OCTUBRE
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Zitiervorschau

OCTUBRE Daniel Silva Traducción de Bettina Blanch Tyroller

grijalbo mondadori

Octubre es una obra de ficción, aunque incidentalmente se base en acontecimientos reales. Por consiguiente, todos los personajes y lugares son fruto de la imaginación del autor, o bien se han usado de forma ficticia. Cualquier parecido con personas vivas o muertas es mera coincidencia.

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografia y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares de la misma mediante alquiler o préstamo públicos. Título original: THE MARCHING SEASON Traducido de la edición original de Random House Inc., Nueva York © 1999, Daniel Silva © 2001 de la edición en castellano para todo el mundo: GRIJALBO (Grijalbo Mondadori, S. A.) Aragó, 385, 08013 Barcelona www.grijalbo.com © 2001, Bettina Blanch Tyroller, por la traducción Primera edición Reservados todos los derechos ISBN: 84-253-3469-1 Impreso en Italia por Milanostampa, Farigliano

ADVERTENCIA 

Este  archivo  es  una  corrección,  a  partir  de  otro  encontrado  en  la  red,  para  compartirlo con un grupo reducido de amigos, por medios privados. Si llega a tus  manos  DEBES  SABER  que  NO  DEBERÁS  COLGARLO  EN  WEBS  O  REDES  PÚBLICAS,  NI  HACER  USO  COMERCIAL  DEL  MISMO.  Que  una  vez  leído  se  considera  caducado  el  préstamo del mismo y deberá ser destruido.  En caso de incumplimiento de dicha advertencia, derivamos cualquier  responsabilidad o acción legal a quienes la incumplieran.  Queremos dejar bien claro que nuestra intención es favorecer a aquellas personas,  de entre nuestros compañeros, que por diversos motivos: económicos, de situación  geográfica o discapacidades físicas, no tienen acceso a la literatura, o a bibliotecas  públicas.  Pagamos  religiosamente  todos  los  cánones  impuestos  por  derechos  de  autor  de  diferentes  soportes.  Por  ello,  no  consideramos  que  nuestro  acto  sea  de  piratería, ni la apoyamos en ningún caso. Además, realizamos la siguiente… 

RECOMENDACIÓN 

Si  te  ha  gustado  esta  lectura,  recuerda  que  un  libro  es  siempre  el  mejor  de  los  regalos.  Recomiéndalo  para  su  compra  y  recuérdalo  cuando  tengas  que  adquirir  un obsequio.    y la siguiente… 

PETICIÓN 

Libros digitales a precios razonables. 

Para Ion Trewin por su amistad y confianza en mí, así como para mi mujer, Janne, y mis hijos Lily y Nicholas

AGRADECIMIENTOS

Si bien Octubre es una obra de ficción, es evidente que trata acontecimientos reales acaecidos en Irlanda del Norte en el pasado y el presente. Puesto que el conflicto implica a ingleses e irlandeses, existe gran cantidad de literatura sobre el tema de la que echar mano. Durante la preparación de este manuscrito consulté docenas de obras de referencia. Los excelentes trabajos de Martin Dillon, entre ellos The Shankill Butchers y The Dirty War, me resultaron de especial ayuda, al igual que clásicos como The Troubles, de Tim Pat Coogan, y The Provisional IRA, de Patrick Bishop y Eamonn Mallie. Intentar sorprender a la historia con las manos en la masa puede ser peliagudo, pero la World Wide Web y el fenómeno del periodismo online me facilitó el trabajo en gran medida. Tuve ocasión de consultar periódicos de Londres, Belfast y Dublín para averiguar qué estaba sucediendo en la Provincia. Quiero felicitar desde aquí a Martin Fletcher, de The Times, y a todo el equipo de la BBC en Irlanda del Norte por su magnífica cobertura de un año excepcional. Entrevisté a varios agentes y ex agentes de la CIA durante el proceso de creación de este libro y su predecesor, La marca del asesino. Deseo expresar mi más sincero agradecimiento a los extraordinarios agentes del Centro de Antiterrorismo de la CIA y el equipo de Irlanda del Norte por responder con infinita paciencia todas las preguntas que pudieron y por proporcionarme valiosísimos datos acerca del trabajo que realizan. Ion Trewin, de Weidenfeld & Nicolson, en Londres, fue mi compañero de viaje en el Ulster y además me permitió instalarme en su estudio de Highgate. Asimismo me hizo sugerencias inestimables para mejorar el manuscrito, al igual que su ayudante, Rachel Leyshon. Como siempre, gracias de todo corazón a todos los amigos de ICM, Heather Schroder, Sloan Harris y Jack Horner, al excelente

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equipo de Random House, Jeanne Tift, Tom Perry, Carol Schneider, Sybil Pincus, Sarah French, Andy Carpenter, Caroline Cunningham, Amy Edelman, Deborah Aiges y Sheryl Stebbins; así como al de Ballantine, Linda Grey, Leona Nevler, Kimberly Hovey, Woody Tracy, Tip Tharp, Jean Fenton, Jenny Smith, Jocelyn Schmidt y George Fisher. Y un agradecimiento muy especial a Wanda Chappell por su ayuda y apoyo. La echaremos mucho de menos. Y por último, decir que nada de todo esto habría sido posible sin la amistad, el respaldo y el entusiasmo de tres personas extraordinarias: mi agente, Esther Newberg, el brillante autor de esta edición, Daniel Menaker, y mi editora, Ann Godoff. Sois los mejores.

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PRÓLOGO

El reciente período de violencia en Irlanda del Norte, conocido por The Troubles, estalló en agosto de 1969. A grandes rasgos, se trata de un conflicto entre los republicanos, predominantemente católicos, que desean ver el norte unido a la República de Irlanda, y los unionistas o lealistas, predominantemente protestantes, que desean conservar la unión entre el Ulster y el Reino Unido. Ambos bandos han generado una auténtica sopa de letras de grupos paramilitares y organizaciones terroristas, el más famoso de los cuales es, por supuesto, el IRA, el Ejército Republicano Irlandés. Esta facción ha perpetrado centenares de asesinatos y atentados con bomba en Irlanda del Norte y en Gran Bretaña. En 1984 estuvo a punto de asesinar a la primera ministra Thatcher y su gobierno al colocar una bomba en el hotel de Brighton donde se alojaban. En 1991 disparó un proyectil de mortero contra Downing Street, la sede del poder británico. Los lealistas también tienen grupos terroristas, tales como la UVF, la UDA y la UFF, por mencionar sólo algunos, y también ellos han cometido atentados terroristas espeluznantes. De hecho, de las tres mil quinientas personas muertas desde el inicio de The Troubles, la mayoría era católica. Sin embargo, la violencia no empezó en 1969. Católicos y protestantes llevan siglos, no décadas, matándose en Irlanda del Norte. Puede resultar difícil determinar con exactitud el momento histórico, pero los protestantes consideran 1690 la fecha inicial de su ascendencia en el norte. Este año Guillermo de Orange derrotó al rey Jacobo II, un católico romano, en la batalla del Boyne. Aún en la actualidad, los protestantes celebran la victoria de Guillermo sobre los católicos con una serie de desfiles estruendosos y en ocasiones conflictivos que en Irlanda del Norte se conocen por el nombre de «la temporada de los desfiles». El 22 de mayo de 1998, el pueblo de Irlanda del Norte aprobó en

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referéndum el acuerdo de paz de Viernes Santo, cuyo meollo reside en el poder compartido entre católicos y protestantes. Pero la memoria perdura en el Ulster, y ninguna de las dos partes se ha mostrado dispuesta a declarar concluida la guerra civil. De hecho, desde el referéndum se han producido actos terroristas sobrecogedores, entre ellos el atentado de Omagh, en el que resultaron muertas veintiocho personas (la acción más sangrienta de la historia de The Troubles) y el incendio provocado de Ballymoney, en el que tres niños católicos murieron devorados por el fuego. A todas luces, hay hombres violentos a ambos lados de la divisoria sectaria de Irlanda del Norte, tanto católicos como protestantes, tanto republicanos como unionistas, que no pueden olvidar y no están dispuestos a perdonar. Algunos de ellos traman de forma activa el sabotaje del acuerdo de paz. Podría suceder algo así...

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ENERO

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BELFAST - DUBLÍN - LONDRES Eamonn Dillon, del Sinn Fein, fue el primero en morir, y murió porque decidió parar a tomarse una pinta de cerveza en el Celtic Bar antes de enfilar Falls Road para acudir a una reunión en Andersontown. Veinte minutos antes de la muerte de Dillon, un poco más al este, su asesino recorría presuroso las calles del centro de Belfast bajo una lluvia gélida. Llevaba un chubasquero verde oscuro con cuello de pana marrón; su nombre en clave era Oveja Negra. El aire olía a mar y un poco a los astilleros mohosos del Belfast Lough. Eran apenas las cuatro de la tarde, pero ya había anochecido. En invierno, la noche cae temprano en Belfast, y el alba despunta despacio. El centro de la ciudad estaba bañado en la luz amarillenta de las farolas, pero Oveja Negra sabía que la zona oeste, adonde se dirigía, estaría sumida en la oscuridad más absoluta. Continuó hacia el norte por Great Victoria Street, dejando atrás la peculiar mezcolanza de edificios nuevos y antiguos que configura el centro de Belfast y recuerda las innumerables ocasiones en que estas manzanas han sido destruidas y reconstruidas. Pasó por delante de la reluciente fachada del Europa, infame por ser el hotel más bombardeado del planeta, y por delante de la nueva ópera, preguntándose por qué querría nadie en Belfast escuchar la música de tragedias ajenas. Pasó por delante de una espantosa franquicia estadounidense de rosquillas atestada de risueños colegiales protestantes con americanas de uniforme escolar. Lo hago por vosotros, se dijo. Lo hago para que no tengáis que vivir en un Ulster dominado por los putos católicos. Dejó atrás los grandes edificios del centro, y las aceras fueron vaciándose hasta que quedó prácticamente solo. Al cabo de otros

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cuatrocientos metros cruzó el paso elevado sobre la MI, cerca de la barriada de Divis Flats. El paso elevado estaba repleto de pintadas: VOTA SINN FEIN; TROPAS BRITÁNICAS FUERA DE IRLANDA DEL NORTE; LIBERTAD PARA TODOS LOS PRISIONEROS DE GUERRA. Aunque no hubiera sabido nada de la compleja geografía sectaria de la ciudad, Oveja Negra no habría podido pasar por alto las consignas; acababa de cruzar la frontera del territorio enemigo. Se adentraba en West Belfast, la zona católica. Falls Road se extiende hacia el oeste como un abanico, estrecho en la boca, junto al centro de la ciudad, y más ancho al este, a la sombra de la Montaña Negra. Falls Road, The Road en la jerga de West Belfast, atraviesa el barrio como un río, con afluentes que conducen a las profundidades de las hileras de casas adosadas en las que soldados británicos y residentes católicos libran su guerrilla urbana desde hace tres décadas. El centro comercial de Falls Road se halla en el cruce de Springfield Road y Grosvenor Road. Hay mercados, tiendas de ropa, ferreterías y pubs. Taxis ocupados recorren la calle sin cesar. A primera vista se parece a cualquier barrio británico de clase trabajadora, sólo que los portales están protegidos por jaulas de acero negro y los taxis jamás se apartan de Falls Road por temor a los escuadrones protestantes de la muerte. Las destartaladas casas adosadas de la barriada de Ballymurphy dominan el extremo occidental de Falls Road. Ballymurphy es el núcleo ideológico de la zona occidental de Belfast, y a lo largo de los años ha proporcionado al IRA una corriente constante de nuevos reclutas. Murales de talante belicoso se ciernen sobre Whiterock Road en dirección a las verdes colinas del cementerio municipal, donde muchos hombres de Ballymurphy yacen sepultados bajo sencillas lápidas. Hacia el norte, al otro lado de Springfield Road, un enorme cuartel militar que alberga también una comisaría de policía se erige solitario como una fortaleza asediada en territorio enemigo, lo cual es cierto. Los forasteros no son bienvenidos en el Murph, ni siquiera los forasteros católicos. Los soldados británicos no pisan el barrio sin sus furgones blindados, llamados sarracenos, «cerdos» para los habitantes de Ballymurphy. Oveja Negra no tenía intención de acercarse siquiera a Ballymurphy; se dirigía al este, hacia la sede central del Sinn Fein, el brazo político del IRA, situada en Falls Road 51-55. Mientras seguía caminando por Falls Road, las agujas de la catedral de san Pedro aparecieron a su izquierda. Tres soldados británicos cruzaban la fea plaza asfaltada que se abría a los pies de la catedral, ora deteniéndose para observar algo por la mira de infrarrojos del rifle, ora girando sobre sus talones para comprobar si los seguía alguien. «No hables con ellos —le habían advertido sus supervisores—. Ni los mires siquiera. Si los miras, sabrán que eres un forastero.» Oveja Negra mantuvo las manos en los bolsillos y la mirada clavada en el suelo. Al cabo de unos instantes entró en Dunville Park y se sentó en un 12

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banco. Pese a la lluvia, varios escolares jugaban al fútbol a la tenue luz de las farolas. Un grupo de mujeres, a juzgar por su aspecto madres y hermanas mayores, seguían el partido con atención desde las líneas imaginaras. Una pareja de soldados británicos cruzó por el centro del campo, pero los chicos siguieron jugando a su alrededor como si fueran invisibles. Oveja Negra metió la mano en el bolsillo del chubasquero y sacó el tabaco, un paquete de diez Benson & Hedges, ideal para la economía siempre precaria de la clase trabajadora de West Belfast. Encendió uno y se guardó de nuevo el paquete, rozando de paso la culata de la Walther automática. Desde su punto de observación, el hombre divisaba a la perfección Falls Road, la sede central del Sinn Fein, donde el objetivo trabajaba a diario, y el Celtic Bar, donde iba a beber cerveza a última hora de la tarde. «Dillon va a hablar en un encuentro comunitario en Andersontown a las cinco —le habían comunicado sus supervisores—. Eso significa que irá con prisas. Saldrá del cuartel general a las cuatro y media e irá al Celtic para tomarse una cerveza rápida.» La puerta de la sede central del Sinn Fein se abrió. Por un instante, la iluminación interior bañó la acera mojada. Oveja Negra vio a su víctima, Eamonn Dillon, el tercer hombre del Sinn Fein tras Gerry Adams y Martin McGuinness, miembro además del equipo negociador para los acuerdos de paz. Asimismo era un devoto padre de familia, con mujer y dos hijos, pensó Oveja Negra. Desterró la idea de su mente; no tenía tiempo para pensar en esas cosas. Un guardaespaldas lo acompañaba. La puerta se cerró tras él, y los dos hombres enfilaron Falls Road hacia el oeste. Oveja Negra arrojó el cigarrillo al suelo, atravesó el parque, subió unos escalones y se detuvo en el cruce de Falls Road y Grosvenor Road. Una vez allí pulsó el botón de cruce para peatones y esperó con toda calma a que el semáforo cambiara de rojo a verde. Dillon y su guardaespaldas aún estaban a unos cien metros del Celtic. El semáforo cambió. No había ningún soldado británico en Falls Road, sólo la pareja apostada en las inmediaciones del partido de fútbol en el parque. Tras cruzar la calle, Oveja Negra giró hacia el este y se situó frente a Dillon y el guardaespaldas. Empezó a caminar deprisa, con la cabeza gacha y la mano derecha aferrada a la culata de la Walther. En un momento dado alzó la mirada para comprobar la posición de Dillon. Treinta metros, treinta y cinco a lo sumo. Quitó el seguro de la Walther y pensó en los niños protestantes que comían rosquillas en Great Victoria Street. «Lo hago por vosotros. Lo hago por Dios y por el Ulster.» Sacó la Walther, apuntó al guardaespaldas y apretó el gatillo dos veces antes de que el hombre pudiera sacar su arma de la sobaquera que llevaba bajo el chubasquero. Los disparos lo alcanzaron en la parte superior del pecho, y de inmediato se desplomó sobre la acera empapada. Oveja Negra giró el brazo y apuntó el arma hacia el rostro de 13

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Eamonn Dillon. Titubeó un instante. No podía hacerlo, no en la cara. Bajó el arma y apretó el gatillo dos veces. Las balas perforaron el corazón de Dillon. El hombre cayó de espaldas sobre la acera, con un brazo atravesado sobre el pecho ensangrentado de su guardaespaldas. Oveja Negra oprimió el cañón de la Walther contra la sien de Dillon y apretó el gatillo una vez más. La segunda acción tenía lugar en ese preciso instante a ciento cincuenta kilómetros al sur de Belfast, en Dublín, donde un hombre menudo cojeaba por un sendero de St. Stephen's Green bajo una lluvia incesante. Su nombre en clave era Maestro. Cualquiera podría haberlo tomado por un estudiante de la cercana institución de Trinity College, y eso era exactamente lo que pretendía. Llevaba una americana de tweed con el cuello subido y pantalones de pana tan gastados que brillaban. Tenía los ojos oscuros y la barba desaliñada de un musulmán devoto, cosa que no era. En la mano derecha transportaba un maletín rectangular y voluminoso, tan viejo que olía a humedad en lugar de a cuero. Tomó Kildare Street, pasó ante la entrada del hotel Shelbourne, adornada con estatuas de princesas nubias y sus esclavos, y agachó la cabeza al cruzarse con un grupo de turistas que se dirigían a tomar el té en el salón Lord Mayor. Cuando llegó a Molesworth Street le resultaba casi imposible fingir que el maletín que pendía de su mano derecha no era extraordinariamente pesado. Los músculos del hombro le ardían, y sentía las axilas empapadas en sudor. La Biblioteca Nacional se alzaba ante él. Entró a toda prisa, atravesó el vestíbulo principal y pasó ante una vitrina que exhibía varios manuscritos de Bernard Shaw. Cambió el maletín a la mano izquierda y abordó al empleado. —Querría un pase para la sala de lectura —pidió, sustituyendo su marcado acento de West Belfast por un suave deje del sur. El empleado le alargó el pase sin alzar la vista. Maestro subió la escalera hasta el tercer piso, entró en la famosa sala de lectura y encontró un asiento vacío junto a un hombre de aspecto severo que olía a bolitas de alcanfor y aceite de linaza. Maestro abrió un bolsillo lateral del maletín, sacó un delgado volumen de poesía gaélica y lo dejó con delicadeza sobre la mesa tapizada de cuero antes de encender la lámpara de pantalla verde. El hombre de aspecto severo alzó la mirada, frunció el entrecejo y volvió a concentrarse en su trabajo. Durante algunos minutos, Maestro fingió enfrascarse en la lectura del libro mientras las instrucciones le cruzaban la mente como pesados anuncios grabados en una estación de ferrocarril. «El temporizador está puesto a cinco minutos —le había dicho uno de sus supervisores en la última reunión—. Suficiente para que salgas de la biblioteca, pero no para que los de seguridad puedan hacer algo aunque descubran el maletín.» 14

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Mantuvo la cabeza baja y la mirada clavada en el texto. Cada pocos minutos levantaba la mano y garabateaba algunas notas en un pequeño cuaderno de espiral. Oía los pasos amortiguados a su alrededor, el rasgueo de los lápices y algunas toses discretas, consecuencia de la eterna humedad que imperaba en los inviernos de Dublín. Contuvo el deseo de mirar a aquellas personas; quería que permanecieran en el anonimato, que siguieran sin tener rostro para él. No tenía nada contra el pueblo irlandés, tan sólo contra su gobierno, y no le proporcionaba placer alguno derramar sangre inocente. Miró el reloj. Las cinco menos cuarto de la tarde. Alargó la mano como si quisiera sacar otro libro de poesía, pero una vez que deslizó los dedos en el viejo y mohoso maletín, buscó el diminuto gatillo de plástico que activaba el detonador. Lo apretó con cuidado, sosteniéndolo entre el pulgar y el anular para amortiguar el chasquido, retiró la mano y colocó un segundo libro sin abrir sobre la mesa, junto al primero. Acto seguido volvió a mirar el reloj, un modelo analógico de acero inoxidable con segundero, y anotó la hora exacta en que había activado el detonador. Luego se volvió hacia el hombre de aspecto severo sentado a la mesa contigua, que lo miraba con el rostro lívido como si acabara de hacer una hora de gimnasia extenuante. —¿Podría decirme dónde está el servicio? —murmuró Maestro. —¿Qué? —cuchicheó el hombre de aspecto severo al tiempo que se doblaba la oreja violácea con el extremo de un lápiz amarillo mordisqueado. —El servicio —repitió Maestro en voz un poco más alta, aunque aún susurrando. El hombre apartó el lápiz, frunció de nuevo el entrecejo y señaló una puerta situada en la otra punta de la sala. Maestro miró el reloj mientras atravesaba la estancia. Habían transcurrido cuarenta segundos. Apretó el paso al tiempo que se dirigía a la puerta, pero al cabo de cinco segundos oyó un estruendo ensordecedor, una especie de trueno, y sintió una ola de aire caliente que lo alzaba en volandas y lo lanzaba por la sala de lectura como si fuera una hoja muerta atrapada en un vendaval de otoño. En Londres, una mujer alta que llevaba vaqueros, botas de montaña y cazadora de cuero negra se abría paso entre la muchedumbre que atestaba la acera de Brompton Road. Arrastraba una maleta con ruedas de nailon negro y asa rectangular. Su nombre en clave era Dama. La lluvia que caía sobre Belfast y Escocia aún no había llevado al sur, y el cielo del atardecer aparecía despejado. Rosa y naranja al oeste, en dirección a Notting Hill y Kensington, negro azulado al este, sobre la City. El aire era desacostumbradamente cálido y pesado. Caminando a buen paso, Dama dejó atrás los llamativos escaparates de Harrods y esperó junto con otros muchos peatones a que el 15

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semáforo cambiara en el cruce de Hans Crescent. Cruzó la pequeña calle, se abrió paso entre en grupo de turistas japoneses que se dirigían a Harrods y llegó a la estación de metro de Knightsbridge. Una vez allí titubeó un instante, contemplando la breve escalera que conducía al vestíbulo donde se vendían los billetes. Por fin empezó a descender, tirando de la maleta hasta que rodó por el primer escalón y cayó sobre el siguiente con un fuerte golpe. Había bajado otros dos peldaños de aquella guisa cuando un joven de escaso cabello rubio se le acercó. —Permítame que la ayude —se ofreció con una sonrisa galante. Hablaba con acento centroeuropeo o escandinavo. Sería alemán, holandés o tal vez danés. Dama vaciló. ¿Debía aceptar ayudar de un desconocido? ¿Resultaría más sospechoso rechazarla? —Muchas gracias —accedió por fin con acento americano, pues había vivido muchos meses en Nueva York y podía prescindir de su acento norirlandés a voluntad—. Se lo agradezco mucho. El joven cogió la maleta por el asa y la levantó. —Por el amor de Dios, ¿qué lleva aquí dentro? ¿Piedras? —Lingotes de oro robados —repuso ella; ambos se echaron a reír. El joven cargó la maleta hasta el vestíbulo y la dejó en el suelo. —Gracias otra vez —dijo Dama al tiempo que aferraba el asa. Se volvió y echó a andar, percibiendo su presencia tras ella. Apretó el paso y miró ostentosamente el reloj para dar a entender que tenía prisa. Al llegar a las máquinas expendedoras de billetes encontró una desocupada. Introdujo tres libras y tres peniques en la ranura y pulsó el botón correspondiente. Su ayudante europeo apareció junto a ella y deslizó algunas monedas en otra máquina sin mirarla. Compró un billete de una libra diez, lo que significaba que efectuaría un trayecto corto, probablemente dentro del centro de Londres. Recogió el billete y se mezcló entre el gentío de la hora punta. Dama cruzó el torniquete y bajó la larga escalera mecánica hasta el andén. Al cabo de un instante sintió una ráfaga de aire y oyó el estruendo de un tren que se aproximaba. Por increíble que pareciera, quedaban algunos asientos libres. Dejó la maleta junto a la puerta y se sentó. Cuando el tren llegó a Earl's Court, el vagón se había llenado de viajeros, y Dama había perdido de vista la maleta. El tren salió a la superficie y recorrió a toda velocidad los suburbios del oeste de Londres. Pasajeros exhaustos iban bajando a los andenes barridos por el viento de Boston Manor, Osterley y Hounslow East. Cuando el tren estaba a punto de alcanzar la primera estación de Heathrow, la de la Terminal Cuatro, Dama echó un vistazo a los pasajeros sentados a su alrededor. Un par de jóvenes hombres de negocios ingleses que apestaban a prosperidad, un grupo de hoscos turistas alemanes, cuatro americanos vocingleros que intentaban decidir a gritos si era mejor la Miss Saigon de Londres o la de Broadway... Dama apartó la mirada. 16

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Era un plan sencillo. Tenía instrucciones de apearse en la Terminal Cuatro y dejar la maleta en el tren. Antes de bajar debía pulsar el botón de un pequeño transmisor oculto en el bolsillo de su cazadora. El transmisor, disfrazado de control remoto de apertura de un coche de lujo japonés, armaría el detonador. Si el tren se atenía a su horario, la bomba estallaría pocos segundos después de llegar a la estación de las terminales Uno, Dos y Tres. Los daños ocasionados causarían grandes molestias a los viajeros durante meses, y las reparaciones costarían cientos de millones de libras. El tren aminoró la velocidad al acercarse a la estación. La mujer se levantó y se acercó a la puerta cuando la negrura del túnel dio paso a la fría luz del andén. Cuando las puertas se abrieron, Dama pulsó el botón del transmisor para activar la bomba y se apeó un instante antes de que las puertas se cerraran de nuevo tras ella. Echó a andar con rapidez hacia la salida, y fue entonces cuando oyó unos golpes en la ventanilla del tren. Se volvió y vio a uno de los hombres de negocios ingleses golpeando el vidrio con el puño. Dama no oía lo que decía, pero sí pudo leerle los labios. «¡La maleta! —estaba gritando—. ¡Se ha dejado la maleta!» Dama permaneció inmóvil. La expresión levemente preocupada del inglés se trocó en el horror más absoluto cuando se dio cuenta de que la mujer había dejado adrede la maleta en el tren. El joven se abalanzó sobre la puerta e intentó abrirla con las manos, pero aun cuando hubiera logrado llamar la atención de alguien y detener el tren, nada podría haberse hecho en un minuto y quince segundos para evitar la explosión. Dama siguió el tren con la mirada; al cabo de unos segundos, cuando ya se volvía para marcharse, una detonación descomunal sacudió el túnel. El tren se separó de la vía, y una ráfaga de aire ardiente barrió a Dama. Instintivamente, se llevó las manos al rostro. Sobre su cabeza, el techo empezó a agrietarse. La ola de expansión de la bomba la levantó por los aires. Por un instante lo vio todo con espantosa claridad. El fuego, el cemento desmigajado, los seres humanos como ella atrapados en el feroz remolino de la explosión. Todo acabó enseguida. No sabía a ciencia cierta cuándo terminó su caída. Había perdido la noción de la dirección, como un submarinista que hubiera pasado demasiado tiempo bajo el agua. Lo único que sabía era que yacía sepultada bajo los escombros y que no podía respirar ni sentir parte alguna de su cuerpo. Intentó hablar, pero de su boca no brotó ningún sonido. La boca empezó a llenársele de sangre. Sus pensamientos seguían fluyendo con claridad; se preguntó cómo era posible que los fabricantes de la bomba hubieran cometido semejante error, pero entonces, en los segundos previos a su muerte, se preguntó si realmente había sido un error.

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LONDRES Una hora después de los ataques, los gobiernos de Londres y Dublín iniciaron una de las investigaciones criminales más espectaculares en la historia de las Islas Británicas. Las pesquisas británicas se coordinaban directamente desde Downing Street, donde el primer ministro, Tony Blair, se reunía de forma incesante con sus ministros clave y los jefes de la policía y los servicios de seguridad británicos. Poco antes de las nueve de la noche, el primer ministro salió del 10 de Downing Street y, bajo la lluvia, se situó ante los periodistas y las cámaras que lo esperaban para retransmitir sus comentarios al mundo entero. Un asistente intentó sostener un paraguas sobre la cabeza del primer ministro, pero Blair lo apartó con suavidad, y al cabo de unos instantes, su cabello y hombros quedaron empapados. Expresó su desesperación ante las sobrecogedoras consecuencias de los atentados, con sesenta y cuatro muertos en Heathrow, veintiocho en Dublín y dos en Belfast, y juró que su gobierno no descansaría hasta que los asesinos estuvieran en manos de la justicia. En Belfast, los dirigentes de todos los partidos políticos importantes, tanto católicos como protestantes, tanto republicanos como lealistas, manifestaron su indignación. En público, los políticos se negaron a aventurar la afiliación de los terroristas hasta que se recabaran más datos; en privado, cada bando señalaba con el dedo al adversario. Todo el mundo llamaba a la calma, pero a medianoche numerosos jóvenes católicos se amotinaban a lo largo de Falls Road, y una patrulla del ejército británico se lió a tiros en la protestante Shankill Road. A primera hora del día siguiente, los investigadores habían hecho

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grandes progresos. En Londres, los expertos forenses y especialistas en explosivos concluyeron que la bomba había sido colocada en el sexto vagón del tren que viajaba en dirección a Heathrow, y calculaban que el artefacto contenía entre veinte y cuarenta kilos de Semtex. Los fragmentos de material hallados en las inmediaciones del lugar de la detonación indujeron a los investigadores a suponer que la bomba había sido depositada en el interior de una maleta de nylon negro, probablemente un modelo con ruedas. Al alba, numerosos agentes se apostaron a lo largo de la línea de metro Piccadilly, que iba desde Heathrow, al este, hasta Cockfosters, al noreste, e interrogaron a los viajeros en cada estación. La policía obtuvo trescientos informes de pasajeros que llevaban maletas en un tren de última hora de la tarde, cien de ellas con ruedas. Quiso la suerte que un turista holandés llamado Jacco Krajicek acudiera poco antes de mediodía para declarar que había ayudado a una mujer a llevar una gran maleta de nylon negro con ruedas en la estación de metro de Knightsbridge a última hora de la tarde. Proporcionó una descripción meticulosa de su aspecto y la ropa que llevaba, pero fueron otros dos detalles los que picaron la curiosidad de los investigadores. La mujer había utilizado la máquina expendedora de billetes con la rapidez y destreza de una londinense que viaja en metro a diario, pero por lo visto no sabía que en la estación de Knightsbridge había una escalera, ya que de lo contrario ¿por qué habría llevado una maleta tan pesada? Hablaba con acento americano, explicó Krajicek, pero era falso. El inspector que contestó la llamada del holandés le preguntó cómo había llegado a esa conclusión. Krajicek repuso que era logopeda y lingüista, y que hablaba varias lenguas con fluidez. Con ayuda de Krajicek, los detectives lograron componer un retrato robot de la mujer del metro y lo enviaron a la Unidad Especial de la Real Jefatura de Policía del Ulster, así como a los cuarteles generales del MI5 y el MI6. Sus miembros revisaron los archivos en busca de todos los integrantes conocidos de grupos paramilitares, tanto republicanos como lealistas. Puesto que no encontraron ninguna fotografía que coincidiera con el retrato, ampliaron la difusión de éste. La policía expresó la teoría de que, tras el atentado, la mujer había subido a un avión en Heathrow para huir del país. Mostraron el retrato a los empleados de los mostradores de venta de billetes, maleteros y guardias de seguridad. Todas las líneas aéreas con salidas aquella noche recibieron una copia. Los investigadores visionaron una y otra vez cada centímetro de cinta grabada desde cada cámara de vigilancia del aeropuerto. Asimismo, hicieron llegar sendas copias a los servicios de inteligencia amigos de Europa Occidental, así como al Mossad de Israel. A las siete de la tarde, la búsqueda de la mujer tocó a su fin con el hallazgo de otro cadáver sepultado entre los escombros del andén. Las facciones del rostro estaban sorprendentemente intactas y coincidían a grandes rasgos con el retrato robot. Llevaron al holandés 19

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a Heathrow para identificar el cadáver. El hombre asintió con semblante grave y desvió la mirada. Era la mujer a la que había ayudado en la estación de metro de Knightsbridge. Al otro lado del mar de Irlanda, en Dublín, tenía lugar una sucesión de acontecimientos similar. Al menos una docena de testigos afirmaron haber visto a un hombre barbudo y cojo entrar en la biblioteca con un pesado maletín poco antes de la detonación de la bomba. El portero del hotel Shelbourne proporcionó una descripción detallada del sospechoso a una pareja de detectives de la Garda dos horas después del atentado. El empleado de la biblioteca que había dado al hombre el pase para la sala de lectura sobrevivió con tan sólo unos cortes y magulladuras leves, y ayudó a la policía a identificar al sospechoso en el vídeo grabado por las cámaras de seguridad de la biblioteca. La Garda hizo públicos un retrato robot y una imagen borrosa obtenida de la cinta, que se enviaron por fax a Londres. Sin embargo, aquella noche, los equipos de rescate sacaron de los escombros un cadáver que por lo visto coincidía con la descripción del sospechoso. Al desvestir el cadáver, el patólogo descubrió un voluminoso aparato ortopédico en su rodilla derecha. La policía ordenó efectuar una radiografía. El patólogo no encontró lesión alguna en el hueso, el cartílago ni los ligamentos de la rodilla que requiriera el uso de semejante aparato. —Creo que el hombre lo llevaba para simular la cojera, no para proteger una rodilla lesionada —concluyó el patólogo con la mirada fija en la pierna del cadáver—. Y también creo que su único sospechoso está oficialmente muy muerto. Al norte, en el Ulster, los investigadores de la Unidad Especial de la Real Jefatura de Policía del Ulster empezaron a llamar a sus fuentes e informadores, desde los bares y callejones de West Belfast hasta las granjas pintadas de amarillo en los alrededores de Portadown y Armagh, pero sin éxito alguno. Una cámara de vigilancia del ejército había grabado el asesinato de Eamonn Dillon, y la cámara de seguridad situada sobre la puerta del Celtic Bar había captado la huida del asesino, pero ninguna de las dos proporcionó ningún plano útil del asesino. La Jefatura de Policía del Ulster pidió a los ciudadanos que tuvieran alguna información que llamaran a la Línea Confidencial, un teléfono especial a través del cual se podían dar pistas a la policía desde el anonimato, pero ninguna de las cuatrocientas llamadas recibidas arrojó ninguna luz sobre el caso. Las autoridades examinaron y descartaron como falsas doce reivindicaciones de autoría. Las unidades dedicadas a recabar información técnica secreta, mediante vigilancia por vídeo y escuchas electrónicas, se apresuraron a revisar las grabaciones más recientes en busca de indicios de un ataque inminente que pudieran haber pasado por alto, pero no encontraron nada. En un principio se discutió bastante acerca de la posible identidad de los culpables. ¿Se trataba de un grupo o de dos? ¿Una acción 20

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coordinada o simple coincidencia? ¿Habían sido los republicanos o los lealistas? El asesinato de Eamonn Dillon y la bomba colocada en la Biblioteca Nacional de Dublín sugerían que los terroristas eran protestantes lealistas, mientras que el atentado del metro apuntaba a los republicanos, pues los paramilitares lealistas casi nunca atacaban fuerzas británicas y jamás habían colocado una bomba en Gran Bretaña. Sin hacer aspavientos, la policía interrogó a conocidos miembros del Ejército Republicano Irlandés y la Fuerza de Voluntarios Protestantes del Ulster. Todos aseguraron que no estaban implicados ni sabían nada del asunto. A las ocho de la tarde, los ministros y responsables de seguridad nacional se reunieron con el primer ministro en la Sala del Gabinete de Downing Street. Todos reconocieron a regañadientes que carecían de pruebas concluyentes que señalaran a un grupo o individuo. En resumidas cuentas, estaban perplejos. A las nueve menos cuarto, todo cambió. El teléfono zumbó débilmente en la atestada redacción de la BBC. Las noticias de las nueve, el programa estrella de la noche, daría comienzo al cabo de quince minutos. El productor ejecutivo tenía intención de dedicar la primera mitad del programa a los atentados terroristas. Había enviados especiales preparados en Belfast, Dublín, Heathrow y Downing Street. A causa del caos reinante en la redacción, el teléfono sonó diez veces antes de que una joven ayudante de producción llamada Ginger lo cogiera. —Llamo para reivindicar la autoría de la ejecución de Eamonn Dillon y las acciones del aeropuerto de Heathrow y Dublín. Ginger escuchó la voz con atención; era masculina, no traslucía emoción alguna y hablaba con acento irlandés, probablemente de West Belfast. —¿Está lista para escuchar mi declaración? —Estamos un poco ocupados, cariño —suspiró Ginger—. La verdad es que ahora mismo no tengo tiempo. Encantada de... —Si cuelga el teléfono cometerá el error más grave de su carrera —espetó la voz—. Y ahora, ¿va a escucharme o prefiere que llame a la ITN? —De acuerdo —accedió Ginger al tiempo que se retorcía un rizo pelirrojo entre los dedos de uñas mordidas. —¿Tiene bolígrafo? Ginger siempre llevaba tres bolígrafos colgados de una cadena al cuello. —Por supuesto. —La ejecución del terrorista del IRA Eamonn Dillon, la acción en la Biblioteca Nacional de Dublín y la acción del metro en el aeropuerto de Heathrow han sido llevadas a cabo por el consejo militar de la Brigada de Liberación del Ulster. La Brigada de Liberación del Ulster es una nueva organización paramilitar protestante y no un seudónimo de ninguna de las organizaciones ya existentes, como la Fuerza de 21

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Voluntarios del Ulster o la Asociación de Defensa del Ulster. —Un momento, que me cuesta seguirle —pidió Ginger con voz serena mientras garabateaba a toda máquina. El hombre al que había estado a punto de tachar de impostor parecía mucho más auténtico de lo que había supuesto. —Vale, ya lo tengo. Continúe. —La Brigada de Liberación del Ulster se dedica a la conservación del modo de vida protestante en Irlanda del Norte y al mantenimiento del gobierno británico en la provincia. No nos quedaremos de brazos cruzados mientras el gobierno británico traiciona su compromiso histórico con el pueblo protestante de Irlanda del Norte, ni permitiremos jamás que el sur se anexione el Ulster. La Brigada de Liberación del Ulster continuará con su campaña de resistencia armada hasta que el denominado acuerdo de paz de Viernes Santo esté muerto y enterrado. Todos aquellos que respalden la traición a la comunidad protestante deberían considerarse advertidos. —El hombre hizo una pausa antes de añadir—: ¿Lo ha anotado todo? —Sí, creo que sí. —Bien. La comunicación se interrumpió. Alan Ramsey, el productor ejecutivo, estaba sentado a su mesa con un teléfono pegado a cada oreja y un montón de guiones ante él. Ginger cruzó la redacción y se detuvo ante su mesa, agitando la mano para atraer su atención. El productor alzó la vista. —Tengo a Belfast en una línea y a Dublín en la otra. Más vale que sea importante, joder. —Lo es. —Un momento —gritó a sus dos interlocutores telefónicos—. Habla —ordenó a Ginger. —Acaba de llamar un hombre para reivindicar la autoría de los atentados. —Será otro chiflado. —No lo creo; parecía auténtico. —¿Has oído alguna vez a un terrorista auténtico? —No, pero... —Entonces, ¿cómo puedes estar tan segura? —No sé cómo explicarlo... Mira, Alan, no sé cómo expresarlo, pero te juro que al oírlo me he cagado de miedo. Ramsey alargó la mano, y Ginger le entregó el comunicado. El productor echó un vistazo a los garabatos, frunció el entrecejo y le devolvió el papel. —Tradúcemelo, ¿quieres? Ginger le leyó el texto. —¿Hablaba con acento? —inquirió Ramsey. La joven asintió. —¿Irlandés? —Irlandés del norte —precisó ella—. De West Belfast, diría yo. —¿Cómo lo sabes? 22

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—Nací en Belfast y viví allí hasta los diez años. Una vez que se te mete ese acento en la cabeza, cuesta mucho olvidarlo. El productor ejecutivo miró el gran reloj digital de la pared. Quedaban diez minutos para salir en antena. —¿Cuánto tiempo tardarás en mecanografiar esto? —Unos quince segundos. —Pues tienes diez. —Vale —repuso Ginger antes de sentarse frente a un ordenador. Ramsey se sacó una agenda electrónica del bolsillo de la americana y tecleó el apellido de un amigo de Cambridge que trabajaba para el MI5. Descolgó el teléfono, marcó el número y tamborileó con los dedos sobre la mesa mientras esperaba respuesta. —Hola, Graham, soy Alan Ramsey. Mira, acabamos de recibir una llamada muy interesante y quisiera abusar un poco de nuestra amistad... Ginger dejó una hoja impresa sobre la mesa del productor ejecutivo. Ramsey se la leyó a su amigo y a continuación tomó notas como un poseso durante treinta segundos. —De acuerdo, muchas gracias —dijo por fin—. Y si puedo hacer algo para devolverte el favor, no dudes en llamarme. Ramsey colgó y se levantó. —¡Todo el mundo atento! —gritó. El bullicio de la redacción enmudeció. —Acabamos de recibir una llamada al parecer auténtica para reivindicar los atentados de Belfast, Dublín y Heathrow; se trata de un grupo nuevo llamado Brigada de Liberación del Ulster. Abriremos el noticiario con eso. Colgaos del teléfono y conseguidme a todos los expertos en terrorismo irlandés que podáis, sobre todo expertos en terrorismo protestante. Tenemos cinco minutos, señoras y señores. Sacadme en antena a todo cabrón que respire.

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PORTADOWN, IRLANDA DEL NORTE En aquellos instantes, uno de los objetos de la investigación estaba sentado en el salón de su casa de Portadown, mirando la televisión. Los residentes de la barriada de Brownstown no ocultan sus inclinaciones políticas. Sobre muchas casas ondean desvaídas banderas británicas, y los bordillos están pintados a rayas rojas, blancas y azules. A Kyle Blake no le iban semejantes demostraciones; tendía a reservarse sus opiniones políticas, al igual que cualquier otra cosa que considerase importante. No pertenecía a ninguna organización unionista, raras veces iba a la iglesia y nunca hablaba de política en público. Sin embargo, entre los muros de Brownstown se sabían o al menos se sospechaban bastantes cosas de él. Era un hombre duro que en el pasado había sido un alto dirigente de la Fuerza de Voluntarios del Ulster, un hombre que había cumplido condena en la penitenciaría de Maze por matar católicos. Kyle Blake siguió con atención la primera noticia del noticiario de las nueve: Hace unos instantes, la BBC ha recibido la llamada de un grupo protestante que se hace llamar Brigada de Liberación del Ulster. Dicha organización se opone al acuerdo de paz de Viernes Santo, reivindica la autoría de los atentados y jura proseguir con su campaña de terror hasta que el acuerdo quede sin vigencia. No le hacía falta seguir escuchando, de modo que se dirigió hacia una puerta abierta que daba al desaliñado jardín y se fumó uno de los innumerables cigarrillos que consumía a diario. El aire olía a hierba

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húmeda. Blake arrojó la colilla a un parterre de flores conquistado por las malas hierbas y escuchó los comentarios de un experto en Irlanda del Norte de la Universidad de Londres. Acto seguido cerró la puerta y apagó el televisor. Entró en la cocina e hizo algunas llamadas mientras su mujer, con la que llevaba casado veinte años, fregaba los platos de la cena. Rosemary sabía lo que hacía su marido, pues entre ellos no había más secretos que los detalles operativos de sus misiones, de modo que las conversaciones cifradas se le antojaban lo más normal del mundo. —Voy a salir. Rosemary descolgó una bufanda de un gancho y se la anudó al cuello mientras le escudriñaba el rostro como si lo viera por primera vez. Era un hombre menudo, apenas más alto que Rosemary, y el tabaquismo lo había dejado flaco como un corredor de fondo. Tenía los ojos grises, penetrantes y muy hundidos en un rostro de pómulos prominentes y cadavéricos. Su delgadez ocultaba un cuerpo de inmensa fuerza. Al abrazarlo, Rosemary percibió los músculos tensos en sus hombros y espalda. —Ten cuidado —le susurró al oído. Blake se puso un abrigo y la besó en la mejilla. —Cierra con llave y no me esperes levantada. Kyle Blake era impresor de profesión, y el único vehículo de la familia, una pequeña furgoneta Ford, llevaba escrito en el costado el nombre de su taller de Portadown. Movido por la costumbre examinó los bajos de la furgoneta para asegurarse de que no habían colocado explosivos antes de ponerse al volante y arrancar. Atravesó la barriada de Brownstown. El rostro gigantesco de Billy Wright, el fanático asesino protestante asesinado por tiradores católicos en la penitenciaría de Maze, lo miraba desde la fachada lateral de una casa. Blake mantuvo la mirada fija ante sí, dobló por Armagh Road y siguió a un camión blindado británico hacia el centro de Portadown. Sintonizó Radio Ulster, que retransmitía un boletín especial sobre el comunicado de la Brigada de Liberación del Ulster. La Real Jefatura de Policía del Ulster había declarado el estado de alerta en los condados de Antrim y Down, y advertido a los conductores que se formarían atascos a causa de los controles de carretera. Otros lugares emiten boletines sobre el estado del tráfico, se dijo Kyle Blake. En el Ulster tenemos estados de alerta. Apagó la radio y escuchó el golpeteo rítmico de la lluvia sobre los parabrisas. Kyle Blake no había ido a la universidad, pero era un estudioso de la historia de Irlanda del Norte. Le entraba la risa cuando leía que los disturbios en la provincia habían empezado en 1969; protestantes y católicos llevaban siglos matándose en el norte del condado de Armagh. Habían nacido y caído imperios, se habían librado dos guerras mundiales, el hombre había ido a la luna y regresado, pero poco había cambiado en los armoniosos valles y colinas que 25

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serpenteaban entre los ríos Bann y Callon. Los orígenes de Kyle Blake se remontaban al siglo XVII en el condado de Armagh. Sus ancestros habían llegado de las tierras altas de Escocia durante la gran colonización del Ulster, que dio comienzo en 1609. Lucharon junto a Oliver Cromwell cuando éste cayó en el Ulster para sofocar los alzamientos católicos. Participaron en las matanzas de católicos en Drogheda y Wexford, y cuando Cromwell expropió las tierras de los católicos, los ancestros de Blake cultivaron la tierra y la hicieron suya. En los siglos XVIII y XIX, en pleno apogeo de la violencia sectaria en Armagh, el clan Blake se unió a los Peep O'Day Boys*, llamados así porque atacaron los hogares católicos justo antes de alba. En 1795, los Blake ayudaron a crear la Orden de Orange. Durante casi dos siglos, los orangistas de Portadown habían desfilado hasta la parroquia de Drumcree el domingo anterior al 1 de julio, aniversario de la victoria de Guillermo de Orange sobre el rey católico Jacobo II en la batalla del Boyne en 1690. Pero el verano anterior, la primera temporada de los desfiles desde la firma de los acuerdos de paz, el gobierno había accedido a las exigencias de los católicos y prohibido a los orangistas volver a recorrer la Garvaghy Road de Portadown, avenida eminentemente católica. La prohibición intensificó la violencia a lo largo y ancho del Ulster en un proceso que culminó con la muerte de tres niños católicos cuando unos lealistas arrojaron un cóctel molotov por la ventana de su casa en Ballymoney. Kyle Blake ya no era orangista; había abandonado la orden varios años antes, al empezar a formar parte de grupos paramilitares protestantes, pero la imagen del ejército británico cortando el paso a los manifestantes lealistas fue demasiado para él. Consideraba que los protestantes tenían derecho a desfilar a lo largo de las vías de la reina donde y cuando les viniera en gana, que los desfiles anuales eran una expresión legítima de la tradición y la cultura protestantes en Irlanda del Norte, y que cualquier violación del derecho a desfilar era otra concesión a los putos católicos. En opinión de Blake, la prohibición de Drumcree delataba algo mucho más peligroso sobre el panorama político de Irlanda del Norte. La ascendencia protestante del Ulster se había resquebrajado, y los católicos estaban ganando. Durante treinta años, Blake había asistido pasivamente a las numerosas concesiones que los británicos hacían a los católicos y al IRA, pero el acuerdo de paz de Viernes Santo fue la gota que colmó el vaso. Blake estaba convencido de que sólo podía acabar acarreando la retirada británica de Irlanda del Norte y la unión con la República de Irlanda. La intransigencia protestante había dado al traste con dos intentos de paz previos en el Ulster, el acuerdo de Sunningdale y el *

Peep O'Day Boys significa «Los Muchachos del Amanecer». (n. de la T.) 26

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acuerdo angloirlandés. Kyle Blake había jurado torpedear también el acuerdo de Viernes Santo. La tarde anterior había dado el primer paso, orquestando unas de las manifestaciones de terrorismo internacional más espectaculares de la historia, atacando de forma simultánea al Sinn Fein, al gobierno irlandés y a los británicos. Las agujas de la iglesia de san Marcos aparecieron ante él, cerniéndose sobre Market High Street. Blake aparcó delante de la imprenta pese a que se encontraba a varias manzanas de su lugar de destino, echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que no lo vigilaban y echó a andar por delante de los escaparates cerrados. Irónicamente, Blake no extraía su inspiración táctica de los grupos paramilitares protestantes del pasado, sino de los hombres que habían bombardeado una y otra vez su ciudad natal, Portadown, es decir, el IRA. Desde el inicio de los actuales disturbios en 1969, el IRA había luchado contra sus enemigos, el ejército británico y la Real Jefatura de Policía del Ulster, al tiempo que perpetraba espectaculares atentados terroristas. El IRA había asesinado a soldados británicos, matado a lord Mountbatten e incluso intentado acabar con todo el ejecutivo británico, pero aún así conservaba la imagen de defensor de un pueblo oprimido. Blake pretendía poner patas arriba la política sectaria de Irlanda del Norte. Quería mostrar al mundo que el modo de vida protestante en el Ulster estaba en peligro de extinción. Y estaba dispuesto a jugar la carta del terror para conseguirlo..., con mayor determinación y destreza de la que el IRA habría podido soñar jamás. Blake tomó un pequeño callejón lateral y entró en el pub McConville. El establecimiento estaba en penumbra, abarrotado y envuelto en una nube azulada de humo de cigarrillo. A lo largo de las paredes revestidas de paneles se veían varios reservados con puertas altas, cada uno de ellos con capacidad para seis personas. El camarero que atendía la barra alzó la vista cuando entró Blake. —¿Te has enterado, Kyle? Blake meneó la cabeza. —¿De qué? —Se han responsabilizado de los atentados. Son protestantes, unos tipos que se hacen llamar la Brigada de Liberación del Ulster. —¿En serio, Jimmie? El camarero ladeó la cabeza hacia el rincón más alejado de la estancia. —Gavin y Rebecca te esperan. Blake le guiñó un ojo y se abrió paso entre la gente. Al llegar al reservado llamó a la puerta una vez y entró. A la mesita se sentaban dos personas, un hombre alto y corpulento, ataviado con un jersey de cuello alto negro y americana de pana gris, y una mujer atractiva que lucía un jersey beige. El hombre era Gavin Spencer, jefe de operaciones de la Brigada. La mujer se llamaba Rebecca Wells y era 27

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directora de inteligencia de la organización. Blake se quitó el abrigo y lo colgó de un gancho. En aquel instante apareció el camarero. —Tres Guinness, Jimmie. —Si tenéis hambre puedo ir a buscar unos bocadillos. —Estupendo. Blake le dio un billete de diez libras, cerró la puerta, corrió el pestillo y se sentó. Los tres se miraron en silencio durante unos momentos. Era la primera vez desde los atentados que se atrevían a reunirse. Estaban eufóricos por el éxito de las operaciones, pero también muy nerviosos, pues eran conscientes de que ya no podían echarse atrás. —¿Cómo están tus hombres? —preguntó Blake a Gavin Spencer. —Impacientes por seguir adelante —repuso Spencer, que combinaba en su apariencia física la fuerza de un estibador con el desaliño de un dramaturgo. Tenía el cabello negro salpicado de canas, y un grueso rizo le caía de forma constante sobre los intensos ojos azules. Al igual que Blake, había servido en el ejército británico y formado parte de la Fuerza de Voluntarios del Ulster. —Aunque, como es natural, están un poquito preocupados por los temporizadores de los detonadores. Blake encendió un cigarrillo y se restregó los ojos. El había tomado la decisión de sacrificar a los agentes de Dublín y Londres manipulando los temporizadores de las bombas. Había obrado movido por un razonamiento tan sencillo como maquiavélico. Se enfrentaba a la inteligencia británica y sus servicios de seguridad, que se contaban entre los más despiadados y eficientes de Europa. La Brigada de Liberación del Ulster debía sobrevivir para seguir adelante con su campaña de violencia, y si los agentes hubieran caído en manos de la policía, la organización habría corrido un grave peligro. —Echa la culpa a los fabricantes —ordenó Blake—. Diles que somos novatos. El IRA tiene una sección de ingeniería que se dedica única y exclusivamente a fabricar bombas cada vez mejores, pero incluso ellos cometen errores. Cuando acabaron con la tregua en el noventa y seis, sus primeras bombas fallaron; estaban oxidados. —Se lo diré a mis hombres —accedió Gavin Spencer—. Lo creerán una vez, pero si vuelve a pasar empezarán a sospechar. Si queremos ganar esta guerra, necesitamos hombres dispuestos a apretar el gatillo y colocar las bombas. Blake se dispuso a responder, pero en aquel momento llamaron a la puerta, de modo que se levantó para abrir. El camarero entró y le alargó una bolsa de bocadillos. —¿Y qué hay de Bates? —inquirió Blake en cuanto Jimmie se fue. —Podrían surgir problemas —terció Rebecca Wells. Blake y Spencer se volvieron hacia ella. Era alta, estaba en forma, y el abultado jersey que llevaba no lograba ocultar sus anchos hombros. El cabello negro le caía en torno al rostro y el cuello, 28

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enmarcando sus anchos pómulos. Tenía los ojos ovalados y del color de un cielo invernal encapotado. Al igual que muchas mujeres de Irlanda del Norte, había enviudado demasiado pronto. Su marido trabajaba en la sección de inteligencia de la Fuerza de Voluntarios del Ulster hasta que un ejecutor del IRA lo asesinó en West Belfast. En aquella época, Rebecca estaba embarazada, pero esa misma noche sufrió un aborto. Tras recuperarse entró a formar parte de la Fuerza de Voluntarios del Ulster y retomó el trabajo de su marido donde éste lo había dejado. Dejó la organización cuando se declaró el alto el fuego y al cabo de unos meses se unió en secreto al grupo de Kyle Blake. El mérito del asesinato de Eamonn Dillon era suyo. Rebecca había desarrollado con infinita paciencia una fuente en el cuartel general del Sinn Fein, una joven poco atractiva que trabajaba de administrativa y con la que Rebecca había trabado amistad, llevándola a tomar copas y presentándole a hombres. Al cabo de algunos meses, la relación empezó a arrojar frutos. Sin darse cuenta de ello, la chica proporcionó a Rebecca una corriente constante de información sobre el Sinn Fein y sus máximos dirigentes. Estrategias, disputas internas, hábitos personales, gustos sexuales, movimientos y seguridad. Rebecca transmitió la información a Gavin Spencer, quien a su vez planificó el asesinato de Dillon. —La policía ha obtenido un retrato robot de él —explicó a sus compañeros—. Todos los agentes de la provincia lo llevan en el bolsillo. No podemos trasladarlo hasta que la cosa se calme. —Nunca se calmará, Rebecca —sentenció Blake. —Cuanto más tiempo permanezca escondido, mayores son las probabilidades de que lo encuentren —prosiguió Rebecca—. Y si lo encuentran estaremos en un aprieto. Blake se volvió hacia Gavin Spencer. —¿Dónde está ahora? Al hombre del granero de piedra situado a las afueras de Hillsborough lo habían trasladado media docena de veces desde el asesinato de Eamonn Dillon. No le permitían tener radio por miedo a que las unidades de escucha de la inteligencia militar captaran el sonido. Tampoco le permitían tener hornillo por temor a que los sensores de infrarrojos del ejército detectaran una fuente de calor inusual. Su cama era un camastro militar plegable y durísimo con una manta áspera como virutillas de acero; el chubasquero verde que había llevado durante el asesinato hacía las veces de almohada. Sobrevivía a base de galletas tanto saladas como dulces, frutos secos y carne enlatada. Le dejaban fumar, aunque debía procurar no prender fuego a la paja. Meaba y cagaba en un gran barreño. Al principio, el hedor resultaba insoportable, pero se había ido acostumbrando. Quería vaciarlo, pero sus supervisores le habían prohibido salir del granero bajo ningún pretexto, ni siquiera de noche. Le habían dejado una colección de libros estrambótica, 29

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consistente en biografías de Wolfe Tone, Eamon De Valera y Michael Collins, así como un par de volúmenes gastados de retorcida poesía republicana. En uno de ellos habían metido una nota manuscrita: «Sun Tzu dice: "Conoce a tu enemigo. Lee y aprende".». Pero el hombre pasaba casi todo el día tumbado en el camastro, con la mirada perdida en la oscuridad, fumando cigarrillos y reviviendo aquellos momentos en Falls Road. Bates oyó el sonido de un motor. Se levantó y miró por un ventanuco. Una furgoneta se acercaba dando tumbos y con los faros apagados por el camino sin asfaltar. Se detuvo en el estofado de barro y gravilla que había delante de la puerta del granero. Del vehículo se apearon dos personas; el conductor era alto y corpulento, mientras que su acompañante era más bajo y delgado. Al cabo de unos segundos, Bates oyó un golpecito en la puerta. —Ve al camastro y túmbate boca abajo —ordenó la voz desde el otro lado de la puerta. Bates obedeció y oyó a las dos personas entrar en el granero. Un momento más tarde, la misma voz le ordenó que se sentara. El hombre corpulento estaba sentado sobre un montón de sacos de pienso; la figura más baja paseaba detrás de él de un lado a otro como una conciencia atribulada. —Siento lo del olor —se disculpó Bates, incómodo—. Fumo para disimularlo un poco. Si no os importa... A la luz de la cerilla, Bates distinguió que ambos llevaban pasamontañas. Acercó la llama a la punta del cigarrillo y la apagó de un soplido, sumiendo el granero de nuevo en las tinieblas más absolutas. —¿Cuándo podré irme? —quiso saber. Antes de la ejecución de Dillon, le habían dicho que lo sacarían de Irlanda del Norte en cuanto las cosas volvieran a su cauce. Tenían amigos en una zona muy aislada de las tierras altas de Escocia, le habían explicado, un lugar donde los servicios de seguridad jamás lo localizarían. —Aún no es seguro —replicó el hombre corpulento—. La policía ha obtenido un retrato robot tuyo. Tenemos que dejar que la situación se calme un poco más. Bates se levantó de un salto. —¡Me estoy volviendo loco aquí dentro! —gritó—. ¿No podéis llevarme a otro sitio? —Aquí estás a salvo de momento. No podemos arriesgarnos a trasladarte de nuevo. Bates volvió a sentarse con aire derrotado. Arrojó la colilla al suelo de tierra y la aplastó con el zapato. —¿Qué hay de los otros? —preguntó—. ¿Qué hay de los agentes de Dublín y Londres? —También están escondidos —aseguró el hombre—. No puedo decirte más. —¿Ya habéis reivindicado la autoría? 30

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—Hace un rato. Ahí fuera se ha desatado un infierno, con controles de carretera desde el condado de Antrim hasta la frontera. No podemos pensar en trasladarte hasta que la cosa se tranquilice. Bates encendió otra cerilla, alumbrando por un momento a los dos visitantes encapuchados, uno sentado, el otro de pie, como estatuas en un jardín. Encendió otro cigarrillo y agitó la cerilla para apagarla. —¿Quieres que te traigamos algo más para matar el tiempo? —Una chica de vida alegre no estaría mal. —Túmbate en el camastro boca abajo —ordenó el hombre sentado. Charles Bates obedeció. Oyó el susurro de los sacos de pienso cuando el hombre corpulento de los tatuajes en las manos se levantó, y unos segundos más tarde se abrió la puerta del granero. Luego sintió algo frío y duro en la base del cráneo, oyó un leve clic, vio un destello de luz cegadora y a continuación, nada. Rebecca Wells se guardó la Walther con silenciador en el bolsillo del abrigo al subir a la furgoneta. Gavin Spencer puso en marcha el motor, dio media vuelta y recorrió el camino de la granja hasta llegar a la B177. No se quitaron los pasamontañas hasta estar bien lejos de la granja. Rebecca se puso a mirar por la ventanilla mientras Spencer conducía con destreza por la tortuosa carretera. —No tenías por qué hacerlo, Rebecca. Yo lo habría hecho por ti. —¿Insinúas que no valgo lo suficiente para hacer mi trabajo? —No, sólo digo que no está bien. —¿Qué no está bien? —Que las mujeres maten. No está bien. —¿Y qué me dices de Dama? —replicó Rebecca, empleando el nombre en clave de la mujer que había llevado la maleta bomba al metro de Londres—. Ha matado a muchas más personas que yo y además ha sacrificado su vida. —Touché. —Soy responsable de inteligencia y seguridad interna —le recordó Rebecca—. Kyle lo quería muerto, así que era asunto mío matarlo. Spencer lo dejó correr y encendió la radio para pasar el rato. Tomó la A1 en dirección a Banbridge. —Para —masculló Rebecca unos minutos más tarde. Gavin frenó y se detuvo en el arcén. Rebecca abrió la puerta, salió dando tumbos, cayó de rodillas en el haz de los faros y vomitó hasta la primera papilla.

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WASHINGTON El encuentro entre el primer ministro Tony Blair y el presidente James Beckwith se planificó con mucha antelación, y el hecho de que tuviera lugar tan sólo una semana después del inicio de la campaña del terror de la Brigada de Liberación del Ulster fue pura coincidencia. De hecho, ambos hombres procuraron por todos los medios dar a entender que la reunión no era más que un encuentro consultivo entre dos buenos amigos, lo cual era cierto en muchos aspectos. Cuando el primer ministro llegó a la Casa Blanca desde Blair House, la casa de invitados situada frente a la residencia del presidente, Beckwith aseguró al visitante que la mansión había sido bautizada en su honor. El primer ministro exhibió su famosa sonrisa y aseguró al presidente Beckwith que la próxima vez que fuera a Londres encontraría un edificio representativo bautizado en su honor. El presidente y el primer ministro estuvieron reunidos durante dos horas con sus ayudantes y asistentes en la sala Roosevelt de la Casa Blanca. El orden del día incluía una amplia gama de temas: coordinación de defensa y política exterior, política monetaria y comercial, tensión étnica en los Balcanes, el proceso de paz de Oriente Próximo y, por supuesto, Irlanda del Norte. Poco después de mediodía, los dos dirigentes levantaron la sesión para almorzar en privado. La nieve caía sobre el Jardín Sur cuando los dos hombres se acercaron a la ventana que se alzaba tras el escritorio de Beckwith para admirar la vista. En la chimenea ardía un fuego espectacular, y ante él estaba puesta la mesa. El presidente asió a su invitado del brazo y cruzó con él la estancia. Tras pasar la vida entera metido en

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política, James Beckwith se sentía cómodo con los aspectos ceremoniales de su trabajo. La prensa de Washington siempre afirmaba que era el mejor actor que ocupaba la Casa Blanca desde Ronald Reagan. Sin embargo, empezaba a estar cansado de todo. Había conquistado la reelección a duras penas, con su adversario, el senador demócrata de Nebraska Andrew Sterling, pisándole los talones durante toda la campaña, hasta que una banda terrorista árabe hizo estallar un avión en pleno vuelo cerca de la costa de Long Island. La maestría con que Beckwith manejó la crisis y las rápidas represalias que tomó contra los terroristas fueron lo que marcó la diferencia. Ahora estaba apalancado cómodamente en su presidencia. El Congreso, de predominio demócrata, había dado al traste con el principal objetivo de su segundo mandato, la creación de un sistema nacional de defensa con misiles. Por lo tanto, su programa había quedado reducido a una serie de iniciativas conservadoras que no requerían el respaldo del Congreso. Sendos abogados independientes estaban haciendo pedazos a dos miembros de su gabinete por corrupción. Cada noche, durante la cena, él y su mujer, Anne, hablaban menos de política y más de su vida como jubilados en California. Incluso había accedido a satisfacer el deseo que siempre había albergado Anne de pasar las vacaciones de verano en las montañas del norte de Italia. En el pasado, sus responsables de estrategia le habían advertido que pasar las vacaciones en el extranjero resultaría desastroso desde el punto de vista político, pero lo cierto era que ya le daba igual. Sus amigos más cercanos atribuían la dejadez a la pérdida de su amigo y jefe de gabinete Paul Vandenberg, quien por lo visto se había suicidado de un disparo en la isla Roosevelt, situada en el río Potomac, el año anterior. Los dos hombres se sentaron a comer. Era bien sabido que Tony comía a toda velocidad, detalle recogido en la documentación de Beckwith, y había dado cuenta de su pechuga de pollo con arroz pilaf cuando el presidente aún no había comido ni la cuarta parte de su plato. Beckwith estaba hambriento después de pasar toda la mañana enfrascado en intensas conversaciones, de modo que hizo esperar al dirigente británico pacientemente mientras acababa de comer. Su relación se había deteriorado el año anterior, cuando Blair criticó públicamente a Beckwith por ordenar ataques aéreos contra la Espada de Gaza, el grupo terrorista palestino al que se achacó la autoría del atentado contra el avión de la TransAtlantic Airlines. Algunas semanas más tarde, la Espada de Gaza respondió atacando el mostrador de venta de billetes de TransAtlantic en el aeropuerto de Heathrow, matando a varios viajeros estadounidenses y británicos. Beckwith jamás olvidó la censura de Blair. Conocido por tutearse con casi todos los máximos dirigentes del mundo, Beckwith siempre llamaba a Blair «señor primer ministro», mientras que Blair le pagaba con la misma moneda, dirigiéndose a él como «señor presidente». 33

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Beckwith siguió comiendo despacio mientras Blair parloteaba sobre un libro de texto de economía «verdaderamente fascinante» que había leído durante el vuelo de Londres a Washington. Blair era un lector voraz, y Beckwith respetaba su intelecto. Dios mío, pensó con un suspiro, y yo que apenas consigo leer los informes por la noche sin quedarme dormido. Un camarero retiró los platos. Beckwith tomó té, Blair, café. La conversación enmudeció. El fuego chisporroteaba en la chimenea. Blair contempló unos instantes el Monumento a Washington antes de hablar. —Permítame que sea muy directo, señor presidente —empezó por fin al tiempo que daba la espalda a la ventana y su mirada se encontraba con los ojos azul claro de Beckwith—. Sé que nuestra relación no siempre ha sido todo lo buena que debiera, pero quiero pedirle un gran favor. —Nuestra relación no es todo lo buena que podría ser, señor primer ministro, porque usted se distanció públicamente de los Estados Unidos cuando ordené los ataques contra los campamentos de entrenamiento de la Espada de Gaza. Necesitaba su apoyo, pero usted me lo negó. En aquel instante entró otro camarero con el postre, pero al advertir que la conversación había tomado un cariz serio, se apresuró a retirarse. Blair bajó la cabeza en un intento de contener sus emociones y volvió a erguirla cuando lo consiguió. —Señor presidente, dije lo que dije porque creía estar en lo cierto. Consideraba que un ataque aéreo constituía una reacción desmesurada, precipitada y basada en pruebas circunstanciales en el mejor de los casos. Creía que no haría más que incrementar la tensión y perjudicar la causa de la paz en Oriente Próximo, y me parece que tenía razón. Beckwith sabía que Blair se refería al atentado de la Espada de Gaza en el aeropuerto de Heathrow. —Señor primer ministro, si tenía algún problema debería haberme llamado por teléfono en lugar de acudir al periodista más cercano. Los países aliados se apoyan aunque sus máximos dirigentes procedan de extremos opuestos del espectro político. La expresión gélida que adoptó Blair daba a entender a las claras que no le gustaba que le dieran lecciones en materia de política. Se dedicó a beber sorbos de café mientras Beckwith seguía hablando. —De hecho, sospecho que la Espada de Gaza decidió tomar represalias en suelo británico porque sus comentarios les indujeron a creer que podían abrir una brecha entre dos aliados de siempre. Blair levantó la cabeza con brusquedad como si le hubieran asestado un puñetazo. —No insinuará que la culpa del atentado de Heathrow fue mía. —Por supuesto que no, señor primer ministro. Hacer algo así sería impropio de dos buenos amigos. Blair dejó la taza en el platillo y la apartó unos centímetros. 34

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—Señor presidente, quería comentar con usted la sucesión del embajador Hathaway. —De acuerdo —accedió Beckwith. —Si he de serle sincero, señor presidente, he visto algunos de los nombres que tiene en mente, y la verdad es que no estoy muy impresionado. La sangre afluyó al rostro de Beckwith, pero Blair no desistió. —Esperaba que usted se decidiera por alguien con un poco más de talento. Beckwith guardó silencio mientras Blair exponía sus razones. A principios de semana, el New York Times había publicado un artículo con los nombres de media docena de candidatos. Los nombres eran ciertos porque la Casa Blanca los había filtrado a la prensa por orden de Beckwith. En la lista figuraban varios benefactores republicanos, además de un par de diplomáticos. La embajada de Londres era un cargo político por excelencia, y el Comité Nacional Republicano presionaba a Beckwith a fin de que empleara ese nombramiento a corto plazo para recompensar a un benefactor generoso. —Señor presidente, ¿conoce usted la expresión «restregar por las narices»? Beckwith asintió, aunque su rostro revelaba que jamás empleaba un lenguaje tan vulgar. —Señor presidente, este grupo llamado Brigada de Liberación del Ulster ha empezado a atacar porque pretende dar al traste con el avance hacia la paz que hemos conseguido en Irlanda del Norte. Quiero demostrar a esos terroristas cobardes y al mundo entero que nunca lo lograrán. Quiero que les quede muy claro, quiero restregárselo por las narices, señor presidente, y necesito su ayuda. Beckwith sonrió por primera vez en toda la conversación. —¿Y cómo puedo ayudarle, primer ministro? —Pues designando a una superestrella como embajador en Londres, alguien a quien todas las partes puedan respetar, alguien a quien todo el mundo conozca. No quiero a una persona que se limite a mantener el sillón calentito hasta que acabe su mandato, sino a alguien que me ayude a lograr mi objetivo, una solución permanente al conflicto de Irlanda del Norte. La intensidad y la sinceridad del primer ministro resultaban impresionantes, pero Beckwith llevaba suficiente tiempo metido en política para saber que nunca hay que dar nada sin obtener algo a cambio. —Si designo a una superestrella para Londres, ¿qué obtendré a cambio? —Mi apoyo incondicional para su iniciativa comercial en Europa — repuso Blair con una amplia sonrisa. —Hecho —accedió Beckwith tras fingir que pensaba en el asunto. Un camarero entró en la estancia. —Dos copas de brandy, por favor —encargó Beckwith. Las bebidas llegaron al poco. 35

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—Por los buenos amigos —brindó el presidente. —Por los buenos amigos. Blair sorbió el brandy con la cautela de quien raras veces bebe. —¿Tiene algún candidato en mente, señor presidente? —inquirió al tiempo que dejaba la copa sobre la mesa con cuidado. —Pues la verdad, Tony, creo que tengo al hombre ideal.

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SHELTER ISLAND, NUEVA YORK Durante muchos años, casi ningún detalle de la magnífica casa de madera blanca con vistas al puerto de Dering y el estrecho de Shelter Island había sugerido que el senador Douglas Cannon fuera el dueño de la finca. En ocasiones acudían invitados que requerían la presencia del Servicio Secreto, y a veces, cuando Douglas se presentaba a la reelección y necesitaba fondos, se celebraban grandes fiestas. Sin embargo, por lo general la casa era igual que todas las demás de Shore Road, sólo que un poco más grande y mejor cuidada. Tras su jubilación y la muerte de su esposa, el senador había pasado más tiempo en Cannon Point que en su inmenso piso de la Quinta Avenida de Manhattan. Insistía en que los vecinos lo llamaran Douglas, algo que hacían con cierta renuencia. Cannon Point se tornó más accesible que nunca. A veces, cuando los turistas se paraban a curiosear o tomar una fotografía de la finca, el senador aparecía en el cuidado jardín seguido de sus perdigueros y charlaba con ellos. Los intrusos lo habían cambiado todo. Dos semanas después del incidente*, la policía había permitido al senador hacer reparar todas las huellas visibles del episodio, borrando así las últimas pruebas físicas. Un contratista de fuera de la isla, del que nadie había oído hablar jamás y cuyo nombre no parecía figurar en ninguna guía telefónica, se encargó del trabajo. Por la isla circulaban toda suerte de rumores acerca de los cuantiosos daños ocasionados en la propiedad. Harry Carp, el *

Véase La marca del asesino en esta misma colección. (N. del E.)

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propietario de tez enrojecida de la ferretería de los Heights, había oído decir que en las paredes del salón y la cocina había una docena de agujeros de bala. Patty McLean, la cajera del supermercado MidIsland, tenía entendido que las manchas de sangre de la casa de invitados eran de tal magnitud que fue necesario cambiar todo el suelo y volver a pintar las paredes. Martha Creighton, la agente de la propiedad inmobiliaria más importante de la isla, auguró discretamente que Cannon Point saldría a la venta en un plazo de seis meses. A todas luces, murmuró Martha tomándose un capuchino en la cafetería del pueblo, el senador y su familia querrían empezar de nuevo en otro lugar. Sin embargo, el senador, su hija Elizabeth y su yerno Michael decidieron quedarse. Cannon Point, antes tan abierta y accesible, adquirió el aire de una base militar en territorio ocupado. Otro misterioso contratista acudió a la finca para erigir un muro de piedra y hierro forjado de tres metros de altura con una caseta de madera en forma de pan de jengibre junto a la entrada para el guardia de seguridad que custodiaría el lugar a todas horas. Los vecinos se quejaban de que las medidas de seguridad del senador estropeaban la panorámica del puerto de Dering y el estrecho de Shelter Island. Se llegó a hablar de firmar una petición, hubo algunas quejas en la reunión del consistorio e incluso aparecieron un par de cartas en el Shelter Island Reporter, pero al llegar el verano todo el mundo se había acostumbrado al muro y nadie recordaba por qué la gente se había puesto tan nerviosa. —No se le puede reprochar —comentó Martha Creighton—. Si quiere el puto muro, pues que lo tenga. La verdad, yo le dejaría cavar un foso si quisiera. Poco se sabía de Michael Osbourne en la isla. Por lo visto se dedicaba a algún tipo de negocio, como el comercio internacional o el oscuro mundo de la consultoría. Por lo general se mostraba muy reservado cuando él y su mujer, Elizabeth, pasaban el fin de semana en la isla. Cuando iba a desayunar a la tienda de los Heights o paraba en el Dory a tomar una cerveza, siempre llevaba consigo unos cuantos periódicos para protegerse y eludía con delicadeza todo intento de entablar una conversación amistosa; siempre había algo de vital importancia que le obligaba a concentrarse de nuevo en los periódicos. La población femenina de la isla lo encontraba atractivo y le perdonaba su frialdad por considerarla una manifestación de timidez. Conocido por su afilada lengua, Harry Carp solía referirse a él como «ese hijo de puta grosero de la ciudad». El tiroteo había suavizado las opiniones sobre Michael Osbourne, incluso la de Harry Carp. Según los rumores, había estado a punto de morir de una herida de bala varias veces aquella noche, primero en el embarcadero de Cannon Point, luego en el helicóptero y por fin en el quirófano del hospital de Stony Brook. En cuanto le dieron el alta, permaneció un tiempo en casa, pero pronto se le vio paseando con 38

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cierta dificultad por el jardín, el brazo derecho en cabestrillo bajo una raída cazadora de cuero. En ocasiones caminaba hasta el final del embarcadero y contemplaba el estrecho. A veces, por lo general al caer la tarde, parecía perder la noción del tiempo y se quedaba allí, como Gatsby, decía Martha Creighton, hasta que anochecía por completo. —No entiendo por qué el tráfico está tan mal en enero —refunfuñó Elizabeth Osbourne, golpeteando el brazo central de cuero con la uña del dedo índice. Avanzaban a paso de tortuga hacia el este por la autopista de Long Island, atravesando en ese momento la localidad de Islip a apenas cincuenta kilómetros por hora. Michael llevaba un año retirado de la Agencia Central de Inteligencia, y el tiempo significaba poco para él, incluso el tiempo perdido en los atascos. —Es viernes —le recordó—. El tráfico siempre está mal los viernes por la noche. La circulación mejoró cuando dejaron atrás los suburbios residenciales del centro de la isla. Era una noche despejada y gélida; una luna creciente color blanco hueso brillaba en el cielo sobre el horizonte septentrional. Michael pisó el acelerador. El motor del coche rugía, y al cabo de unos segundos el cuentakilómetros ascendió de mala gana a cien kilómetros por hora. Las exigencias de la paternidad lo habían impulsado a sustituir su elegante Jaguar plateado por un monovolumen mastodóntico. Envueltos en mantitas color rosa y azul, los gemelos dormitaban en sus sillitas de seguridad. Maggie, la niñera inglesa, dormía a pierna suelta en el tercer asiento. Elizabeth alargó la mano en la oscuridad y oprimió la de Michael. Había vuelto al trabajo tras tres meses de baja por maternidad. Durante su ausencia no había llevado más que camisas de franela, chándals y pantalones holgados, pero ahora lucía el uniforme de una cara abogada neoyorquina: traje chaqueta color carbón, un elegante reloj de oro y pendientes de perlas. Había eliminado el peso que había ganado durante el embarazo a base de muchas horas en la cinta atlética instalada en el dormitorio de su piso de la Quinta Avenida, y bajo las líneas bien definidas de su traje Calvin Klein, Elizabeth estaba delgada como una modelo. Sin embargo, la tensión y el cansancio que conllevaba verse convertida de repente en una madre trabajadora habían hecho mella en ella. Su corto cabello rubio ceniza aparecía despeinado, y tenía los ojos tan irritados que había decidido quitarse las lentillas y ponerse las gafas de montura de concha. Michael pensó que parecía una estudiante de derecho en plena época de exámenes. —¿Qué tal te sienta haber vuelto? —le preguntó. —Es como si no me hubiera ido. Para un momento, que quiero fumarme un cigarrillo. No puedo fumar dentro del coche con los niños. 39

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—No quiero parar si no es imprescindible. —Venga, Michael. —Tengo que poner gasolina en Riverhead; puedes fumar allí. Este trasto gasta unos cuatro litros a los ocho kilómetros. Lo más probable es que tenga que poner gasolina un par de veces más antes de llegar. —Oh, no, no vas a ponerte a lloriquear otra vez por el Jaguar, ¿eh? —Es que no entiendo por qué tú te has podido quedar con el Mercedes y yo en cambio tengo que conducir este monstruo. Me siento como una maruja. —Necesitábamos un coche más grande, y tu mecánico pasaba más tiempo con tu Jaguar que tú. —Sigue sin hacerme gracia. —Ya lo superarás. —Si me hablas así, esta noche duermes en la bañera. —Nada de amenazas vacías, Michael. La autopista acababa en la población de Riverhead. Michael paró en una estación de servicio abierta las veinticuatro horas y llenó el depósito. Elizabeth se alejó unos metros de los surtidores y encendió un cigarrillo, golpeando el suelo de hormigón con los pies para entrar en calor. Había dejado de fumar al quedarse embarazada, pero dos semanas después del nacimiento de los gemelos, las pesadillas habían vuelto, de modo que había empezado a fumar de nuevo para paliar la angustia. Michael condujo hacia el este por el extremo norte de Long Island, pasando por interminables pastos y viñedos dormidos. De vez en cuando, las aguas del estrecho de Long Island aparecían a su izquierda, negras y relucientes a la luz de la luna. Entró en el pueblo de Greenport y atravesó las calles desiertas hasta llegar al embarcadero del transbordador del norte. Elizabeth dormía. Michael se puso una cazadora de cuero y bajó del coche. Las olas rompían contra la proa del ferry, salpicando las regalas. Hacía un frío increíble, pero el capó del coche estaba caliente a causa del motor. Michael se encaramó a él y embutió las manos en los bolsillos. Shelter Island se alzaba ante él al otro lado del estrecho, sumida en total oscuridad a excepción de las luces blancas de una gran casa de veraneo situada en la boca del puerto. Cannon Point. Cuando el transbordador amarró, Michael volvió a subir al coche y arrancó. —Te estaba observando, Michael —musitó Elizabeth sin abrir los ojos—. Estabas pensando en ello, ¿verdad? Carecía de sentido mentirle. Era cierto, estaba pensando en ello, en aquella noche del año anterior en que un antiguo asesino del KGB, cuyo nombre en clave era Octubre, había intentado matarlos a ambos en Cannon Point. —No puedo evitarlo cuando miro la casa de tu padre desde el ferry. —Yo pienso en ello constantemente —confesó Elizabeth con voz 40

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distante—. Cada mañana, cuando me despierto, me pregunto si éste será el día en que todo acabe, pero nunca sucede. —Lleva tiempo..., mucho tiempo. —¿Crees que de verdad está muerto? —¿Octubre? —Sí. —Eso cree la Agencia. —¿Y tú? —Dormiría mejor si apareciera el cadáver, pero no aparecerá. Pasaron delante de las casitas victorianas y las tiendas de madera de Shelter Island Heights, y recorrieron a toda velocidad Winthrop Road. El puerto de Dering brillaba a la luz de la luna, desierto a excepción del balandro de Douglas Cannon, el Athena, aferrado a su amarre con la proa al viento. Michael siguió por Shore Road hasta el pueblo de Dering Harbor y al cabo de unos instantes detuvo el coche ante la verja de Cannon Point. El vigilante nocturno salió de la caseta y alumbró el coche con una linterna. Douglas gastaba varios miles de dólares al mes en seguridad desde el intento de asesinato. La Agencia se había ofrecido a sufragar una parte de los gastos, pero Douglas, siempre cauteloso con la inteligencia, había declinado el ofrecimiento. Michael recorrió el sendero de grava que atravesaba la finca y paró delante de la puerta principal. El senador los esperaba en la escalinata ataviado con un viejísimo chubasquero amarillo de marino y con los perdigueros jugueteando a sus pies. Fue el The New Yorker el que comparó por primera vez a Douglas Cannon con Pericles; si bien por lo general le daba cierta vergüenza el símil, no hizo nada por desmentirlo. Había heredado una inmensa fortuna y ya de muy joven decidió que la perspectiva de dedicarse exclusivamente a engrosarla lo deprimía sobremanera. Así pues, se consagró a su primer amor, la historia. Dio clases en la universidad de Columbia y escribió libros. Su enorme piso de la Quinta Avenida era un lugar de reunión de escritores, artistas, poetas y músicos. De pequeña, Elizabeth conoció a Jack Kerouac, Huey Newton y un extraño hombrecillo de cabello rubio y gafas de sol que se llamaba Andy. No averiguó hasta muchos años más tarde que se trataba de Andy Warhol. Durante el escándalo de Watergate, Douglas se dio cuenta de que ya no podía permanecer más tiempo entre bastidores y ser el eterno espectador, de modo que se presentó como candidato al Congreso por un distrito de Manhattan central abrumadoramente demócrata y liberal. Ingresó en la cámara como reformista en el setenta y cuatro. Dos años más tarde fue elegido senador. A lo largo de sus cuatro mandatos había sido presidente del Comité de Servicios Armados, el Comité de Relaciones Internacionales y el Comité de Inteligencia. Douglas siempre había sido un poco iconoclasta, pero desde que dejara el Senado, su atuendo y sus modales se habían tornado más 41

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peculiares que nunca. Siempre llevaba pantalones de pana andrajosos, zapatos de marino gastados y jerseys que, al igual que su portador, empezaban a dar muestras de envejecimiento. Estaba convencido de que el aire frío del mar era el secreto de la longevidad y no paraba de contraer bronquitis por salir a navegar en invierno y hacer excursiones maratonianas por los senderos helados del parque natural de Mashomack. Elizabeth bajó del coche con el índice oprimido contra los labios y lo besó en la mejilla. —No hagas ruido, papá —susurró—. Los niños están dormidos. Michael y Elizabeth ocupaban una suite que daba al mar, con un dormitorio principal, un baño y una sala de estar con televisor. El otro dormitorio había sido transformado en habitación infantil. Supersticiosa ante la idea de hacer demasiados preparativos antes del nacimiento de los gemelos, Elizabeth había dispuesto que la estancia no contuviera más que dos cunas y un cambiador. Las paredes seguían pintadas de gris claro y los suelos aparecían desnudos. El senador había subido una vieja mecedora del porche para conferirle un poco de personalidad. Maggie ayudó a Elizabeth a acostar a los niños mientras Michael y Douglas tomaban una copa de Merlot junto al fuego. Elizabeth se reunió con ellos al cabo de unos minutos. —¿Cómo están? —inquirió Michael. —Bien. Maggie va a quedarse un ratito con ellos para asegurarse de que siguen dormidos. —Se dejó caer en el sofá—. Sírveme una copa muy grande de vino, ¿quieres, Michael? —¿Y cómo estás tú, cariño? —preguntó Douglas a su hija. —Nunca habría creído que sería tan duro. Tomó un largo trago de Merlot y cerró los ojos mientras el vino le resbalaba garganta abajo. —Me moriría sin Maggie. —No tienes por qué avergonzarte. Tú tuviste aya y niñera, y eso que tu madre no trabajaba. —¡Sí trabajaba, papá! Cuidaba de mí y llevaba tres casas a la vez mientras tú estabas en Washington. —La has fastidiado, Douglas —murmuró Michael. —Ya sabes lo que quiero decir, Elizabeth. Tu madre trabajaba, pero no en un despacho. A decir verdad, no estoy seguro de que las madres deban trabajar. Los niños necesitan a sus madres. —No doy crédito a mis oídos —exclamó Elizabeth—. Douglas Cannon, el gran estandarte liberal, cree que las madres deberían quedarse en casa para cuidar de sus hijos y no trabajar fuera. Espera a que se entere de esto la Organización Nacional de la Mujer. Dios mío, bajo la fachada irremisiblemente liberal late el corazón de un conservador que da absoluta prioridad a los valores familiares. —¿Y qué hay de Michael? —protestó Douglas—. Está jubilado, ¿no? ¿Es que no te ayuda? —Me paso las tardes jugando a la petanca con los otros abueletes 42

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del pueblo. —Michael es genial con los niños —aseguró Elizabeth—. Pero perdóname que te lo diga... Los padres no lo pueden hacer todo. —¿Y eso qué significa? —quiso saber Douglas. El teléfono sonó antes de que Elizabeth pudiera contestar. —Salvado por la campana —suspiró Michael. Elizabeth descolgó el auricular. —¿Diga? Sí, está aquí —dijo tras escuchar unos instantes—. Un momento, por favor. Cubrió el auricular con la mano y se volvió hacia su padre. —Es para ti, papá. De la Casa Blanca. —¿Qué querrán los de la Casa Blanca un viernes a las diez de la noche? —El presidente quiere hablar contigo. Douglas se levantó con una expresión entre perpleja y molesta, y cruzó la estancia con la copa en la mano. —Aquí Douglas Cannon... Sí, espero... Me van a pasar al hijo de puta —anunció tras cubrir el auricular con la mano. Elizabeth y Michael lanzaron una risita. La animosidad existente entre ambos hombres era legendaria en Washington. Durante varios años, habían sido las personalidades más relevantes del Comité de Servicios Armados del Senado, Douglas como presidente y Beckwith como máximo representante republicano. Cuando los republicanos recuperaron el control del Senado, los papeles se invirtieron, y cuando Douglas se retiró, apenas si se dirigían la palabra. —Buenas noches, señor presidente —exclamó en tono exageradamente jovial. Maggie se acercó a la escalera. —Va a despertar a los niños —siseó. —Está hablando con el presidente —se disculpó Elizabeth en un susurro. —Bueno, pues dígale que hable más bajo —insistió Maggie antes de girar sobre sus talones para regresar a la habitación de los niños. —Estoy muy bien, señor presidente —decía Douglas—. ¿Qué puedo hacer por usted? Escuchó unos instantes en silencio mientras se pasaba la mano por el espeso cabello gris con aire ausente. —No, no, me parece estupendo, señor presidente. De hecho, sería un placer... Por supuesto... Sí, señor presidente... Muy bien, pues hasta entonces. Colgó el teléfono. —Quiere hablar conmigo. —¿De qué? —preguntó Michael. —No me lo ha dicho. Siempre hace lo mismo. —¿Cuándo vas a Washington? —inquirió Elizabeth. —No voy —replicó Douglas—. Ese cabrón vendrá a Shelter Island el domingo por la mañana.

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TAFRAOUTE, MARRUECOS La nieve relucía en las laderas de la cordillera del Atlas mientras la caravana de Range Rovers traqueteaba por el camino pedregoso y lleno de baches en dirección a la villa nueva erigida en la boca del valle. Todos los vehículos eran idénticos, negros con vidrios ahumados para ocultar la identidad de sus ocupantes. Cada uno de ellos había llegado a Marruecos desde un punto distinto. Procedían de Latinoamérica, Estados Unidos, Oriente Próximo y Europa Occidental. Todos ellos se marcharían treinta y seis horas más tarde, cuando la conferencia tocara a su fin. Pocos extranjeros iban a Tafraoute en aquella época del año; de hecho, sólo había un equipo de escaladores neozelandeses y un grupo de hippies entrados en años de Berkeley que habían ido a la montaña a rezar y fumar hachís. Por ello, la caravana de Range Rovers atrajo muchas miradas curiosas mientras avanzaba por el valle. Numerosos niños ataviados con chilabas de vistosos colores acudieron al camino para saludar con entusiasmo cuando los vehículos pasaron en medio de una nube de polvo color jengibre. Ninguno de los ocupantes de los todoterreno devolvió el saludo. La Sociedad Internacional de Desarrollo y Cooperación era una organización privada que no aceptaba donaciones externas ni nuevos miembros salvo los que admitía tras un riguroso proceso de selección. Por lo general, su sede central se hallaba en Ginebra, en un despacho pequeño con una elegante placa dorada sobre una puerta austera que mucha gente confundía con un circunspecto banco suizo. Pese a su nombre de resonancias benévolas, la Sociedad, tal

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como la denominaban sus miembros, no era una organización altruista. Había nacido en los años siguientes a la caída de la Unión Soviética y el fin de la guerra fría, y entre sus miembros se contaban integrantes pasados y presentes de servicios de inteligencia y seguridad de Europa occidental, fabricantes y traficantes de armas, así como cabecillas de organizaciones criminales tales como las mafias rusa y siciliana, cárteles sudamericanos de la droga y sindicatos criminales asiáticos. El órgano decisorio de la Sociedad era el consejo ejecutivo, compuesto por ocho miembros. El director ejecutivo era un antiguo jefe del servicio de inteligencia británico, el legendario «C» del MI6. Se le conocía sencillamente por el nombre de «Director» y nadie se refería jamás a él por su verdadero nombre. Agente de campo experimentado que había madurado en las estaciones del MI6 en Berlín y Moscú, el director se encargaba de la administración de la Sociedad y dirigía sus operaciones desde la inexpugnable mansión estilo rey Jorge que poseía en el barrio londinense de St. John's Wood. Según el credo de la Sociedad, el mundo se había convertido en un lugar más peligroso en ausencia del conflicto entre Este y Oeste. La guerra fría había proporcionado estabilidad y claridad, mientras que el nuevo orden mundial sumía el planeta en un océano de disturbios e incertidumbre. Las grandes naciones se habían tornado complacientes, los grandes ejércitos estaban castrados. Por todo ello, la Sociedad pretendía fomentar una tensión global constante y controlada a través de operaciones secretas, que a su vez le reportaban ingentes cantidades de dinero a sus miembros e inversores. En los últimos tiempos, el Director había intentado ampliar el papel y el alcance de la Sociedad, convirtiéndola en un servicio de inteligencia para servicios de inteligencia, una unidad operativa ultrasecreta capaz de llevar a cabo las misiones que, por la razón que fuera, los servicios legítimos consideraban demasiado arriesgadas o demasiado repugnantes. El Director y su personal se habían encargado de las medidas de seguridad. La villa se encontraba en la margen del pequeño valle, rodeada de una valla electrificada. El desierto que la envolvía era una pedregosa tierra de nadie salpicada de cámaras de vigilancia y detectores de movimiento. Agentes de seguridad de la Sociedad, todos ellos antiguos miembros del comando de élite británico, el SAS, patrullaban la propiedad. Perturbadores de radio emitían galimatías electrónicos para entorpecer la labor de posibles micrófonos de largo alcance. En las sesiones del consejo jamás se mencionaban los verdaderos nombres de los asistentes, de modo que cada miembro tenía un nombre en clave. Eran Rodin, Monet, Van Gogh, Rembrandt, Rothko, Miguel Ángel y Picasso. Pasaron el día alrededor de la gran piscina, descansando al aire 45

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fresco y seco del desierto. Al atardecer tomaron unas copas en la amplia terraza de piedra, donde unas estufas de gas paliaban el fresco nocturno, y degustaron una sencilla cena a base de cuscús. A medianoche, el Director abrió la sesión. Durante casi una hora, el Director comentó la situación económica de la Sociedad y defendió su decisión de transformar la organización de un mero catalizador de inestabilidad global en un ejército secreto a tiempo completo. Sí, se había apartado de los objetivos originales, pero en poco tiempo había conseguido llenar las arcas de la Sociedad con millones de dólares en capital operativo, dinero que esperaba ser utilizado. Los miembros del consejo ejecutivo aplaudieron sus palabras con toda cortesía. A la mesa se sentaban traficantes de armas y fabricantes de sistemas de defensa que se enfrentaban a mercados menguantes, fabricantes de tecnología química y nuclear que querían vender su mercancía a los ejércitos del Tercer Mundo, jefes de inteligencia amenazados por presupuestos cada vez más exiguos y una disminución peligrosa de su poder e influencia. Durante la hora siguiente, el Director moderó una mesa redonda sobre el estado de los conflictos del mundo. A decir verdad, el planeta no cooperaba. Sí, tenían alguna que otra guerra civil en África, los eritreos y etíopes volvían a tirarse de los pelos, y Sudamérica seguía estando madura para la explotación. Sin embargo, aunque complejo, el proceso de paz en Oriente Próximo no se había desmoronado por completo. Iraníes y estadounidenses se planteaban la posibilidad de un acercamiento. Incluso los protestantes y los católicos de Irlanda del Norte parecían estar dejando a un lado sus diferencias. —Tal vez haya llegado el momento de realizar algunas inversiones —sugirió el Director a modo de conclusión mientras se miraba las manos—. Tal vez haya llegado el momento de reinvertir parte de nuestro capital en el negocio. Creo que todos y cada uno de nosotros debemos buscar nuevas oportunidades. Una vez más, los aplausos y el tintineo de los cubiertos contra la cristalería lo interrumpió. Cuando el estruendo remitió, el Director declaró abierto el debate. Rembrandt, uno de los fabricantes de pequeñas armas más importantes del mundo, carraspeó. —Puede que podamos contribuir a avivar el fuego en Irlanda del Norte. El Director enarcó una ceja y se tocó la costura del pantalón. Había tratado con Irlanda del Norte durante su estancia en el MI6. Al igual que la mayor parte de la comunidad de inteligencia y seguridad, consideraba al IRA un oponente digno, un ejército de guerrilleros profesionales y disciplinados. Los paramilitares protestantes ya eran harina de otro costal, en su mayoría gángsters y delincuentes dedicados exclusivamente a aterrorizar a los católicos. Pero ese nuevo grupo, la Brigada de Liberación del Ulster, parecía distinto y lo 46

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tenía intrigado. —Irlanda del Norte nunca ha sido un conflicto demasiado lucrativo para mi sector —prosiguió Rembrandt—, sencillamente porque siempre ha sido demasiado pequeño. Lo que me preocupa es el mensaje que el acuerdo de paz envía al resto del mundo. Si los protestantes y los católicos de Irlanda del Norte pueden aprender a convivir en paz tras cuatro siglos de conflictos cruentos..., bueno, ya me entiende, Director. —De hecho, el mensaje ya está echando raíces —corroboró Rodin, un alto cargo del servicio secreto francés—. El grupo separatista vasco, ETA, ha anunciado un alto el fuego en España. Dicen que su decisión se ha inspirado en el proceso de paz de Irlanda del Norte. —¿Qué sugiere, Rembrandt? —preguntó el Director. —Que nos pongamos en contacto con la Brigada de Liberación del Ulster para ofrecerles nuestra ayuda —repuso Rembrandt—. Si hemos de guiarnos por el pasado, lo más probable es que se trate de un grupo muy pequeño con pocos recursos económicos y un arsenal de armas y explosivos muy precario. Para continuar su campaña necesitarán un patrocinador. —A decir verdad, puede que ya tengamos una posibilidad —terció Monet. El Director y Monet habían trabajado juntos contra los guerrilleros palestinos que habían convertido Londres en un campo de juegos terroristas durante los años setenta. Monet era Ari Shamron, jefe de operaciones del servicio secreto israelí, el Mossad. —El mes pasado, nuestros agentes de Beirut presentaron un informe sobre un hombre llamado Gavin Spencer, un norirlandés que fue al Líbano a comprar armas. De hecho, llegó a reunirse con uno de nuestros agentes, que se hizo pasar por traficante de armas. —¿Y le vendió armas a Spencer? —preguntó el Director con voz apacible. —Las negociaciones aún no han terminado —repuso Monet. —¿Ha compartido esta información con sus homólogos británicos? Monet denegó con la cabeza. —Quizás debería procurar que un envío de armas vaya a parar a manos de la Brigada de Liberación del Ulster —propuso el Director a Monet—. Podría aprovechar sus contactos bancarios a fin de obtener una financiación generosa. —Creo que podría hacerse sin excesiva dificultad, Director — convino Monet. —Estupendo. Todos los que estén a favor de entrar en contacto con la Brigada de Liberación del Ulster, levanten la mano, por favor. La aprobación fue unánime. —¿Alguna otra cuestión antes de que pasemos al siguiente punto del orden del día? De nuevo fue Monet quien tomó la palabra. —¿Podría ponernos en antecedentes acerca de la evolución del caso Ahmed Hussein, Director? 47

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Ahmed Hussein era un dirigente del grupo integrista islámico Hamas y cerebro de diversos atentados con bomba perpetrados en Jerusalén y Tel Aviv. El Mossad lo quería muerto, pero Monet no había querido encomendar su asesinato al equipo del servicio secreto israelí. En septiembre de 1997, el Mossad había intentado matar a un hombre de Hamas llamado Jaled Meshal en Aman. La misión había fracasado, y la policía jordana había detenido a dos agentes del Mossad. En lugar de arriesgarse a sufrir otra derrota humillante, Monet había recurrido a la Sociedad para eliminar a Ahmed Hussein. —He asignado el trabajo al mismo agente que se encargó de Colin Yardley y Eric Stoltenberg después del asunto de TransAtlantic — explicó el Director—. Está a punto de viajar a El Cairo, y estoy seguro de que dentro de pocos días Ahmed Hussein estará muy muerto. —Excelente —exclamó Monet—. De acuerdo con nuestro datos, el proceso de paz en Oriente Próximo no sobrevivirá a otro golpe. Si la operación tiene éxito, los territorios ocupados explotarán, y Arafat no tendrá más remedio que levantarse de la mesa de negociación. Confío en que a finales de invierno el proceso de paz no sea más que un mal recuerdo. Una nueva salva de aplausos. —El siguiente punto del orden del día se centra en nuestros esfuerzos por alimentar el conflicto entre India y Paquistán — prosiguió el Director tras echar un vistazo a sus papeles—. Los paquistaníes tienen ciertos problemas con sus misiles de alcance medio y nos han pedido ayuda para resolverlos. La sesión concluyó al alba. La miembro del consejo cuyo nombre en clave era Picasso cruzó en un Range Rover conducido por un chófer la llanura rosada que separa el Atlas de Marrakech. Picasso había entrado en Marruecos con un pasaporte falso en el que figuraba el nombre de Lisa Bancroft. El verdadero estaba guardado en la caja de seguridad de la habitación que ocupaba en el hotel de cinco estrellas Al-Mamounia. Al llegar a su habitación introdujo el código para abrir la caja. Allí estaba el pasaporte junto con un poco de dinero y algunas joyas. Su avión no salía hasta al cabo de seis horas, lo que le daba tiempo de tomar un baño y dormir una hora. Picasso vació la caja de seguridad, se desvistió, se tumbó en la cama, abrió el pasaporte y miró la fotografía. Qué curioso, pensó. No me parezco mucho a Picasso.

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SHELTER ISLAND, NUEVA YORK El equipo de seguridad de la Casa Blanca llegó el sábado por la mañana y reservó todas las habitaciones disponibles del Manhanset Inn, un ornamentado hotel Victoriano situado en los Heights con vistas al puerto. Los agentes pidieron cortésmente a Jake Ashcroft, un analista financiero quemado que había adquirido el hotel con las bonificaciones de un solo año de trabajo, que mantuviera el asunto en secreto. La visita del presidente era de carácter privado, explicaron, y no quería llamar la atención. Sin embargo, Shelter Island es una isla, a fin de cuentas, con el hambre de chismorreos típicamente insular, por lo que a la hora del almuerzo, la mitad de sus habitantes ya sabía que el presidente iría de visita. A media tarde, Jake Ashcroft empezaba a pensar que aquello era una pesadilla. Habían puesto su amado hotel patas arriba. El galardonado comedor había sido transformado en algo llamado «centro de operaciones». Las hermosas mesas de roble habían dado paso a espantosas mesas de banquete alquiladas cubiertas con manteles de plástico blanco. Un equipo de la compañía telefónica había instalado cincuenta líneas telefónicas. Otra cuadrilla había vaciado el salón de la chimenea para convertirlo en un centro de comunicaciones. Gruesos cables serpenteaban por las magníficas estancias, y en el jardín delantero plantaron una antena parabólica portátil. Los equipos de las grandes cadenas de televisión llegaron a primera hora de la mañana, algunos de Nueva York y otros de Washington. Jake Ashcroft se enfureció tanto que acabó encerrándose en su habitación para sentarse en la posición del loto y repetir la

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Plegaria de la Serenidad una y otra vez. Los productores eran seres de ojos legañosos y mal talante. Los cámaras parecían pescadores de Greenport, corpulentos, barbudos y ataviados con ropa que parecía sacada de cualquier tienducha de segunda mano. Jugaron al póquer hasta pasada la medianoche y acabaron con toda la cerveza del bar. Al despuntar el alba, los agentes del servicio secreto se dispersaron por toda la isla, instalaron puestos de vigilancia en ambos embarcaderos y puntos de control en todas las calles que conducían a Cannon Point. Varios francotiradores tomaron posiciones en el tejado de la vieja casona, y pastores alemanes especializados en la detección de explosivos deambulaban por los jardines, aterrorizando a las ardillas y los ciervos. Los equipos televisivos tomaron por asalto el puerto deportivo de Coecles Harbor y alquilaron todas las embarcaciones que pudieron. Los precios se dispararon. Una pareja de guardacostas montaba guardia en el estrecho de Shelter Island. A las nueve y media, el autocar en el que viajaba el equipo de prensa de la Casa Blanca llegó al Manhanset Inn. Los periodistas entraron tambaleándose en el saqueado comedor de Jake Ashcroft como si de un grupo de refugiados se tratara. Todo parecía listo poco después de las diez de la mañana, cuando empezó a oírse el amortiguado sonido de un helicóptero procedente de la bahía de Little Peconic. El día había amanecido encapotado y húmedo, pero a media mañana el sol había disipado las nubes y el extremo oriental de Long Island centelleaba a la luz del brillante sol invernal. Una bandera estadounidense ondeaba al viento en Chequit Point. Sobre el tejado del club náutico de Shelter Island yacía una enorme pancarta en la que se leía Bienvenido presidente Beckwith para que el aludido pudiera verla cuando su helicóptero la sobrevolara. Un sinfín de lugareños flanqueaba Shore Road, y la banda del instituto local interpretaba una entusiasta aunque no demasiado acompasada versión de Hail to the Chief. El helicóptero Marine One sobrevoló Nassau Point y Great Hog Neck. Voló bajo sobre las aguas de la bahía de Southold antes de pasar sobre Conkling Point. La muchedumbre congregada a lo largo de Shore Road divisó por primera vez el helicóptero del presidente cuando sobrevolaba el estrecho de Shelter Island. Los equipos televisivos apostados en el agua apuntaron sus cámaras al cielo y empezaron a filmar. Marine One pasó por encima del puerto de Dering, provocando pequeñas olas con el golpeteo del rotor, y se posó sobre la hierba de Cannon Point. Douglas Cannon lo esperaba junto a Elizabeth, Michael y sus dos perdigueros. Los perros echaron a correr en cuanto James y Anne Beckwith bajaron del helicóptero ataviados para el campo con pantalones planchados de color caqui y anoraks ingleses de color verde cazador. Un pequeño grupo de periodistas, el llamado núcleo duro, habían recibido autorización para presenciar la llegada presidencial desde el interior de la finca. 50

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—¿Cuál es el objetivo de su visita? —gritó un vocinglero corresponsal de ABC News. —Pasar un día en el campo con un viejo amigo —repuso el presidente con una sonrisa. —¿Adónde irán ahora? —A la iglesia —terció Douglas Cannon, avanzando un paso. La primera dama, Anne Beckwith, o lady Anne Beckwith, como se la conocía en los ambientes del chismorreo de Washington, quedó visiblemente perpleja ante la respuesta del senador. Al igual que su esposo, era casi atea y detestaba la visita semanal a la iglesia episcopaliana de San Juan, donde se veía obligada a aguantar una hora de plegarias masculladas y falsa reflexión espiritual. Pero diez minutos más tarde, una caravana improvisada recorría Manhanset Road en dirección a la iglesia de Santa María. Al poco, los dos antiguos adversarios se sentaban juntos en el primer banco, Beckwith con su americana azul, Cannon enfundado en una raída americana de tweed con agujeros en los codos, y empezaban a entonar Nuestro Señor es una fortaleza inexpugnable. A mediodía, Beckwith y Cannon decidieron salir a navegar un rato pese a que la temperatura era de apenas cuatro grados y un fuerte viento barría el estrecho de Shelter Island. Para consternación del servicio secreto, los dos hombres subieron a bordo del Athena y se pusieron en marcha. Recorrieron el estrecho canal que separa Shelter Island y el extremo norte de Long Island e izaron velas cuando el Athena llegó a las aguas abiertas de la bahía de Gardiners. Los seguían un cúter de los guardacostas, dos balleneros atestados de agentes del servicio secreto y media docena de embarcaciones cargadas de periodistas. Sólo se produjo un incidente cuando la Zodiac alquilada por la CNN hizo agua y se hundió frente a las rocas de Cornelius Point. —Muy bien, señor presidente —suspiró Douglas Cannon—. Ahora que ya hemos proporcionado a los medios de comunicación muchas fotos bonitas, ¿por qué no me cuenta de una vez de qué va todo esto? Ligeramente ladeado hacia estribor, el Athena surcaba la bahía de Gardiners en dirección a Plum Island por una amplia extensión. Cannon llevaba el timón, y Beckwith estaba sentado junto a la escalera de cámara. —Nunca hemos sido demasiado buenos amigos, señor presidente. De hecho, creo que el único acto social al que hemos asistido juntos fue el funeral de mi mujer. —Éramos competidores cuando estábamos en el Senado — comentó Beckwith—, pero eso fue hace mucho tiempo. Y deja esa chorrada de presidente, Douglas. Hace demasiado tiempo que nos conocemos. —Nunca fuimos competidores, Jim. Desde el día en que tú y Anne llegasteis a Washington, tenías las miras puestas en la Casa Blanca, mientras que yo sólo quería quedarme en el Senado y hacer leyes. 51

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Me gustaba ser legislador. —Y eras muy bueno, uno de los mejores de la historia. —Gracias, Jim —masculló Cannon antes de observar las velas con el entrecejo fruncido—. Ese foque orza un poco, señor presidente. ¿Le importaría tirar de ese cabo? Dejaron Orient Point a babor. Las sirenas de la costa aullaron en su honor. Plum Island se alzaba a proa. Cannon viró hacia el sur, en dirección a Gardiners Island. —Quiero que trabajes para mí —anunció Beckwith de sopetón—. Te necesito, el país te necesita. —¿Qué quieres que haga? —Quiero que vayas a Londres como embajador. No puedo quedarme de brazos cruzados mientras una panda de delincuentes protestantes dan al traste con el proceso de paz. Necesito a un hombre fuerte en Londres ahora mismo, y Tony Blair también. —Jim, tengo setenta y un años, estoy jubilado y soy feliz. —Si la paz no prevalece en Irlanda del Norte, la violencia alcanzará niveles no vistos desde los setenta. No quiero cargar eso sobre mi conciencia, y me parece que tú tampoco. —Pero ¿por qué yo? —Porque eres un estadista americano respetado y distinguido. Porque tus antepasados procedían de Irlanda del Norte. Porque en tus declaraciones públicas sobre el conflicto has sido igual de implacable con el IRA que con la mayoría protestante. Porque ambos bandos confiarán en que seas justo. Beckwith se interrumpió y contempló el agua. —Y porque tu presidente te pide que hagas algo por tu país — prosiguió al cabo de unos instantes—. Antes eso significaba algo en Washington, y creo que aún significa algo para ti, Douglas. No me obligues a pedírtelo otra vez. —Te olvidas de una cosa, Jim. —¿Te refieres al intento de asesinato contra tu yerno el año pasado? —Y contra mi hija. Espero que una copia del memorándum de Michael llegara al Despacho Oval. Michael cree que uno de tus benefactores más importantes fue el responsable del atentado contra el vuelo 002 de TransAtlantic. Y a decir verdad, estoy de acuerdo con él. —Vi su informe —corroboró Beckwith con el entrecejo fruncido—. Michael era un buen agente, pero sus conclusiones son incorrectas. La insinuación de que un hombre como Mitchell Elliot tuvo algo que ver con el atentado contra ese avión es absurda. Si creyera que guarda la menor relación con el asunto, utilizaría hasta el último resquicio del poder que tengo para cerciorarme de que recibe su merecido. Pero no es cierto, Douglas. Fue la Espada de Gaza quien derribó ese avión. —Si me nombras embajador, los peces gordos republicanos se subirán por las paredes. Londres siempre va a parar a manos de 52

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algún benefactor importante. —Lo mejor de no jugarse la reelección, Douglas, es que me la suda lo que digan los peces gordos. —¿Y qué me dices del proceso de ratificación? —Te las arreglarás. —Yo no estaría tan seguro. El Senado ha cambiado desde que nos fuimos. Tu partido metió a un montón de jóvenes agresivos, y tengo la sensación de que quieren echarlo abajo. —Yo me encargaré de ellos. —No quiero que acaben conmigo sólo porque he fumado hierba algunas veces. Por el amor de Dios, era profesor universitario en Nueva York durante los sesenta y los setenta. Todo el mundo fumaba hierba. —Yo no. —Eso lo explica todo. Beckwith lanzó una carcajada. —Hablaré personalmente con el responsable republicano de Relaciones Internacionales; le diré a las claras que tu nombramiento debe obtener el apoyo unánime del sector republicano. Y así será. Cannon fingió que sopesaba el asunto con todo cuidado, pero ambos sabían que ya había tomado una decisión. —Necesito tiempo. Tengo que hablar con Elizabeth y Michael. Tengo dos nietos, y trasladarme a Londres a estas alturas de mi vida no es algo que pueda hacer así sin más. —Tómate todo el tiempo que necesites, Douglas. Cannon miró por encima del hombro la marabunta de embarcaciones que les pisaban los talones. —Ese cúter de los guardacostas me habría venido de perlas hace un par de años. —Ah, sí —exclamó el presidente—. Me enteré de la pequeña catástrofe marina que sufriste en Montauk Light. La verdad, no entiendo cómo es posible que un marino de tu experiencia se dejara sorprender de aquella forma por el temporal. —¡Fue una tormenta de verano imprevisible! —No existen las tormentas de verano imprevisibles. Deberías haber observado el cielo y escuchado la radio. ¿Dónde aprendiste a navegar? —Estaba atento al parte meteorológico. Fue una tormenta imprevisible. —Y una mierda. Debió de ser por toda esa hierba que te fumaste en los sesenta. Los dos hombres se echaron a reír. —Será mejor que volvamos —propuso Cannon—. Preparado para virar, señor presidente. —Quiere que vaya a Londres para sustituir a Edward Hathaway como embajador —anunció Cannon al volver de la bodega con una polvorienta botella de Burdeos. 53

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El presidente y la primera dama se habían ido. Los niños dormían arriba. Michael y Elizabeth estaban arrellanados en los mullidos sofás que flanqueaban la chimenea. Cannon abrió el vino y sirvió tres copas. —¿Y qué le has contestado? —quiso saber Elizabeth. —Que tenía que comentarlo con mi familia. —¿Por qué tú? —preguntó Michael—. James Beckwith y Douglas Cannon nunca han sido lo que se dice buenos amigos. Cannon repitió las razones de Beckwith. —Beckwith tiene razón —admitió Michael—. Has machacado a todas las partes por su conducta, al IRA, a los paramilitares protestantes y a los británicos. Y también inspiras respeto por haber sido senador; eso te convierte en el hombre ideal para la embajada de Londres ahora mismo. —Pero también tiene setenta y un años, está jubilado y es abuelo de dos niños recién nacidos —protestó Elizabeth con el entrecejo fruncido—. No es el momento de ir a Londres para hacer de embajador. —Cualquiera le dice que no al presidente —suspiró Cannon. —El presidente debería haberlo tenido en cuenta antes de pedirte semejante cosa —insistió Elizabeth—. Además, Londres siempre ha sido un cargo político. Que nombre a uno de sus benefactores. —Blair ha pedido a Beckwith que no haga un nombramiento político. Quiere a un diplomático de carrera o a un político de prestigio..., como tu padre —replicó Cannon a la defensiva. Se acercó al fuego y removió las brasas con el atizador. —Tienes razón, Elizabeth —reconoció con la mirada fija en las llamas—. Tengo setenta y un años, probablemente soy demasiado viejo para aceptar un cargo tan complejo. Pero el presidente me lo ha pedido y, maldita sea, quiero hacerlo. No es fácil vivir apartado del bullicio. Si puedo contribuir a llevar la paz a Irlanda del Norte, en comparación todo lo que conseguí en el Congreso parecerá insignificante. —Da la sensación de que ya has tomado una decisión, papá. —Así es, pero quiero tu bendición. —¿Qué me dices de tus nietos? —Mis nietos no me distinguirán de los perros durante los próximos seis meses. —Debes tener en cuenta otra cosa, Douglas —intervino Michael—. Hace menos de un mes, una nueva organización terrorista protestante puso de manifiesto su disposición y capacidad de atacar objetivos de alto perfil. —Soy consciente de que el trabajo no está exento de riesgos, y la verdad es que me gustaría conocer la naturaleza de la amenaza. Por eso querría contar con una opinión fiable. —¿A qué te refieres, papá? —A que mi yerno trabajaba hasta hace poco en la CIA, infiltrándose en grupos terroristas. Sabe mucho del asunto y tiene 54

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buenos contactos. Me gustaría que los utilizara para averiguar a qué me enfrento. —Iré un par de días a Londres —propuso Michael—. Un viajecito de nada. Elizabeth encendió un cigarrillo y exhaló el humo ruidosamente. —Ya; recuerdo perfectamente la última vez que dijiste eso.

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MIKONOS - EL CAIRO La villa blanqueada se adhería al acantilado de cabo Mavros, en la boca de la bahía de Panormos. Llevaba cinco años desocupada con la excepción de un grupo de jóvenes agentes de Bolsa británicos borrachos que la alquilaban cada verano. Los antiguos propietarios, un novelista estadounidense y su despampanante esposa mexicana, habían decidido huir del sempiterno viento, dejando la finca en manos de Stavros, el agente de la propiedad inmobiliaria más importante del norte de Mikonos antes de instalarse en la Toscana. Al francés Delaroche (al menos eso creía Stavros) no parecía importarle el viento. Había llegado a Mikonos el invierno anterior con la mano derecha envuelta en un pesado vendaje y comprado la villa tras una inspección de cinco minutos. Aquella noche, Stavros celebró su buena suerte con incontables rondas de vino y ouzo (en honor del francés, por supuesto) para los parroquianos de la taberna de Ano Mera. A partir de ese día, el enigmático monsieur Delaroche se convirtió en el hombre más popular de la zona septentrional de Mikonos pese a que nadie había visto su rostro salvo Stavros. Unas semanas después de su llegada, los habitantes de Mikonos empezaron a preguntarse a qué se dedicaría el francés. Pintaba como los ángeles, pero cuando Stavros se ofreció a organizarle una exposición en la galería de un amigo en Chora, el francés declaró que nunca vendía sus obras. Montaba en bicicleta como un diablo, pero cuando Kristos, el dueño de la taberna de Ano Mera, intentó reclutarle para la peña ciclista local, el francés repuso que prefería montar solo. Algunos especulaban que había nacido rico, pero se encargaba personalmente de todas las reparaciones de la villa y era 56

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conocido por su frugalidad en las tiendas del lugar. No recibía visitas, no daba fiestas ni tenía amigas, si bien muchas jóvenes de Mikonos le habrían ofrecido sus servicios de buena gana. Llevaba una vida regular como un reloj suizo. Montaba su bicicleta de carreras italiana, pintaba y se ocupaba de la finca barrida por el viento. Casi todos los días, al atardecer, podía vérsele sentado sobre las rocas en Linos, con la mirada perdida en el mar. Según la mitología, fue allí donde Poseidón había destruido a Ayax el Pequeño por la violación de Casandra. Delaroche había pasado el día pintando en Siros. Aquella noche, cuando el sol se hundía en el mar, regresó a Mikonos en el transbordador. Estaba en cubierta fumando un cigarrillo cuando la embarcación entró en la bahía de Korfos y atracó en Chora. Esperó a que todo el mundo desembarcara antes de ponerse en marcha. Había comprado un Volvo familiar de ocasión para los días fríos o lluviosos en que no pudiera usar la bicicleta. El Volvo aguardaba en un aparcamiento desierto en la terminal del transbordador. Delaroche abrió la portezuela trasera y dejó sus cosas sobre el asiento posterior: una maleta plana que contenía los lienzos y la paleta, y una caja más pequeña en la que guardaba las pinturas y los pinceles. Acto seguido subió al vehículo y arrancó. El trayecto hasta cabo Mavros duró tan sólo unos minutos. Mikonos es una isla pequeña, de unos quince kilómetros por diez, y había poco trafico a causa de la estación. El paisaje lunar quedaba iluminado por el cono amarillo de los faros. Era un panorama desprovisto de árboles, yermo, superficies agrestes suavizadas por milenios de presencia humana. Delaroche enfiló el sendero de grava que conducía a la villa, paró, se apeó del coche y se apoyó contra la portezuela para poder cerrarla pese al viento. Las crestas de las olas relucían en la bahía de Panormos y en el mar Jónico que se abría más allá. Delaroche recorrió el corto camino de acceso que llevaba a la puerta principal e introdujo la llave en la cerradura. Antes de abrir la puerta, sacó una Beretta automática de la sobaquera que llevaba bajo la cazadora de cuero. La alarma canturreó suavemente cuando entró. Desactivó el sistema, encendió las luces y recorrió toda la casa, habitación por habitación, hasta asegurarse de que no había nadie. Pintar todo el día le había abierto el apetito, de modo que fue a la cocina, se preparó una tortilla de cebolla, champiñones y queso, un plato de jamón de Parma, pimientos griegos asados y pan frito en aceite de oliva y ajo. Llevó la comida a la rústica mesa de madera del comedor, encendió el ordenador portátil, accedió a Internet y leyó varios periódicos mientras comía. En la casa reinaba el silencio sólo quebrado por los golpes del viento contra las ventanas que daban al mar. Al acabar miró el correo electrónico. Tenía un mensaje, pero al 57

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abrirlo no vio más que un galimatías de caracteres sin sentido. Tecleó su contraseña, y el galimatías se transformó en texto normal. Delaroche revisó el dossier de su próximo objetivo. Jean-Paul Delaroche había vivido casi toda la vida en Francia, pero no era francés. Bajo el nombre en clave de Octubre, Delaroche había trabajado como asesino profesional para el KGB. Había vivido y operado de forma exclusiva en Europa occidental y Oriente Próximo, con una misión bien sencilla, la de sembrar el caos en la OTAN alimentando la tensión dentro de las fronteras de sus Estados miembros. Cuando la Unión Soviética se vino abajo, los hombres como Delaroche no fueron a parar al sucesor más presentable del KGB, el Servicio de Inteligencia Exterior; Delaroche se pasó al sector privado y no tardó en convertirse en el asesino a sueldo más cotizado del mundo. En la actualidad trabajaba para una sola persona, un hombre al que sólo conocía por el nombre de Director, quien le pagaba por sus servicios un millón de dólares anuales. Al día siguiente, la bruma marina se cernía sobre los acantilados mientras Delaroche conducía un pequeño ciclomotor italiano por la estrecha carretera que dominaba la bahía de Panormos. En la taberna de Ano Mera dio cuenta de un almuerzo a base de pescado, arroz, pan y ensalada aderezada con aceite de oliva y huevo duro picado. Después de comer atravesó el pueblo en dirección al mercado. Allí compró varios melones y los guardó en un gran saco de papel, que sostuvo entre las piernas mientras conducía hasta un paraje desierto en las colinas yermas que se alzaban sobre la bahía de Merdias. Delaroche detuvo el ciclomotor junto a un peñasco. Sacó un melón del saco, lo colocó sobre un saliente de la roca a la altura de su cabeza, sacó otros tres melones y los situó por el sendero a intervalos de unos veinte metros. La Beretta aguardaba en la sobaquera bajo su brazo izquierdo. Delaroche condujo unos doscientos metros por el camino, paró y dio media vuelta. Metió la mano en el bolsillo de la cazadora y sacó un par de guantes de cuero negro. Un año antes, durante su última misión, el hombre al que debía matar le había disparado en la mano derecha. Fue la única vez que Delaroche incumplió su tarea. El balazo le había dejado una fea cicatriz fruncida. Podía hacer muchas cosas con su aspecto, tales como dejarse barba, llevar gafas de sol o sombrero, teñirse el pelo..., pero no podía hacer nada con la cicatriz, salvo ocultarla. De repente dio todo el gas que pudo y salió disparado por el camino, levantando tras de sí una enorme polvareda. Con gran destreza se abrió paso por entre los obstáculos, metió la mano derecha bajo el brazo izquierdo, sacó el arma y apuntó al blanco que se acercaba. Al pasar efectuó tres disparos. Delaroche se detuvo y dio la vuelta para inspeccionar el melón. Ninguno de los tres disparos había dado en el blanco. Delaroche masculló un juramento y reprodujo mentalmente la escena en un intento de descubrir por qué había fallado. Se miró las 58

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manos. Nunca había llevado guantes y no le gustaba la sensación; restaban sensibilidad a la mano con que disparaba, y le costaba sentir el gatillo contra el índice. Se quitó los guantes, enfundó la Beretta, regresó al punto de partida y dio media vuelta. Volvió a dar gas y serpenteó de nuevo entre los melones. Sacó la Beretta y disparó de nuevo contra el blanco al pasar. El melón se desintegró en un destello amarillo. Delaroche se alejó. Ahmed Hussein vivía en un bloque chato de cuatro pisos en Ma'adi, un polvoriento suburbio a orillas del Nilo, unos cuantos kilómetros al sur del centro de El Cairo. Hussein era bajo, pues apenas medía un metro sesenta y cinco, y de constitución menuda. Llevaba el pelo muy corto y la barba desaliñada, como mandaban los cánones de su religión. Siempre comía y recibía visitas en casa, y sólo se aventuraba a salir para ir a la mezquita que había enfrente de su casa a rezar cinco veces al día. En ocasiones entraba en el café situado junto a la mezquita para tomar un té, pero por lo general, su ejército de guardaespaldas aficionados insistían en que volviera derecho al piso. A veces, todos se agolpaban en un Fiat azul marino para efectuar el corto trayecto hasta la mezquita, pero otras veces iban a pie. Todo ello figuraba en el dossier. Delaroche emprendió el viaje tres días más tarde, una mañana nublada y sin viento. Tomó el café en su terraza con vistas al cabo Mavros, rodeado por el mar sereno, luego fue a Chora en el Volvo y lo dejó en un aparcamiento. Podría haber volado directamente a Atenas, pero decidió tomar el transbordador hasta Paros y volar desde allí. No tenía prisa y además quería comprobar si lo seguían. Mientras la embarcación salía de la bahía de Korfos y pasaba junto a la pequeña isla de Delos, Delaroche se paseó por las cubiertas y escudriñó los rostros de los demás pasajeros, grabándoselos en la memoria. Una vez en Paros, Delaroche tomó un taxi en el mismo embarcadero y se dirigió al aeropuerto. Remoloneó en una centralita telefónica, un quiosco y un café mientras estudiaba las caras que lo rodeaban. Por fin subió a un avión rumbo a Atenas; ninguno de los pasajeros del transbordador viajaba en el aparato. Delaroche se reclinó en el asiento y disfrutó del breve vuelo mientras contemplaba el mar invernal por la ventanilla. Pasó la tarde en Atenas, visitando los monumentos ancestrales, y por la noche tomó un avión a Roma. Una vez allí se registró en un hotelito situado junto a la Via Véneto bajo el nombre de Karel van der Stadt y empezó a hablar inglés con acento holandés. En Roma hacía frío y llovía, pero tenía hambre, de modo que caminó a buen paso hasta un buen restaurante que conocía en Via Borghese. Los camareros le llevaron vino tinto y un sinfín de entrantes: tomate con mozzarella, berenjena asada, pimientos marinados en aceite de oliva y especias, tortilla y jamón. 59

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—¿Carne o pescado? —le preguntó el camarero cuando acabó. Delaroche comió lubina con patatas hervidas. Después de cenar volvió al hotel, se sentó al pequeño escritorio de su habitación y encendió el portátil. Accedió a Internet y cargó un archivo codificado. A continuación tecleó su contraseña y de nuevo el galimatías se convirtió en texto inteligible. El nuevo fichero era un informe actualizado de las actividades de Ahmed Hussein en El Cairo. Delaroche había trabajado para un servicio secreto profesional y reconocía un buen trabajo de campo cuando lo veía. A Hussein lo vigilaba un equipo de primera categoría, con toda probabilidad el Mossad. A la mañana siguiente, Delaroche fue en taxi al aeropuerto Leonardo da Vinci y cogió el primer vuelo de la tarde de Egypt Air con destino a El Cairo. Se registró en un pequeño hotel del centro de la ciudad y se puso ropa más ligera. A última hora de la tarde tomó un taxi para ir a Ma'adi. El conductor se abrió paso por entre ciclistas y carros tirados por burros mientras el sol poniente teñía el Nilo de dorado. Al anochecer, Delaroche tomaba té dulce y pastas en el café situado frente al piso eje Ahmed Hussein. El muecín llamó a la oración vespertina, y los fieles se dirigieron a la mezquita, entre ellos Ahmed Hussein, flanqueado por su variopinto grupo de guardaespaldas. Delaroche observó a Hussein detenidamente, pidió más té y planificó el asesinato del día siguiente. Al día siguiente, Delaroche almorzó en la soleada terraza del café del Nile Hilton. En un momento dado localizó al hombre rubio de las gafas de sol, sentado solo entre los turistas y egipcios ricos con una botella grande de cerveza Stella y un vaso medio vacío. Junto a él, sobre una silla, descansaba un delgado maletín. Delaroche se acercó a su mesa. —¿Le importa si me siento con usted? —preguntó en inglés con acento holandés. —La verdad es que ya me iba —repuso el hombre al tiempo que se levantaba. Delaroche se sentó y pidió el almuerzo antes de poner el maletín en el suelo junto a sus pies. Después de comer, Delaroche robó un ciclomotor. Estaba aparcado delante del Nile Hilton, en la locura de Tahrir Square, y le llevó apenas unos segundos forzar el arranque y ponerlo en marcha. Era de color azul marino, aparecía cubierto por una fina capa de polvo cairota y por lo visto funcionaba a la perfección. Incluso tenía un casco con visera oscura. Delaroche condujo hacia el sur por la zona de Garden City, pasando por delante de la fortificada embajada estadounidense y varias mansiones destartaladas, triste recuerdo de un pasado grandioso. El contenido del maletín, una Beretta automática de nueve 60

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milímetros con silenciador, descansaba ahora en una sobaquera bajo su brazo izquierdo. Recorrió un callejón estrecho que discurría tras el viejo hotel Shepheard, dobló por la Corniche y condujo hacia el sur a lo largo de la orilla del Nilo. Llegó a Ma'adi al ponerse el sol. Se detuvo a esperar a unos doscientos metros de la mezquita, comprando pan y limas a un pequeño campesino sin quitarse el casco. Al cabo de un rato, la voz amplificada del muecín resonó por todo el vecindario: Dios es el más grande. Testifico que no hay más dios que Dios y Muhammad es su profeta. Venid a rezar. Delaroche vio a Ahmed Hussein salir del bloque de pisos rodeado de guardaespaldas. El hombre cruzó la calle y entró en la mezquita. Delaroche dio al muchacho algunas piastras arrugadas en pago del pan y las limas, subió al ciclomotor y puso en marcha el motor. Según los informes, Ahmed Hussein siempre permanecía al menos diez minutos en la mezquita. Delaroche recorrió media manzana y se detuvo ante un quiosco. Con toda la calma del mundo compró un paquete de cigarrillos egipcios, unos caramelos y maquinillas de afeitar, artículos que guardó en la bolsa que contenía el pan y las limas. Los fieles empezaban a salir de la mezquita. Delaroche puso en marcha el motor. Ahmed Hussein y sus guardaespaldas salieron de la mezquita al anochecer rosado. Delaroche dio gas, y el ciclomotor se abalanzó hacia adelante. Recorrió la calle polvorienta a toda velocidad, abriéndose paso entre peatones y coches lentos tal como había practicado en la bahía de Merdias, y detuvo el vehículo con un derrape ante la mezquita. Percibiendo el peligro, los guardaespaldas estrecharon el cerco en torno a su hombre. Delaroche metió la mano bajo la chaqueta y sacó la Beretta. Apuntó al rostro de Hussein, luego bajó el arma unos centímetros y apretó el gatillo tres veces. Los tres disparos alcanzaron a Ahmed Hussein en el pecho. Dos de los cuatro guardaespaldas estaban sacando las armas que llevaban ocultas bajo la ropa. Delaroche disparó a uno en el corazón y al otro en el cuello. Los otros dos se arrojaron al suelo junto a los cadáveres. Delaroche volvió a dar gas y se alejó. Se perdió en los atestados arrabales del sur de El Cairo, abandonó la moto en un callejón y tiró la Beretta a una alcantarilla. Dos horas más tarde embarcaba en un avión de Alitalia con destino a Roma.

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LONDRES —¿Cuánto tiempo permanecerá en el Reino Unido? —preguntó en tono neutro el agente de control de pasaportes. —Sólo un día. Michael Osbourne le alargó el pasaporte, en el que figuraba su verdadero nombre porque la Agencia le había quitado los pasaportes falsos al retirarse, al menos aquellos cuya existencia conocían. A lo largo de los años, varios servicios de inteligencia amigos le habían proporcionado pasaportes por cortesía profesional. Podía viajar como español, italiano, israelí o francés. Incluso había obtenido un pasaporte egipcio de un agente del servicio secreto de ese país, lo cual le permitía entrar en ciertos países de Oriente Próximo como árabe en lugar de como forastero. Ningún servicio de inteligencia le había reclamado el pasaporte tras su salida del mundo secreto, y Michael los guardaba bajo llave en la caja fuerte que Douglas Cannon tenía en la casa de Shelter Island. La inspección de su pasaporte tardaba más de lo habitual. A todas luces, los servicios de seguridad británicos le habían echado el ojo. La última vez que viajó a Inglaterra se vio atrapado en el atentado de la Espada de Gaza contra el aeropuerto de Heathrow. Asimismo había celebrado una reunión no autorizada con un hombre llamado Ivan Drozdov, un desertor del KGB al cuidado del MI6 que fue asesinado esa misma tarde. —¿A qué parte del Reino Unido va? —preguntó el funcionario con voz monótona mientras leía algo en la pequeña pantalla del ordenador que tenía frente a él. —A Londres —repuso Michael.

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—¿Dónde se alojará, señor Osbourne? Michael dio al agente la dirección de un hotel en Knightsbridge, que el hombre apuntó diligentemente. Michael sabía que daría la dirección a su supervisor, quien a su vez se la haría saber al servicio de seguridad británico, el MI5. —¿Tiene habitación reservada, señor Osbourne? —Sí. —¿A su nombre? —Sí. El agente le devolvió el pasaporte. —Disfrute de su estancia. Michael cogió la maleta, atravesó la aduana y salió al vestíbulo. Había llamado a su antiguo servicio de transporte desde el avión. Paseó la mirada entre la gente que esperaba en busca de su conductor e, instintivamente, de cualquier indicio de que lo vigilaran: un rostro que le resultara familiar, una figura que pareciera fuera de lugar, unos ojos que lo observaran. Divisó a un chófer menudo ataviado con traje oscuro que sostenía en alto un rótulo con el nombre Sr. Stafford. Michael cruzó el vestíbulo. —Vamos. —¿Le llevo la maleta, señor? —No, gracias. Michael se reclinó en el asiento trasero mientras el Rover de tres volúmenes avanzaba a paso de tortuga por el denso tráfico matutino en dirección al West End. La autopista había dado paso a las fachadas eduardianas de los hoteles que ribeteaban Cromwell Road. Michael conocía Londres como la palma de su mano, pues había vivido en un piso de Chelsea durante más de diez años cuando era agente de campo. Casi todos los agentes de la CIA destinados en el extranjero trabajaban en embajadas, ocupando puestos diplomáticos como tapadera. Sin embargo, Michael había trabajado en el antiterrorismo, reclutando y supervisando agentes en los parajes terroristas de Europa y Oriente Próximo. Semejante destino resultaba casi imposible con una tapadera diplomática, así que Michael había operado como TNO, lo que en la jerga de la Agencia significaba «tapadera no oficial». Fingía ser comercial de una compañía que diseñaba sistemas informáticos para empresas. La empresa era una tapadera de la CIA, y el empleo permitía a Michael viajar por toda Europa y Oriente Próximo sin despertar sospechas. El agente de control de Michael, Adrian Carter, solía decir que si existía un hombre nacido y hecho para espiar, ése era Michael Osbourne. Su padre había trabajado para el OSS durante la guerra para luego ingresar en el servicio clandestino de su sucesora, la CIA. Michael y su madre, Alexandra, lo siguieron de destino en destino, a Roma, Beirut, Atenas, Belgrado y Madrid, con breves estancias intercaladas en la central. Mientras su padre supervisaba espías rusos, Michael y su madre se dedicaban a absorber lenguas y 63

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culturas. El cabello y la piel oscuros de Michael le permitían hacerse pasar por italiano, español o incluso cierto tipo de árabe libanes. Se ponía a prueba en mercados y cafés para comprobar cuánto tiempo podía pasar sin que descubrieran que era extranjero. Hablaba italiano con acento romano y español con acento madrileño. El griego le costaba un poco, pero dominaba el árabe con tal maestría que los tenderos del zoco de Beirut lo tomaban por libanes y no lo estafaban. El coche llegó al hotel. Michael pagó al conductor y se apeó. Era un hotel pequeño sin portero ni conserje, tan sólo una guapa joven polaca tras un mostrador de roble con las llaves de las habitaciones colgadas de ganchos tras ella. Michael se inscribió y pidió que lo despertaran a las dos de la tarde. La jubilación no lo había despojado de una saludable dosis de paranoia profesional. Pasó cinco minutos inspeccionando la habitación, dando la vuelta a las lámparas, abriendo puertas de armarios, desmontando el teléfono antes de volverlo a montar con cuidado. Era un ritual repetido en mil habitaciones de hotel de mil ciudades distintas. Sólo una vez había encontrado un micrófono, una pieza de museo soviética adherida chapuceramente al auricular del teléfono en un hotel de Damasco. Esta vez no encontró nada. Encendió el televisor y miró las noticias matinales de la BBC. «La ministra para Irlanda del Norte, Mo Mowlam, ha jurado que jamás permitirá al nuevo grupo paramilitar protestante, la Brigada de Liberación del Ulster, destruir el acuerdo de paz de Viernes Santo. Se ha puesto en contacto con el jefe de policía del Ulster, Ronnie Flanagan, a fin de pedirle que redoble sus esfuerzos para capturar a los cabecillas de la banda terrorista.» Michael apagó el televisor y cerró los ojos sin quitarse la ropa que había llevado en el vuelo. Al poco se sumió en un sueño inquieto, forcejeando con el cobertor y sudando hasta que el timbre del teléfono lo despertó. Por un instante creyó haber ido a parar al otro lado del Telón de Acero, pero sólo era la rubia polaca de recepción, que lo llamaba para comunicarle que eran las dos. Pidió café, se duchó, se puso vaqueros, zapatos cómodos, jersey de cuello de cisne negro y americana azul. Acto seguido colgó en la puerta el cartel de no molestar y dejó una pista en la jamba. Fuera, el cielo tenía el color de la pólvora, y un viento frío zarandeaba los árboles de Hyde Park. Se subió el cuello del abrigo, se anudó la bufanda al cuello y echó a andar, primero por Knightsbridge y luego por Brompton Road. Allí detectó a la primera sombra, un hombre medio calvo, de cuarenta y tantos años, con cazadora de cuero y barba incipiente. Aspecto anodino, vulgar, nada amenazador. Ideal para trabajos de seguimiento. Comió una tortilla en un café francés de Brompton Road mientras leía el Evening Standard. Un líder del grupo integrista islámico Hamas había sido asesinado en Egipto. Michael leyó el artículo una vez, luego lo releyó y siguió pensando en él mientras se dirigía hacia Harrods. El hombre calvo había desaparecido para dar paso a otro, un 64

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tipo del mismo modelo que llevaba un barbour verde bosque en lugar de cazadora de cuero. Michael entró en Harrods, realizó la visita obligada al altar erigido en honor de Diana y Dodi, y por fin subió por la escalera mecánica. El hombre del barbour lo siguió. Michael compró un jersey escocés para Douglas y unos pendientes para Elizabeth, descendió de nuevo a la planta baja y deambuló por el supermercado. Ahora lo seguía otra persona, una joven bastante atractiva que llevaba vaqueros, botas de estilo militar y una chaqueta acolchada marrón. Había caído la noche, y con ella llegó la lluvia barrida por el viento. Dejó la bolsa de Harrods en la recepción del hotel y paró un taxi. Durante la hora siguiente deambuló inquieto por el West End en taxi, metro y autobús, atravesando Belgravia, Mayfair, Westminster y por fin Sloan Square. Desde allí caminó hacia el sur hasta Chelsea Embankment. Se detuvo bajo la lluvia y contempló las luces del puente de Chelsea. Habían transcurrido más de diez años desde que Sarah Randolph cayera abatida a tiros en ese lugar, pero la imagen de su muerte surcaba su mente como si se tratara de un vídeo. La veía caminar hacia él, con la falda larga revoloteando alrededor de sus botas de piel de cabra, el río cubierto de bruma a su espalda. De repente apareció el hombre, el hombre de cabello negro, brillantes ojos azules y una automática con silenciador..., el asesino del KGB al que Michael sólo conocía por el nombre en clave de Octubre, el mismo hombre que había intentado matarlos a él y Elizabeth en Shelter Island. Michael cerró los ojos cuando el rostro destrozado de Sarah apareció en sus pensamientos. La Agencia le había asegurado que Octubre había muerto, pero después de leer el artículo sobre el asesinato de Ahmed Hussein en El Cairo, Michael ya no estaba tan seguro. —Creo que me siguen —anunció Michael junto a la ventana que daba a Eaton Place. —Es que te siguen —corroboró Graham Seymour—. El Departamento ha verificado tu pasaporte. Fuiste un chico muy malo la última vez que visitaste nuestra querida isla. Te hemos empezado a seguir esta mañana en Heathrow. Michael aceptó el vaso de escocés que le alargaba Graham y se sentó en el sillón de orejas junto al fuego. Graham Seymour abrió una caja de puros de ébano que yacía sobre la mesa y sacó dos Dunhill, uno para sí mismo y otro para Michael. Permanecieron sentados en silencio, dos viejos amigos que se han contado todas las historias que conocen y se conforman con disfrutar de su mutua compañía. Vivaldi sonaba a bajo volumen en el avanzado equipo de música alemán de Graham. Este cerró los ojos grises para saborear el puro y el whiskey. Graham Seymour trabajaba en la división de antiterrorismo del MI5. Al igual que Michael, había sido un niño prodigio. Su padre había 65

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trabajado con John Masterman en la operación Cruz Doble del MI5 durante la guerra, capturando espías alemanes y volviéndolos en contra de sus jefes de la Abwehr. Al terminar la guerra había seguido en el servicio para luchar contra los rusos. Harold Seymour era una leyenda, y su hijo no cesaba de toparse con su recuerdo en el cuartel general, donde con gran frecuencia leía su nombre y sus hazañas en antiguos expedientes. Michael comprendía la presión que tal circunstancia ejercía sobre Graham, porque él había experimentado lo mismo en la Agencia. Los dos hombres habían trabado amistad durante la estancia de Michael en Londres; habían compartido información y procurado protegerse mutuamente. Sin embargo, la amistad tiene límites muy bien definidos en el sector de la inteligencia, por lo que Michael profesaba una saludable desconfianza profesional hacia Graham Seymour. Sabía que su amigo lo apuñalaría por la espalda si el MI5 se lo ordenaba. —¿No te importa que te vean en compañía de un leproso como yo? —preguntó Michael. —Sólo estoy cenando con un viejo amigo, querido, eso no tiene nada de malo. Además, tengo intención de revelarles algunos chismorreos jugosos sobre el funcionamiento interno de Langley. —Hace más de un año que no pongo los pies en Langley. —Nadie se retira del todo de este negocio. El Departamento persiguió a mi padre hasta el día de su muerte. Cada vez que surgía algo especial enviaban a un par de tipos para que se sentaran a los pies del gran Harold. —Por el gran Harold —brindó Michael, alzando el vaso. —Eso, eso —convino Graham antes de beber un trago—. Bueno, ¿qué tal la jubilación? —Un asco. —¿En serio? —En serio. No estuvo mal al principio, sobre todo durante la convalecencia, pero al cabo de un tiempo empecé a volverme loco. Intenté escribir, pero en seguida decidí que escribir las propias memorias a los cuarenta y ocho años es el colmo del egocentrismo, así que me dedico a leer los libros de los demás, practico el putt y doy largos paseos por Manhattan. —¿Qué me dices de los niños? —inquirió Graham con el escepticismo de un hombre que ha elevado la decisión de no tener hijos a la categoría de religión—. ¿Qué se siente al ser padre por primera vez a tu edad? —¿Cómo que a mi edad? —Hombre, tienes cuarenta y ocho años y bastantes probabilidades de caer fulminado de un infarto la primera vez que intentes jugar un partido de tenis con ellos. —Pues es maravilloso, lo mejor que he hecho en mi vida — aseguró Michael. —¿Pero... ? —Pero me paso el día encerrado en el piso con los niños y 66

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empiezo a perder la cabeza. —¿Y qué piensas hacer el resto de tu vida? —Volverme alcohólico. Ponme más whiskey, por favor. —A tus órdenes —repuso Graham antes de levantar la botella con grandes florituras y servir un par de centímetros en el vaso de Michael. Graham se movía con destreza, mostrando una gracia natural impresionante hasta en el más mínimo gesto. Michael lo consideraba demasiado guapo para un espía. Sus ojos grises y siempre medio cerrados expresaban insolencia aburrida, y sus facciones finas habrían resultado atractivas en el rostro de una mujer. En el fondo de su corazón era un artista, un pianista de gran talento que podría haberse ganado la vida en los escenarios en lugar del servicio secreto si se lo hubiera propuesto. Michael suponía que era la heroicidad de su padre, el papel que desempeñó en «su macanuda guerra», como en cierta ocasión había mascullado Graham tras beber demasiado Burdeos, lo que le había impulsado a dedicarse a la inteligencia. —Así que cuando el senador te pidió que averiguaras unas cuantas cosas sobre la Brigada de Liberación del Ulster... —insinuó Graham. —No me resistí precisamente —terminó Michael. —¿Y Elizabeth se dio cuenta? —Elizabeth se da cuenta todo. Es abogada, no lo olvides, y muy buena. Habría sido una espía excelente... Bueno, ¿qué puedes contarme acerca de la Brigada de Liberación del Ulster? —preguntó tras una breve vacilación. —Poca cosa, la verdad... Jugamos con las reglas de siempre, ¿verdad, Michael? Cualquier información que te proporcione será exclusivamente para tu uso personal. No podrás compartirla con ningún miembro de tu antigua agencia ni ninguna otra agencia. —Palabra de boy scout —prometió Michael con la mano derecha levantada. Graham habló sin interrupciones durante los siguientes veinte minutos. La inteligencia y las organizaciones de seguridad británicas no sabían a ciencia cierta si la Brigada de Liberación del Ulster tenía cinco miembros o quinientos. Centenares de integrantes de diversas bandas paramilitares protestantes habían sido interrogados, pero ninguno de ellos había aportado pistas útiles. La complejidad de los ataques sugería que el grupo tenía experiencia y un sólido respaldo económico. Asimismo, las pruebas indicaban que sus dirigentes harían lo que fuera por salvaguardar la seguridad interna. Charlie Bates, un protestante sospechoso de haber asesinado a Eamonn Dillon, había sido encontrado muerto de un disparo en un granero situado en las afueras de Hillsborough, en el condado de Armagh, y los responsables de los atentados de Dublín y Londres habían muerto en las explosiones, un hecho que no se había hecho público. —Se trata de Irlanda del Norte, no de Beirut occidental —le recordó Graham—. Los irlandeses no son terroristas suicidas; eso no 67

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forma parte de su modus operandi. —Así pues, los dirigentes de la Brigada de Liberación del Ulster reclutan agentes sin vínculos paramilitares conocidos y se aseguran de que mueran a fin de que no quede nadie que pueda hablar. —Eso parece —convino Graham. —¿Qué intenta conseguir la Brigada de Liberación del Ulster? —Si los tomamos al pie de la letra, pretenden destruir el proceso de paz. Si los juzgamos por sus acciones, no se conformarán con matar a unos cuantos católicos, como sus hermanos protestantes de la Fuerza de Voluntarios. Han demostrado que están dispuestos a atacar objetivos de alto perfil y derramar sangre inocente. —Me da la impresión de que pretenden castigar a todas las partes implicadas en el proceso de paz. —Exacto —asintió Graham—. El gobierno irlandés, el gobierno británico, el Sinn Fein. Y me parece que a los dirigentes de los partidos protestantes que firmaron el acuerdo también les conviene andarse con ojo. —¿Qué me dices de los americanos? —El senador George Mitchell medió en el Acuerdo de Viernes Santo, y a los protestantes radicales nunca les han caído demasiado bien los americanos. Creen que os habéis puesto de parte de los católicos y queréis que el norte se una a la República de Irlanda. —O sea que el embajador estadounidense en Londres tendría que considerarse un blanco potencial. —La Brigada de Liberación del Ulster ha manifestado a las claras su voluntad y la experiencia que tiene en la ejecución de atentados espectaculares. A la vista de lo que han hecho hasta ahora, no parece descabellado aventurar que intentarán eliminar al embajador estadounidense. Al cabo de una hora se reunieron con la esposa de Graham, Helen, en un restaurante francés de Covent Carden llamado Marcello's. Helen iba totalmente de negro. Jersey negro ajustado, minifalda negra, medias negras y zapatos negros de tacones increíblemente gruesos. Atravesaba fases como una adolescente. La última vez que Michael visitara Londres, Helen se hallaba inmersa en la fase mediterránea, por lo que vestía como una campesina griega y sólo cocinaba con aceite de oliva. Tras pasar largo tiempo apartada del mercado laboral, acababa de aceptar un empleo como directora artística de una importante editorial. El cargo incluía una plaza reservada en el aparcamiento de la empresa, de modo que Helen acaparaba el BMW de Graham e insistía en ir a trabajar en coche cada mañana, escuchando sus espantosos compacts de rock alternativo y discutiendo a gritos con su madre por el móvil, pese a que habría tardado la mitad yendo en metro. Era la clase de esposa a la que los hombres se volvían a mirar por la calle. Graham le seguía la corriente porque era hermosa y poseía un gran talento, así como una pasión vital que el servicio de 68

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inteligencia le había arrebatado a él largo tiempo atrás. Graham lucía a Helen como quien luce una corbata llamativa. Helen ya estaba sentada a una mesa junto al ventanal, tomando una copa de Sancerre. Al verlos se levantó, besó a Michael en la mejilla y lo abrazó con fuerza durante unos instantes. —Me alegro tantísimo de verte, Michael... En aquel momento apareció Marcello, todo sonrisas y simpatía, para servir vino a Michael y Graham. —No os molestéis en mirar la carta —advirtió Helen—. Ya he pedido por vosotros. Graham y Michael cerraron las cartas y las entregaron a Marcello sin rechistar. El regreso de Helen al mercado laboral no le dejaba tiempo para dedicarse a su gran pasión, la cocina. Por desgracia, su talento acababa en la puerta de su moderna cocina escandinava de cincuenta mil libras. Ahora, Graham y ella siempre comían fuera. Michael reparó en que Graham había engordado. Helen se puso a hablar de su trabajo porque sabía que Michael y Graham no podían hablar del suyo. —Estoy intentando terminar la cubierta para un nuevo thriller — explicó—. De un americano sanguinario que escribe sobre asesinos en serie. ¿De cuántas maneras distintas se puede ilustrar a un asesino en serie? Diseño una cubierta, la enviamos al otro lado del charco y el agente de Nueva York la rechaza. A veces es muy frustrante. Miró a Michael, y sus relucientes ojos verdes adquirieron de pronto una expresión seria. —Dios mío, qué pesada puedo llegar a ser. ¿Cómo está Elizabeth? Michael se volvió hacia Graham, quien le dirigió un ademán de asentimiento casi imperceptible. Graham siempre quebrantaba las reglas del servicio de seguridad contándole a Helen demasiadas cosas acerca de su trabajo. —Algunos días mejor que otros —repuso—, pero bastante bien, por lo general. Hemos convertido el piso y la casa de Shelter Island en auténticas fortalezas, así puede dormir mejor de noche. Y además están los niños. Entre el trabajo y los gemelos, no tiene tiempo de obsesionarse con el pasado. —¿De verdad mató a esa mujer alemana...? ¿Cómo se llamaba, Graham? —Astrid Vogel —terció su marido. —¿Realmente la mató con el arco y la flecha? Michael asintió. —Dios mío —musitó Helen—. ¿Qué sucedió? —Astrid Vogel la siguió a la casita de invitados, donde tú y Graham os alojasteis hace un par de años. Elizabeth se escondió en el armario del dormitorio y allí encontró uno de sus viejos arcos. De niña fue campeona de tiro, como su padre. Hizo lo que debía hacer para sobrevivir. —¿Qué le pasó al otro asesino, ese tal Octubre? —La Agencia recibió a través de canales que considera fidedignos 69

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la noticia de que había muerto, de que lo habían asesinado los hombres que lo habían contratado para matarme por haber fracasado. —¿Y te lo crees? —inquirió Helen. —Al principio me pareció remotamente posible —admitió Michael—, pero ahora ya no. De hecho, estoy casi seguro de que Octubre está vivo y vuelve a trabajar. Ese asesinato de El Cairo... —Ahmed Hussein —intervino Graham para poner a Helen en antecedentes. —He leído con detenimiento las declaraciones de los testigos. No sé cómo explicarlo, pero creo que es él. —¿Octubre no disparaba a sus víctimas siempre a la cara? —Sí, pero si se supone que está muerto tendría sentido cambiar su firma. —¿Qué piensas hacer? —preguntó Graham. —Tengo un billete para el primer vuelo de mañana con destino a El Cairo.

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EL CAIRO Michael llegó a El Cairo a primera hora de la tarde del día siguiente. Al igual que en Gran Bretaña, entró en el país con su pasaporte verdadero y obtuvo un visado de turista para dos semanas. Se abrió paso entre el caos del vestíbulo del aeropuerto, atestado de beduinos cargados con todas sus posesiones en arrugadas cajas de cartón e incluso un rebaño de cabras que balaban lastimeras, y esperó en la parada de taxis durante veinte minutos hasta poder subir a un Lada de tres volúmenes. Una vez acomodado se dedicó a fumar cigarrillos para ahogar el hedor a gas de escape que impregnaba el reducido espacio. Michael encontraba El Cairo intolerablemente caluroso en verano, pero los inviernos le parecían de lo más agradable. El aire era cálido y suave, y el viento del desierto empujaba nubecillas blancas por el cielo azul intenso. La carretera del aeropuerto estaba atestada de egipcios pobres que intentaban disfrutar un poco del buen tiempo, familias enteras en la mediana cubierta de hierba haciendo picnic. El taxista se dirigió a Michael en inglés, pero Michael quería comprobar si había perdido facultades, de modo que le contestó en árabe. Le contó que era un hombre de negocios libanes que vivía en Londres desde su huida de Beirut durante la guerra. Por espacio de media hora hablaron de Beirut en los viejos tiempos, Michael en perfecto árabe con acento de Beirut, el taxista con acento de su pueblo del delta del Nilo. A Michael le aburría el Nile Hilton y estaba harto del tumulto de Tahrir Square, de modo que se registró en el Intercontinental, un edificio de color piedra arenisca que se cernía sobre la Corniche y

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como todas las construcciones modernas de El Cairo mostraba las cicatrices del polvo y los gases de escape. Michael se tumbó junto a la piscina de la azotea, bebiendo cerveza egipcia y dejando vagar sus pensamientos hasta que el sol se ocultó tras el desierto del oeste y dio comienzo la plegaria vespertina. Primero un muecín, a lo lejos, luego otro y otro, hasta que mil voces grabadas sonaron al unísono. Se obligó a levantarse de la tumbona y se acercó a la barandilla que daba al río. Unos cuantos fieles se dirigían a las mezquitas, pero la mayor parte de El Cairo seguía su caótico camino. A las cinco fue a su habitación, tomó una ducha y se vistió. Recorrió en taxi la escasa distancia que separaba el hotel de un restaurante llamado Paprika, situado río arriba junto a la imponente sede central de la televisión estatal egipcia. El Paprika era el equivalente del Joe Alien de Nueva York, un lugar adonde actores y escritores acudían a verse mutuamente y a ser vistos por egipcios lo bastante ricos para poder permitirse la mediocre comida que servía el establecimiento. Uno de los flancos del restaurante daba al aparcamiento de la televisión egipcia; eran las mesas más codiciadas, porque en ocasiones los comensales entreveían a un actor, una celebridad o un alto cargo del gobierno. Michael había reservado mesa en el lado opuesto del restaurante. Una vez allí tomó agua mineral, contempló la puesta del sol sobre el Nilo y pensó en el primer agente al que había reclutado en su vida, un agente de inteligencia sirio destinado en Londres al que le gustaban las chicas inglesas y el buen champán. La Agencia sospechaba que el sirio desviaba parte de sus fondos operativos para mantener su tren de vida, de modo que Michael lo abordó, lo amenazó con delatarlo a sus superiores en Damasco y lo coaccionó para que se convirtiera en espía de la CIA. El agente les proporcionó información muy valiosa sobre el apoyo que los sirios daban a diversos grupos terroristas, tanto árabes como europeos. Dos años después de su reclutamiento les reveló un dato inestimable. Un comando terrorista de la OLP se había instalado en Frankfurt, donde planeaba poner una bomba en una discoteca frecuentada por soldados estadounidenses. Michael pasó la información a la central, quien a su vez puso sobre aviso a la policía alemana, quien a su vez detuvo a los palestinos. El sirio recibió cien mil dólares por la información, y Michael obtuvo una medalla en una ceremonia secreta, medalla que debía permanecer bajo llave en un armario de la central. Yusef Hafez entró en el restaurante. A diferencia del sirio, Hafez había acudido a la Agencia por voluntad propia. Tenía la apostura carnosa de una estrella cinematográfica entrada en años, con el cabello negro ya canoso, facciones angulosas suavizadas por diez kilos de más y profundos surcos alrededor de los ojos cuando sonreía. Hafez era coronel del Mujabarat, el servicio de inteligencia egipcio, y su trabajo consistía en combatir a los rebeldes integristas islámicos egipcios del al-Yamaa al-Islamiya y había capturado y torturado personalmente a varios de sus dirigentes. La rama de El Cairo lo 72

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había reclutado, pero se negaba a trabajar con los agentes destinados allí porque el servicio de inteligencia egipcio controlaba de cerca todos sus movimientos. Michael había sido asignado al caso. Hafez había proporcionado una corriente constante de información sobre el estado de la revuelta islámica en Egipto, así como el movimiento terrorista egipcio a escala mundial. Por tales servicios cobraba cantidades sustanciosas, fondos que contribuían a sufragar los costes de sus desenfrenados hábitos mujeriegos. A Hafez le gustaban las mujeres jóvenes, y el sentimiento era mutuo. El agente no creía estar haciendo nada que pusiera en peligro a su país, y por tanto no se sentía culpable en absoluto. Se dirigió a Michael en árabe, a volumen suficiente para que los comensales de las mesas contiguas lo oyeran con claridad, y Michael le siguió la corriente. Hafez preguntó a Michael qué le traía por la ciudad, a lo que su colega repuso que tenía intereses comerciales en El Cairo y Alejandría. En aquel instante, un murmullo recorrió el restaurante, pues una famosa actriz egipcia se apeó de su coche y entró en los estudios de televisión. —¿Por qué el Paprika? —inquirió Michael—. Creía que tu restaurante favorito era el Arabesque. —Lo es, pero he quedado con alguien aquí más tarde. —¿Cómo se llama? —Se hace llamar Cassandra y procede de una familia griega de Alejandría. Es la cosa más bonita que he visto en mi vida. Tiene un papel secundario en una serie televisiva egipcia, una zorrita que no deja de causar problemas..., siempre dentro de los límites de nuestra estricta moral musulmana, por supuesto. El camarero se acercó a la mesa. —Voy a tomar un whiskey antes de comer. ¿Y tú, Michael? —Cerveza, por favor. —Un Johnnie Walker etiqueta negra con hielo y una Stella. El camarero desapareció. —¿Cuántos años tiene? —quiso saber Michael. —Veintidós. El camarero trajo las bebidas; Hafez alzó el vaso de Johnnie Walker. —Salud. Hafez era el equivalente musulmán del católico negligente. No tenía problemas con su religión, y los rituales y ceremonias de ésta le proporcionaban el consuelo de un chupete. Sin embargo, hacía caso omiso de cualquier norma coránica que pretendiera impedirle disfrutar de los placeres mundanos. Asimismo, trabajaba casi todos los viernes, el sabbath musulmán, porque su trabajo lo obligaba a controlar los sermones de los sheijs egipcios más radicales. —¿Sabe a qué te dedicas? —Le he dicho que me dedico a la importación de Mercedes, lo que explica el lujoso nidito de amor en Zamalek. Señaló el río con un ademán de cabeza. Zamalek era una isla 73

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larga y esbelta, apartada de la locura del centro de El Cairo y repleta de tiendas caras, buenos restaurantes y elegantes bloques de pisos. Si Hafez mantenía una amante en Zamalek, una actriz de televisión, ni más ni menos, significaba que había chantajeado a su supervisor para que le aumentara el sueldo sensiblemente. —Ah, ahí viene. Michael se volvió con disimulo hacia la puerta del restaurante. Una mujer que se parecía de forma notable a Sofía Loren entró del brazo de un joven de cabello engominado y gafas oscuras. Pidieron la cena. Hafez hizo llevar una botella de carísimo champán francés a la mesa de Sofía Loren. Pagaba Michael; siempre pagaba Michael. —No te importa, ¿verdad, Michael? —Por supuesto que no. —Bueno, ¿qué te trae por El Cairo, aparte de la oportunidad de cenar con un viejo amigo corrupto? —El asesinato de Ahmed Hussein. Hafez ladeó la cabeza como diciendo que esas cosas pasan. —¿El servicio de seguridad egipcio está implicado? —inquirió Michael. —De ningún modo. Nosotros no nos portamos así —aseguró Hafez. Michael puso los ojos en blanco. —¿Sabes quién lo hizo? —Los israelíes, por supuesto. —¿Cómo puedes estar tan seguro? —Porque los hemos visto vigilando a Hussein. —Un momento, un momento. Empieza por el principio. —Hace dos semanas, un equipo israelí llegó a El Cairo con distintos pasaportes europeos e instaló un puesto de observación estática en un piso de Ma'adi. Nosotros, a nuestra vez, instalamos otro puesto en otro piso de la acera de enfrente. —¿Cómo sabes que eran israelíes? —Por favor, Michael, un poquito de respeto. Claro que podrían pasar por egipcios, pero es evidente que eran israelíes. Antes el Mossad era bueno, pero ahora a veces actúan como patéticos aficionados. En los viejos tiempos atraían a los mejores, con el rollo ése de cada espía un príncipe y bla bla bla. Pero ahora los chicos quieren ganar mucho dinero y hablar por el móvil en Ben Yehuda Street. Te diré una cosa, Michael, si Moisés los hubiera tenido de espías, los judíos jamás habrían logrado salir del Sinaí. —Ya lo he captado, Yusef. Sigue. —A todas luces observaban a Hussein; controlaban sus movimientos con vigilancia fotográfica, cobertura de audio y todo eso. Aprovechamos la ocasión para hacer un poco de contravigilancia, y como consecuencia tenemos un bonito álbum de fotos de seis agentes del Mossad, cuatro hombres y dos mujeres. ¿Te interesa? —Habla con tu verdadero supervisor. 74

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—También tengo un vídeo de la muerte de Hussein. —¿Qué? —Ya me has oído. Cada vez que salía de su piso empezábamos a grabar, y estábamos grabando cuando el asesino lo mató desde una moto en la escalinata de la mezquita. —Dios mío. —Llevo una copia en el maletín. —Quiero verla. —Por mí te la puedas quedar, Michael. Gratis. —Quiero verla ahora. —Vamos, Michael, que no va a desaparecer. Además, me muero de hambre, y aquí la ternera es fantástica. Al cabo de tres cuartos de hora, Michael, Hafez y Cassandra entraron en los estudios centrales de la televisión egipcia. La joven los acompañó a la redacción y los condujo hasta una pequeña sala de edición. Hafez sacó la cinta del maletín y la introdujo en un vídeo. Cassandra salió y cerró la puerta tras de sí, dejando atrás un halo de aceite de sándalo. Hafez se puso a fumar hasta que la sala pareció una cámara de gas y Michael le suplicó que parara. El estadounidense miró la cinta tres veces a velocidad normal y otras tres a cámara lenta. Por fin apretó el botón de expulsión y cogió la cinta. —Es un tirador de primera —comentó Hafez—. No hay muchas personas en el mundo capaces de hacer ese disparo y largarse de esa forma. —Es extraordinariamente bueno. —¿Sabes quién es? —Por desgracia, creo que sí.

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BELFAST La sede central del Partido Unionista del Ulster se encuentra en un edificio de cuatro pisos en el número 3 de Glengall Street, cerca del hotel Europa y la Gran Opera. A causa de su emplazamiento en el fleco occidental del centro de la ciudad, en las inmediaciones de Falls Road, la sede central del partido fue un blanco frecuente del IRA durante The Troubles. Sin embargo, de momento el IRA respetaba el alto el fuego, por lo que el hombre del Vauxhall plateado no estaba nervioso mientras se dirigía hacia Glengall Street bajo la lluvia matutina. Ian Morris era uno de los cuatro vicepresidentes del Consejo Unionista del Ulster, el comité central del partido. Llevaba el unionismo en la sangre; su bisabuelo había amasado una fortuna en el negocio del lino durante el auge industrial de Belfast en el siglo XIX y construido una gran finca en Forthriver Valley con vistas a los arrabales de West Belfast. En 1912, cuando nació la Fuerza de Voluntarios del Ulster para luchar contra la Irish Home Rule, es decir, la autonomía irlandesa, el antepasado de Morris permitió que los activistas escondieran armas y suministros en los establos y las arboledas de la propiedad. Morris no había tenido preocupaciones económicas de joven, pues la fortuna de su bisabuelo le proporcionaba unos ingresos más que razonables, y tras graduarse por Cambridge había proyectado consagrar su vida a la universidad. Sin embargo, The Troubles hicieron mella en él, al igual que había sucedido con tantos hombres de su generación a ambos lados de la frontera religiosa del Ulster, de modo que decidió dedicarse a la violencia. Se unió a la Fuerza de

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Voluntarios del Ulster y pasó cinco años en la penitenciaría de Maze por colocar una bomba en un pub católico del Broadway. En la cárcel había decidido deponer las armas y hacer campaña en favor de la paz. En la actualidad, poco dejaba entrever que Ian Morris hubiera formado parte del submundo terrorista de Irlanda del Norte. Su casa del barrio de Castlereagh era un santuario de libros. Hablaba latín, griego e irlandés, algo inusual para un protestante, pues la mayoría consideraba que el irlandés era la lengua de los católicos. Mientras conducía por Castlereagh Road bajo la lluvia persistente, por los altavoces sonaba a volumen bajo el Concierto para piano en re menor de Mozart, interpretado por Alfred Brendel. Dobló por May Street y pasó delante del ayuntamiento de Belfast, situado en Donegall Square. En Brunswick Street, una furgoneta aparentemente averiada le cerraba el paso. Morris tocó el claxon sin demasiada insistencia, pero la furgoneta no se movió. Tenía una reunión a las nueve y ya iba con retraso. Hizo sonar de nuevo el claxon, pero la furgoneta permaneció inmóvil. Morris apagó la música. La puerta lateral de la furgoneta se abrió, y por ella salió un hombre enfundado en una cazadora de cuero. Morris bajó la ventanilla, pero el hombre de la cazadora de cuero se colocó delante del Vauxhall y sacó una pistola de gran calibre. Poco antes de mediodía, la redacción del Belfast Telegraph era un hervidero de actividad. Los redactores del periódico más importante de Irlanda del Norte preparaban una exhaustiva cobertura del asesinato de Ian Morris, consistente en un artículo, una columna sobre la andadura de Morris en el Partido Unionista del Ulster y la Fuerza de Voluntarios, y un análisis del proceso de paz. Lo único que faltaba era que alguien reivindicara la autoría del atentado. A las doce y cinco sonó un teléfono de la redacción. Un asistente del jefe de redacción llamado Clarke lo cogió. —Redacción del Telegraph —gritó por encima del estruendo. —Preste atención, porque sólo le voy a decir esto una vez — espetó una voz masculina serena y autoritaria, según observó Clarke—. Soy un representante de la Brigada de Liberación del Ulster. Un agente de la Brigada a las órdenes del consejo militar de la Brigada ha ejecutado a Ian Morris. Los unionistas del Ulster han traicionado al pueblo protestante de Irlanda del Norte al apoyar el acuerdo de paz de Viernes Santo. La Brigada de Liberación del Ulster seguirá adelante con su campaña hasta que el acuerdo de paz quede sin efecto... ¿Lo ha entendido? —preguntó la voz tras una breve pausa. —Sí. —Bien. La comunicación se cortó. —¡Alguien ha reivindicado el asesinato de Ian Morris! —gritó 77

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Clarke de pie junto a su mesa. —¿Quién? —vociferó alguien. —La Brigada de Liberación del Ulster. ¡Dios mío, protestantes matando a protestantes!

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SHELTER ISLAND, NUEVA YORK Elizabeth recibió a Michael en la terminal de British Airways del aeropuerto Kennedy. A Michael le dolía todo el cuerpo después de los tres largos vuelos que había hecho en tres días, y por primera vez en muchas semanas sentía el tirón de la cicatriz en el pecho. En la boca sentía un sabor amargo por el exceso de cigarrillos y café de avión. Cuando Elizabeth lo abrazó, se limitó a besarla levemente bajo la oreja. Estaba demasiado cansado para conducir, pero la inactividad lo asustaba aún más. Guardó la maleta en el maletero del monovolumen, junto a media docena de paquetes de pañales y una caja de leche en polvo, y luego se sentó al volante. —Te ha dado el sol, Michael —comentó Elizabeth cuando su marido enfiló la autopista Van Wyck. Michael encendió la radio y cambió la emisora de rock actual que siempre escuchaba Elizabeth por la WCBS para escuchar la información del tráfico. —Debe de hacer calor en Londres. —No he estado en Londres todo el tiempo. —¿Ah, no? ¿Y dónde narices has estado? —Pasé por El Cairo un día. —¿Que pasaste por El Cairo? ¿Qué tiene que ver El Cairo con Irlanda del Norte? —Nada, pero tenía que ver a un viejo amigo por un asunto. —¿Qué asunto? Michael titubeó. —Ya no trabajas para ellos, así que ya no puedes escudarte tras sus normas —espetó Elizabeth en tono gélido—. Quiero saber para

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qué has ido a El Cairo. —¿Podemos hablar de ello más tarde? —rogó Michael. Era el código para indicar que no quería hablar delante de la niñera, que estaba en el asiento trasero del coche con los niños. —Conozco esa mirada, Michael. Es la que ponías cuando volvías a casa de una misión y no podías contarme dónde habías estado ni qué habías hecho. —Te lo contaré todo, pero no ahora. —Bueno, me alegro de que hayas vuelto, cariño —suspiró Elizabeth, desviando la mirada—. Por cierto, estás muy guapo. El bronceado siempre te ha sentado bien. Douglas ya dormía cuando llegaron a la isla. Elizabeth y la niñera acostaron a los pequeños mientras Michael iba al dormitorio para deshacer la maleta. El pelo le olía a El Cairo, a gasolina, polvo y humo, de modo que se duchó. Cuando volvió al dormitorio, Elizabeth estaba sentada al tocador, quitándose los pendientes y los anillos. Michael recordaba los tiempos en que permanecía sentada allí durante una hora, deleitándose en su aspecto y su capacidad de perfeccionarlo aún más. Sin embargo, ahora se movía deprisa y sin alegría, como una obrera en una línea de producción. Michael no hacía nada deprisa desde su jubilación, y el apresuramiento de los demás lo desconcertaba. —¿Por qué fuiste a El Cairo? —repitió Elizabeth mientras se cepillaba el cabello con violencia. —Porque un dirigente de Hamas fue asesinado allí hace un par de días. —Sí, Ahmed Hussein, lo leí en el Times. —Algo en la forma en que fue asesinado me intrigó, así que fui a echar un vistazo. Le habló de su reunión con Yusef Hafez, del equipo del Mossad y de la contravigilancia egipcia. Luego le habló de la cinta. —Quiero verla —exigió Elizabeth. —En ella matan a un hombre de verdad, Elizabeth, no es un montaje. —No será la primera vez que vea morir a alguien a tiros. Michael puso la cinta. En la pantalla apareció una escena callejera; varios hombres salían de una mezquita. Al cabo de unos segundos, una motocicleta aparecía con gran estruendo. El conductor se detenía bruscamente ante la escalinata de la mezquita, levantaba el brazo y efectuaba varios disparos amortiguados por el silenciador. Las balas alcanzaban a un hombre barbudo y menudo, cuya túnica blanca se teñía de rojo. El hombre de la motocicleta disparaba dos veces más, alcanzando a un hombre en el pecho y a otro en el cuello. El motor de la motocicleta volvía a rugir, y el hombre desaparecía entre el denso tráfico. Michael detuvo la cinta. —Dios mío —musitó Elizabeth. —Creo que es él... Octubre. 80

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—¿Cómo lo sabes? —Lo he visto moverse y manejar un arma. La forma de levantar el brazo antes de disparar es muy peculiar. —Lleva casco y no se le ve la cara. La cinta no demuestra nada. —Puede que sí, puede que no. Michael rebobinó la cinta, y Ahmed Hussein volvió a la vida. La motocicleta apareció en pantalla y se detuvo derrapando. El asesino levantó el brazo. Michael congeló la imagen del asesino apuntando con el arma a su primera víctima, el brazo completamente recto. Luego se dirigió al armario, abrió las puertas y bajó una cajita del estante superior. Abrió la caja y sacó un arma. —¿Qué narices es eso? —Su pistola —repuso Michael—, la que dejó caer al agua en el embarcadero aquella noche. Es una Beretta nueve milímetros de competición. No estoy seguro, pero creo que es la misma clase de arma que usó el asesino de El Cairo. —Eso no es una prueba concluyente —insistió Elizabeth. —Dejó caer el arma porque le disparé en la mano —recordó Michael al tiempo que golpeteaba la pantalla del televisor con los dedos—. La mano derecha, la mano que sostiene el arma. —¿Qué quieres decir con eso, Michael? —Le disparé con una Browning automática de gran calibre. Lo más probable es que la bala le destrozara la mano, le rompiera varios huesos y le dejara una cicatriz considerable. Si encuentro una cicatriz en esa mano, sabré que es él. —Está muy lejos para ver algo tan pequeño como una cicatriz. —La Agencia tiene ordenadores capaces de mostrar el detalle más insignificante en una cinta de vídeo. Quiero pasar la cinta por esos ordenadores para ver si encuentro algo. Elizabeth se levantó y apagó el televisor. —¿Y qué si es él? ¿Y qué si sigue vivo y matando gente? ¿Qué nos importa a nosotros? —Quiero saberlo. —No puede hacernos daño. Tú y tus amigos de la Agencia habéis convertido esta casa en una fortaleza. Y no pretendas hacerme creer que ese conductor que has contratado para mí en Nueva York no es de la CIA. —No es de la CIA —aseguró Michael—, pero de vez en cuando trabajaba para nosotros. —¿Va armado? —¿Y qué más da eso? —Contéstame. ¿Va armado? —Sí, va armado porque yo se lo pedí. —Dios mío —suspiró Elizabeth antes de apagar la luz. Se metió en la cama y se cubrió con la manta hasta la barbilla. Michael se tendió junto a ella. —Se acabó, Michael. —No se acabará mientras sepa que sigue vivo. 81

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—Estuve a punto de perderte. Te sostuve en mis brazos y recé por que no murieras de aquel disparo. Te vi sangrar y sangrar sin parar. No quiero volver a pasar por eso. Michael la besó en la boca, pero los labios de Elizabeth no le correspondieron. Michael se dio la vuelta y cerró los ojos. Oyó el chasquido de una cerilla y al cabo de un instante olió el humo del cigarrillo de Elizabeth. —Es por ella, ¿verdad? Por Sarah Randolph. Han pasado más de diez años, pero aún estás obsesionado con ella. —No es cierto. —Estás obsesionado con vengar su muerte. —Esto no tiene nada que ver con Sarah, sino con nosotros. También intentó matarnos a nosotros. —Mientes fatal, Michael. Elizabeth aplastó el cigarrillo en el cenicero de la mesilla de noche y exhaló el humo con fuerza. —No me entra en la cabeza cómo podías ganarte la vida como espía. Las ventanas del dormitorio daban al norte y al oeste, con vistas a la bahía y al puerto de la isla, de modo que eran casi las ocho del día siguiente cuando lo despertó el débil amanecer invernal. Los niños ya estaban despiertos, y uno de los dos, Michael no sabía a ciencia cierta cuál, lloraba. Elizabeth se incorporó, apartó la ropa de cama y bajó los pies al suelo. Había dormido muy mal, sumida en un sueño inquieto, poblado de pesadillas, y tenía los ojos hinchados y opacos. Salió del dormitorio sin hablar y bajó la escalera. Michael permaneció tendido algunos instantes, escuchándola calmar a los niños. Luego se levantó y pasó a la pequeña sala contigua al dormitorio. Douglas había dejado sobre la mesa un termo de café y un ejemplar doblado del New York Times. Era la tradición de los fines de semana en Cannon Point; Douglas siempre se levantaba primero y preparaba café para todos los demás. Michael se sirvió una taza y abrió el periódico. En Cisjordania había estallado la violencia a raíz del asesinato de Ahmed Hussein. El gobierno israelí amenazaba con enviar tropas a las zonas controladas por los palestinos. El proceso de paz atravesaba una grave crisis. En Irlanda del Norte, un líder protestante había sido asesinado en Belfast. La Brigada de Liberación del Ulster había reivindicado la autoría del atentado. Media hora más tarde, Michael avanzaba con dificultad por un sendero helado del parque natural de Mashomack. Douglas caminaba en zigzag entre los árboles desnudos. Era un hombre alto y corpulento, de constitución poco adecuada para caminar por el bosque, pero pese a ello sorteaba con gran destreza los congelados obstáculos. La lluvia de la noche anterior se había adentrado en el mar. Un sol blanco brillaba en el cielo surcado de cirros. Hacía muchísimo frío, 82

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y al cabo de unos minutos Michael se sentía como si tuviera los pulmones llenos de vidrios rotos. El invierno había despojado el paisaje de todo su color. Se cruzaron con media docena de ciervos de cola blanca que, apoyados sobre las patas traseras, arrancaban corteza de los árboles con las delanteras. —¿No te parece fantástico? —exclamó Douglas. Se sintió un poco molesto al ver que Michael no convenía con él. Michael no hallaba belleza en la naturaleza. Una plaza recoleta en Venecia le proporcionaba más placer que una bahía de Long Island. Los bosques y el agua lo aburrían. La gente lo intrigaba porque desconfiaba de ella y podía burlarla si se sentía amenazado. Michael habló a su suegro de la Brigada de Liberación del Ulster mientras recorrían la orilla pedregosa de Smith Cove. Douglas dejó a Michael hablar sin interrupciones durante un cuarto de hora y a continuación le hizo preguntas durante otros diez. —Quiero una respuesta sincera, Michael. ¿Correré algún peligro físico si acepto el cargo? —La Brigada de Liberación del Ulster ha mostrado claramente sus intenciones. Quieren castigar a todas las partes participantes en el acuerdo de paz. Sólo les falta una, los estadounidenses. Ninguno de los dos bandos, ni los republicanos ni los lealistas, ha matado nunca intencionadamente a un estadounidense, pero las reglas del juego han cambiado. —Veinte años en Washington y nunca he conseguido que un maldito espía me dé una respuesta directa. Michael no pudo por menos que echarse a reír. —No es una ciencia exacta. Los cálculos de inteligencia implican un montón de conjeturas y especulaciones basadas en las pruebas disponibles. —A veces tengo la sensación de que arrancar pétalos de margarita sería igual de eficaz. Douglas se detuvo y contempló el agua. Tenía la cara enrojecida por el frío y el viento. Smith Cove había adquirido el color del níquel. Un transbordador medio vacío se debatía en la fuerte corriente que azotaba el estrecho canal entre la punta meridional de Shelter Island y la península de North Haven. —Me fastidia decirlo, pero quiero disfrutar de una última oportunidad de estar en el candelero —confesó Douglas—. Podría contribuir a hacer historia, y eso resulta bastante seductor para un viejo profesor como yo, aunque signifique trabajar para un gilipollas como James Beckwith. —Elizabeth se va a poner furiosa. —Yo me ocuparé de ella. —Sí, pero yo tengo que vivir con ella. —Es igual que su madre, Michael. No llegaste a conocer a Eileen, pero si la hubieras conocido sabrías de dónde ha sacado Elizabeth su fuerza y su obstinación. De no ser por Eileen, nunca habría reunido el valor suficiente para dejar Columbia y presentarme al Congreso. 83

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Douglas golpeó las piedras de la orilla con la punta de su bota Wellington. —¿Llevas teléfono? Michael sacó un móvil del bolsillo del abrigo y se lo dio. Douglas marcó el número directo del despacho del presidente y dejó un mensaje a su secretaria personal. Cuando colgó dieron media vuelta, cambiando el sol de Smith Cove por las sombras frías del bosque. Cinco minutos más tarde sonó el teléfono. Siempre incómodo con las complejidades de las comunicaciones modernas, Douglas le devolvió el aparato. —Contesta tú, ¿quieres? Michael pulsó una tecla. —¿Diga? —Buenos días, Michael —saludó el presidente James Beckwith—. No imaginas cuánto me agradó verte el fin de semana pasado. Me alegro mucho de que ya estés repuesto del todo. Si pudiera convencerte para que volvieras a Langley, que es tu sitio... Michael contuvo el impulso de advertir al presidente de que estaban hablando por una línea no segura. —¿Ha tomado tu suegro una decisión? —Sí, señor presidente. —Espero que sean buenas noticias. —Se lo paso para que se lo diga él mismo. Michael alargó el teléfono a Douglas y se alejó unos pasos para que su suegro pudiera hablar en privado con el presidente. Aquella noche, Douglas voló a Washington. Había dado la noticia a Elizabeth al volver del parque natural de Mashomack. Su hija la había recibido con expresión estoica y un frío beso de felicitación en la mejilla, reservando su furia para Michael por no haber disuadido a Douglas de aceptar el puesto. Michael acompañó a Douglas a la ceremonia. Los dos hombres pasaron la noche en el piso que Michael y Elizabeth tenían en la calle N y a la mañana siguiente fueron a la Casa Blanca. Douglas y Beckwith se reunieron en el Despacho Oval y tomaron té sentados en sendos sillones de orejas ante el fuego. Michael quería esperar fuera, pero el presidente insistió en contar con su presencia. Se sentó en uno de los sofás, un poco alejado de los otros dos, y se dedicó a mirarse las manos mientras hablaban. Durante cinco minutos, Douglas soltó la perorata obligada sobre la lealtad y el honor que representa servir a la patria, y acto seguido el presidente habló de la importancia de las relaciones entre Estados Unidos y Gran Bretaña, así como de la situación en Irlanda del Norte. A las diez y media, ambos hombres salieron por las puertasventana del despacho al jardín de rosas. Era un cálido día de invierno en Washington; el sol brillaba con fuerza, el aire era suave, y los dos hombres caminaron hacia el podio ataviados con americana, pero sin abrigo. 84

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—Es un orgullo para mí nombrar al antiguo senador Douglas Cannon, de Nueva York, embajador en Gran Bretaña —anunció con ecuanimidad—. Douglas Cannon sirvió al gran Estado de Nueva York y al pueblo de Estados Unidos con extraordinaria dedicación tanto en el Congreso como en el Senado. Sé de primera mano que posee la inteligencia, la fuerza y la destreza necesarias para representar los intereses de esta nación en una capital tan importante como Londres. Beckwith se volvió y estrechó la mano de Douglas mientras el reducido público aplaudía. Acto seguido señaló el podio con un gesto, y Douglas se adelantó. —En el desempeño de mi cargo trataré muchas cuestiones importantes, tales como el comercio y la defensa, pero ninguna tan esencial como la de ayudar al primer ministro Blair a llevar una paz duradera a Irlanda del Norte. Douglas se detuvo un instante y clavó la mirada en las cámaras de televisión situadas más allá del público. —Tengo una sola cosa que decir a los violentos, a quienes desean desbaratar el acuerdo de Viernes Santo. Los tiempos de la pistola, la bomba y el pasamontañas han tocado a su fin. El pueblo de Irlanda del Norte se ha pronunciado. Se acabó... Señor presidente, será un honor para mí servirle en Londres.

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PORTADOWN, IRLANDA DEL NORTE —¿Os habéis enterado de la noticia? —preguntó Kyle Blake al sentarse en el reservado habitual del pub McConville. —Sí —repuso Gavin Spencer—. Ese hombre es un bocazas. —¿Podemos eliminarlo? —inquirió Blake sin dirigirse a nadie en particular. —Si hemos podido eliminar a Eamonn Dillon, también podremos eliminar al embajador estadounidense —replicó Spencer—. Pero ¿nos interesa hacerlo? —Los estadounidenses no han pagado aún por el apoyo que han prestado al acuerdo de Viernes Santo —le recordó Blake—. Si asesinamos al embajador, todo Estados Unidos sabrá quiénes somos y cuáles son nuestros objetivos. No estamos intentando ganar una batalla, sino obtener publicidad para nuestra causa. Si matamos a Douglas Cannon, los medios de comunicación estadounidenses se verán obligados a contar la historia del Ulster desde la perspectiva protestante. Es una reacción refleja; así funciona esa gente. Funcionó para el IRA y también para la OLP, pero ¿puede hacerse? —Podemos hacerlo de varias maneras —aseguró Spencer—. Sólo nos hace falta saber una cosa: cuándo y dónde. Necesitamos información sobre sus movimientos y su paradero. Habrá que elegir la ocasión con mucho cuidado, ya que de lo contrario fracasaremos. Blake y Spencer se volvieron hacia Rebecca Wells. —¿Puedes proporcionamos esa información? —Desde luego —afirmó Rebecca—. Tendré que ir a Londres. Necesitaré un piso, algo de dinero y sobre todo mucho tiempo. Esa clase de información no se consigue de la noche a la mañana.

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Blake bebió un largo trago de Guinness mientras repasaba todo el asunto. Al cabo de un instante levantó la vista para mirar a Rebecca. —Quiero que te instales en Londres lo antes posible. Mañana por la mañana tendrás el dinero. Se volvió hacia Gavin. —Empieza a preparar a tu equipo. No les digas quién es el objetivo hasta el último momento. Y tened cuidado. Tened mucho cuidado.

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NUEVA YORK —¿Qué tal por Londres? —preguntó Adrian Carter. Habían entrado en Central Park por la Noventa y la Quinta, y paseaban por el sendero de tierra y ceniza que discurre a lo largo de la ribera del lago. El viento helado agitaba las ramas desnudas sobre sus cabezas. Cerca de la orilla, el agua del lago estaba helada, pero a cierta distancia, en un parche de agua color mercurio, una bandada de patos flotaba como un grupo de barquitos diminutos anclados. —¿Cómo sabes que he estado en Londres? —replicó Michael. —Porque el servicio de inteligencia británico me envió una cortés nota para preguntarme si habías ido en viaje de negocios o de placer. Les contesté que estabas retirado, de modo que sin duda era un viaje de placer. ¿Es así? —Depende de lo que consideres placer. Carter se echó a reír. Adrian Carter era el jefe del Centro de Antiterrorismo de la CIA, y había sido supervisor de Michael cuando éste era agente de campo. Aún ahora se movían como si se hubieran reunido tras las líneas enemigas. Carter caminaba como si cargara con una conciencia eternamente culpable, con los hombros gachos y las manos siempre hundidas en los bolsillos. Sus enormes ojos de párpados pesados le conferían un aspecto cansado, pero en realidad no cesaban de mirar de aquí para allí, del lago a los árboles para escudriñar los rostros de los corredores lo bastante chiflados para salir con aquel frío. Llevaba una fea gorra de esquí que lo despojaba de cualquier autoridad física, y su abultado plumón creaba un efecto de flotación, como si Adrian estuviera volando sendero abajo impulsado por el viento. Los desconocidos tendían a subestimarlo, circunstancia que había

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aprovechado a fondo durante toda su carrera, tanto en el campo como en las trincheras burocráticas del cuartel general. Era un lingüista de talento excepcional que soñaba en seis idiomas y había perdido la cuenta de los países en los que había operado. —Bueno, ¿qué fuiste a hacer en Londres? —insistió. Michael lo puso en antecedentes. —¿Averiguaste algo interesante? Michael le contó lo que había descubierto durante su conversación con Graham Seymour sin revelar la fuente. Como era habitual en él, Carter no indicó si alguno de aquellos datos era una novedad para él. Siempre era así, incluso con Michael. Los graciosos de la oficina del CAT decían que Carter preferiría someterse a tortura a revelar dónde había almorzado. —¿Y qué te trae por Nueva York? —preguntó Michael. —Algunos asuntos en la oficina de aquí. Carter dejó de hablar mientras una pareja de corredores, una mujer joven y un hombre entrado en años, pasaban junto a ellos. —Asuntos de los que tenía que ocuparme en persona. Además, quería verte. —¿Por qué? —Por el amor de Dios, Michael, hace veinte años que nos conocemos —exclamó Carter con el tono amigablemente irritado que en su caso hacía las veces de enojo—. Me parece que no hay nada de malo en pasar a charlar un rato contigo ya que estaba en la ciudad. —Pero ¿por qué estamos caminando por el parque con el frío que hace? —No soporto los espacios cerrados. Llegaron al reloj de la vieja estación de bombeo situado en el extremo meridional del lago. Un grupo de turistas que hablaban alemán con acento vienes posaban para hacerse fotografías. Michael y Carter se volvieron al unísono, como una pareja de nadadoras sincronizadas, y cruzaron un puente de madera. Al cabo de unos instantes caminaban por Park Drive, detrás del Metropolitan. —Es estupendo que el Senado haya enviado a Douglas a Londres con un voto de ratificación unánime —comentó Carter. —La verdad es que se sorprendió bastante. Creía que al menos uno de sus antiguos adversarios republicanos intentaría aguarle la fiesta. Carter se acercó las manos enguantadas al rostro y exhaló con fuerza para calentarse el rostro, que se le había quedado lívido por el frío. Jugaba al golf con asiduidad, y los inviernos lo deprimían. —Pero no has venido para hablar de Douglas, ¿verdad, Adrian? Carter se apartó las manos de la cara. —A decir verdad, me estaba preguntando cuándo volverás a trabajar. Te necesito en el CAT. —¿Y cómo es que de repente vuelves a necesitarme? —Porque eres uno de esos bichos raros que saben moverse sin dificultad entre el cuartel general y el campo. Quiero volver a tenerte 90

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en el equipo por motivos egoístas. —Lo siento, Adrian, pero me fui y no tengo intención de regresar. Me gusta vivir. —Estás muerto de aburrimiento, y si me dices lo contrario es que eres un mentiroso. Michael se volvió hacia Carter con expresión furiosa. —¿Cómo coño te atreves a venir aquí y...? —Vale, vale. Puede que no me haya expresado con demasiado acierto, pero dime, ¿qué has estado haciendo todos estos meses? —Cuidar de mi familia, pasar tiempo con mis hijos e intentar vivir como un ser humano normal por primera vez en toda mi vida adulta. —¿Tienes perspectivas profesionales? —No. —¿Tienes intención de volver a trabajar? —No lo sé —reconoció Michael—. No tengo experiencia profesional de verdad, porque la empresa en la que trabajaba era una tapadera de la CÍA. Y además no puedo contarle a ningún posible jefe cómo me ganaba la vida antes. —Entonces, ¿por qué no vuelves a casa? —Porque la última vez que estuve allí no me sentí precisamente como en casa. —Dejemos atrás el pasado y empecemos de nuevo. —¿Esa frase te la han enseñado en uno de esos seminarios de relaciones laborales que organiza Personal? Carter se detuvo. —La directora viene a Nueva York esta noche y quiere cenar contigo. —Tengo planes. —Michael, la directora de la CIA quiere cenar contigo. Seguro que puedes dejar a un lado tu arrogancia y encontrar un hueco en tu apretada agenda. —Lo siento, Adrian, pero pierdes el tiempo, y la directora también. Pero me ha hecho mucha ilusión verte. Saluda de mi parte a Christine y los niños. Michael giró sobre sus talones y echó a andar. —Si de verdad no quieres volver, ¿para qué fuiste a El Cairo? — exclamó Carter—. Fuiste porque crees que Octubre sigue vivo y francamente..., yo también. Michael se dio la vuelta. —Ahora sí que te he tocado la fibra sensible —suspiró Carter. Monica Tyler había reservado un salón privado en el Picholine, situado en la Sesenta y cuatro Oeste, cerca del parque. Cuando Michael entró en el restaurante, Carter estaba sentado solo al final de la barra, tomando una copa de vino blanco. Llevaba un traje azul cruzado, mientras que Michael se había puesto vaqueros y americana negra. Se saludaron sin hablar y sin estrecharse la mano. Michael entregó el abrigo a la chica del guardarropa, y los dos hombres siguieron a la 91

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atractiva camarera hasta el otro extremo del restaurante. El comedor privado del Picholine es en realidad la bodega, una estancia en penumbras y fresca, con cientos de botellas ordenadas en estanterías de roble que llegan hasta el techo. Monica Tyler estaba sentada sola, bañada en el tenue brillo de la iluminación discreta, con un expediente abierto ante ella. Al verlos cerró la carpeta y guardó las gafas de lectura de montura dorada. —Michael, cuánto me alegro de volver a verte —saludó. Permaneció sentada y extendió la mano en un ángulo tan extraño que Michael no supo si debía estrecharla o besarla. Fue Monica Tyler quien precipitó la marcha de Michael de la Agencia al encargar una investigación interna sobre su proceder en el asunto de TransAtlantic. En aquella época era directora ejecutiva, pero seis meses más tarde el presidente Beckwith la había nombrada directora. Beckwith había entrado en esa fase de todo segundo mandato en la que lo más importante era hacerse un lugar en la historia, y estaba convencido de que nombrar a Monica Tyler como primera mujer que dirigía la CIA le ayudaría en dicha misión. La Agencia había sobrevivido a directores inexpertos y también sobreviviría a Monica Tyler. Monica pidió una botella de Poully-Fuissé sin consultar la carta de vinos. Había utilizado aquella sala para muchas reuniones importantes cuando trabajaba en Wall Street. Aseguró a Michael que aquella conversación era de carácter estrictamente confidencial. Mientras decidían qué pedir charlaron de política de Washington y chismorreos sin importancia de la Agencia. Monica y Carter hablaban delante de Michael como los padres hablan a veces delante de sus hijos; ya no era miembro de la hermandad secreta, así que no se podía confiar enteramente en él. —Adrian me ha dicho que no ha podido convencerte para que vuelvas a la Agencia —soltó Monica de pronto—. Por eso estoy aquí. Adrian quiere que vuelvas al CAT, y yo quiero ayudarle a conseguir lo que quiere. «Adrian quiere que vuelvas —pensó Michael—. Pero ¿qué hay de ti, Monica?» La directora había girado el cuerpo hacia Michael y fijado en él su penetrante mirada. En algún momento de su ascenso, Monica Tyler había aprendido a utilizar sus ojos como arma. Eran líquidos y azules, y cambiaban al compás de su estado de ánimo. Cuando estaba interesada, sus ojos se tornaban translúcidos y se clavaban en su interlocutor con intensidad digna de un psicoterapeuta. Cuando estaba molesta o, lo que era aún peor, aburrida, sus pupilas perdían toda expresión y su mirada se volvía opaca. Cuando estaba enfadada, sus ojos centelleaban sobre la víctima como focos cegadores en busca de una presa. Monica carecía de experiencia en inteligencia al llegar a Langley, pero Michael y todos los demás aprendieron pronto que subestimarla podía resultar fatal. Era una lectora voraz de enorme intelecto y la 92

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memoria perfecta de una espía. Asimismo, también era una mentirosa consumada que nunca había sufrido los inconvenientes de la conciencia. Controlaba las circunstancias que la rodeaban con la destreza de una agente de campo curtida. Los rituales del secretismo se ajustaban a ella igual de bien que su traje chaqueta de Chanel. —La verdad, comprendo por qué decidiste irte —prosiguió mientras apoyaba un codo sobre la mesa y la barbilla en la mano correspondiente—. Estabas enfadado conmigo porque te suspendí. Pero recordarás que revoqué la suspensión y eliminé toda referencia a ella de tu expediente. —¿Pretendes que te dé las gracias, Monica? —No, sólo que te comportes como un profesional. Monica calló mientras les servían el primer plato. De inmediato apartó la ensalada unos centímetros para dar a entender que no tenía intención de comer. Carter procedió a devorar su plato de pulpo a la plancha. —Me fui porque tanto tú como la Agencia me defraudasteis — puntualizó Michael. —Los servicios de inteligencia tienen sus reglas, y los agentes tienen que respetarlas —sermoneó Monica—. La verdad es que no tendría ni que explicártelo, Michael. Creciste en la Agencia, conocías las reglas cuando entraste. —¿De qué va el trabajo? —Así me gusta. —Todavía no he aceptado —matizó Michael a toda prisa—, pero quiero saber de qué va. —El presidente nos ha ordenado crear un equipo especial que se ocupe del terrorismo en Irlanda del Norte. —¿Cómo? ¿Volver para meterme en Irlanda del Norte? El Ulster es problema de los británicos; nosotros no somos más que espectadores. —No te pedimos que salgas de tu retiro para infiltrarte en la Brigada de Liberación del Ulster —terció Carter. —Pero ésa es mi especialidad, Adrian. —No, Michael, ésa era tu especialidad —corrigió Monica. —¿Por qué ese interés repentino de la Agencia en Irlanda del Norte? Antes el Ulster no era precisamente un tema prioritario en Langley. —El presidente considera el acuerdo de paz de Irlanda del Norte como uno de los logros en política exterior más importantes de su mandato —observó Monica—. Pero también entiende, como nosotros, que el acuerdo podría irse al garete en un abrir y cerrar de ojos. Lo que necesita de la Agencia es información y una evaluación de la situación. Quiere saber cuándo intervenir y presionar, y cuándo mantenerse al margen y no hacer nada. Necesita tener claro cuándo conviene hacer declaraciones públicas y cuándo es mejor mantener la boca cerrada. —¿Y qué quieres de mí? 93

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—Se trata de lo que quiere James Beckwith, no yo. Y lo que quiere el presidente es que tú dirijas el equipo. —¿Por qué yo? —Porque eres un agente especializado en antiterrorismo y tienes cierta experiencia en el territorio. También sabes cómo funciona la Agencia y cómo sortear la burocracia. Tienes un aliado poderoso en Adrian... y en mí —añadió tras una breve vacilación—. Y otra cosa: tu suegro será el próximo embajador en Londres. —Ahora vivo en Nueva York —les recordó Michael—. Elizabeth dejó el bufete de Washington y ahora ejerce en Manhattan. —Puedes trabajar desde la oficina de Nueva York un par de días a la semana y coger el puente aéreo a Washington el resto del tiempo. La Agencia sufragará los gastos de viaje, y llegaremos a un acuerdo sobre todo lo demás. Monica cogió el tenedor y ensartó algunas hojas de lechuga. —Y por supuesto, también está el tema de Octubre —continuó—. Adrian ha estado trabajando en ello. Carter apartó el plato vacío y se enjugó los labios. —El asesino de Ahmed Hussein en El Cairo nos dio mala espina desde el principio. Sospechábamos que los israelíes estaban implicados, pero lo negaron tanto en público como en privado, así que empezamos a llamar a nuestros contactos y a todas las puertas que se nos ocurrieron. Ya sabes cómo son estas cosas —suspiró Carter como si describiera un fin de semana aburridísimo—. Tenemos una fuente dentro del Mossad. Nos contó que Ari Shamron, el jefe del Mossad, ordenó el asesinato y supervisó personalmente la operación para asegurarse de que nadie la jodia. Monica alzó la vista con brusquedad. Detestaba el lenguaje soez y había prohibido que se empleara en las reuniones de la Agencia. Se enjugó los labios con la esquina de la servilleta. —La fuente dice que Shamron buscó al asesino fuera del Mossad —explicó Carter—. Recurrió a un asesino a sueldo muy caro. Dice que Shamron le pagó con fondos obtenidos de fuentes privadas. —¿Tiene una descripción del asesino? —No. —¿Localización geográfica? —Europa u Oriente Próximo. Puede que el Mediterráneo. —He visto un vídeo del asesinato. —¿Cómo dices? —exclamó Adrian. Michael habló a Adrian de su reunión con Yusef Hafez. —¿Crees que el asesino era Octubre? —inquirió Carter. —Le he visto moverse y utilizar un arma —comentó Michael—. Podría tratarse del mismo hombre, pero es difícil afirmarlo. Sin embargo, es posible que pueda demostrarlo. —¿Cómo? —Aquella noche en Shelter Island le disparé en la mano. Era la mano derecha, con la que coge el arma. En el asesinato de Ahmed Hussein, el pistolero no llevaba guantes. Si consigo encontrar una 94

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cicatriz en la mano, sabré que es Octubre. —¿Dónde está la cinta? —quiso saber Carter. —La tengo yo. El camarero llamó a la puerta, entró y retiró los restos del primer plato. —Si vuelves a la Agencia, estoy dispuesta a ampliar tus responsabilidades —prometió Monica en cuanto volvieron a quedarse a solas—. Serás el jefe del equipo de Irlanda del Norte y se te asignará también la misión de buscar y detener a Octubre si es que está vivo. ¿Trato hecho, Michael? —Primero tengo que hablar con Elizabeth. Tendrás mi respuesta mañana. —Eres un agente entrenado para convencer a otros de que traicionen a su país —le recordó Monica con una sonrisa—. Estoy seguro de que no te costará convencer a tu mujer de que es la decisión adecuada. —No conoces a Elizabeth —exclamó Adrian Carter con una carcajada. Después de cenar, a Michael le entraron ganas de caminar. Su piso estaba justo al otro lado de Central Park, en la Quinta Avenida, pero incluso Michael, antiguo agente de la CIA experto en artes marciales, sabía que valía más evitar el parque de noche. Caminó hacia el sur por la cara occidental del parque, rodeó Columbus Circle y pasó junto a varios carruajes apestosos tirados por caballos que avanzaban por la zona sur de Central Park. Empezó a nevar cuando se dirigía hacia el norte por la Quinta a lo largo de la acera adoquinada que bordeaba el parque. Le aterraba la conversación que estaba a punto de sostener con Elizabeth. Se pondría furiosa, y con razón. Le había hecho una promesa después de que Octubre y Astrid Vogel intentaran matarlos; le había jurado que dejaría la Agencia y no volvería jamás, y ahora se disponía a romper esa promesa. Se sentó en un banco y alzó la mirada hacia las ventanas iluminadas de su piso. Recordó el día en que él y Elizabeth se habían conocido, una tarde abrasadora en Chesapeake Bay a bordo del velero de un amigo común, seis meses después del asesinato de Sarah Randolph. La Agencia había averiguado que la tapadera de Michael ya no servía para nada. Lo habían sacado de Londres para asignarle un tedioso trabajo de oficina en Langley. Era desgraciado en el trabajo y seguía destrozado por la muerte de Sarah. Ni siquiera miraba a otras mujeres, pero entonces le presentaron a Elizabeth Cannon, la hermosa y brillante hija del famoso senador de Nueva York, y por primera vez desde aquella noche en Chelsea Embankment, Michael sintió que la sombra de Sarah Randolph empezaba a alejarse. Aquella noche hicieron el amor, y Michael mintió a Elizabeth sobre su trabajo; de hecho, siguió mintiéndole durante meses, pero cuando 95

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empezaron a plantearse el matrimonio, se vio obligado a contarle la verdad. Trabajaba para la CIA como supervisor de agentes que se infiltraban en grupos terroristas, y una mujer a la que amaba con locura había sido asesinada delante de sus narices. Elizabeth lo abofeteó y le dijo que no quería volver a verle. Michael creyó haberla perdido para siempre. Su relación jamás se recobró por completo de aquellas primeras mentiras. Elizabeth equiparaba el trabajo de Michael con otras mujeres a causa de Sarah. Cada vez que Michael se iba, reaccionaba como si su marido la traicionara, y cuando regresaba, buscaba de forma inconsciente huellas de otras mujeres en su cuerpo. El día en que dejó la Agencia fue el más feliz de su vida, y ahora, todo estaba a punto de empezar de nuevo. Michael cruzó la calle, pasó por debajo de la marquesina que coronaba el portal de su edificio y subió en el ascensor hasta el vestíbulo privado del decimocuarto piso. Encontró a Elizabeth donde la había dejado dos horas antes, repantigada en el sofá bajo el ventanal que daba al parque y rodeada de varias pilas de carpetas de papel manila. El cenicero que yacía en el suelo estaba lleno de cigarrillos a medio fumar. Elizabeth llevaba el caso de una empresa de remolcadores de Staten Island a la que el gobierno federal había demandado por causar presuntamente un vertido de petróleo en la costa de Nueva Jersey. El caso iría a juicio al cabo de dos semanas, y era el primero que llevaba desde su regreso al bufete. Trabajaba demasiadas horas, tomaba demasiado café y fumaba demasiado. Michael la besó en la frente y le quitó el cigarrillo encendido de entre los dedos. Elizabeth lo miró por encima de las gafas de lectura, luego se fijó de nuevo en el cuaderno en el que estaba tomando notas con su letra amplia e inclinada, alargó inconscientemente la mano hacia el paquete de cigarrillos y se encendió otro. —Fumas demasiado —advirtió Michael. —Lo dejaré cuando lo dejes tú —replicó ella sin levantar la mirada—. ¿Qué tal la cena? —Bien. —¿Qué querían? —Quieren que vuelva. Tienen un trabajo para mí. —¿Y qué les has dicho? —Que primero quería hablarlo contigo. —Eso suena a que quieres aceptar el trabajo. Elizabeth dejó caer el cuaderno y se quitó las gafas. Estaba exhausta y tensa, una combinación letal. Al mirarla a los ojos, Michael perdió el valor para continuar, pero su mujer lo presionó. —¿De qué se trata? —Quieren que dirija un equipo especial que se ocupe de Irlanda del Norte. —¿Por qué tú? —Porque he trabajado en Irlanda del Norte y en la central. Monica 96

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y Adrian creen que es la combinación perfecta. —Monica intentó que te echaran de la Agencia hace un año, y tu gran amigo Adrian no se hernió por defenderte, precisamente. ¿A qué se debe este giro tan radical? —Monica dice que todo está perdonado. —Y tú quieres aceptar su oferta; de lo contrario les habrías dicho que no de inmediato. —Sí, quiero aceptarla. —¡Maldita sea! —Elizabeth aplastó el cigarrillo y encendió otro—. ¿Por qué, Michael? Creía que habías acabado con la Agencia, que querías empezar una nueva vida. —Yo también. —Entonces, ¿por qué permites que te metan otra vez en lo mismo? —¡Porque echo de menos el trabajo! Echo de menos levantarme por la mañana y tener un sitio adonde ir. —Pues busca un empleo si quieres. Ha pasado un año desde que te dispararon; ya estás recuperado. —No hay muchas empresas que busquen a personal con mis cualificaciones. —Pues trabaja de voluntario. No necesitamos el dinero. —No necesitamos el dinero porque tú tienes trabajo. Un trabajo importante. —Y tú también quieres tener un trabajo importante. —Sí. Creo que ayudar a devolver la paz a Irlanda del Norte sería una experiencia interesante y enriquecedora. —Siento desilusionarte, pero los irlandeses del norte llevan mucho tiempo matándose los unos a los otros. Harán la guerra o la paz independientemente de lo que piense la CIA. —Y hay otra cosa —añadió Michael—. Tu padre está a punto de convertirse en un objetivo potencial de los terroristas, y quiero asegurarme de que no le pase nada. —¡Qué noble y desinteresado! —se burló Elizabeth con ojos centelleantes—. ¿Cómo te atreves a meter a mi padre en esto? Si quieres volver a la Agencia, al menos ten la decencia de no utilizar a mi padre como excusa. —Lo echo de menos, Elizabeth —musitó Michael—. Es mi trabajo y no sé hacer nada más. No sé ser nada más. —Dios mío, qué patético. A veces me das pena. Odio esta parte de ti, Michael, odio los secretos y las mentiras. Pero si me interpongo en tu camino, si me planto y te digo que no, entonces me lo reprocharás, y eso no podré soportarlo. —No te lo reprocharé. —¿Olvidas que tienes a dos niños pequeños durmiendo aquí al lado? —La mayoría de los padres con hijos pequeños tienen trabajo. Elizabeth guardó silencio. —Monica dice que puedo trabajar desde Nueva York un par de 97

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días a la semana e ir y volver de Washington el resto del tiempo. —Parece que ya lo tenéis todo montado. ¿Y cuándo quiere que empieces tu nueva mejor amiga? —Tu padre jurará el cargo dentro de dos días en el Departamento de Estado. El presidente quiere que vaya a Londres en seguida. He pensado que me iría bien pasar unas cuantas horas en la Central para aclimatarme. Elizabeth se levantó y cruzó la estancia. —Bueno, pues felicidades, Michael. Perdóname si no abro una botella de champán para celebrarlo.

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WASHINGTON - CUARTEL GENERAL DE LA CIA - NUEVA YORK Douglas Cannon juró el cargo de embajador estadounidense en Londres en una ceremonia celebrada en el séptimo piso del Departamento de Estado. El secretario de Estado, Martin Claridge, fue quien le tomó juramento, el mismo juramento que se toma al presidente. Douglas juró «mantener, proteger y defender la Constitución de Estados Unidos» y los doscientos asistentes invitados en el último momento le dedicaron una ovación. La sala de celebraciones del Departamento de Estado tiene una gran terraza que da al sur, con vistas al Mall de Washington y al río Potomac. El cielo estaba despejado y la temperatura volvía a ser agradable tras varios días de frío gélido, por lo que después de la ceremonia casi todos los invitados huyeron de la estancia caldeada en exceso para tomar el aire en la terraza. Los monumentos a Washington y Lincoln refulgían a la luz del sol. Michael permanecía algo apartado del gentío, tomando café en una delicada taza de porcelana y fumando un cigarrillo para ahuyentar a posibles moscones. ¿A qué se dedica? Es la segunda frase de casi todas las conversaciones en Washington, y Michael no estaba de humor para urdir mentiras. Observó a Elizabeth, que se movía entre la gente como pez en el agua. Siempre había detestado criarse en el seno de una familia metida en política, pero esa misma circunstancia le había proporcionado la habilidad necesaria para pasearse por una estancia atestada de personalidades de la talla de un presidente reelegido. Charló despreocupada con el secretario de Estado, varios miembros

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del Congreso e incluso algunos periodistas. Michael la admiraba profundamente. Había sido entrenado para pasar inadvertido, moverse sin ser visto y estar siempre atento a cualquier indicio de problemas. Las recepciones lo ponían nervioso. Se abrió paso entre los asistentes hasta llegar junto a su mujer. —Tengo que irme —le dijo, besándola en la mejilla. —¿Cuándo volverás a casa? —Intentaré coger el vuelo de las siete. Uno de los abogados del antiguo bufete de Elizabeth la vio y entabló conversación con ella. Michael se alejó a la luz radiante del sol. Se volvió para mirar de nuevo a Elizabeth, pero ésta se había puesto las gafas oscuras, de modo que no supo si lo miraba a él o a su antiguo compañero del bufete. Elizabeth era muy lista. Michael siempre había creído que habría sido una espía estupenda. Michael cruzó el puente Memorial y condujo hacia el norte por la avenida George Washington Memorial. El río relucía a sus pies. Las ramas desnudas de los árboles se agitaban al viento. Tenía la sensación de conducir por un túnel bañado en luz parpadeante. En los viejos tiempos, antes de que vendiera el Jaguar, conducir entre su casa de Georgetown y el cuartel general era su actividad predilecta del día, pero no era lo mismo hacerlo en un Ford Taurus alquilado. Llegó a la entrada principal de la CIA, se detuvo ante la caseta de vigilancia protegida por vidrios antibalas y dio su nombre al agente de Servicios Especiales de Protección; puesto que ya no tenía identificación de la Agencia, le alargó su carné de conducir de Nueva York. El agente consultó su nombre en una lista, le entregó un pase de color rosa, una elección cromática que siempre había dejado perplejo a Michael, y le indicó que aparcara en el estacionamiento para visitantes. Mientras atravesaba el vestíbulo de mármol blanco tuvo la sensación de flotar por un lugar de su infancia. Todo le parecía un poco más pequeño y un poco más sucio. Caminó sobre el sello de la Agencia grabado en el suelo y contempló la estatua de Bill Donovan, fundador de la predecesora de la CIA, la Oficina de Servicios Estratégicos que operaba durante la guerra, así como la pared de estrellas dedicadas a agentes de la CIA muertos en acto de servicio. Se dirigió al mostrador de recepción, situado junto a una hilera de torniquetes de máxima seguridad, y se presentó al oficial de guardia. El hombre marcó el número de Adrian Carter y murmuró algunas palabras. A continuación colgó, miró a Michael con aire suspicaz y le dijo que se sentara en uno de los bancos negros acolchados del vestíbulo. Un trío de chicas guapas vestidas con vaqueros y sudaderas pasaron junto a él y cruzaron los torniquetes. La nueva CIA, se dijo Michael. La cruzada de los niños. ¿Qué pensaría el Salvaje Bill Donovan de ese lugar? De repente se sintió muy viejo. Diez minutos más tarde, Carter apareció al otro lado de la barricada de seguridad con una sonrisa atípica en él. 100

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—Bueno, bueno, bueno, ha vuelto el hijo pródigo —exclamó—. Déjale pasar, Sam. Es pesado, pero relativamente inofensivo. —¿Por qué narices has tardado tanto? —refunfuñó Michael. —Estaba hablando por teléfono con Monica. Quiere una evaluación sobre la situación de Irlanda del Norte mañana mismo. —Por el amor de Dios, Adrian, si ni siquiera he llegado a mi mesa aún. —Lo primero es lo primero, Michael. —¿A qué te refieres? —A que tenemos que ir a Personal. Carter dejó a Michael en Personal, y durante tres horas soportó el pesado ritual que se requería para volver a entrar en el mundo secreto. Prometió que no tenía intención de revelar secretos a ninguna potencia extranjera, que no bebía alcohol en exceso ni consumía drogas, que no era homosexual ni dado a desviaciones sexuales de ninguna índole, que no tenía deudas que no pudiera pagar, que no atravesaba problemas conyugales..., aparte de los que provocaba su regreso a la Agencia, pensó. Tras firmar y estampar sus iniciales en todos los documentos de rigor, le hicieron unas fotos y le entregaron una tarjeta de identificación nueva con una cadena para que la llevara al cuello mientras estuviera en el interior del cuartel general. Aguantó estoico la advertencia de no mostrar la identificación en público, y recibió una contraseña informática y una acreditación de seguridad para poder sacar documentos clasificados del sistema informático de la Agencia. El Centro de Antiterrorismo había cambiado de lugar durante la ausencia de Michael. Del reducido espacio de la sexta planta del edificio anterior había pasado a una gran sala de cubículos blancos en la Torre Sur. Al entrar en ella, Michael tuvo la sensación de adentrarse en la sección de siniestros de una aseguradora. El CAT había nacido durante la administración Reagan para combatir una oleada de atentados terroristas contra ciudadanos e intereses estadounidenses en el extranjero. En el diccionario de Langley, recibía el nombre de «centro» porque echaba mano del personal y los recursos de las caras tanto clandestina como analítica de la CIA. Asimismo contaba con empleados de otros organismos gubernamentales, tales como la DEA, el Departamento de Justicia, el servicio de Guardacostas y la FAA. Incluso el gran rival de la CIA, el FBI, desempeñaba un papel preponderante en el CAT, algo que habría sido tachado de herejía en tiempos del padre de Michael. Carter practicaba el putt sobre la alfombra de su espacioso despacho y no vio llegar a Michael. Los demás se levantaron para saludarlo. Ahí estaba Alan, un contable del FBI con pinta de empollón que investigaba el flujo secreto de dinero por los bancos más discretos y sucios del mundo. También Stephen, alias Eurobasura, que controlaba las agonizantes bandas terroristas de izquierdas de Europa Occidental. Resplandor, un gigante de Nuevo México que hablaba diez dialectos indios y español con docenas de acentos 101

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regionales distintos. Sus objetivos eran los movimientos de guerrillas y grupos terroristas de Latinoamérica. Como de costumbre, iba vestido como un campesino peruano, con camisa holgada y sandalias de cuero. Se consideraba un samurái moderno, un auténtico guerrero-poeta. En cierta ocasión había intentado enseñar a Michael a matar con una American Express. Inconscientemente, Michael contuvo el aliento cuando tendió la mano a Resplandor y la vio desaparecer en su enorme garra. Carter salió de su despacho con un palo de golf en una mano y un montón de expedientes en la otra. —¿Dónde me siento? —preguntó Michael. —En la esquina de Osama bin Laden con Carlos el Chacal. —¿De qué narices estás hablando? —Este sitio es tan grande que hemos inventado direcciones para que la gente se encuentre —explicó Carter al tiempo que señalaba los pequeños rótulos azules pegados en la parte superior de los cubículos—. La verdad es que lo pasamos bastante bien ideando nombre de calles. Condujo a Michael por el bulevar Abu Nidal, un largo pasillo flanqueado de cubículos, y dobló a la derecha por la calle Osama bin Laden. Se detuvo al llegar a un cubículo ciego en la esquina de la avenida Carlos el Chacal. La mesa estaba repleta de expedientes viejos, y alguien había birlado el monitor del ordenador. —En teoría tienen que traerte uno nuevo hoy mismo —comentó Carter. —Eso significa dentro de un mes con suerte. —Enviaré a alguien para que se lleve estos expedientes. Tienes que ponerte a trabajar. Cynthia te pondrá al día. Se refería a Cynthia Martin, un ángel rubio de origen británico y encargada de la sección de terrorismo en Irlanda del Norte. Había estudiado movimientos sociales en la Facultad de Económicas de Londres y dado clase durante un tiempo en Georgetown antes de entrar en la Agencia. Sabía más del IRA de lo que Michael llegaría a aprender jamás. Irlanda del Norte era su territorio; era ella quien debería encabezar el equipo especial. Cynthia miró la mesa de Michael con el entrecejo fruncido. —¿Por qué no vamos a mi cubículo? Guió a Michael hasta su mesa y se sentó. —Mira, Michael, no voy a fingir que no estoy cabreada. Cynthia era conocida por su franqueza y su lengua afilada. De hecho, a Michael le extrañaba que no le hubiera soltado aquel exabrupto hasta entonces. —Soy yo quien debería dirigir el equipo, no alguien que lleva un año sin poner los pies en el centro. —Yo también me alegro de verte, Cynthia. —Este sitio sigue siendo un club masculino, por mucho que la directora sea una mujer. Y aunque tengo pasaporte estadounidense, en la séptima planta me siguen considerando la zorra inglesa. 102

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—¿Has terminado? —Sí, he terminado. Tenía que sacarlo. —De repente le sonrió—. ¿Cómo estás? —Bien. —¿Y las heridas? —Curadas. —¿Me reprochas que esté enfadada? —Claro que no; tienes todo el derecho del mundo... Adrian me ha dado autoridad para organizar el equipo como mejor me parezca — añadió tras una pausa—. Necesito un segundo competente. —¿Me estás ofreciendo el trabajo? Michael asintió. —Pues supongo que acepto. Michael alargó la mano, y Cynthia se la estrechó. —Bienvenida a bordo, Cynthia. —Gracias, Michael. Bueno, tenemos mucho que hacer, así que manos a la obra. Cuatro horas más tarde, Adrian Carter asomó la cabeza al cubículo de Cynthia. —Quiero que veas una cosa, Michael. Michael lo siguió a su despacho. Carter cerró la puerta y le alargó un gran sobre de papel manila. —¿Qué es? —La Oficina de Servicios Técnicos ha estado manipulando el vídeo del asesinato de Ahmed Hussein —dijo Carter—. Han limpiado la imagen por ordenador. Michael abrió el sobre y sacó una fotografía de gran formato en la que se veía una mano sujetando un arma. En el dorso de la mano, entre la muñeca y los primeros nudillos, se veía una cicatriz fruncida. —Es él, Adrian. Maldita sea, es él. —Hemos dado aviso a la Interpol y a los servicios de inteligencia amigos de todo el mundo. Servicios Técnicos está usando las imágenes que tenemos para crear un retrato. Como sabes, las imágenes son poco claras, no sabemos qué aspecto tiene. Quieren que les eches una mano. —No llegué a verle bien la cara —observó Michael—, pero me hice una idea. —Ve a Servicios Técnicos ahora mismo. Quiero que ese retrato circule lo antes posible. Michael se quedó mirando la cicatriz de la fotografía. —Si quiere trabajar, tendrá que moverse —señaló Carter—. Y si se mueve, le pisaremos los talones. Michael esbozó una sonrisa y le entregó la foto. —¿Te alegras de haber aceptado mi invitación? —Desde luego, joder. Michael perdió el vuelo de las siete por cinco minutos. Llamó a casa 103

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para decirle a Elizabeth que llegaría más tarde, pero no obtuvo respuesta, así que dejó un mensaje y tomó una cerveza en el bar del aeropuerto mientras esperaba para embarcar. Una vez en el avión se dedicó a mirar por la ventanilla mientras por su mente cruzaban imágenes de Irlanda del Norte. Había pasado buena parte del día encerrado en el cubículo de Cynthia Martin, estudiando las organizaciones paramilitares del Ulster. Cabía la posibilidad de que cualquiera de los grupos protestantes ya existentes hubieran perpetrado los atentados y empleado el seudónimo de Brigada de Liberación del Ulster para despistar. Asimismo, era posible que la Brigada de Liberación del Ulster fuera un grupo nuevo consistente en miembros sin experiencia paramilitar previa. Michael tenía la teoría de que la Brigada era un grupo pequeño, muy bien organizado y experimentado de radicales protestantes que habían desertado de las bandas conocidas a causa del alto el fuego. Los tres atentados demostraban demasiada profesionalidad y habían tenido demasiado éxito para ser obra de operativos inexpertos. A todas luces, los cabecillas eran despiadados y harían lo que fuera para proteger la seguridad de la organización, lo que quedaba demostrado por el hecho de que los tres terroristas responsables de la ejecución de los ataques estaban muertos. Identificar a sus miembros resultaría difícil, si no imposible. Michael había pasado casi todo el día revisando los expedientes de todos los integrantes conocidos de las organizaciones paramilitares. Los rostros surcaban su mente como imágenes de una película: fotografías policiales, fotografías tomadas por equipos de vigilancia, retratos robot... De repente le acudió a la mente otra cara, la imagen difusa e incompleta de Octubre. Michael había sospechado que seguía vivo; ahora tenía en sus manos la prueba, la instantánea de una cicatriz. Sin embargo, sabía que las posibilidades de echarle el guante eran mínimas. Lo único que podía hacer era dar aviso y esperar la siguiente pista. Michael pidió una cerveza a la azafata y volvió a llamar a casa, pero sin éxito. Por lo general hablaba con Elizabeth varias veces al día porque su mujer llamaba constantemente para preguntar por los niños, pero ese día no habían hablado desde la ceremonia. Sólo llevaba un día en la Agencia, pero ya percibía cierta distancia entre ellos. Se sentía culpable, pero también satisfecho, útil y activo, emociones que llevaba muchos meses sin experimentar. Detestaba reconocerlo, pero la Agencia también era su hogar, en ocasiones un hogar disfuncional, con padres que se peleaban e hijos incorregibles, pero hogar al fin y al cabo. Encontró a Elizabeth tumbada en la cama y rodeada de papeles. La besó en el cuello, pero ella se lo restregó como si le escociera. Michael se desvistió, se preparó un bocadillo y luego se acostó junto a ella. 104

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—Te preguntaría cómo te ha ido el día, pero no me lo podrías contar —masculló Elizabeth. —Me gusta volver a trabajar —reconoció Michael, aunque de inmediato lamentó haberlo dicho. —Tus hijos están bien, por cierto. Michael dejó el bocadillo en la mesilla de noche y le quitó la carpeta de las manos. —¿Cuánto tiempo va a durar esto? —preguntó. —¿Cuánto tiempo va a durar qué? —Ya sabes a qué me refiero, Elizabeth. Quiero saber cuánto tiempo vas a tratarme como a un paria. —No puedo fingir que esta situación me gusta, Michael. No puedo fingir que no me siento agobiada por el trabajo, los niños y los continuos viajes de mi marido a Washington. Encendió un cigarrillo con rabia. —Detesto ese lugar. Detesto lo que te hace. Detesto lo que nos hace a los dos. —Tu padre presenta sus credenciales a la reina la semana que viene. Tengo que ir a Londres un par de días. ¿Por qué no me acompañas y así pasamos algún tiempo juntos? —Porque no puede largarme a Londres así como así —espetó Elizabeth—. Tengo un juicio. Tengo hijos... y tú también, por si lo habías olvidado. —Claro que no. —Acabas de ir a Londres. ¿Por qué tienes que volver tan pronto? —Tengo que renovar algunos contactos. —¿En Londres? —No, en Belfast.

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LONDRES La residencia oficial del embajador estadounidense en Gran Bretaña es Winfield House, una mansión estilo rey Jorge de ladrillo rojo situada en un terreno de casi media hectárea en medio de Regent's Park. Barbara Hutton, la heredera de la fortuna de los Woolworth, la hizo construir en 1934, al instalarse en Londres con su esposo danés, el conde de Haugwitz-Reventlow. Se divorció del conde en 1938 y regresó a los Estados Unidos, donde se casó con Cary Grant. Después de la guerra vendió Winfield House al gobierno estadounidense por la cantidad de un dólar, y el embajador Winthrop Aldrich se instaló allí en 1955. Douglas Cannon se había alojado ya dos veces en Winfield House con motivo de sendos viajes oficiales a Londres, pero al instalarse volvió a sentirse impresionado por su amplitud y elegancia. Mientras examinaba las magníficas y aireadas estancias de la planta baja, le resultó difícil creer que Barbara Hutton hubiera concebido Winfield House como residencia privada. Cuando Michael llegó dos días más tarde, Douglas lo condujo de una sala a otra, mostrándole el mobiliario y la decoración como si hubiera seleccionado y pagado personalmente cada pieza. Su habitación predilecta era la Sala Verde, un espacio enorme y luminoso que daba al jardín lateral, con las paredes cubiertas de papel chino pintado a mano, arrancado con inmenso cuidado de las paredes de un castillo irlandés. Ahí podía sentarse junto al fuego, bajo los grandes espejos Chippendale, y contemplar a los pavos y conejos que correteaban entre los vallecitos y sauces del jardín. La enorme casa era tan silenciosa que la mañana en que Douglas

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tenía audiencia con la reina, Michael despertó al oír repicar a lo lejos las campanas del Big Ben. Mientras se ponía la corbata blanca y el frac junto a la ventana de la habitación de invitados, vio a un zorro rojo acechando a un cisne blanco en el jardín aún en penumbra. Fueron a la embajada en el coche oficial de Douglas, protegidos por un equipo de guardaespaldas del Cuerpo Especial. Poco antes de las once de la mañana, el ruido de los cascos de caballos llenaba Grosvenor Square. Michael miró por la ventanilla y vio al introductor de embajadores, que hizo su entrada en el primero de tres carruajes. El personal de la embajada empezó a aplaudir cuando Douglas salió del ascensor y echó a andar entre dos hileras de marines. Douglas se sentó en el primer carruaje, junto al introductor de embajadores, mientras que Michael subía al tercero en compañía de tres altos cargos de la embajada. Uno de ellos era el jefe de la CIA en Londres, David Wheaton, un anglófilo descarado. Con su abrigo y su cabello gris engominado, parecía un actor del casting de Retorno a Brideshead. Wheaton nunca había ocultado su animadversión hacia Michael. Una eternidad atrás, Wheaton había trabajado para el padre de Michael, reclutando espías rusos. El padre de Michael consideraba que Wheaton carecía de las habilidades sociales y la astucia callejera necesarias para ser un buen reclutador y redactó un informe devastador, que a punto estuvo de costarle la carrera. La Agencia decidió dar otra oportunidad a Wheaton. A los hombres como él, con el pedigree y la educación adecuados, siempre les daban una segunda oportunidad. Lo enviaron a África meridional como jefe de la estación de Luanda. Al cabo de seis meses fue detenido en un control policial cuando se dirigía a una reunión con un agente. En la guantera llevaba su «caja negra», es decir, la lista de nombres, procedimientos de contacto y calendarios de pago de todos los agentes de la CIA en Angola. Wheaton fue declarado persona non grata, y una red entera de agentes fueron detenidos, torturados y asesinados. La pérdida de catorce hombres no pareció perturbar en exceso su conciencia. En su informe sobre la catástrofe culpó a los agentes de desmoronarse durante los interrogatorios. Finalmente, la Agencia retiró a Wheaton del servicio clandestino y lo asignó a la sección soviética del cuartel general, donde prosperó en el arte de la burocracia del chismorreo y la intriga. Londres era la vuelta de honor para una carrera mediocre y en ocasiones desastrosa. Dirigía la estación como si se tratara de su feudo privado. Michael había oído rumores de rebelión. La abreviatura que la Agencia empleaba para el jefe de estación era JE, que entre los agentes de Londres se traducía por Jodido Energúmeno. —Vaya, vaya, pero si es el héroe de Heathrow —se mofó Wheaton cuando Michael subió al carruaje y se acomodó en el asiento de madera. Durante el atentado de Heathrow, Michael había reducido a un tirador y matado a otro. La Agencia le había otorgado una mención al 107

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valor, algo que Wheaton jamás le había perdonado. —¿Cómo estás, David? —Creía que te habías retirado. —Y es cierto, pero te echaba tanto de menos que he vuelto. —Tenemos que hablar. —Me muero de impaciencia. —Ya me lo imagino. Turistas y transeúntes contemplaban boquiabiertos los carruajes mientras éstos avanzaban por el denso tráfico de Grosvenor Square, Park Lane, Hyde Park Corner y Constitution Hill, aunque parecían decepcionados al descubrir que no se trataba más que de un grupo de diplomáticos de mediana edad y no de algún miembro de la familia real. Cuando los carruajes cruzaron la verja de Buckingham Palace, una pequeña banda, la misma que acompaña el cambio de guardia, atacó una inspirada versión de Yankee Doodle Dandy. Douglas se apeó, y a su encuentro acudieron el secretario privado de la reina y el jefe de protocolo del Ministerio de Exteriores. Una vez en el interior del palacio, subieron la grandiosa escalera y cruzaron toda una serie de estancias doradas que dejaban Winfield House a la altura del betún. Michael y los altos cargos de la embajada los seguían a algunos pasos de distancia. Por fin llegaron ante una puerta de doble hoja. Esperaron unos instantes hasta que a una señal secreta la puerta empezó a abrirse. La reina Isabel II estaba de pie en el centro de una sala cavernosa. Llevaba un traje azul oscuro, y de su muñeca pendía el sempiterno bolso. El subsecretario permanente del Ministerio de Exteriores, sir Patrick Wright, esperaba a su lado. Douglas atravesó la sala a paso un poco demasiado rápido y se inclinó ante ella de forma correcta. Acto seguido le alargó el sobre que contenía sus credenciales y recitó la frase de rigor. —Majestad, tengo el honor de presentar la carta de retirada de mi predecesor y mis credenciales. La reina Isabel cogió el sobre y se lo entregó a sir Patrick sin examinar su contenido. —Estoy muy complacida de que el presidente Beckwith haya tenido la visión y el sentido común de nombrar a alguien de su calidad embajador en Londres en un momento como éste —dijo—. Para serle franca, embajador Cannon, no entiendo por qué sus presidentes suelen nombrar embajadores en Londres a sus partidarios políticos en lugar de profesionales como usted. —Bueno, Majestad, tampoco yo soy un profesional. En el fondo de mi corazón soy político. Que yo sepa, sólo un profesional ha sido embajador en Londres; me refiero a Raymond Seitz, que representaba a George Bush. —Era un hombre encantador —aseguró la reina—, pero estamos impacientes por empezar a trabajar con usted. Tiene usted mucha 108

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experiencia en asuntos internacionales, y si no recuerdo mal, presidió ese comité del Senado... Ay, Patrick, ¿cómo se llama...? —El Comité de Relaciones Internacionales —terció sir Patrick. —Es cierto. —En estos momentos, la situación en Irlanda del Norte es muy tensa, y necesitamos el respaldo de su gobierno para llevar el proceso de paz a buen puerto. —Será un honor para mí colaborar con usted, Majestad. —Lo mismo digo. Douglas percibió que la reina estaba inquieta; la conversación había llegado a su conclusión natural. —¿Me permite que le presente a los altos cargos de la embajada, Majestad? La reina asintió. La puerta se abrió, y por ella entraron diez diplomáticos. Douglas los presentó uno a uno. Cuando describió a Wheaton como jefe de relaciones políticas, la reina le lanzó una mirada dubitativa. —Soy viudo, Majestad, mi esposa murió hace algunos años. Mi hija no ha podido acompañarme, pero me gustaría presentarle a mi yerno, Michael Osbourne —pidió Douglas. La reina volvió a asentir, y Michael cruzó el umbral. Un destello de reconocimiento brilló en los ojos de la reina. —¿No es usted el hombre que estuvo implicado en lo de Heathrow el año pasado? —murmuró, inclinándose hacia él. —Sí, Majestad, pero... —No se preocupe, señor Osbourne —lo atajó la reina en un susurro conspiratorio—. Le sorprendería saber las cosas que me cuentan; le aseguro que sé guardar un secreto. —Estoy convencido de ello, Majestad —repuso Michael con una sonrisa. —Si alguna vez deja su trabajo, me gustaría honrarle como Dios manda por lo que hizo aquel día. Su intervención salvó innumerables vidas. Lamento que no hayamos tenido ocasión de conocernos hasta ahora. —Trato hecho, Majestad. —Estupendo. Michael retrocedió para situarse junto a los diplomáticos y sonrió a Wheaton, pero éste le devolvió una mueca como si acabara de tragarse el alfiler de la corbata. Volvieron sobre sus pasos por las estancias de Buckingham Palace. Wheaton apareció junto a Michael y lo asió del codo. Wheaton jugaba al tenis y tenía mucha fuerza en la mano derecha a base de apretar la pelota para aliviar la ansiedad del poder. Michael contuvo el impulso de desasirse. Wheaton era un abusón, seguramente porque también él había sufrido abusos. —Te voy a decir una cosa en plan oficial, Michael —anunció Wheaton. Siempre decía cosas «en plan oficial» o «en plan confidencial», lo 109

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que a Michael le parecía absurdo para un agente de inteligencia. —Creo que tu pequeño viaje a Belfast es una idea de mierda. —¿Te parece apropiado emplear semejante lenguaje aquí, David? —Que te den por el culo, Michael —susurró Wheaton. Michael se zafó de él. —Kevin Maguire ya no es agente tuyo. Michael le lanzó una mirada desaprobadora por haber cometido el delito capital de pronunciar el nombre de un agente en voz alta en una habitación no segura. Wheaton consideraba la inteligencia como un juego al que había que jugar para ganar, y sostener una conversación susurrada sobre un agente mientras paseaba por Buckingham Palace encajaba a las mil maravillas en la imagen que tenía de sí mismo. —Si quieres hablar con él por el bien del equipo especial, debería encargarse de ello su agente de control de la estación de Londres. —Heraldo era mi agente —dijo Michael, empleando el nombre en clave de Maguire—. Yo lo recluté y lo supervisé, y fui yo quien lo convencí para que nos diera una información que salvó un montón de vidas. —No es el momento de recordar el pasado, sobre todo en una ciudad como Belfast. ¿Por qué no le pides lo que necesitas al agente de control de Heraldo? Él se ocupará de todo. —Quiero hacerlo yo. —Michael, sé que hemos tenido nuestras diferencias, pero te doy este consejo de buena fe. Ahora eres un burócrata, no un agente de campo. Tienes cuarenta y ocho años, y por poco te matan el año pasado. Incluso los mejores de nosotros perderíamos comba. Deja que envíe a mi hombre a reunirse con Heraldo. —No he perdido comba —contradijo Michael—. Y en cuanto a Irlanda del Norte, no ha cambiado en cuatrocientos años. Creo que sabré cuidar de mí mismo. Salieron al brillante sol que bañaba el patio. —Heraldo quiere utilizar tus antiguos procedimientos para la reunión —explicó Wheaton—. Si no se aviene a celebrar la reunión en los primeros dos días, quiere que te largues de Belfast. ¿Entendido? —Entendido, David. —Y si la cagas, acabo contigo.

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BELFAST Los vuelos con destino a Irlanda del Norte salen de una sección separada de la Terminal Uno, donde los pasajeros tienen que pasar por un dispositivo de seguridad antes de embarcar. Michael se hacía pasar por un escritor de libros de viajes que preparaba un artículo para una revista sobre las delicias del paisaje del Ulster. Durante el vuelo se dedicó a leer guías y mapas. El hombre de negocios inglés sentado junto a él le preguntó si era su primera visita a Belfast. Michael esbozó una sonrisa bobalicona y asintió. El avión sobrevoló Liverpool y a continuación el mar de Irlanda. El piloto anunció que acababan de abandonar el espacio aéreo del Reino Unido y que aterrizarían en Belfast al cabo de veinticinco minutos. Michael rió para sus adentros; incluso a los británicos les costaba recordar que Irlanda del Norte forma parte del Reino Unido. El avión descendió por entre las nubes. Irlanda del Norte es como una inmensa granja interrumpida tan sólo por dos ciudades grandes, Belfast y Londonderry, y centenares de ciudades pequeñas, pueblos y aldeas. La campiña está dividida en miles de propiedades cuadradas, algunas verde esmeralda, otras color lima y aceituna, muchas en barbecho y pardas. Al este, donde las aguas del brazo de mar de Belfast se abrían al mar de Irlanda, Michael divisó el castillo de Carrickfergus. Belfast yacía a los pies de la Montaña Negra, a horcajadas sobre el brazo de mar. Antaño había sido un próspero centro de producción de lino y construcción de navíos, en cuyos astilleros había nacido el Titanic, pero ahora se parecía a cualquier ciudad industrial británica venida a menos, un laberinto humeante de edificios de ladrillo.

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El avión aterrizó en el aeropuerto de Aldergrove. Michael se entretuvo un rato en el vestíbulo para comprobar si lo vigilaban. Tomó un té en la cafetería y paseó por la tienda de regalos. Una de las paredes aparecía forrada de libros sobre el conflicto. Asimismo había infinidad de camisetas y gorras con la inscripción ¡IRLANDA DEL NORTE!, como si fuera Cannes o Jamaica. El viento estuvo a punto de arrancarle el abrigo del cuerpo cuando salió de la terminal. Pasó por delante de la parada de taxis y subió a un autobús que se dirigía al centro de la ciudad. Belfast conjura imágenes de conflictos civiles, pólvora y humo, pero el primer olor que azotó las narices de Michael fue el del estiércol. El autobús pasó por un puesto de control, donde una pareja de agentes de la policía del Ulster estaba poniendo patas arriba una furgoneta. Llegaron al centro de Belfast un cuarto de hora más tarde. El centro de Belfast es un lugar desprovisto de todo encanto, frío y pulcro, demasiado nuevo en algunos puntos, demasiado viejo en otros. Había sufrido incontables atentados con bomba del IRA, veintidós de ellos el 21 de julio de 1972, el llamado Viernes Sangriento. Irlanda del Norte era el único país de la tierra que ponía nervioso a Michael. La violencia poseía una cualidad cruel, incoherente y medieval que lo inquietaba sobremanera. Era una de las pocas ciudades del mundo en las que Michael tenía problemas lingüísticos. Hablaba italiano, español, francés, hebreo razonablemente, alemán y griego de forma pasable, pero el inglés de acento duro que se hablaba en West Belfast lo desconcertaba. Y el gaélico, que muchos católicos hablaban con total fluidez, era un galimatías para él, como gravilla removida con una pala. Sin embargo, la gente le parecía especialmente amable, sobre todo con los extranjeros; en seguida te invitaban a un café o té ofrecían un cigarrillo, siempre con el sentido del humor negro que traía consigo el hecho de vivir en un mundo enloquecido. Se inscribió en el hotel Europa y pasó diez minutos registrando su habitación en busca de micrófonos. Consiguió conciliar el sueño, pero lo despertó una sirena y una voz grabada que le ordenaba evacuar el hotel de inmediato. Llamó a recepción, y la empleada le comunicó con voz risueña que sólo estaban efectuando pruebas. Pidió café al servicio de habitaciones, se duchó y después de vestirse bajó. Había encargado al conserje que le alquilara un coche, y un Ford Escort de color rojo lo esperaba en el sendero circular de entrada. Michael entró de nuevo en el hotel y preguntó al conserje si la empresa tenía algún vehículo de un color más discreto. —Me temo que es lo único que tienen en estos momentos, señor. Michael subió al coche y condujo hacia el norte por Great Victoria Street. Luego dobló por un callejón lateral, paró y se apeó. Abrió el capó y empezó a soltar cables hasta que el motor se detuvo. Cerró el capó, quitó la llave del contacto y regresó al Europa a pie. Al llegar informó al conserje que el coche lo había dejado tirado y le indicó dónde lo encontraría. 112

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Veinte minutos más tarde llegó otro coche, un Vauxhall azul marino. Kevin Maguire, cuyo nombre en clave era Heraldo, había utilizado una docena de secuencias de encuentro distintas a lo largo de los años, pero había solicitado emplear la primera esa noche, consistente en tres lugares repartidos por todo el centro de Belfast a intervalos de una hora. Ambos hombres debían acudir al primer lugar; si cualquiera de ellos detectaba que lo seguían o se sentía inquieto por la razón que fuera, debían ir al segundo; y si el segundo tampoco funcionaba, irían al tercero. Si el tercero también les fallaba, lo dejarían e intentarían reunirse la noche siguiente en tres lugares nuevos. Michael se dirigió al primer punto de encuentro, el muelle Donegall, cerca del puente Queen Elizabeth, tendido sobre el río Lagan. Conocía bien las calles de Belfast, y durante veinte minutos aplicó la TDV, es decir, la técnica de detección de vigilancia estándar. Fue recorriendo las calles del centro de la ciudad sin dejar de mirar por el espejo retrovisor, y por fin llegó al muelle, pero no había rastro de Maguire, de modo que continuó adelante sin detenerse. No era propio de Maguire dejar de acudir a una cita; era un terrorista profesional muy curtido, no la clase de agente que ve peligros donde no los hay. Kevin Maguire había crecido en la barriada de Ballymurphy durante los años setenta, hijo de un estibador en paro y una modista. Por las noches salía a la calle con los demás chicos y combatía al ejército británico y a la policía con piedras y cócteles molotov. En cierta ocasión había mostrado a Michael una fotografía en la que se le veía de niño, un granujilla de pelo muy corto, cazadora de cuero y un collar de casquillos de bala. Se había convertido en una especie de héroe en Ballymurphy porque era experto en volcar furgones blindados con barriles de cerveza vacíos. Al igual que la mayoría de los católicos de West Belfast, admiraba y temía a los hombres del IRA; los admiraba porque protegían a la población de los escuadrones de la muerte de la Fuerza de Voluntarios del Ulster y la UDA, y los temía porque te volaban la rótula de un balazo o te daban una paliza monumental si te pasabas de la raya. El padre de Maguire había perdido ambas rótulas por vender mercancía robada de puerta en puerta para engrosar un poco el subsidio familiar que recibía. Maguire había sido miembro del Na Fianna Eirean, una especie de boy scouts republicanos, y su padre había insistido en que permaneciera en la organización incluso después de perder las rodillas. A los veintidós se presentó voluntario al IRA e hizo el juramento secreto durante una ceremonia celebrada en el salón de la casa de sus padres en Ballymurphy. Nunca olvidaría la expresión en el rostro de su padre, una extraña mezcla de orgullo y humillación al ver que su hijo era ahora miembro de la organización que lo había dejado sin piernas. Lo destinaron a la Brigada de Belfast y con el tiempo entró a formar parte de una unidad de servicio activo de élite 113

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en Gran Bretaña. Maguire estableció buenos contactos dentro del Consejo Militar, el mando militar del IRA, así como en su Unidad de Inteligencia de Belfast, contactos que demostraron tener un valor incalculable cuando cruzó la línea y se hizo espía. El acontecimiento que empujó a Maguire a la traición fue el atentado del IRA en un desfile del Día de Conmemoración en Enniskillen, condado de Fermanagh, el 8 de noviembre de 1987. Once personas murieron y sesenta y tres resultaron heridas al estallar sin previo aviso una bomba de gran potencia. El IRA intentó mitigar la furia popular alegando que había sido un error. Pero Maguire sabía la verdad porque había formado parte de la unidad encargada del atentado. Estaba furioso con el Consejo Militar por atacar un objetivo civil «blando», y en secreto juró impedir que el IRA siguiera perpetrando atentados similares en lo sucesivo. El odio y la desconfianza que le inspiraban los británicos descartaban la posibilidad de trabajar para la inteligencia británica o el Cuerpo Especial de la policía del Ulster, de modo que en su siguiente viaje a Londres acudió a la CIA. Michael fue enviado a Belfast para entrar en contacto con él. Maguire rechazó la oferta económica, las treinta monedas de plata, como él las llamaba, y pese a que era un terrorista del IRA, Michael llegó a considerarlo un hombre decente. La CIA y sus homólogos británicos tienen un pacto implícito. La Agencia no «recolecta» en suelo británico, es decir, no intenta infiltrarse en el IRA ni reclutar agentes dentro de la inteligencia británica. Tras establecer contacto con Maguire, la Agencia fue a ver a los británicos. En un principio, el MI5 vaciló, pero por fin accedió a permitir que Michael siguiera reuniéndose con Maguire siempre y cuando los británicos conocieran el contenido de sus conversaciones al mismo tiempo que Langley. A lo largo de los años siguientes, Maguire proporcionó a Michael una corriente constante de información sobre operaciones del IRA, brindando a la Agencia y los británicos una ventana de acceso a la cúpula de la organización. Maguire se convirtió en el informador del IRA más importante de la historia del conflicto. Cuando Michael dejó de ser agente de campo, asignaron a Maguire otro supervisor estadounidense, un hombre llamado Jack Buchanan de la estación de Londres. Michael no había visto ni hablado con Maguire desde entonces. Michael condujo hacia el sur por Ormeau Road. El segundo punto de encuentro era el Jardín botánico, en el cruce de Stranmilis Road y University Road. Michael seguía convencido de que no lo seguían, pero Maguire tampoco apareció allí. El último punto de encuentro era un campo de rugby situado en un barrio de Belfast conocido por el nombre de Newtownbreda, y fue allí, una hora más tarde, donde Michael encontró a Kevin Maguire, sentado bajo la meta. —¿Por qué has pasado de los dos primeros? —inquirió Michael después de que Maguire subiera al coche y cerrara la portezuela. 114

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—No es que haya visto nada, pero... percibía malas vibraciones. Maguire encendió un cigarrillo. Parecía más un revolucionario de salón que un espía. Llevaba gabardina negra, jersey negro y vaqueros también negros. Belfast había envejecido a Maguire desde la última vez que Michael lo viera. Tenía el corto cabello negro salpicado de canas y los ojos rodeados de arrugas. Ahora llevaba gafas europeas muy modernas, lentes de montura metálica redonda que le venían pequeñas. —¿De dónde has sacado el coche? —preguntó Maguire. —Del conserje del Europa. Solté los cables del motor del primero, y me enviaron éste al cabo de veinte minutos. Está limpio. —No hablo en habitaciones cerradas ni coches, ¿o es que lo has olvidado todo desde que te metieron en una oficina? —No. ¿Adónde quieres ir? —¿Qué te parece la montaña, como en los viejos tiempos? Para un momento, que voy a comprar unas cervezas. Michael atravesó Belfast en dirección al norte y luego subió la montaña por una carretera muy angosta. La lluvia había cesado cuando se detuvo en una pequeña explanada y paró el motor. Bajaron del coche y se sentaron sobre el capó del Vauxhall, bebiendo cerveza caliente y escuchando los chasquidos del motor al enfriarse. Belfast yacía a sus pies. Las nubes se cernían sobre la ciudad como un pañuelo de seda echado sobre la pantalla de una lámpara. De noche era una ciudad tenebrosa. En el centro brillaban las farolas amarillas, pero al oeste, en los Falls, Shankill y Ardoyne, daba la impresión de que se había producido un apagón. Por lo general, Maguire se sentía sereno en aquel lugar (el lugar en el que había perdido la virginidad, como la mitad de los chicos de Ballymurphy), pero esa noche estaba nervioso, fumando demasiado, apurando la cerveza a grandes tragos, sudando a pesar del frío. Empezó a contar a Michael viejas historias. Le habló de cómo había sido crecer en Ballymurphy, luchar contra los británicos y quemar sus «pigs», hacer el amor por primera vez en la Montaña Negra. —Se llamaba Catherine; era una chica católica. Me sentía tan culpable que al día siguiente fui a confesarme y se lo solté todo al padre Seamus. La verdad es que a lo largo de los años le solté muchas cosas al padre Seamus, iba a confesar cada vez que me cargaba a un soldado británico o a un policía, y cada vez que ponía una bomba en el centro de Belfast o en Londres. Contó a Michael la historia de amor que había vivido con una chica protestante de Shankill justo antes de entrar a formar parte del IRA. Se quedó embarazada, y los padres de ambos les prohibieron verse nunca más. —Sabíamos que era lo mejor —comentó—, porque habríamos sido unos marginados en las dos comunidades. Habríamos tenido que irnos de Irlanda del Norte, vivir en Inglaterra o emigrar a América. 115

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Tuvo el bebé, un niño. No lo he visto nunca... ¿Sabes una cosa, Michael? —añadió tras una pausa—. Nunca he puesto una bomba en Shankill. —Porque te daba miedo la posibilidad de matar a tu hijo. —Sí, porque me daba miedo la posibilidad de matar a mi hijo, un hijo al que no he visto nunca —abrió otra cerveza—. No sé qué coño hemos hecho los últimos treinta años. No sé para qué hemos hecho lo que hemos hecho. He dado veinte años de mi vida al IRA, veinte años a la puta causa. Ya he cumplido los cuarenta y cinco, no tengo mujer ni familia. ¿Y todo para qué? ¿Un acuerdo al que se podría haber llegado una docena de veces desde el sesenta y nueve? —Era lo mejor que podía esperar el IRA —señaló Michael—. No hay nada de malo en hacer compromisos. —Y ahora a Jerry Adams se le ha ocurrido una idea genial — prosiguió Maguire sin hacer caso de las palabras de Michael—. Quiere convertir Falls en una zona turística, abrir unos cuantos hotelitos. ¿Te lo imaginas? Pasen y vean las calles en las que protestantes y católicos han luchado durante tres décadas. ¡Por el amor de Dios, lo que hay que ver! Han hecho falta tres mil muertos para ir a parar por fin a la sección de viajes del New York Times. Apuró la cerveza y arrojó la lata vacía, que rodó por la ladera de la montaña. —Lo que los americanos no entendéis es que aquí nunca habrá paz. Puede que dejemos de matarnos unos a otros durante un tiempo, pero en definitiva no cambiará nada. Nada. Arrojó la colilla al mismo lugar que la lata y siguió con la mirada el recorrido de la punta encendida. —Pero en fin, no creo que hayas venido desde tan lejos para oírme parlotear sobre política y los fracasos del IRA. —No. Quiero saber quién mató a Eamonn Dillon. —Los cabrones del IRA también. —¿Qué sabes? —Sospechamos que Dillon llevaba mucho tiempo siendo un objetivo. —¿Por qué? —En cuanto mataron a Dillon, los chicos de la unidad de inteligencia pusieron manos a la obra. Sospechaban que alguien del Sinn Fein lo había traicionado, porque el asesino apareció en el lugar exacto a la hora exacta. Cabía la posibilidad de que los lealistas lo hubieran estado siguiendo, pero no era muy probable. Les resulta difícil operar en un lugar como Falls sin que los identifiquen, y Dillon era cauteloso. —Entonces, ¿qué pasó? —Inteligencia puso patas arriba la central del Sinn Fein. Registraron cada centímetro del edificio en busca de transmisores y cámaras de vídeo en miniatura. Además acojonaron a todo el personal y los voluntarios, y por fin encontraron lo que buscaban. —¿Qué? 116

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—Una de las voluntarias, una chica llamada Kathleen que contestaba al teléfono, había trabado amistad con una protestante. —¿Cómo se llamaba? —Se hacía llamar Stella. Kathleen no creía que hubiera nada malo en su amistad a causa del acuerdo de paz. El IRA la presionó muchísimo y acabó confesando que había contado a Stella cosas sobre los dirigentes del Sinn Fein, entre ellos Eamonn Dillon. —¿Sigue Kathleen entre nosotros? —Pues no —repuso Maguire—. Dillon era muy querido en el IRA. Fue miembro de la Brigada de Belfast en los setenta, a las órdenes de Gerry Adams. Pasó diez años en la cárcel por tenencia de armas. El IRA quería pegar a la chica un tiro en la nuca, pero Gerry Adams intercedió por ella y le salvó la vida. —Supongo que Kathleen dio al IRA una descripción de Stella. —Alta, atractiva, pelo negro, ojos grises, buenos pómulos, mandíbula cuadrada. Por desgracia, es lo único que tienen. Stella era una auténtica profesional y muy cuidadosa. Nunca se encontraba con Kathleen en lugares con cámaras de vigilancia. —¿Qué sabe el IRA de la Brigada de Liberación del Ulster? —Nada —repuso Maguire—. Pero te diré una cosa. El IRA no se va a quedar de brazos cruzados para siempre. Si las fuerzas de seguridad no solucionan el asunto muy pronto, esto va a estallar como un polvorín. Michael dejó a Maguire en el cruce de Divis Street con Millfield Road. Kevin se apeó y se mezcló entre los transeúntes de Falls sin mirar atrás. Michael recorrió las escasas manzanas que lo separaban del Europa y dejó el Vauxhall al aparcacoches. Maguire no le había revelado gran cosa, pero menos, daba una piedra. La Brigada de Liberación del Ulster parecía disponer de un aparato de inteligencia muy complejo, y una de sus miembros era una mujer de cabello negro y ojos grises. Asimismo, se sentía muy bien consigo mismo; después de pasar mucho tiempo apartado de la acción, había vuelto al terreno de juego y celebrado una reunión clandestina con un agente. Se moría de impaciencia por volver a Londres para transmitir la información al cuartel general. Era tarde, pero tenía hambre y estaba demasiado alterado para quedarse en la habitación del hotel. La recepcionista le indicó un restaurante llamado Arthur's que estaba junto a Great Victoria Street. Se sentó a una mesa pequeña cerca de la puerta con sus guías de viajes como protección. Comió ternera irlandesa con patatas ahogadas en crema y queso, todo ello regado con un clarete bastante decente. Eran las once cuando salió del establecimiento. Un viento frío barría el centro de la ciudad. Caminó hacia el norte por Great Victoria Street, en dirección al Europa. Ante él vio a una chica que andaba hacia él con las manos embutidas en los bolsillos de un abrigo de cuero negro y con un bolso colgado del hombro. La había visto en algún lugar del Europa, en el 117

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bar o tal vez empujado un carro por un pasillo. La chica miraba al frente. La mirada de Belfast, se dijo Michael. En aquella ciudad, nadie parecía mirar a nadie, y menos aún en las aceras desiertas del centro a altas horas de la noche. Cuando estaba a unos siete metros de distancia, la chica pareció tropezar con un desnivel de la acera y cayó. El contenido de su bolso se desparramó por la acera. Michael echó a correr y se arrodilló junto a ella. —¿Está bien? —preguntó. —Sí —asintió la chica—. Sólo se me ha caído el bolso, no tiene importancia. Se sentó en el suelo y empezó a recoger las cosas. —Permítame que la ayude. —No hace falta, de verdad. Michael oyó un coche que aceleraba en Great Victoria Street. Al darse la vuelta vio un Nissan de tamaño mediano que se acercaba a él a toda velocidad con los faros apagados. Justamente entonces percibió una presión en la parte baja de la espalda. —Suba al puto coche, señor Osbourne —ordenó la chica con voz serena—, o le meto una bala en la columna vertebral, se lo juro. El coche se detuvo con un chirrido de neumáticos, y la puerta trasera se abrió. En el asiento posterior había dos hombres con las caras cubiertas por pasamontañas. Uno de ellos bajó de un salto, empujó a Michael al interior del coche y se sentó junto a él. El coche aceleró de nuevo, dejando atrás a la chica. En cuanto salieron del centro de la ciudad, los dos hombres obligaron a Michael a echarse en el suelo y empezaron a asestarle puñetazos y golpes de culata. Michael se llevó los brazos a la cabeza y al rostro en un intento de protegerlos de la paliza, pero no le sirvió de nada. Al cabo de unos instantes vio un destello cegador y perdió el mundo de vista.

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CONDADO DE ARMAGH, IRLANDA DEL NORTE Michael despertó de repente. No sabía cuánto tiempo llevaba inconsciente. Lo habían metido en el maletero del coche. Abrió los ojos, pero no vio más que negrura, pues también le habían cubierto la cabeza con una capucha negra. Volvió a cerrar los ojos e hizo inventario de sus heridas. Los hombres que lo habían atacado no eran la clase de profesionales que propinaban a uno una paliza de muerte sin dejar señales. Sentía el rostro magullado e inflamado, sabor a sangre seca alrededor de la boca. No podía respirar por la nariz, y el cráneo le dolía en una docena de puntos. Tenía varias costillas rotas, así que hasta la inspiración más superficial le causaba un dolor insoportable. También le dolía el vientre y tenía la entrepierna hinchada. Gracias a la capucha que le impedía ver, todos los demás sentidos de Michael se aguzaron en gran medida, y oía todo lo que sucedía en el interior del coche. Oía el chirrido de los muelles de los asientos, la música de la radio, la dura resonancia del gaélico que hablaban los hombres. Por lo que a él concernía, podían estar comentando el tiempo o dónde dejarían su cadáver, porque no entendía una sola palabra. Durante varios minutos, el coche avanzó a bastante velocidad por una carretera lisa. Michael sabía que llovía porque oía el siseo del asfalto mojado. Al cabo de un rato, unos veinte minutos, suponía, el coche efectuó un giro de noventa grados y aminoró la velocidad al enfilar una vía de peor pavimento, llena de cuestas y curvas. Cada bache y cada recodo le provocaban oleadas de dolor desde el cuero cabelludo hasta la entrepierna. Intentó pensar en otra cosa, cualquier

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cosa que no fuera el dolor. Pensó en Elizabeth, en su casa. En Nueva York caía la tarde. Probablemente, Elizabeth estaba dando a los niños el último biberón antes de acostarlos. Por un instante se sintió como un perfecto imbécil por cambiar su idílica vida con Elizabeth por un secuestro y una paliza en Irlanda del Norte. Sin embargo, aquél era un pensamiento derrotista, de modo que lo desterró de su mente al instante. Pensó en su madre por primera vez en muchos años. Suponía que era porque parte de él sospechaba que tal vez no saldría de Irlanda del Norte con vida. Los recuerdos que guardaba de ella se parecían más a los de un antiguo amante que a los de un hijo. Tardes en cafés romanos, paseos por playas mediterráneas, cenas en tabernas griegas, peregrinajes a la Acrópolis a la luz de la luna. En ocasiones, su padre estaba ausente semanas enteras sin que tuvieran noticias suyas, y cuando regresaba no podía contar nada de su trabajo ni de los lugares en los que había estado. Su madre lo castigaba hablando única y exclusivamente en italiano, una lengua que lo desconcertaba. Asimismo, lo castigaba acostándose con desconocidos, hecho que jamás ocultó a Michael. Con frecuencia decía a Michael que su verdadero padre era un rico terrateniente siciliano, lo que explicaba la tez olivácea de Michael, el cabello casi negro y la nariz larga y estrecha. Michael nunca supo a ciencia cierta si bromeaba o no. El secreto compartido de su adulterio forjó un vínculo místico entre ellos. Su madre murió de cáncer de mama cuando Michael tenía dieciocho años. Su padre sabía que su mujer y su hijo tenían secretos para él; el viejo engañador había sido engañado. Durante el año siguiente a la muerte de Alexandra, Michael y su padre apenas se dirigieron la palabra. Se preguntó qué habría sido de Kevin Maguire. La pena por traicionar al IRA era rápida y dura: torturas extremas y un disparo en la nuca. A renglón seguido se preguntó si Maguire había traicionado al IRA o a él. Repasó mentalmente los acontecimientos de la noche. Los dos coches del Europa, el Escort rojo y el Vauxhall azul. Los dos puntos de encuentro a los que Maguire no había acudido, el muelle junto al río Lagan y el Jardín botánico. Luego pensó en el propio Maguire, fumando un cigarrillo tras otro, sudando, recorriendo durante largas horas las calles de la ciudad. ¿Estaba tan nervioso porque temía que lo vigilaran? ¿O se sentía culpable porque estaba a punto de traicionar a su antiguo agente de control? Salieron de la carretera para tomar un camino sin asfaltar. El coche rebotaba y se balanceaba con fuerza. Michael lanzó un gruñido involuntario cuando una oleada de dolor en las costillas rotas lo azotó como una puñalada. —No se preocupe, señor Osbourne —exclamó una voz desde el interior del coche—. Llegaremos dentro de unos minutos. Al cabo de cinco minutos, el coche se detuvo. El maletero se 120

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abrió, y Michael sintió una ráfaga de viento mojado. Dos de los hombres lo asieron de los brazos y tiraron de él. De repente se encontró de pie. Pese a la capucha, percibía el golpeteo de la lluvia sobre las heridas de la cabeza. Intentó dar un paso, pero las piernas no le obedecían, y sus captores lo agarraron para impedir que se desplomara. Michael se aferró a ellos, y entre ambos lo llevaron al interior de una casa de piedra. Atravesaran varias habitaciones y umbrales. Los pies de Michael se arrastraban por los tablones del suelo. Unos instantes más tarde lo sentaron en una silla dura de respaldo recto. —Cuando oiga cerrarse la puerta, señor Osbourne, ya puede quitarse la capucha. Tiene agua caliente y un paño. Lávese. Tiene visita. Michael se quitó la capucha, que estaba tiesa por la sangre seca, y parpadeó a causa de la intensa luz. Se hallaba en una habitación vacía a excepción de una mesa y dos sillas. El gastado papel pintado que cubría las paredes le recordaba la casita de invitados de Cannon Point. Sobre la mesa había una jofaina blanca llena de agua, y junto a ella un paño y un espejito. La puerta disponía de una mirilla por la que lo observaban. Michael se miró al espejo. Tenía los ojos amoratados y casi cerrados por la inflamación. En el tejido blando sobre el ojo izquierdo vio un corte que requería puntos de sutura. Tenía los labios hinchados y partidos, así como un gran rasguño en la mejilla derecha y el cabello aplastado por la sangre. Le habían dejado el espejo por una razón concreta; el IRA había estudiado a fondo el arte del interrogatorio; querían que se sintiera débil, inferior y feo. Los británicos y el Cuerpo Especial de la policía del Ulster llevaban tres décadas aplicando la misma técnica con el IRA. Michael se quitó el abrigo con cuidado y se arremangó el jersey. Luego mojó el paño en el agua caliente y procedió a lavarse la cara, limpiando la sangre de los ojos, la boca y la nariz. Al acabar sumergió el cabello en la jofaina, se lo lavó, se peinó con mucho tiento y volvió a mirarse al espejo. Sus facciones seguían espantosamente distorsionadas, pero al menos había conseguido eliminar casi toda la sangre. En aquel momento llamaron a la puerta. —Vuelva a ponerse la capucha —ordenó la voz. Michael guardó silencio. —He dicho que se vuelva a poner la puta capucha. —Está ensangrentada —replicó Michael—. Quiero una limpia. Oyó pasos al otro lado de la puerta y gritos enojados en gaélico. Al cabo de unos segundos, la puerta se abrió de par en par, y por ella entró un hombre con pasamontañas. Cogió la capucha ensangrentada y la pasó con brusquedad por la cabeza de Michael. —La próxima vez que le ordene ponerse la capucha, se la pone, joder —espetó—. ¿Me ha entendido? Michael no contestó. La puerta se cerró tras el hombre, y de 121

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nuevo se quedó solo. Le habían impuesto su voluntad, pero había logrado una pequeña victoria. Lo dejaron ahí sentado, llevando una capucha que apestaba a su propia sangre, durante veinte minutos más. Oía voces en la casa, y en un momento dado le pareció oír un grito a lo lejos. Por fin oyó que la puerta se abría y cerraba. Un hombre había entrado en la habitación. Michael lo oía respirar y percibía sus olores: cigarrillos, loción capilar, un atisbo de perfume femenino que le recordó a Sarah. El hombre se sentó en la otra silla; debía de ser muy corpulento, pues la madera crujió bajo su peso. —Ya puede quitarse la capucha, señor Osbourne. Era una voz segura de sí misma, de timbre rico, la voz de un líder. Michael se quitó la capucha, la dejó sobre la mesa y miró de hito en hito a la persona sentada al otro lado de la mesa. Era un hombre de facciones romas, frente ancha y chata, pómulos pesados, nariz aplastada de boxeador. La hendidura que le dividía el mentón parecía cortada con un hacha. Llevaba camisa blanca, pantalones color carbón y chaleco a juego. Sus brillantes ojos azules despedían destellos de inteligencia, y por alguna razón sonreía. Michael reconoció el rostro que había visto en los expedientes de Cynthia Martin en una fotografía tomada en la cárcel de Maze, donde aquel hombre había pasado varios años durante los ochenta. —¡Dios mío! Les dije a mis hombres que le pegaran un poquito, pero parece que le han dado una paliza de órdago. Lo siento, a veces los chicos se desmadran un poco. Michael guardó silencio. —Se llama usted Michael Osbourne y trabaja para la Agencia Central de Inteligencia en Langley, Virginia. Hace algunos años reclutó a un agente en el IRA, Kevin Maguire. Supervisó a Maguire en una operación conjunta con el MI5. Al volver a Virginia entregó a Maguire a otro supervisor, un hombre llamado Buchanan. No se moleste en negarlo, señor Osbourne. No tenemos tiempo para eso y además no pretendo hacerle ningún daño. Michael siguió callado. Ese hombre tenía razón; podía negarlo todo, asegurar que se trataba de un error, pero ello no haría más que prolongar su cautiverio y tal vez provocar otra paliza. —¿Sabe quién soy, señor Osbourne? Michael asintió con un gesto. —¿Por qué no me lo dice? El hombre encendió dos cigarrillos, se quedó uno y alargó el otro a Michael. Al cabo de unos instantes, una nube de humo pendía entre ellos. —Se llama Seamus Devlin. —¿Sabe a qué me dedico? —Es usted el jefe de inteligencia del IRA. Alguien llamó a la puerta y murmuró unas palabras en gaélico. —Póngase de cara a la pared —ordenó Devlin. La puerta se abrió, y Michael oyó que alguien entraba y dejaba un objeto sobre la mesa. La puerta volvió a cerrarse. 122

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—Ya puede darse la vuelta —dijo Devlin. El objeto que habían dejado sobre la mesa era una bandeja con una tetera, dos tazones desportillados y una jarrita de leche. Devlin sirvió té para ambos. —Espero que esta noche haya aprendido una lección valiosa, señor Osbourne. Espero que haya aprendido que no puede agujerear este ejército impunemente. ¿Cree que no somos más que un atajo de católicos estúpidos e ignorantes? El IRA lleva casi cien años luchando contra el gobierno británico, y le aseguro que por el camino hemos aprendido algo sobre inteligencia. Michael bebió un sorbo de té sin decir nada. —Por cierto, por si eso le hace sentir mejor, fue Buchanan quien nos condujo hasta Maguire, no usted. El IRA tiene una unidad especial que sigue a los voluntarios sospechosos de traición. Es una unidad tan secreta que yo soy el único que conoce la identidad de sus miembros. El año pasado hice seguir a Maguire en Londres, y lo vimos reunirse con Buchanan. La información no hizo que Michael se sintiera mejor. —¿Por qué me traído aquí? —preguntó por fin. —Porque quiero decirle algo —repuso Devlin al tiempo que se inclinaba sobre la mesa con el mentón apoyado en sus manos de obrero—. La CIA y los servicios secretos británicos intentan localizar a los miembros de la Brigada de Liberación del Ulster, y creo que el IRA puede resultarles de ayuda. A fin de cuentas, también a nosotros nos interesa que la violencia quede bajo control lo antes posible. —¿Qué tienen? —Un cargamento de armas en los montes Sperrin. No es nuestro y no creemos que pertenezca a ninguna otra organización protestante. —¿En qué lugar de los Sperrin? —Una granja en las afueras de Cranagh. Devlin alargó a Michael un papel con un tosco mapa que indicaba la ubicación de la granja. —¿Qué han visto? —inquirió Michael. —Camiones que vienen y van, hombres descargando cajas, lo de siempre. —¿Mucha gente? —Al parecer, en la granja viven un par de tipos que patrullan los alrededores con regularidad. Van armados hasta los dientes. —¿El IRA aún vigila la granja? —Nos hemos retirado; no tenemos el equipo para hacerlo bien. —¿Por qué acude a mí? ¿Por qué no a los británicos o a la policía del Ulster? —Porque no me fío de ellos y nunca me fiaré. Recuerde que algunos elementos de la jefatura de policía del Ulster y de la inteligencia británica han cooperado con los paramilitares protestantes a lo largo de los años. Quiero que echen el guante a esos cabrones protestantes antes de que nos vuelvan a arrastrar a la 123

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guerra, y no me fío de los británicos ni de la policía del Ulster. Devlin aplastó el cigarrillo, miró a Michael y sonrió de nuevo—. ¿Qué me dice? ¿Merecen la pena un par de cortes y rasguños? —Que le den por el culo, Devlin —masculló Michael. Devlin lanzó una carcajada. —Bueno, ya es libre. Póngase el abrigo; quiero enseñarle algo antes de que se vaya. Michael siguió a Devlin por la casa. El aire olía a bacon frito. Devlin atravesó un salón y entró en una cocina con cacerolas de cobre colgadas sobre el fogón. La estancia parecía sacada de una revista de decoración irlandesa a excepción de los seis hombres sentados a la mesa que miraban a Michael por las aberturas de los pasamontañas. —Necesitará esto —advirtió Devlin al tiempo que cogía una gorra de lana del estante situado junto a la puerta y se la ponía con cuidado sobre el cuero cabelludo inflamado—. Hace una noche de perros. Michael siguió a Devlin por un sendero enfangado. La noche era tan oscura que tenía la sensación de volver a llevar la capucha. Ante él veía el contorno de la enorme silueta de Devlin avanzando por el camino, y se sintió extrañamente atraído hacia él. Al llegar al granero, Devlin llamó a la puerta y murmuró algo en gaélico. Luego abrió la puerta y entró seguido de Michael. Michael tardó algunos segundos en comprender que el hombre atado a la silla era Kevin Maguire. Estaba desnudo y temblaba de frío y terror. Le habían propinado una paliza de muerte. Tenía el rostro horriblemente deformado, y le brotaba sangre de numerosos cortes sobre el ojo, en las mejillas, alrededor de la boca. Sus dos ojos estaban cerrados por la inflamación. Por todas partes se veían heridas, contusiones, abrasiones, marcas de látigo, quemaduras de cigarrillo... Estaba sentado sobre sus propios excrementos. Tres hombres con pasamontañas montaban guardia a su alrededor. —Esto es lo que hacemos con los traidores en el IRA, señor Osbourne —advirtió Devlin—. Recuérdelo la próxima vez que intente convencer a uno de nuestros hombres para que traicione al IRA y a su gente. —¿Eres tú, Michael? —farfulló Maguire. Michael avanzó despacio, se colocó entre los torturadores de Maguire y se arrodilló junto a él. Sabía que no había nada que decir, de modo que se limitó a limpiarle como pudo la sangre de los ojos y le apoyó una mano en el hombro. —Lo siento, Kevin —susurró con voz ronca por la emoción—. Lo siento muchísimo. —No es culpa tuya, Michael —musitó Maguire antes de detenerse a recobrar el aliento, pues hablar le exigía un esfuerzo sobrehumano e intensificaba el dolor—. Es este lugar, ya te lo dije. Nada va a cambiar. Nada cambiará nunca aquí. 124

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Devlin avanzó hacia él y lo asió del brazo para alejarlo de Maguire. —Esto es el mundo real —dijo en cuanto salieron del granero—. Yo no he matado a Kevin Maguire; lo ha matado usted. Michael giró sobre sus talones y le asestó un puñetazo en el pómulo izquierdo. Devlin cayó de espaldas en el barro, se echó a reír y se frotó la mejilla. Dos hombres salieron corriendo de la casa, pero Devlin les indicó por señas que se alejaran. —No está mal, Michael, nada mal. —Haga venir a un sacerdote —jadeó Michael—. Que Maguire pueda confesarse por última vez. Y luego péguele un tiro; ya ha sufrido bastante. —Tendrá un sacerdote —prometió Devlin sin dejar de frotarse la cara—. Y me temo que también tendrá su bala. Pero recuerde una cosa. Si usted y sus amigos británicos no acaban con la Brigada de Liberación del Ulster, esto va explotar. Y si eso sucede, ni se le ocurra intentar reclutar un traidor en el IRA, porque le aseguro que el cabrón acabará igual que Maguire. El trayecto en coche fue muy largo. Michael intentó memorizar las curvas para así poder volver a localizar la granja, pero al cabo de un rato desistió, cerró los ojos e intentó descansar. Por fin se detuvo el coche, y alguien golpeó el maletero. —¿Lleva puesta la puta capucha? —Sí —asintió Michael. No le quedaban fuerzas para jueguecitos mentales y lo que quería era perder de vista a esos tipos. Dos hombres lo sacaron del maletero y lo tendieron sobre la hierba mojada que bordeaba la carretera. Al cabo de un instante pusieron algo junto a él. —Déjese puesta la capucha hasta que ya no oiga el motor. Michael se incorporó mientras el vehículo se alejaba y se quitó la capucha en un intento de distinguir la matrícula, pero llevaban los faros apagados. Se volvió para ver qué habían dejado junto a él y se encontró ante los ojos sin vida de Kevin Maguire.

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LONDRES —Es evidente que te siguieron —afirmó Wheaton con la seguridad de un hombre que jamás permitía que los hechos se interpusieran en el camino de sus teorías, sobre todo si éstas inclinaban la balanza a su favor. —Apliqué todas las normas de detección de vigilancia —replicó Michael—. No me siguió nadie; siguieron a Maguire, no a mí. Por eso no se presentó en los dos primeros puntos de encuentro, porque sospechaba que lo seguían. Ojalá hubiera confiado en su instinto; aún estaría vivo. Michael estaba sentado a la mesa de la pequeña cocina privada de Winfield House. Era la última hora de la tarde, y habían transcurrido casi veinticuatro horas desde que el IRA lo raptara en las calles de Belfast. Lo habían dejado en las afueras de la aldea de Dromara. Michael no había tenido más remedio que abandonar el cadáver de Maguire en la cuneta y recorrer el mayor número de kilómetros en el menor tiempo posible. Había caminado hasta Banbridge, una localidad protestante al sudeste de Portadown, donde paró a un camión de reparto y contó al conductor que lo habían atracado y le habían dado una paliza antes de robarle el coche. El camionero se dirigía a Belfast, pero se mostró dispuesto a llevar a Michael a la comisaría de Banbridge para que pudiera poner una denuncia. Michael repuso que prefería regresar a su hotel de Belfast y presentar la denuncia allí. Una vez en el Europa, Michael llamó a Wheaton a Londres. Wheaton hizo las llamadas necesarias a sus homólogos británicos y envió un helicóptero de la RAF a buscar a Michael en el aeropuerto de Aldergrove.

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—Hace mucho tiempo que no operas en el campo —observó Wheaton—. Puede que pasaras algo por alto. —¿Insinúas que mataron a Kevin Maguire por mi culpa? —Eras el único agente de control que estaba allí. —No he olvidado cómo se detecta la vigilancia. Recuerdo los parámetros que se emplean para las reuniones. Devlin dice que sabían desde hace meses que Maguire trabajaba para nosotros. —Seamus Devlin no me parece precisamente una fuente fidedigna. —Sabía el nombre de Buchanan. —Lo más probable es que Maguire se lo dijera bajo tortura. Michael sabía que no tenía posibilidad alguna de ganar aquella discusión. Jack Buchanan trabajaba en la estación de Londres; era un hombre de Wheaton, y éste haría lo que fuera para protegerlo. —Es evidente que uno de vosotros la cagó, y de qué manera — prosiguió Wheaton—. Hemos perdido a uno de nuestros agentes más valiosos, nuestros primos británicos están como una moto y tú tienes suerte de seguir vivo. —¿Qué hay de la información de Devlin? —La hemos transmitido al cuartel general y al MI5 según el acuerdo original que teníamos sobre Maguire. Por descontado, no podemos poner vigilancia en un lugar de Irlanda del Norte; son los británicos quienes deben tomar esa decisión después de sopesar el asunto en relación a otras prioridades operativas. Para serte sincero, ahora mismo no está en nuestras manos. —Esa información le costó la vida a mi agente. —Maguire no era tu agente, sino nuestro agente, de los británicos y nuestro. Lo supervisábamos de forma conjunta y compartíamos los beneficios, ¿recuerdas? Todos estamos trastornados por su muerte. —No quiero perder la oportunidad de acabar con la Brigada de Liberación del Ulster porque nos da cosa el modo en que obtuvimos la información. —Tienes que reconocer que todo el asunto ha sido poco ortodoxo. ¿Y si la información de Devlin es falsa? —¿Por qué iba a hacer el IRA una cosa así? —Para matar a unos cuantos agentes británicos y hombres de la SAS. Nosotros pasamos la información a los británicos, ellos forman un equipo, y el IRA los sorprende en plena noche y les rebana el pescuezo. —El IRA respeta el alto el fuego y el acuerdo de paz. No tiene ninguna razón para tender una trampa a los británicos. —Aun así no me fío de ellos. —La información es correcta y tenemos que actuar deprisa. —Es asunto de los británicos, Michael, y por tanto son ellos quienes deben tomar la decisión. No les haría ninguna gracia que los presionara, al igual que a nosotros si estuviéramos en su pellejo. —Pues lo haré en secreto. —¿Graham Seymour? 127

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Michael asintió. Wheaton fingió que se lo pensaba. —De acuerdo —accedió por fin—. Reúnete con él mañana y luego lárgate. Quiero que vuelvas a Estados Unidos. Se detuvo un instante y escudriñó el rostro de Michael. —Aunque pensándolo bien, más vale que te quedes otro día. No me gustaría que tu mujer te viera en este estado. Michael se acostó temprano pero no logró conciliar el sueño. Cada vez que cerraba los ojos lo revivía todo, la paliza en el asiento posterior del coche, la sonrisa felina de Devlin, los ojos muertos de Maguire. Veía a su agente atado a la silla, con el cuerpo destrozado más allá de lo imaginable. Dos veces se vio obligado a levantarse y correr al baño para vomitar. Recordó las palabras de Devlin: «Yo no he matado a Kevin Maguire; lo ha matado usted». Le dolía absolutamente todo y no encontraba ninguna postura lo bastante cómoda para dormir. Pero cada vez que empezaba a compadecerse de sí mismo pensaba en Maguire y su humillante muerte. Michael tomó unos analgésicos y por fin unos somníferos. Soñó con ello todo la noche, pero en el sueño era él quien atizaba a Kevin Maguire y él quien le pegaba un tiro en la nuca. —¡Cómo te han dejado! —comentó Graham Seymour a la mañana siguiente. —Estoy guapo, ¿verdad? Michael volvió a ponerse las gafas de sol pese a que el cielo estaba cubierto de nubes. Caminaban uno junto a otro por el sendero de Parliament Hill, en Hampstead Heath. Michael necesitaba descansar, de modo que se sentaron en un banco. A su izquierda, Highgate Hill se erguía con la cima oculta en la bruma. Ante ellos, más allá del brezal, se extendía el centro de Londres. Michael distinguió a lo lejos la cúpula de la catedral de San Pablo. Los niños hacían volar cometas de colores a su alrededor. —Aún me cuesta creer que le dieras un puñetazo a Seamus Devlin. —Y a mí, pero qué bien me sentó, maldita sea. —¿Sabes a cuánta gente le gustaría hacer lo mismo? —Sospecho que la cola sería larga. —Larga es poco. ¿Dolió? —¿A él o a mí? —A ti —dijo Graham al tiempo que se frotaba las huesudas manos con aire reflexivo. —Un poco. —Siento lo de Maguire. —Era un agente excelente —suspiró Michael. Encendió un cigarrillo. El humo se le quedó atascado en la garganta, y al toser se agarró las costillas. 128

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—¿Qué dicen en Thames House? ¿Vais a poner vigilancia en el lugar? —Para serte sincero, los peces gordos están un poco incrédulos — confesó Graham—, y bastante disgustados por la pérdida de Maguire. —Wheaton cree que es una trampa, que el IRA quiere matar a unos cuantos agentes de inteligencia. —Qué propio de Wheaton. Eso es lo que haría él. —Creo que la información es buena; Devlin sabía que reaccionaríamos con escepticismo; por eso arregló un encuentro cara a cara, para demostrar que iba en serio. —Probablemente tengas razón —convino Graham—. Intentaré mover algunos hilos desde dentro. De hecho, creo que iré al Ulster y lo manejaré personalmente. Necesito alejarme un poco de Helen; acaba de entrar en una nueva fase, la de punk retro. Se ha erizado el pelo y sólo escucha a The Clash y Sex Pistols. —Ya se le pasará —auguró Michael con solemnidad. —Lo sé, pero temo que la siguiente fase sea aún peor. Michael rió por primera vez en muchos días. En Cannon Point, Elizabeth echó dos grandes mantas en el suelo del dormitorio, tendió a los niños sobre ellas, primero a Jake y luego a Liza, y los rodeó de animales de peluche, muñecos y sonajeros. Durante veinte minutos permaneció tumbada entre ellos, jugando y emitiendo los mismos soniditos que la habían sacado de quicio antes de tener hijos. Luego se sentó al pie de la cama y los observó. Se había obligado a dejar de lado la preparación del juicio y concentrarse de forma exclusiva en los niños durante todo el fin de semana. Había sido maravilloso; por la mañana los había llevado a dar un largo paseo a lo largo de Shore Road y luego habían ido a comer a su restaurante favorito en Sag Harbor. Habría sido perfecto de no ser porque su marido y su padre estaban en Londres. Se maravillaba de cuan distintos eran ya sus hijos. Liza era como su madre, extravertida, sociable, habladora a su manera, deseosa de complacer a los demás. Jake era el polo opuesto, vivía en un universo propio. Liza ya intentaba contarle a todo el mundo lo que estaba pensando, mientras que Jake era reservado y guardaba secretos. Sólo tenía cuatro meses, pero ya era como su padre y su abuelo, se dijo Elizabeth. «Si se hace espía me pego un tiro.» Entonces pensó en el modo en que había tratado a Michael y se vio acometida por un agudo sentimiento de culpabilidad. No tenía derecho a reprochar a Michael que hubiera aceptado dirigir el equipo de Irlanda del Norte. De hecho, había llegado a la conclusión de que había sido una tontería permitirle que dejara la Agencia tras el intento de asesinato. Michael tenía razón. Era un trabajo importante, y por la razón que fuera parecía hacerle feliz. Elizabeth miró a sus hijos. Liza parloteaba con un perrito de peluche, pero Jake yacía de espaldas, mirando por la ventana, perdido en su mundo. Michael era como era, y de nada servía 129

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intentar cambiarlo. Antes lo amaba por ello. Imaginó a Michael en Belfast y sintió un escalofrío. Se preguntó qué estaría haciendo, si habría ido a algún lugar peligroso. Nunca se acostumbraría a la idea de que se marchara de casa rumbo a una operación de campo. Qué término más estúpido, pensó, el «campo», como si fuera un prado bucólico donde jamás sucedía nada malo. Cuando Michael no estaba, Elizabeth tenía un nudo permanente en el estómago. Por las noches dormía con la luz y el televisor encendidos. No es que temiera necesariamente por su seguridad, pues había visto a Michael en acción y sabía que podía cuidar de sí mismo. La angustia se debía al conocimiento de que Michael cambiaba durante sus misiones, y cuando volvía a casa siempre le parecía un desconocido. Llevaba una vida distinta cuando operaba en el campo, y en ocasiones Elizabeth se preguntaba si ella formaba parte de esa vida. Vio unos faros en Shore Road, se acercó a la ventana y vio que un coche se detenía junto a la caseta de seguridad. El guardia le franqueó el paso sin llamar a la casa, lo cual significaba que era Michael. —Maggie —llamó Elizabeth. —¿Sí, Elizabeth? —repuso Maggie al entrar en el dormitorio. —Ha llegado Michael. ¿Te importa quedarte un momento con los niños? —Claro que no. Elizabeth corrió escalera abajo, agarró un abrigo del perchero del vestíbulo, se lo echó sobre los hombros y salió al encuentro de Michael. —Te he echado de menos, Michael —suspiró mientras lo abrazaba—. Lo siento mucho. Todo. Perdóname, por favor. —¿Por qué? —Por ser tan idiota. Lo abrazó con más fuerza, y Michael gimió. Elizabeth se apartó de él con expresión perpleja y tiró de él hasta el haz de luz que se filtraba por una ventana. —¡Dios mío! ¿Qué te ha pasado?

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LONDRES - MIKONOS - ATENAS Una semana después de que Michael Osbourne abandonara Londres, un Jaguar plateado entró en el sendero de acceso de una mansión estilo rey Jorge en St. John's Wood. En el asiento posterior viajaba el Director. Era un hombre menudo, de cabeza y caderas estrechas, cabello color piedra arenisca ya canoso y ojos del matiz del agua del mar en invierno. Vivía solo con un muchacho de la Sociedad para su protección y una chica llamada Daphne, que desempeñaba las funciones de secretaria y se ocupaba de sus necesidades personales. Su chófer, antiguo miembro del comando de élite del SAS, bajó del coche y le abrió la puerta. Daphne esperaba junto a la puerta, resguardada de la lluvia bajo un enorme paraguas negro. Siempre parecía recién llegada de unas vacaciones en el trópico. Medía un metro ochenta, tenía la tez de color caramelo y el cabello castaño con reflejos rubios que le caía sobre los hombros. En aquel momento avanzó hacia el coche y condujo al Director al vestíbulo de la mansión, sosteniendo el paraguas con cuidado para cerciorarse de que su jefe no se mojaba. El Director era propenso a las infecciones bronquiales; para él, la humedad del invierno inglés era el equivalente a caminar por un campo de minas sin mapa. —Picasso llama desde Washington por la línea segura —anunció Daphne. El Director había gastado miles de libras en terapia logopédica para eliminar el deje jamaicano de la voz de Daphne, y ahora hablaba como una presentadora de la BBC. —¿Quiere contestar ahora o prefiere que le vuelva a llamar más

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tarde? —Contestaré ahora. Entró en el estudio, pulsó el botón verde que parpadeaba en el teléfono y descolgó. Escuchó durante algunos minutos, murmuró algunas palabras y volvió a escuchar. —¿Va todo bien, querido? —inquirió Daphne en cuanto el Director colgó. —Tenemos que ir a Mikonos mañana por la mañana —repuso él—. Me temo que monsieur Delaroche está en apuros. En Londres seguía haciendo un tiempo invernal, pero en Mikonos hacía sol y calor cuando el avión de hélices de Island Air en el que viajaban el Director y Daphne aterrizó a primera hora de la tarde siguiente. Se registraron en un hotel de Chora y pasearon por la orilla en Pequeña Venecia hasta encontrar el café. Delaroche estaba sentado a una mesa con vistas al puerto. Llevaba bermudas color caqui y camiseta de barquero sin mangas. Tenía los dedos rojos y negros de pintura. El Director le estrechó la mano como si le buscara el pulso, luego se sacó un pañuelo de algodón blanco del bolsillo y se enjugó la palma. —¿Algún indicio de la oposición? —inquirió con voz serena. Delaroche meneó la cabeza. —¿Por qué no vamos a su villa? —propuso el Director—. Me encanta cómo la ha arreglado. Delaroche los llevó a cabo Mavros en su destartalado Volvo familiar. Los lienzos y el caballete traqueteaban en el maletero. El Director iba sentado delante y se aferraba al brazo del asiento mientras Delaroche conducía a toda velocidad por la tortuosa carretera. Daphne yacía en el asiento posterior con el cabello alborotado por la brisa. Delaroche sirvió la cena en la terraza. A su término, Daphne fue a descansar a una tumbona para dejarlos a solas. —Le felicito por el trabajo de Ahmed Hussein —empezó el Director al tiempo que alzaba su copa de vino. Delaroche no le devolvió el gesto. No le proporcionaba placer matar, tan sólo la sensación de haber cumplido una misión de forma profesional. Delaroche no se consideraba un asesino cualquiera, sino un asesino a sueldo. Los hombres que encargaban las muertes eran los verdaderos asesinos; él no era más que el arma. —Los clientes están muy complacidos —continuó el Director con voz reseca como hojas muertas—. La muerte de Hussein ha provocado la reacción que se esperaba. Sin embargo, ha creado un pequeño problema de seguridad que le implica a usted. De repente, Delaroche sintió que la nuca le ardía de ansiedad. A lo largo de toda su carrera había velado de forma obsesiva por su seguridad personal. Casi todas las personas que se dedicaban a su profesión se sometían periódicamente a operaciones de cirugía plástica para cambiar de aspecto, pero Delaroche afrontaba la 132

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cuestión de otro modo. Muy pocos de los que sabían cómo se ganaba la vida habían llegado a ver su rostro. Las únicas fotografías que existían de él eran las que figuraban en sus pasaportes falsos, y Delaroche había alterado ligeramente su apariencia en cada una de ellas a fin de que no sirvieran de nada a la policía ni los servicios de inteligencia. Cuando caminaba por terminales de aeropuertos o estaciones ferroviarias siempre llevaba sombrero y gafas de sol para ocultar su rostro a las cámaras de vigilancia. Sin embargo, era consciente de que la CIA conocía su existencia y había compilado un dossier bastante voluminoso de sus asesinatos a lo largo de los años. —¿Qué clase de problema? —inquirió. —La CIA ha cursado un aviso a la Interpol y a todos los servicios de inteligencia amigos. Figura usted en una lista internacional, y todos los agentes de control de pasaportes y policías fronterizos de Europa tienen uno de éstos. El Director se sacó un papel doblado del bolsillo de la pechera y se lo entregó a Delaroche. Este desdobló el papel y se quedó mirando un retrato robot de su rostro. Era un dibujo muy realista, a todas luces creado por un complejo sistema informático. —Pensaba que me creían muerto. —Yo también, pero es evidente que ahora le creen vivo —replicó el Director antes de encenderse un cigarrillo—. No disparó a Ahmed Hussein en la cara, ¿verdad? Delaroche denegó con la cabeza y se golpeteó el pecho con el índice. Delaroche tenía una única vanidad profesional; durante su carrera había matado a casi todas víctimas de tres disparos en el rostro. Suponía que lo hacía movido por el deseo de que sus enemigos conocieran su existencia. Delaroche sólo tenía dos cosas en la vida: su arte y su oficio. No firmaba sus cuadros por razones de seguridad y los vendía anónimamente, de modo que había decidido firmar sus asesinatos. —¿Quién está detrás de esto? —quiso saber. —Su viejo amigo Michael Osbourne. —¿Osbourne? Creía que se había retirado. —Hace poco le pidieron que volviera para dirigir un equipo especial que se encargará de Irlanda del Norte. Por lo visto, Osbourne tiene cierta experiencia en el tema. Delaroche le devolvió el retrato robot. —¿Qué tiene pensado? —Parece que tenemos dos opciones. Si no hacemos nada, me temo que sus posibilidades de trabajar quedarán gravemente mermadas. Si no puede viajar, no puede trabajar. Y si todas las policías del mundo conocen su rostro, no puede viajar. —¿Y la segunda opción? —Le damos un nuevo rostro y un nuevo lugar para vivir. Delaroche contempló el mar. Sabía que no le quedaba más remedio que hacerse la cirugía y cambiar de aspecto. Si no podía trabajar, el Director cortaría amarras con él. Perdería la protección de 133

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la Sociedad y la posibilidad de ganarse la vida. Tendría que pasarse el resto de la vida mirando por encima del hombro y preguntándose cuándo irían a por él sus enemigos. Quería seguridad más que ninguna otra cosa en el mundo, y eso significaba aceptar las condiciones del Director. —¿Tiene a alguien? —Sí, un francés llamado Maurice Leroux. —¿Es de fiar? —Por supuesto. No podrá salir de Grecia hasta después de la operación, así que Leroux tendrá que venir. Alquilaré un piso en Atenas para la intervención. Se quedará usted allí hasta que las cicatrices desaparezcan. —¿Qué hay de la villa? —De momento la conservaré. Necesito un sitio para la reunión primaveral del consejo ejecutivo, y esta casa es el lugar idóneo. Delaroche miró a su alrededor. La recóndita casa en el norte de Mikonos le había proporcionado cuanto necesitaba, intimidad, seguridad, magníficos motivos pictóricos y una orografía emocionante para montar en bicicleta. No quería marcharse, como tampoco había querido marcharse de su hogar anterior, la casa de la costa bretona, en Francia, pero no le quedaba otra alternativa. —Tendremos que encontrarle otra casa —prosiguió el Director—. ¿Alguna preferencia? —Ámsterdam —repuso Delaroche tras un instante de reflexión. —¿Habla holandés? —No muy bien, pero no me llevará mucho tiempo. —Estupendo, Ámsterdam entonces. Stavros, el agente de la propiedad inmobiliaria, encontró a un cuidador para la casa. Delaroche le dijo que permanecería ausente largo tiempo pero que cabía la posibilidad de que un amigo suyo usara la casa de vez en cuando. Stavros propuso a Delaroche una cena de despedida en la taberna, pero Delaroche declinó cortésmente la invitación. Pasó su último día en Mikonos pintando la plaza de Ano Mera, la terraza de la villa, las rocas de Linos... Trabajó desde el alba hasta el anochecer, hasta que la mano derecha, la mano lesionada, empezó a dolerle. Se sentó en la terraza y bebió vino hasta que el sol poniente tiñó la casa de un matiz siena que Delaroche jamás podría reproducir sobre un lienzo. Entonces entró, encendió un fuego en la chimenea, recorrió todas y cada una de las estancias de la villa, registrando armario por armario, cajón por cajón, y quemó todo indicio de su existencia. —Es una lástima tener que estropear un rostro tan hermoso — comentó Maurice Leroux al día siguiente. Estaban sentados delante de un gran espejo iluminado en el piso 134

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de Atenas que el Director había alquilado para la operación y la convalecencia de Delaroche. Leroux tocó el pómulo de Delaroche con la yema de su delgado dedo índice. —No es usted francés —declaró con solemnidad, como si creyera que esa noticia pudiera ser dura de sobrellevar para un compatriota— . En mi profesión se aprende mucho sobre etnicidad y ascendencia. Delaroche guardó silencio mientras Leroux seguía con su discurso. —Lo veo aquí, en los pómulos anchos, la frente chata, la mandíbula angulosa. Y mire, mire sus ojos. Son almendrados y de color azul brillante. No, no, tendrá nombre francés, pero me temo que por sus venas corre sangre eslava, y de la buena. Delaroche observó el reflejo de Leroux en el espejo. Era un hombre de aspecto débil, nariz inmensa, mentón huidizo y un ridículo peluquín demasiado negro. Leroux tocó de nuevo el rostro de Delaroche. Tenía manos de anciana, pálidas, blandas y surcadas de gruesas venas azules, pero apestaban a colonia de hombre joven. —A veces se puede hacer a un hombre más atractivo a través de la cirugía plástica. Hace unos años operé a un palestino llamado Muhammad Awad. Delaroche se sobresaltó al oír el nombre de Awad. Leroux había cometido el pecado más grave que podía cometerse en su profesión, revelar el nombre de un cliente anterior. —Ahora está muerto, pero lo dejé muy guapo —se enorgulleció Leroux—. Sin embargo, en su caso creo que sucederá lo contrario. Me temo que tendré que dejarlo menos atractivo para alterar su aspecto. ¿Le parece bien, monsieur? Leroux era un hombre feo a quien las apariencias importaban sobremanera, mientras que Delaroche era un hombre atractivo a quien las apariencias traían sin cuidado. Sabía que algunas mujeres lo hallaban atractivo, hermoso, incluso, pero nunca le había importado mucho su aspecto. Lo único que le preocupaba era que su rostro se había convertido en una amenaza para él, y lo afrontaría como afrontaba todas las amenazas, eliminándolo. —Haga lo que tenga que hacer —masculló. —Muy bien. Tiene un rostro anguloso y afilado que vamos a redondear. Tengo intención de limar parte de sus pómulos para quitarles fuerza, y le inyectaré colágeno en el tejido de las mejillas para que su rostro parezca más pesado. Su mentón es muy fino; lo haré más ancho y cuadrado. Su nariz es una obra de arte, pero me temo que tendré que cambiársela. La achataré y la ensancharé entre los ojos. En cuanto a éstos, no puedo hacer nada aparte de cambiarlos de color con lentillas. —¿Funcionará? —Cuando termine no se reconocerá —aseguró Leroux—. ¿Está seguro de que quiere seguir adelante? —añadió tras una vacilación. Delaroche asintió. —Muy bien, pero me siento un poco como ese imbécil que atacó 135

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la Pietá con un martillo. Sacó un rotulador y empezó a dibujar marcas en el rostro de Delaroche.

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LONDRES Preston McDaniels era un funcionario del Ministerio de Exteriores destinado a la sección de prensa de la embajada estadounidense en Londres. Tenía cuarenta y cinco años, estaba en forma y era un hombre presentable, aunque no convencionalmente atractivo. Asimismo era un soltero empedernido que había salido con pocas mujeres, lo que había esparcido el rumor entre sus compañeros de trabajo de que era homosexual. Pero Preston McDaniels no era homosexual, sino que nunca se le habían dado bien las mujeres..., hasta hacía poco. Eran las seis de la tarde. McDaniels estaba recogiendo sus cosas y ordenando su pequeña oficina mientras contemplaba Grosvenor Square por la ventana. Había luchado duro por volver a Londres después de muchos años pasados en terribles destinos como Lagos, Ciudad de México, El Cairo o Islamabad. Nunca había sido feliz como ahora. Le encantaban el teatro, los museos, ir de compras y los interesantes lugares que podían visitarse los fines de semana. Tenía un bonito piso en South Kensington e iba a trabajar cada mañana en metro. Su trabajo era bastante aburrido, pues se dedicaba a emitir comunicados de prensa rutinarios, preparar resúmenes diarios de la prensa británica sobre temas de interés para el embajador y coordinar la cobertura de las apariciones públicas del embajador, pero el hecho de vivir en Londres lo compensaba todo. Cogió una pila de expedientes de su mesa y los guardó en el maletín de cuero. Luego descolgó el abrigo del perchero situado detrás de la puerta, salió y fue al lavabo para mirarse al espejo. A veces se preguntaba qué veía ella en él. Intentó arreglarse el

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cabello de forma que disimulara la calvicie, pero la maniobra no hacía más que empeorar su aspecto. Ella decía que le gustaban los hombres calvos, pues parecían más inteligentes y maduros. Es demasiado joven para mí, se dijo, demasiado joven y demasiado guapa. Pero ¿qué le iba a hacer? Por primera vez en su vida tenía una relación sexual emocionante. No podía dar marcha atrás ahora. Estaba lloviendo, y la noche había caído en Grosvenor Square. Abrió el paraguas y se abrió paso por entre la muchedumbre que atestaba las aceras hasta Park Lane. Al llegar al restaurante se detuvo y la observó unos instantes a través del escaparate. Era alta, de cuerpo atlético, espeso cabello negro, rostro ovalado y ojos grises. La blusa blanca que llevaba no lograba ocultar sus grandes pechos redondeados. Era una amante maravillosa que parecía conocer todas sus fantasías. Cada tarde, en la oficina, miraba el reloj cada dos por tres, anticipando el momento en que volvería a verla. McDaniels entró en el restaurante y se sentó a una mesa del bar. Al verlo, la mujer le guiñó el ojo y formó con los labios las palabras «Ahora voy». Al cabo de unos instantes le llevó una copa de vino blanco. Preston le acarició la mano cuando la dejó sobre la mesa. —Te he echado muchísimo de menos, cariño. —Creía que no llegarías nunca —repuso ella—. Pero ahora no puedo hablar mucho; Riccardo está atravesando un episodio totalmente psicótico. Si me pesca hablando contigo me echa. —Sólo te muestras amable con un cliente asiduo. —Muy amable —musitó ella con una sonrisa seductora. —Necesito estar contigo. —Salgo a las diez. —No puedo esperar tanto rato. —Pues me temo que no te queda otro remedio. Se alejó con otro guiño. McDaniels se bebió el vino mientras la observaba ir de mesa en mesa, tomando nota, llevando platos de comida y relacionándose con los clientes. Era la clase de mujer en que se fijan los hombres, demasiado atractiva e inteligente para servir mesas. McDaniels sabía que algún día encontraría su lugar en el mundo y entonces lo dejaría. Apuró la copa, dejó un billete de diez libras sobre la mesa y salió. De repente se dio cuenta de que era demasiado dinero por una copa de vino. Creerá que la considero una prostituta, se dijo. Contempló la posibilidad de volver y dejar una cantidad menor, pero eso resultaría aún más raro. Por fin se alejó y pensó que si algún día lo abandonaba, tal vez se suicidaría. Se tomó su tiempo para volver a casa. La lluvia había remitido, de modo que decidió ir a pie, disfrutando de la ciudad, de la sensación del vino y de la idea de pasar siquiera unos minutos con Rachel. Nunca había sentido nada parecido a la obsesión, pero sabía que debía de ser algo así. La relación empezaba a afectar su trabajo; en 138

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las reuniones se distraía, perdía el hilo y dejaba las frases sin acabar. La gente empezaba a murmurar, a hacer preguntas. Lo cierto era que no le importaba. Llevaba toda la vida sin experimentar el amor de una mujer, de modo que gozaría de él mientras durara. Cenó en un pub cerca de Brompton Road. Mientras comía leyó el periódico y logró desterrar a Rachel de sus pensamientos durante un rato; sin embargo, no tardó en reaparecer como una pieza musical agradable y pegadiza. La imaginó en la cama con la boca abierta de placer, los ojos cerrados. Y entonces se apoderaron de su mente las fantasías más ridículas. La boda en una iglesia rural inglesa, la casa de campo en los Cotswolds, los niños... Era una imagen absurda, pero le encantaba. Se había enamorado perdidamente, pero Rachel no parecía ser de las que se casaban. Quería dedicarse a escribir y valoraba sobremanera su libertad tanto intelectual como sexual. Lo más probable era que, cuando le mencionara por primera vez el matrimonio, Rachel pusiera pies en polvorosa. McDaniels paseó por las tranquilas callecitas de South Kensington. Tenía un agradable piso de dos dormitorios en el primer piso de una casa adosada estilo rey Jorge. Al llegar hojeó el correo de la tarde, tomó una larga ducha y se puso unos pantalones caqui y un jersey de algodón. Utilizaba el segundo dormitorio como despacho. Allí vio las noticias de las nueve mientras despachaba el papeleo que se había traído de la oficina. El embajador Cannon tenía una agenda muy apretada al día siguiente. Reunión con el ministro de Exteriores, almuerzo con un grupo de hombres de negocios británicos, entrevista con un periodista del Times... Al acabar guardó los papeles en un sobre de papel manila y lo metió de nuevo en el maletín. Poco antes de las diez y media sonó el interfono. McDaniels descolgó. —¿Quién es? —preguntó en tono juguetón. —Soy yo, cariño. ¿Acaso esperabas alguna de tus otras amantes? Era un jueguecito al que les encantaba jugar, el de las bromitas sobre otros amantes, los celos fingidos. Era increíble la rapidez con que había progresado su relación. —Eres la única mujer con la que he estado en toda mi vida. —Mentiroso. —Te abro. Se alisó el cabello mientras aguardaba la llegada de Rachel. Al cabo de unos instantes oyó pasos en el pasillo, pero no quería parecer demasiado ansioso por verla, de modo que esperó a que llamara a la puerta. Cuando abrió, Rachel se arrojó a sus brazos y lo besó en la boca. Separó los labios y deslizó la sedosa lengua contra la de él. —Llevo toda la noche esperando esto —musitó tras retroceder un poco. —¿Cómo es que me ha tocado la suerte de conocer a alguien como tú? —le preguntó Preston McDaniels con una sonrisa. 139

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—La suerte es mía. —¿Te apetece tomar algo? —A decir verdad, tengo un problema muy grave y tú eres el único que puede resolvérmelo. Le asió la mano y lo condujo al dormitorio mientras se desabrochaba la blusa. Luego lo hizo sentar en el borde de la cama y le atrajo la cabeza hacia los pechos. —Dios mío —gimió McDaniels. —Date prisa, cariño. Date prisa, por favor —jadeó ella. Rebecca Wells despertó a las tres de la madrugada. Permaneció inmóvil unos instantes, escuchando la respiración de McDaniels. Solía dormir a pierna suelta, y además esa noche habían hecho el amor dos veces. Se incorporó, se levantó de la cama y cruzó el dormitorio. Su blusa yacía en el suelo, donde la había dejado. La recogió, salió de la habitación y cerró la puerta con cuidado. Se puso la blusa mientras recorría el pasillo y entraba en el despacho. Cerró la puerta tras de sí y se sentó a la mesa. El maletín estaba en el suelo. Rebecca lo abrió y revolvió el contenido hasta encontrar lo que buscaba, la carpeta con los detalles de la agenda del embajador Douglas Cannon para el día siguiente. Cogió un cuaderno de la mesa de Preston y se puso a escribir a toda velocidad. Estaba todo allí, la hora de cada reunión, el medio de transporte, el itinerario... Acabó de copiar el calendario y hojeó apresuradamente los demás papeles en busca de cualquier otro pormenor interesante. Al terminar dejó la carpeta en su lugar y apagó la luz. Salió de nuevo al pasillo y entró en el baño. Tras cerrar la puerta encendió la luz, se echó agua en la cara y se miró al espejo. Cuando el IRA asesinó a su marido se hizo una promesa. No volvería a casarse ni llevaría a ningún otro hombre al lecho que habían compartido. Había creído que sería un voto difícil de mantener, pero el odio que envenenaba su corazón tras la muerte de Ronnie no dejaba lugar para ninguna otra emoción, sobre todo para el amor hacia otro hombre. Algunos hombres de Portadown habían intentado acercarse a ella, pero los había rechazado. En la Brigada, los hombres sabían que cualquier intento de aproximación era una pérdida de tiempo. Pensó en Preston McDaniels dentro de su cuerpo y sintió ganas de vomitar. Se dijo que era por una buena causa, el futuro del modo de vida protestante en Irlanda del Norte. En cierto modo, casi compadecía a McDaniels. Era un hombre decente, amable y tierno, pero había caído en la trampa más vieja del mundo. Esa misma noche le había dicho que estaba enamorado de ella. No quería ni pensar en lo que le sucedería cuando descubriera que lo había traicionado, lo cual era inevitable. Bebió un vaso de agua, tiró de la cadena, apagó la luz y volvió sigilosamente a la cama. 140

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—Creía que no volverías nunca —murmuró McDaniels. Rebecca estuvo a punto de proferir un grito, pero logró mantener la compostura. —Es que tenía sed. —¿Has traído agua, por casualidad? —No, cariño, lo siento. —La verdad es que hay algo que me apetece mucho más que el agua. McDaniels se tendió sobre ella. —Tú. —¿Puedes? McDaniels guió la mano de Rebecca hasta su entrepierna. —Vaya, vaya, tendremos que hacer algo al respecto. McDaniels la penetró profundamente. Rebecca Wells cerró los ojos y pensó en su esposo muerto.

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CONDADO DE TYRONE, IRLANDA DEL NORTE Poco después de que estallara la violencia en Irlanda del Norte en 1969, el servicio de inteligencia británico decidió que la mejor forma de combatir el terrorismo consistía en vigilar los movimientos individuales de terroristas. La inteligencia británica y la E4, la unidad especial de vigilancia de la policía del Ulster, siguen y controlan de forma constante a los miembros conocidos de las organizaciones paramilitares. Los datos se introducen en un ordenador del cuartel general de inteligencia militar en Belfast. Si el terrorista desaparece de repente de una lista de vigilancia, el ordenador da la alarma de forma automática, y las fuerzas de seguridad suponen que está participando en una operación. Una vigilancia de semejante magnitud requiere miles de agentes y tecnología muy avanzada. Los puntos más conflictivos, como Falls Road, en Belfast, quedan cubiertos por numerosas cámaras de vídeo. El ejército aposta soldados en la azotea del bloque de Divis Flats. Durante el día, los efectivos peinan las calles con prismáticos de alta potencia en busca de miembros conocidos del IRA, y por la noche utilizan aparatos de infrarrojos para visión nocturna. Los servicios de seguridad colocan dispositivos de seguimiento en los coches, micrófonos y videocámaras en miniatura en hogares, pubs, vehículos y pajares. Intervienen los teléfonos e incluso ocultan localizadores en armas para controlar sus movimientos por la región. Aviones extremadamente sofisticados patrullan los cielos para comprobar si hay actividad humana nocturna en lugares donde no debería haber ninguna. Pequeños aparatos sin piloto realizan vuelos de reconocimiento a poca altitud. En los árboles esconden sensores para

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detectar movimientos humanos. Pero pese a todos los artilugios de alta tecnología, gran parte de la vigilancia se lleva a cabo a la antigua usanza, hombre a hombre. Es un trabajo peligroso, en ocasiones mortal. Agentes secretos patrullan con regularidad la zona de Falls Road; permanecen escondidos en desvanes y azoteas durante días enteros, subsistiendo a base de raciones de supervivencia y fotografiando a sus presas. En el campo se ocultan en madrigueras, detrás de arbustos y entre las ramas de los árboles. En el léxico de la inteligencia de Irlanda del Norte, dicha práctica recibe el nombre de «excavación» y fue el método elegido para vigilar la destartalada granja situada a las afueras de la aldea de Cranagh, en los montes Sperrin. Graham Seymour llegó de Londres el sexto día de la operación. Como puesto de vigilancia estática habían elegido un campo de aulaga rodeado de espigadas hayas, en una suave cuesta a unos ochocientos metros de la casa. Una pareja de agentes de la E4 se encargaban del equipo técnico, consistente en cámaras de objetivo largo e infrarrojos, así como micrófonos direccionales de largo alcance. Trabajaban sigilosos como monaguillos y parecían igual de jóvenes. Se presentaron en broma como Marks y Sparks*. A lo largo de los años, el IRA había tendido emboscadas y matado a docenas de agentes de inteligencia en el transcurso de operaciones de vigilancia, y éstos, pese a que los objetivos eran presuntamente protestantes, no corrían riesgos. Dos comandos del Servicio Aéreo Especial, el SAS, formaban un perímetro de protección en torno a Graham, Marks y Sparks. Llevaban uniforme de camuflaje y el rostro pintado de negro. En dos ocasiones Graham estuvo a punto de tropezar con ellos mientras orinaba entre la aulaga. Se moría por un cigarrillo, pero estaba prohibido fumar. Después de tres días sin comer nada aparte de barritas energéticas, también se moría incluso por los platos incomestibles de Helen. Por la noche, acostado en la cuesta húmeda y fría, maldecía en silencio a Michael Osbourne. A todas luces, algo raro había en la granja del pequeño valle que se abría a sus pies. Los propietarios eran dos hermanos apellidados Dalton, que cuidaban un pequeño rebaño de ovejas escuálidas y algunas docenas de pollos. Dos veces al día, por la mañana y al anochecer, recorrían despacio el perímetro de su tierra como si buscaran indicios de problemas. Recibieron la primera visita la décima noche. Llegó en un pequeño Nissan de tres volúmenes. Marks y Sparks dispararon sin tardanza sus cámaras de infrarrojos mientras Graham vigilaba la granja por los prismáticos de visión nocturna. Al poco divisó a un hombre alto y corpulento, de cabello indómito y con una bolsa de tenis al hombro. *

Los británicos suelen referirse con este nombre a los grandes almacenes Marks & Spencer. (N. de la T.) 143

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—¿Qué os parece? —preguntó Graham sin dirigirse a nadie en particular. —Intenta que parezca ligera —comentó Marks—, pero la correa está muy tensa. —Es evidente que no lleva raquetas y pelotas —añadió Sparks. Graham cogió una pequeña radio y se puso en contacto con la comisaría de Cookstown, situada veintidós kilómetros al sudeste. —Tenemos compañía. Atentos a las instrucciones. El visitante permaneció veinte minutos en el interior de la granja. Marks y Sparks intentaron escuchar alguna conversación, pero lo único que alcanzaron a oír fue música de Bach sonando por un equipo bastante malo. —¿Reconoces la pieza? —inquirió Marks. —Concierto número cinco en re mayor —repuso Sparks. —Es maravilloso, ¿no te parece? —Desde luego. Graham escudriñaba el vallecito por los prismáticos de infrarrojos. —Se va —anunció de repente. —Una visita muy corta para la hora que es —señaló Marks. —Puede que tuviera que ir al lavabo —aventuró Sparks. —Yo más bien diría que ha venido para quitarse de encima algunas armas —corrigió Marks—. Parece que la bolsa ya no pesa tanto. Graham cogió de nuevo la radio para llamar a Cookstown. —El sujeto se dirige al este, hacia el monte Hamilton. Haced que parezca un control rutinario. Avisad por radio de que se ha dado la alarma en la zona y pasad a unos cuantos de los buenos por el control para que no note que lo hemos elegido a él. Llegaré dentro de unos minutos. El hombre del Nissan era Gavin Spencer, jefe de operaciones de la Brigada de Liberación del Ulster, y la bolsa de tenis, ahora vacía sobre el asiento del acompañante, había contenido un cargamento de metralletas Uzi de fabricación israelí procedentes de un traficante de armas de Oriente Próximo. Las armas debían emplearse en el asesinato del embajador Douglas Cannon, pero de momento permanecerían ocultas dentro de una pared de piedra en el sótano de la granja. Gavin Spencer había seleccionado a los miembros del equipo y los había puesto en antecedentes. Rebecca Wells había obtenido acceso al calendario de actividades del embajador y enviaba informes con regularidad. Lo único que les faltaba era encontrar el momento idóneo, el momento en que Cannon fuera más vulnerable. Sólo tendrían una oportunidad, y si cometían un error, si fracasaban, los británicos y los estadounidenses multiplicarían las medidas de seguridad de tal modo que jamás volverían a poder acercarse a él. Spencer conducía a toda velocidad por la tortuosa B47, atravesando el pueblo a oscuras de Mount Hamilton antes de volver a 144

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salir a campo abierto. Se adueñó de él una oleada de alivio. Las armas ya no estaban en su coche, sino a buen recaudo dentro de las paredes de la granja. Si las hubieran encontrado en su poder, le habrían dado un billete sólo de ida a la cárcel. Pisó el acelerador a fondo, y el Nissan reaccionó con brío, subiendo y bajando las irregularidades del terreno. Encendió la radio con la esperanza de encontrar algo de música, pero un boletín informativo de Radio Ulster le llamó la atención. Habían declarado una alerta de seguridad en la zona de los montes Sperrin, entre Omagh y Cookstown. Al cabo de cinco kilómetros divisó las luces azules de un coche patrulla y la silueta voluminosa de dos furgones militares. Un agente de la policía del Ulster estaba de pie en medio de la carretera, agitando la linterna para indicar a Spencer que se detuviera a un lado. Spencer paró y bajó la ventanilla. —Control policial, señor —anunció el agente—. ¿Le importaría decirme adonde se dirige? —A casa, a Portadown —repuso Spencer. —¿Qué le trae por aquí? —He venido a ver a un amigo. —¿Dónde vive su amigo? —En Cranagh. —¿Me enseña su carné de conducir, por favor? Spencer se lo alargó. Otro coche se detuvo tras él, y Spencer oyó que otro agente formulaba las mismas preguntas a su conductor. El agente ojeó el carné de conducir y se lo devolvió. —Muy bien, señor. Vamos a echar un vistazo al interior de su coche. ¿Le importaría apearse? Spencer obedeció. El policía se sentó al volante y condujo hasta situarse detrás de los furgones. Al cabo de un momento, el segundo vehículo también desapareció tras los furgones. El conductor era un hombre bajo, fornido, de cabello corto y bigote entrecano. Se acercó a Spencer con las manos embutidas en los bolsillos de la cazadora de cuero. —¿De qué coño irá todo esto? —masculló. —Seguridad, dicen. —Apuesto algo a que es por los cabrones del IRA. —Supongo que sí —convino Spencer. El hombre encendió un cigarrillo y dio otro a Spencer. En aquel momento empezó a llover. Gavin Spencer se puso a fumar, intentando parecer lo más tranquilo posible mientras la policía del Ulster y el ejército ponían patas arriba su coche. Graham Seymour esperaba tras los furgones mientras un equipo de soldados y agentes de policía registraban el Nissan. Usaron un detector portátil para buscar armas escondidas bajo los asientos y efectuaron pruebas de detección de residuos de explosivos. Miraron en los bajos y en el motor. Desatornillaron los paneles de las puertas y buscaron debajo de las alfombrillas. Abrieron el maletero y revolvieron su contenido. 145

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Diez minutos más tarde, uno de los policías llamó por señas a Seymour. Dentro de la rueda de recambio, envueltos en un trapo grasiento, habían encontrado unos papeles de aspecto sospechoso. Graham tomó prestada la linterna del agente, enfocó el haz sobre los papeles, los ojeó grabándose en la memoria tantos detalles como pudo y se los devolvió al policía. —Déjenlos donde los han encontrado —ordenó—. Que no se note que los han tocado. El policía asintió y obedeció. —Escondan un localizador en el coche y déjenlo marchar — prosiguió Graham—. Y luego llévenme a Belfast a toda leche. Me temo que tenemos un problema bastante grave.

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NUEVA YORK - PORTADOWN Eran las siete de la tarde cuando Michael Osbourne salió de la estación neoyorquina de la CIA, situada en el World Trade Center, y paró un taxi. Hacía casi dos semanas que había regresado de Londres y empezaba a sentirse a gusto en la rutina de su nueva vida en la Agencia. Por regla general trabajaba tres días a la semana en Washington y dos en Nueva York. El servicio de contrainteligencia estaba completando su investigación sobre la muerte de Kevin Maguire, y Michael confiaba en que aceptarían su versión de los hechos. El IRA sospechaba de Maguire antes de que Michael viajara a Belfast, y su muerte, aunque era una desgracia, no podía achacarse a Michael. El taxi se dirigía hacia la parte alta de la ciudad a paso de tortuga. Michael pensó en Irlanda del Norte, en las luces mortecinas de Belfast vistas desde la Montaña Negra, en el cuerpo quebrado de Kevin Maguire atado a la silla. Bajó la ventanilla y sintió el viento frío en el rostro. A veces pasaba algunos minutos sin pensar en Maguire, pero de noche o cuando estaba solo el rostro estragado del agente siempre se colaba en su mente. Michael estaba ansioso de que la información que Maguire y Devlin le habían dado arrojara sus frutos; si lograban desmantelar la Brigada de Liberación del Ulster, la muerte de Maguire no habría sido en vano. El taxista era un árabe con la barba sin recortar de los musulmanes devotos. Michael le indicó una dirección de Madison Avenue, a cinco manzanas de su casa. Al llegar pagó al taxista y echó a andar por la concurrida acera, deteniéndose a mirar los escaparates y comprobando si lo seguían. Era un temor que jamás lo abandonaba,

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que un día apareciera un viejo enemigo para vengarse de él. Pensó en su padre, registrando el coche en busca de bombas, destrozando teléfonos y comprobando si lo vigilaban hasta el día de su muerte. El secreto era como una enfermedad, la ansiedad, como un viejo y querido amigo. Michael se resignaba al hecho de que nunca se libraría de ella... El asesino llamado Octubre ya se había encargado de ello. Caminó hacia el oeste hasta la Quinta Avenida, giró a la derecha y se dirigió hacia la parte alta de la ciudad. La inteligencia requería una paciencia notable, pero Michael empezaba a ponerse nervioso en lo tocante a Octubre. Cada mañana ojeaba los comunicados en la esperanza de hallar su nombre en alguna lista porque alguien lo había visto en un aeropuerto o en una estación de tren, pero nunca encontraba nada. Y la pista se iría enfriando a medida que transcurría el tiempo. Michael entró en su edificio y subió en ascensor hasta su piso. Elizabeth ya había llegado; lo besó en la mejilla y le alargó una copa de vino blanco. —Ya tienes la cara casi normal —comentó. —¿Eso es bueno o malo? —Bueno, desde luego —aseguró Elizabeth tras besarlo en la boca—. ¿Cómo estás? —Pero ¿se puede saber qué te pasa? —replicó Michael con una mirada burlona. —Nada, cariño, que me alegro de verte. —Yo también. ¿Qué tal el trabajo? —Bastante bien. Me he pasado el día preparando a mi testigo principal para el juicio. —¿Aguantará? —A decir verdad, creo que se desmoronará ante el fiscal. —¿Los niños aún están despiertos? —Acabo de acostarlos. —Quiero verlos. —Michael, si los despiertas te juro que... Michael entró en la habitación infantil y se inclinó sobre las cunas. Los pequeños dormían uno junto al otro para poder verse por entre los barrotes de las camitas. Michael permaneció largo rato inmóvil, escuchando sus respiraciones. Por unos instantes se sintió en paz, embargado por una sensación de felicidad que no experimentaba desde hacía mucho tiempo. Pero la angustia no tardó en reaparecer, ese miedo a que sus enemigos les hicieran daño a él o a sus hijos. En aquel momento oyó el teléfono. Besó a los niños y salió. Cuando llegó al salón, Elizabeth le alargó el teléfono. —Es Adrian —dijo. Michael cogió el auricular. —¿Sí? Escuchó unos minutos en silencio. —Dios mío —murmuró antes de colgar. —¿Qué pasa? —preguntó Elizabeth. 148

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—Tengo que ir a Londres. —¿Cuándo? Michael miró el reloj. —Si me doy prisa, puedo coger un vuelo esta misma noche. Elizabeth lo observó con detenimiento. —Michael, nunca te había visto así. ¿Qué pasa? A primera hora de la mañana siguiente, cuando el avión de la British Airways en el que viajaba Michael Osbourne se aproximaba al aeropuerto de Heathrow, Kyle Blake y Gavin Spencer caminaban juntos por Market High Street, en Portadown. El cielo estaba adquiriendo el matiz gris azulado que precede al alba. Las farolas seguían encendidas, y el aire olía a tierras de cultivo y pan recién horneado. Spencer caminaba con el paso relajado de un hombre despreocupado, lo cual no era cierto esa mañana. Kyle Blake, una cabeza más bajo y varios centímetros menos corpulento, andaba con la economía de movimientos de un juguete a pilas. Spencer habló largo rato sin dejar de apartarse los espesos rizos negros de la frente, Blake escuchaba con atención mientras encendía un cigarrillo tras otro. —Puede que la vista te esté jugando una mala pasada —aventuró Kyle Blake por fin—. Puede que te dijeran la verdad y no fuera más que un control rutinario. —Registraron el coche de arriba a abajo —replicó Spencer—. Y tardaron un huevo, joder. —¿Ha desaparecido algo? Spencer denegó con la cabeza. —¿Ha aparecido algo que no debiera estar ahí? —Yo también he registrado el puto coche de arriba a abajo. No he encontrado nada, pero eso no significa gran cosa. Esos micrófonos son tan pequeños que podrían haberme metido uno en el bolsillo sin que me enterara. Kyle caminó en silencio durante unos instantes. Gavin Spencer era un hombre inteligente y un jefe de operaciones con talento. No era la clase de tipo que veía amenazas donde no las había. —Si estás en lo cierto, si realmente iban a por ti, eso significa que vigilan la granja. —Exacto —asintió Spencer—. Y acabo de esconder allí el primer cargamento de Uzis. Necesito esas armas para el trabajo del embajador. A Eamonn Dillon sí que se le podía matar con una pistola, pero para asesinar al embajador estadounidense se necesita bastante más. —¿Qué hay del equipo? —El último hombre sale para Inglaterra esta noche en el transbordador de Liverpool. Mañana por la noche tendré a cuatro de mis mejores muchachos en Londres, esperando la orden de atacar. Pero necesito esas armas, Kyle. —Pues iremos a buscarlas. 149

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—Pero están vigilando la granja. —Pues nos cargaremos a los vigilantes. —Lo más probable es que estén protegidos por el SAS. No sé tú, pero yo no estoy de humor para luchar contra el SAS. —Sabemos que están en alguna parte; no tenemos más que encontrarlos. Blake se detuvo y clavó una mirada dura en Spencer. —Además, si el IRA puede con el SAS, nosotros también. —Somos soldados británicos, Kyle. Fuimos soldados británicos en su día, ¿lo recuerdas? —Ya no estamos en el mismo bando —masculló Blake con brusquedad—. Si los británicos quieren jugar, jugaremos, joder.

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LONDRES —Por lo visto, tenemos una filtración en el edificio —empezó Graham Seymour. Michael, Graham, Wheaton y Douglas estaban sentados alrededor de una mesa en un cubículo acristalado y aislado en la sección que la CIA tenía en la embajada. Cuando Graham habló, Wheaton se encogió como si lo hubieran amenazado con el puño y empezó a apretar su pelota de tenis. Siempre estaba listo para ofenderse, y había algo en el tono de Graham, en su mirada aburrida e insolente, que nunca le había gustado. —¿Por qué estás tan seguro de que la filtración procede de este edificio? —preguntó—. Puede que venga de tu lado. El Cuerpo Especial protege al embajador y recibe su agenda con varios días de antelación. —Supongo que todo es posible —admitió Graham. —¿Por qué no fotografiaste los documentos? —quiso saber Wheaton. —Porque no había tiempo —replicó Graham—. Decidí que era más valioso para nosotros suelto que detenido. Echamos un vistazo rápido, le pusimos un localizador en el coche y lo dejamos marchar. —¿Quién es? —inquirió Michael. Graham abrió un maletín y distribuyó varias fotografías, una policial y otras tomadas por las cámaras de vigilancia, en las que se veía a un hombre de espeso cabello negro. —Se llama Gavin Spencer —explicó Graham—. Antes era un miembro destacado de la Fuerza de Voluntarios del Ulster. Una vez lo detuvieron por posesión de armas, pero el caso quedó desestimado.

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Es un radical; dejó la Fuerza de Voluntarios del Ulster al inicio del proceso de paz porque se oponía a él. —¿Dónde está ahora? —preguntó Wheaton. —Vive en Portadown. Ahí es adonde fue después de que lo paráramos. —¿Y ahora qué hacemos, caballeros? —terció Douglas. —Pues encontrar el origen de la filtración —espetó Wheaton—. Determinar si es un traidor o si hay alguien más implicado. Y luego acabar con la fuga. Michael se levantó y empezó a pasearse por el pequeño cubículo. —¿Cuántas personas de la embajada conocen con antelación la agenda del embajador? —inquirió por fin. —Depende del día, pero por lo general al menos veinte —repuso Wheaton. —¿Y cuántos de ellos son hombres? —Algo más de la mitad —contestó Wheaton con voz un poco irritada—. ¿Por qué? —Por algo que me dijo Kevin Maguire poco antes de morir. Dijo que cuando la sección de inteligencia del IRA investigó el asesinato de Eamonn Dillon, descubrieron que había habido una filtración en el cuartel general del Sinn Fein. Una chica joven, una de las secretarias, había trabado amistad con una mujer protestante a la que había revelado sin darse cuenta detalles de los movimientos de Eamonn Dillon. —¿Qué aspecto tenía la mujer? —Treinta y pocos años, atractiva, cabello negro, tez clara, ojos grises. Michael esbozó una sonrisa. —Esa cara ya te la he visto antes —comentó Graham—. ¿Qué estás pensando, Michael? —Que de la adversidad surge la oportunidad. Eran las cinco y media de esa tarde cuando el teléfono de la mesa de Preston McDaniels ronroneó suavemente. Por un instante, McDaniels contempló la posibilidad de no cogerlo, pues estaba ansioso por llegar al restaurante para ver a Rachel. El mensaje quedaría grabado en su contestador, y podría ocuparse del asunto a primera hora del día siguiente. Sin embargo, durante todo el día habían circulado rumores por la embajada, rumores sobre algún problema de seguridad, de empleados llevados ante un tribunal de inquisidores en la última planta. McDaniels sabía que los sabuesos de los medios de comunicación tenían la virtud de oler aquella clase de rumores, de modo que descolgó el auricular a regañadientes. —McDaniels. —Soy David Wheaton —se presentó la voz al otro lado de la línea, sin molestarse en dar más detalles, pues todo el mundo en la embajada sabía que Wheaton era el jefe de la CIA en Londres—. Me gustaría hablar con usted a solas. 152

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—A decir verdad, ya me iba. ¿Es algo que pueda esperar hasta mañana? —Es importante. ¿Puede subir ahora mismo? Wheaton colgó sin esperar respuesta. Algo en su tono perturbó a McDaniels. Nunca le había gustado el jefe de la CIA, pero sabía que no le convenía estar a malas con él. Salió de su despacho, recorrió el pasillo y cogió el ascensor. Al entrar en la sala vio a tres hombres sentados a un lado de una larga mesa rectangular. Wheaton, el yerno del embajador Cannon, Michael Osbourne, y un inglés de aspecto hastiado. Frente a ellos había un asiento vacío. Wheaton lo señaló con el bolígrafo dorado sin decir palabra, y McDaniels se sentó. —No me andaré con rodeos —empezó Wheaton—. Por lo visto, hay una filtración en la embajada acerca de la agenda del embajador, y tenemos intención de localizarla. —¿Qué tiene eso que ver conmigo? —Es usted una de las personas de la embajada que tiene acceso a la agenda del embajador con cierta antelación. —Por supuesto —espetó McDaniels—. Y si me pregunta si alguna vez he revelado algún secreto, la respuesta es no. —¿Ha proporcionado a alguna persona externa a la embajada una copia de la agenda del embajador? —Por supuesto que no. —¿La ha comentado alguna vez con algún periodista? —Sólo cuando se trataba de algún acto público. —¿Alguna vez ha revelado a algún periodista detalles tales como el itinerario del embajador o el medio de transporte empleado? —Claro que no —exclamó McDaniels, enojado—. Además, a los periodistas les importan un comino esas cosas. Michael Osbourne hojeaba un expediente. —No está casado —constató, levantando la vista. —No —repuso McDaniels—. ¿Por qué está usted aquí? —Nosotros haremos las preguntas, si no le importa —dijo Wheaton. —¿Sale con alguien? —inquirió Michael. —Sí. —¿Cuánto tiempo hace? —Un par de semanas. —¿Cómo se llama? —Rachel. ¿Les importaría decirme de qué...? —¿Rachel qué más? —Rachel Archer. —¿Dónde vive? —En Earl's Court. —¿Ha estado alguna vez en su casa? —No. —¿Y ella en la de usted? —Eso no es de su incumbencia. 153

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—Si afecta la seguridad, sí es de nuestra incumbencia — puntualizó Michael—. Conteste a la pregunta, por favor, señor McDaniels. ¿Ha estado Rachel Archer alguna vez en su casa? —Sí. —¿Cuántas veces? —Varias. —¿Cuántas? —No lo sé..., ocho o diez, quizás. —¿Se ha llevado alguna vez una copia de la agenda del embajador a casa? —Sí —asintió McDaniels—. Pero tengo mucho cuidado, nunca la pierdo de vista. —¿Ha estado Rachel Archer en su casa algún día en que usted tuviera allí una copia de la agenda del embajador? —Sí. —¿Le ha enseñado alguna vez la agenda del embajador? —Ya le he dicho que no. —¿Rachel Archer tiene treinta y pocos años, cabello negro, tez clara y ojos grises? Preston McDaniels palideció. —Dios mío, ¿qué he hecho? —musitó. Al inicio de la noche era idea de Michael. En un principio, Wheaton se opuso oficialmente, pero al final de aquella larga noche de teleconferencias con Langley, reuniones tensas con los mandarines del MI5 y el MI6, así como conversaciones concisas con Downing Street y la Casa Blanca, Wheaton ya afirmaba que la idea había partido de él. Había que resolver dos asuntos. ¿Debían hacerlo? Y si lo hacían, ¿quién dirigiría el cotarro? La segunda pregunta era más difícil de responder porque implicaba cuestiones territoriales, y en el mundo de la inteligencia el territorio se protege a toda cosa, con frecuencia mejor que los secretos. Se trataba de un problema de seguridad estadounidense relacionado con el embajador estadounidense, pero Irlanda del Norte era una cuestión británica, y la operación tendría lugar en suelo británico. Tras una hora de tensas negociaciones, los dos bandos llegaron a un acuerdo. Los británicos aportarían el talento callejero, es decir, a los vigilantes y artistas de la vigilancia técnica, y cuando llegara el momento de la verdad, también proporcionarían la fuerza bruta. Por su parte, los estadounidenses se encargarían de Preston McDaniels y aportarían el material para su maletín... tras consultar a los británicos, por supuesto. La lucha interna de la Agencia fue igual de encarnizada. El Centro de Antiterrorismo había abierto el caso, y Adrian Carter quería que Michael dirigiera la parte americana de la operación. Wheaton se puso duro, y en un ácido telegrama al cuartel general arguyó que era una operación de Londres que requería una estrecha colaboración de los servicios del país anfitrión, y por tanto la estación londinense debía 154

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asumir la responsabilidad del CAT. Monica Tyler se encerró en su despacho en el ambiente enrarecido de la séptima planta para meditar su decisión. Wheaton recurrió a viejos amigos e incluso enemigos para que respaldaran su causa. Por fin, Monica eligió a Wheaton con el argumento de que Michael acababa de regresar a la Agencia tras una larga ausencia, por lo que no podía esperarse que funcionara al cien por cien a nivel operativo. Así pues, Wheaton cortaría el bacalao, aunque Michael permanecería en Londres para ayudarlo en lo que se terciara. Preston McDaniels inició el proceso aquella misma noche. Desde la mesa de Wheaton llamó al Ristorante Riccardo Lane y pidió por Rachel Archer. Una voz con acento italiano le comunicó que estaba ocupada, «es la hora de la cena, ¿sabe usted?», pero McDaniels replicó que era urgente, y la mujer acudió al teléfono al cabo de pocos instantes. La conversación duró exactamente treinta y dos segundos; Michael y Wheaton la cronometraron y la escucharon una docena de veces en busca de Dios sabe qué. McDaniels le dijo que no podría pasar a tomar una copa porque trabajaría hasta tarde. La mujer exteriorizó cierta decepción entre el estruendo de las vajillas y las palabrotas vociferadas por Riccardo Ferrari. McDaniels preguntó a Rachel si podían verse más tarde, y la mujer repuso que pasaría por su casa al salir del trabajo. Enviaron la grabación a Langley por satélite y por el método tradicional, es decir, por mensajero, al MI5 y al MI6. Un lingüista del MI5 concluyó que su acento inglés era falso y que con toda probabilidad procedía de Irlanda del Norte, concretamente de las afueras de Belfast. Wheaton no sabía si confiar en McDaniels e insistió en que se vigilaran todos sus movimientos por audio y vídeo. El MI5 entró en su piso de South Kensington y escondió cámaras y micrófonos en cada habitación a excepción del dormitorio. Michael consideraba que el audio bastaba, y Wheaton accedió a regañadientes. Una pareja de agentes del MI5, un hombre entrado en años y una chica bastante guapa, fueron enviados al restaurante Riccardo. Por casualidad, Rachel fue su camarera. Les recomendó la ternera, comentando que estaba divina. Por motivos de seguridad, el segundo equipo pidió spaghetti a la carbonara y pollo a la milanesa. El MI5 instaló a toda prisa el campamento base en un gran piso amueblado de Evelyn Gardens, a poca distancia del piso de McDaniels. Cuando Michael y Wheaton llegaron aquella noche, les salió al encuentro el hedor a cigarrillos y curry. En el salón, media docena de técnicos preocupados manejaban sus receptores y monitores de vídeo. Agentes aburridos miraban por televisión un espantoso documental de la BBC sobre las costumbres migratorias de las ballenas grises. Graham Seymour tocaba una pieza suave al piano. Habían colocado tantos micrófonos en el piso de McDaniels que cuando la mujer que se hacía llamar Rachel Archer llamó al interfono, 155

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el timbre sonó como una alarma de incendios. —A jugar —exclamó Wheaton. Todos se congregaron en torno a las pantallas, todos a excepción de Graham, que siguió sentado al piano, tocando los últimos acordes de la Claro de luna. Cualquier duda que pudieran albergar sobre la capacidad de Preston McDaniels para manejar la situación se disipó con el largo beso con que la recibió en la puerta. Preparó unas bebidas para ambos, vino blanco para ella, un whisky enorme para él, y los dos se sentaron en el sofá del salón, frente a una de las cámaras ocultas. Empezaron a besarse, y por un instante Michael temió que se pusieran a hacer el amor en el sofá, pero McDaniels la llevó al dormitorio. A Michael le pareció ver algo de Sarah en ella y se preguntó si habría algo de McDaniels en él. —Necesitamos un nombre en clave —dijo Wheaton en un intento de pensar en otra cosa, cualquier cosa, que no fueran los sonidos procedentes de los altavoces—. No tenemos nombre en clave. —Mi padre trabajó en una operación similar durante la guerra — explicó Graham mientras sus dedos se deslizaban ligeros por el teclado—. El MI5 filtró información falsa a una espía alemana a través de un oficial naval estadounidense. —¿Y cuál era el nombre en clave? —Me parece que Timbal. —Timbal —repitió Wheaton—. Suena bien. Pues que sea Timbal. —¿Cómo salió aquella operación? —preguntó Michael. Graham dejó de tocar y alzó la mirada. —Ganamos, querido. Fue un técnico del MI5 quien lo vio primero y despertó al resto del equipo. Wheaton se había agenciado el único dormitorio, Michael dormía en el sofá y Graham dormitaba inquieto en un sillón de orejas como un pasajero nervioso en un vuelo transatlántico. Con los párpados hinchados por el sueño, se agolparon en torno a la hilera de monitores y observaron a la mujer mientras se sentaba a la mesa del estudio de McDaniels y empezaba a revolver el contenido del maletín. —Bueno, señoras y señores, parece que acabamos de dar el primer paso para desarticular a la Brigada de Liberación del Ulster — anunció Wheaton—. Felicidades, Michael. Esta noche invitas a cenar tú. Preston McDaniels yacía despierto en la cama, de espaldas a la puerta. Había intentado dormir, pero sin éxito, de modo que permaneció inmóvil hasta que la oyó levantarse de la cama y salir del dormitorio. La imaginó en su estudio, revolviendo sus papeles, y lo acometió una oleada de sentimientos encontrados. Sentía vergüenza por haberse dejado engañar con tanta facilidad, humillado por el hecho de que Wheaton y Michael Osbourne lo hubieran convertido en peón de su partida, pero sobre todo se sentía traicionado. 156

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Por unos instantes, mientras hacían el amor, McDaniels imaginó que Rachel realmente sentía algo por él pese a albergar otras motivaciones. Llegaría a un acuerdo, pensó. Lo arreglaría todo para que pudieran estar juntos cuando todo terminara. Oyó abrirse la puerta y cerró los ojos. Al cabo de un momento, Rachel se tendió junto a él. Quería darse la vuelta, estrecharla entre sus brazos, atraerla hacia sí, sentir sus piernas alrededor de la cintura. Pero se limitó a seguir tumbado, fingiendo dormir y preguntándose qué haría sin ella cuando todo terminara.

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LONDRES —Se llama Hartley Hall —dijo Graham Seymour a última hora de la mañana en el despacho de Wheaton—. Está aquí, en la zona septentrional de la costa de Norfolk. —Golpeteó el gran mapa militar con la punta del bolígrafo—. Tiene varios centenares de hectáreas para hacer excursiones a pie y a caballo, y por supuesto la playa está muy cerca. En resumidas cuentas, es el lugar ideal para que un embajador estadounidense pase un fin de semana tranquilo en el campo. —¿Quién es el propietario? —inquirió Michael. —Un amigo del servicio de inteligencia. —¿Un buen amigo? —Hizo su parte durante la guerra y algunos trabajos esporádicos en los cincuenta y los sesenta, pero nada espectacular. —¿Hay algo público que pueda relacionarlo con la inteligencia británica? —Nada en absoluto —replicó Graham—. La Brigada de Liberación del Ulster no tendrá forma de saber que el anfitrión del embajador tuvo relación alguna con el servicio. —¿Qué estás pensando, Michael? —Que Douglas quiere pasar un fin de semana fuera de Londres, un fin de semana en la intimidad con pocas medidas de seguridad en casa de un viejo amigo. Lo incluimos en su agenda para que la mujer se entere a través de McDaniels. Con un poco de suerte, la Brigada de Liberación del Ulster picará. —Y tendremos un equipo del SAS esperándolos —añadió Graham—. El plan tiene otra ventaja importante, y es que es

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imposible que se produzcan bajas civiles gracias al emplazamiento de la finca. —Detener gente no es la especialidad del SAS —comentó Wheaton—. Si seguimos adelante y la Brigada de Liberación del Ulster muerde el anzuelo, se derramará muchísima sangre. Miró primero a Graham, quien guardó silencio, y luego a Michael. —Mejor su sangre que la de Douglas —señaló Michael—. Yo recomiendo ejecutar el plan. —Tendré que consultarlo —advirtió Wheaton—. La Casa Blanca y el Departamento de Estado tendrán que dar su consentimiento; puede que me lleve algunas horas. —¿Qué hay de la mujer? —preguntó Michael. —La hemos seguido esta mañana cuando ha salido de casa de McDaniels —explicó Graham—. Es cierto que vive en Earl's Court. Se mudó hace un par de semanas. Tenemos un equipo vigilando el piso. —¿Dónde está ahora? —Parece que durmiendo. —Me alegro de que alguien pueda dormir —espetó Wheaton. Descolgó el teléfono seguro y marcó el número de Monica Tyler en Langley. —Ha sido idea suya, ¿verdad? —exclamó Preston McDaniels—. Es usted un hijo de puta de los grandes, eso está clarísimo. Estaban sentados en un banco con vistas a la Serpentine de Hyde Park. El viento agitaba los sauces y formaba olas en la superficie del lago. Las nubes preñadas de lluvia se cernían sobre ellos. Michael intentó localizar a los agentes de Graham. ¿Sería el hombre que tiraba pan a los patos? ¿La mujer que leía un libro de Josephine Hart en el banco contiguo? ¿Tal vez el muchacho rubio y desgarbado que hacía tai chi en el césped ataviado con un anorak azul? Veinte minutos antes, Michael había mostrado a McDaniels la cinta de vídeo en la que se veía a su amante entrando en el estudio y revolviendo el contenido del maletín. McDaniels se había puesto casi físicamente enfermo. Había pedido salir a tomar el aire, de modo que pasearon en silencio por Mayfair y los senderos de Hyde Park hasta llegar al lago. McDaniels estaba temblando de tal forma que Michael casi sentía vibrar el banco. Recordaba cómo se había puesto al descubrir que Sarah Randolph trabajaba para el KGB. Había querido odiarla, pero no había podido. Sospechaba que Preston McDaniels sentía exactamente lo mismo hacia la mujer a la que conocía por el nombre de Rachel Archer. —¿Ha dormido algo? —preguntó en voz baja. —Claro que no. Una ráfaga de viento le alborotó el cabello canoso, dejando al descubierto la calva, que McDaniels se aprestó a cubrir de nuevo con gesto tímido. —¿Cómo quiere que pegara ojo sabiendo que me escuchaban? Michael no quería disipar la idea de que observaban cada 159

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movimiento y escuchaban cada respiración de McDaniels. Encendió un cigarrillo y le ofreció otro. —Un hábito repugnante —espetó el hombre, agitando la mano y mirando a Michael como si fuera un intocable. A Michael no le importaba, pues no estaba de más que McDaniels se sintiera superior por un momento, aunque fuera por algo tan banal. —¿Cuánto tiempo? —preguntó McDaniels—. ¿Cuánto tiempo tendré que seguir? —No mucho —repuso Michael en tono indiferente, como si McDaniels le hubiera preguntando cuánto faltaba para la llegada del siguiente tren. —Por el amor de Dios, ¿por qué nunca me dan una respuesta clara? —Porque en este trabajo hay muy pocas respuestas claras. —Es su trabajo, no el mío. —McDaniels volvió a agitar la mano, esta vez con más fuerza—. Maldita sea, apague eso, ¿quiere? Michael arrojó el cigarrillo al suelo. —¿Quién es? —quiso saber McDaniels—. ¿Qué es? —Por lo que a usted le concierne, es Rachel Archer, una dramaturga pobre que se gana la vida como camarera en el ristorante Riccardo. —¡Quiero saberlo, maldita sea! ¡Tengo que saberlo! ¡Necesito saber que toda esta mierda puede traer algo bueno! Michael no podía contradecir la lógica de McDaniels. Con frecuencia, el elemento clave de la supervisión de agentes era la motivación, y si querían que McDaniels llegara hasta el fin de la operación, tendrían que alentarlo al máximo. —De momento desconocemos su verdadero nombre —dijo por fin—, pero estamos en ello. Es miembro de la Brigada de Liberación del Ulster, que planea asesinar a mi suegro, y le está utilizando a usted para acceder a su agenda y decidir el momento idóneo del atentado. —Pero ¿cómo es posible? Si es maravillosa... —No es la persona que usted cree que es. —¿Cómo puedo haber sido tan imbécil? —farfulló McDaniels con la mirada perdida en la distancia—. Sabía que era demasiado joven para mí, demasiado guapa, pero me permití creer que realmente se había enamorado de mí. —Nadie le culpa —mintió Michael. —¿Qué pasará cuando todo acabe? —Usted seguirá trabajando como si no hubiera sucedido nada. —¿Cómo quiere que haga eso? —Le resultará más fácil de lo que cree —le aseguró Michael. —¿Y qué será de ella, quienquiera que sea? —Aún no lo sabemos. —Sí que lo saben, lo saben todo. Le van a tender una trampa, ¿verdad? 160

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Michael se levantó con ademán brusco para indicar que era hora de irse. McDaniels siguió sentado. —¿Cuánto tiempo? —repitió—. ¿Cuándo terminará todo? —No lo sé. —¿Cuánto tiempo? —No mucho. A última hora de la tarde, Michael estaba sentado en el despacho de Wheaton, revisando la última entrada en la agenda del embajador Douglas Cannon, una visita privada a la casa de un amigo en la campiña de Norfolk el fin de semana siguiente. A petición del embajador, las medidas de seguridad serían mínimas, tan sólo un equipo de dos hombres del Cuerpo Especial sin apoyo estadounidense. Michael terminó de leer la anotación y se la alargó a Wheaton por encima de la mesa. —¿Crees que picarán? —inquirió Wheaton. —Deberían. —¿Qué tal aguanta tu chico la presión? —¿McDaniels? Wheaton asintió. —Todo lo bien que cabría esperar. —¿O sea? —O sea que no tenemos mucho tiempo. —Entonces más vale que esto funcione. Wheaton devolvió el papel a Michael. —Mételo en su maletín y que se lo lleve a casa esta noche. Eran poco más de las cuatro de la madrugada siguiente cuando Rebecca Wells se levantó de la cama de Preston McDaniels y entró en su estudio. Se sentó a la mesa, abrió el maletín con sigilo y sacó un fajo de papeles. Además de la agenda normal del embajador vio una nota sobre un fin de semana privado en la campiña de Norfolk. El corazón le latió con violencia mientras leía el texto. Era perfecto. Un lugar aislado, con mucha antelación para poder planificar cada detalle... Copió la anotación con gran meticulosidad; no quería cometer errores. Al acabar experimentó una oleada de orgullo. Había hecho su trabajo a la perfección, al igual que en Belfast. Eamonn Dillon estaba muerto gracias a la información que ella había pasado a Kyle Blake y Gavin Spencer, y el embajador Douglas Cannon no tardaría en correr la misma suerte. Apagó la luz y regresó a la cama. En el campamento base de Evelyn Square, Michael Osbourne y Graham Seymour observaban las pantallas. En ellas, la mujer copiaba los detalles relativos al viaje del embajador a Norfolk. Percibieron la emoción que le producía el descubrimiento. Cuando apagó la luz y salió del estudio, Graham se volvió hacia Michael. —¿Crees que ha picado? 161

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—Del todo. Al día siguiente la vigilaron. La siguieron hasta el triste café junto a la estación de metro de Earl's Court donde desayunó un panecillo y una taza de té. La escucharon cuando llamó a Riccardo Ferrari al restaurante para decirle que le había surgido una emergencia familiar, una tía de Newcastle que se había puesto enferma, por lo que necesitaba un par de días libres, cuatro a lo sumo. Riccardo masculló una retahíla de obscenidades, primero en italiano, luego en inglés con fortísimo acento italiano. Sin embargo, se granjeó la simpatía de los espías de Graham al advertir a la mujer que cuidara de su pobre tía, que no había nada más importante que la familia y que volviera cuando estuviera preparada. A continuación la escucharon mientras llamaba a Preston McDaniels a la embajada y le decía que estaría fuera unos días. Contuvieron el aliento cuando McDaniels le preguntó si podían verse unos minutos antes de que se marchara, y suspiraron de alivio cuando la mujer respondió que no tenía tiempo. Y la dejaron marchar cuando subió al tren con destino a Liverpool. Preston McDaniels colgó el teléfono y permaneció sentado a su mesa. La secretaria que lo vio en aquel momento por la puerta abierta contó más tarde a Michael que el pobre Preston tenía el aspecto de un hombre al que acaban de dar una pésima noticia. De repente se levantó de un salto, anunció que tenía que hacer un recado y volvería al cabo de un cuarto de hora. Descolgó la gabardina del perchero, salió de la embajada a toda prisa y cruzó Grosvenor Square en dirección al parque. Sabía que Wheaton, Osbourne y el resto lo seguían, lo percibía. Quería desembarazarse de ellos y no volver a verlos nunca más. ¿Qué harían? ¿Lo detendrían? ¿Lo sacarían de las calles? ¿Lo meterían en un coche? Había leído bastantes novelas de espías. ¿Cómo se las arreglaría el héroe para escapar de los malos en una novela de espías? Se mezclaría entre la gente. Al llegar a Park Lane giró hacia el norte en dirección a Marble Arch, bajó a la estación del metro, cruzó las barreras y caminó a buen paso hacia el andén. En aquel momento llegaba el metro. Entró en un vagón y se situó junto a las puertas. En la siguiente parada, Bond Street, se apeó, cruzó al andén opuesto y subió a otro tren rumbo a Marble Arch. En Marble Arch repitió la maniobra, y unos instantes más tarde se dirigía hacia el este, sintiéndose bastante solo. Graham Seymour llamó a Michael desde el cuartel general del MI5. —Me temo que tu hombre se ha esfumado. —¿A qué te refieres? —A que lo hemos perdido —explicó Graham—. Bueno, de hecho 162

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nos ha despistado. Hizo unas maniobras bastante diestras en el metro. No ha estado nada mal, a decir verdad. —¿Dónde? —En la línea Central, entre Marble Arch y Bond Street. —Maldita sea. ¿Qué vais a hacer? —Bueno, estamos intentando encontrarle, querido. —Llámame en cuanto sepas algo. —Vale. En Tottenham Court Road, Preston McDaniels bajó del tren de la línea Central y recorrió los pasillos del transbordo hacia la línea Norte. Qué apropiado, pensó, la temida línea del norte. Los trenes de la línea Norte, anticuados, asmáticos y renqueantes, no paraban de fallar en las horas punta, por lo que quienes se veían obligados a aguantar sus frecuentes cambios de humor hablaban de la línea Desgracia o la línea Negra. Era perfecto, se dijo Preston. Los periódicos sensacionalistas de Londres harían su agosto. ¿Qué había dicho Michael Osbourne? «Seguirá adelante como si no hubiera sucedido nada.» Pero ¿cómo iba a hacer eso? Notó que el andén empezaba a vibrar. Se volvió y escudriñó las profundidades del túnel, por el que se aproximaba la tenue luz de un tren. Pensó en ella, bajo su cuerpo, la espalda arqueada hacia él, y entonces la imaginó en su estudio, robándole sus secretos. Oyó su voz al teléfono. «Tengo que irme unos días... No, lo siento, Preston, pero ahora mismo no podemos vernos...» Preston McDaniels miró el reloj. Ya estarían preocupados por él, preguntándose adonde habría ido. Tenía una reunión al cabo de diez minutos, pero se la perdería. El tren salió del túnel con una ráfaga de aire caliente. Preston McDaniels se acercó al borde del andén y de repente saltó a la vía.

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PORTADOWN - LONDRES - CONDADO DE TYRONE La noche siguiente, Rebecca Wells estaba de regreso en Portadown, sentada en un reservado del pub de McConville. Gavin Spencer entró primero, seguido al cabo de cinco minutos por Kyle Blake. El pub estaba muy concurrido. Rebecca Wells habló en voz baja entre el estruendo del bar, informando a Blake y Spencer de lo que había encontrado en el maletín del estadounidense. —¿Cuándo llega Cannon? —preguntó Blake. —El sábado que viene —repuso Rebecca. —¿Y cuánto tiempo se quedará? —Sólo una noche, la del sábado. Volverá a Londres a primera hora de la tarde del domingo. —Eso nos da cinco días —señaló Blake antes de volverse hacia Gavin Spencer—. ¿Puedes prepararlo todo en cinco días? Spencer asintió. —Sólo necesitamos las armas. Si conseguimos las armas, el embajador Douglas Cannon es hombre muerto. Kyle Blake reflexionó unos instantes mientras se frotaba las manchas de tinta y nicotina que le ensuciaban los dedos. Por fin alzó la vista. —Pues iremos a buscar las armas —dijo. —¿Estás seguro, Kyle? —No estarás perdiendo el valor, ¿eh? —A lo mejor convendría esperar un poco, hasta que la cosa se calme un poco. —No tenemos tiempo para esperar, Gavin. Cada semana que pasa es una victoria para los partidarios del acuerdo de paz. O lo

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destruimos ahora o tendremos que vivir con él para siempre. Y no sólo nuestra generación pagará el precio, sino también nuestros hijos y nuestros nietos. No estoy dispuesto a permitirlo. Se levantó de un salto y se abrochó la chaqueta. —Ve a buscar esas armas, Gavin. De lo contrario encontraré a otro que lo haga. En el momento en que los tres dirigentes de la Brigada de Liberación del Ulster salían del pub, Graham Seymour llegaba a la embajada estadounidense. La oficina de Wheaton parecía el centro de mando de un ejército batiéndose en retirada. El suicidio de Preston McDaniels había desencadenado una auténtica conflagración en Washington, y Wheaton llevaba casi veinticuatro horas pegado al teléfono en un intento infructuoso de extinguirla. El Departamento de Estado estaba furioso con la Agencia por su forma de manejar el asunto. Douglas Cannon se encontraba en la poco envidiable situación de desaprobar en secreto las acciones de su propio yerno. El presidente Beckwith había hecho ir a Monica Tyler a la Casa Blanca para echarle el rapapolvo del siglo. A su vez, Monica se había desfogado con Wheaton y Michael. —Por favor, dime que tienes alguna buena noticia —imploró Michael cuando Graham se sentó. —Pues la verdad es que así es —replicó Graham—. Scotland Yard ha decidido cooperar. Dentro de un rato emitirán un comunicado según el cual el suicida de Tottenham Court Road se había fugado de un hospital psiquiátrico. La línea Norte es tristemente célebre por semejantes incidentes. Hay un hospital psiquiátrico en Stockwell, al sur del río. —Gracias a Dios —suspiró Wheaton. Michael sintió que se relajaba un poco. Era imprescindible mantener en secreto el suicidio para poder seguir adelante con la operación. Si la Brigada de Liberación del Ulster se enteraba de que Preston McDaniels se había tirado a la vía del tren, lo más probable era que sospecharan que la información que le habían robado era falsa. —¿Cómo silenciaréis el asunto aquí? —inquirió Graham. —Por suerte, McDaniels apenas tenía familia —explicó Wheaton—. El Departamento de Estado nos ha concedido cierto margen de acción, aunque a regañadientes. McDaniels ha tenido que ir a Washington y pasará allí dos semanas. Si la mujer llama preguntando por él, le contarán eso y le darán un mensaje personal de McDaniels. —Por cierto, la mujer tiene nombre —anunció Graham—. La E4 la vigila desde que ha llegado a Belfast esta mañana. Se llama Rebecca Wells. Estaba casada con Ronnie Wells, un miembro de la sección de inteligencia de la Fuerza de Voluntarios del Ulster que fue asesinado por el IRA en el noventa y dos. Al parecer, Rebecca ha reanudado el trabajo de su marido. —¿Y la policía del Ulster está actuando con discreción? —terció 165

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Michael. —La han seguido hasta Portadown para averiguar su identidad, pero nada más —repuso Graham—. Ahora mismo vuela libre como un pájaro. —¿Y el SAS? —Mañana me reuniré con ellos en su cuartel general de Hereford para ponerlos en antecedentes. Podéis acompañarme los dos si queréis. Son bastante raros los del SAS; creo que disfrutan con todo esto. Wheaton se levantó y se restregó los ojos enrojecidos e hinchados. —Señores, la pelota está en el campo de la Brigada de Liberación del Ulster. —Se puso la americana sobre la arrugada camisa y caminó hacia la puerta—. No sé vosotros, pero yo necesito dormir. No me molestéis a menos que sea urgente. La primera noche había sido despejada, serena y extremadamente fría. Kyle Blake y Gavin Spencer decidieron esperar; una noche más o menos no importaba, y la previsión meteorológica prometía. La segunda noche fue perfecta. Cielo encapotado que debilitaba los prismáticos de infrarrojos de los hombres del SAS, viento y lluvia para ahogar el sonido de su aproximación. Kyle Blake dio su visto bueno, y Spencer envió a dos de sus mejores hombres a hacer el trabajo. Uno de ellos era un veterano del ejército británico que había servido en el extranjero como mercenario. El otro era un antiguo pistolero de la UDA, el hombre que había asesinado a Ian Morris. Spencer los hizo marchar algunas horas después de la puesta de sol con instrucciones de atacar una hora antes del amanecer... como los Peep O'Day Boys. La granja se encontraba en el fondo de un pequeño valle. A su alrededor se extendían varias hectáreas de pastos, pero al otro lado de la valla se alzaban colinas cubiertas de árboles. En una de esas colinas, al este de la granja, los hombres de la E4 y el SAS habían instalado el puesto de vigilancia. La segunda noche, el paisaje aparecía envuelto en un manto de nubes espesas y bajas. Yeats y Wilde iban de negro y se habían pintado la cara con hollín para disimular su clara tez irlandesa. Se aproximaban por el este, entre los pinos, subiendo y bajando por el paisaje ondulado, avanzando poquísimos metros por minuto. A veces permanecían tumbados e inmóviles durante varios minutos, el cuerpo apretado contra la tierra húmeda, observando a su presa por los prismáticos de visión nocturna. A unos seiscientos metros de la granja se separaron; Yeats siguió hacia el norte, Wilde hacia el sur. A las cuatro de la madrugada estaban exhaustos, calados hasta los huesos y helados. Yeats se había formado en el ejército británico y estaba bien preparado, tanto física como mentalmente, para soportar una noche entera a la intemperie, pero Wilde no. Había 166

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crecido en Shankill, West Belfast, y su experiencia se centraba en las calles, no en el campo. Durante los minutos previos al ataque, se preguntó si podría seguir adelante. La hipotermia empezaba a hacer mella en él; tenía las manos y los pies entumecidos, pero ya no sentía frío. Temblaba muchísimo y temía no poder disparar cuando llegara el momento. A las cinco ya estaban en sus puestos; Yeats, tumbado de bruces tras un gran árbol, vigilaba al hombre del SAS, que montaba guardia en un puesto de vigilancia cubierto de hojas y ramitas a modo de camuflaje. Yeats sacó el arma, una Walther semiautomática de nueve milímetros con silenciador. Wilde llevaba la misma arma. Ambos sabían que sus adversarios tenían muchas más armas que ellos, de modo que si querían sobrevivir no podían permitirse el lujo de errar los primeros disparos. Yeats clavó una rodilla en el suelo y empezó a disparar. La Walther silenciada apenas emitió sonido alguno. Los primeros disparos alcanzaron al hombre del SAS en el torso con sendos golpes sordos y lo derribaron. A juzgar por el sonido, el hombre llevaba chaleco antibalas, lo que significaba que, con toda probabilidad, seguía vivo. Yeats se levantó con dificultad y corrió en la oscuridad. Cuando estaba a pocos metros del soldado, éste se incorporó de repente y empezó a disparar. También su arma llevaba silenciador, de modo que el único sonido que emitía era un leve chasquido metálico. Yeats se arrojó al suelo, y los disparos silbaron inofensivos sobre su cabeza, astillando varios troncos. Yeats rodó sobre sí mismo, volvió a tenderse boca abajo con los brazos extendidos y la Walther bien sujeta en ambas manos. Apuntó y apretó el gatillo dos veces en rápida sucesión, tal como le habían enseñado en el ejército. Los disparos alcanzaron al soldado en el rostro; murió antes de caer al suelo. Yeats siguió avanzando, le arrebató el rifle automático y corrió hacia el lugar donde sabía que se ocultaban los hombres de la E4. Wilde lo tuvo más fácil aún. El hombre del SAS al que debía matar había reaccionado al sonido de cuerpos reptando entre el brezo. Se levantó, miró en varias direcciones y luego corrió a ayudar a su compañero. Wilde salió de detrás de un árbol cuando el soldado pasó junto a él, le apuntó a la nuca y disparó. El soldado extendió los brazos y cayó de bruces. Wilde le cogió el arma y echó a correr entre los árboles en pos de Yeats. Los dos hombres de la E4, Marks y Sparks, estaban en sus escondrijos, ocultos bajo sendas lonas de camuflaje, ramas de árboles y hojarasca. Marks acababa de despertarse. Yeats le disparó varias veces a través del saco de dormir. Sparks, que montaba guardia, alargó la mano hacia su pequeña automática. Wilde le disparó al corazón. Poco después de las cinco de la mañana, Gavin Spencer atravesó a 167

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toda velocidad el pueblo de Cranagh y enfiló la estrecha carretera que conducía a la granja. Al llegar detuvo el coche en el fango y paró el motor. Luego rodeó la casa en la oscuridad, abriéndose paso entre cajas rotas y aperos de labranza oxidados. Al cabo de un instante, los vio descender por la colina bajo la lluvia. Los esperó en el patio con las manos embutidas en los bolsillos. En aquel momento habría dado lo que fuera por estar en su pellejo, pero cuando se acercaron vio su ropa mojada y sucia, la mirada atormentada pintada en sus ojos, y supo que no había nada que celebrar. —Ya está —dijo el que se hacía llamar Wilde. —¿Cuántos? —preguntó Spencer. —Cuatro. Yeats le arrojó un rifle. Con gran destreza, Spencer sacó las manos de los bolsillos y lo cazó al vuelo antes de que le golpeara el pecho. —Un recuerdo —explicó Yeats—. El rifle de un soldado del SAS muerto. Spencer cargó una bala en la recámara. —¿Queda alguna bala? —No ha llegado a disparar ninguna —aseguró Wilde. —Id al coche —ordenó Spencer—. Volveré dentro de un momento. Spencer cruzó el patio con el rifle en la mano y entró en la casa. Sam Dalton, el mayor de los dos hermanos, estaba sentado a la mesa de la cocina, bebiendo té y fumando con nerviosismo. Llevaba pantalones de chándal azul oscuro, mocasines y un jersey de lana. Iba sin afeitar y tenía los ojos hinchados de sueño. —¿Qué coño pasa ahí fuera, Gavin? —masculló. —Hemos eliminado a tus amigos de la colina. ¿Tienes más de esto? —preguntó al tiempo que señalaba el té con la cabeza. Dalton hizo caso omiso de la pregunta. —¿Que los habéis eliminado? —exclamó con los ojos abiertos de par en par—. ¿Y qué pasará cuando descubran que los habéis eliminado? Dije que escondería unas cuantas armas y un poco de Semtex, Gavin, pero no me dijiste que me las vería con el puto Cuerpo Especial y el puto ejército británico. —No tienes por qué preocuparte, Sam —lo tranquilizó Spencer—. Me lo voy a llevar todo esta misma noche. Aunque el Cuerpo Especial lo registre todo de arriba a abajo, no encontrarán nada. —¿Te lo vas a llevar todo? —repitió Sam Dalton con expresión incrédula. —Todo —asintió Spencer—. ¿Dónde está tu hermano? —Arriba, durmiendo —repuso Dalton, volviendo la mirada al techo. —Saca las armas y el explosivo. Quiero hablar un momento con la Bella Durmiente. Ahora vuelvo. Sam Dalton asintió y bajó al sótano. Gavin Spencer subió la escalera y encontró a Christopher Dalton dormido en la cama, con la 168

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boca abierta y roncando suavemente. Spencer sacó una Walther automática con silenciador del bolsillo del abrigo, se inclinó hacia el hombre y le metió el cañón en la boca. Christopher Dalton despertó sobresaltado y abrió los ojos como platos. Spencer apretó el gatillo; la sangre y los sesos empaparon la almohada y la ropa de cama. Spencer guardó el arma y salió del dormitorio, dejando atrás el cuerpo sacudido por los espasmos. —¿Dónde está Chris? —preguntó Dalton cuando Spencer llegó al sótano. —Sigue durmiendo; no me he atrevido a despertarlo. Dalton acabó de recoger las armas y los explosivos, que llenaban tres bolsas de lona. Estaba arrodillado, cerrando la cremallera de la última de ellas, cuando Spencer le oprimió el cañón de la automática del SAS contra la nuca. —No, Gavin —imploró Dalton, jadeante—. No lo hagas, por favor. —No te preocupes, Sam. Te vas a un lugar mejor. Dicho aquello, Spencer apretó el gatillo. A las seis de la mañana sonó el teléfono colocado sobre la mesilla de noche del dormitorio de invitados que Michael ocupaba en Winfield House. Se dio la vuelta y descolgó antes de que sonara el segundo timbrazo. Era Graham Seymour, que lo llamaba desde su casa de Belgravia. —Vístete; te paso a buscar dentro de media hora —ordenó Graham antes de colgar con brusquedad. Michael se duchó y se vistió a toda prisa. Al cabo de veinte minutos, un Rover con chófer se detuvo en el sendero de acceso de Winfield House. Michael subió y se sentó junto a Graham. Su amigo le alargó un vaso de plástico lleno de café. Parecía haber recibido una mala noticia. Tenía los ojos inyectados en sangre, y a todas luces se había afeitado deprisa y mal. Mientras el coche avanzaba a la luz del alba por Regent's Park, refirió en voz baja a Michael los acontecimientos acaecidos en la granja. —Dios mío —musitó Michael. El coche recorrió Outer Circle, luego dobló hacia el este por Euston Road y por fin enfiló Tottenham Court Road en dirección sur. Michael se aferraba al brazo del asiento mientras el conductor sorteaba el tráfico matutino. —¿Te importaría decirme adónde vamos? —pidió a Graham. —Es una sorpresa. —Odio las sorpresas. —Lo sé —reconoció Graham con una leve sonrisa. Al cabo de cinco minutos llegaron a Whitehall; el coche se detuvo ante la verja de hierro que custodiaba la entrada de Downing Street. Graham mostró su identificación al guardia de seguridad, quien les franqueó el paso. El coche siguió adelante y paró ante el portal más famoso del mundo. Michael miró a Graham. —Vamos, querido —instó su amigo—. No hay que hacer esperar 169

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al gran hombre. Entraron en el número 10, cruzaron el vestíbulo principal y subieron la famosa escalera adornada con retratos de los predecesores de Tony Blair. Un ayudante los hizo entrar en el despacho del primer ministro. Blair estaba sentado a una mesa muy desordenada ataviado con camisa y corbata. Ante él se veía una bandeja de desayuno aún intacta. —Cuando aprobé la operación Timbal, caballeros, no esperaba tener que pagar un precio tan alto —empezó Blair sin preámbulo alguno—. Por el amor de Dios, han muerto dos agentes de la E4 y dos soldados del SAS. Michael y Graham permanecieron en silencio, a la espera de que el primer ministro siguiera hablando. —Dentro de unos minutos, toda Irlanda del Norte sabrá la noticia, y la comunidad católica reaccionará de forma contundente. Graham carraspeó. —Primer ministro, le aseguro que... —Ya he escuchado sus discursos, caballeros, pero lo que ahora quiero son resultados. Para que el proceso de paz sobreviva, tenemos que eliminar las armas de la política irlandesa. Pero tal como están las cosas, el IRA jamás depondrá las armas. —¿Me permite decir algo, primer ministro? —pidió Michael. —Adelante —concedió Blair con un ademán brusco. —El hecho de que la Brigada de Liberación del Ulster haya llevado a cabo una acción como ésta sugiere que han mordido el anzuelo. Tienen intención de asesinar al embajador Cannon en Norfolk. Y si lo intentan, recibirán un golpe devastador. —¿Por qué no detener ya a Gavin Spencer y a esa tal Rebecca Wells? Eso también supondría un fuerte golpe para la Brigada de Liberación del Ulster, y demostraría a los católicos que estamos haciendo algo para acabar con esos asesinos. —La policía del Ulster carece de las pruebas necesarias para encausar a Spencer con garantías —señaló Graham—, y en cuanto a Rebecca Wells, nos resulta más valiosa en libertad que entre rejas. Blair empezó a recoger papeles, señal de que la reunión había tocado a su fin. —Voy a permitir que sigan adelante —anunció por fin—. Pese a lo que afirman mis detractores, no soy proclive a la exageración, pero si no acaban con ese grupo, el proceso de paz se irá al garete. Buenos días, caballeros.

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COSTA DE NORFOLK, INGLATERRA Hartley Hall se encontraba a tres kilómetros del mar del Norte, al sudeste de la localidad de Cromer. Un aristócrata normando construyó la primera casa señorial en la finca en el siglo XIII. Bajo la edificación actual, en el laberinto de sótanos y pasadizos, yacían las arcadas y puertas medievales originales. En 1625, un rico mercader de Norwich llamado Robert Hartley mandó erigir una mansión estilo rey Jacobo sobre las ruinas de la casa normanda. A fin de crear una barrera de protección entre la casa y las tempestades del mar del Norte, plantó varios millares de árboles en la tierra arenosa que cubría el extremo septentrional de la propiedad, pese a saber que los árboles tardarían varias generaciones en alcanzar la madurez. El resultado era el bosque North, casi cien hectáreas de abetos, pinos escoceses, arces, sicómoros y hayas. El embajador Cannon admiró los árboles mientras su pequeña comitiva atravesaba el bosque. Al cabo de unos instantes, Hartley Hall apareció ante sus ojos. El descendiente de Robert Hartley, sir Nicholas Hartley, salió del porche sur cuando los coches se detuvieron en el sendero de grava. Era un hombre alto y corpulento, de torso poderoso y espeso cabello entre rubio y canoso. Dos setters jugueteaban a sus pies. Douglas se apeó del segundo vehículo y avanzó por el sendero con el brazo derecho extendido. Los dos hombres se estrecharon la mano como si Douglas fuera propietario de la mansión vecina y llevara cincuenta años visitando Hartley Hall con regularidad. Hartley propuso dar un paseo pese a que la temperatura apenas alcanzaba los cuatro grados y ya casi era noche cerrada. No trabajaba y tenía pocas aficiones aparte de redactar la crónica de su

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heredad, sobre la que instruyó profusamente a Douglas mientras caminaban por la finca. Dos hombres del Cuerpo Especial y los perros los seguían a cierta distancia. Admiraron la fachada sur estilo rey Jacobo, diseñada y erigida por el maestro de Norfolk Robert Lyminge. Pasaron por delante del ala este cubierta de vistaria, con sus grandes ventanas de tracería y sus aguilones flamencos. Contemplaron el magnífico naranjal, un inmenso invernadero con naranjos y limeros que allí quedaban protegidos de las inclemencias del tiempo durante el invierno. Más allá del jardín amurallado se extendía un coto que antaño había llegado a albergar trescientos ciervos. Caminaron hacia el sur por un sendero, pasando por delante de los establos y una hilera de casitas para el servicio. La iglesia de Santa Margarita, construida quinientos años atrás, se alzaba sobre un pequeño promontorio, una silueta recortada contra el anochecer azul marino. A su alrededor yacían los vestigios de una aldea del siglo XV abandonada tras un brote de peste negra. Cuando regresaron a la zona sur de la propiedad, ya era noche cerrada. La luz se filtraba por las ventanas de parteluces y travesaños, iluminando fragmentos del sendero de grava. Entraron por la puerta rústica y se encontraron en un enorme vestíbulo. Douglas admiró las vidrieras inglesas del siglo XV, los retratos de los antepasados de Hartley y el escritorio de roble colocado bajo una ventana. Se granjeó la simpatía de su anfitrión por ser el primer visitante estadounidense que identificaba la mesa como una pieza del Renacentismo flamenco. Atravesaron el comedor, con sus extravagantes molduras rococó, y entraron en el salón. Una vez allí se detuvieron en el centro de la estancia, estirando el cuello para contemplar las filigranas de yeso que representaban rosas, azahares, uvas, peras y granadas. —Esta obra está dedicada a las aves de caza que viven en la costa de Norfolk —explicó Hartley, extendiendo el brazo como si de un rifle se tratara—. Como puede observar, hay perdices, faisanes, chorlitos y chochas. —Es magnífico —alabó Douglas. —Pero seguro que está agotado, y yo aquí charlando sin parar — exclamó Hartley—. Lo acompañaré a su habitación, así podrá descansar un poco antes de la cena. Subieron la escalera central y recorrieron un pasillo flanqueado de varias puertas cerradas. Hartley condujo a Douglas al dormitorio chino. Contenía una cama con dosel del siglo XVIII, una alfombra de Exeter tejida a mano y de brillantes colores, un armarito lacado japonés y una silla Chippendale tallada a mano. Un hombre ocupaba la silla de espaldas a la puerta. Se levantó al oír entrar a Hartley y Douglas. Por un instante, Douglas tuvo la sensación de mirarse en un espejo empañado. De hecho, abrió la boca estupefacto al tiempo que le tendía la mano y esperaba que se la estrechara. El hombre se limitó a sonreír, disfrutando a todas luces 172

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del efecto que surtía su presencia. Era de la misma estatura y constitución que Douglas, y llevaba el cabello cano y ralo cortado de un modo similar. Su tez ofrecía el mismo aspecto rubicundo, curtido, de poros abiertos. Las facciones eran algo distintas, los ojos un poco más estrechos, pero la impresión general resultaba asombrosa. En aquel momento se abrió la puerta del vestidor, y por ella entraron Michael y Graham Seymour. Michael advirtió la expresión de su suegro y lanzó una carcajada. —Embajador Douglas Cannon —dijo—, permítame que le presente al embajador Douglas Cannon. —Joder —masculló Douglas entre dientes. Rebecca Wells pasó la tarde observando los pájaros. Llevaba en Norfolk tres días, alojada en una pequeña caravana en la playa, en las afueras de Sheringham. Había recorrido la costa desde Hunstanton, al oeste, hasta Cromer, al este, paseando por los senderos de Peddars y la costa de Norfolk con los prismáticos al cuello, fotografiando la amplia variedad de aves autóctonas. Había chorlitos, zarapitos, archibebes y perdices. Era la primera vez que iba a Norfolk, y cada día, al menos durante un rato, conseguía olvidar el motivo de su visita. Era un lugar mágico de marismas, riachuelos, lodazales y playas que parecían extenderse hasta el horizonte, un paraje llano, solitario y de una belleza salvaje. A última hora de la tarde se adentró en el bosque North, contiguo a Hartley Hall. Sabía por las guías que la familia Hartley había cedido el bosque al gobierno treinta años atrás; ahora era un parque natural y zona de acampada. Caminó por un sendero arenoso, reblandecido por la pinaza y las agujas caídas de los abetos, y al cabo de un rato se detuvo. Fingió fotografiar una bandada de ocas migratorias, pero su verdadero objetivo era Hartley Hall, situada al sur del bosque, en el otro extremo de un prado muerto en invierno. El embajador tenía prevista su llegada a las cuatro de la tarde; Rebecca llegó al punto de observación a las cuatro menos cuarto, pues no quería permanecer allí más de lo necesario. El sol se ocultó bajo el horizonte, y la temperatura descendió de forma radical. El cielo de poniente aparecía surcado de trazos color violeta y naranja. El viento marino agitaba los árboles. Rebecca se frotó el rostro con las manos enguantadas para entrar en calor. A las cuatro y cinco oyó varios coche atravesar el bosque, y al cabo de unos instantes, los vehículos emergieron de las sombras y recorrieron el sendero privado de Hartley Hall. Un hombre salió del monumental porche cuando la pequeña caravana se detuvo ante la casa. Rebecca Wells se llevó los prismáticos a los ojos y observó a Douglas Cannon mientras éste se apeaba de la limusina y estrechaba la mano del otro hombre. Durante varios minutos pasearon por la finca bajo la mirada vigilante de Rebecca Wells. Cuando acabaron el paseo y entraron en la casa, Rebecca se 173

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levantó y guardó la cámara y los prismáticos en una mochila de nylon. Atravesó de nuevo el bosque hasta el estacionamiento donde había dejado el Vauxhall alquilado y condujo por la estrecha carretera de la costa hasta su caravana. Ya era de noche. El camping estaba desierto a excepción de una familia que estaba de paso y un grupo de adolescentes daneses que recorrían Norfolk mochila a la espalda. Los cuatro integrantes de su equipo estaban dispersados por otras zonas de acampada de las inmediaciones. La marea estaba bajando, y el aire olía a marisma. Rebecca entró en la caravana, puso en marcha el calefactor portátil, encendió el hornillo de propano y preparó café instantáneo. Llenó un termo, vertió el resto del café en un tazón de cerámica y se lo tomó mientras paseaba por la playa. Era extraño, se dijo, pero por primera vez en mucho tiempo se sentía en paz. Suponía que se debía al lugar, ese lugar hermoso y místico. Pensó en lo curioso que era pasar por un pueblo sin ver indicio alguno de los conflictos sectarios. Nada de banderas británicas ni tricolores irlandesas, ningún mural belicoso ni máximas políticas garabateadas en las paredes, ninguna comisaría fortificada. Su vida entera había quedado consumida por el conflicto. Su padre había estado metido en grupos paramilitares protestantes, y se había casado con un miembro de la Fuerza de Voluntarios. La habían educado en el odio y la desconfianza hacia los católicos. En Portadown se respiraba el conflicto por todas partes. Ser protestante en Portadown había conferido sentido a su vida. Era consciente de su lugar en la historia. Los rituales del odio, los ciclos de muerte y venganza daban a las cosas un orden macabro. Pensó en lo que sucedería después del asesinato. Kyle Blake le había proporcionado dinero, un pasaporte falso y un escondrijo en París. Sabía que tendría que permanecer oculta durante meses, tal vez años. No sabía si podría regresar alguna vez a Portadown. Apuró el café mientras contemplaba las olas que rompían en la playa, casi fosforescentes a la luz de la luna. Quiero un lugar como éste, pensó. Ojalá pudiera quedarme aquí para siempre. Volvió a la caravana a oscuras, entró y conectó el ordenador portátil. Con ayuda de un módem celular accedió a su servidor de Internet y redactó un breve mensaje de correo electrónico: LO ESTOY PASANDO MUY BIEN AQUÍ EN NORFOLK. HACE FRÍO, PERO TAMBIÉN SOL. HOY HE VISTO VARIAS ESPECIES DE AVES POCO FRECUENTES. TENGO INTENCIÓN DE QUEDARME UNOS CUANTOS DÍAS MÁS. Envió el mensaje y apagó el ordenador. Luego cogió el termo de café y un paquete de cigarrillos. Tenía por delante un largo trayecto. Salió de la caravana y subió al Vauxhall. Unos minutos más tarde conducía por la A148 en dirección a King's Lynn, la primera etapa de su viaje a la costa occidental de Escocia. 174

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—Su verdadero nombre es Oliver Taylor —explicó Graham Seymour a Douglas—, pero preferiría que lo olvidara. Es sombra de profesión, ¿verdad Oliver? Y uno de los mejores, por cierto. —El parecido es impresionante —musitó Douglas, atónito. —En la actualidad, Oliver se dedica sobre todo a entrenar a nuevos reclutas, pero de vez en cuando aún le encomendamos alguna misión cuando necesitamos a un auténtico profesional. De hecho, ha pasado algún tiempo siguiendo a la encantadora Rebecca Wells, ¿verdad, Oliver? Taylor asintió. —Por favor, acompáñeme, embajador Cannon —pidió Graham—. Me gustaría enseñarle un par de cosas. Graham condujo a Douglas y Michael a una habitación repleta de aparatos electrónicos y televisores. Dos técnicos saludaron brevemente a los recién llegados y volvieron a concentrarse en su trabajo. —Este es el centro neurálgico electrónico de la operación — empezó Graham—. La finca está llena de cámaras de vigilancia, detectores de movimiento y sensores de calor. Cuando la Brigada de Liberación del Ulster mueva ficha, seremos los primeros en saberlo. —¿Cómo sabe que lo intentarán? —preguntó Douglas. —Porque Rebecca Wells está en Norfolk —repuso Graham—. Lleva unos tres días aquí. Se aloja en una caravana en la playa, a pocos kilómetros de aquí. Hace unos minutos, cuando usted llegó, estaba en el bosque North. Sabe que está usted aquí. —De hecho, acaba de marcharse de la zona de acampada, señor —informó uno de los técnicos. —¿Hacia dónde se dirige? —Hacia el oeste por la carretera de la costa. —¿Qué hay de la caravana? —Sigue en el camping, señor. —Estos hombres son nuestras guadañas, embajador Cannon — dijo Graham—. Permítame ahora que le presente a nuestros instrumentos contundentes. El SAS es la unidad de élite de las fuerzas armadas británicas y una de las organizaciones militares más respetadas del mundo. Con base en Hereford, unos doscientos kilómetros al noroeste de Londres, cuenta con un regimiento en activo, con alrededor de seiscientos miembros. El SAS es una fuerza de intervención concebida para operar tras las líneas enemigas. Se divide en cuatro escuadrones operativos, cada uno de ellos con una especialidad distinta: aire, anfibio, montaña y vehículos de asalto. La unidad demostró su destreza antiterrorista en mayo de 1980, cuando puso fin con éxito al asedio de la embajada iraní en Londres ante los ojos de millones de telespectadores de todo el mundo. Los reclutadores del SAS buscan soldados de inteligencia superior a la media que demuestren capacidad de improvisación y de actuación en solitario. Los soldados 175

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del SAS son famosos por su egocentrismo, descaro y sarcasmo, razón por la que gran parte del aparato militar británico desconfía de la unidad. Y como está mandado, los hombres del SAS no paran de mutilar su propio lema y proclaman sacrílegamente: «A quién le importa quién gane». Los ocho hombres de la gran sala de juegos no se parecían a los soldados a los que Douglas había visto a lo largo de su vida. Llevaban el pelo largo y descuidado, algunos iban rapados al cero y varios lucían bigotes desaliñados. Dos jugaban a billar, otros dos disputaban un ruidoso partido de ping pong, y los demás estaban desparrancados en torno a un televisor de pantalla ancha, mirando una película de vídeo, La doble vida de Verónica, y pidiendo silencio de vez en cuando. La partida de billar y el partido de ping pong se interrumpieron cuando los hombres del SAS repararon en la presencia de Douglas. —Cuando la Brigada de Liberación del Ulster mueva ficha, estos hombres los estarán esperando —explicó Graham—. Le aseguro que todo acabará en un santiamén. Estos caballeros saben lo que les pasó la otra noche a sus compañeros en el condado de Tyrone. El SAS es una unidad pequeña, y como puede imaginar, están ansiosos por saldar cuentas. —Lo comprendo, pero si es posible evitar un derramamiento de sangre innecesario... —Harán cuanto esté en su mano por capturar a los terroristas con vida —aseguró Michael a su suegro—. Depende de cómo reaccionen los de la Brigada de Liberación del Ulster cuando descubran que les hemos tendido una trampa. —Ha llegado el momento de sacarlo de aquí, embajador Cannon —declaró Graham—. Ya ha hecho su parte... Me temo que el regreso no será tan agradable como el trayecto hasta aquí. Michael y Douglas se despidieron en el vestíbulo principal. Mientras se estrechaban la mano, Douglas rodeó con un brazo el hombro de su yerno. —Ten cuidado, Michael. Graham llevó a Douglas hasta la puerta de servicio. Una furgoneta de lunas tintadas esperaba fuera con el motor en marcha. En el costado se veía el nombre de una empresa de catering. Douglas subió y tomó asiento en una silla especial fijada en el suelo de la caja. Se despidió con un guiño de Graham, quien cerró las puertas posteriores. La furgoneta se alejó. A primera hora de la mañana siguiente, Rebecca Wells estaba en la playa de la bahía de Ardnacross, en la costa occidental de Escocia. Era una mañana brumosa, hacía un frío espantoso y aún estaba bastante oscuro, pese a que ya hacía una hora que había salido el sol. Caminaba por la playa estrecha y pedregosa, fumando un cigarrillo y tomando los últimos sorbos del café instantáneo que había preparado casi doce horas antes. Estaba exhausta, sólo la sostenían 176

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los nervios y la adrenalina. Era un día sin viento, ni una ola alteraba el espejo del mar. Más allá de la bahía se encontraba el estrecho de Kilbrannan. Al sudoeste, al otro lado del Canal del Norte, se extendía la costa de Antrim, en Irlanda del Norte. Transcurrieron otros veinte minutos. Rebecca empezaba a temer que la barca no llegara. Sería una Zodiac, le había explicado Kyle Blake, que llegaría a bordo de un carguero protestante procedente de Londonderry. En ella viajaría un miembro de la brigada con una bolsa de lona llena de armas para el asalto a Hartley Hall. Pasaron otros diez minutos, y Rebecca empezaba a pensar en la posibilidad de abortar la misión. La luz se había intensificado, y los primeros vehículos de la mañana recorrían la carretera de la playa. Fue entonces cuando oyó el renqueo de un motor en el agua plana. Al cabo de unos instantes divisó una pequeña Zodiac por entre la bruma que cubría la bahía. Mientras la embarcación se acercaba a la orilla, Rebecca escudriñó al hombre que viajaba a bordo con la caña del timón en la mano. Era Gavin Spencer. Levantó la hélice y atracó en la arena. Rebecca corrió hacia la barca y tiró de la bolina. —Pero ¿qué narices haces aquí? —exclamó. —Quería participar. —¿Lo sabe Kyle? —No tardará en enterarse, ¿no te parece? Spencer bajó de la Zodiac y cogió la bolsa de lona de la proa. —Ayúdame a sacar este trasto de la playa. Juntos arrastraron la Zodiac fuera de la playa y la escondieron entre las dunas cubiertas de aulaga. Acto seguido, Spencer volvió a la playa y se cargó la bolsa al hombro. Rebecca lo condujo hasta el Vauxhall. —¿Cuándo fue la última vez que dormiste? —inquirió Spencer al tiempo que la observaba. —No me acuerdo. —Conduzco yo. Rebecca le dio las llaves. Spencer colocó la bolsa de lona en el maletero, se sentó al volante y puso el motor en marcha. Estaba temblando de frío, de modo que encendió la calefacción, y al cabo de unos instantes el interior del Vauxhall parecía una sauna. Pararon en el pueblo de Ballochgair para comprar bocadillos de bacon y té en un puesto de carretera. Spencer engulló tres bocadillos y paladeó el té. —Bueno, cuéntame —pidió. Durante un cuarto de hora, Rebecca describió la topografía de la costa de Norfolk y la situación de Hardey Hall. Estaba exhausta y hablaba de forma automática, como si recitara de memoria sin ser consciente de lo que decía. Era una tontería que Gavin estuviera allí, porque era un estratega, no un hombre de acción, pero se alegraba de que hubiera venido. Cerró los ojos mientras Spencer le hacía más preguntas. Hizo cuanto pudo por contestar, pero sentía que su voz se debilitaba cada 177

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vez más mientras recorrían las desoladas marismas y el bosque de Carradale. El calor sofocante la despojó de los últimos vestigios de energía. Se quedó dormida, el sueño más profundo que conciliaba desde hacía mucho tiempo, y no despertó hasta llegar a la costa de Norfolk.

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HARTLEY HALL, NORFOLK Parecía un típico día de invierno en Hartley Hall. El cielo estaba despejado, el sol brillaba con fuerza y el aire olía a mar. Después de comer fueron a Cley en el coche oficial de Douglas Cannon y pasearon por la playa de Blakeney Point, arrebujados en sus gruesos abrigos y gorros de lana. El mar del Norte centelleaba al sol. Los guardaespaldas del Cuerpo Especial los seguían discretamente mientras los perdigueros de Nicholas Hartley acosaban a las golondrinas de mar y los gansos. Al anochecer empezó a llover, y cuando llegaron los invitados a la cena, la tormenta se había convertido en una auténtica galerna invernal del mar del Norte. Eran poco más de las diez de la noche cuando Gavin Spencer salió del escondrijo del bosque North y volvió por entre los árboles a la playa. Una vez allí abrió el maletero del Vauxhall y sacó la bolsa de lona. Cruzó con ella la zona de acampada y llamó a la puerta de la caravana. Rebecca Wells separó las cortinas de la ventana contigua a la puerta y asomó la cabeza. Al verlo abrió la puerta, y Spencer entró en la caravana. El viento se encargó de cerrar la puerta tras él. El diminuto interior de la caravana estaba atestado de miembros de su unidad. Spencer había seleccionado el equipo personalmente y conocía bien a cada uno de sus integrantes. Eran James Fletcher, Alex Craig, Lennie West y Edward Mills. El aire estaba enrarecido por el humo de los cigarrillos y el olor de varios hombres nerviosos que llevaban dos días durmiendo en tiendas de campaña. Fletcher y Craig estaban sentados a la mesita, West y

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Mills sobre la cama, con los rostros sin afeitar y el cabello alborotado. Rebecca preparaba el té. Spencer dejó la bolsa de lona en el suelo y abrió la cremallera. Fue sacando las Uzis semiautomáticas y pasándoselas a sus hombres junto con la munición correspondiente. Al poco, la caravana se llenó de chasquidos metálicos mientras los miembros del equipo cargaban sus armas. Por fin, Spencer sacó la última arma y arrojó la bolsa de lona vacía sobre la cama. —¿Dónde está la mía? —inquirió Rebecca. —¿De qué estás hablando? —De mi arma. ¿Dónde está? —No estás entrenada para esta clase de operación, Rebecca — musitó Spencer—. Tu trabajo ha terminado. Rebecca dejó la tetera sobre la mesa con un fuerte golpe. —Pues entonces prepárate el puto té tú mismo. Spencer se acercó a ella y le apoyó una mano en el hombro. —No es el momento —murmuró—. Calculo que, en el mejor de los casos, tenemos un cincuenta por ciento de posibilidades de éxito. Es probable que un par de estos chicos no vuelvan a casa. ¿No crees que es tu deber seguir adelante por ellos? Rebecca asintió. —Muy bien, entonces vayamos al grano. Rebecca abrió la alacena situada sobre el fogón y sacó una hoja de papel doblada. La desplegó sobre la mesa, dejando al descubierto un mapa detallado de Hartley Hall y el terreno circundante. Spencer dejó que dirigiera la reunión. —La casa tiene varias entradas —explicó—. La puerta principal está aquí, por supuesto —señaló con el dedo—, en el porche sur. También hay una entrada aquí, en el invernadero, y aquí, en la ala este, y luego está la entrada de servicio, aquí. He dado la vuelta a la casa cada noche para anotar dónde había luz. La noche de la llegada del embajador me di cuenta de que por primera vez había luz en un dormitorio del primer piso. Sospecho que Cannon duerme allí. En aquel momento, Spencer tomó las riendas. —Quiero sorprenderlos, sembrar la confusión. Nos acercaremos a la casa por separado y entraremos todos a la vez a las cuatro en punto. Yo entraré por la puerta principal, James por el invernadero, Alex y Lennie por el ala este y Edward por la puerta de servicio. Algunos de nosotros encontraremos resistencia, otros no. En cuanto estéis dentro, subid en seguida al dormitorio de invitados, y el primero que llegue le mete una bala al embajador. ¿Alguna pregunta? Los invitados empezaron a irse hacia medianoche, aunque en realidad no eran invitados, sino un grupo de agentes del MI5 y otras organizaciones, actores contratados para la operación Timbal. En cuanto se marcharon los últimos, los dos guardaespaldas del Cuerpo Especial acabaron su turno y fueron sustituidos por otra pareja. Uno de ellos hizo la ronda rutinaria por la finca ataviado como un 180

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pescador del mar del Norte. La luz del dormitorio chino permaneció encendida hasta la una de la madrugada, hora en que Michael entró en el centro de mando y la apagó. Los miembros del SAS fueron tomando posiciones en los alrededores de la casa. Uno montaba guardia en el jardín amurallado, otro en el coto de ciervos. Un tercero yacía en el parterre de flores, un cuarto en el cementerio contiguo a la iglesia de Santa Margarita. Los demás se distribuyeron por la planta baja de la casa. Cada uno de ellos llevaba lentes de visión nocturna y una radio en miniatura con auricular que le permitiría comunicarse con el sistema neurálgico instalado en el interior de la casa. Cada uno de ellos llevaba el rifle semiautomático compacto estándar del SAS, el HK MP5, así como una pistola Herstal de 5,7 milímetros como refuerzo. La Herstal es considerada una de las pistolas más potentes del mundo; dispara balas de dos gramos a una velocidad de seiscientos cincuenta metros por segundo, y puede perforar cuarenta y ocho capas de Kevlar, la sustancia empleada en los chalecos antibalas, desde una distancia de doscientos metros. Michael llevaba la pistola estándar de la CIA, una Browning nueve milímetros de gran potencia con un cargador de quince balas. Graham Seymour iba desarmado. Los dos hombres esperaban en la sala de control, situada junto al dormitorio del primer piso. El mal tiempo hacía de las suyas con el equipo electrónico. Los detectores de movimiento saltaban cada dos por tres a causa del viento que agitaba los árboles y los arbustos. Los micrófonos direccionales de alta potencia se volvían locos por el rugido del temporal y el azote de la lluvia. Sólo las videocámaras de infrarrojos funcionaban con normalidad. A las tres y media de la madrugada, los agentes del MI5 apostados en las zonas de acampada que había en los alrededores de Hartley Hall comunicaron que los integrantes del escuadrón empezaban a moverse. Los agentes no siguieron a los terroristas, sino que permitieron que avanzaran sin obstáculos hacia la finca. A las cuatro menos cinco, los operadores de cámara apostados en la última planta de Hartley divisaron a dos tiradores, uno entre los árboles que bordeaban el coto de ciervos y otro entre las ruinas del pueblo junto a la iglesia de Santa Margarita. A las tres cincuenta y ocho minutos, James Fletcher salió de su escondrijo en el parterre y recorrió el sendero de grava en dirección al invernadero. Antes de unirse a la Brigada, Fletcher había sido miembro de la Asociación para la Defensa del Ulster, una violenta organización paramilitar protestante a la que se atribuía el asesinato de al menos media docena de miembros del IRA. Había dejado la asociación cuando ésta pactó un alto el fuego durante el proceso de paz. Cuando Gavin Spencer lo abordó para proponerle que se uniera a un nuevo grupo, la Brigada de Liberación del Ulster, aceptó sin dudarlo un instante. Fletcher era un anticatólico acérrimo y creía que el Ulster debía ser una provincia protestante para protestantes. 181

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Asimismo ardía en deseos de ser él quien disparara al embajador, de modo que entró en acción dos minutos antes de lo previsto, desobedeciendo la orden de Spencer de esperar hasta las cuatro. Fletcher llevaba pasamontañas, chándal negro y zapatillas deportivas también negras. La grava crujía levemente bajo sus pies. Llegó a la puerta acristalada e intentó abrirla, pero estaba cerrada con llave. Retrocedió un paso y atravesó el vidrio con la culata de la Uzi. Fragmentos de vidrio cayeron al suelo de piedra. Cuando alargaba la mano para abrir la puerta oyó pasos sobre la grava. Retiró la mano de la puerta y la posó sobre la Uzi, preparado para girar sobre sus talones y atacar. —El arma al suelo y las manos sobre la cabeza —ordenó en aquel instante una voz de acento inglés. Fletcher calculó a toda velocidad las probabilidades que tenía de salir airoso de un enfrentamiento. Si su adversario era del Cuerpo Especial, lo más seguro era que Fletcher llevara mejor armamento, aunque los agentes de protección del Cuerpo Especial tenían reputación de excelentes tiradores. Fletcher llevaba chaleco antibalas y podía sobrevivir a casi cualquier cosa excepto un disparo en la cabeza. También sabía que si lo detenían, a buen seguro pasaría el resto de sus días en una cárcel inglesa. James Fletcher se agachó y se dio la vuelta, listo para disparar. Sólo vio al hombre un instante, pero de inmediato se dio cuenta de que no pertenecía al Cuerpo Especial. Era del SAS, lo que significaba que todos ellos habían caído en una trampa, la misma trampa en la que el IRA había caído varias veces con resultados catastróficos. También se dio cuenta de que acababa de cometer un error fatal. El arma del soldado no emitió más que un chasquido sordo. Fletcher sabía que había disparado porque vio destellos en la boca del cañón. Las balas rasgaron el chándal, atravesaron el chaleco antibalas, le destrozaron la columna y le practicaron un orificio en el músculo del corazón. Fletcher cayó hacia atrás, llevándose por delante la puerta acristalada, y se desplomó en el suelo del invernadero. El hombre del SAS apareció ante él al cabo de unos segundos. Se inclinó sobre Fletcher, le palpó el pulso con ademán brusco, cogió la Uzi y se alejó mientras James Fletcher moría. Edward Mills oyó el estruendo de los vidrios rotos cuando corría entre las ruinas que rodeaban la iglesia de Santa Margarita. Aún poseía el cuerpo delgado y de músculos ligeros que lo había convertido en campeón de cross en la escuela, de modo que sorteaba con facilidad los montones de piedras y los muros bajos del pueblo en ruinas. Al igual que Fletcher, llevaba chándal negro y pasamontañas. Ante él, la iglesia de Santa Margarita se cernía sobre el cementerio. Mills corrió por un antiguo sendero que conducía del pueblo hasta la fachada posterior de la iglesia. 182

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No había hecho nada parecido en su vida, pero se sentía sorprendentemente tranquilo. Era miembro de la Orden de Orange, de la que su padre había portado el estandarte en Portadown, al igual que su abuelo antes de él, pero había rehuido a los paramilitares hasta el verano anterior. Fue entonces cuando el ejército y la policía del Ulster habían prohibido a la Orden de Orange desfilar por Garvaghy Road en Portadown. Al igual que la mayoría de los orangistas, Mills estaba convencido de su derecho absoluto a desfilar por la avenida de la Reina cuando le viniera en gana, independientemente de lo que pensaran los católicos. Como protesta contra la prohibición, había permanecido seis semanas en los campos que circundaban la iglesia de Drumcree. Gavin Spencer lo había abordado allí, en el destartalado camping de Drumcree, para pedirle que se uniera a la Brigada de Liberación del Ulster. Cruzó el viejo cementerio a toda velocidad, abriéndose paso entre lápidas y cruces. Se acercaba a la puerta del cementerio cuando sintió un dolor agudo en la espinilla izquierda. Perdió pie y cayó de bruces como un fardo. Intentó incorporarse, pero al cabo de un segundo un hombre se abalanzó sobre él, le asestó dos golpes en la nuca y le cubrió la boca con una mano enguantada. Mills sintió que estaba a punto de perder el conocimiento. —Si mueves un solo músculo, te meto una bala en la nuca — advirtió el hombre. Por el tono sereno que empleó, Mills supo que no se trataba de una amenaza vacua. Al mismo tiempo comprendió que habían caído en una trampa. El hombre intentó arrebatarle la Uzi, y Mills cometió la insensatez de resistirse. El hombre le golpeó la cabeza con el codo, y Edward Mills perdió el mundo de vista. Alex Craig y Lennie West corrían por el césped llano del coto de ciervos en dirección al ala este de Hartley Hall. Ambos eran veteranos de la Fuerza de Voluntarios del Ulster y habían trabajado juntos muchas veces. Avanzaban en silencio, uno junto al otro, las armas preparadas. Salieron del coto y llegaron al sendero de grava que conducía al ala este. —¡Tirad las armas y poned las manos detrás de la cabeza! —gritó de repente una voz a su espalda. Craig y West se pararon en seco, pero no soltaron las armas. —¡Tirad las armas ahora mismo! —repitió la voz. Mientras esperaban el momento de entrar en acción cerca de Blakeney, Craig y West habían decidido que, en el caso de que surgieran problemas, preferían luchar que acabar detenidos. Cambiaron una mirada. —Parece que nos han tendido una trampa —susurró Craig—. Por Dios y por el Ulster, ¿eh, Lennie? West asintió. —Yo me encargaré del que tenemos detrás —añadió. —Vale. 183

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West se arrojó al suelo, rodó sobre sí mismo y empezó a disparar a ciegas. Alex Craig se lanzó de bruces y disparó contra el ala este de la casa, rompiendo varios cristales. Al cabo de unos segundos vio la respuesta en una de las ventanas destrozadas, el destello del cañón de un arma semiautomática con silenciador. West vio lo mismo en la hierba alta del coto, pero era demasiado tarde. Varias balas le volatilizaron la cabeza, convirtiéndola en una lluvia de sangre y sesos. Craig no sabía qué le había sucedido a su compañero. Disparó contra el hombre de la ventana, pero no tardó en aparecer otro y al poco un tercero. Se dio cuenta de que el arma de West había enmudecido. Al volverse vio un cadáver sin cabeza tendido junto a él sobre la grava. Vació el primer cargador, introdujo otro y volvió a disparar. Al cabo de unos instantes, el tirador apostado en el interior de la mansión lo localizó, al igual que el hombre del coto. El cuerpo de Craig sucumbió a las balas. Sus últimos disparos, efectuados a causa de un espasmo de sus manos moribundas, hicieron añicos el magnífico reloj que ornaba la cúpula del ala este e inmovilizaron sus agujas a las cuatro y un minuto. Gavin Spencer oyó los disparos mientras corría por el sendero de grava en dirección al porche sur. Por un instante consideró la posibilidad de dar media vuelta y refugiarse en el santuario del bosque North. No sabía qué les había sucedido a sus hombres. ¿Habían logrado entrar en la mansión? ¿Los habían detenido los guardaespaldas del Cuerpo Especial? Se detuvo un instante con la mente funcionando a toda velocidad y la respiración entrecortada. No oyó más disparos, solamente el viento y la lluvia. Echó a correr de nuevo. Entró en el porche rematado por numerosos pilares ornamentales y se apoyó contra la puerta. Una vez más aguzó el oído. Los disparos parecían haber cesado definitivamente. La puerta estaba cerrada, de modo que retrocedió un paso y abrió fuego contra ella, cerrando los ojos para protegerse de las astillas. Luego dio un puntapié a la hoja y la derribó. Entró en el vestíbulo y se paró de nuevo, Uzi en ristre. Una silueta apareció en la puerta que daba al gran salón; era una figura alta, de hombros anchos, casco y lentes de visión nocturna. SAS, sin lugar a dudas, se dijo Spencer. Giró sobre sus talones y le apuntó con la Uzi. El hombre del SAS intentó abrir fuego, pero el rifle se le había atascado. Trató de sacar la pistola enfundada en la sobaquera, pero Spencer se le adelantó. Los disparos derribaron al soldado en un santiamén. Spencer se acercó a él y le quitó la pistola de la sobaquera. Luego cruzó el vestíbulo y empezó a subir la escalera. —Base a Alfa cinco tres cuatro, base a Alfa cinco tres cuatro, ¿me recibes? Repito, ¿me recibes? —dijo el operador de radio con voz 184

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serena en el centro de mando. Al no obtener respuesta se volvió hacia Michael. —No contesta, señor Osbourne. Creo que tenemos a uno de la Brigada suelto por la casa. —¿Dónde está el hombre del SAS más próximo? —En el ala este. Michael se sacó la Browning del bolsillo y quitó el seguro. —¡Que venga inmediatamente! Michael salió del centro de mando al pasillo en penumbra y cerró la puerta tras de sí. Oyó a Gavin Spencer subir por la escalera principal y se puso en cuclillas con los brazos extendidos y la Browning aferrada con ambas manos. Al cabo de unos segundos, Spencer apareció ante él. —¡Tire el arma! —chilló. Gavin Spencer se volvió hacia él y le apuntó con la Uzi. Michael efectuó dos disparos. El primero pasó de largo e hizo añicos uno de los bustos clásicos que adornaban la escalera. El segundo alcanzó a Spencer en el hombro izquierdo. Spencer no soltó la Uzi, sino que disparó una ráfaga al pasillo. Armado sólo con la Browning y sin posibilidad de ponerse a cubierto, Michael no podía medirse con un terrorista que llevaba una Uzi. Volvió a abrir la puerta y se arrojó al interior del centro de mando. De inmediato cerró la puerta con llave. —¡Al suelo! Graham Seymour y los demás agentes presentes en el centro se lanzaron al suelo en el instante en que Gavin Spencer disparaba a la pared y la puerta desde el pasillo. Cada dormitorio del ala se comunicaba con el contiguo por una puerta. Michael corrió a la habitación de al lado y de allí cruzó otras dos hasta llegar al dormitorio chino. Oía a Spencer en el pasillo, respirando pesadamente, sin duda por el dolor. Michael atravesó la habitación y se apoyó contra la pared junto a la puerta. Spencer disparó una breve ráfaga contra la puerta y la abrió de una patada. Cuando entró en la habitación, Michael lo golpeó en la cabeza con la culata de la Browning. Spencer dio un traspié, pero no cayó. Michael lo golpeó de nuevo. Spencer se desplomó y soltó la Uzi. Michael se abalanzó sobre él, agarrándole el cuello con una mano y apuntándole a la cabeza con la otra. Desde el pasillo le llegó el sonido de pasos de los hombres del SAS. —No te muevas —masculló. Spencer intentó zafarse de él. Michael oprimió el cañón del arma contra la herida que le había hecho en el hombro. Spencer profirió un grito de dolor y dejó de moverse. Dos hombres del SAS irrumpieron en la estancia con las armas 185

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apuntadas hacia Spencer. Graham Seymour llegó al cabo de unos segundos. Michael le quitó el pasamontañas y sonrió al reconocer el rostro. —Vaya, vaya, vaya —canturreó, volviéndose hacia Graham—. Mira a quién tenemos aquí. —Gavin, querido —exclamó Graham con aire indolente—. Cuánto me alegro de verte... Rebecca Wells presenció los acontecimientos desde el escondrijo del bosque. Los disparos habían cesado, y las sirenas cada vez más cercanas aullaban en la noche. Los primeros coches patrulla llegaron a la finca seguidos de algunas ambulancias. Los hombres habían caído en una trampa por su culpa. Intentó controlar su furia y pensar con claridad. A buen seguro, los británicos los habían vigilado desde el principio. Probablemente había agentes en las zonas de acampada, agentes que la habían seguido mientras se familiarizaba con Hartley Hall. Comprendía que le quedaban pocas alternativas; si volvía a la caravana o intentaba esconderse en el bosque, acabarían por detenerla. Tenía tres horas antes del amanecer, tres horas para alejarse lo más posible de la costa de Norfolk. El Vauxhall no le serviría; estaba aparcado junto a la caravana, sin duda vigilado por la policía. Si quería escapar de Norfolk, sólo tenía una opción. Caminar. Recogió la mochila; en ella guardaba el dinero, los mapas y la Walther automática. Norwich estaba a treinta kilómetros hacia el sur. Podía llegar a mediodía, comprar una muda, registrarse en un hotel para ducharse, comprar tinte capilar en la droguería y cambiar de aspecto. Luego podía ir en autobús hasta Harwich, donde había una gran terminal de ferrys europeos. Podía tomar el transbordador nocturno hacia Holanda y llegar al continente a la mañana siguiente. Sacó el arma de la mochila, se caló la capucha y echó a andar.

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ÁMSTERDAM - PARÍS Delaroche adoraba Ámsterdam, pero ni siquiera Ámsterdam, con sus casas de tejados a dos aguas y sus pintorescos canales, logró disipar la bruma gris de la depresión que se adueñó de él aquel invierno. Tenía un piso en un edificio sobre un pequeño canal que discurría entre Herengracht y el Singel. Era un piso de habitaciones espaciosas, ventanas abovedadas y puertas acristaladas con vistas al agua, pero Delaroche mantenía las persianas bajadas salvo cuando trabajaba. El piso estaba vacío a excepción de los caballetes, la cama y un gran sillón situado junto a las cristaleras donde leía hasta bien entrada la noche casi todos los días. En el vestíbulo de entrada se veían dos bicicletas apoyadas contra la pared, una de carreras italiana que utilizaba para dar largos paseos por la campiña llana de Holanda y una de montaña alemana para las calles adoquinadas del centro de Ámsterdam. Se negaba a dejarlas aparcadas delante del edificio como los demás inquilinos, pues en Ámsterdam existía un enorme mercado negro de bicicletas robadas, incluso de los viejos cacharros que conducían casi todos los habitantes de la ciudad. Su bicicleta de montaña no habría durado ni dos minutos aparcada en la calle. Contra su costumbre, estaba obsesionado con su cara. Varias veces al día iba al baño y se miraba al espejo. Nunca había sido un hombre vanidoso, pero detestaba su nuevo rostro, pues ofendía su sentido artístico de la proporción y la simetría. Cada día realizaba un dibujo a lápiz de su cara para documentar el lento proceso de recuperación. Por las noches, cuando yacía solo en su cama, jugueteaba con los implantes de colágeno de las mejillas.

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Por fin se curaron las incisiones y la inflamación remitió, dejando al descubierto un rostro de facciones aburridas, feas. Leroux, el cirujano plástico, había tenido razón; Delaroche ya no se reconocía. Sólo los ojos eran los mismos, agudos y penetrantes, pero insertos ahora en un marco definido por la mediocridad. Los requisitos de seguridad de su profesión le habían impedido pintar su propio rostro, pero poco después de llegar a Ámsterdam inició un detallado autorretrato... Un hombre feo mirándose al espejo y viendo un reflejo hermoso de sí mismo. El reflejo era Delaroche antes de la operación. Se vio obligado a trabajar de memoria porque no tenía fotos de su antiguo rostro. Conservó el retrato unos días, apoyado contra la pared de su estudio, pero la paranoia pudo con él, de modo que hizo pedazos el lienzo y lo quemó en la chimenea. Algunas noches, cuando se aburría o estaba demasiado inquieto para quedarse en casa, Delaroche iba a los clubs nocturnos que salpicaban Leidseplein. En el pasado había evitado los bares y los clubs nocturnos porque solía atraer en exceso la atención de las mujeres, pero ahora podía estar sentado en un local durante horas sin que nadie lo molestara. Aquella mañana se levantó temprano y preparó café. Encendió el ordenador, leyó el correo electrónico y algunos periódicos online hasta que la chica alemana se despertó en su cama. Había olvidado su nombre... Algo así como Ingrid o Eva. Era una chica de caderas anchas y pechos generosos que llevaba el pelo teñido de negro para parecer más sofisticada. A la luz grisácea de la mañana, Delaroche se dio cuenta de que no era más que una niña, veinte años a lo sumo. Algo en su torpeza le recordó a Astrid Vogel. Se enfureció consigo mismo. La había seducido por el desafío que representaba, como ascender una cuesta empinada en bicicleta después de una larga excursión. La chica se levantó y se envolvió el cuerpo en una sábana. —¿Café? —preguntó. —En la cocina —repuso Delaroche sin alzar la mirada. La chica tomaba el café a la alemana, con mucha leche. Fumó uno de los cigarrillos de Delaroche y lo observó en silencio mientras éste leía. —Tengo que irme a París —anunció Delaroche al cabo de un rato. —Llévame contigo. —No —repuso él en voz baja, pero firme. Antes, al emplear ese tono, una chica como ella tal vez se habría puesto nerviosa e impaciente por alejarse de él, pero ella se limitó a mirarlo por encima del borde de la taza con una sonrisa. Delaroche sospechaba que se debía a su rostro. —Aún no he acabado contigo —dijo la chica. —No tengo tiempo. La chica frunció los labios con aire juguetón. —¿Cuándo volveré a verte? 189

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—Nunca. —Venga. Quiero conocerte mejor. —No. Delaroche apagó el ordenador. La chica le besó y se alejó. Sus ropas estaban esparcidas por el suelo. Vaqueros negros desgarrados, camisa de franela, camiseta con el logo de un grupo de rock del que Delaroche nunca había oído hablar. —¿Estás seguro de que no quieres llevarme contigo a París? — preguntó cuando acabó de vestirse. —Muy seguro —repuso Delaroche. Sin embargo, había algo en ella que le gustaba. —Volveré mañana por la noche. Ven a las nueve y te prepararé la cena —le propuso. —No quiero cenar; te quiero a ti. Delaroche meneó la cabeza. —Soy demasiado viejo para ti. —No eres demasiado viejo. Tienes un cuerpo estupendo y una cara interesante. —¿Interesante? —Sí, interesante. La chica miró los lienzos apoyados contra las paredes. —¿Vas a París para trabajar? —inquirió. —Sí. Delaroche fue en taxi hasta la Centraal Station de Ámsterdam y compró un billete de primera clase para el tren matinal a París. En la tienda de regalos de la terminal compró varios periódicos y los leyó mientras el tren recorría la llana campiña holandesa y se adentraba en Bélgica. Las noticias lo dejaron intrigado. La madrugada anterior, un grupo paramilitar protestante de Irlanda del Norte había intentado asesinar al embajador estadounidense en Londres cuando pasaba un fin de semana en una casa de campo en Norfolk. Según los periódicos, agentes del Cuerpo Especial habían matado a tres miembros de la banda y detenido a otros dos. El supuesto líder de la Brigada de Liberación del Ulster, un hombre llamado Kyle Blake, había sido detenido en Portadown. La policía buscaba a una mujer relacionada con el grupo. Delaroche dobló el periódico y miró por la ventana. Se preguntaba si Michael Osbourne, yerno del embajador, habría tenido algo que ver con el incidente. El director le había contado en Mikonos que Osbourne volvía a trabajar en la CIA como encargado de Irlanda del Norte. El tren llegó a la Gare du Nord de París a primera hora de la tarde. Delaroche cogió su pequeña maleta, se apeó, cruzó la estación a toda prisa y paró un taxi. Se alojaba en un pequeño hotel de la rué de Rivoli, con vistas a los jardines de las Tullerías. Pidió al taxista que lo dejara a unas manzanas de distancia, en la rué Saint-Honoré, y 190

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recorrió a pie el resto del camino. Se registró con nombre holandés y habló con el recepcionista en francés con acento. Le dieron una habitación abuhardillada en la última planta con bonitas vistas a los jardines y los puentes del Sena. Deslizó un cargador en su Beretta y salió. El doctor Maurice Leroux, cirujano plástico, tenía su consulta en un elegante edificio de la avenida Víctor Hugo, cerca del Arco de Triunfo. Sin dar su nombre, Delaroche confirmó por teléfono que el médico estaría; dijo a la recepcionista que iría a verle más tarde y colgó. Luego se sentó en un café de la acera de enfrente y esperó a que Leroux saliera, cosa que sucedió poco antes de las cinco de la tarde. Llevaba un abrigo gris de cachemira y por lo visto era el último hombre de París que llevaba boina. Caminaba a buen paso y parecía muy satisfecho de sí mismo. Delaroche dejó dinero sobre la mesa y salió. Leroux caminó hasta el Arco de Triunfo, rodeó la plaza Charles de Gaulle y paseó por la avenida de los Campos Elíseos. Entró en el restaurante Fouquet's y fue recibido por una mujer de mediana edad. Delaroche la reconoció al instante; era una actriz no demasiado famosa que representaba papeles secundarios en series televisivas. El maître condujo a Leroux y la actriz entrada en años a la zona privada del restaurante. Delaroche escogió una mesa en el comedor general, desde la que podía ver la puerta. Pidió un pastel de carne con patatas y bebió media botella de un Burdeos decente. Cuando acabó aún no había rastro de Leroux, de modo que pidió queso y un café con leche. Transcurrieron casi dos horas antes de que Leroux y su acompañante salieran del restaurante. Delaroche los observó desde su mesa. Hacía viento, y Leroux se subió con ademán dramático el cuello del abrigo de cachemira. A continuación dio a la actriz un beso muy teatral y le tocó la mejilla como si admirara su obra. La ayudó a subir a un coche, fue a comprar algunos periódicos y revistas en un quiosco y echó a andar entre la muchedumbre vespertina que atestaba los Campos Elíseos. Delaroche pagó la cuenta y empezó a seguirlo. A Maurice Leroux le gustaba andar. Con los periódicos debajo del brazo, caminó por los Campos Elíseos hasta la plaza de la Concorde. No tenía razón alguna para sospechar que lo seguían, por lo que seguirlo resultaba fácil en extremo; Delaroche no tenía más que caminar tras él a cierta distancia por las concurridas aceras. El corte de su americana cara y la absurda boina lo convertían en un blanco fácil de localizar entre el gentío. Cruzó el Sena por el puente de la Concorde y paseó largo rato por el Boulevard Saint-Germain. Delaroche encendió un cigarrillo y fumó mientras caminaba. Por fin, Leroux entró en un café bistró cerca de la iglesia de SaintGermain-des-Prés y se sentó en la barra. Delaroche entró al cabo de unos instantes y ocupó una mesita cerca de la puerta. Leroux tomó 191

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vino y charló con el camarero. Una chica bastante guapa hizo caso omiso de sus avances. Media hora más tarde, Leroux salió del café muy borracho, lo cual complació a Delaroche, pues le facilitaría la tarea. Leroux caminó haciendo eses por el Boulevard Saint-Germain bajo la llovizna y dobló por una calle lateral en las inmediaciones de la estación de metro de Mabillon. Se detuvo en la entrada de un bloque de pisos y tecleó el código de seguridad. Delaroche se coló en el edificio antes de que la puerta se cerrara. Entraron juntos en el ascensor, una anticuada jaula instalada en el hueco de la escalera. Leroux pulsó el botón del quinto, Delaroche el del sexto. Delaroche habló del mal tiempo en francés con acento parisino. Leroux farfulló algo ininteligible. A todas luces, no reconocía a su paciente. Leroux salió en su planta. Cuando el ascensor prosiguió su camino, Delaroche lo vio entrar en su piso. Una vez en la sexta planta, bajó un piso y llamó suavemente a la puerta de Leroux. El cirujano abrió al cabo de un instante con expresión perpleja. —¿Puedo ayudarle en algo? —preguntó. —Sí —asintió Delaroche antes de asestarle un tremendo puñetazo en el cuello. El golpe dejó al médico sin resuello y doblado sobre sí mismo de dolor. Delaroche cerró la puerta. —¿Quién es usted? —jadeó Leroux—. ¿Qué quiere? —Soy el de la cara que ha destruido. En aquel instante, Leroux se dio cuenta de que era Delaroche quien tenía frente a sí. —Dios mío —musitó. Delaroche sacó la Beretta con silenciador del bolsillo del abrigo. Leroux empezó a temblar violentamente. —Soy de fiar —aseguró—. He operado a muchos como usted. —Eso no es cierto —replicó Delaroche antes de pegarle dos tiros en el corazón. Delaroche llegó a Ámsterdam a primera hora de la tarde siguiente. Volvió a su casa en taxi y guardó sus útiles de pintura en una mochila de nylon azul: dos pequeños lienzos, pinturas, una cámara Polaroid, un caballete portátil y la Beretta. Luego condujo su bicicleta de montaña por las calles adoquinadas hasta un punto del Keizersgracht donde había un puente cuyos arcos se iluminaban al caer la noche. Aparcó la bicicleta, puso el candado y caminó por el puente durante un rato hasta dar con la perspectiva que quería, una panorámica de casas barco en primer término y un trío de espléndidas casas con tejados de dos aguas al fondo. Sacó la cámara de la mochila y tomó varias instantáneas de la escena, primero en blanco y negro, para captar las formas y líneas esenciales, y luego en color. Empezó a trabajar deprisa, impulsado por el instinto, ansioso por 192

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plasmar el crepúsculo antes de que sucumbiera a la noche. Cuando las luces del puente se encendieron, dejó el pincel y se dedicó a contemplarlo. Miró el reflejo de las luces en la superficie lisa del canal. Esperó a que la pintura lo hechizara, a que desapareciera de su mente la imagen de los ojos muertos de Maurice Leroux, pero el momento no llegaba. Un taxi acuático pasó por el canal, y el reflejo de las luces del puente se disolvió en su estela. Delaroche guardó sus cosas y pedaleó por el Keizersgracht sujetando con dificultad el lienzo con la mano derecha. En cualquier otra ciudad, ello habría atraído miradas curiosas, pero no así en Ámsterdam. Delaroche cruzó el Keizersgracht a la altura de Ree Straat y pedaleó despacio a lo largo de Prinsengracht hasta que la vieja casa barco apareció ante él. Encadenó la bicicleta a una farola, apoyó el lienzo contra la rueda delantera y subió a bordo. El Krista tenía quince metros de eslora, timonera en la popa, proa esbelta y una hilera de portillas a lo largo de la regala. La pintura verde y blanca aparecía desconchada por el descuido. La escotilla al final de la escalera de cámara estaba cerrada con un pesado candado cuya llave Delaroche aún tenía. Abrió la escotilla y bajó por la escalera de cámara hasta el camarote, iluminado tan sólo por el tenue brillo de las farolas amarillas que se filtraba por los mugrientos ojos de buey. La embarcación había pertenecido a Astrid Vogel. Habían vivido juntos en ella el invierno anterior, después de que Delaroche la contratara para ayudarlo en una serie de asesinatos especialmente difíciles. La imaginaba allí, su largo cuerpo moviéndose por los espacios diminutos del barco. Se volvió hacia la cama y pensó en ellos haciendo el amor mientras la lluvia golpeteaba la cubierta. Astrid tenía pesadillas y le asestaba golpes en sueños. En cierta ocasión despertó tras un mal sueño y se sobresaltó al ver a Delaroche en su cama. A punto estuvo de dispararle antes de que él lograra quitarle el arma. Delaroche no había regresado al Krista desde entonces. Pasó varios minutos registrando armarios y cajones en busca de cualquier rastro que pudiera haber dejado allí, pero no encontró nada. Tampoco había ningún indicio que recordara a Astrid; sólo halló algunas prendas de ropa espantosas y varios libros muy usados. Astrid estaba acostumbrada a vivir en la clandestinidad. Había sido miembro de la Fracción del Ejército Rojo y pasado muchos años en lugares como Beirut, Trípoli y Damasco; sabía ir de un sitio a otro sin dejar huellas. La independencia obsesiva de Delaroche le impedía amar a otro ser humano, pero había profesado gran afecto a Astrid y, sobre todo, había confiado en ella. Era la única mujer que conocía la verdad sobre él; podía relajarse en su compañía. Habían proyectado irse al Caribe en cuanto terminaran el trabajo, vivir juntos en algo parecido al 193

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matrimonio, pero la mujer de Michael Osbourne la había matado en Shelter Island. Delaroche subió de nuevo la escalera de cámara y cerró el candado. Montó en la bicicleta y pedaleó hacia su casa a la luz de las farolas. Delaroche mataba por dos razones: porque lo contrataban para matar o para protegerse. Maurice Leroux pertenecía a la segunda categoría. Nunca había matado por furia ni por venganza, pues estaba convencido de que la sed de sangre era la más destructiva de las emociones y no casaba con una actitud profesional. Sin embargo, mientras pedaleaba por las calles de aquella ciudad que no era la suya, con un rostro que no reconocía, Delaroche se vio embargado por el deseo de matar a Michael Osbourne. Vio a la chica alemana esperando en el portal de la casa. Delaroche cruzó el Herengracht y esperó; no quería volver a verla. Finalmente, la chica garabateó una nota y la empujó bajo la puerta antes de alejarse por el canal. Delaroche recogió la nota al entrar en el vestíbulo. «Maldito hijo de puta. Llámame, por favor. Con amor, Eva.» Delaroche entró la bicicleta en su casa. Se dirigió al estudio y arrojó la pintura inacabada sobre un montón de otras obras también incompletas. De repente le resultaba insoportable, artificial, carente de imaginación, tediosa. Se quitó el abrigo y colocó un lienzo nuevo en el caballete. La había pintado una vez, pero la obra, al igual que el resto de sus efectos personales, había sido destruida en Mikonos. Permaneció largo rato inmóvil en la semipenumbra, pensando, intentando recordar su rostro. Poseía cierta cualidad bizantina, eso lo recordaba. Pómulos marcados, boca generosa, ojos azules muy líquidos y separados. El rostro de una mujer de otro tiempo, de otro lugar. Encendió las deslumbrantes lámparas halógenas suspendidas del techo y empezó a trabajar. Descartó un lienzo porque no le gustaba la pose y otro porque no había logrado plasmar la estructura de sus huesos faciales. El tercer lienzo le proporcionó una sensación de bienestar desde el primer momento. Pintó el recuerdo más indeleble que guardaba de ella... Astrid apoyada contra una barandilla de hierro forjado oxidado en el balcón de un hotel en El Cairo, ataviada tan sólo con una camisa de hombre desabrochada hasta el vientre, con el sol atravesando la delgada tela de algodón blanco, revelando las suaves líneas de su espalda y su pecho erguido. Trabajó toda la noche. Había contaminado su cuerpo con café, vino y cigarrillos. Cuando acabó de pintar no logró conciliar el sueño porque le dolía la cabeza. Llevó el lienzo a su habitación y lo apoyó contra el pie de la cama. Por fin, poco antes del mediodía, se sumió en un sueño inquieto.

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LONDRES - NUEVA YORK Michael Osbourne se vio obligado a permanecer en Londres tres días después del asunto de Hartley Hall, ocupándose del verdadero enemigo de todo servidor del mundo secreto, el papeleo. Pasó dos días prestando dilatadas declaraciones a las autoridades, ayudó a Wheaton a limpiar la porquería del suicidio de Preston McDaniels, colaboró con el Cuerpo Especial para incrementar la seguridad en torno a Douglas y asistió al funeral de los dos hombres del SAS asesinados en los montes Sperrin, en Irlanda del Norte. Pasó el último día en Londres en una celda insonorizada de las catacumbas de Thames House, soportando el interrogatorio ritual de los mandarines del MI5. Al terminar caminó veinte minutos bajo la lluvia por Millbank en busca de un taxi, porque Wheaton había confiscado el coche oficial de Michael con un pretexto dudoso. Por fin decidió ir a la estación de metro de Pimlico y coger el metro. De repente, Londres, una ciudad que amaba, se le antojaba siniestra y opresiva. Sabía que había llegado el momento de volver a casa. A la mañana siguiente, Graham se presentó en Winfield House para llevar a Michael al aeropuerto, esta vez en un Jaguar en lugar del Rover del departamento. —Tenemos que parar en un sitio de camino al aeropuerto — anunció Graham cuando Michael se acomodó en el asiento trasero junto a él—. Nada grave, querido, sólo un par de cabos sueltos que hay que atar. El coche dejó Regent's Park y se dirigió hacia el sur por Baker Street. Graham cambió de tema. —¿Has visto esto? —preguntó al tiempo que señalaba un artículo

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aparecido en el Times sobre el misterioso asesinato de un conocido cirujano plástico francés. —Le he echado un vistazo —repuso Michael—. ¿Por qué? —Era un chico malo. —¿A qué te refieres? —Siempre habíamos sospechado que se ganaba un sobresueldo cambiando caras de criminales —explicó Graham—. El buen doctor viajaba a menudo a lugares exóticos tales como Trípoli y Damasco. Pedimos a los franceses que lo vigilaran, y como de costumbre nos contestaron que nos fuéramos a tomar por el culo. Michael leyó el artículo; ocupaba tan sólo dos párrafos y apenas daba detalles. Maurice Leroux había sido asesinado a tiros en su piso del Sexto Distrito de París. La policía había abierto una investigación. —¿Qué clase de arma utilizó el asesino? —Nueve milímetros. El Jaguar avanzó por Park Lane, atravesó Green Park por Constitution Hill y al cabo de unos instantes cruzó la entrada de Buckingham Palace. Michael se volvió hacia Graham. —Desde luego, contigo es imposible aburrirse. —Tú lo has dicho. —Me alegro mucho de volver a verlo, señor Osbourne —lo saludó la reina Isabel cuando entraron en uno de los salones de palacio—. Siéntese, por favor. Michael tomó asiento. Les sirvieron el té, tras lo cual los ayudantes y asistentes se retiraron. Graham Seymour esperaba en la antesala. —Quiero darle las gracias por la eficacia que ha demostrado en la eliminación de la amenaza de la Brigada de Liberación del Ulster — empezó la reina—. El pueblo de Irlanda del Norte está en deuda con usted... De hecho, toda Gran Bretaña está en deuda con usted. —Gracias, Majestad —musitó Michael cortésmente. —Sentí mucho lo de su agente, el que fue asesinado en Irlanda del Norte. —La reina se detuvo un momento con expresión perpleja y alzó la mirada hacia el techo—. Cielos, no recuerdo cómo se llamaba el pobre. —Kevin Maguire —dijo Michael. —Ah, sí, Heraldo —exclamó la reina, empleando el nombre en clave de Maguire—. Qué asunto tan espeluznante. Sentí un gran alivio al saber que no resultó usted herido de gravedad, pero sé que perder a un agente como Heraldo de un modo tan horrible debe de haberlo afectado mucho. —Kevin Maguire no era perfecto, pero numerosas personas siguen vivas gracias a él. Requería enormes dosis de valor traicionar al IRA, y acabó pagándolo con su vida. —¿Qué planes tiene ahora que la amenaza protestante parece neutralizada? ¿Tiene intención de continuar en la CIA o piensa volver 196

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a retirarse? —Todavía no lo sé —reconoció Michael—. Ahora mismo lo que más me apetece es volver a casa para ver a mi mujer y mis hijos. Llevo mucho tiempo ausente. —No sé si podría estar casada con alguien como usted. —Para eso hay que ser un tipo de mujer muy especial. —¿De modo que su mujer lo apoya? —Yo no diría tanto, Majestad —puntualizó Michael con una sonrisa. —Supongo que uno tiene que hacer lo que le hace feliz, y si trabajar para la CIA lo hace feliz, estoy segura de que ella lo comprende. Sin duda se trata de un trabajo importante. Debería enorgullecerse de lo que ha logrado aquí. —Gracias, Majestad. Lo cierto es que me siento muy orgulloso. —Bueno, puesto que al parecer seguirá trabajando en la CIA de momento, supongo que tendremos que hacer esto en privado. —¿Hacer qué, Majestad? —preguntó Michael. —Nombrarlo caballero de honor. —Bromea. —Nunca bromeo con cuestiones tan trascendentales —aseguró la reina con una sonrisa maliciosa. Acto seguido abrió un estuche rectangular y mostró a Michael la medalla de Caballero de Honor del Imperio Británico. —Es muy hermosa —musitó Michael—. Me siento honrado y muy halagado. —Como debe ser. —¿Tengo que arrodillarme? —No diga tonterías —espetó la reina—. Acábese el té y luego cuénteme qué sintió al capturar a Gavin Spencer. —¿Quieres decir que acabo de hacer el amor con un auténtico caballero? —preguntó Elizabeth. —Me temo que sí. —Creo que eres el primero. —Más te vale. —Bueno, ¿y de qué hablasteis además de Irlanda del Norte? —De ti. —Venga ya. —En serio. —¿Y qué dijisteis de mí? —Me preguntó si pensaba seguir en la Agencia o volver a retirarme. —¿Y qué le contestaste? —Que no lo sabía. —Cobarde. —Cuidado con esa lengua, que soy caballero. —¿Cuál es la respuesta? —Casi por primera vez desde que entré a trabajar en la Agencia, 197

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tengo la sensación de haber logrado algo y me siento bien. —O sea que quieres quedarte. —Quiero hablar con Monica antes de tomar una decisión definitiva... Y también contigo. —Michael, ya sabes lo que pienso, pero también necesito que seas feliz. Es extraño, pero al oírte hablar durante la última hora me he dado cuenta de que pareces mucho más feliz que hace varios meses. —¿O sea? —O sea que preferiría que trabajar en otra cosa que no fuera la Agencia te hiciera feliz, pero si es lo que quieres, si te hace feliz, entonces quiero que sigas. Apagó el cigarrillo, se desanudó el cinturón del albornoz y se tendió sobre él, oprimiendo los pechos contra su piel cálida. —Pero tienes que prometerme una cosa —prosiguió—. Si realmente crees que Octubre sigue vivo, deja que otro vaya a por él. —Asesinó a Sarah e intentó matarnos a nosotros. —Por eso debe ocuparse del caso otra persona. Mantente al margen, Michael. Deja que Adrian le dé el trabajo a otro, a alguien sin implicaciones personales..., a alguien que no busque venganza — añadió tras una breve vacilación. —¿Qué te hace pensar que busco venganza? —Vamos, Michael, no te engañes a ti mismo ni a mí. Quieres verlo muerto, y no te lo reprocho. Pero la venganza es un juego peligroso. ¿Es que no aprendiste nada cuando estabas en Irlanda del Norte? Michael volvió la cabeza. Elizabeth se la cogió entre las manos y lo obligó a mirarla. —No te enfades conmigo. Sencillamente, no quiero que te pase nada. —Lo besó con suavidad—. Sigue el consejo de tu abogada. Se acabó. Déjalo ya.

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MIKONOS El consejo ejecutivo de la Sociedad Internacional de Desarrollo y Cooperación convocó su reunión de primavera para el primer viernes de marzo. La villa vacía que Delaroche había ocupado en los acantilados de cabo Mavros fue el lugar de encuentro. Era demasiado pequeña para albergar más que al Director, sus guardaespaldas y Daphne, de modo que los demás miembros del consejo y sus respectivos séquitos se alojaron en los hoteles y casas de huéspedes de Chora. Al caer la tarde se pusieron en marcha los jefes de inteligencia, traficantes de armas, hombres de negocios y dirigentes del crimen organizado en una caravana de Range Rovers negros. El Director y su personal se habían encargado de las medidas de seguridad. Numerosos guardias armados hasta los dientes patrullaban la finca, y una lancha de alta velocidad llena de antiguos miembros de la unidad anfibia del SAS vigilaba la bahía de Panormos. La villa había sido registrada de arriba a abajo en busca de micrófonos y cámaras, y los perturbadores retransmitían ruido blanco para entorpecer la labor de los micrófonos de largo alcance. Tomaron un cóctel en la hermosa terraza de piedra con vistas al mar y cenaron platos de la cocina griega tradicional. A medianoche, el Director abrió la sesión. Por espacio de la primera hora, el consejo ejecutivo trató temas internos de rutina. Como de costumbre, los miembros del consejo se dirigían unos a otros por los nombres en clave. Rodin, Monet, Van Gogh, Rembrandt, Rothko, Miguel Ángel y Picasso. A continuación, el Director volvió su atención sobre las operaciones que la Sociedad tenía en marcha en Corea del Norte, Paquistán, Afganistán, Kosovo y,

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por último, Irlanda del Norte. —En febrero, Monet se encargó de hacer llegar un cargamento de Uzis a la Brigada de Liberación del Ulster —explicó el Director—. Dichas armas se utilizaron en el intento de asesinato del embajador Douglas Cannon. Por desgracia, la operación fracasó. El embajador sobrevivió al ataque, pero la Brigada de Liberación del Ulster sucumbió. Casi todos sus miembros han muerto o están en la cárcel, de modo que, por el momento, nuestra participación en Irlanda del Norte ha finalizado. El Director dio la palabra a Rodin, jefe de operaciones del servicio de inteligencia francés. —Si deseamos reanudar nuestra participación en Irlanda del Norte, puede que tengamos una oportunidad en París —dijo. El Director enarcó una ceja. —Continúe, por favor —instó. —Como ya saben, una integrante del equipo implicado en la operación de Norfolk consiguió huir. Se trata de una mujer llamada Rebecca Wells. Sé que se esconde en París en compañía de un mercenario británico llamado Roderick Campbell. Asimismo, sé que ha jurado ajustar cuentas después del incidente de Norfolk. Está buscando a un asesino capaz de matar al embajador estadounidense. A todas luces intrigado, el Director encendió un cigarrillo. —Tal vez deberíamos entablar contacto directo con Rebecca Wells y ofrecerle nuestra ayuda —aventuró Rodin. El Director fingió que reflexionaba detenidamente sobre el asunto. En última instancia, sería el consejo ejecutivo, no él, el que tomaría la decisión, pero sus opiniones ejercerían una influencia considerable sobre los demás miembros. —No creo que la señorita Wells pueda costearse nuestros servicios —señaló al cabo de un momento. —Estoy de acuerdo —convino Rodin—. Tendríamos que prestar el servicio de forma gratuita y considerarlo una inversión. El Director se volvió hacia Picasso, que parecía inquieta. —Por razones obvias, no puedo respaldar una operación de estas características —comentó Picasso—. Apoyar a un grupo paramilitar protestante es una cosa, pero participar activamente en el asesinato de un diplomático estadounidense es muy distinto. —Comprendo que se halla en una situación difícil, Picasso — reconoció el Director—, pero sabía desde el principio que algunas de las acciones que emprendería esta organización chocarían con sus intereses personales. De hecho, ése es el espíritu de cooperación que encarna la Sociedad. —Lo entiendo, Director. —Y si el consejo ejecutivo da carta blanca a esta operación, no hará usted nada para impedir que alcance el éxito. —Tiene mi palabra, Director. —Muy bien. El Director miró a su alrededor. 200

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—Los que estén a favor, que levanten la mano. La reunión acabó al alba. Los miembros del consejo ejecutivo abandonaron la villa en dirección a Chora, pero Picasso se quedó para hablar a solas con el Director. —El incidente de Hartley Hall fue una trampa, ¿verdad? —musitó el Director con aire distante mientras contemplaba la salida del sol. —Fue un gran triunfo de nuestro servicio e impedirá que nuestros detractores nos acusen de haber perdido facultades en el mundo de la posguerra fría —comentó Picasso—. Creía que esta clase de resultados era el objetivo de nuestra organización. —Lo es —aseguró el Director con una sonrisa fugaz—. Tenía usted todo el derecho de actuar contra la Brigada de Liberación del Ulster para salvaguardar sus propios intereses. Pero ahora la Sociedad ha decidido ayudar a la Brigada a llevar a cabo una misión concreta, el asesinato del embajador Cannon, y no debe impedirlo. —Lo comprendo, Director. —De hecho, incluso puede ayudar en algo. —¿En qué? —Tengo intención de asignar el caso a Octubre —explicó el Director—. Por lo visto, Michael Osbourne se ha empeñado en encontrarlo y destruirlo. —Tiene sus razones. —¿El asunto de Sarah Randolph? —Sí. —Osbourne parecía un agente con talento —suspiró el Director con aire decepcionado—. Esta fijación con la venganza es absurda. ¿Cuándo se meterá en la mollera que no fue nada personal? —Me temo que nunca. —Tengo entendido que Osbourne es el encargado de la búsqueda de Octubre. —Cierto, Director. —Tal vez lo mejor para todos los interesados sería asignarle otras responsabilidades. A buen seguro, un agente de su experiencia podría hacer cosas más interesantes. —Estoy completamente de acuerdo con usted. El Director carraspeó. —O quizás sería mejor quitarlo de en medio del todo. Se nos acercó bastante en el asunto de TransAtlantic. Demasiado, para mi gusto. —No tengo ninguna objeción, Director. —Hecho, entonces. Daphne quería tomar el sol, de modo que el Director accedió a regañadientes a pasar el resto del día en Mikonos antes de volver a Londres. Daphne se tumbó en la terraza, el largo cuerpo expuesto al sol. El Director nunca se cansaba de mirarla. Hacía mucho que había perdido la capacidad de hacer el amor (sospechaba que eran el secretismo, los largos años de mentiras y disimulo lo que lo habían 201

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dejado impotente), de modo que se dedicaba a admirar a Daphne como quien admira una pintura o una escultura de calidad. Era su posesión más preciada. Era un hombre de talante inquieto pese a sus modales plácidos, y a primera hora de la tarde ya había soportado suficiente sol y aire marino. Además, en el fondo de su corazón era un hombre de acción y ansiaba poner manos a la obra. Partieron al atardecer y cruzaron la isla en dirección al aeropuerto. Aquella noche, después de que el avión del Director despegara de Mikonos, una serie de explosiones sacudió la villa blanqueada de los acantilados del cabo de Mavros. Stavros, el agente de la propiedad inmobiliaria, fue el primero en llegar. Llamó a los bomberos por el móvil y contempló las llamas que devoraban la villa. Monsieur Delaroche le había dado un número de París. Lo marcó, dispuesto a dar la mala noticia a su cliente, que su amada casa con vistas a la bahía de Panormos había sido pasto de las llamas. El teléfono sonó una vez y a continuación se oyó una voz grabada. Stavros sabía un poco de francés, suficiente para comprender que el número marcado estaba fuera de servicio. Interrumpió la comunicación. Se quedó un rato a ver cómo los bomberos intentaban extinguir el incendio sin éxito, bajó a Ano Mera y entró en la taberna. Estaban los parroquianos de siempre, bebiendo vino y comiendo aceitunas y pan. Stavros les contó la historia. —Ese hombre, Delaroche, tenía algo raro —comentó con una mueca mientras contemplaba el fondo turbio de un vaso de ouzo— Lo supe en cuanto lo vi.

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PARÍS Rebecca Wells vivía en Montparnasse, en un destartalado bloque de pisos a algunas manzanas de la estación de ferrocarril. Desde su huida de Norfolk había permanecido casi siempre encerrada en el espantoso cuchitril, mirando programas televisivos en francés que no comprendía. A veces escuchaba las noticias de su país en la radio. La Brigada había sucumbido por su culpa. Tenía que salir. Se levantó del sofá y fue a la ventana. Era un día gris, como siempre, un día frío y tenebroso. Incluso el Ulster era mejor que París en marzo. Entró en el baño y se miró al espejo. El reflejo era un rostro desconocido. Su espeso cabello negro estaba destrozado por el tinte oxigenado que había utilizado en Norwich, tenía la piel amarillenta por la falta de aire fresco y el exceso de cigarrillos, y la piel bajo sus ojos parecía amoratada. Se puso una cazadora de cuero y se detuvo ante la puerta del dormitorio, escuchando el tintineo de las pesas. Llamó, y el tintineo cesó de inmediato. Roderick Campbell abrió la puerta y se quedó ante ella, descamisado, con el cuerpo enjuto reluciente de sudor. Campbell era un escocés que había servido en el ejército británico antes de convertirse en mercenario y traficante de armas en África y Sudamérica. Llevaba el cabello negro muy corto, perilla y los brazos y el pecho cubiertos de tatuajes. Una puta desnuda yacía en su cama, jugueteando con una de sus armas. —Voy salir; necesito aire fresco —masculló Rebecca. —Ten cuidado —advirtió Campbell con el deje suave de su Escocia natal—. ¿Quieres que te acompañe? —No, gracias.

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—Llévate esto —le dijo el hombre al tiempo que le alargaba un arma. El ascensor volvía a estar estropeado, así que bajó a pie. Dios, cómo se alegraba de salir de ese antro. Estaba enfadada con Kyle Blake por haberle mandado a un hombre como Campbell, pero podría ser peor, se dijo. Podría estar en la cárcel o muerta como todos los demás. El frío le sentó bien, y caminó largo rato. De vez en cuando se detenía ante un escaparate para comprobar si la seguían, aunque estaba bastante segura de que no era así. Por primera vez en mucho tiempo tenía hambre. Entró en un pequeño café y en su francés deplorable pidió una tortilla de queso y un café créme. Encendió un cigarrillo y miró por el ventanal. Se preguntó si siempre viviría de aquel modo, en ciudades desconocidas, rodeada de personas desconocidas. Quería acabar lo que habían empezado; quería ver muerto al embajador Cannon. Sabía que la Brigada de Liberación del Ulster ya no era capaz de manejar el asunto, pues ni siquiera existía ya. Si quería ver muerto al embajador, otro tendría que encargarse de matarlo. Había acudido a Roderick Campbell en busca de ayuda, pues el escocés conocía a la clase de hombres que necesitaba, hombres que mataban por el único motivo del dinero. Cuando el camarero le llevó la comida, Rebecca comió a dos carrillos. No recordaba la última vez que había ingerido comida de verdad. Se acabó la tortilla y regó parte de la baguette con café. El camarero volvió y se quedó atónito al ver su plato vacío. —Es que estaba hambrienta —confesó Rebecca con timidez. Pagó la cuenta y salió. Tras subirse el cuello de la cazadora, paseó por las calles silenciosas de Montparnasse. Al cabo de unos instantes oyó un coche a su espalda. Se detuvo en una cabina telefónica y fingió marcar un número mientras observaba el coche. Era un Citroën negro de tres volúmenes, con dos hombres en los asientos delanteros y uno en el posterior. Tal vez la policía francesa. Tal vez la inteligencia francesa, pensó a renglón seguido. Tal vez amigos de Roderick. Tal vez nada. Apretó el paso; de repente estaba sudando a pesar del frío. El conductor del Citroën pisó el acelerador, y el ruido del motor se intensificó. Dios mío, van a atropellarme. Volvió la cabeza. El coche pasó junto a ella y frenó unos metros más adelante. La portezuela trasera derecha se abrió y a ella se asomó el hombre sentado en el asiento posterior. —Buenas tardes, señorita Wells. Rebecca estaba estupefacta. Dejó de andar y se lo quedó mirando. Llevaba el cabello rubio engominado y peinado hacia atrás, y su tez pálida parecía quemada por el sol. —Suba al coche, por favor. No es seguro hablar en la calle. Hablaba con el acento de un inglés culto. —¿Quiénes son ustedes? 204

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—No somos las autoridades, si es eso lo que le preocupa — aseguró el hombre—. De hecho, somos todo lo contrario. —¿Qué quieren? —Se trata más bien de lo que quiere usted. Rebecca titubeó. —Por favor, no tenemos demasiado tiempo —insistió el hombre rubio con la mano extendida—. Y no se preocupe, señorita Wells; si quisiéramos matarla, ya lo habríamos hecho. De Montparnasse fueron a un bloque de pisos en el Distrito Quinto, un lugar en la rué Tournefort con vistas a la plaza de la Contrescarpe. El hombre rubio se alejó en el Citroën. Un hombre calvo de tez rubicunda le quitó el arma de Roderick y la escoltó hasta el interior de un piso que parecía casi en desuso. El mobiliario era masculino y cómodo, consistente en sofás negros de línea informal y sillas agrupadas en torno a una mesa de café de vidrio. Había también librerías de teca con libros de historia, biografías y libros de suspense escritos por autores estadounidenses e ingleses. Las demás paredes aparecían desnudas, con marcas desvaídas dejadas por cuadros. El hombre cerró la puerta y marcó un código de seis dígitos en un teclado, seguramente para activar el sistema de seguridad. Luego extendió la mano sin decir palabra y la condujo al dormitorio. La habitación estaba a oscuras salvo por un pedazo cerca de la ventana, iluminado por la luz lluviosa que se filtraba a través de la persiana medio subida. Al cabo de unos instantes, un hombre habló entre las sombras. Tenía una voz seca y precisa, la voz de un hombre al que no le gusta repetir las cosas. —Tenemos entendido que busca a alguien capaz de asesinar al embajador estadounidense en Londres —dijo—. Creo que podemos ayudarla. —¿Quién es usted? —Eso no es de su incumbencia. Pero le aseguro que somos perfectamente capaces de ejecutar su plan, y de una forma mucho más limpia que en Hartley Hall. Rebecca temblaba de furia, lo que el hombre de las sombras pareció detectar. —Me temo que en Norfolk les jugaron una mala pasada, señorita Wells —comentó—. Cayeron de cabeza en la trampa que les tendieron la CIA y el MI5. El jefe de la operación era el yerno del embajador, que trabaja para la CIA. Se llama Michael Osbourne. ¿Quiere que siga? Rebecca asintió con un gesto. —Si acepta nuestra oferta, la ayudaremos sin cobrar nuestra tarifa habitual. Le aseguro que es bastante alta para un trabajo como éste, sospecho que fuera del alcance de una organización como la Brigada de Liberación del Ulster. —¿Están dispuestos a hacerlo gratis? —exclamó Rebecca con 205

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incredulidad. —Exacto. —¿Y qué quieren de mí? —A su debido tiempo, reivindicará la autoría del atentado. —¿Y ya está? —Ya está. —¿Y luego? —No tendrá ninguna obligación para con nosotros, salvo la de guardar silencio acerca de nuestra colaboración. Si habla de ello, nos reservamos el derecho de tomar medidas de castigo. Hizo una pausa para permitir que su advertencia hiciera mella en Rebecca. —Tal vez le resulte difícil moverse cuando todo acabe —prosiguió al cabo de unos instantes—. Si lo desea, podemos ofrecerle servicios que la ayudarán a seguir en libertad. Podemos proporcionarle documentación falsa, ayudarla a cambiar de aspecto, contactar con determinados gobiernos dispuestos a proteger a fugitivos a cambio de dinero o favores... Una vez más, estaríamos dispuestos a prestarle dichos servicios de forma gratuita. —¿Por qué? —inquirió Rebecca—. ¿Por qué están dispuestos a trabajar gratis? —No somos una organización filantrópica, señorita Wells. Estamos dispuestos a colaborar con usted porque tenemos intereses comunes. De repente brilló la llama de un encendedor, dejando al descubierto por un instante una parte de su rostro antes de que volvieran a hacerse las tinieblas. Cabello plateado, tez pálida, boca dura, ojos glaciales... —No puede quedarse en París —aseguró—. Las autoridades saben que está aquí. Rebecca se sintió como si acabaran de echarle un vaso de agua helada por la nuca. La idea de que la detuvieran y la llevaran de vuelta a Gran Bretaña encadenada la ponía físicamente enferma. —Tiene que marcharse ahora mismo. Le sugiero Bahrein. El jefe de las fuerzas de seguridad es un antiguo colega mío. Estará a salvo, y a decir verdad, hay sitios peores que el Golfo Pérsico en marzo. Hace un tiempo magnífico en esta época del año. —No me interesa pasarme el resto de mis días tumbada junto a una piscina en Bahrein. —¿Qué quiere decir, señorita Wells? —Que quiero participar en la operación. Aceptaré su ayuda, pero quiero estar presente cuando el embajador muera. —¿Está entrenada? —Sí. —¿Ha matado alguna vez? Rebecca recordó aquella noche dos meses antes, el granero en el condado de Armagh en el que había matado a Charlie Bates. —Sí, he matado —asintió con voz neutra. —El hombre en el que he pensado para la misión prefiere trabajar 206

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solo —señaló el hombre—, pero sospecho que comprenderá la conveniencia de contar con una compañera para esta operación en concreto. —¿Cuándo me voy? —Esta misma noche. —Me gustaría volver al piso para recoger algunas cosas. —Me temo que no es posible. —¿Qué hay de Roderick? ¿Qué pensará si desaparezco sin dar ninguna explicación? —Deje que nosotros nos ocupemos de Roderick Campbell. El hombre rubio condujo el Citroën de vuelta a Montparnasse y aparcó delante del bloque de pisos en el que vivía Roderick Campbell. Se apeó y cruzó la calle con las llaves que le había robado a la mujer en la mano. Abrió el portal y subió la escalera hasta el piso. Una vez delante de la puerta se sacó la Herstal automática de alta potencia de la cinturilla de los vaqueros, abrió la puerta y entró sigilosamente.

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ÁMSTERDAM Las previsiones meteorológicas en la costa holandesa no estaban mal para el mes de marzo, de modo que Delaroche montó en su bicicleta de carretera italiana a primera hora de la mañana y pedaleó hacia el sur. Llevaba mallas de ciclista negras largas y un jersey blanco de cuello alto bajo la sudadera amarillo canario, lo bastante ajustada para impedir que revoloteara al viento y lo bastante holgada para disimular la Beretta automática que llevaba en la sobaquera bajo la axila izquierda. Se dirigió hacia Leiden por Bloembollenstreek, la región productora de flores más importante de Holanda. Sus fuertes piernas lo llevaban sin apenas esfuerzo por los campos ya inundados de color. Durante un rato contempló el paisaje típicamente holandés, los diques y canales, los molinos de viento y los campos de flores, pero el rostro de Maurice Leroux no tardó en colarse en sus pensamientos. Se le había aparecido en sueños la noche anterior, de pie ante él, blanco como la nieve, con dos agujeros en el pecho y llevando aún la estúpida boina. «Soy de fiar. He operado a muchos como usted.» Delaroche llegó a Leiden y almorzó en la terraza de un café a orillas del Rin. Allí, a pocos kilómetros de su desembocadura en el mar del Norte, el río era estrecho y lento, muy distinto del torrente de montaña que nacía en los Alpes y del gigante industrial de la llanura alemana. Delaroche pidió café y un bocadillo de jamón y queso. La incapacidad de desterrar la imagen de Leroux de su inconsciente lo ponía nervioso. Por lo general, el período de inquietud

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tras un asesinato duraba muy poco. Sin embargo, hacía ya una semana que había matado a Leroux y su rostro aún lo atormentaba. Pensó en el hombre llamado Vladimir. Delaroche había sido separado de su madre al nacer y entregado al KGB. Vladimir había sido su mundo. Le había enseñado el oficio y varias lenguas, además de intentar inculcarle algo sobre la vida antes de enseñarle a matar. Vladimir le había advertido que eso sucedería tarde o temprano. «Algún día quitarás una vida y ese hombre te seguirá —le había dicho—. Comerá contigo, compartirá tu cama... Y cuando eso suceda, habrá llegado el momento de dejar la profesión, porque un hombre que ve fantasmas ya no puede comportarse como un profesional.» Delaroche pagó la cuenta y salió del café. El tiempo empeoró a medida que se acercaba al mar del Norte. El cielo se encapotó, y el aire se tornó más frío. Pedaleó con el viento en contra hasta Haarlem. Tal vez Vladimir tenía razón. Tal vez había llegado el momento de dejar el juego antes de que el juego acabara con él. Podía volver al Mediterráneo y pasar los días montando en bicicleta, pintando y bebiendo vino en la terraza con vistas al mar. A la mierda Vladimir, a la mierda su padre, a la mierda el Director y todos los que le habían impuesto esa clase de vida. Tal vez encontrara a una mujer..., una mujer como Astrid Vogel, una mujer con suficientes secretos propios para poder compartir los suyos. Una vez había intentado dejarlo, había planeado retirarse con Astrid y vivir con ella en la clandestinidad, pero tras la muerte de Astrid el proyecto carecía de sentido, y el Director le había hecho una oferta demasiado jugosa para rechazarla. No mataba para la Sociedad por convicción, sino que trabajaba para el Director porque éste le pagaba cantidades astronómicas de dinero y le proporcionaba protección contra sus enemigos. Si dejaba la Sociedad, tendría que arreglárselas solo; tendría que encargarse de su seguridad o bien encontrar a otro protector. Entró en Haarlem y cruzó el río Spaarne. Ámsterdam se hallaba a poco más de veinte kilómetros de distancia, un buen paseo a orillas del Noordzeekanaal. Ahora tenía el viento de cola, la carretera era llana y buena, de modo que apenas tardó media hora en llegar a la ciudad. Se tomó su tiempo para volver a Herengracht. Por fin entró en su piso y revisó las trampas que siempre dejaba para comprobar si alguien había visitado su casa durante su ausencia. Había otra nota de Eva garabateada a toda prisa. «Quiero volver a verte, cabrón de mierda. Eva.» Encendió el ordenador y accedió a Internet. Tenía un mensaje de correo electrónico. Lo abrió y tecleó su contraseña. Era del Director; quería reunirse con él al día siguiente en el Vondelpark. Delaroche le envió un mensaje asegurándole que acudiría. A la mañana siguiente, Delaroche deambuló por los puestos del mercado Albert Cuypmarkt, situado en el Anillo del Canal del Este, 209

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verificando una y otra vez si lo seguían mientras examinaba las cestas cargadas de fruta, pescado del mar del Norte, quesos holandeses y flores recién cortadas. Tras constatar que no lo seguían, recorrió la distancia que separaba el mercado del Vondelpark, los extensos jardines públicos en las inmediaciones del distrito de los museos. No tardó en ver al Director, que estaba sentado en un banco a la orilla del estanque de patos junto a su alta amiga jamaicana. El Director no había visto a Delaroche desde la intervención quirúrgica realizada en Atenas. A Delaroche no le gustaban los juegos ni otras diversiones, pues el aislamiento y secretismo de su vida lo habían despojado de cualquier oportunidad de desarrollar sentido del humor alguno, pero decidió gastar una broma al Director para comprobar la eficacia del trabajo que Maurice Leroux había realizado en su rostro. Se deslizó un cigarrillo entre los labios y se puso las gafas de sol. Acto seguido se acercó al Director y le pidió fuego en holandés. El Director le alargó un pesado encendedor de plata. Delaroche se encendió el cigarrillo y le devolvió el encendedor. —Dank u —dijo. El Director respondió con un ademán ausente mientras se guardaba el encendedor en el bolsillo del abrigo. Delaroche se alejó por el sendero, pero al cabo de unos instantes volvió y se sentó junto al Director mientras daba cuenta de una pera que había comprado en el mercado. El Director y la chica se levantaron y fueron a sentarse en otro banco. Delaroche los observó unos instantes con expresión curiosa, se levantó y volvió a sentarse junto a ellos. El Director frunció el ceño. —Oiga, ¿le importaría...? —Me parece que quería verme —lo interrumpió Delaroche al tiempo que se quitaba las gafas. —Dios mío —musitó el Director—. ¿Es usted? —Me temo que sí. —Tiene un aspecto espantoso. No me extraña que matara a ese pobre diablo. —Tengo un trabajo para usted. Los ojos del Director se movían sin cesar de un lado al otro mientras los dos hombres caminaban por uno de los senderos que surcaban Vondelpark. Había empezado como agente de campo, aterrizando en paracaídas en Francia con el SOE durante la guerra y supervisando agentes en Berlín contra los rusos, y su instinto de supervivencia seguía muy aguzado. —¿Está al corriente de la situación en Irlanda del Norte? — preguntó a Delaroche. —Leo los periódicos. —Entonces sabrá que una banda terrorista protestante llamada Brigada de Liberación del Ulster intentó sin éxito matar al embajador 210

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estadounidense en Londres, Douglas Cannon. —Sí, lo he leído —asintió Delaroche. —Lo que no sabe es que el equipo encargado del asesinato cayó en una trampa tendida por el MI5 y la CIA. El agente de la CIA al mando era un viejo amigo suyo. —¿Osbourne? —espetó Delaroche. El Director asintió. —Ni que decir tiene que la Brigada de Liberación del Ulster quiere ver muertos al embajador y su yerno, y hemos accedido a hacerles el trabajo. —¿Con qué fin? —La Brigada quiere desbaratar el proceso de paz, y nosotros también, la verdad. No es bueno para el negocio. Dentro de menos de dos semanas, el día de San Patricio, el presidente Beckwith se reunirá con varios dirigentes de Irlanda del Norte en la Casa Blanca. Douglas Cannon también asistirá. —¿Está seguro? —Tengo una fuente infalible. A los estadounidenses se les da bien proteger a sus embajadores en el extranjero, pero en casa ya es otra historia. Cannon tendrá poca o ninguna protección. A un profesional de su talento no debería resultarle difícil cumplir la misión. —¿Acaso me queda otro remedio? —Permítame que le recuerde que le pago muchísimo dinero y le doy protección —masculló el Director con frialdad—. A cambio, usted mata para mí, así de sencillo. Delaroche sabía que el Director utilizaría cuantos medios tuviera a su alcance para lograr sus objetivos. —A decir verdad, creía que le encantaría la perspectiva de matar a su viejo enemigo —comentó el Director. —¿Y por qué creía eso? —Por Astrid Vogel. Me sorprende que no haya matado a Osbourne por su cuenta. —No lo he matado porque no me han contratado para matarlo — espetó Delaroche—. Soy un asesino a sueldo, no un matón vulgar y corriente. —Algunas personas considerarían que no existe diferencia alguna entre ambos términos, pero comprendo lo que quiere decir y le respeto por ello. Sin embargo, Osbourne sigue representando una grave amenaza para nuestra seguridad. Dormiría más tranquilo si supiera que ya no está entre nosotros. Delaroche se detuvo y se volvió hacia él. —Dos semanas no es mucho tiempo, sobre todo para un trabajo en Estados Unidos. —Seguro que es tiempo suficiente para usted. —De acuerdo, lo haré —accedió Delaroche. —Estupendo. Y ahora que se ha mostrado de acuerdo, le diré el resto. Quiero que trabaje con alguien. —No trabajo con gente a la que no conozco. 211

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—Lo comprendo, pero le ruego que haga una excepción en este caso. —¿Quién es? —Es una mujer; se llama Rebecca Wells. Es la mujer que sobrevivió al intento de la Brigada de Liberación del Ulster de asesinar a Douglas Cannon en Inglaterra. —Es una aficionada —objetó Delaroche. —Es una agente operativa curtida y ha pasado lo suyo. Por razones políticas consideramos importante que participe en la operación. Estoy seguro de que disfrutará de la oportunidad de trabajar con ella. —¿Y si me niego? —Entonces me temo que pondrá en peligro su sueldo y la protección que le proporciono. —¿Dónde está? —Siga unos cien metros —indicó el Director, señalando el sendero de grava—. La verá sentada en un banco. Es rubia y está leyendo Die Welt. Empezaré a preparar los expedientes y a organizar el transporte a Estados Unidos. Quédese en Ámsterdam hasta que me ponga en contacto con usted. Dicho aquello, el Director giró sobre sus talones y se perdió en la bruma que cubría Vondelpark. Delaroche compró un plano del centro de Ámsterdam en un quiosco turístico del parque y se sentó en el banco contiguo al de Rebecca Wells, que con toda diligencia fingía leer la edición del día anterior de Die Welt. No le interesaba tanto la mujer como lo que acontecía a su alrededor. Durante veinte minutos se dedicó a escudriñar rostros en busca de agentes de vigilancia. La mujer parecía estar sola, pero quería cerciorarse. Trazó un círculo en torno a un punto del mapa y se acercó a ella. —Reúnase conmigo aquí dentro de dos horas exactamente — ordenó al tiempo que le alargaba el mapa—. No pare de moverse y no se adelante ni un minuto. El lugar que Delaroche había marcado en el mapa era el Monumento Nacional de la plaza Dam. Rebecca Wells permaneció en el parque otra media hora, paseando por los jardines y a orillas de los estanques. En una ocasión dio media vuelta con mucha destreza y obligó a Delaroche a esconderse en unos servicios públicos. Por fin salió del parque y se dirigió hacia el museo Van Gogh; compró una entrada en la taquilla del vestíbulo principal y entró. Delaroche la siguió sin dificultad por el concurrido museo. Van Gogh había sido una de sus primeras influencias; Delaroche se distrajo en la contemplación de una de sus obras predilectas, Campo de trigo con cuervos, y la perdió. La localizó al cabo de unos instantes, mirando Habitación de Vincent en Arles. Algo en el colorido lienzo, tal vez el afecto con que van Gogh había plasmado la paz doméstica, parecía 212

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intrigarla. Rebecca salió del museo, deambuló por el mercado y caminó a lo largo del Singel hasta llegar al río Amstel. De repente subió a un tranvía que pasaba. Delaroche paró un taxi y la siguió. Rebecca fue en tranvía hasta Leidseplein y se dirigió a un café al aire libre cerca del American Hotel, donde tomó café y una pasta. Delaroche la observaba desde un café al otro lado del canal. La mujer pagó la cuenta y se levantó, pero en lugar de alejarse por la acera entró en el café. Delaroche cruzó el canal a toda prisa y preguntó en holandés al camarero si había visto a su novia, una irlandesa de pelo rubio oxigenado. El camarero señaló la puerta de los servicios. Delaroche llamó a la puerta y al no obtener respuesta la abrió; la mujer se había esfumado. Se asomó a la cocina y vio que tenía una entrada de servicio que daba a un callejón estrecho. Atravesó la cocina sin hacer caso de las protestas de los cocineros y salió al callejón. Ni rastro de la mujer. Cogió el tranvía hasta la plaza Dam y la encontró sentada junto a uno de los leones al pie del Monumento Nacional. La mujer miró el reloj con una sonrisa. —¿Dónde se había metido? Estaba preocupada por usted. —No la sigue nadie —constató Delaroche al tiempo que se sentaba junto a ella—, pero se mueve como una aficionada. —Le he despistado, ¿no? —Soy un hombre solo y a pie. Cualquiera puede despistar a un hombre solo que va a pie. —Escúcheme, cabrón. Soy de Portadown, Irlanda del Norte, así que no me joda. Tengo frío, estoy cansada y hasta las narices de esto. El viejo dice que tiene alojamiento para mí, así que en marcha. Caminaron en silencio por Prinsengracht hasta llegar al Krista. Delaroche saltó a la cubierta y alargó la mano para ayudar a Rebecca. Rebecca permaneció en la acera, mirándolo como si se hubiera vuelto loco. —Si cree que voy a vivir en una puta barcaza es que... —No es una barcaza —la atajó Delaroche—. Déme la mano; se lo enseñaré. Rebecca subió a bordo sin su ayuda y lo observó mientras abría el candado de la escotilla de la escalera de cámara. Lo siguió al camarote y contempló el cómodo mobiliario. —¿Es suyo el barco? —inquirió. —No, es de una amiga mía. Rebecca intentó encender una de las lámparas, pero sin éxito. Delaroche subió de nuevo a cubierta, cogió el cable de corriente del barco y lo enchufó a una caja pública que estaba en la acera. Al cabo de un instante, el Krista aparecía bañado en la cálida luz de las lámparas. —¿Tiene dinero? —preguntó Delaroche mientras bajaba de nuevo 213

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la escalera. —El viejo me dio un poco —repuso Rebecca—. ¿Quién es, por cierto? —Lo llaman el Director. —¿Director de qué? —De la organización que la está ayudando a matar al embajador. —¿Y cómo se llama esa organización? Delaroche guardó silencio. —¿No lo sabe? —Sí que lo sé. —¿Sabe quién pertenece a ella? —Me he ocupado de averiguarlo. Rebecca cruzó el camarote y se sentó sobre la cama de Astrid. Delaroche encendió el calefactor. —¿Tiene usted nombre? —quiso saber Rebecca. —A veces. —¿Cómo debo llamarlo? —Puede quedarse aquí hasta que nos vayamos a América —dijo Delaroche sin hacer caso de su pregunta—. Necesitará ropa limpia y comida. Le traeré algunas cosas esta misma tarde. ¿Fuma? Rebecca asintió. Delaroche le arrojó un paquete de cigarrillos. —Le traeré más. —Gracias. —¿Sabe algún idioma extranjero? —No. Delaroche lanzó un resoplido y meneó la cabeza. —No necesitaba idiomas extranjeros para operar en Irlanda del Norte. —Esto no es Irlanda del Norte. ¿Puede hacer algo con su acento? —¿Qué le pasa a mi acento? —Pues que es como si llevara un fajín orangista. —Puedo hablar como una inglesa. —Hágalo, por favor. Y sin decir otra palabra, subió la escalera y cerró la escotilla tras de sí.

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CUARTEL GENERAL DE LA CIA - WASHINGTON Una semana después de que el Director se reuniera con Delaroche en Ámsterdam, Michael Osbourne regresó al Centro de Antiterrorismo por primera vez desde que saliera de Londres. Tecleó su código en el panel situado junto a la puerta y entró. Carter estaba sentado a su mesa, inclinado sobre una pila de informes, a todas luces enojado. Al ver a Michael frunció el ceño. —Vaya, vaya, sir Michael ha decidido honrarnos con su presencia —se mofó. —Sólo es un título de caballería, Carter. Puedes llamarme majestad. —Bienvenido a casa —exclamó Carter con una sonrisa—. Te hemos echado de menos. ¿Estás bien? —No podría estar mejor. —Tienes diez minutos para ponerte al día. Luego quiero veros a ti y a Cynthia en mi despacho. —Vale, nos vemos dentro de media hora. Michael recorrió el bulevar Abu Nidal hasta su cubículo. Un graciosillo del Centro había colgado una enorme bandera británica de la pared del cubículo, y de una pequeña grabadora surgían los acordes de Dios salve a la reina. —Muy gracioso —masculló sin dirigirse a nadie en particular. En aquel momento aparecieron Resplandor y Eurobasura seguidos de Cynthia Martin y Gigabyte. —Sólo queríamos decorar un poco el lugar en tu honor, sir Michael —comentó Resplandor—. Ya sabes, para que se pareciera menos a Langley y más a tu hogar.

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—Qué amables. Resplandor, Eurobasura y Gigabyte se alejaron cantando con voz ronca El es inglés. Cynthia se sentó frente a Michael. —Felicidades, Michael. Has hecho un buen trabajo. —Gracias. —Creo que, en el fondo de mi corazón, estaba deseando que te la pegaras. No es nada personal, ya me entiendes. —Al menos eres sincera. —La sinceridad siempre ha sido uno de mis puntos débiles. Michael sonrió. —Mi suegro llega a Washington un par de días antes de la conferencia sobre Irlanda del Norte que se celebrará en la Casa Blanca. Quiere pasar algún tiempo con sus nietos y ver a algunos viejos amigos del Capitolio. La noche antes de la conferencia damos una pequeña fiesta. ¿Por qué no vienes? Sé que a Douglas le encantaría conocer tus opiniones. —Encantada. Michael garabateó su dirección en un papel y se lo alargó. —A las siete. —Ahí estaré —aseguró Cynthia, doblando el papel—. Nos vemos en el despacho de Carter. Michael se sentó, encendió el ordenador y leyó las noticias de las agencias. Una patrulla de la policía del Ulster había encontrado un coche con cien kilos de Semtex en el condado de Antrim, en las afueras de Belfast. Al parecer, los explosivos pertenecían a una facción republicana llamada IRA Auténtico. Michael cerró la noticia y abrió otra. Un católico había sido asesinado a tiros cerca de Banbridge, en el condado de Down. La policía del Ulster sospechaba que la Fuerza de Voluntarios Lealistas, un grupo protestante extremista y ultraviolento, era la autora del atentado. Michael abrió la siguiente noticia. La logia de la Orden de Orange de Portadown había presentado una propuesta de itinerario para su desfile anual. Una vez más exigía el derecho a marchar por Garvaghy Road. La temporada de los desfiles de ese verano prometía ser tan conflictiva como la del anterior. Apagó el ordenador y entró en el despacho de Carter. Cynthia ya estaba allí. —Espero que no tengáis planes para las próximas cuarenta y ocho horas —empezó Carter. —Nuestro único plan es la Agencia, Adrian —repuso Michael. —Acabo de hablar por teléfono con Bill Bristol. —¿Y se supone que tenemos que estar impresionados porque has hablado con el consejero de seguridad nacional del presidente? —¿Por qué no cierras el pico un momento y me dejas acabar? Cynthia Martin esbozó una sonrisa y bajó la mirada hacia su cuaderno. —Beckwith está como una moto por lo de la conferencia sobre Irlanda del Norte —prosiguió Carter—. Parece que su popularidad ha 216

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bajado y quiere aprovechar el proceso de paz para ganar puntos. —Qué bien —exclamó Michael—. ¿Y cómo podemos ayudarle? —Asegurándoos de que está preparado para la conferencia. Necesita información completa sobre la situación en el Ulster, datos de fondo e información confidencial para saber hasta qué punto puede presionar a lealistas y nacionalistas en el proceso de paz. Quiere saber si consideramos buena idea una visita oficial a Irlanda del Norte dadas las circunstancias. —¿Cuándo? —inquirió Michael. —Tú y Cynthia os reuniréis con Bristol en la Casa Blanca pasado mañana. —Ah, bueno, creía que me ibas a dar una fecha totalmente imposible. —Si creéis que no podéis manejar el asunto... —Sí podemos. —Ya me parecía a mí. Michael y Cynthia se levantaron. —Quédate un momento, Michael —pidió Carter. —¿Queréis hablar de mí a mis espaldas? —se burló Cynthia. —¿Cómo lo has adivinado? Cynthia lo miró con cara de pocos amigos y salió. —No hagas planes para el almuerzo, Michael —ordenó Carter. El comedor de la CIA se encuentra en la séptima planta, tras una pesada puerta metálica que parece conducir a la sala de calderas. Antaño recibía el nombre de comedor ejecutivo, pero la sección de personal había averiguado que los empleados de menor rango consideraban ofensivo el apelativo. Así pues, la Agencia eliminó lo de «ejecutivo» y abrió el restaurante a todos los empleados. Técnicamente, los trabajadores del almacén podían subir a comer entre subdirectores y jefes de división, pero casi todos ellos preferían la cantina del sótano, conocida afectuosamente como «el antro de la bazofia», donde podían chismorrear sin miedo a que sus superiores los oyeran. Monica Tyler estaba sentada a una mesa junto a la ventana con vistas a los árboles que bordeaban el Potomac. Sus dos factótums omnipresentes, llamados despectivamente Tararí y Tarará, se sentaban junto a ella con sendas carpetas de cuero bien sujetas en las manos, como si contuvieran los arcanos de la antigüedad. Las mesas circundantes estaban desocupadas; Monica Tyler poseía el talento de crear un vacío a su alrededor, como un psicópata con una carga de explosivos. Monica permaneció sentada cuando Michael y Carter entraron. Una camarera les llevó cartas y tarjetas de pedido. Los comensales del comedor no pedían de palabra, sino que debían cumplimentar con toda meticulosidad un pequeño formulario y sumarse ellos mismos la cuenta. Los chistosos de la Agencia decían que los formularios se recogían al final de cada día y se enviaban al departamento de 217

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personal para ser sometidos a evaluación psicológica. Carter intentó en vano conversar de nimiedades con Monica mientras se debatía con el complicado impreso. Michael sabía que el almuerzo se cargaría a la cuenta de la directora, de modo que seleccionó los platos más caros, cóctel de gambas, tartaletas de cangrejo y créme brûlée de postre. Tarará rellenó el impreso de Monica. —Ahora que has conseguido neutralizar a la Brigada de Liberación del Ulster —empezó Monica de repente—, creemos que ha llegado el momento de que dejes el equipo de Irlanda del Norte y te dediques a algo más productivo. Michael miró a Carter, quien se encogió de hombros. —¿Quién lo cree? —inquirió. Monica alzó la vista de la ensalada como si la pregunta le pareciera una impertinencia. —La séptima planta, por supuesto —espetó. —A decir verdad, esperaba poder pasar más tiempo trabajando en el caso Octubre —comentó Michael. —A decir verdad, tengo intención de apartarte del todo del caso Octubre. Michael apartó de sí el cóctel de gambas a medio comer y dejó la servilleta sobre la mesa. —Parte de nuestro acuerdo sobre mi regreso a la Agencia se basaba en que podría pasar parte del tiempo buscando a Octubre. ¿Por qué intentas incumplirlo? —Para serte franca, Michael, Adrian creía que permitirte buscar a Octubre bastaría para convencerte de que volvieras. A mí no me parecía buena idea y sigue sin parecérmelo. Has vuelto a demostrar que eres un agente muy efectivo y no sería correcto por mi parte permitirte continuar trabajando en un caso que con toda probabilidad no llegará a ningún lado. —Pero si ya ha llegado a algún lado, Monica. He demostrado que Octubre sigue vivo y en activo como asesino y terrorista. —No, Michael, no has demostrado que sigue vivo. Tienes la teoría de que sigue vivo, una teoría basada en la ampliación de la fotografía de una mano. No me parece una prueba contundente que digamos. —En esta profesión casi nunca tenemos pruebas contundentes, Monica. —No me sermonees, Michael. Ambos enmudecieron cuando apareció la camarera para retirar los platos. —Hemos dado aviso a la Interpol y a nuestros aliados —prosiguió Monica—. Poco más podemos hacer. A estas alturas es asunto de las fuerzas policiales, y esto no es una fuerza policial. —No estoy de acuerdo —objetó Michael. —¿En qué? —Ya sabes en qué. Los acólitos de Monica se removieron inquietos en sus sillas. Carter jugueteaba con un hilillo suelto del mantel. Nada enfurecía 218

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más a Monica Tyler que verse desafiada por alguien que estaba por debajo de ella en la jerarquía. —Alguien contrató a Octubre para asesinar a Ahmed Hussein — insistió Michael—. Alguien le proporciona protección, documentos, dinero. Tenemos que encontrar a su patrocinador. Eso es trabajo de inteligencia, no policial. —Una vez más presupones que Octubre era el hombre de El Cairo, Michael. Podría haber sido un agente israelí, un rival de Hamas, un asesino de la OLP. —Podría haber sido un pato pequinés, pero no lo fue. Fue Octubre. —No estoy de acuerdo —replicó Monica. Sonrió para dar a entender que había tomado prestadas las palabras de Michael adrede y lo estudió detenidamente como si buscara el mejor lugar para clavar la daga. —¿Qué tienes pensado? —cedió por fin Michael. —El proceso de paz en Oriente Próximo está en la cuerda floja — explicó Monica—. Hamas está colocando bombas en Jerusalén, y hemos sabido que la Espada de Gaza está a punto de operar en Europa. Con toda probabilidad, eso significa que sus objetivos serán estadounidenses. Quiero que ultimes los preparativos para la conferencia sobre Irlanda del Norte que se celebrará en la Casa Blanca y que luego vuelvas a ocuparte de la Espada de Gaza. —¿Y si no me interesa? —Entonces me temo que tu regreso a la Agencia Central de Inteligencia, si bien muy fructífero, será breve en extremo. Morton Dunne era a la Agencia lo que «Q» al servicio secreto de James Bond. Dunne, jefe adjunto de la Oficina de Servicios Técnicos, fabricaba bolígrafos explosivos y transmisores de alta frecuencia que podían ocultarse en la hebilla de un cinturón. Era un ingeniero técnico formado en el MIT que podría haber ganado cinco veces más en el sector privado, pero había optado por la Agencia porque la parafernalia del espionaje siempre lo había intrigado. En su tiempo libre se encargaba del mantenimiento de las cámaras y armas antiguas del museo particular de la Agencia. Asimismo, era uno de los diseñadores de cometas experimentales más importantes del mundo. Los fines de semana se le podía encontrar en la Elipse, haciendo volar sus creaciones en los alrededores del Monumento a Washington. En cierta ocasión había colocado una minicámara de alta resolución en una cometa y fotografiado cada centímetro del jardín sur de la Casa Blanca. —Supongo que tienes autorización —comentó sentado ante una gran pantalla de ordenador. Era el típico licenciado del MIT, delgado, pálido, con gafas de montura metálica que siempre le resbalaban nariz abajo. —No puedo hacerlo sin el permiso de tu jefe. —Te traeré la autorización esta misma tarde, pero necesito las 219

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fotos ahora mismo. Dunne posó los dedos sobre el teclado. —¿Cómo dices que se llama? —Octubre. Es la cara que hicimos el mes pasado para lo de la Interpol. —Ah, sí, ya me acuerdo —asintió Dunne mientras sus dedos volaban sobre las teclas; al cabo de un instante, el rostro de Octubre apareció en pantalla—. ¿Qué quieres que haga? —Creo que se ha hecho la cirugía plástica para cambiar de aspecto —señaló Michael—, y estoy casi seguro de que lo operó un francés llamado Maurice Leroux. —El doctor Leroux podría haber hecho varias cosas para cambiar su aspecto. —¿Puedes mostrarme algunas? —pidió Michael—. ¿Darme una serie completa de fotos? Cámbiale el pelo, ponle barba, lo de siempre. —Tardaré un buen rato. —Esperaré. —Siéntate allí —ordenó Dunne—. Y por el amor de Dios, Osbourne, no toques nada. Era poco después de medianoche cuando el Town Car con chófer de Monica Tyler llegó al complejo de Harbor Place, situado a orillas del Potomac en Georgetown. El guardaespaldas le abrió la puerta y la siguió por el vestíbulo hasta el ascensor. Luego la acompañó hasta la puerta del piso y se quedó allí cuando ella entró. Monica llenó la bañera de su enorme cuarto de baño y se desvistió. En Londres despuntaba el alba. El Director era muy madrugador, y sabía que llegaría a su despacho al cabo de pocos minutos. Se metió en la bañera y se relajó en el agua caliente. Al salir se envolvió en un mullido albornoz blanco. Entró en el salón y se sentó a la mesa de caoba. Sobre ella se posaban tres teléfonos. Una centralita de ocho líneas, un teléfono interno para comunicar con Langley y un teléfono seguro que le permitía sostener conversaciones sin temor a que la espiaran. Miró el reloj dorado antiguo, un regalo de su antigua empresa de Wall Street. Era la una menos cuarto. Monica pensó en las circunstancias, las casualidades, las alianzas políticas y la suerte que la habían llevado hasta la cima de la Agencia Central de Inteligencia. Se había licenciado segunda de su promoción en la Facultad de Derecho de Yale, pero en lugar de entrar a trabajar en uno de los grandes bufetes fue a Harvard para añadir un máster en administración de empresas a su currículum. De ahí fue a Wall Street para ganar dinero. En Wall Street conoció a Ronald Clark, un recaudador de fondos republicano y hombre de gran sabiduría que entraba y salía de Washington cada vez que los republicanos mandaban en la Casa Blanca. Monica siguió a Clark al Tesoro, a Comercio, Estado y Defensa. Cuando el presidente Beckwith nombró a Clark director de la CIA, Monica se convirtió en directora ejecutiva, 220

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el segundo puesto más importante de la Agencia, y cuando Clark decidió jubilarse, Monica presionó para conseguir el puesto, y el presidente se lo dio. Ronald Clark dejó la Agencia sumida en el caos. Una serie de casos de espionaje, entre ellos el de Aldrich Ames, habían hecho añicos la moral de los agentes. La Agencia no había sido capaz de prever que India y Paquistán estaban a punto de hacer estallar bombas nucleares, ni que Irán y Corea del Norte se disponían a probar misiles balísticos capaces de alcanzar a sus vecinos. Durante el proceso de ratificación, varios senadores le habían exigido que justificara las dimensiones y los costes que representaba la Agencia Central de Inteligencia; uno se preguntó si los Estados Unidos necesitaban la CIA ahora que la guerra fría había terminado. Se suponía que Monica se limitaría a mantener el sillón de la dirección caliente durante un par de años, hasta que el sucesor de Beckwith nombrara a su propio jefe de inteligencia, pero Monica no podía representar ese papel, de modo que procedió a hacerse imprescindible para quien sucediera en el cargo a Beckwith, fuera republicano o demócrata. Se consideraba como la única persona de Langley con suficiente visión de futuro para guiar a la Agencia por la accidentada orografía de la posguerra fría. Había estudiado a fondo la historia de la inteligencia y sabía que en ocasiones era necesario sacrificar a unos cuantos para garantizar la supervivencia de la mayoría. Sentía gran afinidad con los agentes de la Segunda Guerra Mundial que enviaban a hombres y mujeres a una muerte segura con el fin de engañar a la Alemania nazi. Jamás permitiría que nadie castrara la Agencia ni que Estados Unidos se quedara sin un servicio de inteligencia apropiado. Y haría lo que fuera por ser ella quien lo dirigiera, razón por la que había entrado a formar parte de la Sociedad y acataba su filosofía. A la una de la madrugada descolgó el auricular del teléfono seguro y marcó el número. Unos segundos más tarde oyó la voz agradable y culta de la ayudante del Director, Daphne, quien de inmediato le pasó con su jefe. —Ya no tiene que preocuparse por Osbourne —aseguró—. Le he asignado otro caso, y el expediente Octubre está cerrado. Por lo que respecta a la CIA, Osbourne está muerto y enterrado. —Buen trabajo —alabó el Director. —¿Dónde está el paquete? —Camino del Caribe. Llegará a Estados Unidos en las próximas treinta y seis o cuarenta y ocho horas. Y entonces, todo habrá terminado. —Estupendo. —Confío en que nos hará llegar cualquier información que pueda ayudar al paquete a llegar a su destino a tiempo. —Por supuesto, Director. —Sabía que podía contar con usted. Buenos días, Picasso —se despidió el Director antes de colgar. 221

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BAHÍA DE CHESAPEAKE, MARYLAND El ballenero de Boston navegaba dando tumbos por las rizadas aguas de Chesapeake. Era una noche despejada y extremadamente fría; una luna creciente brillaba en lo alto sobre el horizonte de levante. Delaroche había apagado las luces poco después de entrar en la boca de la bahía. En aquel momento alargó la mano y pulsó un botón de la unidad de navegación. El sistema vía satélite calculó de forma automática su longitud y latitud. Se encontraban en el centro de las concurridas rutas de navegación del canal de Chesapeake. Rebecca Wells estaba de pie junto a él, aferrada al volante de la segunda consola del ballenero. Sin decir nada, señaló hacia proa. Ante ellos, tal vez a un kilómetro y medio de distancia, brillaban las luces de un buque portacontenedores. Delaroche viró unos grados a babor y guió la embarcación hacia las aguas poco profundas de la orilla occidental. Había planeado con toda meticulosidad el itinerario durante el largo trayecto entre Nassau y la Costa Este. Habían realizado aquella etapa del viaje a bordo de un gran yate pilotado por una pareja de antiguos soldados del SAS que ahora trabajaban para la Sociedad. Rebecca y él dormían en camarotes contiguos. De día estudiaban las cartas náuticas de Chesapeake, revisaban los expedientes de Michael Osbourne y Douglas Cannon y memorizaban las calles de Washington. De noche subían a la cubierta de popa y hacían prácticas de tiro con las Berettas de Delaroche. Rebecca lo pinchaba para que le revelase su nombre, pero Delaroche se limitaba a denegar con la cabeza y cambiar de tema. Por pura frustración, Rebecca lo bautizó con el nombre de «Pierre», que Delaroche detestaba. La última noche

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que pasaron a bordo del yate confesó que no tenía nombre y le dijo que si tenía necesidad de dirigirse a él de alguna forma, lo llamara Jean-Paul. Delaroche aún estaba furioso por verse obligado a trabajar con ella, pero el Director había tenido razón en una cosa. No era una aficionada. El conflicto de Irlanda del Norte había pulido sus habilidades, tenía una memoria excelente y buen instinto operativo. Asimismo, era alta y fuerte para ser mujer, y después de tres noches de prácticas de tiro con la Beretta, disparaba más que aceptablemente. A Delaroche sólo le preocupaba una cosa, su idealismo. El no creía más que en su arte, y los fanáticos lo ponían nervioso. Astrid Vogel había sido en su momento ferviente como Rebecca, cuando formaba parte de la banda comunista de Alemania Occidental, la Fracción del Ejército Rojo. Pero cuando empezó a trabajar con Delaroche ya se había desembarazado de sus ideales y sólo lo hacía por dinero. Delaroche se había grabado en la memoria cada detalle de Chesapeake, los bancos de arena, los ríos, las bahías, los llanos y los promontorios. No tenía más que echar un vistazo a la unidad vía satélite para saber en qué posición se encontraba respecto a la orilla. Había dejado atrás Sandy Point, Cherry Point y Windmill Point. Al llegar a Bluff Point tenía el cuerpo rígido y entumecido por el frío. Apagó los motores, y ambos tomaron café caliente. Consultó de nuevo la unidad de navegación. 38,50 grados de latitud y 76,31 grados de longitud. Sabía que se aproximaba a Curtis Point, un promontorio situado en la desembocadura del río West. Su destino era el siguiente afluente que desembocaba en la bahía procedente de Maryland, el South, unas tres millas náuticas al norte. Al pasar por Saunders Point vio despuntar el alba al este, por estribor. Rodeó Turkey Point y percibió el leve empujón de la marea procedente del South. Delaroche aceleró mientras se dirigía río arriba hacia el noreste. Quería llegar a la orilla antes del amanecer. Pasó a toda velocidad junto a Mayo Point y Brewer Point, Glebe Bay y Crab Creek. Pasó bajo un puente y luego otro. Llegó a la desembocadura de un arroyo y consultó la unidad de navegación para cerciorarse de que era el Broad. La marea descendente había dejado el riachuelo menos profundo de lo que prometían las cartas; en dos ocasiones, Delaroche se vio obligado a saltar al agua helada para empujar el ballenero. Por fin llegó al final del arroyo. Atracó el ballenero entre los juncos, saltó a tierra, cogió la bolina y tiró de la embarcación para ocultarla entre la vegetación. Rebecca se dirigió al compartimiento de proa y recogió una gran bolsa de lona llena de ropa, dinero y aparatos electrónicos. Alargó la bolsa a Delaroche y saltó del ballenero a la marisma. El coche estaba aparcado en un camino sin asfaltar, exactamente donde había indicado el Director. Era un Volvo familiar negro con matrícula de Quebec. 223

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Delaroche tenía las llaves; abrió el maletero y metió la bolsa. Luego recorrió una serie de carreteras secundarias, entre tierras de cultivo y pastos bañados por el sol, hasta llegar a la carretera 50, que tomó hacia el este, en dirección a Washington. Una hora después de recoger el Volvo, entraron en Washington por New York Avenue, una mugrienta avenida que se extendía desde el distrito noreste hasta los suburbios residenciales de Maryland. Delaroche se detuvo una vez en una estación de servicio para que él y Rebecca pudieran ponerse ropa decente. Luego cruzó la ciudad por Massachusetts Avenue y se detuvo ante el hotel Embassy Row, en las inmediaciones de Dupont Circle. Tenían hecha una reserva a nombre del señor y la señora Claude Duras, de Montreal. Su tapadera requería que ocuparan la misma habitación. Durmieron hasta bien entrada la tarde, Rebecca en la cama de matrimonio, Delaroche en el suelo, con el cobertor como colchón. Despertó con un sobresalto a las cuatro y se dio cuenta de que había vuelto a soñar con Maurice Leroux. Pidió café al servicio de habitaciones y se lo tomó mientras guardaba varios objetos en una mochila de nylon azul. Dos aparatos electrónicos muy sofisticados, dos teléfonos móviles, una linterna, varias herramientas de pequeño tamaño y una Beretta de nueve milímetros. Rebecca salió del baño ataviada con vaqueros, zapatillas deportivas y una sudadera con la inscripción Washington, D. C. y una imagen de la Casa Blanca. —¿Qué tal estoy? —Llevas el pelo demasiado rubio —replicó Delaroche antes de arrojarle una gorra de béisbol que sacó de la bolsa de lona—. Ponte esto. Delaroche llamó a recepción y pidió que le llevaran el Volvo a la entrada. Condujo hacia el oeste por la calle P. Había un plano turístico abierto sobre el salpicadero, pero Delaroche no se molestó en echarle un vistazo siquiera; al igual que las aguas de Chesapeake, se había grabado las calles de Washington en la memoria. Entró en Georgetown y recorrió las tranquilas calles flanqueadas de árboles. Se consideraba el barrio más elegante de Washington, con sus aceras de ladrillo rojo y grandes casas estilo federal, pero a Delaroche, cuyos ojos estaban acostumbrados a los canales y la casas con tejado a dos aguas de Ámsterdam, se le antojaba una zona bastante insulsa. Siguió conduciendo hacia el oeste hasta llegar a Wisconsin Avenue, donde dobló hacia el sur, acompañado por la machacona música rap procedente del BMW dorado que tenía detrás. Giró por la calle N, y la locura de Wisconsin no tardó en quedar atrás. La casa estaba vacía, como sabía que estaría. El embajador Cannon llegaría de Londres la tarde siguiente, y esa misma noche daría una pequeña fiesta para amigos y familiares. Al día siguiente participaría 224

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en la conferencia sobre Irlanda del Norte que se celebraría en la Casa Blanca y acto seguido asistiría a una serie de recepciones que tendrían lugar aquella noche bajo los auspicios de las partes negociadoras. Todos los pormenores figuraban en el expediente del Director. Delaroche aparcó a la vuelta de la esquina, en la Treinta y tres. Se colgó una cámara al cuello y deambuló por la calle silenciosa con Rebecca cogida de su brazo, deteniéndose de vez en cuando para contemplar las grandes casas de ladrillo rojo con las ventanas iluminadas. Se parecía bastante a Ámsterdam, pensó Delaroche, donde la gente también dejaba las cortinas descorridas para que los transeúntes pudieran atisbar el interior de sus hogares y evaluar sus posesiones. No era la primera vez que iba a la zona y conocía los desafíos que una calle como aquella representaba para un hombre como él. No había bares donde vigilar al amparo de una taza de café, ni tiendas para disimular, ni plazas o parques donde matar el tiempo sin llamar la atención... Sólo casas grandes y caras, con vecinos entrometidos y sistemas de seguridad. Pasaron delante de la casa de los Osbourne, frente a la que había aparcado un sedán negro. Al volante se sentaba un hombre enfundado en una gabardina marrón que leía la sección deportiva del Washington Post. Su presencia daba al traste con la teoría del Director, según la cual resultaría muy fácil matar al embajador Cannon durante su estancia en Washington. Aún no había puesto el pie en la ciudad y ya tenía la casa bajo protección. Delaroche se detuvo a una manzana de distancia y fotografió la casa en la que John Kennedy había vivido cuando era senador por Massachusetts. Bastantes miembros del Gabinete vivían en Georgetown, y sus casas se encontraban bajo vigilancia constante. Y si el personaje en cuestión guardaba alguna relación con la seguridad nacional, como era el caso del secretario de Estado o el de Defensa, cabía la posibilidad de que sus guardaespaldas estuvieran apostados de forma permanente en un piso cercano. Sin embargo, Delaroche estaba convencido de que la seguridad de Douglas Cannon consistía únicamente en el hombre de la gabardina, al menos de momento. Caminó con Rebecca hacia el sur por la Treinta y tres otra media manzana, hasta llegar a un callejón que discurría por detrás de la casa de los Osbourne, y escudriñó la penumbra. Tal como había sospechado, daba la sensación de que la parte posterior de la casa no estaba bajo vigilancia. Delaroche alargó a Rebecca un teléfono móvil. —Quédate aquí y llámame si hay problemas. Si no he vuelto dentro de cinco minutos, vete al hotel. Y si no sabes nada de mí al cabo de media hora, ponte en contacto con el Director y pide que te saquen de aquí. Rebecca asintió. Delaroche se dio la vuelta y echó a andar por el callejón. Se paró detrás de la casa de los Osbourne, se encaramó con agilidad a la verja y cayó en un jardín muy cuidado que rodeaba una 225

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pequeña piscina. Alzó la vista y resiguió con la mirada los cables que conducían del poste telefónico del callejón a la conexión con la casa. Cruzó el jardín y se arrodilló delante de la caja instalada junto a la pared. Abrió la cremallera de la mochila, sacó las herramientas y una linterna. Sujetando la linterna entre los dientes, aflojó los tornillos que fijaban la tapa de la caja y estudió la configuración de las conexiones. Había dos líneas en la casa, pero Delaroche sólo tenía equipo para pinchar una de ellas. Suponía que una estaba reservada para las llamadas telefónicas y la otra para el fax o el módem. Volvió a meter la mano en la mochila y sacó un diminuto aparato electrónico que, fijado a la línea telefónica de los Osbourne, enviaría una señal de radio de alta frecuencia al móvil de Delaroche, lo que le permitiría controlar las llamadas telefónicas que se efectuaran en la casa. Sólo tardó dos minutos en instalar el dispositivo en la línea principal y volver a cerrar la tapa de la caja. El segundo aparato sería mucho más fácil de instalar, pues tan sólo requería una ventana. Era un micrófono que, adherido al exterior de una ventana, detectaría la vibración de las ondas sonoras en el interior de una estructura y las convertiría en audio. Delaroche fijó el sensor a la parte inferior de una ventana situada junto al salón principal. Quedaba oculto por un arbusto en el exterior y una mesilla en el interior. Luego enterró el conversor y el transmisor bajo la hierba en el jardín. Delaroche volvió sobre sus pasos, arrojó la mochila sobre la verja, la escaló y saltó al callejón. Las dos unidades que acababa de instalar en casa de los Osbourne tenían un alcance de tres kilómetros, lo que le permitiría vigilar a los Osbourne desde la seguridad de la habitación del hotel en Dupont Circle. Rebecca lo esperaba en la boca del callejón. —Vámonos. La cogió de la mano y juntos regresaron al Volvo. Delaroche se sentó delante de un receptor del tamaño de una caja de zapatos para comprobar la señal del transmisor que había colocado en la ventana de la casa de los Osbourne. Rebecca estaba en el cuarto de baño; Delaroche oía el agua correr en la bañera. Llevaba más de una hora encerrada ahí dentro. Por fin, el ruido del agua cesó, y Rebecca salió enfundada en el albornoz del hotel y con el cabello envuelto en una toalla blanca como un jeque. —¿Funciona? —preguntó tras encender uno de los cigarrillos de Delaroche. —El transmisor envía señal, pero no lo sabré con certeza hasta que haya alguien en la casa. —Tengo hambre. —Pide algo al servicio de habitaciones. —Quiero salir. —Será mejor que nos quedemos aquí. 226

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—Llevo diez días encerrada en barcos. Quiero salir. —Vístete y te llevaré a cenar. —Cierra los ojos —pidió Rebecca. Pero Delaroche se encaró con ella, alargó la mano y tiró de la toalla que le envolvía la cabeza. Ya no tenía el cabello rubio oxigenado, sino casi negro y reluciente por la humedad. De repente casaba con el resto de sus facciones, los ojos grises, la piel blanca y luminosa, el rostro ovalado. Se dio cuenta de que era una mujer hermosa, y a renglón seguido se puso furioso. Ojalá pudiera encerrarse en el baño con un frasco de elixir y salir una hora más tarde con su antiguo rostro. Rebecca pareció leerle el pensamiento. —Tienes cicatrices —musitó, deslizándole un dedo por la mandíbula—. ¿Qué te pasó? —Si trabajas en esto demasiado tiempo, tu cara puede convertirse en un problema. El dedo de Rebecca había pasado de la mandíbula al pómulo y jugueteaba con los implantes de colágeno. —¿Cómo eras antes? —preguntó. Delaroche enarcó las cejas y ponderó la pregunta unos instantes. ¿Cómo iba a describirse a sí mismo? Si le decía que había sido hermoso antes de que Maurice Leroux le destrozara el rostro, creería que era un embustero. Por fin se sentó a la mesa, cogió una hoja de papel del bloc del hotel y un lápiz. —Déjame solo unos minutos —rogó. Rebecca entró de nuevo en el baño, cerró la puerta y puso en marcha el secador. Delaroche dibujó deprisa y al acabar estudió sus facciones de forma desapasionada, como si pertenecieran a una criatura creada por su imaginación. Deslizó el autorretrato por debajo de la puerta del baño. El secador enmudeció. Rebecca salió con el antiguo rostro de Delaroche en las manos. Lo miró a la cara, luego de nuevo la imagen del papel. Besó el retrato y lo dejó caer al suelo. Y entonces lo besó a él. —¿Quién era, Jean-Paul? —¿Quién? —La mujer en la que pensabas mientras hacíamos el amor. —Pensaba en ti. —No siempre. No estoy enfadada, Jean-Paul, no es que... Se interrumpió sin terminar la frase. Delaroche se preguntó qué habría querido decir. Rebecca estaba tendida de espaldas, la cabeza apoyada sobre su vientre, el cabello oscuro extendido por su pecho. La luz de las farolas entraba por entre las cortinas descorridas e iluminaba su cuerpo largo y esbelto. Tenía el rostro enrojecido tras hacer el amor, pero el resto de su piel relucía marfileño a la luz procedente de la calle. Era la piel de alguien que apenas se exponía al sol; de hecho, Delaroche dudaba de que hubiera salido de las Islas Británicas antes de que las circunstancias la obligaran a huir. 227

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—¿Era hermosa? No me mientas más, por favor. —Sí —asintió Delaroche. —¿Cómo se llamaba? —Se llamaba Astrid. —¿Astrid qué más? —Astrid Vogel. —Recuerdo a una mujer llamada Astrid Vogel que pertenecía a la Fracción del Ejército Rojo —dijo Rebecca—. Huyó de Alemania y se escondió después de matar a un alto cargo de la policía. —Esa era mi Astrid —musitó Delaroche al tiempo que reseguía el contorno del pecho de Rebecca—. Pero Astrid no mató al policía. Lo maté yo; ella sólo pagó por ello. —O sea que eres alemán. Delaroche denegó con la cabeza. —Entonces, ¿qué eres? ¿Cuál es tu verdadero nombre? Pero Delaroche hizo caso omiso de su pregunta y deslizó los dedos hacia el borde de su caja torácica. El vientre de Rebecca reaccionó contrayéndose con fuerza. Delaroche acarició la piel nívea de su abdomen y la parte superior de sus muslos. Por fin, Rebecca le cogió la mano, se la puso entre las piernas y cerró los ojos. Una ráfaga de viento agitó las cortinas y le puso la piel de gallina. Intentó cubrirse con la colcha, pero Delaroche no se lo permitió. —En el barco de Ámsterdam había cosas que pertenecían a una mujer —murmuró Rebecca sin abrir los ojos—. Astrid vivía allí, ¿verdad? —Sí. —¿Y tú vivías con ella? —Durante un tiempo. —¿Hacíais el amor en esa cama? —Rebecca... —No pasa nada, no herirás mis sentimientos. —Sí, hacíamos el amor allí. —¿Qué le pasó? —La mataron. —¿Cuándo? —El año pasado. Rebecca le apartó la mano y se incorporó. —¿Qué sucedió? —Estábamos trabajando juntos en una operación y la cosa salió mal. —¿Quién la mató? Delaroche vaciló; aquello ya había ido demasiado lejos. Sabía que debía callar, pero por alguna razón quería contárselo todo. Tal vez Vladimir tuviera razón. «Un hombre que ve fantasmas ya no puede comportarse como un profesional...» —Michael Osbourne —repuso—. Bueno, en realidad fue su mujer. —¿Por qué? —Porque nos enviaron aquí para matar a Michael Osbourne — 228

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explicó antes de hacer una pausa y contemplarla—. A veces las cosas no salen según lo previsto. —¿Por qué te contrataron para matar a Osbourne? —Porque sabía demasiado de una de las operaciones de la Sociedad. —¿Qué operación? —El atentado del vuelo 002 de TransAtlantic el año pasado. —Creía que lo derribó ese grupo árabe, la Espada de Gaza. —Fue derribado a instancias de un fabricante de sistemas de defensa estadounidense llamado Mitchell Elliott. La Sociedad hizo que pareciera que los responsables eran la Espada de Gaza para que la empresa de Elliott pudiera vender un sistema defensivo al gobierno estadounidense. Osbourne lo sospechaba, de modo que el Director me contrató para eliminar a todos los implicados en la operación, así como a Osbourne. —¿Quién derribó el avión? —Un palestino llamado Hassan Mahmud. —¿Cómo lo sabes? —Porque estuve ahí esa noche y lo maté después del atentado. Rebecca se apartó de él. Delaroche advirtió verdadero temor en su rostro y percibió que la cama temblaba ligeramente al son de su cuerpo. Rebecca se cubrió con la manta hasta el pecho para ocultar su cuerpo de él. Delaroche la miró sin expresión alguna. —Dios mío, eres un monstruo —jadeó ella. —¿Por qué dices eso? —Había más de doscientas personas inocentes a bordo de ese avión. —¿Y qué hay de las personas inocentes a las que vuestras bombas han matado en Londres y Dublín? —No lo hacíamos por dinero —espetó Rebecca. —Lo hacíais por una causa —replicó Delaroche con desprecio. —Exacto. —Una causa que crees justa. —Una causa que sé que es justa —puntualizó ella—. En cambio, tú matas a quien sea siempre y cuando te paguen lo suficiente. —Dios mío, mira que eres estúpida —suspiró Delaroche. Rebecca intentó abofetearlo, pero Delaroche le asió la mano con fuerza, impidiendo que se zafara de él. —¿Por qué crees que la Sociedad está dispuesta a ayudarte? — preguntó Delaroche—. ¿Porque creen en los derechos sagrados de los protestantes de Irlanda del Norte? Claro que no. Lo hacen porque creen que favorecerá sus intereses, porque creen que les permitirá ganar dinero. La historia te ha pasado de largo, Rebecca. Los protestantes ya han tenido su momento en Irlanda del Norte, pero se acabó. No hay bomba ni asesinato que pueda cambiar eso. —Si crees eso, ¿por qué estás aquí? —Yo no creo en nada; éste es mi trabajo. He matado en nombre de todas las causas fallidas de Europa. La tuya es sólo la más 229

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reciente... La soltó, y Rebecca se apartó de él frotándose la mano como si acabara de tocar algo malvado. —...y espero que la última —añadió. —Debería haber seguido andando aquel día en Ámsterdam. —Puede que tengas razón. Pero ahora estás aquí y no tienes más remedio que trabajar conmigo, y si haces exactamente lo que te digo, puede que sobrevivas. Jamás volverás a ver Irlanda del Norte, pero al menos seguirás viva. —No sé por qué, pero lo dudo —contradijo ella—. Vas a matarme cuando todo termine, ¿verdad? —No, no voy a matarte. —Seguro que también mataste a Astrid Vogel. —No maté a Astrid y no voy a matarte a ti. Delaroche tiró de la manta para dejar al descubierto su cuerpo y alargó la mano hacia ella, pero Rebecca permaneció inmóvil. —Dame la mano —instó Delaroche—. No voy a hacerte daño, te doy mi palabra. Rebecca le dio la mano. Delaroche la atrajo hacia sí y la besó. Rebecca se resistió un instante, pero por fin sucumbió, le devolvió los besos y se aferró a él como si se ahogara entre sus brazos. Por fin lo guió hacia el interior de su cuerpo, se quedó muy quieta y lo miró con una franqueza animal que lo desconcertó. —Me gustaba más tu otra cara —dijo. —A mí también. —Cuando todo haya pasado, podríamos ir a ver al cirujano que te operó para que te vuelva a dejar como antes. —Me temo que eso es imposible. Rebecca pareció comprender al instante a qué se refería. —Si no piensas matarme, ¿por qué me revelas tus secretos? —No lo sé. —¿Quién eres, Jean-Paul?

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WASHINGTON A la mañana siguiente, Michael y Elizabeth volaron de Nueva York a Washington en compañía de los niños y Maggie. Se separaron en el aeropuerto nacional. Michael fue en un sedán del gobierno con chófer a la Casa Blanca, donde asistiría a la reunión sobre Irlanda del Norte con el consejero de seguridad nacional, William Bristol, y Elizabeth, Maggie y los niños se agolparon en un Lincoln de alquiler para ir a la casa de Georgetown. Hacía más de un año que Elizabeth no visitaba la casa de ladrillo rojo de estilo federal situada en la calle N. Adoraba la vieja casona, pero mientras subía la escalinata curvada de ladrillo se vio embargada por recuerdos desagradables. Recordó la larga lucha librada con su cuerpo para tener hijos. Recordó la tarde en que Astrid Vogel la había tomado como rehén para que el asesino llamado Octubre pudiera matar a Michael. —¿Estás bien, Elizabeth? —le preguntó Maggie. Elizabeth se preguntó cuánto rato llevaría inmóvil, con la llave en la mano e incapaz de abrir la puerta. —Sí, Maggie, es que estaba pensando en una cosa. La alarma sonó en cuanto abrió la puerta principal. Tecleó el código de desactivación, y de nuevo se hizo el silencio. Michael había convertido la casa en una auténtica fortaleza, pero Elizabeth jamás se sentiría del todo segura allí. Ayudó a Maggie a acomodar a los niños y luego llevó su maleta al dormitorio. La estaba abriendo cuando sonó el timbre de la puerta. Volvió abajo, aplicó el ojo a la mirilla y vio a un hombre alto de cabello castaño ataviado con traje azul y gabardina parda.

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—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó sin abrir la puerta. —Me llamo Brad Heyworth, señora Osbourne; soy el agente del servicio de seguridad diplomática asignado a la vigilancia de su casa. Elizabeth abrió la puerta. —¿Del SSD? Pero si mi padre no llega de Londres hasta dentro de seis horas. —A decir verdad, llevamos ya un par de días vigilando la casa, señora Osbourne. —¿Por qué? —Después del incidente de Gran Bretaña, decidimos que más valía pecar por exceso de prudencia. —¿Está solo? —De momento sí, pero cuando llegue el embajador habrá otro hombre. —Qué tranquilidad. ¿Quiere entrar? —No, gracias, señora Osbourne, tengo que quedarme fuera. —¿Le apetece tomar algo? —No, gracias. Sólo quería decirle que estoy por aquí. —Gracias, agente Heyworth. Elizabeth cerró la puerta y siguió con la mirada al hombre del SSD mientras bajaba la escalinata y volvía a su coche. Se alegraba de tenerlo allí. Subió de nuevo la escalera y se sentó a la mesa del estudio de Michael. Desde allí llamó a la empresa de catering Ridgewell, al servicio de camareros y a su despacho de Nueva York para escuchar sus mensajes. Luego pasó alrededor de una hora devolviendo llamadas. María, la mujer de la limpieza, llegó a mediodía. Elizabeth se puso un chándal de nylon, salió, bajo la escalinata, saludó con la mano a Brad Heyworth y empezó a correr por la acera de ladrillo de la calle N. En el hotel Embassy Row, Delaroche había colgado en la puerta el cartel de NO MOLESTAR y cerrado con doble llave. Había pasado la última hora escuchando a Elizabeth Osbourne mientras ésta hablaba por teléfono, con la niñera, los niños, el agente del SSD que protegía la casa... Ahora sabía la hora exacta a la que Douglas Cannon llegaría de Londres y la hora exacta a la que saldría de la casa en dirección a la Casa Blanca para asistir a la conferencia sobre Irlanda del Norte. También sabía que el agente del SSD aparcado frente a la casa se llamaba Brad Heyworth y que un segundo agente se reuniría con él tras la llegada del embajador. Oyó la llegada de una mujer de la limpieza llamada María que hablaba con fuerte acento español. Sudamericana, supuso Delaroche, peruana o tal vez boliviana. Oyó a Elizabeth Osbourne anunciar que salía a correr y volvería al cabo de una hora. Dio un respingo cuando cerró la puerta principal con fuerza. Cinco minutos más tarde dio otro respingo al oír una especie de aullido que parecía un motor a reacción. Era tan estruendoso que Delaroche tuvo que quitarse los auriculares y por un instante temió 232

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que alguna catástrofe hubiera sobrevenido en la casa de los Osbourne. Pero entonces se dio cuenta de que no era más que María pasando la aspiradora cerca de la ventana donde había colocado el micrófono. La idea de la fiesta de Douglas Cannon había nacido como una reunión íntima de ocho personas, pero después del incidente de Hartley Hall se había transformado en un acontecimiento con catering para cincuenta invitados, mesas y sillas alquiladas, así como un escuadrón de estudiantes universitarios encargados de aparcar los coches en las atestadas calles de Georgetown. Tal era la naturaleza de la celebridad en Washington. Douglas había vivido y trabajado veinte años en Washington, pero alguien había intentado matarlo, y eso lo había convertido en una estrella. La CIA y la inteligencia británica habían contribuido a su repentina fama urdiendo un cuento acerca de la serenidad que Douglas había mostrado durante el incidente de Hartley Hall, aunque en realidad estaba a salvo y acostado en Winfield House cuando dio comienzo el ataque. Douglas les había seguido la corriente de buena gana; de hecho, le proporcionaba cierto placer adolescente engañar a los barones de la prensa de Washington. Los invitados empezaron a llegar poco después de las siete. Acudieron dos viejos amigos suyos del Senado y un puñado de congresistas. La directora de NBC News en Washington llegó acompañada de su marido, director de la CNN. Cynthia Martin acudió sola, y Adrian Carter llevó a su mujer, Christine. A fin de proteger a Michael, que aún era un miembro clandestino de la Agencia, Carter y Cynthia fingían trabajar en la sección sobre cuestiones de Irlanda del Norte del Departamento de Estado. Carter quería hablar un momento a solas con Michael, de modo que se retiraron al jardín, junto a la piscina. —¿Qué tal la reunión con Bristol? —preguntó Carter. —Parecía muy impresionado con el producto —repuso Michael—. Beckwith apareció un momento. —¿En serio? —Ha dicho que está muy contento con el resultado de la operación Timbal y que el proceso de paz vuelve a ir por buen camino. Tienes razón, Adrian, está que se muere por tener atado este asunto... Así que oficialmente ya no me ocupo de Irlanda del Norte — añadió tras un titubeo. —Cuando la delegación abandone la ciudad, dejaremos el asunto en manos de Cynthia, y tú volverás a encargarte de la sección de Oriente Próximo. —La única constante de la Agencia es el cambio —constató Michael—. Pero me gustaría saber por qué Monica ha decidido barajar las cartas y apartarme del caso Octubre. —Por lo que a ella respecta, el expediente Octubre está cerrado. Cree que aun cuando Octubre siga vivo y trabaje, no representa 233

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ninguna amenaza para los Estados Unidos ni sus intereses, y por tanto no aparece en la pantalla del radar del Centro. —¿Y estás de acuerdo? —Claro que no, y se lo he dicho. Pero la directora es ella, y en última instancia la decisión es suya. —En tu lugar, un hombre de verdad dimitiría. —Algunos de nosotros carecemos de la flexibilidad económica necesaria para tomar decisiones morales, Michael. Elizabeth apareció junto a la puerta ventana. —¿Os importaría entrar? Como si nunca tuvierais oportunidad de hablar. —Ahora vamos —prometió Michael. —Otra cosa —dijo Adrian en cuanto Elizabeth se fue—. Me he enterado de tu pequeña sesión de dibujo con Morton Dunne en el centro de servicios técnicos. ¿Quieres explicarme de qué narices va todo eso? —Un cirujano plástico llamado Maurice Leroux fue asesinado en París hace un par de semanas. —¿Y...? —Estaba pensando que quizás Octubre se ha operado. —¿Y luego ha matado al médico en cuestión? —Es una idea que se me ocurrió. —Mira, Michael, Monica te ha retirado del caso. No quiero que sigas actuando por tu cuenta. Nada de revisar expedientes ni remover el asunto. Por lo que a ti respecta, Octubre ha muerto. —No estarás amenazándome, Adrian. —Pues la verdad es que sí. Delaroche se quitó los auriculares y encendió un cigarrillo. El estruendo de la fiesta era excesivo para el micrófono, así que lo único que oía era un zumbido constante, interrumpido por retazos ininteligibles de conversación y carcajadas ocasionales. Apagó la grabadora y sacó la Beretta nueve milímetros de su estuche de acero inoxidable. Desmontó el arma y procedió a limpiar meticulosamente cada pieza con un paño suave mientras decidía cómo matar al embajador y a Michael Osbourne.

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WASHINGTON —Feliz día de San Patricio —saludó el presidente James Beckwith al subir al podio en el Jardín de rosas. El presidente estaba flanqueado por el primer ministro irlandés, Bertie Ahern, y el ministro de asuntos exteriores británico, Robin Cook. A su espalda estaban los máximos dirigentes de los partidos nacionalista y unionista de la provincia, incluyendo a Gerry Adams, del Sinn Fein, y David Trimble, del Partido Unionista del Ulster, que en la actualidad era el primer ministro efectivo de Irlanda del Norte. —Hoy no nos hemos reunido aquí en medio de una crisis, sino para celebrar algo —prosiguió Beckwith—. Celebramos el legado común que nos une a todos, y renovaremos el compromiso de instaurar el cambio pacífico en Irlanda del Norte. Douglas Cannon se sentaba algo apartado con un grupo de personalidades de la Casa Blanca y el Departamento de Estado que participarían en la conferencia, y en aquel momento se unió a la ovación cortés que acogió las palabras del presidente. —El mes pasado, un grupo de criminales lealistas, la llamada Brigada de Liberación del Ulster, intentó asesinar al embajador estadounidense en Gran Bretaña, mi viejo amigo y colega Douglas Cannon. Fue sin duda el último aliento de los que desean resolver los problemas de Irlanda del Norte por la fuerza en lugar del compromiso. Si alguien duda de nuestro compromiso con la paz, le ruego que considere una cosa. El embajador Douglas está aquí hoy, mientras que la Brigada de Liberación del Ulster no es más que un mal recuerdo. Beckwith se volvió hacia Douglas con una sonrisa y empezó a

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aplaudir. Gerry Adams, David Trimble, Bertie Ahern y Robin Cook siguieron su ejemplo, al igual que el resto de la concurrencia. —Y ahora, si nos disculpan, tenemos mucho trabajo —terminó Beckwith. Y sin añadir nada más, bajó del podio y extendió los brazos para indicar a los políticos que entraran en el Despacho Oval, haciendo caso omiso de las preguntas que formulaban a gritos los periodistas acreditados en la Casa Blanca. A última hora de la tarde, cuando Douglas regresó a la casa de la calle N, Michael y Elizabeth lo esperaban. —¿Cómo ha ido? —inquirió Michael. —Mejor de lo que esperaba. Ahora que la Brigada de Liberación del Ulster ha desaparecido del mapa, Gerry Adams cree que el IRA considerará seriamente el decomiso. —¿Qué significa «decomiso»? —preguntó Elizabeth. —Significa deponer las armas y desmantelar los comandos terroristas. —La CIA calcula que sólo el IRA tiene acumuladas cien toneladas de rifles y dos toneladas y media de Semtex —explicó Michael—. Y luego están las bandas protestantes. Por eso es tan importante que el proceso de paz siga avanzando en la dirección correcta. —Los protestantes y los católicos han hecho progresos notables en poco tiempo, pero el proceso de paz podría irse el garete en cualquier momento, y creo que eso podría desatar una violencia sin precedentes. —Douglas miró el reloj—. Ahora empieza lo bueno. La recepción del Sinn Fein en el Mayflower, la recepción de los unionistas del Ulster en el Four Seasons y la recepción británica en la embajada. —¿Qué narices es esto? —exclamó Elizabeth cuando se cambiaban de ropa para las recepciones. —Una Browning automática con cargador de quince balas. Michael metió el arma en la sobaquera y se puso la americana. —¿Por qué vas armado? —Porque me hace sentir mejor. —Papá tendrá un agente del SSD protegiéndolo toda la noche. —Más vale prevenir. —¿Me ocultas algo? —No, es sólo que me sentiré mucho más tranquilo cuando tu padre esté de vuelta en Londres rodeado de un montón de marines y detectives del Cuerpo Especial capaces de disparar a un asesino entre las cejas a cien pasos de distancia. Se alisó la americana. —¿Qué tal estoy? —Guapísimo. Elizabeth se puso el vestido y le dio la espalda. —Súbeme la cremallera. Vamos con retraso. En el hotel Embassy Row, Delaroche se quitó los auriculares, 236

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desmontó los monitores y los receptores y los guardó en la bolsa de lona. Luego deslizó la Beretta nueve milímetros en una sobaquera y se miró al espejo para verificar su aspecto. Llevaba traje gris de diseño estadounidense, camisa blanca y corbata a rayas. Fijado a la oreja derecha llevaba el cable de plástico transparente que usaban los agentes de seguridad de todo el mundo. Estudió su rostro y se miró a los ojos. —Seguridad Diplomática, señora —recitó—. Tenemos una emergencia. Pronunció la frase con el acento estadounidense del actor de las cintas de aprendizaje de inglés que había estudiado durante la travesía. Repitió la frase varias veces más, hasta sentirse totalmente cómodo. Rebecca salió del baño. Llevaba traje chaqueta y medias negras. Delaroche le alargó una Beretta cargada y dos cargadores adicionales, que Rebecca se guardó en un bolso negro. Había dejado el Volvo aparcado en la Veintidós, junto a Massachusetts Avenue. Le habían puesto una multa. Delaroche tiró la denuncia al suelo y se sentó al volante. La limusina se detuvo ante el hotel Mayflower, en Connecticut Avenue. Un portero uniformado abrió la portezuela, y Douglas, Michael, Elizabeth y un agente del SSD se apearon. Entraron en el hotel y cruzaron el ornamentado vestíbulo hasta el salón de baile. Gerry Adams vio a Douglas y se zafó de las felicitaciones de un grupo de aduladores estadounidenses-irlandeses. —Gracias por venir, embajador Cannon —lo saludó Adams con el acento marcado de West Belfast. Era un hombre alto, de barba espesa y gafas de montura metálica Si bien ofrecía un aspecto robusto, padecía las secuelas de varios años de encarcelamiento y un intento de asesinato perpetrado por la Fuerza de Voluntarios del Ulster que estuvo a punto de acabar con su vida. —Es un gran honor para nosotros tenerle aquí esta noche. —Gracias por invitarnos —repuso Douglas con cortesía al tiempo que le estrechaba la mano—. Permítame que le presente a mi hija, Elizabeth Osbourne, y su esposo, Michael Osbourne. Adams lanzó una breve mirada a Michael y le estrechó la mano sin entusiasmo. Mientras él y Douglas hablaban de la sesión en la Casa Blanca, Elizabeth y Michael se alejaron unos pasos para darles un poco de intimidad. Y entonces, sin previo aviso, Gerry Adams apoyó una mano en el hombro de Michael. —¿Podría hablar un momento con usted, señor Osbourne? Es bastante importante. Delaroche aparcó en la esquina de las calles Prospect y Potomac, en Georgetown, y se apeó. Rebecca se sentó al volante y bajó la 237

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ventanilla. Delaroche se inclinó hacia ella. —¿Alguna pregunta? Rebecca denegó con la cabeza; Delaroche le alargó un sobre. —Si algo sale mal, si me pasa algo o nos separamos, ve a este lugar. Iré a buscarte si puedo. Dicho aquello dio media vuelta y entró en una cafetería atestada de estudiantes de Georgetown. Pidió café, compró un periódico y se sentó a una mesa junto a los ventanales. Al cabo de unos instantes vio pasar a Rebecca en dirección al este, hacia el centro de Washington. —Por favor, siéntese, señor Osbourne —pidió Gerry Adams. Había llevado a Michael a una gran sala contigua al salón de baile. Sus dos guardaespaldas omnipresentes se alejaron discretamente. Adams sirvió dos tazas de té. —¿Leche, señor Osbourne? —Sí, por favor. —Tengo un mensaje para usted de su amigo Seamus Devlin. —Seamus Devlin no es amigo mío —espetó Michael con brusquedad. Los guardaespaldas se volvieron hacia ellos para cerciorarse de que todo iba bien. Gerry Adams los tranquilizó con un ademán. —Sé lo que pasó aquella noche en Belfast —prosiguió—. Y sé por qué pasó. No estaríamos donde estamos ahora mismo, a punto de conseguir la paz duradera en Irlanda del Norte, de no ser por el IRA. Es una fuerza extremadamente profesional que no debe tomarse a la ligera. Téngalo en cuenta la próxima vez que intente infiltrar a alguien. —Creía que tenía un mensaje para mí. —Se trata de esa zorra que tendió la trampa a Eamonn Dillon en Falls Road, Rebecca Wells. —¿Qué pasa con ella? —Después de lo de Hartley Hall se fue a París. —Adams alzó la taza en un brindis burlón—. Por cierto, buen trabajo, señor Osbourne. Michael guardó silencio. —Vivía en Montparnasse con un mercenario escocés llamado Roderick Campbell. Según Devlin, ella y Campbell buscaban a un asesino a sueldo para que acabara el trabajo con su suegro. Michael se inclinó hacia adelante con un sobresalto. —¿Cómo de buena es la fuente? —No entré en detalles sobre eso con Devlin, señor Osbourne, pero ya ha visto de cerca cómo trabaja. No se toma sus asuntos a la ligera. —¿Dónde está ahora Rebecca Wells? —Hace dos semanas abandonó París de repente, y Devlin no ha vuelto a localizarla. —¿Qué hay de Roderick Campbell? —Desaparecido..., para siempre, me temo. Lo mataron a tiros en 238

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su piso junto con una chica. —A todas luces, Adams disfrutaba del hecho de revelarle a Michael algo que no sabía—. Seguro que eso no apareció en sus sofisticados ordenadores del Centro de Antiterrorismo. —¿Wells y Campbell encontraron al asesino en cuestión? —Devlin no lo sabe, pero yo de usted no bajaría la guardia, ya sabe a qué me refiero. Sería nefasto para todas las partes implicadas en el proceso de paz si un asesino que actuara en nombre de la Brigada de Liberación del Ulster consiguiera matar a su suegro en esta coyuntura —señaló Adams al tiempo que dejaba la taza para indicar que la conversación estaba a punto de finalizar—. Devlin espera que esto compense cualquier resentimiento que pueda albergar por el asunto de Kevin Maguire. —Dígale a Devlin que se vaya a tomar por el culo. —Se lo diré —prometió Adams con una sonrisa. Rebecca Wells estaba sentada al volante del Volvo a media manzana de la entrada del Mayflower. Observó al embajador Cannon y los Osbourne salir del hotel seguidos del agente del SSD. Puso en marcha el motor y marcó un número en el móvil. —Sí. —Están saliendo del primer punto y se dirigen al segundo. La comunicación se interrumpió. Rebecca puso la primera y se mezcló con el tráfico vespertino de Connecticut Avenue. —¿Desde cuándo sois tan buenos amigos Gerry y tú? —preguntó Elizabeth. —Nos movemos en círculos parecidos. —¿Qué quería? —Disculparse por lo que me pasó en Belfast. —¿Y has aceptado sus disculpas? —Pues no. —¿Nada más? —Nada más. —Bueno, ha llegado el momento de cruzar la frontera religiosa — anunció Douglas—. Venga, al Four Seasons a tomar unas copas con los protestantes. —¿Crees que algún día llegarán a organizar recepciones conjuntas? —suspiró Elizabeth. —Puedes esperar sentada —replicó Michael. Noventa minutos más tarde, Rebecca Wells estaba aparcada en un tramo bordeado de árboles de Massachusetts Avenue, en la zona noroeste de Washington. En la acera de enfrente se alzaba el enorme complejo de la embajada británica. Desde su punto de observación privilegiado divisaba el patio delantero de la residencia de embajador. Empezaban a marcharse los primeros invitados. Rebecca abrió la carta que le había dado Delaroche y la leyó a la 239

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mortecina luz de las farolas. Luego dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo. Recordó aquella tarde gélida en la playa de Norfolk, la tarde que había partido hacia Escocia para ir a buscar a Gavin Spencer y las armas. Costaba creer que sólo había transcurrido un mes desde entonces, pues habían sucedido tantas cosas... Recordaba la extraña sensación de tranquilidad que la había embargado aquel día mientras paseaba por la playa desolada. Había querido quedarse allí para siempre. Y ahora ese hombre sin pasado, ese asesino a sueldo que le había hecho el amor como si su cuerpo fuera de cristal, le ofrecía un santuario junto al mar. Alzó la mirada a tiempo para ver a Douglas Cannon y los Osbourne salir de la residencia del embajador británico. Una vez más marcó el número en el móvil y esperó a oír la voz del hombre al que sólo conocía por el nombre de Jean-Paul. Delaroche cortó la comunicación con Rebecca Wells, salió de la cafetería y caminó a buen paso por Potomac hasta llegar a la calle N. La casa de los Osbourne se encontraba a dos manzanas de distancia. Aflojó el paso al doblar por la tranquila calle residencial y buscó de forma instintiva indicios de medidas de seguridad adicionales. Tenía que cronometrar su llegada a la perfección. El agente del SSD que acompañaba a Douglas Cannon avisaría a su equipo por radio de la inminente llegada del embajador. Si no obtenía respuesta, sospecharía que había problemas, razón por la que Delaroche se lo estaba tomando con calma. Por fin vio a los agentes del SSD sentados en un coche estacionado frente a la casa de los Osbourne con las ventanillas delanteras bajadas. Uno de ellos, el que se sentaba al volante, hablaba por radio. Delaroche suponía que hablaba con el agente de la limusina del embajador. Delaroche se acercó al coche y se detuvo ante la ventanilla del conductor. —Perdone, ¿dónde está Wisconsin Avenue? El agente señaló hacia el este sin decir nada. —Gracias —dijo Delaroche. Entonces metió la mano debajo de la gabardina, sacó la Beretta con silenciador y disparó a ambos agentes varias veces en el pecho. Luego abrió la portezuela y empujó ambos cadáveres hacia el asiento del acompañante. Subió las ventanillas con el elevalunas eléctrico, retiró la llave del contacto y cerró de nuevo la portezuela. El episodio apenas había durado treinta segundos. Arrojó las llaves del coche lejos de sí y cruzó la calle en dirección a la casa de los Osbourne. Subió la escalinata y llamó al timbre al tiempo que respiraba hondo para mantener la calma. Unos instantes más tarde oyó pasos que se acercaban. —¿Quién es? Era la voz con acento inglés de Maggie, la niñera. —Seguridad Diplomática, señora —repuso Delaroche—. Tenemos 240

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una emergencia. La puerta se abrió, y Delaroche vio el rostro perplejo de Maggie. —¿Qué pasa? Delaroche entró en la casa, cerró la puerta tras de sí, cubrió la boca de Maggie para ahogar su grito y acercó su rostro al suyo. Con la mano libre sacó la Beretta del bolsillo de la americana y le oprimió el cañón contra la mejilla. —Sé que hay niños en la casa y no tengo intención alguna de hacerles daño —susurró en su inglés con acento extranjero—. Pero si no hace exactamente lo que le digo, le pegaré un tiro en la cara. ¿Lo ha entendido? Maggie asintió con los ojos muy abiertos por el terror. —Muy bien, vamos arriba. La velada había transcurrido sin incidentes, tal como había esperado Michael, pero mientras el coche recorría Massachusetts Avenue, la advertencia de Gerry Adams le acudió de nuevo a la mente. Si Rebecca Wells había logrado contratar a un asesino, ello representaba una amenaza nueva y distinta para la seguridad de Douglas. Un asesino que trabajara solo sería mucho más difícil de identificar y detener que una integrante de una organización paramilitar conocida. Michael decidió que daría la noticia a Douglas en cuanto llegaran a casa. Sus actividades y apariciones públicas tendrían que reducirse hasta que la amenaza desapareciera o hasta que Rebecca Wells fuera detenida. El coche dobló por Wisconsin Avenue y fue hacia el sur en dirección a Georgetown. Elizabeth descansó la cabeza en el hombro de Michael y cerró los ojos. Douglas le apoyó una mano en el antebrazo. —¿Sabes una cosa, Michael? Hay algo que no he hecho todavía y que debo hacer: darte las gracias. —¿A qué te refieres? —No te había dado las gracias por salvarme la vida. Si no te hubieras hecho cargo de este caso, si no hubieras ido a Irlanda del Norte y arriesgado tu vida, puede que a estas alturas ya estuviera muerto. Hasta ahora nunca había tenido ocasión de verte trabajar, como es natural, pero ahora puedo afirmar que eres un agente excepcional. —Gracias, Douglas. Viniendo de un liberal que siempre ha odiado a los espías, tus palabras significan mucho para mí. —¿Vas a seguir en la Agencia ahora que el asunto de Irlanda del Norte ha terminado? —Si mi mujer promete no divorciarse de mí, sí —repuso Michael— . Monica Tyler quiere que me encargue otra vez del caso Espada de Gaza. La Agencia ha sabido que es posible que planeen nuevos atentados. —¿Y cómo se ha enterado la Agencia? —Por movimientos de agentes conocidos, escuchas y demás. 241

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—¿Algo en Gran Bretaña? —Siempre es una posibilidad; les gusta operar allí. —Aún recuerdo el atentado de Heathrow. —Y yo —aseguró Michael. Douglas se arrellanó en el asiento y cerró los ojos cuando el coche dejó Wisconsin Avenue para enfilar las tranquilas calles residenciales de Georgetown. —¿Cuándo va a acabar todo esto? —¿El qué? —El terrorismo, el asesinato de personas inocentes como actividad política. ¿Cuándo va a acabar? —Cuando ya no queden en el mundo personas que se sientan lo bastante oprimidas para echar mano de las armas o las bombas. Cuando ya no queden fanáticos religiosos ni étnicos. Cuando ya no queden maníacos que se exciten derramando sangre. —Entonces, supongo que la respuesta a mi pregunta es nunca. No acabará nunca. —El historiador eres tú. En el siglo I, los zelotes utilizaban el terrorismo para luchar contra la ocupación romana de la Tierra Prometida. En el siglo XII, un grupo de musulmanes shiíes llamados los Asesinos usaron el terrorismo contra los líderes sunníes de Persia. No es un fenómeno nuevo precisamente. —Y ahora ha llegado a América. El World Trade Center, Oklahoma, los Juegos Olímpicos... —Es barato, relativamente fácil y no requiere más que un puñado de personas. Dos hombres llamados Timothy McVeigh y Terry Nichols lo demostraron. —Me sigue pareciendo incomprensible —insistió Douglas—. Ciento sesenta y ocho personas desaparecidas en un abrir y cerrar de ojos. —A ver si lo dejáis ya —pidió Elizabeth, abriendo los ojos cuando el coche frenó delante de la casa—. Me estáis deprimiendo con esta conversación. Delaroche estaba en la primera planta de la casa, junto a una ventana que daba a la calle N, cuando oyó el motor de un coche. Apartó la cortina con el silenciador de la Beretta y miró hacia la calle. Cannon y los Osbourne habían llegado a casa. Soltó la cortina y recorrió el pasillo hasta la escalera, asomando la cabeza al dormitorio principal al pasar. La niñera yacía en el suelo atada y amordazada con cinta de embalaje. Delaroche bajó la escalera a toda prisa y se situó en el centro del vestíbulo oscuro. Sería fácil, pensó, como el tiro al blanco en una feria..., y entonces habría terminado. Con todo.

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WASHINGTON Rebecca Wells enfiló la calle N y siguió a la limusina a lo largo de dos manzanas, hasta que se detuvo. No había espacio para aparcar delante de la casa de los Osbourne, de modo que el conductor se limitó a parar el coche y poner los intermitentes de emergencia. Rebecca metió la mano en el bolso y sacó la Beretta nueve milímetros con silenciador. Repasó mentalmente las instrucciones de Jean-Paul. «Yo me encargo de los dos hombres del coche y luego entro en la casa —le había susurrado la noche anterior entre el estruendo del televisor puesto a todo volumen en la habitación del hotel—. Espera a que todos hayan salido del coche. Mata al último hombre del SSD, y yo me encargaré del embajador y Michael Osbourne.» Se preguntó si tendría fuerzas para hacerlo. Pero entonces pensó en Gavin Spencer, Kyle Blake y los hombres que habían muerto en Hartley Hall porque Michael Osbourne y su suegro la habían engañado. Verificó el mecanismo de la Beretta y quitó el seguro. Una de las portezuelas de la limusina se abrió, y el agente del SSD se apeó del vehículo. Rodeó el coche y abrió la portezuela posterior más próxima a la casa. Michael Osbourne bajó en primer lugar, miró a su alrededor y se fijó un instante en el Volvo. Acto seguido se apeó el embajador, seguido de Elizabeth Osbourne. Rebecca abrió la portezuela. Michael se volvió hacia el hombre del SSD. —¿Dónde están los otros agentes? —le preguntó. El agente del SSD se llevó la mano a la boca y murmuró algunas

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palabras. —¡Entren en el coche! ¡Ahora! —gritó al ver que no obtenía respuesta. Fue entonces cuando Rebecca Wells salió del Volvo, apoyó los brazos en el techo del coche para estabilizarlos y empezó a disparar sobre el agente del SSD, un disparo tras otro, tal como Jean-Paul le había enseñado. Michael no oyó los disparos, tan sólo el estruendo de la luna posterior de la limusina al hacerse añicos y los golpes sordos de las balas de nueve milímetros perforando el maletero. En lugar de obedecer la orden del agente del SSD, Michael, Elizabeth y Douglas se habían arrojado de forma instintiva al suelo. Michael sospechaba que había algo extraño en la mujer del Volvo familiar, pero no había sido lo bastante rápido para considerar la posibilidad de que se tratara de Rebecca Wells. Pero ahora, en cuclillas junto a Elizabeth y Douglas, le surcaron la mente los últimos segundos de la vida del agente del SSD. El agente había intentado comunicarse con los otros hombres, pero sin conseguirlo. Eso era porque otra persona ya los había matado, pensó Michael. Entonces pensó en la información que Gerry Adams le había dado aquella misma noche. Rebecca Wells buscaba a un asesino profesional para eliminar a Douglas; ese hombre debía de andar cerca. Michael sacó la Browning. El conductor seguía sentado al volante de la limusina, agachado por debajo del nivel del respaldo del asiento. Michael asió a Elizabeth y Douglas. —¡Meteos en el coche! —gritó. Elizabeth se arrastró sobre el asiento trasero. Uno de los disparos alcanzó al hombre del SSD en la cabeza, arrojando una lluvia de sangre y sesos a través de la luna rota. Elizabeth miró a Michael con aire impotente e intentó limpiarse la sangre de la cara. De repente abrió los ojos de par en par. —¡Detrás de ti, Michael! —chilló. Michael se volvió y vio una figura al final de la escalinata curva que conducía a la puerta principal de la casa. El hombre levantó el brazo derecho y disparó dos veces con una mano. Su arma con silenciador no emitió sonido alguno, tan sólo lenguas de fuego. Aun a la luz tenue de Georgetown, Michael supo que había visto antes esa forma tan inconfundible de manejar el arma. El hombre de la escalinata era Octubre. El primer disparo rebotó contra el techo del coche, y el segundo alcanzó a Douglas en la espalda cuando se arrojaba al interior del coche. Cayó en brazos de Elizabeth con un gruñido de dolor. Michael apuntó a Octubre y efectuó varios disparos, obligándolo a entrar de nuevo en la casa. En la calle silenciosa, la Browning sonaba como fuego de artillería. —¡Fuera de aquí! —gritó Michael al conductor—. ¡Sáquelos de aquí! 244

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El chófer se incorporó y pisó el acelerador. Lo último que vio Michael fue a Elizabeth gritándole algo a través de la ventanilla rota. —¡Los niños, Michael! ¡Los niños! Michael se arrojó entre dos coches aparcados para ponerse a cubierto de Rebecca Wells y Octubre, al menos durante unos segundos. Miró hacia la entrada de la casa y vio aparecer a Octubre. Le apuntó con la Browning y disparó varias veces. Octubre volvió a refugiarse en el interior de la casa. En ese momento, las ventanillas de los coches que lo rodeaban empezaron a hacerse añicos. La mujer le estaba disparando. Se habían encendido las luces de varias casas de la manzana. Michael se volvió y vio a Rebecca Wells de pie tras la portezuela abierta del Volvo familiar, disparando por encima del techo. Giró sobre sí mismo y pensó en devolverle los disparos, pero comprendió que si fallaba alguna bala podía ir a parar a una de las casas de la calle y matar a algún inocente que hubiera salido a ver qué pasaba. Apuntó hacia su propia casa. Por favor, que los niños estén arriba en su habitación, pensó. Y entonces disparó contra Octubre hasta vaciar el cargador. Michael oyó la primera sirena cuando cambiaba el cargador. Tal vez habían acudido alertados por el tiroteo, o quizás el hombre del SSD había logrado darles aviso antes de morir. Sea como fuere, Michael oía el aullido de varias sirenas que se acercaban. Octubre apareció en el umbral haciendo señas a Rebecca. —¡Vete! —gritó—. ¡Lárgate de aquí! El primer coche patrulla dobló la esquina de la calle N. Octubre disparó dos veces contra el vehículo. —¡Ahora, Rebecca! ¡Vete! Michael efectuó cuatro disparos contra Octubre. Rebecca Wells subió al Volvo, pisó el acelerador y pasó a toda velocidad junto al lugar donde se había cobijado Michael. Octubre salió al porche por última vez, disparó varias veces en dirección a Michael, giró sobre sus talones y entró corriendo en la casa. Michael se levantó y lo siguió escalinata arriba con la Browning en la mano extendida. Al llegar a la puerta escudriñó el vestíbulo en penumbra y vio que Octubre alzaba una silla y rompía con ella la puerta acristalada. Octubre se volvió por última vez y levantó el arma. Michael no oyó nada, tan sólo vio el destello que brotaba del cañón. Se apoyó contra la fachada exterior de la casa; al otro lado de la pared, las balas se incrustaban en el yeso. Cuando los disparos cesaron, Michael entró en la casa y disparó tres veces más mientras Octubre cruzaba el jardín y escalaba la verja. Michael corrió escalera arriba y encontró a los niños llorando en sus cunas. —¡Maggie! 245

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Oyó golpes y gritos ahogados procedentes del dormitorio principal. Corrió por el pasillo y encendió las luces de la habitación. Maggie yacía en el suelo atada y amordazada. —¿Era uno solo, Maggie? Maggie asintió. —Ahora vuelvo. Michael bajó la escalera de tres en tres en el momento en que un agente de la policía metropolitana entraba en la casa con el arma desenfundada. —¡Quieto! ¡Tire el arma! —ordenó el policía al tiempo que le apuntaba. —Soy Michael Osbourne. Vivo aquí. —¡Me importa una mierda quién sea! ¡Tire el arma inmediatamente! —¡Maldita sea, soy el yerno del embajador Cannon y trabajo para la CIA! ¡Deje de encañonarme de una puta vez! El agente siguió apuntándole a la cabeza. —Han disparado a mi suegro —prosiguió Michael—. Los dos responsables han huido, un hombre a pie y una mujer en un Volvo familiar negro. Mis hijos están arriba con la niñera. Vaya a ayudarla. Ahora vuelvo. —¡Eh, oiga, vuelva aquí! —gritó el agente mientras Michael atravesaba el vestíbulo y salía por la cristalera destrozada. Delaroche no había ido a Washington para enzarzarse en un tiroteo con Michael Osbourne. Cualquiera podía resultar herido cuando las balas vuelan en espacios pequeños, y no estaba dispuesto a cambiar su vida por la de Osbourne. Además, había alcanzado a su blanco principal, el embajador Cannon, con un buen disparo en la espalda. Con un poco de suerte, la herida sería mortal. Sin embargo, le enojaba haber fracasado por segunda vez en el intento de matar a Osbourne. Se quitó la gabardina marrón mientras corría por el callejón. Al llegar a la Treinta y cuatro se puso delante de un coche que se acercaba, un Saab gris claro conducido por un estudiante universitario. Delaroche levantó la Beretta y le apuntó a través del parabrisas. —¡Sal del coche! El estudiante se apeó con las manos en alto y se hizo a un lado. —Llévatelo, maldito cabrón, puedes quedártelo. —Y ahora corre —ordenó Delaroche agitando la Beretta. El estudiante echó a correr, y Delaroche se sentó al volante. —¡Que te den por el saco, cabrón de mierda! —chilló el estudiante. Delaroche se alejó. Sabía que tenía que salir de Georgetown cuanto antes. Condujo por la Treinta y cuatro en dirección a la calle N. Si lograba cruzar el puente Francis Scott Key hacia Arlington, sus posibilidades de escapar aumentarían de forma drástica. Una vez allí 246

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podía tomar la autopista George Washington, la interestatal 395 o la interestatal 66 y alejarse varios kilómetros de la ciudad en cuestión de minutos. En la calle M, el semáforo cambió a rojo cuando Delaroche se acercaba a él. Una señal advertía que no se podía girar a la derecha cuando el semáforo estaba en rojo. Consideró la posibilidad de saltársela, pero la calma durante las huidas le había resultado de gran utilidad en el pasado, así que decidió no precipitarse. Pisó el freno y paró el coche. Luego miró el reloj y empezó a contar los segundos. Al saltar de la verja al callejón, Michael Osbourne oyó a un hombre mascullar obscenidades. Una fracción de segundo más tarde oyó un chirrido de neumáticos y el rugido del motor de un coche pequeño. A juzgar por el sonido, Michael suponía que se dirigía hacia la calle M; también suponía que era Octubre intentando escapar. Corrió hacia la calle M, dobló a la derecha y siguió corriendo. Delaroche vio a Osbourne correr por la calle M con un arma en la mano, ahuyentando a su paso a numerosos transeúntes sobresaltados. Delaroche se volvió despacio y esperó a que el semáforo cambiara. La Beretta yacía sobre el asiento del acompañante. Delaroche la cogió con la mano derecha y deslizó el dedo índice tras el gatillo. Puede que consiga acabar el trabajo a fin de cuentas, pensó. Osbourne llegó al cruce y se detuvo en medio del paso cebra, justo delante del Saab, con el arma en la mano y la mirada fija en la calle Treinta y cuatro. Respiraba con dificultad, y sus ojos lo escudriñaban todo. Delaroche se puso la Beretta sobre el regazo. Consideró la posibilidad de disparar a Osbourne a través del parabrisas, pero la descartó en seguida. Aun cuando alcanzara a Osbourne, se vería obligado a huir en un coche dañado. Alargó la mano izquierda y pulsó un botón del brazo del asiento para bajar la ventanilla. En aquel instante, el semáforo cambió a verde. A su espalda, varios conductores empezaron a tocar el claxon sin darse cuenta de que había un hombre parado en medio del cruce. Delaroche permaneció inmóvil, esperando a que Osbourne actuara. Michael se quedó en el cruce con el corazón desbocado, haciendo caso omiso de la algarabía de cláxones y estudiando los rostros de cada vehículo. Un hombre trajeado de cuarenta y tantos años en un Saab gris claro, dos estudiantes ricos en un BMW rojo, un par de patricios de Georgetown en un renqueante Mercedes diesel, un repartidor de Pizza Hut... Todos tocaban el claxon menos el hombre del Saab. Michael lo observó con detenimiento. Era bastante feo: mejillas gordinflonas, 247

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mentón redondeado, nariz ancha y chata. Michael había visto aquel rostro en alguna parte, pero no conseguía recordar dónde. Se lo quedó mirando mientras surcaban su mente los rostros de su pasado, uno por uno, como imágenes en una pantalla, algunos claros y definidos, otros borrosos y lejanos. Y de repente supo dónde lo había visto..., en la pantalla del ordenador de Morton Dunne, en la oficina de servicios técnicos de la CÍA. Michael apuntó el arma al rostro de Octubre. —¡Baje del coche! ¡Ya!

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WASHINGTON El amplio cruce al pie del puente Key es uno de los más congestionados y caóticos de Washington. El tráfico procedente del puente, la calle M y la carretera de Whitehurst convergen en un solo punto. Durante las horas punta de la mañana y la tarde, el cruce está atestado de vehículos que van y vuelven de los suburbios; por la noche se llena de coches camino de los restaurantes y bares de Georgetown. Sobre el conjunto se cierne la escalera de piedra negra que hizo famosa El exorcista, un lugar triste, cubierto de pintadas, que huele a la orina de los estudiantes de Georgetown borrachos que consideran un rito iniciático mear allí. Sin embargo, Delaroche no pensaba en nada de esto mientras permanecía sentado al volante del Saab, frente al cañón de la Browning automática de Michael Osbourne. Cuando Michael le ordenó salir del coche, pisó el acelerador a fondo y se agachó. Michael efectuó varios disparos a través del parabrisas y saltó a un lado cuando el Saab entró en el cruce. Delaroche se incorporó, recobró el control del coche y se dirigió a la entrada del puente Key. Michael rodó sobre sí mismo para esquivar el coche, hincó una rodilla en tierra y apuntó al Saab que se alejaba a toda velocidad, ahogando con el rugido del motor el estruendo de los cláxones. Le quedaban ocho balas y ningún cargador de repuesto. Las usó todas antes de que Delaroche pudiera entrar en el puente. Siete de ellas perforaron el maletero y se alojaron en el asiento trasero. La octava alcanzó el depósito de gasolina, y el Saab explotó.

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Delaroche oyó la explosión y al instante sintió el calor de la gasolina ardiendo. Los coches se detuvieron a su alrededor entre chirridos de neumáticos. Un joven ataviado con una sudadera roja de los Redskins acudió en su ayuda. Delaroche le apuntó a la cabeza con la Beretta, y el joven huyó despavorido. Delaroche se apeó de un salto y vio a Michael Osbourne corriendo hacia él. Levantó la Beretta y disparó tres veces. Michael Osbourne se arrojó tras un coche aparcado. Delaroche echó a andar hacia el puente Key, pero un coche, haciendo caso omiso del vehículo que ardía en medio del cruce, se acercaba a él a toda velocidad. Delaroche saltó a un lado en el último momento, pero no logró evitar el rebote contra el parabrisas. La Beretta se le escapó de las manos y cayó entre los coches que se acercaban por la calle. Delaroche alzó la mirada y vio a Michael Osbourne correr hacia él. Se puso en pie e intentó correr, pero su tobillo derecho cedió, por lo que volvió a desplomarse. Pugnó por incorporarse y se obligó a avanzar. Sentía el tobillo como vidrio roto bajo la piel. Por fin logró llegar a la acera del puente Key. Un hombre contemplaba la panorámica mientras sostenía el manillar de una bicicleta de montaña de baja calidad. Delaroche le asestó un puñetazo en el cuello y se llevó la bicicleta. Montó e intentó pedalear, pero el dolor del tobillo derecho le hizo proferir un grito. Optó por pedalear con una sola pierna, la izquierda, pero entre el tobillo roto y la baja calidad de la bicicleta, Osbourne acortaba cada vez más la distancia entre ellos. Delaroche se sentía impotente. Iba desarmado y su único medio de transporte era una bicicleta renqueante. Y para acabar de empeorar las cosas, estaba herido. Más que nada, se vio acometido por una oleada de rabia..., rabia contra su padre, Vladimir y todos los demás del KGB que lo habían condenado a una vida de asesinatos. Rabia contra sí mismo por fracasar de nuevo en el intento de matar a Osbourne. Se preguntó cómo había sabido Osbourne que era el conductor del Saab. ¿Lo habría traicionado Leroux antes de morir aquella noche en París? ¿Lo habría traicionado el Director? ¿O acaso había vuelto a subestimar la inteligencia y el ingenio del hombre de la CIA, el hombre que había jurado destruirlo? Que todo acabara así, con Delaroche montando en una vieja bicicleta y Osbourne persiguiéndolo a pie, casi daba risa. Se dio cuenta de que aunque lograra escapar de Osbourne, sus posibilidades de llegar muy lejos disminuían a marchas forzadas. Volvió la cabeza y vio que Osbourne se acercaba cada vez más. Se obligó a pedalear con ambas piernas, haciendo caso omiso del dolor, mientras decidía qué estaba dispuesto a hacer para salir de aquel puente con vida. 250

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Michael guardó la Browning en la sobaquera y corrió por el puente, moviendo los brazos con fuerza para darse impulso. Por un instante se sintió transportado a la final de los mil quinientos metros de Virginia. En la última vuelta, Michael había efectuado una brillante maniobra táctica para adelantar al primero en los últimos cien metros, pero al llegar a la recta final le había faltado el valor suficiente con que soportar el dolor necesario para ganar. Había quedado prácticamente hipnotizado por la espalda del otro chico, el revoloteo de su camiseta al viento, los músculos de sus hombros mientras se alejaba cada vez más y por fin rompía la cinta de meta. Recordaba a su padre, tan furioso por la derrota de Michael que ni siquiera lo había consolado tras la carrera. Estaba a diez metros de Octubre. Había corrido casi un kilómetro y medio desde que saliera de la casa. Sentía las piernas pesadas, los músculos tensos por la carrera, los brazos ardientes, la garganta con sabor a óxido y sangre. Llevaba años persiguiendo a Octubre, empleando todos los recursos y servicios técnicos que la Agencia ponía a su disposición, pero todo desembocaba allí, en una carrera alocada por el puente Key. Esta vez no temería al dolor. Esta vez no quedaría hipnotizado por la espalda de su adversario mientras éste se alejaba cada vez más. Echó atrás la cabeza, rugió como un animal herido y agitó los brazos como si pretendiera darse aún más impulso. Estaba a un par de metros de Octubre. De repente se abalanzó sobre él y lo derribó. Octubre cayó de espaldas con Michael sentado sobre su vientre. Michael le asestó dos puñetazos en el rostro, el segundo de los cuales le reventó la piel del pómulo; luego lo agarró del cuello y empezó a apretar. Había perdido toda racionalidad, la cordura incluso. Apretaba el cuello de Octubre, cortándole la respiración mientras gritaba como un salvaje, pero en el rostro del asesino se advertía una extraña serenidad. Miraba a Michael con sus ojos azules, y en sus labios se dibujó una vaga sonrisa. Michael comprendió que Octubre estaba decidiendo la mejor forma de matarlo. Apretó más fuerte. De repente, Octubre alargó la mano izquierda, asió el pelo de Michael con la mano izquierda, atrajo su cabeza hacia sí y le metió el pulgar de la mano derecha en el ojo. Michael profirió un grito agónico y soltó a Octubre. El asesino convirtió sus manos en pequeñas hachas y le propinó dos golpes secos en las sienes. Michael estuvo a punto de perder el conocimiento. Sacudió la cabeza en un intento de aclarar su visión, y entonces se dio cuenta de que estaba tendido de espaldas y el asesino se había zafado de él. Se incorporó con un esfuerzo. Octubre ya estaba de pie, con las piernas separadas, las manos cerca del rostro, mirando a Michael de 251

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hito en hito. En aquel momento giró sobre sí mismo y le dio un tremendo puntapié en la cabeza. Michael cayó de la acera, justo delante de un autobús. El conductor tocó el claxon; Michael logró esquivarlo en el último momento, cayendo de nuevo en brazos de Octubre. El asesino se puso en cuclillas y, aprovechando el impulso de Michael, lo arrojó por encima de la barandilla. Delaroche aguardó el chapoteo del cuerpo de Michael al chocar contra el agua a más de treinta metros de distancia, pero no oyó nada. Por fin se asomó a la barandilla. Michael había conseguido aferrarse a su base con una mano, y ahora oscilaba peligrosamente. Alzó la mirada hacia Delaroche con la boca ensangrentada. Lo más fácil sería pisotearle la mano hasta que se soltara, pero por alguna razón la idea le repugnaba. Siempre había matado deprisa y en silencio, apareciendo de la nada para esfumarse acto seguido. Matar a un hombre de esa forma se le antojaba una barbaridad. —Si me promete dejarme marchar, le ayudaré a subir —propuso. —Que le den por el saco —masculló Michael con una mueca. —No me parece una actitud demasiado sabia —comentó Delaroche al tiempo que asía la muñeca izquierda de Michael a través de los barrotes—. Venga, déme la mano. Michael empezó a perder agarre. —Acaba de matar a mi suegro —espetó—. Ha intentado matarnos a mí y a mi mujer. Mató a Sarah. —Yo no los he matado, Michael. Los responsables son otros; yo no fui más que el arma. No soy responsable de su muerte, al igual que usted no es responsable de la muerte de Astrid Vogel. —¿Quién le ha contratado? —jadeó Michael. —Eso no importa. —¡A mí sí me importa! ¿Quién le ha contratado? Pero el brazo de Michael se debilitaba cada vez más. Delaroche le agarró el brazo izquierdo con ambas manos. Michael metió la mano derecha en el bolsillo, sacó la Browning y apuntó a la cabeza de Delaroche. Este siguió asiendo la mano de Michael con la mirada fija en el arma. —¿Conoce la historia de la rana y el escorpión que cruzan el Nilo? —preguntó por fin con una sonrisa. Michael conocía la parábola; cualquiera que hubiera vivido o trabajado en Oriente Próximo la conocía. Una rana y un escorpión están a orillas del Nilo, y el escorpión pide a la rana que lo lleve al otro lado. La rana se niega porque teme que el escorpión la pique. El escorpión asegura a la rana que no le hará daño; picarla sería una estupidez, ya que ambos se ahogarían. La rana considera lógico el argumento y accede a llevar al escorpión. Cuando están a mitad de camino, el escorpión pica a la rana. «Ahora nos ahogaremos los dos», gime la rana mientras el cuerpo se le entumece a causa del veneno del escorpión. «¿Por qué lo has hecho?» «Porque esto es Oriente 252

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Próximo», responde el escorpión con una sonrisa. —Sí, la conozco —asintió Michael. —Llevamos demasiados años enzarzados en este conflicto. Puede que podamos ayudarnos mutuamente. La venganza es para los salvajes. Tengo entendido que hace poco estuvo en Irlanda del Norte... Mire lo que la venganza ha conseguido allí. —¿Qué quiere? —Le revelaré lo que más le interesa saber, el nombre de quien me contrató para matar a Douglas Cannon, los nombres de los que me contrataron para matar a los conspiradores del asunto TransAtlantic, los nombres de los que me contrataron para matarlo a usted porque sabía demasiado. —Hizo una pausa—. También le hablaré de la persona de su organización que está involucrada con esas personas. A cambio, usted me proporcionará protección y acceso a mis cuentas bancarias. —No tengo autoridad para cerrar un trato así. —Puede que autoridad no, pero sí la capacidad necesaria. Michael guardó silencio. —No querrá morir sin saber la verdad, ¿eh, Michael? —¡Que le den por el saco! —¿Trato hecho? —¿Cómo sabe que no lo haré detener en cuanto me suba? —Porque por desgracia es usted un hombre de palabra, lo cual lo convierte en una persona del todo inadecuada para este trabajo — repuso Delaroche antes de zarandear un poco a Michael y añadir—: ¿Trato hecho? —Trato hecho, maldito hijo de puta. —De acuerdo. Deje caer el arma al río y déme la mano antes de que nos matemos los dos.

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WASHINGTON - AEROPUERTO INTERNACIONAL DULLES —La bala le ha fracturado varias costillas y le ha perforado el pulmón izquierdo —explicó el médico del Hospital Universitario George Washington, un cirujano de aspecto grotescamente joven que se llamaba Carlisle—. Pero a menos que surjan complicaciones graves, creo que se pondrá bien. —¿Puedo verlo? —pidió Elizabeth. Carlisle negó con la cabeza. —Está en recuperación, y la verdad, no tiene muy buen aspecto. ¿Por qué no intenta ponerse cómoda? Le dejaremos verlo en cuanto se despierte. El médico salió. Elizabeth intentó permanecer sentada, pero al cabo de unos minutos ya volvía a pasearse por la pequeña sala de espera privada como un oso enjaulado. Dos agentes de policía montaban guardia delante de la puerta. Elizabeth llevaba el uniforme azul celeste del hospital, pues su vestido se había manchado con la sangre de su padre y el agente del SSD. Maggie y los niños estaban en otra habitación. Desde luego, Maggie era una mujer notable, se dijo Elizabeth. Pese a que un asesino la había amenazado y atado con cinta de embalar, se negaba a permitir que otros cuidaran de Liza y Jake. Ahora Elizabeth sólo necesitaba una cosa: oír la voz de su marido. Había transcurrido más de una hora desde su febril huida de la calle N. La policía le había contado cuanto sabía. Cuando llegaron los primeros coches patrulla, los terroristas habían huido, y Michael seguía vivo. Luego desapareció por el jardín posterior, y nadie lo había visto desde entonces. Dos minutos más tarde se oyeron

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disparos procedentes del puente Key, y un coche saltó por los aires. El vehículo, un Saab gris claro, había sido robado minutos antes por un hombre a punta de pistola. También se recibieron informes de dos hombres peleando sobre el puente, un hombre suspendido sobre el agua... Elizabeth cerró los ojos con un estremecimiento. Por favor, Michael, si estás vivo, dímelo... Eran las once. Encendió el televisor e hizo un poco de zapping. La noticia salía en todas partes, tanto en las cadenas locales como en las de noticias por cable. Nadie sabía nada de Michael. Sacó un cigarrillo del bolso, lo encendió y fumó mientras seguía paseándose. Una enfermera asomó la cabeza por la puerta. —Lo siento, señora, pero no se puede fumar aquí dentro. Elizabeth buscó un lugar donde apagarlo. —Ya me lo llevo yo, señora Osbourne —se ofreció la enfermera con amabilidad—. ¿Quiere que le traiga algo? Elizabeth meneó la cabeza. Cuando la enfermera salió le sonó el teléfono móvil. Elizabeth lo sacó del bolso y lo conectó. —Diga. —Soy yo, Elizabeth. No digas nada, sólo escucha. —Michael —susurró. —Estoy bien, no estoy herido. —Gracias a Dios. —¿Cómo está Douglas? —Ha salido del quirófano. El médico cree que se pondrá bien. —¿Y los niños? —Están aquí, en el hospital —repuso Elizabeth—. ¿Cuándo te veré? —Puede que mañana; tengo que ocuparme de un asunto. Te quiero, Elizabeth. —¿Dónde estás, Michael? —preguntó Elizabeth. Pero la comunicación ya se había interrumpido. Rebecca Wells dejó el Volvo en el aparcamiento del aeropuerto Dulles y fue a la terminal en autobús. Arrojó las llaves a una papelera, fue a los servicios, entró en un cubículo y se quitó el traje chaqueta para ponerse vaqueros desteñidos, jersey y botas de cowboy de ante. Por fin se fijó el cabello al cráneo con horquillas y se puso una peluca rubia antes de mirarse al espejo. La transformación había tenido lugar en menos de cinco minutos. Ahora era Sally Burke, de Los Angeles, con un pasaporte y un carné de conducir que lo avalaban. Atravesó la terminal hasta el mostrador de AeroMéxico y se registró en el último vuelo a Ciudad de México. Las siguientes setenta y dos horas serían difíciles. Desde México viajaría por América Central y del Sur cambiando de identidad cada día, y en Buenos Aires cogería un avión de vuelta a Europa. Se sentó junto a la puerta de embarque e intentó cerrar los ojos, pero cada vez que lo hacía veía la cabeza del agente del SSD estallar 255

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en medio de una lluvia de sangre. El canal aeroportuario de la CNN emitía un boletín informativo sobre el intento de asesinato: La Brigada de Liberación del Ulster acaba de reivindicar la autoría del intento de asesinato del embajador Douglas Cannon. Los dos atacantes, un hombre y una mujer, se encuentran en paradero desconocido. Los médicos del Hospital Universitario George Washington afirman que Cannon se encuentra en estado crítico, pero que sus heridas no hacen temer por su vida... Rebecca desvió la vista. «¿Dónde estás, Jean-Paul?», pensó. Sacó la carta que le había dado cuatro horas antes y la leyó una vez más. «Ve a este lugar. Iré a buscarte si puedo.» En ese momento oyó la llamada para su vuelo. Tiró la misiva a una papelera y se dirigió a la puerta de embarque.

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WASHINGTON —¿Cómo debo llamarlo? —Utilizo muchos nombres, pero el que he usado más tiempo es Jean-Paul Delaroche, así que he llegado a sentirme identificado con él. —¿O sea que debo llamarlo Delaroche? —Si quiere... —masculló Delaroche antes de fruncir los labios en un gesto muy francés. Pese a la hora tardía aún había bastante tráfico en el cinturón, los vestigios de la eterna hora punta de Washington. Michael tomó la interestatal 95 en dirección norte, hacia Baltimore. El coche era un Ford alquilado que Michael había recogido en el aeropuerto nacional tras escapar del puente Key en taxi. En el primer momento, el taxista se había negado a abrir la puerta a un par de hombres trajeados que parecían recién salidos de la peor paliza de sus vidas, pero Delaroche le había enseñado un fajo de billetes de veinte, a lo que el conductor había respondido que si querían ir a la luna les garantizaba que llegarían allí antes del amanecer. Delaroche iba en el asiento delantero con el pie apoyado en el salpicadero. Se frotaba el tobillo y lo miraba con el entrecejo fruncido como si se sintiera traicionado por él. Encendió otro cigarrillo con aire despreocupado y sin el menor atisbo de nerviosismo ni temor. Bajó un poco la ventanilla para dejar salir el humo; de repente, el interior del coche se llenó de olor a tierra mojada. Durante años después de la muerte de Sarah, Michael había intentado forjarse una imagen de su asesino. Suponía que lo había imaginado más alto de lo que era. De hecho, Delaroche era bastante

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bajo y compacto, con los músculos tensos y nervudos de un wélter. Michael había oído su voz una vez, la noche en que había intentado matarlo en Cannon Point, pero ahora, al escucharlo, comprendió que no era un solo hombre, sino muchos. Hablaba con distintos acentos europeos, ora francés, ora alemán, a veces holandés, a veces griego. Sin embargo, nunca hablaba con acento ruso, y Michael se preguntó si a esas alturas aún sabría hablar su lengua materna. —Por cierto, el arma estaba descargada. Delaroche exhaló un suspiro profundo, como si mirara un programa de televisión aburridísimo. —La pistola estándar de los agentes de la CIA es una Browning automática de alta potencia con un cargador para quince balas — recitó—. Después de recargarla disparó tres veces a través de la puerta principal, cuatro a través del parabrisas y ocho al maletero del Saab. —Si sabía que estaba descargada, ¿por qué no me dejó caer al río? —Porque aun cuando lo hubiera matado, tenía muy pocas posibilidades de escapar. Estaba herido, iba desarmado, no tenía vehículo ni contacto alguno. Usted era la única arma que me quedaba. —¿De qué coño habla? —Tengo algo que usted quiere, y usted tiene algo que yo quiero. Usted quiere saber quién me ha contratado para matarlo, y yo quiero protección contra mis enemigos para poder vivir en paz. —¿Qué le hace pensar que tengo intención de cumplir el trato? —Sólo los hombres de principios dejan la CIA. Y sólo los hombres que creen en el honor vuelven a la CIA porque se lo pide el presidente. El honor es su debilidad. ¿Por qué eligió esta vida, Michael? ¿Fue su padre quien lo empujó a ella? Aja, pensó Michael. Delaroche ha pasado tanto tiempo analizándome como yo a él. —No creo que hubiera tomado la misma decisión de haber estado en su pellejo —comentó sin responder a la pregunta—. Creo que le habría dejado caer del puente y disfrutado viendo su cuerpo flotar río abajo. —Eso no es algo de lo que jactarse. Es usted virtuoso, pero también emocional en extremo, lo que lo convierte en blanco fácil de la manipulación. El KGB lo sabía cuando cruzó a Sarah Randolph en su camino y me ordenó matarla delante de sus narices. —¡Que le den por el saco! Se sintió tentado de detener el coche y darle una paliza de muerte. Pero entonces recordó la pelea del puente y la facilidad con que Delaroche había estado a punto de matarlo con las manos. —Por favor, Michael, aminore la velocidad antes de que nos matemos. ¿Adónde vamos, por cierto? —¿Qué le ha pasado a su cara? —preguntó a su vez Michael. —Dio orden de búsqueda y captura a la Interpol e hizo público un 258

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retrato robot de mi cara; de modo que me hice la cirugía estética. —¿Cómo se enteró de la orden? —Cada cosa a su tiempo, Michael. —¿El cirujano era un hombre llamado Maurice Leroux? —Sí —asintió Delaroche—. ¿Cómo lo sabe? —Porque la inteligencia británica sabía que Leroux trabajaba de vez en cuando para personas como usted. ¿Lo mató? Delaroche guardó silencio. —Pues no le hizo ningún favor. Tiene usted un aspecto espantoso. —Lo sé —espetó Delaroche con frialdad—. Y le echo la culpa a usted. —Es usted un asesino; no me siento culpable por su mala experiencia con la cirugía plástica. —No soy un asesino cualquiera, sino un asesino a sueldo. Hay una diferencia. Antes mataba a gente por mi país, pero mi país ya no existe, así que mato por dinero. —Eso le convierte en un asesino según mi vocabulario. —¿Pretende que me crea que no tienen a hombres así trabajando en su organización? También ustedes tienen asesinos, Michael, así que, por favor, no intente sermonearme. —¿Quién lo contrató para matar a Douglas Cannon? —¿Adonde me lleva? —A un lugar seguro. —No me llevará a un piso franco de la CIA, espero. —¿Quién lo contrató para matar a Douglas Cannon? Delaroche miró un rato por la ventanilla y luego respiró hondo, como si estuviera a punto de zambullirse en el agua y permanecer bajo ella largo tiempo. —Será mejor que empiece por el principio —suspiró antes de volverse hacia Michael—. Tenga un poco de paciencia y le contaré todo lo que quiere saber. Delaroche hablaba como si refiriera la historia de otra persona. Cuando tropezaba con alguna dificultad lingüística, recurría a alguna otra de las lenguas que él y Michael tenían en común, el español, el italiano o el árabe. Apenas dos horas antes, había matado a sangre fría a dos agentes del SSD, pero Michael no advertía en él ningún efecto. Michael sólo había matado una vez, a un terrorista de la Espada de Gaza en el aeropuerto de Heathrow, y las pesadillas lo habían atormentado durante semanas. Delaroche habló a Michael del hombre al que sólo conocía por el nombre de Vladimir. Vivían en un gran piso del KGB en Moscú y disponían de una agradable dacha en las afueras para pasar los fines de semana y las vacaciones. Delaroche llevaba a la sazón su verdadero nombre y patronímico, Nicolai Mijailovich. No le permitían tener contacto con otros niños, no asistía a escuelas estatales normales, no pertenecía a ningún club deportivo ni organización juvenil del Partido, y no le permitían salir jamás del piso ni de la 259

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dacha sin la compañía de Vladimir. En ocasiones, cuando éste estaba enfermo o demasiado cansado, enviaba en su lugar a un gorila con cara de pocos amigos que se llamaba Boris. Al cabo de un tiempo, Vladimir empezó a enseñarle idiomas. «Tener otra lengua es tener otra alma —sentenciaba a menudo—. Y para la vida que estás a punto de empezar, Nicolai Mijailovich, necesitarás muchas almas.» Delaroche arrugó la nariz como un viejo y encogió los hombros. Mientras lo observaba, Michael se maravilló de su capacidad de transformarse en otra persona en un abrir y cerrar de ojos. Al imitar a Vladimir había hablado por primera vez como un ruso. A veces, un hombre alto y adusto que vestía trajes occidentales y fumaba tabaco occidental iba de visita, prosiguió Delaroche, y estudiaba al muchacho como un escultor estudia la obra en la que trabaja. Muchos años más tarde, Delaroche averiguaría la identidad del hombre alto. Era Mijail Voronstov, jefe de la Primera Sección del KGB, su padre. En agosto de 1968, a la edad de dieciséis años, lo enviaron a Occidente. Entró en Austria desde Checoslovaquia, haciéndose pasar por hijo de unos disidentes checos que huían de los rusos. Vivió un tiempo en Austria y luego se trasladó a París, donde vivió como pilluelo callejero hasta que la Iglesia se hizo cargo de él. Fue en París donde descubrió que sabía pintar. Vladimir nunca le había permitido dedicarse a nada aparte de los idiomas y el oficio. «No hay tiempo para actividades frívolas, Nicolai Mijailovich —decía— . El tiempo corre en nuestra contra.» Delaroche pasaba tardes enteras deambulando por los museos, contemplando grandes obras maestras. Asistió durante un tiempo a una escuela de arte e incluso vendió varias pinturas suyas en la calle. Un buen día apareció Mijail Arbatov, y empezaron los asesinatos. —Arbatov era mi agente de control —explicó Delaroche—. Al principio me ocupé de asuntos internos, tales como disidentes, desertores en potencia, cosas así. Pero luego me dediqué a misiones muy distintas. Michael repasó varios asesinatos que sabía perpetrados por Delaroche. El ministro español en Madrid, el alto cargo policial en París, el ejecutivo de la BMW en Frankfurt, el líder de la OLP en Túnez, el hombre de negocios israelí en Londres. —El KGB quería aprovechar los movimientos terroristas y nacionalistas existentes entre las cuatro paredes de la OTAN y sus aliados —prosiguió Delaroche—. El IRA, la Fracción del Ejército Rojo, las Brigadas Rojas de Italia, los vascos, Acción Directa en Francia, etcétera. Mataba a ambos lados de la línea, con el único fin de sembrar el caos. Por supuesto, cometí muchos más asesinatos de los que acabo de mencionar. —¿Y qué pasó cuando desapareció la Unión Soviética? —Arbatov y yo fuimos abandonados a nuestra suerte. 260

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—¿Y empezó usted a trabajar por su cuenta? Delaroche asintió mientras se frotaba el tobillo. —Arbatov tenía buenos contactos y era un negociador muy hábil. Se convirtió en mi agente y se encargaba de gestionar las ofertas, negociar tarifas y demás. Nos dividíamos las ganancias. —Y entonces pasó lo de TransAtlantic. —Fue el trabajo mejor retribuido de mi vida, un millón de dólares. Pero yo no derribé el avión; fue ese psicópata palestino, Hassan Mahmud. —Y usted se deshizo de él. —Exacto. —Y dejó atrás el cadáver para que concluyéramos que la Espada de Gaza era responsable del atentado. —Sí. —Y entonces, los hombres que realmente derribaron el avión eliminaron a las otras personas involucradas en la operación, como Colin Yardley, en Londres, y Eric Stoltenberg, en El Cairo. —Y usted. —¿Quién lo contrató? —preguntó Michael—. ¿Quién lo contrató para que me matara? —Se hacen llamar la Sociedad Internacional de Desarrollo y Cooperación —empezó Delaroche—. Son un puñado de agentes de inteligencia, hombres de negocios, comerciantes de armas y criminales que pretenden ejercer influencia sobre los acontecimientos mundiales para ganar dinero y proteger sus intereses. —No me creo que exista una organización así. —Hicieron derribar el avión para que uno de sus miembros, un fabricante de sistemas de defensa estadounidense llamado Mitchell Elliott pudiera convencer al presidente Beckwith de que creara un sistema de defensa antimisiles. Michael había sospechado de Elliott; de hecho, había llegado a presentar sus sospechas por escrito a la Agencia. Sin embargo, oírlo en boca de Delaroche le produjo náuseas. Sentía el cuerpo empapado en sudor. —Sabían que se estaba acercando demasiado a la verdad — explicó Delaroche—. Decidieron que les convenía más eliminarlo, de modo que me contrataron para que lo matara. —¿Cómo es que estaban al corriente de mis sospechas? —Tienen una fuente en Langley. —¿Qué sucedió después de Shelter Island? —inquirió Michael. —Empecé a trabajar en exclusiva para la Sociedad. —¿Quién la dirige? —Un hombre al que sólo se conoce por el nombre de Director. Es inglés y tiene una ayudante joven que se llama Daphne. Es lo único que sé de él. —Usted mató a Ahmed Hussein en El Cairo. Delaroche se volvió con brusquedad y le lanzó una mirada 261

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furibunda. —La Sociedad llevó a cabo la operación por orden del Mossad. ¿Cómo sabe que fui yo? —Los egipcios vigilaban a Hussein. Tuve ocasión de ver una cinta del asesinato y reparé en la herida que el asesino tenía en la mano derecha. Fue así como descubrí que seguía vivo y en activo. Y entonces dimos aviso a la Interpol. —En seguida supimos lo del aviso —suspiró Delaroche al tiempo que se miraba el dorso de la mano derecha—. El Director tiene excelentes contactos en los servicios secretos y de inteligencia occidentales, pero dijo que la información relativa a la Interpol procedía de la fuente de Langley. —¿Por qué se involucró la Sociedad en Irlanda del Norte? —Porque consideraba que el acuerdo de paz de Irlanda del Norte perjudicaría sus negocios. El mes pasado, el consejo ejecutivo de la Sociedad celebró una reunión en Mikonos; en ella decidieron eliminar a su suegro y me asignaron la misión. —¿La mujer del Volvo era Rebecca Wells? —Sí. —¿Dónde está ahora? —Eso no forma parte del trato, Michael. —¿Por qué querían matarme a mí? —El Director ha invertido mucho dinero en mí y quería proteger su inversión. Lo consideraba una amenaza. —¿La fuente de Langley también estuvo en Mikonos? —Todo el mundo estuvo en Mikonos. Eran más de las cinco de la madrugada cuando Michael y Delaroche llegaron al pueblo de Greenport, en Long Island. Recorrieron las calles desiertas y aparcaron en el embarcadero. El transbordador flotaba sereno junto a su amarre; faltaba una hora para su primer viaje a Shelter Island. Michael se dirigió al teléfono público situado junto a la caseta de madera de la terminal. —¿Dónde coño estás? —espetó Adrian Carter tras descolgar—. Todo el mundo te está buscando. —Llámame a este número desde una cabina. El número de diez dígitos que le dio a Carter no se parecía en nada al número real del teléfono público. Le había indicado el número en una clave bastante sencilla que ambos habían empleado cien años antes. Al revés, el primero más uno, el segundo menos dos, el tercero más tres, y así sucesivamente. No le hizo falta repetir el número; al igual que él, Carter poseía una memoria perfecta. Michael colgó y fumó un cigarrillo mientras esperaba a que Carter se vistiera, subiera al coche y condujera hasta la cabina más próxima. La imagen de Carter echándose un abrigo sobre el pijama le arrancó una sonrisa. El teléfono sonó al cabo de cinco minutos. —¿Te importaría decirme qué coño está pasando? —Te lo contaré cuando llegues. 262

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—¿Dónde estás? —Shelter Island. —¿Qué narices haces ahí? ¿Estuviste implicado en el tiroteo del puente? —Limítate a coger el primer avión, Adrian. Te necesito. —Llegaré en cuanto pueda —prometió Carter tras una vacilación— , pero ya sé de entrada que me espera una buena. Cuando Michael regresó al coche, Delaroche se había marchado. Al cabo de un momento lo encontró apoyado contra una oxidada verja de tela metálica, con la mirada fija en el otro extremo de la bahía, en la silueta oscura de Shelter Island. —Cuénteme sus planes —exigió. —Si quiere su dinero y su libertad, tendrá que ganárselos — advirtió Michael. —¿Qué quiere que haga? —Que me ayude a destruir a la fuente de Langley. —¿Sabe quién es? —Sí, Monica Tyler. —No sé lo suficiente para destruir a Monica Tyler. —No estoy de acuerdo. Delaroche seguía con la mirada fija en el agua negra. —Seguro que esto lo podríamos haber hecho en otra parte, Michael. ¿Por qué me ha traído aquí? Sin embargo, no esperaba respuesta, y Michael no se la dio. —Necesito saber una cosa —siguió Delaroche—. Necesito saber cómo murió Astrid. —La mató Elizabeth. —¿Cómo? Delaroche cerró los ojos mientras Michael le refería el incidente. Permanecieron inmóviles, uno junto al otro, aferrados a la tela metálica, hasta que los primeros barqueros llegaron a trabajar. Unos minutos más tarde, el motor del transbordador cobró vida. —Nunca ha sido un asunto personal —le aseguró Delaroche por fin—. Lo hice por dinero, me entiende, ¿Michael? Sólo por dinero. —Nos ha hecho pasar un infierno a mi familia y a mí, y eso no se lo perdonaré jamás. Pero lo entiendo. Ahora lo entiendo todo.

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SHELTER ISLAND, NUEVA YORK Cuando llegaron a la verja de entrada de Cannon Point, un guarda de seguridad llamado Tom Moore salió de la caseta. Era un antiguo militar de hombros cuadrados y cabello rubio cortado al cepillo. —Siento no haber llamado antes para avisar de que venía, Tom. —No importa, señor Osbourne —repuso Tom—. Nos hemos enterado de lo del embajador, señor. Como es natural, estamos todos con él. Espero que cojan a los cabrones que le han disparado. Por la radio dicen que han desaparecido sin dejar rastro. —Eso parece. Éste es un amigo mío —presentó Michael al tiempo que señalaba a Delaroche—. Se quedará un par de días. —Sí, señor. —Sube luego a almorzar a la casa, Tom. Tenemos que hablar. —No quiero saber nada —protestó Adrian Carter—. Cuéntaselo a contrainteligencia o a los gorilas del FBI, si te da la gana. Pero deshazte de ello, porque destruirá todo lo que toque. Carter y Michael marchaban por el paseo que daba a la bahía con la cabeza baja y las manos embutidas en los bolsillos, como miembros de una partida de rescate en busca del cadáver. Era una mañana fría y sin viento, y el mar aparecía de color gris metalizado. Carter llevaba el mismo anorak abultado que vestía aquella tarde en Central Park, cuando pidió a Michael que regresara a la Agencia. Era un fumador reformado, pero a media historia pidió un cigarrillo a Michael y lo consumió como un poseso. —Es la directora de la Agencia Central de Inteligencia —le recordó Michael—. Controla la contrainteligencia. Y en cuanto al FBI, ¿por qué

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coño voy a implicarlos? Es asunto nuestro. Lo único que haría el FBI sería restregárnoslo por las narices. —Olvidas que tu amigo Jack el Destripador es tu único testigo — espetó Carter, señalando la casa con un ademán de cabeza—. Debes reconocer que tiene un pequeño problema de credibilidad. ¿Has considerado al menos la posibilidad de que se haya inventado toda la historia para evitar que lo detengas? —No se lo ha inventado. —¿Cómo puedes estar tan seguro? Todo ese asunto de una orden secreta llamada la Sociedad suena a chorrada integral. —Alguien contrató a ese hombre para que me matara el año pasado porque me estaba acercando demasiado a la verdad sobre el asunto de TransAtlantic. Comenté mis sospechas a dos personas de la Agencia; una eres tú, y la otra, Monica Tyler. —¿Y...? —¿Por qué me ahuyentó Monica de la Agencia el año pasado? ¿Por qué me apartó del caso Octubre una semana antes de que intentara matar a Douglas? Y otra cosa. Delaroche dice que a principios de mes, la Sociedad celebró una reunión en Mikonos. Monica fue a Europa para asistir a una conferencia de seguridad regional. Después de la conferencia se tomó dos días libres y se esfumó. —Por el amor de Dios, Michael, yo también estuve en Europa a principios de mes. —Estoy convencido de que es ella, Adrian, y tú también. Salieron de la propiedad y caminaron por Shore Road, en los márgenes del puerto. —Si este asunto se hace público, será desastroso para la Agencia. —Estoy de acuerdo. Tardaría años en recobrarse de semejante golpe. Destruiría la reputación de la Agencia en Washington... y en el resto del mundo. —Entonces, ¿qué piensas hacer? —Presentarle las pruebas y hacerla desaparecer antes de que pueda causar más daño. Tiene las manos manchadas de sangre, pero si lo hacemos público, la Agencia quedará reducida a escombros. —La única forma de apartar a Monica de la Séptima Planta es poner una carga de dinamita. —Pues me presentaré allí con una maleta llena si hacer falta. —¿Por qué coño me has metido en esto? —Porque eres el único en quien confío. Eras mi agente de control, Adrian. De hecho, siempre serás mi agente de control. Se detuvieron en un puente tendido sobre la desembocadura de un arroyo al pie del puerto de Dering. Al otro lado del puente se abría un extenso llano de hierbas altas y árboles desnudos. Un hombre más bien bajo y enjuto estaba de pie sobre el puente, pintando ante un caballete. Llevaba guantes de lana sin dedos y un jersey de pescador varias tallas demasiado grande. —Es magnífico —alabó Carter, mirando la pintura por encima de 265

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su hombro—. Tiene usted mucho talento. —Gracias —respondió el pintor con fuerte acento extranjero. Carter se volvió hacia Michael. —Esto no irá en serio... —Adrian Carter, te presento a Jean-Paul Delaroche, que tal vez te resulte más familiar por el nombre de Octubre. Tom Moore llegó a la casa a mediodía. —¿Quería verme, señor Osbourne? —Entra, Tom. Hay café recién hecho en la cocina. Michael sirvió el café, y los dos hombres se sentaron frente a frente a la mesita de la cocina. —¿En qué puedo ayudarle, señor Osbourne? —Esta noche se celebrará una reunión en la casa, y tengo que grabarla en vídeo y audio —empezó Michael—. ¿Pueden resituarse las cámaras de vigilancia? —Sí, señor —asintió Moore con voz neutra. —¿Puedes grabar lo que capten? —Sí, señor. Adrian Carter entró en la cocina seguido de Delaroche. —¿Tenemos equipo de audio en la finca? —No, señor. Su suegro no permitió que se instalaran micrófonos porque consideraba que violarían su intimidad. —De repente, su cara grande se iluminó con una sonrisa—. Apenas soporta las cámaras; antes de que se fuera a Londres lo pesqué intentando desconectar una. —¿Cuánto tardarías en conseguir unos micrófonos y un equipo de grabación? —Un par de horas como mucho —repuso Moore con un encogimiento de hombros. —¿Puedes instalarlos de forma que no se vean? —Los micrófonos sí, porque son relativamente pequeños. En cambio, lo de las cámaras ya es más peliagudo, porque son de tamaño normal, como una caja de zapatos, más o menos. Michael masculló un juramento entre dientes. —Pero tengo una idea. —Dime. —Las cámaras tienen un objetivo bastante largo, así que si celebran la reunión en el salón, podría instalar las cámaras en el jardín y filmar a través de las ventanas. —Eres genial, Tom —alabó Michael con una sonrisa. —Aprendí bastante de inteligencia cuando estaba en el ejército, señor. Sólo tendrá que asegurarse de que las cortinas se quedan descorridas. —Eso no lo puedo garantizar. —En el peor de los casos tendrá el audio. —¿Tiene alguna arma más aparte de esa pieza de museo que lleva? —terció Delaroche. 266

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Moore llevaba un revólver Smith & Wesson del treinta y ocho. —Me gustan las piezas de museo porque no se encasquillan — replicó Moore al tiempo que palmeaba la sobaquera con una de sus gruesas manos—. Pero quizás pueda conseguir un par de automáticas. —¿De qué tipo? —Colts del cuarenta y cinco. —¿Glocks o Berettas no? —No, lo siento —se disculpó Moore con expresión perpleja. —Un par de Colts no irían nada mal —aseguró Carter. —Sí, señor... ¿Les importaría decirme de qué va todo esto? — pidió Moore. —Lo siento, no podemos. Delaroche siguió a Michael escalera arriba hasta el dormitorio. Michael se dirigió al ropero, abrió la puerta, bajó una caja pequeña del estante superior, la abrió y sacó la Beretta. —Me parece que la perdió la última vez que estuvo aquí — comentó Michael, alargándole el arma. La mano derecha de Delaroche, la de la cicatriz, se cerró en torno a la empuñadura, y su dedo índice se deslizó en el guardamonte por acto reflejo. La facilidad con que Delaroche manejaba el arma produjo un estremecimiento a Michael. —¿De dónde la ha sacado? —inquirió Delaroche. —La pesqué al final del muelle. —¿Quién la ha restaurado? —Yo. Delaroche alzó la vista y miró a Michael con expresión burlona. —¿Y por qué hizo semejante cosa? —No estoy seguro. Supongo que quería conservar un recuerdo del aspecto que tenía. Delaroche aún tenía un cargador de nueve milímetros en el bolsillo. Lo encajó en el arma y cargó la primera bala en la recámara. —Ahora tiene ocasión de cumplir el encargo, si quiere —señaló Michael. Delaroche le devolvió la Beretta. A las cuatro de la tarde, Michael entró en el estudio de Douglas y marcó el teléfono de Monica Tyler en el cuartel general de la CÍA. Carter escuchó la conversación desde el supletorio, cubriendo el auricular con la mano. La secretaria de Monica informó a Michael de que la directora Tyler se encontraba en una reunión de directivos y no podía ponerse. Michael repuso que era una emergencia, de modo que le pasaron con Tararí o Tarará, no sabía a ciencia cierta cuál de los dos. Lo hicieron esperar los diez minutos de rigor hasta que sacaron a Monica de la reunión. —Lo sé todo —espetó Michael cuando por fin se puso la directora—. Sé lo de la Sociedad, lo del Director, lo de Mitchell Elliott, 267

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el asunto de TransAtlantic... Y sé que has intentado hacerme eliminar. —¿Te has vuelto completamente loco, Michael? ¿De qué estás hablando, por el amor de Dios? —Te ofrezco la oportunidad de salir de ésta sin escándalos. —Michael, no sé... —Ven a casa de mi suegro en Shelter Island. Ven sola, sin seguridad, sin ayudantes, nada. Quiero verte aquí a las diez de la noche. Si no has llegado a esa hora o veo algo que no me gusta, iré al FBI y al New York Times y les contaré todo lo que sé. Colgó sin esperar respuesta. Media hora más tarde sonó el teléfono de la línea segura en la mansión londinense del Director. Estaba sentado en un sillón de orejas junto a la chimenea, con los pies apoyados sobre una otomana, revisando unos papeles. Daphne salió de la estancia para contestar. —Es Picasso —anunció al regresar—. Dice que es urgente. El Director descolgó el teléfono. —Diga, Picasso. Monica Tyler le refirió con voz serena la llamada que acababa de recibir de Michael Osbourne. —Sospecho que su fuente de información es Octubre —comentó el Director—. En ese caso, me parece que Osbourne carece de argumentos sólidos. Octubre sabe muy poco acerca de la estructura global de la organización y no es precisamente un testigo creíble. Un hombre que mata por dinero, un hombre sin moral ni lealtad... —Estoy de acuerdo con usted, Director, pero no creo que debamos descartar la amenaza sin más. —Yo no he dicho eso. —¿Tiene los recursos necesarios para eliminarlos? —No con tan poca antelación. —¿Y si detengo a Octubre? —Entonces él y Osbourne contarán su historia al mundo entero. —Estoy abierta a sugerencias. —¿Sabe jugar al póquer? —preguntó el Director. —¿En sentido figurado o literal? —Ambas cosas. —Creo que sé adónde quiere ir a parar. —Escuche a Osbourne y evalúe sus alternativas. Sé que no hace falta que le recuerde que juró lealtad a la Sociedad y su primera obligación es hacer honor a ese juramento. —Lo comprendo, Director. —Tal vez se le presente la ocasión de resolver el asunto por sí sola. —Nunca he hecho una cosa así, Director. —No es tan difícil, Picasso. Estaré a la espera de sus noticias. Colgó y se volvió hacia Daphne. 268

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—Empieza a llamar a los miembros del consejo ejecutivo y a los jefes de división. Tengo que hablar urgentemente con todos ellos. Me temo que nos veremos obligados a cerrar el negocio durante un tiempo. Monica Tyler también colgó y contempló el Potomac por la ventana. Cruzó la habitación y se detuvo delante de un Rembrandt, un paisaje que había comprado en una subasta de Nueva York por una pequeña fortuna. Paseó la mirada por el cuadro. Las nubes, la luz que salía de la casita, el coche sin caballo sobre la hierba del prado. Asió el marco y tiró de él. El Rembrandt dejó al descubierto una pequeña caja fuerte de pared. Monica buscó la combinación de forma automática, sin apenas mirar los números, y al cabo de pocos segundos abrió la puerta. Empezó a sacar objetos: un sobre que contenía cien mil dólares en efectivo, tres pasaportes falsos con tres identidades distintas de tres países diferentes, tarjetas de crédito correspondientes a esas identidades. Por fin sacó el último objeto, una Browning automática. «Tal vez se le presente la ocasión de resolver el asunto por sí sola.» Se cambió de ropa, sustituyendo el traje chaqueta de Chanel por vaqueros y un jersey, y guardó los objetos de la caja fuerte en un gran bolso de cuero negro. Luego cogió una pequeña bolsa de viaje que contenía una muda. Se colgó el bolso del hombro, introdujo la mano en él y cerró los dedos en torno a la empuñadura de la Browning; la CIA le había enseñado a manejar un arma. Un miembro de su escolta esperaba en el pasillo. —Buenas tardes, directora Tyler. —Buenas tardes, Ted. —¿De vuelta al cuartel general, directora Tyler? —No, al helipuerto. —¿Al helipuerto? Nadie nos ha dicho nada de... —No pasa nada, Ted —lo atajó con serenidad—. Se trata de un asunto personal. El agente la observó con atención. —¿Sucede algo, directora Tyler? —No, Ted, todo va a ir perfectamente.

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SHELTER ISLAND, NUEVA YORK Michael aguardaba tenso en el jardín de Cannon Point, tomando el espantoso café de Adrian Carter y fumando sus espantosos cigarrillos propios mientras se paseaba por la hierba helada con los prismáticos de ornitólogo de Douglas al cuello. Dios mío, qué frío hace, pensó. Miró de nuevo hacia el cielo de poniente, la dirección de la que llegaría Monica, pero sólo vio las estrellas mojadas esparcidas por la alfombra negra del espacio, y un gajo de luna blanca como el hueso. Michael miró el reloj. Las diez menos dos minutos. Monica nunca es puntual, se recordó. —Monica llegará diez minutos tarde a su funeral —se había quejado en cierta ocasión Carter mientras se paseaba por la antesala de sus dependencias como un oso enjaulado. «Puede que no venga —pensó—. O puede que desee que no venga.» Quizás Adrian tenía razón. Quizás le convenía más olvidar el asunto, dejar la Agencia, esta vez para siempre, y quedarse en Shelter Island con Elizabeth y los niños. «¿Y entonces qué? Vivir el resto de mis días mirando por encima del hombro, esperando el momento en que Monica y sus amigos me envíen a otro asesino, otro Delaroche?» Volvió a mirar la hora. Era el viejo reloj de su padre, una máquina de fabricación alemana, del tamaño de un dólar de plata, resistente al agua, al polvo, a los golpes y a los niños, de esfera fluorescente... Perfecto para un espía. Era la única pertenencia de su padre que había conservado a la muerte de éste. Incluso conservaba la correa elástica barata que dejaba estrías en la muñeca. A veces miraba el reloj y visualizaba a su padre en Moscú, Roma, Viena o Beirut,

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esperando a un agente. Se preguntaba qué pensaría su padre de todo aquel asunto. «Nunca me contaba lo que pensaba —recordó—. ¿Por qué va a ser distinto ahora?» Oyó un ruido sordo que podía ser un helicóptero, pero no era más que el club nocturno situado en Greenport; el grupo musical de turno se preparaba para otro espeluznante pase. Michael pensó en su variopinto equipo operativo. Delaroche, su enemigo, prueba viva de la traición de Monica, esperaba su aparición en escena y posterior mutis. Tom Moore, pertrechado delante de sus pantallas en la casita de invitados, a punto de llevarse el susto de su vida. Adrian Carter, a su espalda, fumando sin parar los cigarrillos de Michael, deseando estar en cualquier otra parte. Michael oyó el zumbido del helicóptero mucho antes de verlo. Por un instante creyó que tal vez eran dos, tres o incluso cuatro. Instintivamente asió la Colt automática que le había dado Tom Moore, pero al cabo de un instante divisó los faros de un solo helicóptero que sobrevolaba Nassau Point y Great Hog Neck, y comprendió que el viento nocturno le había jugado una mala pasada auditiva. Pensó en aquella mañana, dos meses antes, en la que el helicóptero de James Beckwith había efectuado el mismo trayecto hasta Shelter Island, desencadenando los acontecimientos que lo habían conducido hasta allí. Las imágenes surcaban su mente mientras el helicóptero se aproximaba. Adrian Carter en el lago de Central Park, engatusando a Michael para que regresara. Kevin Maguire atado a la silla, el rostro sonriente de Seamus Devlin cerca de él. «Yo no he matado a Kevin Maguire, Michael. Lo ha matado usted.» Preston McDaniels aplastado bajo las ruedas del tren de la línea Desgracia. Delaroche, sonriente sobre la barandilla del puente Key. «¿Conoce la historia de la rana y el escorpión que cruzan el Nilo?» A veces la inteligencia funciona así, decía su padre..., como la teoría del caos. Una ráfaga de viento altera la superficie de un lago, agita una brizna de hierba, lo que induce a una libélula a levantar el vuelo, lo que sobresalta a una rana, etcétera, etcétera, etcétera, hasta que muchas semanas más tarde, a quince mil kilómetros de distancia, un tifón devasta una isla filipina. El helicóptero voló bajo sobre la bahía de Southold. Michael miró el reloj de pulsera de su padre. Las diez y un minuto. El helicóptero descendió sobre la bahía de Shelter Island y el puerto de Dering hasta posarse en el amplio jardín de Cannon Point. Los motores enmudecieron, y los rotores fueron aminorando la velocidad. La puerta se abrió, y una pequeña escala de mano se desplegó desde el interior. Monica bajó del aparato con un gran bolso negro colgado del hombro y se dirigió con paso firme hacia la casa. 271

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—Acabemos con esto cuanto antes —espetó al pasar junto a Michael—. Soy una mujer muy ocupada. Monica Tyler no era de las que se pasean por las estancias, pero en aquel momento lo hacía. Recorría el salón de Douglas Cannon como un político inspeccionando un barrio humilde después de un tornado, con calma, estoicismo y expresión compasiva, pero también con cuidado de no pisar nada repugnante. De vez en cuando se paraba, ora para contemplar con el entrecejo fruncido la funda floreada del sofá, ora para estudiar con una mueca la alfombra rústica que yacía ante el fuego. —Tienes cámaras en alguna parte, ¿verdad, Michael? —afirmó más que preguntó—. Y micrófonos —añadió sin dejar de caminar—. No te importa que corra las cortinas, ¿verdad, Michael? Es que yo también hice el cursillo. Puede que no sea una agente de campo experimentada como tú, pero sé un poquito del arte de la clandestinidad. —Corrió las cortinas con grandes aspavientos—. Bueno, ya está. Mucho mejor. Por fin se sentó como una testigo arrogante y hostil que ocupa su lugar en el estrado. El fuego chisporroteaba en la chimenea. Cruzó las piernas, apoyó las largas manos sobre los vaqueros y dedicó una mirada glacial a Michael. El austero entorno de la casa la había despojado de su poder intimidatorio. No tenía pluma de oro que blandir cual escalpelo, ni secretaria despampanante que acudiera presta a interrumpir una reunión desagradable, ni Tararís o Tararás, vigilantes como dobermans, armados con sus portafolios de cuero y teléfonos móviles. Delaroche entró en la estancia fumando un cigarrillo. Monica se lo quedó mirando con desdén, pues el tabaco, al igual que la deslealtad personal, formaba parte de su larga lista de manías. —Este hombre se llama Jean-Paul Delaroche —anunció Michael—. ¿Sabes quién es? —Sospecho que es un antiguo asesino del KGB cuyo nombre en clave es Octubre y que ahora trabaja como asesino a sueldo a escala internacional. —¿Sabes por qué está aquí? —Probablemente porque estuvo a punto de matar a tu suegro anoche en Georgetown, a pesar de nuestros esfuerzos por impedírselo. —¿A qué juegas, Monica? —preguntó Michael con brusquedad. —Estaba a punto de hacerte la misma pregunta. —Lo sé todo —aseguró Michael con más serenidad. —Te aseguro que no lo sabes todo, Michael. De hecho, no sabes casi nada. Mira, tu pequeño desaguisado ha puesto en grave peligro una de las operaciones más importantes que tiene ahora mismo en marcha la Agencia Central de Inteligencia. En el salón se había hecho el silencio, quebrado tan sólo por el 272

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crepitar del fuego. Fuera, el viento agitaba los árboles pelados, y la rama de uno de ellos arañaba la fachada lateral de la casa. Un camión renqueaba por Shore Road, y en alguna parte ladraba un perro. —Si quieres saber el resto, tendrás que desconectar los micrófonos —advirtió Monica. Michael permaneció inmóvil. Monica alargó la mano hacia el bolso como si se dispusiera a marcharse. —De acuerdo —se apresuró a decir Michael. Se levantó, caminó hasta la mesa de Douglas y abrió un cajón. Dentro había un micrófono del tamaño de un dedo. Michael lo sostuvo en alto para que Monica lo viera. —Desconéctalo —exigió ella. Michael separó el micrófono del cable. —Y ahora el otro —insistió—. Eres demasiado paranoico para hacer algo así sin un segundo micrófono. Michael se acercó a la librería, retiró un libro de Proust y sacó el segundo micrófono. —Desconéctalo. Delaroche miró a Michael. —Lleva un arma en el bolso —afirmó. Michael se dirigió la silla donde se sentaba Monica Tyler, metió la mano en el bolso y sacó la Browning. —¿Desde cuándo van armados los directores de la CIA? —Desde que se sienten amenazados —replicó Monica. Michael puso el seguro al arma y la arrojó a Delaroche. —De acuerdo, Monica, empecemos. Adrian Carter era proclive a preocuparse por todo, un rasgo que no casaba con la misión de enviar agentes a operaciones peligrosas y esperar su regreso. A lo largo de los años había esperado muchas horas a Michael Osbourne. Recordaba las dos noches interminables que había pasado en Beirut en 1985, esperando a que Michael volviera de una reunión con un agente en el valle Bekaa. Carter había temido que hubieran tomado como rehén o matado a Michael, y estaba a punto de tirar la toalla cuando su agente volvió cubierto de polvo y oliendo a cabra. Sin embargo, nada era comparable a la inquietud que lo embargaba mientras escuchaba el enfrentamiento entre su agente y la directora de la Agencia Central de Inteligencia. Cuando Monica exigió a Michael que desconectara el primer micrófono, no se preocupó demasiado porque había dos, y un agente experimentado como Michael no enseñaría sus cartas. Pero entonces oyó que Monica preguntaba por el segundo micrófono, y sus palabras fueron seguidas de unos golpes y arañazos cuando Michael lo sacó de la librería. Cuando la conexión con el salón se interrumpió, Adrian Carter hizo lo único que puede hacer un buen agente de control. 273

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Encendió otro de los cigarrillos de Michael y se puso a esperar. —Poco después de mi nombramiento como directora de la CIA, fui abordada por un hombre que se hacía llamar el Director. Monica hablaba como una madre exhausta que cuenta a regañadientes otro cuento al niño que no quiere acostarse. —Me preguntó si estaría dispuesta a entrar a formar parte de un club de élite, un grupo compuesto por agentes de inteligencia, financieros y hombres de negocios de todo el mundo, cuyo objetivo consistía en defender la seguridad global. Sospeché que había algo raro, de modo que di parte del incidente a contrainteligencia como posible reclutamiento por parte de una organización hostil. Contrainteligencia creyó que podría resultar operativamente útil seguirle la corriente al Director, y me mostré de acuerdo. Pedí autorización al propio presidente para iniciar la operación y me reuní con el Director en otras tres ocasiones, dos en el norte de Europa y una en el Mediterráneo. Al final de la tercera llegamos a un acuerdo, y me uní a la Sociedad. La Sociedad tiene el brazo muy largo; está involucrada en operaciones secretas a escala mundial. En seguida empecé a recabar información secreta sobre los miembros y las operaciones para que la Agencia pudiera tomar contramedidas. A veces considerábamos necesario que las operaciones de la Sociedad se llevaran a cabo, porque desbaratarlas podía poner en peligro mi posición en la jerarquía de la organización. Michael la observaba con fijeza. Hablaba con calma y absoluta lucidez, como si leyera un discurso preparado ante una asamblea de accionistas. Estaba impresionado; era una embustera consumada. —¿Quién es el Director? —le preguntó. —No lo sé y me parece que Delaroche tampoco. —¿Sabías que lo habían contratado para matar a mi suegro? —Por supuesto, Michael —replicó Monica con los ojos entornados en una expresión desdeñosa. —Entonces, ¿a qué venía la escenita del comedor ejecutivo? ¿Por qué me apartaste del caso? —Porque me lo pidió el Director —repuso ella con voz neutra—. Deja que te lo explique. El Director consideraba que a Delaroche le resultaría más fácil cumplir la misión si tú ya no te encargabas del caso. Por eso te retiré del caso y tomé medidas para garantizar la seguridad de tu suegro, que por desgracia fracasaron. —En tal caso, ¿por qué no le dieron protección adicional en Washington? —Porque el Director me aseguró que Delaroche no actuaría en suelo estadounidense. —¿Por qué no me lo contaste? —Porque no queríamos que hicieras nada precipitado que pudiera comprometer la seguridad de la operación. El objetivo era hacer salir a Delaroche para eliminarlo. No queríamos que lo ahuyentaras encerrando a tu suegro en un bunker y tirando la llave. 274

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Michael se volvió hacia Delaroche, que denegaba con la cabeza. —Está mintiendo —aseguró—. El Director me lo organizó todo. Transporte, armas, todo. Decidió expresamente llevar a cabo el asesinato en Washington porque sabía que el embajador sería más vulnerable allí que en Londres. Se arregló todo para que coincidiera con la conferencia sobre Irlanda del Norte y así acentuar el impacto sobre el proceso de paz. —Se detuvo un instante, mirando alternativamente a Michael y Monica antes de añadir—: Es muy buena, pero está mintiendo. Monica hizo caso omiso de él y siguió mirando a Michael. —Por eso no queríamos detener a Delaroche, Michael, porque sabíamos que mentiría, que se inventaría una historia, que diría lo que fuera para salvar el pellejo. —Se volvió hacia Delaroche—. Y el problema es que le crees. Queríamos eliminarlo, porque sabíamos que si lo deteníamos se marcaría un farol como éste. —No es un farol; es la verdad —intervino de nuevo Delaroche. —Deberías haber representado mejor tu papel, Michael. Deberías haberlo matado para vengar a Sarah Randolph; pero ahora has armado un buen lío, tanto para la Agencia como para ti. Monica se levantó para indicar que la conversación había terminado. —Si te emperras en esta actitud, no tendré más remedio que compartir mis sospechas sobre ti con contrainteligencia y el FBI — advirtió Michael—. Pasarás los próximos dos años sufriendo el equivalente de la CIA de la tortura de la gota de agua. Y el Senado también querrá vérselas contigo. Sólo las facturas de los abogados te arruinarán. Nunca volverás a trabajar para el gobierno y nadie en Wall Street querrá tocarte ni con pinzas. Esto te destruirá, Monica. —No tienes suficientes pruebas, y nadie te creerá. —El yerno del embajador Cannon afirma que la directora de la Agencia Central de Inteligencia estuvo involucrada en un intento de asesinarlo. Menuda historia. Todos los periodistas de Washington se arrojarán sobre ella como perras en celo. —Y a ti te procesarán por revelar secretos de la Agencia. —Correré el riesgo. En aquel momento, Adrian Carter entró en el salón. Monica lo miró un instante antes de volverse de nuevo hacia Michael. —Una caza de brujas destruiría la Agencia, Michael, deberías saberlo. Tu padre se vio atrapado en la caza de topos de Angleton, ¿verdad? A punto estuvo de costarle la carrera. ¿Es ésta la forma de vengarte de la Agencia por lo de tu padre? ¿O es que sigues resentido porque tuve agallas suficientes para suspenderte? —No puedes permitirte el lujo de cabrearme, Monica. —¿Y qué tengo que hacer para impedir que hagas unas declaraciones tan temerarias contra mí? —Dimitirás en su momento, y hasta entonces harás exactamente lo que Adrian y yo te ordenemos. Y vas a ayudarme a acabar con la Sociedad. 275

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—Dios mío, mira que eres ingenuo, Michael. A la Sociedad sólo se la puede controlar desde dentro. ¿Qué piensas hacer con él? — preguntó, señalando a Delaroche. —Déjalo en mis manos —masculló Michael. Metió la mano en el bolsillo de la americana y sacó una cinta. —Hoy he grabado una cinta y hecho varias copias —prosiguió—. Contiene un relato completo del papel que has desempeñado en la Sociedad, el asunto de TransAtlantic y el intento de asesinato de mi suegro. Si nos pasa algo a Adrian, Delaroche o a mí, las copias irán a parar al New York Times y al FBI. Michael volvió a guardarse la cinta en el bolsillo. —La decisión es tuya, Monica. —He dado seis años de mi vida a la Agencia —espetó ella—. He hecho cuanto estaba en mi mano para garantizar su supervivencia y protegerla de hombres como tú, dinosaurios carentes de la visión necesaria para reconocer el papel de la Agencia en el nuevo mundo. Has perdido el tren, Michael, y eres demasiado estúpido para darte cuenta siquiera. —Has utilizado la Agencia como juguete personal para tus propios intereses, y ahora te lo quito. Monica se colgó el bolso al hombro y salió. —La decisión es tuya, Monica —repitió Michael. Pero Monica siguió andando. Al cabo de un momento oyeron el aullido del motor del helicóptero. Michael salió a la veranda a tiempo para ver el aparato despegar del jardín y desaparecer sobre las aguas de la bahía. Pasaron el día siguiente esperando. Carter se apostó en la veranda, con los prismáticos al cuello, observando la bahía como un guardia fronterizo en el muro de Berlín. Michael daba vueltas a la casa, paseando por las playas pedregosas y el bosque en busca de indicios de una trampa enemiga. Mientras, Delaroche se limitaba a observarlos, un testigo algo perplejo de la catástrofe que había desencadenado. Carter permanecía en contacto con el cuartel general. ¿Había sabido alguien algo de Monica?, preguntaba inocentemente al término de cada conversación. Las respuestas se tornaban cada vez más enigmáticas a medida que avanzaba el día. Monica ha anulado todas las reuniones. Monica está encerrada en su despacho. Monica no contesta llamadas. Monica se ha esfumado. Monica no quiere comer ni beber. Michael y Carter comentaron los posibles significados de la información, como suelen hacer los espías. ¿Estaría redactando las condiciones de la rendición o preparando el contraataque? Por la tarde, Carter fue al pueblo a buscar comida. Delaroche preparó unas tortillas sentado en un taburete, pues no podía apoyar en el suelo el tobillo roto. Dieron cuenta de una botella de vino, luego de otra. Delaroche se encargó de entretenerlos. Durante dos horas les habló de su entrenamiento, profesión, misiones, identidades 276

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secretas, armas y tácticas. No les contó nada que pudieran utilizar jamás contra él, pero incluso las revelaciones más insignificantes parecían proporcionarle gran placer. No mencionó a Sarah Randolph, Astrid Vogel ni aquella noche, un año antes, en que él y Michael se habían enzarzado en un tiroteo en esa misma casa. Hablaba sin moverse, con las manos entrelazadas sobre la mesa, la izquierda cubriendo la derecha para ocultar la cicatriz fruncida que había conducido a Michael hasta él. Carter hacía las preguntas, porque Michael ya estaba en otra dimensión. Eso sí, escuchaba la conversación, pensó Carter. Michael, el dictáfono humano, capaz de seguir tres conversaciones a la vez y reproducirlas de memoria una semana más tarde. Sin embargo, una parte de su mente se ocupaba ya de otro problema. Por fin, Carter cambió al ruso, una lengua que Michael no dominaba, y los dos hombres concluyeron su charla en privado. Al anochecer, Michael y Delaroche salieron a dar un paseo. Michael, antigua estrella del atletismo, había vendado el tobillo de Delaroche con gruesa cinta blanca. Carter se quedó en la casa, pues acompañarlos sería como entrometerse en la pelea de dos enamorados, y no quería saber nada del asunto. Sin embargo, no pudo resistir la tentación de salir a la galería y seguirlos con la mirada. No era un mirón, sino un agente de control que cuidaba de su agente y viejo amigo. Caminaron por el paseo en dirección al muelle; Delaroche cojeaba un poco. A medida que el día se convertía en noche, a Carter le costaba cada vez más distinguirlos, pues eran de estatura y constitución muy similares. De repente se dio cuenta de que, en muchos sentidos, eran dos mitades de un mismo hombre. Cada uno de ellos poseía rasgos presentes pero reprimidos en el otro. De no ser por el nacimiento y la caprichosa ruleta del tiempo y el espacio, era bien posible que hubieran enfilado caminos opuestos: Jean-Paul Delaroche, virtuoso agente de inteligencia, y Michael Osbourne, asesino a sueldo. Después de largo rato, una hora, suponía Carter, que por una vez no había controlado la hora de inicio de la conversación, Michael y Delaroche emprendieron el regreso. Se detuvieron junto al coche de alquiler de Michael y se miraron por encima del techo del vehículo. Carter seguía sin poder distinguirlos. Uno de ellos parecía hablar con vehemencia, el otro daba indolentes puntapiés al suelo. Cuando la conversación terminó, el de los puntapiés alargó la mano por encima del coche, pero el otro se negó a estrechársela. Delaroche retiró la mano y subió al coche. Cruzó la verja de seguridad y al cabo de unos instantes se perdió en las tinieblas de Shore Road. Michael Osbourne echó a andar despacio hacia la casa.

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WASHINGTON - VIENA - ISLA DEL SUR, NUEVA ZELANDA El embajador Douglas Cannon fue dado de alta en el Hospital Universitario George Washington una mañana inusualmente calurosa de la segunda semana de abril. La noche anterior había llovido, pero a media mañana, los charcos centelleaban bajo los intensos rayos del sol. Sólo un pequeño grupo de periodistas y cámaras esperaba a la entrada del centro médico, pues los medios de comunicación de la capital sufren una suerte de síndrome colectivo de falta de atención, y a nadie le interesaba demasiado ver a un anciano salir del hospital. Sin embargo, Douglas logró «hacer noticia», como solía decirse en el oficio, al declarar a voz en grito que quería salir por su propio pie, no en silla de ruedas. De hecho, lo dijo en voz tan alta que los periodistas lo oyeron desde el exterior. —¡Me dispararon en la espalda, no en las piernas! —protestó Cannon. Aquella noche, su comentario salió en las noticias, lo cual le complació sobremanera. Se alojó en la casa de la calle N durante las dos primeras semanas de convalecencia para luego trasladarse a su amada Cannon Point. Varios residentes de la isla lo jalearon cuando su coche atravesó Shelter Island Heights. Permaneció en Cannon Point el resto de la primavera. Los guardias de seguridad lo acompañaban cuando salía a pasear por la pedregosa playa de Upper o los senderos del parque natural de Mashomack. En junio se sintió con fuerzas para salir a navegar a bordo del Athena. Cosa extraña en él, cedió el timón a Michael, pero no dejó de dar órdenes y criticar las artes marineras de su yerno con tal vehemencia que Michael amenazó con arrojarlo

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por la borda en las costas de Plum Island. Los amigos de Douglas lo urgían a dejar la embajada de Londres; incluso el presidente Beckwith consideraba que era lo mejor. Pero a finales de junio, Douglas regresó a Londres y se instaló en su despacho de Grosvenor Square. El 4 de julio, día de la independencia, hizo una aparición especial ante el Parlamento y acto seguido viajó a Belfast, donde fue recibido como un héroe. Coincidiendo con su visita, los servicios de seguridad e inteligencia de Gran Bretaña y Estados Unidos hicieron públicos los resultados de la investigación del intento de asesinato de Cannon en Washington. El informe concluía que en la tentativa habían participado dos terroristas, una mujer llamada Rebecca Wells, que también había estado involucrada en el incidente de Hartley Hall, y un hombre sin identificar que, por lo visto, era un asesino a sueldo contratado por la banda. Pese a la operación de búsqueda que se había puesto en marcha a escala mundial, ambos terroristas seguían en paradero desconocido. Horas después de la visita de Cannon a Irlanda del Norte, un coche bomba estalló delante de un mercado cerca de la esquina de Whiterock Road y Falls Road. Como consecuencia de la explosión, cinco personas murieron y dieciséis resultaron heridas. La Brigada de Liberación del Ulster reivindicó la autoría del atentado. Aquella misma noche, una escisión republicana que se hacía llamar Célula Irlandesa de Liberación vengó el atentado haciendo estallar un camión bomba que redujo a cenizas buena parte del centro de Portadown. La banda prometió continuar con su campaña de violencia hasta que el acuerdo de paz de Viernes Santo quedara sin vigencia. Durante muchas semanas, los rumores sobre un tumulto en la Séptima Planta circularon sin cesar por los interminables pasillos de Langley. Monica se marchaba, según uno de los rumores. Monica se quedaba para siempre, afirmaba otro. Monica había caído en desgracia ante el presidente. Monica estaba a punto de convertirse en secretaria de Estado. El rumor más popular entre sus detractores aseguraba que había sufrido un colapso nervioso, que se había vuelto loca, que en un ataque de rabia psicótica había intentado hacer astillas su valiosísimo escritorio de caoba. Como era de esperar, los rumores acabaron por llegar a oídos del Washington Post. El corresponsal de inteligencia del periódico optó por omitir los comentarios más salaces que había oído, pero en un extenso artículo de primera página reveló que Monica había perdido la confianza de los peces gordos de la Agencia, los barones de la comunidad de inteligencia e incluso el propio presidente. Aquella tarde, durante una sesión fotográfica con unos escolares en el Jardín de rosas, el presidente Beckwith aseguró que Monica Tyler contaba con su «confianza más absoluta». Traducidas del washingtoniano al inglés, dichas palabras significaban que estaban a punto de darle la 280

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patada. Los periodistas la asediaban. Meet the Press quería entrevistarla. Ted Koppel le telefoneó en persona para invitarla a Nightline. Una productora de Larry King Live intentó burlar a los guardias de la entrada a base de labia. Monica declinó todas las ofertas y se limitó a emitir un comunicado escrito diciendo que estaba al servicio del presidente, y si el presidente quería que se quedara, se quedaría. Pero el daño ya estaba hecho. El invierno envolvió la Séptima Planta. Las puertas permanecían cerradas a cal y canto; los papeles dejaron de circular. Sobre el lugar se cernía la parálisis. Monica había quedado marginada, decían los rumores. Monica estaba más inaccesible que nunca. Monica estaba acabada. A Tararí y Tarará apenas se les veía, y cuando aparecían se movían por los pasillos como escurridizos lobos grises. Había que hacer algo, instaban los rumores. Las cosas no podían seguir así. Por fin, en julio, Monica convocó al personal en el auditorio y anunció su intención de dimitir el 1 de septiembre. Lo anunciaba con antelación a fin de que el presidente Beckwith, al que profesaba profunda admiración y al que había sido un honor servir, tuviera tiempo para elegir a un sucesor apropiado. Entretanto se producirían cambios en la cúpula directiva de la Agencia. Adrian Carter sería el nuevo director ejecutivo, Cynthia Martin ocuparía su puesto como jefe del Centro de Antiterrorismo y Michael Osbourne sería el nuevo subdirector de operaciones. En otoño, Monica desapareció del mapa. Su antigua empresa quería recuperarla, pero Monica repuso que necesitaba tiempo antes de regresar al torbellino de Wall Street. Empezó a viajar; informes acerca de su paradero llegaban con regularidad a manos de Carter y Michael en la Séptima Planta de Langley. Monica siempre estaba sola, según los partes. No la acompañaban familiares, amigos, amantes ni perros... Por lo visto, no mantenía contactos sospechosos de ninguna clase. La habían visto en Buenos Aires, en París y también de safari en Sudáfrica. Fue a hacer submarinismo en el mar Rojo, para sorpresa de todos en el cuartel general, pues nadie sabía que fuera una buceadora experta. A finales de noviembre, un agente de la estación de la CIA en Viena la fotografió sentada sola en un gélido café del Stephansplatz. Aquella misma noche, Monica Tyler regresaba a pie a su hotel después de la cena. Caminaba por una calleja a la sombra de la catedral de San Esteban cuando un hombre apareció ante ella. Era de estatura mediana, constitución compacta y agilidad notable. Algo en sus movimientos, en el ritmo resuelto de su paso, activó todas las alarmas en su mente. Miró por encima del hombro y se dio cuenta de que estaba sola. Se detuvo, giró sobre sus talones y se dirigió de nuevo hacia la plaza. El hombre, que ahora caminaba tras ella, se limitó a apretar el paso. 281

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Monica no corrió, pues sabía que carecía de sentido. Se limitó a cerrar los ojos y seguir andando. El hombre se acercaba cada vez más, pero no sucedió nada. Por fin, Monica se dio la vuelta para encararse con él. En ese momento, el hombre sacó un arma al final de cuyo cañón se veía un silenciador largo y esbelto. —Dios mío, no —jadeó. Pero el hombre levantó el brazo y efectuó tres disparos en rápida sucesión. Monica Tyler cayó hacia atrás, con los ojos vueltos hacia las espiras de la catedral. Oyó los pasos de su asesino al alejarse, sintió cómo la sangre abandonaba su cuerpo para esparcirse por los adoquines. Y entonces, las espiras de San Esteban se convirtieron en agua, y Monica murió. En Georgetown, Elizabeth Osbourne oyó el timbre del teléfono. Ahora que Michael era el subdirector, las llamadas a las cuatro de la madrugada eran casi moneda corriente. Elizabeth tenía una importante reunión a la mañana siguiente (había pedido el traslado a la oficina de Washington tras el ascenso de Michael) y necesitaba dormir. Cerró los ojos e intentó no escuchar los murmullos de Michael en la oscuridad. —¿Algo importante? —preguntó cuando oyó que colgaba. —Monica Tyler fue asesinada anoche en Viena. —¿Asesinada? ¿Qué ha pasado? —La mataron a tiros. —¿Quién querría matar a Monica Tyler? —Monica tenía muchos enemigos. —¿Te vas a la oficina? —No, me ocuparé del asunto mañana por la mañana. Elizabeth cerró los ojos e intentó conciliar el sueño, pero fue en vano. Algo en la voz de Michael la había perturbado. «Monica tenía muchos enemigos.» Entre ellos tú, Michael, pensó. En algún momento antes del amanecer, Michael abandonó el lecho común. Elizabeth se levantó, bajó y lo encontró en el salón, de pie ante las puertas acristaladas, con la mirada fija en el jardín semipenumbroso. —¿Estás bien, Michael? —le preguntó en voz baja. —Sí —asintió su marido sin volverse. —¿Hay algo de lo que quieras hablar? —No, Elizabeth. He bajado porque necesitaba pensar. —Michael, si hay algo que... —No puedo hablar de ello, Elizabeth, así que déjalo, por favor. Se dio la vuelta y pasó junto a ella sin mirarla. Elizabeth reparó en que su rostro había adquirido un matiz ceniciento. La Sociedad Internacional de Desarrollo y Cooperación celebró su 282

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conferencia estival anual en un castillo a orillas de un lago, en lo alto de las montañas de Isla del Sur, Nueva Zelanda. Habían elegido el lugar con mucha antelación, y el lago helado y las densas nieblas del invierno neozelandés creaban una alegoría muy apropiada para el desesperanzador estado en que había quedado la Sociedad tras el fallecimiento de Picasso. El pasado del Director en el MI6 lo había preparado para algún fracaso ocasional, pero nada en el servicio de inteligencia podía compararse con la estampida global que había tenido lugar en las horas siguientes al desenmascaramiento de Picasso. Todas las operaciones se habían congelado, y los planes para futuras misiones estaban en suspenso. Las comunicaciones se habían interrumpido, y el dinero había dejado de circular. El Director se encerró en su mansión de St. John's Wood con la única compañía de Daphne e hizo lo que todo buen agente operativo tras una cagada monumental: dedicarse a evaluar los daños. Y cuando decidió que había llegado el momento, procedió sigilosamente a remendar los fragmentos de su orden secreta. La conferencia de Isla del Sur pretendía ser una especie de fiesta de reencuentro; sin embargo, la recuperación de la Sociedad era entrecortada en el mejor de los casos. Dos miembros del consejo ejecutivo ni siquiera se molestaron en asistir. Uno de ellos intentó enviar a un sustituto, sugerencia que al Director se le antojó ridícula. Poco después de iniciar la sesión la reunión, el Director, en un ataque de resentimiento impropio de él, presentó la moción de expulsarlos a ambos. La moción fue secundada, hecho que Daphne anotó diligente en su cuaderno de taquigrafía. —El punto número dos del orden del día se refiere a la muerte de Picasso —anunció el Director antes de carraspear y añadir—: Estoy seguro de que su fallecimiento ha sido un golpe terrible para todos ustedes, pero al menos ya no está en posición de perjudicar a la Sociedad. —Lo felicito por haberse encargado del asunto con tanta profesionalidad —alabó Rodin. —No me ha comprendido —contradijo el Director—. Su muerte ha sido un golpe precisamente porque la Sociedad no ha tenido nada que ver con ella. —Pero ¿qué hay de Octubre? Sigue vivo, ¿no? —Supongo que sí, aunque no estoy seguro. Puede que la CIA lo tenga escondido, o puede que Michael Osbourne lo matara y ocultara el hecho. Lo único que sé con certeza es que todos nuestros intentos de localizarlo han fracasado. —Tal vez pueda ayudar —terció Monet, jefe de operaciones del Mossad israelí—. Nuestros hombres ya han demostrado muchas veces que son capaces de localizar a fugitivos. Encontrar a un hombre como Octubre no debería ser demasiado difícil. Pero el Director sacudió la cabeza. —No. Aun cuando siga vivo, no creo que vuelva a representar nunca una amenaza para nosotros. En mi opinión, lo mejor es dejarlo 283

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correr. Acto seguido echó un vistazo a sus papeles. —Lo cual me lleva al tercer punto del orden del día, la situación en la antigua Yugoslavia. El Frente de Liberación de Kosovo requiere nuestra ayuda. Caballeros, manos a la obra.

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EPÍLOGO

LISBOA-BRÉLÉS, FRANCIA Jean-Paul Delaroche había alquilado un piso pequeño en un destartalado edificio color ámbar con vistas al puerto de Lisboa. Sólo había estado una vez en Lisboa, en una visita muy breve, y el cambio de aires confería nueva vida a su trabajo. De hecho, atravesaba uno de los períodos más productivos de su vida. Trabajaba diligentemente desde la mañana hasta media tarde, creando excelentes imágenes de las iglesias, las plazas y las embarcaciones amarradas en la orilla. Una tarde, el propietario de una prestigiosa galería lisboeta lo vio pintar y, entusiasmado, le ofreció organizar una exposición. Delaroche cogió la tarjeta de visita con los dedos manchados de pintura y prometió que se lo pensaría. Por la noche salía de caza. Salía al balcón y buscaba indicios de que lo vigilaran. Caminaba durante horas en un intento de localizar a sus enemigos. Pedaleaba por el campo para provocarlos a que lo siguieran. Instaló trampas en su piso para comprobar si alguien entraba en él cuando salía. El último día de noviembre acabó por aceptar el hecho de que nadie lo vigilaba. Esa noche salió del piso y fue a cenar a un buen café. Por primera vez en treinta años no iba armado. En diciembre alquiló un Fiat de tres volúmenes y condujo hasta Francia. Había abandonado Brélés, la antigua aldea marinera de la costa bretona, hacía más de un año, y no había vuelto a poner los pies en ella. Llegó a mediodía del día siguiente a su partida tras pasar la noche en Biarritz. Aparcó en el pueblo y dio un paseo. Nadie lo reconoció. En la panadería, mademoiselle Trevaunce lo atendió sin apenas darle los

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buenos días. Mademoiselle Plauché, la dependienta de la charcutería, había flirteado descaradamente con él durante su anterior estancia, pero ahora se limitó a servirle el jamón y el queso de cabra sin ni siquiera sonreírle. Delaroche entró en el café donde los ancianos pasaban las tardes y preguntó si algunos de ellos había visto a una irlandesa por allí. Pelo negro, buenas caderas, muy guapa... —Hay una irlandesa viviendo en la vieja casa de la punta —dijo Didier, el rubicundo propietario de la tienda—. Donde vivía el loco, le Solitaire. Delaroche fingió no saber a qué se refería, de modo que Didier se echó a reír y le indicó el camino de la casa. Luego preguntó a Delaroche si quería quedarse a tomar vino y comer aceitunas. —Non, merci —declinó Delaroche. Delaroche condujo por la carretera de la costa y aparcó a unos doscientos metros de la granja, en un mirador con vistas al mar. De la chimenea de la casa salía una columna de humo que el viento disipaba. Permaneció allí sentado, comiendo pan y queso, fumando, observando la granja y el batir de las olas contra las rocas. Una vez vislumbró su cabello azabache en una de las ventanas. Pensó en la última cosa que Michael Osbourne le había dicho aquella noche en Shelter Island. «Merece lo peor —había espetado—. Merece morir.» Osbourne era un hombre demasiado decente, demasiado virtuoso para condenar a Monica a muerte, pero Delaroche creía saber lo que anidaba en el corazón de Michael en aquel momento. Era un pequeño favor para recompensar a Michael por haberle dado la libertad. De hecho, disfrutó bastante, pues Monica era una de las personas más ofensivas que había conocido jamás. Y además... le había visto la cara. Rebecca salió a la terraza con los brazos cruzados bajo el pecho para contemplar la puesta de sol. ¿Querrá verme?, se preguntó Delaroche. ¿O querrá que me mantenga alejado para poder olvidarlo todo? Lo más fácil sería dar media vuelta y olvidarla. Regresar a Lisboa, a su trabajo. Aceptar la oferta del galerista y exponer sus cuadros. Puso en marcha el motor. El sonido lejano impulsó a Rebecca a volver la cabeza y deslizar la mano bajo el jersey. Era por vivir escondida, pensó Delaroche. Continuos sobresaltos, alargar la mano hacia el arma. Conocía muy bien la sensación. Rebecca mantuvo la mirada clavada en el coche durante largo rato, y por fin sus labios se curvaron en algo parecido a una sonrisa. Se volvió de nuevo hacia el mar y esperó a que Delaroche fuera a ella. Delaroche puso la primera y se dirigió hacia la casa.

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