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Índice Portada Portadilla Dedicatoria La historia El principio de un cuento de hadas Memorial Sloan Kettering Rapunzel Madre Gothel Una interrupción de cuento de hadas Memorial Sloan Kettering La reina Arianna Rapunzel Gothel Rapunzel La habitación secreta Memorial Sloan Kettering Rapunzel Rapunzel Rapunzel
Rapunzel Rapunzel y Gina Gothel Rapunzel Memorial Sloan Kettering Rapunzel Rapunzel Rapunzel Memorial Sloan Kettering Rapunzel Rapunzel El capitán Tregsburg Rapunzel Rapunzel Rapunzel Memorial Sloan Kettering Rapunzel Gothel Rapunzel Rapunzel Rapunzel Rapunzel Rapunzel Memorial Sloan Kettering
Rapunzel Gothel Rapunzel Gina y Flynn Rapunzel Flynn y Gina Rapunzel Flynn y Gina Flynn Gina Rapunzel La batalla por el castillo de Bathory Rapunzel Rapunzel Memorial Sloan Kettering Rapunzel Epílogo Memorial Sloan Kettering Nota de la autora Créditos
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Para todos los bibliotecarios de todas partes. No sería la escritora que soy hoy sin los bibliotecarios especiales de mi propia vida: Wunderly Stauder, Peter Salesses, Jane White, Eleanor Malmfeldt y Rita Braswell —L. B.
La historia Las últimas notas de una canción pop se apagaban durante los créditos de la película, y el mundo real volvió a aparecer alrededor de Brendan. En lugar de un reino en el que vivían felices para siempre, lleno de flores, pájaros y reyes y reinas, había un cubículo pequeño y frío en una habitación sin muebles de un color blanco glacial. Dentro, apenas había espacio para una única silla, un carrito pequeño, una torre de bombas de infusión y vías intravenosas, y la cama de hospital en la que estaba estirada su hermana gemela, Daniella. Brendan había intentado alegrar y decorar la habitación como siempre hacía cuando se sentaba con ella durante los tratamientos de quimioterapia. Había colgado luces de colores por encima de la cama (iban a pilas), había puesto un ramo de flores de colores muy chillones en el carrito (eran de mentira, porque el polen y los alérgenos de verdad eran malos para los inmunodeprimidos) y había preparado un montón de bagels y un tubo de queso crema de fresa por si a ella le apetecía comer (cosa que no pasaba nunca). Aquellas cosas mantenían lejos la mayor parte del miedo, pero no toda. No era el peor cáncer. Ni siquiera uno de los veinte peores. Eso no hacía que Brendan se sintiera mejor cuando su hermana, muy débil y muy cansada (que había estado sentada
derecha para ver la película, con los ojos bien abiertos y llenos de interés), volvía a recostarse en sus almohadas, agotada. En medio del silencio después de que se acabara la película, se oía el chasquido de las bombas de infusión intravenosa, que hacían más ruido que todo lo demás. Daniella abrió la boca, pero no llegó a bostezar. —Vale, ver Enredados por tercera vez: ¡hecho! —dijo Brendan con una sonrisa no del todo forzada—. ¿Qué quieres hacer ahora? —¿Me lees algo? —Sus ojos marrones y somnolientos se iluminaron un instante estelar. ¿Cómo iba a negarse a leer para ella? Y entonces Brendan vio el libro que le enseñaba y se le cayó el alma a los pies. —¿En serio? —gruñó—. Acabamos de ver la peli. ¿No podemos leer otra cosa? —No, quiero oír hablar de Rapunzel —contestó Daniella, sacando el labio inferior para fuera (cosa que Brendan en realidad se alegró de ver, porque era algo que su hermana hacía siempre antes)—. Otra vez. A menos que creas que tu hermana de dieciséis años que tiene cáncer no se lo merezca… —Oh. Dios. Mío. —Brendan cogió el libro a regañadientes —. Vale, capto el plan este de regresar a la infancia. Pero ¿por qué Rapunzel? O sea, ¿tanta Rapunzel? Tu pelo es… era negro. Y ahora ni siquiera tienes. Solo su hermano le podía hablar de aquella forma: tenía que hacerlo. Cuando él se mostraba raro y amable y ponía cara de tristeza como su novio y su madre y empleaba las palabras forzadas que utilizaban las enfermeras para evitar decir lo que pasaba realmente, era cuando Daniella se asustaba y se ponía
furiosa. Ninguna de las cosas horribles que le pasaban parecían afectarle tanto como que su irritante hermano fuera dulce y amable. Pero él la había pillado, solo una vez, mirándose en el espejo el poco pelo que le quedaba en la cabeza, lo único que quedaba de su montón de brillantes trenzas africanas. Se le había hinchado la garganta como a los pájaros mientras comen pescado y tragaba saliva una y otra vez para contener las lágrimas. —Lee. El. Libro —fue todo lo que dijo Daniella. Con aire cansado. Estaba haciendo que sus ojos le dispararan rayos láser con la poca energía que le quedaba. Brendan suspiró y abrió el libro por el principio. Estaba temblando. Mantenían las pequeñas habitaciones de quimioterapia frías por alguna razón médica que él no recordaba. Siempre llevaba la vieja colcha de Tiana de Daniella, que en ese momento la cubría a ella junto con las sábanas del hospital que una enfermera amable había esterilizado para que pudiera abrigarse bien. Brendan miró la primera página. Y cerró el libro. —Brendan —dijo Daniella, somnolienta pero impaciente. —¿Qué te parece este? —dijo, teniendo una idea—. Hemos leído este libro como cien veces… —Dos veces —le corrigió Daniella, cerrando los ojos. —¿Y si te lo cuento de otra forma? O sea, a mi manera. Daniella abrió los ojos de golpe; lo fulminó con la mirada, con desconfianza.
—Ya… Vas a hacer que sea una tontería como un piano y saldrán guardias de asalto, o los personajes hacen juramentos, pero después los alienígenas aterrizan y lo estropean todo. —¡No lo haré! Te lo prometo. Nada de tonterías. Será exactamente la misma historia, pero… diferente. Daniella lo miró entrecerrando los ojos. —¿Saldrá la Madre Gothel haciendo de mala? ¿Y Flynn se enamorará de Rapunzel? ¿Y Pascal? ¿Y los tíos de El Patito Frito? ¿Y habrá magia? ¿No habrá robots ni viajes en el tiempo? —Habrá todo eso. Lo prometo. Y nada de robots. —De acuerdo —dijo Daniella. No parecía muy convencida, pero sí que estaba mucho más despierta que antes—. Vamos a probar. —Vale —dijo Brendan con una sonrisa. Abrió el libro como si lo estuviera leyendo—. Érase una vez…
El principio de un cuento de hadas Érase una vez, cuando los cielos todavía tenían algo que ver con lo que pasaba más abajo en la Tierra, el sol brillaba con tanta intensidad que en un buen día de primavera derramó una lágrima de pura alegría. En el lugar en el que cayó aquella gota de luz solar creció una flor dorada y mágica. Brillaba con fuerza y dulzura como el sol de la mañana y tenía el poder de curar a los enfermos y a los heridos. … Pero nunca tuvo la oportunidad de hacerlo. Érase una vez que los que conocían el bosque y estaban desesperados por una cura milagrosa buscaban su magia. Pero una guerra tras otra hicieron estragos en el campo en aquella época oscura y la peste se llevó a generaciones enteras de hechiceras y antiguos ermitaños. Con el paso del tiempo, la Flor Gota de Sol desapareció de la memoria casi por completo. Transcurrieron muchos años. El mundo siguió girando. Pero, al final, una joven lista y malvada, guiada por la historia y los rumores, consiguió encontrar la flor. Se llamaba Gothel. Podría haber hecho muchas cosas con la magia. Podría haberse convertido en una gran curandera o, como mínimo, en una médica muy buscada que atendiera a los ricos y a la realeza. Pero decidió mantener la flor en secreto, usando su magia para detener su envejecimiento, lo que le permitió permanecer eternamente joven.
Pasaron cien años. Volvía a reinar la paz en aquellas tierras. El rey Frederic y la reina Arianna, más justos y sabios de lo que les correspondía por edad, gobernaban bien su reino. Y, al igual que en muchos cuentos de hadas, tenían todo lo que podían desear… excepto hijos. (Aunque aquel hecho fuera evidentemente angustioso para el rey y la reina, la falta de heredero también preocupaba a la gente del reino; sin una línea sucesoria clara, todo acabaría en un caos y un derramamiento de sangre otra vez. Las baronías vecinas siempre estaban agitadas, con sed y afán de ampliar su territorio.) Tras consultar a matronas, médicos, curas y charlatanes, la reina por fin se quedó embarazada. Al principio, hubo una gran alegría en el castillo, pero, por desgracia, como solía pasar demasiado a menudo en aquella época del érase una vez, se puso enferma a medida que se acercaba la fecha para dar a luz y parecía probable que pudiera morir. De nuevo, el rey convocó a matronas, médicos, curas y charlatanes, y fue una anciana la que recordó la historia que su bisabuela le había contado sobre el secreto de la Flor Gota de Sol. El rey envió inmediatamente todos sus caballos y todos sus hombres a peinar el campo en busca de aquella flor mágica y resplandeciente. Cada noche, desde el crepúsculo hasta el amanecer, todos los ciudadanos sanos debían hacer la búsqueda. Lo hacían con mucho gusto, porque el rey y la reina eran buenos y su pueblo quería que fueran felices; con mucho gusto también porque todos querían que hubiera heredero y no volver al caos de los siglos anteriores; con mucho gusto, porque había una enorme recompensa.
Así pues, la flor fue encontrada. Hicieron una tisana para calmar la fiebre de la reina enferma. Al poco tiempo, se recuperó y tuvo a una niña preciosa. Todo el reino lo celebró, ignorando el error que se había cometido. Porque no era la Flor Gota de Sol la que había encontrado aquel campesino que se acababa de hacer rico. Era la Flor Gota de Luna.
Memorial Sloan Kettering —Espera, ¿qué? Daniella bajó los brazos de golpe sobre las sábanas. Las vías intravenosas hicieron ruido, pero, por suerte, no se salió nada del sitio. —La Flor Gota de Luna —repitió Brendan pacientemente —. Cogieron la flor equivocada. Ya te he dicho que la historia iba a ser distinta. —Sí, pero ¿cómo que han cogido la que no era? ¡Es la Flor Gota de Sol! Es dorada, y brilla, y todo eso. Daniella frunció el ceño y cruzó los brazos, arrugando los labios por la estupidez de un personaje que ni siquiera tenía nombre y que ahora probablemente era rico gracias a su error y, como campesino, no sabría ni qué hacer con tantas cabras y oro. —Vale, mira, las dos flores brillan —dijo Brendan, inclinándose hacia delante para defender a su personaje anónimo—. Les dijeron: «Buscad una flor que brilla». Y eso es lo que hicieron. Pero había más de una. Hace tiempo, la luna también derramó una lágrima, o algo así, y una planta creció a partir de ella. Vio aparecer una mirada de comprensión e intriga en los ojos de su hermana. Intentó no deleitarse en su triunfo demasiado abiertamente.
—¿También hay Flores Gota de Estrella? —No sé. Quizá. ¿Por qué no? —¿Qué hace la Flor Gota de Luna que sea distinto? — preguntó Daniella, intentando no sonar impaciente. —¿Por qué no te relajas y escuchas, boba? Ya lo descubrirás —dijo Brendan, volviendo a abrir el libro, esta vez con un poco más de florituras. Su hermana no parecía satisfecha, pero se recostó en las almohadas, tragando saliva una o dos veces ruidosamente. Había algo raro en la quimioterapia que hacía que percibiera el sabor y el olor de cosas que no estaban ahí. Brendan tomó nota para conseguirle más caramelos Sour Patch Kids de la máquina expendedora la próxima vez que hiciera una pausa para ir al baño. No eran los favoritos de su hermana, pero tenían un sabor fuerte y la ayudaban un poco. —De este modo, nació una niña sana, una princesa. Después de esperar una semana (como era costumbre en aquellos días, cuando había una mortalidad infantil elevada) le pusieron nombre: Rapunzel, por el campo de rapónchigos o campanillas donde habían encontrado la flor mágica. Todo el reino lo celebró con alegría; hubo festines, bailes, pícnics y regalos para todos. El rey y la reina lanzaron un farolillo volador al cielo. En aquel momento, todo era perfecto. »Y, de repente, el momento se acabó.
Rapunzel La nueva princesa estaba sana, era vigorosa y vital y no mostraba signos de enfermedad (ni «deseo de escapar del mundo pecaminoso del hombre y volver al cielo», como decían algunos). Rápidamente se le encontró un ama de cría, y con la misma rapidez la despidió la reina Arianna, que quería ocuparse personalmente de la niña. Y ¿quién podía culparla? Rapunzel era graciosa, estaba gordita, con mejillas sonrosadas y le encantaba que le hicieran mimitos. Lo único raro de la recién nacida era el pelo. Era de un precioso color plateado y ya medía varios centímetros de largo cuando nació. La anciana Nanna Bess, encargada de los criados, considerada la madre del castillo, desmintió los rumores supersticiosos sobre sus orígenes potencialmente demoníacos; era su primer pelo, el pelo de bebé, y probablemente se caería en una semana más o menos y sería sustituido con el color verdadero de la niña. Arianna había nacido con una pelusa de color negro azabache que le cubría el cuero cabelludo y al cabo de quince días había desaparecido; un mes después fue sustituido por el cabello castaño que ya se le quedaría. Pero el pelo de Rapunzel era fino y problemático, con tendencia a enredarse en nudos de bebé diminutos muy complicados de quitar (empeorados por una increíble baba y vómito de bebé, que incluso las princesas bebé más preciosas tenían).
El día de su bautizo se marcó como una de las celebraciones más importantes del reino. El rey Frederic, un astrónomo aficionado, se fijó en que aquella noche habría luna nueva; era la noche en la que el cielo era más negro por la falta de la luz de la luna. —¡Deberíamos soltar más farolillos con velas! —declaró el rey—. ¡Deberíamos llenar el cielo de farolillos para celebrarlo! Una caravana comercial llegada desde Oriente había presentado aquellas maravillas en el reino unos meses antes: farolillos de papel pintado con vivos colores que volaban como nubes en el cielo cuando se les encendían las mechas. Frederic les compró todo el lote y les suplicó que volvieran con más. (También compró fuegos artificiales, seda, té y una serie de especias totalmente desconocidas para los cocineros del castillo, que enseguida supieron aprovechar.) Se repartieron farolillos a todas las personas del reino con instrucciones para que los encendieran desde barcos en el puerto en cuanto se pusiera el sol. Todo el territorio se involucró en los preparativos para aquella noche: se colgaron guirnaldas de flores de las casas; los chanci pintaron mandalas alegres en las plazas con tiza. Los músicos afinaron y abrillantaron sus instrumentos, todo el mundo preparó sus mejores vestidos y tabardos, las mujeres se hicieron trenzas en el pelo con brillantes lirios blancos que no podían hacer sombra de ninguna manera al resplandor de la Flor Gota de Sol. (Que era la Flor Gota de Luna.) Sin embargo, la pequeña bebé Rapunzel no estaba disfrutando de sus preparativos para la celebración.
No le importaba llevar el vestido de bautizo blanco que habían confeccionado con la mejor seda una docena de las más hábiles encajeras del país. No se opuso al agua de rosas que rociaron en sus pliegues regordetes para que tuviera el olor dulce que los idiotas imaginaban que debían tener los bebés. Ni siquiera protestó cuando le cortaron con mucho cuidado las uñas diminutas de los dedos para que no se arañara la cara. Lo que no soportó fue todo el alboroto con el pelo. —¿Cómo es posible que una recién nacida ya tenga tantos nudos? —se preguntó Nanna Bess, agarrando bien a Rapunzel mientras la joven criada Lettie intentaba deshacer los enredos con un peine de plata. La reina Arianna las observaba con una sonrisa, alegrándose secretamente de los gritos enérgicos y las patadas sorprendentemente fuertes de su hija. La furia significaba vida, algo que no siempre estaba garantizado en los más jóvenes. La furia significaba una voluntad férrea, algo especialmente útil para las niñas, las mujeres e incluso las reinas, que tenían que luchar por lo que era suyo. El rey Frederic iba de un lado a otro de la habitación con impaciencia, comprobando constantemente el trabajo de la pintora de la corte, que estaba haciendo un esbozo rápido de la escena. Habría sido un comportamiento encantador en un padre primerizo, si no hubiera intentado también que la pobre artista dibujara el primer baño, la primera vez en la cuna real e incluso el primer cambio de pañal real de Rapunzel. —¡No te muevas, preciosa! —suplicó Lettie, intentando coger con cuidado la cabeza de la bebé para que no le hiciera daño el bello peine.
—Tranquila, cariño —dijo Nanna Bess, apoyándose a la bebé en la cadera para hacer que diera saltitos. —Muy bien, solo queda un nudo más y hemos acabado — dijo la criada, apretando los dientes. Puede que tirara del peine un poco fuerte para acabar deprisa. Rapunzel soltó un grito de enfado, haciendo un gesto brusco con la cabeza, con lo que el enredo se quedó atascado en el peine. —¡Oh, cielos! —exclamó Lettie, poniendo la mano en la pobre cabecita enrojecida de la bebé. La cara de Rapunzel también se puso roja. Roja como un tomate por el dolor y el sufrimiento del bebé. Abrió sus preciosos labios rosas y aulló… … y la criada cayó muerta. La habitación se quedó en silencio salvo por la princesa que lloraba, y realmente no era tan fuerte porque, al fin y al cabo, era una recién nacida. —¿Qué…? —El primero en hablar fue el rey, que normalmente siempre guardaba silencio. Uno de los guardias pensó deprisa; se acercó corriendo, se arrodilló y tocó la mejilla de la criada. —Ya se está poniendo fría. Llamen al médico, aunque creo que ya es demasiado tarde. El otro guardia saludó y se fue gritando por los pasillos, pidiendo que llamaran al Signore Dottore Alzi, que trataba a la realeza y al personal. —¡Rapunzel! —exclamó la reina, poniéndose de pie de un salto. Como cualquier madre, confundida y enfrentándose a la violencia, su primer instinto fue coger a su bebé.
Pero Nanna Bess se apartó, agarrando fuerte a la princesa y alejándola de la reina. —Majestad, no —dijo, su mente rápida entendió la situación más deprisa que cualquier otra persona de la habitación, salvo, quizá, el guardia—. Debe mantenerse alejada de ella. —Deme a mi hija —exigió Arianna, un poco de la voluntad de su niña burbujeaba a través de sus aterrorizados ojos negros. —No, mi reina —contestó Nanna Bess con tono firme—. Ocurre algo raro. Ya lo ha visto. Lettie tiró del pelo de Rapunzel y ahora está muerta. A decir verdad, la bebé parece haberse calmado, pero deje que la coja yo hasta que sepamos que es seguro. Arianna se dirigió hacia ellas de todas formas, pero Frederic la retuvo. La artista continuó dibujando la escena: una habitación sombría, silenciosa, llena de caos y desesperación… Y una bebé de mejillas sonrosadas, que ya gorgoteaba y hacía ruiditos alegres para sí misma, había olvidado completamente aquel momento de dolor.
La artista no fue invitada al salón solar del rey, donde continuó la desesperación, aunque ya estuvieran más tranquilos después de meditar y de preocuparse por la situación. Frederic y Arianna se abrazaron fuerte mientras su hija dormía cerca (en la cuna que había sido tallada con madera de serbal para mantenerla alejada de las hadas malas). El Signore Dottore
Alzi estaba allí, así como el cura del castillo y Nanna Bess, y el guardia que había descubierto que Lettie estaba muerta. —Me inclino a pensar que fue un accidente desafortunado —dijo el médico con voz cansada. Llevaba unas gafas de alambre y tenía unos ojos amables—. Quizá esa criada tuviera una afección cardíaca o algo en el cerebro. El estrés del momento hizo que la sangre y los humores de su cuerpo hirvieran y se agitaran hasta que su estado de debilidad ya no pudo aguantar más. —¿Cree que es la primera vez que ella tuvo estrés? — espetó Nanna Bess—. Dígame, Signore, ¿ha hablado alguna vez a una joven y bella sirvienta de una familia pobre? El médico se encogió de hombros. No supo qué contestar. —Esto es obra del diablo —dijo el cura—. Esto es lo que ocurre cuando se confía en plantas mágicas y brujería para la salvación, y no en la palabra de Dios. El rey Frederic se frotó la portentosa frente con aire cansado y apretó el hombro de Arianna, consolándola antes de que ella pudiera reaccionar a aquel comentario. —Usted, guardia —ordenó—. Usted fue el que comprendió primero lo que estaba pasando, yendo a ver a la pobre chica muerta. Dígame lo que vio exactamente. El guardia real Justin Tregsburg (conocido como «Máximus» según la moda romana, porque era el más alto de sus hermanos) era joven, pero con la suficiente experiencia para no mostrar emoción. —Majestad, por lo que vi, pareció que la princesa se enfadó y la criada murió inmediatamente. No vi nada más excepto el hecho de que la criada estaba tocando a la bebé, más
concretamente, su pelo, cuando ocurrió, pero Nanna Bess la tenía en brazos y sobrevivió. No le sabría decir cómo sucedió. —El pelo de la princesa… —Arianna se levantó despacio y fue hasta la cuna. El pelo plateado de Rapunzel (todavía con aquel último nudo) estaba extendido en la almohada a su alrededor, extraño y, sí, poco natural en la niña de dos padres con el pelo tan castaño como la crin de un buen caballo árabe. Pelo de bruja. —Quizá fuera la flor —murmuró el Signore Alzi—. Por supuesto, yo no creo en esas cosas. Arianna es una mujer magnífica y sana que probablemente se recuperó por sí misma, pero supongamos que la Flor Gota de Sol fuera mágica y su esencia se hubiera transferido a la reina al beber la infusión. ¿No sería lógico que la bebé también consumiera su esencia, puesto que ella ingería la misma comida y bebida que su madre mientras estaba embarazada de ella? Arianna y Frederic se miraron preocupados. Inconscientemente, la reina se puso una mano en la barriga, ya vacía de su carga. —Un niño no puede controlar su rabia, majestad —dijo el cura amablemente—, tanto si es obra del demonio como si es fruto de las ridículas ideas científicas de Alzi; si ella tiene el poder para matar, lo volverá a hacer, inconscientemente, igual que los bebés se agitan y se retuercen durante una pataleta. Frederic intentó controlar sus sentimientos frunciendo el ceño y pensando como un rey, tal y como le había enseñado su padre, y su padre antes que él. —Pero ¿qué se puede hacer? ¿Alguno de ustedes tiene alguna idea? ¿Tregsburg?
El guardia parecía incómodo. Había sido criado en el interior del país, con las costumbres de la gente de allí. Y en aquel momento iba vestido como el cazador o verdugo de cualquier cuento de hadas a quien le pedían que se llevara al bebé y… se ocupara de él en el bosque. —Parece que podría presentar un peligro y una amenaza real para usted y la reina, majestad —dijo a regañadientes—. O para Nanna Bess, o cualquier persona que la cuide. Arianna reprimió un sollozo. Nanna Bess miró a la bebé, pensativa. —Pero piénselo. Una princesa con esos poderes… una reina… sería una gobernante poderosa, ¿verdad? Sería digno de ver. —Debe ser criada a salvo —dijo el rey Frederic, repitiendo en voz alta el único pensamiento que estaba claro o tenía algún sentido en su cabeza. —A salvo para ella y para todos los demás —añadió Alzi deprisa. —En una comunidad segura y devota. Con monjas — sugirió el cura. —Quizá con alguien que sepa de este tipo de cosas —dijo el guardia lo más educadamente posible. —¡Es mi niña! —gritó Arianna—. ¡Iré con ella! —Usted es la reina, le ruego me perdone, majestad —dijo Nanna Bess haciendo una reverencia—. Usted tiene una responsabilidad con muchos otros niños. Tiene todo un reino de pequeños, y de sus padres, que necesitan su liderazgo. —No está equivocada —dijo el Signore Alzi.
—Usted es un pastor para su pueblo —dijo el cura. —Quizá la podríamos tener cerca para que la puedas ir a visitar —sugirió el rey Frederic… pero aquella sugerencia señalaba el carácter definitivo de lo que pensaba sobre el asunto—. Hasta que crezca y haya dejado atrás esas cosas… o haya aprendido a controlarse. Arianna le lanzó una mirada asesina llena de su furia nada mágica. Después, perdió el ánimo. —Tregsburg, haga que corra la voz. En secreto, esta vez — ordenó el rey Frederic—. A todas las señoras y bru… mujeres que tengan conocimiento de esas cosas. Cosas mágicas y peligrosas. Encuentre a una que cuide a Rapunzel como si fuera su propia hija y que la enseñe bien, protegiéndola a ella del mundo y al mundo de ella. —Sí, majestad. Por supuesto, majestad —respondió el guardia mientras se cuadraba. —Y ¿qué diremos que ha ocurrido aquí? —preguntó el cura, señalando a la bebé y al cuerpo invisible, intrascendente pero ineludible de la criada. —Diremos que murió intentando salvar a la princesa — sugirió el Signore Alzi—. Que fue un acto noble, pero que llegó demasiado tarde. Una serpiente o un lagarto venenoso las atacó a las dos. (El Signore Alzi había escapado alegremente de la corte insidiosa de los Medici y se había establecido en las tierras menos maquinadoras y venenosas de aquel reino. Sin embargo, había aprendido bien el arte de la mentira, y el poder del rumor y los cotilleos.) —Que así se haga —ordenó Frederic.
Arianna estaba llorando. El rey la estrechó entre sus brazos y permanecieron así hasta que cayó la noche.
Madre Gothel El surtido de señoras, médicos, curas y charlatanes entre los que elegir era mucho más pequeño esa vez porque se necesitaba un conocimiento real sobre la materia, no bastaba con saber las cosas de oídas. En lo referente a la magia, había una diferencia muy pequeña (pero muy significativa) entre «creencia» y «conocimiento». La típica bruja de segunda deseaba en secreto tener poderes como los de la Flor Gota de Sol. Pero, en realidad, lo que hacían era elaborar pociones de amor que no servían para nada para adolescentes ingenuos (mientras dispensaban consejos bastante razonables). Esa clase de brujas no iban a dar el pego en aquella ocasión. Y tampoco quienes leían el futuro en las cartas ni los que hacían trucos para reyes. Los nigromantes estaban descartados. Quedaba una selección de opciones muy reducida cuando, una tarde oscura, una mujer de pelo negro envuelta en una capa apareció en el castillo como si fuera un cuento de hadas. Los guardias desbloquearon y abrieron la puerta, y la mujer ni siquiera les prestó atención porque estaba admirando la sombra que proyectaba su cuerpo esbelto (había que reconocerlo), que parecía más grande por las llamas de las antorchas de la pared. Posaba e inclinaba la cabeza como si fuera una doncella mucho más joven.
—Perdón. Mi pequeña cabaña tiene una luz horrible —dijo con una sonrisa triunfal—. Solo hay velas de sebo y luz del sol para admirar mi figura juvenil. Tregsburg no se sintió atraído por su sonrisa, ni por su precioso y abundante pelo negro, ni por sus grandes ojos. Por otra parte, no tenía los tristemente comunes prejuicios de un campesino; no le importaba si ella era de los Romi o los Judisce o de las montañas o de algún lugar al sur. De todas formas, no le daba buena espina. Tenía la impresión de que había gato encerrado. Aun así, la hizo pasar como a todos los demás. Ella miró los tapices, las armaduras, los adornos de los habitantes nobles, con ojos de interés, pero con una extraña sonrisita en la cara. Como si pensara que todo aquello era encantador pero poco importante: «¡Qué bobos son atesorando estas cosas!». —Majestad —anunció el guardia—, Madre Gothel. —Hermana Gothel, en realidad —corrigió ella enseguida —. No es que no anhele ser madre de mi pequeño bebé algún día, pero… «madre» suena tan… a vieja, ¿verdad? Se acordó de hacer una reverencia en el último minuto. El rey se sentó en la silla más cómoda que no era el trono; la reina estaba sentada, demacrada y pálida, en un diván, y tenía una mano en la cuna. Nanna Bess se paró cerca de ella y puso una mano en el hombro de la reina. El cura y el médico acechaban en las sombras. —Estoy tan contenta porque la reina superara sus dolencias y diera a luz a una niña tan preciosa… —dijo Gothel, poniéndose de puntillas para ver a la bebé—. Después de la tragedia de no encontrar la Flor Gota de Sol…
—Sí que la encontramos —dijo el rey Frederic, confundido, tanto que olvidó el discurso formal que ya había recitado una docena de veces—. Encontramos la flor, la arrancamos, hicimos una infusión con ella y la reina se la bebió, y esa es la causa del problema, creemos. —Mm, ¿qué, majestad? —dijo la mujer, también perpleja —. ¡La Flor Gota de Sol no ha sido arrancada! Todavía tengo… Quiero decir, siento que habría habido una señal o un mal presagio… yo habría tenido, eh, lo habría leído en las hojas de té… —¿Una celebración real y los juglares proclamando la magia de un nacimiento sano no fueron suficiente? —preguntó Nanna Bess con tono malicioso. Haciendo caso omiso de ella, Gothel se acercó a la bebé. Miró a la princesa más intrigada e interesada que antes. —Su pelo… —dijo ella despacio—. Es plateado. No dorado, como uno esperaría si hubiera bebido la esencia de los pétalos dorados. Y ¿seguro que era la Flor Gota de Sol? —Sí, a menos que haya otra flor brillante por ahí fuera —la interrumpió el Signore Alzi con impaciencia. Gothel permaneció en silencio. —La situación es la siguiente —continuó el rey Frederic. Esa era la peor parte del suplicio; contar una y otra vez lo sucedido. Arianna se volvió y hundió la cabeza en el delantal de Nanna Bess como un niño; la anciana la rodeó con los brazos como una madre. Gothel no dijo nada, pero abrió bien sus grandes ojos mientras el rey contaba la verdad sobre Rapunzel y la muerte de Lettie.
Cuando acabó la historia, Gothel estudió a la bebé un momento en silencio antes de hablar. —Ese poder… —murmuró. Entrecerró los ojos, pensativa —. En buenas… o malas manos… Algunos pagarían por un arma tan pequeña y bonita, no la dejarían encerrada… —¿Qué acaba de decir? —preguntó Arianna. Gothel se volvió para estar de cara al rey, con una expresión sombría. —Majestad, tiene razón al estar tan preocupado. El poder de los cielos ahora está terriblemente concentrado en el corazón de esta… ricura de bebé. Debe ser protegida. Pero también debe estar a salvo de quienes la utilizarían para el mal. Aunque sea una tarea peligrosa, sería un honor ocuparme de esta carga como si fuera mía y liberar esta responsabilidad de los hombros de su majestad. —Rapunzel no es una carga —dijo Arianna, con los dedos apretando la cuna—. Es una bebé. No es una responsabilidad, es una niña. —Majestad, se intuye que es una… madre primeriza nerviosa con todos los recursos de todo un reino a su disposición —dijo Gothel con una reverencia y guiñando el ojo a Nanna Bess—. Todos los bebés y los niños son a la vez responsabilidades y cargas… por eso, los que practicamos las artes no solemos tener tiempo para ellos. Nanna Bess no la contradijo, pero se movió incómoda por el tono familiar que empleaba con su señora. —Entonces, ¿usted nunca ha cuidado a un niño? — preguntó el rey Frederic. —Oh, no se deje engañar por este aspecto juvenil —dijo Gothel, riéndose y dando vueltas con coquetería—. Soy
mucho mayor de lo que aparento y he vivido una vida larga y difícil. Sería demasiado largo enumerar todas mis experiencias. —No ha respondido la pregunta —señaló el Signore Alzi. —Ven aquí —dijo Gothel como respuesta, volviéndose hacia la bebé, y se inclinó sobre ella. Acarició a Rapunzel en la mejilla y murmuró palabras dulces… Y, después, la levantó. Todos se quedaron sin aliento. Sin embargo, la bebé, despierta por sorpresa por una desconocida, vio enseguida que no estaba en peligro. Intentó levantar la cabeza del hombro de Gothel para mirar a su alrededor. Cuando vio a su madre, se relajó y se volvió a acurrucar. —¿Ve ahora? —la arrulló Gothel en voz baja, moviendo un poco a la bebé—. Se me dan bastante bien los niños. Y mi conocimiento de cosas como la Flor Gota de Sol me permitirá criarla a salvo, apartada de la gente, donde no pueda hacer daño a nadie. —Hasta que lo haya superado —dijo Arianna, repitiendo con cuidado lo que había dicho el rey Frederic antes, tan precisa y supersticiosa como un niño con miedo de que alguien no cumpliera una promesa—. O hasta que sea lo suficientemente mayor para controlarlo. —Ah, majestad, me temo que con este tipo de cosas eso de «superar» no existe —dijo Gothel, frunciendo los labios con una expresión triste—. Sus poderes crecerán y serán aún más, eh, potentes. Hasta que sea mortífera solo por estar cerca de ella. Ni siquiera debería tocarla ahora.
—¡No! —gritó Arianna, poniéndose de pie y apretando los puños. —Me temo que es así —dijo Gothel con un suspiro—. La verdad es que es una tarea increíblemente peligrosa para mí. Es algo que siempre se está comentando en los círculos en los que me muevo. Alguien acepta encargarse de un expósito maldito y acaba muriendo a manos de él… Yo probablemente no me molestaría en hacerlo a menos que fuera recompensada lo suficiente para que se ocuparan de mi familia en el probable caso de mi muerte accidental. —Por supuesto —dijo el rey, sin percatarse del infructuoso intento de Tregsburg de no poner los ojos en blanco—. Cubriremos los gastos de usted y de su familia en caso de que… ¿De verdad cree que ella haría eso? —No —susurró Arianna, mirando a Rapunzel, que no parecía más peligrosa que cualquier otro bebé dormido. —¿Dónde vive usted, Gothel? —preguntó el rey, intentando parecer serio. Pero le brillaban los ojos, que tenía llenos de lágrimas. —Oh, en una pequeña cabaña del valle del río Deiber — dijo Gothel despreocupadamente—. Quizá no sea el mejor lugar para una princesita tan peligr… esto, preciosa. Pero conozco un sitio perfecto, escondido en un bonito valle, lleno de flores silvestres y hierba blanda. Un lugar antiguo, una fortaleza en ruinas… el tipo de castillo que uno necesitaría para proteger a esta preciosidad. —¿Dónde se encuentra? —preguntó Tregsburg. —Quizá sea mejor no decirlo. Los secuestros y los rescates son comunes con las damitas de la corte, ¿verdad? ¿Y si el pueblo se subleva y quiere destruirla?
—Pero ¡yo quiero verla! —exclamó Arianna, poniéndose de pie—. ¡Quiero verla crecer! Aunque no pueda… estar con ella. —Podríamos programar visitas, por supuesto —dijo Gothel con tono conciliador—. Pero, quizá, para la tranquilidad de ella y la de usted, sin que ella lo sepa. Al menos al principio. Yo la dejaré entrar y usted puede observarla todo lo que quiera. —Debería partir esta noche —declaró Frederic—. Alzi, traiga al tesorero. Debemos asegurarnos de que a nuestra hija no le falte de nada y debemos proporcionarle el estilo de vida adecuado, aunque no podamos supervisarlo en persona. —Es muy amable, majestad —dijo Gothel, haciendo una reverencia con la bebé todavía en el hombro. —Esta noche… —dijo Arianna, sin lágrimas, porque ya se le habían agotado. Reunieron y empaquetaron enseguida un ajuar de bebé. Sábanas y vestidos y gorros calentitos y los pañales más suaves fueron doblados y puestos en baúles. Un burro grande y manso fue ensillado con una cesta para la bebé y un carro para las provisiones, y el oro. Pese a que los guardias intentaron detenerla, la reina Arianna dio a la princesa un último beso. —Estamos haciendo lo mejor —dijo el rey Frederic, sujetándola por los hombros. —Para el reino, quizá —dijo Arianna—. Quizá para nuestra propia seguridad. Pero no para mi bebé. No te engañes pensándolo ni un momento. Y, de este modo, Madre Gothel partió como un ladrón en la noche, con la princesa bien tapada para que estuviera a salvo
durante el viaje. Al día siguiente, se hizo pública la historia de la muerte repentina y horrible de Rapunzel, y de la criada valiente que la había intentado salvar de una serpiente venenosa. Los que habían estado presentes en la habitación juraron guardar el secreto. Todo el reino lloró su muerte durante quince días, y las ceremonias acabaron al soltar farolillos al cielo en homenaje a la pobre princesa fallecida. El rey declaró que lo harían todos los años para marcar el aniversario de su muerte. La vida poco a poco volvió a la normalidad para el reino… pero no para su rey y su reina, que seguían siendo amables y justos, pero que ahora estaban tristes y tendían al silencio.
Una interrupción de cuento de hadas Una noche, bastante tarde, no mucho después de estos hechos, llamaron con golpes ligeros pero decididos a la casa del guarda. Un guardia del castillo abrió la puerta y vio a una anciana esperando pacientemente. Estaba envuelta en capas y capas de túnicas y pañuelos de lana sin teñir, y agarraba un bastón hecho con la raíz retorcida de un árbol con unas manos nudosas. Tenía el pelo largo, arremolinado, negro y blanco, y lo llevaba recogido en trenzas por toda la cabeza. Tenía la cara pequeña y las mejillas y la nariz rojas por el frío, y levantó la mirada hacia la cara del guardia con los ojos negros brillantes y llenos de interés. —Vengo por el asunto del bebé —dijo. El guardia se quedó de piedra un momento y, después, fue a buscar a su superior. El cabo Tregsburg (ascendido gracias a la calma demostrada en el manejo del asunto de la princesa) enseguida acompañó a la anciana adentro. La llevó a una pequeña sala lateral en la que poder hablar sin que los oyeran. —Aquella crisis ya ha acabado —le dijo—. Encontramos a una cuidadora para la princesa hace semanas. ¿Cómo es que viene usted ahora? —Oh, vivo en el bosque y apenas me llegan las noticias, y, aun así, cuando me entero de alguna novedad, la suelo olvidar un día o dos —dijo la mujer, sin disculparse realmente—. Siempre hay otra cosa que capta mi atención… sobre todo las
cabras, claro. O lirones bebé que necesitan cuidados, un duende que se ha perdido, un trozo de tierra olvidado por la primavera… ya sabe. Tregsburg no tenía ni idea de qué le hablaba, pero sí que sabía que aquello no era una tarea de su puesto ni de su visión del mundo y deseaba que lo arreglara alguien, y que lo hiciera lo antes posible. Ordenó que trajeran a la anciana un buen cuenco de caldo y una jarra de sidra, y tanto si era un ángel como una hechicera disfrazada, él creía haberse portado como era debido con ella. La mujer comió con alegría y buen apetito… lo que le dio ganas de charlar, para consternación del cabo. —Bueno, ya que he venido, por favor, ¿me podría decir cuál es la verdadera historia? A juzgar por lo que decía su mensajero, parecía un tema urgente, y aquí estoy, a kilómetros de mi acogedora cabaña. —Juré mantener el secreto sobre este asunto que ya se ha resuelto. —Ah, sí, pero si yo hubiera llegado a tiempo, me lo habría contado. Además, usted me podría cortar la lengua con un simple toque de esa espada de acero tan elegante, así que complazca a una anciana. Encontraron la Flor Gota de Sol, se la dieron a la reina, se puso buena y tuvo una niña, y, luego, ¿qué? El cabo suspiró y le contó lo que había pasado. La anciana frunció el ceño. —¿Mató a la pobre criada? Y ¿dice que la bebé tenía el pelo plateado? Esa no es la marca de la Flor Gota de Sol, ni su poder. O tomó una seta defectuosa o bien, lo que yo creo, la Flor Gota de Luna.
Tregsburg la miró consternado. La cabeza le iba a mil por hora. Aquella señora no era ni por asomo tan bella como Gothel… pero hablaba con sinceridad y seguridad, como si entendiera realmente aquellas cosas místicas. La otra mujer, ahora que lo pensaba, no había contado gran cosa sobre la flor ni sobre lo extraño del caso. Se había limitado a coger a la bebé y largarse. —¿Dónde está la princesa ahora? —preguntó la mujer con interés, sorbiendo el caldo como si estuviera oyendo cotilleos en una taberna. —El rey y la reina encontraron a una señora que llegó a tiempo y prometió cuidarla y mantenerla a salvo. —Hm. Y ¿hacen todo este teatro de que la princesa se ha muerto para ocultar lo que pasó en realidad? —preguntó, moviendo la cuchara. Todavía quedaban crespones negros por todo el castillo, aunque fuera la gente del reino poco a poco iba sacando los banderines y seguía con su vida—. Extraña elección. No equivocada, sino que… no es lo que habría hecho yo. Pero yo elijo vivir en el bosque y hablar con las plantas. Oiga, es una cuchara muy buena —dijo, mirándola mientras la sostenía en la mano—. Está bien equilibrada. Es de metal. ¿Quién es la señora que se la llevó? Tregsburg se debatió en secreto un instante. Pero la anciana ya sabía casi toda la historia en aquel momento y parecía haber adivinado el resto. Parecía una vieja ermitaña tarada, pero tenía la mente despierta. —Madre Gothel —admitió al final. —Nunca había oído ese nombre —contestó la anciana encogiéndose de hombros—. Había una familia Gothel que vivía en… oh, hace tiempo, al otro lado del río… pero no había ninguna cuidadora.
El cabo intentó que no se le notara la frustración. Por lo visto, se había cometido un error horrible, pero lo hecho, hecho estaba, y no había sido decisión suya. El reino ya había tenido bastante conmoción y tragedia. Y si la reina Arianna de repente pensaba que había tomado una mala decisión, o Frederic… revelar aquella información acabaría con ellos. Y, pese a todo lo demás, la tal Gothel parecía una niñera bastante buena. —Bueno, supongo que no hay nada para mí aquí —dijo la señora. Se había acabado la sopa y estaba mirando a su alrededor un poco incómoda—. De alguna forma… sabe, yo tenía ganas de tener un bebé. Tuve uno, hace tiempo. Murió antes de su segundo cumpleaños… estaría bien tener unos ojos brillantes y unas risas alegres en casa. Lo venía pensando mientras venía hacia aquí. Dónde pondría la cama de la niña, cuáles son las mejores hierbas contra la viruela, cómo conseguir ayuda de los espíritus del río… —Lo siento, señora —dijo Tregsburg, de corazón—. Lo siento por muchas razones. Pero ya no se puede hacer nada. ¿Quiere que le encuentre a alguien que la lleve en carro hasta donde necesite, hasta casa? ¿Necesita provisiones para el camino, quizá? —Oh, es muy amable —respondió ella con una sonrisa y guiñándole el ojo—. Amable y con una buena percha. Si yo fuera más joven, muchacho… pero creo que pasaré algún tiempo en la capital, ya que he hecho el viaje. Contemplaré las vistas, visitaré algunos árboles viejos, compraré cuatro baratijas. Eh, ¿me puedo quedar la cuchara? El guardia se quedó atónito por el giro que había dado la conversación.
—¿Qué? Supongo que sí. Si la necesita. Considérela un regalo del rey Frederic, por su tiempo. —Es fantástica —dijo ella con un suspiro, mirando el cuenco—. Un trabajo bueno. Sólido. Muy bien, joven, acompáñeme a la puerta y me iré. —Ahora mismo, Madre —dijo con una reverencia. La anciana se levantó con cuidado, sosteniendo su nuevo premio, y fue caminando como un pato hacia la salida. —Oh, por si quiere avisar a quien cuida tan bien esas campanillas de la cornisa, se avecina una ola de frío durante tres días, una helada prematura —dijo a su espalda mientras se iba—. Las deberían poner dentro. —¡Pero si estamos en junio! —exclamó Tregsburg. Y aquella fue la última vez que la vio durante muchos años. Sin embargo, al cabo de tres días, las campanillas habían muerto, sus flores azul claro se habían congelado y descongelado hasta ser un tejido de color pastel que se deshacía en la lluvia.
Memorial Sloan Kettering —Espera un segundo. Daniella no movió nada salvo los labios, ni siquiera abrió los ojos, tenía demasiado frío y estaba demasiado cansada para hacer algo más que hablar. Pero su voz era firme y exigente y atravesó el cráneo de Brendan como las uñas que rasgan una pizarra, y él estaba sumamente agradecido de que fuera así. —¿Qué pasa con la reina? —preguntó Daniella. —¿La reina? —dijo Brendan, confundido—. Pues, eso, estaba triste por lo que se tenía que hacer y volvió a gobernar el reino con su marido, estoica pero triste todos los días… —Ya. No. —Daniella negó con la cabeza un poco—. Una cosa es que te roben a la bebé y no sepas dónde está y sigas buscándola, pero otra muy distinta es que tú hayas decidido entregarla. La reina sabe quién tiene a su bebé, puede que incluso sepa dónde. ¡No me puedes decir que no quiere como mínimo ver cómo está su propia hija! —Vale, tienes razón —admitió Brendan, dando vueltas al tema. ¿Se habría rendido tan pronto si ella no hubiera estado enferma? ¿Se habría molestado en considerar lo que le había dicho su hermana? Quiso pensar que sí. —Tu mirada masculina está afectando a la historia —dijo Daniella con una sonrisita. Lo entendía muy bien, incluso medio dormida—. El gran patriarca aquí solo está interesado
por el argumento, por los elementos que impulsan la historia, y no comprende que los acontecimientos pueden afectar a quienes no son los héroes centrales de las mil caras… —Vale, vale, ¡ya lo pillo! —Imagínate que fuera mamá. —Que sí… —dijo Brendan, intentando no reírse—. Vale, venga, y perdonadme, grandes diosas, guardianas del árbol del mundo y de todo el subtexto relevante. —La reina Arianna, despojada de toda esperanza…
La reina Arianna … despojada de toda esperanza, hizo el duelo duro y largo que esperaría un reino por la pérdida de su primera y, probablemente, única hija. Evidentemente, salvo el rey y sus consejeros más íntimos (y aquel guardia), nadie sabía la verdad, ni que su duelo era distinto al de una mujer cuyo bebé hubiera muerto en realidad: ella había decidido entregar a Rapunzel. La princesa se haría mayor mientras otra persona la bañaba, le cepillaba el pelo, la enseñaba a caminar, correr, cantar, hablar, haría todas aquellas cosas con otra persona. Con otra madre. Esa madre la cuidaría, le daría de comer, la vestiría, le cosería florecitas en los vestidos, le cantaría nanas por la noche. La reina apenas se movía de la cama porque estaba enferma de nostalgia y tristeza. El Signore Dottore Alzi sugirió que animaran a Arianna a tener algún pasatiempo con el que distraerse. Quizá un perro, minúsculo y suave. El rey dijo que no. El cura sugirió que la reina se dedicara a rezar y hacer buenas obras. Quizá la donación de una bella ala nueva a la segunda iglesia más grande del reino la ayudaría. El rey dijo que era buena idea, pero que realmente no arreglaría nada.
La anciana Nanna Bess sugirió que nada podría curar aquella pérdida. Incluso quienes habían perdido un niño tras otro por hambrunas, enfermedades y guerras extranjeras nunca se acostumbraban al dolor que suponía cada muerte. El rey dijo que no podía ser cierto; no lo podía soportar. En cuanto a Arianna, cuando ya no aguantó más aquel vacío en el alma, suplicó al cabo Tregsburg que la llevara en secreto a ver a la niña. El cabo intentó convencer a la reina todo lo que le permitía su rango. El guardia tenía un estupendo y fornido sobrino de diez años y una bella y lista sobrina de quince, pero había perdido a otra sobrina, que ya llegó muerta al mundo. En general, eran una familia sana y feliz, pero su hermana todavía ponía flores en el sitio soleado en el que habían enterrado a la bebé, pensando que nadie la veía. —Majestad, no va a salir nada bueno de esto —dijo, intentando utilizar las palabras que había sugerido su hermana —. No le hará sentir mejor, sino peor. —Gracias, pero es preciso que se haga —contestó Arianna, refinada como era en todo, a pesar del dolor crudo de su cara y su corazón. La llevó a lo profundo del bosque a regañadientes. En el lugar en el que el camino se bifurcaba, los esperaba Gothel. Ella hizo una reverencia y se comportó con el respeto justo, pero parecía disfrutar demasiado de vendar los ojos a la reina. —¿Es realmente necesario? —preguntó Tregsburg. No sabía exactamente por qué, pero había algo en aquella mujer que le ponía la piel de gallina.
—Es por el bien del reino —le recordó Gothel, en un tono de voz que tampoco le gustó. —Está bien —dijo Arianna, con un amago de sonrisa por la preocupación del cabo. Desde allí, la reina siguió a la señora, cogiéndola de una mano, por un camino que no podía ver. No le confiaba el secreto de dónde estaba oculta su propia hija. Tregsburg se quedó allí y vigiló aquel punto lo mejor que pudo, pero realmente no fue necesario. Nadie se acercó salvo un recolector de setas, que tuvo una curiosidad evidente, pero también el suficiente miedo al soldado para limitarse a saludarlo con el sombrero y seguir caminando. Arianna, mientras tanto, era conducida en silencio a través del bosque, hasta lo que parecía un lugar húmedo, cerrado y rocoso. ¿Era un túnel? ¿Una cueva? ¡Esperaba que su bebé no estuviera en un sitio semejante! Pero al final salieron a un espacio más amplio; los sonidos resonaban de otra forma y notó una brisa que olía a flores silvestres. Las dos mujeres caminaron por una hierba suave y cruzaron una puerta de madera… y, después, subieron y subieron por una diminuta escalera estrecha y en espiral. El único sitio en el que agarrarse era una cuerda con nudos que colgaba hasta las profundidades. A pesar de su tristeza y su ilusión, Arianna sentía un poco de curiosidad: ¿dónde estaban exactamente? Pero cada vez que abría la boca, la bruja la hacía callar o le ponía un dedo en los labios. No era apropiado hacer aquel gesto a una reina, pero tenía el dedo suave y le olía a aceites preciosos, así que podía haber sido peor. Por fin llegaron a lo que parecía una salida, aunque fuera un espacio reducido. Gothel le quitó la venda y, por un momento, Arianna se sintió mareada y confundida; todo seguía siendo
negro. Después, se oyó un ruido de algo deslizándose hacia un lado y un rectángulo de luz reveló una escena extrañamente serena más allá de lo que era (ya) evidentemente una mirilla. Había una habitación luminosa, bien equipada, decorada con cortinas caras y con los muebles que había proporcionado la reina. Por la ventana se veía el cielo azul y algunas nubes blancas y esponjosas —y nada más—. ¡Estaban muy arriba! En medio de la habitación había un moisés. Allí estaba estirada Rapunzel, con el pelo plateado brillando bajo la luz y sus ojos claros moviéndose mientras intentaba alcanzar un móvil de cosas preciosas y brillantes que colgaba justo fuera del alcance de su mano. Gothel apareció en la escena y cogió a la bebé, haciéndole mimitos y diciéndole cosas. Fue hasta donde estaba escondida la reina y levantó a la feliz bebé, pero no de cara a la abertura por la que miraba la reina. La bebé suspiró y después se lanzó con fuerza contra el hombro de Gothel, por el verdadero placer de moverse. —Oh, qué niña tan buena —murmuró Gothel—. ¿Estamos animadas hoy? Arianna extendió una mano, pero solo tocó la madera fría que tenía delante. La energía, la luz, el sentimiento y el espíritu se le cayeron hasta los pies. Se habría desmoronado en el suelo, pero no quería perderse ni un momento, quería seguir viendo a su hija. Cuando Gothel dejó a Rapunzel en la cuna y volvió a la habitación oculta para buscar a la reina, Arianna no dijo nada. Lloró en silencio mientras bajaban la interminable escalera hasta llegar al camino que llevaba hasta el guardia. Cuando se quitó la venda, esta pesaba por todas las lágrimas derramadas.
—Nunca más —fue todo lo que dijo Arianna en voz alta. Sin decir otra palabra, dejó que la llevara de vuelta. Tregsburg lanzó a Gothel una bolsa de monedas, que ella cogió con una sonrisa irónicamente amable.
A pesar de que la visita se suponía que era un secreto en todo el castillo, algunos supieron lo que había ocurrido sin hacer ni una pregunta. El rey no dijo nada, pero abrazó a Arianna hasta bien entrada la noche. El médico y el cura jugaron una partida larga de ajedrez mientras las horas pasaban, lanzando miradas cansadas y tristes a las habitaciones reales. Un mes más tarde, Nanna Bess se hartó. Sorprendió a la reina Arianna mirando por la ventana a los hijos de unos criados que jugaban en el patio, con la mirada tensa. La vieja criada notó que aquello era un punto de inflexión para la atormentada reina y se acercó a ella bruscamente. —Sabe, majestad, hay muchos niños que han sufrido la pérdida de una madre, y muchas otras madres que han perdido a sus hijos. ¿Por qué no visita el hospicio y hace caridad para personas en situaciones más desesperadas que la suya? ¿O en el orfanato? Las monjas apenas pueden mantenerlo abierto con esos fondos tan escasos. —¿Huérfanos? —preguntó la reina, sorprendida—. Les enviamos comida… —Y ¿cree que un niño sin madre lo único que necesita es comida? —preguntó la cuidadora, cruzándose de brazos. Sabía que se estaba pasando un poco de la raya, pero tenía cariño a
su reina, y al reino, y eran momentos difíciles. Todo el mundo sabía cómo había acabado la condesa Bathory por no tener a nadie que le llevara la contraria. —Yo… Lléveme a uno de esos sitios —ordenó la reina. Lo que demostró su firmeza de carácter subyacente y la bondad de su corazón: no estaba tan absorta en sus propios problemas para ignorar las carencias en algún lugar de su reino. En el orfanato, cogió a un bebé cubierto de llagas y lo abrazó contra su pecho, a pesar de las súplicas horrorizadas de las monjas y las enfermeras. Miró alrededor de la sala lúgubre y sucia en la que estaban confinados los bebés y los niños pequeños y vio el sitio en el que los niños más mayores no deseados pasaban el rato apáticos. Eran los adolescentes que a veces eran enviados a granjas que necesitaban trabajadores o a familias pudientes que necesitaban sirvientes. Los ojos de la reina, que antes estaban tan vacíos como su corazón, se abrieron con fuerza. —Esta es mi causa —murmuró. Y así fue. Arianna todavía lloraba la pérdida de su hija y pasaba muchas noches en vela en la última habitación en la que la vio, con una mano en su cuna. Pero pasaba los días construyendo los mejores orfanatos nunca vistos en el mundo. Se aseguraba de que hubiera suficiente comida, ropa y cuidadoras para los jóvenes sin madre del reino. Se les proporcionaban libros (sobre todo Biblias) y profesores. Se abandonó la costumbre de enviar a los niños más mayores a trabajar y se animó a las parejas que no podían tener hijos y a las familias que
verdaderamente querían más niños a ir, pero se las examinaba cuidadosamente. —¿Lo ve? —dijo el médico—. Le dije que un pasatiempo la distraería. —¿Lo ve? —dijo el cura—. Las buenas obras han calmado el alma. Nanna Bess se limitó a poner los ojos en blanco.
Rapunzel Era verano, así que el sol aparecía en la esquina inferior izquierda de la gran ventana a las seis y cuarto. Más o menos. Era difícil de decir con exactitud hasta que el sol se elevaba solo un poco más, lo suficiente para que sus rayos atravesaran los agujeros taladrados con cuidado en un trozo de madera, por encima de los cuales las horas estaban marcadas con unas decoraciones pintadas preciosas. Aquel reloj simple colgaba del techo de un palo clavado sólidamente, porque una cuerda lo habría dejado girar y, entonces, no habría cumplido la función de seguir el sol. En cambio, los móviles de viento, hechos a partir de restos de madera y metal, y trozos de cerámica moldeados y secados, se dejaban girar y tintinear alegremente. Estaban rodeados por objetos variopintos y celestiales que también colgaban del techo y giraban sin límites cuando había brisa: estrellas de papel maché, cometas de trozos de vidrio y espejo, una réplica dorada y recreada con mucho cuidado de la constelación Orión, un modelo de sol hecho con un tejido acolchado y bordado, y varios cuadros sobre paneles rectangulares colgados de forma que miraran hacia abajo, para que quien lo viera, desde la cama, pudiera imaginar que eran ventanas o amigos, en función de si había paisajes o caras.
Rapunzel se despertó con el deslumbrante, brillante y suave tintineo del móvil con más alegría de la que debería sentir alguien que hubiera pasado los últimos 6.900 días aproximadamente en una torre solitaria. —Este cumpleaños va a ser genial. ¡Estoy convencida! En realidad, solo sabía lo que era un cumpleaños porque había leído sobre el tema en uno de los treinta y siete libros que tenía: el libro número 3: Historias de Roma y otros grandes imperios. Por lo visto, Marco Antonio tenía cumpleaños espléndidos y Cleopatra le hacía regalos la mar de ingeniosos. Le parecía una idea maravillosa, así que había adoptado aquel momento del año para ella. Si hubiera habido alguien allí, le habría impresionado la belleza de la ermitaña. Sus mejillas estaban sorprendentemente sonrosadas para ser una chica que había estado encerrada toda la vida. (Aquel color se debía a que las tardes soleadas de miércoles y sábado seguía con cuidado el punto de sol de la habitación, estirándose y tomando el sol por su habitación con los rayos cálidos.) Tenía los ojos grandes y verdes por unos padres a los que no había conocido. Sus labios normalmente dibujaban una sonrisa de esperanza porque era Rapunzel; buena, alegre, con una mente rápida que se negaba constantemente a ser aplastada por sus circunstancias. —Pero aún nada de cumpleaños —se dijo a sí misma—. ¡Primero, el trabajo! Posponer algo maravilloso (aunque fuera un poco) siempre hacía que fuera más delicioso después.
Saltó de la cama y los adornos del pelo tintinearon, haciendo pequeñas versiones de los ruidos de los móviles que tenía por encima. Y aquella era la parte más sorprendentemente bella de Rapunzel: su cabello. Miles de pelos preciosos, brillantes y plateados. Atados en trenzas, espirales, moños y nudos y vueltas tan apretadas como podía. Algunas trenzas eran tan largas que colgaban en bucles por los que pasaba los brazos, le colgaban a los lados como mangas gigantes o una estola antigua. Decorando todo eso había docenas de colgantes. Algunos eran de plata, como su pelo, otros incluían piedras exóticas como lapislázuli y turquesa. Había cascabeles, lunas diminutas, manos, soles, estrellas de seis puntas, ojos y cualquier otra cosa que Madre Gothel pudiera conseguir a petición de su hija. Con aquellos amuletos, Rapunzel intentaba controlar desesperadamente su pelo, atárselo, quitarle el poder y deshacer el hechizo. Diez de los treinta y siete libros que tenía estaban dedicados a la magia: hechicería, embrujos, folklore, la sabiduría de los antiguos egipcios, sabios y sabias de la época antes de Cristo. Lamentablemente, ninguno de aquellos diez libros hablaba específicamente de cómo controlar el pelo mágico. Describían talismanes hechos con un mechón de pelo de un niño inocente, hechizos de amor atados con un pelo de la persona amada, encantamientos de venganza con una trenza del enemigo. Sin embargo, no había nada sobre pelo que fuera mágico de por sí. Se ató un pañuelo alrededor de la frente para que no le molestaran los mechones de pelo ni los colgantes diminutos.
Después, se lanzó a hacer la limpieza matutina. No había muchas habitaciones en la torre, algo que facilitaba la tarea; sin embargo, le gustaba ser concienzuda. Barría, fregaba y enceraba. El armario y el espejo se quedaron relucientes después de limpiarlos con un poco de vinagre (un truco que aprendió del libro número 14: Trucos útiles para criados). Metió un vestido de día que estaba empapado en un cubo con agua y jabón en un cubo de agua limpia y frotó la mancha de zumo de arándano rojo del desayuno del lunes. 7:00: aseo personal. Se lavó la cara y las uñas y se puso crema en las cutículas y en toda la cara salvo en la zona T. Pese a su belleza de cuento de hadas, era propensa a que le salieran granos. 8:00: lectura. (Re)leyó el libro número 26: Sidereus Nuncius de Galileo. Era más un panfleto que un libro, pero contaba como lectura. 8:30: ¡Arte! Como no tenía un lienzo propiamente dicho (ni un espacio en la pared), optó por pasar el tiempo para pintar decorando el palo de la mopa. Quizá al día siguiente aún no se habría secado y no lo podría utilizar, pero no pasaba nada. La semana del cumpleaños significaba el descanso ocasional de la rutina, ¡esa era parte de la diversión! Cogió el libro número 24: Símbolos, runas y motivos del pueblo sami, y lo dejó abierto para poder estudiar los diseños mientras trabajaba. No los copiaba exactamente, sino que le servían de inspiración. El libro contenía runas de dioses enigmáticos y poderosos; dibujó filas de chicas de pelo largo que se imaginaba que eran amigas o primas. El libro tenía imágenes de aves que parecían mensajeros oscuros; creó unos pájaros a partir de los diminutos pájaros cantores que veía desde la ventana: rápidos, alegres y sin ningún sentido más allá de su propio mundo. El
libro tenía imágenes de criaturas extrañas con cuernos gigantes que parecían peligrosos. Rapunzel prefería las líneas sinuosas de un visón o una comadreja porque así recorrerían el mango de la mopa, persiguiendo a una rana rosa que tenía unas orejas increíblemente grandes. (Cabría señalar que ella no estaba muy segura de los detalles físicos ni de los nombres reales de ninguno de aquellos animales. No había visto casi ninguno de ellos en la vida real y las ilustraciones de animales que había en sus libros a menudo eran exageraciones y siempre eran distintas.) 10:00: ¡preparación para la astronomía de esa noche! Rapunzel sabía con exactitud cuándo iba a llegar su cumpleaños adoptado debido a su cuidado seguimiento y observación de los cielos. Lo que había empezado como un interés infantil por los días más largos del verano y los días más cortos del invierno había pasado a ser un estudio que habría alabado cualquier profesor universitario. Sabía todas las constelaciones, por supuesto; cuáles iban y venían con las estaciones (Orión), cuáles se quedaban errando por el cielo para siempre (la Osa Mayor). Podía predecir cuándo aparecería Júpiter. Y cuándo se producirían algunos eclipses lunares. Tenía astrolabios y péndulos y escuadras y cartabones y brújulas para medir la altura precisa de un objeto astral por encima del alféizar de la ventana. Además de la ciencia y las matemáticas, a Rapunzel le encantaba pintar escenas de la estación basadas en los signos del zodíaco, las constelaciones que el sol cruzaba con el paso de los meses, sobre todo las que se decía que tenían influencia en la vida de las personas. Entre sus diez libros de magia estaba el número 5: El tarot anular, y fue uno de sus preferidos cuatro años antes, por las imágenes y por las instrucciones sobre cómo predecir el futuro.
(Hasta que, por supuesto, el desconocido alto y moreno, el descubrimiento de un gran tesoro y los viajes a una tierra brumosa y montañosa no se materializaron. Pero le seguían encantando las ilustraciones.) Esa noche, según su cuaderno de astronomía (el número 4 de sus cuadernos, que eran más difíciles de encontrar que los libros por los pocos que había, según Gothel), habría luna nueva. Eso significaba que no estaría allí en absoluto; todo el cielo se vería negro salvo las estrellas. Y al cabo de unos días aparecerían las luces flotantes. Llegaban en el mismo momento todos los años. Incluso cuando estaba nublado, Rapunzel podía ver los puntitos brillantes, rosas y dorados que indicaban su presencia en las nubes. Eso significaba que eran de la tierra, bajo la luna y las estrellas. Lo alto que subían las luces flotantes nunca lo sabía. Vagaban con indiferencia cuando los ojos de Rapunzel ya no las podían distinguir de sus homólogas brillantes y estelares. Rapunzel no tenía ni idea de si eran un fenómeno natural como la lluvia (pero que iba en el sentido equivocado) o algún tipo de magma o erupción volcánica (libro número 8: Naturalis Historia, de Plinio el Viejo, Completo con Cartas y Notas de Plinio el Joven, que incluía, por supuesto, la muerte del Viejo en el volcán) o algo totalmente distinto (¿duendes?, ¿titanes?). Lo único que sabía era que llegaban todos los años en la fecha que ella había decidido que era su cumpleaños. Y ese año iría a ver qué eran. En persona. El mero hecho de pensarlo hacía que la alegre y nerviosa Rapunzel se detuviera, ruborizándose. Era un pensamiento embriagador, decisivo, insurreccional. Tragó saliva y siguió con su día lo mejor que pudo. 11:00: plantas.
Hacía tiempo que se había acostumbrado a observar desde su ventana cómo el mundo verde iba variando según las estaciones, así que Rapunzel había dado un paso atrevido unos años atrás y había entrado algunas plantas en su habitación. Las plantas cambiaban, y el cambio era fascinante cuando llevabas atrapada en una torre toda tu vida. En los estantes alrededor de dos de las ventanas tenía un buen surtido de vegetación bien cuidada. Algunos habían sido regalos de su madre y otros habían sido robados al viento y la pared de la torre en sí. Tenía a Tiny Ivy, Dandy Lion, Rebecca (una buglosa feliz de estar prácticamente en la penumbra), Cedric el junco y muchos diminutos hijos vegetales de restos de la cena que iban y venían en función del mes. La mayoría eran anuales, pero, a veces, las cebollas florecían y eran preciosas, y la lechuga volvía a crecer y hacía rosetas bonitas que resultaban fascinantes de pintar; eran la inspiración para docenas de mandalas de colores pastel del suelo. Las zanahorias tenían unas hojas divertidas con las que le gustaba frotarse las mejillas. —¡Oh! ¡Tiene un brote diminuto, señor Apio! No, espera, ¿es una raíz que crece mal? No, no hay duda de que es un brote. ¡Muy bien! Y, hola, Ombligo de Venus, ¿qué tal estás hoy? ¿Vas a florecer y sonreír para nosotros dos veces este año? ¡Sería genial! Etcétera. La última que comprobó fue su tocaya: la rapunzel o campanilla, Campanula rapunculus (que significa «pequeño nabo»). Estaba sola en una preciosa cazuela española con un glaseado azul brillante. Sus flores eran estrellas rosas moradas, diminutas pero perfectas y delicadas.
A veces, si estaba triste, Rapunzel partía una hoja y la masticaba. El sabor agridulce la reconfortaba en lo peor de los meses grises de invierno, cuando no crecía nada más. Los bichos eran bienvenidos, incluso los que se comían las hojas. Si se quedaban por allí se inventaba un apodo para ellos. (También puso nombre al «alce» que de alguna forma se había abierto camino por la torre, hasta la despensa, y que mordisqueó todos los frutos secos en cuestión de días. Pero aquella cosa diminuta de cola suave se había ido al cabo de solo una semana.) Había intentado que su madre le trajera una lombriz o dos para que vivieran en sus macetas, o un tritón, o, mejor aún, un lagarto. Pero a pesar de la fisonomía típica de bruja de su madre adoptiva, la mujer se había partido de risa con la idea de que sus manos tocaran unas criaturas tan «babosas» y «tóxicas». Rapunzel, aislada de los cotilleos y de los cuentos de viejas y de las ridículas limitaciones sociales impuestas a las niñas, no se podía imaginar el prejuicio de Gothel. Al fin y al cabo, solo eran animalitos, igual que los bellos pájaros que veía. Solo que más pequeños. Y más húmedos. 11:30: ¡calistenia matutina! Y ejercicio ligero. Del libro número 23: Ejércitos imperiales del mundo conocido y táctica de los grandes estrategas, Rapunzel lo había aprendido todo sobre cómo hacían ejercicio los romanos cuando no estaban activos en una batalla, las rutinas de entrenamiento de los espartanos y los movimientos parecidos a una danza de los guerreros de grandes países del este. Los unía todos de una forma que le parecía bien. Rapunzel se quedaba
en paños menores, se ataba un pañuelo distinto en la frente y hacía ejercicio con una brocha de pintar a modo de bastón militar. Cuando tienes todo el tiempo del mundo puedes aislar cada músculo, notar en qué se diferenciaba de sus vecinos y aprender a flexionarlo individualmente. También sabía estar de puntillas durante más de una hora, con los ojos cerrados. Cosa que hacía a veces. 12:00: algo de comida. Normalmente, una pieza de fruta, a veces pan o pastel que había sobrado de alguna comida. 12:15: más lectura. Hoy, el libro número 13: Dios y el mundo natural, del Hermano Gaudi. Las abejas siempre eran interesantes. 1:00: pelo. Una vez por semana, Rapunzel se soltaba todo el pelo, todo; deshacía las trenzas que todavía se podían deshacer, desenrollaba las greñas enmarañadas de detrás, se pasaba los dedos hasta las raíces, separaba las vueltas, ordenaba los mechones, encontraba todos los moños y espirales, y lo cepillaba completamente de arriba abajo. Eso le llevaba seis horas como mínimo. Pero todos los días se ocupaba de las zonas a las que tenía fácil acceso, como los mechones que enmarcaban su cara, y de la trenza más larguísima de todas las trenzas que enrollaba por debajo y por encima de los brazos y los hombros como si fuera un chaleco. Esa era la trenza que también tenía una función importante como transporte. Se aplicó el lujoso polvo que le había dado su madre desde las raíces a las puntas, fortaleciendo y ahuecando sus mechones. Se miró en el espejo un tanto oscuro para
comprobar la situación de todos los colgantes y cristales y cascabeles; tiró de cada uno para asegurarse de que estuvieran bien sujetos y no se salieran. Movió la cabeza para comprobarlo y la torre se llenó de un alegre repiqueteo melodioso. 2:30: práctica de guitarra. Estaba trabajando en una pieza que había compuesto ella misma, algo con muchas notas que era sobre el cielo y los pájaros. Cantó con palabras mal formadas cuyo significado no sabía aún y pidió disculpas por los trozos de la pieza original que había robado al compositor medieval anónimo. Después, a las 3 en punto, estudio de francés hasta… —Rapunzel… Rapunzel, ¡cariño! ¡Lanza el pelo! Madre Gothel estaba en casa.
Gothel Pero ¿dónde estaba Gothel cuando no estaba con su hija? Siempre decía a Rapunzel que estaba ocupándose de la granja familiar, comprando cosas necesarias en el mercado y encargándose del huerto —que podía atraer al pulgón si no se tenía cuidado. Si había alguna mentira sin importancia sobre a dónde iba en realidad, solía tener que ver con cierta ladera montañosa oscura en donde crecía cierta flor reluciente. Gothel cantaba y acariciaba sus pétalos, y su piel se redensificaba y el pelo se le quedaba impecable. ¡Segura y joven una semana más! Siempre se sentía muy vieja después de visitar a Rapunzel. La chica la agotaba con peticiones y emociones desbocadas. Y con los ojos de ciervo. Y las mejillas sonrosadas. La Gota de Sol era su secreto normalmente. En cambio, aquella vez… En el fondo de una de las pocas ruinas que todavía estaban en pie en una ladera abandonada, las antorchas parpadeaban y una hoguera ardía en una chimenea antigua que no había sido encendida en mil años. Entre aquellas dos fuentes de luminiscencia claramente humanas había un círculo de personas que parecían incómodas
y que iban bien vestidas (y sus guardias de aspecto más duro). A pesar de que varios intentaban ocultar la cara y los sigilos de sus casas con velos y capas, no era nada difícil reconocer al barón de Smeinhet, al duque de Kraske, a la condesa Bathory y a varios de los lores menores de las tierras que rodeaban al reino. Las caras de personas bien alimentadas se lanzaban miradas de sospechas entre sí. Entre esas figuras ridículas y la chimenea estaba ella, una silueta sin detalles, la mujer que había reunido a todos aquellos miserables que llevaban oro y sedas. Gothel. —Bueno, estoy aquí y mi gente se está poniendo nerviosa —espetó el barón de Smeinhet—. Espero que sea algo bueno. —Oh, lo es, te lo aseguro —dijo Gothel—. La chica está cerca de su decimonoveno cumpleaños. Edad casadera. —Hace mucho que ha pasado esa edad —se burló un duque enmascarado. —Cierra el pico, perro cerdo —soltó la condesa Bathory. —O ¿qué? —respondió el duque—. ¿Qué podría hacerme una mujer a mí? —Podría utilizar mis vérhounds para seguir a todas tus amantes y causar un escándalo para ti y, después, bañarme en la sangre de las chicas. El hombre, casado con una esposa rica de una familia poderosa, tenía muchas amantes y no disponía de ejército permanente. Se quedó blanco. Gothel ocultó su propio desasosiego por aquella conversación. Vender a su pupila al mejor postor era una cosa (las princesas siempre se casaban con personas a las que
apenas conocían). Pero venderla a una sádica y asesina conocida como Bathory era demasiado, incluso para la moral muy flexible de Madre Gothel. No había ni una pequeña granja cien millas a la redonda que no asustara a los niños para que se portaran bien contándoles historias de la sanguinaria Lady Bathory, y de cómo mantenía la piel tan joven y de cómo las chicas jóvenes solían desaparecer de los pueblos que rodeaban su castillo. —Por favor, ¿podemos centrarnos en el importante asunto que tenemos entre manos? —dijo Gothel, moviendo los brazos para llamar la atención y procurando cambiar de tema—. El quid de la cuestión es cuánto me va a pagar uno de vosotros, el suertudo, por la novia. —Todo este asunto de pagar por su mano me parece repugnante —refunfuñó la condesa Bathory, fulminando con la mirada al duque con el que se había picado—. Las esposas no son un bien mueble que se pueda vender como si fuera un objeto… —Es una observación excelente, milady —dijo Gothel con una reverencia—. Y como mujer librepensadora, aplaudo que defiendas los derechos de nuestro sexo. —… así que haré una oferta por ella como sirvienta — acabó la condesa—. Es lo que procede. Los sirvientes son bienes muebles y propiedad. Igual que los hijos de los indigentes y los pobres. —No era eso lo que pensaba que ibas a decir —admitió Gothel. No es que estuviera muy sorprendida—. Pero entiendo lo que dices. La subasta será por una novia, sirvienta o derecho de licencia, como lo queráis llamar. Licitación a ciegas, tres rondas solamente, menos si hay una oferta tan generosa que sea razonable pensar que evite el proceso. Que vuestros
criados dejen vuestra oferta, sellada con el emblema de vuestra casa, en el roble gigante con la hendidura en forma de cruz. Está en el camino que lleva a Leipserg. »Y, por favor, antes de que os quejéis, dejad que os recuerde: el poder de la chica ha crecido enormemente, ahora que es casi una adulta. He sido su tutora y la persona que la ha criado incansablemente durante casi veinte años, cuidándola y escuchándola… Bueno, creo que es justo que se me recompense la carga de responsabilidad de esa joven peligrosa y charlatana. Además, ¡qué manera de comer! Solamente su apetito adolescente me cuesta más que… —Dices que es poderosa —la interrumpió el barón de Smeinhet—. No tenemos pruebas de lo que dices, solo tu palabra y cuentos de viejas. —Sí —dijo un marqués—. Hemos venido hasta aquí corriendo un gran riesgo dos veces y no hemos visto recompensado nuestro esfuerzo. —¿No confiáis en mí? —preguntó Gothel, fingiendo estar ofendida—. En serio, ¿os parece que una cara como esta os mentiría? No me contestéis, es broma. »Aunque me sienta herida, no me sorprende del todo. ¿Qué os parece si elegís a un testigo en el que confiéis? Él o ella volverá conmigo para observar la magia mortífera de mi poderosa pupila… y os informará a los demás. —Y ¿cómo vamos a elegir a alguien en el que confiemos todos? —exclamó un viejo conde—. No confiamos en nadie, y mucho menos en el criado de otro. Varias personas murmuraron su aprobación a lo que había dicho.
—Esa es precisamente la respuesta —dijo el duque Kraske —. Tiene que ser alguien que no sea de la confianza de nadie, y así todo el mundo se fiará. Vizconde Thongel, ese espía horrendo está contigo, por lo que veo. ¿Cómo se llama? ¿Crespin? El espía en cuestión, más o menos disfrazado de sirviente común que acompañaba a Thongel, pareció sorprendido al oír su nombre, pero no disgustado. —Crespin trabajó para Smeinhet hasta que Thongel le ofreció más, y antes había trabajado para mí —continuó Kraske—. Me atrevo a decir que ha trabajado para todos nosotros en algún momento y ha sabido salvar su propio cuello una y otra vez. Propongo que lo enviemos a él, con las recompensas y amenazas habituales si nos traiciona en alguna parte del camino o si intenta desaparecer. El espía asintió. Aquella gran cabeza sobre el cuello largo se movía como una manzana en Samaín. —Tiene lógica —murmuró Smeinhet, cruzándose de brazos. —Estoy de acuerdo —añadió Thongel. Uno a uno, todos aquellos individuos deplorables asintieron y aceptaron el acuerdo. —Excelente —dijo Gothel con una sonrisa—. Está a un día de camino. Deberíamos ponernos en marcha esta noche. Miró a través de una grieta del techo para observar la luna menguante finísima de forma teatral. Su luz caía sobre sus dientes muy muy blancos en su sonrisa, creando el efecto deseado: hizo que incluso las almas más duras y sádicas se preguntaran cuáles eran sus poderes misteriosos.
«Ya estamos a mitad de camino», pensó. Tenía a los nobles (y a Rapunzel) justo donde quería.
Rapunzel «¡Madre ha llegado!» La invadieron demasiadas emociones, como los vientos de otoño que agitan las nubes y consiguen que cambien de forma rápidamente. «¡Qué nervios!» Las visitas de su madre siempre eran una distracción agradable. Como Rapunzel había crecido, Gothel solo pasaba parte del tiempo en la torre. En general, la iba a ver los martes y los jueves, después de las tres. Pero a veces aparecía de repente, sin avisar, ¡sorpresaaaa! Casi como si estuviera controlándola, para asegurarse de que todavía estuviera allí. Lo que por supuesto era absurdo. ¿Adónde iba a ir? Estaba nerviosa también porque a veces Gothel le traía algún regalo. Rapunzel, con diecinueve años, todavía era joven para que esas cosas le hicieran ilusión. Pero, aunque no hubiera ningún regalo material, Gothel siempre cocinaba algo delicioso; buenas verduras del huerto, alguna presa del cazador o alguna otra cosa rica recogida en el bosque que rodeaba su casa. Pero… últimamente… además de los nervios, había algo más, aunque fuera minúsculo, una mancha gris en una pintura amarilla intensa. Algo inestable y preocupante. Podría haber sido…
Turbación. La Rapunzel más joven había aceptado a Madre Gothel en todas sus formas y en todos sus estados de ánimo, escuchando atentamente sus palabras y tomándoselas en serio, sin importar lo que dijera, y siempre suponiendo que se las decía con amor. Sin embargo, las cosas que Gothel decía riéndose, cosas divertidas, ya no parecían tan graciosas. Dolían. Aunque Gothel se disculpara o le dijera a su hija que no se tomara las cosas tan a pecho (también la acusaba de ser demasiado sensible). A veces Rapunzel se pasaba horas delante del espejo cuando su madre se había marchado o se había acostado, preguntándose lo que quería decir con «nariz respingona» y «peca con una forma rara» y «caderas angulares muy poco femeninas». Además de todo eso, había la gran cuestión de las luces flotantes. Lo que conducía a nerviosismo. Quizá incluso a pánico. ¿Cómo reaccionaría Gothel? Al final de aquel día, ¿Rapunzel estaría tristemente desilusionada o inmensamente feliz, a punto de embarcarse en una aventura increíble? Estaba bastante segura de que sería la segunda opción. —Rapunzel, estoy esperaaaaaaaaaaando —gritó su madre en una voz más o menos animada. Animadamente irritada. Exasperada, pero no de forma alarmante. —¡Ya voy, madre! —dijo Rapunzel, corriendo hasta la ventana. Con movimientos suaves, conseguidos gracias a la práctica, se desenrolló la trenza más larga que tenía y la cargó con el brazo derecho. Entrecerró los ojos, calculó la distancia y la lanzó.
Por supuesto, podría haberse limitado a dejar caer el pelo, pero le gustaba hacerlo volar por los aires, desenrollando sus espirales. Era como un rayo plateado y precioso en el cielo, como una nube de lluvia que giraba para ser hilada. El final de la trenza, suave y desflecado como la cola de un asno de un cuento de hadas (la única clase de burro que conocía Rapunzel), apenas rozaba el suelo antes de chocar contra la torre con un golpe increíblemente satisfactorio. (Para secar aquella cantidad enorme de pelo después de su lavado mensual, tenía que lanzarlo todo por un lado de la torre y golpearlo repetidamente contra la pared de piedra, lanzando cascadas de gotas al suelo.) Se agarró a la pared, con cuidado de no hacer daño a ninguna de sus amigas plantas, y esperó. Había más empujones y tirones que de costumbre; le estaba costando subir. Rapunzel se asomó por el lado. Gothel tenía una cesta gigante colgándole del brazo. ¿Era posible? ¿Se había acordado de que era su cumpleaños? Cerró los ojos con fuerza, sonriendo y procurando no ponerse a bailar. Todo iba a salir bien. Todo apuntaba a un sí. En resumen, todo era increíble. —¡Vaya viaje! —dijo Madre Gothel, cuando por fin llegó arriba y subió por el alféizar de la ventana. En cuanto recuperó un poco el aliento, se limpió con las manos la ropa y se arregló el pelo (el suyo)—. Las cosas que hago por ti, cariño. ¡Si yo te contara! No tienes ni idea. Rapunzel tiró del pelo para arriba con cuidado (con plena atención) y se lo volvió a enrollar en los hombros. Tuvo que
esperar a que Gothel se pusiera cómoda antes de intentar abrazarla. Pero simplemente no lo pudo evitar. Con fuerza y alegría, abrazó a la mujer que todavía seguía jadeando. —Vale, vale, no hace falta exagerar… Gothel se apartó y se alisó el vestido de nuevo, un vestido bien cosido de color burdeos que le quedaba como un guante en el torso y la cintura diminuta. No llevaba capa ese día, ni cinta para atarse el grueso pelo negro. Rapunzel la observó un momento. Aquella mujer que había sido su madre y su única compañía durante diecinueve años no había envejecido ni un solo día; no tenía ni una sola cana en el pelo reluciente. El único sometimiento al paso del tiempo era que había encogido un poco: aunque continuaba siendo más alta que su hija adoptiva, cada año el margen era menor. Gothel estaba demasiado ocupada acicalándose para darse cuenta de cómo la estaba estudiando; cuando por fin se dio cuenta, le dijo en broma: —¿Por qué miras a esta pobre viejita? —preguntó fingiendo timidez—. ¿Ocurre algo? ¿Tengo… una arruga? Fue corriendo hasta el espejo preocupada de repente, tirándose de la piel del contorno de ojos para atrás con la punta de los dedos. —No, madre, no seas boba —dijo Rapunzel. Le dio un beso en la mejilla—. Solo estaba… pensando en ti. En nosotras. —Pareces un gato que vaya a escupir un pájaro —dijo Gothel, un poco recelosa. Después, se animó y cogió algo que llevaba su hija en el pelo—. ¿Este colgante es nuevo? Oh, es muy bonito.
Rapunzel se lo tocó con el dedo, era un pequeño hamsa. —¿Este? No. Me lo regalaste las Navidades pasadas. ¿Dónde iba a conseguir yo un colgante nuevo? Pero Gothel ya se había dado la vuelta y estaba haciendo otra cosa, sin prestarle atención. —Esto empieza a parecer… la selva. Cariño, tenemos que compartir este espacio las dos. Al menos parte del tiempo. Somos compañeras de piso. Rapunzel se quedó desconcertada por aquel cambio de tema, pero solo un momento. Miró a izquierda y derecha, como haría alguien criado entre otra gente de verdad y no entre marionetas, buscando a un aliado, alguien que la apoyara, que también pusiera los ojos en blanco… pero, claro, allí no había nadie. —Madre —dijo, respirando hondo—. Madre, tenemos que hablar. La escena era exactamente tal y como la había ensayado, y una mirada de reojo rápida al espejo confirmó que incluso ella estaba justo como se había imaginado: con la espalda recta, expresión seria, las manos juntas con modestia, la barbilla firmemente hacia fuera. Madura. Razonable. —¿Qué? ¿Rapunzel? Deja de mascullar. —Gothel estaba inspeccionando las plantas que acababa de toquetear, hurgando irritantemente las hojas—. ¿Por qué nunca plantas flores? ¿Algo que alegre este sitio? —No estoy mascullando —empezó a decir Rapunzel, y enseguida se calló. No quería parecer una niña contestona. —Madre —volvió a decir, mucho más claramente, pero no más alto—. ¿Sabes qué día es hoy?
—¿El Día de los Recuerdos Borrosos? —preguntó alegremente, y, después, se rio de su propia broma—. ¿A quién le importa, cariño? Los días laborables son para los campesinos. —Es mi cumpleaños —insistió Rapunzel, decidida a no pararse a pensar en si su madre lo sabía y estaba bromeando o si se le había olvidado por completo. —Oh, no lo sabemos seguro —dijo Gothel, con un suspiro en el que se rendía claramente—. Cuando me hice cargo de ti, ya tenías unos días. Ya lo sabes, Rapunzel. Te he contado la historia muchas veces. ¿Es que nunca me escuchas? —Bueno, es esta semana —dijo Rapunzel, decidida—. Y escogí este día en concreto hace años. Pero… ¡no pasa nada! La cuestión es que… cumplo diecinueve este año. Gothel había dejado las plantas y estaba jugando con una figurita de «alce» que había hecho Rapunzel durante el Tallado Intensivo de seis meses al que se había sometido dos años atrás, y que había hecho tomando como modelo al que se había quedado atrapado en su despensa. (Le dio pena ver aquella cosa diminuta y cantarina irse, pero no era feliz en la torre.) —¿Y? —preguntó distraídamente. Rapunzel se volvió a quedar parada. Gothel nunca hablaba con frases cortas y siempre discutía sobre la edad y los años. No soportaba que le recordaran esos conceptos, ni el crecimiento de su hija, ni el paso del tiempo. Era raro que no le estuviera llevando la contraria ni armando un escándalo. —Bueno, cumplir diecinueve significa que soy adulta. Según cualquier definición —continuó Rapunzel, poniéndose
todo lo derecha que pudo—. Adulta, responsable y… eso. »Lo que me lleva a mi siguiente punto: todos los años, durante la semana de mi cumpleaños, hay esas luces flotantes en el cielo. —¿Qué? —preguntó Gothel, que parecía sinceramente confundida (o como si estuviera fingiendo a la perfección estar confundida). —Ya lo sabes. —Cogió a su madre de la mano y la llevó hasta lo que había pintado años atrás, la primera vez que se dio cuenta de que las luces aparecían regularmente cada año. No era una obra sofisticada: no eran más que bonitas esferas doradas bonitas con auras tenues que se elevaban en un cielo nocturno. —Todos los años en esta época, las misteriosas cosas flotantes suben al cielo en el oeste. Este año será especialmente brillante porque hay luna nueva esta noche, lo que significa que el cielo todavía estará bastante oscuro al cabo de unos días y… —Y quieres que las vea contigo, cariño —dijo Gothel, frunciendo los labios y apretando las manos de Rapunzel—. Qué dulce, pero… —No, quiero ir a verlas. En persona. Contigo. El silencio se apoderó de la habitación y, de repente, también se quedó en penumbra cuando una nube dramática aprovechó la oportunidad para pasar por delante del sol. Las dos mujeres se quedaron mirando, ambas en silencio: una, que por fin había escupido las palabras, con una elocuente pausa de esperanza. La otra, con incredulidad. Gothel sacó las manos de las de Rapunzel. Se negó en rotundo.
—Sabes que no puedes. ¿Por qué lo preguntas siquiera? —Pero, madre —dijo Rapunzel, intentando no lloriquear ni adularla—. Ahora soy mayor. Me puedo controlar. No veré a nadie ni a nada. No tocaré nada. Tú vendrás conmigo. Me llevarás allí y te asegurarás de que yo no… —¿De que no mates a nadie más, como a tu madre y a tu padre? —dijo Gothel entre dientes. Rapunzel se desinfló como una torre que tenía una hoguera en llamas en su interior. Todo se había quemado; el hollín, el humo y el calor se vieron absorbidos al lugar desde el que procediera la energía del fuego. Las cenizas le obstruían la nariz; notaba el cuerpo frágil por haber perdido su estructura interna. —Madre —suplicó con una voz débil, mirando al suelo. —Madre, eso seguro —dijo Gothel, aunque no estaba claro lo que quería decir. Así era cómo Rapunzel había vivido durante diecinueve años. El secreto silencioso que la había destruido por dentro cuando no tenía fuerza suficiente para pararlo. La cosa que se llevaba todo el color de su mundo ya diminuto, la luz del sol lejano, la pequeña cantidad de aire que utilizaban sus pulmones. Rapunzel estaba encerrada en una torre porque era una asesina. Su precioso y traicionero pelo había matado a sus padres biológicos justo después de su nacimiento, durante un berrinche. El pelo que ahora ataba, trenzaba, anudaba y adornaba con colgantes para mantenerlo bajo control.
Ni siquiera se lo podía cortar; hacerlo le provocaría la muerte. Ahí estaba: con unas trenzas brillantes infinitas, anudadas con colgantes y deseos, recordándole cada día por qué estaba prisionera. Porque no le podían dejar que hiciera daño a nadie más. —Mira lo que te he traído para tu cumpleaños —dijo Gothel con frialdad, bajando los brazos y abriendo la cesta gigante que había traído. Rapunzel se inclinó con tristeza, adivinando lo que era, con miedo de lo que encontraría. Una gallina gorda, bonita y vieja, cuyo tiempo para poner huevos ya había pasado. Un ave de corral con plumas de varios colores que evidenciaban la mezcla de razas. La gallina levantó la vista hacia ella, parpadeó en la luz, pero no hizo ningún sonido. —Le iba a retorcer el cuello yo misma —siguió Gothel—. Porque sé lo remilgada que es mi bella princesa de la torre. Pero creo que quizá ha llegado el momento de otra lección sobre por qué estás en esta torre. —No… —le rogó Rapunzel. —Hazlo —le ordenó Gothel—. Tienes que hacerlo. Tienes que recordar por qué estás aquí. Como si la chica del pelo plateado lo pudiera olvidar. La mujer cogió a su hija del brazo y la llevó hasta el armario, poniendo la cesta de golpe sobre una mesa con más fuerza de lo que era necesario, y que no resultaba tampoco nada agradable. La gallina graznó bajito. Rapunzel empezó a llorar.
Extendió la mano hacia la cesta para acariciar al ave, sin saber si era un engaño horrible o un último favor. Hablando en voz baja, levantó aquella cosa que iba a ser la cena. Qué mascota tan maravillosa habría sido la vieja gallina… … pero una mirada a los grandes y fríos ojos de Gothel hizo que Rapunzel se olvidara incluso de la idea de pedírselo. Se quedó abatida, quitando el nudo a una trenza con desgana. La puso alrededor del cuello de la gallina. —Lo siento —susurró. Cerró los ojos y recurrió a su voz, tarareando una canción triste y sin sentido. Se le quedó la mente en blanco. Sentía una oscuridad glacial fluyendo desde la cabeza y el pelo hasta las puntas, como agua helada cayendo por un canal. El pelo plateado latía con un brillo antinatural, lanzando pequeñas sombras por todas partes donde no deberían haber estado. El ave se relajó… por completo. Primero, los pies le cambiaron de color; después, los ojos se le quedaron en blanco. Había muerto. —¿Has visto eso? —susurró Gothel. —Sí, madre —dijo Rapunzel débilmente. —¿Entiendes por qué nunca puedes dejar esta torre? —Sí, madre. Gothel negó con la cabeza. Llevaba la gallina muerta en una mano y dio unas palmaditas en la mejilla a Rapunzel con la otra. —Cariño, ya sabes que solo lo hago por tu bien. Eres demasiado peligrosa para estar con más gente. Les harás daño.
—Sí, madre. —Ya verás, ya sabes que tengo razón. —Hizo una pausa, entrecerrando los ojos—. Tu madre sabe lo que te conviene.
La habitación secreta —Ya está —susurró Gothel al espía escondido en el espacio oscuro detrás del armario—. ¿Lo has visto? Gothel movió la gallina muerta delante de la cara del hombre. —No tengo nada en las mangas, no he hecho ningún truco, querido, aunque creo que sería una buena ayudante de mago, ¿no crees? Oh, es broma. —Le dio un golpe alegremente con la mano en la que no llevaba a la gallina–. El medio es el mensaje. Ahora lo entiendes, ¿verdad? —Mein Gott —dijo el hombre. Era un veterano de muchas guerras pequeñas, brutalidades, traiciones y actos malvados; había sido testigo de muchas cosas demasiado horribles para ser nombradas a plena luz del día. Pero la expresión de su cara era la personificación de la repugnancia. Alrededor del agujero negro de araña había pilas de tesoros diminutos demasiado peligrosos de robar, aunque el espía hubiera querido. Había montones polvorientos de la mejor ropa de cama infantil; sábanas y mantas y fundas de almohada bordadas con el emblema del sol del reino. Había libros, un montón, valiosos y excepcionales, todos escritos, ilustrados y encuadernados a mano. Estaban apilados acumulando polvo como si fueran trozos de madera.
Había vestidos de lana y seda de diferentes medidas, varios osos de peluche con tela de terciopelo y juguetes astutamente tallados que se movían hacia arriba, rodaban o saltaban. Había cuencos de madera a rebosar de delicadas joyas de princesa: collares de oro con medallones en forma de corazón, pasadores de nácar y perlas auténticas, anillos de vivos colores y toda clase de preciosos brazaletes de azabache, jade o rubí rosa. Gothel se fijó en los ojos del espía yendo de una cosa a otra y malinterpretó su verdadera intención, que era mirar hacia cualquier sitio para no tener que mirarla a ella. —Oh, sí, puede que haya olvidado mencionar que mi pupila es la princesa heredera que supuestamente está muerta. Mi plan era revelar ese pequeño detalle en cuanto la puja se redujera. Imagínate: ¡una bruja poderosa y una demanda al trono cuando sus padres mueran! No está mal, ¿eh? »Sabes, la propia reina estuvo donde estás tú ahora. Y solo una vez —añadió con una risa seca—. Fue lo único que pudo soportar, ver a su bebé y ser incapaz de tocarla. Supongo que es como cuando un halconero coge un polluelo de un nido y la madre halcón tiene que ver cómo cría alguien a su hijo. O algo así. ¡Qué manera de llorar! Y, después, hizo lo que hacen todas las madres ricas: convirtió su amor en un montón de objetos materiales. Envía una caja tras otra de estas cosas que ni siquiera puedo vender porque todo tiene el sello real… Gothel cogió un camisón de lino sencillo: el sol icónico estaba entretejido en una cinta que daba a la parte delantera. Lo agitó para dar énfasis a lo que decía y lo dejó caer al suelo. (Aquella escena provocó que el espía hiciera una mueca de dolor. Era justo decir que él nunca había tenido aquella ropa exquisita de bebé, e incluso un alma en bancarrota moral como
él no soportaba ver el trabajo duro de tejedores y costureros tratado como despojos de cerdo.) —Le doy un libro de vez en cuando si me lo suplica lo suficiente. No puedo dejar que se vuelva demasiado avariciosa. Los niños pueden ser muy exigentes. Mira todas estas cosas… ¡no sirven para nada! También había un brazalete llamativo (o chillón) de grandes cuentas de coral rojo; algunas cuentas tenían el motivo del sol real tallado laboriosamente por alguien que tenía una vista increíble, y el cierre también llevaba el sol en esmalte violeta. —En realidad —dijo Gothel con aire pensativo, mirando otra vez el brazalete—, esto sería un bonito regalo para su decimonoveno cumpleaños. No es que le haya comprado algo yo. Bueno, excepto esta gallina, por supuesto. Se echó a reír con una risa tonta. El espía seguía en silencio, algo normal para los de su oficio, por lo que su desagrado pasó desapercibido. —Ahí está la escalera para bajar —dijo Gothel, respirando hondo como si las carcajadas la hubieran dejado sin aliento. Señaló a la trampilla del suelo—. No te acompañaré, por supuesto. Por favor, informa a tus señores y señoras de lo que has visto exactamente. Recuérdales que la puja empieza dentro de dos noches. ¿De acuerdo? El delgado hombre asintió deprisa y levantó la puerta secreta que llevaba a la escalera de caracol estrechísima que bajaba hasta perderse en la oscuridad. Había muchas preguntas e incluso algunos sentimientos en su cabeza rápida y salvaje, pero tenía que concentrarse en la tarea que tenía entre manos: bajar sin correr peligro, evitando resbalarse y caerse.
Al estilo espía, abrió la puerta del fondo de la torre solo lo justo para caber a lo ancho antes de volver a cerrarla en silencio. Se escondió en el claro y se adentró en el bosque negro que había más adelante, un hombre vestido con harapos, tan invisible y corriente como un saco deshilachado, una ilusión óptica, un soplo de aire malo. Pero a medida que corría hacia las manos que lo alimentaban, la mente de Crespin daba vueltas sin parar a muchas cosas, impulsada por la repugnancia que había mostrado sin querer delante de la bruja. No era la muerte de aquella ave lo que lo inquietaba. Oh, él había visto la muerte, incluso había visto magia en sus tiempos. Tampoco haber visto a aquella damisela triste y solitaria atrapada en lo alto de una torre, mucho más poderosa de lo que ella entendía realmente, incapaz de escapar, a pesar de la escalera y de su propio pelo largo. Ni siquiera era el hecho de que estuviera atrapada realmente solo por las palabras de una mujer cruel. Probablemente, le perturbaba que la doncella todavía llamara a aquella mujer cruel «madre» y que anhelara su amor.
Memorial Sloan Kettering —Espera. Tengo preguntas. —Daniella seguía sin abrir los ojos, pero sacó las manos y empezó a contar las cosas con los dedos. Así funcionaba la quimioterapia: tenía períodos de vigilia intercalados con períodos más largos de sueño o de contemplación extraña y confusa de la nada. Su voz sonaba casi normal en aquel momento; el cerebro le funcionaba. —Te escucho —dijo Brendan, resignado, pero también casi impaciente por saber lo que le quería preguntar. Él estaba en racha y no quería perder impulso. —La condesa Bathory, ¿la vamos a ver más? —Oh, sí —dijo él, entusiasmado—. ¡La condesa Elizabeth Bathory fue una persona que existió en realidad! Se dice que asesinó y torturó a cientos de mujeres jóvenes y que se bañaba en su sangre. Como un vampiro, pero de verdad. —Ya sé que te gusta la historia y eso —dijo su hermana con un gruñido—. Pero ¿por qué siempre es repugnante? —Oye, no es justo. El reloj de sombras de Rapunzel y sus instrumentos astronómicos son correctos desde el punto de vista histórico y no son desagradables —protestó Brendan—. Y ¡toda su ropa ha sido increíblemente acertada! Hasta menciono los tejidos. —Vale, venga. Siguiente pregunta —dijo Daniella, haciendo un gesto de rechazo a su hermano—. ¿Dónde está
Flynn? Y ¿por qué no hablas más de los caballos? —Lo tengo en mente… espera, ¿qué? —Si no me vas a hablar de Máximus directamente, al menos cuéntame un poco sobre los otros caballos. O sea, dices que el guardia y la reina salen atropelladamente para ver a la bebé Rapunzel. ¿A pie? ¿Una reina? Me juego el cuello a que iban a caballo. ¿De qué color? ¿De qué raza? Brendan se sintió idiota. Una de las mayores desilusiones del cáncer (quizá «desilusión» no fuera la palabra apropiada) fue que Daniella se había perdido un verano entero de equitación. Su amor por los caballos no se había apagado como sucedía a otras niñas al hacerse mayores; todavía rogaba ir a campamentos de hípica en los que se tenían que limpiar los establos a golpe de pala y lavar y alimentar a los caballos como trabajadores agrícolas de verdad. Aquel año, todo el dinero que había ganado que no había puesto en su fondo para la universidad, junto con los grandes regalos de cumpleaños de sus padres, se suponía que iba a pagar un leasing para tener caballo propio en la escuela de equitación Jamaica Bay. Pero no pudo ser. Al menos la escuela le había devuelto el depósito. Incluso le habían enviado fotos del caballo que había elegido (Juno) deseándole que se recuperara pronto. ¿Le estaba contando un maldito cuento de hadas y no había ningún caballo? —Bueno —dijo Brendan, pensando deprisa—, llegaremos a los caballos dentro de poco. Pero, primero, Flynn.
—Ya puedes poner a Flynn —murmuró Daniella—. No hay Enredados sin el tío bueno. Brendan se rio tranquilamente y volvió a empezar.
Rapunzel Al día siguiente, Rapunzel estaba sentada en su taburete preferido y miraba por la ventana con tristeza. Por primera vez, tenía el aspecto con el que se la imaginaban normalmente los escritores de los cuentos de hadas deslumbrados: bonita, lánguida, triste, delicada, anhelante. Pétrea. Inmóvil. Era muy raro. Porque, como todos sabemos, la verdadera Rapunzel nunca estaba quieta en sus 27 metros cuadrados de libertad. Descansó la cabeza en las manos, con los brazos cruzados en la repisa fría, y miró el mundo pasar muy despacio, al ritmo de las plantas. Estaba demasiado triste incluso para plasmar sus pensamientos en un cuadro. No estaba pensando en que nunca (jamás) iba a dejar la torre. Tampoco se estaba consumiendo por la desilusión de no conseguir ver las luces. Tampoco lloraba porque la relación con su madre se hubiera complicado tanto y fuera desagradable, lidiando con recuerdos y discusiones e intentando ver dónde había salido mal. No, en aquel preciso instante, todavía estaba en ese punto de tristeza pura, sin diluir, que prohíbe alcanzar claramente cualquier pensamiento, idea o conclusión. Como el ruido de
una cascada que lo inunda todo, la tristeza dominaba todas las palabras que tenía en la cabeza. Todo era simplemente horrible. Y, entonces, pasó algo. Casi se perdió los primeros segundos, convencida de que se lo había inventado por su tristeza o de que quizá estaba perdiendo la cordura. ¡Un hombre entró en el claro! Rapunzel casi se echó hacia atrás desde la ventana, temiendo que el hombre la viera. Por lo visto, él también estaba asustado; no dejaba de mirar a su alrededor, hacia atrás y a los lados con cara de espanto, como si algo horrible estuviera escondido cerca de él. Rapunzel cayó en la cuenta de que lo estaban siguiendo. O, como mínimo, él tenía miedo por si alguien lo seguía. Se paró de repente, al ver algo. ¿Un… árbol? Un árbol enfermo que tenía un agujero gigante. Rapunzel frunció el ceño, sin comprender lo que ocurría. El hombre corrió hasta el árbol y lanzó algo en el agujero. Rapunzel se inclinó hacia delante, peligrosamente, esforzándose por ver qué era. Debía de ser algo valioso. El hombre no perdió el tiempo: después de esconder lo que fuera, se alejó. Se detuvo y miró alrededor del árbol despacio y con aire pensativo. Probablemente estuviera memorizando la ubicación. Rapunzel aprovechó aquel momento en el que estaba parado para estudiarlo atentamente. Desde el punto de vista…
artístico. Lo único que veía era el cuerpo en diagonal: lo alto de la cabeza (tenía el pelo castaño) y los brazos cuando los sacaba (parecían jóvenes y musculosos y flexibles). Quería verle la cara. La forma que tenía de moverse le hacía pensar que probablemente fuera guapo. (No habría sabido explicar por qué, ni se molestó en diferenciar «pensar» de «esperar».) El hombre corrió hasta la base de la torre y la tocó con curiosidad. Después, desapareció de su vista, dando vueltas alrededor de la pared. Puede que se oyera un forcejeo, un extraño crujido de madera. Rapunzel estuvo a punto de gritar por la frustración. ¿Qué estaba haciendo el hombre? Pero incluso la frustración era emocionante. No había ocurrido nada como aquello en sus diecinueve años de vida. (En realidad, había visto a gente alguna vez: un niño perdido, un pastor confundido, un hombre con pinta peligrosa que llevaba una espada y un arco. Pero todos salían corriendo enseguida alejándose de ella y de la torre, como si supieran los peligros que entrañaba la torre en cuanto posaban la mirada en ella.) ¡El hombre volvió a aparecer! Corriendo desde el otro lado, ¡había ido hasta el final de la torre! Y ya no llevaba la chaqueta. ¡Qué raro! Se colocó (¿posó?) con las manos en las caderas como si estuviera encantado consigo mismo y, después, echó a correr, en una dirección ligeramente distinta a la que había tomado para adentrarse en el claro.
El corazón de Rapunzel latió con fuerza. Agarró el marco de la ventana. El hombre podría haberse ido… posiblemente para siempre… pero lo que hubiera escondido todavía estaba en el árbol. O bien iba a volver a buscarlo después o bien volvería otra persona. Quizá la persona que lo perseguía, quizá un enemigo, quizá un cómplice. Si ella miraba tiempo suficiente, quizá vería el desenlace de aquel misterio enigmático. Pero Rapunzel estaba cansada de mirar y esperar. Pensó en lo que habría escondido en el árbol y en lo mucho que ella deseaba ver qué era. Quería agarrar el misterio con sus propias manos. Resolver un regalo de cumpleaños. Con tanta emoción, no pensaba con claridad. Pero era su cumpleaños y estaba triste y desilusionada y… bueno, aquella misión la ayudaría mucho a arreglar las cosas.
La comida de aquel día iba a ser deprimente: su madre y ella sentadas una delante de la otra, sin hablarse. O más bien: Gothel intentando de forma tonta y trabajada entablar una conversación ligera mientras Rapunzel presentaba una barrera de silencio triste y muy poco propia de ella. Sin embargo, en ese momento, la energía le burbujeaba desde el pelo hasta los dedos del pie, le enrojecía la cara y casi bailaba en el asiento con la emoción de la esperanza. —Bueno, me alegro mucho de verte de mejor humor —dijo Gothel con aire de superioridad. Sonaba como si en realidad no lo pensara en absoluto. Estaban comiendo la gallina que había quedado con algunos extras: setas y hierbas que había traído del bosque. Se podía decir cualquier cosa sobre Gothel,
pero era innegable que era una cocinera excelente con lo que tuviera a mano—. Por supuesto que detestaría dejarte triste y enfurruñada como un fantasma con mala digestión. En fin, me tengo que ir, tengo cosas que hacer en la granja de la familia, como siempre. Pero es mucho más agradable irse así. —Yo sigo queriendo ver las luces flotantes —soltó Rapunzel, diciendo la pura verdad y, a la vez, intentando exponer sus razones como si eso hubiera sido algo natural. Gothel puso los ojos en blanco. —No. No, eres un peligro para los demás y no se puede confiar en que lo mantengas bajo control —dijo como si tal cosa, casi aburrida. Rapunzel mantuvo la cabeza baja mirando al plato, intentando no soltar una risa tonta. No se le daba bien disimular. Nunca había aprendido a hacerlo. Después de cenar, las dos limpiaron codo con codo; era la vida de siempre. Sus movimientos prácticamente estaban sincronizados y no tenían necesidad de hablar. A pesar de que lavar fuera una tarea aburrida que se repetía hasta la saciedad, Rapunzel casi deseó que el momento hubiera durado un poco más. El hecho de no hablar significaba no pelearse, y si no acababan de fregar los platos quería decir que ella no haría lo que estaba a punto de hacer. Cuando lo hiciera (salir de la torre), la relación que tenían cambiaría para siempre. Rapunzel tendría una experiencia, un secreto que no conocía su madre. Algo nuevo en sus diecinueve años. Sería distinta. Y quizá ya era hora, pero también daba un poco de miedo. Gothel estaba canturreando en voz baja una canción sobre una flor que relucía y brillaba. Era una de las favoritas de Rapunzel; su madre la cantaba desde que era un bebé.
Cuando los platos y los cacharros ya estaban limpios y secos, Gothel llenó la cesta y Rapunzel desenrolló su trenza más larga y más gruesa. —Cariño, sabes que detesto decepcionarte —dijo Gothel, tocando la mejilla de su hija antes de subirse a la ventana—. Es que las cosas son así. Rapunzel asintió, sin estar segura de si podría callarse. Miró fuera al bosque, al tronco oscuro que tenía un agujero y que cada vez estaba más borroso y oculto por las primeras sombras. —¿Es seguro que una mujer viaje sola de noche? — preguntó con curiosidad. —¡Qué pregunta tan rara! —exclamó Gothel, divertida y recelosa a la vez—. Yo no soy como la mayoría de las mujeres, Rapunzel. Por suerte para ti, y para mí. Oh, ten, se me olvidaba. Feliz cumpleaños, cariño. Metió la mano en la capa y sacó algo tan sorprendente que Rapunzel se quedó con la boca abierta. Era una pulsera rojo fuerte, una de las cosas más alegres que había visto en su vida. No combinaba con ninguna de sus prendas de ropa ni con sus complementos, y eso era maravilloso. Parecía fuego, y la lengua de un gato de uno de sus libros (o quizá fuera un perro), y un atardecer realmente bueno en otoño; la felicidad en un color. Incluso había un sol alegre y con muchos rayos en el cierre. Era uno de los símbolos preferidos de Rapunzel, uno que pintaba sin parar por todos los rincones de la torre. Y ¡además era de su color favorito! —Madre, ¡es precioso! ¡Gracias! —Le echó los brazos al cuello y apretó fuerte antes de que Gothel pudiera reaccionar.
Quizá no le gustaran los abrazos de Rapunzel. Quizá fuera demasiado estricta. Quizá fuera un poco dominante. Quizá a veces dijera cosas que probablemente no sintiera. Pero era obvio que la madre de Rapunzel la quería (aunque fuera de una forma accidentada). Aquel brazalete era la prueba. Se había acordado de que era su cumpleaños desde el principio. —Te quiero, Rapunzel —dijo su madre. —Y yo a ti más —contestó Rapunzel. —Y yo muchísimo más —dicho lo cual, Gothel bajó de un salto por la mata de pelo y desapareció en la noche.
Rapunzel Daba saltos arriba y abajo mientras intentaba predecir el tiempo, calcular cantidades totalmente desconocidas, preguntándose si ocurriría algo extremadamente poco frecuente (pero que se daba de vez en cuando): «Rapunzel, me he olvidado de una cosa…» ¿Cuántas veces había dado saltitos de impaciencia como aquel día? Esperando y deseando que su madre volviera. En cambio, en aquel momento… ¿Cuánto tiempo tardaba Gothel en adentrarse tanto en el bosque que ya no pudiera ver ni oír nada? ¿Qué distancia tenía que recorrer? ¿Cuántos kilómetros o minutos a pie? De niña se preocupaba siempre porque pensaba que pasaría algo, que necesitaría que su madre volviera por alguna razón y Gothel no la oiría gritar. Pero ahora… ¿Y si volvía? ¿Y si tenía que decir la última palabra? ¿Y si…? (Y si.) Sopesó las preocupaciones en una mano contra las sombras que se movían en la otra. Quedaban cuarenta minutos para la puesta de sol, pero los árboles más próximos a la torre ya estaban cambiando del dorado profundo de última hora de la
tarde al azul brumoso de como se llame el momento justo antes de que llegue la noche. El agujero del árbol del escondrijo había pasado de ser marrón a negro y a un azul prusiano profundo; las hojas de las ramas habían perdido su brillo y eran mates. Al final, Rapunzel no lo pudo aguantar más. Cogió su larga trenza, que no había recogido después de que se hubiera ido Gothel, y ató el extremo alrededor del armario. Se ajustó a la perfección y, pese a tirar con todas sus fuerzas, no cedió nada. (Rapunzel, que no tenía experiencia con pelo normal más allá del pelo ligeramente rizado de Gothel, no se sorprendió en absoluto por eso.) Poniéndose la cuerda plateada alrededor de la cintura, manteniendo la cuerda floja envolviéndole el brazo, saltó hasta el alféizar de la ventana. Allí mantuvo el equilibrio bien, ya que, al ir descalza, con los dedos del pie se agarraba a la piedra como si fuera un gecko. Rapunzel nunca iba calzada. Una vez, Gothel le había dado unos zapatos rosas delicados. Era bonito llevarlos y era divertido pavonearse y deslizarse por el suelo inmaculadamente encerado, pero, aparte de eso, no le veía mucha utilidad al calzado. Despacio, y sin ser consciente de cómo su pelo podría haberle facilitado la tarea, Rapunzel empezó a bajar por el lado alto de la torre. Era un poco mareante al principio, pero, claro, había pasado diecinueve años en una torre para hacerse inmune al miedo a las alturas y al vértigo. Al ver que no caía ni se deslizaba durante al menos un minuto o dos, empezó a dar saltos. Al principio solo un poco,
para probar el pelo y su miedo. Al poco, ya estaba empujándose, apartándose de la pared, balanceándose de acá para allá. Su largo pelo se movía en espiral alrededor de la torre mientras estiraba las piernas en el aire y dejaba la cabeza colgando hacia atrás como un polluelo que no supiera hacia dónde estaba la parte de arriba. —¡Ueeeeee! —gritó, olvidando por un momento que Gothel quizá no estaba lo suficientemente lejos todavía o que podría volver. Se calló enseguida y se concentró en volver a bajar, de forma metódica pero rápida. Al final, tocó la hierba con los dedos del pie. Su plan era aterrizar, correr hasta el árbol, rebuscar en el agujero, coger lo que hubiera allí y volver a toda pastilla hasta su torre antes de que se hiciera de noche del todo o pasaran cinco minutos o Gothel volviera o el hombre regresara o los que le perseguían volvieran o Rapunzel matara sin querer a alguien o a cualquier otra cosa que hubiera tenido la mala suerte de cruzarse en su camino. Ohhhhhhhh, ¡la hierba! Movió los dedos del pie. Era suave, elástica, dura y el borde le hacía cosquillas. —¡Ah! —exclamó, alegre, mirando los pequeños tallos que salían entre los dedos de los pies. Saltó arriba y abajo. Sintió que la tierra retrocedía. ¡Era tan distinta a la piedra y la madera! Suave pero dura. Se calentaba deprisa bajo los pies. Se le quedaba pegada a los pies… Corrió hacia delante, solo un poco, para saber qué se sentía.
Era mucho más agradable que correr en la torre. Después hizo una pausa, al darse cuenta de algo. Nunca había corrido más de siete rapúnzeles, la medida de su propia altura, que era el trozo más largo de suelo recto que tenía cuando todos los muebles estaban apartados del camino para su carrera de obstáculos del Día de los Juegos. No podía correr mucho más lejos en ese momento, con el pelo atado al armario de la torre. Pero si no hubiera estado atado, ¿podría correr… para siempre? —¿Qué es eso? ¡Nunca había visto esa flor! —gritó, perdiendo el hilo de sus pensamientos. Se inclinó sobre la flor: era diminuta, blanca y tenía forma de estrella. No era más grande que la punta de su meñique. Había algunas esparcidas aquí y allá, pero no crecían en masa como el aciano o la zarzamora, así que era imposible que las pudiera haber visto desde su ventana. La tocó. Vio que tenía polen amarillo en la yema del dedo. De repente, se asustó. ¿Y si la había matado? Rapunzel se apartó de un salto. La segunda cosa de la que se dio cuenta era mucho más aterradora y profunda que la primera: Todo lo que había fuera estaba vivo. Estaba encima de una hierba viva y estaba cubierta por árboles vivos. Los bichos pasaban volando por delante de ella, completamente ajenos a su mortalidad. Uno aterrizó encima de ella. Un pájaro cantaba en un árbol, una hoja cayó del cielo,
las filas de setas serpenteaban y cruzaban la hierba y entraban en el corazón del bosque. Ella podría haber matado a cualquiera de esos seres en un abrir y cerrar de ojos. Si tocaba una planta y se moría, ¿los bichos que estuvieran dentro de la planta también se morirían? ¿Y los hongos entrelazados con sus raíces? Y… Pero… no se estaba muriendo nada. O no en ese preciso instante, al menos. En general, todo la ignoraba. «No pienses en el pollo, no pienses en el pollo», se dijo a sí misma, intentando no pensar en lo que fuera que pensara cuando se veía obligada a matar. Una brisa acercó a un gran abejorro hasta ella. ¡Zas! Aunque estaba nerviosa por si le hacía daño, se rio mientras el insecto se movía y se fue volando otra vez, recobrando la velocidad poco a poco. Era peludo y amarillo. Tenía unos ojos enormes y unas antenas diminutas y parecía que, en otro momento menos ajetreado, podría haber sido su amigo un rato. Había llegado a una de sus trenzas gruesas que se le enrollaban alrededor de los hombros —aunque ella estuviera pensando/no pensando/pensando/no pensando en matar al pollo… Con cuidado, envolvió un mechón de pelo alrededor de un dedo. Fue hasta un árbol y lo tocó. —¡Au! La corteza del árbol estaba más dura de lo que esperaba. Nunca había tocado ninguno. Supuso (chupándose el dedo
herido y la uña doblada hacia atrás) que por eso la madera era dura. Pero el árbol soportó el pelo e incluso el principio de sus pensamientos de muerte —y no murió. Igual que cuando podía pasar la mano por la gallina antes de tener que matarla, o cuando cuidaba las plantas de casa; nadie se veía afectado por su pelo mágico sin que ella lo deseara activamente. —Solo tengo que conseguir no enfadarme, ni asustarme, ni hacerme daño —dijo—. Puedo ser cuidadosa y prudente. Se quedó muy quieta, interiorizando aquella orden en el alma. Después, se dio la vuelta con alegría, sacando los brazos para tocar la brisa limpia y fresca, inhalando el polen y la belleza y posiblemente también uno o dos mosquitos pequeños. —¡Sííííííííííííííí! ¡El hecho de no matar sin querer a nada significaba tantas cosas maravillosas! No guardaría ese secreto. Se lo diría a su madre. Le contaría a Gothel que había salido al mundo de fuera… y que no había pasado absolutamente nada. No había matado a nadie ni a nada. Incluso había pasado la mano por encima de un lagarto (en realidad, lo estaba haciendo en ese preciso momento, antes de poder evitarlo, incluso mientras pensaba esas cosas). Sabía que era un lagarto por las imágenes del libro de cuento de hadas, largo y ágil y seco y escamoso, pero con patas, a diferencia de una serpiente (los lagartos se convertían
en apuestos lacayos en La Cenicienta). Probablemente fuera algún tipo de lagartija. El reptil soportó que lo tocara con la paciencia ausente de un animal de sangre fría al que le gustaba estar caliente y que no olía nada peligroso como un zorro o un halcón. Su experiencia con humanos era poca o ninguna. Rapunzel, por supuesto, supuso que el hecho de que no huyera significaba que era un amigo de la naturaleza en potencia. —No te voy a matar —prometió al pequeño lagarto y a sí misma—. ¡Eres una cosita adorable de piel suave! ¡Eres perfecto! Le contaría a su madre lo que había hecho y, luego, le enseñaría el lagarto… y, después, solo era cuestión de tiempo que la convenciera para que la llevara a ver las luces flotantes. Ella no era un peligro. —¿Verdad… Pascal? ¡Te voy a llamar Pascal! —Y cogió al lagarto con habilidad y se lo puso en el hombro. Mareado (y petrificado), el animal se aferró al vestido de Rapunzel y se quedó inmóvil. Con su nuevo y osado plan en mente y las luces flotantes prácticamente al alcance de su mano, Rapunzel casi se olvidó de la razón por la que había salido de la torre en un principio. Negó con la cabeza al darse cuenta de su propio despiste, fue corriendo hasta el árbol que tenía el agujero y metió la mano dentro. (Lo que demostraba aún más lo poco que sabía realmente del mundo natural o del mundo de fuera de su torre.) ¡Ajá! Las puntas de los dedos rozaron la superficie suave de la piel desgastada. Pero no conseguía agarrarla.
No importaba. Deshizo un pequeño mechón de pelo que había atado con cuidado con la forma de una runa que protegía del mal. Se lo volvió a atar formando un nudo corredizo en bucle y lo movió alrededor del espacio oscuro, tirando con fuerza cuando daba con algo. Era como pescar, algo que había aprendido con sus lecturas. Al final, el bucle se tensó alrededor de algo y pudo subirlo. (Una vez más, nada de aquello le parecía raro, ya que el único pelo que conocía Rapunzel era el suyo.) ¡Era una bolsa de cuero! Estaba bellamente desgastada. Como la habían cerrado con prisas, apenas tapaba lo que contenía en su interior. Volvería corriendo a la torre y subiría lo más rápido posible para esquivar a alguien que pudiera volver a por la bolsa, para no matar a alguien sin querer y para evitar la escena extremadamente rara que se produciría si su madre volviera antes por algún motivo. … Pero sus manos ya estaban abriendo la bolsa incluso mientras ella estaba decidiendo todo aquello. —¡No! —Cerró la bolsa de golpe y gritó a sus manos—. ¡Venga! ¿Es que no podéis esperar cinco minutos? Volvió a la pared de la torre dando grandes pisotones, con una expresión seria y desilusionada en la cara. Con cuidado (a conciencia), se envolvió la mata de pelo gigante alrededor de la cintura y empezó el viaje de vuelta, más complicado que el de ida. Por un momento, pensó que Gothel quizá no supiera de qué se quejaba cuando decía que subir era duro; Rapunzel y el pelo hacían casi todo el trabajo al tirar de ella. Se levantó poco a poco y minuciosamente, mordiéndose el labio y enrollando la lengua en los trozos más complicados. En un punto maniobró con cuidado alrededor de un nido que estaba metido
en la hiedra y, después, alrededor de una piedra bastante resbaladiza de Vidrio de Nube Brillante. (Ninguno de sus treinta y siete libros trataba de geología.) Cuando Rapunzel por fin cruzó la ventana y se cayó, puso una mano protectora encima de Pascal para que no se golpeara contra el suelo. Se puso de pie de nuevo y, después, sin saber por qué, se volvió y miró por la ventana. Se estaba haciendo de noche de verdad; todo estaba mucho más oscuro, cubierto por capas azules que no habían estado allí unos minutos antes cuando ella estaba fuera en la hierba verde y toqueteando el árbol. Toda la escena parecía un cuadro enmarcado por la ventana puntiaguda. Rapunzel sintió que una tranquilidad desconocida se apoderaba de ella; era como si estuviera maravillada, pero era una sensación más suave. Ella había estado ahí fuera. Ahí abajo. Era real, visceral y, de alguna forma, normal cuando estaba en la hierba —y ahora todo parecía un cuadro—. Delicado, mágico y apartado. No estaba segura de lo que significaba todo aquello. Una parte secreta de ella lo sabía y susurró: «Cambio». Como la pausa antes de la tormenta o las horas antes de su sangre mensual. Negó con la cabeza, apartando las cosas que no comprendía o no quería comprender. —Bueno —declaró—. cumpleaños! Abrió la bolsa.
Y,
ahora,
¡mi
misterio
de
Y, la verdad, el destino no podría haberle dado un premio mejor después de la caza del tesoro. Sacó una preciosa y reluciente corona. Sus grandes ojos verdes se hicieron aún más grandes. A pesar de la hora y de la falta de luz solar, sus joyas conseguían brillar y parpadear de una forma mágica y cara. Puede que Rapunzel no tuviera mucha experiencia con gemas reales o con cualquier tipo de piedra preciosa, pero era evidente que aquellas joyas eran de ese tipo. Era algo como sacado de un cuento de hadas, lo que llevaría una princesa que volviera a serlo después de haber sido un cisne. Los diamantes gigantes tenían la forma de los huevos de cisne. Debajo de cada uno había un rubí rosa redondo, y, entre ellos, había una fila de perlas perfectamente redondas. La giró en las manos, observando el alambre de oro diminuto y complejo que lo mantenía todo unido. Y, allí, en un pequeño trozo liso de metal suave, estaba la marca del artista: un símbolo de sol con rayos. El mismo que había en el cierre del brazalete. El mismo que ella pintaba y con el que soñaba constantemente. El que significaba vida, felicidad y energía en el vocabulario personal del alma de Rapunzel. «¿Por qué?» Miró su brazalete nuevo. Incluso para un ojo inexperto, era evidente que las dos joyas no habían sido obra de la misma persona, quizá ni siquiera en el mismo estudio. Por un momento loco, se imaginó que todo estaba conectado. ¿Y si realmente era alguna misteriosa caza del tesoro mágica para su decimonoveno cumpleaños? ¿Y si
Gothel lo había organizado todo? El hombre, la corona… El brazalete era una pista… ¿Qué otra explicación había? Y, de ser así… ¿Y si ella quería que Rapunzel se escapara? Rapunzel apartó aquella idea a regañadientes, sintiéndose tonta y desilusionada al mismo tiempo. Su madre, sin duda, no quería que se fuera de la torre. Nunca. Lo había dejado clarísimo. Y no era el tipo de persona que contrataría a actores para extravagantes sorpresas de cumpleaños. Rapunzel se desató los mechones más grandes de lo alto de la cabeza. Después, se puso la corona y se volvió para mirarse en el espejo. No quería pensarlo… no era ese tipo de persona… pero… La corona le encajaba a la perfección. Los colores de las piedras estaban acentuados por sus propios colores, y al revés. Parecía una princesa. Una princesa con un lagarto en el hombro. —¡Oh, Pascal! —exclamó, quitándose la corona y alargando la mano hacia el animal—. ¡Seguro que estás muriéndote de hambre, o de sed! He sido muy egoísta. ¡Me voy a ocupar de ti! Así pues, la corona volvió a la bolsa, el lagarto comió lo que quedaba de pollo (colgado al final de un palo para que pareciera vivo), y Rapunzel volvió a sus rutinas nocturnas. Se obligó a acostarse a su hora normal, a pesar de tener la cabeza llena de coronas, lagartos, misterios y chicos…
… y del mejor cumpleaños de su vida.
Rapunzel No quería despertarse temprano a la mañana siguiente. Quería hacer todas las cosas habituales en el orden correcto, en el momento adecuado. Antes de quedarse dormida, se prometió a sí misma que aplazaría todas las cosas maravillosas (mirar la corona otra vez, imaginarse cómo se lo contaría a su madre, planear mentalmente su viaje para ver las luces) hasta después de haber hecho los quehaceres domésticos. Rapunzel no se tendría que haber preocupado; la única emoción verdadera de sus diecinueve años tuvo un efecto profundo en su mente y en su cuerpo. Durmió plácidamente durante diez horas y al despertarse se había perdido la calistenia matutina. Parpadeó y abrió los ojos despacio, con la mente nublada por la dirección y la intensidad de la luz del techo. Nunca se despertaba tan tarde. Pascal no estaba dormido precisamente, sino que dormitaba hecho una rosca en el hombro bajo el pelo de Rapunzel. ¡Su amigo de la naturaleza ya se había convertido en un amigo del alma! (O, alternativamente, aquella cosita pequeña tenía más calor del que nunca había tenido en la vida y había consumido más calorías de golpe que nunca; por lo tanto, no tenía ninguna razón para irse.)
De repente, como si estuviera sedienta y bebiera agua dulce y fresca, los acontecimientos del día anterior le invadieron la mente. Su madre volvería a la hora de comer. Todo tenía que estar perfecto. No podía permitir que nada, ni una mota de polvo, ni un pelo suelto, empañara su humor. —Bueno, ¡a limpiar! —dijo a Pascal, arremangándose. El pequeño lagarto no dijo nada.
A las doce del mediodía, el interior de la torre estaba reluciente, las sábanas aireadas, la mesa puesta. Por supuesto, Rapunzel no podía ir a buscar hierbas ni setas como hacía su madre, pero podía adornar los platos con algunas hojas de las hierbas que cultivaba y procuró colocar las sobras de la forma más estética posible. Y, cuando, por fin, su madre gritó: —¡RAPUNZEL, lanza el pelo! … ya estaba allí, con el pelo preparado y esperando, y tiró la trenza enseguida. —Oh, cariño, no sé cuánto tiempo más tu vieja madre podrá hacer esto —dijo Gothel mientras subía y Rapunzel tiraba de ella con fuerza—. Puede que después de esto, tenga que descansar un poco por mi espalda, sabes, solo un par de días… No quieres que me rompa, ¿verdad? Es broma, tesoro, por supuesto que soy joven y ágil… pero esto es agotador… Rapunzel tiró aún más fuerte para que su madre subiera enseguida y, moviendo los pies nerviosa, consiguió contenerse para no darle un gran abrazo.
—Bueno, ¿qué te pasa, ojos brillantes? —preguntó Gothel, mirándola de arriba abajo—. Hoy pareces… llena de energía, por desgracia. —Oh, madre, ¡tengo que contarte algo maravilloso! —dijo Rapunzel, incapaz de resistirse a cogerle las manos y agitarlas. —¿Tú? ¿Qué podrías contarme? ¿Lo que ha pasado en un día? —preguntó con, no, no era desdén, ¿verdad? Solo era su peculiar sentido del humor. —Es sencillamente increíble… Espera, ¿tienes hambre? Seguro que sí, después de ir de aquí para allá. ¿Te apetece comer algo? —Estoy bien, gracias por preguntar. Pero no se mantiene una figura juvenil rindiéndote a cada pequeño capricho. Por cierto, que no te iría mal a ti. Lo de la moderación, me refiero —añadió Gothel directamente, mirando las cuatro manos que aún estaban unidas. —¡Por supuesto, madre! —dijo Rapunzel, apartándose y riéndose. —Oh… ya sé lo que es —dijo Gothel de repente, abriendo los ojos al darse cuenta. A Rapunzel le dio un vuelco el corazón. ¡Las madres realmente lo sabían todo! ¿Cómo era posible que lo supiera?—… Es ese… absurdo lagarto que tienes en el hombro, ¿verdad? Rapunzel parpadeó y ofreció una mano a Pascal. —Tienes una mascota. Muy bien. —Antes de que Rapunzel pudiera responder, su madre se había vuelto y se estaba mirando en el espejo, arreglándose el pelo—. En mi opinión, suponen demasiado trabajo y atención… siempre hay que estarles dando comida y mimos… como a los niños, ¿sabes? ¿Quién quiere otro niño? Es mucho trabajo. Oh, es broma, por
supuesto. Pero, en serio, los niños dan mucho trabajo. Son totalmente agotadores. —Sí, pero, madre, ¿no lo ves? —Rapunzel se tocó los mechones plateados por encima del lagarto, que movió la cabeza y estornudó—. ¿No notas nada? ¿Importante? Gothel miró la imagen de Rapunzel y el lagarto en el espejo, sin molestarse en volverse para mirar a su verdadero yo. —Tienes un lagarto en el hombro. ¿Hay alguna cosa más? —preguntó, impaciente—. ¿Tienes una mantis religiosa en la cabeza? ¿Algo aún peor en el pie? —Lo tengo en el hombro —contestó Rapunzel con una risa exasperada—. ¡Lleva aquí desde anoche! ¡En mi pelo! ¡Y está bien! ¡No lo he matado sin querer! Gothel era una mujer acostumbrada a hablar de forma performativa; sonriendo y frunciendo los labios y juntando las manos y balanceando las caderas. No había ninguna emoción que se le pasara por la cabeza que no se le reflejara también en la cara. Incluso cuando era más retorcida, creía absolutamente cualquier cosa que decía en un momento dado, eso era lo que la hacía tan creíble para los demás. Así que los pensamientos, los emociones y las reacciones que nacieron dentro de su cabeza ahora se manifestaban en su cara más claros para Rapunzel que el alfabeto. Confusión, después; comprensión lenta, más tarde; sorpresa (con unos ojos como platos y levantando las cejas) y, después, una comprensión profunda. Y, luego, ira. Estrechó los ojos hasta que fueron ranuras casi invisibles. Se puso las manos en las caderas.
—¿Se puede saber qué intentas decir, Rapunzel? Su hija tragó saliva. Casi nunca veía a su madre de aquella forma. Tenía algo más que furia en la cara; peligro. —Yo solo, yo he pensado, pero tú… es que… —dijo tartamudeando, intentando no echarse atrás. —Habla claro. Ya sabes que no me gusta que murmures bla, bla, bla. Es bastante molesto. —No lo he matado —espetó Rapunzel desesperada—. ¡Lleva conmigo casi un día entero y está bien! Soy lo suficientemente mayor para controlarme. ¡No voy a hacer daño a nadie! Podemos esperar otro día si quieres. Me lo dejaré en el hombro para estar segura. Y tú estarás ahí para asegurarte de que no toco a nadie. Puedes decir a la gente que no se acerque a mí. ¡Podemos ir a ver las luces flotantes! —Otra vez la misma canción —dijo Gothel monótonamente, y eso era lo que daba más miedo—. En serio, no puedes sacar otra vez este tema. Ya lo habíamos zanjado ayer, Rapunzel. —¡Pero ayer no tenía a Pascal! —Dio unas palmaditas al lagarto para dar más énfasis a lo que decía, al darse cuenta de que su madre no sabía el nombre—. ¡Esto lo cambia todo! —¡Esto no cambia nada! —siseó Gothel, cortando el aire con la mano—. No vas a ir a ninguna parte. No vas a ver a nadie. Te quedarás en esta torre en la que estás segura y el resto del mundo estará a salvo de ti. Crees que te puedes controlar, eso es lo que creen siempre las niñas. Pero no puedes. No lo puedes hacer cuando cuenta. Y, entonces, alguien sale herido. —Podemos hacer una prueba o…
—¡Basta! Soy tu madre, Rapunzel. Yo sé lo que te conviene. Y lo prohíbo. —Pero… Rapunzel pensó en la corona. Era un poco raro que su madre no se hubiera dado cuenta de que había una bolsa de piel en la mesa. Todo lo que entraba o salía de la torre pasaba por las manos de Gothel o bien Rapunzel lo creaba con las cosas que su madre había traído. Normalmente tardaba días o semanas en hacer las cosas que inventaba. Y era obvio que estaba dándoles forma. Gothel siempre se quejaba del serrín, las manchas de pintura, el requesón experimental… ¿Cómo no iba a darse cuenta de aquella cosa nueva? ¿Cómo era posible que no se hubiera fijado en Pascal al principio? ¿No era raro que en diecinueve años un lagarto nunca hubiera subido accidentalmente tan alto por la torre? ¿Por qué Gothel no le había preguntado por dónde había llegado? ¿Cómo era posible que no lo viera? Algo se apagó dentro de Rapunzel. Ni su voluntad, exactamente, ni su personalidad. Fue más bien como si un lecho de río o las orillas de un arroyo canalizaran su energía, pensamientos, ilusión, emociones, para ver el mundo exterior. Se llenaron y se quedaron contenidos, pero eso no hizo que aquellas cosas dejaran de ocurrir, solo… no se mostraron ante un público, su madre. Rapunzel realmente le iba a contar todo sobre su pequeña excursión fuera de la torre. Pero ahora que lo pensaba… ¿qué conseguiría? ¿Para qué serviría? Evidentemente, no la ayudaría en su caso. Y si su
madre se ponía así de furiosa por la sugerencia de salir de la torre, ¿cómo reaccionaría al saber que su hija ya había salido? Era mejor guardar silencio. Rapunzel no estaba acostumbrada a controlarse de esa forma y era como si se sintiera morir un poco. Un último intento, un pensamiento incontrolable se abrió paso. —Pero es que quiero ver las luces flotantes —murmuró—. Más que nada en el mundo. Eso no era lo que tenía pensado decir. No había mencionado la corona, ni el chico, ni la salida, ni corretear en la hierba sin provocar ninguna muerte. Pero era la verdad; en cierto sentido, era una verdad mayor. Y Gothel todavía tenía una oportunidad de arreglar las cosas, de responder como una madre, aunque no fuera la respuesta que Rapunzel había esperado. «Oh, cariño», dicho con sentimiento, habría bastado. «Lo siento, ya sé que quieres verlas», mientras le tocaba la mejilla, habría sido más que aceptable. No decir nada, limitarse a darle un abrazo (y algunas lágrimas de ambas) la habría reconfortado. Pero su madre respondió así: —Bueno, no puedes. Así que será mejor que lo olvides. Para siempre. Rapunzel tragó algo, para siempre. —Sí, madre —murmuró. —¡Oh, deja de murmurar! Y, mira esto, ¡me has hecho fruncir el ceño! —De repente, Gothel se animó, ya no estaba
furiosa—. No soy esa clase de madres a las que no les va la disciplina porque van más de amigas, ¡ya lo sabes! No quiero que tengamos arrugas prematuras ninguna de las dos. No estropeemos el día. Vamos a comer eso que me has ofrecido antes. Rapunzel abrió paso poco a poco hasta el simulacro de comedor alegre. Incluso había elegido unas cuantas flores preciosas y las había puesto en un jarrón para adornar el ambiente. Cuando se hundió en la silla, se sintió como si todos los colores de su pintura cayeran al suelo formando un charco feo y sucio. Sentía la esperanza escapar de su cuerpo, la cabeza se vaciaba de sueños, los deseos quemaban en sus extremidades debilitándolas como el ácido mientras salían. Por primera vez, «para siempre en una torre» empezó a querer decir algo de verdad. Por supuesto, los humanos pueden aguantar casi cualquier cosa con amor y compañía. … y, por primera vez, Rapunzel estaba empezando a darse cuenta de que en realidad no tenía ninguna de las dos cosas. Cogió el cuchillo y la cuchara de forma mecánica y se llevó comida a la boca, porque el único deseo que le quedaba era no provocar ningún comentario ni conversación más de Gothel a la que tuviera que responder. Madre Gothel seguía hablando atropelladamente. Rapunzel la observaba un poco fascinada. No oía ninguna palabra, solo veía la boca y los ojos abrirse y cerrarse. Eran órganos sensoriales, según el libro número 22: De vida humana y limbo. Se preguntó si Gothel alguna vez los usaba así o si existían solo para proyectar su personalidad al mundo.
—Estás muy callada —comentó Gothel, dándose cuenta por fin. —Mm —dijo Rapunzel, concentrándose en la cuchara. —Pero estás comiendo despacio, como una dama, así que algo es algo. Oh, te he traído esto. —Gothel rebuscó en la cesta y sacó un pergamino enrollado con mala pinta—. Me imagino que podrías pintar en la superficie, o por la parte de atrás, o algo. Como no podemos permitirnos papel de verdad demasiado a menudo… «No podemos.» Como si fueran una pareja, un equipo. Como si Rapunzel tuviera alguna forma de conseguir o ganar dinero o recibir algo que no le suplicara a su madre. Cogió el pergamino sin interés, lo desenrolló y lo miró con ojo de artista. De hecho, era demasiado fino para cualquier cosa que no fuera dibujos al carboncillo; la pintura haría que se quedara como papilla o con grumos, rompería la sustancia con su peso y… Pero su voz de artista se calló cuando vio lo que ya estaba impreso en la parte de delante, un gran grabado en madera:
SE BUSCA VIVO O MUERTO: FLYNN RIDER, LADRÓN RECOMPENSA EXTRA POR DEVOLVER AL REY Y A LA REINA SU LEGÍTIMA PROPIEDAD
Y un dibujo perfecto del hombre al que había visto la otra noche.
Vale, no era exactamente perfecto. Estaba bastante segura de que le habían dibujado mal la nariz. Si la hubiera tenido de ese tamaño, la habría visto, incluso desde su ventana. Así que… ¡la corona probablemente había sido robada por aquel hombre y la había escondido en el árbol a toda prisa porque lo estaban persiguiendo! Quienesquiera que fueran. Los soldados del rey y la reina, otros ladrones, alguien que esperaba una recompensa… Flynn Rider. Eso sí que era un nombre. El nombre perfecto para el tipo de hombre que roba algo y se va de rositas, que esconde algo en lo profundo del bosque hasta que el camino esté despejado, un hombre aventurero, un hombre astuto… … Seguro que era muy bueno escabulléndose… Un hombre que había sacado una corona real a escondidas de una cámara del tesoro podía sacar fácilmente a una chica por el bosque e incluso por pueblos sin que nadie la viera, y más aún sin que nadie la tocara sin querer. Un hombre como aquel podía ayudar a Rapunzel a escaparse para ver las luces flotantes. Sin correr peligro. Gothel, por supuesto, malinterpretó totalmente la mirada maravillada y el rayo de esperanza de la cara de su hija. —¿Lo ves? Sabía que te gustaría. Tu madre siempre está pensando en ti, cariño. —Sonrió y dio un mordisco a una manzana. «Problema Rapunzel solucionado», pensó, sin duda. —Sé exactamente lo que haré —dijo Rapunzel, hablando tanto a su yo interior como a su madre. Se le aceleró el corazón mientras pensaba deprisa, una habilidad que no
necesitaba y que pocas veces utilizaba en la torre—. Pero… Creo que necesitaré esa pintura blanca realmente especial. Y ya se me ha acabado. —Tesoro, es un viaje de dos días a la Costa de los Huesos de ida, y luego, hay que volver, para conseguir los pigmentos —dijo Gothel, frunciendo el ceño—. Me dejará completamente agotada. —Pero sería perfecto y me haría olvidarme de las luces flotantes. Quizá incluso para siempre. Rapunzel se arriesgó a mirar directamente a los ojos de su madre. De alguna manera, lo decía en serio… pero no como Gothel pensaba. —Oh, de acuerdo, de acuerdo. Espero que te des cuenta de que esto demuestra lo mucho que te quiero. —Dejó escapar un gran suspiro y puso los ojos en blanco, cansada. —Y yo a ti más —dijo Rapunzel, sin pensarlo realmente. —Y yo muchísimo más.
Rapunzel En cuanto su madre se marchó, empezó a prepararse para irse. —¿A que es emocionante, Pascal? El lagarto no respondió. Toleraba sus movimientos solo porque estaba colocado alrededor del cuello de Rapunzel como si fuera un pañuelo; era un sitio suave y calentito, y estaba lleno después de haber cenado un huevo delicioso. No había nada que le hiciera pensar que algo le fuera a matar o comer en los minutos siguientes. Para el lagarto, todo iba bien en el mundo, aunque le produjera un poco de náuseas. Rapunzel sacó todos sus mapas de Europa. Tenía exactamente tres, y cada uno con un desfase de al menos cincuenta años. Las baronías se habían ganado, perdido o robado; las lealtades y las fronteras habían cambiado como por arte de magia. Uno de los mapas ya se había borrado con cuidado y repasado con tinta en varios sitios. Pero las masas de tierra nunca cambiaban: montañas, ríos, lagos y océanos. Rapunzel tenía una idea bastante buena de la dirección en la que estaban las luces flotantes, pero no sabía su tamaño ni la distancia a la que estaban en realidad. Esperaba que no estuvieran sobre el mar. Además, la idea de ballenas gigantes, antediluvianas que llegaban de las profundidades por algún instinto estacional desconocido para liberar burbujas brillantes doradas del soplido en el aire… bueno, habría sido algo increíble de ver, también.
Haciendo una mueca, arrancó con cuidado los mapas número 1 y 3 de sus libros, los enrolló y los puso en la bolsa con la corona, que colocó en una bolsa de tela más grande que normalmente usaba para guardar el pan. Además de los mapas, metió comida duradera: las puntas de varias hogazas de pan de corteza dura, judías tostadas y secas, queso, huevos que había hervido. Como no tenía una cantimplora como los héroes de las historias, tuvo que arreglárselas con una vasija de barro con agua cuya tapa selló con cera para que no se derramara. Enrolló con cuidado el cartel de «Se busca» y lo deslizó en un rincón, junto a la costura, esperando que no se arrugara demasiado. Después de pensarlo un poco, también añadió una pluma, una pastilla de tinta y cuatro manchas de pintura seca en una paleta hecha con una concha (que su madre había encontrado en su último viaje para conseguir el pigmento blanco). ¿Por qué no? Puede que se sintiera inspirada para pintar algo realmente increíble que viera fuera… También añadió pequeños tesoros, como monedas de verdad, y otras de mentira que había pintado para un espectáculo de marionetas. Coger cuerda parecía útil, pero tenía el pelo. Decidió llevarse un cuchillo pequeño, un poco de cuero duro para afilar y varias telas grandes que podría usar como capas (que se enrolló por la cabeza de forma teatral) o para esconder su enorme montón de pelo. Y se miró en el espejo. Estaba ridícula. Parecía que estuviera ocultando a una segunda Rapunzel, más pequeña, en lo alto de la cabeza, agachada y tapada con
una sábana. Suspiró y se quitó las telas. Hasta que encontrara a Flynn (y probablemente después, también), debía tener mucho cuidado. Volvió a sujetar la trenza alrededor del armario, se subió al alféizar de la ventana, se llevó la mano a la nuca y tocó a Pascal para que le diera buena suerte. Después, miró la habitación que iba a dejar. Parecía tan… pequeña. Y oscura. ¡Pero alegre! Llena de todo lo que había hecho Rapunzel. Cuadros, móviles, palos, productos artesanales y tejidos y plantas y… un espejo en blanco, que reflejaba solo las cosas de la habitación, no la persona que vivía allí. Rapunzel se sintió rara, como si fuera un espíritu que dejaba un cuerpo viejo. Era un cuerpo amable y había hecho su trabajo, pero ya apenas le dejaba espacio para ella y todos sus sueños. ¡Una nota! ¡Debía dejar una nota! Pero… ¿qué diría? «Querida madre, he ido a encontrar las luces flotantes. Volveré.» Como por lógica no había ninguna señal evidente de pelea, sería obvio enseguida que se había ido por voluntad propia. Y Gothel sabría a dónde se dirigía. Entonces, ¿tenía sentido dejarle una nota? Así que dio un salto. —¡Wiiii! —susurró, dando vueltas sin parar mientras se caía como una araña, disfrutando del descenso.
El aterrizaje en la hierba fue incluso mejor esa vez, intensificado por la anticipación. —¡Ja, ja! —gritó, soltándose el pelo. Después de estar unos minutos girando a conciencia en la hierba, fue hasta el árbol del agujero. Por lo que veía según su extremadamente limitada experiencia (ninguna), no parecía haber ninguna señal ni rastro de que alguien más estuviera intentando encontrar la corona: la única huella que vio (cosa que al principio fue muy emocionante) resultó ser la de su propio y delicado pie. Por muy impaciente que estuviera de empezar su aventura, el valle escondido a su alrededor parecía un poco… oscuro. Fatídico. Lleno de rocas, árboles y sombra, pero, de algún modo, también vacío. —Madre viene y va mucho, así que debe de haber un camino —dijo en voz alta—. Y si ella encontró el cartel en un árbol, debe de ser un camino que usa más gente. ¡Será ancho y se verá sin problemas! Caminó alrededor de la base de la torre, manteniendo la punta de un dedo en la base, ¿por diversión?, ¿por comodidad?. Y, así, descubrió dos cosas enseguida. Una: sí que había un camino; era estrecho y pasaba por una hendidura entre dos paredes de roca naturales, que sobresalía y estaba oculta por la hiedra. Era fácil no verlo si no se sabía lo que se estaba buscando. Dos: había una puerta en la base de la torre. —¿Una puerta? —preguntó Rapunzel, indignada y sorprendida. No era exactamente una puerta, la verdad, sino más bien una especie de armario detrás del cual se podía dejar basura o cosas que no necesitabas a menudo. ¡Pero
igualmente…! ¡Su torre tenía una puerta! ¡Y ella no tenía ni idea! Además, había mensajes que parecían hechos con furia:
¡PROHIBIDA LA ENTRADA! ¡¡¡PLAGA!!! MENDIGOS Y VÍCTIMAS DE VIRUELA AQUÍ NO ENTRE
Todo aquello era bastante confuso. Pero junto a los mensajes, metido entre la brecha que había entre la puerta y su marco había un abrigo, el que había llevado aquel joven, Flynn. Y que, de golpe, ya no llevaba. Rapunzel frunció el ceño e intentó abrir la puerta. Estaba cerrada, por supuesto. Rapunzel arrugó aún más la frente. ¿Flynn había intentado usar su abrigo para abrir de alguna forma una puerta cerrada? De ser así, quizá no fuera el tipo de aventurero listo que ella necesitaba. O… espera, ¿puede que fuera supersuperlisto? ¿Y si lo perseguían el rey y la reina cuya corona había robado, forzó la cerradura, se quitó el abrigo y lo metió en la entrada para que pareciera que había entrado de alguna forma? (Y que el abrigo se le había quedado atrapado durante la huida.) ¿Cuántas personas seguirían a un hombre a una torre que estuviera cubierta de signos de plaga por todas partes?
Aunque se quedaran ahí intentando pensar qué hacer, Flynn habría ganado unos minutos extra preciosos para escapar. No, Rapunzel pensó con arrogancia, ella tenía razón en elegir a Flynn como guía. Ese era precisamente el tipo de tipo escurridizo y centrado en sobrevivir que necesitaba. (Tampoco es que tuviera un abanico de guías muy amplio para elegir.) Dejó el abrigo donde estaba, después de meter un brazo en una de las mangas solo para ver si le iba, por curiosidad, y siguió por el camino. De todas formas, siguió pensando en la puerta. La torre era demasiado estrecha para cualquier cosa salvo una escalera empinada, y, de todas formas, si había una forma de subir, ¿por qué Gothel insistía en usar el pelo? ¿Por pereza? ¿O había alguna otra razón? (Como no querer que Rapunzel supiera que había una forma fácil de entrar en la torre y salir de ella.) Por supuesto, Gothel había conseguido subir de alguna forma cuando Rapunzel era más joven y el pelo era más corto… pero no se acordaba exactamente de cómo. Y nunca lo había cuestionado. Todo aquello era raro. Pero sus reflexiones no duraron demasiado, porque al poco rato estaba apartando las cortinas de hiedra, pasando por la hendidura y saliendo al bosque en sí. ¡No era tan oscuro como había parecido desde arriba! De hecho, se abría a un sendero tan grande como una carretera. Eso fue lo que supuso, porque nunca había visto una carretera de verdad. Había unas profundas marcas extrañas y
rectas en la tierra más suave que probablemente habían hecho las ruedas de un carro o un carruaje. A cada lado del sendero, el musgo y las florecillas bonitas se amontonaban alrededor de árboles gigantes y bajos con grandes hojas y caras alegres en los patrones de su corteza. La luz atravesaba el manto del bosque con manchas brillantes y unos diminutos pájaros cantaban, bailando en las ramas. Una pequeña y vellosa criatura que Rapunzel estaba bastante segura de que era un alce (como el que se había quedado atrapado en su torre) la miraba desde una rama con sus ojos negros y salvajes. —¡Hola! —exclamó Rapunzel con alegría. El animal soltó una serie aguda de algo que parecían palabrotas y se marchó, mientras su cola tupida temblaba. (Los pies de Pascal se hundieron en el cuello de su ama. Los alces eran herbívoros, por supuesto. En cambio, las ardillas eran animales oportunistas que no dirían que no a un polluelo inofensivo o a un lagarto herido.) —Y ¡hola a vosotros también! —dijo Rapunzel, haciendo una reverencia—. Vale, no puedo estar segura de hacia dónde ha ido Flynn Rider, así que simplemente tomaré la dirección que conduce más o menos a las luces flotantes. Si vemos a alguien, Pascal, le preguntaremos. El día era joven y el cielo por encima de los árboles era azul. Tenía ganas de saltar, y habría querido soltarse el pelo y que le cayera por la espalda tal y como el pelo deseaba con desesperación, gloriosamente libre y plateado. Pero… solo por si acaso… lo mantuvo atado. Había tantas cosas que ver (y tocar) y con las que hablar que podría haberse pasado una vida en el primer kilómetro; ella que había pasado casi veinte años en dos habitaciones.
Los árboles, por ejemplo, eran todos distintos al verlos de cerca. La pintora que llevaba dentro se quedó horrorizada de cómo había copiado inconscientemente en sus paredes lo que ella pensaba que era una buena imitación de la vida. En realidad, tenían hojas de formas distintas, diferentes tonos de corteza marrón (y gris y negra, ¡incluso plateada y blanca!) y tampoco eran iguales todas las raíces nudosas ni todos los patrones de ramas. También le intrigaban las plantas que no eran ni árboles ni hierba; por lógica, sabía que eran arbustos, pero se los quedó mirando atentamente, preguntándose si ellos habrían preferido ser árboles o hierba, al ser unas cosas extrañas que no eran ni una cosa ni la otra. Una era una rosa salvaje (la reconoció por los libros), pero ninguna imagen la podría haber preparado para el aroma embriagador que la envolvió por las flores capturadas por un cálido rayo de luz del sol. Había más insectos de los que su mente podía entender. —¡Oh, mira, Pascal! —exclamó, al ver algo que no se parecía a las demás cosas del bosque. Su forma regular y los colores crudos destacaban contra el fondo borroso y orgánico. ¡Era otro cartel de «Se busca»!
SE BUSCA A FLYNN RIDER. VIVO O MUERTO. (ACLARACIÓN: MUERTO ES PERFECTAMENTE ACEPTABLE)
—¡Seguro que vamos por buen camino si aquí también lo buscan! —dijo con alegría, arrancando el cartel. Después, frunció el ceño mientras lo miraba.
—Este tiene otro dibujo de su cara. Mira, aquí la nariz aún es más grande. Lo enrolló con cuidado y se lo puso en la bolsa junto al primero. Había huellas reconocibles en el suelo y eran más recientes; muchas eran grandes y profundas, como si las hubieran hecho unas mujeres que llevaban zapatos o botas. —O unos hombres. —Cayó en la cuenta. La verdad era que, salvo ella y su madre, no tenía con qué compararlo. La tierra empezó a cambiar despacio mientras caminaba. Los claros se convirtieron en pequeños prados. El camino se hizo más llano y más denso. Y miró por primera vez de verdad una estructura humana aparte de su propia torre: una valla de madera desvencijada que limitaba un camino que se cruzaba con el suyo. Encima del primer poste, colgando de unas cadenas, había una señal tallada y pintada de un bonito pato dorado. —El Patito Frito —leyó Rapunzel entusiasmada. Era más o menos el nombre que habría puesto ella a un establecimiento, si se le hubiera presentado el caso. Probablemente fuera una taberna. O un pub, o una posada para que los viajeros cansados pudieran parar, como en los cuentos de hadas. ¡Seguro que alguno de los clientes la ayudaría a encontrar a Flynn! Se puso bien el vestido y el pañuelo que escondía parte del pelo y siguió el camino hasta un edificio que parecía agradable. Era tan viejo que un árbol gigante había crecido parcialmente dentro de él y cubría el tejado como un brazo protector. La estructura original se había añadido sin orden ni concierto según lo que permitían el espacio y el tiempo y el árbol. Había varios animales grandes atados fuera. —¡Caballos! —exclamó Rapunzel, reconociendo las criaturas del cuento de hadas al instante. Abrió los brazos de
golpe y estaba a punto de abrazar a uno con todas sus fuerzas rodeándole su precioso cuello castaño… pero se detuvo en el último momento—. No, Rapunzel. Estás en una misión —se dijo a sí misma con dureza—. Vamos a preguntar por Flynn. Primero, luces flotantes. Después, abrazar caballos. Y, decidida, adoptó lo que ella pensaba que era una pose digna y respetable y se acercó a El Patito Frito. Todas las dudas que tuviera antes de entrar en una situación desconocida acabaron en cuanto se acercó. Parecía el lugar más mágico del mundo. Había gente que contaba historias (ininteligibles) en voz alta, el alegre sonido metálico de un instrumento, unas personas cantando una canción, otras cantaban otra, riéndose a carcajadas… Sin ni siquiera pensar en la vida que se le había negado, Rapunzel abrió la puerta de golpe con expectación y desenfreno. Todos se quedaron en silencio enseguida. Sus grandes ojos se hicieron aún más grandes al ver la escena que tenía delante. No era lo que había imaginado en absoluto. Aquel espacio gigante era oscuro y caótico y estaba lleno de hombres enormes vestidos con ropa oscura. Unos hombres que se la quedaron mirando boquiabiertos: con cicatrices en la cara, ojos saltones, calvos, peludos, con barba, sin barba, musculosos, armados… Ella era el único punto de color, su vestido lavanda estaba enmarcado por la clara luz del exterior que se doblaba y pasaba alrededor de su figura. A juzgar por las miradas, era como si fuera la única cosa de color que hubiera estado alguna vez dentro de El Patito Frito, a pesar de su brillante letrero de
pato amarillo. De hecho, algunos clientes hicieron una mueca de dolor al ver los adornos del vestido de Rapunzel… … o quizá fuera al ver el pelo… Rapunzel tragó saliva, sucumbiendo brevemente a una cascada de distintas emociones. Terror, sin duda; miedo escénico, seguro; pero, sobre todo, sentimiento de culpa y vergüenza. Ella no quería que sus canciones y sus carcajadas pararan y, por supuesto, no quería ser la causa de que lo hicieran. ¿Había hecho algo mal? ¿Era una fiesta privada? ¿Era El Patito Frito el nombre de una familia? ¿Era un establecimiento solo para hombres? No, vio a un par de mujeres con pinta peligrosa y también había varias que servían bebidas. —¿Qué hace una chica bonita como tú en un sitio como este? —preguntó uno de los hombres. Tenía una sonrisa repugnante y llevaba un pequeño gorro de metal con cuernos que se curvaban hacia fuera a cada lado de la cabeza; las puntas estaban afiladas y parecían colmillos y no algo que creciera en una vaca, oveja o camello. (Rapunzel no tenía ni idea del tipo de cuernos que eran, solo sabía que algún animal grande y adorable los habría llevado antes.) El hombre movía una uña por una espada de aspecto maligno, cortando trozos de uña con forma de luna. —¿Estás sola? —preguntó un hombre que tenía una nariz enorme. Puso una mano en la espada. —Lleva un vestido elegante —dijo sin rodeos una de las mujeres—. Y tiene una bolsa llena de monedas de oro, sin duda. —Yo no la tocaría.
Eso lo dijo con algún objetivo el miembro más aterrador del grupo: un hombre con una amplia calva y un garfio en su mano izquierda. Dio la espalda a Rapunzel y sorbió la cerveza de forma muy evidente, poniendo fin a cualquier interacción potencial. —Es una señorita o una noble. O sea, nada más que problemas. Incluso si intentas devolverla a sus padres para conseguir una recompensa, preferirían destripar a un matón honesto que pagarle lo que se merece. Rapunzel ya podía describir a los matones y rufianes al haber oído a alguien calificarlos con aquellos adjetivos. Empezaron a murmurar; gruñían y hacían sonidos para mostrar que estaban de acuerdo con la afirmación. Estaban desilusionados. Todos le dieron la espalda y volvieron a hacer lo que hacían antes, como beber y discutir. —¡Un momento! ¡No soy una señorita que se haya perdido! Aquello sonaba un poco raro. Pero decidió seguir insistiendo. —No busco ayuda, ni a mis padres, ni nada. ¡Lo busco a él! Sacó dramáticamente el cartel de Flynn y lo desenrolló con un chasquido de la muñeca. Esperó a la reacción apropiada. Todos los que estaban en El Patito Frito se empezaron a reír de ella, todos a la vez. —¡Flynn Rider! —exclamó una de las mujeres, a carcajada limpia—. ¿Buscas a Flynn Rider? —¡Tú y los Stabbington! —gritó el hombre de la nariz grande, sin aliento porque se estaba desternillando de risa.
—Tú y el rey y la reina —dijo un hombre con la voz amortiguada desde debajo de un casco de metal con una risa tonta. —¡Tú y todo el mundo del reino que quiere la recompensa! —gritó el hombre de los cuernos. Rapunzel los miró a ellos y, después, miró el cartel. Un único pelo plateado se había soltado del nudo, trenza o moño en el que hubiera estado atado. Se lo volvió a poner en el sitio de forma inmediata y enérgica… no por la irritación normal que provocaba un mechón apartado, sino por el miedo de toda una vida de preocupación por si ese mechón mataba sin querer a alguien. —No busco ninguna recompensa —explicó con cuidado—. Quiero contratarlo para un trabajo. —No, no quiere —dijo el hombre que tenía garfio en vez de mano casi con amabilidad, pero que seguía sin darse la vuelta—. De verdad que no quiere. Le doy este consejo gratis, señorita. Vuelva a casa o al lugar del que venga. —¡Un momento! ¡Por favor! Pero las charlas y las discusiones que ella había sentido tanto interrumpir se reanudaron sin tener en cuenta su presencia ni su problema. Era un momento muy extraño para una chica que había pasado sus diecinueve años de vida en una torre sola y que solo había hablado con una persona. Allí había sido ignorada y olvidada por un mundo indiferente, apartada por las paredes que la rodeaban. Pero nunca había sido ignorada activamente por nada (bueno, quizá un poco por Gothel) y mucho menos por un montón de desconocidos.
—Esto… ¿perdón? —dijo, moviendo la mano, intentando captar su atención de nuevo—. ¿Hola? Necesito ayuda… Sus ojos rápidos vieron cómo las monedas pasaban por la barra y las bolsas de tela de plata y oro cambiaban de manos. Pensó en que habían mencionado varias veces la palabra «recompensa», tanto en el cartel para capturar a Flynn Rider como el matón que suponía que se le ofrecería una si devolvía a la chica a sus padres. Por lo visto, para conseguir algo en el mundo exterior (o, al menos, en El Patito Frito) se necesitaba dinero. —Eh, ¡puedo pagar! ¡Pagaré a quien me lleve hasta él! Tengo… eh… veamos. —Rebuscó en el fondo de la bolsa—. Un par de monedas hexagonales, una moneda que tenía un agujero, un trozo de madera que mi madre me trajo y que parece una moneda… Le pinté una cara. Oooh, esto es un dragoncito que tallé… —¡Vete! —dijo el hombre del garfio, moviéndolo como si estuviera espantando a una mosca molesta—. Nadie quiere tu basura. —Te llevaré a Flynn. Las palabras se oyeron heroicamente por encima de la muchedumbre. Rapunzel se quedó impresionada un momento al ver a una de las bandidas, musculosa y bella, haciendo una pose heroica encima de una mesa, con la barbilla hacia fuera, unos dientes de marfil brillantes y las manos en las caderas. Los demás forajidos pusieron los ojos en blanco al verla y siguieron hablando. —¡Vale, sí, gracias! ¡Por fin! ¡Sí! —dijo Rapunzel, intentando no ponerse a dar saltos por la emoción—. Mm,
¿qué monedas quieres como pago, por favor? —Primero, dime… ¿para qué necesitas a Flynn? —La chica bajó de la mesa dando un salto. Su pelo oscuro le colgaba con una única trenza por la espalda, y el extremo estaba atado por una correa de cuero. Era más bajita aún que Rapunzel. —Necesito a un ladrón escurridizo que me guíe en una valiente misión. —¡Yo soy escurridiza! —dijo la chica, dando un golpe con los puños enguantados en la mesa en una exhibición que fue mucho menos sutil de lo que habría querido—. ¿Qué tiene él que no tenga yo? —¿Un… cartel en el que se cuentan sus famosas hazañas? —se aventuró a decir Rapunzel, levantando el cartel como prueba. —Hm. —La chica cruzó los brazos, ofendida—. Ahí me has pillado. Es que aún estoy empezando. Él lleva tiempo en el negocio. Vale, lo haré. Te llevaré hasta él. Quedará bien en mi currículum, lo inflaré un poco para futuros trabajos. Rapunzel la intentó interrumpir, pero era como si todo se hubiera decidido ya y la chica le estuviera haciendo un favor. —Me llamo Gina. Le alargó la mano. Rapunzel se la quedó mirando, sin saber qué hacer. —Yo soy… Rapunzel. —Buf. Qué nombre tan raro. Vale —dijo Gina—. Invítame a beber algo y así comentamos los pormenores.
Rapunzel no estaba segura de lo que quería decir con «pormenores». Ya le había dicho lo que quería, que la llevara hasta Flynn Rider. ¿Qué más había que comentar? Pero la idea de acercarse a una barra y pedir algo como un adulto de verdad era fascinante. Las dos chicas se abrieron paso a empujones entre la multitud. —¡Caray! ¡Tu… cuadro del brazo es una maravilla! —dijo Rapunzel al hombre del casco de metal mientras pasaron apretujándose por su lado. Era un dibujo de un cupcake, con lo que parecía un palo para batir y una cuchara cruzados delante —. ¡Me encanta hacer cupcakes en días lluviosos cuando estoy triste! Por supuesto, ella no pudo ver la expresión de la cara del matón cuando él se volvió para verla marchar. Y era difícil oírle susurrar por encima del ruido de fondo: —Ella lo sabe. Por fin alguien lo entiende…
Rapunzel y Gina Quizá pienses que tras años y años de hablar solo consigo misma y con objetos inanimados (y algún que otro artrópodo aspirante a mascota), Rapunzel ardía en deseos de expresar todas las cosas que se le habían estado formando en la cabeza durante los últimos diecinueve años… Bueno, pues tendrías razón. Pero, por otra parte, todo lo que decía Gina era literalmente información nueva para ella. Rapunzel estaba fascinada. —Flynn ha estado trabajando con los Stabbington esta estación… Vaya dos memos. Eso te lo dirá cualquiera, por supuesto. No se puede confiar en Flynn en absoluto. Pero los Stabbington son tan tontos como una caja de abrojos. Son buenos para aporrear cosas y hacer picadillo a la gente (más que nada). No tienen ninguna maña para escabullirse ni conseguir entrar en un sitio engatusando a alguien. Por eso tuvieron que asociarse con un ladrón como Flynn. Se rumorea que iban a dar un gran golpe en el castillo. Por eso hay tantos carteles de «Se busca» por todas partes. Él los ha ayudado a robar la cámara del tesoro real, un tesoro en cada golpe. —No sé mucho de este tipo de cosas —admitió Rapunzel, pensando en su corona. ¡Así que esa era la historia de su origen!—. Pero el apellido Stabbington suena como de alguien al que no te quieres enfrentar, ¿no?
—Oh, y tanto que no. Ni siquiera el Rufián del Garfio los haría enfadar —dijo Gina, señalando al hombre en cuestión—. Pero dicen que Flynn lo hizo… o sea, los traicionó. Cogió el tesoro y se largó. Los Stabbington lo buscan. Si encontramos a los Stabbington, ellos encuentran a Flynn y nosotras llegamos a Flynn antes de que lo hagan sus dagas… es pan comido. —Hablas como si llevaras… esto… haciendo de bandida mucho tiempo —dijo Rapunzel con admiración. —En realidad, eres mi primer trabajo pagado —admitió Gina—. «Eres demasiado joven —dicen—. Eres una chica.» ¿Cómo se supone que voy a coger experiencia laboral si nadie me da trabajo? Literalmente, es lo único que he querido hacer siempre y es un club de hombres… —¿Siempre has querido ser bandida? —dijo Rapunzel, pensando de repente si era educado preguntar algo así. —Bandida no, ¡aventurera! —exclamó Gina, sin ofenderse —. Viviendo de mi mente rápida y mi espada afilada. Siempre me estaba escapando en busca de aventuras, incluso cuando estaba en el orfanato. Oh… —Se rio, dándose un golpe en el muslo al recordarlo—. Siempre estaba lanzándome por la ventana, yendo de puntillas por la barandilla… Sí, aquel sitio era lo peor, pero está claro que perfeccionó mis habilidades para escaparme ya desde pequeña, ¿me entiendes? —Por supuesto —dijo Rapunzel, deseando que fuera verdad—. Y ¿creciste ahí? ¿En el… orfanato? —No, me adoptaron. Mi madre es una buena mujer. Es una anciana. Vive en el bosque. Es una… no se le da bien vivir alrededor de otras personas. No es una aventurera. —¡Una ermitaña! —dijo Rapunzel atónita. Se preguntó si también estaría en una torre—. Yo también soy adoptada…
pero no estuve en ningún orfanato. —Sí, se ve que tu familia adoptiva tiene más dinero que la mía —observó Gina divertida, mirando el vestido de Rapunzel.
Después de acabar sus bebidas, Gina hizo que Rapunzel pidiera una copa de kvass; sabía que la otra chica no estaba acostumbrada a la vida de la taberna. La bandida cogió su propia bolsa y unas cuantas armas más, y se pusieron en marcha al anochecer. Su plan era buscar en todos los sitios a los que solían ir los Stabbington, encontrarlos, seguirlos y, así, dar con Flynn. El primer escondrijo era una pequeña cueva, oscura pero seca, con jarras de cerveza rotas y trozos de cuero podridos en las esquinas. (Aquel descubrimiento le gustó; era justo cómo se imaginaba un campamento de rufianes, hasta había trozos de velas en el suelo.) El segundo sitio que miraron fue una cabaña ruinosa de un leñador en lo profundo del bosque, espeluznante y llena de telarañas. (Ni Gina, tan valiente como una valquiria, ni Rapunzel, inocente del mundo, dudaron en irrumpir allí.) El tercero era una taberna pintoresca y ruidosa en el extremo del bosque llena de música y gritos. (Gina no dejó que Rapunzel entrara en ese sitio tan animado, para su sorpresa e intensa desilusión.)
—Creo que eres una señorita —explicó Gina—. Y, la verdad, no es lugar para ti. —¿Y El Patito Frito? ¡Entré ahí y no me ha pasado nada! —dijo Rapunzel. —Este lugar es aún menos… mm… apropiado —fue lo único que dijo Gina. Cuando se hizo realmente de noche, no había ni rastro de los hermanos; solo habían oído rumores sobre dónde podrían estar. Rapunzel estaba impaciente por continuar la búsqueda, pero su cuerpo se caía en pedazos. Nunca había caminado tanto en su vida, ni siquiera durante el Día de Campo Traviesa tres años antes, cuando estaba bastante segura de haber caminado media maratón de aquí para allá yendo desde su cuarto hasta la cocina. Al menos ese era el objetivo de la carrera, y había hecho los cálculos dos veces. —Creo que sería mejor que nos acostáramos —dijo Gina, mientras Rapunzel se tropezaba con un árbol por tercera vez. —Estoy bien —protestó Rapunzel, agotada—. Seguiremos… adelante… ¿Es que los malhechores no hacen sus… fechorías de noche? Más fácil de… encontrar. —Sí, pero incluso los malhechores duermen, incluso tu famoso Flynn Rider —dijo Gina alegremente—. Mira, este parece un buen sitio. Venga, tú haces fuego y yo iré a buscar gallinas o algo para cenar. Rapunzel se despertó de golpe y por completo. —¡Yo no voy a matarla! —gritó. —Oh, no —dijo la otra chica despacio. Frunció el ceño a Rapunzel y le enseñó su tirachinas de cuero—. La matará el misil de piedra. Si hago bien mi trabajo. ¿Qué te ocurre?
—Mi madre me traía pollos… y yo tenía que matarlos. Y lo odiaba. —Rapunzel temblaba y se envolvió el pelo plateado con fuerza alrededor de los hombros. Gina se la quedó mirando un momento. Era evidente que procuraba procesar aquello. —¿Te estaba intentando enseñar a ser una buena granjera para que supieras el ciclo de la vida? Para que sepas de dónde viene la comida y la trates con respeto, ¿era una lección del tipo «si no puedes mirar a tu carne a los ojos, deberías comer zanahorias»? Rapunzel casi se rio al oírla y no estaba segura de por qué. No sabía nada sobre agricultura salvo lo que había leído en el libro número 34: El libro de los días del agricultor… Y Gothel en general menospreciaba aquel oficio. Pero, ahora que se paraba a pensarlo, ¿qué tipo de persona carreteaba animales vivos durante viajes largos para que los matara una chica al final? ¿Por qué no retorcerles el cuello en casa y después guardarlos, silenciosos y quietos? ¿Por qué haría eso Gothel? Porque quería enseñarle otro tipo de lección. No sobre el ciclo de la vida. Rapunzel, eres una asesina. O… Rapunzel, ves lo que puedo obligarte a hacer. ¿Por qué Rapunzel nunca había dicho simplemente que no? Volvió a temblar y miró el fuego. —Yo… no creo.
—Buf, vale, bien. Supongo que… vuelvo enseguida, ¿vale? Gina se alejó de su campamento sin dejar de vigilar a la otra chica. No porque temiera que su primer trabajo profesional se escabullera durante la noche, sino porque era posible que hiciera algo potencialmente destructivo. Rapunzel fingió no darse cuenta. Preparó un fuego. Y habría sido divertido de no haber estado tan cansada. A diferencia del bucle de recursos cerrado de su torre, donde solo tenía los troncos que le traían para quemar, ahí podía coger todos los que quisiera. No estaban cortados con cuidado, pero no había ningún problema. Cuando la hoguera ya estaba ardiendo bien, levantó la vista y vio las estrellas directamente encima de su cabeza. ¡Eso era una novedad! Nunca en su vida había podido limitarse a levantar la cabeza y ver algo aparte de los móviles que se hacía ella misma para imitar las estrellas y los planetas de verdad. En aquel momento no había nada entre ella y el cielo. Sintió que el mundo daba vueltas, abrió los brazos de golpe y hundió los dedos con firmeza en la tierra para sujetarse. Soplaba una cálida brisa y, por un alocado momento, se sintió como un pájaro, sumergiéndose en el infinito, en el aire que era el aliento cálido de las esferas celestiales, el viento entre las estrellas. Era mágico.
Cuando Gina volvió al cabo de dos horas, Rapunzel estaba profundamente dormida y roncaba; tuvo que darle varios toques suaves para despertarla.
—¿Mm? ¿Fffr? ¿Qué? —Rapunzel se incorporó. El pelo plateado y salvaje estaba aún más descontrolado por las hojas y las ramitas que se le habían quedado pegadas. Las estrellas se habían movido desde que se había quedado dormida; el cielo giraba encima de ella, indiferente al sueño. Gina se rio en voz baja. Ya se había ocupado de los pájaros que había matado; casi se habían acabado de cocinar en un fogón improvisado. Incluso los había rellenado con algunas hierbas y eso, más la pizca de grasa que habían soltado, chisporroteaba y tenía un aroma delicioso. —Caray, ¡sabes hacer de todo! —dijo Rapunzel con franca admiración (y con un poco de baba colgando). —Ya te he dicho que yo vivía en el bosque con mi madre, cultivábamos comida o bien cazábamos cualquier cosa que se pudiera comer. He intentado coger setas por si tu problema con los pájaros muertos incluía comértelos, pero hace tiempo que no llueve y, de todas formas, las que están buenas de verdad llegan más tarde. Pero supongo que no hay problema. Rapunzel ya había cogido el palo con el pájaro más pequeño y había empezado a desgarrarlo. —¿«Zalimoz dezpuez» de comer? —le preguntó. —No, no tiene sentido caminar de noche y perderse. No es seguro. El fuego mantendrá alejados a osos, lobos y otros peligros de la noche. Descansaremos y saldremos al alba. Rapunzel pensó que era la confianza con la que hablaba Gina lo que la había impresionado: no la arrogancia, sino la simple suposición de que era la cosa más obvia que había que hacer y cualquiera que la estuviera escuchando habría estado de acuerdo.
Y era raro, teniendo en cuenta que Gina había dicho que nadie la tomaba en serio y lo duro que era ser una joven en un mundo de malhechores. En aquel momento había parecido muy insegura. A pesar de dominar los aspectos del negocio (cazar lo que se cenaba, montar el campamento, buscar una presa), ¿la gente la seguía rechazando e ignorando? Después de cenar, Gina preparó el fuego y lanzó los palos que había usado para cocinar y comer al bosque para que no atrajeran a los animales. Las dos se incorporaron un momento, Rapunzel con la espalda contra un árbol, Gina viendo las brasas encendidas, con la cara iluminada de una forma espectacular. Cuando leía historias o hacía espectáculos de marionetas, Rapunzel daba a cada personaje una cara distinta a la suya. Se intentaba imaginar a gente diferente a ella. Gothel se había reído una vez que, de niña, Rapunzel había pintado una escena familiar en la que los niños tenían el pelo azul. ¿Cómo iba a saber ella los límites de los rasgos humanos? Solo había visto literalmente el pelo negro de su madre, el suyo plateado y el castaño las pocas veces que alguien se había acercado a su campo de visión bajo su torre. Ahora que tenía la oportunidad de estudiar a otra persona, Rapunzel intentó no ver lo diferente que era Gina (más bajita, con el pelo y la piel más oscuros), sino solo cómo era, desde la perspectiva de un artista. Estaba absorta en sus pensamientos, no estaba relajada del todo. Había un destello del fuego en el fondo de sus ojos marrón claro. —Eh, tienes una ramita o algo que se te ha quedado atrapado en el pelo, aquí —dijo Gina, rompiendo el silencio, inclinándose para sacárselo.
—¡No me toques el pelo! —gritó Rapunzel, arañando la tierra. —¡Buf! ¡Vale, energúmena! —exclamó Gina, retrocediendo y abriendo unos ojos como platos—. No lo iba a hacer. ¿Tengo pinta de ser el tipo de chica que quiere hacer trencitas a las demás? —Perdona —dijo Rapunzel enseguida, mordiéndose el labio para contener las lágrimas—. Es… es una larga historia. —Larga no, larguíííísima —dijo Gina, alargando las palabras y mirando las trenzas de Rapunzel—. ¿Lo pillas? Rapunzel consiguió esbozar una leve sonrisa. —¿Esto tiene algo que ver con todo el asunto de los pollos? —le preguntó Gina. —¿Qué? No. ¿Por qué iba a estar relacionado el pelo con los pollos? ¿O con matarlos? —dijo Rapunzel, con una risa forzada—. Qué cosa más rara. Un pelo que mata pollos. Gina entrecerró los ojos. —¿Quién ha dicho algo sobre matar pollos? Yo solo me refería a que una infancia en la que tu madre te obliga a matar a los animales del corral sin tener un buen motivo también podría implicar otras cosas raras. Como que te obligaran a dejarte el pelo largo. No dejar que nadie te lo tocara. Ponerte símbolos y joyas raras en el pelo. Como si hubieras crecido en una secta o algo así. —Oh, no —dijo Rapunzel—. Perdona. No. No. Yo… no. —Ah —dijo Gina despreocupadamente, abrigándose con la capa—. Entonces, ¿qué te pasa con el pelo? Es de un color muy raro, y es muy largo. Rapunzel se encogió de hombros.
—Nací con este color y no me lo he cortado nunca. —Ah. Esperó a que Gina le hiciera más preguntas. Lo esperaba y lo temía. Pero lo único que le dijo fue: —Debe de ser un agobio apartárselo. O sea, es bonito y eso, pero yo probablemente me lo cortaría. No todo, quizá. Mi madre tiene una trenza que le llega a las rodillas cuando se la deshace. Quizá a esa altura. Sus palabras se hicieron cada vez más lentas y suaves y, al final, fueron sustituidas por la respiración tranquila que sugería que se había quedado dormida. Rapunzel durmió agitada. Las ideas nuevas hacían que el alma le picara mientras le brotaban por la piel.
Gothel Por supuesto que no viajó dos días hasta el pueblo costero que tenía las conchas que producían el pigmento blanco brillante especial que quería Rapunzel. Conocía a alguien a menos de una tercera parte de camino que normalmente tenía aquella pintura blanca que vendía a mercaderes ambulantes. Él tenía la pintura, ella la pagó. Gothel estaba de vuelta en la torre exactamente cuando le había dicho a Rapunzel que estaría. (Con una parada rápida en la Flor Gota de Sol para un retoque juvenil.) Madre Gothel estaba de muy buen humor. Ya tenía tres ofertas, y todas de más de cincuenta monedas de oro. Tendría la vida resuelta incluso si la puja acababa pronto. De todas formas, a decir verdad, el dinero no era lo que quería realmente. Si había algo que quisiera aparte de la eterna juventud, era relacionarse con los nobles y hacer que confiaran en ella. Le encantaba ser una de las personas que tenían información privilegiada en las discusiones que determinaban el destino de un pueblo o la quema de otro. Solo una persona ganaría la subasta, eso era cierto. Pero el resto perdería. Y al haberse perdido la oportunidad de tener a una esposa (o sirvienta) mágica, sentirían que necesitaban otra
cosa. Algo igual de bueno, o mejor. Se convertiría en una carrera armamentística. Y, oh, quizá Gothel tenía otro as bajo la manga… … o encontraría algo… —¡Rapunzel, lanza el pelo! —exclamó. Se sentía generosa. Dos días eran más que suficientes para que la adolescente hubiera superado su enfado. Y tenía la pintura. Gothel estaba medio mareada por sus tejemanejes. Ni siquiera le importaba que Rapunzel estuviera tardando más de un minuto en llegar a la ventana. —Rapunzel, ¡estoy esperandooooooo! —gritó. Pero nada. —Me estoy haciendo vieja aquí… vale, en realidad, no, no tengo ni una sola cana aún, pero ya me entiendes. ¡Rapunzel! —espetó. El humor le había cambiado al final de la frase. Aunque la chica estuviera en el armario, podía gritar, decir que iba enseguida—. He estado viajando constantemente y mami está agotada. Déjame subir. «No seguirá enfurruñada, ¿verdad?» Un grillo del bosque decidió cantar al cabo de un rato, como si fuera a propósito, como para hacer hincapié en el silencio evidente. —¡Rapunzel! —gritó Gothel—. ¡Ahora! ¡Ven aquí! Ni por un instante se le ocurrió que le pudiera haber pasado algo (aunque la mercancía dañada pudiera afectar a su subasta). Rapunzel tenía diecinueve años y estaba sana; no tenía ningún tipo de ataque ni la hemofilia que solían tener las personas de noble cuna y su sangrado mensual no era excesivamente doloroso.
Gothel ni siquiera tuvo un momento de pánico al pensar que su hija se podría haber desmayado después de resbalarse en aquel suelo excesivamente pulido, o haberse cortado sin querer con el cuchillo de cocina, o haberse envenenado por alguna seta rara pero no desconocida que crecía en el trigo y que hacía que los que la consumían bailaran hasta la muerte. No, Gothel no pensaba nada de eso. Solo pensaba que a ella, a la madre, la estaban haciendo esperar, probablemente por alguna razón egoísta o estúpida de su pequeña e inútil pupila. —¡Rapunzel! ¡Tienes hasta que acabe de respirar hondo y tranquilamente para aparecer o contestarme! Gothel respiró, pero poco. Si alguien la hubiera visto de cerca, se habría fijado en que había inspirado por la boca, y deprisa, más para hacer ruido que para coger aire. —Voy a contar hasta seis —gritó—. Si estás durmiendo, será tiempo más que suficiente para que levantes tu preciosa cabecita y vengas a ayudar a tu madre. —¡Uno! Se puso las manos en las caderas. La cesta del brazo iba de un lado a otro. —¡Dos! Dio un paso adelante, con la cara aún hacia arriba, hacia la ventana. —Tres. Dio un paso atrás de nuevo, intentando ver la ventana. —Cuatro… Apretó los dientes.
—¡Seis! —Bueno, no me dejas otra opción —refunfuñó. Gothel tenía la esperanza de que nunca llegara ese día en el que necesitara la escalera secreta. Años atrás, había preparado todo tipo de cuentos y excusas para una emergencia así y, en general, confiaba en su conducta generalmente escalofriante, vagamente mágica para autenticarlos. Podía insinuar que se había convertido en un cuervo y que había volado hasta allí arriba, o que los duendecillos la habían hecho volar por los aires por arte de magia, o que su espíritu fue llamado directamente a la torre porque había sentido que había problemas. Evidentemente, todo aquello dependía de que ella saliera de alguna forma de la habitación secreta y entrara en el comedor sin ser vista. Un asunto espinoso. Impredecible. Gothel odiaba esas cosas. Caminó alrededor de la torre echando humo y llegó hasta la puerta. Y lo que vio la dejó literalmente pálida de la rabia, mientras la boca soltaba presagios indescriptibles. Una chaqueta. De hombre. Y no era la del espía. La cogió con cuidado, como si estuviera cubierta de basura. No estaba sucia y, pese a ser sencilla, estaba bien hecha y denotaba un cuerpo esbelto. Era el abrigo de un hombre joven.
Empezó a atar cabos en la cabeza, quizá incorrectamente. Y llegó a una conclusión obvia e inevitable. Con una furia fría, abrió la puerta de golpe y subió metódicamente hasta lo alto de la torre. No paró ni una vez a coger aire. Ya no le importaba si Rapunzel se enteraba de cómo había subido. Cuando cogiera a la pequeña desvergonzada y a su amiguito se iban a enterar. ¿Acaso pensaban alterar los planes que había hecho ella? ¿Arrebatarle a la chica que ella había estado educando con tanto cuidado durante diecinueve años, aislada y protegida de todo el mundo? ¿Destruirlo todo momentos antes de que sus maquinaciones largas dieran resultado? Gothel lo mataría. Y en cuanto a Rapunzel… —¡Sal de ahí! —gritó, saliendo de golpe del compartimento secreto de detrás del armario. En la mano derecha tenía una daga negra aparentemente maléfica y extrañamente curvada. Por lógica, ella nunca podría superar a un hombre joven en una lucha directa. Y realmente no tenía ningún poder mágico que pudiera ayudarla, ni espíritus que hicieran lo que ella quisiera. Lo que sí que tenía era una botella diminuta de un veneno tan fuerte que una sola gota paralizaría a un adversario durante horas. Tiempo más que suficiente para acabar con él. El veneno le había costado muy caro (era un líquido viscoso y lechoso que era un extracto de alguna rana del corazón de los Países del Sol), pero ya le había dado buen resultado otras dos veces. Sabía que funcionaría. Salió como un huracán de la habitación secreta y entró en la torre en sí, furiosa. Tenía el pelo alborotado y la ropa revuelta.
La capa se le enredó en un trozo de la basura que Rapunzel tenía colgada. Tiró con fuerza de ella y rompió la constelación de mica y papel maché del techo. Los guijarros y los planetas se deslizaron por el suelo haciendo un ruido como de ratones. Gothel rugió frustrada. Era aterradora; una leona que protegía a su cachorro… (Vale, no exactamente.) Pero, a fin de cuentas, no importaba; no había nada. Ni pareja enamorada, ni Rapunzel, ni príncipe, ni siquiera un simple mirón. —¡Rapunzel! —gritó. Pero no contestó nadie. Había desaparecido.
Rapunzel Rapunzel se despertó fuera. Mientras todavía estaba medio dormida, oyó el canto de un pájaro muy cerca, como si estuviera justo encima de ella. El aire estaba limpio y frío y no había ni rastro del aire viciado que a veces vagaba de forma invisible por la torre como un viejo fantasma, a pesar de toda la limpieza. Le dolía la espalda porque no tenía un colchón blando debajo, sino solamente raíces y ramitas y un suelo muy duro. Abrió los ojos y vio que más allá de las copas de los árboles un cielo rayado, turbio, glorioso y crepuscular estaba intentando reunir sus colores antes de empezar el día: los tonos rosados, azules y dorados se mezclaban entre sí. Se puso de pie de un salto y se quitó la capa. —¡Estoy fuera! Gina dejó lo que estaba haciendo y la miró. —Sigo pensando que estabas en una secta —dijo secamente. Por lo visto, Gina llevaba levantada varias horas. Se había vestido cuidadosamente, había enrollado y guardado la sábana y había preparado la bolsa para ponerse en marcha. Estaba apagando con el pie los restos del fuego y pasando una rama por el suelo en busca de chispas. ¿Cómo era posible que se hubiera levantado y hubiera hecho todo aquello sin que
Rapunzel la oyera? Era como si fuera un ave o un animal del bosque, capaz de esquivar los desagradables y débiles sentidos humanos y seguir ocupándose de sus cosas sigilosamente. —Creo que será mejor que salgamos ya. Lo siento, no hay tiempo de salir a cazar el desayuno —se disculpó Gina—. Ya cogeremos algo para comer por el camino, bayas y cosas así. —Queso —dijo Rapunzel, acordándose de repente—. Tengo queso. ¿Quieres? ¡Lo podemos compartir! —Me gustaría —contestó Gina, interesada. Rapunzel sacó el queso (ligeramente húmedo) y el pan (muy seco). Mientras partía el pan y el queso y le daba la mitad de cada cosa a Gina, tuvo una sensación extraña y buena. Era justo lo contrario de lo que sintió cuando el pelo hizo la magia que mató al pollo. Había algo especial sobre aquel ritual: compartir la comida con otra persona. Literalmente, compartir el pan. Gina cogió la comida con un alegre «¡Gracias!» y se puso a comer enseguida. Al parecer, no se dio cuenta de lo especial que era el momento, ni de lo seco o húmedo que estaba nada. —Mmm, queso de leche de vaca, no lo consigo muy a menudo —dijo Gina con un suspiro de satisfacción—. En casa, casi siempre tenemos de cabra. Yo tenía razón, tu familia debe de ser bastante rica. Rapunzel estaba a punto de objetar; tenía una corona en la bolsa que evidentemente pertenecía a alguien que sí que era rico. Pero… su vestido estaba confeccionado con telas más coloridas y de más calidad que la ropa de Gina, quien no llevaba ninguna joya. Y… de hecho, si entrecerrabas lo ojos, podías mirar su torre y pensar que era un castillo.
Los libros eran demasiado sensibles en cosas como aquellas, ¡los cuentos de hadas eran tan claros! Había campesinos, y luego había reyes y reinas. A veces, había gente que hacía zapatos o que eran soldados. De vez en cuando había un cura apoyado por la iglesia. Pero eso era todo; todos los tipos de profesiones, todas las clases económicas del pueblo. Quizá, igual que pasaba con el color del pelo, la riqueza del mundo exterior tenía más matices sutiles de lo que sugerían los cuentos. —¿Sabes lo que podríamos hacer? —dijo Gina con la boca llena de queso de leche de vaca—. Cuando acabe el encargo de buscar a Flynn, tú y yo podríamos pedir un rescate a tus padres. Pero no tendrías que volver con ellos si no quisieras. Nos dividiríamos el dinero y nos largaríamos. Y podrías hacer lo que quisieras con tu parte. Yo le daría la mitad a mi madre y compraría un caballo con la otra mitad. ¡Podríamos ir en busca de aventuras juntas! Parecía tan emocionada con la posibilidad que Rapunzel no soportaba decepcionarla. —Pero… yo voy a volver con mis… padres. —La voz se le fue apagando mientras hablaba—. Con mi… madre… Gina la fulminó con la mirada. —Ah, vale. Es que parecía que ya estuvieras un poco harta de tu casa, por los pollos muertos y todo eso. En fin, yo no me meto. No es mi granja, ni mi cerdo. O sea, mi pollo. Tú sabrás. »Pero eso no significa que no podamos pedir un rescate y yo sí que conseguiría mi parte. De hecho, si volvieras a casa
igualmente, lo haría más fácil. Podrías quedarte la mitad, para comprar más joyas de esas para el pelo. —Tendré en cuenta tu oferta —dijo Rapunzel con una sonrisa. Pero mientras caminaban, le dio vueltas al asunto. El camino era suave (no había piedras ni madera), había una persona de carne y hueso caminando a su lado y no era Gothel (ni una marioneta que hubiera hecho), el espacio de alrededor se extendía sin límites (en vez de medir entre cinco y siete rapúnzeles de largo). Su intención siempre había sido volver a casa. O quizá nunca había considerado ninguna otra opción. No había pensado nada más excepto ver las luces flotantes. Y eso estaba a punto de pasar, y si realmente sucedía, y las veía… luego, ¿qué? O: y si no las veía, luego, ¿qué? ¿Volvería a la torre? ¿Después de haber dormido bajo las estrellas? ¿Volvería con su madre, después de su horrible pelea? ¿Después de pasar menos de un día con aquella chica delincuente que cuestionaba cómo habían criado a Rapunzel? «Delincuente.» ¡Eso era emocionante! ¡Algo de lo que hablar! Así mantendría la mente ocupada. —Oye, entonces, ¿conoces a todos los demás, esto… matones de la taberna? —le preguntó. —A los habituales —dijo Gina, asintiendo—. El Rufián del Garfio, Attila, Vladimir, Borrachín… no sé si lo viste. Es un tapón, y muy muy viejo. Normalmente, está en la esquina con
una jarra, ya me entiendes. Es buen tío, pero… intenta hacer trampas al jugar a los huesos, pero siempre me deja ganar. Es el único que me trata como si fuera uno de ellos. De repente, Gina se paró, extendiendo la mano para que Rapunzel también se detuviera. Rapunzel se asustó y retrocedió enseguida, no quería que un mechón suelto impactara contra su nueva amiga. —¿Has oído eso? —susurró Gina, inclinando la cabeza. Su trenza negra le cayó por el hombro. Rapunzel se esforzó, incluso intentó volver la cabeza para escuchar igual que su amiga, pero el pelo le tintineaba de forma bochornosa. Pascal la agarró con más fuerza del cuello con una irritación evidente. —No —susurró Rapunzel. —Exacto —dijo Gina con arrogancia. —Mm… No acabo de… —¿Dónde están los pájaros y las ardillas? —susurró Gina —. ¿Por qué no se les oye? ¿Qué ocurre en el bosque? Como si le respondiera, se oyó un largo chirrido de un alce (ardilla) enfadado, asustado, o las dos cosas a la vez. Era una advertencia; incluso Rapunzel lo podía entender. Cuando se acabó, se oyó el sonido de algo grande y con dos piernas chocando por el bosque. Los sonidos enseguida se hicieron más grandes y pesados. Fuera lo que fuese que corría, estaba intentando poner mucha distancia entre sí mismo y lo que lo estuviera persiguiendo. Rápido. Y, después, oyeron un tercer ruido, muy bajo al principio, pero que enseguida fue in crescendo:
—¡AaaaaaaaAAAAAAAAAARRRHHHHHHHHH! Eran los gritos de un hombre que quería atraer la atención, buena o mala, la que fuera. Necesitaba algo que cambiara el estado en el que se encontraba. Gina asintió con arrogancia. —Flynn —dijo, sin molestarse en continuar murmurando. Los ojos de Rapunzel se iluminaron por la emoción. ¡Su plan había funcionado! ¡Iba a conocer al hombre que había ido a su torre! —Esto va a ser un lío —le dijo Gina—. Tienes que estar pendiente de Flynn. Tienes que detenerlo. Yo me encargaré de los Stabbington. O los guardias reales. O quien sea que lo persigue. —¿Cómo se supone que lo tengo que detener? —le preguntó, temblando de miedo—. No tengo ningún arma. —Vaya, pues no sé —dijo Gina, poniendo los ojos en blanco—. Seguro que una chica guapa como tú con un vestido elegante en mitad del bosque no lo distraería. ¡Venga, mujer! ¡Piensa! Y… ¡ve! Empujó a Rapunzel al camino, con cuidado de no tocarle el pelo. Rapunzel se quedó allí de pie pensando qué decir. «¿Hola?» «¿Encantada de conocerte?» «¿Perdona?» Pero resultó que nada de aquello fue necesario porque el camino era ondulante y Flynn Rider estaba concentrado en
correr y respirar y vivir en general y no en lo que podía haber en el camino que tenía delante. Él apareció, Rapunzel abrió la boca y él chocó contra ella con fuerza. Flynn era el pánico personificado. —¡Ahhhh! —gritó Rapunzel, estampándose contra el suelo. —Pero ¿qué…? —exclamó Flynn, abriendo los brazos y las piernas, intentando librarse de ella. Estaba enredado con su vestido y su pelo. —¡El pelo, no! —gritó Rapunzel, aterrorizada y dando patadas. —Yo no… —¡No me toques el pelo! —gritó más fuerte, revolviéndose y procurando darse la vuelta. Gina llegó al camino detrás de ellos y se quedó en posición de ataque con la pequeña espada preparada para pelear. Los que perseguían a Flynn al final habían llegado: eran dos hombres grandes de aspecto malvado cuyo porte hacía que el resto de los personajes de El Patito Frito parecieran débiles en comparación. Tenían unos brazos tan gruesos como el torso de Rapunzel y sus mandíbulas fuertes dibujaban un gesto de desdén repulsivo. A uno le faltaba un ojo y los dos tenían la nariz aplastada por las peleas. Rapunzel no sabía gran cosa sobre las peleas mano a mano de verdad, pero estaba segura de que su nueva amiga Gina, aunque fuera pequeña y rápida, no tenía ninguna posibilidad contra ellos. —¡Suéltame! —dijo Rapunzel desesperada a Flynn, empujándole en el pecho.
—Oh, créeme, lo estoy intentando —espetó—. Me encantaría salir de aquí. —Uy, espera, se supone que tengo que entretenerte. —Se acordó de golpe. —¿Qué? ¿Estás con los feos sénior y junior de ahí? — preguntó Rider anonadado. —Quedaos ahí —dijo Gina a los hermanos Stabbington con una voz clara y firme—. Necesito a Flynn vivo. —Nadie lo necesita vivo —dijo el que no tenía parche en el ojo—. Casi todo el mundo lo necesita muerto. Sobre todo nosotros. —Atrás, os lo advierto. Me han encargado que lo detenga —dijo Gina. Los dos hermanos se miraron. Después, empezaron a gritar y a reírse a carcajada limpia. —Fuera de mi vista, aficionada —refunfuñó el del parche. Extendió una mano grande como una zarpa para darle un fuerte tortazo. Gina no recibió toda la fuerza del golpe porque se agachó en el último momento y giró sobre un tacón. Después, bajó el brazo y golpeó con la empuñadura del arma en la parte de atrás de la rodilla del hombre todo lo fuerte que pudo. Él gruñó (más como un animal enfadado que como un humano con dolor) y se tropezó, aterrizando con fuerza sobre la otra rodilla. El que no llevaba parche en el ojo gruñó e intentó agarrar a Gina por la trenza.
Rapunzel y Flynn por fin se habían podido desenredar. Ella se levantó indecisa, mientras que él se puso de pie de un salto como se decía que hacían los gatos. Resultaba difícil de creer que Flynn fuera de la misma especie o género que los Stabbington: era más pequeño, ágil, musculoso pero delgado. Tenía pocas o ninguna cicatriz (o, como mínimo, solo alguna atractiva que acentuaba sus rasgos). Su cara estaba hecha para todo tipo de sonrisas; incluso arrogantes como la que lucía en ese momento. Su nariz no era en absoluto como la de los carteles. Rapunzel sintió que le recorría una sensación cálida y tuvo que obligarse a sí misma a no mirarlo fijamente. Gina, que seguía peleándose, dio una patada al otro hermano justo en… bueno, sinceramente, Rapunzel no sabía la palabra correcta para esa parte. Pero se ve que era tan delicada (o quizá más) que sus propias partes íntimas, porque el hombre se cayó en redondo sin hacer ningún sonido salvo una exhalación repentina de todo el aire de su cuerpo. —¿Por qué pequeña…? —dijo el primero (el del parche), levantándose, pero favoreciendo la rodilla herida. Con un movimiento bonito y fluido, Gina se zafó de él haciendo una voltereta. Mientras se incorporaba, agarró una piedra del camino, giró el brazo como un molino de viento y la tiró; el misil de puntas afiladas voló por los aires. Le dio justo encima de su ojo bueno. —Corre —ordenó Gina. —Sí —contestó Rapunzel. —¡Oh, no! Pensaba que nos quedaríamos un rato a ver si estos chicos están bien —sugirió Flynn tontamente.
Los tres se fueron a toda velocidad por el camino. Rapunzel levantó los brazos y obligó a las piernas a moverse todo lo deprisa que su cerebro pudo procesar, pero apenas podía mantener el ritmo de los otros dos. —No sé quién eres —dijo Flynn, jadeando, a Gina—. Pero creo que te quiero. Rapunzel se sorprendió al sentirse ofendida por el comentario, a pesar de que lo hubiera soltado con un tono tan informal. ¿Acaso no era ella la bonita distracción en el camino? Gina no dijo nada, solo hizo una mueca que quizá fuera una sonrisa. Cuando quisieron darse cuenta, ya estaban oyendo los ruidos inconfundibles de aquellos hombres fornidos levantándose, persiguiéndolos y… ¿rugiendo? ¿En serio estaban rugiendo de ira? —Espero que este no fuera todo tu plan para rescatarme — dijo Flynn—. ¿Quizá ahora vienen los caballos? ¿O los cañones? ¿O una pequeña fortaleza? —El plan implica correr y esconderse, más que nada — admitió Gina. —La misma decepcionado.
historia
de
siempre
—dijo
Flynn,
Rapunzel se tropezó y salió despedida con una violencia que no esperaba. Sin perder ni un segundo, Flynn se dio la vuelta, la agarró y la mantuvo en posición vertical (principalmente). Era la primera vez que notaba el tacto de un chico, ¡y le ardía, y probablemente le iba a dejar morados en la muñeca!
Rapunzel se sentía ligeramente estafada. —Por aquí —ordenó Gina de repente, apartándose del camino y adentrándose en el bosque. —Sí, vamos a un sitio con menos gente para que puedan asesinarnos en la tranquilidad más absoluta —murmuró Flynn. Pero la siguió, y Rapunzel lo siguió a él. Rapunzel estaba bastante segura de que estaban en un camino de cacería, no de personas, caballos ni carros. Era estrecho y giraba de un lado a otro formando arcos poco profundos, como si fuera el paso de algo que no estaba acostumbrado a ir en líneas perfectamente rectas, algo pequeño que no era humano. —¿Vamos a la Roca de Tolson? —preguntó Flynn. Gina negó con la cabeza. —Demasiado obvio. ¿La Loma de los Osos? —Demasiados osos. —¿Y si…? —¡Los túmulos! —gritaron los dos al mismo tiempo. Rapunzel se sintió invadida por la confianza. A pesar de que la situación se había vuelto un poco peligrosa, era evidente que estaba con la compañía adecuada. Sabían lo que estaban haciendo y estaban familiarizados con aquella zona. (Y también sabían cómo escapar y esconderse, por lo que parecía.) Como ya tenían un objetivo, Flynn se puso a correr junto a Gina… y empezó a adelantarla. Gina frunció el ceño y aumentó la velocidad.
Rapunzel se quedó atrás. Respiraba entrecortadamente, se rasgó el vestido y se tropezó. Pensó irónicamente en lo encantador que le había parecido correr por la hierba al aire libre y cómo sería correr para siempre. Parecía menos encantador cuando lo estaba haciendo en realidad. De repente, sus dos amigos nuevos se lanzaron a su izquierda, esquivando por poco el extremo de un barranco rocoso y profundo que tenía un fino hilito de agua en el fondo. Rapunzel intentó detenerse y se tambaleó en lo alto un buen rato. Pero al poco tiempo, empezó a caer por el barranco. Mientras agitaba los brazos, pensó deprisa y agarró su larga trenza de «transporte». La lanzó hacia arriba, apuntando a las ramas de un árbol. La agarró con fuerza y se balanceó (evitó rascarse el trasero con las rocas puntiagudas de más abajo). Cuando empezó a girar hacia arriba con el balanceo, dio un tirón y la trenza se soltó. Cayó en picado… y aterrizó limpiamente sobre los dedos del pie. Delante de las narices de Gina y Flynn. Estaban callados, se habían quedado mudos después de mirar boquiabiertos lo que había hecho. Sin decir ni una palabra, Rapunzel se recogió metódicamente la trenza y la enroscó por el codo y el hombro, poniéndola firmemente en su sitio. —¿Qué…? —empezó a decir Flynn. —¿Cómo…? —continuó Gina. Rapunzel se encogió de hombros. —Bueno, ¿a dónde vamos? —preguntó con voz inocente.
—A los túmulos. Te encantarán. Hay muchos escondites pequeños, oscuros, húmedos. Suelen estar habitados por cadáveres encantados, pero normalmente los tipos supersticiosos y desagradables los evitan —dijo Flynn. —Menos nosotros —dijo Gina. —Nosotros no somos desagradables —objetó Flynn—. Somos librepensadores. Caminaron por un valle verde y poco profundo, frío y húmedo. En los puntos en los que los lados eran demasiado empinados para la hierba, crecían suaves paredes de musgo. Rapunzel no podía evitar estar todo el rato metiendo las manos en el musgo. Flynn se quedó mirando a Gina. —Es una larga historia —le dijo ella—. Creo. —Perdona, creo que no nos han presentado formalmente. Me llamo Rider. Flynn Rider. —Hizo una pequeña reverencia. —Nos han presentado formalmente varias veces —dijo Gina, fulminándolo con la mirada—. En El Patito Frito. Soy Gina. —¿Y tu encantadora amiga? —Soy Rapunzel. —Intervino porque no le gustaba que se refirieran a ella en tercera persona. —Rapunzel, ¿eh? Rapunzel ¿de qué?, ¿de quién? ¿Qué título tienes, Cabellos de Plata? —Señaló al vestido, el pelo, todo lo que Rapunzel tenía distinto a ellos—. ¿Quién eres en realidad? —Yo soy… la que contrató a Gina para que te encontrara —dijo Rapunzel solemnemente, intentando sonar adulta. O profesional. O algo.
—Vale —dijo Flynn—. Los secretos son gajes de este oficio. Llegaron al final del barranco: un hoyo tan perfectamente redondo en un lado que tenía que haber sido hecho por la acción humana o, como mínimo, moldeado con ayuda del hombre. Tiempo atrás, todos los extremos afilados y rocosos habían sido suavizados con tierra, hojas y tiempo. Rapunzel intentó guardar la imagen en la cabeza para pintarla después: un paisaje dulce pero solitario, con grandes árboles que lo protegían desde lo alto. Cavados a los lados del hoyo había agujeros regulares que entraban sombríamente en la tierra como celdas del panal de abejas o avispas. Algunos habían cedido o tenían las entradas llenas de enredaderas. Marcando una especie de entrada formal había un par de cuevas más grandes a cada lado del hoyo; eran las casas del guarda que hacía tiempo que habían perdido a sus vigilantes. —Nos quedaremos aquí un tiempo —dijo Gina, pero enseguida miró a Flynn para ver qué haría el aventurero que tenía más experiencia. Flynn se encogió de hombros. —No tengo ninguna cita urgente en ningún sitio. Aunque debo visitar la sucursal local de mi banco para retirar dinero rápido en algún momento. «Ja, ja», pensó Rapunzel, que agarró el bolso con más fuerza inconscientemente y notó los extremos de la corona. ¡Si supiera lo que llevaba ahí! —… Y quizá me podáis contar de qué va todo esto. ¿Por qué me necesitáis? ¿Qué pasa exactamente?
Flynn se sentó en una piedra cubierta de liquen que se inclinaba en un ángulo incómodo. Después, sonrió y levantó una ceja mirando a Rapunzel… cosa que hizo que fuera ella la que se sentía incómoda. Sus ojos eran castaño muy claro, del color de la miel oscura que había al final del verano cuando florecían el zumaque y los matorrales serios. Tenía las cejas pobladas y expresivas, pero no le saturaban la cara. La boca se le torcía hacia un lado formando una sonrisa… había un punto falso en ella, pero también otro encantador. Era como si se esforzara mucho por ser sofisticado y misterioso. Y no se diera cuenta de lo obvio que era. —¡Eh! —exclamó Gina, interrumpiendo el hilo de no pensamiento de Rapunzel—. Este hombre quiere una historia. —De acuerdo. —Rapunzel se aclaró la mente y respiró hondo—. Érase una vez, en una torre solitaria en medio del bosque, una niña… —¿Quién es? —preguntó Flynn. —¡Yo! —exclamó Rapunzel, exasperada. —¡Qué! ¡No me digas que vivías en esa torre rara de la peste! —¡Sí! Pero ¿me estás escuchando? Mi madre y yo vivíamos ahí… bueno, ella vivía ahí cuando yo era más pequeña. Ahora casi siempre estoy solo yo. Además, no había ninguna peste —añadió—. Esos carteles estaban puestos ahí para mantener apartada a la gente, creo. —¿Has vivido sola en una torre toda tu vida? —Podría haber parecido que lo preguntaba con sarcasmo o incredulidad… pero había una nota de verdadero horror en el tono de voz de Flynn—. ¿Como una prisionera?
Rapunzel empezó a decir que no, pero se paró: la habían enviado a la torre literalmente por sus crímenes. —Más o menos. Esta es la primera vez que he bajado. O sea, que estoy fuera. —¡Qué fuerte! —dijo Gina. A Rapunzel no le gustaron las caras de pena que pusieron. Ella había sido feliz en la torre, en general, y había sido por el bien de todos. No había ninguna razón para que le tuvieran lástima. —Bueno, siempre era más o menos lo mismo, las mismas cosas todos los días, las mismas cosas por la ventana cada estación, excepto que todos los años por esta época, hay unas luces doradas preciosas que se elevan en el cielo desde algún punto al noroeste de aquí. —¿Te refieres a los farolillos esos que hacen por la princesa muerta? —preguntaron Gina y Flynn al mismo tiempo. —¡Gafe! —dijeron los dos enseguida. —¡Me invitas a una jarra! —gritaron al unísono, señalándose el uno al otro. Después, se empezaron a reír. —Un momento —dijo Rapunzel, completamente perpleja. No es que no le gustara que sus dos amigos se estuvieran haciendo amigos. Pero tampoco le encantaba—. ¿Farolillos? ¿Y flotan? —Sí, las velitas que hay dentro de los farolillos de papel hacen que suban por el cielo —dijo Flynn, encogiéndose de hombros—. Lo hacen todos los años para conmemorar la muerte de la única hija de la reina. —Oh. Qué… triste.
Todos aquellos años, todas las cosas que Rapunzel se había imaginado que eran las luces flotantes. Sabía que no eran estrellas porque no se quedaban en el cielo; sabía que no eran meteoritos ni cometas porque iban hacia arriba y no hacia abajo. Nunca se le ocurrió que fuera un fenómeno provocado por el hombre y bien conocido, además. ¡Y por una razón tan triste! No era un símbolo muy alegre de su semana de cumpleaños. —Bueno —dijo en voz alta—. Quiero verlos. Y quiero que me guíes hasta allí —añadió, mirando a Flynn. —¡Yo te podría llevar perfectamente! —protestó Gina—. No lo necesitas. —Es cierto —dijo Flynn—. No me necesitas. Ella te puede llevar. Me temo que no me llevo bien con el reino en este momento. —¿Qué has robado esta vez? —preguntó Gina con interés. —Una corona. Y es bonita. Pues eso, que no me voy a acercar a ese palacio. Además, tengo muchas cosas que hacer ahora mismo. Los Stabbington me persiguen… tengo que conseguir un comprador… En serio, no es un buen momento. —Ni siquiera me has preguntado cuánto te pagaré —dijo Rapunzel inocentemente. —No tienes suficiente —le contestó Flynn. Después, se volvió hacia Gina y dijo con un susurro teatral—. Aquí es donde ella ofrece su collar o un brazalete, o algún otro accesorio de niña rica que yo no podría empeñar aunque quisiera… —Y ¿qué te parecería una corona? —sugirió Rapunzel. Flynn se quedó inmóvil.
—Oh, oh —dijo Gina con una sonrisa malvada. —¿Qué… qué corona? —preguntó Flynn con aire despreocupado. —La que robaste. La que quieren recuperar los Stabbington. La que escondiste, de manera bastante obvia, en un árbol hueco —dijo Rapunzel con arrogancia, cruzándose de brazos—. Diamantes, perlas, más o menos de mi tamaño… Ya sabes, esa corona… —¡Esa corona es mía! ¡Devuélvemela! ¡La robé limpiamente! —exclamó Flynn, poniéndose de pie de un salto. —¿Quieres decir que la robaste en el castillo o que se la robaste a los Stabbington? —preguntó Gina con interés. —Eso no importa —dijo Flynn, cruzándose de brazos y tensando la mandíbula como un niño—. Ahora es mía. —Bueno, no, es mía —dijo Rapunzel—. Como mínimo, hasta que me lleves a ver los farolillos y me acompañes a casa. Después es tuya. —¡Seguro que viste cómo la escondía en el árbol! —Déduction très brillante —dijo Rapunzel con tono de burla. —¿En serio? —preguntó Gina, extendiendo los brazos, de forma parecida a cuando Madre Gothel fingía una rabia exasperada—. ¿Le vas a pagar con una corona entera solo por llevarte a ver esa tontería de luces? —Bueno, tú sabías que no tenía nada con lo que pagarte — protestó Rapunzel. —¡Tienes una corona! —gritó Gina. —Pero no es tuya —dijo Rapunzel.
—¿Lo ves? —Flynn asintió—. Sí que lo entiendes. —Quiero decir —añadió Rapunzel—. Me imaginé que esta corona valdría mucho más para el chico que la robó originalmente y que es un fugitivo que, ya sabes, cualquier otra persona. Gina la fulminó con la mirada. —Es una corona —señaló—. Por lo visto, tiene perlas y diamantes. Podrías contratar a diez veces más rufianes de El Patito Frito a cambio de ese pago. —Pero los carteles de «Se busca» implicaban que él es peligroso, y un fugitivo y astuto, justo el tipo de antihéroe que necesito para proteger a la gente de mi p… o sea, para protegerme. —Rapunzel rebuscó en la bolsa, con cuidado para que no sonara nada metálico al tocar la corona, y sacó el póster que estaba muy doblado—. Lo siento, Gina. Es que no sabía nada de ti. —Ni tú ni nadie —murmuró Gina, dando una patada a una piedra. —No hay manera —dijo Flynn, quitándole el cartel de las manos—. Me han vuelto a hacer mal la nariz. Es como la quinta vez. ¿Qué tengo que hacer, posar para la guardia real? Levantó el cartel hasta su cara y copió la expresión. —Deja de quejarte —espetó Gina—. ¡Ay de mí! Soy tan famoso que imprimen tantas imágenes distintas de mi cara que se equivocan. ¡Qué fuerte! ¡Qué vida tan dura! —Vale, vale, lo haré —dijo Flynn, con un suspiro forzado y cansado del mundo, ignorando a Gina por completo—. Pero solo porque mi vida está en peligro y necesito realmente esa corona.
—Y yo me quedo una parte —dijo Gina. —¿Por qué te ibas a quedar una parte? —preguntó Flynn—. Tú no la llevas a ver los farolillos. —La he conducido hasta ti. Y te he salvado la vida. Gina y Flynn se lanzaron una mirada de odio mutuamente. En ese momento, Rapunzel deseó que sus nuevos amigos volvieran a donde habían estado cinco minutos antes, cuando no hacían más que lanzarse cumplidos y felicitaciones. —De acuerdo —dijo Flynn, poniendo los ojos en blanco—. Te quedas una parte. Soy un blando. —¡Sí! —dijo Gina un poco demasiado fuerte, agitando el puño en señal de victoria. Rapunzel quería preguntar en qué consistiría exactamente una parte de una corona sólida (¿un diamante?, ¿un adorno roto?), pero decidió que como los dos iban a trabajar juntos para llevarla a donde quería ir, no iba a complicar las cosas sacando ese tema. Por fin iba a ver los farolillos y nada podía ir mal.
Memorial Sloan Kettering —Están todos… juntos… —susurró Daniella, con una sonrisita. La mano se le resbaló desde las sábanas que agarraba para descansar en la cama en un gesto que recordaba demasiado a la muerte en un programa de televisión. Pero se le veía la cara relajada y, aunque no tuviera precisamente aspecto de salud, como mínimo no tenía el aspecto demacrado habitual de la quimioterapia. —Sí —dijo Brendan tranquilamente—. Ya te puedes relajar. Pero, confía en mí, hay problemas a la vuelta de la esquina para nuestros héroes. Brendan le puso las sábanas alrededor del cuello. Seguro que estaría helada cuando se despertara. Pediría que esterilizaran otra sábana con autoclave cuando volviera a pasar una enfermera por la habitación. Normalmente, Brendan dibujaba o jugaba con el móvil mientras ella dormía, enviando mensajes de texto sin sentido a conversaciones a medias con sus amigos que casi no podía acabar, navegando sin objetivo en las redes sociales. Nada de aquello captaba su atención a pesar de la ausencia total de cualquier distracción real en la habitación diminuta: ruidos, movimiento o cualquier otra cosa. Y, a pesar del parecido obvio de su hermana con las princesas de cuento de hadas que dormían más tiempo y más profundamente de lo que debían, enseguida rechazó la
comparación. Daniella no era una princesa indefensa más de lo que lo era Rapunzel. Era una pequeña reina que luchaba por su reino, en ese caso, su cuerpo. Se vio buscando el libro en vez del móvil. A pesar de todas las veces que había visto la película y de las dos veces que había leído el libro, todavía no estaba seguro del nombre ni de las características físicas de algunos de los personajes. El Rufián del Garfio era obvio, pero ¿y Attila? Y ¿cómo iba a incluir a Máximus en la historia? Hojeó el libro, tomando notas, hasta que su hermana se volvió a despertar.
Rapunzel A la mañana siguiente, después de un sueño en los túmulos sorprendentemente reparador y nada embrujado, Rapunzel se arregló el pelo lo mejor que pudo mientras Flynn y Gina discutían enérgicamente sobre las posibles rutas hasta la ceremonia de los farolillos. El epicentro, por desgracia, estaba justo delante del castillo en la isla. Sin duda, aquello era malo para Flynn. Pero igual de complicado era llegar allí; los Stabbington estaban en pie de guerra por él y por Gina. A pesar de que se pudiera llegar al puerto fácilmente en un día, el itinerario que eligieron al final era sinuoso, estaba escondido y supondría al menos dos días. Rapunzel estaba un poco preocupada; según sus cálculos, les iba a costar llegar a tiempo para ver los farolillos. Sacó el diario. —Las luces, o sea, los farolillos, siempre aparecen un mes y ocho días antes del solsticio de verano —dijo, comprobando las cifras y los dibujos por enésima vez. —El doce de mayo, sí —dijo Flynn. —Mi madre me llevó una vez cuando era más pequeña — dijo Gina—. Fue precioso. Cientos de farolillos en el cielo, y luego se reflejaban en el agua. Como teníamos algunas monedas, mi madre me dejó encender uno, pero se quedó en
silencio todo el rato. Estaba triste. Casi como si hubiera conocido a la princesa bebé. —Tu madre parece maravillosa —dijo Rapunzel. —Está bien, supongo —contestó Gina, encogiéndose de hombros, pero también sonriendo un poco, como si, en el fondo, estuviera orgullosa de ella—. A ver, es aburrida. Todo el día «Gina, recoge la ropa del suelo, no vivimos en una choza sucia, solo en una choza». O «Gina, necesito escutelaria, ¿puedes ir a recoger un poco a los montes del oeste?». —¿Ves? Por eso hui del orfanato. Antes de que me adoptara alguien —dijo Flynn con un suspiro de satisfacción—. Nadie me ha dicho nunca lo que tenía que hacer. No ha habido ninguna madre haciendo cosas de madre como obligarme a lavarme la parte de detrás de las orejas o hacer la cama o cosas así. No, soy libre como un pájaro. —Espera, ¿tú también eres huérfano? —preguntó Gina, sorprendida—. ¿En qué orfanato estuviste? —En el Madre María de los Niños Benditos. ¿Y tú? —¡Yo, también! Los dos aventureros se quedaron mirando embobados y, luego, se empezaron a reír. Rapunzel los observaba con una mezcla de diversión y envidia. Ella era la responsable de haberlos reunido y de que descubrieran que tenían un pasado común, era cierto. Pero ella habría deseado tener un pasado que pudiera compartir con alguien además de Gothel. «Eh, Pascal —se imaginó diciendo —. ¿Recuerdas aquella vez que llovió de repente y se me olvidó cerrar con postigo?» Y también pensó que Flynn había escapado del orfanato de niño.
Ella no había salido de la torre hasta su decimonoveno cumpleaños. ¿La vida había sido tan agradable que nunca se le había ocurrido huir de allí? Por supuesto, había habido horas de soledad y tristeza. Días, a veces. Incluso la persona más alegre del mundo al final se vendría abajo por lo que era básicamente confinamiento solitario. Pero cuando había pedido salir de la torre, le había dicho a su madre que fuera con ella. Realmente, no era para escapar. No había existido la idea de no volver a la torre más tarde; de regresar a las horas interminables sola, pintando, limpiando, jugando, leyendo. Porque… ¿Porque… era peligrosa y necesitaba —se merecía— estar ahí? Se dio cuenta de que no era por eso. No era nada tan noble. Era simplemente porque no conocía otra cosa ni otra forma de vivir. La torre era literalmente todo su mundo. Y ahí tenía a aquellos dos aventureros robustos y enérgicos que pensaban que el orfanato era su torre, a pesar de toda la gente que había dentro, y supusieron que había cosas mejores fuera de allí. —Lo siento —dijo Gina, viendo la mirada perdida de Rapunzel—. Tendrías que haberlo visto. Era un infierno. —¿Qué hacen los otros niños que no, eh…, se escapan del orfanato o son adoptados? —preguntó Rapunzel deprisa, que quería pensar en otra cosa. Sus dos nuevos amigos se encogieron de hombros.
—Casarse, supongo —dijo Flynn—. ¿Hacerse monjas? Cuando tienes quince años tienes que irte sea como sea. Eres adulto. Empezaron a hacer cambios antes de que yo me fuera, me acuerdo. La reina estableció alguna clase de programa mejorado. Mejor comida, más clases, menos piojos… pero ¿qué más da? Me alegro de haberme largado de allí. —Yo también soy huérfana —dijo Rapunzel, intentando no sonar desesperada—. Mis padres… murieron cuando era un bebé. Madre Gothel me adoptó. —¿Una huérfana que ha sido prisionera en una torre con carteles de plaga para que la gente no se acercara? —se burló Gina con cuidado—. Parece demasiado trabajo. No, seguro que eres alguna clase de princesa. Rapunzel se la quedó mirando. Y, luego, empezó a reírse a carcajada limpia. —No parece que lo sea —observó Flynn. —Pero lleva un vestido bonito como si lo fuera —señaló Gina. —Tienes la piel sedosa y perfecta —dijo Flynn—. O sea, supongo. —Y tienes una corona —dijo Gina. —No es mía —gritó Rapunzel, que seguía riéndose—. Crecí en dos habitaciones… no en un castillo gigante. No tengo criados, ni damas de compañía… —… ni coronas que no hayas robado —añadió Flynn. —… ni un caballo blanco, ni capas de terciopelo, ni un cetro… —Pero sí que tienes ese pelo magnífico —señaló Flynn—. A ver, míralo. Es elegante, caro y majestuoso. Una persona
normal, incluso un lord o una dama, no podrían manejar un cabello tan largo. Aunque fuera plateado, cosa que parece bastaaaaaaaaaante improbable. Flynn se inclinó para verla mejor y, al principio, Rapunzel no hizo nada, consciente de lo cerca que estaba de ella. Independientemente de lo que hubiera dicho sobre su piel, Flynn también era franco, sano y estupendo. Tenía un poco de pelo en la barbilla (no una barba entera como ella había visto en imágenes), sino una barbita diminuta y ligera que Rapunzel tenía ganas de tocar. Sus ojos eran más grandes de cerca, cosa que era una tontería, si se paraba a pensarlo, porque por supuesto… … Y, entonces, se acordó de que ella no podía ser normal. —¡No me toques el pelo! —gritó, saltando hacia atrás y dándole un bofetón como si hubiera perdido el norte. —Uf, ¡perdón, alteza! —dijo Flynn, alejándose—. No me había dado cuenta de que el cabello plateado de la dama fuera tan delicado. —No es eso —dijo Rapunzel, desesperada—. Por favor, lo siento. Solo es que… —Sí, es un poco maniática con eso de que le toquen el pelo —dijo Gina—. Y también sobre matar pollos, solo para que lo sepas. Tiene algunos problemas. —Vale, sigamos. Me lo apunto: el pelo no se toca. Rapunzel se desanimó y se puso a seguirlos sin hacer ruido.
Pero Flynn no parecía el tipo de persona que guardaba rencor a alguien ni daba demasiadas vueltas a las cosas. Al cabo de unos minutos, ya estaba silbando, intentando sonsacar con bromas a Rapunzel dónde había escondido la corona y discutiendo con Gina sobre el trayecto. Y Rapunzel tampoco se quedaba triste durante mucho tiempo; enseguida estaba casi saltando detrás de ellos, disfrutando otra vez de su aventura. —La costa del norte es muy fría, dura y salada —se quejó Flynn—. Es mejor que nos colemos en los jardines reales y lleguemos al puerto desde dentro de la isla. —Pensaba que habías dicho que intentarías evitar la ciudad —dijo Gina. —Sí, pero me gusta esquivar también el clima marítimo. Es una verdadera pesadilla para mi piel. —Vaya. Por cierto, tengo que encontrar un árbol privado… —¿Por qué no has ido antes de empezar la aventura? — Flynn suspiró, con las manos en las caderas—. Eres una aficionada. Seguro que ni siquiera llevas nada de comida. —Anda y métete en un nido de avispas —le dijo Gina amistosamente, y desapareció como una sombra en el bosque —. Ella lleva queso —gritó a su espalda. —¿Queso? —preguntó Flynn, levantando una ceja y mirando a Rapunzel. —¡Sí! —respondió Rapunzel encantada—. Y también judías tostadas… —Pásamelas. Vamos por aquí… así damos un poco de intimidad a tu amiga.
De repente, Rapunzel se dio cuenta de que solo estaban los dos solos. Madre le había alertado de situaciones como aquella; era una de las razones por las que tenía que vivir en la torre. Un chico le diría palabras bonitas, se le acercaría, intentaría besarla y… … sería asesinado cuando Rapunzel tuviera pánico y contraatacara. Y todo sería culpa de Rapunzel. ¿O quizá fuera que él sería asesinado si Rapunzel no contraatacaba? ¿Si ella le devolvía el beso? ¿Y lo mataba sin querer igualmente? Seguiría siendo culpa de Rapunzel. O… No se acordaba de cuál era el escenario sobre el que le había prevenido su madre. De todas formas, siempre acababa con el chico muerto por culpa de Rapunzel. Ese era el objetivo de las clases. Y en ese momento estaba en esa situación precisamente. Estaba sola con un chico. Él la sorprendió mientras lo miraba fijamente y la miró de reojo. —Superimpresionada por estar con un delincuente de la vida real, ¿eh? —preguntó, sonriendo con una dentadura sorprendentemente bonita y blanca. —Me impresiona mucho cualquier persona que pueda pelear y conozca el bosque y el mundo tan bien. Supongo que Gina también domina todo eso. —Sí, Gina. —Flynn frunció el ceño—. Es un poco rara. En el buen sentido, eh. Pero más rara que un perro verde. Un torbellino de ideas le pasaron por la cabeza como una bandada de pájaros aturdidos, y Rapunzel se quedó muy
confundida. Además, le sorprendió la cara de Flynn, que levantó las cejas y la miró, ladeando un poco la cabeza. Flynn sonrió estirando las comisuras, pero con los labios parcialmente cerrados sobre los dientes. Por lógica, era una expresión que Gothel no hacía, pero que las demás personas hacían normalmente. Así que intentó copiarlo. —¿Qué haces? —preguntó Flynn. —No «zé» —respondió Rapunzel, poniendo los labios en la misma media posición que él—. ¿Qué «eztamoz» haciendo? —Vale, tú también eres un poquito rara. No me extraña que os llevéis tan bien —dijo Flynn, moviendo la cabeza y dejando de poner aquella cara—. Normalmente, la mirada seductora funciona con todas las damas. —Oh, estabas intentando… —Rapunzel soltó una risita. Los libros 27 y 28 eran cuentos de caballeros y damiselas y aventuras, con más de un toque de romance. Flynn parecía ofendido. —No, ¡por favor, inténtalo otra vez! —le rogó Rapunzel. —Oh, ha pasado el momento. Olvídalo —dijo, poniendo los ojos en blanco. Pero sonreía. Esa vez, era una sonrisa de verdad, natural—. Y ¿qué hacías todo el día en la torre? Me sorprende que no estés loca de atar ahora. Rapunzel suspiró. —Tengo un horario muy estricto. A las seis treinta, me levanto, tareas domésticas hasta las ocho, primera lectura de ocho a ocho treinta. O sea, la primera lectura del día, no de un
libro. Solo tengo treinta y siete libros. Me los he leído todos cientos de veces. Siempre estoy rogando a mi madre que me traiga más… pero solo encuentra uno o dos al año. Después, toca arte. Los lunes y los viernes a las diez es la preparación para la astronomía nocturna. Los martes y los jueves es redacción y ensayo de espectáculos de marionetas. Los miércoles… perdona, te estoy aburriendo, ¿verdad? Lo noto. —No… es que… yo solo… no sé qué decir —dijo Flynn con cuidado. Se la había quedado mirando, pero, por lo visto, no era con impaciencia, sino con algo que ella no sabía nombrar—. Y, créeme, yo siempre sé qué decir. O sea, creciste, mantuviste una autodisciplina demencial… y conseguiste no perder la cabeza. No sé cómo puedes estar siempre tan alegre y animada teniendo en cuenta cómo te ha tratado la vida. Debes de ser una persona realmente increíble. Rapunzel se quedó de piedra. No estaba preparada para aquella respuesta. Había algo tan sincero en su comentario que seguro que a él también le incomodó, y cambió de tema antes de que ella tuviera la oportunidad de decir algo. —Pero, entonces, ¿por qué tienes tantas ganas de ver los farolillos? Me refiero a que, con todas las cosas que podrías hacer en el mundo… navegar en un barco, tener citas, subir una montaña… ¿por qué eso? Rapunzel se encogió de hombros y se puso a mover los pies prácticamente bailando mientras seguían el camino y buscaba las palabras adecuadas. —No lo sé… es lo único que siempre he querido. Verlos de cerca. Pensaba que si podía hacer eso… podría vivir feliz para siempre. —¿En serio? ¿Eso es lo único que siempre has querido en la vida?
—Sí. Pero ahora… Rapunzel miró a su alrededor. Estaba en el mismo bosque que ella había visto desde lo alto, desde su torre. Era distinto cuando estaba en el suelo, y no solo por el aspecto de los árboles. Todo estaba más sucio. Todo olía más, en el buen sentido. Era más real. Era totalmente distinto a lo que ella había imaginado. Y lo consumía todo. Y estaban Gina y Flynn. Y El Patito Frito. Y el kvass. Y aves a las que mataba otra persona, asadas en una fogata. No era nada que ella hubiera imaginado o deseado… pero, de alguna forma, los farolillos se estaban apagando un poco en su mente, eclipsados por aquellas experiencias. ¡Qué cosa tan rara! —¿Y ahora? —insistió Flynn. —No sé —contestó Rapunzel con sinceridad—. No quiero que esta parte acabe. Si veo los farolillos, los habré visto… y ya se habrá acabado… y volveré a casa… —No pensaba que me dijeras eso —dijo Flynn, moviendo la cabeza—. Siempre parece que vayas a decir exactamente lo que tienes en la cabeza o en el corazón. Eso es nuevo para mí. Soy un delincuente osado y mentir es como lo más normal. —¿Y tú qué es lo que más deseas? ¿Qué has soñado toda la vida? — preguntó Rapunzel con curiosidad. Flynn parecía sorprendido y, después, atrapado, como si la pregunta fuera una trampa. Al final, sonrió, borrando del todo cualquier emoción anterior, y agitó la mano despreocupadamente en el aire. —Pues ¿qué desea cualquier ladrón? ¡No tener que robar nunca más! Tener montañas y montañas de dinero…
Pero antes de poder acabar la frase, doblaron una esquina y se encontraron con tres hombres que los esperaban con las armas en alto.
Rapunzel —¡Rufián del Garfio! ¡Attila! ¡Ulf! ¡Qué sorpresa tan agradable! —exclamó Flynn mientras se llevaba la mano al cuchillo—. ¿No tenéis niñas a las que intimidar por ahí? ¿No hay ningún barril de cerveza que deba ser rescatado en El Patito Frito? —¡Hola otra vez! —dijo Rapunzel con una sonrisa y un pequeño gesto. Señaló a Flynn—. ¡Lo he encontrado! La mirada del Rufián del Garfio, asesina al principio, se suavizó al verla. Los tres matones de la taberna, incluyendo a Attila (el hombre del casco completo) y Ulf (silencioso y grande), bajaron las armas. —Se ve que no os habéis enterado —dijo despacio el Rufián del Garfio—. El Patito Frito ha sido destruido. Un incendio ha acabado con todo. —Pero si hace nada que hemos estado allí… —murmuró Rapunzel. —Es broma, ¿no? —Flynn parecía realmente sorprendido —. ¡Nadie se atrevería a hacerlo! Todos los villanos del reino perseguirían a quien lo hiciera. ¿Quién ha sido? —La condesa Bathory y sus cazadores de hombres, y sus sabuesos —dijo Attila desde el interior del casco. (Ulf hizo mímica con los dedos para dar la idea de un montón de gente irrumpiendo en una casa y haciendo todo
añicos.) —¿Bathory? —Flynn se puso pálido—. ¿Qué hace en esta parte del país? ¿Qué está pasando? —¿Quién es la condesa Bathory? —añadió Rapunzel. Los matones y Flynn no contestaron. A juzgar por las caras que pusieron, no era que la estuvieran ignorando, sino que realmente no querían contestar. —Está buscando a una chica llamada Rapunzel —dijo en voz baja el Rufián del Garfio. Rapunzel tragó saliva. Ella no había dicho su nombre en la taberna. Pero si aquel hombre ya sabía quién era ella… La única explicación posible era que su madre había descubierto que no estaba en la torre y había ordenado que la buscaran. Pero ¿por qué no contratar a matones que aceptarían un trabajo fácil como aquel en un pispás, como aquellos hombres de El Patito Frito? ¿Por qué encargárselo a una condesa? Aquello era muy raro. ¿Cómo podía conocer su madre a una condesa? Y ¿cómo se había puesto en contacto con ella tan rápido? De pequeña, Rapunzel se pasaba toda la tarde imaginando qué hacía y qué veía su madre cuando se iba de la torre, pero tras muchos años de cuestionárselo y obtener siempre las mismas respuestas aburridas, se las creyó: Gothel iba al mercado, se ocupaba de la granja y cultivaba el huerto. ¿Quizá Gothel conoció a la condesa en un puesto de verduras? ¿Regateando el precio de unos nabos? La pobre Rapunzel había tomado la decisión de cambiar de vida, de salir de la torre… y no habían pasado ni tres días y el
interior la perseguía, quería que volviera. —Perdón, ¿quién es esa condesa? —repitió. Todos los hombres parecían mucho más incómodos que antes. —Es una dama malvada —dijo Flynn hablando tranquilamente. Miró al Rufián del Garfio fijamente a los ojos mientras hablaba, como animándole a que continuara lo que él iba a contar—. Le… gusta llevarse a chicas… las secuestra. Eso es todo. —Y las descuartiza y se baña en su sangre —dijo el Rufián del Garfio, en voz baja, probablemente pensando que lo estaba diciendo con suavidad. Flynn se dio una palmada en la frente. Incluso Attila movió la cabeza cubierta por el metal con tristeza. Rapunzel intentó procesar aquella información terrible. Nunca había oído hablar de algo tan atroz, ni se lo había llegado a imaginar. ¿Por qué enviaría su madre a un ser tan diabólico a buscarla? —Tienes que irte inmediatamente —dijo Attila desde dentro del casco—. Tiene a sus sabuesos buscándote. Dicen que con que olfateen una vez la camisa de una persona, pueden seguirle el rastro por todo el país. —¡Genial! —dijo Flynn, asintiendo—. Sí, todas mis peores pesadillas a la vez, lo que incluye vuestros feos caretos, por supuesto. Por cierto, ¿por qué nos ayudáis exactamente? —No te ayudamos a ti —dijo el Rufián del Garfio con repugnancia—, sino a esta señorita. Nadie merece ser entregado a ese monstruo… y menos alguien que llegó a El
Patito Frito buscando ayuda. Perdona por no haberte hecho caso —añadió, arrepentido. —Además, Bathory ha destruido la mejor taberna que había por aquí —refunfuñó Attila. Ulf volvió a gesticular para describir la destrucción del lugar. En ese preciso instante, Gina irrumpió en escena, sacando el cuchillo. —¿Qué ocurre aquí? —No es lo que piensas —dijo Flynn, estirando las manos para detenerla—. Por raro que parezca. Tenemos que irnos. Estos encantadores refugiados de las normas sociales dicen que Bathory y sus perros están buscando a nuestra princesa de aquí… —No soy una princesa —lo interrumpió Rapunzel. —¿Bathory? —preguntó Gina, boquiabierta—. Y ¿sus perros? Tenemos que llegar a un río y así confundiremos el rastro de olor. Hay uno pequeño hacia el este… —El Arroyo de las Comadrejas. —Flynn asintió—. Vamos. —Buena suerte —dijo el Rufián del Garfio. —¡Gracias, amable señor! —Rapunzel se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla antes de salir corriendo detrás de sus amigos. Por supuesto, ella no pudo ver la cara del Rufián del Garfio porque estaban corriendo en direcciones opuestas; pero probablemente pudiera imaginar su expresión de sorpresa y asombro y el nacimiento de ideas y mundos que nunca antes habían parecido posibles.
El Arroyo de las Comadrejas tuvo el honor de ser la primera masa de agua que Rapunzel había visto en su vida. Se quedó deslumbrada por el juego de la luz del sol en las rocas y el agua que salpicaba y se dividía entre ellas: ondas y remolinos y burbujas de corta duración en mil tonos de blanco, plata y negro. Era algo monocromo y, al mismo tiempo, de lo más colorido que había visto nunca. —Venga, métete en la corriente —dijo Flynn. El agua ya le llegaba por los tobillos. Gina se mojó los brazos y las botas con el agua que cogía con grandes manotazos. Rapunzel se metió en el arroyo en un salto con ganas y aterrizó chapoteando entre los dos. El agua estaba muy fría. Algunas piedras resbalaban. Movió los dedos del pie, preguntándose si alguna vez había sentido los pies tan vivos. Lanzó una risita cuando unos peces diminutos llegaron en tropel hasta los pies y chilló con alegría cuando uno intentó darle un mordisco. Gina y Flynn la fulminaron con la mirada, empapados por el agua con la que les había salpicado en la cara, la nariz, la barbilla… —¡Esto es genial! —dijo Rapunzel, levantando y bajando los pies, dejando que la piel se le quedara helada—. Pero ¿por qué hacemos esto exactamente? —Para que los sabuesos no puedan seguir el rastro del olor —explicó Gina—. El río no lleva olores, y nos los quitará de los pies. —Iremos río abajo por el agua —añadió Flynn— y saldremos en algún otro punto. Tardarán un buen rato en subir
y bajar por la orilla con los perros para volver a encontrar el rastro. —Quizá mejor río arriba —dijo Gina, con aire pensativo—. Supondrán que vamos río abajo porque es más fácil. Pero como tú veas. —Tiene lógica —dijo Rapunzel. —Y ¿por qué debería ser más fácil algo? —dijo Flynn, suspirando—. «Llévame a los farolillos, es lo único que quiero.» —Pestañeó, imitando fatal a Rapunzel—. Y, ¡pumba!, de repente, la noble más sanguinaria de toda Europa te persigue. Creo que tendría que cobrar un extra por peligrosidad. —Por mí, de acuerdo —dijo Gina. Al cabo de un rato, arrastrarse por el frío arroyo no era tan encantador como le había parecido al principio. La falda larga de Rapunzel se empapada cada vez que tocaba el arroyo; y, al poco tiempo, la tela pesada y mojada le daba contra las piernas y le rozaba la piel de la cara interna de los muslos. Por otra parte, crecían flores preciosas en la orilla y eran de colores que sus libros no recreaban bien: rosas, amarillo crema dorado, blanco brillante con la sombra de su propio pétalo ondulado. También había unos bichitos graciosos que caminaban encima del agua donde iba más lenta cerca de la orilla. ¡Se deslizaban con cuidado por la superficie como por arte de magia! Puede que Pascal aprovechara la oportunidad para atrapar uno mientras ella se inclinaba para mirar más de cerca. Rapunzel se sintió un poco mal por eso, pero su amigo tenía que comer.
Cuando se incorporó, Flynn estaba quieto, mirándola fijamente. Bueno, más que a ella, al lagarto. Oh, ¡se había olvidado de presentarlos! —Se llama Pascal —dijo Rapunzel, sintiéndose extrañamente incómoda. La gente tenía amigos que eran animales. Mascotas. ¿No era algo frecuente? —Claro que sí, es lo más normal del mundo —dijo Flynn, y siguió andando—. Sabes, si resulta que es un familiar tuyo y tú eres una bruja fea y vieja disfrazada (que podría haber ido ella solita a ver los farolillos subida en su escoba), me voy a llevar una gran decepción. —Eh, no seas malo —dijo Gina, golpeándole en el hombro. Rapunzel sonrió con arrogancia, al verse defendida por su amiga—. Las brujas no son feas y no siempre son viejas. Un poco de respeto —continuó Gina. Vale, no era lo que Rapunzel pensaba que diría Gina. —Y ¿cómo lo sabes? En realidad, ahora todo cuadra —dijo Flynn con aire pensativo, mirando a Gina de arriba abajo—. Tú te escapaste de un aquelarre, anhelando una vida emocionante de asaltante de caminos. Cansada de pasarte la vida comiendo ojos de tritón para desayunar… No hubo ni un ápice de duda en la decisión de Gina de golpearle en la frente con una bola de barro.
Al final, los dos aventureros decidieron que ya era seguro dejar las aguas purificadoras del Arroyo de las Comadrejas. Escurrieron la ropa que estaba empapada en un claro soleado
en el que los árboles eran lo suficientemente estrechos para ver a través del bosque y por encima de los campos hasta el mar. —Bueno, ahí está nuestro destino, lady Cabellos de Plata —dijo Flynn con una reverencia. Rapunzel se abrió paso a empujones y contuvo el aliento. Ahí estaba la capital. Vio el ancho puente de piedra que conectaba el castillo y sus inmediaciones con tierra firme, el brillante océano que bañaba su orilla. Las torres relucientes se elevaban en el cielo, cubiertas con cúpulas bulbosas azules. Mercados, torreones, tabernas y plazas se acurrucaban junto al palacio como si fuera su madre. Todos los edificios estaban cubiertos por tejas brillantes y todas las calles tenían plazas bellamente adoquinadas. El sonido de una señal de advertencia se oyó en la distancia. Parecía más festiva que triste. Rapunzel sintió pavor y la necesidad repentina de esconderse. ¡Las ciudades eran tan grandes y tan impresionantes! —Bueno, es fantástico, ¿no? —dijo Flynn, mirando la cara que ponía—. Seguro que podemos ver los farolillos perfectamente desde aquí. La gente paga bastante dinero por asientos como estos, te lo aseguro. A más altura que la multitud, lejos del ruido y la basura… Gina le golpeó. —¿Ves a esos guardias de ahí? —preguntó—. ¿Los ves? ¡Probablemente estén buscándome ahora mismo! No se equivocaba. Un capitán y dos hombres, todos a caballo, estaban buscando algo claramente en el campo abierto que había entre los bosques y la costa. Mientras Rapunzel los
observaba, se acercaron a dos leñadores que volvían a la ciudad, que cargaban pequeños maderos atados a la espalda. El capitán habló con uno de los guardias (al parecer, con firmeza) y este se fue trotando hacia el castillo. El capitán y el otro guardia siguieron cabalgando hacia el bosque. —¿Lo veis? —preguntó Flynn—. ¿Estáis viendo lo mismo que yo? —Caballos —susurró Rapunzel. Eran increíbles, ¡y mucho más imponentes que los de El Patito Frito! Nobles, enormes, jadeantes como dioses. De un blanco brillante y de un castaño avellana e intenso. Todos tenían patas delicadas, pero poderosamente musculosas, ojos grandes y crines y colas que casi hacían sombra a su propio pelo. —Está viendo caballos —dijo Flynn, incrédulo. —Yo también los veo —dijo Gina, encogiéndose de hombros—. Y a los guardias. ¿Rapunzel? ¿Qué piensas? Del viaje, digo. —Ah, sí —dijo Rapunzel, recobrando la compostura y poniéndose de cara a Flynn—. El trato era que os doy la corona cuando vea los farolillos. De cerca. —¿De verdad quieres ver esta cara entre rejas? —preguntó Flynn, y le lanzó otra sonrisa seductora, moviendo las cejas. —No, quiero ver los farolillos. Y nadie puede meterte en la cárcel si no tienes la corona. —Rapunzel giró sobre los talones y empezó a caminar alegremente por el camino—. Bueno, ¿venís? —¡Caramba! Y yo que creía que era una chica inocente y dulce —murmuró Flynn.
—¡Shh! —dijo Gina. —¡No me importa si me oye! ¡Esto es lo que hacen siempre las clases dirigentes! Siempre se salen con la suya, pisoteándonos a los de abajo. Con su elegante pelo plateado y sus coronas que yo les he robado con todas las de la ley… —No, en serio, ¡shhh! —dijo Gina, levantando la mano. Flynn interrumpió su discurso enseguida. El estrépito de los hombres se acercaba a ellos: el ruido de las botas dando pasos decididos. —¡Escóndete! —ordenó Flynn a Rapunzel—. Nosotros los distraeremos. ¡Flynn había pasado de ser divertido y simpático a serio y centrado muy rápido! ¡Qué raro! Como si hubiera una persona que pensaba y planificaba las cosas debajo de todas aquellas caras y bromas. Rapunzel estaba intrigada… Lamentablemente, Rapunzel sabía que si había una pelea, ella no sería de ayuda. Su enredo con Flynn delante de los Stabbington era prueba más que suficiente de ello. Y cuanta menos gente se le acercara al pelo, mejor. A pesar de su reticencia a abandonar a sus nuevos amigos, Rapunzel se escondió detrás del grueso tronco de un árbol viejo (pero asomó la cabeza para ver qué pasaba). Cuatro hombres armados se acercaron a Flynn y Gina. No habían escapado de El Patito Frito. Tampoco se parecían a los soldados a caballo con sus uniformes elegantes con botones brillantes; eran como una versión más maligna y barata de ellos. Llevaban la ropa sucia y gorros en vez de cascos. La calavera de un jabalí gruñendo decoraba sus chaquetas. —Buenas tardes, caballeros. Hace un día magnífico para pasear, ¿verdad? —dijo Flynn con una sonrisa encantadora.
—¿Es esta la chica a la que buscamos? —espetó el líder, sin molestarse en responder. Parecía particularmente malo, con aquellos ojos amarillos y mechones de pelo lacio colgándole por la frente—. No se parece a la descripción que nos han dado. ¿Eres Rapunzel? ¿Te has cortado el pelo? —Yo no… —empezó a decir Gina. Flynn le tapó la boca con la mano. —¿Por qué? —preguntó Flynn—. ¿Por qué la queréis? ¿Es que hay un llamamiento general de damas con pelo poco común? ¿Para hacer de modelo, quizá? El líder no le hizo caso y movió bruscamente la cabeza. Dos de los hombres cortaron el paso enseguida a Flynn y Gina para que no se pudieran escapar. Los amigos reaccionaron al instante, juntando las espaldas y sacando las espadas. —Creo que esto no es necesario. Cualquier información que nos podáis dar podría desacelerar esta situación un poco —sugirió Flynn—. Quizá nos podamos ayudar los unos a los otros. —Lo único que tienes que saber es que el barón de Smeinhet quiere a esa tal «Rapunzel» y ofrece una buena recompensa a quien la encuentre. —Vale. Pero ¿por qué la quiere Bathory también? ¿Qué ocurre? ¿Podemos meternos en esto? —Flynn parecía sospechoso y digno de confianza al mismo tiempo: un villano en el que otro villano podía confiar. Rapunzel estaba profundamente impresionada. Pero el hombre lo miró fijamente. —¿Bathory? ¿Sabe quién eres? ¿Dónde estás? ¡Cogedla! Tenemos que largarnos de aquí antes de que esa mala pécora y sus perros la encuentren.
—Sacaré las tripas al primero que me ponga la mano encima —dijo Gina con tono tranquilo. —¿Seguro que esta es la chica que buscamos? No actúa como una princesa —murmuró uno de los hombres. Quizá fuera aquella palabra, más que nada, lo que hizo que Rapunzel dejara de mirar y decidiera hacer algo. Él tenía razón. Ella no era una princesa. (Y Gina tampoco.) Miró a su alrededor y vio una piedra pequeña y con bordes afilados, como la que Gina había utilizado contra los Stabbington. Estaba a punto de cogerla… y pensó: «No, es una tontería». Era imposible que pudiera eliminar ni siquiera a uno de los cuatro hombres con una piedra, aunque su puntería fuera perfecta. Y aún quedarían otros tres. Pensó en saltar a la espalda de uno de los hombres, rodearle el cuello con los brazos y alejarlo de allí, como hacía tiempo atrás con su madre, rogándole que la llevara a caballito. … Pero si le salía mal la jugada, seguirían siendo cuatro contra dos, y la tendrían a ella, la verdadera Rapunzel. Además, si ella se asustaba o el hombre le hacía daño, el pelo lo mataría a él y a cualquier otra persona a la que tocara. Miró a su alrededor buscando desesperadamente una respuesta… y apareció una. ¡Los caballos! Un momento, no: ¡los guardias reales! (Montados en sus caballos.) —¡Socorro! —gritó, saliendo de su escondite detrás del árbol corriendo y agitando los brazos para que la vieran—.
¡Oh, socorro! ¡Por favor! ¡Ayuda! No podía haber pedido una respuesta de cuento de hadas más perfecta. El capitán, montado en su precioso caballo, inclinó la cabeza, intentando ver de dónde provenían los gritos. Su hombre señaló a Rapunzel. El capitán asintió y clavó los talones en los flancos del caballo, y los dos hombres fueron al galope hasta ella. Rapunzel se quedó hipnotizada un momento, mirando la gracia y la fuerza de los caballos. Algún día los pintaría. Algún día capturaría los cascos, las venas abultadas del cuello, las pestañas y los orificios nasales suaves como nadie lo había hecho hasta entonces, tal y como se debían congelar los caballos en la pintura. Cuando apartó la vista, vio que la situación de sus amigos había empeorado: Flynn estaba de rodillas y tenía una espada en el cuello. Uno de los hombres le rodeaba el pecho a Gina y le inmovilizaba los brazos contra los lados. Ella saltaba, daba patadas y forcejeaba, pero no lograba gran cosa porque no abultaba ni la mitad que él. Rapunzel se volvió a agachar detrás del árbol, esperando que no la hubieran visto. —Iba a entregaros a los guardias reales y conseguir la recompensa —dijo el hombre de pelo grasiento, mirando de reojo a Flynn. Tenía una herida sangrienta en medio de la frente—. Habría matado dos pájaros de un tiro. Pero podría ser divertido probar mis dotes de carnicero contigo. Tengo un cerdo para Navidad y me iría bien practicar. —¡No es justo! —se quejó otro soldado—. Juramos que repartiríamos la recompensa entre cuatro.
—¿Quién es el líder aquí? —El hombre se dio la vuelta con una velocidad sorprendente para alguien que parecía tan vago y poco peligroso. La punta de su espada estaba en ese momento en el cuello de su compañero. —¿Quién era esa chica que gritaba? —preguntó otro de los hombres, señalando al árbol en el que Rapunzel estaba escondida (eso pensaba ella). Antes de que Rapunzel pudiera pensar qué hacer, llegó literalmente la caballería. Los dos caballos irrumpieron en mitad del claro, encabritados, resoplando y teniendo que ser frenados por sus jinetes por las ganas irrefrenables de lanzarse a la batalla. El capitán estaba sentado erguido en la silla (la verdad, era un poco más viejo de lo que se esperaba Rapunzel). Tenía la cara llena de arrugas de años de liderazgo y preocupación, y era difícil saber si su pelo se había aclarado por la edad o si simplemente era rubio. (El hombre que había junto a él era joven y tenía un pelo bonito, así que algo era algo.) —¿Qué demonios ocurre? —preguntó, mirando la escena con más repugnancia que curiosidad. —Anda, hola, Treggsy —dijo Flynn—. Qué detalle pasarte por aquí y salvarnos. ¿Cómo va todo en el castillo? —¿Flynn Rider? —Parecía aún más asqueado, si era posible—. He oído un grito de socorro, pero de alguien mucho más guapo que tú. Gracias por atrapar a este delincuente, caballeros. Ya nos ocupamos nosotros. Pero ¿puedo preguntar qué hacen los hombres de Lord Smeinhet dentro de las fronteras de nuestro reino sin una invitación formal? Hablaba tranquilamente a pesar de la impaciencia de su caballo, que giraba a izquierda y derecha y pisaba fuerte con
los pies, casi como si estuviera cansado de hablar y quisiera machacar a los enemigos. —Estábamos buscando a una chica que se ha perdido que pertenece a nuestro señor —dijo el líder, mirando al capitán desafiantemente a la cara—. Son asuntos privados, capitán. Y entonces topamos con este delincuente de aquí. —Delincuentes —corrigió Gina. —Sus asuntos privados no se extienden a estas tierras — contestó el capitán Tregsburg con tono seco—. Lo que hacen aquí es una provocación, un acto de guerra. Márchense de inmediato, antes de que causen un incidente internacional muy por encima de lo que les corresponde por su salario. La cara del hombre se ensombreció. —¡No nos puede mandar nada! Estamos bajo las órdenes de Smeinhet. Y con esta chica aquí, será el rey más poderoso del mundo y usted y su reino nos suplicarán clemencia. —¿Esta chica? —preguntó el capitán, confundido—. ¿Esta forajida normal y corriente? Gina sonrió, claramente orgullosa de lo que acababa de oír. —¿No había otra chica? ¿Qué ocurre aquí? —preguntó Tregsburg. —Bueno, veo que ustedes dos tienen muchas cosas que comentar —dijo Flynn, poniéndose de pie poco a poco—. Esta forajida normal y corriente y yo nos vamos, contentos de haber cumplido con nuestro deber patriótico al informar de la incipiente invasión de nuestro amado país. Supongo que todas las recompensas por mi cabeza han sido anuladas en agradecimiento por esto…
—¡Alto ahí, Rider! —gritó el capitán, que sacó la espada y apuntó a Flynn. —Adelante, quédeselo —dijo el líder de los hombres de Smeinhet, encogiéndose de hombros—. Nos llevaremos a la chica y volveremos a casa. —Aquí no hay negociación que valga. No me dé órdenes y no crea que puede huir con una ciudadana de nuestro reino, aunque sea una delincuente. Investigaremos este asunto por nuestra cuenta. Ahora, diríjanse a la frontera. Los acompañaremos hasta allí. —¡Ni hablar! De repente (sin que Rapunzel viera ninguna señal), uno de los hombres de Smeinhet disparó a los guardias con una pequeña ballesta que llevaba en el brazo. El proyectil golpeó al caballo castaño directamente en el hombro. Aunque no se le llegó a clavar ni le hizo mucho daño, sí que consiguió su objetivo: aterrorizar y sorprender al pobre animal. Se encabritó y su jinete luchó por no caerse. El capitán no se molestó en mirar a su alrededor para ver lo que había pasado; apretó los dientes y llevó su propio caballo hasta los bandidos, bajando la espada contra el líder. La escena era caótica: el caballo herido chillaba y se abalanzaba sobre cualquiera que viera. El guardia que iba en su lomo blandía la espada mientras casi era lanzado a izquierda y derecha. El capitán daba golpes a diestro y siniestro, haciendo girar sobre sí mismo a su propio caballo. Un hombre todavía tenía a Gina; los otros se lanzaron a defender a su líder. Nadie se dio cuenta de que Flynn se escabullía de la pelea y cogía a Rapunzel, que aún estaba en su escondrijo.
—¡Vamos! —gritó Flynn. —Pero Gina… —dijo Rapunzel. —Sabe cuidar de sí misma. ¡Corre! Rapunzel dejó que la arrastrara, pero miró atrás. Gina se había librado de su captor; dedicó un segundo que le sobraba a escupirle y, después, saltó ágilmente a través de los aterrorizados caballos y los hombres que luchaban y se metió entre los árboles. Solo el capitán vio a Rapunzel mientras ella y Flynn se escapaban por el bosque negro. Sus miradas se encontraron un momento; la cara del capitán se desencajó del asombro. Rapunzel no podía poner la mano en el fuego, pero habría jurado que el capitán había dicho «no puede ser». De repente, ella estaba adentrándose en el bosque con sus amigos, alejándose de la pelea.
Rapunzel Solo dejaron de correr cuando Rapunzel realmente ya no podía seguir porque tenía espasmos y las piernas se le paralizaban. Gina se derrumbó pesadamente sobre una piedra y se abrió el chaleco. La carne que había debajo tenía mal aspecto. Estaba desgarrada, amoratada y herida… Rapunzel se dio cuenta de que aquellas incisiones extrañas y regulares eran marcas de mordiscos. De un caballo. Había gotas de sudor en la cara pálida de su amiga, pero sacó con calma y metódicamente la bolsa de agua y lavó las heridas, silbando cuando las gotas frías le caían en la piel. —Sabes, estaba pensando —dijo Flynn en cuanto recobró el aliento—, Flynn, te estás quedando un poco flácido por la falta de ejercicio y el exceso de fuagrás. Lo que necesitas de verdad es un programa de entrenamiento serio en el que te obliguen a correr para salvar la vida cada segundo del día. Me gustaría darte las gracias personalmente, princesa, porque la ambición de tener tableta de este hombre se va a hacer realidad. —No soy princesa —dijo Rapunzel sin fuerzas. Seguía jadeando. Tenía un pinchazo en el costado que no se iba. El pelo se le había desatado con tanta carrera; parte de sus lazos, espirales y trenzas estaban extendidos a su alrededor como si fueran una masa plateada de redes de pesca. Gruñó pensando en el tiempo que conllevaría rehacer todo aquello.
—Entonces, solo por saberlo y para que me quede claro, ¿dónde pone eso de «ser cazado por cualquier sicario de la zona» en el arriba mencionado contrato de simplemente llevarte a los farolillos y que tú me des a mí la corona? —Dirás que «nos la dé», a los dos —lo corrigió Gina, usando el extremo de la camisa para limpiarse un poco de sangre que se le estaba secando. —Yo no… —empezó a decir Rapunzel. —Por la bondad de mi corazón, decido echarte una mano… y resulta que Bathory incendia El Patito Frito. Mientras te está buscando. Y Smeinhet envía a sus malhechores más feos a perseguirte… a ti. Tú eres el elemento común en todo esto. ¿Qué es lo que ocurre realmente? ¿Qué es lo que no nos has contado? Algo me dice que no tiene nada que ver con los farolillos. —Señorita, es hora de confesar —dijo Gina, con tono sincero, pero no malicioso. Se señaló la herida. Rapunzel apoyó la cabeza en las manos. ¡Su aventura había ido tan bien! Había sido la mejor semana de su vida. Había hecho dos amigos completamente nuevos que no eran marionetas ni cuadros, por fin iba a ver las luces flotantes… y, entonces, eso. Podría haber soportado que le gritara solamente Flynn. En realidad, no parecía que estuviera enfadado de verdad con ella, y la mayoría de las cosas que decía eran su drama habitual, nada grave. Además, ella tenía la ligera sospecha, por la forma que él tenía de mirarla, de que si estaba enfadado con ella no le duraría mucho el enfado. Pero Gina pidiendo la verdad… y su forma de mirarla… Rapunzel suspiró.
—Os juro que lo único que quería era ver los farolillos. Esa es la verdad. Estos hombres… probablemente me persigan para proteger el reino, el mundo, en realidad. Se supone que yo nunca iba a salir de mi torre. Todo este pelo tan bonito es… pelo asesino. Los dos se la quedaron mirando. Flynn apartó el pie del pelo en silencio porque casi lo había rozado. Gina se empezó a reír. —¿Pelo asesino? ¡Venga ya! Rapunzel contó la historia. Después de soltarla, fue como si se quedara totalmente desinflada. —Por eso me enfado cuando intentáis tocarme el pelo — acabó de decir, cansada, después de haberles dicho todo lo que tenía que contar—. No es por vanidad. Si pierdo los estribos o me asusto o… no sé, podría mataros. —A tus propios padres —murmuró Flynn—. Con tus propias manos. No me lo puedo imaginar… —Espera, ¿por eso pierdes la cabeza cuando hay que matar un ave? —preguntó Gina—. ¿Tiene algo que ver con tu pelo? Rapunzel asintió. Quería llorar. Se concentró en arreglarse las trenzas: sus mechones suaves, reconfortantes y gruesos que se deslizaban los unos sobre los otros perfectamente en una trenza cola de pez. (Flynn y Gina la observaron apartar el pelo con asombro — y quizá también con alivio.) Cuando sintió que había recuperado un poco la compostura, habló. —Mi madre me hacía usar el pelo para matarlos. Era una lección para enseñarme lo peligrosa que era yo para el mundo.
Por eso tenía que estar encerrada en la torre y apartada de todos para siempre. —Parece excesivo —dijo Flynn—. Del nivel «quizá sería mejor que te criara otra persona». Ahora, aún me cuesta más comprender por qué no te has vuelto loca de atar. ¿Estar encerrada, castigada, por algo que hiciste cuando eras un bebé? ¿Toda tu vida? El hombre que había intentado engatusar a unos mercenarios y a unos guardias reales para irse de rositas hacía poco tiempo la miraba en ese momento con unos ojos brillantes y tristes. Rapunzel no podía apartar la mirada de él. —¿Por qué no te cortaron el pelo? —preguntó Flynn—. Podrías llevar una toca o una peluca o algo. No es la solución más estilosa del mundo, pero bueno. ¡Problema resuelto! Rapunzel sonrió tristemente. —Claro, si eso funcionara. Pero es parte de la magia. Cortarlo me provocaría la muerte. —Entonces, no te temen lo suficiente o te odian lo suficiente para matarte, sino solo para encerrarte en la cárcel para siempre. ¡Qué bonito! —dijo Flynn, negando con la cabeza. —Pero no entiendo por qué te encerraron —preguntó Gina de repente—. Quiero decir, con tu poder, y las historias que se contarían, podrías dominar el mundo entero. La reina del pelo asesino. ¡La gente cantaría canciones sobre ti durante siglos! ¿Por qué los que conocían tus poderes, los que te encerraron, no los quieren para ellos? Rapunzel se quedó sin habla. Nunca lo había pensado. Flynn asintió con aire pensativo.
—Es lógico. Y seguro que no eres la única que ha tenido esa idea. Qué crees que es más probable: ¿que un montón de lores y ladies hostiles y espeluznantes corran por territorio enemigo para volver a encerrar a una chica peligrosa… o que intenten atraparla para utilizarla en provecho propio? Rapunzel negó con la cabeza. —La única persona que me conoce a mí y sabe los poderes que tengo es mi madre, y ella no conoce a ningún noble. —¿Estás segura? Quizá sea una bocazas. Y también hay gente que vio lo que sucedió cuando eras un bebé —señaló Gina—. Y los que se aseguraron de que tú acabaras en una torre… —Sí, aquí hay gato encerrado. Lo siento, Rapunzel —dijo Flynn—. Tiendo a ver lo retorcido y lo peor en la mayoría de la gente; gajes del oficio. Pero demasiado a menudo tengo razón. Te buscan como si fueras el Santo Grial. Como si fueras parte de una antigua saga. No quieren abatirte por ser un peligro potencial para el público, como lo sería un dragón. Gina asintió. —Sí, no se encierra a una persona en una torre para mantener el mundo a salvo, lo que se hace es matar a la persona en cuestión. Los tres se quedaron en silencio un momento, asimilando todo lo que estaban diciendo. —Pero, no, yo solo… —La voz de Rapunzel se fue apagando—. Yo solo soy Rapunzel. —Sí. También eres un arma, o una moneda de cambio, o un tesoro. Alguien a quien quieren vivo en una torre, no quieren que seas una fugitiva, ni te quieren ver muerta. Oh, ¿qué vamos a hacer contigo?
Flynn suspiró y se dejó caer en el suelo apoyándose en un árbol, con cuidado de no pisar los pelos sueltos de Rapunzel. —Supongo que eso significa que no vamos a conseguir ver las luces flotantes —dijo Rapunzel con tristeza. Pero también se fijó en que había dicho «¿qué vamos a hacer contigo?». No la iba a abandonar. Solo estaba intentado averiguar qué hacer. —¿Quizá debería volver a mi torre? —sugirió, a pesar de que no le gustara la idea. —Ni hablar —dijo Gina, enfadada—. No eres una muñeca con… pelo asesino, ni un tesoro, ni un arma. Eres una persona y no vas a pasar los próximos veinte años encerrada. Si esto era un castigo por un crimen que cometiste, ya ha sido suficiente condena. El genio ha salido de la botella y se va a quedar fuera. Rapunzel sonrió. Nunca nadie se había enfadado por algo que le hubiera pasado a ella. Sintió una sensación cálida y sólida, como cuando sabes que una buena silla te iba a sujetar cuando tienes un mal día. —Solo necesitamos tiempo para reorganizarnos. Tenemos que pasar desapercibidos mientras decidimos cómo resolver esto —dijo Flynn, tocándose la barbilla. Gina se animó. —¡Podemos ir a casa de mi madre! Allí nadie nos encontrará. —Dudo que una granja pase desapercibida ahora mismo, por muy pequeña que sea —dijo Flynn—. Bathory tiene sabuesos. Por lo visto, están peinando el bosque para encontrar a Rapunzel. Van a examinar de arriba abajo las casas, las cabañas y hasta los cuchitriles.
—Sí, bueno, tú no conoces a mi madre —dijo Gina, con una sonrisa—. Cuando no quiere que la encuentren, se toma muy en serio lo de esconderse. Además, quizá pueda ayudar a Rapunzel con el pelo. —¿Por qué? ¿Es peluquera? —preguntó Flynn, poniendo los ojos en blanco. —No —respondió Gina con una sonrisa—. Es bruja.
Memorial Sloan Kettering —Eh, espera un momento. La quimioterapia había acabado y estaban esperando a que la enfermera desconectara las cosas y la liberara a ella. Daniella se desmayaría en la vuelta a casa, dormida de cualquier manera en el asiento trasero como después de un largo día en la playa. Por el camino, vomitaría una o dos veces, y, después, no comería hasta la mañana siguiente. —No hay brujas en Rapunzel —señaló con la autoridad de un experto. Se cruzó de brazos para hacer hincapié en lo experta que era—. Excepto quizá Madre Gothel. Realmente, no sabemos la verdad sobre ella. —¿Me estás diciendo que en un reino de cuento de hadas que tiene caballos inteligentes, camaleones, la Flor Gota de Sol y una clase baja de campesinos perfectamente feliz de hacer un trabajo servil para la familia real y después bailar en éxtasis para ellos… no puede haber otras brujas? —preguntó Brendan con una sonrisa amable. —Y, hablando de Pascal y Máximus —dijo Daniella, sin hacerle caso—, vale, ahora hay caballos, pero ¿qué pasa con Máximus? ¿Por qué lo has convertido en un humano de buenas a primeras? Y, ¿por qué Pascal es, no sé, un lagarto europeo que no se comunica, ni piensa, ni nada?
—Ya estamos llegando a eso. La próxima vez, te lo prometo —le dijo su hermano. Extendió la mano para alborotarle el pelo como hacía normalmente… pero se detuvo porque su hermana no tenía pelo y habría sido raro que la palma de la mano tocara la piel de su cabeza, una piel que nunca debería de haber tocado nada salvo pelo. Él continuó haciendo el gesto igualmente porque sería más raro si paraba de repente. El cuero cabelludo de Daniella estaba sorprendentemente frío, probablemente más de lo que debería haber estado. Empezó a recoger los libros y las cosas de su hermana; su padre llegaría pronto para llevarlo a él y a la princesa enferma a casa. Ella ya se estaba quedando dormida después de su arrebato. Brendan se obligó a sí mismo a seguir dando vueltas a esa idea: la princesa del baile, descansando en el trineo carruaje después de pasar una noche salvaje fuera con los lobos blancos, en la espalda de un cisne, protegida por las cálidas plumas blancas después de que acabara aquella aventura agotadora. Vale, era un Dodge Caravan, pero bueno. Durante el largo y tranquilo camino a casa, seguro que se le ocurrían ideas para la siguiente sesión.
Rapunzel De alguna manera, el bosque se hizo más oscuro. Rapunzel miró a su alrededor asombrada y confundida. Manchas negras se unían bajo los árboles y por los matorrales al principio, casi como si se sintieran atraídas por lugares en los que las sombras normalmente se congregarían durante el día. Quizá fuera espeluznante o aterrador; sin duda, Flynn parecía perplejo por aquel fenómeno silencioso que estaba ocurriendo a su alrededor. Las polillas, grandes, blancas y aleteando de una forma demasiado parecida a la de los murciélagos salieron de su escondite para disfrutar de aquella inesperada despedida del día. Lo mismo hicieron las luciérnagas: Rapunzel chilló encantada cuando parpadearon como velas diminutas en bucles lentos y sin prisa alrededor de la hierba. —¿Esta es la magia de tu madre? —gritó, arañando el brazo de Gina—. ¿Son hadas? —No, son luciérnagas, princesa —dijo Flynn con un suspiro—. Son insectos. Les brilla el trasero. —Vale. Soy una idiota —dijo Rapunzel, intentando que una se le posara en la mano—. Porque en la vida real, las hadas no son reales, pero las brujas, sí. —Touché —dijo él con simpatía y haciendo una reverencia.
Rapunzel sintió que le iba a explotar el pecho. Unos ojos amarillos observaban en la oscuridad, desde unas ramas o algún lugar de descanso oculto. Un búho ululó. Una telaraña del tamaño de una colcha, que sugería que la propietaria tenía el tamaño de un perro, estaba colgada a través de un sendero lateral. Gina la cruzó por debajo, apartándose hilos del pelo. —¿Cómo sabes a dónde vamos? —preguntó Flynn—. O ¿dónde estamos yendo? Nada de esto me resulta familiar. —No es tanto dónde vamos, sino cómo —admitió Gina—. No lo sé. Nunca presté atención. Era muy aburrido. Pero, como os dije, nadie puede encontrar a mi madre si ella no quiere. Hizo gestos con arrogancia: el pequeño camino, diminuto y cubierto por telarañas, se abrió y condujo a un valle verde en mitad del cual había una casita pequeña y perfecta. Rapunzel estuvo a punto de volver a chillar de la emoción. La casa estaba aplastada como una seta por un techo de paja que colgaba sobre las paredes. Un par de ventanas brillaban a cada lado de una pesada y redonda puerta de madera. No había nada particularmente espeluznante ni propio de brujas, salvo quizá algunas filtraciones que crecían en el techo alrededor de la chimenea descuidada (de la que salía flotando un humo con un agradable aroma hogareño). Junto a la casa había un pequeño huerto vallado. A pesar de la poca luz, Rapunzel vio que no solo había hierbas y verduras. Altos racimos florales con forma de cohete y hojas bonitas y ligeras salían con mucho colorido de las esquinas. Incluso había un cuidado camino de baldosas que conducía a la puerta principal.
—¿Es una bruja? —preguntó Flynn, escéptico—. O, más bien… ¿una madre conectada con la tierra que bebe infusiones de hierbas y finge que la diosa le habla? Gina le dio un golpe. Mientras Flynn se tocaba el brazo distraídamente, Rapunzel se preguntó: «¿Era rivalidad profesional o personal? ¿O era otra cosa?». Sintió que empezaba a fruncir los labios, y eso le maravilló. Bajo la favorecedora luz naranja de la casa, Flynn parecía incluso más apuesto de lo normal. De repente, un aliento caliente y extraño le sopló en la nuca. Se volvió sorprendida y vio, para su horror, ¡al mismo diablo, que la estaba mirando! Pupilas rectangulares mal colocadas, un pico de viuda negro que se arqueaba amenazadoramente, unos cuernos largos, arremolinados y mortales… Rapunzel abrió la boca para gritar… —Oh, ¿me has echado de menos, cariño? —dijo Gina con afecto, tocando los cuernos del animal con la palma de las manos. Mientras se abrían paso como podían bajo la suave luz de la casa, la escena empezó de nuevo: Rapunzel vio a su amiga luchando contra un animal grande y cálido que de vez en cuando dejaba de jugar para olisquear en sus bolsillos buscando algo bueno que comer. —Es normal —dijo Flynn—. Una cabra de mascota. Lo más normal del mundo. ¿Por qué tener un perro? ¡Buf! Eso sí que sería raro. Y un gato sería demasiado aburrido para una bruja, ¿me equivoco? Rapunzel rodeó lentamente al animal, muriéndose de ganas de abrazarlo y acariciar su pelo largo y sedoso no muy
diferente al suyo. Pero el animal era grande y el miedo de Rapunzel no había disminuido todavía a pesar de su mirada ya inofensiva, ligeramente desenfocada y de rumiante bucólico. —Tenemos un rebaño entero de cabras de Angora —dijo Gina—. Dodger es pura simpatía. ¡Compórtate! —No quedó claro si se lo decía a Dodger o a Flynn. Abrió de golpe la puerta de la casa y gritó como si fuera una casa gigante y su madre estuviera en la parte más alta de la tercera planta—. ¡Ma, estoy en casa! ¡He traído a unos amigos! —Usted primero, milady —dijo Flynn, extendiendo el brazo caballerosamente. Rapunzel entró en la cabaña de la bruja, deseando poderlo coger de la mano. El interior era una maravilla. El techo estaba totalmente oculto por manojos de hierbas, flores y ácoro dulce colgado para secarse. Los estantes cubrían cada centímetro de la pared, llena de frascos de pociones, ungüentos y polvos de todos los colores. Un fuego agradable ardía en una chimenea hecha con baldosas. En el otro extremo estaba la parte de atrás, más fría, y que contenía una despensa de lácteos llena de queso, leche y mantequilla. Todo de cabra, probablemente. Creciendo por la ventana había una sana ramita de rosas que parecía un vecino asomando la cabeza en busca de noticias y un buen cotilleo. Si aquello era la cabaña de una bruja, no se parecía a ninguna de las que había en los libros de Rapunzel. Y ¡la bruja!
Era una anciana diminuta que estaba sentada en una silla cómoda junto al fuego, con los pies estirados cerca de las llamas y los dedos del pie abiertos. El vestido era blanquecino, y el delantal y el chal que llevaba sobre los hombros, también. El pelo era plateado, lo que al principio hizo que Rapunzel se quedara sin aliento, esperanzada, pero mientras la anciana se giraba para estar frente a ellos, vio que era muy distinto al suyo. Era más áspero y estaba más encrespado, y era largo y estaba recogido en espirales en la cabeza de la bruja, pero no medía ni una vigésima parte del de Rapunzel. El fuego hizo que los pómulos se le pusieran rojos; sus ojos eran de un increíble color arándano. —Perdona por presentarme sin avisar con invitados, ma — dijo Gina, que fue hasta ella y le dio un beso mecánicamente. —Será un día triste cuando no esté lista para el amable regreso de mi querida hija o para que traiga a amigos — respondió la mujer, de forma algo dramática. Gina puso los ojos en blanco y señaló la diminuta mesa de la cocina. —Ella ya sabía que veníais. De hecho, la mesa estaba puesta para cuatro personas; cuatro cuencos, cuatro tazas y cuatro cucharas (lo raro es que tres eran de madera y una de metal). Había unas cestas forradas con tela que contenían queso y pan, vasijas pequeñas de miel y mantequilla y un elegante tarro de setas en escabeche y cebollas verdes como condimento. —¡Qué bien! —dijo Flynn, por una vez, parado. Rapunzel estaba confundida, pero no por los aparentes poderes predictivos de la anciana.
Lo que la intrigaba más era cómo se hablaban la madre y la hija: parecía una conversación muy informal, casi insultante. Pero en realidad no era así. Sus diálogos daban la impresión de ser a la vez eternos y ensayados, como si fuera algo que representaban tan a menudo que casi parecía un espectáculo de marionetas real. Bajo la superficie, había una familiaridad profunda llena de calidez y amor. Como si las palabras en sí no fueran importantes; solo se decían por si había alguien alrededor que estuviera escuchando y, en realidad, no comunicaban las cosas reales y necesarias que había debajo. Rapunzel y Gothel nunca se hablaban de aquella forma… Bueno, Gothel a menudo era un poco insultante y despectiva, pero aquello era diferente. Y siempre se estaban diciendo lo mucho que se querían. Rapunzel no se imaginaba a Gina y su madre diciéndose «Y yo a ti más» y «Y yo muchísimo más». —Me alegra que tengas amigos. Y decentes, por lo visto, para variar. El… ¡oh! —De repente, la anciana vio claramente a Rapunzel, como si se hubiera acercado un poco a la luz del fuego o si una sombra se le hubiera apartado de la cara—. Oh, querida niña, qué pelo tan precioso —susurró. Rapunzel sintió que se ponía roja, como si estuviera desnuda, como si la madre de Gina pudiera ver algo dentro de ella. La señora se levantó de la silla con ayuda de un bastón hecho con una raíz nudosa, pero no con la dificultad que se imaginaba Rapunzel. Alargó una mano. —¡No! ¡No lo toque! —exclamó Rapunzel, dando un paso atrás—. ¡Podría matarla! —Tonterías —dijo la anciana y, sin más, cogió un mechón y se lo pasó por los dedos. Rapunzel intentó imaginar cosas tranquilas: el cielo más azul con nubes hinchadas desde la
ventana de la torre, tardes relajadas cuando soñaba y observaba cómo giraban los móviles, la mañana después de una nevada nocturna cuando todo estaba en silencio. Gina sonrió. —Ya os dije que mi madre se podría encargar de esto. —Oh, sí que tienes una magia extraña y poderosa atrapada en la melena. —Sin pensarlo, la anciana pasó los dedos por un enredo y ajustó un adorno—. ¿Qué tipo de cosas haces con el pelo? Hizo la pregunta con una curiosidad tranquila y, luego, volvió a dejar el mechón en su sitio como si no fuera más que una herramienta agrícola. —¿Qué hago con él? —preguntó Rapunzel, con un tono algo enigmático—. Intento atármelo para que no esté por el medio y no mate a nadie. Es lo único que hace. Mató a mis padres y… esto… a varios pollos. —Pero ¿qué tonterías estás diciendo? Espera, ¿cuántos años tienes, muchacha? —Diecinueve. Los cumplo esta semana. De repente, la mujer parecía cansada, o vieja o triste. Era como si la cara se le arrugara sobre sí misma y, al cerrarlos, los ojos se convirtieron en dos líneas en su cara que subieron hasta casi encontrarse por encima de la nariz. —Habéis hecho bien en venir aquí —dijo, al cabo de un momento, volviendo a abrir los ojos—. Tenemos mucho de que hablar. Pero, primero, vamos a llenarnos la barriga y luego nos sentaremos delante del fuego para arreglar este lío. ¡Quitaos las botas!
De repente, la anciana golpeó el lado del pie de Flynn con el bastón; no fue un golpe fuerte, solo lo suficiente para hacerse oír. Pero sonrió al ver los pies descalzos de Rapunzel. —¡Ah, muchacha! Eres como yo, te gusta sentir el mundo que tienes alrededor. —Movió los dedos del pie. Rapunzel se echó a reír, pero no sabía si era por la alegría sencilla de la mujer o por el agotamiento rayano en la histeria. Los siguientes minutos estuvieron llenos de toda la conmoción que cabía en un espacio tan diminuto. La madre de Gina les daba órdenes y agitaba el bastón para dar más énfasis a sus instrucciones. Dijo a Flynn y Rapunzel que se lavaran la cara y las manos en una palangana de plata llena de agua limpia y fresca. —¿En tu palangana de adivinar el futuro, ma? —preguntó Gina, sorprendida. La anciana se encogió de hombros. —Tenemos invitados. La hospitalidad vence a la magia. A pesar de la emoción que sentía por la posible ayuda de la anciana con su pelo, de lo tarde que era y el cansancio de tanto correr, Rapunzel se sorprendió poniéndose las botas. —El queso de chèvre está muy bueno esta vez, ma. ¿Qué hierba lleva? —preguntó Gina. —Punta de amaranto salvaje, seaseep. Tu viejo amigo Karl lo cogió para mí en Fenton. Flynn sonrió a Rapunzel mientras comían. «¿Has visto de qué hablan?», parecía decirle, inclinando la cabeza para señalar a las dos mujeres. Rapunzel le devolvió la sonrisa y le cayó miel por un lado de la boca. Flynn alargó la mano sin pensar y se la quitó con el
dedo. Los dos se quedaron petrificados, mirándose. De repente, Flynn tosió y volvió a comer. Por mucho que quisiera oír lo que sabía la anciana, quizá las respuestas a todas sus preguntas y temores, Rapunzel quería disfrutar de aquel momento solo un poco más: los cuatro comiendo y hablando sobre nada, como… Como… Bueno, Rapunzel no tenía ni idea de cómo era porque no se parecía a nada que hubiera experimentado antes. Un hogar cálido en el suelo, gente amable alrededor de una mesa hablando… Era como si el cuerpo instintivamente deseara eso a pesar de no haberlo visto nunca. ¿Familia? ¿Amigos? En un abrir y cerrar de ojos, la cena había acabado y Rapunzel —y Flynn, después de que ella le diera una patada— ayudaron a lavar los platos y recoger la mesa. —Vale, vale, yo hago el té —dijo Gina en cuanto su madre abrió la boca. Se volvió hacia Rapunzel—. Ni siquiera voy a molestarme en decirte las opciones. Tenemos demasiadas. Prepararé algo que espero que te relaje los músculos un poco y te despierte lo suficiente para hablar junto al fuego. Flynn dio un codazo a Rapunzel. —¿Lo ves? Es té de la madre diosa Tierra. Rapunzel soltó una risita, sin saber bien qué quería decir, pero contenta de que le hiciera una broma.
Los tres jóvenes se sentaron en el suelo; la anciana, en la silla. El té que había hecho Gina sabía ligeramente a menta y esperanza, y sí que despertó un poco a Rapunzel. Se preguntó por qué su propia madre, una bruja lo suficientemente poderosa para protegerse a sí misma del pelo asesino, nunca mostró ninguna de aquellas otras útiles habilidades de bruja: preparar té mágico, adivinar el futuro y conseguir que las rosas florecieran dentro de casa. Aquella vez, Rapunzel no había llegado ni a la mitad de la historia; solo había descrito la torre cuando la anciana escupió el té sorprendida. —¿Has vivido como una prisionera estas últimas dos décadas? ¿Sola, detrás de unas paredes de piedra? ¿Para qué? ¿Qué te dijeron que habías hecho, que habías matado a tus padres? —No sé qué parte de este crimen recae sobre mí —añadió en voz baja, para sí misma—. Demasiado lenta, demasiado perezosa, incapaz de tomar decisiones… bueno, el demonio está repartido por todas partes y parte de la culpa puede ser mía, princesa. —¡No soy una princesa! —Rapunzel intentó mantener la voz bajo control en deferencia a la anciana. Apretó los dientes para no gritar. —Por supuesto que sí —dijo la anciana, algo sorprendida —. Eres la princesa heredera Rapunzel, hija del rey Frederic y la reina Arianna, heredera al trono.
Rapunzel Todos se quedaron boquiabiertos y en silencio al oír la noticia. Incluso Dodger, que había metido la cabeza por la ventana, dejó de rumiar. —¡Ja! ¡Lo sabía! —gritó Flynn triunfal. Señaló con un dedo acusador a Rapunzel—. ¡Princesa! —¿Lo dices en serio, ma? —preguntó Gina. —Y, por supuesto, no es cualquier princesa —siguió Flynn —. Oh, no. Es la princesa. La muerta. Espera. La princesa muerta. De ahí lo del pelo asesino plateado… ¿es un fantasma? —No estoy muerta —dijo Rapunzel, sin sentirse tan segura como habría deseado. En los cuentos (libro número 17: El castillo de Otranto y otras leyendas diabólicas), los fantasmas siempre tenían un aspecto muy distinto al de los vivos… con pelo plateado fantasmal, ¿quizá? Y encantaban los mismos sitios, estaban ligados a un sitio específico, eran incapaces de abandonarlo, como la torre en la que había vivido durante diecinueve años. Y pocas personas los podían ver, pero aún menos podían hablar con ellos, y ¿solo los que tenían el don de la visión o algo así? ¿Quizá como una mujer bruja poderosa (o quizá no tanto) como Madre Gothel? Rapunzel sintió un escalofrío por todo el cuerpo.
—Pues claro que no está muerta, muchacho bobo —dijo la anciana, con impaciencia—. Y una se pregunta en qué te convertiría eso a ti, suspirando por un fantasma. —Yo no… —dijo Flynn. Rapunzel se frotó las sienes cansada, pero tomó nota de pensar en el tono de voz de Flynn, después, y su desmentido poco entusiasta. —Déjame que te cuente tu propia historia, esta vez, correctamente —dijo la anciana, y se puso a mecerse suavemente, algo que sorprendió a Rapunzel, que habría jurado que un segundo antes aquello era solo una silla normal, y no una mecedora—. Érase una vez un rey y una reina que deseaban tener un bebé y lo tuvieron. Cuando la reina enfermó casi cuando iba a dar a luz, bebió una infusión mágica de la Flor Gota de Sol. O eso pensaron. Yo creo que cometieron un error; creo que era de la Flor Gota de Luna. De ahí, el pelo. La anciana asintió sabiamente, mirándolos como si fuera una conclusión obvia e inevitable. —De ahí el pelo —repitió Flynn despacio, para los tres oyentes—. ¿Qué? —Bueno, si hubiera sido realmente la Flor Gota de Sol, el pelo sería dorado, ¡por supuesto! ¿Es que ya no escucháis lo que dicen los cuentos? El caso es que siempre que hay sol, luna, estrellas, hay dorado, plateado y… no sé, opalescente o blanco o algo así. Tu madre se bebió la esencia de la Flor Gota de Luna; eso te dio un pelo plateado y te otorgó poderes extraordinarios. —Poderes asesinos —dijo Rapunzel con tristeza. —Llegaremos a eso dentro de un momento. El primer punto y el más importante es que no mataste a tus padres.
Están vivitos y coleando, muchas gracias, son buenos gobernantes y seres humanos tristes. Pero sí que mataste a una criada. Inventaron una historia en el castillo que decía que murió defendiéndote de una víbora venenosa que os mató a las dos. O quizá fuera un lagarto, la verdad es que no lo recuerdo. —No hay lagartos venenosos en Europa, mamá —señaló Gina. (Rapunzel puso un dedo en el cuello de Pascal y lo acarició: ¡incluso había lagartos en aquella historia!) —Una víbora, entonces. No importa mucho porque era mentira. Enviaron a la bebé fuera hasta que aprendiera a controlar su magia. La anciana frunció el ceño. —Quizá haya añadido yo eso último. No recuerdo bien los detalles. Yo llegué tarde y no tenía mucha información, y, cuando me presenté allí, ya habían encontrado a alguien. Me llevé una gran decepción, pero aquella experiencia preparó el terreno para conseguir un bebé y criar a una hija y aprendiz. »Acabé adoptando a esta preciosa niña. La mejor decisión que he tomado nunca. Es mucho trabajo, por supuesto, pero maravilloso. Miró a Gina y sonrió, acariciándole el pelo con la mano. Gina inclinó la cabeza y sonrió adormilada. —Espera, ¿me habría adoptado? —preguntó Rapunzel, mirando la cabaña, sorprendida—. ¿Podría haber crecido aquí? La cabeza le daba vueltas, como los estorninos de un otoño temprano. No en una torre, sino en una cabaña. Cabras. Una mujer que conocía el mundo y la magia y era libre al hablar de todo eso. Rapunzel quería a Gothel, por supuesto —su última conversación había sido un poco espinosa, sí, pero seguía
siendo su madre—. Había hecho mucho por ella. Pero… aquello era un camino alternativo. Con hierba y una mujer que conocía la magia. —El pasado, pasado está, muchacha. No pienses demasiado en sus ecos —dijo la anciana con dulzura—. Así no encontrarás descanso. Rapunzel negó con la cabeza, intentando que se fueran los pájaros. —Sí, por supuesto, tiene razón. Entonces… soy una princesa de verdad. —Por lo visto, robé tu corona —dijo Flynn, que realmente no estaba apenado—. Perdona. Era más pequeña que las demás y estaba guardada con menos cuidado. Probablemente deberías decírselo a tu madre y a tu padre en algún momento. —Madre… y… padre… —dijo Rapunzel, asombrada. Se le iluminaron los ojos—. ¡Mamá y papá! ¡Flynn! ¡Gina! ¡Tengo madre y padre! Se puso a dar saltos de la emoción. Después, paró. —A ver, Madre Gothel es mi verdadera madre. Ella me crio —añadió, procurando entender las complejidades de su cabeza —. Me refiero, igual que usted es la madre real de Gina. —No parece que Gothel fuera la madre verdadera de nadie —dijo Flynn—. Supongo que le pagaban para cuidar a una bebé diminuta y tenerla encerrada. Además, no es que quiera insistir en este punto, pero diría que Gothel fue la que se inventó esa historia de que mataste a tus padres. Y quien siguió contándotela.
Rapunzel tragó saliva. Era cierto, no le había contado la verdad, ni siquiera una versión más bonita de la mentira patrocinada por el estado. «¿Por qué?» —Quizá solo lo hizo… para que yo entendiera lo peligrosa que era —dijo Rapunzel despacio. Era la única razón que tenía alguna lógica para ella—. Una historia que ocultaba una sabiduría más profunda. Como un cuento de hadas. La anciana resopló. —Todo eso no es más que estiércol de cabra, aunque eres muy dulce al perdonarla tan deprisa. —Bueno, ¿quizá le dijeron que tenía que decir eso? — protestó Rapunzel débilmente—. ¿No es probable? Querían que yo no tuviera ninguna esperanza de volver y entonces le dieron órdenes reales de que me dijera todo aquello. —Si fuera así, ¿por qué te iba a dar cosas que llevaban el sello real? —preguntó Flynn en voz baja—. Si no querían que tú supieras quién eras… como tu precioso brazalete rojo. Coral rojo tiruliano, cadena forjada a mano, cierre de oro puro. Sí, lo he estudiado a conciencia. Y lleva el sol real en la parte de atrás. Rapunzel se miró el brazalete asombrada. El pequeño sol que la había acompañado siempre durante toda la infancia, en móviles, bordado en su ropa, en los regalitos que le hacía a veces Gothel, en la corona… ¿Ese era el símbolo de la casa real? Durante toda su vida, ¡había habido pistas de la verdad por todas partes! —Puede que el rey y la reina no supieran cómo te estaban «cuidando» —añadió Flynn con delicadeza, al ver la cara que había puesto—. Por lo visto, Gothel se suponía que te tenía
que enseñar, pero te mantuvo encerrada, ignorante. Te mintió, manteniéndote prisionera en una torre mental y en una de piedra. —Yo… —Rapunzel tragó saliva. Pero Gothel la quería. Era su madre, ¡santo cielo! La cabaña, pese a lo acogedora que era, de repente parecía más pequeña que las habitaciones llenas de luz de su torre. El techo era mucho más bajo. Había muchas cosas dentro que eran rompibles si ella reaccionaba, se giraba o daba una vuelta demasiado deprisa; era sumamente consciente de que el pelo podría causar un daño masivo de un tipo decididamente no mágico. Por un momento, Rapunzel tuvo un deseo casi irresistible de volver a casa, quizá deslizándose por la escalera suavemente curva hasta la sala soleada y amplia. —Tengo que dar un paseo —dijo con voz temblorosa. Gina se puso de pie de un salto. —Sí, y tanto. Todo esto es un poco demasiado. Te puedo enseñar las cabras y… La señora lanzó una mirada amable pero seria a Gina. —Creo que quizá nuestra invitada necesite estar sola un rato —dijo con firmeza—. Ha sido una tarde cargada de revelaciones. Rapunzel, estás totalmente a salvo mientras no salgas del valle. Mantente alejada del bosque y los caminos, tesoro, y todo irá bien. —Gracias —dijo Rapunzel, asintiendo, casi inclinando la cabeza. Después, se preguntó si era un gesto real y majestuoso que sabía por instinto o simplemente algo que una persona hacía cuando estaba agotada y aliviada porque otra persona cogía las riendas de algo. Fue silenciosamente hacia la puerta y salió y, de repente, fue consciente de su forma de andar.
¿Andaba como una princesa real? No sabía mucho sobre las princesas de verdad, solo conocía a las de cuentos de hadas y libros como el número 27: Leyendas de la época de los caballeros. Gawain y Roland y su torre y todo eso. Las princesas a menudo eran la base del argumento, el punto de apoyo que hacía que el héroe emprendiera su viaje para llegar a ser legendario, o morir, o ambas cosas. A veces las princesas tenían buen corazón y los caballeros luchaban valientemente por su honor. A veces eran malvadas y utilizaban maquinaciones de bruja para controlar a la gente que tenían a su alrededor, al no tener ningún poder real sobre su propia vida. Pero la verdad era que Rapunzel no recordaba mucho sobre ninguno de los dos tipos. Le resultaban aburridas. Lo que le gustaba era el manejo de la espada de los caballeros y se esforzaba por representarlo con palos de escoba y sartenes, saltando de aquí para allá para esquivar golpes imaginarios. Salió a la noche, sin dejar de dar vueltas a todo aquello, y, por un momento, se le nubló la mente; la puerta era pequeña y el mundo tan oscuro que por un instante pensó que estaba en la ventana de su torre, encima del suelo vacío que había muy por debajo de ella. Como no le gustó la corriente de aire frío repentino, Pascal se dio la vuelta y se metió más en el pelo de la nuca de Rapunzel. Al sentir sus diminutos y delicados dedos del pie, Rapunzel reaccionó. Extendió la mano para acariciarlo y, tras reconfortarse así, siguió andando. Lo primero que notó fue la hierba fría y húmeda bajo los dedos del pie. No había llovido y se preguntó por un momento si se trataba de más magia extraña. Pero era suave y tenía los
pies sucios por un largo día de correr y esconderse y caminó arrastrando las plantas de los pies con alegría. Con un susto, se acordó de otra cosa relacionada con las princesas: todo el mundo quería una. Hombres poderosos, caballeros menores, salteadores de caminos cualquiera. Bandas itinerantes de lores y sus hombres. De ahí procedían muchas de las tramas de los cuentos. Y ¿acaso no la habían salvado sus amigos de una banda de mercenarios? —Buf —dijo ella en voz alta, haciendo una mueca. Era casi gracioso. Ella era princesa. La corona era suya, los intentos de secuestrarla, reales. Gina podría ser perfectamente el caballero noble y Flynn… Bueno, Flynn… Rapunzel negó con la cabeza. No quería ser una princesa. Tampoco le gustaba la idea de que renunciaran a ella, de unos padres que habían decidido abandonar a su hija. Pero también era cierto que debían de ser unos gobernantes nobles, ¡preocupados por el destino de su pueblo! ¡Anteponiéndolo al de su propia hija! ¿Y Gothel? No se había limitado a mentirle sobre sus orígenes: había repetido aquella mentira casi a diario, machacándola un día tras otro. «Eres una cosa poderosa y horrible que mató a sus propios padres.» Le hizo sentir que merecía estar atrapada en una torre. Haciéndola sentir agradecida a una mujer que estaba «obligada» a dedicar su vida a atender las necesidades de su hija y prisionera. ¡A quien se suponía que debía enseñar! ¡Para que Rapunzel pudiera volver a casa algún día con total seguridad!
—Pascal, he vuelto a perder a mis padres hoy —murmuró —. Ya lo sé. Es como un cuento de hadas: los he encontrado. Están en ese castillo de allí. Pero mi verdadera madre, la que lo ha sido toda mi vida… Pascal, no creo que sea… Pero cada vez que intentaba decirlo, formular las malditas palabras, incluso en la cabeza, era incapaz. La interrumpían toda clase de recuerdos: Gothel abrazándola cuando lo necesitaba. Un conjunto de pinturas sorpresa sin ninguna razón, en mitad del año. Galletas que Gothel hacía en casa y que le llevaba después a la torre. Horas tranquilas y felices de las dos leyendo o cosiendo juntas, sin decir nada, bajo la luz oscura de la ventana. —Te quiero. —Y yo a ti más. —Y yo muchísimo más. Las dos versiones de Gothel simplemente no podían existir juntas. No en la cabeza de Rapunzel. La malvada que mentía y la mantenía triste y asustada (y, es verdad, a veces comentaba su peso) y la que aportaba tantas cosas buenas a su vida. Se oyeron unas voces cada vez más fuertes en la cabaña a su espalda, Gina y su madre discutían por algo en voz alta. Rapunzel sintió un extraño arrebato de celos. La cabaña parecía tan acogedora de noche, en el suelo, con una luz cálida que salía de sus ventanas, el tintineo de las cosas en movimiento; incluso la riña doméstica resultaba extrañamente reconfortante. Rapunzel levantó la vista: las estrellas, sus amigas, la rodeaban por todas partes excepto por abajo. Estaba más cerca de ellas cuando estaba en su torre, pero, de alguna manera, en ese momento parecían casi alcanzables.
Superada por el agotamiento (e incapaz de volver a la casita acogedora), Rapunzel se estiró en el suelo y observó cómo giraba el cielo.
El capitán Tregsburg La mente normalmente imperturbable y rápida del capitán de la guardia en aquel momento estaba fuera en un campo, corriendo con ponis. Vale, no eran ponis, sino tolori, la raza de caballos preciosos que solo se encontraba en aquel reino, que descendía de antiguos linajes orientales. Eran de un blanco tan reluciente que brillaban como ángeles bajo la luz del sol. Y aunque sus patas no fueran largas y esbeltas como las de los caballos árabes o de carreras, eran animales increíblemente musculosos y potentes. Estaban hechos para la guerra, las distancias largas y los robustos jinetes con armadura. Por supuesto ya no había caballeros, pero los mejores tolori se convertían en los corceles de la guardia real. Tregsburg tenía una yegua de aquella raza encantadora y enorme sin ni una mancha de negro salvo las pestañas (que eran expresivas y negras como el carbón). Le habría gustado estar cabalgando en ella en aquel momento. Golpeando con fuerza la hierba de verano, el polen de los pinos y las vainas esponjosas volando como si fueran nieve a su espalda, saltando sobre los arroyos relucientes llenos de peces… —¿Señor?
El guardia que tenía delante no era su mano derecha; aquel teniente estaba vigilando el cambio de guardia aquella mañana. Con la extraña actividad en las tierras de alrededor del reino y la presencia inquietante de soldados extranjeros, Tregsburg había decidido que el público se sentiría más tranquilo al ver al joven capaz y apuesto organizar las maniobras. Pero si el teniente hubiera visto dónde estaban los ojos del capitán en aquel momento, habría sabido de inmediato en qué estaba pensando. Y habría esperado antes de interrumpirle. —Solo intento ordenar mis pensamientos —dijo Tregsburg, volviéndose a centrar. (Esa era su única debilidad: los caballos. Incluso durante la formación, la mirada siempre se le iba hacia ellos. Había peores cosas de las que preocuparse; ni bebía demasiado, ni se juntaba con mujeres, así que los caballos estaban bien, en su opinión.) —Me estaba preguntando, capitán. ¿Cree que los hombres de Smeinhet mentían? Y ¿cree que son responsables de la destrucción de El Patito Frito? —Vamos a dejar clara una cosa —dijo Tregsburg, mientras sus ojos grises se volvían duros y fríos—. No me importa en absoluto que El Patito Frito haya desaparecido. Nunca encontrará un nido de escoria y vileza más miserable. De haber peinado ese lugar cualquier día o noche, habríamos llenado nuestra cárcel al completo con criminales comprobables. ¡Hasta nunca, oiga! »Dicho esto, es realmente extraño que le haya pasado algo a ese lugar. Es la taberna preferida para malhechores de todo tipo. Nadie se atrevería a tocar ni el sitio ni al propietario por temor a las represalias de los delincuentes más violentos y
sádicos del reino. El viejo Rasko podría cruzar un cementerio a medianoche y llevar cadenas de oro encima y nadie se atrevería a ponerle una mano encima. —¿El viejo Rasko, señor? —preguntó el guardia, sorprendido—. ¿Significa que conoce al propietario…? —¡Fue hace mucho tiempo! La cuestión es que quien lo hiciera no está preocupado por su salud y seguridad personal. Se siente intocable. Y eso solo puede significar dos cosas: arrogancia que raya en la psicosis y poder. El barón de Smeinhet es una persona horrible, pero sabe lo débil que es desde el punto de vista militar… uno o dos mercenarios bien entrenados podrían darle caza fácilmente. »Así que, aunque sea muy sospechoso que unos hombres de Smeinhet estuvieran, no digamos “invadiendo” nada, porque eso supondría un incidente internacional, sino cruzando nuestras fronteras sin permiso, no creo que tengan nada que ver directamente con lo sucedido en El Patito Frito. »Además, un testigo mencionó los vérhounds. Y eso significa Lady Bathory, que es una psicópata y también poderosa. Sin duda, es ella la perpetradora. Sin embargo, el hecho es que múltiples nobles extranjeros buscan algo en nuestro bello país. Aquí hay gato encerrado. —Quizá estén persiguiendo a un horrible criminal de su tierra. O de la de Lady Bathory —sugirió el joven con bastante lógica. —Quizá —Tregsburg asintió, pero su mente divagó otra vez. No creía que todos estuvieran persiguiendo a un criminal, sino que sospechaba que iban en busca de una niña inocente. Bueno, de una bella muchacha, en realidad; tan hermosa como su sobrina Tasha, que era muy hábil con el telar y muy
rápida con la lengua. Pero aquella chica tenía un pelo plateado extraordinario: un color tan poco frecuente que el capitán solo lo había visto una vez antes de aquel día en todos sus largos años en la guardia. En una princesa real, una bebé diminuta, que estaba muerta para el mundo. En los cuentos de hadas y en los mitos, cuando un niño era abandonado por una profecía o porque la familia se moría de hambre, sí que desaparecía en el mundo durante una temporada. Y volvía al cabo de unos años como una cigarra, trayendo el poder de la juventud y la rabia inevitable de los dioses consigo. Tregsburg asintió ligeramente para sí mismo. Le gustaba cómo sonaba aquello. Él había crecido con mitos e historias de los romanos. Incluso aspiraba a una carrera militar como los antiguos centuriones. (Pero cabe señalar que, al no tener una educación formal, a menudo mezclaba las antiguas leyendas con la historia real.) Sí, tenía sentido que la chica apareciera en ese momento, desde el punto de vista mítico. Sin embargo, desde la perspectiva del mundo de verdad, había muchos hechos reales que no tenían sentido. Y fuera cual fuese la historia con la princesa, la gente estaba campando a sus anchas en su país, atacando a sus criminales y vagando por sus caminos… —Escribiré un informe completo del incidente yo mismo. Eso es todo. El joven guardia saludó cuidadosamente, se volvió y salió de la habitación. Tregsburg se encontró mirando por la ventana otra vez.
Omitir detalles potencialmente importantes en un informe era algo que detestaba. Pero era mucho peor la idea de decir al rey y a la reina que su hija había reaparecido. Sin duda, eso los dejaría preocupados, y contentísimos, y después probablemente volverían a su promesa de mantener el reino a salvo de ella. Pero quizá no, y eso también sería difícil. Tregsburg había visto el reino durante aquellos años espinosos mientras la pareja real fuerte, pero afligida y de algún modo disminuida, intentaba gobernar con normalidad. El reino no debía volver a pasar por aquello. Informaría al rey y la reina cuando tuviera más información. Se preguntó si lo hacía por una fría racionalidad, o por debilidad y temor. El capitán miró por la ventana al prado reservado para los caballos retirados del castillo. Incluso los más viejos relinchaban de pura alegría de vivir aquel día de verano despejado y seco. El sol debía de darles calor en los lomos doloridos y el pelaje corto y canoso. «No es una mala forma de pasar los últimos años —pensó —. En un prado agradable con flores silvestres y otros caballos que te hagan compañía. Los caballos lo tienen mucho más fácil que el capitán de la guardia real…»
Rapunzel Se despertó un poco después de que saliera el sol. Alguien la había tapado con una sábana y le había puesto un montón de paja suave bajo la cabeza con mucho cuidado. Ya llevaba tres noches fuera, en el suelo. Hasta que dejó la torre, solo había dormido en una cama, con almohadas. —Como una princesa —dijo un poco triste. Metió la nariz más profundamente en la paja y la olió: tenía un aroma maravilloso. A veces había atrapado aquel olor al final del verano, cuando la gente que ella no podía ver convertía poco a poco los campos lejanos que eran sábanas doradas en manchas de color beige y marrón. —Bueno, íbamos a dárselo a las cabras para comer… pero quizá ya no lo quieran. Rapunzel se incorporó. Flynn estaba apoyado contra el lado de la casa, con las piernas cruzadas y una sonrisa irónica en la cara. Debía de llevar levantado un buen rato; era evidente que se había esmerado en lavarse la cara, el cuello y los brazos (como mínimo; eso era simplemente lo único que podía ver Rapunzel) y se había alisado el pelo, que estaba separado elegantemente hacia un lado. Rapunzel se preguntó si habría utilizado el peine de alguien o si tenía uno escondido en alguna parte igual que tenía los cuchillos. Era increíblemente guapo.
Incluso con aquella sonrisa estúpida y ridículamente falsa en la cara. No era la peor cosa que alguien podía ver al despertarse. De repente, sintió un nudo en el estómago: las princesas siempre se casaban con príncipes. O reyes. Si hacían lo que se les decía por el bien de la familia. —Me encargaré de eso más tarde —le dijo a Pascal. —¿Qué? —preguntó Flynn, inclinándose hacia delante para oír mejor. —¡Nada! —gritó, poniéndose de pie. Cogió la manta y, con unos cuantos movimientos y toques bien practicados, la dobló en tres terceras partes precisas, y, luego, en otras tres más, hasta conseguir un cuadradito perfecto listo para guardar—. ¡Ya está, bonito y limpio! —Dudo que muchas princesas puedan hacer eso —dijo Flynn alargando las palabras. —Oh, por favor —dijo ella, pasando a su lado hacia la casa. Nada le iba a robar su buen humor. Dormir fuera era embriagador. El cielo era de aquel color azul brillante y claro que hacía pensar en todo un día de promesas y cosas buenas. Rapunzel estaba escondida en la casa de una bruja blanca de verdad con sus dos amigos y Pascal, y estaba a punto de aprender el secreto de controlar su pelo mágico. Por lo visto, todos se habían levantado varias horas antes que ella. Rapunzel no sabía sobre qué habrían dormido, pero todo estaba recogido ya, quizá las esteras o los colchones estuvieran enrollados y guardados en un armario. La madre de Gina estaba de pie. Parecía que la estuviera esperando en la puerta y llevaba la raíz nudosa en la mano.
—¡Ah, buenos días, Bella Durmiente! El tal Flynn y mi hija se han ido a inspeccionar el bosque y asegurarse de que ninguno de aquellos hombres que te buscaban se cuelen por error en mis hechizos o los superen con la ayuda de alguien que conozca las artes, supongo. Aunque eso es muy poco probable. «El tal Flynn no parece haberse ido muy lejos», pensó Rapunzel. La idea le gustó mucho. Se cogió las manos decorosamente a su espalda e intentó parecer el máximo de agradable y educada posible. —Entonces… después del desayuno… he pensado… si tiene un momento… ¿Podría usted luchar contra mi magia de alguna forma y hacer que mi pelo deje de asesinar a la gente? Se preguntó si el comentario había sonado demasiado brusco. Quizá debería de haber empezado con algo como «Vaya, ¡sus cabras parecen muy sanas hoy! Y hablando de cabras…». —Muchacha, esa es la pregunta incorrecta —dijo la anciana, suspirando—. Tenemos que confirmar mi teoría sobre el tipo de magia que tienes para que puedas aprender a trabajar con ella. ¿Por qué ibas a querer deshacerte de tus propios poderes? —¡Para dejar de asesinar a la gente! —dijo Rapunzel con ironía—. Si lo puedo controlar, sería estupendo. Pero no quiero volver a matar a nadie ni nada. —Entonces, ¡podrías habértelo cortado hace años y tema resuelto! —La señora lanzó las manos al aire y movió el bastón exasperada. —Pero ¡cortarme el pelo me matará! —respondió Rapunzel, igualmente crispada.
La anciana miró a Rapunzel con lástima y tristeza. —Pobre niña. ¿Cuántas mentiras te contó esa… «no bruja»? Cortarte el pelo no te matará, te lo aseguro. Puede reducir tus poderes hasta que el pelo te vuelva a crecer desde la raíz, pero eso es todo. Independientemente de los poderes que tenga, sigue siendo tu pelo, querida. No tu corazón ni tu alma. —Pero… ¿Por qué le mentiría Gothel sobre eso también? Rapunzel podría haberse cortado el pelo hacía años; se habría rapado la cabeza y habría llevado una toca si así pudiera salir y estar con otra gente. La anciana se apartó y le miró el pelo muy seria. —La verdad sobre ti está enmarañada, como tus trenzas, Rapunzel. Se han atado de una forma antinatural. Ha llegado el momento de desatar esto, de soltarlo. Tenemos que liberarte de las cadenas de tu pasado. Pero primero tenemos que liberar tu pelo precioso. Vamos a salir y a sentarnos ahí. Creo que costará trabajo hacerlo. Cogió a Rapunzel del brazo (con firmeza) y la llevó a un suave montículo debajo de un antiguo peral. —Oh, no sé si puedo —dijo Rapunzel, nerviosa, poniéndose las manos en las trenzas más largas. No sabía si protegía a la anciana de las trenzas o al revés. —Sí, sí que puedes. Tienes que hacerlo. —La anciana se agachó con cuidado hasta el suelo suave y cubierto de musgo. Mordiéndose el labio, Rapunzel empezó a soltarse el pelo a regañadientes.
Los dedos serpenteaban como la hierba de un lado a otro, deshaciéndose las trenzas, quitándose los moños, moviéndose el pelo. Igual que cuando se lo cepillaba a conciencia en la torre ella sola, Rapunzel sacó con cuidado las horquillas, las gomas, las cintas y los colgantes en filas organizadas en el suelo que tenía al lado. La anciana la observaba con interés, entrecerrando los ojos y mirando las cosas sueltas y las joyas. —¿Para qué es todo esto? —preguntó—. Oh, cielos. Una mano de Hamsa. ¡Qué bonita! Pero este no es el tipo de adorno que tiene una muchacha por estos lares. —Yo leo mucho sobre magia, supongo que todo estaba mal —dijo Rapunzel, encogiéndose de hombros—. Pensaba que al atarme el pelo, mantendría controlada su magia. —¡Ajá! ¡Muy lista! Pero estos adornos no son lo suficientemente fuertes. Al poco tiempo, el pelo de Rapunzel estaba esparcido a su alrededor. Parecía un lago plateado y reluciente al sol, o uno helado bajo la luz de la luna. Cuando la brisa movió las ramas de más arriba, el sol le dio en las trenzas y su luz se dispersó por todas partes. Toda el área bajo los árboles estaba iluminada con centelleos cambiantes y moteados. Rapunzel se preguntó qué aspecto tendría desde lejos, desde lo alto: ¿parecerá una estrella extraña? ¿Serían todas las estrellas doncellas con pelos raros? La anciana se quedó muda del asombro. —Oh, es precioso —dijo, cogiendo un mechón—. El pelo se me empezó a poner plateado, pero mate, no como el tuyo, cuando tenía dieciséis años. Tenía una mecha justo por delante. Algunos decían que me hacía más vieja, pero yo
siempre he pensado que me daba un aire distinguido. Me daba seriedad en un momento en el que las muchachas (y los muchachos) no suelen tenerla. Rapunzel se animó. —Entonces, ¿tenemos el pelo plateado por la magia? ¿Las dos? La anciana se rio. —No, el mío se puso así porque en mi familia materna les pasa a todos antes de lo habitual. En mi caso, no tiene nada que ver con la magia. Dime, cuando… matabas a los pollos para tu madre, ¿entonabas algún cántico?, ¿o una canción?, ¿o pensabas algo en concreto? Rapunzel asintió, negándose a decir algo, con miedo a invocar la magia mortal. Intentó volver a recogerse el pelo. La anciana le dio una palmada suave en los dedos. Rapunzel se llevó la mano a la boca, asustada y sorprendida. No le había hecho daño. Pero Gothel nunca le había pegado. «Puede que sí que sea una princesa —pensó Rapunzel con una mezcla de asombro y desilusión consigo misma—. No estoy acostumbrada a daños de ningún tipo que no causara yo». Las almohadas, la delicadeza, tener una corona… cada vez había más pruebas en su contra. —Tu magia no me puede hacer daño, muchacha —la regañó—. Por favor. Y, además, hablando de hacer daño, no es «pelo asesino». Escúchame bien, porque esta es tu primera lección de magia y quizá la más importante: no es buena ni mala. Es una fuerza de la naturaleza, algo que simplemente es. Depende de la persona que la maneje que se use para el bien o para el mal.
»Imaginemos que tu pelo tuviera el poder de curar en vez de matar, ¡incluso eso se podría usar para el mal! ¿Y si mantuviera a una tirana viva para siempre, siempre en la flor de la vida, siempre joven, siempre con el control? Mucha gente sufriría como consecuencia de ese poder. Rapunzel pensó en eso. La anciana no se equivocaba, pero no veía en qué sentido el poder de matar podría ser algo positivo. Aunque solo lo utilizaras para pollos que te fueras a comer. —Así que, por favor —dijo la mujer con un suspiro—, tenlo en cuenta cuando llegues al círculo. —¿El círculo? ¿A qué se refiere? —Oh, todavía no hemos llegado a esa parte. Me había olvidado. —La anciana se rio entre dientes—. Tu viaje al antiguo círculo de piedras que esperemos que arroje algo de luz sobre tu situación y confirme que realmente llevas la esencia de la Flor Gota de Luna. Rapunzel tenía sentimientos encontrados, estaba decepcionada pero también ilusionada. Por una parte, en el fondo, intuía que las respuestas no podían ser tan fáciles como simplemente arrojar un chorro mágico sobre el pelo o algo similar. Por otra: ¡un viaje! ¡Una aventura! Los farolillos flotantes habían desaparecido, pero ¡habían sido sustituidos por aquello! —Sí, prepararemos algo para picar y te pondrás en marcha. Las piedras no están demasiado lejos, pero te perderás una comida o dos. Sigue un viejo camino de carros que sube hasta las Colinas de las Cinco Garras. Ten cuidado: el camino mengua hasta convertirse en un sendero para caminar y después no es más que un camino de animales que utilizan los osos y los que siguen las viejas costumbres.
»No te preocupes por los osos —añadió enseguida, al ver la cara de Rapunzel—. No eres una niña. Los monstruosos de los cuentos de hadas que has leído hace tiempo que ya no existen y sus descendientes temen a los hombres adultos. —Oh, no, yo esperaba ver un oso —le explicó Rapunzel—. Siempre he querido ver uno. O un perrito. La anciana entrecerró los ojos, pero decidió no hacer caso al comentario. —El círculo se encuentra en el punto más elevado de la colina más alta como una corona. Es difícil no verlo a menos que tu mente vague lejos de tus pies. Puede que las piedras estén cubiertas de musgo. Hace bastantes años desde la última vez que las vi. Pero ahí es donde puede que encuentres tus respuestas. —Carretera, camino, camino pequeño, colinas, piedras, vale —dijo Rapunzel, intentando grabarse las instrucciones en la cabeza. Le costaba porque nunca había necesitado instrucciones para ir a ningún sitio y rara vez había tenido que pensar en tres dimensiones. La anciana se puso de pie poco a poco y ofreció la mano a Rapunzel para ayudarla a levantarse. —Venga, ¡vamos a preparar una buena bolsa de comida para ti! Rapunzel caminó sin hacer ruido detrás de la anciana. Por primera vez, el pelo fluía libremente detrás de ella. No resplandecía con magia, simplemente brillaba al reflejar la luz del sol. Ni siquiera se acordó de las cintas, gomas y colgantes protectores que había dejado atrás, bajo el árbol.
Rapunzel —¡Otra vez en marcha! Solo estamos tú y yo, Pascal —dijo Rapunzel alegremente. Pascal iba encaramado a su hombro, mirando el camino casi como si también estuviera disfrutando del viaje. De vez en cuando, Rapunzel echaba la vista atrás, mientras el pelo la seguía como un largo velo plateado. Rara vez se quedaba cogido en algo, cosa que debía haber hecho que Rapunzel se parara a reflexionar. Tampoco consideró la facilidad con la que saltaba por el camino a pesar del peso de todo aquel pelo detrás de ella, cómo las puntas bailaban y fluían por encima de obstáculos como si no pesaran. Al cabo de unas horas, la vegetación del bosque que la rodeaba empezó a parecer erosionada y cansada; el aire pasó a ser bochornoso y sofocante. Los árboles eran más bajos y estaban más repletos de ramas. Las hojas gigantes y bonitas fueron sustituidas por unas cosas diminutas, más secas y curvas que tenían forma de monstruo cuando caían y se amontonaban. La hierba era más densa que antes, pero de alguna manera menos exuberante. (Evidentemente, el calor hizo que Pascal se pusiera más alerta. Trotaba de aquí para allá en el hombro, a veces bajando incluso hasta el brazo, y se comía con alegría los mosquitos que también parecían disfrutar del calor.)
Rapunzel notó los cambios en el paisaje con asombro. Cerró un ojo y extendió el pulgar, observando las diferencias en color y sombras. —Pascal, ¿sabes lo que significa todo esto? —susurró. El lagarto la miró como siempre hacía. Inexpresivamente. —¡Hay tantas cosas por aprender! —Lo cogió con las manos y se puso a dar vueltas—. ¡Décadas y décadas! ¡Sombras! ¡Luces! ¡Ángulos! ¡Estaciones! ¡Piénsalo! Voy a estar ocupada y voy a tener cuadros por hacer durante años… La voz se le fue apagando poco a poco; el silencio del bosque cayó sobre ella otra vez. —Eso, si volviera a la torre —dijo, y su voz sonaba rara sola, las palabras y las letras eclipsadas por las hojas. »Cosa que… —añadió, nerviosa—… ¿puede que no haga? Pascal se limitó a mirarla. —Vale, no decidiré nada hasta que lo averigüe todo —dijo, como si Pascal hubiera hablado—. Mi pelo, todos esos hombres que me perseguían… Se ajustó la bolsa y siguió el camino. —O sea, supongo que podría volver a mi torre si tuviera que hacerlo, si realmente resultara ser peligrosa (o estar en peligro) —siguió diciendo como si estuviera manteniendo una conversación—. Pero… ¿quizá Flynn y Gina podrían venir a verme de vez en cuando? Aunque se sentaran en el suelo, fuera. Y, ¡oh!, podríamos enviar cosas de aquí para allá, en una cuerda… Después, se acordó de lo que le había dicho la anciana: «El círculo se encuentra en el punto más elevado de la colina más
alta como una corona. Es difícil no verlo a menos que tu mente vague lejos de tus pies». Estaba claro que la mente le vagaba. Pero era una costumbre que tenía arraigada desde hacía mucho tiempo; los pies y el cuerpo no podían irse de la torre, así que durante diecinueve años la cabeza había salido de aquellas paredes de piedra. ¿Cómo era ser un pez? ¿Había casas en las nubes? ¿Por qué Venus parecía tener fases como la Luna? Y así fue como estuvo a punto de no ver al oso. Pascal lo había notado enseguida y había trepado por el cuello. Rapunzel no se dio cuenta realmente, le puso el dedo encima sin pensar para reconfortarlo. Cuando al final oyó el gruñido suave, dio un salto. Su temor inicial fue sustituido por asombro por el pequeño tamaño del oso, considerando lo grandes que parecían en los cuentos de hadas. Sin la larga y esponjosa cola, su cuerpo era realmente igual de largo que el brazo de Rapunzel. Su pelaje era increíble: de un precioso rojo fuego con tobillos y zarpas (¡diminutas!) de color negro, y un encantador collar blanco bajo el cuello. Largos bigotes enmarcaban su elegante cara y su hocico estrecho y aristocrático, y sus ojos eran de un naranja espectacular. El pobre oso estaba flaco y colocaba los hombros de una forma rara, ni sumisa ni valiente. Era como una amenaza con un signo de interrogación, listo para cambiar de idea. —No me comas —le rogó Rapunzel—. Por favor. (A pesar de que se preguntó cómo algo de aquel tamaño podía comer a una persona entera, incluso aunque fuera un bebé humano.)
Los ojos naranjas del oso iban de un lado a otro deprisa, o bien se sentía amenazado por el tono de voz de Rapunzel o bien estaba muy muy confundido. Se apartó a un lado, retrocedió y soltó un gemido. Le caía baba de la boca. —¡Oh! ¡Estás babeando! —dijo Rapunzel, con lástima—. ¡Tienes hambre! Pero yo no soy una buena comida en absoluto. Llevo encerrada en una torre toda mi vida. No hacía nada de ejercicio. Estos músculos están flácidos y blandos, y rara vez he visto el sol… Ahora que lo pienso, parezco bastante apetitosa. Se puso una mano en el pelo. Aunque lo pensara hacer, ¿podría matar a aquel oso como hacía con los pollos? ¿Sería lo suficientemente rápida? Rapunzel no tenía intención de hacer daño a aquella bestia diminuta y magnífica, pero si había que elegir entre ella o el animal… El oso ladró una vez. «¿Qué ha sido eso?» —Pero ¿sabes qué es apetitoso? —preguntó Rapunzel, inspirada de repente—. ¡Queso de cabra! Rebuscó despacio en el bolso. Era consciente de que cualquier movimiento repentino podía inclinar la balanza. Y no sabía bien en qué dirección. No quería que el oso huyera: asustado, hambriento y desesperado. Pero tampoco quería que se la comiera. Y, sin duda, no quería que el oso se alejara un poco corriendo y que la siguiera en secreto, para luego abalanzarse sobre ella de repente. Al menos, si se la comía ya no tendría que soportar una tensa espera. Los dedos encontraron el cilindro de queso blando envuelto en una gran hoja de castaño, en el fondo de la bolsa, donde
estaba fresco. Empezó a partirlo por la mitad. El oso se relamió, dejó la lengua colgando y gimió un poco. Rapunzel sintió que se le rompía el corazón. —Sabes, creo que nunca me he saltado ninguna comida, ni siquiera cuando mi madre me castigaba. Pese a haber vivido en una torre toda la vida, nunca he sabido qué es pasar hambre —y después de decir esto, le lanzó el queso. El oso lo cogió sin problemas con su hocico estrecho y lo tiró por los aires para abrir el paquete. El queso se partió en mil pedazos diminutos por el suelo y el animal se puso a devorar cada pedazo. —Vale. Ahora me tengo que ir —dijo Rapunzel con cuidado, apartándose, sabiendo que el animal podría tener otros planes—. ¡Adiós! El oso apenas inclinó una de sus grandes orejas hacia ella. Estaba demasiado ocupado devorando la comida. Rapunzel dejó de perder el tiempo; en cuanto perdió de vista al oso en el camino, empezó a correr. Lo que le había parecido una gran aventura adquirió un significado más serio; le quedaba poca comida y al final había caído en la cuenta de que no todos los encuentros en el gran mundo de la naturaleza acaban necesariamente con alegría. (Pascal se sintió aliviado al alejarse del zorro; los de aquel tipo se comían a los lagartos como si fueran caramelos. Pero pensó, con su cabeza de lagarto, ¿por qué la humana gigante no se ha limitado a darle una patada?) Después de trotar un rato, Rapunzel pensó que una de las colinas que había más adelante parecía un poco enferma, como si tuviera carbúnculos podridos creciéndole en la piel. Al poco
rato, le quedó claro que eran rocas enormes que estaban de pie. Algunas estaban volcadas o apoyadas contra otras. ¡Era el antiguo círculo de piedras! Otra persona se habría parado asombrada por lo que veía: unos monolitos inimaginablemente antiguos que se alzaban sin significado bajo un cielo vacío. La cumbre era solitaria, estaba desprovista de pájaros e insectos y el viento soplaba con tristeza. Como en la historia de la golondrina que desgastó el lado de la montaña con arañazos, aquel círculo había sido erosionado por el viento y la lluvia y ya había experimentado el primer segundo de eternidad. Quizá Rapunzel sintió un poco de eso; asombro ante algo tan grande que se había construido hacía mucho tiempo por gente que adoraba a dioses extraños. Al final se detuvo, un poco boquiabierta. Pero aquel momento pasó deprisa y corrió el resto del camino hasta la colina, con ganas de conocer su destino. Sin pensárselo dos veces, fue corriendo hasta el centro del antiguo círculo (una decisión discutible en un mundo en el que había brujas y pelo asesino). Puso la bolsa en el suelo y extendió los brazos para abrazar el día, el espacio, la hierba, las respuestas, la alegría de todo aquello. —Estoy lista —dijo Rapunzel, cerrando los ojos. Pero no pasó nada. Después de un rato de estar allí de pie, con los brazos abiertos, respirando el aire (que había que admitir que era dulce), volvió a abrir un ojo con cuidado. El prado redondo en el que estaba, delineado por las piedras, era decepcionantemente normal. Había matas bonitas de flores blancas con forma de estrella, como las que había
visto alrededor de su torre. Sus pétalos brillaban un poco bajo la luz del sol, pero no de forma poco natural. Un camino polvoriento rodeaba la parte interior de las piedras. Quizá las manchas oscuras fueran viejas marcas de quemaduras, huellas del respeto o la adoración, o señales de ritos espeluznantes de gente cuyas bisabuelas apenas recordaban para qué eran. —Vale —dijo Rapunzel, alegremente—. Estoy aquí. ¡Decidme algo sobre mi pelo! Esperó con expectación. —Quiero decir que me informéis sobre mis poderes — añadió al cabo de un rato—. No estaba buscando cumplidos ni nada por el estilo. »¿Por favor? »¿Hay alguien ahí? ¿Se levantó una brisa? ¿Las florecillas doblaron las cabezas como diciendo algo? ¿Hubo una pausa colectiva en el mundo, un silencio aún más profundo de las piedras? No. —¿Se supone que debo hacer algo? —preguntó a las piedras. Pero no le contestaron nada. Pensó en las marcas de quemaduras, las pilas polvorientas de nada en las bases de las piedras. —¿Tengo que ofrecer algo a cambio de una respuesta? No sabía cómo lo sabía; quizá una vez más (como con el oso) recurría a algún antiguo instinto profundo que albergaba la raza humana en los huesos. Los dioses no daban algo a cambio de nada; la gente y las cosas debían ser apaciguadas.
Cogió la bolsa y rebuscó en su interior. —He regalado mi queso… ¿Queréis agua? ¿Tenéis sed? Sin pensárselo dos veces, tiró toda la vasija en la piedra más cercana. El agua bajó con naturalidad por la superficie gris, hundiéndose donde estaba más seca, pero no de una forma alarmante. —¿No? De acuerdo. Veamos, tengo… unas manzanas secas, nueces, semillas… otra cosa que no sé qué es, la ha puesto la madre de Gina. Oh, ¿es una especie de golosina? Bueno, os la podéis quedar. Cada cosa, después de nombrarla, era lanzada a la altura del hombro hasta dar con una piedra, una distinta cada vez, y caía en la base. Pero seguía sin pasar nada. —¿Quizá necesitáis algo de mí? —Rapunzel se mordió el labio—. ¿Quizá queráis que yo dé algo de mí misma? ¿Queréis saber algo sobre mí? »¡De acuerdo! Este es mi cuchillo y mis pinturas de viaje… Ah, y un esbozo pequeñísimo en un disco de madera que hice de cómo pensaba que sería mi padre. Le puse bigote, que intenté borrar, por eso parece que haya una oruga difuminada en el labio superior. Pero igualmente me gusta y lo tengo desde hace años… Con cierto pesar, lo puso en medio del campo. No estaba dispuesta a lanzarlo. Esperó. Nada.
El sol diminuto se movió por el cielo; la luna apareció: era una hoz suave y blanca fácil de pasar por alto en un cielo azul claro. Todo lo demás estaba quieto. Una hora después, Rapunzel estaba acostada en mitad del círculo, con la cabeza descansando sobre los brazos cruzados. El círculo de piedras que al principio era imponente y misterioso en realidad era muy decepcionante. Los usos que tuviera originalmente, los fines supernaturales para los que se hubiera levantado habían sido olvidados y quizá habían acabado olvidándose de sí mismos. Así que ya no eran más que rocas. No merecían más ni menos respeto que cualquier otra roca o rasgo del paisaje. Por lo tanto… Rapunzel se levantó de golpe y subió a una piedra con destreza que se había rendido al tiempo o al cansancio y se apoyó en su hermana piedra más cercana. La pendiente pronunciada no pudo con sus pies descalzos. En lo alto, las vistas eran fantásticas. Una colina próxima tenía piedras blancas preciosas creciendo desde la hierba. Sus superficies suaves brillaban como leche bajo la luz del sol. La bruma lejana eran montañas; sus cimas, cubiertas por una capa de niebla, se oscurecían y se mezclaban con el cielo. Pero no había palabras gigantes grabadas en el suelo, ni acantilados con símbolos secretos tallados en sus caras. No apareció ningún dios antiguo. No… —Me pregunto si podría dar una vuelta corriendo alrededor del anillo sin caerme —dijo Rapunzel en voz alta. Al principio frunciendo el ceño con concentración y, después, sonriendo de alegría, enseñando los dientes al viento,
corrió y saltó y corrió y saltó. Dando tumbos de forma aterradora rodeó completamente las piedras, con el pelo plateado volando tras ella. —¿No sería divertido que eso les llamara la atención? — dijo, respirando entrecortadamente, sin saber todavía a quiénes se refería. Se acostó boca abajo encima de la piedra en la que había acabado, descansando la barbilla en las manos. Pascal, notando un momento de calma de su ama (y del calor que irradiaba desde la roca al sol), bajó de la nuca y se quedó a su lado, con la cola tocándole el brazo como para asegurarse de que no se iba a ir. Rapunzel sonrió y lo acarició distraídamente y miró al suelo y al lío que había armado lanzando el contenido de la bolsa por allí y a todas las preciosas matas de florecillas blancas con forma de estrella que se movían elegantemente con una escasa brisa. —Mira eso, Pascal —dijo, como si estuviera soñando—. Ves esas flores de ahí, que están en fila. Con las de cada lado y la grande de ahí, parecen una constelación de estrellas. Cygnus, o sea, el cisne. ¿Ves esa flor grande en su cola? Podría ser Deneb, una de las estrellas más brillantes del cielo. Qué divertido, imaginarse los cielos de debajo de ella en lugar de los que había en lo alto. —Vamos a ver si podemos completar el Triángulo de Verano —dijo, estirando el cuello para ver todo el prado—. Son las tres estrellas más brillantes del cielo en verano: Deneb, Altair y Vega. Mira: podemos hacer que esa grande de ahí sea Altair, y… ¡sí! Esa, al lado de donde he tirado mi jarra de agua, Vega. ¡Ja! »La verdad es que es curioso… realmente, son como las constelaciones. Al milímetro. Qué casualidad.
Frunció el ceño, entrecerrando los ojos, con recelo. Rapunzel conocía las estrellas igual que un señor conoce los límites y los detalles de sus tierras; los ojos iban de un conjunto de flores a otro como si el prado fuera un mapa. »Esa es clavada a Pegaso, estas cuatro estrellas de aquí forman el cuadrado grande. Y, mira, ¡esa “w” es Casiopea seguro! —Recogió a Pascal y saltó a la siguiente piedra, cambiando su perspectiva—. ¿Esa es Hércules! ¿La de ahí? ¡Y tanto! ¡Y el Conejo Gigante y Suave! Se imaginó que Pascal la miraba de un modo extraño. —Vale, esa no es una constelación de la Antigua Grecia. Esa me la he inventado —admitió—. Es que hay conejitos dibujados en los márgenes de El libro de los días del agricultor (el libro número 34) y me encantan las colas largas que tienen. »Pero, en serio, ¿qué sucede? Estas flores son un mapa perfecto del cielo nocturno tal y como se ve justo ahora, en esta estación. ¿Cómo es posible? ¿Es que alguien las ha plantado de esta forma? ¿Y si yo hubiera llegado mañana o en invierno? ¿Serían correctas estas constelaciones? ¿Habría flores en la nieve? ¿Estarían en la posición correcta para mostrar Orión? Espera, ¿esto es magia? Se mordió el labio, perpleja. —No me imaginaba que la magia funcionara así. Pensaba que habría destellos o un hada madrina o algo. Pero quizá estén intentando enseñarme algo… Pasó las piernas con cuidado por un lado del monolito y las dejó colgando por la cara de la piedra hasta que notó que podía soltarse. La distancia entre los pies y el suelo todavía era increíblemente grande, pero, en un abrir y cerrar de ojos,
Rapunzel estaba recuperada de su doloroso aterrizaje y se había puesto a correr hasta la mitad del círculo. —Cygnus, Aquila, Hércules, Casiopea. Pegaso, Lyra, Draco… —Fue dando la vuelta a medida que nombraba las constelaciones, señalando a cada una—. Vale, ahora, ¿qué? »¿Qué? —gritó, frustrada, levantando los brazos y mirando al cielo. En ese momento, directamente sobre ella, pasando por el meridiano, estaba la nueva luna creciente. Ya no era de un blanco tiza, sino tan plateada como una joya pulida. De alguna forma, brillaba y lanzaba destellos a pesar del hecho de que debería haber sido casi invisible tan cerca del sol, viajando por su día claro. —Oh, qué boni… —empezó a decir Rapunzel, pero luego se distrajo porque el pelo le empezó a brillar. Igual que cuando mataba pollos, pero con más intensidad. Estaba radiante, con la luz blanca de los diamantes de su corona (la de Flynn), con la blancura que imaginaba que tendría la espuma de un mar de medianoche. Cogió un mechón de pelo y lo dejó colgar en sus manos; era como sostener cadenas de plata fundida o todos los ríos lejanos que se veían desde su torre, unidos por algún inimaginable gigante de cuento de hadas. —Pascal, ¿ves esto? —le preguntó, enseñándoselo. El lagarto se inclinó hacia delante, olisqueando. Rapunzel de repente se asustó y apartó el mechón. ¿Y si él lo tocaba? ¿Y si lo mataba? Pero…
No habría sabido explicar lo que le pasaba por la cabeza cuando arrebataba la vida a los pollos, pero fuera lo que fuese, no estaba sucediendo en ese momento. No sentía una extraña ansiedad en las entrañas, el principio de la muerte. Se sentía… … ¿Llena de vida? ¿En la cúspide de algo? Como si algo muy dentro de ella estuviera a punto de cambiar, en el buen sentido. Tirando de ella en todas las direcciones, intentando alterar la forma de su alma. Sin saber por qué, volvió a subir el pelo hacia Pascal. Sabía que no le haría daño. El pequeño lagarto estaba intrigado por lo que fuera que estaba sucediendo; le olfateó el pelo como si fuera un gatito curioso. Los destellos que había en su melena se pusieron a moverse alrededor de Pascal, cayéndose y parpadeando. Al poco rato, cubrían por completo al pequeño lagarto como si fueran un manto de nieve. Rapunzel lo observaba, encantada. Entonces, el lagarto estornudó. Las ascuas de magia giraron rápido y se perdieron cayendo hacia la tierra. Rapunzel se quedó sin aliento. Pascal estaba perfectamente. Pero no era él. Era un lagarto totalmente distinto. Un lagarto que Rapunzel no había visto nunca, en libros ni en ninguna parte. Sus ojos eran dos bolas colocadas en lo alto de los lados de la cabeza que miraban a su alrededor de forma independiente. La espalda era un arco elegante. Los pies tenían dos pares de dedos extraños que se abrían en la mitad como zarpas. Y ¡también tenía cola! Se enroscaba sin parar y se le agarraba al brazo como una extremidad prensil, no era solo una forma blanda que colgaba sin más para ayudarle a mantener el
equilibrio (y a soltarse de vez en cuando y confundir a un depredador). Y ¡se estaba mirando a sí mismo! Sacó un pie y, luego, el otro y los admiró, golpeando la punta de la cola y chasqueando la lengua, satisfecho. Como si fuera… una persona. Se miraba el cuerpo con aire pensativo, estudiándolo. De repente, la piel le empezó a cambiar de color: una onda marrón, y, después, roja, que lo atravesó de la nariz a la cola. —¡Pascal! —exclamó Rapunzel—. ¡Eres un dragón! A Rapunzel le habría gustado que se hubiera transformado en uno ligeramente más grande para poder abrazarlo o montarse en él. Pascal se lamió un globo ocular a modo de experimento y no pareció disgustarle en absoluto su nueva forma ni lo que parecía una clara mejora cognitiva. Se limitó a subir por el brazo de Rapunzel y se le plantó en el hombro, mirando hacia delante como hacía antes, como siempre. El impulso plateado del pelo se ralentizó; Rapunzel observó cómo se apagaba y moría el último mechón y en las puntas de la trenza más larga. Levantó la vista y miró la luna. Estaba pálida y en silencio, un fantasma que ya no llamaba la atención. La luna creciente casi invisible navegaba inocentemente por el cielo en su camino hacia el oeste. Si alguien hubiera estado mirando aleatoriamente al cielo, habría mirado sin duda al sol y se habría perdido a su gemela por completo. —Era la luna —dijo Rapunzel, maravillada—. Mi pelo tiene magia de la luna, ¡lo que dijo la madre de Gina! ¡De la Flor Gota de Luna! Pascal asintió.
Rapunzel abrió unos ojos como platos al ver aquella reacción superficial y humana de su mascota. —Tengo muchas preguntas —dijo despacio—. Pero creo… que ya hemos acabado aquí. Este lugar invocó mi poder de alguna forma. O quizá fuera la luna a través de este sitio. ¿O mi pelo invocó el poder de la luna? No lo sé, y no creo que alguien vaya a aparecer de repente para explicármelo todo… pero quizá pueda la madre de Gina. ¡Venga, Pascal! ¡Intentemos llegar a casa antes de que oscurezca demasiado! Echó a correr hacia el bosque, tan feliz que podría haber explotado. El pelo no solo mataba. No tenía que hacerlo. Podía cambiar y hacer cosas. —Pero ¿por qué no lo sabía mi madre? —se preguntó al final. Pascal la miró de una forma que ella no pudo (o no quiso) interpretar. Caminaron en silencio; Rapunzel estaba cansada y perdida en sus pensamientos. Al poco rato, cayó el crepúsculo. Rapunzel extendió la mano delante de ella y la vio definida, pero con tonos de gris. Tenía la pequeña cicatriz que se hizo una de las primeras veces que había intentado hacer un pastel de frutas; no era una quemadura, pero había arrastrado tontamente el dorso de la mano contra el afilado borde metálico de la parrilla. Algún día, habría venas sobresaliendo del dorso de la mano como el de la anciana. Algún día tendría arrugas alrededor de los nudillos. Pensó en ese hecho con fascinación, no con miedo ni horror, y se preguntó cómo lo podría pintar. —¿No es curioso, Pascal? —dijo—. Soy una chica. Madre Gothel es… bueno, una madre. Y la anciana es una bruja. Buena. ¿Una dama? ¿De edad indeterminada? Perdona, no sé
cómo se dice. Pero somos como las tres diosas, la luna, o… la vida. Creo que no es una casualidad. Cuando la noche se hizo tan oscura que incluso las pequeñas moscas blancas que Pascal había estado comiendo desaparecieron en lo profundo del bosque, el pequeño lagarto se colocó asustado en el cuello de Rapunzel igual que había hecho antes de su cambio. Rapunzel sonrió. —¡No tengas miedo, Pascal! Creo que puedo hacer algo con esto. Pensó en el círculo de piedras y en la sensación que había tenido antes de los destellos, la presencia del cambio. Se maginó la luna (que quizá no se había puesto aún) como un delicado barco de plata reluciente. Intentó llamar al sentimiento de burbujeo de su interior. Sin duda, algo empezó, pero no acabó del todo. Fue como un estofado que empieza a cocer a fuego lento y llega un viento y lo apaga. Y el líquido espeso empieza a volver poco a poco a su estado sólido anterior, mientras una o dos burbujas pringosas finales estallan en la superficie. El pelo lanzaba destellos. Brillaba, relucía y latía. Brillaba completamente fluyendo detrás de Rapunzel, iluminando la parte inferior de los árboles y lanzando una suave luz sobre todas las hojas y setas más pálidas, brillando un momento allí donde daba a una gota de rocío o de savia. Las polillas que habían volado volvieron, como un tren ondeante de flores de seda en un largo y mágico velo de boda, siguiendo el fascinante río de luz plateada. Los ojos de Pascal no se podían abrir más, pero se quedaron inmóviles un momento, como si estuviera contemplando
aquella belleza. Rapunzel se rio y fue corriendo a casa.
Rapunzel La casa de Gina era muy acogedora y brillaba con una luz cálida, acurrucada en la noche agradable como una manzana que está dentro de un bolsillo. Rapunzel dibujó una sonrisa al verla. Y entonces oyó algo. Muchos gritos. —¿Cómo has podido dejar que hiciera un viaje así sola? —Mamá, ya sé que es bastante seguro, pero ella… no sabe nada del mundo. —Uf, ¡vaya dos! ¡Los jóvenes creéis que lo sabéis todo y que nadie más sabe nada! —¡Ya estoy en casa! —exclamó Rapunzel alegremente, abriendo la puerta de golpe. —Claro que sí —dijo la anciana, sonriendo. —Gracias a la diosa —murmuró Gina, moviendo la cabeza. —¡Ajá! ¡Lo sabía! —exclamó Flynn, señalando con un dedo acusador a la madre y la hija. Y, después, dijo—: ¡Estás bien! —Y dio un abrazo a Rapunzel. Rapunzel lo disfrutó enormemente: él era mucho más fuerte que Madre Gothel (que, igualmente, no daba muchos abrazos) y lo abarcaba todo; ella era muy diminuta en comparación con él.
Al cabo de poco o mucho tiempo, Flynn dejó caer los brazos y le dio unas palmaditas en la espalda como si fuera un camarada. —Está oscuro. ¿No sabes lo que te podría haber pasado? — preguntó. —No —admitió Rapunzel. Flynn hizo un ruido de estrangulación con la garganta. —Me alegro de que estés bien —dijo Gina, abrazándola por los hombros. Aquello también era agradable, pero a Rapunzel le habría gustado que fuera Flynn quien la abrazara. —¿Cómo te ha ido, cariño? —le preguntó la anciana. —¡Ha sido increíble! —dijo Rapunzel—. Al principio no lo entendía… que las flores eran estrellas, todas las constelaciones, alineadas como si fuera de noche. Por supuesto, falta la luna, porque la luna en cuarto creciente sale durante el día. Y entonces miré hacia arriba y ahí estaba, ¡exactamente encima de mi cabeza! ¡Y brillaba y entonces el pelo resplandeció y Pascal se convirtió en esto! Agarró al lagarto que tenía en el hombro con aire triunfal y se lo enseñó a todos. —¿Un… camaleón? —preguntó la anciana, confundida—. No viven cerca de aquí. Son de los países soleados. —Entonces, ¿es un tipo de dragón? —preguntó Rapunzel sin aliento. —Sí —respondió Flynn, adelantándose a Gina y a su madre, mirándolas. —Qué bonito —dijo la anciana, sacando la mano. Pascal avanzó lentamente y le lamió tímidamente el dedo más largo;
después, rozó la púa del cráneo contra ella como si fuera un gato—. Lo has transformado. ¡Increíble! »Y ahora sabemos con seguridad lo que yo sospechaba. Esas piedras estaban puestas ahí para trazar los movimientos de la luna y usar su poder. Tu madre debió de consumir el té de la Flor Gota de Luna y te pasó la esencia a ti. Maravilloso, aunque sea complicado. »El poder del sol es sencillo: cura, renueva, refresca, revitaliza. Si te hubieras empapado de él, te podría haber enseñado un encantamiento sencillo que habría despertado su poder y te habría permitido convertirte en la sanadora más poderosa de estas tierras, para bien o para mal, como tú quisieras —añadió, guiñándole el ojo—. La luna no es tan sencilla… varium et mutabile, como dice el antiguo dicho, aunque sea un pelín sexista. Igual que sus fases crecen y decrecen en el cielo, también lo hace toda la magia asociada con ella. Con luna llena es cuando más cerca está del poder del sol, brillando y redonda, pero hasta cierto punto. Cura, pero no tanto como el sol. »Y cuando hay luna nueva y el cielo está negro por la falta de su luz, su magia aporta muerte. Rapunzel frunció el ceño. —Un momento… ¿solo durante la luna nueva? Hace unos días, cuando tuve que matar al pobre pollo, creo que la había, así que es posible… pero cuando era bebé fue porque perdí los nervios y maté a mis… a mi niñera. ¿Quién sabe si había luna nueva? —Dices que eres experta en el cielo —dijo la anciana, cruzándose de brazos—. Averígualo. Haz el cálculo.
Rapunzel frunció el ceño, pensando. ¿Cómo lo podría saber? La luna era nueva unos días antes. Esa era su semana de cumpleaños… ¿tenía algo que ver con eso? Su cumpleaños era el mismo tiempo todos los años en el calendario solar, cada doce meses, por supuesto, pero los meses lunares eran más cortos. La fase de la luna habría sido distinta todos los años en su cumpleaños, excepto… De repente, lo vio todo claro. La luna repetía sus fases exactamente el mismo día del calendario solar una vez cada diecinueve años. ¡Y ella acababa de cumplir diecinueve! Así que diecinueve años antes, en ese momento, la luna debió de ser nueva. Y ella acababa de nacer, y su magia habría sido mortal. Eso explicaría lo de la niñera. Pero ¿y las demás veces? No se acordaba. Lo único que veía con claridad es que una vez que estaba muy afectada por haber matado una gallina (más de lo normal) se había ido a llorar y había mirado por la ventana durante horas. El cielo estaba tan negro como se sentía su mente y su espíritu, y las estrellas normalmente reconfortantes eran diminutas y no brillaban. Eran una puñalada en el corazón. No había luna. —¿Quizá…? No lo puedo asegurar. —Bueno, yo, sí —dijo la anciana—. La luna ha cambiado de fases, igual que su poder. Tu familiar… —Amigo —la corrigió Rapunzel, poniendo una mano en la cabeza de Pascal. —… ha cambiado. No ha muerto y no ha sido curado. Esa es otra fase del poder lunar. No las conozco todas. Tienes que empezar a hacer un seguimiento de tus poderes y de cómo funcionan sus efectos durante el mes lunar.
«¡Un proyecto!» Rapunzel se puso contentísima. Se imaginaba hacer magia cada noche y escribir después cómo funcionaba, teorizando sobre ella. ¡Eso le llevaría horas y horas cada día! ¡Necesitaría un horario completamente nuevo! Pero ya no estaba en la torre. De repente, se sintió como si estuviera en uno de esos sueños divertidos, medio despierta. Sueños en los que conoces a personajes interesantes o encuentras un pastel o un tesoro bonito y tienes ganas de enseñarlo o compartirlo cuando llegues a casa… en el mundo real… y entonces te despiertas y te das cuenta de que el pastel es una mentira, la gente no es real, el tesoro es producto de tu imaginación; el mundo real y el del ensueño no se encuentran, excepto para ti, y eres un médium defectuoso que olvida el otro mundo mientras avanza el día o la noche. La anciana no pareció notar que Rapunzel estaba perdida en sus pensamientos. —Además, ahora podemos suponer cómo se ocupaba tu madre (casi seguro que sin tener poderes y claramente sin ser bruja) de ti cuando eras pequeña. Probablemente no lo hiciera. Puede que tú no te acuerdes, pero me apuesto una bolsa de setas matsutake a que cuando eras una bebé o te dejaba envuelto el pelo o no te tocaba en las noches de luna nueva. —Usted me ha dicho que me podría haber enseñado un encantamiento para curar si yo tuviera los poderes de la Flor Gota de Sol —dijo Rapunzel—. Pero no necesité ningún encantamiento para matar a alguien o a algo. Solamente pensaba algo y sucedía. Es una de las razones por las que yo pensaba que era tan peligrosa. —Los encantamientos solo son una manera de invocar el poder de algo de forma fiable. De pequeña encontraste el
camino o el modo de pensar correcto. Es cierto, si ahora estuvieras asustada y hubiera luna nueva, podrías invocar esos poderes sin querer. Pero ahora eres una adulta, así que es poco probable, y, de todas formas, solo es una vez al mes. El resto del tiempo, tu magia haría otras cosas. —¿Como invocar oro? —susurró Flynn esperanzado a Gina. Rapunzel también quería insistir a la anciana en aquel punto, pero, de repente, se quedó mirando la comida que había en la mesa pequeña: trozos de pan, mantequilla, las inevitables setas… —Perdón, es que regalé toda mi comida en el círculo — dijo, tras alargar la mano y ponerse un poco de cada cosa en la boca. —Regalaste… ¿hiciste una ofrenda? —preguntó la madre de Gina, atónita. —Se ve que otra gente lo hacía —respondió Rapunzel, encogiéndose de hombros. La anciana se rio en silencio. —Una inocente del mundo sabe cómo congraciarse con las viejas diosas. Realmente, tienes un don innato, querida. Estos días tenemos que averiguar todo lo que podamos sobre tus poderes. Mientras todo esté tranquilo, y sospecho que no durará mucho. Y no necesito un cristal de adivinación para predecirlo. Si tu camino fuera distinto, te rogaría que te quedaras aquí y estudiaras tus poderes y aprendieras sobre el universo conmigo. —Suena genial —dijo Flynn, con aprobación—. Nos podemos esconder aquí una buena temporada y vivir felices para siempre o, como mínimo, vivir. Al cabo de un año, me
dejaré barba y me escaparé a Barcelona, donde me convertiré en salteador de caminos y robaré carruajes hasta tener dinero suficiente para comprarme una casita junto al mar. Rapunzel miró la pequeña cabaña. Todo estaba limpio, en su lugar. Las ventanas dejaban entrar el olor de la hierba y las flores del verano. La luna casi no se veía, era un destello en el borde del cristal oscurecido por las ramas del rosal; podría haber sido una estrella brillante. La noche era suave, oscura. En algún lugar cercano, las cabras balaban y se quejaban. Era un tipo de cielo antiguo: calmado. Lleno de vida y cosas buenas. «Si tu camino fuera distinto… te quedaras aquí…» —¿Podré volver alguna vez aquí? —preguntó, sabiendo en su corazón que tendría que irse. —Una persona no puede entrar en la misma granja de cabras dos veces; porque no es la misma mujer, y la granja tampoco —bromeó la anciana—. Puedes venir a mi casa siempre que quieras, Rapunzel. El camino siempre estará abierto para ti. Pero tú y el camino puede que no seáis los mismos. Y después de agitar considerablemente el bastón, la anciana salió fuera a hacer algo aquella noche sin luna. —Has tenido un día muy largo —dijo Flynn, apartándose de la pared en la que se había apoyado—. Quizá deberíamos dejarlo por hoy. A Rapunzel le encantó oírlo; cuando mostraba su preocupación por ella era como el sol apareciendo entre las nubes. Pero Rapunzel negó con la cabeza.
—Estoy demasiado… ilusionada. Hay demasiadas cosas en las que pensar —admitió—. Me iré a la cama dentro de poco, pero quiero pensar en lo que ha pasado hoy y quizá lo escriba, antes de olvidarme de algo que podría ser importante para que funcione la magia. —Vuelvo al granero contigo —dijo Gina, con una sonrisa de satisfacción, empujando suavemente a Flynn hacia la puerta. —De acuerdo, pero el servicio de habitaciones es horrible ahí. Quiero presentar una queja. Flynn dejó que lo guiara hacia fuera, pero se volvió para mirar a Rapunzel a los ojos y le dijo: —Buenas noches, princesa. Rapunzel negó con la cabeza. —Buenas noches, Flynn. Después de que se fueran, Rapunzel se quedó de pie en la cabaña vacía un momento. El único sonido que rompía el silencio era el crepitar del fuego. Luego se puso manos a la obra. Pensando que un poco de organización la ayudaría, Rapunzel cogió el cartel de «Se busca» de Flynn y dibujó una tabla en el reverso. La dividió en veintiocho días y escribió las fases de la luna con cuidado en cada uno. El primer día puso «Luna nueva», «Pelo asesino». En el sexto día, «Luna en cuarto creciente» y «Transformación, de lagarto a dragón». El octavo día, «Cuarto creciente». Sería emocionante, ¿no? Quizá eso significaba un cambio realmente grande de sus poderes. En el decimoquinto día, «Luna llena», escribió «¿Curar?».
Miró la tabla pequeña y pulcra y se sintió satisfecha consigo misma. «No hay nada como tener un proyecto.»
Memorial Sloan Kettering Daniella estaba casi impaciente mientras le tomaban la tensión, le ponían las vías de perfusión y la dejaban instalada. Extendió el brazo y ni se inmutó mientras la pinchaban. —¿Tienes ganas de salir pronto hoy? —le dijo el enfermero con una sonrisa. Era Erik; le gustaban los dónuts de mermelada de mora. Su novio trabajaba en finanzas. Su mascota era una rana de uñas que comía peces y siempre llevaba dos sábanas esterilizadas para Daniella. (Sus padres enseguida se enteraban de todo lo que podían de las personas que cuidaban a su hija y siempre llevaban los dónuts adecuados para todo el mundo de Throop Patties y Pastries.) —No, es que quiero que me cuente más cosas sobre Rapunzel —respondió Daniella sin la mínima vergüenza—. Brendan me está contando su versión de la historia. —Eso es un hermano y lo demás son tonterías —dijo Erik con una sonrisa—. Te dejo con la historia. Después de que se fuera, y de que las máquinas empezaran a bombear, Brendan sacó el cuaderno de dibujo. Era una sorpresa en la que había estado trabajando toda la semana. —Mira, ¡ahora es una historia ilustrada!
Se la acercó a Daniella y ella se inclinó hacia delante para estudiar los dibujos. —Rapunzel parece una dama francesa del siglo XVI, con el pelo para arriba y todos esos colgantitos dentro —dijo, con aire pensativo. —Siglo XVIII, pero entiendo lo que dices. —Lo que tú digas, friki de la historia. Cuando Rapunzel tenía el pelo recogido para arriba, me imaginaba algo más tipo… no sé, una patinadora, pero cruzada con una bruja, ¿sabes? Estilo gutter punk. Con más trenzas, quizá algunas que parezcan serpientes. No, espera, más bien como una adivina, pero con los ojos y la sonrisa de Rapunzel. ¡O una sacerdotisa de la Antigüedad! —Suena espeluznante —dijo Brendan, yendo al siguiente dibujo. —La que no tiene nada de espeluznante es la diosa, por cierto, gracias por ponerla. ¡Oh! ¡Pascal y Flynn! —exclamó, viendo lo que había dibujado su hermano—. ¡Pascal es tal y como debe ser! ¡Mírale la cara! Es perfecta. Hola, Flynn, no estás nada mal —dijo, moviendo las cejas. —Mm, vale —dijo Brendan, yendo enseguida a la última ilustración. Eran Gina y su madre, y el capitán Tregsburg. —¿Dónde está Máximus? —preguntó Daniella, sacando la barbilla. —Oh, venga ya. Dime si son como te imaginabas. —Sí, exactamente, sin duda —contestó, con impaciencia—. Pero ¿dónde está? —Tengo un plan —le prometió Brendan.
—Ah, ¿sí? —respondió Daniella, cruzándose de brazos (lo mejor que pudo con las vías puestas)—. Pones caballos y a un hombre al que le encantan, pero no a Máximus el Caballo. Ridículo. Además, no me has contado la parte en la que Gothel dice a todos los nobles malos que Rapunzel se ha escapado para que la persigan. Ahora que caigo, ¿dónde está Gothel durante todo eso? Echo de menos un poco de acción por parte de los malos. —Pensaba que era bastante evidente lo que había hecho Gothel. No hacía falta mostrarlo ni contarlo —protestó su hermano—. Sabes, tienes muchas ganas de oír la siguiente parte de la historia teniendo en cuenta que no paras de criticarla… —Yo lo que critico siempre son tus deberes de cálculo, y mira cuánto has mejorado. Escúchame. Aprende de mí — sugirió con arrogancia. —Qué ganas tengo de que estés mejor para darte un coscorrón —murmuró Brendan, apartando los dibujos y sacando el libro. Era más atrezo que una necesidad, pero en aquel momento Brendan quería tenerlo. —Y yo —dijo Daniella pensativa.
Rapunzel Cuando Rapunzel despertó la mañana siguiente, la chimenea ya estaba barrida y un fuego recién hecho calentaba una vieja sartén llena de unas maravillas doradas que hacían burbujas. La anciana estaba vertiendo un bol de crema. Flynn estaba poniendo la mesa. Rapunzel se sentó. Se sentía culpable por haber estado durmiendo todo aquel rato. No tenía ni idea de a qué hora se había acostado al final, pero hizo una promesa mental de recoger todo lo del desayuno. Gina llevó las tortitas a la mesa y tiró una en cada plato con habilidad, pero sin elegancia. —Qué curioso. Nunca habría pensado que fueras una maestra de las artes femeninas —dijo Flynn. La siguiente tortita le cayó en la cabeza. Flynn fingió que no le importaba y se puso a arrancar trozos y a comérselos como si fuera la cosa más normal del mundo (pero se contuvo y no les puso mantequilla). —Oye, princesa —dijo, con aire despreocupado—. Cuando Gina y yo estábamos cazando ayer, encontramos una cascada superbonita, perfecta para hacer un pícnic… —Rapunzel tiene un largo día de estudio por delante y necesita una concentración total —lo interrumpió la anciana. Rapunzel se habría puesto de morros, pero ya tenía planes para aquel día para ella. Y también para Flynn. No todos sus
pensamientos de medianoche eran sobre magia. —Me encantaría hacer un pícnic, pero ¿quizá mañana? Ahora que vamos entendiendo cómo funciona mi pelo, creo que también tenemos que averiguar qué traman todas esas personas que casualmente me están buscando. Como dijisteis, no me puedo quedar aquí para siempre. Así que, ¿por qué no vais Gina y tú a buscar a uno de esos hombres y lo traéis para que lo interroguemos? —¿La oís? Ya suena como una líder, como una futura reina —dijo la anciana con alegría, dando codazos a Gina en el costado. —No te buscan «casualmente» —señaló Flynn—. Saliste de la torre por primera vez en diecinueve años. Y ahora te persiguen. ¿Casualidad? Lo dudo. Dio un sorbo con aire presuntuoso a la leche de cabra. Intentó no hacer una mueca cuando el líquido le llegó a la lengua. —Me apunto —dijo Gina, encogiéndose de hombros. —Esto requerirá un plan extremadamente astuto —dijo Flynn, con aire pensativo, tocándose la barbilla—. ¡Ya lo tengo! Que Gina se haga pasar por Rapunzel… —Ni hablar —dijo Gina al instante. —Venga, solo serán unas horas. Serás el cebo. —No. Pero tú tienes una cintura esbelta. Quizá con el corsé… —Ni lo sueñes. —Oh, créeme, en mis sueños no apareces tú en corsé ni por asomo. En cambio, en mis pesadillas…
—Por algo nunca quise tener más de un hijo —murmuró la anciana. Dodger soltó un balido de enfado desde la ventana. —Un niño humano —añadió la anciana, disculpándose. —¡Genial! Acabad de comer. Yo me encargo de limpiar — dijo Rapunzel. Empezó a apilar los platos sucios y a juntar los cuencos. Cuando los llevó al recipiente de adivinar el futuro/fregadero, Flynn se levantó, mirando rápidamente alrededor por si la madre y la hija se habían dado cuenta, y la apartó a un lado. —Oye… ¿Rapunzel? Esto es para ti. Se quedó más intrigada por el tono de voz que por lo que tenía en la mano. El coqueto y eterno bromista Flynn tenía un nudo en la garganta que casi le hacía tartamudear. Lo que sostenía también era bonito: un ramo de flores. Pero no era un ramillete cogido de cualquier manera por parte de un niño descuidado; incluso Rapunzel, con su experiencia limitada, podía verlo. Las flores estaban colocadas con cuidado y habían sido elegidas por sus colores, y todo estaba atado con hierba trenzada. ¿Cuándo las había cogido? (Aunque a Rapunzel le dio un poco de miedo ver la malva rosa gigante que era la pieza central del ramo, solo podía ser del jardín de la anciana. Y, por muy buena que fuera, muchos cuentos de hadas empezaban mal cuando alguien cogía algo ilegalmente del jardín de una bruja…) —Los farolillos habrían sido esta noche —dijo Flynn mientras ella olía y sostenía las flores—. Lo siento mucho. Era lo único que querías durante tantos años y nos lo hemos perdido.
Rapunzel se quedó de piedra. Se había olvidado por completo de las luces flotantes desde su aventura con el círculo de piedras y todo lo demás. Y… parecía que a Flynn le importara realmente no solo la corona, sino el hecho de que ella se los hubiera perdido. Flynn abrió la boca como si fuera a decir algo más, con los ojos atrapados en los de ella. Después sonrió, intentando parecer encantador. —No está mal, ¿eh? Siempre he pensado que si toda esta historia de ser aventurero no me iba bien, me haría florista. —Pero… Rapunzel no estaba segura de lo que quería decir. Algo como: «Que vuelva el Flynn de antes. El simpático, el que estaba nervioso, el que me había cogido unas flores». —¿No te gustan? —dijo, moviendo las cejas. No se iba a sumar a su disimulo. No iba a dejar que se saliera con la suya. Se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla. —Gracias. Significa mucho para mí. Cuando Rapunzel se dio la vuelta para lavar los platos, vio que se había puesto rojo.
—Tienes dos objetivos —le dijo la anciana después de que se hubieran ido los demás. Hizo que Rapunzel se sentara a su mesa de trabajo, en un recoveco que no parecía haber estado ahí antes—. Por supuesto, tienes que documentar tus poderes todos los días y ver cómo cambian a lo largo del mes lunar.
Pero lo más importante es que averigües cómo utilizarlos de forma fiable. No siempre tendrás la ventaja de un santuario lunar antiguo o la primera rabieta de un bebé. —No fue una ventaja —dijo Rapunzel enseguida—. Fue un asesinato. —¡Bobadas! —Los ojos color arándano de la anciana se encendieron como una tormenta eléctrica en un cielo gris lavanda—. Eras un bebé. No fue culpa tuya. No podías controlarte a ti misma, igual que no podías controlar cuándo llorabas, respirabas o hacías tus necesidades. Si te hubieran criado de una forma normal, habrías visto a otros bebés. ¡Buf! ¡Los berrinches que tienen incluso los mejores! ¡Se enfadan tanto que hasta se olvidan de respirar! Si un bebé tuviera una magia poderosa, aunque fuera el de carácter más dulce, todo el mundo estaría muerto a un día de cabalgata de distancia en cualquier dirección y todos los mares del mundo se habrían convertido en leche. »Empieza tu decimonoveno año perdonándote, Rapunzel. Ese es un regalo mucho mejor que los farolillos flotantes. Rapunzel se quedó sin habla. A medida que asimilaba lo que le había dicho la anciana, notó un dolor agudo en la frente. Lo sintió todo al mismo tiempo: tristeza por la niñera muerta a la que ni siquiera conocía, desesperación por los padres a los que creía haber matado, anhelo por los padres vivos a los que no había matado, pesar por diecinueve años de confinamiento por un crimen que no era culpa suya realmente. Rabia. Porque Gothel nunca le había dicho nada como aquello. «Eras un bebé. No fue culpa tuya.»
«No fue culpa tuya.» La anciana extendió el brazo y le apretó la mano, viéndole el dolor en la cara. Rapunzel se aguantó las lágrimas que pensaba que iban a brotar y soltó un suspiro profundo y estremecedor. —Gracias —murmuró—. Yo… no sé si puedo perdonarme a mí misma de golpe, pero el mero hecho de saber que puedo, que debería, es un comienzo. —Bien dicho. Has sido muy sincera. Pero ya lo rumiarás después. Ahora tienes trabajo. Siéntate aquí y concéntrate en la luna, en cualquier cosa relacionada con la luna. Un poema, una canción, algo que te parezca bien. Lo reconocerás.
Rapunzel lo intentó con todas sus fuerzas. Era una mañana clara y la luna probablemente estuviera en lo alto del cielo. Pero, aunque supiera eso, ella, como todo el mundo, todavía asociaba la luna a la noche. No podía imaginársela cuando hacía tanto sol. Cantó todas las canciones sobre la luna que se le ocurrieron, todas las rimas infantiles: ¡A jugar, a jugar!, El hombre de la luna vino demasiado pronto y Los niños y las niñas salen a jugar, la luna enseguida se pone a brillar. Nada. Consiguió que el pelo le brillara (un poco) recuperando la sensación que había tenido en el círculo, como si pudiera arreglar la muerte de los pájaros que había traído Gothel volviendo a sentir lo que había sentido cada vez que hacía
aquel rito horrible. Pero no pudo reunir todo el poder que había transformado a Pascal. La anciana iba a verla de vez en cuando, para llevarle tazas de té o caldo (o paquetitos de hierbas secas, cristales, piedras, incluso huesos asociados con la luna). Le enseñó los pocos encantamientos celestes que sabía, con la esperanza de que alguno funcionara. Pero nada. Rapunzel decoró y redecoró su tabla, llenando los márgenes de suposiciones: ¿Luna Gibosa Creciente —teletransportación, tercera Luna Menguante— hacer que las cosas huelan de otra forma? A la hora de comer, la madre de Gina, notando el agotamiento y la desesperación incipiente de Rapunzel, le enseñó la granja de cabras y presumió del jardín (que, además de flores y verdura, tenía troncos podridos colocados cuidadosamente con setas brotando con entusiasmo en filas sospechosamente limpias). —Me habría encantado que Gina se hubiera interesado por las artes mágicas como tú —dijo la anciana con un suspiro—. La diosa sabe que lo he intentado. Hacía pociones que cambiaban de color, hacía explotar cosas pequeñas, esas cosas que les encantan a los niños. Pensaba que tendría una hija y una aprendiz. Ah, bueno, me está bien empleado, ¿verdad? Imponer mi voluntad en otro ser viviente y hacer suposiciones sobre cómo funcionan las cosas. Igual que los padres primerizos. Mi Gina me ha dado buenas lecciones sobre la vida y las expectativas. —Pero…, entonces…, ¿Gina siempre ha estado interesada en ser… aventurera?
«¿En dejar la torre, en ver el mundo?» —Desde que Gina era pequeña —dijo la anciana con cariño —. Siempre me cogía los mejores cuchillos y salía fuera corriendo para practicar la lucha. ¡Era tan atlética! Se subía a los árboles, mataba a malos imaginarios… y, después, en cuanto tuvo la edad suficiente, cruzaba el bosque a lo loco buscando a gente con la que practicar o a la que unirse. —Y ¿usted no la paró? —preguntó Rapunzel con toda la inocencia posible, pero no sonó así. La anciana se rio. —¿Parar a Gina? ¿Conoces a mi hija? Además, ¿por qué querría yo detenerla? Es lo único que siempre ha querido hacer o ser de verdad. Soy su madre, no su perro guardián. Mi trabajo es hacer que esté suficientemente preparada para lo que quiera hacer en la vida, que sepa alimentarse, remendarse la ropa, encontrar la hoja adecuada para los retortijones. Y enseñarle que pase lo que pase, yo siempre la querré. «Sal a buscar aventuras, vuelve a casa por amor.» Ese ha sido siempre mi lema. Empezaron a volver a la cabaña. La anciana no tenía el bastón, pero se movía perfectamente bien cuando iba descalza. Rapunzel la seguía con aire pensativo. Princesa, aventurera, hechicera… ¿madre? Nunca había pensado siquiera en aquella palabra aplicada a sí misma, separada de Madre Gothel. Y eso era algo que ella podía ser también…
De vuelta dentro de la casa, la mesa de trabajo se burló de ella con su parafernalia de bruja y piezas sueltas de magia. Rapunzel apretó los dientes y se negó a pensar que el día
soleado estaba pasando y ella estaba de nuevo encerrada dentro, haciendo proyectitos raros. Como cuando estaba en la torre. Intentó coger por sorpresa a sus poderes para que trabajaran. Incluso fingió que se levantaba, iba a hacer otra cosa, y, luego, volvió y gritó: ¡Luna! Nada. Suspiró y empezó a mover con desgana las cosas de la mesa, ordenándolas y desordenándolas, haciendo combinaciones agradables estéticamente. Al final, algo satisfecha, admiró la forma que había hecho sin pensar de verdad: una media luna de cristales y musgo. «Debería pintar eso —pensó—. Pintar una pequeña naturaleza muerta…» Rapunzel se quedó de piedra. ¡Por supuesto! ¡No había caído en ello! Cogió un carboncillo y empezó a hacer un dibujo en la misma mesa de trabajo. Por supuesto que la luna no vendría hasta ella en canciones o poemas o cosas así… ella se sentía el máximo de centrada y tranquila cuando estaba pintando o dibujando. Perdida en su propio mundo o en mundos nuevos que imaginaba. No tendría que haber hecho una tabla, sino un círculo con las lunas yendo de creciente a menguante… Tarareó para sus adentros, como hacía siempre que pintaba. El pelo le empezó a brillar.
Una pequeña sombra por aquí, unas pinceladas claras en medio de la luna llena por la cara que Rapunzel veía… círculos y sombras y sombras con rayas… se esforzó mucho en el perfil de la luna más gruesa en cuarto creciente, donde debía estar la luna en aquel momento. Sabía qué aspecto tenía mientras notaba cómo su mano la hacía. Su poder aumentó; el pelo empezó a soltar destellos. Miró a su alrededor frenética, buscando algo en lo que liberar su magia. Lo primero que vio fue su té, así que cogió la taza de arcilla roja y la envolvió con la punta de una trenza. Igual que había pasado con Pascal, las chispas saltaron desde el pelo hasta el objeto. Cuando desaparecieron, revelaron… … una taza de barro pesado y sin refinar. Rapunzel se desanimó al verla, pero, de repente, se fijó en algo. Los puntos que había tocado la trenza se habían puesto negro brillante, como el ónix o la obsidiana. —¡Señora! —exclamó, nerviosa—. ¡Madre de Gina! ¡Venga! La anciana llegó correteando todo lo deprisa que pudo. —Oh, ¡lo has conseguido! Pero en vez de elogiar la taza, se inclinó para mirar las lunas que había dibujado Rapunzel que cubrían su mesa de trabajo. —¡Un mandala! —dijo—. ¡Qué lista! Nunca se me habría ocurrido. Conozco a gente que los usa, no por aquí, sino en otras tierras. Se construyen y se destruyen en cada sesión… ¿o es un objeto de foco para ti? ¿Algo que mirar para reforzar tu intención?
—No sé —admitió Rapunzel. Miró las manchas negras de la taza—. Pero creo que aún estoy a medio camino. Necesito algo más. Algo más… —Mientras pensaba más qué, miró la cabaña esperando una respuesta. Sus ojos se iluminaron cuando vio varias bandejas de madera cruda en las que había montones de polvos de colores—. ¿Puedo usarlos? —Oh, mis tintes, por supuesto —dijo la anciana, sorprendida—. No los uso casi nunca, salvo para recordar cuál es cada poción o, a veces, para la lana de las cabras. Por favor, ¡coge lo que quieras! Sin perder ni un segundo, Rapunzel hizo lo que se le daba mejor: cogió el material y empezó a pintar.
Gothel En su mente, dominando todos sus pensamientos, había un mapa de la tierra como podría tener un rey o un general que fuera a la guerra. Pequeños hombres de juguete se dispersaban por los campos y las colinas, y ralentizaban la marcha al llegar al bosque, dividiéndose en grupos más pequeños de dos o tres para peinar todos los caminos. En busca de Rapunzel. El bosque. Gothel frunció el ceño. Ya no era el gran bosque indomable y salvaje de hacía siglos: había caminos que cruzaban lo más profundo del bosque y ya escaseaban los jabalíes y los lobos grandes. Y más raro aún era ver hadas, duendes, fantasmas y fuegos fatuos. Ni brujas en cabañas hechas de caramelo. Rapunzel había sido vista seguro en El Patito Frito, pero antes de poder averiguar más cosas, los hombres de Lady Bathory lo habían incendiado por… ¿rabia? ¿Venganza? ¿Acto de violencia aleatorio? Quién lo sabría. Ella contrataba a gente que era como ella. Despiadada, caótica y no demasiado lista. Pero la condesa tenía a aquellos fantásticos vérhounds. Por suerte, uno de los hombres de Smeinhet había escapado de un enfrentamiento con la guardia real y decía que había visto a Rapunzel con Flynn Rider, el ladrón de los carteles de «Se busca». Gothel había acertado: ¡los dos habían conspirado
juntos! Había sido una idiota por llevar el cartel a su hija como regalo de cumpleaños… Ninguna buena acción quedaba nunca impune. Por supuesto, había datos confusos en la historia. ¿Rapunzel «iba vestida como una malhechora», disfrazada, o estaba con una chica que vestía como una delincuente? Seguramente la segunda opción era la correcta, porque la otra chica no tenía el pelo plateado. Y, por supuesto, todos los lores y los hombres no habían hecho ningún caso a la otra chica, porque ¿qué importancia podía tener una chica cualquiera? Pero Gothel sí que se fijó en ella. Los nobles idiotas no sabían reconocer una pista. Fisgoneó en lugares equivocados y averiguó que se llamaba Gina y su madre era una anciana misteriosa que vivía en lo profundo del bosque y de vez en cuando curaba (o gritaba) a viajeros que pasaban por allí. Una bruja. Una de verdad. Alguien experto en esconderse de la gente y cuya hija viajaba con un delincuente buscado y con una princesa fugada. Los dos tenían que ocultarse desesperadamente. Ninguna otra persona (ningún hombre) había atado cabos. Puede que Gothel no tuviera poderes de verdad, pero conocía algunos trucos. La canción adecuada para activar el poder sanador de la Flor Gota de Sol. La plata para la protección. El agua fresca de una antigua fuente para disipar un encantamiento malo. Una mezcla de grasa de conejo y usnea frotada en la suela de los zapatos para andar por ilusiones y espejismos. El quid de la cuestión era… ¿cuál era la mejor forma de utilizar aquella información nueva?
Y ¿quién sería el afortunado noble que recibiría su ayuda? Pensó en las partidas de búsqueda de espías y soldados, guardias y mercenarios de todas las casas rivales que iban a la caza de Rapunzel. Kraske, Smeinhet, Thongel… … Bathory… A Gothel no le gustaba realmente. Esperaba que la puja eliminara a la condesa de forma natural; sin duda, había lores más ricos que ella. Pero ya lo pensaría más tarde. No habría subasta si no había premio. Había llegado el momento de que Gothel volviera a tener un papel activo para asegurar su futuro. Y el primer paso era recuperar la confianza de su hija…
Rapunzel Cuando se puso el sol y no quedaba buena luz para trabajar, Rapunzel estaba agotada pero satisfecha. Había pintado un mural detallado de las fases de la luna en la mesa de trabajo y lo había coloreado con los tonos pastel suave de los pigmentos de la anciana mezclados con un poco de agua. Cada luna tenía una cara y una expresión distinta. Había también florituras ligeras y etiquetas de texto en una preciosa letra gótica (para el día 6, escribió: «¿Cambiar de color?»). Incluso puso el sol real en medio para recordar quién era. Consiguió reunir sus poderes dos veces más mirando su mandala y se quedó encantada con los resultados: hizo que su brazalete coral rojo tiruliano se pusiera negro brillante y que un plato de tinte amarillo pálido se quedara negro azulado. Por supuesto, no tenía ni idea de si el color lo fijaba la fase de la luna o si era simplemente la forma que tenía de pensar en la luna, colocada en un cielo negro azulado. Pero se emocionaba al pensar que quizá podría crear cualquier color. Nunca tendría que volver a preocuparse de conseguir las pinturas correctas otra vez. Madre Gothel no tendría que viajar tan lejos a aquel lugar para encontrar el pigmento blanco… … y, por supuesto, en ese punto, se le cayó el mundo encima. Rapunzel suspiró, se levantó y salió fuera para despejarse. Y también para lavarse en el arroyo. Tenía los brazos y la cara
cubiertos de manchas suaves de color. Incluso Pascal estaba manchado. Sabía que se acercaba el momento de tomar una decisión. Tenía una idea de dónde la llevaría el destino, y probablemente no fuera de vuelta a su torre. Por supuesto, quería conocer a sus padres, pero ¿se quedaría en su castillo el resto de su vida? ¿Cuando había tantas cosas en el mundo? No sabía lo que hacía una princesa realmente, pero estaba bastante segura de que no tendría tiempo para estudiar magia en serio. (Y dudaba seriamente que la anciana fuera a vivir en el castillo para darle clases.) Fue hasta el corral de las cabras, que era más bien una sugerencia que algo que realmente las contuviera. Una cabra incluso hacía equilibrios en lo alto de un poste, bajando la mirada hasta Rapunzel y el mundo como si fuera su propio reino. Divertida, Rapunzel cogió unas flores y empezó a hacer una corona para ella. El mero hecho de poder coger todas las flores que quisiera y no tener que confiar en que su madre se las llevara era una clase de libertad. Si… Gothel… fuera realmente una bruja, a pesar de las dudas de la anciana, ¿enseñaría a su hija? Si Rapunzel volvía a la torre y su madre se disculpaba por todo y admitía que se había equivocado y las dos lloraban… y, después, vivían juntas como iguales, y Flynn y Gina la pudieran visitar, y quizá Flynn se podría quedar, también… Fantasías. Tonterías. Las ideas iban, venían y, al final, se le fijaban en la cabeza. Acabó la corona y se la puso a la cabra en la cabeza. —Ahora es usted la princesa real —le dijo, haciendo una reverencia—. ¡Buena suerte, alteza!
La cabra baló y enseguida empezó a comerse la corona, usando su larga lengua para sacársela de los cuernos. Rapunzel se rio. —¡Tiene usted toda la razón! Después, suspiró. Había llegado la hora de volver, con una parada rápida para dar de comer a Dodger unas flores que cogió. Dodger las aceptó sin ninguna expresión y sin dar las gracias, sus labios ágiles se las arrebataban y las masticaba al instante. Rapunzel decidió que había algo que aprender de las cabras. Volvió a la casa. Y se encontró con una escena muy extraña. —¿Puedo beber algo ahora? En un espacio que se había abierto convenientemente para él en la casa, había un hombre atado a una silla, con morados en las mejillas y poca inteligencia en los ojos. Iba vestido para luchar o matar, con botas gruesas, chaqueta y guantes; la insignia de su chaleco estaba cubierta por muchas capas de cuerda. Gina y Flynn estaban de pie a ambos lados de él. Estaban sucios y cansados, pero satisfechos. —¡Habéis atrapado a uno! —exclamó Rapunzel. —Sí —dijo Flynn, cruzándose de brazos. Por un momento, tenía furia en la mirada. Daba miedo—. Y seguro que te buscaba a ti. —¡Eh! Tú eres la chica del pelo de plata —dijo el hombre, nervioso. Después frunció el ceño, decepcionado—. El duque me habría dado una moneda de oro si te hubiera atrapado. —Cierra el pico, cretino —dijo Gina, dando un puntapié a la parte trasera de la silla.
—El duque de Kraske —dijo Flynn—. Conocido por pequeños episodios de robo de tierras, tener la cartera bien cerrada y, por extraño que parezca, la afición por pintar miniaturas. Pero este hombre no nos dice o no sabe por qué te quiere el duque. —Eres muy bonita —dijo el hombre amablemente—. Probablemente quiera casarse contigo. —Buen intento. El duque tiene prometida, una poderosa, la hija de un lord hugriano —señaló Flynn, volviéndose hacia Rapunzel—. No ha dicho nada sobre una princesa heredera ni ninguna magia, eh, P-E-L-O, y la brujita McTabitha de aquí no nos ayuda con algún abracadabra un poco persuasivo. —¡La magia nunca debe usarse para fines malvados! — protestó la anciana—. Sugiero la tortura de toda la vida. Pero eso no importa. Él no sabe nada. Lo único que ha hecho es confirmar lo que pensábamos: todos los lores de estas tierras te buscan, querida. —¡Brujas! —empezó a gritar el prisionero—. ¡Estoy en una casa de brujas! —Sí, te lo dijimos cuando te trajimos aquí —señaló Gina. —Ten, bebe esto —dijo la anciana con impaciencia. Cogió un cucharón de agua del cubo y le puso unas hierbas discretamente. Cuando se lo ofreció al hombre, lo lamió como un perro. Por lo visto, había olvidado que hacía poco estaba gritando por estar en una casa llena de brujas—. Llevadlo al cobertizo. Nos encargaremos de él más tarde, cuando se despierte. Soltadlo en algún punto del bosque mientras aún esté demasiado somnoliento para recordar cómo llegó ahí. —¿Qué quiere decir con lo de despertar…? Eh… —El hombre empezó a preguntar y los ojos le empezaron a
parpadear. —Deprisa, hagamos esto antes de que no pueda caminar. No quiero cargar con él —dijo Flynn. —De acuerdo —dijo Gina—. Pero si se desmaya, yo le sujeto la cabeza y tú, el trasero. —Ni hablar, hermana. Entre los dos lo levantaron, mientras se balanceaba mareado, y lo sacaron por la puerta. —Esto parece casi Navidad —dijo la anciana un poco melancólica cuando salieron—. Con todo el mundo en casa. Como cuando era pequeña. Antes de dejar el mundo atrás. «Antes de dejar el mundo atrás…» Rapunzel, de repente, vio aquel tranquilo valle con una nueva perspectiva: como una torre. Más bonita, pero igualmente oculta y solitaria. Gina iba y venía como Gothel… la anciana elegía quedarse ahí. ¿Por qué? ¿Por qué alguien se alejaría de un mundo lleno de tantas personas y cosas mágicas? Aventuras, aventureros, kvass, tabernas, caballos… —¿Por qué dejó el mundo atrás? ¿Es peligroso para las brujas? —Sin duda. Pero, en realidad, no quería que nadie interrumpiera mis estudios, mi meditación, mis pensamientos, mis descubrimientos… me gusta la paz y la tranquilidad. —Pero, si aprende algo, ¿cómo lo comparte con el mundo? —Bueno, supongo que normalmente no lo hago —dijo la bruja, encogiéndose de hombros—. Lo anoto todo en mis grimorios, y tengo algunos amigos con los que me escribo a veces, o a los que veo muy de vez en cuando… Realmente, se
podría decir que lo que hago es satisfacer mi propia curiosidad. Rapunzel se quedó callada. Quería que le gustara todo sobre la anciana. Pero aquella forma de vivir parecía no tener sentido. ¡Imagínate ser un maestro de las artes poderosas y mágicas y usarlas solo para tu interés y tus estudios personales! Rapunzel no se veía haciéndolo. Se sirvió una taza de té y salió fuera, donde estaban los demás. (Las puertas que llevaban al exterior todavía eran una novedad para ella, de modo que entraba y salía varias veces, sintiendo y oliendo la cabaña humeante y, después, las losas de fuera, que tenían su propio aroma mineral.) La tarde era sorprendentemente cálida; era como una sábana de aire dulce y tranquilo colgada encima del valle diminuto que se negaba a moverse por la brisa o los vientos helados de los cielos. La idea inicial de observar a Flynn y Gina tratar al prisionero se le olvidó después de fijarse en algo que brillaba de un modo extraño bajo el peral. Fue hasta allí a investigar. Había pensado que eran más luciérnagas o magia, pero, de repente, se dio cuenta de que eran sus colgantes, los bonitos adornos plateados que ella pensaba que protegerían al mundo de su pelo. Se sentó en el suelo suave y cubierto de musgo y pasó los dedos por los adornos, notando su peso diminuto y dejándolos caer. Al final, Flynn y Gina salieron del fondo negro del valle, tras acabar lo que fuera que estuvieran haciendo con el mercenario desmayado. Rapunzel los vio decir buenas noches (eso supuso) y se preguntó cómo habrían sido las cosas si ella hubiera sido una princesa en una torre encima de una ciudad.
O un pueblo pequeño. Habría podido observar las idas y venidas de la gente y los animales todo el día, como si fueran hormigas, y tomar notas sobre ellos, disfrutar de los pequeños dramas que representaban. Sin duda, eso habría aliviado el aburrimiento y la soledad. Flynn se volvió. Debía de haber visto a Rapunzel allí sentada. Cuando Gina volvió dentro, él siguió el camino. Balanceaba los brazos y mantenía un paso arrogante… pero iba mucho más despacio que de costumbre. —Hola, princesa —dijo, al acercarse—. ¿Te importa que me siente? —Solo si dejas de llamarme eso —dijo ella, dando palmaditas en el suelo junto a ella. Flynn le lanzó una sonrisa lasciva que desapareció enseguida. Rapunzel lo miró y vio que tenía una barba incipiente, la sombra de lo que sería una barba completa si se la dejara crecer. Lo hacía parecer más viejo y destacaba las ojeras y las mejillas hundidas. Estaba agotado después de cazar, capturar, interrogar y tratar con la única pista que tenían sobre el problema de Rapunzel. A Rapunzel le gustaba aquel aspecto. Todas sus caras falsas y su postureo habían desaparecido. No era el cansancio lo que era atractivo, sino el hecho de que no hubiera nada que ocultara al verdadero Flynn, al Flynn justo antes de quedarse dormido o justo después de levantarse por la mañana, el que había visto cosas y hecho cosas y sentido cosas y no tenía energía para mentir. —Bueno, ha sido un día poco aprovechado —dijo, mientras se sentaba junto a ella—. Lo único que hemos averiguado es que sí, todo el mundo te persigue. Todavía no está muy claro
el motivo. —Se estiró; la camisa se le tensó alrededor del torso, y se subió las mangas, que estaban raídas. Un corte irregular y sangriento le recorría todo el brazo izquierdo. Flynn no notó el grito ahogado de Rapunzel; estaba demasiado ocupado cerrando los ojos, inclinándose a un lado y tocándose el estómago con el puño. —Si te sirve de consuelo, hoy he usado mis poderes fantásticos para cambiar el color de las cosas —dijo con una sonrisa—. Bueno, un color. Negro. —Muy gótico. Y, oye, más de lo que yo podría hacer. — Bajó la vista al pelo plateado que le colgaba—. Este peinado te queda mucho mejor, por cierto. Neorromántico. Y… no es mortal realmente, supongo. —Es inofensivo —contestó Rapunzel con una sonrisa—. Al menos hasta que haya luna nueva. Incluso entonces, tengo que concentrarme y dirigirlo para que haga daño. Todavía tengo mucho que aprender, pero me siento… cómoda con él ahora. ¡Ya no hace falta que me lo ate! Flynn sonrió y, por un momento, parecía que fuera a tocarle el pelo, ahora que no era peligroso. La mano subió y flotó en el aire a medio camino entre él y ella… y, después, Flynn se alisó su propio pelo y se lo apartó de la cara. —Sí. Mi cabello también hace cosas. Pero es bastante dramático y se lo tienes que pedir con amabilidad, a veces, con un poco de gel. Rapunzel se rio. Una brisa fría al final se abrió paso desde el bosque hasta donde estaban, agitando las ramas de los sauces y abriéndose paso bajo la piel de Rapunzel. Se estremeció una vez, con el cuerpo ya desgastado por el agotamiento. Sin pensarlo, se apoyó en Flynn. Espontáneamente, él la rodeó con el brazo.
Era cálido y olía a… cosas que ella no sabía nombrar con precisión: ¿trabajo?, ¿chico?, ¿barba? No era malo. Solo era… Flynn. Estuvieron en silencio un rato. Rapunzel tenía la cabeza echada hacia atrás, mirando las estrellas a través de las hojas del sauce que se movían. —Todo esto es muy raro —dijo Flynn. Rapunzel se incorporó. —¡Perdona! ¡Lo siento! ¿Es raro? No sé. Siempre lo hacía con mi madre… —No, no, que te apoyes en mí está bien. ¡Hazlo! —dijo Flynn con una sonrisa—. Me refiero a que… todo esto es raro. Hace una semana, mi vida era robar, huir de la ley y de ladrones peores que yo. Y hacerme un nombre. Convertirme en una leyenda. Ahorrar para jubilarme pronto. Solo, debo añadir. »De repente, estoy rodeado de gente y tratando con brujas, conspiraciones internacionales, princesas reales, pelo mágico, cabras… —Su voz se fue apagando, mirando a su alrededor con cara de impotencia—. No sé si alguna vez volveré a mi antigua vida. —¿Quieres hacerlo? —le preguntó Rapunzel—. Me he estado haciendo la misma pregunta. —Bueno. —Se rio entre dientes en voz baja—. Tu vida era un desastre, no te ofendas. Si volvieras a tu vida de antes, volverías a estar sola en una torre. ¿Yo? Si tuviera mi vida de antes, tendría una corona, y quizá una chica, y… —Yo soy una chica —señaló Rapunzel. —Sí, pero… —dijo Flynn.
—Pero ¿qué? A pesar de que nunca había conocido a un chico, y mucho menos tratar con uno, Rapunzel sabía que la iba a besar. Podía verlo en la forma en la que él no parpadeaba, la forma en la que su propia cara estaba reflejada en los ojos de él. Se puso rojo y los labios se separaron un poco. Y, entonces, el momento había pasado. —Eres una princesa real —dijo, apartándose de ella. Miró deprisa aquí y allí a otras cosas como para refrescarse los ojos —. Eso hace que las cosas… sean distintas. La desilusión de Rapunzel enseguida dio paso a la furia que se apoderó de ella. —¡Deja de decirme quién crees que soy! —gritó, dando un golpe en el suelo con el puño—. ¡Antes de dejar la torre, yo solo era Rapunzel! En cuanto os conocí, no parabais de decir «Parece una princesa». Me juzgabais por mi forma de vestir. A pesar de que no os dejaba de repetir que no tenía criados, carruajes de oro, ni siquiera un amigo. —Pero… tú eres una princesa real —dijo Flynn—. Ahora lo sabemos. Y eso cambia realmente las cosas. —Quizá yo naciera como princesa real, pero no ha cambiado nada en absoluto en mí. Soy la misma persona que era ayer. Y controlo mejor mis poderes y mi pelo. Entonces, ¿por qué no me llamas «brujita» en vez de «princesa»? Podrías soltar igualmente tu rollo de «Hola, mírame, soy el gran Flynn Rider, soy tan divertido con mis apodos, historias y vida totalmente increíbles, y ¿no tienes celos, brujita?» —¡Eh, oye! —dijo Flynn, que sonaba herido—. Me he esforzado mucho para estar donde estoy hoy. Yo vine de abajo. Era huérfano, ¿te acuerdas? Tuve que labrarme mi propio
futuro desde que era Eug… esto… un donnadie sin blanca, ¡hasta ser el gran Flynn Rider! —Yo también soy huérfana, ¿te acuerdas? ¡Y no parece que pueda elegir quién soy! —Rapunzel, ¿por qué te enfadas? —preguntó Flynn, lanzando las manos en alto, exasperado—. Al final de esta pequeña aventura, tú te irás y serás una princesa real. Con poderes mágicos. Yo seré ejecutado por intentar besar a una princesa real, o iré a la cárcel, o… volveré a mi vida normal de robos y aventuras, que es fantástica, no me malinterpretes, pero no es como ser un príncipe real. »Esto… sea lo que sea, este momento entre nosotros, será solo un recuerdo divertido para ti dentro de unos años cuando seas reina y recuerdes tu vida. Y yo… vuelva a ser un donnadie. Otra vez. —¿Un recuerdo divertido? ¿En serio eso es lo que piensas de esto? Tu amabilidad, que arriesgaras tu vida por mí… tú… las flores que cogiste. ¿Crees que soy esa clase de persona? ¿Esa clase de princesa? —Rapunzel, yo… Rapunzel rebuscó en la bolsa. —Toma —le dijo, sacando la corona y tirándosela—. Aquí tienes tu corona. Seguro que te dan una recompensa extra por devolverla junto a la princesa. Y entonces todo esto no será más que una historia divertida que contarás en una taberna dentro de unos años cuando seas rico y estés jubilado y eches la vista atrás. Flynn se quedó pasmado al ver aquella cosa ligeramente dañada, sucia, brillante y pesada que tenía en las manos… Y, entonces, dijo algo totalmente equivocado.
—¿La has tenido todo este tiempo? Rapunzel se quedó boquiabierta, como si respirar aquella estupidez fuera a hacer que la entendiera. Se puso de pie y lo miró solo el rato suficiente para soltarle: —¡Eres lo peor, Flynn Rider! Después, se fue con paso firme.
Rapunzel —¿Sabes? Si vas a seguir haciendo esto, vamos a tener que asignarte una cabra de vigilancia para que te siga a todas partes. Rapunzel abrió un ojo y vio a Gina mirándola con indiferencia. Por un momento, no supo dónde estaba estirada, pero la cálida incomodidad de estar metida entre dos cabras se lo dejó claro enseguida. Y el olor. Lo que Rapunzel al principio había pensado que era raro, pero de alguna forma reconfortante en aquel momento la venció hasta el punto de tener náuseas. Se cubrió la nariz con un mechón de pelo y, para su horror, se dio cuenta de que también olía a cabra. —Sí, esto… ¿quizá quieras bañarte o algo…? —sugirió Gina. Ella parecía limpia: por una vez, no vestía la ropa de viajar y luchar, sino una túnica verde corta que parecía cómoda y sandalias, y llevaba una trenza impecable que aún estaba húmeda, como si se la hubiera hecho justo después de lavarse el pelo. —Quizá —admitió Rapunzel, saliendo con cuidado de entre las cabras, que parecían un poco ofendidas porque se fuera. Pascal les dijo adiós con la mano, pero no estaba claro si era porque se alegraba o porque le entristeciera irse.
—Hay una buena charca arroyo arriba —sugirió Gina, pasándole un trapo viejo, pero limpio y un tarro pequeño. Los aceites semisólidos o lo que fueran tenían un leve olorcillo a algo animal (cabra), pero estaban cubiertos con hierbas claras y limpias y flores secas. —Creo que lo tenías planeado —dijo Rapunzel con tono acusador. Mientras se adentraban en el bosque, el pelo de Rapunzel la siguió a su espalda; Gina siguió mirando hacia atrás como si fuera una serpiente o algo inesperado y quizá un poco espeluznante. La charca brillante a la que llegaron era preciosa y el agua estaba helada, como vio Rapunzel en cuanto metió un dedo del pie. Se puso a temblar e hizo una mueca. —Perdone, alteza —dijo Gina—. Es lo único que tenemos. Rapunzel cogió agua con la mano y salpicó a Gina. —¡Estoy harta de que los dos me llaméis así! ¡Ni siquiera sé cómo es ni cómo actúa una princesa! —Vale —dijo Gina, encogiéndose de hombros mientras el agua le bajaba por la cara—. Si te molesta tanto, paro. —¿En serio? —No es nada serio. Solo es un juego, no sé. Nunca has tenido amigos que bromearan contigo, supongo. —No, nunca los he tenido. —Rapunzel lo pensó mientras colocaba a Pascal con cuidado en un trozo de roca iluminado por el sol. Después, se desnudó y se obligó a meterse en el agua deprisa, sin dudar. Apretó los dientes y se negó a tiritar: no sabía cómo eran las princesas reales, pero las futuras reinas tenían que ser valientes y estoicas si querían que su pueblo las respetara, ¿verdad?
Gina observó con fascinación (y quizá un poco de horror) cómo Rapunzel metía todo el pelo en el agua, brazada tras brazada. —¿Flynn y tú habéis discutido? —¿Te lo ha dicho? —le preguntó Rapunzel, sin saber si, además de tener curiosidad, estaba enfadada o esperanzada. —No, pero era bastante obvio después de que tú te fueras a dormir con las cabras y él se pusiera a caminar dando pisotones fuera. —Le devolví la corona. Se la lancé, más bien. Gina abrió unos ojos como platos de la sorpresa. De repente, Rapunzel se dio cuenta de lo que significaba aquel gesto desconsiderado para la otra chica. —Uf… Te prometo que cuando… cómo se dice… haya sido restaurada en mi reino, ¡me aseguraré de que tú consigas otra recompensa! ¡Igual de brillante! O le obligaré a que la parta por la mitad o algo así. —No, yo… eh… no necesito media corona —dijo Gina. Después, se lo pensó—. Bueno, en realidad, estaría bien. Podría comprar un caballo. Y una capa mejor. Quizá si consigues otra corona, me la podrías dar a… mí… mm… un caballo. Me refiero a que me des un caballo, no que se la des a uno. Pero Flynn… —Oh, ¡ya basta! Él solo quiere acabar con esto, conseguir su recompensa y pasar página. Yo solo soy… una historia secundaria en la épica del gran Flynn Rider que se ha inventado sobre sí mismo. La princesa a la que rescató en el camino a la fama y la fortuna.
Se limpió el cuerpo y el pelo enfadada y en silencio durante unos minutos antes de salir del agua. Gina no dijo nada más. La otra chica había tenido el detalle de llevarle otra túnica. No estaba teñida y era de color hueso; era de lana de Angora, por supuesto, no el lino ni la seda a los que estaba acostumbrada Rapunzel. —¡Princesa! —murmuró para sus adentros con ironía. No era tan áspera como se temía y se había suavizado con el tiempo. —Perdona, es de mi madre —dijo Gina—. Tú y yo tenemos una… constitución distinta. Si no, te dejaría una mía. Rapunzel intentó no mirar los músculos y las curvas de Gina y luego su pecho plano. No estaba avergonzada, solamente tenía curiosidad. Cogió a Pascal y salieron del bosque. Rapunzel se sentía como si acabara de hacer algún rito antiguo, como si fuera una sacerdotisa que se bañaba en un arroyo sagrado y, después, se ponía las vestiduras del ritual. Su pelo plateado solemnizaba la idea, arrastrando tras ella como si fuera un atuendo élfico. —Quizá —dijo Gina, de repente y sin venir a cuento, aunque era obvio que había estado rumiando la idea—… Flynn diga todas esas cosas sobre entrar y salir porque teme que le hagan daño. Quizá… tenga miedo de tener que irse y perderte por tu nueva vida como princesa. Puede que no pueda decir eso y entonces se limita a decir «princesa» un montón de veces. Rapunzel abrió unos ojos como platos, sorprendida. Nunca se le había pasado aquella idea por la cabeza.
De vuelta en la cabaña, su «nuevo» vestido de lana liso ofrecía un lienzo en blanco y una oportunidad emocionante de probar su magia y olvidarse de Flynn un rato. En la tabla, era el día 8; en su mural/mandala, era casi cuarto creciente. Se quedó mirando fijamente la imagen y la repasó con la punta lisa de su carboncillo, sintiendo la forma de la luna. El pelo le empezó a brillar. —Rayas —murmuró—. Quiero rayas en mi túnica. ¡O topos! Se puso de pie y levantó los brazos, dejando que el pelo cayera contra el vestido por delante y por detrás cubriéndolo por completo. Había destellos por todas partes y, de repente… Notó algo que le picaba y le hacía cosquillas en el brazo. Rapunzel se volvió y dio un grito al ver que un extremo de un hilo perdido estaba agitándose despacio en el aire, levantándose y arrancándose de la túnica. Era un hilo de la trama, el que urde toda la prenda y la mantiene unida… y se estaba desenredando. Muy rápido. Cuando fue lo suficientemente largo para tocar el suelo, empezó a acumularse allí, tirando cada vez más deprisa. —No, ¡basta! ¡No es mía! —gritó Rapunzel. Cogió el hilo para intentar pararlo, pero se movía desesperadamente para soltarse, posiblemente como un gusano. Pero, por lo visto, su orden bastó para que los destellos se disiparan y dejara de deshacer la prenda. El pelo dejó de brillar; la túnica solo estaba un poco deshecha en la parte de arriba. Sintiéndose extrañamente agotada, se cayó en el taburete y vio el desastre que se había armado.
«¿Por qué había hecho aquello?» ¿Acaso aquella fase de la luna significaba destrucción? ¿Desentrañar? La magia seguía siendo de transformación, eso estaba claro. La túnica había recibido un efecto y había cambiado. No había desaparecido ni se había ido volando ni nada por el estilo. Se sentó en silencio un rato, bebiendo té, descansando y estudiando su mandala. Después, lo volvió a intentar, esa vez, sosteniendo la taza manchada de negro. El cambio fue tan rápido que no pudo pararlo: en un visto y no visto, la taza se espesó y, al final, se hundió formando una pila húmeda de arcilla. —¡Oh, no! —exclamó Rapunzel. Quería guardar aquella taza como recuerdo de una de las primeras veces que había hecho la magia correctamente, sin producir ninguna muerte. Desanimada, tocó con tristeza el pequeño pegote de arcilla con uno de sus palitos afilados. Por lo visto, el poder del día 8, el cuarto creciente, era «transformar» un objeto en una pila de basura. Lo que tenía sentido; estaba más cerca de una luna nueva, que era la muerte, y casi en la mitad de la luna llena, que era la curación. Se estremeció al pensar lo que le haría a un pollo o a Pascal. Como no le apetecía intentar otra cosa inmediatamente, buscó a su alrededor algo que pudiera hacer relacionado con la magia. En un trozo de corteza, pintó una luna llena, y en el otro lado una luna en cuarto creciente. Era un pequeño símbolo que podría llevar encima si necesitaba usar su magia y no tenía el mandala de la mesa de la anciana. Quizá algún día ella tendría su propio taller (en su cabeza se parecía un poco a la habitación principal de su torre) con una pared entera en la
que haría imágenes de la luna… Y quizá pintaría el suelo también. Estaba satisfecha con su trabajo, pero ya lo consideraba acabado, así que empezó a jugar con otras cosas de la mesa. Una pluma, un cristal, un par de tijeras de esquilar cabras… Cogió las tijeras con interés. Gothel le había dicho que si se cortaba el pelo se moriría. En cambio, la anciana afirmaba que era una tontería, que solo afectaría a sus poderes, en todo caso. Y, si se paraba a pensarlo, Rapunzel a veces perdía algún pelo que se le quedaba enganchado en algo, o cuando se lo peinaba. Los pelos muertos se volvían de color marrón opaco, y era algo que le daba mucho miedo cuando era pequeña. ¿Le quitaba un día de vida? ¿Un mes? ¿Un año? Con aire pensativo, se envolvió un mechón de pelo alrededor de los dedos. Mordiéndose el labio, levantó las tijeras… —¿Rapunzel? ¿Qué haces? ¡No! Flynn había entrado sin hacer ruido (y se había quedado parado en la puerta, preparándose para decir algo teatral), pero enseguida olvidó los juegos. Fue corriendo y le cogió las manos, apartándolas de ella. —¿Qué…? ¡Oh! —exclamó Rapunzel, confundida y pensando un momento qué hacía Flynn—. Pensabas que me iba a hacer daño a mí misma. ¿No has oído lo que ha dicho la anciana? Cortarme el pelo no me matará. —Oh. No, no lo he oído —dijo Flynn, derrumbándose contra el extremo de la mesa de trabajo. Pero no le soltó la mano derecha—. Quizá cuando el grupo se entere de algo
importante como eso, podríais informarme, sabes, mantenerme al tanto de las novedades. —Lo siento —dijo, un poco apenada—. Supongo que esto tenía mala pinta, ¿verdad? —No tienes ni idea. Rapunzel, yo… creo que me he muerto un poco cuando lo he visto. Flynn abrió la boca, intentando decir algo más. ¿Iba a ponerse en modo Flynn Rider divertido? ¿O iba a decir algo serio? Rapunzel apenas podía respirar, pendiente de lo que fuera a hacer. De repente, la besó. No fue como la noche anterior, cuando hubo una pausa y una sensación de expectación. Le cogió la cara con las manos y apretó los labios contra los de ella. Con desesperación, quizá como si ella hubiera estado a punto de morir. Rapunzel temblaba y, durante un breve instante, se asustó por si su magia se estaba activando. Pero no pasó nada. Cuando Flynn paró, Rapunzel se acercó y le tocó los labios suavemente. No quería que acabara el momento. —No quiero perderte —susurró Flynn—. Pero si tengo que hacerlo… preferiría que fuera por un final feliz que por… —Bandidos y mercenarios, o una muerte relacionada con el pelo, lo sé. ¡Te importo de verdad, Flynn Rider! —Es una maldición realmente —dijo él con un suspiro dramático, retrocediendo. Volviendo a ser totalmente Flynn Rider—. Soy demasiado sensible y bondadoso. Desde que era niño.
Era gracioso aquello de imaginárselo de pequeño, antes de que se diera esos aires… Rapunzel abrió mucho aquellos ojos verdes, sorprendida. ¡Un niño! —No los destruye —gritó Rapunzel, apartándolo con cuidado, pero firmemente—. ¡Vuelven a las etapas anteriores! Rapunzel cogió el pegote de arcilla y se lo pasó por los dedos. —Oh, sí, ha sido un momento encantador, Flynn; ahora, ¿puedo volver a mis cosas de brujas? —bromeó Flynn. Rapunzel no le hizo caso. —¡El poder del cuarto creciente es rejuvenecer algo, lo devuelve a una versión anterior! —le explicó con tono triunfal —. Esta era mi taza. Ahora, ha vuelto a ser arcilla. ¡Y la túnica también ha empezado a deshacerse! Seguro que, si no hubiera parado el proceso, habría vuelto a ser lana o vellón. —¿Increíble? ¿Hurra por la diosa? —¡Sí! ¡Y tanto! —dijo Rapunzel, radiante, y lo volvió a besar en los labios—. Todo es increíble. —Mira, me podría quedar y hacer esto todo el día. Me alegro por ti. Pero esto también es muy muy raro, y no es mi fuerte, así que te dejo que lo hagas tú. Podemos seguir con lo otro después. —Se dio la vuelta para irse, pero se paró al llegar a la puerta—. ¿Estás, estamos…? —Te perdono —dijo Rapunzel, revisando su mandala y fingiendo ser altiva. —¿Tú me perdonas a mí? Estoy bastante seguro de que yo no he sido el único participante en nuestra pel…
—¡Fuera de aquí! Antes de que te convierta en un niño de pecho o ¡en una rana! —Rapunzel agitó las manos amenazadoramente por encima de la cabeza. —¡Me voy! —Flynn agachó la cabeza y salió corriendo. Rapunzel tuvo un ataque de risa. Intentó concentrarse en la magia y no en cómo era besarlo. Le costó.
Una pluma se ponía lisa y de colorines y desaparecía, ¿volvía al pájaro del que se había caído? Un clavo torcido se convertía en un trozo de acero. Una roca seguía siendo una roca, aunque ella sudara y se concentrara y casi se desmayara usando la magia. Quizá se hiciera algo más grande. Daba que pensar cuántos miles de años llevaba la roca con un tamaño y una forma casi iguales. Una cáscara de huevo se convertía en una guarrería repugnante en la que decidió no volver a pensar nunca más. Estaba agotada y necesitaba un descanso, así que decidió salir a tomar el aire. Una cabra la siguió (y ella fue dándole manojos de flores), y las dos caminaron juntas por el pequeño valle hasta el otro extremo, donde había empezado su viaje hasta el círculo de piedras. Había algunas flores suculentas y todavía sin morder por allí. De repente, la cabra se quedó inmóvil. Movió una oreja y giró aquellos ojos espeluznantes para mirar hacia el bosque. Rapunzel también se detuvo, imitando inconscientemente a la cabra en su forma de inclinar la cabeza. Había un sonido lejano, intermitente y confuso. ¿Era algo que se movía por la
maleza? ¿Era un ciervo haciendo algún ruido? ¿El sonido de hombres disparando? —¿Hola? —dijo Rapunzel con precaución. Había leñadores en el bosque, por supuesto, y cazadores, y otras personas que, de vez en cuando, iban a parar al valle oculto de la anciana. Y, en aquel momento, el bosque estaba lleno de refugiados de El Patito Frito. Y también de hombres que intentaban capturarla. ¿Era mejor esconderse o volver corriendo a la cabaña y avisar a los demás? ¿O debería enfrentarse a los intrusos potenciales? ¿En calidad de futura reina y presente hechicera? La cabra baló una vez y empezó a galopar de una forma extraña. —Buena idea —decidió Rapunzel, siguiendo su ejemplo. Puso una mano sobre Pascal para darle estabilidad y se puso a correr hacia la casa. Flynn y Gina podrían enfrentarse a cualquiera, y la anciana sabría lo que hacer. Podía defenderlos con grandes poderes o regañar a Rapunzel por temer a los lugareños. Mientras bajaba por debajo del peral, dos hombres saltaron desde las ramas y la atraparon. Uno la agarró violentamente de los brazos, apretando fuerte; el otro le tapó la boca con una mano grande enguantada para que no pudiera gritar ni morderle. Rapunzel cayó en la cuenta de que los ruidos del bosque eran una artimaña: una muy inteligente y sutil para distraerla del verdadero peligro. Dio patadas y agitó los brazos. Intentó recordar lo que habían hecho Gina y Flynn cuando los había visto luchar.
Y no consiguió nada. Era como chocar contra una pared. Con movimientos rápidos y eficientes, el que le había puesto la mano en la cara le pasó una cinta de piel por la boca y se la anudó alrededor de la cabeza. El otro la sujetó y le ató los brazos a un lado. Al final, la hicieron caer al suelo con fuerza y le enrollaron unas cuerdas alrededor de los tobillos, tirando firmemente. Aquello dolía de verdad; la áspera cuerda de cáñamo le irritaba la piel desnuda. Cuando ya estaba atada como una oruga, el primer hombre (que Rapunzel apodó «el de la mordaza») gruñó con tono de aprobación. Después, se agachó y se la puso al hombro como si no fuera más que una muñeca. Rapunzel se retorció, forcejeó e intentó darle una patada en las costillas con la punta de los dedos del pie, pero no consiguió atravesar el chaleco de piel del hombre. Levantó la cabeza, solo lo suficiente para ver la acogedora casita perdiéndose a lo lejos, y la dejó caer contra el hombro del bandido todo lo fuerte que pudo, pero lo único que consiguió fue hacerse daño en la nariz con un horrible crujido. Intentó invocar su magia. Convertirlo en un chico no sería mortal y probablemente sería bastante sorprendente, pero estaba agotada. No pasó nada, ni siquiera un destello. Rapunzel gritó incoherentemente, esperando que pensaran que era algo terrible: maldiciones, palabrotas y groserías. (En realidad, no sabía ninguna, pero esa era su intención.) En cuanto la habían llevado lo suficientemente lejos en el bosque para quedar oculta de la casa, se pararon y la tiraron al suelo. —Voy a avisar a Kraske —dijo el que no era el de la mordaza—. Tú, vigílala.
Rapunzel intentó no pensar en que para controlar a Flynn o Gina se habrían quedado los dos guardias. ¿Cuándo se daría cuenta alguien de que no estaba? ¿Flynn iría a la casa, buscándola? Arqueó la espalda y hundió los talones en el suelo, tensando las cuerdas. Su guardia la vigilaba aburrido de aquella diversión. Su chaqueta grasienta tenía un perro con algún tipo de árbol en la parte superior derecha. Pascal asomó una nariz prudente por el pelo, olisqueando el aire para ver si estaría a salvo. —«Ascal» —susurró Rapunzel—. «Oh, auuda. An i a na. Inn. Inn a. Oh, auuda.» El viejo Pascal podría haberse ido a toda velocidad, habría sido un rastro líquido de color a través de la hierba. No habría entendido nada y habría vuelto después de comerse una mosca o dos. En cambio, ese Pascal comprendió perfectamente lo que le pedía y empezó a volver a la casita con una determinación evidente. Pero los dragones por lo visto no estaban hechos para caminar en tierra. Sus extraños dedos del pie estaban hechos para agarrarse a las ramas y las enredaderas. Rapunzel lo observó desilusionada mientras avanzaba: si tenía suerte, llegaría a la casa al anochecer. Su captor, que había estado cortándose las uñas con un cuchillo muy afilado, empezó a hacer girar el cuchillo entre los dedos con aire pensativo. —Oye, un mechón de ese pelo tuyo sería un buen trofeo. Aunque supiera que cortarlo no le haría nada, la amenaza de su cara y el destello de su espada eran aterradores.
—Así todo esto valdría la pena —continuó diciendo con una sonrisa repugnante—. Cruzar este bosque apestoso y encantado. Mi primo se perdió aquí, sabes. Y, cuando volvió, divagaba, contando que había brujas y tonterías de esas. Oh, sí, este será mi premio. De repente, Rapunzel no estaba segura de si solamente le iba a cortar un mechón de pelo. Empezó a gritar otra vez… Y el hombre abrió unos ojos como platos y se cayó hacia delante. Rapunzel gritó y consiguió apartarse justo a tiempo cuando aquel cuerpo gigante y con armadura parcial cayó al suelo junto a ella. Justo donde él había estado apareció Gothel con un pesado mazo en la mano. —¡Buf! —soltó Rapunzel, asombrada. La mujer de pelo oscuro estaba estirada todo lo alta que era, de puntillas, con los brazos levantados y el delgado cuello forzado con el esfuerzo de alcanzar la cabeza del hombre para conseguir un golpe perfecto. Parpadeó despacio, como si le impresionara su propia valentía. —¡Buf! —exclamó Rapunzel otra vez. —Rapunzel —dijo Gothel, respirando hondo y poniéndose una mano en el estómago—. No me puedo creer lo que acabo de hacer. ¿Y tú? —¡Buf! —dijo por tercera vez, con los ojos llenos de lágrimas. No estaba segura de por qué estaba llorando. Sin duda, estaba abrumada por la gratitud, pero también era por ver a su madre, su madre, allí de pie, derrotando a los malos.
Siempre había dicho que Rapunzel necesitaba a su madre para protegerla… y tenía razón. —Venga, vamos a salir de aquí, vaya desastre —dijo Gothel, cogiendo el cuchillo de la mano del hombre inconsciente con un movimiento eficiente. Rapunzel la observaba asombrada. Más tarde, recordaría aquel momento. Con qué rapidez y facilidad había quitado el arma de la mano de un hombre derribado. No era algo que una chica que hubiera pasado la vida en una torre hubiera pensado necesariamente. Al menos, habría tardado un momento en considerarlo, habría mirado a su alrededor antes de decidir cuáles eran sus opciones. Pero eso sería después; en ese momento, mientras su madre se inclinaba y empezaba a serrar metódicamente todas las correas y cuerdas, lo único que podía sentir Rapunzel era alivio y gratitud. —Oh, mi pobre tesoro —dijo Gothel, frotando los brazos de su hija para que le volviera a circular la sangre. —¡Madre! —Rapunzel lloraba, y se lanzó hacia delante, abrazando a la otra mujer con tanta fuerza que parecía que estuviera intentando fusionar los cuerpos. —Oh, ya está, ya está —dijo Gothel, un poco molesta, como siempre, por la respuesta emocional de su hija. Era como si sus manos, tan diestras y eficientes un momento antes, ya no supieran qué hacer; se quedaron colgadas en el aire inútilmente, incluso la que sostenía el cuchillo. —Todo el mundo me persigue, madre —dijo Rapunzel, llorando—. Y eso ha puesto a todos mis amigos en peligro, y hay mercenarios por todas partes, y todo estaba empezando a ser maravilloso…
—Ya está, ya está, vamos a salir de aquí antes de que vuelvan y nos encuentren y vean a ese hombre en el suelo. — Se puso de pie y dio la mano a su hija para ayudarla a levantarse. Después, le pellizcó una mejilla—. Ya basta de lágrimas. Sabes que envejecen prematuramente. Me lo puedes contar todo mientras volvemos a casa. —¿A casa? —repitió Rapunzel, un poco desconcertada. Se sorbió y se limpió la nariz. (Pascal había detenido su maratón hacia la cabaña para mirar lo que estaba pasando y parecía sopesar la situación. No se fue corriendo enseguida hasta Rapunzel. Era casi como si pensara que seguía siendo buena idea ir a avisar a los demás de lo que ocurría.) —Sí, a casa —dijo Gothel, poniendo bien la sencilla túnica blanca que se había quedado torcida en los hombros de Rapunzel—. ¿Qué es esta cosa horripilante? ¿Haces el papel de mujer de pastor en alguna especie de obra de Navidad? Buf, mira el corte. Será mejor que te asees y te pongas uno de tus vestidos, y te haré tu sopa preferida… —Pero… —Rapunzel miró hacia atrás, hacia la cabaña, a donde Pascal había decidido dirigirse por razones que solo él conocía. El asombro y la alegría de haber sido rescatada por su madre la estaban abandonando como la bruma del alba encima del bosque… y detrás de aquellos sentimientos inicialmente buenos había una masa de confusión: razones, preguntas, asuntos, problemas. Al final, lo que llegó a sus labios fue lo más sencillo: —Pero quiero presentarte a mis amigos. Gothel se rio, con un tintineo, y un buen rato.
—Oh, estoy segura de que no me quieren conocer, pobre de mí. No, es mejor irse mientras uno puede, como se suele decir. No hay tiempo para largas despedidas. Queremos evitar que nos atrapen otra vez, ¿verdad? —Pero… ¿no deberíamos avisarlos, como mínimo? — insistió Rapunzel—. No saben lo que me ha pasado, ni que hay hombres peligrosos en el valle. Deberían estar preparados para… espera, ¿cómo me has encontrado? ¿Cómo viste dónde estaba este sitio? Está escondido por arte de magia. Aquella última pregunta la tomó desprevenida. —Bueno, tengo mis métodos con las artes, sabes —dijo su madre—. Te seguí… —Si tienes esos métodos, ¿por qué no sabías la verdad sobre mi pelo? —exigió Rapunzel, señalándose los mechones que le colgaban por los hombros—. Que no solo mata. Que es inofensivo a menos que yo invoque los poderes a propósito. Que puede hacer otras cosas… y que no me moriré si se corta… Gothel retrocedió, con los labios ligeramente abiertos, como si estuviera inhalando despacio el aliento de todo el mundo. Al final, habló. —No soy perfecta, cariño, lo he hecho lo mejor que he podido. Imagínate que te den una niña con poderes que acaba de matar a sus padres… —Yo no he matado a mis padres —la interrumpió Rapunzel. —Oh, así que lo sabes. —Gothel se mordió el labio y puso cara de tristeza—. El rey y la reina solo intentaban hacer lo mejor para su país. No les culpes.
—No lo estaba haciendo —dijo Rapunzel, confundida. ¿Su madre ni siquiera lo intentaba negar? —Mira, podemos arreglar todo esto en casa. Quizá incluso podríamos organizar una reunión con tus padres. ¿Te gustaría? Creo que ya tienes edad para afrontarlo. Soy nueva en todo este asunto de la maternidad, Rapunzel. He pensado en ti como mi bebé, la primera y la última, durante demasiado tiempo. No quería perderte, y es egoísta, lo sé. —Suspiró—. Me he equivocado. Deberías haber sabido la verdad hace años. Ven y lo arreglaré todo. Te lo prometo. Te lavas, comes una buena comida, duermes bien y, después, yo me ocuparé del tema del rey y la reina, de tus padres. Rapunzel empezó a inclinar la cabeza. Todo empezaba a encajar; era todo muy fácil. Después de ser atrapada y manipulada con violencia, la idea de estar en su propia cama, con sus cosas y durmiendo una buena y larga siesta sonaba maravillosa. ¡Y conocería a sus padres! ¿Quizá Gothel estaba cambiando? ¿Quizá su madre solo necesitaba una oportunidad de ver lo serio que se tomaba ella lo de querer irse y ver los farolillos, el mundo? Y como ya lo había visto, su relación había cambiado. Veía a su hija como a una adulta, lista para asumir la verdad de sus orígenes. Pero… ella había aceptado todas las novedades que le había comentado Rapunzel sin inmutarse ni contradecir nada. Alguien que hubiera creído realmente durante veinte años que el pelo de su hija podía matar ¿quizá mostraría sorpresa al oír aquellas revelaciones? ¿O alegría por cómo eran las cosas en realidad? Y… dado que Rapunzel ya estaba fuera, en el mundo, ¿no podía ir a ver a sus padres? ¿Ella sola? ¿Directamente? ¿Sin pasar antes por casa?
Gothel dio la vuelta para irse y, después de guardarse el cuchillo en el cinturón, con suficiencia, ya había echado a andar. —No… —dijo Rapunzel, más tranquila de lo que quería, más alto de lo que se imaginaba. La punta de la cola de Pascal se curvó un poco. —No —repitió con firmeza. Gothel se detuvo y se volvió, solo un poco, no completamente, como si no valiera la pena girarse del todo, quizá porque eso significaría que se había dibujado una línea de verdad en la arena. Era como admitir que se estaba retando su autoridad. —¿No? —preguntó, con voz neutra. —No, madre. Al menos, no ahora mismo. —Rapunzel no estaba segura de si debía sentirse como una cobarde por decir la segunda parte—. No voy a abandonar a mis amigos mientras hay hombres peligrosos cerca y no me voy a ir sin despedirme. Ni siquiera estoy segura de que me vaya a ir aún. —Claro que te vas a ir, tesoro —dijo Gothel con una gran sonrisa que quizá fuera más fría de lo que había deseado: la luz de una estrella fugaz fracasada y no la de un fuego cálido —. Si no, ¿dónde irías? Madre te cuidará, te tratará las heridas, te dará de comer… —No, lo siento, no —dijo Rapunzel, intentando no cruzarse de brazos—. Aún no. Tengo cosas que hacer. —¿Qué cosas? —preguntó Gothel, acercándose a ella despacio. Parecía que creciera y que se cerniera sobre su hija. —Cosas. —Rapunzel titubeó un poco, sintiéndose idiota—. Quiero estudiar mi pelo, dar de comer a las cabras, hablar con
Flynn… —Pero ¡qué dices! Estás delirando. Dar de comer a las cabras. Lo que me faltaba por oír. Debes de haberte dado un golpe malo en la cabeza, pobrecita. Ven conmigo antes de que pase algo peor. —Y, con eso, Gothel cogió de la mano a Rapunzel y empezó a caminar otra vez, arrastrándola a la fuerza detrás de ella. —He dicho que no —dijo Rapunzel, soltándole la mano. Le picaba por la fricción—. Ven conmigo si quieres conocer a la gente que me ha ayudado, o vete a casa, sola. Yo no voy a ir allí contigo ahora. —Tú harás lo que yo diga. ¡Soy tu madre! —siseó Gothel. —Tengo diecinueve años —dijo Rapunzel con calma—. Soy una adulta. La mayoría de las chicas ya están casadas a esta edad. Al oír aquello, Gothel se empezó a reír de repente. Era desagradable y los ojos le brillaban por aquella ironía maligna. —Oh, no tienes ni idea —susurró—. Iba a hacer esto de la forma más fácil, iba a arreglar las cosas y hacer que no te dolieran. Pero, por lo visto, tú solo escuchas si te obligan a hacerlo. —¿De qué hablas? ¿Madre? —preguntó Rapunzel, atrapada en el cerrado y estrecho lugar entre la rabia y el temor—. ¿Qué estás diciendo? Una voz sonó en algún punto del bosque: —¡Rapunzel! —¿Flynn? —Rapunzel dio media vuelta, mirando a su alrededor para ver si lo veía. —¿Dónde estás? —gritó Gina, desde otro punto cercano.
—Estoy… —Rapunzel se volvió, pero su madre se había ido. Había desaparecido en las sombras, no había ni rastro de que hubiera estado allí en absoluto, salvo por el hombre inconsciente que había en el suelo y el cuchillo que faltaba en el cinturón del mercenario—. Aquí —acabó de decir, nerviosa.
Rapunzel El tiempo que tardaron Gina y Flynn en encontrarla fue imposible de medir: Rapunzel se quedó mirando fijamente hacia el sitio en el que había estado su madre y notó que el bosque se había quedado en silencio. En parte, esperaba que todo aquello hubiera sido una alucinación, un deseo invocado. Pero dudaba de que su mente hubiera podido inventar detalles tan concretos. La habilidad de Gothel con el cuchillo y el noqueo del vigilante, por ejemplo… —Eh, ¿estás bien? —Gina fue la primera en llegar, con su propio cuchillo fuera—. Cuervo santo… —añadió al ver al hombre inconsciente en el suelo. Flynn le iba pisando los talones. Tenía las mejillas sonrojadas por el esfuerzo de correr y los ojos muy abiertos por la preocupación. —Mi madre —dijo Rapunzel sin fuerzas. —¿Este tío es tu madre? —preguntó Gina, confundida. —No, mi madre ha estado aquí y le ha golpeado en la cabeza —dijo Rapunzel tímidamente. ¿Se iba a desmayar? Se sentía vacía por dentro. No débil, sino más bien vaciada. Su piel todavía era fuerte y dura. Eran sus entrañas lo que había perdido. —Un momento —dijo Flynn—. ¿Tu madre ha aparecido en medio del bosque, ha golpeado a este hombre en la cabeza y
ha desaparecido? Rapunzel asintió, incapaz de hablar. «Princesa estúpida — se dijo a sí misma—. Vas a llorar como una cría. Flynn y Gina no serían tan débiles. Sonreirían y presumirían del peligro en el que habían estado.» Sonrió. —He pasado un poco de miedo un momento —dijo alegremente—. Era una trampa. Había dos hombres que me atraparon y… —¿Qué ocurre? ¿Estás bien? —preguntó Flynn. —¿Qué te pasa en la boca? —preguntó Gina. —¿Cómo sabía tu madre dónde estabas? —preguntó Flynn. —¿Cómo ha llegado aquí tu madre? —preguntó Gina—. ¿Dónde está ahora? —Creo que tengo que sentarme —admitió Rapunzel, poniéndose una mano en la cabeza. —Vamos a casa —dijo Flynn, cogiéndola del brazo. Rapunzel dejó que la guiaran. Los pensamientos avanzaban hasta sitios que ella ni siquiera había considerado aún como si fueran el agua que queda en el suelo cuando se rompe una jarra que llega a recovecos que eran difíciles de limpiar. Su madre había encontrado el valle secreto de la anciana y había conseguido entrar porque, según dijo, sabía manejar las cosas. Pero… ¿y los hombres que habían llegado al valle antes de ella? ¿Cómo habían entrado? Era demasiada casualidad. De alguna forma, Gothel los habría llevado hasta allí sin darse cuenta…
O los condujo ella a sabiendas… Había sido extremadamente conveniente que ella hubiera aparecido justo a tiempo para salvarla. Y no podría haber preparado una demostración mejor de que Rapunzel estaba mucho más segura con ella en la torre. ¿Qué había dicho su madre al final, con tono amenazador? «Iba a hacer esto de la forma más fácil…» Flynn vio a Pascal y, sin pensárselo dos veces, lo cogió y se puso en el hombro a aquel animal que al principio le había parecido tan desagradable. Rapunzel se dijo a sí misma distraídamente que tenía que recordarlo. Era importante. La anciana ya estaba de pie en la puerta de la casa, haciéndoles señas para que entraran. Había zarzas nuevas y espinosas que crecían alrededor de los bordes de la casa. Por la mañana, no estaban. Eran grandes, negras y de cuento de hadas y tenían pinchos tan largos como los dedos de Rapunzel y eran tan gruesas como un cuchillo. Probablemente no provocarían la muerte de nadie que las cruzara o se cayera encima de ellas, pero seguro que no era una sensación agradable. Podrían sacarte un ojo. —Deprisa —dijo—. He añadido más potencia al hechizo de la ocultación, pero no sé cuánto durará. Es más fuerte alrededor de la casa. Forasteros en mi valle, ¿os lo podéis creer? ¡Sucias alimañas! ¡Bandidos! Ponedla en la cama. Rapunzel no recordaba haber visto ninguna cama en la casa. Pero en ese momento vio una estructura de madera rústica que incluía un colchón de verdad. —Estoy bien —se quejó Rapunzel, que se sentó tiesa en el colchón y se negó a estirarse. Las reinas, las antiguas reinas de
sagas y mitos, las doncellas de la espada y las que luchaban contra los romanos, lo aguantaban todo con valentía. (Las princesas de los cuentos de hadas eran tan delicadas que ni siquiera podían dormir si había un guisante escondido entre los colchones que tenían debajo.) —Por lo visto, has forcejeado —dijo la madre de Gina con un silbido suave, al ver las quemaduras en los tobillos de Rapunzel donde le habían atado las cuerdas. —Las cosas se han descontrolado un poco —dijo Rapunzel en voz baja—. Siento mucho lo de su valle. Todo esto es culpa mía. La anciana sacó el bastón y la golpeó rápidamente en los nudillos. —¡Ay! —gritó Rapunzel. —¡Ma! —gritó Gina, horrorizada. —Oh, lo siento —dijo la anciana recatadamente, alisándose las arrugas del vestido—. Te he interrumpido. ¿Estabas a punto de disculparte porque unos vándalos te han atrapado y te han atado? Sigue, por favor. —Pero ellos no estarían aquí si no fuera por mí —protestó Rapunzel—. Os he puesto a todos en peligro. Flynn se lanzó hacia delante y cogió el bastón antes de que la anciana lo pudiera volver a usar. —No seas boba, chica —dijo, enfadada y frustrada—. ¿Habría sido mejor si los hombres violentos no hubieran llegado a mi valle tranquilo? Por supuesto. ¿Es culpa tuya que alguien les haya ordenado que te sigan y te secuestren? A menos que haya algo que no nos hayas contado (como que has ahogado al gato favorito de alguien últimamente), creo que
podemos echar la culpa directamente a quien decidiera secuestrarte y a los que obedecieran esas órdenes ciegamente. Rapunzel respiró hondo. —Gracias. Por señalarlo. Y por creerlo. —Dice que su madre ha estado allí y que la ha salvado de los malos —dijo Gina. La anciana frunció el ceño. —¿Dónde está? ¿Qué te ha dicho? —No tengo ni idea y nada. Nada que signifique realmente algo —dijo Rapunzel con un gesto de impotencia—. Lo único que ha dicho es que quería que volviera a casa. No, que iba a llevarme a casa. No aceptaba un no por respuesta. Me ha dado miedo. Y… ¿cómo ha llegado aquí? Y los guardias… de alguna forma, sabía que estarían justo ahí… —No soy de las que cuentan cotilleos de maliciosos sobre gente a la que no conozco, sobre todo, las madres de otra gente —dijo la anciana mientras se sorbía la nariz—, pero todo esto suena muy sospechoso, debo decir. —De acuerdo. Podemos teorizar sobre las madres y sus motivos después —dijo Flynn—. Esta casa segura ya no es segura oficialmente. Tenemos que irnos… pero ¿dónde vamos? Los tres empezaron a discutir, comentando diferentes posibilidades. Rapunzel no los escuchaba realmente. ¡Qué brillante y desconocido había parecido su futuro solo unos días antes! Horriblemente vacío, pero lleno de posibilidades, como un cielo nocturno cubierto de estrellas cuando está tan claro que
tienes muy buena visibilidad y vislumbras todas sus formas y las distancias entre ellas. … Y ahora se estaba reduciendo a una línea inevitable. Rapunzel sospechó hacia dónde había señalado desde su nacimiento. —Solo hay un lugar que tenga sentido —dijo, interrumpiendo a sus amigos—. Un lugar en el que estaré segura. —El castillo. Tengo que volver con mi madre y mi padre. Todos se quedaron en silencio, dándole vueltas al asunto de mala gana. —Feliz para siempre, la princesa recuperó el trono —dijo Flynn al final—. Fantástico. Un final limpio. Me gusta. Flynn no sonaba feliz. Y no había ninguna sonrisa patentada por Flynn Rider que encajara con aquellas palabras. —Realmente no quiero ir allí todavía —dijo Rapunzel con un suspiro—. Hay muchas otras cosas que quiero ver y hacer antes. Ni siquiera sé cuáles son. ¡He vivido tan poco fuera de mi torre! —En caso de que alguna vez estemos en público en algún sitio comentando esto —dijo Gina—, intenta no mencionar lo enfadada que estabas por llegar a ser princesa, y, luego, reina, para el resto de tu vida. Al público quizá no le haga mucha gracia. —¿Y si tu madre te hubiera impedido tener aventuras? — contestó Rapunzel—. ¿Y si te hiciera estar en casa o si alguna otra cosa te obligara a no salir? ¿Y tú supieras que existe un mundo grande lleno de tesoros que buscar? ¿Y si hubieras vivido con comodidad y hubieras comido golosinas cada noche y hubieras tenido vestidos bonitos, y una ventana desde
la que pudieras ver todo el mundo, y supieras que tú nunca formarías parte de él? —Buf. Es raro si lo pones así —dijo Gina, con aire pensativo—. Realmente, no puedes comparar la falta de… ¿elección? Con la falta de ropa y comida. Pero supongo que yo preferiría tener hambre estando en un camino que estar gorda estando en un trono. —Bien dicho —dijo Flynn, poniendo una mano en el hombro de Gina—. No creo que ninguno de los dos prosperara en ese mundo. Rapunzel lo fulminó con la mirada. —Es decir, yo podría —admitió—. Algún día. No diría que no a tener por fin una bonita propiedad en algún sitio cálido con muchos sirvientes y un armario interior. Sería agradable tenerlo cuando uno es anciano. O cuando tiene treinta años… —Muy bien —dijo la anciana, poniendo los ojos en blanco —. ¿Cómo pensáis llevar a nuestra Rapunzel al castillo? —Nos ceñiremos al plan original de los farolillos. —Flynn agarró la diminuta mesa de comedor y reorganizó las cosas que había encima, haciendo un mapa del reino y de las tierras de alrededor—. Nos alejaremos del camino y abriremos camino por el bosque. Saldremos a la costa norte, pese a mi piel sensible, bajaremos… —Pero… —dijo Gina. —Creo que la vieja carretera del rey estará bien si acertamos con el cálculo y no hay marea alta… —Espera —Gina lo volvió a intentar. —¿Qué, Gina?
—No tenemos que escondernos durante todo el camino esta vez, ¿verdad? —Oh no, estaba pensando que sería divertido que nos diera una paliza todo el mundo en estas tierras: guardias, salteadores, nobles, mercenarios… —dijo Flynn moviendo la mano—. ¿Quizá deberíamos repartir entradas? —No, o sea, sí, pero… lo único que tenemos que hacer de verdad es evitar a los que van por libre y a los hombres que buscan a Rapunzel. —Sí, eso es lo único. Pero ¿tú te oyes? Igualmente, tardaríamos un día en llegar ahí… Rapunzel se aclaró la garganta. —Gina, ¿tienes algo que añadir? —Pues solo… —Respiró hondo—. Si nuestro objetivo ahora es conseguir que Rapunzel esté sana y salva, no tenemos que evitar a todo el mundo. De hecho, cuanto antes topemos con el capitán Tregsburg o uno de sus hombres, mejor. Trabajo acabado. Ellos se pueden encargar de llevarla hasta el castillo. Flynn la miró un buen rato. —Sí, eso también podría funcionar —decidió, acariciándose la barbilla—. ¡Y sin quemaduras por el viento salado del mar! Gina sonrió tímidamente a Rapunzel. Rapunzel alargó el brazo y le apretó la mano. —Gina, eres una gran aventurera. No necesitas el permiso ni la aprobación de nadie para decir lo que piensas. Simplemente, di lo que quieras y ¡hazlo!
—De acuerdo. Nos dirigiremos al suroeste hasta Harecross —dijo Flynn, señalando una pieza de la mesa cerca de la sal —. Es el cantón más cercano fuera de la capital. Con suerte, podremos parar a un guardia o unirnos a un carro de mercaderes de forma segura desde allí hasta el castillo. —Pues ya tenemos un plan —dijo Gina. —¿Te apuntas, princ… Rapunzel? —preguntó Flynn. Rapunzel sonrió. —Con vosotros dos trabajando juntos, creo que el plan es infalible.
Rapunzel se permitió dar un último vistazo a la casa del valle. Las espinas habían crecido aún más mientras ellos hacían las maletas y se preparaban para irse; las cañas que parecían enredaderas eran más altas que las ventanas y las cubrían casi por completo. La anciana se despidió de ellos desde la entrada. Parecía mucho más vieja, diminuta y delicada; era como una abuela de taza de té que uno podía poner en una esquina y colocarle luego una bonita corona de flores, quizá darle un poco de pastel. No era una bruja poderosa que escapaba de graves dificultades. —¿En qué estás pensando? —preguntó Flynn con curiosidad. —No puedes entrar en la misma torre o granja de cabras dos veces —respondió Rapunzel, con una sonrisa que solo era ligeramente triste—. Porque no es la misma torre o granja de cabras, y tú no eres la misma persona.
—Sabes, eres bastante rara —dijo Flynn, pero con admiración—. Rara y bruji. Sí, eso es lo que te voy a llamar a partir de ahora: ¡Bruji! Rapunzel suspiró y negó con la cabeza. —¿Necesito un apodo? ¿Hay algún problema con Rapunzel? —Es demasiado largo —dijo Flynn, encogiéndose de hombros despreocupadamente—. Además, si hay que elegir entre que a nuestro héroe lo ejecuten por darle un beso a una princesa o que lo conviertan en rana por darle un beso a una bruja, bueno… no tengo problemas en salir con el bueno de Pascal y los otros anfibios viscosos. Fue a chocar los nudillos con el lagarto, pero Pascal se negó, sacando los pies y apartando la cabeza. Flynn aprovechó el momento para dar un beso rápido a Rapunzel, justo debajo de la oreja, y, después, se apartó enseguida. Había sido un momento de cariño que se había disipado como un destello mágico. Luego, le lanzó una sonrisa traviesa. —Los lagartos no son anfibios y no son viscosos —dijo Gina, que iba detrás de ellos. —Gracias, profesora —contestó Flynn—. ¿Por qué no vas a buscar una sala de conferencias o algún otro sitio en el que dar sermones? Rapunzel sonrió para sus adentros y deseó que los tres pudieran seguir así para siempre.
Rapunzel El cantón de Harecross era, según los dos aventureros, «basura». Más grande que un minifundio, pero más pequeño que un pueblo. De todas formas, era impresionante para Rapunzel. Había alrededor de una docena de casas que eran ligeramente más grandes que la de la anciana (por fuera, al menos). Pequeños campos y pastos las rodeaban, pero sin las filas limpias de cereales que había pintadas en los libros de Rapunzel; había plantas y hierbas desordenadas y serpenteantes como repollos, nabos o remolacha. (A Rapunzel le encantó verlo. Una vez había plantado la parte de arriba de una remolacha en vez de poner las hojas en un guiso. A la planta le salieron más hojas, pero no más remolacha. Al no vivir cerca del suelo, estaba fascinada por todas las cosas que crecían bajo tierra y se preguntaba si una princesa real podría algún día arrancar una remolacha, solo para verla.) Había ovejas, pero no vacas; un burro, pero no caballos. Había gansos, pero no pollos. El camino hasta la aldea era poco más que tierra compactada. Pero había personas. Hombres y mujeres en los campos con azadas y herramientas agrícolas macizas. Estaban de pie en lo alto de
los manzanos, haciendo vete a saber qué. Una mujer intentaba que una oveja tozuda se moviera, tirando de ella con una cuerda áspera. A veces, las mujeres tenían sombrero o pañuelos parecidos a una toca que les envolvían la cabeza, pero, en general, tenían la cara despejada, con el pelo recogido en complejas trenzas y espirales, pero ninguna tan complicada como había sido la de Rapunzel, por supuesto, y en todos los tonos del trigo y las castañas. ¡Y niños! Casi le dio un ataque. Rapunzel supo al instante lo que eran, incluso sin haber visto nunca a un niño en vivo y en directo antes, salvo por la niña que veía reflejada en el espejo. Estaban jugando a un juego que consistía en que dos niñas aguantaban un palo y había que saltar por encima o pasar por debajo, la altura y las decisiones de las jugadoras se basaban en unas reglas que Rapunzel no pudo discernir enseguida. Una fila de siete niños en ropa variada pero similar, sin tener en cuenta el sexo, animaba a los participantes o se burlaba de ellos. Rapunzel se puso de puntillas y se puso a bailar, emocionada. —¿Podemos acercarnos? —rogó. —¿A los… mocosos? Claro, supongo —dijo Flynn, encogiéndose de hombros—. No son animales salvajes, ¿sabes? —¿Les pareceré rara? ¿Qué hacemos sobre mi pelo? —Algo realmente inteligente que deberíamos haber pensado hace una hora —afirmó Flynn con ironía—. Si alguien pregunta, diremos que eres una de esas monjas de la
montaña o alguna otra cosa religiosa. Eso les cerrará la boca y quizá te mantenga a salvo. —Y mientras tú estás, esto…, observando a los niños, creo que iré a buscar al que haga sidra seca —decidió Flynn—. Un sitio como este no tiene taberna, así que la gente tiende a quedar y cotillear donde compran la sidra. Quiero enterarme de si hay noticias sobre ti o sobre la intriga internacional en el bosque. Jeens, vigila a Bruji, ¿vale? Gina asintió, la miró fijamente y se puso las manos en las caderas, obviamente, lista para luchar con cualquiera que se acercara demasiado y encantada de que le hubieran encargado aquella tarea. Rapunzel, que ya se estaba acercando a los niños, no se fijó. —¡Hola! —exclamó alegremente, saludándolos con la mano. Los niños se volvieron para mirarla con expresiones mezcladas: aprensión, vacío, curiosidad, regocijo. Algunos solo miraban el pelo. —¿Puedo jugar? —preguntó Rapunzel, con esperanza. Una niña, que sostenía una cuerda del palo y que era más alta que la mayoría, parecía escéptica. —¿Quieres jugar a palo alto, palo bajo? —Los mayores no juegan —le dijo un niño con voz seria —. Los mayores trabajan. —Bueno, yo juego —dijo Rapunzel, con las manos en las caderas. —¿Por qué tienes el pelo tan largo? —dijo la niña más pequeña que no era un niño con edad de llevar pañales con
educación y palabras cuidadosamente formadas—. ¿Por qué es del color de los peces? —¡Es que me crece así! —respondió Rapunzel con una sonrisa—. Bueno, ¿cómo se juega? La otra niña que sostenía el palo se encogió de hombros. —Tienes que venir hacia nosotros gritando «palo alto» o «palo bajo», si gritas «alto» y das un salto y lo consigues, vale una rana de oro. Si vas por debajo y está por debajo de nuestra cintura, no vale nada. Si igualmente lo ponemos bajo y tú saltas tampoco vale nada. Pero si lo ponemos bajo y tú cruzas por debajo, ganas una rana de oro doble. Y si gritas «bajo», es al revés, ¿lo entiendes? —¡No he entendido nada de nada! —dijo Rapunzel con alegría—. Pero empecemos, y ya me enteraré. Gina observó con un rostro ilegible mientras Rapunzel hacía cola, se movía nerviosa, daba palmas y gritaba mientras se ganaban puntos. Animaba a los perdedores con el mismo entusiasmo. Cuando por fin le llegó el turno, saltó con habilidad y entusiasmo, con los pies tan descalzos como los del resto de los niños. El pelo iba tras ella en olas brillantes que provocaron una explosión espontánea de gritos de todos. Nunca marcó ni un solo punto (o «rana»), siempre estaba gritando o haciendo algo mal en el momento equivocado, pero lo hacía con energía y tiraba del pelo que tenía detrás con tanta fuerza que a veces parecía una mascota. Después, jugaron a saltar al burro y al corro de la patata. Este último fue su preferido. No era la más alta, pero igualmente tenía que dar pasos diminutos para no aplastar a los más pequeños, ni sacarlos de la fila. Cuando se pusieron a dar vueltas cada vez más deprisa, el pelo le voló como una cinta y los rodeó con
una corona plateada… Y, después, todos se cayeron, riéndose encantados. —Y ¿podéis hacer esto todos los días? —les preguntó Rapunzel cuando recuperó el aliento—. ¿Todos? —La mayoría de los días —dijo uno de los chicos, encogiéndose de hombros—. O fingimos que somos caballeros y damas. —O trepamos a los manzanos. —O, en invierno, vamos en trineo. —¿Qué es un trineo? —Pues, sabes, es… —La chica mayor miró con exasperación a otro niño, posiblemente, su hermano—. Coges un trozo plano de madera, o algo que hayas tallado o un escudo viejo o algo así, y cuando las montañas estén cubiertas de nieve, vas a la cima y, bueno, es mejor si haces una pista, o alguien hace una pista primero, y la bajas, por la nieve. —Y peleas de bolas de nieve —añadió el hermano de la niña—. Haces una bola de nieve con las manos, así, y, después, se la tiras a la gente. Por extraño que parezca, Rapunzel tenía ganas de llorar. —Este es uno de los mejores días de mi vida —dijo, tragando saliva—. Pero… nunca he tenido un hermano, ni una hermana, ni amigos con los que jugar. Siento que me lo he perdido todo. —Lo siento —dijo la segunda niña más pequeña de todo corazón—. Parece horrible. Pero ¿eres una princesa? —Sí —dijo Rapunzel, limpiándose la nariz con la manga.
—Entonces, ¿no consigues festines y bailes y carne de ciervo y carruajes? —preguntó otra niña pequeña, sorprendida. —No lo sé. No hace mucho que lo soy. —Pero ¿te dan al menos dos comidas al día? —le preguntó un niño pequeño—. ¿Incluso al final del invierno? Rapunzel frunció el ceño y acercó al niño (y se distrajo con eso un momento. ¡Qué sensación tan maravillosa! ¡Un cuerpecito cálido que se le doblaba en el brazo, que quería que lo sostuvieran y lo acariciaran!). —No te entiendo. ¿Qué quieres decir? Se encogió de hombros. —Al final del invierno, ¿sabes? Cuando toda la comida que han guardado tus padres ya se ha acabado y no hay nada en el bosque todavía y los conejos gordos están dormidos y si tienes pájaros aún no han puesto huevos. —Y tus padres y hermanos mayores comen una vez al día, quizá, pero a ti te dan más a escondidas porque tú eres pequeño y a ti te duele más —añadió otro niño con impaciencia. —¿Una vez al día? ¿No hay comida? —preguntó Rapunzel, intentando entender—. Pero… pero… Tenía demasiadas preguntas y el mundo se movía y cambiaba detrás de sus ojos. ¿De dónde sacaba siempre la comida Gothel para ellas? ¿En invierno? No tener nada que comer nunca había formado parte del mundo de Rapunzel, excepto cuando la castigaba por haberse portado mal y no le dejaba comer manzana asada de postre. Rapunzel estudió a los niños, que no le estaban tomando el pelo ni estaban enfadados con ella por no saber cómo
funcionaba el mundo. No la juzgaban. Quizá estuvieran un poco sorprendidos, pero nada más. —No —dijo ella, decidiendo ser tan sincera como ellos—. Nunca he estado todo un día sin comer. Supongo que esa es una de las cosas que me convierten en princesa, aunque no baile en bailes y conquiste los corazones de los caballeros. Nunca lo había pensado. Era como lo que había dicho Gina: realmente, no se podían comparar las dos cosas. Rapunzel se había sentido sola toda su vida, pero había tenido comida más que suficiente. Allí había niños que jugaban entre ellos todos los días, tenían la libertad infinita del bosque y la carretera, y pasaban hambre todos los años. ¿Por qué tenía que elegirse una cosa o la otra? ¿Quién podía elegir? —Creo que ser princesa tiene que ser aburrido —dijo la niña más grande—. Tener que vestirse elegante siempre y comportarse correctamente y aprender latín. Prefiero trepar a los árboles y casarme con un salteador de caminos. —No conoces a ninguno —dijo otra niña, dándole un golpe en el hombro. En ese momento, Flynn volvió del sidrero, limpiándose la espuma del labio y pasando una jarra a Gina. —Compártela con la Bruji —dijo, mirando a Rapunzel—. Y bebéosla rápido; será mejor que nos demos prisa. Los niños soltaron desilusionado a la vez.
un
«ohhhhhhhhhhhhhhhhhhhh»
(Excepto la niña que había dicho que se casaría con un salteador de caminos; dio con el codo a su amiga, señaló a Flynn y susurró: «¿Quién es?».)
—Gracias por una tarde maravillosa —dijo Rapunzel, con una reverencia—. Me habéis dado mucho en lo que pensar. Gina ofreció la jarra a Rapunzel para que bebiera primero y bebió con ansiedad. Era refrescante y seca y sabía a como cuando mordía una manzana fresca de otoño. —Chinchín —dijo Gina, que la recuperó y brindó. —Bueno, sin duda, hay malas noticias en el horizonte — dijo Flynn—. Se ha visto a demasiados hombres armados de fuera del reino. La gente de aquí está guardando sus objetos de valor y encerrando a sus hijas y enviando quejas a los guardias reales, pero ya está. Y no se comenta nada de princesas reales, brujas malvadas, torres ocultas ni pelo mágico. —¿Y de coronas inocentemente.
desaparecidas?
—preguntó
Gina
—Quizá se especule un poco sobre ese tema —aceptó Flynn—. Probablemente, deberíamos ir al castillo lo antes posible con el próximo grupo o caravana de mercaderes que veamos. —De acuerdo —dijo Gina, limpiándose los labios—. Voy a devolver la jarra. Quizá la rellene… Rapunzel y Flynn pasearon por la aldea, mirando las casitas y observando a los niños volviendo a hacer grupos de juego, organizando el resto de la tarde en la que ya no había una princesa. Los campos estaban cubiertos por una bruma: había polen y polvo y miles de pequeñas arañas flotando en paracaídas de seda, buscando tierras foráneas para empezar a vivir. Rara vez las arañas llegaban tan alto como su torre, aunque a veces pasaba. Rapunzel cogía una y ahuecaba la mano para observarla. La araña diminuta levantaba las patas delanteras como si la estuviera saludando. Rapunzel subía los
brazos y la soltaba, viendo con asombro y envidia cómo se introducía en los vientos haciendo espirales. —Hablando de la corona, probablemente querrás que te la devuelva —dijo Flynn, sacándola como si estuviera haciendo un truco de magia, haciendo equilibrios con ella en la punta de los dedos. —Perdona por habértela lanzado —dijo Rapunzel, sin cogerla. —Por favor. Me han lanzado cosas mucho peores algunas mujeres. Ya me gustaría que más damas me tiraran coronas. En vez de zapatos, o copas, o dagas… —¿Cuánto de lo que dices es cierto en realidad? —Menos de lo que me gustaría y más de lo que debe oír una princesa real —dijo. Y había un rastro de verdad en su voz, algo auténtico. —Vale —dijo ella, cogiendo la corona y volviéndosela a meter en la bolsa. —Oye, ¿no te la vas a poner? —preguntó él, fingiendo estar horrorizado—. Todavía no estamos en el solsticio de verano: los vestidos de terciopelo y las coronas antes de las cinco de la tarde son totalmente aceptables. Rapunzel se rio y, de repente, se dio cuenta de que, en algún momento, mientras ella estaba jugando con los niños y él se suponía que estaba consiguiendo información y sidra, se había afeitado. Todavía tenía las mejillas algo irritadas por la cuchilla, pero el tono rosa no le restaba atractivo. Y así los pómulos destacaban aún más. Y, un momento… ¿se había peinado? ¿Era porque se iba a despedir?
¿Era eso? Esa noche, Rapunzel tendría un encuentro incómodo con unos padres a los que nunca había conocido, viviría en un castillo, y él se iría, probablemente con una bolsa de oro como recompensa, para encontrar aún más oro en otro sitio, en otra aventura. Quizá Gina fuera con él. Libres por los caminos. Rapunzel miró hacia el bosque, al camino por el que habían llegado. —¿Y si doy media vuelta? —le preguntó. —¿Perdona? —¿Y si huyo contigo y con Gina? —Oh, yo siempre trabajo solo. No hay sitio para aficionados —dijo, señalando con el pulgar a Gina. Rapunzel lo fulminó con la mirada. —Vale, vale. Es broma; ella se puede defender sola. Pero tú, no. A menos que tu pelo también pueda lanzar misiles de piedra estilo Gina… —Vale, y sobre eso. Aquí tengo este increíble pelo mágico —dijo, lanzándolo y moviéndolo para hacer hincapié en lo que decía—. No comprendo del todo sus poderes. ¿Tan egoísta sería encerrarme como ha hecho la anciana, con ella, para estudiarlo y entenderlo todo? ¿Para convertirme en una hechicera de verdad, en una maestra de eso? ¿Aunque tarde cien años? —Supongo que todo depende de lo que quieras hacer con tu vida —dijo Flynn, acariciándose la barbilla con la mano—. Mis deseos son bastante sencillos. ¿Qué es lo que quieres tú? —Sabes, hasta hace poco, me lo había preguntado mucho. Ahora, creo que podría ser la pregunta equivocada. Quizá es
qué debería hacer. —Y ¿a quién le importa lo que debas hacer? La vida es corta. La gente es cruel. Diviértete mientras el sol brille y deja que los demás se ocupen de sus propios problemas. —Oh, ¿este es el consejo del gran Flynn Rider? —preguntó Rapunzel. Y enseguida se sintió mal por haberlo dicho—. Lo siento, ha estado fuera de lugar. —No, has dado en el clavo —dijo, un poco triste—. Así es como vive Flynn Rider. Pero también sabe de lo que habla: el mundo no valora los «debería». Mis padres deberían haber vivido o deberían haberme mantenido con ellos. El orfanato debería haber obligado a que los chicos mayores me dejaran de pegar. Yo debería ser capaz de ganarme la vida decentemente haciendo algo que fuera legal, si yo quisiera. Cosa que no quiero. Pero la cuestión es que, si tú crees que deberías hacer algo, hazlo. Pero porque tú quieres. No porque tengas que hacerlo. —Es difícil de entender —dijo Rapunzel, con una sonrisa. Pero ¿qué quería hacer ella? Jugar con niños. Todos los días. Montar a caballo. Nunca, pero nunca, volver a vivir en una torre. Proteger a brujas inofensivas y ancianas de la crueldad. Reconstruir El Patito Frito. Hacer que la gente dejara de morirse de hambre en invierno. Cambiar las cosas.
No limitarse a flotar a lo lejos como un farolillo de luz por encima de todos, como una chispa que se olvida enseguida. —Quiero conocer a mis padres —dijo Rapunzel con más emoción de la que quería transmitir—. No puedo elegir nada hasta que vea todas las opciones que tengo. —Pero después de haber conocido a tus padres, a la pareja real, ya no hay vuelta atrás —la avisó Flynn. —Lo sé. De algún modo, se habían unido más. Ella cogía la bolsa con fuerza con las dos manos, apretándosela contra el pecho. Había algo ligeramente extraño en la piel de Flynn, dulce y profundo, que no tenía ni rastro de grasa de cabra. Un aceite de afeitado, quizá… «¿Por qué estoy pensando en aceites de afeitado?», pensó Rapunzel. —Bueno… ¿Y tú? ¿Tú quieres vivir feliz para siempre sobre un montón de dinero… —dijo ella con ternura—… y… nada más? —No tiene sentido malgastar el tiempo soñando con cosas que no puedes tener —dijo él, conmocionado—. Yo puedo tener mucho dinero. —Pero ¿eso es todo lo que quieres? —insistió. Tenía los ojos muy abiertos y no pestañeaba. ¡Y eran tan dulces y castaños! Rapunzel se podía caer en ellos, verse arrastrada… —¡CHICOS! Gina estaba gritando, corriendo hacia ellos a toda pastilla, moviendo los brazos.
—Jinetes. Una docena —dijo, sin aliento—. Vienen del norte. No son la guardia real, pero no he podido ver la insignia que llevan. —No podían saber que estamos aquí —dijo Flynn, poniendo una mano en la espada. Gina asintió. —Creo que solo están de paso porque evitan la ciudad. Pero igualmente tenemos que salir de aquí. Rapunzel frunció el ceño mientras observaba. Levantando polvo en una carretera que era casi todo polvo había una tropa de caballos, ni trotaban ni iban al paso. Había algo arrogante es su forma de moverse y en sus jinetes, que llevaban plumas y se sentaban con la espalda rígida. Rapunzel sintió un dolor desagradable en el estómago. Los que la habían atrapado y la habían atado eran malos, pero había algo aún más siniestro y odioso en aquellos hombres. Quizá fueran los perros grises y delgados como látigos que iban a su lado, cuyas narices extrañamente puntiagudas olfateaban el aire como si fueran ciegos. —¡Los vérhounds (los perros de Bathory)! —exclamó Flynn—. ¡Rápido! ¡Vamos al bosque! De repente, uno de los perros empezó a aullar: un lamento agudo y fantasmal que no parecía un perro en absoluto. Los treinta segundos siguientes fueron los peores que había experimentado Rapunzel en su vida, incluyendo los días en los que era pequeña y estaba sola y se quedaba llorando en la torre cuando su madre no llegaba. Corrieron.
Gina y Flynn la cogieron cada uno de un brazo para ayudarla a correr. El cuerpo de Rapunzel, que ya estaba al límite por varios días de hacer cosas que nunca había hecho, fue puesto a prueba. Se obligó a mover los pies, a abrir más las piernas, a correr por el suelo más deprisa. Lo único que se oía era el ruido de sus pisadas y su respiración entrecortada. Todo lo demás parecía estar sumido en un extraño silencio… hasta que se oyó el estruendo de los cascos de los caballos justo detrás de ellos. Gina se paró, soltó a Rapunzel y se volvió. Sacó la honda y apuntó. Rapunzel se tropezó. Estaba confundida y procuró quedarse con su amiga. Flynn empujó a Rapunzel hacia delante para alejarla de ellos, como si fuera el corazón de una manzana, como si fuera una niña. Y, después, él también se volvió para enfrentarse a sus perseguidores. Gina ya había conseguido hacer caer a un jinete con un misil y estaba preparando otro tiro. Flynn corrió hacia delante, gritando y moviendo las manos y atacando con la espada como un loco. Eran caballos entrenados para el caos en el campo de batalla, pero uno sucumbió a su exhibición. Los ojos se le pusieron en blanco del pánico y lo esquivó a pesar del horrible tirón que dio su jinete a las riendas. Sin hacer caso de las pezuñas peligrosamente afiladas que subían y bajaban, Gina soltó la honda y atacó al hombre que tenía más cerca. Hundió la daga profundamente en la parte sin protección de su pierna, entre la bota y la rodilla. Él gritó y los caballos también… Rapunzel sabía que debía seguir corriendo. Pero también sabía que no podría correr más que alguien a caballo. Y no
podía apartar la mirada; su destino dependía de lo que pasara en aquel momento, en la habilidad y la fuerza de dos personas que unos días atrás no la conocían y que en ese momento estaban arriesgando la vida para salvarla a ella. A pesar de que no hubiera necesariamente una recompensa. Flynn consiguió robar una espada a uno de los hombres y la blandió con destreza, dando vueltas y girando, pero estaba rodeado. ¿Qué debía hacer Rapunzel? ¿Debería…? Nunca pudo averiguarlo, porque los perros la acorralaron. Se abalanzaban sobre ella, la olisqueaban, la pateaban y aullaban, golpeándola y tirándola hacia atrás. Dientes, uñas y patas y cosas huesudas y afiladas la estaban ahogando, pisando, picoteando, arañando… Pero no mordiendo. Los perros habían encontrado su presa y estaban agitados, alertando a sus amos de la captura. Más allá de eso, no hicieron nada, ya que estaban entrenados para no matar ni desgarrar a la presa. —¡Basta! —gritó Rapunzel, protegiendo a Pascal con una mano. Intentó rodar sobre el estómago, por instinto. De repente, vio que la levantaban por las axilas unas manos ásperas que la alejaron así de los perros. Dando vueltas en el aire y sostenida encima de la cabeza de alguien, obtuvo una vista breve y aterradora de la pelea: Gina estaba haciendo caer a un hombre de su caballo, con los dedos profundamente hundidos en su costado. El último mercenario a caballo dio a Flynn con la empuñadura de la espada, golpeándolo con habilidad en la
cabeza. Rapunzel gritó. Flynn se desplomó en el suelo. El hombre hizo girar al caballo y agarró la espada como si fuera una lanza. Y se la tiró con todas sus fuerzas a Flynn. Gina soltó al hombre con el que estaba luchando y se lanzó hacia Flynn, agarrándolo alrededor del torso y apartándolo del camino. La espada seguía atrapada en el brazo, en lo que parecía la cavidad del hombro. No del todo inconsciente, Flynn gritó. —¡No! —gritó Rapunzel—. ¡No! Y, entonces, tiraron de ella por el bosque, alejándola de sus amigos. Estaba en manos del enemigo.
Rapunzel Estaba totalmente sola. Esa vez, Rapunzel tenía que rescatarse a sí misma y no confiar en que lo hicieran los demás (su madre, una chica desconocida, un ladrón famoso, una bruja blanca). Intentó concentrarse en ese hecho mientras llevaba las manos atadas a la espalda y la lanzaban encima del lomo de un caballo. Con mucha más profesionalidad que la vez anterior en la que la habían atado. (Al pensarlo, se dio cuenta de que si se estaba convirtiendo en una experta de cómo ser amarrada en condiciones, había algo que iba realmente mal en el mundo o en su propia vida.) Intentó invocar sus poderes. No podía llegar al amuleto de luna que había hecho, pero, en realidad, no importaba. Estaba demasiado agotada para concentrarse y se iba dando golpes en la cabeza contra el lado musculoso y duro del caballo con cada rebote de los cascos. Ni siquiera podía dormir por el traqueteo; simplemente se quedó ahí tirada, aturdida, boca abajo, viendo pasar las formas tenebrosas de los árboles. En algún punto, su cuerpo cansado y desgastado se rindió. Cuando volvió en sí, todavía iban a caballo, pero ya iba sentada, delante de otro jinete en el que se apoyaba, un hombre gigante casi del tamaño del caballo que montaba.
Además, la mayor parte del pelo había sido metido en una bolsa que habían atado y que le colgaba de la cabeza como una redecilla gigante hecha con tela de saco. Pascal se arrastró desde su escondrijo en el cuello y le puso un delicado pie de dos dedos en la mejilla. —Estoy bien —susurró. —¿Qué? —preguntó su guardia con una voz profunda y gutural. —¿Qué? —volvió a decir Rapunzel. Confundido y, al final, sin interés, el hombre se quedó callado. «Creo que es temprano por la mañana. Día 9. Justo después de cuarto creciente. Me pregunto qué puede hacer ahora mi pelo. No sé si yo podría… hacer algo a este hombre.» Unos mechones de pelo se habían escapado de la bolsa y bajaron delicadamente por el muslo del captor. Pero ahora que Rapunzel podía llegar a él, ¿dónde estaba el pequeño adorno que había hecho, para que la ayudara a concentrarse? Rapunzel empezó a sentir pánico. Se le debía de haber caído o se había perdido en algún lugar desde que la habían secuestrado. —Venga, luna; luna, haz tu trabajo —murmuró desesperadamente, intentando visualizar la luna tal y como sería en ese momento. »¿Funciona? —susurró, girando los ojos para intentar ver el destello. Pascal asintió deprisa.
—Para de hacer eso —siseó su captor, golpeándola en la parte de atrás de la cabeza. Eso dolía. Rapunzel vio todo negro y, luego, estrellas durante un momento. —Guárdate los trucos para impresionar a la lady. ¿Lady…? ¿Lady Bathory? ¿El nombre que había hecho estremecer a Flynn y Gina? Rapunzel no volvió a intentar hacer más encantamientos con el pelo. Lo reservaría para la lady, como último recurso.
Al poco rato, entraron en unas colinas llenas de maleza. Los campos más grandes que los de Harecross subían y bajaban por el paisaje, totalmente dedicados a los cereales, pero había algo en ellos que parecía seco y árido. Había pocas cabañas solitarias y destartaladas, como islas en un mar sin peces. El sol estaba escondido detrás de nubes estrechas y densas y todo parecía abandonado. Y, entonces… entre toda aquella locura… un carruaje llegó rodando hasta ellos. Era elegante y noble, como sacado de un cuento de hadas. Era negro azabache y lo tiraban cuatro caballos del mismo color. Pintado en el lado con rojo sangre y verde pálido, había un dragón feo que babeaba enrollándose alrededor de lo que parecían los dientes afilados de un ogro monstruoso. El conductor iba vestido con topa de calidad y llevaba una pluma en el sombrero, y el criado también iba vestido de forma elegante. Pero ninguno de los dos era agradable a la vista, eran tan grandes como el captor de Rapunzel y no se
quedaban atrás en músculos y cicatrices. Parecían un par de villanos que habían sido obligados a llevar terciopelo y mallas para hacer una obra de teatro. No era como el carruaje de cuatro caballos de Cenicienta que se imaginaba Rapunzel. El criado bajó de un salto (nada ligero) y fue corriendo a soltarla del caballo. Rapunzel se deslizó sin gracia y se lanzó hacia delante, con lo que estuvo a punto de darse con la cabeza en el suelo. La caída fue detenida justo a tiempo por el criado. Rapunzel se fijó distraídamente en que tenía unos ojos grises casi sin pestañas. Era lo único en lo que se pudo concentrar mientras él la conducía, a trompicones, hasta el carruaje. —Disculpe mi manejo inapropiado de su persona —dijo el hombre susurrando más bajo de lo que ella esperaba—. Pero me temía que se cayera y se rompiera su bonito cuello si la dejaba libre. Rapunzel se sorprendió por su forma de hablar: casi parecía que ella se fuera a hacer daño a propósito. Subió con cuidado al carruaje. Cualquier otra idea que tuviera de que era un vehículo para una princesa se desvaneció enseguida. Había barrotes gruesos en las ventanas y un cerrojo grande en la parte exterior de la puerta. Si dependiera de ella, si ella diseñara un vehículo para que las princesas viajaran cómodamente, habría cubierto el banco sencillo y duro con un tapizado suave como terciopelo o chenilla. Aparte de eso, era tan brillante… seguro que era fácil de limpiar… Alguien gritó una orden y dio con el látigo a la parte trasera del caballo. El carruaje empezó a rodar. «¿Qué haría Flynn Rider?»
De alguna forma, cogería la cerradura de la puerta, aunque tuviera las manos atadas. Ella no tenía posibilidad de lograrlo porque no tenía ni idea de cómo hacerlo. Así pues, se concentró en lo que había fuera, para intentar ver a dónde iba por si conseguía escapar y tenía que encontrar el camino de vuelta a casa. Cruzaron un pueblo muy sombrío, que parecía vacío. Solo había ligeros atisbos de sus habitantes en sus grietas y callejuelas: sombras de cuerpos que se escabullían para entrar en puertas, haciendo ruido al correr. Los pocos ancianos que seguían en la calle se alejaban del carruaje, escupían o hacían la señal de la cruz. Era como si Rapunzel se hubiera metido en una parábola aterradora sobre lo que pasa a las niñas pequeñas que no se portan bien. Después del pueblo espeluznante, la carretera subía una cuesta empinada hasta llegar a una serie de picos pedregosos. Unos riscos grises se alzaban como páginas gruesas de un libro, las capas y los trozos descendían abruptamente hasta los barrancos, convirtiéndose en polvo. Había muy poca vegetación en aquellas tierras altas desoladas que se pegaban a los lados de la carretera y a las praderas alpinas que conectaban. De repente, el carruaje estaba en una recta, un puente elevado que cruzaba un barranco profundo. Rapunzel apretó la cara contra la ventana tan fuerte como pudo para poder ver su destino. Era un castillo. Pequeño, mucho más que el palacio de la isla. La verdad es que no era más que unas cuantas torres de Rapunzel juntas
detrás de una pared, con edificios interconectados. Aquellas torres eran puntiagudas, poligonales. Parecía que estuvieran furiosas. Era una fortificación en el fin del mundo —protegida contra cualquier posible intruso. Si Rapunzel todavía esperaba que la rescataran, al ver la fortaleza lúgubre y oscura perdió toda esperanza. Los caballos arrastraron los pies hasta detenerse; unos hombres vestidos de negro y rojo salieron corriendo y se ocuparon de ellos. El criado colocó una escalera para que Rapunzel bajara, abrió la puerta y le ofreció la mano (con sumo cuidado) para mantener el equilibrio. En realidad, le rodeó la muñeca con el pulgar y otro dedo; un ligero apretón la avisó enseguida de lo que sucedería si intentaba huir. Le partiría el brazo por la mitad. Dentro, el castillo parecía aún más frío que el aire fresco de la montaña a pesar de la preponderancia de tapices, alfombras, espejos, velas e incluso ramas en flor y cuencos de flores que abarrotaban el espacio. Todos los muebles eran de ébano; toda la decoración era de tonos negros, rojos y el verde del dragón heráldico. Las armaduras siempre en posición de firmes de los pasillos tenían manchas de suciedad y algunas de las banderas se caían a pedazos consumidas por el moho. La mezcla de toques femeninos y recordatorios brutales del pasado era terriblemente confusa para Rapunzel, que ya estaba bastante desconcertada. —Por aquí, señora —dijo el criado, empujándola hasta una habitación pequeña. Sacó un cuchillo negro y afilado y cortó las cuerdas que le rodeaban las muñecas—. Puede soltarse el pelo, si lo desea. Pero si un solo mechón cae cerca de la condesa, yo mismo le apuñalaré el corazón. Ahora, límpiese
del viaje. Cenará con Bathory esta noche y le gusta que sus chicas estén limpias. No la miró con lascivia, tampoco se quedó allí con ella, sino que dio un portazo y cerró la puerta con llave detrás de él. Rapunzel forcejeó con el picaporte, pero estaba bien sujeto. Examinó aquella habitación diminuta desesperada: había un recipiente con agua, un paño de lino e incluso un cuenco de aceite perfumado y un cepillo para las uñas. —No lo pienso hacer —decidió Rapunzel. Pero sí que se miró en el espejo (había muchos en el castillo; aquel derroche era lo nunca visto). Tenía algo de polvo en las mejillas y había dos rastros secos por donde le habían caído las lágrimas. ¿Su cara parecía algo distinta? ¿Había cambiado en aquella semana rápida y extraña, en la semana más aventurera que había tenido nunca? Pascal la acarició con el hocico, triste. —Creo que tenemos problemas —murmuró. Rapunzel se sentó, con las rodillas dobladas, a esperar.
Memorial Sloan Kettering —Buf, no veas qué tenebrosa se ha puesto la historia en un plisplás —susurró Daniella. —Ya te he dicho que Bathory iba a volver —dijo Brendan con una sonrisa. Su hermana movió las piernas un poco incómoda bajo las sábanas. —Oye, no irás a… Tienes un plan para que Rapunzel salga de ahí, ¿no? —¿Te da miedo un poco de sangre? —Ya sabes que me encantan las pelis de terror. Pero, a ver… ¡es Rapunzel! Además, ¿qué pasa con Flynn y Gina? ¿Flynn está malherido? Y ¿qué hizo Gothel, volar y desaparecer después de su pelea con Raps? —Oh, no. —Brendan negó con la cabeza—. Gothel no ha acabado todavía. Es demasiado inteligente y codiciosa para eso. De hecho, va a volver muy pronto…
Rapunzel Nadie fue a buscarla durante un buen rato. La vela del baño se había consumido casi hasta la mitad. Era como si se hubieran olvidado de ella. Cada vez que se empezaba a quedar dormida, se salpicaba la cara con agua (sin tirarse la suficiente para lavarla). Cuando la puerta se abrió por fin, lo hizo una persona nueva: una chica delgada, de ojos hundidos que hacía que incluso el limpio uniforme de criada blanco y escarlata que llevaba pareciera apagado y poco atractivo. —La condesa la espera para cenar —susurró. Cuando Rapunzel abrió la puerta, su viejo amigo, el criado, también estaba allí, sin duda, para evitar que se escapara. Rapunzel empezó a tener serias dudas de que él fuera realmente un criado. A pesar de las apariencias, era la primera reunión y comida de Rapunzel con otro noble; decidió actuar como si fuera algo voluntario. No, como si fuera un placer para ella. Caminó con la espalda erguida y siguió a la chica a una distancia decorosa, aunque se muriera de ganas de acercarse y susurrarle mil preguntas. El criado no dijo nada. Las siguió como si fuera la cosa más normal del mundo. Llegaron a una larga y estrecha sala para banquetes donde había una chimenea realmente enorme con un fuego diminuto
y humeante en mitad de sus piedras casi vacías. La mesa estaba puesta solo para dos, con platos y cuencos decorados con un azabache brillante y copas de cristal rojo. No había cuchillos, solo cucharas, y los mangos eran de hueso. Todo era horrible y ridículo, sin gusto y aterrador al mismo tiempo. «Si ponen leche de cabra en una de las copas parecerá sangre cremosa —pensó Rapunzel—. Repugnante.» El criado retiró una silla y Rapunzel se sentó, ajustándose su sencillo vestido de lana como si fuera un traje elegante. Estaba demasiado ocupada mirando las cosas de la mesa y procurando no ponerse nerviosa para darse cuenta de que su anfitriona había llegado. —Vaya. Por fin nos conocemos. La condesa (debía de ser ella) merodeaba por el otro extremo de la sala, con una sonrisa decididamente falsa y las manos entrelazadas como si estuviera intentando hacer que no se le escapara algo. Era bajita pero voluptuosa y tenía un cuello de cisne. La piel, expuesta en la cara y las manos, era blanca como una nube y perfecta. Llevaba un vestido de seda blanco con oro en los puños, un corpiño y sobrefalda escarlatas. Su tupida redecilla estaba hecha con hilo de oro y perlas; era más bien una corona, en realidad. Habría sido una visión absolutamente encantadora de no ser por la locura malvada de sus ojos. Su maldad era tan evidente que resultaba espantosa; Rapunzel miró a la sirvienta y al criado para ver si ellos la notaban, pero los dos estaban mirando al suelo. Las comisuras de la boca perfecta de la mujer se movían constantemente.
—La condesa Bathory, supongo —dijo Rapunzel, sin levantarse; tal y como Flynn le habría recordado, ella era una princesa real y su rango era muy superior al de la villana de la esquina. Hasta que pudiera invocar sus poderes (y tocar a la otra mujer de algún modo con el pelo), lo mejor sería jugar la única carta que tenía. La boca de la mujer se movió aún más. —Por supuesto. Y tú eres la princesa Rapunzel, algo sin la mínima importancia de ahora en adelante. La mujer se sentó. Como si eso fuera la señal que esperaba, un criado llegó con un plato de carne cortada, queso, pan, uvas y embutidos. Todo se podía comer fácilmente sin cuchillo. En el asiento de la condesa había lo que parecía un trozo de carne de venado, apenas asado, rosa hasta el hueso. Habían colocado dos grandes cuchillos junto a la carne. Uno normal para trinchar y uno brillante más adecuado para la violencia que para las viandas. La condesa eligió enseguida el cuchillo sinuoso con aspecto maligno y empezó a cortar la carne con entusiasmo y deleite. Rapunzel seguía con las manos a los lados. —Venga, empieza —dijo la condesa, con un gesto informal del cuchillo—. No está envenenado. Te podría haber matado mil veces ya sin mover ni un dedo. No me hacía falta envenenarte. A regañadientes, Rapunzel cogió un trozo diminuto de queso y empezó a mordisquearlo. —¿Por qué me has traído aquí? —preguntó con toda la calma posible. —¿Eres tonta? —le preguntó la condesa, levantando la vista, realmente sorprendida—. Por tu pelo. Tu pelo precioso y
mágico que puede matar. Voy a dominar toda Europa. Después de decirlo, la condesa volvió a atacar la comida y ponérsela en la boca. Rapunzel se quedó de piedra. Recordó lo que le había dicho Flynn: «¿Qué crees que es más probable: que un montón de lores y ladies hostiles y espeluznantes corran por territorio enemigo para volver a encerrar a una chica peligrosa… o que intenten atraparla para poder utilizarla?». Flynn y Gina tenían razón. Rapunzel no estaba prisionera porque fuera peligrosa, sino que era un tesoro al que mantener a salvo por el poder que tenía. Solo la querían por el pelo. De algún modo, todos sabían lo que podía hacer. Pero… —No funciona así —dijo Rapunzel, sin querer. —Pues será mejor que funcione —dijo la condesa, encogiéndose de hombros—. Si no, morirás. Rapunzel intentó no sentir pánico por la forma de hablar informal de la mujer. —Hace tiempo que no me doy uno de mis baños — continuó diciendo la condesa, admirando de repente su mano derecha, girándola a uno y otro lado. El cuchillo que sostenía relució—. ¿Sabes qué descubrí cuando era joven? Rapunzel negó con la cabeza. Se seguía obligando a comer trocitos de queso a pesar del terror. Flynn y Gina le dirían que no mostrara miedo. Que fingiera que era la más fuerte y que no estaba preocupada. Era difícil.
—Una criada torpe se cortó con un cuchillo de fruta una vez y en el punto en el que me cayó la sangre, como por arte de magia, se me rehízo la piel. Se quedó joven, suave, hidratada, flexible. Fue una revelación. No, un punto de inflexión, se podría decir. Se quedó mirando de nuevo la mano y, después, se encogió de hombros y volvió a comer. —Así que hice que la mataran por su torpeza y me lavé todo el cuerpo con su sangre. Y seguí haciéndolo, con otras personas. Funciona mejor con doncellas, por supuesto, pero cada vez son más difíciles de conseguir. Ya no me queda casi ninguna de Čachtice y he tenido que buscarlas más lejos. »Así que te cuento cómo va a ir esto. »Tú usas tus poderes para ayudarme a derrotar a mis enemigos y conquistar las tierras, o te hago cortes y me baño en tu sangre. Y, probablemente, te cojo ese precioso pelo y mando hacer algo con él. Un tapiz o un cubrecama o algo. ¡No malgastes y nada te faltará! Rapunzel tragó saliva, pero de repente el fondo de la garganta se le quedó muy seco. ¿Ese era el mundo que había fuera de su torre? ¿Eso era algo real que pasaba en él? —Quien te informó de mi pelo no comprendía del todo su magia —dijo Rapunzel despacio, obligándose a coger un trozo de embutido rojo y a comérselo. De una forma lenta y obvia, como si lo estuviera disfrutando. —Bueno —dijo la condesa, pensando—. Me gustaría dominar toda la Tierra. Si eso no sale bien, quizá me serías útil de otra forma. Me estoy quedando sin formas de… someter y
drenar a mis chicas. Ha llegado a ser aburrido. ¡Quizá harías que volviera a ser interesante! Rapunzel intentó no estremecerse, no imaginarse su pelo rodeando el cuello de la criada y que la obligaran a matarla como si fuera un pájaro. —¿Cómo… eh… cómo te has enterado del secreto de mi pelo? —preguntó como si nada, usando una cuchara para coger una uva—. He estado escondida del mundo casi veinte años. —La información fue transmitida a unos pocos elegidos. Te sacaron a subasta después de que recibiéramos una prueba fiable de tus poderes. El mejor postor ganaría tu mano en matrimonio. O, en mi caso, solo tu mano. Rapunzel estuvo a punto de atragantarse con la uva. Que la vendieran para casarse no era sorprendente, sino algo habitual en todos los cuentos de hadas y aventuras de caballeros que había leído. Las princesas siempre eran entregadas al mejor luchador o al rey extranjero que tenía más tierras o al que derrotaba al ogro y todo eso. Lo que la dejó de piedra fue más bien la idea de que aquellas personas, unos nobles sin nombre, lo hubieran sabido todo sobre ella y su pelo y la hubieran estado observando (aunque no fuera directamente) durante años. Rapunzel pensaba que estaba sola en la torre. Pero aquello era mucho peor: ella no estaba del todo sola. Se imaginaba cabezas sin rostro rodeando su cuarto, mirando lo que había dentro… —Entonces… eh… tú ganaste la subasta —dijo Rapunzel tartamudeando, intentando mantener la concentración. —No, ni siquiera íbamos por la mitad. Estábamos en mitad de la segunda ronda de ofertas. Huiste —dijo, con tono
acusador, apuntándola con un cuchillo—. Te escapaste. Una persona menos confiada habría pensado si la desaparición era un invento para aumentar el precio o algo así. Pero yo creo en la bondad inherente de las personas. Rapunzel no pudo ocultar la expresión de su cara y se alegró de que la condesa estuviera demasiado ocupada sacando un trozo de cartílago de la carne para darse cuenta. —Todos fuimos disparados como idiotas al campo en tu busca. Como si fuera nuestro trabajo. Como si no tuviera otra cosa que hacer. Eso se suponía que iba a ser limpio y fácil. Limpio. Pero mira. Resulta que se me da un poco mejor cazar y acorralar a chicas que a los otros lores y ladies. ¡Mis queridos vérhounds! Por eso yo te he encontrado primero. »Y ahora que te he encontrado, creo que me quedo contigo. ¡Al diablo la subasta! Si no les gusta, bueno… buena suerte cuando asalten mi castillo, sobre todo con mi nueva arma de destrucción masiva. La condesa sonrió (¡tenía hoyuelos!), encantada consigo misma. Al cabo de un rato, quizá desilusionada por la falta de respuesta de Rapunzel, añadió: —Esa eres tú, sabes. —Sí —dijo Rapunzel, intentando no parecer exasperada. ¿No podía ser una cosa la condesa: sádica, repugnante o malvada? ¿Tenía que ser además aburrida y pesada? Y aún había un cabo suelto. ¿Quién había organizado la subasta? ¿Quién lo sabía todo sobre sus poderes y conocía a todos los demás nobles? ¿Quién había manejado todo aquello mientras la había mantenido encerrada en secreto durante veinte años?
Solo había una respuesta, por supuesto, obvia y terriblemente decepcionante. El rey y la reina. Sus padres.
Gothel Gothel echó humo durante horas después de huir del valle oculto. ¡Aquella chica no entendía todo lo que debía a su madre! Casi dos décadas de su vida desperdiciadas en una niña que no era realmente suya. Por supuesto, al final, Gothel fue más práctica que emotiva; en cuanto se calmó, enseguida empezó a maquinar su siguiente movimiento. No tenía sentido volver a casa aún; el juego todavía no había terminado. Lo irónico era que, debido a aquella estúpida bruja de verdad, Rapunzel había evitado acabar en manos de algún noble. (Gothel no se hacía ilusiones de que alguien se la fuera a entregar amablemente para continuar con la subasta. No, habría derramamiento de sangre antes de que aquello acabara.) Y, entonces, se enteró de una noticia escalofriante: ¡la condenada se había dejado atrapar por la condesa Bathory! ¿Había algún límite para la incompetencia de aquella chica? ¡Qué vergüenza! Aún peor, Gothel todavía no había visto ni un céntimo de la dote (del dinero de la subasta) que era suyo por derecho propio. Bathory era irracional y violenta, y era difícil irrumpir en su fortaleza. Era imposible sacar a Rapunzel de allí. Se necesitaría un ejército.
Por suerte, eso era algo que Gothel podía organizar. Los ánimos estaban caldeados; había muchos hombres armados y sin trabajo. En esas situaciones, era fácil reunir una tropa. Y ella sabía dónde empezar. A pesar de las guerras mezquinas e interminables y las disputas fronterizas por las tierras, siempre que hubiera una fogata y una bota de vino lo suficientemente grande, los hombres olvidaban sus lealtades y lo que hacían era contar historias. A veces, incluso los lores y los condes se apuntaban. Sobre todo si la fogata estaba en El Patito Frito provisional, un trozo de la antigua taberna que había vuelto a la vida. Gothel entró en el animado círculo de borrachos desde las sombras como una rata, mientras la chimenea absolutamente enorme se reflejaba en sus grandes ojos. Había un bar improvisado en una esquina del claro, con barriles de cerveza donde habían colocado medio tronco que hacía de mesa. Todas las viejas mozas de la taberna estaban allí, intentando mantener el espíritu del sitio original, coqueteando con los clientes y repartiendo jarras y amenazas. —Perdone, señora —dijo un anciano diminuto que apareció de repente delante de ella y bloqueó a Gothel. Era el rufián conocido como «Borrachín», a menudo subestimado por las autoridades (pero que siempre andaba bebido)—. Para disfrutar del fuego y el acceso a los refrescos de calidad a los que estaba acostumbrada en El Patito Frito original, pedimos una miseria de donación que será invertida en un flamante Patito Frito. —Es broma, ¿no? —dijo Gothel, con desdén, intentando mirar por encima del hombro de Borrachín. Como el hombre no dejaba de saltar alrededor de ella para no dejarle ver, al final, Gothel se rindió, lanzándole una pieza
de cobre con repugnancia. —Muchas gracias, hermosa señora —continuó Borrachín con gran dignidad—. Esta noche, el entretenimiento será a cargo de Henry John Deutschendorf Jr., hijo del barón Deutschendorf y condenadamente hábil con el banjo y el laúd, si me permite decirlo. Además, tenemos un «Martes de control de la comida»: Ikram y Ayanna, de los países soleados, van a preparar un estofado magnífico y vegetariano para su disfrute. Gothel refunfuñó y apartó al hombre de su camino empujándolo. Otra persona habría disfrutado de la velada; era casi como en los viejos tiempos en El Patito Frito (aunque con una hilaridad forzada mayor y algunas peleas de cuchillo extras). Los clientes habituales de siempre estaban en la parte de atrás guardando las distancias. La presencia inusual de varios lores con sus hombres significaba que las monedas fluían con más libertad, igual que la cerveza (y el estofado vegetariano). Brindaron ruidosamente por Gothel cuando se presentó… pero también soltaron improperios por las estrecheces en las que se encontraban en ese momento. —Tanto perseguir a la chica y ¿qué hemos conseguido? — se quejó el duque de Kraske—. Ni chica, ni pelo, ni matrimonio, ni poderes mágicos… ¿No puedes controlar a tu propia hija? El vizconde Thongel levantó la jarra al oír aquellas palabras. —Te refieres a la hija de Frederic y Arianna. Y mi futura reina.
—Pero ¿no os habéis enterado? —preguntó Gothel con inocencia—. Estaba abrumada. Flynn Rider y sus compatriotas malvados la secuestraron… y ¡se la entregaron a la condesa Bathory! Que tiene previsto quedársela… y esquivar la subasta por completo. El duque de Kraske lanzó un gruñido de indignación y rabia desde el fondo de la garganta. Se tragó el resto de la bebida y se secó los labios rojos y carnosos con el dorso de la mano. —Odio a esa mujer —refunfuñó el barón Smeinhet—. Tiene algo antinatural. —Ha empezado a merodear en nuestras tierras en busca de víctimas —añadió Thongel a regañadientes—. Por lo visto, se ha quedado sin mujeres jóvenes en su propio país. —Yo nunca diré nada en contra de las aficiones de un noble o una mujer independiente —dijo Gothel, arrastrando las palabras—. Pero el hecho de que ella tenga a Rapunzel, sin haber pagado ni un céntimo, significa que esa villana os ha arrebatado vuestra oportunidad haciendo trampas… Lord Kraske, ¿acaso no secuestró a la hija de tu primo? —Sí, cuando estaba en el internado, eso dice mi primo — contestó Kraske —. La chica desapareció una noche sin dejar rastro y vieron el carruaje de Bathory cerca del lugar antes de que ocurriera. —Bueno, si Bathory ahora busca a jóvenes nobles, ya es hora de que le paremos los pies —dijo Smeinhet, golpeando la mesa con el puño—. Rapunzel es tan buena excusa como otra. Y el premio es mejor que de costumbre. ¡Abajo con Bathory! Los hombres vitorearon, levantando las jarras en el aire. Las camareras se miraron y negaron con la cabeza: ¿cuánto tiempo llevaban desapareciendo chicas como ellas? ¿Por qué
nadie se había preocupado hasta entonces? Gothel dejó que se le escapara una sonrisa pequeña y tímida. Que buscaran a Rapunzel, Bathory, lo que fuera. Que levantaran la espada y se mataran entre sí para conseguir la gloria o el oro. Eso era lo que ella ansiaba: que los hombres y las mujeres hicieran su voluntad… sin dinero, trono, amenazas ni magia. Eso era el poder.
Rapunzel Sus padres la habían vendido. Precisamente las personas a las que iba corriendo a ver. Las únicas que podían subastarla legalmente según las leyes de aquellas tierras. Probablemente querían un hijo para que heredara el reino y gobernara cuando ellos murieran. El rey y la reina que la habían mandado lejos en cuanto vieron claramente lo peligrosa que era de bebé y que la habían escondido en una torre hasta que tuviera la edad suficiente para casarse. —¿Cuándo… se organizó todo eso? ¿Cuando era bebé? — preguntó Rapunzel, intentando parecer despreocupada. —No estoy muy segura de cuándo fue exactamente. Supongo que se corrió la voz en algún momento. Se hizo popular, como se suele decir, entre unos pocos elegidos, cuando eras una niña. Antes o justo cuando tuviste tu primera sangre. Cuando tus poderes empezaron a crecer de verdad. Los que pudiéramos estar interesados en algo fuimos contactados y nos dijeron que estarías disponible al cabo de unos años. La cabeza le daba vueltas. Aquello no tenía sentido. Los poderes de Rapunzel no habían cambiado mucho con el paso de los años; hasta hacía poco tiempo, solo había matado pollos. Ni más, ni menos, desde que era pequeña.
¿El rey y la reina la espiaban? ¿Gothel les informaba todas las semanas? —Por favor, disculpa mi confusión —dijo Rapunzel, intentando parecer una persona tan formal como las de sus historias de caballeros—. Tengo curiosidad por cómo me observaron de cerca mis padres en aquella situación, al estar oculta. —¿Tus padres? ¿Te refieres al rey y la reina? ¿De qué hablas? —preguntó la condesa sorprendida—. No creo que sepan nada de esto. Creo que el plan es presentarlo como un hecho consumado: aquí está vuestra hija, casada con algún lord estúpido, buena suerte con el hijo idiota que tendrá y que le dará a su marido control sobre todo el reino legalmente. Por suerte para ti, estás en mis manos. Al menos, te libras del desagradable asunto de tener ese hijo. —Pero a ver… quiero decir… disculpa… —dijo Rapunzel, olvidando sus modales fingidos con la confusión—. Si no han sido mis padres, ¿quién ha organizado todo esto? —¿Eres boba, chica? Tu matrimonio, la subasta, todo fue orquestado por la bruja que te tenía prisionera, Madre Gothel. La parte secreta de Rapunzel que parecía saber las cosas antes que ella aceptó esa información de inmediato; casi la esperaba. Aquella respuesta conectaba todos los puntos de una forma mucho más nítida que cualquier otra explicación posible: todas las mentiras sobre sus padres, su pelo y el peligro, la razón para estar prisionera, la aparición repentina de Gothel para «llevarla a casa»… Todos los elementos que no acababan de encajar y que, sin duda, no eran propios de una madre normal y de buen corazón. A pesar de eso, a pesar de comprender todo aquello, para la chica atrapada parcialmente en la torre era el dolor final de un
largo sufrimiento. —Bueno, basta de preguntas —declaró la condesa—. Ha sido un día muy largo y estoy cansada. Magda te acompañará a tus aposentos. Bathory hizo señas a la criada con el cuchillo. Pero ¡no dijo nada al sirviente! Rapunzel sintió un rayo de esperanza. ¡Tenía que pensar como Flynn y encontrar una forma de escapar de allí! Bathory había empezado a utilizar el cuchillo de la carne (¡puaj!) en una manzana y la estaba pelando muy deprisa, retirando la piel brillante y roja en espirales perfectas. —Si intentas huir, por supuesto te castigaré. No necesitas las manos para hacer magia con el pelo, según me han dicho. Pero primero castigaré a Magda. Y será un castigo lento, lo prometo… A Rapunzel se le revolvió el estómago. Magda ni siquiera se puso pálida. Resignada, con un agotamiento que solo podría deberse a estar aterrorizada durante cada momento que estaba viva, la criada hizo un gesto débil para que Rapunzel la siguiera fuera del salón. —No olvides, Magda, que es una princesa real —dijo Bathory con una sonrisa desagradable—. Le harás reverencias y le mostrarás todas las formas apropiadas de respeto. Rapunzel ni siquiera sabía si la mujer era irónica o si simplemente exponía los hechos tal y como los veía. A fin de cuentas, supuso, en realidad no tenía importancia.
Los aposentos de Rapunzel estaban en lo alto del torreón más elevada del castillo, al final de un tramo de escalera en espiral mareante y aparentemente eterno. A pesar del sitio en el que se encontraba, era una habitación bastante grande y tenía su propio armario. Había pieles de toda clase de animales colgadas en las paredes como aislamiento; desiguales, sin orden ni concierto, algunas con agujeros. Las habían colocado sin destreza y sin respeto por el animal. Como todo en el castillo de Lady Bathory, era nauseabundo. La risa histérica casi desbordó a Rapunzel al mirar por la alta y estrecha ventana del cuarto. —Vuelvo a estar en una torre —explicó a Magda. La chica asintió con aire vacilante, se inclinó, se corrigió y, al final, hizo una reverencia. —Todo eso de la sangre y las chicas ¿es cierto? —insistió Rapunzel. Los ojos color miel de Magda parecían lunas lejanas, lúgubres y extrañas, que rodaban cansadas por una tierra yerma. —Casi no quedan mujeres en mi pueblo debido a la… afición de Lady Bathory —respondió con voz monótona—. Supongo que yo soy la próxima. Le traeré otra comida más tarde —añadió casi sin pausa entre los dos pensamientos. Sacó una llave negra y larga (con una calavera en la punta, por supuesto) y se fue para continuar con sus demás obligaciones. En cuanto se marchó, Rapunzel cayó sobre la cama desesperada, agobiada por la idea de que una persona se hubiera rendido de aquella forma: no había lucha, ni deseo, no quedaba nada en Magda.
Si Rapunzel pudiera escapar, ¿lo haría? ¿Sabiendo que Magda moriría? ¿Sabiendo que podría perder sus propias manos? (A pesar de que sospechaba que en realidad Gothel sabía tan poco sobre sus poderes, y había contado tan poco a los postores y Bathory parecía tan confundida y fácilmente impresionada por la magia que podía convencer fácilmente a la condesa de que las manos eran realmente necesarias. Pero, entonces, aquella mujer horrible podía optar por cortarle la nariz o cualquier otra cosa.) Pascal salió del pelo arrastrándose y dio varios pasos vacilantes por el brazo de Rapunzel hacia el final de la cama, y la chimenea y, al final, se paró cuando se dio cuenta de que no estaba encendida. Y que era probable que se quedara sin encender. Miró a la chica con una expresión ilegible en su cara sauriana. Rapunzel levantó el brazo. Pascal quedó en el aire, bajando la mirada hacia ella, y se lamió el ojo izquierdo, comprobó hacia donde iban las corrientes con su larga y pegajosa lengua y le dio unas palmaditas a Rapunzel con una de las patas delanteras. —Oye, ¿tú ves cosas que yo no? ¿O las hueles? —preguntó Rapunzel—. ¿Me puedes ayudar a encontrar una salida? Pascal miró la puerta de roble, muy sólida, cerrada con llave y con barras de hierro. Echó un vistazo al resto de la habitación, pensando. De repente, señaló a la ventana (demasiado estrecha incluso para una chica menuda como Rapunzel) y ella lo colocó con cuidado en el alféizar. Pascal salió fuera con facilidad. Y, después, volvió y se encogió de hombros. Quizá Pascal podía bajar por allí, al final, y, después, ¿qué? ¿Cuánto tardaría en encontrar ayuda? ¿Qué clase de
ayuda sería? Se necesitaría un ejército para asaltar el castillo o el ladrón furtivo más selecto del mundo (Rider), si es que sobrevivía a la herida que tenía. Aun así, la vida de Magda pendía de un hilo. —Ya está muerta —dijo Rapunzel en voz alta, pensando en la mirada de la chica. Era la cosa más tenebrosa que había pensado en su vida. Otra cosa que agradecer a Madre Gothel. —Madre —murmuró Rapunzel. Había mentido durante diecinueve años sobre los verdaderos padres de Rapunzel, y lo que les había pasado y se había «disculpado» rápidamente al ser descubierta y dijo que había sido por su propio bien. Rapunzel casi podía tragarse eso en su desesperación porque alguien la quisiera, la única persona con la que había tenido una conexión durante toda su vida. Una madre, incluso una mala. Pero aquella… madre… había hablado a un montón de desconocidos ricos de su pelo asesino. Y había prometido la mano de su hija al mejor postor. En los cuentos de hadas las cosas pasaban así. De hecho, era tan habitual que el lector incluso podría pensar que las princesas siempre sabían que su destino era ser usadas como peones. Por eso huían cuando podían o se relajaban cuando la bestia con la que las habían prometido resultaba ser maja a pesar de los colmillos. Pero en ningún cuento de aquellos la madre y la hija decían: —Te quiero. —Y yo a ti más.
—Y yo muchísimo más. ¿Era una pura mentira por parte de Gothel? ¿Eran mentira todas sus frases de cariño (incluso a la Rapunzel bebé, niña pequeña)? Bathory era un verdadero monstruo que era sincero sobre sus deseos y su motivación. Quería dominar el mundo. Creía que matar a mujeres jóvenes le permitiría seguir siendo joven para siempre. ¿Era peor eso que una mujer que vendía a una persona a la que llamaba hija? —No seas tan dramática, Raps —dijo en voz alta, acariciando a Pascal—. Hay chicas… muchas chicas… que han perdido la vida por esa bestia de ahí abajo. Ahora estás triste porque has conocido a Magda y te ha contado su historia. Pero tú no has sido Magda. »A ti te ha mentido y te ha hecho sentir querida y después te has dado cuenta de que no te quería. Eso es triste, pero no mortal. No son dos cosas comparables en absoluto. »¿Verdad, Pascal? Se dio la vuelta, se puso boca abajo sobre la almohada y lloró.
Gina y Flynn —¡No te muevas! Flynn gruñó, pero siguió intentando ponerse derecho. Gina le puso una mano en el pecho y le hizo volver a estirarse a empujones. Él gruñó más fuerte. —Hija, recuérdame que no te avise cuando tenga migraña —murmuró la anciana. Después de que los hombres hubieran huido con Rapunzel, Gina consiguió agarrar las riendas de uno de los caballos. Subió a Flynn delante de ella con cuidado todo lo deprisa que pudo y se dirigieron al bosque. Cuando ya se habían adentrado lo suficiente, gritó: —¡Madre! Que alguien diga a mi madre que necesito ayuda. Uno de nosotros está herido. Gina no sabía si el vector para comunicar su petición eran los pájaros, los árboles o los hilos de hongos invisibles que conectaban todas las cosas bajo el suelo del bosque. Pero no le extrañó cuando las sombras de repente se hicieron alargadas y las formas se hicieron indistintas y la anciana salió del bosque como si simplemente hubiera estado detrás de los árboles todo el tiempo, esperándolos. Todos los saludos habituales, comentarios irónicos y enfrentamientos dialécticos entre madre e hija fueron
silenciados: la anciana echó un vistazo a las heridas que tenía Flynn en la cabeza y se puso seria. —Sígueme —fue lo único que dijo. Gina obedeció sin rechistar. Los tres habían llegado de repente a un diminuto claro mágico. Un musgo verde lima y flores de perfume suave que no se veían en ningún otro lugar del bosque oscuro crecían allí abundantemente. En el centro había un manantial de agua cristalina que burbujeaba y que se suponía que tenía propiedades curativas. Nadie lo decía en voz alta, pero era muy evidente que ese era exactamente el tipo de sitio en el que viviría el rey o la reina del bosque: un venado de cuernos dorados, un ciervo de corazón de nieve o… Flynn estaba estirado en densas matas de musgo, con la cabeza apoyada en el chal de la anciana, que le lavó la cabeza y el pelo con el agua del arroyo y le colocó hojas enteras e inmaculadas de hierbas extrañas sobre los ojos, la frente y el hombro herido. Cuando al final empezó a respirar de forma regular, la anciana vertió sobre la lengua de Flynn una vasija de barro diminuta que contenía un extracto muy aromático. —Eupatoria para la cabeza —murmuró la anciana—. Genciana para los ojos. Barro de un arroyo de cementerio para ahuyentar la necrosis. Samui, tarseia, feun eys moida… ¿Dónde está Rapunzel? —Se la han llevado —respondió Gina, acostumbrada a que su madre hiciera varias cosas a la vez y cambiara de conversación de repente. —Los hombres de Bathory… —susurró Flynn—. Dragón verde… dientes… La anciana tenía una expresión seria.
—Tienes que ir tras ella. —¿Flynn se puede quedar contigo? —preguntó Gina, levantándose y poniéndose la capa. —¡No! —Flynn se impulsó con los codos, abriéndose la herida de la cabeza que se había empezado a cerrar (por arte de magia). Una sangre escarlata le volvía a correr por la cara —. Yo voy… —Es broma, ¿no? —dijo Gina—. Mira cómo estás. —Estoy bien… —Se puso de lado, intentando ponerse de pie. —¿No crees que la puedo rescatar yo sola? —preguntó Gina—. ¿Todavía crees que no puedo hacer cualquier cosa? —Oh, cálmate, Gina —dijo su madre, irritada—. No eres el ombligo del mundo. No todo estriba en lo que tú puedas o no puedas hacer. Él ni siquiera está pensando en eso, él ama a Rapunzel y solo quiere ayudar. Gina abrió bien los ojos. Estaba realmente sorprendida. —¿De verdad? —le preguntó, inclinándose sobre él—. ¿La quieres? O sea, querer… —Nnf… no sé… ¿por qué estamos hablando…? Deberíamos estar ya en los caballos… —Flynn se obligó a abrir los ojos, fingiendo estar recuperado. Lo hizo bastante bien, poniendo su vieja sonrisa estilo Flynn Rider: enseñando los dientes, con las cejas levantadas de forma sugestiva, con la boca hacia un lado de una forma que él sin duda pensaba que era endiabladamente atractiva. Les guiñó el ojo a las dos, pero ellas se distrajeron porque al mover el ojo le salpicó más sangre en la mejilla.
—Si te montas en un caballo ahora, ninguna de mis soluciones será permanente —le avisó la madre de Gina. Era como si la anciana se hubiera saltado la parte en la que discutían y hubiera ido directamente al final donde todos se habían rendido y habían acordado que él fuera —a pesar del hecho de que estuviera tan débil que una mano vieja y huesuda lo podría haber mantenido en el suelo. —Las heridas de la cabeza son serias, Rider. Con consecuencias serias. Si te levantas ahora, no te puedo prometer que vayas a sobrevivir. —Ni que no te conviertas en un idiota aún más baboso — añadió Gina. —Tendré que correr ese riesgo. —Le puso una mano (de forma poco firme) en el hombro a Gina y la miró a los ojos—. Sé que harás todo lo que puedas para rescatarla. Hay un castillo y una psicópata sanguinaria y todo está en tu contra. Pero si hay alguien que yo creo que lo puede hacer, eres tú, Gina. Eres increíble. Es una locura que el resto del mundo todavía no se haya dado cuenta. »Pero si no voy a ayudar… Nunca me lo perdonaré. —Oh —dijo Gina, intentando no sonreír—. Qué tonto que eres. Pero vale, solo esta vez. —Vale, chico —dijo la anciana, con un suspiro—. Dame diez minutos y tendré dos hechizos más. Al menos te puedo equilibrar. Puedo estabilizar cabras. Hace tiempo que no hago esto con una persona. Seguro que estará bien. Y os pondré brebajes y emplastos para que vayáis avanzando… un poco. Gina, ven a ver cómo se aplican. Aquellos diez minutos, para Flynn fueron una eternidad. Todo lo que lo rodeaba desaparecía en distintos tonos de
oscuridad; lo observó todo y se debatió entre permanecer consciente o no. Y se despertó. —¡Buf! —exclamó, parpadeando—. No… me encuentro mal. Gina le ayudó a incorporarse del todo. Le habían lavado la cara y el cuello. Flynn se sentía como nuevo, limpio y listo para emprender la marcha. De repente, sintió una punzada de dolor en la frente, peor que la peor mañana después de una juerga, como si le hubieran golpeado con un mazo de tachuelas. —No era broma lo de que tenías una herida seria en la cabeza, Rider —dijo la anciana en voz baja—. No tengo ninguna magia que realmente solucione todo esto de inmediato. No sé si alguien la tiene, aparte de Rapunzel cuando hay luna llena. Seguirás vivo y en funcionamiento, en general. Pero no es una solución perfecta. —No pasa nada. —Flynn se puso una mano en la cabeza, apretó los dientes y se obligó a sí mismo a levantarse a pesar del dolor. Gina le puso una mano en el brazo y le ayudó cuando él parecía necesitarlo, pero sobre todo se quedó allí de pie con paciencia como si fuera un objeto para que él se apoyara en ella. —Tendrás que cabalgar sentado detrás de Gina —insistió la anciana, con las manos en las caderas—. Mantén el cuello recto. Y duerme todo lo que puedas. —Oh, no hay que preocuparse por cuestiones de orgullo masculino —les aseguró Flynn—. Si me dijera que Gina tenía que llevarme a caballito, también me parecería bien.
Gina cogió los paquetes y las pieles de su madre y los guardó en las bolsas del caballo, apretó la cinta de la silla y colocó bien la manta. Después, ayudó a Flynn a montarse, enlazando los dedos para que él se subiera como un niño y que no tuviera que torcerse en el estribo. Al final, Gina se montó con la elegancia de alguien que ha cabalgado toda la vida. Sonrió. Era evidente que le encantaba aquella sensación. Flynn se dejó caer contra la espalda de Gina. —La trenza araña un poco… ¿podrías hacerte un moño y así tendré una almohada suave? —murmuró Flynn. —Buena suerte —dijo la anciana de corazón—. Voy a cambiar de sitio nuestra casa. Puede que no sea fácil encontrarme cuando volváis, pero nos volveremos a ver. El hogar siempre es el hogar. —Adiós, ma —dijo Gina, sin bromas ni indirectas. Gina hizo girar al caballo y se adentraron al galope en la oscuridad.
Al cabo de lo que parecieron unos pocos segundos después, Flynn despertó de golpe y con dolor por el caballo encabritado y gritando. Tres soldados les bloqueaban el camino. Los dirigía el capitán Tregsburg. Les apuntaban con las armas y eran fríos como el hielo: estaban bien entrenados, no eran como los mercenarios caóticos de los demás nobles. Gina y Flynn sabían que no tenían ninguna posibilidad de enfrentarse a ellos.
—No, Treggsy, por favor —dijo Flynn, intentando sentarse erguido, estirando una mano—. Ahora, no… —Flynn Rider —dijo el capitán, arrastrando las palabras. Su caballo, como si pudiera notar el extremo placer que tenía su amigo humano en ese momento, dio una patada con aire despreocupado con las patas delanteras—. Queda detenido por… tantas cosas distintas que no me voy a molestar en decirlas todas ahora. Baje deprisa para entregarse y seremos benévolos con su cómplice. —¿Porque soy una chica? —preguntó Gina, enfadada. —No, porque no tenemos ni idea de quién es usted y no hay garantías para su detención. —Por favor, capitán, señor —dijo Flynn, reuniendo todas sus fuerzas. Los soldados desenvainaron las espadas. Un movimiento en falso y destrozarían a Flynn, lo tirarían del caballo, lo golpearían o lo pisarían. El método no importaba. No iba a ser bueno—. Por favor, escúcheme. Vamos a salvar a Rapunzel… El capitán abrió unos ojos como platos. —Rapunzel —repitió Gina—. La princesa heredera. —Aquí no hay ninguna princesa heredera —soltó otro soldado, fulminándolos con la mirada. Tenía un porte romano perfecto y llevaba una armadura brillante—. La niña murió cuando era bebé. El capitán levantó la mano para que se callara. —¿Qué sabe de este tema? —preguntó. Flynn respiró hondo. —El rey y la reina tenían una hija que mató a su niñera en un arranque de… eh… magia de bebé probablemente de la
Flor Gota de Luna que tomó la reina cuando estaba enferma. Para que nadie más saliera herido, la pareja real hizo que Rapunzel fuera lejos para que la criara una bruja que pudiera manejar la magia de la bebé. Eso fue hace diecinueve años. Todos los soldados miraron al capitán con incredulidad. —No está equivocado —dijo Tregsburg, ajustando su agarre en las riendas. Sus hombres abrieron unos ojos como platos por la sorpresa, pero guardaron silencio—. Yo estaba allí. Siga, Rider. Aunque no veo qué tiene que ver esto con salvarle el pellejo a usted. —En pocas palabras, ella se escapó de la torre en donde la bruja la tenía prisionera. Nosotros… esto… fuimos presentados y todos íbamos a llevarla a ver los farolillos flotantes, que era lo único que ella quería… —Te has olvidado de hablar sobre la corona —señaló Gina. —Cállate, Gina; la corona no le importa a nadie. Vale, puede que hubiera una corona por allí. A lo que íbamos, nos atacaron varios grupos de hombres distintos de varias casas nobles. Por lo visto, un número sorprendente de personas también se había enterado de la existencia de la princesa y de sus poderes y quería un trozo del pastel, puesto que ya estaba fuera de la torre. En realidad, nosotros íbamos a devolverla al castillo… No, en serio —añadió, al ver la cara del capitán. —Es verdad —añadió Gina—. Parecía la opción más segura para ella. —Paramos en Harecross para explorar el terreno. Nuestro plan era unirnos a la siguiente caravana de mercaderes o a algún guardia que viéramos y asegurarnos de que entrara en la capital sin sufrir ningún percance. Pueden preguntar en el pueblo. Todo el mundo nos vio.
Tregsburg entrecerró los ojos, con una mezcla extraña de sospecha y atención. Como si no quisiera creer lo que decía Flynn, pero reconociendo que, por desgracia, parecía verdad. —Y todo el mundo vio lo que pasó —continuó Flynn, desesperado—. Los hombres de Bathory llegaron con sus vérhounds y encontraron a Rapunzel y la apresaron. Nosotros dos intentamos enfrentarnos a ellos, pero no fue suficiente… huyeron con ella y me dejaron esto… Se levantó el extremo del emplasto. Uno de los guardias respiró hondo; otro se puso pálido. El capitán no dijo nada. Evidentemente, había visto heridas como aquella y peores en sus tiempos; ni reconoció ni desestimó su gravedad. —A ver —dijo Flynn, respirando entrecortadamente—. Rapunzel tiene la corona. Se la devolví. Me pueden encerrar cuando acabe todo esto. Lo prometo. Pero, por favor, se lo ruego, nos tienen que dejar que la rescatemos. ¡Incluso nos pueden ayudar! Rapunzel está a merced de la condesa Bathory. No tengo que decirles lo que significa eso. Como si notara la incomodidad y la indecisión de su jinete, el caballo del capitán daba pasos a izquierda y derecha, impaciente y nervioso. —No tenemos pruebas de que se trate realmente de la princesa heredera —dijo Tregsburg en voz alta. —Sí, y Dios libre a los mejores del reino de rescatar a una ciudadana del reino que no sea princesa —se quejó Flynn que, de repente, se sintió agotado. No era justo. El mundo era un lugar caprichoso y cruel; siempre lo había sabido. O eso creía hasta que pasó tiempo con Rapunzel y Gina y su madre. El mundo pedía demasiado a Flynn Rider, un huérfano olvidado que se había convertido en aventurero: luchar contra bandidos,
brujas, asesinas sádicas y, ahora, burocracia, para salvar a una chica totalmente inocente. El capitán guardó silencio un momento, pensando. —Sternwalt —dijo por fin, volviéndose hacia sus hombres —. Vaya a Harecross de inmediato y entérese de si lo que ha dicho es cierto. Cuando acabe, vuelva al castillo para informar al teniente. —¡Sí, señor! —Verris, vuelva al castillo y cuente al teniente todo lo que ha ocurrido aquí. Dígale que mi orden es que prepare la caballería para un posible asalto al castillo Bathory. No las armas de sitio grandes. Bastará con el trabuquete y el ariete más pequeños. El soldado mostró una sonrisa forzada. —Tengo familiares en Čachtice. Estarán encantados con la destrucción de ese monstruo. ¡Ahora mismo, señor! Los dos hombres hicieron girar a sus caballos y se fueron. Flynn miró al que quedaba y al capitán con cansancio y con un poco de esperanza. La cabeza le daba punzadas y no faltaba mucho para que se desmayara sin otro emplasto o brebaje. —Iremos a Bathory juntos —dijo Tregsburg—. Para ver si ha dicho la verdad. Si es así, Konrad informará al castillo para que envíen las tropas. ¿Queda claro? —Tan claro como un queso de cabra —dijo Flynn, haciéndole un saludo torpe. Después, se dejó caer hacia delante para apoyarse en Gina. No vio la única mirada fugaz del viejo guardia a Gina, que era de preocupación real, y cómo levantó las cejas confundido. —Adelante, entonces —dijo el capitán en voz alta.
—Yo no obedezco órdenes —murmuró Gina. Flynn sí que oyó eso y sonrió ligeramente, justo antes de desmayarse.
Rapunzel Cuando se despertó ya era de día. Aún no había fuego en la chimenea y vio un cuenco de sopa frío (que alguien había puesto con un sigilo aterrador en una mesa junto a la puerta). Estaba descalza y tenía los pies congelados. No quería tocar ninguna de las pieles esparcidas por la habitación o colgadas en la pared. Sin muchas ganas, se envolvió el pelo alrededor de los hombros y el pecho como un chal. Nunca en su vida se había sentido tan vacía. Una versión completamente negativa, en blanco, de Rapunzel se le movía bajo la piel. Si volviera de repente a su antigua torre, sabiendo lo que sabía ahora sobre el mundo y sus amigos (y la magia), se volvería a escapar. Allí no podía huir (ni de la torre, ni del único pensamiento que le rondaba sobre la torre de piedra que tenía en la cabeza: su «madre» solo se había quedado con ella para poderla vender cuando tuviera la edad suficiente). —Si Gothel hubiera sido hostil y cruel, ¿habría sido mejor? —se preguntó, acariciando a Pascal (que se mantenía escondido detrás del cuello, intentando permanecer despierto en aquel frío mortal para un lagarto)—. Yo habría sido infeliz mientras crecía, pero no me habría llevado esta sorpresa ni me habría herido todo esto ahora. »¿Es posible que me quisiera? ¿A su manera extraña? ¿Puede alguien ser tan complicado? ¿Se puede querer a una
persona y también tratarla como a un objeto desechable? »O… ¿podía haberme querido cuando yo era pequeña y… dejarme de querer cuando fui lo suficientemente mayor para discutir, para no estar de acuerdo con las cosas? ¿Las madres hacen eso? Se quitó a Pascal del cuello para poder ver su respuesta. Pascal se cruzó de brazos y frunció el ceño. —Sí, las malas madres lo hacen, supongo. Supongo que madre es una palabra complicada. Hay una diferencia entre cuidar de algo y querer a una persona. «Sal a buscar aventuras, vuelve a casa por amor.» La anciana tenía razón. Es exactamente la clase de madre que quiero ser, si es que lo soy algún día. »Pero… no es el tipo de hechicera que querría ser. Ya me he pasado diecinueve años sola en una torre estudiando cosas. En cuanto supiera cuáles son mis poderes, querría usarlos. De forma espectacular. Rapunzel frunció el ceño, pensativa. —Es curioso; Gothel solo fingía que tenía poderes. Sin embargo, consiguió tener a todos esos lores y esa lady en la palma de la mano. Con su teatro espeluznante y prometiéndoles que les vendería a su hija horripilante. Supongo que eso es algún tipo de poder. »Bathory nació con tierras, dinero y poder; tiene todo lo que cualquiera desearía. Sin embargo, lo único que hace es aplacar su sed de sangre y violencia con gente inocente. »Tres mujeres poderosas y todos sus poderes usados para el mal o para nada en absoluto. Pero ¿cómo consigues poder en el mundo si no naces princesa ni bruja? Pascal se la quedó mirando.
—¿Qué? —le preguntó Rapunzel. El lagarto señaló fuera de la ventana hacia el castillo en el que gobernaban sus padres. —Oh, ya lo sé —dijo Rapunzel, sonriendo—. Yo nací princesa heredera. Y bruja. De algún modo, la mujer más poderosa de todas. Debería ser capaz de hacer el bien: ayudar a los aldeanos hambrientos, salvar a Magda, destrozar a Bathory… Sé que la única respuesta es volver a casa, sea donde sea al final. El lagarto asintió. —Por desgracia, estoy atrapada. Esta vez, de verdad. A menos que consiga que mi magia funcione. No hay forma de salir de esta habitación. Y no puedo dejar a Magda. Otra vez, estoy sola en una torre sin ninguna ayuda en absoluto. Justo en ese momento, una piedrecita entró volando en la habitación, pasó por delante de Pascal y rodó hasta una esquina. Rapunzel miró por la ventana, pero no vio nada: ni un pájaro, ni una tormenta extraña, nada en absoluto. Y la piedra no quemaba como habría hecho una estrella caída. Picada por la curiosidad, la recogió. Unas rayas en la superficie llena de hollín indicaban las iniciales inconfundibles F y G.
Flynn y Gina La yegua de Gina seguía intentando coger velocidad mientras subían a la sierra, con ganas de volver a casa. Gina seguía intentando conseguir que fuera más despacio, susurrando y tirando de las riendas. —Eh, siéntese así —sugirió el capitán Tregsburg en un momento dado, bruscamente—. Si usted está tensa, la yegua también lo estará porque creerá que usted también quiere ir. —Es que queremos —murmuró Flynn. Cuando se pararon para descansar, el capitán miró la yegua, comprobó los dientes y le pasó la mano por los flancos. —Podría comer más avena —murmuró—. Pero, aparte de eso, parece que Bathory al menos trata bien a sus caballos. —Le gustan de verdad, eh —dijo Gina, mascando un trozo de pemmican que le había puesto su madre con las medicinas. Le ofreció una tira al capitán y él la aceptó, quitándole el extremo con sus enormes dientes cuadrados como si no fuera nada. —Suelen ser mejores que las personas. Leales, sinceros, valientes, corteses… —¿Corteses…? —preguntó Flynn, que estaba estirado en el suelo.
—Eh, ¡estás despierto! El capitán dice que el castillo está pasado el pueblo —dijo Gina—. Creo que es hora de que te ponga todo el mejunje curativo de mi madre. —Vale —dijo Flynn, que rechinaba los dientes de dolor. Con rapidez y eficacia, pero ni la mitad de amabilidad de su madre, Gina le sustituyó el emplasto en la cabeza por otro fresco empapado con la poción de extractos que había hecho su madre. Gina aguantaba el pequeño frasco de elixir mientras él se lo bebía. Quemaba y se puso a toser, pero apretó los labios con fuerza para tragárselo todo. Cuando volvieron a montar, Flynn ya estaba alerta y tenía la mirada limpia. Fue capaz de mantenerse perfectamente derecho y de no tener que apoyarse contra Gina. Incluso sonrió a la gente con la que se cruzaban en el pueblo. Nadie le devolvió la sonrisa. Ni siquiera una o dos damas que vieron. —Este lugar es nauseabundo —murmuró Tregsburg—. Depredado por su propia señora como si fueran ovejas que se entregan a un vampiro. Y por primera vez, quizá, Flynn guardó silencio, totalmente de acuerdo con él.
Bajaron de los caballos y salieron de la carretera a medida que se acercaban al castillo, entrando en el tenue bosque para que no los vieran fácilmente. —Bueno, si nos ceñimos a la trama —dijo Flynn mientras se acercaban y vigilaban el fuerte—, apuesto a que Rapunzel está atrapada en esa torre alta de ahí.
—Si es que está ahí y si la tratan de una forma distinta a los demás prisioneros de Bathory —señaló el capitán—. Si no, estará en las mazmorras. —¿Por qué usted y sus hombres no van hasta allí a preguntárselo? —sugirió Flynn—. Tendrán que escuchar a oficiales abotonados. Tregsburg lo fulminó con la mirada. —No estoy aquí bajo la protección de mi señor. Sospecharía enseguida. —Vale, entonces, ¿cómo vamos a averiguar dónde está Rapunzel? —preguntó Gina—. Eso determinará qué hacer después. —Lo primero es eliminar opciones —dijo Flynn, que se quedó mirando con aire pensativo la ventana de la torre—. Gina, esta es tu oportunidad. Demuéstrame que eres una aventurera legendaria. ¿Crees que puedes conseguir lanzar un misil de piedra por esas ventanas diminutas con tu honda? Gina sonrió.
Rapunzel —¡Pascal! ¡Pascal! ¡Es de mis amigos! —empezó a gritar y, de repente, bajó la voz—. Pascal, tengo amigos. Y ¡han venido a rescatarme! Sonrió, sorprendida por aquella información tan nueva y espectacular. Flynn y Gina no eran solo algo temporal, una afición, una fase pasajera, algo que sucede y termina. Ella era real para ellos. Les había dejado huella. Habían sobrevivido a la pelea por la vida de Rapunzel y no habían renunciado a ella. Rapunzel saltó en el aire con un grito (silencioso) de alegría. Después, corrió hasta la ventana y miró fuera. En realidad, estaban demasiado lejos para ver algo claramente y para que la piedra hubiera entrado limpiamente por la ventana, tendría que proceder de algún punto fuera del terreno del castillo, en los árboles. Ella saludó desesperadamente, poniendo la mano fuera de la ventana, pero no estaba segura de que alguien la pudiera ver. —¿Qué puedo hacer? ¿Cómo puedo indicarles que estoy aquí, que estoy viva, que soy yo? —gimió. Pascal se limitó a mirarla. —Oh, claro —dijo Rapunzel—. Estaba distraída. Gracias, amigo. Cogió todo el pelo que pudo y lo lanzó por la ventana. Con fuerza.
Como miles de arañas bebé cayendo en paracaídas en el cielo, brilló y resplandeció sin ninguna magia en absoluto, solo por la luz del sol, antes de caer para colgar a lo largo de la torre, ondeando en el viento.
Flynn y Gina —¡Es ella! ¡Es Rapunzel! —exclamó Flynn, abrazando a Gina. Ella mostró su típica sonrisita. —Ese pelo… —dijo el capitán Tregsburg asombrado—. La princesa bebé… el pelo plateado, como la luna… —Se recuperó enseguida—. Bueno, no sé cuáles serán todas las ramificaciones de todo esto, pero está claro que aquí hay gato encerrado y ustedes, contra todo pronóstico, decían la verdad. »Konrad, vaya directamente al castillo todo lo rápido que pueda. Informe al teniente de todo lo que ha pasado. Pero, además, y esto es crucial: el rey y la reina deben saberlo. — Sacó una daga diminuta, que parecía un cuchillo de fruta decorado en vez de un arma seria, y se la dio al hombre—. Este fue el regalo que me hicieron ellos después de la batalla de Gronden. Sabrán que habla en mi nombre y que esto es serio. —Ahora mismo, señor —dijo el guardia, haciendo un saludo. Montó en el caballo de un salto y se fue al galope. —Y ahora, ¿qué? —preguntó Gina—. ¿Esperamos a que venga su ejército y asaltamos el castillo? —¡Ni hablar! —dijo Flynn, estirándose—. Voy a entrar. El capitán se lo quedó mirando. Era evidente que intentaba entenderlo.
—¿Lo dice en serio…? —dijo, por fin. —Sí. —¿Sabe que si le cogen, cosa que harán, la condesa le torturará hasta que desee haber muerto bajo el hacha del verdugo en casa? —Sí, Treggsy, gracias. Soy consciente de todo eso. —Esta es una nueva faceta de Flynn Rider que no habíamos visto antes —dijo el anciano con aire pensativo. —Buena suerte —dijo Gina—. Es más probable que nos pillen si vamos los dos. Me quedo en la retaguardia y os rescataré a ti y a Rapunzel llegado el caso. —No lo hubiera dicho mejor —dijo Flynn—. Salvo la parte sobre que me tienes que rescatar. Eso ha sido basura. Konrad volvió al castillo con la daga y el mensaje, y Flynn Rider se dirigió al castillo Bathory para colarse y salvar a la princesa.
Flynn … Y lo cogieron, solo diez minutos después de haber entrado. —Huelo sangre —dijo la condesa, dejando de mirar los papeles y levantando la vista de golpe—. Sangre fresca. Y no ha sido cosa mía. Movió la nariz pálida y mandó llamar a los guardias. Por supuesto, Flynn no pudo evitar que las heridas le supuraran un poco por los bordes. (Mientras estaba metiéndose por una ventana, la carne que la magia sanadora había empezado a cerrar se volvió a abrir de golpe.) O quizá la villana era casi un ser sobrenatural en su alarmante capacidad olfativa.
Gina Gina observaba la torre con preocupación. Habían pasado varias horas y no había ni rastro de Flynn ni de Rapunzel. —Debo entrar a buscarlos —decidió. —Y ¿que te maten igual que a Flynn? —preguntó el capitán—. Piensa estratégicamente, chica: cuando vengan mis hombres, atacaremos todo el castillo de Bathory en general. Nuestro objetivo será rescatar a la chica que puede que sea princesa real, o no, y, probablemente, eliminar a la condesa de una vez por todas. Salvar a Flynn Rider será el último punto de nuestra lista de prioridades. Ahí es donde entras tú. Gina entrecerró los ojos mirando al capitán. —Parece que le importe lo que le pase a Flynn. —¡No intente desmontar mis razones! —soltó Tregsburg—. ¡No tiene nada que ver con que Rider haya dado un giro a su vida y yo nunca haya tenido hijos! —Ah, yo no… —Solo pienso con lógica, ya que no parece que nadie más lo haga por aquí. Si quiere salvar a su amigo Flynn, espere a que llegue la caballería. Literalmente. —De acuerdo —dijo Gina, sonriendo. De repente, el capitán encontró algo que debía ajustar de sus grebas y sus cejas canosas se arrugaron por la concentración.
Pero el serio militar se quedó sin ganas de bromear cuando oyó el sonido de unos cascos. —Un momento, ¿qué es eso? No pueden ser sus hombres ya, ¿verdad? A lo lejos, unas nubes de polvo empezaron a levantarse por encima de la carretera. Un grupo variopinto de hombres a caballo y a pie quedaron a la vista. Pero no formaban un ejército, sino que había varios grupos pequeños que marchaban juntos bajo distintas banderas. Al menos tres de los jinetes parecían lores por los caros adornos que llevaban. —Pero qué… son los lores Kraske y Thongel —declaró Tregsburg—. ¿Qué demonios está pasando aquí? Los guardias del castillo Bathory vieron la amenaza enseguida: fueron corriendo a cerrar las puertas gigantes de madera. —No son los nuestros, sino hombres que se han organizado para sitiar el castillo —dijo el capitán extrañado. Casi había una nota de satisfacción en la voz. Uno de los jinetes de aquella compañía extraña vio cómo movían las puertas y enseguida hizo galopar a su caballo. Justo antes de que cerraran de golpe, les tiró algo; una lanza o la punta de una lanza de caballería o algo similar; Gina no lo veía bien. Se oyó un crujido enorme y las puertas temblaron y se abrieron de repente. Los atacantes vitorearon. Alguien tocó un cuerno y uno de los lores gritó: —¡Bathory! ¡Suelta a la chica ahora mismo! ¡De lo contrario, sitiaremos tu castillo y saldréis tú y ella por la fuerza! —¿Qué demonios dices? ¡No os daré ni una gota de sangre! —gritó alguien desde lo alto de la muralla: la condesa estaba
allí de pie, con las manos en las caderas, riéndose histérica de su propio comentario. »Este castillo lleva mil años en pie. Voy a buscar mi arma secreta ahora. Y cuando le dé la orden, ¡Rapunzel liberará una lluvia de muerte sobre todos vosotros! El capitán abrió unos ojos como platos y se volvió hacia Gina. —¿Puede hacer eso? —preguntó. Gina negó con la cabeza y se encogió de hombros. —Convirtió un lagarto en… un lagarto distinto. Y cambia las cosas de color. Es lo único que le he visto hacer. También me contó que mataba pollos de vez en cuando. —No lleva en pie mil años —se burló uno de los lores—. ¡Su marido lo construyó para ella como regalo por sus repugnantes aficiones! ¡Es basura! —Esto —dijo el capitán Tregsburg— va a ser muy interesante.
Rapunzel Iba de un lado a otro de la habitación, preocupada por lo que debía hacer. —Mis amigos vienen —murmuró—. Pero no debo confiar en que ellos lo hagan todo. Tengo que estar preparada. Tengo que intentar rescatarme a mí misma o encontrarlos a medio camino al menos. Primero, ¡sopa! Rapunzel se obligó a sí misma a beber la masa gélida y repugnante que necesitaba sal urgentemente. Tenía que conservar las fuerzas, sobre todo si había que correr. —Bueno, vamos a ver si puedo ayudarme a mí misma un poco. —Se subió las mangas hasta la mitad del brazo y dejó caer un mechón de pelo en el cuenco que acababa de vaciar—. Vale… este es el décimo día desde la luna nueva, creo. ¡He perdido la cuenta! ¿Aún es cuarto creciente más o menos? ¿O está más cerca de la cura? ¿Hay más transformaciones, quizá? Los dedos temblaron en el lugar en el que una vez había cogido el carboncillo. Deseó coger el pequeño adorno con forma de luna que había hecho. No tenía nada en lo que concentrarse. Ni siquiera sabía cómo era la luna exactamente en aquel momento. Intentó visualizar el mandala que había pintado, intentó recordar lo calmada y centrada que estaba en la casita. Paz, magia y lunas…
Pero la sensación seguía escapándose. Una brisa fría serpenteaba por las ventanas de la torre y los pensamientos de Bathory serpentearon por el subconsciente de Rapunzel. Cerró los ojos y se esforzó más: luna, luna, luna, luna… El pelo empezó a lanzar destellos. ¡Estaba funcionando! Abrió los ojos antes de que las brasas se apagaran, cogió el cuenco mientras se transformaba en un cuenco más pequeño. —¡Anda! —dijo, girando en las manos el bol que se había quedado del tamaño de un juguete—. Interesante. ¡Oh! ¡Quizá podría reducir la puerta y salir! Se puso a investigar cómo poner el pelo a lo largo de la puerta cuando, de repente, oyó un toque, fuerte y siniestro, como si la mano estuviera cubierta por malla. Le dio un vuelco el corazón. —Princesaaaa, tienes visitaaaaaaaa. —La voz de la condesa, que no estaba hecha para trivialidades dulces, tenía un tono horriblemente irritante. Pascal negó con la cabeza, intentando sacársela de los oídos. Rapunzel dio un salto hacia atrás. Pusieron la llave (calavera) en la cerradura y abrieron la puerta con un crujido. Bathory sonreía como una gárgola. Vestía un conjunto contrario al que llevaba cuando llegó Rapunzel: túnica rojo sangre con una sobrefalda y corpiño de color crema. Entró en la habitación, flanqueada por dos hombres gigantes cuyas caras estaban ocultas detrás de cascos de metal con pinchos. Detrás de ellos había otros dos hombres más y entre ellos llevaban a… —¡Flynn! —gritó Rapunzel. Lo habían atado de forma exagerada a una silla: tobillos, piernas, torso, los brazos en la espalda, cadenas de hierro y
grilletes que iban de arriba abajo como si fuera una bestia peligrosa y rabiosa y no un ladrón esbelto. Flynn sonrió a Rapunzel. Estaba un poco mareado. Tenía el pelo enmarañado con sangre y se le estaba saliendo una venda de lo alto de la cabeza. —Hola, Bruji —dijo—. Perdona el intento de rescate. Rapunzel se lanzó sobre él. Se debatió entre el impulso de abrazarlo, de tratarlo con cuidado, de mirarle las heridas, de cuestionar su presencia y quizá incluso de besarlo, todo a la vez. —Un amante bastante valeroso —observó la condesa—. Y opuso bastante resistencia hasta que se desmayó. —No es nada, solo estoy mareado por la herida de antes — dijo, poniendo los ojos en blanco y soplándose un mechón de pelo que le caía por la frente. —No puedes matarlo —dijo Rapunzel, poniéndose de pie, con furia en la mirada—. No te dejaré. —La verdad, me aliviaría y me impresionaría ver tu pelo en funcionamiento —dijo la condesa, mirándole el pelo plateado (ligeramente húmedo)—. Pero no te preocupes, cariño, él está completamente a salvo conmigo, siempre que hagas exactamente lo que te diga. »Demuéstrame el poder de tu pelo antes de que se ponga el sol o tanto él como Magda morirán desangrados. No para mi baño, por supuesto. Él es un chico y mugriento… Flynn esbozó una sonrisa diabólica. —Repugnante —murmuró la condesa, y dio media vuelta para irse.
Dos de los guardias la siguieron. Dos se quedaron. Uno a cada lado de Flynn. —¿Lo vais a dejar aquí? —preguntó Rapunzel sorprendida. —¿Por qué no? ¿Qué daño va a hacer dejarte pasar tiempo con él? —preguntó la condesa con curiosidad, como si realmente no entendiera la pregunta—. Pasar tiempo juntos solo os unirá más. Y eso significa que es menos probable que quieras que se muera. Sugiero que habléis rápido. La puerta se cerró de golpe. La habitación se quedó en silencio. Los dos guardias permanecieron inmóviles, indistinguibles y macabros detrás de los cascos. Flynn estaba tan agotado que dejó caer la cabeza. Era incapaz de mantenerla derecha más tiempo. —He metido la pata, ¿no? —murmuró. —Oh, no seas ridículo —dijo Rapunzel—. Todavía queda… —estuvo a punto de decir «Gina» en voz alta—… esperanza —dijo al final, con torpeza. Los guardias no parecieron percatarse del desliz que casi había cometido. Rapunzel cogió algunas almohadas de la cama para que Flynn pudiera apoyar el cuello. Los guardias ni se inmutaron: no valía la pena preocuparse por ella. Mientras ajustaba los bultos y las pelusas, pudo mirar mejor la parte de arriba de la cabeza de Flynn. Intentó no gritar. A pesar de su falta de experiencia con cualquier tipo de herida seria, realmente aquella no tenía buena pinta. Sin saber qué otra cosa podía hacer, Rapunzel le levantó la mano y la apretó.
Flynn sonrió. —¿Lo ves? Esto hace que todo haya valido la pena. —No me puedo creer que hayas venido hasta aquí, que me siguieras y ¡que me encontraras! Sabes, la primera vez que te vi desde lo alto de mi torre (¡buf, hace siglos!) y después en las imágenes de los carteles… me imaginaba cómo quería que fueras. Y ¡resulta que eres casi exactamente como yo pensaba! —Rapunzel, no soy nada heroico, ni maravilloso ni sea lo que sea que pensaras —dijo, con tristeza—. Soy un ratero que busco más que nada mi propio bien. Todo lo demás es mentira. Ni siquiera me llamo Flynn Rider. —Mm, ¿qué? Rapunzel pensaba que Flynn le diría muchas cosas, pero esa, ni por asomo. —Mi verdadero nombre es Eugene Fitzherbert. Al menos, eso es lo que ponía en el registro del orfanato. Puede que hubiera un brillo dentro del casco de uno de los guardias al oír aquello, como si no pudiera evitar reírse un poco. Rapunzel se quedó boquiabierta. —¿Eugene? —le preguntó. —Sí. —Y «Fitz» no significa… —Sí —la interrumpió, molesto—. Pero quién sabe si ese es mi apellido o nombre real o lo que sea. Yo pienso en mí mismo como Flynn Rider. Héroe atrevido, artista del escape, aventurero extraordinario… Eugene es alguien que se consume en un orfanato, alguien a quien nadie quiere. Eugene
come gachas una o dos veces al día, quizá, y lleva la ropa vieja que se les ha quedado pequeña a los chicos más grandes de una generación antes que él. —Me gusta Eugene —protestó Rapunzel, dándole golpecitos en la mano—. Lo prefiero a Flynn. Suena más… real. Como la persona que eres de verdad. —Gracias —murmuró. —No, ¡en serio! Eugene no abandona a sus amigos. Hace comentarios sarcásticos… y, después, se queda en la granja de cabras de una bruja para ver cómo puede ayudar. Eugene hace un alto en su vida salvaje y aventurera para asegurarse de que la gente que lo rodea tiene su final feliz. Eugene devuelve las coronas a sus legítimas dueñas. —Eugene acaba desangrado en un castillo gobernado por una bestia demoníaca —dijo Flynn, levantando la vista para medir la posible respuesta violenta de sus captores. No se movieron—. Flynn Rider está en algún sitio cabalgando hacia el crepúsculo… —Sin su princesa —lo interrumpió Rapunzel, con las manos en las caderas. Flynn le sonrió con tristeza. Rapunzel intentó fruncir el ceño y seguir seria… pero acabó acercándose más a Flynn. Muy deliberadamente, ella apretó los labios contra los de él. Flynn se inclinó hacia delante todo lo que permitieron las cuerdas que lo ataban. Presionó la nariz contra la de ella; ella inclinó la cabeza. Un momento después, Flynn levantó la vista para ver si los captores, de nuevo, hacían algo.
No. Rapunzel rompió el beso, riéndose. —Mi segundo beso. —Suspiró—. Qué desastre. —Mi primer beso entre rejas —dijo Flynn. Después, lo pensó—. Vale, el segundo. Quizá el tercero. —Tenemos que salir de aquí —dijo Rapunzel, moviendo la cabeza. —Tengo que decirte que no tengo grandes esperanzas en que la situación se resuelva felizmente. Pero, pase lo que pase, Rapunzel, no siento que me vieras esconder la corona en el árbol y que vinieras detrás de mí. Aunque al final, ah, eso haga que mi vida acabe antes de lo esperado, es el mejor final que alguien como yo podría haber esperado. —Pero ¿qué hay de tus pilas de dinero? —le preguntó, bromeando solo a medias. Se encogió de hombros, algo complicado por todas las cadenas y cuerdas. —El dinero es… es como un lugar más seguro para la felicidad, ¿sabes? Yo crecí pobre, por eso, me imaginaba que tener comida, y un lugar cómodo para vivir, y sirvientes, y una cama realmente bonita me haría feliz. —¿Una cama realmente bonita…? —Mira, shh, solo es parte de un todo. La cuestión es que yo no sabía qué era realmente la felicidad hasta hace unos días. No pensaba que una persona me pudiera hacer feliz. Fue un descubrimiento raro y maravilloso. Y si he sido un idiota antes, lo siento. Lo único que veía era que me arrebataban la felicidad otra vez. Rapunzel lo besó en la mejilla, sobrepasada.
—Siento que hayamos discutido. Soy una princesa grande y mimada que no entiende el mundo real. —Eres un ser humano maravilloso al que han encerrado toda su vida —dijo Flynn, horrorizado—. No creo que mimada sea la palabra adecuada. —Gracias —murmuró Rapunzel. No pudo evitar pensar si alguna vez sabría cómo era ser una persona normal. Se le pasó por la cabeza que quizá, de algún modo, su búsqueda de los farolillos era su forma de sustituirlo, como las pilas de dinero de Flynn: Rapunzel no perseguía luces lejanas, sino el sueño no cumplido de la normalidad. Si resultara que toda su vida había sido un sueño y se despertara y viera que solo era una chica normal del pueblo con tareas como cuidar de las cabras, y su novio era Eugene y Gina, su amiga… su hermana… ¿sería feliz Rapunzel? ¿O alguna parte de ella miraría al mundo que la rodeaba y sentiría que había algo que no cuadraba? ¿Y si viviera en Čachtice? ¿Y si sus primas pequeñas se murieran de hambre? ¿O la campesina Rapunzel seguiría intentando cambiar el mundo, independientemente del rango que tuviera en él o de los poderes de bruja que no tenía? —Te doy una moneda de oro por tus pensamientos —dijo Flynn. Rapunzel le puso los brazos alrededor del cuello. —Oh, solo estaba pensando en otras vidas. —Y Rapunzel le besó en el cuello, debajo de la oreja. —¿Cuál es el plan de Gina? —susurró Rapunzel. —Conseguir el ejército de Tregsburg —le contestó entre susurros.
Le dio un vuelco el corazón al enterarse de aquella noticia. —Pero ¿cómo? De repente, se oyeron sonidos de disparos de fuera. Incluso los guardias se movieron y se miraron el uno al otro. Rapunzel corrió hasta la ventana. —Qué rapidez —dijo ella, impresionada. —¿Qué pasa? —preguntó Flynn, tan impaciente como un niño al que no le dejan enterarse de lo que ha pasado en ese preciso instante. —Parece… que un ejército está atacando el castillo. O algo así. En libros que había leído Rapunzel, los ejércitos que sitiaban castillos eran grandes y se colocaban en filas ordenadas; llevaban armaduras relucientes y cabalgaban sobre brillantes caballos castaños, llevaban banderas y cuernos y lanzas largas y empujaban máquinas para destruir murallas y catapultas. Debajo de ella, había una multitud variopinta de personas que llevaban imágenes heráldicas de media docena de casas distintas. Ninguna era brillante ni nueva. Ningún grupo hacía lo mismo que otro; no había un ataque coordinado. Parecían más una versión grande de los grupos poco organizados de bandidos que habían intentado llevarse a Rapunzel durante la última semana. Caballos y hombres del tamaño de hormigas daban vueltas por la puerta principal casi sin rumbo fijo. —Oye, por curiosidad, ¿cómo es el ejército de Tregsburg? —preguntó Rapunzel como si nada. —Ah, pues, ya sabes, todos los botones y las botas pulidos con saliva, todos marchando al mismo paso, con caballos relucientes, cascos con esa cosa que parece un cepillo arriba…
—Entonces no creo que estos sean sus soldados —decidió Rapunzel. La puerta se abrió con un crujido; Magda entró sin hacer ruido. —Traigo cerveza… —Estamos un poco ocupados —dijo Flynn sin ton ni son. —Oh, sí, el ataque —dijo Magda con apatía. Dejó la jarra y los vasos que llevaba y fue con Rapunzel hasta la ventana. Bajando la vista al caos que había, sus ojos, por un momento, mostraron un ápice de vida—. Es como un cuento de hadas — dijo en voz baja—. Todos los príncipes del reino vienen a rescatar a la princesa. —No son príncipes, son barones y nobles de menor rango —dijo Rapunzel—. Eso primero. Y, segundo, no me quieren porque estén locamente enamorados de mí, solo les interesa mi pelo mágico. Yo soy un arma o un tesoro o una rareza, no un objeto de afecto. Y, tercero, lo más importante: yo no soy un objeto por el que se deba luchar, tanto si se trata de una esposa como de un arma. Soy una persona. Magda la observó con la mirada perdida con aquellos ojos como de lagarto. —Nadie vino a rescatarme a mí, por ninguna razón. Rapunzel se marchitó como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Se sentía tonta y perdida otra vez. —Tienes… razón —dijo al final—. Yo tengo este pelo mágico porque mi madre era reina y consiguió que todo un reino buscara una flor mágica para salvarla a ella y a su bebé. Fue todo un privilegio.
—¡Por el que te ocultaron en una torre durante veinte años! —gritó Flynn. Uno de los guardias dio una patada a su silla. —También es cierto. La vida es complicada. Como las madres y el poder. Hay dos cosas que sé seguro. Una es que no necesito que alguien cuente mi historia por mí —dijo Rapunzel directamente a Flynn. Después, cogió las manos de la otra chica—. Y dos, Magda, si salgo de aquí, tú, también. Te lo prometo. Magda parpadeó despacio, mirándose las manos, y, después, la cara de Rapunzel. El fantasma de una sonrisa jugaba por sus labios. —Vale —dijo, algo raro en ella. Rapunzel se dio cuenta de que no todo el mundo reaccionaba a estar encerrado con la misma resiliencia que ella. —Entonces…, ¿puedes hacer algo con el pelo? —le preguntó la otra chica.
La batalla por el castillo de Bathory El ejército variopinto avanzó y atacó. Algunos estaban suficientemente organizados para hacer un esfuerzo coordinado para empujar la puerta. Pero, en general, eran hombres que atacaban a guardias cada uno por su cuenta. Con una extraña expresión en la cara, el capitán Tregsburg volvió a montar en su caballo. —¿Qué hace? —siseó Gina. —El enemigo de mi enemigo es mi amigo… un rato — respondió, ajustándose las riendas y los estribos y poniéndose derecho en la silla—. Puedo ayudarles hasta que lleguen mis hombres. —Ahora, ¿quién es el que no piensa con lógica? — preguntó Gina—. ¿Qué harán sus hombres cuando lleguen? ¿Acaso no necesitarán un líder? —Me verán —dijo él, distraídamente—, y entrarán en acción —dijo con una sonrisa dura. —Se ha vuelto loco —murmuró Gina. Ella no sabía nada sobre las batallas militares formales. Ni siquiera tenía acceso al tipo de libros con los que había crecido Rapunzel. Para ella, todo aquello era un caos. Los caballos chillaban. El sonido metálico constante de las espadas no era ni alegre ni legendario, sino sordo y frenético. Los hombres
gruñían y siseaban como animales. Los lores daban órdenes a los hombres, pero sus palabras se perdían en la pelea. Las espadas subían y bajaban de forma metódica, y, con sus cortes y sus rajas, dejaban fealdad a su paso. Dos hombres estaban forcejeando como cangrejos en la tierra, intentando ahogarse el uno al otro, pero no podían por el casco, la armadura, las botas, las chaquetas… Más que otra cosa, parecía un juego de niños en el que, en vez de palos, usaban armas y animales de verdad. Era algo furioso, violento y sin rumbo. … eso, en el lado de «los buenos». Los malos trabajaban mucho más unidos. Cuando la puerta grande se abrió a la fuerza, el ejército variopinto de lores vitoreó… pero se calló al darse cuenta de cuál era la situación realmente. Bathory tenía todos los recursos de un castillo, todos los hombres y suministros de un pueblo pequeño. Doce soldados, con armadura y fuertemente armados, salieron del patio de armas como un solo hombre. Hubo una pausa mortal y, después, los dos bandos se enfrentaron. Incluso después de que se añadiera Tregsburg, la situación no pintaba bien. Si el castillo llevaba en pie veinte o mil años daba igual; al fin y al cabo, era un castillo de piedra lleno de hombres entrenados y armados. Gina consideró las «órdenes» que había: esperar a que llegara el ejército real; después, entrar deprisa durante el caos y rescatar a Flynn. ¿Aquella batalla inesperada cambiaba las cosas? Había caos, pero todavía no había recorrido todo el camino hasta el castillo. ¿Se podría colar de todas formas? Rapunzel sería rescatada por los soldados de su reino… si es que llegaban. ¿Cuánto tiempo tardarían?
Si los que luchaban en aquel momento eran los villanos que la perseguían y llegaban antes hasta ella… —¡Eh! ¡Tú! Gina se volvió. Uno de «los buenos» la había visto. ¿Qué pensaría? Quizá aquel hombre suponía que ella formaba parte de la fuerza de Bathory, que se había colado por allí para atacar desde atrás. Quizá pensaba que ella era una mensajera del castillo que intentaba pedir ayuda. Quizá estaba demasiado ocupado con su ansia de sangre para que le importara. Fuera lo que fuese, ella presentaba un objetivo evidentemente menos difícil que los hombres con armadura de Bathory. Levantó la espada y corrió hasta ella… ¿Qué podía hacer ella para ayudar en aquel momento a Rapunzel, Flynn, Tregsburg o incluso a sí misma? «Gina, eres una gran aventurera. No necesitas el permiso ni la aprobación de nadie para decir lo que piensas. Di lo que piensas y ¡hazlo!» Las palabras le resonaron en la cabeza. Así que agarró al caballo, se montó de un salto y se alejó al galope de la batalla y el castillo todo lo rápido que pudo.
Rapunzel —Se supone que eres una bruja horrible. Haz algo con tu pelo plateado —dijo Magda con impaciencia—. ¡Sálvanos! —No veo la luna —dijo Rapunzel—. Me cuesta concentrarme. Y lo único que puede hacer la luna ahora es encoger las cosas. —¿Qué? —preguntó la otra chica, que miró a Flynn en busca de una explicación de lo que evidentemente había sonado como una locura. —No tengo la menor idea de lo que habla —admitió Flynn. Una llave giró en la cerradura y la puerta se abrió con un crujido. Uno de los guardias de Flynn desenvainó la espada gigante, listo para cortar la cabeza de cualquier rescatador en potencia. Pero era Bathory. —Es tu última oportunidad, princesa Rapunzel —dijo la condesa—. Disculpa que no pueda esperar hasta la puesta de sol. Uno hace lo necesario. Si los asediadores avanzan, desatarás todo el poder de tu pelo… o serás lanzada a nuestros enemigos de más abajo. Junto con tu amante. —Pero no parece que te vaya tan mal —observó Rapunzel, mirando por la ventana.
—Una demostración de tu poder pondría fin a esto enseguida —dijo la condesa Bathory secamente—. Y si no tienes el poder, entonces… tu cuerpo también puede arreglar las cosas enseguida. Así que sugiero que empieces las preparaciones o encantamientos de magia que necesites de inmediato. —Desde luego —dijo Rapunzel. —Oh-oh —dijo Flynn. —Luna, oh, luna, por favor —invocó o suplicó Rapunzel, cerrando los ojos y abrazándose el pelo. —Venga, no tenemos todo el día —refunfuñó Bathory. —¡Estoy en ello! —espetó Rapunzel. Sintió que la premagia se creaba y fluía, pero cada vez que la interrumpían o sentía miedo, desaparecía. —Concéntrate —murmuró para sus adentros. Intentó recordar imágenes de la luna, pero no podía elegir solo una; varias versiones en sus distintas fases se resbalaban deprisa por la mente. —Vale, él primero —dijo Bathory a los guardias, señalando a Flynn. Los hombres asintieron. Uno sacó un cuchillo y cortó las correas que lo ataban a la silla y le quitó las cadenas de las piernas. El otro lo levantó fácilmente con una mano e intentó ponerlo recto como si fuera una marioneta. Flynn se balanceaba y tenía problemas para mantenerse de pie. —¡No! —gimió Rapunzel—. ¡Luna, luna, luna, lunaaaa! Tal vez la condesa estaría feliz con alguna muestra (cualquiera) de poder. Si Rapunzel pudiera conseguir que el pelo le resplandeciera…
—¿Los niños y las niñas salen a jugar? —sugirió Magda con timidez. –¿Qué? —preguntó Rapunzel distraídamente. —¿La canción infantil? —La pobre criada evidentemente no tenía ni idea de lo que pasaba aparte de que Rapunzel parecía necesitar algo sobre la luna—. Los niños y las niñas salen a jugar… —¡La luna enseguida se pone a brillar! —acabó Rapunzel. Pensó en la luna llena resplandeciente y fría del invierno que proyectaba una luz tan fuerte que las ventanas de su torre se encendían como por arte de magia y, en vez de rayos de sol, había rayos de luna azul trazados en el suelo. Correría a la ventana de la torre… «Deja la cena, la cama puede esperar.» … y todo el mundo sería blanco y azul, con tanta luz como cuando era de día, pero con un lienzo brillante y mágico. Rapunzel sintió como si pudiera sumergirse en él y sobrevolar el mundo en su extraño estado. «Ya puedes salir a la calle a jugar.» El pelo le empezó a brillar. Bathory abrió unos ojos como platos, menos por el placer que por la sorpresa. Era casi como si nunca hubiera creído realmente que la magia fuera de verdad, que todo había sido un truco. De todas formas, la miraba seria y con cara de suficiencia. Los guardias se quedaron anonadados. —Pero ¿qué…? —dijo el de la derecha. —¡Bruja! —gritó el otro.
Y, de repente, Flynn, que parecía que hubiera estado a punto de desmayarse, se volvió y dio un puñetazo directamente en la ingle del hombre. El guardia herido no se cayó, pero fue como si se hundiera sobre sí mismo, agarrándose y gimiendo. Parándose solo un momento para tocarse la venda, Flynn se agachó para esquivar el golpe del segundo guardia. Se cayó al suelo y se volvió bruscamente contra las rodillas de su adversario. El guardia se cayó mal contra Bathory, tirándola al suelo. La condesa gritó, histérica, agitando los brazos mientras intentaba salir de debajo de aquel hombre pesado que la arrastraba al suelo con él. —Cuando quieras, Rapunzel —dijo Flynn, respirando con dificultad. —¡Eso intento! —dijo Rapunzel. ¿Qué debía encoger? ¿Qué podía encoger? Y, de repente, lo vio. Vio el castillo tal y como lo vería la luna, vio el mundo desde arriba y la lucha de más abajo y aquella maldita torre en la que el destino irónicamente había conspirado para encerrarla otra vez. La odiosa torre, tan pequeña como la torre de una muñeca, realmente, cuando se veía desde la altura de la luna. Insignificante. Nada. Empezaron a ocurrir cosas raras. La luz de la habitación cambió como si la sombra y la iluminación sufrieran una metamorfosis. Flynn gritó. La pared en la que se había estado apoyando de repente dejó de estar ahí… se evaporó y volvió a aparecerle
debajo de la mano, que apartó enseguida. Toda la estructura de la torre parecía estar y no estar allí al mismo tiempo, como en un sueño cuando te das cuenta de que algo no debería estar ahí y, de repente, desaparece. —¿Esto es todo? —preguntó Bathory, que por fin logró levantarse. Nadie la escuchaba. Por lo visto, el primer guardia no se dio cuenta de lo que ocurría a su alrededor, estaba demasiado ocupado con su furia personal. Fue corriendo hacia Flynn, bajando la cabeza para embestirlo. Flynn consiguió apartarse casi del todo de su camino. El casco de púas chocó contra la parte huesuda de su cadera. Era la mejor de las alternativas posibles, pero, igualmente, no era nada bueno. Rider gritó de dolor mientras el cuello chasqueaba otra vez, sacudiéndole la cabeza que ya estaba herida. —¡Vamos! —exclamó Rapunzel, que esquivó a los guardias y agarró del brazo a Flynn. —¿Dónde…? —Se quedó sin aliento. Era una buena pregunta: el segundo guardia y Bathory se habían organizado para bloquear la única salida de la habitación. Las ventanas eran demasiado estrechas para cruzarlas y las paredes no tenían ningún sentido. Todo estaba cubierto de destellos. Rapunzel sentía lo que quería hacer la magia. Y si ella estaba en el lugar equivocado en el momento más inoportuno, no importaría quién había invocado la magia: su final sería corto y duro. —Aquí, no —respondió Rapunzel, agarrando a Magda con la otra mano. Pascal envolvió la cola alrededor del cuello de ella con fuerza.
El mundo se movió, cantó y se transformó. La pared de la puerta desapareció por completo. Rapunzel tiró de sus amigos, esquivando a la condesa y a su guardia. Justo cuando pasaron al otro lado, el mundo cambió; Rapunzel podía ver hacia abajo en el suelo, trescientos metros por debajo de ella. Magda gritó por fin. Los tres compañeros empezaron a bajar unos escalones precarios de piedra que bajaban en espiral alrededor del exterior de una torre ya mucho más pequeña. Se había cerrado dentro de sí misma de alguna forma. La pared exterior a su derecha era en ese momento una pared interior. A la izquierda de ellos… no había nada. Solo espacio vacío hasta el suelo frío y duro. —No te pares —dijo Rapunzel a Magda cuando se quedaba paralizada (algo que le solía pasar). Por supuesto, la princesa no tenía vértigo ni miedo a las alturas. Flynn parecía incómodo —y mareado, además—, pero se abría paso metódicamente, agarrándose a la pared como si estuviera intentando abrazarla. Rapunzel cometió el error de mirar atrás y vio que Bathory y al menos uno de los guardias se habían recuperado y los iban a perseguir. Agarró con más fuerza la mano de Magda y contó los escalones a medida que los pasaban.
Más abajo, la lucha se había detenido. Aunque la magia de Rapunzel no hacía sonido en sí misma, no se podía cambiar y
mover por arte de magia piedras cuidadosamente incrustadas sin que hubiera repercusiones en el mundo físico. El cambio (y hundimiento esporádico) resultante de las estructuras originaba gritos en la piedra, como si toda una montaña estuviera retorciéndose, como un desastre minero, como un desprendimiento de tierras, como nada que ninguno de los hombres que derramaban sangre alegremente hubiera oído antes. —¿Qué demonios…? —dijo alguien. —Un terremoto —dijo Tregsburg, aprovechando el momento para coger aire y agarrar mejor la espada. No era en absoluto tan joven como muchos de los soldados. La destreza y la experiencia solo suplían la edad hasta cierto punto. —¡Brujería! —gritó un soldado de Bathory atónito al ver el castillo cambiado. —Seguro que dominas ese tema —se burló el capitán de la guardia y le dio un golpe fatal en el cuello. Y así continuaron: los que se recuperaron primero del asombro de ver aquella visión extraña volvieron enseguida a su misión sanguinaria y lograron algunos golpes extra; los que se quedaron aturdidos volvieron en sí deprisa o perdieron la vida. Aquel panorama caótico y violento fue el que encontraron Rapunzel, Flynn y Magda cuando descendieron por fin (Magda todavía estaba llorando). A pesar de que Flynn pareciera haber recuperado el vigor, se desplomó cuando llegaron al escalón de más abajo; evidentemente, toda su fuerza de voluntad se había agotado cuando ya estaban seguros en el suelo. Rapunzel lo agarró y le envolvió el pelo alrededor de los hombros para ayudarlo a estabilizarse.
Al principio, era imposible orientarse; el mundo en sí parecía estar del revés. La magia de Rapunzel no se había preocupado de tratar claramente cómo la torre en su estado encogido permanecería conectada al resto del castillo. Paredes extrañas, escalones que no llevaban a ningún sitio, habitaciones sin techos y zócalos dispersos formaban una escandalosa carrera de obstáculos. Era como la casa de muñecas de una alucinación. Sirvientes y otros habitantes del castillo salían de todas partes, gritando y huyendo de aquel desastre antinatural. Rapunzel pensó que, cuando todo hubiera pasado, tendrían que comprobar si quedaban prisioneros o gente atrapada entre los escombros. Pero, en aquel momento, su responsabilidad era poner a salvo a su pequeño grupo. Se concentró simplemente en poner un pie delante de otro, mientras ayudaba a Flynn a mantenerse en pie (porque iba balanceándose) y obligaba a Magda a seguir el ritmo. —¿Me puedes echar una mano? —dijo a la otra chica al final, cuando Flynn se inclinó mucho hacia un lado. La orden directa pareció aclarar la cabeza de Magda; cogió el otro brazo de Flynn y se lo puso alrededor del cuello. Estaban justo delante de la lucha que habían oído desde arriba, pero a la altura de los ojos. La pobre Rapunzel nunca había visto tanta gente en un mismo sitio, había aún más ruido y confusión para sus oídos y ojos aislados durante tanto tiempo. —Pero lo hemos conseguido —se dijo a sí misma. Y como había cambiado algo durante sus aventuras, pero todavía no había acabado, pensó que aquello era el fin. Todo el mundo
dejaría las armas cuando vieran que los prisioneros estaban libres, que ella había salido, y las cosas se solucionarían. Al menos, ella podía confiar en el hecho de que era una princesa real para infundir algo de autoridad a todo aquel lío. Y los soldados se fijaron en ella al cabo de un minuto. —¡Es Rapunzel! —gritó alguien, señalándole el pelo. —¡A por ella! En lugar de cumplir la orden, uno de los soldados de Bathory aprovechó la oportunidad para apuñalar al hombre que gritaba. —Gina. Busca a Gina. O a Tregsburg —dijo Flynn casi sin voz—. Un tío rubio y grande. Con un sol ostentoso en la armadura. Él te ayudará a salir de aquí. Rapunzel no hizo caso del «te ayudará» y miró alrededor buscando desesperadamente el hombre que describía Flynn. Ella recordaba haberlo visto antes, pero solo de lejos. ¿Era él, luchando desde el suelo, haciendo muecas, intentando ponerse de pie? O… En aquel momento, la condesa también había conseguido bajar a la base de la torre. Sus dos guardias iban detrás de ella. —¡Coged a la chica y volved conmigo! —ordenó. Su voz resonó por las almenas. Rapunzel deseó tener aquel dominio, aquella voz poderosa. ¿Había que ser una asesina sádica para tenerla? Miró alrededor desesperadamente; no había forma de llegar al capitán, no había ningún camino que no estuviera bloqueado por la lucha. Solo era cuestión de tiempo que alguien la viera. —¡Rapunzel, a mí!
Como en un sueño, de repente, su madre estaba delante de ella. Otra vez. Llevaba una capa bien ajustada y una capucha para esconder la cara. Había sacado la mano, buscando, implorando. —Vamos a salir de aquí —dijo ella. El cuerpo de Rapunzel se movió hacia delante de forma instintiva, respondiendo a una voz y a un cuerpo que había conocido toda su vida. Ayuda, comodidad y calidez. La mente le paralizó los pies. Se quedó mirando fijamente a aquella mujer que estaba fuera de lugar en el campo de batalla, que ni luchaba ni estaba asustada. Ni siquiera estaba nerviosa. —Rapunzel —repitió Gothel—. ¡Ahora! ¡Antes de que te vean! —¿Quién? —preguntó Rapunzel. Sentía que hervía de rabia desde el estómago, con bilis y malicia—. ¿Quién, madre? ¿Los que pujaban para que les dieras mi mano en matrimonio o solo los que están al servicio de un monstruo sádico? La cara de Gothel se contraía entre la impaciencia y la irritación. —Rapunzel, nunca tuve la intención de que acabaras con Bathory. Es una mujer horrible. ¡Venía a salvarte de ella! —¿Con quién querías que acabara, entonces? ¿Con el que te diera más dinero? —Oh, hola, mami —Flynn saludó sin fuerzas—. Encantado de conocerte por fin.
—Hija, este mundo es peligroso y está lleno de calamidades —dijo Gothel, sin hacer caso a Flynn—. Solo estaba intentando asegurar un futuro seguro y próspero para ti. Quizá no estés de acuerdo con mis métodos, pero con la edad verás que una madre debe tomar decisiones para proteger y cubrir las necesidades de sus hijos. —Oh, ¡basta! —espetó Rapunzel. Parte de ella seguía queriendo creer en sus mentiras reconfortantes. Parte de ella todavía quería que las cosas volvieran a ser como antes. Una parte diminuta de ella necesitaba que la dirigieran, la apartaran del camino y le dijeran que se callara—. Eres una mentirosa, y lo peor: me hiciste mucho daño. No eres madre, sino una persona malvada. Gothel abrió mucho los ojos. Se quedó boquiabierta como si tuviera un poco de curiosidad respecto a qué decir, qué palabras saldrían de su boca y cómo recuperar el control de la situación. —¡Prefiero correr el riesgo con un mal bicho sincero como Bathory! —siseó Rapunzel—. Fuera de mi vista. ¡No te quiero volver a ver nunca más! —O… ¿qué? —le preguntó Gothel, con un tono de voz astuto y desagradable: su voz verdadera—. ¿Qué me podrías hacer a mí, Rapunzel? Soy tu madre y, además, controlo a todos estos idiotas que juegan con espadas. —¿Has olvidado que soy una princesa heredera? ¿Y una poderosa bruja que ahora puede controlar el pelo? ¿O es que crees que el castillo se ha caído solo? »En cualquier caso, tu tiempo conmigo ha acabado, si sabes lo que es bueno para ti. Las dos mujeres se fulminaron mutuamente con la mirada.
Y, al cabo de un momento, Rapunzel se dio cuenta de lo que eran: dos mujeres. A pesar de ser más joven y más bajita que Gothel, ya no era una niña. Tenía poder y voluntad y un carácter obstinado. —Vete. Ahora —ordenó—. No vuelvas a acercarte a mí nunca más. Su madre empezó a refunfuñar algo… —¿Qué es eso? No te oigo. Habla claro. No me gusta que murmures —dijo Rapunzel como si tal cosa, alejándose de ella y dándole la espalda para siempre. Pero a solo unas cuantas rapúnzeles de distancia, se permitió exactamente un sollozo de alivio y pérdida. Sabía que algún día quizá cambiaría de idea; el corazón era una bestia impredecible. Pero, en aquel momento, realmente no quería volver a ver a su madre nunca más. Y era algo horrible de admitir, por muy justificado que estuviera. Flynn apretó el hombro de Rapunzel para reconfortarla. De repente, alguien la atrapó. —¡Ya te tengo! Un hombre peligroso que llevaba una daga con sangre en la cara y una insignia destrozada en el pecho estuvo a punto de romper la muñeca a Rapunzel al agarrarla. El olor a sudor y sangre era asfixiante. —Quítale las manos de encima —empezó a decir Flynn antes de desmayarse en el suelo. —¡Soy una princesa heredera! —gritó Rapunzel todo lo altivamente que pudo—. ¡Quítame tus sucias manos de encima ahora mismo!
—¡La tengo! —gritó el hombre, zarandeándola para que se callara como si fuera una cría o un gato odiosos. —¡Suéltala! —gritó Magda, golpeándolo con los puños en la espalda. —Calla, tú —dijo el hombre, apartando a la criada como si fuera un mosquito—. Un momento… ¿qué es ese ruido? ¿Más magia? ¿Se está cayendo todo el castillo? Hubo un estruendo distante y un ruido extraño; un susurro apenas audible que aumentó hasta ser un grito incesante y constante. ¿Lo había hecho ella? Se preguntó Rapunzel, aturdida. Pero, no… ¡Había sido Gina! Montada en el caballo que había requisado, dirigiendo una banda de los hombres más feos, musculosos y con pinta de peligrosos que el mundo había visto. Corrían como desquiciados, gritaban como dementes, agitando los brazos, cegados por la furia. Eran matones de El Patito Frito. El grandullón narizotas, el alto con lo que parecía pintura blanca y fantasmal en la cara, el del casco con el brazo que tenía unos cupcakes pintados… y el Rufián del Garfio, el que más gritaba de todos, con una expresión de éxtasis sin sentido. Ni siquiera fijaba la mirada bien. Corrió hacia la batalla moviendo el hacha, sin pensar a quién daba, pero, en general, intentando apuntar a los malos de verdad. Los hombres de Bathory estaban habituados a las costumbres horribles y despiadadas de su señora, y los otros soldados sin duda estaban familiarizados con la violencia y la
guerra. Pero cuando vieron a la horda que se acercaba, incluso los más valientes se pusieron a temblar. Eran los matones que aterrorizaban a los que eran menos malos; eran los Stabbington multiplicados por diez; eran hombres que no tenían otra forma de vivir que no fuera aquel oficio tenebroso y mortal. Varios lores escogieron aquel momento para irse, sin saber cómo iba a acabar la pelea. Simplemente, ya se habían hartado de la lucha y de la condesa sangrienta y de aquella princesa supuestamente mágica de pelo plateado. Gina enseguida vio a Rapunzel y a Flynn y los saludó con la mano. Con un movimiento increíblemente elegante, bajó del caballo deslizándose y se adentró en la batalla, mientras el caballo seguía galopando. Lanzó un grito de guerra aterrador y se puso a pelear, dando vueltas, moviéndose y defendiéndose con el cuchillo largo y delgado. —No entiendo realmente lo que pasa —dijo Rapunzel—. Pero creo que quiero a Gina. Flynn reunió la energía suficiente para hacer morritos y le tocó la pierna sin fuerzas antes de volver a desmayarse.
Rapunzel A partir de aquel momento, la batalla fue breve, pero extremadamente intensa. Después de derrotar a Bathory, la misión principal de los amigos era impedir que los de El Patito Frito se volvieran contra todos los demás. Era duro conseguir que se calmaran una vez que habían empezado a luchar. Sin embargo, el lado bueno era que nadie tuvo ningún problema cuando atravesaron el castillo después, saqueando y pillando más de lo que habían soñado nunca. (El tranquilo que tenía la cara pintada de blanco cometió el error de entrar en el taller privado de Bathory… Salió de allí aún más pálido que antes.) Rapunzel se abrió pasó a través del campo de batalla que se recuperaba despacio, sintiendo por primera vez en días que podía respirar y no estar en peligro. Gina estaba atendiendo a Flynn con las medicinas de su bolsa. Magda estaba cerca de ellos, en silencio, sonriendo un poco para sí misma como si estuviera soñando y no se pudiera creer que todo aquello fuera verdad. Algunos de los lores y hombres que no eran de los peores iban por el castillo liberando metódicamente a todos los prisioneros y sirvientes. (El cuerpo del criado fue descubierto con un cuchillo de cocina clavado en la espalda.) La condesa Bathory fue capturada enseguida y retenida a punta de espada. Seguía llena de desprecio.
A Gothel no la encontraron. El Rufián del Garfio vagaba en medio del caos, disfrutando de aporrear a algún que otro soldado de Bathory que tomó la mala decisión de intentar levantarse del suelo. Hizo lo mismo a los soldados que, a petición de sus señores, habían intentado agarrar a Rapunzel. —Para de una vez, sinvergüenza —dijo el barón de Smeinhet—. Tu ayuda para derrotar a esa vil mujer será recompensada adecuadamente. Pero ahora la subasta puede proseguir tal como estaba previsto. —El que quiera a esa chica tiene que pasar por mí primero —dijo el Rufián del Garfio. Narizotas llegó y se puso detrás de él, con una mano en la espada (y la otra, en una bolsa de joyería que había encontrado). —No es que no os lo agradezca —dijo Rapunzel—, pero ¿por qué me ayudáis? El Rufián del Garfio parecía un poco dolido. —Como dije, tú eras solo una chica inocente que intentaba conseguir nuestra ayuda en El Patito Frito. Si te hubiéramos ayudado, no habría pasado nada de esto. Atracar un carruaje y robar joyas no es lo mismo que comprar y vender a una persona como si fuera una cosa, o hacer que una chica se case obligada. —Además, las recompensas tienen reglas —dijo otro matón de la taberna con aire pensativo. —Y Bathory destruyó El Patito Frito —dijo el hombre de los cuernos grandes—. Nadie toca El Patito Frito. Nadie. —Nadie lo volverá a hacer, eso seguro —dijo el Rufián del Garfio, pasando los dedos por el filo de la espada.
—Sí, y seguro que dar coba a una futura reina tampoco está mal —murmuró Flynn desde donde estaba estirado—. Por cierto, ¿encontraste a tu apuesto capitán? La única razón por la que llegamos aquí es que él me soltó… —El viejo Tregsburg está por ahí, moribundo —dijo Narizotas, señalándole—. No puedo decir que lo sienta en el alma, pero era un hombre íntegro. Mira para lo que le ha servido. Rapunzel corrió hasta aquel hombre grande. Estaba estirado desatendido entre los fallecidos, tan pálido como si ya hubiera muerto. —¿Capitán? ¿Señor? —imploró, arrodillándose a su lado. —Milady —dijo él, abriendo los ojos enseguida—. Siento… todo… —Shh, vamos. —Rapunzel miró a su alrededor desesperada. Gina estaba con los emplastos y los sueros, pero movió la cabeza, triste. Ninguna medicina del mundo curaría la herida gigante que tenía en un lado, un corte tan profundo que podían ver órganos pulsando en su interior. Estaba tendido en un charco oscuro de su propia sangre. —¿Puedes hacer algo mágico sobre él? —preguntó Gina. Rapunzel negó con la cabeza. —No puedo curar a nadie hasta que haya luna llena. Ahora mismo, todo es magia rara y transformadora. —Vale, y ¿no puedes convertirlo a él en algo que no se esté muriendo? —¡No puedo! No sé qué hacer. ¡No puedo controlarlo realmente! Ahora mismo, solo quiere cambiar el tamaño de las cosas…
Tregsburg soltó un débil gemido; su cuerpo pareció relajarse y contraerse al mismo tiempo. A pesar de su desconocimiento de la muerte, Rapunzel sabía que no le quedaba mucho tiempo. Apretó los dientes y empezó un cántico. —Los niños y las niñas salen a jugar, la luna enseguida se pone a brillar… Envolvió al capitán con el pelo lo mejor que pudo. Cerró los ojos y buscó la magia. Había poco en lo que inspirarse; lo sucedido con la torre la había agotado a ella o había acabado con la magia. Rapunzel usó toda su fuerza de voluntad para concentrarse, pero no conseguía que la magia hiciera algo útil. Como no solo hacer que el hombre menguara, como con el cuenco y la torre, o creciera, que también pensaba que era una posibilidad. «¡Piensa en Pascal! ¡Piensa en su cambio! No hace tanto tiempo… Moldea la forma y la carne… la fase de la luna no era tan distinta a la de ahora, ¿no?» ¿Pascal había querido transformarse? ¿Los propios deseos de Pascal de alguna manera informaron a la magia? ¿Qué querría Tregsburg? Rapunzel lo intentó de verdad. Al final, se desplomó en el suelo, incapaz de hacer nada más. —Maravilloso… —fue la última palabra que pronunció el capitán Tregsburg. Cuando Rapunzel abrió los ojos, sin fuerzas, había un magnífico caballo blanco donde antes había estado el capitán.
Había sangre seca en sus flancos de color blanco puro y una herida vieja y curada en la barriga. Tenía una mirada de éxtasis. Se levantó sobre los pies, soltando un relincho triunfal, dando patadas con las patas delanteras y lanzando la crin de aquí para allá. —Oh —dijo Rapunzel, consternada—. Yo… Lo siento… Pero Justin «Máximus» Tregsburg, capitán de la guardia real y en ese momento brillante caballo blanco, le acarició suavemente la mejilla con el hocico. Él era… feliz. —Me alegro de que esté bien —dijo Rapunzel, abrazándolo —. Siento que nunca hayamos podido hablar. El caballo puso los ojos en blanco y sacudió la cabeza: «¿Para qué sirve hablar?», parecía decir. Después, bajó las patas delanteras y la animó para que se subiera. Rapunzel se sintió rara, y se asombró de la facilidad con la que habló y saludó a todo el mundo yendo a lomos del caballo: a los malos y los matones que la liberaron, a los sirvientes y prisioneros que también estaban libres, a los lores y a sus hombres que, a regañadientes, dejaron de intentar apropiarse de la chica cuya magia al final habían visto en acción. Rapunzel fue fría pero educada con ellos, y procuró recordar sus nombres para la diplomacia futura. Rapunzel dirigió un desfile lento y triunfal de todos para regresar al reino en su mágico caballo blanco, acompañada por víctores, cánticos y alegría general. Flynn tuvo que cabalgar detrás de Gina otra vez; por lo visto, el enternecimiento del corazón de Máximus no incluyó dejar que el ladrón montara en él.
Memorial Sloan Kettering Daniella se rio entre dientes. —Ha sido muy inteligente, lo reconozco —murmuró, con los ojos cerrados—. Pensaba que te habías olvidado por completo de Máximus. Pero tenías un plan. —Igual que lo tenía para Pascal. Y sin guardias de asalto, ni robos ni nada de eso —dijo Brendan, cerrando el libro de golpe—. Bueno. Y fueron felices para siempre y todo eso; Raps y Flynn se casan, Gothel es detenida y Rapunzel se convierte en la mejor reina en la historia del reino. Fin. —¿Qué? —Su hermana abrió los ojos de golpe—. No, no puedes hacerlo. No acaba así. —Pero ya lo han hecho todo. Han ganado —protestó Brendan. —No, tienes que alargar todo eso —refunfuñó—. A ver, esa es la recompensa. Que ella conozca a su madre y a su padre, eso es el beso final bueno de verdad, ¿entiendes? —Uf… ¿otro beso? Venga ya… —¡BRENDAN!
Rapunzel Cuando llegaron al castillo, la multitud que marchaba se había reducido a solo Rapunzel (montada en Máximus, con Pascal) y Flynn y Gina (en el caballo de ella). Algunos lores y sus mercenarios se quedaron atrás en el castillo Bathory para llevar a la condesa ante la justicia; otros volvieron a sus propias tierras. Los prisioneros y sirvientes de Bathory volvieron alegremente a sus familias. Los matones de El Patito Frito fueron al bar improvisado en el bosque, donde entregaron a Rasko oro más que suficiente para reconstruir su taberna. Cuando los tres (seis) amigos se acercaban agotados a la verja pequeña y pintada, tan distinta a la de Bathory, el corazón de Rapunzel le empezó a latir con fuerza. Por más que se dijera a sí misma con tranquilidad que ese era su sitio; que ella era la princesa heredera de cuento de hadas que volvía a casa. Porque no era su sitio. En realidad, no. Nunca había visto el castillo tan de cerca, al menos, no desde que era un bebé. Y la torre ya se le había quedado pequeña. El bosque y el valle de la anciana la llamaban; la idea de dormir detrás de paredes de piedra otra vez le daba miedo. ¿Quiénes eran aquellas personas a las que iba a conocer por fin? ¿Y si resultaban ser más como Bathory que como el rey
David? ¿Y si, después de haberla entregado diecinueve años atrás, no querían tener nada que ver con ella? —Oye… —Gina hizo que el caballo se detuviera a los pies del puente—. Creo que a partir de aquí ya vas tú. —Sí —dijo Flynn con una débil sonrisa—. Este sitio no es para Gina ni para mí… Oficialmente. —De eso, ni hablar —dijo Rapunzel con tono autoritario, dándose cuenta a medio camino de que lo que ella dijo no tenía mucho sentido—. Solo estoy aquí por vosotros dos. Si me aceptan, nos aceptarán a todos. Si me rechazan, voy a ser una carga para vosotros hasta que sepáis qué hacer conmigo. —Daría todas las coronas robadas del mundo para que fueras una carga para mí —dijo Flynn, con su vieja sonrisa traviesa. Así cabalgaron por el puente juntos. Los guardias enseguida vieron que pasaba algo raro: Rapunzel, todavía vestida con la túnica blanca de lana de cabra, sentada derecha en un magnífico y reluciente caballo tolori, envuelta con el cabello plateado como si fuera Lady Godiva. Cuando los tres (seis) amigos cruzaron el puente, habían aparecido más guardias del castillo, flanqueando los lados de la puerta. Aquello fue a la vez un alivio y una sorpresa para Rapunzel, que, literalmente, no tenía ni idea de lo que decir cuando se acercó. «Hola, soy Rapunzel, la hija de vuestro rey y reina que no está nada muerta. »Bien hallados. Este es vuestro capitán Máximus. Estoy cabalgando sobre él y…
»Ah, ya sé que Flynn Rider, que está detrás de mí, es un delincuente buscado, pero también necesita un médico desesperadamente. Ha ayudado a rescatar a vuestra princesa heredera y…» A unas doce rapúnzeles de distancia de la verja, ella bajó del caballo, que se quedó muy derecho y con una pose de firmes muy poco propia de los caballos delante de sus hombres. Mientras Rapunzel esperaba que se le ocurriera algo apropiado que decir, los guardias la miraron con curiosidad y también se pusieron a esperar que pasara algo. De repente, una mujer de mediana edad se abrió paso entre los hombres. El pelo con mechones plateados y el vestido caro ondeaban a su alrededor de una forma alocada y elegante al mismo tiempo. A pesar de su cara descubierta y de que no llevara corona, Rapunzel la reconoció al instante: la reina. Y después la volvió a reconocer, en la forma de los ojos y la frente, en la forma de la boca, abierta y sorprendida: madre. —Rapunzel —susurró la mujer, parándose un momento para mirarla fijamente. A continuación, volvió a correr hacia delante y la abrazó, llorando y apretando la cara contra el pecho de su hija. Rapunzel estaba desbordada; su primer impulso era abrazarla, algo que siempre quería hacer, pero Gothel nunca había compartido aquel sentimiento. Cualquier idea de discurso o de preguntas desapareció para siempre mientras la mujer recibía y aceptaba a Rapunzel y lloraba todo al mismo tiempo. Y apretó con fuerza un mechón de pelo en un puño, envolviéndose los nudillos como si quisiera impedir que Rapunzel huyera.
—¿Madre…? —dijo Rapunzel al final, intentando decir algo. —Lo siento. Lo siento. Lo siento. Lo siento. —Fue la respuesta, susurrada y entrecortada. La mujer estaba aterrada. Esperaba reproches y odio. Quizá incluso los recibiría de buena gana. —Madre —dijo Rapunzel con una sonrisa, abrazándola como haría con una cabra o una niña pequeña—. ¿No te da miedo mi pelo? —No —contestó rotundamente—. Si me muriera ahora, sería feliz. Lo único que quería volver a hacer era abrazarte una vez más. Y, en ese momento, Rapunzel sintió que la cara se le arrugaba, poniéndose muy fea, y empezó a llorar haciendo ruidos fuertes, horribles, nada propios de princesas, tragándose el aire como si llevara asfixiándose toda la vida. No había ninguna duda de que aquella era su verdadera madre: una mujer que daba abrazos, lloraba, amaba y no tenía miedo. Un hombre callado estaba de pie detrás de ellas, con la cara cruzada por demasiadas arrugas para su edad y con una sencilla corona en la cabeza. —¿Papá? demasiado…
—preguntó
Rapunzel.
«Padre»
sonaba
Él avanzó vacilante, mientras las lágrimas le caían de aquellas mejillas hundidas, y rodeó con aquellos brazos gigantes a las dos mujeres. Rapunzel no tenía ni idea de cuánto tiempo habían pasado de aquella forma. Tampoco sabía (al haber crecido en una torre) lo poco habitual que era que un rey y una reina se
pusieran de rodillas y lloraran en los adoquines de delante de un castillo, en un momento familiar muy privado. El casco accidental de un caballo, interpretando los nervios de su jinete, despertó a Rapunzel del mejor y más suave momento que había tenido en su vida. —Mamá, papá —dijo, limpiándose la cara—. Estos son… Eugene y Gina. Me salvaron, me rescataron y me trajeron aquí. No exactamente en ese orden. El rey levantó una ceja mirando a Flynn, que lo saludó lo mejor que pudo. —¿No es Flynn Rider, el ladrón tan buscado? —preguntó con una voz fuerte y profunda—. ¿El que robó la copa? ¿Y la corona? —No, tesoro —dijo la reina, secándose los ojos—. Nuestra hija te acaba de decir que es Eugene, el que la ha salvado. No tiene ninguna relación con el otro hombre. Se quedó mirando a Flynn y la comisura de los labios de Rapunzel se contrajo formando una sonrisa que desapareció enseguida. Flynn se quedó sin habla. —Y, de todas formas, vuelvo a tener la corona —dijo Rapunzel deprisa. Tendría que preguntar por la copa después —. Y este… es el capitán Tregsburg, que también colaboró en mi rescate… Le he salvado la vida convirtiéndolo en un caballo. Rapunzel no olvidaría la mirada del rey y la reina durante el resto de su vida. Máximus se inclinó, recogiendo una pata delantera y estirando la otra, y extendiendo el cuello con elegancia.
—Me había parecido reconocerlo —susurró uno de los guardias a otro, asombrado. A pesar de los golpecitos insistentes que notó en el cuello, Rapunzel decidió esperar para presentar a Pascal. Las cosas ya se habían descontrolado un poco. Habría tiempo para todo más adelante.
Hubo que esperar un poco para ese «más adelante». Gina recibió una generosa recompensa en monedas de oro, junto con ropa y botas nuevas y un conjunto decorado de arreos para su caballo. La invitaron a quedarse en el castillo el tiempo que quisiera. Después de bañarse y ponerse ropa nueva y equipar al caballo, se puso a vagar por los alrededores del castillo un poco nerviosa. Era evidente que quería ir a otro sitio, pero no quería parecer desagradecida. Máximus fue sometido a varias pruebas bastante cómicas porque, por la propia naturaleza humana, pocas personas creyeron enseguida quién era. En cuanto su identidad fue determinada sin dudas (muchos relinchos y golpes de cascos después), se tuvo que determinar si todavía quería tener un papel en la guardia del castillo o si preferiría literalmente que lo dejaran pastar. Al final, se decidió que, de momento, supervisaría la transición del liderazgo a su teniente… mientras disfrutaba de las mejores manzanas del reino que le servían en una bandeja de plata. Flynn fue puesto de inmediato al cuidado del Signore Dottore Alzi, que estaba preocupado por las heridas de la cabeza (o más bien, estaba resignado a tratárselas). Rapunzel no estaba preocupada. Habría luna llena al cabo de unas
noches y, según la madre de Gina, eso significaba que sus poderes serían el máximo de parecidos a los del sol; por lo tanto, serían curativos. El rey y la reina observaron a su hija sentarse junto a Eugene y reír suavemente y llevarle comida y bebida. —Entonces, este Eugene —dijo el rey, aclarándose la garganta—. ¿Quién es exactamente? Rapunzel intentó no reírse, viendo al rey de un país dar pasos vacilantes en un nuevo papel: el de padre. Quizá ella había sido criada en una torre, pero había pasado las dos últimas semanas huyendo, de aventuras, conociendo a brujas y demonios humanos, viendo la violencia de primera mano y aprendiendo sobre la vida. Se esforzaría al máximo para hacer de hija, pero no era una niña pequeña. —Él es mi… —No se le ocurría ninguna palabra. «Héroe» se le acercaba mucho, pero, por razones obvias, quedaba descartada. «¿Rescatador?» «Novio» sonaba tonto—… o — acabó de decir. »Es mío —repitió Rapunzel. —¿Es cierto eso? —preguntó la reina a Flynn con picardía. —Sí, señora, esto… majestad —dijo Flynn. Con las mejillas debidamente afeitadas y limpias y el pelo peinado hacia atrás, a pesar de la venda, Flynn estaba resplandeciente contra la almohada blanca. Rapunzel lo podía haber besado en ese mismo momento—. Estoy totalmente a las órdenes de su hija. Al cien por cien. Abnegado, infatigable y lo que sea que ella diga que soy. —Oh, porque… —La reina y el rey se miraron—. Como ibas en el caballo con Gina, y…
Gina levantó la vista con unos ojos muy abiertos y horrorizados. —Max no le dejó ir montado en él —empezó a explicar Rapunzel—. Creo que todavía le guarda rencor por… su pasado. Y… —¡Puaj! —Gina no pudo evitar escupir. —¿Ella? Ni hablar. Sin ánimo de ofender —dijo Flynn. —No me ofendo. O sea, ¿estás de broma? —Gina es de armas tomar. —Y él es idiota. —No es mi tipo en absoluto. —Sí, y mi tipo es «humano». La reina se rio. —Sois mejores que los bufones de la corte. Rapunzel ha dicho que erais huérfanos. ¿Es cierto? —¡Sí! De Madre María de los Benditos Niños —dijo Flynn, casi con orgullo. —Oh, ese lugar. —La mirada del rey se ensombreció—. Debisteis de estar allí antes de que la reina se involucrara. Era horrible. La reina concentró toda su tristeza y remordimiento por haber entregado a Rapunzel en mejorar el orfanato y la vida de los niños de todo el reino. Ahora es mucho más agradable. Rapunzel se alegró de oír aquello. Tenía… ideas para el país. Quería ponerlas en práctica antes de convertirse en reina. Era bueno que hubiera un precedente. —Pero, miraos los dos —insistió la reina—. ¡Y Eu-gene y Gina! ¿Nunca se os pasó por la cabeza?
Flynn y Gina se miraron, confundidos. Ahora que Rapunzel lo pensaba, tenían unas caras extrañamente parecidas. —Me pregunto si hay alguna forma de demostrarlo —dijo Flynn, asombrado. —¡Oh, Dios mío! —gritó Rapunzel, incapaz de contenerse. Dio un bote—. ¡Tengo una hermana! ¡Una hermana de verdad! Rapunzel abrazó con fuerza a Gina. La otra chica parecía un poco incómoda, pero también un poco feliz. —Este es el final más feliz para siempre del mundo — añadió Rapunzel cuando se calmó, inclinándose y dando un beso a Flynn con tanta confianza que sus padres, contentísimos y que, en general, lo aprobaban, se apretaron las manos el uno al otro nerviosos. —Me habría encantado haber empezado este final hace diecinueve años —dijo la reina en voz baja.
Con el tiempo, por supuesto, llegó la boda de cuento de hadas, con un pequeño cambio; Flynn no era de la realeza. Fue nombrado «consorte real», un nombre que provocaba las carcajadas de Gina cada vez que anunciaban su título (Flynn siempre intentaba darle un golpe de una forma muy poco regia). Todo el mundo estaba allí, incluso la madre de Gina, que había hecho el gran viaje desde el bosque y llevaba una corona de zarzamora en flor para la ocasión. Rapunzel no tuvo problemas para encajar en la vida del castillo. De hecho, sus padres parecían casi frágiles con ella por allí, destrozados por un error de hacía casi veinte años atrás que nunca se perdonarían.
Pero la chica que había pasado tanto tiempo en una torre no tenía la costumbre de mirar atrás. ¿Quién sabía si estaría donde estaba ese día, y con quién, si las cosas hubieran acabado de otra forma? Era una lección que se aseguró que aprendieran todos los niños del reino en las escuelas que ella montó. También construyó una ampliación del orfanato con un programa de formación para los chicos y chicas que eran demasiado mayores para ser adoptados, pero demasiado jóvenes o poco dispuestos a casarse. Nadie volvió a ser «adoptado» para hacer de criado nunca más. Aprenderían a forjar, curar o tejer, lo que quisieran. La guinda del pastel era que… —¡Gina será la directora de la escuela! —anunció Rapunzel con orgullo. —No, gracias —dijo Gina casi de inmediato. —Mm, ¿qué? A medida que se había ido desarrollando el «final felices para siempre», nada había interrumpido los deseos y anhelos de la princesa. Aquella negativa fue una sorpresa. —Yo… quiero vivir más aventuras —dijo Gina, encogiéndose de hombros. Llevaba la trenza atada con un cierre plateado, pero seguía con la actitud y la forma de hablar de siempre: pocas palabras y mucha timidez—. Ya dije que lo único que quería era un caballo propio y la oportunidad de labrarme una reputación. Ahora lo puedo hacer. Os echaré de menos a ti y a Flynn. Volveré. Pero quiero forjar leyendas por mí misma. —Oh, ¡qué rollo! —dijo Rapunzel—. Lo entiendo. Solo pensaba que viviríamos juntos como una familia.
—Vendré para Navidad —prometió Gina. Se abrazaron y Rapunzel lloró un poco, y se rio. Después de que Gina se fuera, la princesa anduvo por el jardín de rosas sola, sintiéndose melancólica y triste. Pensó en cómo acababan las cosas y si los finales felices duraban alguna vez. Así la encontró Flynn. Notando su estado de ánimo, la cogió de la mano y la llevó al pequeño banco junto a los manzanos. —¿Qué estamos haciendo? —preguntó Rapunzel con curiosidad. —Creo que tienes que dejar de hacer cosas de princesa un rato —dijo Flynn—. Además, son más de las ocho. Ya se ha pasado la hora de leer. Flynn levantó un libro cuya portada había sustituido por una que había hecho él; decía Libro número 38. Rapunzel, abrumada por lo mucho que él la entendía y la quería, se acercó a él y lo besó en los labios. La lectura tendría que esperar.
Epílogo ¿Y qué le pasó a Crespin el espía, que tuvo un papel pequeño pero vital al principio de todos estos acontecimientos? Se sabe poco, por desgracia; desapareció después de recoger su oro. Se dice que persiguió sus propios intereses a partir de aquel momento, evitando finalmente cualquier pretensión de lealtad a algo o alguien (incluso al oro). Quizá se fuera a algún país extranjero; quizá escapara incluso al Nuevo Mundo. O quizá pasara el tiempo satisfaciendo su curiosidad sobre cierta bruja que mantuvo a su bonita hija en una torre hasta que tuvo la edad suficiente para ser vendida. Porque, sin duda, parecía que la mano que rompió la Flor Gota de Sol de sus raíces era la de Crespin… Y, sin duda, fueron los gritos de Gothel los que desgarraron la tierra al morir de repente…
Memorial Sloan Kettering —Tenías que ponerte en plan tenebroso otra vez, ¿verdad? — preguntó Daniella con una sonrisa. —Venga, que ya sé que te encanta que Gothel reciba su merecido. —No he dicho que no me gustara. —Daniella bostezó y se estiró, olvidando que el brazo todavía estaba conectado a tubos. Los miró con una aceptación resignada—. Quizá cuando pase todo esto podríamos ir a los Cloisters. Es como un castillo. Quiero ver los tapices… y la armadura… —Vale, pero esta Rapunzel se suponía que sucedía al principio del Renacimiento, no… —Cállate, Brendan —dijo, con una sonrisa, mientras se acurrucaba en la almohada—. Gracias —añadió, y todo era tan real y había tan silencio que Brendan casi ni se creyó que su hermana hubiera dicho algo. Brendan hojeó el cuaderno de dibujo, un poco triste porque ya se hubiera acabado la historia. Quería pasar más tiempo con sus amigos del reino mágico. A pesar de que se hubiera quejado, en realidad, no era para tanto inventarse un cuento para su hermana. Le gustaba pensar que Flynn habría hecho lo mismo.
Nota de la autora Mi hermana pequeña tuvo cáncer. Es verdad que ella tenía treinta y pico años, pero es nueve años más joven que yo y siempre será mi hermana pequeña. Nos parecemos mucho; nuestra madre dice que somos gemelas que nacieron con una década de diferencia. Las dos somos altas (ella más que yo); las dos tenemos los pies grandes (yo, más) y la piel muy blanca (ella se pone morena, yo estallo en llamas). Tenemos el pelo extrañamente distinto; las dos castaño oscuro, pero el mío es fino y más bien liso y el suyo, grueso con ondas y rizos que se descontrolan sin un mantenimiento constante o si no se lo va cortando. Aunque nuestras vidas y ciudades estén separadas, seguimos estando unidas, pero no como las hermanas que se escriben postales para felicitarse cosas: nos enviamos mensajes de texto de chistes bastos, vemos las últimas películas de terror juntas y capeamos las noticias y la dinámica familiar poniendo los ojos en blanco y con comentarios inapropiados como si aún tuviéramos trece años. La acompañé a muchas sesiones de quimioterapia. Vi cómo se ponía enferma por las sustancias químicas y la radiación que, al final, la curaron. Vi cómo perdía el pelo en parches hasta que se afeitó la cabeza. Hay tres factores importantes que tienes que conocer sobre el resto de la historia. Uno: la cafetería Silver Star en la Segunda y la Sesenta y Cinco hace unos egg creams deliciosos.
(Vale, no es un dato estrictamente necesario para el resto de la historia, pero mi hermana y yo consumimos muchas docenas de egg creams de chocolate antes y durante sus citas médicas. Sus bocadillos turkey clubs tampoco están nada mal.) Dos: la ciudad de Nueva York tiene algunas de las tiendas de pelucas más increíbles del mundo gracias a la presencia de grandes teatros, un espectro glorioso de no conformidad de género y un crisol de culturas que valoran enormemente las pelucas, desde el Caribe hasta Corona Heights. Tres: durante el tiempo que duró el cáncer de mi hermana, había una serie de fantasía para adultos muy popular en HBO a la que todo el mundo era adicto (nosotras incluidas). Por eso, cuando mi hermana fue a comprarse una peluca, no escogió una que tuviera un peinado corto y castaño, como lo que tenía antes de ponerse enferma, sino una melena fabulosa, larga, rubio platino que era calcada a la de la reina (o sea, Khaleesi) de dicha serie de HBO. Un amigo encantador de mi hermana, estilista profesional, la arregló y la adaptó para su cara. Cuando mi hermana salió con la peluca puesta, con un poco de maquillaje para cubrir las cejas que ya no tenía y las mejillas pálidas, salió pavoneándose. No, en serio: caminaba y se comportaba como una reina porque se sentía así al llevar la peluca. Hasta aquel momento, yo nunca había entendido del todo la atracción por llevar el pelo dorado de Rapunzel, sobre todo si no se parecía en nada a tu pelo de verdad (mi pelo todavía es castaño natural, con algún mechón plateado natural ahora). Durante muchos Halloweens después de que se estrenara Enredados, vi a niñas (como mi propia hija) cuyo pelo era de todos los colores y texturas yendo a pedir caramelos con
metros y metros de largas trenzas doradas apiladas en la cabeza en una corona o colgándoles por la espalda. Cuando vi cómo se le iluminaban los ojos a mi hermana al verse en el espejo con la peluca puesta, por fin lo entendí. (Incluso yo quería probármela.) Podría hablar sin parar sobre el significado del pelo en la mitología, la raza y la historia, pero no es el objetivo de este libro. Esta historia trata de la importancia del pelo para una persona solamente, una de mis personas favoritas del mundo. El pelo de mi hermana volvió a crecer y ahora vuelve a ser castaño y corto como antes. Está perfectamente sana, excepto por una leve adicción al egg cream de chocolate. Tiene una niña y todos vivimos felices para siempre.
Torna lo que ya fue. Un giro inesperado Disney
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© de la traducción: Marta García Madera, 2022 © 2022 Disney Enterprises, Inc. Todos los derechos reservados © 2022, de la presente edición en castellano: Editorial Planeta, S. A. Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España) www.editorial.planeta.es www.planetadelibros.com
Primera edición en libro electrónico (epub): julio de 2022 ISBN: 978-84-18940-12-5 (epub)
Conversión a libro electrónico: Realización Planeta
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