaba los largos cabellos de las horquillas. Le gustaba el aire fresco del mar, aunque la gruesa ropa hacía que la mayor parte de la brisa no le alcanzara el cuerpo. Gabrielle despreciaba la ropa moderna, pero había veces, como ahora, en las que se tenía que someter a la moda del momento para fundirse con el resto de la sociedad civilizada. Hacía mucho tiempo que había superado su tendencia al mareo. Era algo que agradecía infinitamente, sobre todo porque el viaje por mar era la única manera que tenía de pasar del viejo continente al nuevo. Corría el año 1835 y la fortuna que Gabrielle había acumulado a lo largo de los siglos hacía que pudiera viajar de Southampton a Halifax con relativa comodidad. Sonrió al recordar las numerosas ocasiones en que Xena y ella habían viajado en condiciones mucho peores. Una punzada conocida le atravesó el corazón y aguantó la respiración hasta que se le pasó. Han pasado más de mil setecientos años, Xena, y en algunos sentidos sufro tanto hoy como aquel día en Japón. Llevo siempre un dolor en el corazón y un vacío en el alma que está esperando a que tú lo vuelvas a llenar. Si no fuera porque sigo sintiendo tu presencia, estoy segura de que a estas alturas me habría vuelto loca... aunque me ha faltado poco en alguna ocasión durante mis viajes. La sonrisa de Gabrielle se volvió agridulce y regresó a su diario. Constaba de varios volúmenes en forma de gruesos cuadernos forrados de cuero que siempre llevaba consigo. Se habían convertido en un engorro a lo largo de los siglos, pero al contrario que en el caso de los pergaminos que Xena y ella habían depositado en diversos escondrijos del mundo antiguo, no soportaba separarse de sus diarios. A veces, parecían ser el único vínculo que tenía entre sus realidades y la mejor manera que tenía de conservar la conciencia de su propio ser. El diario que tenía en la mano recogía sus primeros viajes, e hizo un gesto para que le trajeran una silla. El dinero le había permitido alquilar este barco como crucero privado, pero rara vez se aprovechaba de ello. Por las mañanas temprano, se la veía entrenando con unas armas que la tripulación

jamás había visto, y observaban con envidia su fuerza y la pura elegancia producto de siglos de práctica. Por lo demás, se atenía a las costumbres de la sociedad, y si la tripulación la encontraba un poco excéntrica, a ella le daba igual. El tercer oficial regresó corriendo con su silla, al tiempo que varios marineros más se apresuraban a ponerla cómoda. Gabrielle no pudo evitar la sonrisa que se le pasó por la cara interiormente, aunque tuvo cuidado de no mostrarla exteriormente. Estos muchachos son tan críos, pensó, recordando sin dificultad que ella misma se comportaba así nada más meterse en la vida de Xena. Había tenido oportunidades de sobra para entablar relaciones, pero nada podía compararse con lo que había tenido con Xena y lo que Dita le había prometido que volvería a tener. De modo que había pasado sola por la vida, pero no en soledad, porque atraía a la gente. Pero nunca había dejado que nadie se le acercara mucho y se había dedicado a observar mientras la gente se hacía más vieja y más joven al mismo tiempo. Sacudió la cabeza para apartar estos pensamientos sensibleros y se sentó con un suspiro. Gabrielle abrió su diario y se puso a leer, dejando que las palabras que había dirigido a Xena la inundaran y la llevaran de vuelta a un lugar desaparecido hacía mucho tiempo y casi olvidado. Querida Xena... (decía) Voy a llevar a las amazonas a un nuevo hogar. Grecia se ha hecho insoportable para ellas y Dita me lo ha pedido. Así que voy a llevarlas a una isla que hemos encontrado y a ayudarlas a instalarse. Nunca he sido la clase de reina que necesitaban, pero ha llegado el momento de que me ponga al frente de ellas.

Gabrielle caminó durante varias lunas hasta que por fin la tierra empezó a adquirir los rasgos familiares de su patria. Y así y todo, qué cambiada estaba con respecto a lo que recordaba, a lo que había conocido cuando Xena y ella viajaban juntas.

Había romanos por todas partes y las calles estaban atestadas. Los lugares que ella había conocido como bosque o naturaleza salvaje estaban ahora inundados de las muestras de la civilización. La gente estaba apelotonada en pequeños espacios y sus casas podían considerarse chabolas en el mejor de los casos. El olor era algo que escapaba a su comprensión y a Gabrielle de repente le hicieron muy poca gracia los sentidos aumentados que le había dado la inmortalidad. La gente se paraba a mirarla con extrañeza sólo porque tenía un aspecto muy distinto de todos cuantos la rodeaban. Gabrielle se movía con elegancia y autoridad y su musculatura era fuerte y firme, mientras que la gente de alrededor era más bien rechoncha y fofa. Y no tardó en correrse la voz entre los criminales de que era una persona a la que había que evitar. Los suyos tendían a desaparecer cuando intentaban algo con ella. Poco a poco, Gabrielle logró llegar al territorio de las amazonas y se llevó una sorpresa por lo que descubrió. La falta de territorio fue su primer sobresalto. Se adentró en los bosques mucho más de lo que se esperaba antes de que le dieran el alto. Cuando las centinelas se dieron cuenta de quién era, la dejaron pasar sin decir nada, pero también sin escolta. Era evidente por su actitud que había mucha confusión y que nadie sabía muy bien qué posición ocupaba Gabrielle. Pero cuando entró en la aldea, Gabrielle se quedó parada en seco al ver el caos que la rodeaba. Había amazonas por todas partes, haciendo toda clase de cosas diversas, pero nadie parecía estar al mando. Gabrielle se quedó parada observando el jaleo, esperando a que alguien se fijara en ella. Dos mujeres iniciaron una pelea y se interpuso con calma entre las dos, llamando poco a poco la atención de todas las personas de la aldea. Sutilmente, el ambiente cambió, y con tan sólo una mirada y unas pocas palabras acertadas, el orden empezó a sustituir al caos. Había amazonas venidas de todas partes, de varias tribus que Gabrielle reconocía y de muchas otras que no. Su primer esfuerzo debía ser integrar a las numerosas tribus en una sola unidad cohesionada. Las tribus tenían que ser una sola nación antes de poder trasladarse. A diario llegaban más mujeres a la aldea, y Varia y Cyane se hicieron a un lado de buen grado para dejar que Gabrielle asumiera el mando de la

Nación. Por su parte, Gabrielle se sumergió en los detalles necesarios para preparar a la Nación para el traslado. Poco a poco, se fueron haciendo preparativos, se dictaron normas y se terminaron acuerdos para el viaje. En total, Gabrielle tardó catorce lunas en preparar a las amazonas para viajar, pero cuando la primavera volvió a Grecia, la Nación emprendió la marcha hacia un nuevo destino. Gabrielle pensaba que estaban tardando mucho, aunque en el fondo sabía que eso era totalmente relativo para ella. Con todo, dada la cantidad de personas y provisiones que estaban trasladando, los progresos eran satisfactorios. Había dividido a la Nación en grupos de viaje más pequeños y había enviado a cada uno en direcciones ligeramente distintas para que no fueran un objetivo tan fácil. Tardaron un poco más en llegar, pero llegaron sanas y salvas, y Gabrielle suspiró aliviada cuando por fin subieron a los barcos que había conseguido para el viaje. Gabrielle las hizo embarcar de noche. Habían conseguido evitar los problemas en general y quería que las cosas siguieran así hasta que se marcharan. Por fin, los barcos estuvieron cargados y, al salir el sol, zarparon despacio del puerto. Gabrielle había encontrado tripulaciones de mujeres, algunas de las cuales ya eran amazonas, que estaban dispuestas a hacer el viaje con ellas. Con cierta agitación, se quedó en la cubierta de popa, viendo cómo la tierra se iba alejando de ellas. Las cosas habían ido notoriamente bien para la Nación, teniendo en cuenta la magnitud de la tarea, y Gabrielle se quedó reflexionando sobre sus avances y las cosas que todavía tenían que hacer. —¡Hola, nena! Gabrielle casi pegó un salto cuando Afrodita apareció a su lado vestida de cuero como una amazona, pero logró controlarse. Dirigió a la diosa una mirada de cariñosa exasperación. —Dita, ¿intentas matarme de un susto?

—¿Eh? Eres inmortal, nena, ¿recuerdas? No te vas a morir por esto. Esas palabras, aunque dichas en broma, la hirieron profundamente, y Gabrielle se vio obligada a recordar de nuevo su soledad. Dita se estremeció al ver el dolor que cruzó el rostro de su amiga y abrió la boca para disculparse, pero Gabrielle la interrumpió. —Eso es cierto. ¿Qué puedo hacer por ti? Dita dio la espalda a la tierra que se alejaba y se fijó en cambio en la ajetreada actividad de la cubierta. Había mucho orden, y no pudo evitar admirar lo diferente que era la Nación desde que Gabrielle se había puesto al mando. —Nada. Sólo he venido para ver cómo iban las cosas. Has estado tan megaocupada, y yo también, que no hemos tenido tiempo para cotillear, o sea. ¡Te echaba de menos, nena! Gabrielle rodeó la cintura de Dita con los brazos, estrechándola de repente, y la diosa le devolvió el abrazo con fervor. Comprendía muy bien la soledad con que vivía Gabrielle y se alegraba de darle todo el consuelo que pudiera. —Y yo a ti, Dita. Hay días... ¿Puedo hacer esto durante dos mil años sin volverme loca de remate? Dita la sostuvo, acariciándole suavemente la espalda hasta que notó que Gabrielle se relajaba apoyada en ella. Tenía la sensación de que iba a tener que hacer esto de vez en cuando y estaba decidida a apoyar a Gabrielle para ayudarla a superar los malos momentos que la aguardaban. —Eres una persona muy fuerte, Gab. Una de las más fuertes que he tenido el privilegio de conocer... o de considerar mi amiga. —Dita se calló un momento, pensando en los milenios que llevaba viva y sabiendo lo difícil que podía ser la existencia continua, incluso para un dios—. Creo... —Se mordió el labio y luego continuó—. Creo totalmente que puedes hacerlo. Sabes cuál va a ser la recompensa, nena, y creo que aunque sólo sea por eso, tu mente aguantará. Además, imagínate las historias tan chachis que tendrás para contarle a Xena cuando por fin la alcances.

Dita notó que Gabrielle se reía y soltó un suspiro de alivio. Gabrielle estaba en una situación muy dura y lo estaría durante muchos siglos más. Pero mientras conservara el sentido del humor y las ganas de vivir, le iría bien. Dita cogió la cara de Gabrielle entre sus manos, pues quería asegurarse de que contaba con toda la atención de la bardo para lo que le iba a decir. —Quiero que ahora me escuches y quiero que comprendas lo que digo, ¿vale? —Afrodita le sostuvo la mirada a Gabrielle y ésta captó la seriedad detrás de lo que le decía. Asintió para indicar que lo entendía y Dita continuó—. Siempre... siempre que sientas que es demasiado para ti... siempre que te sientas abrumada hasta el punto de explotar o volverte loca, llámame. Llámame y te llevaré de vuelta al Olimpo durante un tiempo. Gabrielle arrugó la frente y Dita se apresuró a continuar. —Puedes llamarme siempre que me necesites o si sólo quieres charlar, Gab, y yo acudiré en cuanto pueda. Pero no puedo arriesgarme a llevarte al Olimpo muy a menudo por miedo a que Ares lo descubra. No sabe que Xena y tú sois inmortales y no veo el motivo para comunicárselo en estos momentos. —¿Cómo sabrás cuándo es diferente? —fue la pregunta, con un susurro. —Lo sabré. Confía en mí. —Eso puedo hacerlo. —Bien. Y puedes contar totalmente con verme aparecer de vez en cuando por mi cuenta también, ¿vale? A veces no veas cómo necesito a una amiga. Gabrielle sonrió. —Bien, porque no me haría la menor gracia tener que trepar hasta el Olimpo para darte una patada en el culo o algo así. Dita se puso en jarras.

—Chati, eres una gamberra total, ¿lo sabes? —Le rodeó el cuello a Gabrielle con el brazo y le clavó los nudillos en la cabeza—. Menos mal que te quiero. El primer instinto de Gabrielle fue luchar, pero en cambio, decidió hacerle cosquillas. Dita chilló, pues no se esperaba esa reacción. —Sí, menos mal —asintió Gabrielle cuando Dita la soltó—. Yo también te quiero. —¡Genial! Ahora que nos hemos ocupado de las cosas serias, ¿por qué no me enseñas este tinglado tan superguay? Parece que has ayudado mucho a estas nenas. Afrodita cogió a Gabrielle del brazo y se pusieron a pasear despacio por la cubierta. Nadie les hizo mucho caso: se habían acostumbrado a ver a Gabrielle caminando entre ellas hablando sola. —Lo he intentado. Pueden ser una auténtica panda de tercas desquiciantes, pero se merecen lo mejor que pueda darles... tanto por ti como por ellas. Venga, te enseño todo esto. Fueron bajo cubierta y Dita se quedó aún más impresionada con el sistema que había organizado Gabrielle. Las mujeres se movían por todas partes con tranquila eficacia, y todos los espacios tenían un uso específico. —¿Es así en todos los barcos? Había siete barcos en el convoy que salía despacio del Mar Jónico. El viaje por tierra había sido más largo, pero había merecido la pena, en opinión de Gabrielle. —Pues sí —asintió Gabrielle mientras regresaban a la cubierta principal—. Más o menos. Cada barco tiene una dirigente que sirve como mi regente y es responsable del manejo de su grupo. Se ocuparán de cualquier cosa que vaya surgiendo. Sólo acudirán a mí si no consiguen solucionar las cosas. —¡Qué superpasada, nena! ¡Eres guay!

Gabrielle se echó a reír suavemente. El entusiasmo de Dita la animaba mucho. —Bueno, eso está por ver. Acabamos de salir del puerto, ya sabes. —Créeme, cielito. Lo has hecho muy bien. Funcionará. —Crucemos los dedos. Dita le dio unas palmaditas en la espalda. —Al menos ya no despides esas vibras de mareo tan desagradables. Eso no molaba nada. La risa suave de Gabrielle se convirtió en una carcajada. —Ya te digo. Por cierto, gracias por eso. Me ha hecho las cosas mucho más fáciles. —Me alegro —contestó Dita con seriedad, y luego bajó la voz, aunque nadie podía oírla—. ¿Cómo vas con el otro problema? Gabrielle se encogió de hombros, bastante incómoda por la necesidad que seguía acosándola a pesar del talismán de Afrodita. —No sé. Sigue ahí, aunque el ardor no es tan tremendo como antes. — Recordó las cosas que había hecho antes de llevar el anillo—. Me lo tomo día a día, pero ésta es la primera vez que estoy lejos de alguna fuente de... mm... proteína... desde... —Sí, entiendo lo que dices, cosita. Bueno, si necesitas... cualquier cosa, llámame. No es que me vaya mucho la sangre, pero en tu caso, haré una excepción. Ya tienes suficiente con todo esto —agitó la mano indicando el barco y el convoy—, para encima tener que preocuparte también por eso. —Gracias, Dita. Ese tema me tenía un poco preocupada. —De nada, nena. Para eso están las amigas, ¿no? Para ayudarse mutuamente, ¿no? Gabrielle sonrió.

—Cierto. Pero me alegraré cuando te pueda devolver el favor. —Qué va, todavía me estoy poniendo al día. Xena y tú me habéis echado un cable totalmente unas cuantas veces. Además, me gusta hacer cosas por mi amiga, no por alguien por obligación. Así es más diver. —Eso no te lo voy a discutir. —Cierto —asintió Afrodita con aire altanero—. ¡Perderías! Gabrielle enarcó una ceja y sonrió ligerísimamente. —¿Eso crees? Soy la Bardo Batalladora, que lo sepas —dijo con descaro. Dita se echó a reír, contenta de ver un poco más de la Gabrielle que tanto quería. —Sí, lo sé, nena. Pero como estás de acuerdo conmigo totalmente, sería como discutir en círculos, o sea. Gabrielle arrugó la cara al pensarlo. —Es verdad. Menudo dolor de cabeza me podría entrar así. —Ya te digo, y piensa que vas a tenerlos de sobra durante un tiempo. —¡Gracias, Afrodita! Ahora me siento mejor —contestó Gabrielle con sorna. —¡Ah, vamos, cielito! Sabes que es cierto. Pero siempre estaré cerca si me necesitas, ¿vale? —Sí, lo sé. Pero gracias. Y tú ya sabes dónde encontrarme cuando tengas ganas de cotillear. —Ya. ¡Chao, nena! La diosa desapareció sin fanfarrias, por lo que en principio nadie notó que se había ido. Y para cuando se dieron cuenta, todo el mundo estaba metido en sus faenas, iniciando una rutina que les haría muy buen servicio hasta que alcanzaran las costas de su nueva patria.

Como sabía que iba a ser una travesía de varias lunas hasta alcanzar el destino que Afrodita y ella habían decidido, Gabrielle se apresuró a aprovechar cualquier escala en tierra que pudieran hacer por el camino. Las relaciones entre todas mejoraban al poder salir un rato de los barcos y eso permitía que sus diversas regentes se reunieran con ella para tratar cualquier problema que pudieran tener. Por suerte, los problemas eran relativamente pequeños y sólo necesitaban que las guiara para tomar la decisión que sabían que era necesario tomar. Lo más importante era que estas pequeñas excursiones le permitían alimentarse y, aunque a nadie le hacían gracia sus expediciones de caza en solitario, nadie podía tampoco echarle en cara la necesidad de estar a solas. Además, había demostrado que era más que capaz de cuidar de sí misma y de sus hermanas, puesto que nunca volvía a la hoguera con las manos vacías. Y así, la Nación Amazona fue bajando despacio por la costa de África y se dirigió a las pequeñas islas conocidas como Ceilán.

El convoy dio la vuelta al continente y por fin empezó a subir hacia el norte. Nadie se alegró más que Gabrielle, y ya había dado gracias en numerosas ocasiones por cada prenda de ropa extra que habían cargado en el barco. El tiempo se había ido estropeando cada vez más y era más frío cuanto más al sur viajaban. Muchas de las mujeres se pusieron enfermas y hubo días enteros en los que ni siquiera pudo dormir. Justo cuando las garras de la enfermedad empezaban a soltar a las amazonas, se toparon de lleno con una tormenta que cambiaría... todo.

Al cabo de más de dos semanas de enfermedad a bordo, nadie se alegró más que Gabrielle de volver a encontrar civilización. Se habían desviado ligeramente de su curso al rodear el Cabo y habían tenido que retroceder para llegar a la isla de Madagascar. Pero la enfermedad que se había extendido entre las mujeres había hecho casi imposible que no quedaran a la deriva y hubo que hacer un esfuerzo para restablecer el rumbo. Para cuando llegaron a la isla, todo el mundo estaba deseando pasar un tiempo en tierra firme y conseguir víveres frescos. Sabían que debían cargar

todas las provisiones que pudieran caber en el barco, porque ésta sería su última escala antes de alcanzar el pequeño grupo de islas que habían elegido como su nueva patria. El día comenzó muy agradable, por una vez. El mar estaba en calma y el sol daba calor: un cambio que agradecieron, ya que apenas una semana antes habían creído que iban a morir congeladas. El plan era pasar dos o tres días en tierra aireando los barcos y lavándolo todo y a todas. También dedicarían el tiempo a hacer acopio de caza y verduras frescas para la última etapa del viaje. Todavía les quedaba una buena reserva de alimentos secos, pero Gabrielle en especial empezaba a sufrir por la falta de carne fresca en su dieta. Varias amazonas habían notado una clara tensión en el comportamiento de Gabrielle, pero lo achacaban a la falta de sueño que había sufrido durante la enfermedad que las había aquejado. Las dirigentes de su barco hablaron con las demás dirigentes del convoy y se decidió que Varia y Cyane eran las que más probabilidades tenían de convencer a Gabrielle para que se cuidara mejor. Gran parte de su suerte dependía de que ella estuviera bien y egoístamente querían que conservara la salud. Gabrielle había repartido tareas a las diversas dirigentes y luego se adentró rápidamente en la jungla. Para cuando Varia y Cyane empezaron a seguirle el rastro, ya había desaparecido. Gabrielle había sido entrenada por la mejor, e incluso arrastrada por el hambre y la necesidad, no perdía de vista las lecciones duramente aprendidas para moverse con sigilo. Al poco, no quedaba rastro que pudiera seguir ni la mejor de las exploradoras amazonas y Gabrielle emprendió la caza. Elevó una oración de gracias a Afrodita, pues sabía que la diosa comprendería que el agradecimiento era por el anillo que llevaba y que evitaba que este ritual concreto la consumiera por completo. Luego divisó a su presa y antes de que el ciervo cayera en la cuenta de sus intenciones, le rompió el cuello, le hincó los colmillos y se bebió toda su sangre antes de que se enfriara. Había aprendido pronto a acabar rápidamente con la vida de un animal para evitarle un sufrimiento innecesario. Había desarrollado prácticamente una empatía con los animales que daban su vida para que ella pudiera seguir

existiendo como bacante. En muchas ocasiones deseaba haber aceptado ambrosía o néctar, pero comprendía con pesar que no era ése su destino dentro del diseño inmortal. De modo que Gabrielle bebió hasta llenarse, hasta que sintió que el calor y la fuerza volvían a correr por sus venas. Le resultaba extraño sentir esta renovación, porque cuando Xena y ella estaban juntas nunca había sentido nada parecido. Por supuesto, nunca se había sentido tan debilitada como ahora, salvo en las raras ocasiones en las que volvía de la muerte. Gabrielle sonrió con sorna y se echó hacia atrás para secarse la boca. Debía tener mucho cuidado. Aunque estaba bastante segura de que las amazonas acabarían aceptándola como inmortal, no estaba tan segura de cómo reaccionarían al descubrir que era inmortal gracias a Baco. Sobre todo porque la verían como una amenaza para su sociedad, dada la naturaleza de la bestia que era una bacante. Limpió y cortó a su presa, conservó la piel y envolvió la carne en ella para llevarla de vuelta al pequeño campamento que habían establecido. Varia y Cyane la esperaban al principio del sendero, pues allí habían perdido su rastro y tenían la esperanza de que regresara por donde se había ido. Su paciencia se vio por fin recompensada cuando oyeron el levísimo roce de unos pies que soportaban una pesada carga y se levantaron del suelo para investigar. Gabrielle salió del bosque, las vio esperándola y controló sus facciones todo lo posible. Pero no tenía forma de controlar el brillo ardiente de sus ojos, y se alegró de que el sol la obligara a guiñarlos. Varia y Cyane miraron a Gabrielle atentamente. Parecía haber una clara diferencia tanto en su actitud como en su aspecto, pero ninguna de las dos podía atribuirle una causa precisa. —Bueno, al menos parece estar mejor —comentó Varia en voz baja mientras Gabrielle se colocaba bien la piel al hombro y empezaba a cruzar la pequeña distancia que las separaba. Cyane asintió y murmuró por lo bajo:

—A lo mejor sólo necesitaba un poco de espacio. Bien saben los dioses que yo también lo he deseado algunas veces en lo que llevamos de viaje. Gabrielle oyó la conversación, pero eso no le impidió seguir acercándose a ellas. Se daba cuenta de que su curiosidad estaba motivada sobre todo por su preocupación por ella y el otro motivo podía disculparlo sin esfuerzo. Las amazonas siempre habían aplicado a Xena y a ella un baremo distinto de normas y responsabilidades y no se esperaba que eso fuera a cambiar porque las estuviera dirigiendo. Eso casi hacía que las cosas fueran más difíciles en ese sentido. Lo que hacía no era objeto de sospecha ni de crítica, sino de escrutinio, como si intentaran desentrañar las causas del funcionamiento interno de su mente. En cierto modo era halagador, pero también muy desconcertante para la mujer que aún se acordaba de cuando era aquella aldeana joven e inocente de Potedaia. Con todo, hacía mucho tiempo que Gabrielle había dejado atrás esa inocencia, y era la mujer fuerte y competente la que ahora se acercó a sus amigas. —Señoras —las saludó, haciendo caso omiso de las cejas indignadas que se alzaron con consternación ante su saludo. —Majestad... Gabrielle —dijo Cyane cuando la bardo dejó la piel en el suelo y alzó una mano para evitar ese título. —¿Qué pasa, chicas? Varia la miró, guiñando los ojos bajo el sol. —¿La verdad? Estábamos preocupadas por ti. Todas nosotras, en realidad, pero a Cyane y a mí nos ha tocado... mm... —Nos ha tocado preguntarte porque somos las que te conocemos desde hace más tiempo y las demás regentes han pensado que sería más probable que hablaras con nosotras si había algún problema. —Conque controlándome, ¿eh? —Pero lo dijo con una sonrisa y supieron que Gabrielle no estaba enfadada. —Protegiendo a nuestra reina y velando por los intereses de la Nación —respondió Cyane con tacto.

Esto hizo reír a Gabrielle. —Estás hecha toda una diplomática, ¿verdad? Por eso eres buena regente —continuó Gabrielle, notando el profundo rubor de Cyane—. Tranquilas, chicas. Lo comprendo y agradezco la preocupación. Es que esto es... difícil para mí, de un modo que ni me había imaginado. A veces necesito estar sola un rato y... reorganizarme. —Eso pensábamos —dijo Varia con tono apagado—. Nos aseguraremos de que tengas esos ratos con toda la frecuencia posible cuando lleguemos a nuestro nuevo hogar. No creo que vaya a ser tan fácil en el barco. —Se rió un poco al decirlo, reconociendo la ironía de la verdad. Gabrielle se echó a reír también, sintiendo por fin que la sangre se le enfriaba hasta adquirir su temperatura normal. —Estoy de acuerdo y agradezco la oferta. Seguro que os tomo la palabra. Mientras tanto —continuó, levantando de nuevo la piel—, deberíamos llevar esto al campamento. Estoy segura de que un poco de carne fresca será bien recibida alrededor del fuego. Dos estómagos rugieron a la vez y las tres se echaron a reír. —Pues muy bien. Parece que eso responde a la pregunta —dijo Gabrielle—. Vamos. Cuanto antes lleguemos, antes comeremos. —Me parece un buen plan —dijo Varia, y regresaron rumbo al campamento de la playa.

Las amazonas pasaron tres días en tierra preparándose para la etapa final de su viaje. Lavaron y desinfectaron todo y repusieron las provisiones. Celebraron varios juegos para animar las cosas y darles la oportunidad de hacer ejercicio y disfrutar de la libertad que les daba volver a estar en tierra firme. Cuando llegó el momento de volver a subir a los barcos, lo hicieron refunfuñando muy poco. La mayoría de ellas ardía en deseos de acabar el viaje e instalarse en su nuevo hogar. Para la mayor parte de la Nación, éste era el viaje más largo que habían hecho en su vida. Y ahora que la enfermedad que

las había torturado parecía haber pasado, estaban deseosas de llegar a la isla, aunque eso supusiera seguir viajando para conseguirlo. Gabrielle se alegraba de ver la paz y el contento que había en el barco, pues recordaba claramente lo horrible que había sido durante la enfermedad y sus ciclos menstruales. Era una pesadez que esa maldición concreta las aquejara a todas al mismo tiempo, pero las amazonas estaban más acostumbradas que ella a ese hecho y lo daban más o menos por supuesto. Pero aprendieron rápidamente a evitar a Gabrielle durante esos días. No comprendían por qué se convertía en una persona totalmente distinta, pero pensaban que podían dejarla en paz si prefería sufrir a solas. Poco se imaginaban que estaba haciendo un esfuerzo ímprobo para no sucumbir al fuego que ardía por todo su cuerpo. De modo que zarparon por la mañana con el mar en calma y un viento ligero y cálido a la espalda. La mayoría de las mujeres se quedaron en cubierta a menos que sus tareas les exigieran estar abajo. Hacía un día demasiado bueno para pasarlo dentro si no había motivo para estar allí. Los dos primeros días de la etapa final de su viaje transcurrieron en paz y no fue hasta casi el anochecer del segundo día cuando las cosas empezaron a ir horriblemente mal.

Capítulo VIII

Gabrielle estaba inmersa en sus ejercicios de meditación cuando la inusual actividad en cubierta le llamó la atención. Se volvió hacia el este y se fijó en la banda de nubes bajas que cubría el horizonte, y dedujo acertadamente el peligro que suponían para la flota amazona. Observó el movimiento en cubierta, advirtiendo el ambiente tranquilo y controlado. Todas las mujeres parecían conscientes de la inminente tormenta, pero ninguna dejaba que eso interfiriera en sus tareas. Gabrielle fue al puente y la capitana saludó su presencia inclinando la cabeza.

—Tiene mala pinta, mi reina. —No hizo el menor caso de la ceja enarcada que le regaló Gabrielle al oír el título—. Llevamos una marca buscando una forma de rodearla, pero como ves, se extiende por todo el horizonte. —¿Entonces tenemos que atravesarla? —Sí. Esperemos que no sea demasiado fuerte y que no dure demasiado, pero lo mejor que podemos hacer es encontrarnos de frente con ella y atravesarla lo más deprisa posible. —La capitana indicó la actividad que se desarrollaba a su alrededor—. Ya ves que estamos preparando el barco todo lo posible. Hemos estado intercambiando señales con los demás barcos de la flota y están haciendo lo mismo. Intentaremos mantenernos juntas, pero... Todo el mundo sabe dónde vamos, así que esperemos que aunque nos separemos, podamos volver a encontrarnos cuando termine. —Tan mal está la cosa, ¿eh? La capitana se encogió de hombros. —Son precauciones normales. Tampoco podemos ver lo que se avecina, ¿sabes? Gabrielle asintió, dejando vagar su mente a las numerosas ocasiones a lo largo de su vida en que se había visto sorprendida por cosas que no había visto venir, y se le cortó la respiración por el dolor que esos recuerdos seguían produciéndole. —¿Estás bien, Gabrielle? —preguntó la capitana con preocupación, posando una mano delicada en el hombro de Gabrielle. Ésta tenía el rostro blanco, los ojos desenfocados y la respiración entrecortada y agitada—. ¿Gabrielle? Los ojos verdes parpadearon rápidamente cuando Gabrielle consiguió volver de un lugar donde no tenía el menor deseo de estar. Tragó dos veces y volvió a prestar atención a la capitana. —Perdón. —Carraspeó, pero no ofreció ninguna explicación—. ¿Qué puedo hacer para ayudar? —Estamos listas, mi reina. Ahora se trata más bien de aguantar.

Gabrielle asintió. —Muy bien. Estaré en mi camarote si alguien me necesita. Gabrielle fue abajo y sacó su diario, se trasladó a la mesa clavada al suelo y preparó la tinta y la pluma. Lo abrió por donde se había quedado y se puso a registrar los acontecimientos de los últimos días. Gabrielle todavía sentía la vocación de bardo, pero había veces, sobre todo ahora, en que simplemente no había nada interesante sobre lo que escribir. No como cuando Xena y ella... Cerró los ojos de nuevo y dejó morir esa idea, y luego se obligó a centrarse otra vez en actualizar su diario. Gabrielle tenía bastante cosas que escribir y se enfrascó en la tarea de anotar todos los detalles. En algún momento, copiaría esta parte de su diario para las amazonas, para que pudieran conservar su propia historia. Hasta que se resbaló en la silla, Gabrielle no se dio cuenta del tiempo que había pasado. Ya debemos de haber alcanzado la tormenta. Miró a su alrededor y advirtió claramente los violentos bandazos del barco y luego se dio cuenta de que notaba muy pocos efectos residuales del balanceo. Miró el anillo que le había dado Dita y susurró una oración de gracias. Luego espolvoreó la tinta con arena y dejó que se secara antes de cerrar el diario y guardarlo. Entonces cogió su manto encerado y subió por la escalerilla. El viento soplaba furioso y la lluvia caía racheada y estuvieron a punto de tirarla escaleras abajo antes de conseguir abrir la puerta del todo. Gabrielle la empujó con fuerza y de repente se apartó a un lado de golpe, ayudada de repente por el viento. Se enfadó bastante por eso y canalizó el enfado en forma de fuerza que podía emplear. Con un potente empujón, cerró la puerta de golpe y luego avanzó resbalándose y deslizándose hacia el puente. La parte de arriba del barco estaba casi vacía: sólo media docena de puestos esenciales estaban ocupados por mujeres que se habían atado al barco con largas cuerdas. Gabrielle se agarraba a todo lo que tenía al alcance para evitar verse lanzada por la borda. Tardó mucho más de lo habitual en recorrer el corto trayecto y estaba sudando debajo del manto cuando llegó a su destino. —¡¿Mi reina?! —exclamó la timonel sonoramente cuando reconoció a la visitante.

—¡¡Mi reina!! —repitió la capitana, al ver quién se había unido a ellas en cubierta—. Deberías bajar. Aquí arriba no es seguro. —Tuvo que gritar para que se la oyera por encima de la tormenta. Gabrielle sonrió burlona por dentro al oír eso, aunque hizo un esfuerzo consciente para que no se le notara en la cara. Estas mujeres sólo habían mostrado respeto y cortesía hacia ella y no tenían ni idea de cuál era su verdadera situación. No había motivo para comunicárselo inmediatamente: sus circunstancias entraban en el terreno de lo extraordinario. —Sí, Hilda, lo sé. ¿Pero qué clase de gobernante se queda escondida mientras su pueblo se enfrenta al peligro? —Y pasó por alto una época en que hizo precisamente eso a costa de ellas. —La gobernante inteligente si comprende que la supervivencia de toda la Nación descansa sobre sus hombros —contestó Hilda astutamente. Gabrielle asintió indicando que aceptaba el razonamiento, aunque había insistido hasta la saciedad en que la supervivencia de la Nación Amazona dependía de todas ellas juntas. —Tomo nota —asintió—. Sólo quería saber cómo van las cosas. Hilda agarró a Gabrielle del codo cuando el barco se ladeó de golpe y estuvo a punto de hacerlas caer. —Vamos —gritó, intentando imponerse al ruido de la lluvia torrencial—. Deja que te acompañe de vuelta a tu camarote. Podemos hablar sin gritarnos. Gabrielle asintió, pues estaba empapada hasta los huesos por partes a pesar del manto bien encerado que llevaba. El viento y las salpicaduras de agua se colaban por dentro sin dificultad. Regresaron juntas resbalando y tropezando hasta la puerta que llevaba abajo y lucharon para abrirla contra las fuerzas de la naturaleza que conspiraban para mantenerla cerrada. Con un alarido, lograron abrir la puerta de golpe y acabaron hechas un lío de extremidades al pie de las escaleras cuando los bandazos del barco y la fuerza de la tormenta las tiró sin miramientos escalones abajo. —¿¡¿MI REINA?!?

—Ay... Estoy bien, Hilda. ¿Y tú? —Ay, efectivamente. Jo, qué golpe. Pero viviré —contestó la capitana y luego se echó a reír. —¿Me cuentas el chiste? —preguntó Gabrielle mientras se soltaba despacio de Hilda y del manto mojado, que ahora llevaba pegado como una segunda piel. El proceso se veía complicado por el movimiento continuo del barco que las hacía rodar de lado a lado por el estrecho pasillo. —Es que me estaba imaginando el cuadro tan curioso que debemos de hacer. Me he acordado de mi iniciación como capitana y de la única vez, aparte de ésta, que me he caído por estas escaleras. Gabrielle enarcó una ceja interrogante y luego se dio cuenta de que Hilda no podía ver el gesto. Pero antes de que pudiera preguntar en voz alta, la capitana siguió hablando. —La tripulación me llevó de copas y acabé borracha como una cuba... ellas estaban sobrias, lo cual vino bien, teniendo en cuenta lo que pasó después. Mi iniciación consistía en intentar llevar el barco, en alta mar, ojo, cuando todavía intentaba averiguar qué estaba del derecho y qué estaba del revés. Hilda consiguió levantarse y se sujetó a las paredes, luego se agachó y alargó la mano para ayudar a Gabrielle a ponerse en pie. —Lo hice bien hasta que decidí bajar para coger otra botella. No vi los escalones en absoluto y Mel, como buena contramaestre que es, nos llevó directas a una tormenta. Estuve rodando por aquí abajo durante lo que me parecieron días enteros, rezando a los dioses para no echar la papilla. Tardé medio día en levantarme del suelo y otros dos días en recuperarme del mareo que me provocó Mel con su manejo del timón. Ni te digo lo que tardé en librarme de los moratones. En ese momento decidí no volver a tener nunca un motivo para estar rodando por este pasillo. Gabrielle se rió suavemente. —Bueno, no puedo decir que sea mi forma de viajar preferida. ¿Quieres saber lo peor? Tenemos que volver arriba para cerrar esa puerta.

Hilda chocó la cabeza con la pared. Estaba de pie sólo porque estaba sujeta a las paredes agarrando a Gabrielle del codo. Gabrielle se agarró a la barandilla, tambaleándose mientras el barco se movía en dirección opuesta. La capitana sujetó a Gabrielle poniéndole una mano en la espalda y se puso detrás de ella para sostenerla por si se caía. Tardó un poco, pues Gabrielle no tenía el menor deseo de repetir la experiencia de caerse rodando por las escaleras, pero por fin logró cerrar la puerta con un sonoro golpe. Varias amazonas avanzaban dando tumbos por el pasillo, pues por fin se habían decidido a ver por qué había tanto ruido. Gabrielle les hizo un gesto para que se fueran. —No pasa nada. Volved a vuestros camarotes. —¿Estás segura, mi reina? Estáis las dos un poco... mm... —¿Mm? Hilda señaló a Gabrielle, pero sin tocarla. —Seguramente se refiere al corte, aunque el moratón también es estupendo. De repente, Gabrielle cobró aguda consciencia del olor a sangre y sintió que su propia sangre empezaba a arder. La amazona le ofrecía una toalla y la cogió, con la esperanza de eliminar el olor cobrizo que hacía aumentar el hambre. Aspiró una profunda bocanada de aire para contener la necesidad y se volvió, dando la espalda en parte a las observadoras. —Capitana, ¿por qué no te pones ropa seca y te ocupas de esos golpes? Luego ven a reunirte conmigo para que hablemos. Antes de que Hilda pudiera responder, Gabrielle se metió en su propio camarote y cerró la puerta con firmeza una vez dentro. Las amazonas del pasillo miraron a la capitana, que se encogió de hombros.

—Ya habéis oído a la reina. Volved a vuestros camarotes, sobre todo las que tenéis el siguiente turno. Os necesito bien descansadas. Asintieron y obedecieron, aunque no sin mirar atrás antes de entrar en sus propios camarotes. Hilda se volvió y entró en el que estaba enfrente del de Gabrielle, preguntándose qué había ocurrido para que cambiara de humor tan deprisa. Luego se concentró en secarse. Pero no se cambió, pues sabía que tenía que regresar en breve al puente. Se sirvió una copa de vino. Había captado el mensaje de que Gabrielle necesitaba un poco de espacio y por supuesto que se lo iba a dar. Gabrielle, por su parte, se sentó en su catre y concentró todas sus energías en la simple tarea de ser y respirar. Dentro... fuera... dentro... fuera... hasta que el ritmo fue lo único de lo que era consciente y notó que el pulso se le calmaba y se hacía regular. Luego resopló y procedió a ponerse una túnica seca y a servirse una copa de vino. Pasaron unos minutos y luego se oyó un golpe ligero en su puerta y Gabrielle se dio cuenta de que Hilda le había dado tiempo para que se cambiara y sonrió, agradecida por el gesto. Se levantó, abrió la puerta y sus cejas salieron disparadas hasta el nacimiento del pelo al ver que la capitana seguía con la ropa mojada. —Tengo que volver a cubierta —respondió Hilda a la pregunta tácita—. No tiene sentido mojar más ropa. —Mmm —se limitó a decir Gabrielle, aunque logró transmitir por el tono que estaba de acuerdo—. Pasa y dime hasta qué punto van mal las cosas. Hilda cruzó el umbral y ocupó la silla del escritorio. Gabrielle se sentó de nuevo en la cama y aguardó expectante. —Van mal, majestad. Nos estamos desviando del rumbo, pero es imposible saber cuánto ni en qué dirección. No podré saberlo con seguridad hasta que pase la tormenta y podamos orientarnos. —¿Y los otros barcos? Hilda apoyó los codos en las rodillas y dejó caer las manos entre las piernas.

—Sé que tres por lo menos seguimos juntos. He visto a los otros barcos a intervalos a cada lado nuestro, surgiendo de la tormenta. —No le dijo a Gabrielle lo cerca que habían estado de estrellarse con el primero. Gabrielle se quedó inmóvil, reflexionando. —Bueno —dijo por fin—, supongo que por ahora tendremos que confiar en la suerte y seguir adelante con lo que haya cuando pase todo esto. — Gabrielle se irguió un poco y miró a Hilda a los ojos—. No veo motivo para que esto se sepa en estos momentos. No hay razón para provocar el pánico por algo con lo que no podemos hacer absolutamente nada. Hilda asintió. —Estoy de acuerdo, mi reina. Te mantendré informada según se vaya desarrollando todo. —Gracias, Hilda. ¡Estás haciendo un trabajo estupendo! La capitana se sonrojó. —Gracias, majestad. Ahora, si me disculpas... Gabrielle asintió y despidió a Hilda con un gesto y luego meneó la cabeza. Había hecho todo lo posible por quitarles a las amazonas la costumbre de llamarla por su título, pero era algo que llevaban tan arraigado que había acabado considerándolo una causa perdida. Con un suspiro, se terminó el vino y cogió su diario, lo abrió y se puso a leer. La tormenta seguía atacando con furia a su alrededor, pero Gabrielle ni se dio cuenta mientras dejaba que sus propias palabras la transportaran de vuelta a unos recuerdos que durante los años siguientes la harían reír y llorar y le harían compañía como los viejos amigos que eran.

La tormenta bramó a su alrededor durante dos días más y para entonces todo el mundo a bordo estaba empapado, mareado y de pésimo humor. Cuando por fin vieron que el sol se abría paso a primera hora de la tarde del tercer día, la tripulación soltó gritos de júbilo, animada tanto por su aparición como por la presencia de los demás barcos. De algún modo, todos

habían conseguido superar la tormenta relativamente intactos, al parecer. Tardarían un día o dos en evaluar los daños causados por la tormenta. De todas formas, todas estaban felices de ver el sol y el agua tranquila, y por decisión conjunta echaron el ancla y aprovecharon para airear sus cuerpos y sus barcos. Gabrielle y las capitanas se habían dado cuenta de que era necesario descansar un poco y establecer su posición. Eso no podía hacerse hasta la noche, de modo que detuvieron los barcos y se pusieron a celebrarlo, decididas a aprovechar el breve descanso que se les había ofrecido. Hacia el anochecer, las mujeres se acomodaron en las diversas cubiertas, gozando de una cena de pescado fresco y llamándose las unas a las otras. Gabrielle estaba sentada un poco aparte en la proa, observando cómo la Nación que había estado al borde de la extinción regresaba poco a poco a la vida ante sus ojos. Salió de su ensueño cuando Hilda llegó y se sentó en silencio a su lado. La capitana no dijo nada, sino que se quedó esperando a que ella le dijera algo. Gabrielle no se volvió hacia ella, pero indicó a la multitud de mujeres alegres de los siete barcos. —Es estupendo ver a las amazonas enteras de nuevo. Durante mucho tiempo, hemos estado divididas, abatidas. —Tú les has vuelto a dar esperanza, mi reina... un futuro al que aspirar, en lugar de llorar por un pasado que nunca volverá. Ahora Gabrielle se volvió y miró a Hilda penetrantemente. —El futuro es lo que ellas construyan, Hilda... no yo. —Tal vez, pero siempre serás recordada como la reina que salvó a la Nación. Gabrielle no contestó, sino que volvió la vista hacia el mar para contemplar los barcos de su pequeña flota. Hilda tuvo la clara impresión de que había cruzado una raya que más valía no tocar y carraspeó. Gabrielle se adelantó a sus disculpas. —¿Cuánto crees que nos hemos desviado del rumbo?

La capitana parpadeó, cambiando los derroteros de su mente para avanzar por un camino totalmente opuesto al que había estado siguiendo. Había subido aquí con algo completamente distinto en mente, pero dejó de lado sus pensamientos con valor, por el momento, y se centró en la pregunta que se le había hecho. —Es difícil saberlo, majestad, pero sí que puedo decir sin la menor duda que estoy preocupada. No es más que una intuición, puesto que estamos en medio del mar y todavía no tenemos referencias visuales, pero no creo que estemos cerca en absoluto de donde estábamos o de donde deberíamos estar. Gabrielle asintió, puesto que ella misma había llegado a una conclusión muy parecida. —Muy bien, capitana. Haz el favor de informarme en cuanto hayamos determinado dónde estamos. —Se levantó—. Estaré en mi camarote. Hilda decidió lanzarse. —Mi rei... Gabrielle... —Suavemente. Pero Gabrielle alzó una mano. —Hilda, por favor, no. Eres una joven preciosa y me imagino que cualquiera de estas mujeres estaría feliz de ser tu compañera. —Pero tú no —respondió Hilda con apenas un matiz de amargura. La vida seguía su curso a su alrededor: nadie advertía el pequeño drama que se estaba desarrollando en la proa del barco. —Pero yo no —contestó Gabrielle con total sinceridad—. Mi corazón pertenece a otra, Hilda, y siempre ha sido así. No puedo cambiarlo y no lo haría, aunque pudiera. —¡¡Pero Xena está muerta, Gabrielle!! —dijo con brusquedad y en voz baja—. ¿Es que pretendes pasar sola el resto de tu vida? Gabrielle sonrió con tristeza, pues comprendía demasiado bien lo largo que iba a ser y la aparente eternidad que se levantaba entre su guerrera y ella.

—Xena es la dueña de mi corazón, Hilda, y sin él, no puedo interesarme por nadie más. Así no. Y no es justo pedir... ni a ti, ni a mí, ni a nadie... que viva con un amor falso. —¿Y si yo quiero? Gabrielle agarró el brazo de la capitana y se lo estrechó suavemente antes de soltarlo. —Yo no. —Se apartó, llegó a las escaleras y luego se volvió de nuevo hacia Hilda—. Me gustaría que fuéramos amigas, pero eso es decisión tuya. No voy a obligarte a nada que te resulte incómodo. Sin embargo, como reina tuya, te pido que me lo comuniques cuando hayamos fijado nuestra posición. Hilda parpadeó e irguió los hombros y luego inclinó la cabeza. —Sí, mi reina. Cuando salgan las estrellas, tendrá que pasar una marca hasta que podamos estudiarlas bien. —Gracias, Hilda —replicó Gabrielle, luego se volvió y sin decir nada más se fue a su camarote. Hilda se quedó un rato más en la proa, contemplando el horizonte y reflexionando sobre la verdad de lo que había dicho Gabrielle. Luego se irguió y se dirigió al puente. Tenía trabajo.

Menos de una marca después, llamaron a su puerta. Gabrielle había estado medio dormida, dejando vagar la mente. Ahora se incorporó y dijo: —Adelante. La puerta se abrió y Hilda cruzó el umbral y se detuvo nada más entrar en la estancia. —Gabrielle, tienes que subir a cubierta. Gabrielle se frotó la cara con la mano. —Malas noticias, ¿eh? —Hay que verlo para creerlo, mi reina.

—Ay, madre. Cuando subieron a cubierta, Gabrielle se sorprendió al ver no sólo a las capitanas, sino también a sus regentes temporales esperándola en cubierta alrededor de una mesita que habían subido. Todas inclinaron la cabeza respetuosamente y Gabrielle se esforzó por no hacer una mueca. —Señoras... Eso hizo que más de una cabeza se alzara inmediatamente y varias miradas asesinas se clavaron en ella antes de que pudieran adoptar una expresión impasible. Gabrielle se echó a reír suavemente y las amazonas se unieron a ella, apreciando su humor y el intento de romper la tensión. —¿Qué tenemos? —El grupo se miró, pues nadie quería encargarse de dar la noticia. Gabrielle se impacientó y suspiró con fuerza—. Más vale que alguien empiece a hablar antes de que haga una auténtica barbaridad. —Y rezó para que nadie se le encarara. No sabía qué barbaridad podría improvisar ante un puñado de amazonas, aunque desde luego, había tenido sus momentos a lo largo de los años. —Majestad, no logramos establecer nuestra posición en ninguno de los mapas que tenemos. Según parece, estamos en un lugar que no existe. —¿Cómo dices? —Segura de que había entendido mal. Hilda soltó aliento y le acercó las cartas de navegación y los mapas. —Has estudiado las estrellas, has aprendido a navegar por ellas, ¿verdad? —Gabrielle asintió, recordando lo que había tardado en dominar esa ciencia y las enseñanzas pacientes y amables de Xena—. ¿Estas constelaciones te resultan conocidas? —Le pasó a Gabrielle una carta concreta, sacándola de su ensueño. Gabrielle aguantó la respiración al reconocer sin dificultad la constelación de la osa y de la cazadora y del toro. Trazó las conocidas figuras con los dedos y asintió. —Pasábamos muchas noches estudiando estas formas —comentó en voz baja, recordando claramente sus perpetuas discusiones sobre el tema.

Pero todo el mundo la oyó y captó la tristeza que había en su voz. Hilda no hizo caso y continuó. —Pues muy bien... ahora mira el cielo. Gabrielle así lo hizo y entonces arrugó confusa la frente. Lo que veía le resultaba extraño, irreconocible. En todos sus viajes jamás había visto las estrellas... bueno, francamente, era como si estuvieran del revés. Gabrielle se frotó las sienes, luego dio la espalda al grupo y se alejó un poco de ellas. Se apretó los labios con las manos mientras pensaba y luego se dio la vuelta para continuar la conversación, pues sabía que esta noticia lo cambiaba todo. —Bueno, ¿alguien prefiere alguna dirección concreta? ¿Indican las corrientes si hay tierra cerca? Ahora intervino Varia. —La verdad es que no, aunque parecen moverse hacia el este. Gabrielle asintió ante la información. —Pues supongo que iremos hacia el este. —Miró al grupo, que se mostró de acuerdo—. ¿Tenemos a una dibujante de mapas entre nosotras? —Sí, mi reina —contestó una de las capitanas—. Tenemos varias. —Bien. A ver si podemos hacer cartas de estas nuevas constelaciones. A lo mejor cuando encontremos tierra y nos instalemos, tenemos ocasión de estudiarlas y averiguar dónde hemos acabado. Hubo una relajación palpable de la tensión que embargaba al grupo al oír el tono seguro de Gabrielle. Todas habían pensado en la difícil situación en la que se encontraban, perdidas en alta mar en aguas desconocidas. Ahora sentían un nuevo optimismo y todas sonrieron. —Muy bien —continuó Gabrielle como si no hubiera pasado nada—. Sé que es tarde, pero cuanto antes nos pongamos en marcha, antes llegaremos a casa. Así que pongámonos manos a la obra y emprendamos el viaje. No es que me encante estar en un barco.

Entonces se echaron a reír, pues habían oído algunas de sus historias sobre anteriores viajes por mar. Y a decir verdad, todas ellas estaban deseosas de llegar a tierra firme. Este viaje se había convertido en una aventura mucho más arriesgada de lo que la mayoría se esperaba o apostaba.

Pasaron varias semanas más y los ánimos se estaban soliviantando. No se habían topado con ninguna tormenta seria, aunque sí pasaron por un par de chaparrones. Fueron un cambio que agradecieron y que les proporcionó agua dulce, que lógicamente empezaba a escasear. Con todo, la falta de dirección y de conocimientos sobre su posición las desgastaba, y la habilidad diplomática de Gabrielle era cada vez más necesaria para evitar que estallaran peleas. Por fin, cuando ya prácticamente no aguantaba más, Gabrielle organizó un combate de entrenamiento, enfrentándose a todas las que lo desearan. Todas habían visto sus ejercicios de entrenamiento y conocían su derrota a manos de Varia. De modo que pensaban que aunque Gabrielle era buena guerrera, se la podía derrotar. Lo que no sabían y no podían entender era que la conciencia que tenía Gabrielle de su inmortalidad le había quitado cualquier miedo. Y la necesidad de sangre la había hecho agresiva. De modo que al terminar el día había un grupo muy cansado y muy machacado de amazonas tiradas por la cubierta. —Mi reina, cuando lleguemos a tierra, ¿querrás dar clases de combate? Gabrielle se tragó el vino que tenía en la boca antes de responder. —Probablemente no. Habrá mucho que hacer para organizar la Nación. —Se alegraba de que estuvieran hablando positivamente de su nuevo hogar. La cosa había estado pendiente de un hilo y estaban lógicamente inquietas por los imponderables a los que ahora se enfrentaban. Tardó un poco en advertir el aire abatido de todas las mujeres que se habían enfrentado a ella en combate—. ¿Por qué? Las mujeres se miraron entre sí. Por fin habló la más valiente de ellas. —Teníamos la esperanza de aprender de ti.

Gabrielle parpadeó. No era algo que se esperara oír. Jamás. Sobre todo por parte de las amazonas. Antes, Xena siempre había dado la cara por ella, y la única vez que había luchado sola, había sido duramente derrotada por una guerrera que desde entonces había demostrado ser muy poco digna de poseer el título de reina. Incluso después de dirigirlas en Helicón, jamás se había imaginado oír semejante petición por su parte. De modo que ahora Gabrielle, reina de las amazonas, se quedó ahí sentada, jadeante y parpadeante, asimilando el reconocimiento de su habilidad y su capacidad que, a su modo, señalaba su mayoría de edad. Las amazonas esperaron en silencio, sabiendo por su expresión que Gabrielle no estaba con ellas en ese momento y lugar. Por fin se volvió hacia ellas con una sonrisa. —Creo que podría sacar tiempo para eso si de verdad lo deseáis. Nunca me lo había planteado. —Sonrió—. Gracias por pedírmelo. Todas las amazonas de la nave insignia soltaron gritos de júbilo que se oyeron por toda la pequeña flota. El resto de la Nación tardaría un poco en comprender y aceptar el entusiasmo de sus hermanas.

Tres días después, durante lo que se estaba convirtiendo rápidamente en la primera de tres sesiones diarias de entrenamiento, se oyó un grito desde la cofa del barco situado más al norte. Emocionadas, todas las mujeres que no estaban faenando corrieron a la borda para mirar bien. —¡Tierra! ¡¡Tierra a la vista!! La Nación Amazona había encontrado por fin lo que se iba a convertir en su nuevo hogar.

Capítulo IX

Tardaron casi todo el día en llegar a tierra. El buque insignia se quedó varado sin querer cuando el agua se transformó en un banco de arena sin

previo aviso. Desembarcaron con algunos pertrechos. Gabrielle había decidido que iban a dormir en tierra, aunque no les fuera posible descargar todas sus cosas y encontrar refugio. Parecía hacer buen tiempo y, por esta noche, sólo quería tumbarse en el suelo, contemplar las estrellas del revés y recordar. Las amazonas se alegraron de volver a pisar tierra firme, aunque estuvieran adentrándose en lo desconocido. Daba gusto caminar sobre terreno llano, y no tardaron en formar grupos de trabajo. Cada regente había sido elegida a propósito como dirigente de un sector específico. Ahora se pusieron al frente de las mujeres a su mando y las amazonas se dispersaron: unas para cazar, otras para buscar cualquier tipo de planta reconocible y otras para recoger leña o las grandes ramas de hojas verdes que veían tiradas bajo el follaje que bordeaba la playa. Algunas de las mujeres que quedaban se pusieron a despejar una zona para montar un campamento temporal, y las demás regresaron a los barcos para descargar las cosas que iban a necesitar de manera inmediata. La zona no tardó en ser un hervidero de actividad. En varias ocasiones, Gabrielle notó el cosquilleo de unos ojos sobre su piel, pero aunque lo atribuyó a alguna de las amazonas, no conseguía quitarse la sensación de hormigueo en la nuca. Y nunca pillaba a ninguna de las mujeres mirándola, a menos que se dirigiera a ella directamente. Estaban todas demasiado ocupadas para fijarse en ella. Por fin, la sensación desapareció y las cazadoras y las exploradoras regresaron a la playa. Gabrielle dejó la sensación a un lado para examinarla más tarde y se obligó a prestar atención a la Nación que tenía delante. La velada transcurrió apaciblemente mientras las amazonas comían la caza recién obtenida por las cazadoras y los tubérculos que habían encontrado las exploradoras. Ya no había barreras entre las distintas tribus y facciones. El viaje las había convertido en una sola nación, cosa que Gabrielle agradecía muchísimo. Así su trabajo sería más fácil y con suerte las ayudaría a adaptarse mejor a la nueva vida que estaban comenzando. Tardaron varios días en descargar los barcos por completo. Eso era de esperar, puesto que estaban dejando el mero esqueleto de los barcos, pero Gabrielle también encargó a varias amazonas que construyeran algunos refugios. Lo había hablado con su consejo y habían decidido que éste sería un buen puesto avanzado por varias razones. Ya habían designado a un grupo de

mujeres para regresar a la playa en cuanto la Nación encontrara un lugar donde asentarse de forma permanente. Por fin, las mujeres estuvieron preparadas y empezaron a moverse despacio hacia el interior. Tras cuatro días de viaje, las amazonas llegaron a un lugar que las obligó a detenerse maravilladas. Había una pared de granito en dos lados que subía por el aire. Investigando un poco, descubrieron que parecía ser el final de una cordillera y que había varias cuevas y grietas que les podían proporcionar espacio como almacén y refugio. Al pie de la pared del tercer lado había un denso bosque con un río de aguas límpidas, y tras cuatro días de arena y matorrales, el lugar les resultaba agradable y apacible. La caravana fue aflojando el paso y poco a poco se detuvo mientras Gabrielle se adelantaba un poco. El consejo la siguió hasta que ella hizo un gesto para que se pararan y avanzó varios pasos más antes de darse la vuelta para mirar a lo que quedaba de la Nación Amazona. —Señoras, creo que hemos encontrado nuestro nuevo hogar. Las amazonas prorrumpieron en gritos de júbilo tan fuertes que casi ahogaron la sensación que seguía teniendo Gabrielle de ser observada. Casi. Durante los meses siguientes hubo mucho trabajo a medida que las amazonas se abrían un hueco en este nuevo mundo frenético. Tenían en cuenta el hecho de que estaban estableciendo una nación que esperaban que durara mucho tiempo y ponían mucho cuidado en conservar todos los recursos posibles. Habían aprendido la dura lección de que no había un suministro ilimitado de nada y era una lección que tenían bien presente. Además, esta nueva tierra era dura y no parecía dispuesta a renunciar a ninguno de los recursos que atesoraba sin presentar batalla. Pero poco a poco, con firmeza, las amazonas se estaban forjando un sitio propio en su nuevo mundo. El puesto avanzado de la playa quedó establecido con éxito y las mujeres ya rotaban regularmente por él. Se había montado otro puesto en el bosque y había un tercero en la pared más cercana a la cordillera. Las amazonas se sentían bien protegidas y se estaban instalando muy bien.

Gabrielle seguía teniendo la sensación de vez en cuando de que las observaban, pero las exploradoras nunca informaban de que hubieran visto a otros seres humanos y ella misma no había logrado encontrar huellas claras de humanidad durante sus excursiones nocturnas. Se alegraba más que nadie de volver a estar en tierra, a pesar de los nuevos desafíos y peligros a los que se enfrentaban. Le era mucho más fácil controlar la necesidad de sangre que de vez en cuando le corría por las venas y agradecía muchísimo tener espacio propio, aunque no podía decir que no lo hubiera tenido en el barco. Lo tenía y las mujeres se lo respetaban absolutamente. Pero aquí, rodeada de montañas, árboles y tierra, Gabrielle sentía la libertad que había conocido en los caminos con Xena. Cuando pensaba cosas así tendía a entristecerse muy deprisa, por lo que volvió a centrarse en su entorno. Gabrielle estaba sentada en lo alto de la pared del acantilado, que le ofrecía una vista donde a lo lejos se divisaba apenas la gran extensión del mar. Se fijó en el anillo que llevaba y de repente se dio cuenta del tiempo que hacía que no hablaba con Afrodita, y entonces cayó en la cuenta del por qué. —Te echo en falta, amiga mía —dijo en voz alta—. Cuando tengas un momento libre, mira un poco a ver si puedes encontrarme, ¿eh? Me gustaría seguir en contacto contigo, aunque no estemos ni por asomo donde se suponía que teníamos que estar. —A Gabrielle se le dilataron los ojos al pensarlo—. Me parece que vamos a tener dos colonias de amazonas, porque no creo que el destino vaya a intervenir cada vez que un nuevo grupo de mujeres intente unirse a nosotras. Cada vez hacía más frío a medida que las estaciones avanzaban hacia el invierno, y Gabrielle se estremeció cuando el sol se hundió por el horizonte. —Qué raro me resulta que vaya a llegar el invierno cuando lo que me espero es el verano —comentó, pues sabía que Cyane se acercaba a ella por detrás. —Pues sí... aquí está todo del revés, pero es un sitio muy agradable. Gabrielle esperó. Sabía que Cyane estaba preocupada por algo, porque todo el mundo respetaba su intimidad a la puesta del sol en las raras ocasiones en que subía hasta lo más alto de la pared para contemplarlas. Pero se

quedaron sentadas en silencio hasta que la oscuridad cayó del todo y el viento empezó a soplar con fuerza por la llanura. Por fin, Cyane interrumpió el silencio. —Mi reina, estoy un poco preocupada. —Esperó a que Gabrielle volviera la cabeza antes de continuar—. Por dos cosas, en realidad, y puede que estén relacionadas o no. —Muy bien, ¿qué ocurre? —Pues, a lo mejor crees que estoy perdiendo la cabeza, sobre todo porque no hemos visto el menor indicio de vida humana, pero juraría que alguien nos ha estado observando en más de una ocasión. La verdad es que no puedo explicarlo, no es más que una sensación, pero la tengo y es real. Gabrielle asintió indicando que lo comprendía y esperó a que Cyane siguiera hablando. —En cierto modo, espero que la sensación sea acertada. —Se fijó en la ceja que salió disparada hacia el rubio nacimiento del pelo, tal y como se esperaba—. Si aquí hay más gente, aunque no la hayamos encontrado, eso es bueno para nosotras. Es evidente que no les importa que estemos aquí, porque si no, seguro que ya se habrían opuesto a nuestra presencia. Y la verdad, los necesitamos si queremos sobrevivir como nación. Gabrielle se quedó callada un ratito, pensando en lo que había dicho Cyane. Luego se levantó, se sacudió el polvo y esperó mientras Cyane hacía lo mismo. —Yo también he percibido esas señales sutiles de que aquí hay alguien, pero al igual que tú, no encuentro pruebas fehacientes, aparte de mis sensaciones, y no sé cómo describirlo... ¿como un desplazamiento extraño del aire, tal vez? Cyane asintió. —Exacto. Eso es exactamente. Agujeros en el aire donde antes no los había. —Bueno, ahora que tenemos hecho el trabajo básico en la aldea, las cosas se están calmando y tal vez deberíamos enviar unas partidas de caza

con instrucciones específicas sobre lo que queremos que cacen. Si tenemos vecinos, creo que deberíamos intentar conocerlos. Estaría bien saber cuál es nuestra situación antes de que llegue el frío del todo. —Veré qué puedo organizar. Creo que podemos... —Cyane se calló cuando una de las exploradoras que estaba destinada al puesto avanzado cercano a la montaña se acercó a ellas a la carrera. Gabrielle había puesto fin a la costumbre de arrodillarse e inclinarse, pero a pesar de eso la exploradora las saludó inclinando la cabeza. —Mi... reina. Cyane. Gabrielle alargó una mano y la puso en el hombro de la mujer. —Espera un poco hasta que recuperes el aliento, Chia. Durante unos momentos no se oyó nada salvo su respiración agitada, y Gabrielle miró a Cyane a los ojos con seriedad, captando en los ojos azules que la miraban las mismas preguntas que se estaba haciendo ella mentalmente. Cyane se encogió de hombros y se cruzó de brazos, esperando a que la joven amazona hablara de nuevo. —Lana, Trei y yo estamos a cargo de la vigilancia en las montañas esta semana. Hace como una marca, oí algo, o eso me pareció, y Trei se ofreció a vigilar mientras yo exploraba un poco. Justo cuando el sol se estaba hundiendo en el horizonte... bueno, no puedo decir que la atrapara yo, pero una mujer mayor salió de las sombras y vino hacia mí. Vaya susto que me dio... ¡dioses! Pero bueno —se apresuró a continuar, recordando con quién estaba hablando—. Esta mujer vino derecha a mí y se quedó mirándome un buen rato sin decir nada. —¿Qué aspecto tenía? —la interrumpió Cyane. Chia se calló de golpe y se quedó con la mirada perdida, mordiéndose el labio mientras pensaba. —Mayor, como una de nuestras ancianas, y con ropa parecida. De piel muy oscura, pero por el sol, no de nacimiento. Tenía los ojos oscuros y el pelo hasta los hombros adornado con cuentas y plumas por la parte izquierda, igual que nuestras guerreras, pero con otro estilo. Llevaba varios pendientes y unos

tatuajes interesantes... remolinos y cosas así que le cubrían casi todo el brazo izquierdo. —Chia hizo gestos para demostrarlo. —¿Y qué pasó? —preguntó Gabrielle para volver al grano. La descripción de Chia le producía a Gabrielle un cosquilleo por motivos que no sabía explicar y quería saber más. —Ah, mm, pues se quedó allí parada y me miró sin decir palabra y luego alargó una mano para tocarme. Yo retrocedí y agarré mi cuchillo. —Chia se sonrojó entonces—. Ella se rió de mí. Me enfadé y la ataqué. Me tiró al suelo como a una cachorrilla. Y entonces habló. —¿¿Y bien?? —exclamó Cyane cuando el silencio se prolongó. —Oh, perdón —dijo Chia—. Me miró y dijo, en perfecto griego: "¿Eres una amazona?" Le dije que sí. Y entonces dijo: "La mujer rubia que os dirige..." Creo que estaba esperando a que yo acabara la frase por ella, pero no lo hice y me quedé esperando. Por fin se dio cuenta de que no le iba a dar ningún tipo de información y asintió con la cabeza, casi como si lo aprobara. "¿Se llama Gabrielle?" Al oír esto, Gabrielle levantó la cabeza de golpe. Chia se echó a reír y Gabrielle la miró encarcando una ceja. —Perdona, mi reina, pero ésa fue exactamente mi reacción. No contesté, pero creo que se me notó. Sin embargo, la mujer no me presionó. Simplemente me dio una cosa y me pidió que te la diera a ti. Dijo que lo reconocerías y que estaría en contacto cuando lo hubieras visto, para que pudieras decidir por tu cuenta qué hacer a continuación. Gabrielle alargó la mano y esperó a recibir el objeto. Chia se quitó el pequeño morral que llevaba a la espalda y lo abrió, sacó una cosa envuelta de dentro y se la puso a Gabrielle en la mano. Ni siquiera la oscuridad pudo disimular el ligero temblor de su mano, pues la luna daba luz de sobra para ver. Gabrielle quitó despacio el envoltorio y entonces sofocó una exclamación, cuando sus ojos contemplaron una verdad que no se habría creído sin la prueba física que ahora sostenía en las manos. Se olvidó de las dos mujeres que estaban a su lado y retrocedió treinta años mentalmente, a la primera vez que se encontró con las amazonas.

¿Cuántas veces se había golpeado con la vara? ¿Seis? ¿Ocho? ¿Doce? Le dolía la cabeza, y los músculos mucho más. Jamás se había sentido tan torpe y tan fuera de lugar como con todas estas mujeres guerreras que era evidente que despreciaban su presencia entre ellas. Con todo, en medio de todo aquello y mientras Xena estaba fuera tratando de resolver el misterio de quién era el que intentaba iniciar una guerra entre las amazonas y los centauros, Gabrielle continuó intentando dominar esta nueva arma que le había sido asignada por la ley y la tradición de las amazonas. Su maestra era muy paciente y muy callada, y Gabrielle, con su típica exuberancia, intentaba hacer hablar a la mujer de más edad, pero aparte de darle instrucciones y alguna que otra respuesta monosilábica a sus preguntas, Gabrielle no lograba sacarle gran cosa a su instructora. Cuando Krykus fue derrotado, Gabrielle y Xena volvieron al camino y Xena siguió instruyendo a Gabrielle en el manejo de la vara hasta que la bardo se convirtió en una fuerza a tener en cuenta sin ningún género de duda. Hacia esa época, la muerte de Xena las volvió a poner en contacto con las amazonas y, una vez resuelto aquel asunto, Gabrielle tuvo oportunidad de lucir las habilidades que había adquirido. Xena se quedó a un lado y observó con orgullo mientras Gabrielle barría el suelo con todas las amazonas que se enfrentaban a ella. Por fin, su antigua instructora combatió con ella y Gabrielle no sólo aguantó, sino que logró vencerla tras varios minutos de vigoroso combate. Xena sonrió muy orgullosa, mientras la maestra de armas se quedaba allí plantada, boquiabierta y sin dar crédito. Por fin sacudió la cabeza y se marchó del campo sin decir nada. Gabrielle miró a Xena con curiosidad: no se esperaba ganar, pero tampoco se esperaba ver a alguien con tan mal perder. Xena se encogió de hombros y rodeó a Gabrielle con un brazo, sonriendo por la naturalidad con que la bardo encajaba con ella. Se volvieron para salir del campo de entrenamiento y entonces vieron a la instructora que volvía corriendo. Cuando las alcanzó, se arrodilló ante Gabrielle y le presentó una espada ceremonial dentro de un funda de bello diseño.

Gabrielle alargó una mano para tocarla y luego se volvió hacia Xena con aire interrogante. Xena se encogió de hombros con indiferencia y miró a la amazona, enarcando una ceja. —Ésta es la espada que gané en nuestro último concurso de armas. Si puedes derrotarme con tal facilidad, debería ser tuya. Gabrielle miró a Xena consternada. No podía quedarse con aquello, aunque quisiera. Para empezar, no tenían dónde ponerlo, y no estaba dispuesta a llevarlo encima. Ya había tomado la decisión consciente de no luchar a espada. Además, era evidente que ésta significaba mucho para la otra mujer y Gabrielle tomó nota mental para pedirle a Ephiny que le contara la historia de la espada. —Tengo una idea —dijo Gabrielle de repente—. La aceptaré si tú aceptas ser su guardiana. —Gabrielle casi sonrió al ver la confusión que se apoderaba del rostro de la maestra de armas—. No puedo quedármela, Eponin —dijo suavemente—, pero no voy a ofender tu honor rechazándola. Así que te pido que seas la guardiana de la espada. La mujer de más edad se lo pensó un momento y luego aceptó asintiendo. Gabrielle cogió la espada y asintió, y Eponin se puso de pie. —Gracias, mi reina. Gabrielle sonrió ahora al sacar la espada de su funda y palpó el grabado de la pluma que había mandado añadirle antes de devolver la espada a su maestra. Se le apagó la sonrisa cuando sus dedos notaron algo desconocido y sin embargo... Bueno, ya lo miraría de día. Entretanto... —Gracias, Chia. Ésta es probablemente una de las cosas más agradables que me han pasado en mucho tiempo. Querían interrogarla: sabía que lo deseaban. Pero su rango, así como el respeto que sentían por su capacidad de liderazgo, las mantuvieron en silencio. En cambio, Chia asintió de nuevo y murmuró: —Si me disculpas, mi reina. Tengo que volver a mi puesto. Gabrielle asintió, perdida de nuevo en sus recuerdos. Cyane y ella se quedaron en silencio mientras Chia regresaba corriendo al puesto avanzado de

la montaña. Cuando Gabrielle se volvió para regresar a la aldea, Cyane la acompañó sin decir palabra. Gabrielle agradeció el silencio: estaba muy ocupada barajando las posibilidades de lo que ahora sujetaba en la mano.

—Te lo digo yo, Varia. Era la espada ceremonial de Artemisa. —Cyane, ¿cómo puedes estar segura de eso? Estaba oscuro. Y tampoco es que la hayas visto nunca. Lleva desaparecida más de treinta años. Cyane se quitó la túnica y gimió de alivio mientras se bañaba con el agua caliente que Varia había tenido el detalle de traerle. —Dioses, qué gusto. Qué frío hacía ahí fuera. —Se puso una camisa limpia—. Está bien, Varia. No me creas. Pero te digo que es la espada ceremonial y lo sabrás cuando la veas. Es tal cual la describían las historias. Aunque... —¿Sí? —Me gustaría ver bien lo que lleva grabado en la hoja. Ahí hay más de lo que contaban las historias. Varia puso los ojos en blanco. —No es posible que hayas visto eso en la oscuridad, aunque estuvieras pegada a Gabrielle. La luna no da tanta luz. Cyane dio un manotazo a Varia en el hombro. —No te hagas la lista. Era más bien la expresión que se le puso a Gabrielle. Ahora vamos... necesito beber algo.

Gabrielle llegó a su casa sin problemas. La aldea era una mezcla de cuevas y cabañas de troncos, y Gabrielle se había apoderado de una cueva para su propio uso. Tenía un manantial caliente hacia el fondo que era lo que había acabado por decidirla. Seguía buscando una manera de salir por detrás,

pero por ahora estaba satisfecha con lo que tenía. Tampoco es que corra peligro de morir, aunque la sensación de confinamiento a veces le resultaba un poco agobiante. Pero en general, le gustaba su alojamiento, y esta noche agradecía especialmente la intimidad que le proporcionaba la caverna. Atizó el fuego, para avivarlo, contenta de tener luz y calor. Puso agua a calentar para hacerse té y dejó la vaina al lado de su petate. Luego fue al manantial caliente para lavarse. No se recreó en ello, sino que se bañó a toda prisa, se volvió a vestir y alcanzó el agua para el té justo cuando empezaba a hervir. Dejó que el té se posara y se centró de nuevo en la espada y su guardiana. Advirtió que había marcas nuevas en la hoja. —Eponin, ¿cómo has llegado hasta aquí? —preguntó en voz alta, y de repente deseó que llegara la mañana, con las respuestas que traería. Por la mañana, Gabrielle se encaminó hacia el puesto avanzado de la montaña en el momento en que el sol empezaba a despuntar por el rocoso horizonte. No creía que fuera a encontrarse a Eponin esperándola allí, pero estaba segura de que la extraordinaria vigilancia a la que las sometía Eponin garantizaría su presencia al poco tiempo. Saludó con un gesto a la centinela que estaba fuera del puesto y luego se adentró en la pequeña zona despejada que había más allá. Notó la duda de la centinela, que se debatía entre permanecer en su puesto o acompañar a su reina a un lugar que las amazonas consideraban que estaba fuera de sus fronteras. Sólo hizo falta una señal con la mano y, ceñuda, la centinela se quedó donde estaba. El prado había sido un hallazgo inesperado. Era una minúscula extensión de hierba rodeada de montañas y árboles. Gabrielle tenía la curiosa sensación de que cuando llegara, Eponin la buscaría allí por instinto. Gabrielle se sentó en un tronco y sacó la espada de la vaina. Sus dedos tocaron delicadamente los grabados antiguos y nuevos mientras esperaba a que llegara su amiga. No fue tanto un ruido como una sensación, pero Gabrielle se quedó inmóvil largos segundos y por fin levantó la mirada. Ante ella estaba arrodillada

una mujer mayor, con la cabeza gacha en actitud de respeto. Gabrielle alargó la mano titubeante, sin ánimo de ofender, pero necesitaba saberlo con certeza. Cuando su mano se posó en el hombro de la mujer, ésta alzó la cabeza y Gabrielle contempló a una amiga a la que de verdad no había esperado volver a ver nunca más. Se le pasó un millón de cosas por la mente, pero lo único que salió de su boca fue: —¡Oh, Eponin! La guerrera tomó las manos que le ofrecía su reina, pero no hizo ademán de levantarse hasta que Gabrielle dijo suavemente: —Álzate, amiga mía. Así lo hizo a toda prisa y se vio estrechada en un abrazo tan profundo que dolía. El abrazo se prolongó largos instantes, hasta que, algo cohibida y con lágrimas en los ojos, Eponin se apartó. Gabrielle se secó los ojos sin disimulo y luego tiró de la mano de la mujer mayor hasta que estuvieron sentadas la una al lado de la otra. Estuvieron un rato mirándose y Gabrielle supo que, a menos que las cosas hubieran cambiado radicalmente, tendría que ser ella quien rompiera el silencio. —Estás maravillosa, Eponin. Cómo me alegro de volver a verte, por inesperado que sea. Eponin se rió por lo bajo. —Tú no has cambiado nada, Gabrielle, y seguro que tienes una historia increíble para explicarlo. —Más de lo que te imaginas, amiga mía. Más de lo que te imaginas. Eponin dudó, pues había muchas cosas que quería preguntar, pero estaba bastante segura de que no quería oír las respuestas. Gabrielle aguardó, sin saber por dónde empezar. Por fin, Eponin habló. —¿Dónde está Xena y qué ha sido de las demás, de Ephiny, Solari y Chilapa? Hay muchas caras nuevas entre la gente que te has traído y faltan muchas caras conocidas.

Gabrielle sonrió con tristeza. —Eso es parte de mi larga historia. Te cuento la mía si tú me cuentas la tuya. Eponin asintió. —Es una de las razonas por las que pedí reunirme contigo, una vez me convencí de que erais las amazonas y tú las que estabais aquí. Por eso y porque tenía que devolverte la espada. —Indicó la espada ceremonial que ahora estaba en el suelo entre las dos—. Pertenece a la Nación. —Pues supongo que empiezo yo —dijo Gabrielle, y se lanzó a contar lo que había sucedido durante los treinta años que habían pasado desde la última vez que vio a la maestra de armas. A Eponin se le fueron desorbitando cada vez más los ojos a medida que se desarrollaba la historia de Gabrielle y en más de una ocasión se enjugó las lágrimas. —Es... mm, pues... —¿Asombroso? ¿Increíble? ¿Extraño hasta decir basta? ¿Todo ello? Eponin se echó a reír, como descarga emocional más que nada, aunque sin duda también por el humor sardónico. —Sí —contestó, con otra suave carcajada—. Desde luego, mi historia parece normalita en comparación. —¿Cuál es tu historia, Ep? La última vez que te vi... —La última vez que me viste, todavía éramos unas crías, aunque bien saben los dioses que a mí no me parecía que yo lo fuera. De ti, no me cabía duda. —¡Oye! —exclamó Gabrielle con falsa indignación, pero tenía que reconocer que era cierto. Estaba sorprendida por lo comunicativa que se mostraba Eponin y se preguntó si se debía a las experiencias acumuladas a lo largo de los años desde que dejó a la Nación o si era simplemente por el asombroso encuentro que estaban teniendo. Gabrielle se encogió de hombros mentalmente. En cualquier caso, era agradable poder mantener una

conversación de verdad, sobre todo con una vieja amiga que podía comprender y valorar aunque sólo fuera un poquito lo que le esperaba a Gabrielle. —Me gusta esto —dijo Gabrielle cuando el silencio amenazó con volverse incómodo, señalando el chakram que estaba grabado en la hoja de la espada alrededor de su pluma—. Encaja, de algún modo. Eponin se encogió de hombros. —Me acordaba de cuando acabó todo y estabas arrebujada en los brazos de Xena aquella noche, de la forma perfecta en que encajabais la una con la otra. Tardé mucho en añadirlo, pero cuando quedó claro que jamás lograría volver a casa, me pareció lo correcto. Gabrielle sonrió. —No te sorprenderás mucho si te doy la razón, ¿verdad? —Qué va. Me sorprendería más que no me la dieras, a pesar de todo. Se quedaron calladas un rato y Gabrielle no tuvo reparo en seguir así hasta que Eponin se sintiera cómoda para contarle lo que tuviera que contar. Por fin, la maestra de armas tomó aliento y se puso a hablar. —Ya sabes cómo estaban las cosas después de lo de Velasca — empezó Eponin sin más preámbulos. Gabrielle asintió y esperó en silencio—. Eph y el consejo lo hablaron y decidieron intentar unir a todas las tribus. — Eponin sonrió al ver la cara de Gabrielle y asintió—. Sí, ya entonces las amazonas estaban intentando unificar a las tribus. Bueno, el caso es que sabíamos dónde estaban algunas y luego había otras... otras tribus de las que sólo habíamos oído hablar por las leyendas y las historias transmitidas a lo largo de las generaciones. Se decidió enviar a alguien para ver si era posible encontrar a estas tribus perdidas. Me ofrecí voluntaria. —Se encogió de hombros otra vez y miró a Gabrielle—. Pensé que no sería para tanto, ¿sabes? Es decir, en las historias había pistas que indicaban dónde encontrarlas si se sabía cómo y dónde buscar, y yo lo hice. —Eponin meneó la cabeza—. Qué arrogancia. No tenía ni idea de en qué me estaba metiendo y estaba convencida de que podría arreglármelas sola. Encontré a las dos primeras en África. Y luego cometí el error de subir a un barco. —Eponin miró a su reina de reojo—. ¿Tú sabes lo que es estar en un barco cuando tienes tendencia al

mareo? ¿¿Sabes lo que es estar en un barco durante una tormenta cuando tienes tendencia al mareo?? A Gabrielle le dio tal ataque de risa que se cayó del tronco. —¿Alguna vez has comido pulpo crudo porque la cura para el mareo ha acabado con tu sentido del gusto? —contestó. Eponin hizo una mueca. —¡Oh, uuuh! No sé qué es peor. Gabrielle volvió a subirse al tronco, sin dejar de reír. —Yo tampoco, la verdad, aunque diría que el pulpo, porque de todas formas lo vas a echar inmediatamente. —Oh, gracias por la imagen, mi reina. Justo lo que necesitaba para empezar bien el día. —Es un placer —fue la descarada respuesta, y luego Gabrielle le hizo un gesto para que continuara. —Yo no sabía que me mareaba... nunca había estado en un barco. Imagínate la desagradable sorpresa que me llevé. A unos tres días de la costa, nos topamos con una tormenta inmensa. No sé muy bien qué pasó después. Estaba demasiado ocupada vomitando. Cuando la tormenta por fin cedió, estábamos cerca de esta costa. Me cambiaron por víveres frescos. Esto último lo dijo tan bajo que Gabrielle tuvo que hacer un esfuerzo para oírlo. Y entonces parpadeó mientras intentaba entenderlo. Eponin se apresuró a continuar para ahorrarles a las dos la vergüenza de tener que repetir sus palabras. —Estaba demasiado enferma para impedírselo y la tripulación me entregó a los nativos a cambio de víveres frescos y se volvió a casa. Al jefe le gusté. —Se encogió de hombros con modestia. Gabrielle alargó la mano vacilante y se alegró al ver que la maestra de armas no se apartaba al notar el contacto.

—Eponin, ¿eres desdichada aquí? ¿Te retienen en contra de tu voluntad? Sigues siendo amazona, eso lo sabes, y siempre serás bien acogida entre tus hermanas. La sonrisa de Eponin fue genuina. —No soy desdichada, Gabrielle. Aquí he encontrado un lugar para mí, y por mucho que las amazonas sean parte de mí, esta tierra y la gente que vive aquí también son mi hogar y mi familia. De hecho, he venido para hablarte de eso. Gabrielle ladeó la cabeza. Tenía cierta de idea de por dónde iba el tema, pero no quería dar nada por supuesto. Eponin la miró un momento y luego miró hacia el otro lado del prado. —Nosotros, mi tribu, hemos estado observando a la Nación desde que llegasteis. Cuando los exploradores se dieron cuenta de que os estabais instalando, me consultaron para decidir vuestro destino. Cuando te reconocí, me di cuenta de lo que le debía de haber ocurrido a la Nación y le expliqué al jefe lo que me parecía que estaba sucediendo. Gabrielle asintió. —Los hombres de mi tribu están dispuestos a llegar a un acuerdo con las amazonas parecido al que teníamos con las aldeas de alrededor en Grecia. Acogerían a los niños varones en su aldea mientras que las niñas se quedarían con sus madres amazonas. —¿Qué les parece la idea a las mujeres de la aldea? Eponin se encogió de hombros. —Bueno, su sociedad permite que un hombre tenga más de una esposa. Así que no es algo inusual para ellos. —Espera... ¿estás diciendo que las amazonas tendrán que casarse con estos hombres para procrear con ellos? Eponin... —No, no, Gabrielle. —Se pasó una mano por el pelo canoso—. No me estoy explicando bien. Comprenden lo que necesita la Nación para sobrevivir y están dispuestos a proporcionar el servicio necesario.

—¿A cambio de...? Vamos, Ep... todas sabemos que no hay nada gratis en esta vida... ni en cualquier otra, a decir verdad. Eponin miró a Gabrielle de soslayo. —¿Alguien te ha dicho que te has hecho cínica con la edad, Gabrielle? Gabrielle suspiró apesadumbrada. —He visto demasiado mundo, Eponin, y no es un lugar bonito. Las personas hacen todo lo necesario para sobrevivir y eso no suele sacar a la luz lo mejor que llevan dentro. Eponin se quedó en silencio, asimilando la verdad de lo que decía Gabrielle. —La tribu está dispuesta a proporcionaros hombres para hacer hijos a cambio de todos los hijos varones que nazcan. Es bueno para vosotras y bueno para ellos. Gabrielle asintió. —Está bien. Se lo diré al consejo, aunque no creo que lo rechacen. Había cierta preocupación. Y mientras, ¿a lo mejor puedo reunirme con el jefe? Tal vez quieran establecer algún tipo de comercio. Eponin sonrió. —Creo que eso puedo arreglarlo. La tribu está muy deseosa de conocer a las amazonas, pero sobre todo a ti, desde que habéis llegado. —Pues vamos —dijo Gabrielle, levantándose, y le ofreció una mano a la mujer de más edad para ayudarla a levantarse. Cogió la espada ceremonial y se la colocó a la espalda—. Quiero presentarte a las hermanas. Luego podemos reunirnos con tu tribu y ver qué podemos acordar entre todos. Creo que esto va a ser beneficioso para todas las partes implicadas. Eponin abrazó a Gabrielle, cosa que la sorprendió, pero le devolvió el abrazo con la misma emoción. —A pesar de todo, Gabrielle, soy egoísta y me alegro de que estés aquí.

—Yo

también,

Eponin.

Yo

también.

Capítulo X

La luna brillaba tanto que bastaba para ver incluso sin los sentidos aumentados que se le habían desarrollado a Xena desde que estaba separada de Gabrielle. Se alegraba de que sólo se le activaran cuando estaba de caza o percibía algún peligro. Estaba segura de que los olores y sonidos que la asaltaban acabarían volviéndola loca si se viera obligada a soportarlos continuamente. Sus guardianes no hacían el menor ruido, y como estaban situados contra al viento con respecto a su presa, el trío pudo avanzar hasta casi meterse dentro de la manada. Los búfalos estaban agrupados y mugían suavemente mientras se acomodaban para pernoctar. Xena notó un ligero barullo al otro lado de la manada y centró allí su atención. La pantera avanzó sigilosamente mientras el zorro se mantenía al lado de Xena. Todavía a cierta distancia de los ruidos, el felino negro se detuvo y se volvió para mirar al zorro. Sin hacer ruido, el zorro avanzó y Xena lo siguió sin pensárselo. Los dos animales se detuvieron de nuevo y Xena aflojó la marcha para contemplar lo que tenía delante. Justo delante de ella, aunque todavía a cierta distancia, había un búfalo blanco. Aparte de que era un bello animal cuya piel le causaba admiración, era evidente que el animal estaba proscrito y los búfalos más grandes que lo rodeaban no paraban de embestirlo para ahuyentarlo. Xena alzó el arco mientras el búfalo blanco se veía empujado hacia ella por la manada y por la pantera, que se había situado detrás de él. Casi sin esfuerzo, Xena disparó una flecha certera que se hundió en el ojo del búfalo. Se tambaleó un momento y luego se desplomó, causando un revuelo entre la manada hasta que la pantera soltó un rugido. Entonces se apartaron corriendo del animal caído para ponerse relativamente a salvo. Xena fue hasta el búfalo agonizante, le incrustó dos dedos en el cuello y acabó con su tormento. Luego lo despellejó limpiamente y lo desangró,

asegurándose de beber todo lo que necesitaba antes de que el animal se quedara sin sangre. La pantera y el zorro se sentaron a cada lado, aguardando con paciencia a que terminara para comer a su vez. Xena no podía evitar sentirse asombrada por el extraño comportamiento de la pareja, y cortó con cuidado un pedazo de la carne para que lo compartieran y lo dejó aparte del resto del animal. Siguió observando mientras la pantera comprobaba con atención el trozo que le había dejado; luego el felino empujó suavemente el alimento hacia su pareja. El zorro arrancó un bocado con delicadeza y empezó a masticarlo antes de que la pantera diera un bocado, sin dejar de vigilar a la guerrera. Xena sacudió la cabeza para despejársela. Este comportamiento era absolutamente antinatural para estos animales, y no pudo evitar preguntarse si llevaba demasiado tiempo sin alimentarse y por eso tenía alucinaciones que le hacían ver esta extraña conducta en los dos depredadores naturales. Parpadeó de nuevo, pero la imagen no desapareció: el felino y el zorro seguían comiendo el trozo de carne que les había dado y la pantera se aseguró de que el zorro había comido lo suficiente antes de recoger el resto con sus poderosas mandíbulas. Xena volvió a concentrarse en el búfalo, le sacó las entrañas y se dio cuenta de que tenía un problema. No le iba a ser posible cargar con el resto del animal hasta el campamento y el desperdicio era inaceptable. Se puso a pensar en una solución y por fin decidió que estaba totalmente loca por lo que se le había ocurrido. Se volvió hacia la pantera, que la miró a su vez con ojos especialmente inteligentes. —¿No querríais vigilarme todo esto hasta que vuelva? —preguntó retóricamente al tiempo que cogía una gran cantidad con las manos—. Bueno, supongo que esta noche me hacía falta una buena dosis de ejercicio — murmuró para sí misma, echando a correr de vuelta al campamento. Era muy tarde y el campamento ya estaba recogido para pasar la noche cuando llegó. Hotassa y algunas de las demás mujeres salieron apresuradamente de sus hogares al oír los pasos apresurados que retumbaban por todo el campamento. Miraron a Xena sorprendidas cuando apareció cubierta de sangre y con las manos llenas de carne de búfalo.

Hotassa aceptó la carga que transportaba Xena y se puso a dar instrucciones a las mujeres congregadas alrededor mirando. Al poco, el campamento estalló en actividad y varias de las mujeres acompañaron a Xena de vuelta a la pradera para ver si quedaba algo de lo que había dejado atrás. Es difícil saber quién se quedó más atónita cuando el pequeño grupo llegó donde estaba el búfalo. La pantera y el zorro daban vueltas en torno al animal en direcciones opuestas, decididos a mantener a raya cualquier tipo de amenaza. Cuando Hotassa se acercó, el felino bufó y se preparó para saltar. Xena contuvo a la mujer tocándola en el brazo y la mujer mayor se detuvo. Xena siguió adelante y la pantera vaciló, observó a la guerrera largos instantes y luego se colocó de nuevo al lado del zorro. Las mujeres estaban asombradas y se pusieron a comentar el inusitado comportamiento del que hacían gala los dos animales. Xena avanzó y se puso a recoger el resto de la carne para que las mujeres lo llevaran de vuelta al campamento, y luego ella misma cogió la pesada piel. Fue entonces cuando Hotassa se fijó de verdad en la piel. —Évó'kómo hotoa'e. ¡Ma'heono hova! Zee-nah epeva'e notaxe —afirmó categóricamente, en su propio idioma, agachando la cabeza con respeto. Xena frunció el ceño confusa y se maldijo una vez más por no tener aún un dominio completo de este idioma. Advirtió que todas las mujeres habían bajado los ojos ante ella, y cuando se detuvo y agarró a Hotassa por el codo, todo el mundo se detuvo y esperó. Xena respiró hondo y les hizo un gesto para que continuaran. Una de las mujeres más jóvenes y valientes la miró y ella hizo claros gestos con las manos y les ordenó: —¡Vamos! Las mujeres salieron corriendo para ocuparse de la carne de búfalo que les había proporcionado. Hotassa seguía con la mirada en el suelo, intentando encontrar palabras que las dos comprendieran, porque notaba la irritación que despedía la alta figura que tenía delante. Xena se frotó la cara y Hotassa se compadeció por la frustración que sabía que sentía Xena. Habían hecho grandes avances en su comunicación,

pero todavía había veces, como ahora, en que se les olvidaba y volvían a lo de antes. Tenían que hacer un esfuerzo para hablar el mismo idioma. Hotassa cogió la mano de Xena y la llevó de nuevo a la piel que volvía a estar en el suelo. La acarició con delicadeza. —Blanco. Xena asintió. —Sí, eso es. No es frecuente, pero el resto de la manada lo estaba maltratando. —Dejó de hablar al ver la confusión en los ojos de Hotassa. Xena no estaba acostumbrada a tener que justificarse por cazar y se le notaba en el tono de voz. —Zee-nah, gran cazadora. Sagrado. —Indicó la piel. Xena no lo veía así en absoluto. Simplemente se había apiadado de un animal para el que no había esperanza. —Escucha, lo siento. No quería matar a un animal sagrado. Es que me pareció lo correcto. —No añadió que tanto la manada como la pantera lo habían apartado como para entregárselo. Hotassa hizo un gesto negativo con la cabeza. Estaba segura de que Xena no comprendía el honor del que había sido objeto. En cambio, indicó a los dos animales que se habían colocado como centinelas a sus lados. —Zee-nah fuerte seo'ôtse. Xena se frotó la cara de nuevo. —Me parece que no lo entiendo, Hotassa, pero tampoco creo que me apetezca. Hotassa se limitó a asentir. No había forma de transmitir lo que Xena necesitaba saber sin la ayuda de su compañero, el chamán, y eso tendría que esperar a que los hombres volvieran de la guerra. Entretanto, daba la impresión de que Xena había adquirido dos formidables mascotas, pues los animales caminaban en silencio a su lado mientras las mujeres regresaban al campamento.

Xena parpadeó sorprendida al ver la increíble actividad nocturna que aún se estaba desarrollando por el campamento. Las mujeres corrían de un lado a otro encendiendo fuegos para curar la carne; otro grupito se ocupaba de los huesos, preparándolos para convertirlos en herramientas y armas necesarias para la comunidad. Un tercero estaba haciendo una gran hoguera en el hoyo que había delante de la tienda de Hotassa y preparándose para calentar un caldero lleno de agua. Xena comprendió a Hotassa sin necesidad de palabras cuando ésta puso una pastilla de jabón y un paño fino en la mano de la guerrera y le hizo un gesto señalando el arroyo. Xena no tuvo problemas para obedecer la orden tácita, pues el olor a sangre que llevaba encima le estaba causando una tensión que prefería evitar cuando estaba rodeada de tanta gente. Dedicó unos momentos a quitarse la sangre seca de las manos y los brazos, así como de la ropa. Luego dejó vagar la mente mientras se relajaba y se aclaraba. Inevitablemente, se centró en Gabrielle y en todas las veces que habían compartido un lago o un río, y el dolor de la soledad, ya conocido, volvió a inundar su alma. —Oh, Gabrielle —susurró como una oración al viento. Xena tardó un poco en serenarse antes de salir del agua y vestirse. Luego regresó al campamento, que ya estaba casi en silencio. Durante su breve ausencia, las mujeres habían terminado los preparativos para ocuparse de las distintas partes del búfalo que Xena había matado y habían regresado a sus hogares para descansar un poco antes de que se les volviera a hacer de día. Xena fue a su vivienda, advirtiendo con interés que la pantera y el zorro estaban ahora acurrucados juntos delante del faldón de entrada. Meneó la cabeza, desconcertada y maravillada, y cruzó el umbral. —Me pregunto qué habría pensado Gabrielle de vosotros dos — murmuró para sí misma y luego se acomodó con la piel ya limpia y se puso a trabajar para curtirla. Pasaron varios días hasta que regresaron los hombres. Faltaban algunos, pero afortunadamente la mayoría volvió a casa, aunque casi todos

estaban heridos. Entre los más malheridos estaba el chamán y, sin decir palabra, Xena se dispuso a ayudarlo. Su hijo Kya se interpuso entre ellos, dispuesto a impedir que una mujer y sobre todo esta mujer se acercara a su padre. Después de que ella lo rechazara en público, Kya había hecho todo lo posible por ponerla en su sitio. Por desgracia para él, no era ni por asomo tan capaz como se creía, y Xena no paraba de frustrar sus intentos de controlarla. Ahora ella alzó una mano para quitarlo físicamente de en medio y la intensidad de sus ojos dejó claro a todos los presentes que él no era quién para detenerla. —¡Kya, hova'âhane! Las palabras resonaron con tono tranquilo, pero la intención quedó clara incluso para los oídos desacostumbrados de Xena. Ésta miró al joven enarcando una ceja, esperando a que obedeciera la orden de su padre. Él la miró aviesamente, pero se apartó. Una vez más, se preguntó de pasada por qué su ritual había traído a Xena hasta ellos, y sacudió la cabeza al tiempo que se echaba a un lado. Xena esperó a que el chamán la llamara y entonces se arrodilló y se puso a examinar sus heridas. Él se quedó tumbado en silencio y la dejó trabajar, aunque ella veía las preguntas que había en sus ojos. No tenía tiempo para ocuparse de ellas en ese momento, puesto que estaba concentrada en limpiar y vendar sus heridas. Le dio una palmadita en el brazo y se levantó para pasar al siguiente guerrero necesitado de cuidados. Cuando él puso una mano encima de la suya, se detuvo y lo miró con ojos interrogantes. Él indicó a los dos animales que ahora estaban sentados junto a la guerrera. Habían estado sentados pacientemente a un lado de su puerta y se interpusieron entre su hijo y ella en cuanto el joven intentó avanzar hacia Xena. —Nanose'hame, ma'êhoohe. ¿Tosa'e? ¿Tone? Ella comprendió lo que preguntaba e indicó con un gesto la inmensa llanura que había más allá del campamento. Entonces Hotassa se arrodilló junto a él y le enjugó la frente.

—A'e —le aseguró, y él asintió y soltó a Xena para que continuara con su labor. El chamán cerró los ojos y dejó que su cuerpo se relajara y se sumiera en un sueño reparador. Uno por uno, Xena fue aplicando sus habilidades curativas a los guerreros, y poco a poco ellos le permitieron que se ocupara de ellos. Muchas de las heridas no eran demasiado serias, cosa que todo el mundo agradecía, y justo antes del mediodía terminó de tratar a los que lo necesitaban. Entonces se retiró a su tienda y salió por detrás, deseosa de alejarse y encontrar algo de paz. Mientras, las mujeres habían empezado a contarles a sus compañeros lo que había sucedido en la llanura tres noches antes. Los hombres escucharon la historia asombrados y sin dar crédito y muchos expresaron su escepticismo ante la posibilidad. Hotassa los hizo callar a todos al enseñarles la piel blanca que se estaba curtiendo delante de la casa de Xena. Les prometió contarles la historia completa cuando su marido se despertara y ellos aceptaron la decisión refunfuñando apenas. Xena salió de su vivienda con sigilo y se alejó camino abajo antes de que la conversación se hiciera demasiado embarazosa. Todavía no comprendía todas las palabras, pero entendía lo suficiente y captaba las inflexiones tonales con facilidad suficiente para saber con exactitud de quién y de qué trataba la conversación. No tardó mucho en decidir que tenía que dar un largo paseo. Acabó alejándose del campamento y adentrándose en las pequeñas colinas de matorrales cerca de las cuales se habían instalado mientras los hombres estaban fuera. Suspiró. Este lugar era tan extraño, tan distinto de su hogar, que añoraba dolorosamente el consuelo de los árboles y las colinas y la familiaridad de una brisa fresca en la cara. Xena quería irse a casa. Sin querer, fue acelerando el paso, y cuando se quiso dar cuenta, estaba corriendo a toda velocidad. No sabía si corría hacia algo o huía de algo, de modo que dejó de pensar y dejó de sentir y se limitó a correr. Una punzada en el costado la obligó por fin a aminorar el paso, y advirtió algo sorprendida que el sol ya estaba medio hundido en el horizonte. Sacudió la cabeza disgustada.

—Muy lista, Xena. Va a ser tardísimo cuando vuelvas al campamento. Gabrielle se pondría furiosa si estuviera aquí. Al pensar en eso, se le aflojaron las rodillas y un destello de un recuerdo hasta ahora enterrado estalló en su mente. La expresión de angustia y traición del rostro de Gabrielle era desoladora, y Xena se dejó caer al suelo mientras los últimos acontecimientos de su vida desfilaban ante su imaginación. —Oh, Gabrielle... lo siento tanto, tanto... —Y Xena se quedó sentada, inmersa en sus pensamientos atormentados, mientras revivía una decisión que ya no podía comprender, hasta que la luna estuvo en lo alto del cielo. Fue en realidad la sensación de calor agazapada en su regazo lo que sacó a Xena de la bruma en la que estaba sumida. Bajó la mirada y no se sorprendió mucho al ver al zorro acurrucado como una bolita encima de sus piernas. Lo más sorprendente era que la pantera estaba sentada inmóvil al lado, pero sin tocar a su compañero. Xena les sonrió con tristeza, con las pestañas aún llenas de lágrimas que no habían caído. Se quedó ahí sentada, acariciando ligeramente el pelo del zorro, mientras la pantera montaba guardia por los dos, aunque Xena notó algo divertida que la pantera estaba tan pendiente de lo que hacía ella como del entorno que los rodeaba. Xena se quitó al zorro del regazo y lo depositó con cuidado al lado del felino que la miraba con ojos atentos. —Vosotros dos —dijo al tiempo que se levantaba y se sacudía el polvo—, tenéis que estar bastante cerca de vuestro hogar. Tal vez sería mejor que volvierais allí. Pero gracias por hacerme compañía. Parecía que quería decir algo más, pero por mucho que lo intentara, Xena se sentía tan capaz de expresar lo que sentía en el corazón como de volar hasta la luna. Estaba segura de que en gran medida se debía a su agotamiento, tanto físico como emocional. Sentía que su mundo se había salido por completo de su eje y estaba totalmente descontrolado, y no sabía qué hacer para conseguir que las cosas volvieran a su curso. La sensación era aún peor al tener a estos dos animales cerca, compartiendo un vínculo que era tan fuerte y familiar como el que ella había compartido con Gabrielle y recordándole constantemente lo que había perdido.

Era un dolor dulce, pero también atroz, y no tenía el menor deseo de convertirse en mártir de él... sobre todo ahora que conocía la verdad. Bueno, parte de la verdad, y Xena sabía sin la menor duda que la horrenda muerte que ahora recordaba con asombrosa claridad era por completo culpa suya. Ahora era fundamental para ella descubrir en qué clase de más allá había caído, porque había llegado el momento de ver a qué dios podía manipular para que la enviara a casa... y de vuelta a los brazos de Gabrielle. Xena había echado a andar mientras daba vueltas a estas ideas y se detuvo sobresaltada, al darse cuenta de que el zorro y la pantera caminaban tranquilamente a su lado. —¿Es que no tenéis un sitio donde ir? La miraron con compasión, y la inteligencia que vio en sus ojos estuvo a punto desquiciarle los nervios. Sin palabras, comprendió que se consideraban sus guardianes y dejó caer los hombros derrotada. —Está bien, vamos. Tenemos un largo viaje hasta el campamento. Emprendieron el regreso caminando juntos mientras la mente de Xena se dedicaba a reflexionar muy en serio sobre la manera de encontrar un medio para volver a la vida. Ya estaba amaneciendo cuando Xena y sus dos acompañantes regresaron al campamento, y advirtió una extraña sensación de reverencia en las miradas que ahora le dirigían los diversos individuos con los que se cruzaba de camino a su vivienda. Cogió su toalla y fue a lavarse al arroyo, luego se metió en su tipi sin llamar la atención y se tumbó para descansar un poco. Tenía muchas cosas en las que pensar. Lo primero que pensó Xena nada más despertarse fue en Gabrielle, pero eso había sido así desde aquella primera noche que pasó fuera de Anfípolis, si era lo bastante sincera como para confesárselo a sí misma, y en este lugar era fácil ser así de sincera consigo misma. Se quedó sentada largo rato sin que nadie la molestara mientras su mente empezaba a desentrañar el rompecabezas que se le presentaba. Había algo que no tenía sentido. Un ligero golpe en la entrada hizo que sus ojos azules se abrieran despacio y exclamó:

—Adelante. Hotassa metió la cabeza por el faldón y en su cara se notó el alivio cuando vio que Xena estaba despierta y alerta. Le ofreció el cuenco humeante que llevaba en las manos. —¿Mesêhestôtse? —preguntó. Pero tenía una expresión que a Xena le recordaba a Cyrene. Estaba bastante segura de que si lo rechazaba, Hotassa insistiría hasta el punto de dar de comer a la guerrera a mano para asegurarse de que Xena se alimentaba. En cambio, Xena aceptó la comida haciendo un gesto de agradecimiento con la cabeza y sonriendo ligeramente. —Nea'eše —dijo Xena y se puso a comer con placer. No se había dado cuenta del hambre que tenía hasta que el primer bocado cruzó sus labios. Entonces se puso a devorar el estofado a toda velocidad. —Enovahe —dijo Hotassa riendo—. Despacio. Xena masticó un poco más despacio y se tragó lo que tenía en la boca antes de limpiársela con la mano. —Perdón —murmuró—. Hambre. Xena por fin cayó en la cuenta de qué era lo que le había estado llamando la atención de este más allá: este lugar estaba mucho más próximo a lo que la vida había sido para ella que cualquier otro más allá que hubiera experimentado. El Tártaro había sido la tortura en la cruz; en el Infierno había sido un demonio lanzado a la destrucción; en el Cielo había sido un arcángel, aunque no recordaba haber tenido necesidades o deseos como los que parecían aquejar a Miguel y a Lucifer. Seguramente porque no estuve allí el tiempo suficiente, pensó con una sonrisa sarcástica, recordando claramente que esa pequeña aventura marcó el comienzo de un año infernal para Gabrielle y para ella que estuvo a punto de hacerlas trizas. El Valhala era un poco distinto, pero eso se debía más bien a que había sido una valquiria, porque en ese más allá no había estado muerta en realidad. Dado que sólo ayudó durante muy poco tiempo a llevar a los guerreros elegidos de Odín a su lugar de eterno descanso, en realidad no sabía gran cosa sobre ese más allá. Sobre todo porque su auténtica meta había sido hacerse con el oro del Rin fuera como fuese.

Con eso quedaba el Elíseo, pero su experiencia con ese más allá se limitaba a breves vistazos. Así y todo, no se parecía en nada a lo que había en este sitio. Este lugar le recordaba muchísimo a Grecia y a Gabrielle. Le recordaba a su casa. Aquí no había paz ni tranquilidad. La gente luchaba y vivía y... ¿Moría? Xena no lo sabía con seguridad, pues en realidad no había sido testigo de ninguna muerte humana en este sitio. Desde luego, resultaban heridos. Había hambre y enfermedad. Xena sacudió la cabeza. No, esto no se parecía a ningún más allá que hubiera experimentado nunca o que pudiera imaginarse siquiera. Se concentró en sí misma y pensó en el ardor que ahora siempre sentía y que se hacía más fuerte cuanto más tiempo pasaba sin derramar sangre de algún modo. Siempre había saciado su sed de sangre luchando y matando o en las ocasiones en que hacía el amor agresivamente con Gabrielle. Sonrió... se quedó sorprendida y curiosamente satisfecha por la agresividad de Gabrielle la primera vez que la bardo le hizo sangre. No se lo esperaba en absoluto, y nunca habría imaginado que un acto así le pudiera resultar tan placentero. A pesar de toda su experiencia, esto era algo totalmente nuevo para Xena, y en las raras ocasiones en que ocurría, añadía una dimensión increíble a los sentimientos que compartían. Xena sacudió la cabeza de nuevo. Estas ideas le estaban poniendo el cuerpo en un estado en el que no quería entrar en estos momentos y le embarullaban la mente. Lo cierto era que, si esto era un más allá, el ardor debería haber desaparecido, ¿no? Al menos, debería si estaba siendo recompensada. Y su capacidad para saciarlo debería haber desaparecido si estaba siendo castigada. No tenía sentido. La única conclusión lógica a la que podía llegar era que esto no era un más allá. Pero si eso era así... ¿dónde estaba? Los problemas lingüísticos que tenía con los nativos la inquietaban muchísimo. Nunca hasta ahora le había resultado difícil aprender un nuevo idioma y ahora, cuando era la clave para resolver el complicado rompecabezas que parecía estar viviendo, tenía dificultades incluso con lo más básico. Tal vez esto sí que es un más allá y mi castigo consiste en volverme loca poco a poco...

Xena se enredó las manos en el pelo. Iba a tener que aprender este idioma imposible... no le quedaba más remedio. Aunque la gente era algo reacia a compartir sus palabras con ella, no podía seguir señalando cosas o usando el pinzamiento para hacerse entender. Pero había tenido suerte. Sus dos mascotas la hacían merecedora de cierto respeto que le era necesario y de una libertad de acción que agradecía muchísimo. En cuanto aplicó el pinzamiento al joven chamán Kya, otros posibles pretendientes se acercaron a ella con mucha más cautela. Una joven y dos guerreros, uno más joven y el otro más viejo, habían intentado iniciar una relación con ella sin el menor éxito. Nadie podía superar la barrera de los dos animales, y cuando Xena dejó claro que obedecían sus deseos expresos, todo el mundo la dejó tranquila en su soledad. Las mujeres en conjunto seguían acogiéndola de buen grado en cualquier actividad que estuvieran llevando a cabo, pero en general, Xena iba a lo suyo, conformándose con cazar para sí misma y ejercitarse como guerrera fuera de los límites del campamento. Los guerreros todavía no sabían qué pensar de la mujer que había aparecido entre ellos y que tenía habilidades de guerrero, sanador y chamán. De modo que ahora decidió intentar ver si podía avanzar en su capacidad para comunicarse con las personas que, por ahora, en este lugar, eran su familia y sus amigos. Cuanto antes pudiera hablar con ellos, antes podría obtener respuestas, al menos a algunas de las preguntas que atribulaban su corazón y su mente. Ahí fuera, en alguna parte, estaba la solución que necesitaba encontrar para volver a casa. Cuando salió de su tienda a la mañana siguiente, en su rostro había una firme determinación que nadie podía rechazar. Por ello tardó unos minutos en darse cuenta de que la percepción que tenía el campamento de ella había cambiado radicalmente y, literalmente, de un día para otro. Ahora todo el mundo bajaba los ojos en lugar de encontrarse con los suyos y sólo Hotassa hablaba directamente con ella. La mujer mayor le llevó a Xena algo de comida para que desayunara y luego se dio la vuelta para darle a la guerrera la privacidad que exigía su repentino cambio de posición dentro de la tribu. Xena alargó una mano para detenerla, con la esperanza de que Hotassa contestara algunas preguntas.

—Hotassa, ¿qué ocurre? ¿Qué ha cambiado? —Xena indicó el campamento que la rodeaba. Las mujeres la miraban de otra manera y los hombres la miraban ahora a los ojos, cosa que antes no estaban dispuestos a hacer. —Zee-nah, notaxe... guerrero. Ma'aataemeo'o evesetano notaxe ševe. Aprender camino. —¿Aprender...? —La confusión inundó el rostro de Xena—. ¿Por qué? Una pregunta sencilla, directa y al grano. Hasta Hotassa comprendería el significado aunque las palabras siguieran siendo difíciles para las dos. —Nanose'hame, ma'êhoohe ehvestâhem Zee-nah. Mets fuerte ma'heono. —Se detuvo e intentó expresarlo de forma que Xena lo comprendiera fácilmente—. Animales... guías fuertes. Espíritus poderosos. Hotassa parecía tan frustrada como se sentía Xena, pero la guerrera asintió con la cabeza. Estaba bastante segura de que entendía perfectamente lo que insinuaba Hotassa, y dirigió una mirada al zorro y la pantera que estaban echados tranquilamente cada uno a un lado de ella. Inexplicablemente, sintió que el amor de Gabrielle la rodeaba, y por primera vez desde hacía más de una luna, sintió... Era como si la bardo la hubiera tocado desde la tumba y le hubiera dado a Xena los instrumentos que necesitaba para sobrevivir. La sensación fue muy breve, pero fue tan real como cualquier cosa que hubiera sentido en su vida, y Xena se consoló al saber que, aunque estuviera muerta, Gabrielle estaba pendiente de ella. Y decidió una vez más hacer lo que fuera necesario para encontrar a su bardo y conseguir que las cosas les fueran bien a las dos. Hotassa esperó en silencio, pues se había dado cuenta de que Xena se había sumido en la introspección. No estaba preparada para la intensidad de la mirada que se posó sobre ella cuando Xena se volvió. —Heehe'e... êstse. Vosotros tenéis mucho que enseñar y yo tengo mucho que aprender. Luego tengo que encontrar a una bardo. Se levantó y cogió a Hotassa del brazo, indicándole que estaba lista para reunirse con el chamán de la tribu y empezar su formación. Sin hacer

ruido, los dos animales se estiraron, se levantaron y echaron a andar en silencio a su lado. Todo el campamento se quedó mirando cuando el chamán herido le hizo un gesto y, por primera vez, la mujer guerrera fue bien recibida junto a su hoguera y en el seno de su tribu. Los días se convirtieron en semanas y las semanas se transformaron en meses. La tribu se instaló para pasar el invierno y eso puso nerviosa a Xena, aunque ahora tenía tiempo de sobra para aprender el idioma y las costumbres de lo que se había convertido en su familia extendida. Había pasado las pruebas de un guerrero con facilidad y había demostrado su pericia como cazadora y como sanadora. Ahora era bien recibida en las partidas de guerra y de caza, aunque aún no le permitían estar al mando de ninguna de las dos cosas. Los animales nunca se alejaban mucho de ella y, al principio, anulaban cualquier amenaza que les parecía que podía invadir su espacio. Sólo después de que Xena demostrara su valía ante ellos y la tribu, le permitieron librar sus propias batallas, aunque hubo varias ocasiones en que le protegieron la espalda... igual que hacía Gabrielle. Xena estaba asombrada por lo bien que había elegido la bardo a sus guías espirituales. Por separado, le recordaban a ellas dos: en sus características y su personalidad se reflejaban muchas cosas de ellas. Juntos, a Xena le recordaban a Gabrielle, y aunque seguía sin sentir ni notar la presencia de la bardo, obtenía cierta paz con sus recuerdos. El idioma seguía frustrando a la guerrera, y se preguntaba si sus dificultades se debían a la necesidad desesperada que tenía de comprender y comunicarse con las personas que podían conocer las respuestas a sus preguntas. En muchas ocasiones la irritación la obligaba a salir de caza y, tras alimentarse satisfactoriamente, regresaba saciada y tranquila y podía concentrarse de nuevo en la tarea. En muchos sentidos, estaba marcando un compás de espera, pero el tiempo, por muy despacio que parezca transcurrir, avanza sin pausa, y Xena se llevó cierta sorpresa al darse cuenta de que había llegado la primavera. Por fin, cuando los días empezaban a ser cada vez más cálidos, Xena tomó la decisión de dejar a la tribu y aventurarse sola por las inmensas llanuras. En algún lugar estaban las respuestas que buscaba y estaba dispuesta a encontrarlas. Ya estaba lo bastante cómoda con el idioma para

poder valerse por sí misma, y pensó que podría aprender más en sus viajes. A fin de cuentas, así había aprendido muchos de los idiomas que ahora conocía. Y su corazón la instaba cada vez más a emprender su búsqueda de Gabrielle. Antes de tomar la decisión de marcharse, llegó un jinete al campamento anunciando que otra tribu había declarado la guerra: la tribu que había estado a punto de exterminarlos el verano anterior. El chamán se quedó mirando a Xena y sólo con la mirada la puso al mando de la partida de guerra que intentaría vengarse de los daños sufridos. Xena suspiró: no quería esto... ahora no. Tenía un bien supremo más importante del que ocuparse. Necesitaba encontrar a Gabrielle y reunirse con ella. Pero al tiempo que abría la boca para negarse, aceptó asintiendo con la cabeza. Incluso en este más allá desquiciado y extraño en el que había acabado, sabía que tarde o temprano tendría que ocuparse de este problema. Y en este caso, más le valía que fuera temprano, porque eso quería decir que luego tendría más tiempo para emprender su propia misión personal. Aparecieron varios clanes de su tribu, aunque al principio algunos rechazaron la idea de seguir a una mujer guerrera. Pero en la tribu de Xena vivía el chamán de la nación y cuando habló, los guerreros acataron sus deseos de mala gana. No hubo manera de expresar lo felices que se sintieron con su decisión, porque los llevó a una victoria total sobre sus enemigos. Y aunque algunos murieron y muchos más resultaron heridos, se redimieron ante sus propios ojos y ante los ojos del enemigo. Xena pasó un par de días atendiendo a los heridos y a los pocos que se habían puesto enfermos antes de prepararse para marcharse. Hotassa se fijó en el morral que contenía sus cosas y asintió comprensiva. Sabía que Xena buscaba algo que el campamento no podía darle. El chamán acudió a la tienda de Xena: un honor casi inaudito. Normalmente llamaba a aquellos con los que deseaba hablar para que acudieran a su propia hoguera. Xena salió de su tipi al oír que llamaba y se sentaron para hablar. El chamán la bendijo y la regañó. Le habló de peligros visibles e invisibles y le aconsejó que tuviera cuidado. Le recordó que ellos eran su

familia y que sería bien recibida de nuevo cuando pensara que su viaje había terminado, o incluso si sólo era para hacerles una visita. Por fin le dio las gracias por las cosas que les había enseñado y por su afán de aprender también sus costumbres. Luego le tocó los hombros y la besó en la frente como a la hija que nunca había tenido y le deseó buen viaje. Hotassa vino y le ofreció comida para el viaje, al igual que muchas de las mujeres de la tribu. Una o dos de las más osadas le aseguraron que seguirían entrenando con la vara y le recordaron que estarían esperando sus lecciones cuando regresara con ellos. Mientras recogía sus bolsas para marcharse, todos y cada uno de los guerreros encontraron un momento para despedirse de ella y, con emociones encontradas, Xena por fin se puso en camino. Pero con sus acompañantes a su lado, Xena descubrió que se sentía menos sola de lo que se esperaba, y cuando el campamento desapareció de su vista, se entregó a la búsqueda de Gabrielle con energía y determinación ilimitadas. Nada iba a impedirle encontrar a su bardo y hallar una forma para que pudieran volver a estar juntas. Costara lo que costase, fuera cual fuese el sacrificio que hubiera que hacer, ya era hora de que ellas fueran el bien supremo.

Capítulo XI

Gabrielle regresó a su entorno cuando el joven que hacía de contador llegó con una limonada y la dejó en la mesita que tenía al lado. Le dio las gracias con una sonrisa distraída y lo despidió, concentrándose de nuevo en sus diarios y en los recuerdos encerrados en ellos. Cuántos años, pensó, y cuántos amigos que han llegado y se han ido. No somos las únicas inmortales que hay en el mundo. ¿Lo sabes, Xena? ¿Has descubierto ya tu propia inmortalidad? No llevas mucho tiempo en esta época y me preocupo por ti... me preocupo por nosotras. ¿Te acuerdas de mí, Xena? ¿Te acuerdas de nosotras? ¿Seguirás queriéndome cuando te vuelva a encontrar? Porque te voy a encontrar y entonces buscaremos una manera de

volver a casa juntas. Estoy cansada y tengo ganas de volver a casa... a ti y a la Grecia que compartimos hace ya tantos años. Gabrielle suspiró y alejó esos pensamientos de su mente. En estos días era más frecuente que se sumiera en meditaciones lúgubres, pero supongo que cuando llevas separada casi mil ochocientos años de tu media naranja, te puedes sentir poco razonable de vez en cuando. No pudo evitar reírse por lo bajo. Poco razonable. Había habido ocasiones en que la soledad le había resultado abrumadora y la magnitud misma de lo que soportaba su alma había estado a punto de llevarla a la locura. Era en esos momentos, en las épocas más oscuras de su vida, cuando más penosa se le hacía la separación. Era entonces cuando las dudas la asaltaban y casi le imposibilitaban pensar racionalmente, y sus sentimientos... Dioses, de no haber sido por Afrodita y su amistad constante, seguro que me habría vuelto loca... varias veces. Era agradable saber que no estaba totalmente sola y recordar más tarde que no era la única que había como yo... Gabrielle sacudió la cabeza para aclararse los pensamientos con más fuerza. Volvió a abrir el diario y sus ojos buscaron hasta que se posaron en la primera vez que fue al Olimpo para tomarse un descanso. Querida Xena, (decía) Las amazonas son víctimas de una plaga que supera mis conocimientos y mi experiencia. También supera los mejores esfuerzos de nuestras sanadoras y de las tribus vecinas. No se parece a ninguna enfermedad que hayamos visto en las casi trescientas estaciones que han transcurrido desde que llegamos a esta tierra, y Buitu, el jefe de las tribus, dice que tampoco se parece a nada que ellos mismos hayan conocido a lo largo de la historia. El buen hombre casi lo dijo como una pregunta cuando estuvimos hablando, pues los dos sabemos que yo lo recordaría si ya hubiera sucedido algo como esto. Tengo que decir que tanto mis amazonas como la Gente han aceptado muy bien el hecho de que sea inmortal. Tal vez porque dejo que vivan su vida y no interfiero ni participo a menos que me inviten a hacerlo. Ahora que ha llegado esta plaga, no sólo se me ha pedido que ayude, sino que representantes de ambas partes me están suplicando que encuentre

una solución. Por desgracia, creo que la solución está fuera de lo que puedo hacer aquí. Voy a tener que hallar una forma de regresar al mundo exterior y visitar algunas de las grandes bibliotecas, si es que todavía existen. ¿Quién sabe lo que habrá ocurrido en los trescientos años que llevamos en esta nueva tierra? Ni siquiera Afrodita ha sido capaz de encontrarnos... o se ha olvidado de mí.

Gabrielle suspiró y sopló sobre la tinta para secarla antes de cerrar su diario y guardarlo. Por la mañana, un grupo muy pequeño y selecto de guerreras y ella se dirigirían a los barcos y zarparían hacia lo que esperaba que fuera Grecia. Había pasado muchas noches desde su llegada a esta tierra salvaje estudiando las estrellas y creía que con un poco de suerte podría llevarlas a casa. Bueno, para ellas ya no es su casa, pero deberíamos llegar a Grecia en un plazo de tiempo razonable. Se preguntó de nuevo por un momento qué le habría sucedido a Afrodita para que la diosa no la hubiera visitado ni una sola vez. Luego su mente regresó a las numerosas amigas a las que había querido y enterrado en este lugar. Gabrielle dejó que sus pensamientos guiaran sus pasos y, bajo el sol del final de la tarde, se dirigió al pequeño cementerio que estaba nada más salir de la aldea, recordando el momento en que destinaron ese terreno para sus muertas. La Gente se mostró horrorizada de pensar en quemar la carne humana y las amazonas llegaron a un compromiso. La Gente les enseñó sus técnicas de preservación y a partir de entonces enterraron a sus muertas de pie, para que sus espíritus pudieran ascender rápida y fácilmente a la Tierra de los Muertos de las amazonas. Se encendía una pequeña pira de homenaje encima de la tumba que ardía alegremente durante tres días, para guiar al espíritu en su viaje, y toda la tribu se ocupaba de ella. Al final de los tres días, se recogían las cenizas en una pequeña vasija en la que se había grabado el nombre de la hermana y luego la colocaban detrás de la tumba.

Caminó despacio por entre las hileras, recordando a todas y cada una de las personas que estaban enterradas allí y cómo habían muerto. Frunció el ceño al darse cuenta de que algunas personas habían tenido unos síntomas parecidos a los que ahora parecían estar matando poco a poco a la Nación. No sucedía a menudo y hasta las últimas lunas, nadie había muerto, pero los síntomas eran casi los mismos. Gabrielle dejó a un lado esa idea, prometiéndose reflexionar sobre ella durante el viaje a Grecia. Ya tendría tiempo de sobra más tarde para plantearse todas las implicaciones. Por ahora, estaba llegando a la parte más antigua del cementerio y se detuvo para recordar a las viejas amigas que habían hecho el viaje con ella desde Grecia: Cyane, Varia, Hilda y todas las demás hermanas que habían fallecido para dirigirse a su recompensa. Aunque echaba de menos y lloraba a todas las que habían muerto, era a estas primeras, a las que de verdad había permitido que fueran sus amigas, a quienes Gabrielle más echaba en falta. Por fin llegó a la tumba que correspondía a Eponin. La Gente había permitido que su cuerpo fuera preservado durante tres días mientras las amazonas prendían una pira por ella antes de enterrarla en su propio cementerio. Como esposa del jefe, se le rindieron honores especiales porque jamás había olvidado que seguía siendo amazona y la Gente lo respetaba. Ahora se sentó junto a la marca que indicaba el lugar de descanso de Eponin. —Hola, vieja amiga —dijo Gabrielle en voz baja—. Hace tiempo que no hablamos y me temo que va a pasar aún más tiempo hasta que tengamos otra oportunidad. —Tomó aliento y continuó—. Algo está matando despacio a la Nación y voy a tener que regresar a Grecia para ver si consigo encontrar algo en las bibliotecas que sirva de ayuda. Gabrielle estaba tan ensimismada que no vio los espíritus de sus hermanas que se congregaban a su alrededor. Era algo que nunca veía, porque nunca se le revelaban como hizo Ephiny en una ocasión. Pero siempre acudían a escuchar cuando se sentaba para charlar, normalmente con Eponin.

—Espero que las bibliotecas sigan allí —murmuró, pues recordaba la destrucción que había visto durante su breve vida como mortal en Grecia y sabía que los conquistadores rara vez tenían cuidado de conservar los conocimientos de otras culturas, por mucho que hubiera costado adquirir dichos conocimientos—. A lo mejor lo intento en Egipto primero —continuó Gabrielle—. Está más cerca y la reina Cleopatra estaba muy orgullosa de su biblioteca... y con razón. —Recordó lo maravillada que se quedó ante el grandioso edificio la primera vez que lo visitaron—. Sabes... cuando resolvimos nuestras diferencias, Cleopatra me preguntó si querría dejar allí algunos pergaminos. Me sorprendió, la verdad, puesto que yo era extranjera, aunque fuéramos invitadas de la reina. —Gabrielle se echó a reír al recordarlo—. Entonces Cleopatra me explicó que recogían ideas y conocimientos de todo el mundo conocido. Gabrielle se quedó un rato sentada en silencio y por fin asintió con decisión. —Creo que lo intentaremos primero en Egipto. Está mucho más cerca que Grecia y la diversidad de pensamiento que encontraremos en la Biblioteca de Alejandría debería ser más que equivalente a lo que podamos encontrar en Atenas. —Miró la pequeña urna en la que aparecía el nombre de Eponin—. Gracias, Eponin. Incluso ahora, hablar contigo me ayuda a aclararme las ideas. Te echo de menos, amiga mía. Diles a las hermanas... —Se interrumpió—. Bueno, ellas ya saben que también las echo de menos. Vigila bien a las amazonas. Todavía necesitan la guía espiritual de sus antepasadas. Gabrielle se quedó allí hasta que el sol alcanzó el horizonte y entonces se levantó y se sacudió el polvo. Se encaminó al borde del claro, luego se volvió y susurró una oración por los trescientos años de tumbas que quedaban atrás. Entonces se dirigió a paso ligero en busca de la capitana de su barco. Había que ocuparse de hacer unos cambios en la ruta. Los espíritus de las amazonas esperaron a que Gabrielle estuviera a medio camino de la aldea antes de volver a aparecer en el claro. —¿Creéis que es grave? —preguntó Varia, refiriéndose a la enfermedad a la que había aludido Gabrielle. —Bueno, es lo bastante grave como para que Gabrielle decida dejar lo que ha sido su hogar durante los últimos trescientos ciclos —comentó Eponin—

. Estaremos pendientes de todo, aunque me parece que probablemente esto sea lo que más le conviene a Gabrielle. —¿Y eso? —preguntó Hilda mientras todas se sentaban en círculo en el suelo. —Porque —dijo Ephiny, saliendo de la bruma—, Gabrielle está sola aquí. Y recuerda su inmortalidad a diario a causa del trato reverencial que tiene la Nación con ella. No es que no se lo merezca —añadió Ephiny a toda prisa al tiempo que alzaba una mano para acallar las protestas—. Pero nunca estuvo cómoda con la idea de ser reina. ¿Cómo puede ser feliz siendo observada a distancia con tanta reverencia, pero sin una sola amiga entre todas estas personas? Ephiny miró a Eponin y sonrió. —¿Te acuerdas de aquella chiquilla tan simpática que conocimos hace tantos años? Eponin asintió y Ephiny volvió a recorrer el claro con la mirada. —Gabrielle lleva aquí muchas estaciones sin amigos de verdad, en parte por elección propia y en parte porque nadie sabe muy bien cómo tratarla. —Estoy de acuerdo —dijo Cyane—. Al principio nos costó cuando nos reveló su secreto, hasta que nos dimos cuenta de que seguía siendo la misma persona y de que seguía siendo nuestra reina. —Ha cumplido la profecía y ha devuelto la grandeza a la Nación — comentó Yakut—. Creo que se merece un descanso. Todas asintieron mostrando su acuerdo. —Pues está decidido —dijo Melosa—. Nosotras estaremos pendientes de la Nación y de Gabrielle, con la esperanza de que encuentre muy pronto lo que está buscando. —A Xena más le vale que Gabrielle encuentre muy pronto lo que está buscando —replicó Solari riendo—. No sé si la Princesa Guerrera podrá con la reina amazona si la cosa se prolonga demasiado. Xena no sabe la que le va a caer encima.

Al oír eso, el resto del grupo se encogió, identificándose con la guerrera, pues sabían que era la verdad. Y no pudieron evitar echarse a reír por la imagen que esa verdad evocaba en sus mentes. Luego los espíritus emprendieron el regreso a sus lugares de descanso y vigilancia, cruzando de nuevo las brumas para adentrarse en su hogar eterno.

Gabrielle estaba muy animada cuando llegó a la aldea. Estaba segura de que la Biblioteca de Alejandría tendría lo que necesitaba. Sería sólo cuestión de encontrarlo. Y las mujeres que la iban a acompañar la ayudarían muy bien en la búsqueda. Habían sido elegidas entre muchas voluntarias por sus conocimientos, así como por su habilidad en la navegación. Esperaban poder hacer una breve escala en las islas de Ceilán que habían sido su meta original para ver si tal vez allí había más miembros de su Nación que quisieran unirse a sus hermanas y volver al nuevo hogar que habían establecido tan lejos de allí. La pequeña tripulación estaba ultimando los preparativos necesarios cuando Gabrielle entró en la aldea. Su presencia era tan poco habitual en la aldea que todo el mundo se quedó paralizado y luego se postró de rodillas. Gabrielle se quedó un momento plantada con los brazos en jarras, meneando la cabeza. Por la razón que fuera, las amazonas no conseguían superar su título, por no hablar del asunto de su inmortalidad. De repente, se dio cuenta de que a pesar de las circunstancias que le exigían dejar a la Nación, estaba deseándolo. Al menos nadie en la "civilización" conocía su secreto y se vería tratada como cualquier otra persona. Y eso era lo que deseaba más que nada. —Alzaos, señoras. Tenéis cosas mejores que hacer que arrodillaros a mis pies, estoy segura. —Sin perder el tiempo, Gabrielle se volvió hacia la mujer que iba a ser capitana del barco de las amazonas—. Demetria, ¿tienes un momento? Tenemos que cambiar nuestra ruta. La mujer más joven frunció el ceño. —¿Mi reina? ¿Estás segura? Hemos comprobado y vuelto a comprobar todo lo que nos has dado. Estoy segura de que todo está como debe ser.

—Lo estaría si todavía fuéramos a Grecia. Los planes han cambiado. Vamos. —Pero... —farfulló Demetria antes de seguir a su reina, que había desaparecido rápidamente dentro de la cabaña del consejo.

—Es absolutamente lógico, reina Gabrielle. Lamento haber puesto en duda... Gabrielle levantó una mano para detener las disculpas. —No te disculpes, Demetria. La inmortalidad no me hace perfecta. Sólo me da más tiempo para practicar. —Sonrió y la capitana no pudo evitar la sonrisa que iluminó su cara a su vez—. Si no, esto se me habría ocurrido antes. —Pues me alegro de que se te haya ocurrido ahora. Nos ahorrará meses de viaje tanto a la ida como a la vuelta. Pero me alegro de que llevemos dos barcos. Inya podrá investigar la isla y reunirse con nosotras en Egipto, lo cual también nos ahorrará algo de tiempo. —¿Deseosa de volver ya, capitana? —Sí, mi reina. Estoy un poco nerviosa y deseando tener éxito. Gabrielle recordó que Demetria había perdido a su hermana pequeña a causa de la enfermedad catorce meses antes. —Lo comprendo, Demetria, más de lo que te imaginas. Nos daremos toda la prisa posible, te lo prometo. Haremos todo lo que podamos por la Nación. —Mi reina —contestó Demetria muy seria, cayendo sobre una rodilla ante la sorprendida Gabrielle—. A pesar de que esta Nación no siempre se ha portado bien contigo, tú nunca has dejado de hacer todo lo posible por nosotras cuando te lo hemos pedido. Gabrielle se frotó la cara, aliviada por estar ya sentada.

—Demetria, levanta, por favor. No es necesario que te arrodilles ante mí. —Pero... —Lo cierto es que la Nación no siempre ha sido lo primero para mí y ha habido muchas ocasiones en que he pensado que lo mejor para nosotras era que yo no participara activamente en la vida de las amazonas. —Sí, pero cada vez que te hemos necesitado, has respondido. Has acudido y has hecho todo lo que has podido, como ahora. Gabrielle sonrió y meneó la cabeza. —No hay nada que te vaya a hacer cambiar de opinión sobre este tema, ¿verdad, capitana? —No, mi reina —fue la respuesta acompañada de una sonrisa. —Entonces me rindo ante tus argumentos para que podamos retirarnos temprano. Quiero que nos pongamos en marcha mañana nada más amanecer. —Así lo haremos, reina Gabrielle. Salieron de la cabaña del consejo y la capitana acompañó a Gabrielle durante el corto trayecto hasta la pared del acantilado. —Buenas noches, mi reina. —Buenas noches, Demetria. Te veo al amanecer. La capitana esperó a que Gabrielle llegara a la boca de la cueva que consideraba su hogar antes de darse la vuelta y regresar a su cabaña. Aunque Gabrielle era inmortal y no necesitaba tal protección, las amazonas seguían escoltándola por cortesía siempre que lograban salirse con la suya. Gabrielle accedía a sus deseos sobre este tema, lo mismo que hacía con el tema de que se dirigieran a ella por su título, más que nada porque era un honor para ellas. A ella no le hacía ningún mal, en realidad, aunque en privado sí que hacía alguna mueca que otra, y a ellas les daba la sensación de cumplir con un código de conducta que habían establecido sus hermanas mucho antes incluso

de la época de Gabrielle. Le resultaba fácil cuando se recordaba a sí misma que simplemente estaba manteniendo vivas las tradiciones. Gabrielle entró en la cueva con una mezcla de alivio y nerviosismo. En los años que llevaba aquí, esto había llegado a ser un hogar para ella tanto como lo había sido cualquier otra cosa durante su corta vida como mortal, a excepción de Xena. Y mañana, iba a dejar de nuevo su hogar para adentrarse en un mundo desconocido, aunque tenía grandes esperanzas de llegar a Egipto y por fin a Grecia. Pues aunque las mujeres que la iban a acompañar todavía no lo sabían, Gabrielle esperaba encontrar una cura y enviarlas de regreso a este lugar. Ella misma tenía planeado quedarse un poco más si lo conseguía. Necesitaba tiempo para sí misma, en un sitio donde nadie supiera quién era ni esperara de ella que tomara las decisiones más difíciles todo el tiempo. El alma misma de Gabrielle estaba cansada y saber que todavía debían pasar siglos hasta que su soledad pudiera cambiar no hacía sino empeorar las cosas. Recorrió atentamente la caverna con la mirada una vez más, asegurándose de que no se dejaba alimentos que pudieran pudrirse. Estaba todo bien recogido y sonrió. Siempre tendría este lugar cuando regresara, pero hacía ya demasiado tiempo que estaba asentada en un solo sitio y su vida se había vuelto rutinaria. Había llegado el momento de ver qué más tenía que ofrecer el mundo y su primera parada sería para encontrar una cura para lo que aquejaba a la Nación Amazona.

Viajaron a buen ritmo, lo cual no fue una sorpresa, dada la cantidad de tiempo y atención que habían dedicado a estudiar los mapas y las cartas de navegación que habían hecho a lo largo de los años desde su viaje inicial. Aunque su nueva patria estaba relativamente inexplorada en lo que se refería a la civilización occidental, Gabrielle y las capitanas originales habían hecho un gran esfuerzo para recordar todos los detalles posibles. Gabrielle pasaba muchas noches estudiando las estrellas, asegurándose de que sus recuerdos no eran erróneos, y Demetria la ayudaba a calcular las distancias que estaban cruzando para poder hacer mapas aún más exactos cuando volvieran a casa.

Cuando las estrellas adoptaron los patrones que conocía de antiguo, Gabrielle se subió a la cofa de vigía y lloró en silencio por los recuerdos que le traían estas conocidas figuras. Por primera vez desde hacía muchos años, mantuvo una conversación con Xena en voz alta, pues aunque sabía que la guerrera no podía oírla ni responder, se sentía algo mejor al enfrascarse en su proverbial discusión sobre las formas de las constelaciones. Cuando terminó, bajó y se metió en su camarote, para escribir sus ideas y sentimientos. Era algo que siempre había hecho sin planteárselo, pero con la desaparición de Xena, se había convertido en la mejor manera de comunicarse con la guerrera. Las amazonas respetaban su intimidad y nunca leían ninguno de sus escritos. Pero sí que se quedaban un poco extrañadas cuando hablaba con Xena como si todavía estuviera a su lado. De modo que su diario había llegado a ser su refugio y el único lugar seguro donde todavía podía hablar con Xena de cualquier cosa... y de todo. A medida que se desarrollaba el viaje, Gabrielle se iba sintiendo cada vez más ansiosa de volver a lo que conocía y quería. La parte lógica de su mente comprendía que después de trescientos ciclos, nada sería como lo recordaba: veinticinco años en las cuevas de hielo le habían dado una lección muy clara. Pero su corazón sólo sabía que Grecia había sido su hogar más que ningún otro sitio donde hubiera estado a lo largo de sus años de viajes y estaba deseosa de ver los cambios que había producido el tiempo en el mundo donde había crecido. Cuando les faltaba como una semana para llegar al comienzo del Mar Rojo, por lo menos por lo que habían calculado, el segundo barco viró hacia el norte, rumbo a las islas que habían sido su destino original. La esperanza era que hubiera más amazonas que quisieran regresar a su nueva patria. Debían recoger a todas las que quisieran unirse a la Nación y reunirse con Gabrielle y su tripulación en Alejandría. Aunque todo el mundo deseaba solucionar rápidamente el problema que atormentaba a la Nación, las amazonas eran realistas y sabían que podían tardar semanas en encontrar lo que necesitaban en la inmensa biblioteca. Y así, algo nerviosas, desembarcaron en el muelle de Alejandría. Y entonces se quedaron paralizadas, aunque por razones muy distintas.

Gabrielle intentó no aspirar demasiado los olores que siempre parecían apestar todos los muelles que había pisado en su vida. Distraída, advirtió los cambios asombrosos que habían tenido lugar durante su ausencia. Las amazonas tenían división de opiniones. La mitad se sentía fascinada y la otra mitad desdeñosa. Pero a todas les resultaba sumamente intrigante y Gabrielle estaba bastante segura de que cuando regresaran a casa, pondrían en práctica algunas de las cosas que iban a ver aquí. Gabrielle había vuelto a utilizar su vara como instrumento para caminar. Aunque se mantenía al día en el uso de todas las armas que había llegado a dominar, la vara la reconfortaba como ninguna de las demás podía. Además, era costumbre aceptada que los viajeros caminaran con ayuda de un bastón. Cualquiera de sus demás armas habría provocado habladurías y especulaciones. Ese día y durante el resto de su estancia, las amazonas y ella encajaron bastante bien con su entorno. Ya en casa habían cambiado su ropa de cuero por tejidos de alegres colores hechos con una planta del lugar. Había tenido que ejercer un poco sus poderes de persuasión, pero Gabrielle había hecho ver a las mujeres que en interés tanto de sí mismas como de la Nación, lo mejor sería que llamaran la atención lo menos posible. Se habían ido de Grecia para evitar ser destruidas. No había motivo para anunciar ahora su presencia al mundo, sobre todo cuando estaban tan bien ocultas que ni siquiera los dioses parecían capaces de encontrarlas. Gabrielle sintió una punzada de dolor al pensar en eso, pero se estremeció y lo apartó de su mente. Primero tenía que ocuparse de cosas más importantes. Luego iría a Grecia para ver si todavía tenía una amiga en la diosa del amor. Se quedó atónita al ver la enorme influencia que parecía tener Roma aquí. A decir verdad, había albergado la esperanza de que los romanos hubieran desaparecido a estas alturas. A Xena y a ella no les habían causado más que tristeza y sufrimiento y deseaba que el mundo se hubiera librado de ellos. Se encogió de hombros. En realidad le daba igual, siempre y cuando las dejaran a ella y a sus amazonas en paz para obtener lo que habían venido a buscar.

Gabrielle agradecía el tiempo que había dedicado a aprender egipcio y latín, pues así le resultaba mucho más fácil moverse por la ciudad. Con unas pocas palabras, echó a andar hacia la biblioteca y las amazonas recogieron sus cosas y la siguieron.

Gabrielle notaba lo impresionadas que estaban las amazonas con la grandeza de la ciudad y la biblioteca, a pesar de sus esfuerzos por parecer indiferentes. En cuanto a ella, advertía los años de desgaste y descuido en algunos sitios y se preguntó si ella también notaba la edad tan claramente como los elegantes y viejos edificios. Con un suspiro, las llevó escalones arriba hasta el largo mostrador de mármol donde varios hombres y mujeres bien vestidos trabajaban muy afanados. Levantaron la mirada al oír que se acercaba el grupo. —Disculpad —dijo Gabrielle en perfecto árabe, aprendido durante su anterior estancia en Egipto y en los años de posteriores estudios—. ¿Podéis indicarnos dónde está la sección médica? Los bibliotecarios miraron al grupo en general y a la portavoz en particular. Hasta el más novato de ellos se daba cuenta de que éstas no eran egipcias ni nobles romanas y sin embargo, el idioma se derramaba musicalmente de sus labios con la gracia de una nativa. Un hombre muy rechoncho se adelantó y se quedó mirándola fijamente, sorprendido cuando Gabrielle le devolvió la mirada con la misma intensidad. Con asombro, descubrió allí una inteligencia que rara vez veía y nunca se esperaba. Asintiendo con humildad, dijo suavemente: —Si me seguís, señora. Los demás bibliotecarios observaron la marcha del pequeño grupo con los ojos como platos. Nelium jamás hablaba suavemente y jamás llevaba personalmente a nadie a ninguna parte. Se creía muy importante por ser el director de la gran biblioteca, cosa que se reflejaba en su actitud pomposa y sus tonos vociferantes. Cuando el grupo dobló la esquina para subir las escaleras que llevaban al segundo piso, los bibliotecarios se miraron entre sí sonriendo encantados.

—Jamás pensé que vería una cosa así. —Me pregunto quiénes son y quién es la mujer rubia. Menuda presencia tiene. —Sí, y qué gusto ver cómo ha puesto a Nelium en su sitio sin decir una sola palabra. —Bueno —dijo el más pragmático de todos—, será mejor que volvamos al trabajo. Ella podrá afectarlo como quiera, pero no creo que ese efecto nos alcance a nosotros. Eso era fácil de comprender y aceptar y todos se pusieron a trabajar con ganas.

El hombre las había llevado a una sala tranquila, llena de estantes y más estantes de textos escritos en pergaminos. Había varias sillas pequeñas y mesas esparcidas por la habitación. Gabrielle y las amazonas miraron a su alrededor despacio y Nelium se quedó mirándolas dubitativo antes de hablar. —Señora, ¿hay algo concreto que te pueda ayudar a encontrar, o...? Gabrielle se volvió hacia él antes de que cualquiera de las amazonas pudiera intervenir. Aunque su tono era cortés, no era afable como el de los hombres de la tribu de la Gente cuando hablaban con la reina y Gabrielle no quería que las echaran de la biblioteca a causa de un malentendido antes haber empezado siquiera su labor. —Me llamo Gabrielle —dijo amablemente, alargando la mano como saludo. Con evidente sorpresa, el hombre la aceptó y se la estrechó un instante. —Nelium —replicó con cierta brusquedad. Advirtió de repente que las mujeres que lo rodeaban eran algo más de lo que parecían. De hecho, podrían ser guerreras por su actitud... Meneó la cabeza. Ningún guerrero, salvo los que

se consideraban nobles, acudía a la biblioteca y la mayoría se mantenía lejos de las secciones que no trataban de la guerra. Gabrielle esperó pacientemente, pues sabía que el hombre se había distraído. Parpadeó y volvió a prestarle atención algo sonrojado. —Mis disculpas, se... Gabrielle. —No pasa nada, Nelium. Dime, ¿los textos siguen un orden específico? —Están todos ordenados alfabéticamente por enfermedades. ¿Sabéis qué estáis buscando? La cabeza rubia hizo un gesto negativo. —No. Sólo conocemos los síntomas. —Oh, vaya —respondió el rechoncho hombre—. Pues podéis tardar bastante. ¿Necesitáis ayuda o preferís investigar por vuestra cuenta? —Creo que por ahora nos las arreglaremos, Nelium, pero gracias. —Él se inclinó y se dio la vuelta—. A menos... El hombre se detuvo y se volvió hacia Gabrielle. —¿Sí? —Si hay un sanador con quien podamos hablar... ¿alguien a quien tú conozcas, tal vez? —Haré algunas indagaciones, se... Gabrielle. Probablemente tardaré uno o dos días. Gabrielle le ofreció la mano. —Gracias, Nelium. Te estaría muy agradecida. Él asintió y se marchó y Gabrielle volvió a mirar a su alrededor y vio que las amazonas ya se habían separado para empezar a buscar en lo que ahora parecía una cantidad infinita de pergaminos.

Progresaban despacio. Incluso con toda la formación que habían recibido, las amazonas topaban con toda clase de dificultades al leer los diversos textos médicos. Por un lado, estaban escritos en varios idiomas, dependiendo de la nacionalidad del autor. Por otro, la mayoría de ellas no eran sanadoras y no estaban formadas para ver más allá de los síntomas evidentes en busca de los más ocultos que pudieran indicar una cura. Gabrielle pasaba gran parte del tiempo tomando notas de cosas que quería volver a consultar: cosas que sería útil que las amazonas tuvieran en sus pergaminos médicos. Pero primero, tenían que encontrar una cura para la enfermedad que estaba matando poco a poco a la Nación Amazona. Los primeros días los dedicaron a dividir los textos en pilas según las posibilidades. Las amazonas y Gabrielle trabajaban desde antes del amanecer hasta la puesta del sol y se estaban convirtiendo en una presencia ya familiar en la biblioteca. Estaban tan inmersas en su búsqueda que no se fijaron en el incremento de la presencia romana en la ciudad. Y para entonces ya era tarde.

Capítulo XII

—¡Esto es imposible! —exclamó Demetria media luna después de su llegada a Alejandría—. ¡Mi reina, aquí jamás vamos a encontrar lo que necesitamos! ¡Mira esto! —gritó casi, agarrando un pergamino—. En éste aparecen temblores y fiebre, pero sin parálisis. —Agarró otra hoja—. En éste hay articulaciones hinchadas y doloridas, pero sin fatiga ni dolores de cabeza. En estos —señaló otra pila entera—, ¡¡no hay nada en absoluto que podamos usar!! ¡¡Y ni siquiera hemos completado la primera hilera de textos!! —De repente, la capitana se derrumbó en su asiento. Gabrielle se quedó sentada en silencio dejando que las palabras pasaran por encima de ella con una fachada tranquila que ocultaba la turbación que sentía por debajo. El estallido no la sorprendía... sólo que hubiera tardado tanto en producirse.

Lo cierto era que ella también sentía la frustración, a lo cual contribuía el hecho real de que se habían convertido prácticamente en prisioneras de la biblioteca por su afán de encontrar una cura para su pueblo. Durante quince días habían pasado marcas incontables en esta pequeña sala hurgando e investigando en todos y cada uno de los pergaminos estante por estante en busca de la información que necesitaban y todavía no habían hecho mella real en la cantidad de pergaminos que se les ofrecían. El sanador que había encontrado Nelium resultó ser muy poco útil. Nunca había oído hablar de nada parecido a lo que padecían las amazonas y ni siquiera consultando con sus colegas logró decirles nada. Por eso su tarea era doblemente difícil, al saber que hasta la élite de Alejandría desconocía la enfermedad. Gabrielle se frotó la frente, en busca de respuestas que parecían estar fuera de su alcance. El ritmo que se habían impuesto las iba a matar si no descansaban un poco. Lo difícil era decidir tomarse un descanso, porque aunque la lógica indicaba la necesidad, eso no disminuía la culpa que iban a sentir al "perder el tiempo con frivolidades". Por fin miró los rostros preocupados que la rodeaban y soltó un resoplido. —Muy bien, escuchadme. Señalad dónde os habéis quedado y dejad las cosas tal y como están. Esperó a que todo el mundo lo hubiera hecho y estuviera mirándola expectante una vez más. Gabrielle se levantó de su asiento y recogió su diario y luego emprendió la marcha escaleras abajo. Las amazonas la siguieron sin planteárselo, con cara de confusión. Cuando llegaron a la planta baja, Nelium salió inmediatamente de detrás del mostrador. —Gabrielle, ¿hay algún problema? ¿Algo que no sea de vuestro agrado? —No, Nelium, gracias. Es que necesitamos salir un poco. Hemos dejado nuestras cosas arriba, así que volveremos dentro de un rato.

Nelium asintió. —Cuidaremos de que todo siga igual. —En secreto se alegraba de que salieran un rato. Habían trabajado más horas en los últimos quince días que algunos de sus clientes habituales en todo un año y había empezado a preocuparse por la palidez y la tensión de sus rostros. A juzgar por la emoción que veía asomar a sus ojos, estaba seguro de que era una buena idea. Las amazonas salieron al calor dorado por primera vez en quince días y todas soltaron un suspiro de alivio cuando el sol del final de la tarde acarició su piel. Al ser un pueblo habituado a estar al aire libre, esta misión les había resultado difícil desde el principio y, con la responsabilidad que pesaba sobre sus hombros, era una carga casi imposible de soportar. Gabrielle observó que cada una de ellas parecía librarse un poco de la pesadumbre que las había estado afligiendo y asintió por dentro. Había sido una buena idea. A pesar de que su trabajo era fundamental para el conjunto de la Nación, no podían arriesgarse a caer agotadas. Eso no resolvería nada y lo más probable era que su tarea resultara imposible. Se volvió hacia ellas y dijo: —Quiero que todas vayáis a pasar un rato al mercado. Relajaos. Divertíos. Probad cosas nuevas de comer. Cuando el sol se haya puesto del todo, reuníos aquí conmigo. Esta noche podemos trabajar hasta un poco más tarde, pero creo que todas necesitamos alejarnos un poco de este sitio. —Les hizo gestos para que se alejaran—. Vamos. Id a divertiros. —Luego las sorteó y se dirigió al centro del mercado. Gabrielle desapareció antes de que se dieran cuenta, oculta por el gentío que volvía a llenar las calles bajo el sol del atardecer. Las amazonas se sentían un poco perdidas. Nunca habían tenido una dirigente como Gabrielle y no sabían qué pensar de ella ahora. Tardaron un minuto entero en comprender que su reina, con independencia de su condición de inmortal, estaba paseándose en medio una multitud de personas potencialmente hostiles sin guardia de honor, y tardaron otro minuto en caer en la cuenta de que precisamente eso era lo que quería Gabrielle. Con un suspiro colectivo, se dividieron en grupitos y se adentraron

en el mercado, más que curiosas por ver lo que esta vieja tierra "nueva" tenía que ofrecerles. Gabrielle, mientras, estaba fijándose en los numerosos cambios que se habían producido en esta tierra desde su última visita. Especialmente evidente era la apabullante cantidad de romanos que había por las calles. Aquí había algo que no cuadraba y que provocaba un hormigueo desagradable en el instinto guerrero de Gabrielle. Así y todo, ahora mismo no podía hacer gran cosa al respecto, salvo observar y escuchar, puesto que se limitaban a caminar por las calles como ella, de modo que con los ojos bien abiertos y los oídos atentos, fue en busca de algo de comer. La tarde transcurrió agradablemente y Gabrielle notó que se iba relajando mientras paseaba por las orillas externas del río que pasaba por la ciudad. La soledad era una gozada absoluta. Necesitábamos esto... yo necesitaba esto, pensó. Nos hemos sometido a tal presión que es un milagro que nadie haya inciado una pelea... o algo peor. Sacudió la cabeza para librarse de los recuerdos. Voy a tener que establecer un ritmo más racional. No nos servirá de nada si... El pensamiento se interrumpió por completo cuando el olor cobrizo a sangre y matanza alcanzó su nariz y le puso de punta los pelos de la nuca por la emoción y el miedo. Hacía tiempo que no se alimentaba ni luchaba y el olor le recordó la necesidad desesperada que tenía de sangre. Gabrielle agarró mejor la vara, adoptando inconscientemente el paso de una cazadora que no deseaba que su presa la oyera. La caza hizo que sus sentidos cambiaran: el oído y el sentido del olfato se aguzaron y su cuerpo tardó apenas un instante en localizar el problema. Se oían ruidos de lucha: los gruñidos y quejidos de seres humanos que golpeaban y eran golpeados. El estrépito metálico del choque de las armas. El ruido húmedo de ventosa de la carne al ser atravesada. Y a lo lejos se percibía el olor acre a humo de un incendio que había estallado en algún lugar. Sin planteárselo conscientemente, Gabrielle agarró la vara con más fuerza y la adrenalina dio alas a sus pies. Lo que descubrió al llegar al límite de la ciudad la dejó estupefacta.

Había fuego por todas partes, que iluminaba la ciudad hasta el punto de que parecía de día. Los romanos estaban apiñados como una plaga de langosta y eran igual de destructivos. Mirara donde mirase Gabrielle, había romanos robando, matando, destruyendo. Sintió la rabia y esta vez no hizo el menor esfuerzo por detenerla. Por el contrario, dio la bienvenida al ardor, notando que sus dientes se alargaban en respuesta a su necesidad y su deseo cuando el olor a sangre alcanzó su nariz hipersensible. Sin el menor ruido, se lanzó al combate, masacrando todo lo que se le ponía por delante. Su vara era veloz y certera y mataba a todo el que tocaba de un solo golpe. Metódicamente, fue avanzando hacia la biblioteca, pues sabía que sus amazonas estarían allí y temía lo que pudiera encontrar. Dobló la esquina y se detuvo en seco ante lo que vio. La biblioteca estaba envuelta en llamas. Gabrielle reprimió un grito y dejó que su rabia fuera en aumento. La furia por lo que habían perdido la dejó clavada en el sitio. Sólo avanzó cuando vio que sus amazonas estaban siendo atacadas. Con golpes duros y precisos acabó con todos los romanos que se ponían al alcance de su vara. Y entonces ocurrió lo impensable. Gabrielle supo que había dado demasiada rienda suelta a su furia cuando un soldado romano atravesó a Demetria ante sus ojos. Cayó de inmediato sobre él y le hundió los colmillos en el cuello sin pensar ni dudar. Él la agarró y ella le clavó las garras, destrozándole el pecho. Le dejó un agujero en el cuello cuando apartó la boca de un tirón, arrancando la carne hasta el hueso. Estaba cayendo muerto al suelo antes de que se percatara de las consecuencias de sus actos. Fue a la capitana caída y sus ojos recuperaron su color verde normal en el momento en que se dejó caer sobre los escalones para examinar su herida. Las amazonas, que se habían apartado de su furia animal, intentaron ahora interponerse entre su reina y su compañera caída. Su miedo impidió que interfirieran mientras atendía a Demetria, pero notaba las miles de emociones que las atravesaban mientras barajaban por dentro sus opciones. —Quieta —fue lo único que dijo cuando una alzó la espada detrás de ella. La mujer vaciló—. Aquí suceden cosas que no podéis entender.

La mujer bufó. —Sé que eres una bacante... eso quiere decir que podrías haber salvado a muchas de nosotras a lo largo de los años. Como podrías salvar a Demetria ahora, pero apuesto a que no lo haces. Seguro que la plaga que ha caído sobre nuestra Nación se debe a ti. Las demás las mujeres se quedaron boquiabiertas, espantadas por la osadía de la mujer, pero Gabrielle advirtió el inicio de la duda que asomaba a sus ojos mientras seguía afanándose para salvarle la vida a Demetria. —De hecho —continuó la mujer, envalentonada por el éxito que iba teniendo—, ¿cómo sabemos que estás intentando curarla? ¿Cómo sabemos que ni ella ni ninguna de nosotras va a ser tu próxima comida? Gabrielle se volvió, sin apartar las manos del cuerpo de la capitana, pues seguían luchando empeñadas en mantener a Demetria con vida. Pero todas vieron que el fuego oculto en sus ojos cobraba vida y retrocedieron un paso sin querer. —¡Jamás, ni una sola vez en casi trescientos ciclos, he sido otra cosa que no sea una amiga para la Nación Amazona! ¡He luchado con vosotras, he llorado con vosotras, os he ayudado a parir a vuestros hijos y he enterrado a vuestras muertas! Ésta es la razón de que nunca haya revelado este secreto... ¡porque sabía que os apartaríais de mí por miedo y asco a pesar de que jamás he hecho nada para merecerlo! Se dio la vuelta y se mordió el labio, abrumada un momento por el dolor y la rabia, que luchó por controlar. Se arrancó un trozo limpio de la túnica y lo aplicó apretando sobre el agujero para detener la hemorragia. Entonces levantó de nuevo la mirada hacia las mujeres que hasta pocos minutos antes había considerado sus hermanas y amigas. —Tenéis razón. Podría haber usado esto para salvar a las que han muerto a lo largo de los años, pero dejad que os diga que la crueldad necesaria para hacerlo sería más de lo que puedo soportar. No tenéis ni idea de lo que es saber que jamás obtendré el eterno descanso. Por todos los dioses, ¿por qué querría causar eso a las personas que considero mis amigas y mi familia? ¡Sobre todo conociendo la maldición que va unida a la inmortalidad!

Gabrielle se volvió de nuevo hacia Demetria y advirtió que su respiración era menos errática y que la hemorragia de su herida se había detenido considerablemente. —Deja que te pregunte una cosa, Tyra. ¿Qué te hace pensar que esa inmortalidad es un don tan estupendo, eh? ¿Qué te hace pensar que ser esclava de un ansia que no puedes controlar es algo tan maravilloso? Hay días en los que daría cualquier cosa por haber seguido siendo la sencilla bardo que viajaba con la Princesa Guerrera para, al cabo de un tiempo, haber encontrado la paz en los Campos Elíseos. Se miró las manos, cubiertas de la sangre de Demetria, y se las mostró al grupo. —Una eternidad de años y años infinitos derramando sangre, eso es lo que me espera. —Se apretó la mejilla por dentro con la lengua y meneó la cabeza—. De repente resulta mucho menos atractivo, ¿verdad? Gabrielle dejó caer los hombros descorazonada y empezó a levantarse. Aunque ya había decidido quedarse un tiempo, había querido mantener abierta la opción de volver en algún momento con las amazonas. Ahora lo más probable era que no sólo esa opción estuviera cerrada, sino que seguramente vinieran a darle caza. Y ella las mataría para seguir con vida. A pesar de todo, iba a sobrevivir para encontrar a Xena. Gabrielle les dio la espalda y se detuvo sólo cuando notó una levísima presión en el pie. Bajó la mirada y se encontró con los ojos oscuros de Demetria que la miraban. —¿Mi reina? —susurró. Gabrielle se volvió hacia la capitana, consciente como nunca hasta entonces de la sangre que la cubría. —¿Qué ocurre, Demetria? —preguntó suavemente, aunque los ruidos de la ciudad incendiada ahogaban cualquier otro sonido, incluidos los gritos de los muertos y los agonizantes. —Gracias.

—¿Por qué? —preguntó, ahora llorosa. Sabía que incluso a pesar de su habilidad y de sus años de práctica, seguía habiendo muy pocas posibilidades de que Demetria sobreviviera a la herida que había recibido. —Por dejarme elegir morir... si es el caso. Creo que hace falta más valor para vivir para siempre que para morir como guerrera. —La capitana tosió y luego hizo una mueca por el dolor que eso le causó—. No puedo imaginarme vivir con lo que tú has visto... con lo que sabes. Sobre todo sola. —Respiró hondo—. Así que gracias. Gabrielle asintió y dejó que las lágrimas cayeran silenciosas por sus mejillas al tiempo que daba unas palmaditas suaves a Demetria en el hombro. —De nada, amiga mía. Pero vive para apreciarlo un poco más, ¿mmm? Entonces Gabrielle se levantó y se volvió hacia el resto de las amazonas. —Creo que en vista de lo que ha ocurrido aquí esta noche y dada la evidente desconfianza que sentís hacia mí ahora, será mejor que me quede aquí un tiempo. No tengo el menor deseo de castigaros a vosotras o a la Nación con mi presencia y desde luego, no quiero hacer ningún daño. Podéis esperar a que llegue el segundo barco, lo cual será dentro de unos días, y entonces podéis volver a casa. De repente, se irguió y, como si se pusiera un manto, asumió el aire y la postura de la realeza. —Os agradecería que os callarais lo que ha sucedido esta noche, aunque si creéis que no podéis, prestadme mucha atención. No dudaré en matar a cualquiera que venga a darme caza para seguir con vida. Tengo que ocuparme de unas cosas en el futuro y tengo toda la intención de estar allí para asegurarme de que suceden. —¿Nos acabas de amenazar? —preguntó la mujer llamada Tyra. —No —dijo Gabrielle con aire regio—. Os acabo de hacer una promesa. El silencio que las rodeó en medio del caos de la ciudad fue profundo y Gabrielle dejó que calara antes de volver a hablar.

—Bueno, vamos a llevar a Demetria a la posada, a ver si queda algo en pie. Necesita más cuidados de los que le puedo dar aquí si queremos que sobreviva. —Podemos arreglárnoslas... —empezó Tyra, pero la capitana la interrumpió. —Gracias, mi reina. Para mí sería un honor que nos acompañaras. El afecto sincero de esas palabras superó sin dificultad al frío que corría por sus venas desde su ataque físico contra los romanos. Murmurando apenas por lo bajo, las amazonas se pusieron a construir una litera y, cuando estaban a punto de mover a la mujer herida, las asaltó una nueva serie de dificultades. Gabrielle se alzó, dejando de nuevo que el ardor la llevara a un plano que rara vez buscaba y que usaba mucho menos. Las amazonas se quedaron petrificadas largos instantes, observando la transformación consciente de su reina, normalmente delicada, en la ferocidad pura de una bacante. Los romanos recorrían ahora la ciudad en pequeñas patrullas, eliminando los focos de resistencia y aterrorizando en general a las pocas personas que todavía eran capaces de presentar batalla. Cuando se encontraron con las amazonas y vieron lo que le había ocurrido al hombre al que consideraban su centurión, las atacaron ferozmente, esperándose una fácil victoria. —Dejadnos ahora, niñas —dijo ella con voz grave y ronca—. Mamá tiene que atender un asunto y hace tiempo que deberíais estar en la cama. Todas entendieron la forma de expresarse de Gabrielle como un medio para conservar algo semejante al control hasta que se hubieran ido. También comprendieron que era una orden directa y se apresuraron a huir de vuelta a la posada que había sido su hogar durante su corta estancia en Alejandría. La oyeron rugir y aceleraron el paso, pues sabían que Gabrielle se había convertido deliberadamente en algo que despreciaba para proteger su huida. Sorprendentemente, su posada, situada en una pequeña y anodina esquina a dos calles de la vía principal, se encontraba intacta, y las amazonas fueron rápidamente a sus habitaciones. Colocaron a la capitana herida en uno

de los camastros y dos de ellas se quedaron allí mientras que otras dos se dirigían a la sala común. Esperaron y llamaron a los empleados y por fin, al ver que no acudía nadie, se metieron detrás del mostrador y cogieron lo que necesitaban. Cuando entraron de nuevo en la habitación, advirtieron la palidez y la respiración entrecortada de Demetria y se pusieron a trabajar, rezando para que no fuera demasiado tarde.

Mientras, Gabrielle había tocado una parte de sí misma tan oscura que Ares, o Marte, según era conocido en esta época y lugar, sintió el temblor en la esencia de la fuerza que lo rodeaba. Se prometió investigar la causa del hormigueo que sentía en la columna vertebral y la agitación de su sangre en las venas en cuanto la ciudad estuviera segura. Aquello tenía algo que le resultaba casi melancólicamente familiar, pero estaba entrenando a un nuevo señor de la guerra y quería observar los progresos de su prodigio. El dios de la guerra suspiró. Ya no era como en los viejos tiempos. Volvió a pensar en Xena. Había sido su elegida preferida y todavía la echaba de menos... echaba en falta su fuego y su pasión. Hasta echaba de menos a su molesta amiguita rubia, que al final había sido tan guerrera por derecho propio como Xena. Dio vueltas a esta idea mientras sus ojos contemplaban sin ver la batalla que se desarrollaba a su alrededor. Habría sido algo espectacular si hubiera podido atraer a Gabrielle a su redil. Se habría traído a Xena consigo y habrían sido imparables. Suspiró de nuevo y desapareció, de repente más interesado en descubrir lo que había detrás de sus inquietantes pensamientos que en seguir observando una batalla que se había hecho aburrida y previsible. Como no sabía qué estaba buscando, Ares tardó un poco en encontrar la causa de su emoción. Y cuando la encontró, se sintió bastante alarmado. —¿Bacantes? —se dijo—. Creía que nos habíamos librado de ellas cuando Xena destruyó a Baco. Me pregunto si los romanos... —Se quedó en silencio, absorbiendo la destrucción total de la que habían sido objeto los cuerpos tirados alrededor de la biblioteca. No creía que nadie, aparte de un dios, pudiera identificar lo que quedaba como seres humanos, y mucho menos

darles nombre. Se preguntó por un instante si los cuerpos habían sido profanados como advertencia. Luego sacudió la cabeza y volvió a lo que quedaba de la batalla de Alejandría.

Gabrielle no perdió el tiempo con delicadezas con los soldados que se habían acercado y ahora la rodeaban. Era una pura cuestión de vida o muerte: la vida de ella y la muerte de ellos. Por desgracia, ninguno de ellos era lo bastante inteligente para darse cuenta de que la mujer menuda que tenían delante era algo más de lo que parecía y dedicaron un rato a intercambiar comentarios lascivos sobre ella. Por fin, Gabrielle se hartó y, sin previo aviso, se lanzó. Los cuerpos de los soldados quedaron hechos trizas, irreconocibles cuando acabó con ellos, tras desatar la furia acumulada durante siglos contra Roma sin el menor atisbo de misericordia. No tardó mucho y cuando terminó, Gabrielle se alejó pensando que necesitaba darse un baño para librarse del hedor de Roma que ahora impregnaba su piel como un recordatorio tangible de lo que había hecho. Su mente se negaba a pensar en ello y la parte de sí misma que necesitaba sangre para saciarse se regodeaba en ello. Hacía años que no sentía tal satisfacción y nunca le había resultado tan gratificante. Gabrielle sabía en el fondo de su alma que se sentiría enferma en cuanto su mente tuviera la oportunidad de asimilar lo que había ocurrido, el ser en que se había transformado y lo que había hecho al transformarse en ese ser, pero por ahora, se conformaba con la situación tal y como estaba. Llegó a la posada y advirtió que parecía abandonada. Dudó y se miró, pues sabía que el espectro de su aspecto era causa de pesadillas. En lugar de entrar en ese instante, hizo una breve parada en la sala de baños, dejó caer su ropa fuera y cerró la puerta con pestillo al cruzar el umbral. Alejandría tenía uno de los sistemas de cañerías más cómodos que había visto en su vida y se aprovechó de que esta posada en concreto tuviera duchas calientes. Gabrielle se quedó largos minutos debajo del chorro de agua, dejando que se llevara la sangre y los despojos que cubrían su cuerpo. Luego

cogió el jabón disponible y se frotó, rascándose la piel con un afán frenético por limpiarse hasta que se le quedó irritada y a punto de sangrar. Sólo si pasaba un tiempo respirando y meditando, podría controlar ese impulso, y terminó rápidamente y salió de la ducha, envolviéndose el cuerpo desnudo con una toalla antes de salir de la estancia. Cogió el zurrón que llevaba siempre encima por costumbre y limpió de sangre la superficie de cuero. Luego fue a enfrentarse a las amazonas una vez más.

Gabrielle entró en su habitación, agradecida de estar sola. Las demás amazonas se habían empeñado en que su categoría como reina exigía que tuviera derecho a una habitación privada y Gabrielle no tuvo inconveniente en permitírselo. Se había habituado a su existencia solitaria y sabía que acostumbrarse a compartir la habitación después de tanto tiempo con alguien que no fuera Xena le resultaría bastante extraño e incómodo. Sacó ropa limpia, contenta de haber hecho que la mayoría de su ropa siguiera la tradición samurai de llevar pantalones debajo de la falda. Gabrielle había renunciado a este estilo desde su llegada a Alejandría, eligiendo en cambio la toga que aquí era más habitual. Ahora, sin embargo, como sabía que iba a ser difícil llegar al barco, suponiendo que siguiera en el puerto, se puso el atuendo de guerrera creado para ella por un maestro, siglos atrás. Cuando terminó, Gabrielle se colocó delante del pequeño espejo y contempló el reflejo de una persona que hacía mucho tiempo que no era. Tenía el pelo tal vez un poco más largo y más dorado, pero la persona que la miraba era la misma que había estado en el Monte Fuji viendo cómo se ponía el sol. El día en que todo cambió, pensó distraída, sabiendo que una sola decisión era la responsable de la vejez que ahora se veía en sus ojos. Aunque su inmortalidad era lo que le daba la oportunidad de ver y hacer lo que había hecho y visto desde entonces, estar sola era lo que le hacía sentir el peso de todos y cada uno de los años que ya había vivido y de todos los años por los que todavía tenía que pasar.

Gabrielle suspiró, consciente de lo infructuosas que eran estas reflexiones, pero incapaz de detenerlas. La melancolía iba a empeorar hasta que lograra superar la oscuridad que la había dominado y ahora mismo no había tiempo para ponerse a ello. Ahora mismo su responsabilidad eran las amazonas y conseguir llevarlas al puerto para ponerlas a salvo lo más deprisa que le fuera posible. Gabrielle irguió los hombros, abrió la puerta y estuvo a punto de chocarse con una mensajera que estaba fuera con la mano preparada para llamar. —¿Nadine? La mujer se sonrojó y se inclinó. —Mi reina. Gabrielle adaptó rápidamente sus planes mentales, pues sabía que si Nadine estaba aquí, eso quería decir que el segundo barco ya había llegado. Se alegraba de haber tenido la previsión de explicar a la segunda tripulación dónde tenían pensado estar exactamente y cómo encontrarlas fácilmente si no estaban allí. —¿Cuándo habéis llegado? ¿Y dónde está el barco? —preguntó Gabrielle mientras cruzaban el pasillo y llamaba a la puerta antes de abrirla. Dos amazonas la detuvieron con las espadas en alto antes de darse cuenta de quién era y asintieron para dejarla pasar. Gabrielle asintió a su vez, aprobando su disciplina y su forma de proteger a sus hermanas amazonas. —¿Cómo está? —preguntó Gabrielle en voz baja al llegar a la cama donde yacía Demetria. —Un poco mejor, creo —replicó Tyra, que continuó con cierta incomodidad—: Tu rapidez al actuar fuera de la biblioteca seguramente le ha salvado la vida. Gabrielle aceptó las palabras en silencio, sabiendo que era una concesión mayor de la que esperaba recibir de esta amazona concreta. En cambio, se volvió hacia la mujer que la había acompañado al interior de la habitación.

—Tenemos que salir de aquí y llegar al barco lo más deprisa posible. Nadine asintió. —La capitana Eulee ha encontrado una cala subiendo un poco por la costa. Es un paseo, pero era el lugar más seguro donde nos podíamos esconder sin perder la esperanza de encontraros y sacaros a todas de aquí sanas y salvas. Podemos marcharnos en cuanto estéis listas. Tyra intervino. —¿Y nuestro barco? Nadine hizo un gesto negativo con la cabeza. —Es imposible saberlo y aún más difícil entrar ahora mismo en el puerto. Está plagado de romanos y en llamas. —No les contó la discusión que hubo a bordo de su propio barco cuando vieron el caos que reinaba en la ciudad mucho antes de llegar a ella. Sólo cuando la capitana encontró un lugar donde podían desembarcar sin ser vistas, acordaron ir a tierra en busca de Gabrielle y sus hermanas—. Vamos a estar un poco apretadas —dijo, indicando que su escala en las islas de Ceilán había tenido mucho éxito—, pero creo que dadas las circunstancias, todo el mundo lo superará. Pero tenemos que irnos ya. Sé que a todo el mundo le preocupaba un poco la idea de quedarnos atrapadas aquí. Gabrielle asintió y volvió a asumir el mando. —Si ya lo tenéis todo recogido y estáis listas —dijo, fijándose en los morrales que había encima de la mesita—, podemos ponernos en marcha. Vosotras dos, —indicó a las que estaban más cerca de la puerta—, coged las cosas. Tyra, Nadine y tú llevad la litera. Eso nos deja a Lisset y a mí para avanzar por delante y proteger la retaguardia. Bueno, Nadine, ¿dónde está el barco exactamente? Mientras la pequeña exploradora le daba a Gabrielle las indicaciones que necesitaba para encontrar el barco, el resto del pequeño contingente se preparó para marchar. Y al cabo de un momento, el grupo salió y se alejó de lo que quedaba de la otrora gran ciudad de Alejandría.

Avanzaban deprisa y Gabrielle se aseguraba de que no se encontraban con nadie ni con nada dispuesto a detenerlas. Le habían dado a Demetria una pócima curativa para dormirla y que pudiera hacer el viaje cómodamente inconsciente. Nadine daba indicaciones a Gabrielle de vez en cuando, asegurándose de que seguían en el buen camino. Y poco a poco, el pequeño grupo llegó a la orilla. La brisa que les traía el olor acre del salitre era refrescante y las ayudó a acelerar el paso, pues sabían que su medio para huir estaba cerca. Justo cuando vieron el barco a lo lejos, una lluvia de pétalos de rosa anunció la llegada de una visita inesperada. —¡Hola, chatunga! —Cogió a Gabrielle entre sus brazos para estrecharla con fuerza—. ¿Cómo estás? ¡Jo, pero como te he superechado de menos! ¿Dónde has estado, o sea? —Miró a su alrededor y vio a la capitana herida en la litera—. Uuuh, ¿pero que le ha pasado a esa nena? Las amazonas se detuvieron ante la repentina aparición, pues nunca habían visto a un dios en carne y hueso. Gabrielle no sabía si alegrarse o irritarse. Se soltó de los brazos de Dita. —Hola, Dita —contestó Gabrielle con cierta rigidez—. ¿Podemos hablar dentro de un momento? Tengo que llevar a estas chicas a ese barco de ahí para que puedan salir de aquí. —Oh, no hay problema —contestó la diosa, chasqueando los dedos. En un abrir y cerrar de ojos, el pequeño grupo pasó del otro extremo de la playa a la cubierta del barco—. Ya está, preciosidad. Todas presentes y en orden. —Mm, gracias, Afrodita —dijo Gabrielle mientras las amazonas que había en cubierta bajaban poco a poco las armas al reconocer a sus compañeras—. Mm, deja que instale a esta gente y luego, mm, ¿tal vez podemos hablar? La diosa asintió y se colocó junto a la litera de Demetria. Las amazonas se apartaron respetuosamente, pero observaron con atención mientras Afrodita apartaba con delicadeza el pelo de la cara de la mujer inconsciente. Sus manos bajaron por el cuerpo de la capitana hasta que llegaron a la herida y se quedaron ahí largo rato. Sin decir palabra, Dita se apartó de la mujer y se alejó sola hacia la proa.

Se levantó un murmullo entre las amazonas, la mayoría de las cuales estaban asombradas de haber visto a una diosa en persona. Gabrielle se puso a dar instrucciones y al cabo de un momento, las amazonas se dispusieron a preparar el barco para zarpar. Eulee sólo tardó un momento en acomodar a todo el mundo. Iban a ir muy apretadas en el viaje de vuelta a casa, pero al menos volvían todas y se les había unido un nuevo grupo de hermanas. Justo cuando estaban a punto de levar el ancla, Gabrielle se situó ante ellas. —Os deseo a todas un buen viaje. Espero que sea rápido y seguro. —Entonces, ¿tú no vas a volver a casa con nosotras? —No, Dita y yo tenemos que ponernos al día. Hace tiempo que no nos vemos. Espero volver más adelante. —Gabrielle miró directamente a Tyra al hablar y la amazona inclinó la cabeza asintiendo. Tanto ella como las demás guardarían el secreto de Gabrielle. —Reina Gabrielle, ¿ésa es de verdad la diosa del amor? Afrodita se dio entonces la vuelta para mirar a la masa de amazonas y avanzó hasta ponerse al lado de Gabrielle. —¡Ya lo creo, nena! Hubo algunos murmullos más entre las mujeres y Dita hasta se sonrojó al oír algunos de los comentarios. Gabrielle se rió por lo bajo, aunque también se sonrojó. Dita carraspeó. —Bueno, ha sido super... mm... bueno, no divertido, pero sí diferente. ¡Moláis todo! Me aseguraré de que salís de aquí sanas y salvas. —Y con una lluvia de chispas y pétalos de rosa, Gabrielle y ella desaparecieron.

Capítulo XIII

El Monte Olimpo no había cambiado mucho durante los trescientos ciclos que habían transcurrido desde su última visita, pensó Gabrielle distraída mientras miraba por la ventana. No sabía muy bien qué estaba mirando: era una bonita escena exterior de un lugar donde no había estado nunca. Unas bellas playas de arena blanca se fundían con la hierba verde que llevaba a un lago donde una cascada caía por la ladera de una montaña. —Es total, ¿verdad? —preguntó Dita al entrar en la habitación—. Puse todas mis cosas prefes en una sola imagen para poder mirar fuera y ver siempre lo que quería. Gabrielle asintió sin volverse. —Es bonito —comentó distraída, dejando que la brisa le agitara el pelo. Afrodita se puso detrás de ella y posó una mano en los cabellos más largos. —¿Te pasa algo, Gabs? Has cambiado cantidad, aunque tu pelo me recuerda mucho a esa chiquilla de Potedaia. —Afrodita esperó un momento, luego respiró hondo y se lanzó—. Te he echado muchísimo de menos. No tienes ni idea de la sorpresa que me llevé cuando apareciste en mi cuenco de las visiones hace un rato. ¿Dónde has estado, nena? Afrodita notó el temblor de los hombros y sin decir nada más, dio la vuelta a Gabrielle y abrazó a la bardo. Por primera vez desde hacía una eternidad, Gabrielle correspondió plenamente al abrazo de otro ser y lloró en silencio como si se le estuviera partiendo el corazón. Dita no pudo controlar las lágrimas que le llenaron los ojos y se las secó cuando Gabrielle se apartó de sus brazos. —¿Quieres hablar? —fue lo único que dijo. Gabrielle asintió. —Me gustaría. Sería agradable poder hablar con alguien que comprende la inmortalidad y lo que es realmente una eternidad. Dita asintió, pero no dijo nada. Llevaba viva una eternidad cuando Gabrielle nació, y sin embargo, qué distinto debe de ser para ella, pensó la diosa. Yo nací inmortal, con los poderes de una diosa y un propósito inmortal

en la vida. Gabrielle nació con la esperanza de vivir y morir como corresponde a la naturaleza humana. En cambio, las hizo aparecer a las dos en su lugar preferido para relajarse: la bañera caliente, con chorros de agua y burbujas rosas incluidos. Con un suspiro, se acomodó y esperó a que Gabrielle hablara, sin comprender hasta ese momento cuánto había echado de menos sus conversaciones con la bardo. Una idea repentina hizo que Dita se incorporara de golpe y derramara burbujas por todas partes. Gabrielle la miró con cierto sobresalto. —Perdona, nena. Es que se me acaba de ocurrir una cosa. — Desapareció y un instante después volvió a aparecer. Gabrielle parpadeó confusa por su repentino estallido de energía—. Chachi. Ahora ya estamos preparadas para charlar como es debido. Es que tenía que asegurarme de que Ares no venga por el morro, ya sabes, o sea. —¿Morro? —Sí, ya sabes... presentarse sin invitación. Hoy casi te pilla, que lo sepas. Así te he encontrado yo. —¿Así me has encontrado? —Gabrielle empezaba a sentirse muy poco inteligente. No sabía si era por ella o por Afrodita o por su agotamiento o porque su mente estaba empezando a revivir el episodio de esa noche, pero fuera cual fuese la causa, su coherencia no estaba a la altura de las circunstancias y lo único que conseguía era repetir las partes pertinentes de lo que le decía Dita. —Sí, ya sabes, es que desapareciste totalmente, o sea. No llevaste a las amazonas a esa islita tan guay. Lo comprobé una y otra vez. Incluso miré en todas esas otras islitas y no te encontré, o sea. ¿Dónde fuiste, nena? Gabrielle tragó con fuerza. —¿No te olvidaste de mí? —preguntó con un hilito de voz. —Ni hablar, preciosidad. ¿Por qué iba a hacer una cosa tan cutre? —La diosa alargó la mano y apartó el flequillo de la cara de Gabrielle, dándole un ligero beso en la frente—. Eres mi amiga.

Los acontecimientos de la noche y trescientos años de soledad alcanzaron a Gabrielle de una forma muy repentina y violenta. —Creo que voy a vomitar —dijo, y salió corriendo de la bañera. Afrodita la siguió, la tapó, le secó la cara y le dio un poco de agua cuando terminó. Luego las vistió a las dos y las hizo aparecer en la habitación de sus aposentos que había reservado para Gabrielle. Con ternura, arropó a la bardo y se trasladó a su propia habitación, reflexionando sobre la reacción de Gabrielle. Se levantó dos veces para calmar las pesadillas que atormentaban el sueño de Gabrielle. Tardó mucho tiempo en cerrar los ojos para descansar.

Gabrielle no tenía modo de saber cuánto tiempo había pasado cuando por fin abrió los ojos. Había acabado profundamente dormida sin soñar, aunque sus pesadillas regresaron vívidamente a la luz del día. Cerró los ojos y aguantó hasta que se le pasaron las náuseas. Sabía que irían desapareciendo con el tiempo. Pero lo que deseaba era no tenerlas en absoluto. Con un suspiro, la bardo se levantó de la cama y se dirigió a la ducha que Dita había instalado para ella, después de que comentara cuánto echaba de menos las cascadas que Xena y ella habían compartido. No era lo mismo, claro: faltaba Xena y el agua era agradablemente cálida, pero le gustó de todas formas, y salió de ella sintiéndose mejor de lo que se sentía desde hacía tiempo. Gabrielle investigó un poco su habitación y descubrió que Afrodita había dispuesto las cosas para que estuviera a gusto. La consideración de la diosa estuvo a punto de hacerla llorar de nuevo, pero sacudió la cabeza y se vistió, dispuesta a encontrar a su amiga. Llevaban separadas demasiado tiempo y tenían mucho de que hablar. Afrodita apartó la mirada de su cuenco de las visiones cuando Gabrielle llamó con timidez a la puerta, se quitó las gafas y contempló a la bardo sin tapujos. Lo que vio la hizo sonreír con tristeza. La inmortalidad se estaba cobrando un precio en Gabrielle, como revelaba la vejez de sus ojos. Pero tenía mejor aspecto tras haber dormido toda la noche y estaba tan en forma y esbelta como la recordaba Afrodita en su juventud. Dita sonrió. Recordaba bien a varios de los dioses que se dedicaban a observar al dúo para ver si Gabrielle iba a perder un poco más de ropa cada vez que obtenía un atuendo nuevo.

Gabrielle se fijó en la extraña sonrisa y se preguntó a qué se debería. Pero no tardó en olvidarlo, porque Afrodita le dijo que entrara en la sala de trabajo. Sin dudarlo más y segura de que era bien recibida, Gabrielle fue derecha a los brazos de Afrodita y la estrechó con fuerza. —Buenos días, cosita —dijo la diosa a través del nudo que tenía en la garganta. La muestra de afecto era totalmente inesperada y sabía que, viniendo de Gabrielle, detrás de ese gesto había una auténtica amistad. Besó a la bardo en la cabeza y le alisó el pelo al tiempo que se echaba hacia atrás ligeramente para atrapar esos ojos verdes con los suyos—. Esta mañana tienes mejor aspecto. ¿Cómo te encuentras? —Mejor. Me alegro de estar aquí. Te he echado de menos. —¡Oh, nena! —La volvió a abrazar con fuerza por un instante—. Yo también te he echado de menos. —Dita retrocedió, cogió a Gabrielle de la mano y la apartó del cuenco de las visiones para llevarla a una mesa cargada con todas las viandas preferidas de Gabrielle, o al menos, las que conocía Afrodita. Comieron un rato en silencio y por fin Gabrielle se reclinó y miró a Afrodita directamente a los ojos. —Te debo una disculpa. El rostro de Dita se llenó de confusión. —¿Sí? ¿Por qué? Gabrielle miró su plato, dejó el pan y juntó las manos en el regazo. —Por dudar de ti. Sabía que tendrías que buscarnos cuando nos desviamos tanto de nuestro curso, pero cuando fueron pasando los años y no apareciste, pensé que estabas... —Encogió los delgados hombros—. No sé... demasiado ocupada, o que te habías olvidado de mí. Afrodita se mordió los labios, controlando la sonrisa triste que le provocaba el aspecto desamparado que tenía Gabrielle en este momento. Siempre había sabido que la bardo era una persona de carácter fuerte, independiente y con voluntad de hierro, y el hecho de que siguiera cuerda después de trescientos años de soledad casi total era la prueba de ello. Pero

hasta ella... por Hades, sobre todo ella comprendía lo solitaria que podía ser la inmortalidad. Y admiraba el valor de Gabrielle al reconocer que necesitaba una amiga que lo comprendiera. A los olímpicos les había hecho falta que llegara el Crepúsculo para reconocer que tenían necesidades, y hasta en ese momento lo habían estropeado todo de tal modo que casi supuso su aniquilación. Dita se levantó de su silla y rodeó la mesa para arrodillarse al lado de Gabrielle. Alargó una mano y le levantó la barbilla a Gabrielle para mirarla a los ojos, al tiempo que cubría las manos unidas de la bardo con la otra. —Oh, nena, jamás me he olvidado de ti, igual que tú no te has olvidado de mí. Es que no lograba encontrarte. Desapareciste por completo de mi pantalla. En cuanto te encontré, aparecí ante ti. Y debo decirte, colega, que no sabes el gusto que me dio verte. Gabrielle dirigió a Afrodita una sonrisa auténtica, aunque llorosa. —¿De verdad? —Absolutamente. Me alegré muchísimo de volver a verte. —Hizo una pausa, apartó el flequillo de los ojos de Gabrielle e hizo aparecer una silla debajo de ella—. Ya estoy un poco mayor para estar de rodillas. —Se animó al oír la risa suave de Gabrielle—. Bueno, dime dónde has estado... qué ha pasado. Y por primera vez desde hacía mucho tiempo, Gabrielle adoptó su personalidad de bardo y con placer y entusiasmo contó la historia del viaje de las amazonas a su nueva patria. Afrodita se sintió por turnos emocionada, horrorizada, apabullada y feliz. El relato se volvió melancólico cuando Gabrielle habló de las amigas que habían pasado al más allá. Afrodita sentía la soledad del alma de Gabrielle, y maldijo de nuevo a su hermano por la difícil situación en la que ahora se encontraban todos, pero especialmente Gabrielle. Vio que Gabrielle se había retirado del mundo que la rodeaba para intentar hacer frente a su aislamiento del mundo mortal tal y como lo había conocido. Se sentía picada por la curiosidad, y cuando la bardo hizo una pausa, Afrodita intervino. —¿Y qué te ha hecho volver a salir, Gab? O sea, parece que estabas instalada totalmente en tu nuevo territorio.

Gabrielle se rió por lo bajo. —Creo que habría acabado saliendo de todas formas. Me empezaba a sentir... mm... encerrada. Pero hubo una crisis en la Nación que nos obligó a salir al mundo y entonces, una vez más, Roma —su tono se endureció—, destruyó años de conocimientos y semanas de duro trabajo. Dita arrugó el entrecejo, preocupada. —¿Qué clase de crisis? A lo mejor puedo ayudar. —No sé... Afrodita se sintió profundamente herida por la falta de fe de Gabrielle en ella y sus capacidades. —Vamos, Gab... al menos déjame intentarlo. —Oh, no, Afrodita. —Gabrielle agitó una mano para interrumpir lo que iba a decir la diosa y luego cogió las manos de Dita con delicadeza—. Lo siento. No pretendía despreciarte a ti ni a tus capacidades. ¡Tú sabes que me pareces superguay! Afrodita no pudo evitar echarse a reír y olvidarse de su enfado cuando Gabrielle le sonrió con total sinceridad en esos grandes ojos verdes y un rubor monísimo. Se inclinó y besó a Gabrielle en la frente y todo quedó perdonado entre ellas. —Vale, ¿entonces...? —No sé qué clase de crisis. Es decir, habíamos venido para buscar una cura para una enfermedad que estaba matando poco a poco a la Nación. Yo traía una lista de síntomas como guía, pero aún no habíamos descubierto lo que era y mucho menos cómo curarlo —dijo con bastante amargura—. Supongo que he vuelto a fallar a la Nación. Dita se levantó y cogió sus gafas, un poco molesta porque en realidad las necesitaba más de lo que quería reconocer. Alargó una mano hacia Gabrielle, que la cogió y se levantó con expresión interrogante.

—Vamos. Seguro que podemos solucionarlo. Al fin y al cabo... aquí tengo la biblioteca olímpica a mi disposición, y si eso no funciona, siempre podemos ir a Roma. Gabrielle arrugó la cara con asco. —Claro, que a lo mejor no —replicó Dita alegremente y tiró de la mujer más menuda para llevarla a su mesa. Gabrielle se habría sentado a un lado de la mesa, pero Afrodita siguió tirando de ella hasta llevarla al lado donde ella trabajaba. Agitando la mano, hizo aparecer un mapa del mundo conocido encima de la mesa. Gabrielle se quedó mirándolo, intrigada por la forma en que parecía estar iluminado desde dentro y preguntándose cómo se conseguía. Pero volvió a prestar atención al mapa mismo cuando Afrodita empezó a hablar de nuevo. —Vale, preciosidad. Éste es el mundo tal y como lo conocemos: Grecia, Britania y Escandinavia, Roma, Galia, Egipto, India y Chin. —Fue señalando cada uno de los lugares en el mapa y omitió Japa deliberadamente. No hay necesidad ahora de sacar a la luz esos recuerdos. En los cuadrados que quedaban en el mapa no había nada más que agua y nubes—. Éstas son las islas de Ceilán. —Indicó su destino original—. Así que, ¿dónde estabas? Gabrielle miró el mapa, luego levantó la vista hacia el techo y cerró los ojos. —Hicimos cartas de navegación cuando nos dimos cuenta de que no nos dirigíamos donde creíamos. Y las actualizamos en el viaje de regreso a Egipto. —La bardo arrugó la frente pensando—. Era rarísimo... todas las estrellas que conocía tan bien cuando estaba con Xena habían cambiado. Algunas estaban del revés y otras habían desaparecido por completo. Y había algunas nuevas que no había visto en mi vida. Gabrielle abrió los ojos y volvió a mirar el mapa. —Por lo que pudimos averiguar, acabamos en un lugar que estaba más o menos... —Señaló una zona que casi se salía del mapa cubierto de nubes—. Aquí. Afrodita enarcó las cejas hasta el nacimiento del pelo.

—¿Estás segura? —¿Puedes...? —Gabrielle indicó el techo—. ¿Puedes poner las estrellas encima de nosotras? Dita la miró extrañada y luego hizo un gesto para que aparecieran las constelaciones en lo alto. Gabrielle estudió el cielo, dando vueltas hasta que estuvo segura. —Vale —dijo, sacando un trozo de pergamino de su zurrón—. Éste es el aspecto que tienen en la patria de las amazonas. Afrodita cogió el pergamino, lo estudió y cambió el cielo que tenía encima hasta que se pareció al dibujo que tenía en las manos. —¿Así? Gabrielle lo observó atentamente y por fin asintió. —Sí. Dita se quitó las gafas y mordisqueó pensativa la patilla. —Pues muy bien. Tenemos que dirigir la red divina mundial un poco hacia el sureste para ver si conseguimos una lectura de este sitio nuevo tan molón. Vamos. Se trasladaron a la zona donde estaba la rdm y Dita encendió la pantalla. —Vale... si hacemos... —Giró un mando y pulsó un par de botones—. Y luego hacemos... —Otro botón—. Y luego... —Apuntó a la pantalla con su cajita negra—. Deberíamos... —Esperó un momento y luego pegó una palmada en un lado del monitor—. Ah, sí —dijo Dita cuando la imagen apareció claramente—. Guay. Vale, a ver si encontramos a unas amazonas. Gabrielle se quedó mirando fascinada cuando las conocidas orillas de la Nación aparecieron en pantalla.

—Chachi —dijo Dita—. Parece que has acertado totalmente, preciosidad. Genial. Ahora, a ver si descubrimos qué les pasa a estas supernenas y cómo arreglarlo, o sea. Fueron pasando por encima de la Nación hasta que llegaron a la cabaña de la sanadora. Pasaron a la cabaña de la regente, al comedor, donde en ese momento del día sólo estaban las cocineras, y por fin llegaron a la sala del consejo. Aquí estaban sentadas las dirigentes de la aldea, incluida la sanadora, que en ese momento estaba respondiendo a una pregunta de otro de los miembros del consejo. —Bueno, estoy segura de que lo que traigan la reina Gabrielle y las demás nos será de ayuda si alguna vez vuelve a suceder, pero esperemos que haya quedado destruido por el incendio que arrasó la llanura oriental justo cuando se marcharon. —¿Así que crees que se limitaba a esa zona exclusivamente? —Eso parece, regente Cylla. Era el único punto en común que tenían todas las víctimas. Todavía no sabemos qué lo causó. Buitu parece pensar, y yo también, la verdad, que el fuego lo ha eliminado. Pero tardaremos un tiempo en estar seguras. Cylla se pasó las manos por el pelo oscuro. —Bueno, pues con algo de suerte, el fuego ha acabado con ello. Al menos, por ahora ha desaparecido, y la llanura oriental queda prohibida hasta nuevo aviso. Tal vez la reina pueda identificar el problema y así sabremos qué buscar si la cosa empieza de nuevo. Dita notó más que vio cómo se le hundían los hombros a Gabrielle. —Bueno —comentó alegremente—, la buena noticia es que vuestra plaga parece que se ha solucionado sola. Gabrielle asintió abatida. —La mala noticia es que no les he dado nada y después de lo que ha pasado... —Se interrumpió y Dita no tardó en intervenir.

—¿Qué ha pasado? Sé que, o sea, hiciste algo superfuerte que llamó la atención de Ares, pero me perdí un montón de cosas mientras te buscaba cuando te vi aparecer en mi pantalla, ya sabes. Gabrielle suspiró y se le hundieron los hombros incluso más que antes. —Las amazonas han descubierto la verdad que hay detrás de mi inmortalidad. —Oh —fue lo único que dijo Dita, pero en esa sola exclamación se encerraba un mundo de expresividad. —Sí, oh —repitió Gabrielle—. Ya había decidido quedarme, para ver si aún te acordabas de mí o lo que fuera —dijo encogiéndose levemente de hombros—, pero... —Pero esto ha sido como si alguien hubiera tomado la decisión por ti. —Sí, y sé que lo que necesitábamos estaba allí, en alguna parte. Lo habríamos encontrado. —Sonrió un poco—. Aunque era frustrante... por eso no estábamos en la biblioteca cuando se incendió. Necesitábamos descansar un poco. Afrodita se quedó ensimismada un momento y Gabrielle volvió a pensar en lo que había ocurrido y en lo que podría haber hecho de otra forma. De repente, Dita se levantó y volvió a coger a Gabrielle de la mano. —Vamos. Tengo una idea. Fueron a la inmensa biblioteca que había en el Olimpo y las dos estornudaron violentamente por la cantidad de polvo que había en la gran sala. —Parece que este sitio no se usa mucho —comentó Gabrielle con humor al tiempo que se frotaba las manos para librarse de la mugre. —Mm, no —contestó Dita encogiéndose de hombros con aire cohibido—. La verdad es que no recuerdo cuándo fue la última vez que estuve aquí. Mmm —dijo, contemplando las torres de estantes. Entonces pareció tomar una decisión—. Ven —dijo Dita, llevando a Gabrielle hasta una consola—. ¡Uuh! ¡Qué asco! Espera un segundín. —Y agitando la mano, hizo desaparecer sin más siglos de polvo y abandono. Echó otro vistazo, contenta

con la diferencia—. Muuuuucho mejor. Vale, a ver... quiero que te sientes aquí y... Oh, o sea, todavía no sabes escribir con teclado, creo. Apartó el teclado y lo sustituyó por un pergamino, pluma y tinta. Gabrielle se quedó mirando un poco más el extraño instrumento y luego se volvió hacia Dita con una pregunta muy seria. —¿Por qué están todas las letras mezcladas? —Por favorrrr... como si alguien me lo fuera a explicar. Corre el rumor de que era una prueba que se inventó Hera para Zeus, pero la verdad, vete tú a saber. —Se encogió de hombros y agitó las manos—. Bueno, pero eso ahora no tiene la menor importancia. Ahora mismo, preciosidad, quiero que te sientes aquí y escribas superbien cada detalle que recuerdes de esta... cosa... enfermedad... plaga, lo que sea... que estaba jorobando a tus amazonas. Luego lo meteremos en la red y con eso tendremos un apaño, tal que ya. Gabrielle meneó la cabeza, quedándose con las partes importantes de lo que había dicho Dita y olvidándose del resto. Se sentó inmediatamente, mojó la punta de la pluma, metiéndola en el tintero, y se puso a escribir. Se había aprendido los síntomas de memoria. No tardaría mucho. Dita volvió a su sala de trabajo y se quedó bastante sorprendida al ver a Ares esperando fuera de la puerta. —¡Hola, hermano! ¿Cómo lo llevas? Ares se apartó de la pared y se encogió de hombros. —Hacia la izquierda. —Sonrió burlón por la cara que puso Dita al oír su respuesta—. Oye, lo has preguntado. —DI, hermano... DI a tope. Ares soltó una carcajada. —No haber preguntado. Dita se echó a reír. A pesar de que era como un auténtico grano en el culo, quería de verdad a Ares y lo echaba mucho de menos ahora que pasaba tanto tiempo en Roma.

—Sí, es cierto. —Hizo una pausa—. Bueno, ¿qué hay? —Esperaba que Gabrielle se tomara su tiempo antes de volver. —No mucho —contestó él, siguiéndola al interior de su sala de trabajo— . Se me ha ocurrido pasarme a saludarte antes de volver al trabajo. Los romanos me tienen muy ocupado últimamente... o yo los tengo a ellos muy ocupados... —Se encogió de hombros de nuevo e hizo un gesto despreciativo con la mano—. Da igual. Es que, mm... —Dio una patada en el suelo con la punta de la bota y se le puso aire de crío pillado con la mano metida en el tarro de las galletas—. Es que te echaba de menos. —Y no mencionó la extraña sensación que tuvo en Alejandría y que había hecho que se acordara de su casa y de ella. Afrodita estalló en sonrisas y chispas. —Oh, Ares, eres un cielo. —Se le pusieron los ojos algo llorosos—. Yo también te echo de menos... os echo de menos a todos. A veces me siento un poco sola aquí sin nadie. —Bueno, Dita, ya lo sabes... podrías venirte a Roma. —Pero mientras lo decía, supo que no lo haría. —No, ésta es mi casa —dijo suavemente—. Me paso mucho por allí, pero es que no es lo mismo. Ares asintió, pues sabía que era cierto. Los romanos lo tenían mucho más atareado de lo que se había imaginado, pero seguía añorando los viejos tiempos... Grecia y el Olimpo. La abrazó torpemente y luego se apartó, casi avergonzado por lo que parecía una debilidad. —Tengo que volver —dijo—. A lo mejor consigo reunir a algunos de los demás y nos pasamos a hacerte una visita. —¡Oh, qué idea tan supertotal, hermano! ¡Eres guay! Ares no pudo evitar el rubor que tiñó su rostro ni la sonrisita que se le dibujó en los labios. A pesar de sus diferencias, Dita era y siempre sería su preferida. Tenía la capacidad de volverlo loco... de las muchas y diferentes maneras en que era posible hacerlo.

—Tú también. ¡Hasta luego! —Y desapareció con una cortina de fuego azul antes de que ella pudiera responder. Afrodita se quedó clavada en el sitio, contemplando por un instante eterno, con los ojos llenos de lágrimas, el punto donde había estado. Sólo cuando Gabrielle carraspeó detrás de ella, la diosa del amor respiró hondo y se secó los ojos sin mucho disimulo. —Ah, mm... lo siento, Dita. Si es un mal momento... —No, nena. Es un momento perfecto. Es que estaba, mm... —Afrodita se mordió el labio, sin saber muy bien qué decir. Gabrielle se encogió de hombros. —Bueno, he terminado bastante deprisa, pero... —Cuando oí la voz de Ares, pensó, aunque no lo dijo en voz alta—. Decidí echar un vistazo por la biblioteca. —Se le iluminaron los ojos al recordar la emoción—. Podría pasarme días enteros ahí dentro. Dita le dirigió una sonrisa auténtica. —Pues tienes tiempo. Pero primero vamos a ver qué tienes ahí y a ocuparnos de las cosas serias. La diosa volvió a su mesa, quitó el mapa virtual y lo sustituyó por su pantalla de la red divina. Se había llevado una buena sorpresa al descubrir que había tierra más allá del mundo conocido, y Dita se preguntó por un instante qué otras realidades se estaban perdiendo. Luego volvió a concentrarse en la tarea que tenían entre manos. Afrodita se enfrascó de tal modo en lo que estaba haciendo que ni oyó a Gabrielle acercarse hasta que la bardo le puso una mano en el hombro. Dita levantó la mirada, sobresaltada. —Gracias, Afrodita. Gabrielle no dijo nada más que eso, pero en realidad no le hacía falta. Dita comprendió lo que decía y aún más lo que no decía y asintió, aceptando el sentimiento con una sonrisa. Luego respiró hondo.

—Bueno, te voy a ser sincera, nena. No he descubierto gran cosa sobre este tema. Al parecer, esto es algo supernuevo... —Sonrió con tristeza al ver la expresión derrotada de Gabrielle—. Pero voy a investigarlo un poco más. A ver si al menos podemos descubrir el por qué... ya sabes... para evitar que ocurra otra vez. —¿De verdad crees que podemos, Afrodita? —Bueno, creo que si está en la base de pergaminos, podremos. —Se calló, pellizcándose el labio, y continuó—. La mala noticia es que la hemos mantenido fatal, así que... —Se encogió de hombros—. Pero seguiremos intentándolo. —Le dio unas palmaditas a Gabrielle en el brazo—. Bueno —dijo Dita, volviéndose de nuevo hacia la pantalla, pero el fuerte rugido del estómago vacío de Gabrielle interrumpió sus ideas—. Mmm... me parece que será mejor que demos de comer a esa bestia que te ronda por ahí dentro. ¿Te apetece algo concreto? —Xena —afirmó Gabrielle sin pensar, y entonces se puso colorada hasta las raíces del pelo. Se frotó la cara con la mano—. Lo siento, no quería decir eso. Afrodita se echó a reír a carcajadas. —No, pero lo has dicho super en serio, ¿verdad? —Cogió a Gabrielle de la mano y la llevó hacia lo que en cualquier otro lugar se habría llamado cocina. Miró de nuevo a la sonrojada bardo—. Oye, no es nada de lo que te tengas que avergonzar. Creo... no, sé que lo que tenéis vosotras dos es totalmente guay. —Dudó y luego continuó—. Aah... ¿puedo decirte una cosa con total franqueza, así entre amigas? La seriedad de su tono hizo levantar la cabeza a Gabrielle con preocupación y se olvidó de su vergüenza al ver el rostro acalorado de Afrodita. —Puedes decirme lo que quieras. Las chicas tenemos que apoyarnos, ya lo sabes. Afrodita posó la mano en la mejilla de Gabrielle y le dio un beso en la frente. Luego se dio la vuelta y se dirigió hacia la comida. Gabrielle esperó, un poco desconcertada, y luego la siguió con paciencia, pues sabía que Dita

hablaría cuando estuviera preparada. Dita se puso a hurgar para prepararle algo de comer a Gabrielle. —Lo que tenía con Hefi, lo que tengo con Vulcano, que es como se llama ahora... es un tío estupendo y lo quiero mucho. Siempre ha sido bueno y maravilloso. Muy cariñoso y atento y, aunque llevamos siglos juntos, seguimos sintiendo pasión el uno por el otro. —Miró a Gabrielle para ver si estaba prestando atención y luego asintió satisfecha cuando la bardo le hizo un gesto para que continuara. Afrodita le puso delante una fuente de comida, luego rodeó el mostrador y tomó asiento al lado de Gabrielle. Miró a propósito hacia delante en lugar de a Gabrielle, pues no quería influir sus pensamientos y sentimientos con sus expresiones faciales—. Así y todo, con eso de que soy la diosa del amor, me muevo mucho, y nunca, ni una sola vez, jamás he encontrado un amor como el que tenéis Xena y tú. Ni en el mundo ni para mí misma. Me sentía celosa. Gabrielle se atragantó con un poco de comida que se le fue por mal camino al tomar aliento demasiado deprisa. Afrodita se apresuró a darle golpes en la espalda para desatascarla. Por fin, Gabrielle respiró hondo y cogió el agua que le puso Dita delante. —Disculpa... lo siento. ¿Has dicho que estabas celosa? —Sí —contestó Dita, mordiéndose el labio—. Es decir... es que... mira, Gab, los dioses no tienen almas gemelas, y a veces, cuando os veía a Xena y a ti juntas, me entraban celos. Seguramente por eso estábamos todos siempre enredando con vosotras. —¿Intentando que rompiéramos? —preguntó Gabrielle con un susurro angustiado, ahogada casi por la intensidad del dolor que sentía por la soledad de trescientos años y una eternidad de soledad por delante. Por fin, Dita se volvió y miró a Gabrielle, pasándole un brazo por los hombros para reconfortarla. —Mm-mm. Veros juntas, más fuertes y más unidas que antes... era... asombroso. —Sí, hasta esa última vez.

—Bueno, habría sido fabuloso, si la cosa hubiera salido como se suponía que tenía que salir —contestó Dita, y luego hizo un gesto para desechar esos pensamientos—. Supongo que lo que quiero decir es que comprendo que la echas de menos y por qué la echas de menos e incluso hasta cierto punto, comprendo por qué no puedes estar con nadie más. —Dita meneó la cabeza—. Aunque no creo que yo pudiera renunciar a eso. Gabrielle sonrió con aire socarrón, pues quería salir de la depresión en la que se encontraba y tenía ganas de tomarle un poco el pelo a Dita. —Eso es porque nunca has tenido a Xena. Se te quitan las ganas de cualquier otra cosa. Gabrielle se bajó de la banqueta donde había estado sentada y regresó a su habitación. Afrodita se quedó sentada totalmente inmóvil durante un momento, con la mandíbula desencajada por el pasmo. Luego se giró y prácticamente echó a correr para alcanzar a Gabrielle justo cuando abría su puerta. —Oye, Gab, supongo que no querrías... —No. —Ni siquiera... —No. —Pero yo... —No. —Es superguay ver un amor así —dijo Dita dándole otro beso a Gabrielle en la cabeza—. Me alegro de que le haya ocurrido a una tía tan estupenda como tú. Ahora —dijo, antes de que Gabrielle pudiera decir palabra—, ve a descansar un poco. Mañana tenemos mucho que hacer y quiero que estés descansada desde el principio. Gabrielle no se había dado cuenta de que estaba agotada hasta que las palabras salieron de labios de Dita, pero ahora no pudo reprimir el bostezo que amenazaba con romperle la mandíbula. Se echó ligeramente hacia delante y rozó con los labios la mejilla de Afrodita.

—Buenas noches, Dita —dijo, tras lo cual entró en su habitación y cerró la puerta suavemente al pasar. La diosa se quedó totalmente inmóvil otro minuto y por fin dirigió sus pasos hacia su propia habitación. —Y es un mal rollo total que la diosa del amor nunca pueda conocer un amor como ése —susurró abatida antes de pasar a sus dominios.

Gabrielle volvió al presente sobresaltada. Sonrió al recordar cuánto tiempo había tardado en comprender exactamente lo que Afrodita no decía, y se juró ir a visitar a su amiga en cuanto encontrara a Xena y estuvieran juntas en casa de nuevo.

Capítulo XIV

Xena viajó muchos días hacia el este antes de encontrar señales de civilización, o al menos de otra vida, se burló su mente, pues sabía que la civilización era una capa de barniz muy fina para la mayoría de la humanidad. Si le hubieran preguntado por qué viajaba hacia el este, no habría sabido qué responder, salvo que era un instinto muy antiguo que seguía y que las pocas ocasiones en que no había hecho caso de esa sensación interna, lo había pagado muy caro. Sin embargo, ahora se acercaba a las afueras del pueblo, y notó inmediatamente que había llamado la atención de todo el mundo. Las miradas y los susurros la llevaron a colocarse con más firmeza la máscara de guerrera y su expresión se hizo inescrutable mientras sus dos compañeros y ella cruzaban el pueblecito. Era poco más que la aldea que había sido Anfípolis, advirtió con humor. Tan sólo un conjunto de fachadas destartaladas apiñadas en la inmensa pradera. Miró despacio a su alrededor, advirtiendo que la conversación que oía era en un idioma que no entendía. Se le hundieron los hombros internamente, aunque no dio muestras del contratiempo que notaba que iba a ser esto para

su búsqueda. Ya era bastante malo no tener un caballo —la tribu los necesitaba para la guerra y no encontró justificación para llevarse uno para su uso particular, aunque el chamán se lo había ofrecido— y ahora parecía que el tiempo que había dedicado a aprender el idioma de su pueblo adoptivo no había servido de nada. Los sonidos que oía procedentes de los desconocidos que la rodeaban le resultaban ininteligibles. Las palabras podrían ser extrañas, pero Xena reconoció sin dificultad los gestos que indicaban que no era bien recibida en el pueblo. Un joven se adelantó, con claras intenciones en su lenguaje corporal, pero antes de que pudiera tocar a Xena, se encontró con la mano atrapada férreamente entre las fauces de una pantera. El hombre chilló de dolor, pero nadie hizo un gesto para ayudarlo. Estaba claro que esta mujer... guerrera... india... lo que fuera... era mucho más de lo que parecía ser. Xena habló suavemente al felino y éste se volvió y la miró con una expresión que sólo se podía interpretar como incredulidad. Ella lo miró enarcando una ceja, y con un sonoro suspiro de disgusto, la pantera abrió las fauces y soltó al humano, asegurándose de lamerse bien los labios para no perder ni una sola gota de sangre antes de retroceder ligeramente para colocarse al lado de su pareja. —Eh —dijo un anciano canoso desde el fondo del pequeño gentío—. ¿Hablas americano? Xena lo miró confusa, haciendo un gesto negativo con la cabeza. La gente se quedó mirándola un poco más y por fin se alejó, dejándola sola salvo por un hombre de mediana edad y su esposa nativa. —¿Eres cheyén? Xena se señaló a sí misma. —Xena... Natsêhestahe notaxe. La mujer abrió mucho los ojos y se adelantó un paso.