La Llamarada Spanish Edition Enrique Laguerre [PDF]

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Zitiervorschau

LA LLAMARADA (Edición definitiva, revisada por el autor) Comentada y anotada por el Dr. Roberto Fernández Valledor ©1935 Enrique A. Laguerre © Editorial Cultural, Inc.

Primera edición digital 2011 EDICIÓN IMPRESA Y ELEC TRÓNICA: Editorial Cultural, Inc. Editor: Francisco Vázquez Edición por: Angie Vázquez Coordinadora del proyecto: Claudia Quintero Diseño de portada: Ruth Vázquez, Ana Guzmán Fotografía de portada: ©Julie Walkins/Dreamstime.com

ISBN (edición electrónica): 978-1-56758-025-9 ISBN (edición impresa): 1-56758-025-4

Todos los derechos reservados. La adaptación, reproducción total o parcial por cualquier medio de esta obra, queda estrictamente prohibida sin autorización previa del autor y los editores.

PO Box 21056, San Juan, PR 00928 Tel./Fax (787) 765-9767 [email protected] [email protected] www.editorialculturalpr.com

DEDICATORIA EN LA PRIMERA EDICIÓN (1935)

A mis maestros Carmen Gómez Tejera,Antonio S. Pedreira, Margot Arce y Conchita Meléndez; a Carmen Alicia, Jennie y Ángel Rey; a todos aquellos buenos amigos que desde un principio desinteresadamente apadrinaron esta novela. E.A.L.

ÍNDICE

Datos biográficos de Enrique A. Laguerre Prólogo a la segunda edición Reflexiones finales sobre La llamarada Primera parte Surcos abiertos Segunda parte Mientras la caña crece Tercera parte Yerba mala Cuarta parte Incendio Quinta parte El regreso Citas de la crítica extranjera sobre la obra de Laguerre

DATOS BIOGRÁFICOS DE ENRIQUE A. LAGUERRE

Nació en la zona rural de Moca, jurisdicción judicial de Aguadilla, más cerca de este último pueblo y de Isabela que de Moca, Puerto Rico. Es una región de mogotes —pequeños cerros de piedra caliza, cubiertos por tupida maleza— en la frontera entre los cañaverales de los llanos costaneros y los cafetales de las abras. Se crio en esos campos, conviviendo con gente sencilla que se despertaba con el canto de los pájaros. Hasta el cuarto grado asistió a las escuelas rurales, de un solo salón, donde un único maestro enseñaba dos o tres grados. Entonces hubo de caminar kilómetros diariamente para llegar a su escuela. Es quizás este contacto con la vida rural, hasta los veintitrés años — durante cinco de ellos trabajó como maestro rural— lo que le ha llevado a escribir tres novelas de tema campesino e intención social: La llamarada (con más de treinta ediciones), Solar Montoya y La resaca. Las primeras dos están comprometidas con ideas de redención social; la última, con ideas de redención política, y, sin ser histórica, tiene como fondo la historia puertorriqueña del último tercio del siglo XIX. Con un breve curso de pedagogía, en el último año de escuela secundaria (Aguadilla, 1924), salió a trabajar de maestro rural en el sector más montañoso de su propia comunidad. Desde entonces, comenzó a estudiar, durante los veranos, en la Universidad de Puerto Rico. Terminó el bachillerato en 1937. De aquí en adelante, ya sólo trabajó como maestro en pueblos y ciudades. Mientras ejercía funciones magisteriales en la secundaria

y en la Escuela del Aire, estudió para adquirir su grado de maestría (1941). Desde esa fecha es profesor de la Universidad. En la Universidad de Puerto Rico laboró hasta 1988, con breves paréntesis de estudios y viajes: 1949-51, Nueva York (en cuya Universidad de Columbia realizó estudios para el grado de doctor en letras), Francia, Inglaterra, España; 1951-52, Cuba, México: en México se desempeña como codirector de un proyecto educativo de la UNESCO; 1961-62, México, Centroamérica, Panamá, Brasil, Argentina, Uruguay, Islas Canarias, España, Italia. Entre 1952 y 1959 visitó Estados Unidos varias veces. Caído Trujillo, estuvo en Santo Domingo (1963). Desde entonces hasta 1990 ha visitado otros países como Guyana, Venezuela, Haití, Antillas Menores y ha vuelto a visitar Estados Unidos, México, República Dominicana, España y Brasil. Siempre deseó conocer Brasil por entender que es casi un misterio para el resto de Iberoamérica. Quería corregir los conceptos superficiales que Hollywood nos ha dado de ese gran país y, al mismo tiempo, preparar un curso de literatura brasileña para agregarlo a los de literatura hispanoamericana que enseñaba en la Universidad. Lo ofreció durante veinticinco años, y con él interesó a sus alumnos en la cultura brasileña con el estudio de Machado de Assís, Euclides Da Cunha, Castro Alves, Olavo Bilac y Cruz e Sousa, entre muchos otros; así como a la gente de su rico y «diferente» modernismo, sin olvidar sus críticos y ensayistas, encabezados por Gilberto Freyre. Su tesis de maestría (1941) versó sobre el modernismo en Puerto Rico. Para este tiempo ya había escrito dos novelas: La llamarada y Solar Montoya. La primera enfoca los problemas sociales del cañaveral y la segunda los del cafetal. Aunque pequeño, en Puerto Rico hay notable diferencia entre la vida del llano del litoral y la sierra del interior de la Isla. Su vida de estudiante pobre en la Universidad de Puerto Rico lo llevó a escribir la historia de un muchacho pobre, lleno de ambiciones, que lucha por hacerse hombre de provecho con su propio esfuerzo. El 30 de febrero, tercera novela, se desarrolla en el campus y las casas de huéspedes de la Universidad. No es simplemente una novela estudiantil; como las otras dos, también enfoca problemas sociales. Su cuarta novela —La resaca— tiene como tema los acontecimientos

políticos puertorriqueños del último tercio del siglo XIX. A ésta sigue Los dedos de la mano con la época de 1910 a 1930 de fondo histórico. En ambas se narran los conflictos entre una familia patronal y otra venida a menos. En sus tres siguientes obras —La ceiba en el tiesto, El laberinto y Cauce sin río— puso en práctica un arte de novelar distinto. El compromiso con ciertas ideas se hace menos evidente y busca la expresión sencilla. Se debe aclarar que, según el criterio del autor, toda manifestación artística está siempre comprometida. No se le figura que exista eso que llaman «arte puro». El «compromiso» es más bien cuestión de grado. Con La ceiba en el tiesto quiso escribir una novela apretada: síntesis, símbolo, impresionismo. En ella, por vez primera, los acontecimientos suceden fuera de Puerto Rico, en Nueva York, entre los emigrantes puertorriqueños que viven en la gran ciudad. Aun cuando la caracterización fue siempre su mayor preocupación como novelista, en La ceiba en el tiesto, lo mismo que en El laberinto y en Cauce sin río, le da mayor relieve. Según su criterio, la mejor novela es aquélla que consigue artístico equilibrio entre las experiencias vitales (personales, vicarias y colectivas); la caracterización (personajes vistos en cinco dimensiones: ser, creer ser, querer ser, creer ser de otro, querer ser de otro); la ideología (fondo de la novela); la técnica (variaciones dentro de las normas del género); y la atmósfera poética, con lo que se da relieve al carácter artístico de la novela. La atmósfera poética estará presente en todos estos aspectos de la obra. Como a Ortega, se le figura la concepción novelesca un pequeño mundo, un «microcosmos» en donde el autor —pequeño dios— expone experiencias vitales en triple dimensión, caracterización compleja, ideas, aparato técnico y atmósfera creadora. Probablemente, el mayor grado de poesía esté en el «querer ser». Unos «mundos» podrán ser más cerrados que otros. Con toda probabilidad, hay mejor caracterización en el «mundo» más cerrado, puesto que el autor dispone de mayor oportunidad de concentración. Además, se logra mayor dramatismo si se elabora una sucesión de pequeñas tensiones hacia otra más abarcadora. La tensión —suspense, dicen en inglés— siempre atrajo la atención y el interés de los lectores. No cree en la novela demasiado densa en «literatura», tampoco en el exceso de morosidad a lo Joyce o Proust. Sí se le figuran muy eficaces

recursos como: el flujo de conciencia (stream of consciousness), la retrospección periódica alternada con el presente, la simultaneidad de acción y los detalles reveladores, entre otros. No estima, sin embargo, el detallismo que sugiere técnica de guión cinematográfico. Tiene la impresión de que es en El laberinto en donde ha puesto en práctica, más obviamente, todos estos conceptos novelescos, que comenzaron a hacerse patentes desde La ceiba en el tiesto. De paso, aunque los más importantes personajes de El laberinto son puertorriqueños, la novela se desarrolla principalmente en Estados Unidos y en Santo Domingo, el Santo Domingo de tiempos de Trujillo. La libertad individual y colectiva es el tema de mayor resalte. En Cauce sin río algunos críticos han confundido el símbolo del contacto con la tierra —mito de Anteo— con el concepto poético del beatus ille. No le interesa el beatus ille. Afirma categóricamente que a los puertorriqueños nos hace mucha falta afirmarnos en lo que somos para no perder la personalidad. No hemos de dar la espalda al progreso ni a la industria, pero tampoco hemos de rendirnos a la idea del materialismo rasamente económico. Es probable que nos hayamos dejado hipnotizar por la afluencia económica, sin dar importancia a lo social, a lo político y a lo espiritual. Una persona que se esclaviza a las máquinas y a los sistemas y organizaciones industriales y mercantiles, no es una persona completa, aunque goce de amplia afluencia económica y pueda amontonar objetos y rendir culto a su capacidad para el consumo. He aquí el problema que se le plantea al protagonista de Cauce sin río —el problema del mundo de hoy (en la década de los cincuenta)— y enloquece; sin renunciar al progreso equilibrado, alivia sus traumas cuando se pone en contacto con la exuberancia de la vida natural. Resiste rendirse a la afluencia económica; desea vivir. En Los dedos de la mano, publicada en México mientras trabajaba en el proyecto de la UNESCO, presenta las realidades de las organizaciones obreras en la entonces vital industria del tabaco y, con ellas, la vida de los pueblos del interior de la Isla. En 1970 la Editorial Losada, de Buenos Aires, publicó su novena novela, El fuego y su aire, en la cual desarrolla las más novedosas técnicas narrativas, sin caer en hermetismos extremos. Tuvo muy buena recepción crítica. En 1977 apareció Los amos benévolos, dos versiones de los mismos sucesos.

También ha merecido buena y profusa crítica. Infiernos privados, de 1986, presenta la transformación social de un pueblo, por la influencia de una base militar norteamericana establecida en sus cercanías. La Editorial Cultural publicó en 1990 la duodécima novela, Por boca de caracoles, en donde se enfoca la práctica antillana de la santería en ambiente de intensa transformación urbana. Y en 1992 la decimotercera, Los gemelos, fundamentada en un mito indígena en el que se refleja la realidad americana. El río Guaorabo, que nace en las estribaciones del Monte Guilarte, con sus tres afluentes —Blanco, Prieto y Guaba—, aparece como símbolo de nuestra íntima formación. En 1996 sale Proa libre sobre mar gruesa. En ella se recrea el primer cuarto del siglo XVIII puertorriqueño y resalta la figura de Miguel Henríquez. La historia sirve para acentuar la puertorriqueñidad al presentar el desafío de este corsario a las autoridades coloniales y mostrar una idiosincrasia diferente a la española. La Editorial Cultural publica en 1999 la decimoquinta novela, Contrapunto de soledades. Narra la historia de una educadora que debe renunciar a establecer su propia familia porque los patrones sociales le imponen otras prioridades. Se presenta la desgarradora vida de la mujer en una sociedad injusta con ella. Además de la narrativa, Laguerre ha cultivado el teatro, el ensayo y el periodismo. Ha publicado la pieza teatral La resentida, puesta en escena muchas veces, y tiene dos: El secuestro de San Valentín y La renuncia de Mary Sullivan próximas a publicarse. Desde 1952 intensificó el periodismo radial, tarea que llegó hasta los primeros años de los sesenta. En 1959 inició la publicación de sus muy conocidas y apreciadas Hojas Libres, que se extendieron hasta 1989. Luego colabora en la Revista del Instituto de Cultura y continuará hasta nuestros días con una columna semanal en El Vocero. Son un testimonio de la vida contemporánea de Puerto Rico, con enfoques temáticos plurales, que abarcan la crítica literaria, los acontecimientos artísticos, planificación urbana, recursos naturales, historia, geografía, política, gobierno, educación y cultura en general. Puntos de Partida —de donde se sacó el material para Pulso de Puerto Rico (1956)— se transmitía semanalmente por WIPR, y Hojas Libres se publicaba en El Mundo. Los trabajos dados a conocer a través de ambos medios alcanzan el millar y medio. Son varios los críticos que han afirmado que, para conocer los

acontecimientos plurales puertorriqueños desde los cincuenta a los ochenta, es imprescindible leer dichos trabajos sobre temas tan diversos aparecidos a través de Puntos de Partida y Hojas Libres. En el 2000 se publica su poemario Residuo de los tiempos, en el cual los recuerdos personales y familiares afloran al sentir lírico del autor. De aquí que se conjuguen en él sus constantes preocupaciones con sus vivencias íntimas. Como educador, Laguerre ha participado en la investigación pedagógica y en la confección de libros de texto para las escuelas en todos los niveles. Realizó tarea de esa índole en Pátzcuaro, México, contratado por la UNESCO. Algo parecido desempeña para la Escuela del Aire del Departamento de Instrucción y para el Consejo Superior de Enseñanza de la Universidad de Puerto Rico. Algunas de sus obras son textos en el sistema educativo del país. Además de los múltiples artículos críticos que sobre la obra de Laguerre se han publicado en numerosos periódicos y revistas de aquí y del exterior, a su producción literaria se le ha hecho cumplido reconocimiento en las historias de la literatura nacionales e internacionales, y también se han publicado varios libros en los que se estudia su obra. Críticos como Angelina Morfi, Luis Zayas Micheli, Estelle Irizarry y María Carmen Monserrat, entre otros, han escrito valiosos libros. Esta última autora ha recogido en su estudio Enrique A. Laguerre y «Los amos benévolos» aproximadamente dos millares de fichas de su obra y de lo que se ha escrito sobre ella. Advierte el propio autor sobre su primera novela: «Revisando el texto de La llamarada, después de tantos años, fui de sorpresa en sorpresa, porque me hizo recordar una vida ya diferente de la actual, como si aquélla hubiese ocurrido muchos años antes de los que realmente han pasado. Sobre todo, algunos de aquellos acontecimientos ahora aparecen envueltos en las nieblas de la leyenda que la ficción creó, y, lo que es más significativo, el propio lenguaje de la expresión de entonces me habla de otra época en la que se apreciaba más el inmediato contacto con la Naturaleza. Me di exacta cuenta de las agudas observaciones de Estelle Irizarry en su libro La llamarada, clásico puertorriqueño, realidad y ficción. La mayor ambición de un escritor —por lo menos, eso es lo que creo yo— es reflejar con alcances trascendentes sus experiencias vitales en determinados lugar y tiempo, lugar

y tiempo ocupados por el propio lugar de ser sensible y racional que es el hombre y por el prójimo que comienza a manifestarse en sus cercanías y reclama presencia en todos los confines del universo y de la fantasía. Y la fantasía —precisa reafirmarlo, pese a la sugestión paradójica— es la realidad más integral y legítimamente humana de los seres racionales que somos nosotros.»

PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN

La Biblioteca de Autores Puertorriqueños, que con tanto celo y desmedido esfuerzo dirige en San Juan el Lic. don Manuel García Cabrera, ha logrado arrebatar a Chile los honores de una segunda edición de La llamarada. Cuando en la primera semana del mes de agosto de 1935 empezó a circular la primera edición de esta novela, escribí en El Mundo dominical del 11 de agosto una de mis Aclaraciones y críticas en la cual me adelantaba, con asombro de muchos, a señalar sus méritos. Pocos días después, y por mucho tiempo, empezaron a publicarse apreciaciones diversas, muchas de ellas como encubierta reacción a mi entusiasmo, más que como juicio imparcial y desapasionado en que pudieran señalarse los aciertos y deméritos del nuevo novelista. Por muchas semanas pensé que, sin quererlo, había ocasionado a la novela de Laguerre el más flaco de los servicios. Pero la edición se fue vendiendo rápidamente; en los cursos de estudios de las Escuelas Superiores se incluyó La llamarada como obra de lectura, y el Instituto de Literatura Puertorriqueña le otorgó un premio en junio de 1936. Agotada la primera edición desde el pasado año, el público sigue buscando por todas partes ejemplares de esta novela. Pocas obras puertorriqueñas han logrado en nuestra prensa una discusión más amplia y espontánea. Afirmaciones y negaciones demuestran claramente que la novela de Laguerre consiguió interesar a nuestros intelectuales tanto como a nuestro público lector.

Ignoro si estos rotundos triunfos, ni trabajados ni buscados, han convencido a los negadores de la obra que teníamos razón al proclamarla «gran novela puertorriqueña». «El autor de La llamarada, Enrique A. Laguerre —decíamos entonces— es un muchacho humilde que se nos ha venido encima desde el fondo municipal de Aguadilla. Lo municipal, sin embargo, no aparece en su obra, que sin titubeo alguno podemos proclamar como hermana puertorriqueña de La vorágine, de Doña Bárbara, de Don Segundo Sombra. Nada de atenuantes y medias tintas con lo que es nuestro y bueno: La llamarada no puede ocultar ese aire de gran familia que la une —con diferentes vinculaciones— a esas tres grandes novelas americanas que hoy circulan por todo el mundo. Ha de empujarse ésta para que también nos represente. Porque La llamarada es la mejor novela puertorriqueña escrita por un joven escritor puertorriqueño, en la época contemporánea. ¡Y cuidado...!» Yo he venido exaltando desde hace tiempo la necesidad de hacer una literatura, un arte genuinamente nuestro, enraizado en nuestra vida, en nuestro espíritu territorial. Me han reprochado que ataque las décimas jíbaras tan chabacanas y ramplonas y otros temas pueriles que aquí se cultivan «sin consecuencia para el que los penetra». No, no. Ese no es el camino. El camino es este que tan gallardamente recorre Laguerre cuando se interna isla adentro, en la zona cañera, y pinta maravillosa y artísticamente, sin acrimonia ni propaganda, la vida rota y aplastada del pobre trabajador puertorriqueño. Este sí es el camino, estético, el camino seguro para el arte. Que la ciencia, la sociología, la economía recorran el suyo; pero no hagamos dramas, poemas, novelas, ensayos como si fuéramos escribientes. No, no; un escritor no es un oficinista; un escritor es un artista. Y Laguerre de un solo salto, en su obra primera, ha salvado ese abismo que media entre un escribiente y un artista. Ha nacido hecho sin esos inconvenientes de los primeros libros de aprendizaje. Hecho de estilo, hecho de observación, hecho de aguda penetración para ver la vida con esa serenidad amorosa, con esa hondura psicológica con que sólo pueden verla los hombres que han leído mucho, que han meditado mucho, que han vivido mucho. La llamarada es la novela de una de nuestras más graves enfermedades: la diabetes colectiva. El protagonista es el ambiente, la naturaleza, el campo

cañero, el «círculo de fuego» en que inexorablemente vive — ¿muere?—el trabajador de la caña. Pero ese problema agrio, tremendo, de nuestro pueblo, está recogido con gran finura lírica, con emoción de hombre de letras, sin propaganda ni actitud polémica, atendiendo únicamente a la voz interior de una conciencia que se sabe artista antes que nada. Es como si el escritor hubiera visto por dentro el doloroso espectáculo del hijo de la gleba y olvidando teorías y estadísticas hubiera recogido dentro de un marco de ilusionismo el cuadro patético de la realidad. La llamarada es como una vasta sinfonía con un tema central: el dolor de la caña, y otros temas secundarios: vida y psicología del campo, tradiciones, reflexiones diversas, introspección e incidencias del protagonista contadas todas con gusto, con belleza, con un visible imperio sobre la lengua. Ya la larga, en La llamarada no pasa nada; precisamente porque pasa todo. No tiene un argumento (carne de película), ni episodio único; es como la vida, como la novela de nuestra época tejida finamente con los hilos cotidianos, vulgares, de nuestro vivir, en cuadros vigorosos del ambiente puertorriqueño, a los cuales ha sabido dar valor de eternidad la joven maestría de Enrique Laguerre. Viven en este nuevo mundo puertorriqueño una serie de hombres tan distintos, tan dispares, tan perfectamente recogidos de nuestro medio, que éste sería el mayor mérito de la obra si no tuviera otros, imposibles de poner en segundo término. Don Flor, Balbino, Ventura Rondón, Chelores, Delmira, Pepiña, Jesús Cordero, don Oscar Mendoza llegan en buena hora a aumentar nuestro censo poético. A la inversa de nuestro problema de población —485 personas por milla cuadrada— se expresa el problema de nuestra población artística —485 millas de páginas por personaje cuadrado—. Frente a nuestra superpoblación real tenemos, pues, una pavorosa despoblación literaria. Laguerre ha sabido insuflar vida a sus recreaciones humanas. Tipos como don Flor son muy comunes en nuestro ambiente, y sólo hacía falta la mano de un artista para inmortalizarlo en las páginas de un libro. Tenga en cuenta, amigo Laguerre, que la vida del arte literario es una superación constante, y un perfeccionamiento inacabable. No permita que el reconocimiento y el aplauso le interrumpan el proceso afanoso de llegar más lejos. El camino que usted ha escogido no tiene fin. Camínelo despierto, con discreta indiferencia para el elogio y con amable compasión para el ambiente

en que vivimos. La mano que con tanta destreza y sensibilidad nos ha dado nuestra novela de la caña puede darnos también la novela del cafetal. Esperamos esperanzados. No sé si luego tenga tiempo para insistir sobre el valor de La llamarada. Por si no se cumplen mis deseos de sacar a luz muchas cosas que se me quedan por dentro, sirvan estas pequeñas líneas para presentar a nuestro público lector un novelista completo: Enrique A. Laguerre, y una gran novela puertorriqueña: La llamarada. Esto dijimos entonces y la petición con que nos honra su autor para escribir estas líneas nos depara la preciosa oportunidad de ratificar nuestro juicio. Lo que más molestó a muchos de los que se ocuparon de la obra fue la hermandad por nosotros señalada entre La llamarada y las tres grandes novelas hispanoamericanas, ya mencionadas. Dolidos de esa relación, no sólo negaron el «aire de gran familia» que las une, sino que algún que otro cegato fue más lejos para disputarle su indiscutible sentido de novela puertorriqueña. No vale la pena refutar este último absurdo. Una mujer de letras, Concha Meléndez, escritora talentosa que es nuestra única autoridad en literatura hispanoamericana, al ocuparse del libro de Laguerre confirmó nuestro juicio: «La estructura de La llamarada oscila entre la novela de intriga densa, siglo XIX, que aún tiene modernizados representantes, como Doña Bárbara, y la novela nueva, desarrollada en cuadros con el acento sobre el análisis psicológico de los personajes. La llamarada tiende más a la segunda manera, aunque conserva todavía un lastre sentimental que la aleja del efecto escultórico —desmenuzamiento de un paisaje en relieves que es Don Segundo Sombra—. Yo no quiero hacer comparaciones inútiles. En ellas hay siempre una tácita injusticia para las obras o los individuos comparados. Aparte las sugestiones que se hacen evidentes en el subrayado de un contraste, la comparación en la crítica es origen de torpezas interpretativas. Laguerre asimiló algunos resortes técnicos de las grandes novelas que acabo de mencionar. Pero los maneja con autonomía firme, ajustándolos a la materia prima de donde saca sus motivos novelescos. Es así, con señorío muy personal, como La llamarada se incorpora a la corriente novelística hispanoamericana que se afirma en el ruralismo, en el paisaje. Todos verán en ella ese aire de familia. El parentesco es más cercano con La vorágine, de José Eustasio Rivera, en la técnica y en

algunos momentos dramáticos fácilmente discernibles». Tanto estas palabras como las nuestras van encaminadas a fijar una filiación más que establecer una comparación. No nos ocupamos de semejanzas exteriores ni de establecer rangos; lo que nos interesa señalar es que La llamarada nos vincula al nuevo arte de hacer novela hispanoamericana, y por lo tanto se hermana a las más destacadas producciones de esa corriente literaria. La arcilla puertorriqueña —masa de los temas, de su espíritu y sus modos —, es muy diferente a la de Venezuela, a la de Colombia, a la de Argentina. No poseemos llanos anchurosos con inmensos potreros, ni selvas impenetrables con grandes fundos de caucho, ni pampas dilatadas con vigorosos relieves de reses y domadores. Lo que en nuestra limitada geografía insular corresponde a esos tres imperios naturales de la geografía continental es nuestra industria cañera; pues si comparada con aquellas extensiones bravías, la nuestra resulta una escasa parcela domesticada, para nosotros, sin embargo, por su proporción, por sus problemas y por su angustia tiene una justa equivalencia y constituye lo más cercano y correspondiente a aquéllas. Regiones tan distantes y distintas, a primera vista tienen que dar a los autores masas de pueblo y de paisajes también distintos y distantes, aunque unos y otros pertenezcan a la misma zona poética. Como la explotación del caucho en La vorágine, nuestras plantaciones de caña envuelven una aguda preocupación económica, mucho mayor y exasperante que la de la vida agropecuaria descrita en Doña Bárbara y en Don Segundo Sombra. Lo que allá es una pujante actividad industrial con todas las fluctuaciones a que siempre obligan los negocios en grande escala, acá es un angustioso problema de vida o muerte para nuestro pueblo. En estos escenarios el hombre tiene que moverse con distinta estrategia, con variado destino y diferente energía. Es ilógico pretender que La llamarada nos presente la majestuosidad de aquellas lejanías ni el espíritu selvático de sus paisanajes. Póngase a actuar a doña Bárbara, a don Segundo Sombra o a Arturo Cova en el agro puertorriqueño y los veréis empequeñecerse. Póngase a Juan Antonio Borrás en los llanos de Venezuela, en las selvas de Colombia o en las pampas argentinas y lo veréis perderse. El hombre y el medio tienen en cada obra la misma adecuación que los estilos: en esto radica el punto de partida para la clasificación de estas novelas. Los hijos de un mismo padre no

tienen que parecerse para ser hermanos: les basta la identidad de su principio. Lejos de las ciudades los cuatro autores fecundaron matrices con plurales analogías dentro de sus profundas divergencias. Con parecidos instrumentos fueron a buscar en las canteras de sus tierras calientes la arcilla nacional de sus novelas. Los preciosos contrastes que inmediatamente saltan a la vista no pueden ser un obstáculo para la filiación familiar, pues hay un hilo invisible que las une, como el que une dentro de una misma raza a un argentino y a un colombiano; a un venezolano y a un puertorriqueño, a pesar de sus irrebatibles diferencias nacionales. El realismo de La llamarada no puede desarrollarse a base de empresas ilimitadas sobre un fondo primitivo y salvaje, ajeno a nuestro ambiente. La psicología de los protagonistas se da en las cuatro novelas en consonancia con el medio que los engendra. Cada uno respira su propia atmósfera y se mueve en una red de circunstancias intransferibles. La pasión andariega de don Segundo, la voluntad de afirmarse solo, lejos de toda traba, de Santos Luzardo, y la fiebre aventurera de Arturo Cova, tienen a su favor las fabulosas distancias de esas tierras incógnitas. En cambio, el carácter de Juan Antonio Borrás está condenado a las limitaciones que imponen a todo puertorriqueño el estrecho medio social, la reducida geografía, las apretadas condiciones económicas y la influyente dependencia política en que nos debatimos. Por donde quiera que se intenta la fuga nos corta el paso una subordinación. Borrás es un carácter pendulario entre lo que él quisiera ser y lo que el medio le obliga a ser. De ahí sus titubeos, sus flaquezas, sus contradicciones, que representan un jirón de nuestra conciencia colectiva. «Por un desfiladero formado por decepciones y albricias —he dicho hace ya tiempo en mi libro Insularismo— ha caminado hasta la fecha la juventud de nuestro tiempo. De un modo, la cultura española hablando al sentimiento, y de otro, la norteamericana, dirigiéndose al pensamiento, nos obligan a volver la cabeza de un lado para otro y a escuchar perplejos las solicitaciones que a un mismo tiempo se nos hacen. Nuestra generación, cogida entre dos fuegos, se ha venido alimentando pasivamente de recuerdos y promesas, de nostalgias y presentimientos, de logros y esperanzas, sin poder despejar la incógnita de su presente.» «Somos una generación fronteriza, entre un final y un comienzo, sin saber adónde dirigir las requisiciones necesarias para habilitar nuestra

responsabilidad. Al empezar el siglo XX, huérfanos ya de la madre histórica, quedamos al cuidado de un padrastro rico y emprendedor. Un torbellino de orientaciones nos ha mantenido indecisos en la alta mar de la desconfianza, pendientes de oír a cada rato un sálvese el que pueda.» Esta es la realidad que para mí encarna Juan Antonio Borrás; un espíritu en crisis, reflejo fiel de la desintegración actual. Sostiene en su interior una lucha agónica entre la esencia y la presencia; carece de soberanía sobre sus sentires y vive un conflicto íntimo entre el deber y sus aspiraciones. Dominado por unos medios de vida donde la hosca competencia humana y la dificultad de hallar empleo convierten una colocación en mordaza, el sometimiento le amansa a cada paso las rebeldías. La esencia sucumbe presionada por la presencia, y aunque desearíamos que estas cosas fuesen al revés, el novelista tiene la libertad de escoger el mundo de su obra y pintar las cosas como son. De la filosofía derrotista que pueda haber en la novela no tiene culpa el autor: la tiene el personaje que en realidad vive esa vida. Juan Antonio Borrás es como es y no como otros quieren que sea. Hay quien le obligaría a vivir en la Central cuando nunca vivió en ella; quien le exige remedios para los males que le rodean y que nuestros expertos no han podido curar. Yo le quisiera más resuelto, más decidido, más optimista, triunfando en todo y sobre todos; pero él no es así y hay que tomarlo como es, sin pretender que sea otro. El que quiera bullicio, alegría, risas, palmadas, júbilo y explosiones de contento que busque a Consolación, la del Genio Alegre. A Iván Karamazoff hay que aceptarle como lo vio Dostoiewski y a los Aizgorris como los vio Baroja. Cada hombre —ha dicho Unamuno— es insustituible. Y el caso de Juan Antonio Borrás no puede convertirse en excepción. La voluntad inteligente de Santos Luzardo vence al llano en Doña Bárbara; las fuerzas de Arturo Cova en La vorágine son insuficientes para luchar con la naturaleza y al fin se lo traga la selva, y en La llamarada las condiciones sociales y económicas del llano, dominado por las corporaciones, vencen de momento a Juan Antonio, que busca refugio en la montaña con el propósito de reconquistar más tarde lo perdido: «Urge hacer frente a todos los enemigos, hacernos fuertes en la montaña para bajar entonces a la reconquista de la sabana costanera. Para ello se precisa voluntad a toda prueba; que nos impulse un bravo deseo de reconquista». Que así sea, y termino. Entre tanto libro cursi, en prosa y en verso, que sale

año tras año de nuestras prensas, La llamarada es una maravilla. El lector me dará la razón cuando termine el último capítulo. Antonio S. Pedreira 1937

REFLEXIONES FINALES SOBRE LA LLAMARADA

En el momento en que entré a la Universidad, sólo se hablaba del origen europeo del jíbaro y se le llamaba majaderamente “caballero en harapos” y a nadie le importaba un pepino angolo su hambre, su anemia, su indefensión. Me rebelo ante tales apreciaciones. Así lo hice constar en mi primera novela, La llamarada. Enrique A. Laguerre

En el verano del 1935, específicamente el 31 de julio, salió La llamarada; ya está próximo a cumplirse setenta años de este acontecimiento, y con la presente van treinta y seis ediciones. Sin duda alguna, resulta ser la novela puertorriqueña más leída y más comentada en nuestra historia literaria. Esta importancia no es un hecho fortuito, se debe al valor del texto. Así lo reconocieron Antonio S. Pedreira en el prólogo que aparece en las páginas iniciales y Concha Meléndez en un estudio que le dedicara. Aún son válidos los atinados comentarios de estos dos eminentes escritores, y el tiempo —el más severo crítico de cualquier obra— les ha dado la razón. Unas cuatro generaciones de puertorriqueños han leído esta novela y se han identificado con el mensaje de redención social que el autor presenta, pero más aún con la esencialidad colectiva nuestra que late en sus páginas. Las circunstancias históricosociales que se retratan en la trama han desaparecido del Puerto Rico actual; sin embargo, la obra continúa leyéndose como todavía leemos: el Quijote de Cervantes, pese a que la caballería murió hace siglos; el Oliver de Dickens, aunque el mundo infantil que describe haya desaparecido de la Inglaterra actual; o la Amalia de Mármol, no empece se escribió para combatir la dictadura de Rosas. La razón estriba en que La

llamarada le permite a las nuevas generaciones conocer su pasado con lo cual entenderán mejor su presente. Ella recrea nuestra realidad como pueblo en sus dimensiones más importantes: la geográfica y la espiritual. La antigüedad clásica nos enseñó que los pueblos desmemoriados caminan a la deriva, ya que el presente se cimenta en el pasado. De aquí que se educara según el principio: La persona se posee en la medida en que conoce su historia. Asimismo, esta novela se lee porque en nuestra sociedad aún persiste el grito desgarrador de seres humanos que claman justicia como los peones del cañizal. No perdamos de vista que todas las personas integramos la humanidad. Podremos estar separados por la cultura, el idioma, los sistemas de gobierno o la religión, pero en esencia somos uno: la raza humana. Sentimos y padecemos como cualquier individuo de cualquier parte del mundo. Precisamente la universalidad de una obra estriba en que sea fiel al marco cultural y geográfico que describe. Españolísimo es Miguel de Unamuno, no obstante, cualquier lector puede identificarse en sus escritos. Éste es un mérito sobresaliente de La llamarada que siendo tan de una época concreta:década de los años treinta, de una región tan determinada: el área noroeste de Puerto Rico, de un grupo tan específico: los obreros de la caña, le permite a cualquier persona entender y, más aún, compenetrarse con los problemas, las angustias, las aspiraciones y las alegrías de los personajes. Laguerre ha sido el mejor cronista del siglo XX puertorriqueño, pues lo ha vivido casi en su totalidad — nació el 15 de julio de 1905—, hecho que lo convierte en testigo prácticamente de todo su acontecer; además, porque en toda su obra se enfoca el mismo desde distintas perspectivas. Con sobrada razón Nilita Vientós, una de las mentes más preclaras de nuestra cultura, sostiene que la recreación del mundo real que hace don Enrique resulta imprescindible para desentrañar el acontecimiento histórico, ya que: Es pintor de la sociedad de su tiempo, el que ve y salva con su visión insobornable, lo que la caracteriza. Por eso aprendemos más a través de las páginas de la novela del modo de vivir y sentir de la gente de la época en que el autor le tocó en suerte vivir, que de la relación de acontecimientos del historiador. Esto se debe a que la historiografía persigue la recreación del hecho a base de los documentos; o sea, colocar todas las piezas para que el suceso

histórico pueda rehacerse y apreciarlo en su totalidad, lo cual corresponde a una corroboración científica. El narrador, por su parte, está más interesado en humanizar el hecho; en otras palabras, recrear los sentimientos humanos mediante las causas que indaga el historiador. Don Enrique considera que su misión como escritor tiene un compromiso social; por eso, sus novelas no persiguen un fin utilitario ni recreativo, sino denunciar unos hechos que deben erradicarse de la sociedad porque atentan contra la persona. Si el lector se detiene en las notas de la presente edición, apreciará que esta novela presenta unos acontecimientos entresacados de nuestro vivir colectivo: la historia social del campesino puertorriqueño en los años treinta. Los libros de historia ofrecen datos, el novelista ha encarnado las frías estadísticas en nombres concretos: Ventura Rondón, Segundo Marte, don Polo, Juan Antonio Borrás, la Bruja, el Buda... Pero la novela es ficción aunque la verosimilitud de los hechos sea fundamental en la trama. En el caso concreto de la narrativa laguerriana, ésta posee un trasfondo de realidad o coincidencia con ella. El propio novelista lo confiesa: “Sin duda alguna, en mis novelas se recoge ese amargor de muchedumbres que no aparecen en la historia visible. Se manifiesta en seres anónimos que cobran resalte en el microcosmos novelesco”. De esta forma se convierte en cronista de los que no tienen historia reconocida. Laguerre distingue una historia visible de otra que va más allá de ésta. Advierte que cuando planificaba mentalmente La llamarada, la historia visible de la novela estaba en el titular del periódico: “Amenaza de huelga”. No obstante, los signos que estimularon la búsqueda de lo que se encontraba detrás de esa primera plana periodística fueron: “[...] un grito lejano, humo en el cañaveral, la conducta individual de los compradores en la tienda de la colonia cañera, la voz desgarradora de una madre, el llanto continuo de un niño, los relámpagos de ira e impotencia en una multitud”. La razón de esto reside en que el novelista no se fija en los hechos grandiosos o notables que conmocionan momentáneamente, sino busca los detalles. Según Laguerre: “El gran titular es de los periódicos. Acercarse a los pormenores, dejarse incitar por los efectos es tarea del narrador”. La generación española del 98 consideraba que la historia de España no residía en los grandes acontecimientos, sino en el diario convivir pueblerino, por tal motivo, se interesó en resaltar la intrahistoria. Así lo concibe don Enrique:

“La intimidad histórica se vive día a día en los actos cotidianos y ahí fue el autor a buscar los temas para sus novelas”. Esto lo podemos corroborar en toda su narrativa porque en ella se acentúa la cotidianeidad y se destaca el vivir solidario nuestro. Pero una novela también es una obra de arte y, como tal, debemos apreciar en ella: la caracterización, la coherencia ideológica, la estructura y el lenguaje. La llamarada llamó la atención no sólo por su mensaje social, sino por la forma en que se presentaban estos elementos. La estructura novelesca descansa en los recuerdos que Juan Antonio Borrás va escribiendo en una especie de diario. Los caracteres se van perfilando a través del relato con sus virtudes y defectos. Nuestro novelista demuestra el dominio de la palabra para describir los estados anímicos de los personajes y la naturaleza que los circunda; también apreciamos en la narración todos los niveles del decir puertorriqueño. La presente edición cobra, además, gran trascendencia, ya que constituye la versión definitiva de La llamarada. Después de editarse tantas veces, ahora se han rectificado incorrecciones que fueron introduciéndose con el tiempo, lo cual resulta muy común en estos casos. Al Quijote le acaban de corregir innumerables erratas para dejarnos un relato depurado. Don Enrique ha decidido que la actual sea la versión final de esta importante novela. Estoy seguro de que las generaciones futuras seguirán disfrutando de su lectura, ahora con un texto remozado en el cual se ayuda al lector en la comprensión del mismo. Roberto Fernández Valledor

Quise «quemar las naves»,1 de manera que mis ansias sentimentales se viesen privadas de embarcar y tuviesen que sucumbir afrontando peligros. Los afanes del vivir cotidiano pidieron ausencia, una larga ausencia —arma de combate— en su guerra con los sentimientos. Fue un reto que les llevó al triunfo, y la resistencia del corazón resultó una inolvidable derrota. De dicha derrota sólo me quedó la inevitable amargura de los vencidos. Mas los afanes del vivir cotidiano siguieron imponiéndose, y hui. Hui envuelto en la sombra de una tristeza sin nombre. Mientras el corazón echaba a los vientos los quebrantos de sus pávidas derrotas, el «uso de razón» clamoreaba campanas de vencedor. Trataba de estrangular recuerdos. Y me decía: «Ya que en tu corazón hay un montón de cenizas, ponle cruz con un requiescat in pace.2 Después, acaso te ayude a hacer un milagro. Pero ahora acalla sus añoranzas». Y fue entonces que quise erguir mi juventud como un estandarte de forcejeo tenaz, inmune a los fracasos rotundos. Pensé con Nietzsche: «No permitas que se muera el héroe que hay en ti».3 ¡Si mi vida hubiera podido vivir una odisea inmortal! Y ahora. Ahora venía huido, a vivir lejos de casa y lejos de aquella muchachita sentimental que me hinchó el corazón con su llanto. Llanto suave y discreto que me conmovía hondamente, que me sujetaba a su vida torturada como una nube mañanera al monte lejano y azul. Una idea taladraba mi cerebro: « ¡Olvidar!». Fue el grito vencedor. Todo lo que hay en mí de viajero despertó de súbito y mi alma aventurera soñó conquistas en lo porvenir. Avanzaba el tren en la noche, con su escandaloso resoplido, azorando las sombras con su silbido ocasional de serpiente prehistórica. En el vagón donde yo viajaba había ocho o diez pasajeros. Algunos roncaban con la boca abierta y la cabeza echada hacia atrás sobre el borde del asiento, otros asumían posiciones inverosímiles buscando acomodo. Un hombre robusto dormía con los brazos cruzados sobre el pecho y roncaba escandalosamente. Frente a mi asiento una mujerzuela fea, extravagantemente vestida, permanecía acurrucada. No sé cómo podía estar así. Todos, o dormitaban o dormían, menos yo, que venía muy despierto, haciendo conjeturas alocadas, repasando incidentes de mi recién pasada vida estudiantil. De vez en cuando subía la ventanilla y aspiraba el aire frío de la madrugada. Cuando el tren se detenía en alguna estación miraba hacia afuera mientras subía o bajaba algún

viajero. Se me antojaba enferma de amarillez la luz que iluminaba cada estación; era una amarillez contagiosa que penetraba en mi espíritu. Y a la carrera nueva del tren volvía a enhebrarse el recuerdo de mi vida estudiantil.4 ¡La vida colegial! Días trascendentales de mi existencia, mezcla confusa de penas y risas, deberes y despreocupaciones. Por un lado, el afán de mejoramiento prometedor de independencia económica para un cercano futuro, estrecheces de estudiante pobre; por otro lado, las alegrías juveniles que me hacían disipar inevitables temores. Fue así como se deslizaron aquellos meses mozos que serán siempre para mí una historia llena de encontradas emociones. Los primeros días fueron muy amargos. Estaba casi solo, valiéndome yo mismo. Nunca olvidaré la bondad de don José Cuerda, aquel viejecito manso y bueno que me dio trabajo en su tienda durante mis horas libres, a la par que me hospedaba en su casa. Así resolví la mayor preocupación, como era el proporcionarme los menesteres cotidianos. ¡Inolvidable don José, tan hidalgo y tan noble! Mis escasos conocimientos de violín y guitarra también me valieron mucho, pues me ayudaba bastante tocando en los cines5 o en alguno que otro baile o serenata. Además, mi madre hacía sacrificios, y me enviaba lo que podía. Esto atenuaba ciertas incomprensiones torturantes que no deseo recordar. En un principio, aquella vida realmente me agobiaba. ¡Me hicieron tanta falta esos abalorios con que la vanidad adorna nuestros actos! Sentí envidia — ¿por qué negarlo?— al ver a los mozos alindados paseando su despreocupación por las calles de la ciudad. Aunque no podía divertirme ni podía vestir bien acabé por avezarme a la situación. Lo mejor del caso es no empeñar el espíritu en la ruidosa feria de los días. Así me propuse hacerlo. Deseché una multitud de pequeñas cosas y afanes, disponiéndome a no ceder en mi empeño. La creencia anterior de que la adversidad me ajoraba se me disipó de la mente, y me figuré vencedor en la inaudita lucha en contra de diversiones y vanidades. Me acostumbré a vivir con poco. Me conformé porque, después de todo, no somos pocos los peces humanos que caemos en la enorme red que nos tiende la desdicha. En cuanto a mí, comparándome con los que viven en un espinar de ansias truncas, me sentí muy afortunado. Me fui de frente a todos los infortunios, sin trasoñar. ¡Pobre de mí si me hubiera dejado arrastrar por

la aprensión! Muy pronto hice amistad con muchos estudiantes; algunos de ellos sentíanse sorprendidos de mi voluntad, y no faltaba quien creyera que yo también tenía bastante de tonto, pues «bien que podía vivir como un conde a costa del viejo». Yo no hacía comentarios cuando tal cosa afirmaban; sentíame cada vez más satisfecho de mi voluntad que tan buenamente respondía. Visitaba muy a menudo —casi todos los domingos— una casa de huéspedes donde vivían unos muchachos alegres, amigos de la broma. Se llamaban a sí mismos el «Club de las Tristezas Suicidas». Nada, unas palabras caprichosas de Rafael Albornoz, poeta en cierne que alardeaba de metáforas atrevidas, quien las explicaba así: «La tristeza que puede haber entre nosotros se mata a sí misma con el puñal de sol que nuestro regocijo pone en sus manos». Todos celebraron las «felices palabras» del poeta, ya escogido de antemano para representar su distrito en las Cámaras, sitio muy a propósito para lucir facilidad de palabra, aunque no se haga otra cosa. Este Rafael Albornoz era un gran amigo y bromista consumado, pese a sus dotes oratorias. Había que reconocerle una soltura inusitada para componer versos, y no se le escapaba nadie de endilgarle unas coplitas aludiendo a actos y actitudes. Narciso Escobar, un niño gótico muy presumido, era víctima propicia de las sátiras de Rafael. A mí se me salió de primera intención el gomoso, pero finalmente hicimos amistad. Narciso decía parecerse a un célebre actor cinematográfico muy en boga en aquellos días.6 Era un hombrecillo de voz atiplada que hablaba mucho de su irresistibilidad para las mujeres, y sus palabras eran casi siempre recibidas con trompetillas entre los demás compañeros. Las más de las veces él se paraba en pelillos,7 pero no le quedó otro remedio que asumir cierta actitud franciscana. Se enamoró de una muchacha rica; dijo que ella estaba enamorada de él; lo supo el papá de la niña y el pobre recibió unos mojicones de un presunto cuñado. Carlos Ordóñez, unas palabritas mansas del famoso club, que fue testigo del encuentro, nos contaba entre irreprimibles carcajadas lo apurado que se vio Narciso, sin lentes, casi ciego, dando puñadas al aire mientras el otro se las escapaba. Debió intervenir Ordóñez, y, a pesar de que Narciso le rogó que nada dijese a los del Club, tuvo aquél la indiscreción de no oír las súplicas del enamorado, y aquella noche se le hizo víctima de una de nuestras bromas. Muchas bromas inolvidables formaban parte de nuestra vida estudiantil dominguera en la ciudad colegial.8 ¡Oh, aquellos días de colegio, empapados

de delicioso júbilo, un júbilo retozón que cosquilleaba en nuestro espíritu! Y luego vino el amor a señalarme otros rumbos. Desdoblamiento de sentires. Me pasaba las horas soplando sueños como pompas de jabón. Centro de este hervor de anhelos era Sarah, muchachita sentimental, que conocí en uno de esos suburbios de gente pobre que conserva cierto orgullo. Moza de unos dieciséis años al tiempo de conocerla aquella mañanita lluviosa bajo un paraguas, donde ella me cedió asilo a requerimiento mío. Después la vi a menudo. En un principio, miradas, palabras fugaces, esas actitudes inexplicables que tanto dicen al corazón, esas frases sin sentido en cualquiera otra conversación, menos en la del sentimiento. Luego, los paseos, los comentarios de la novela, promesas furtivas de espíritu a espíritu. Y finalmente, la gran confesión mutua que me llevó a prometerle matrimonio —¡oh, cómo rompe el encanto de las grandes comprensiones el matrimonio! — un brujo anochecer en que ella me habló con su vocecilla lacrimosa y sus ojos tiernos y húmedos, confesándome su desdicha. No tenía padre: vivía con su mamá, viéndose las dos obligadas a tener constantemente la rueda de la máquina en la mano para poderse sostener.9 La encontré más bella que nunca, arreboladas las mejillas, tristes los ojos, con unos deliciosos pucheritos, trémula la voz, palpitante el pecho. Sentí el noble impulso de aminorarle su desventura... Y pasaron los meses, subyugados los dos en romántico idilio, hasta que un día, muy cerca ya de terminar mis estudios, vino el razonamiento cruel y frío a disipar ensueños. La indecisión fue una sombra perversa en mi vida. Cuando el acontecimiento de la graduación, ya la visitaba yo poco. Sarah no se quejó, y me miraba largamente con sus ojos hambrientos de cariño. En su actitud parecía dormir una espera de siglos. La razón calculadora me decía con sorna bárbara: «¡Y que meterse a salvador de una muchachita sentimental! ¡Tontería mayúscula! Vas a malograr tu porvenir, muchacho. Calma, calma». Y mi corazón: «Esa niña espera que le cumplas la palabra empeñada. Si no la cumples eres indigno de vivir. No cometas la infamia de olvidarla. Honorabilidad, muchacho». Fue la lucha entre el corazón y el cerebro, en la que, por fin, venció el último. Todavía no me explico cómo pude emprender la fuga, sentimientos afuera. Me sentía aún acongojado; escuchaba el reclamo agonioso del corazón, pero me hacía el sordo. Me sentía ahora perseguido por el recuerdo de Sarah, pisándole los talones a mi

fuga. No sé qué sería de la pobre, con los sueños descepados de su vida. ¡Triste papel el que me tocó representar en la existencia de aquella niña! Estuve unos días sombroso, esclavo de la negra honrilla, sin saber cómo llamarme. Creí que huyendo de aquel amor por asegurarme un porvenir de bienestar material entraba yo en una especie de imperdonable grosería. Figurábame indiciado a la vista de todos. Bueno, después de todo, vencí los llamamientos ilusivos que atan como cantos de sirena.10 Ya que pude guadañar aquellos sueños, ¡a olvidar! Todo parecerá una visión desdibujada, el recuerdo de un recuerdo indeciso. Aunque siempre he temido a los desbordes sentimentales, esta vez pude pensar fríamente. Me refugié en el viejo refrán que reza: «En cojera de perro y en lágrimas de mujer no hay que creer».11 Mi alma trashumante sacó pasaporte para lo porvenir. Quise abrirme paso por mi cuenta. Quise hacerme de la vista larga ante ciertas incomprensiones. Ya que conseguí procurarme un título a pesar de todos los obstáculos, me figuré que había vivido la parte más escabrosa de mi vida, y que ahora iba a vivir cómodamente. Me parecía mi triunfo obtenido por arte de magia — ¡cómo pasan los años!—. ¡Iba a independizarme! Sentíame lleno de esperanzas, pletórico de dicha. A veces deseaba que el tren retardase más y más mi destino para gozar la bienaventuranza presentida, gozarla como se goza el buen vino añejo que se mantiene en la boca para tomarle mejor el sabor; otras veces me entraban ansias de que la máquina llegase en un Jesús.12 ¡Incomprensibles paradojas del júbilo! Ahora iba a recoger el fruto de tantos desvelos y amarguras. Sentíame ahíto de hombría por haberme hecho yo mismo y pensé que con mi fácil trabajo —mandaría ahora— recompensaría las luchas del pasado. Las experiencias adquiridas en los empeños estudiantiles eran mi viático para entrar en mis próximos empeños de hombre. Estaba tenso el espíritu, preparado para los combates que se avecinaban. Quería olvidarme del amargor de la vida pasada para sonreírle a lo porvenir. Y aun cuando persistiesen clavados en mi alma el alarido de aquel amor trunco y las amarguras de aquellas incomprensiones, mientras el tren apuñalaba la noche con su farol y silbaba desaforadamente, yo seguía espigando sueños en los trigales del mañana. Me seducía la granazón prometida. Y de súbito, un grito del corazón: «Mentiroso, te has burlado de mí. Te juro que te pesará». Y la razón volvió a flecharle con su sorna bárbara:

«A otra puerta, hermano. ¡Bonito está que se vayan a malograr los esfuerzos a punto de frutecer, sólo por escucharte a ti, que caminas de espaldas a la vida de todos los días!». Fue desdibujándose el pasado en mi mente, hasta tornarse nubecilla confusa. Empecé a dormitar, y soñé que en la estación de mi destino me esperaba un personaje misterioso para llevarme de la mano a guadañar rubias mieses. *** Dormitaba todavía cuando oí el grito del revisor anunciando la estación de mi parada.13 Sacudí el sueño que colgaba aún de mis párpados y busqué mi equipaje con la vista. El tren silbó largamente en el silencio de la noche, y fue reduciendo la velocidad hasta que se detuvo. Me puse en pie de un salto. Tomé mis dos maletas; bajé al andén: era yo el único pasajero que se quedaba en el pueblo. Algunos pasajeros entraron en el restaurant de la estación. Yo entré a pedir sandwich y café. Era lo que se vendía a esa hora. En una mesa cercana, blanca y pulcra, había cuatro jóvenes entonando a media voz un aire popular y aspirando entre sí tufo a alcohol, en un equívoco papel de bohemios. Momentos después me acomodaba para fumarme un cigarrillo. Ambiente de estación: espera, conversaciones con desconocidos, nuevas amistades, ruidos de maletas, olor a mecanismo engrasado, inquietud, miradas soñadoras... Todo eso me seducía aquella noche, envolviéndome en un halo misterioso. Una ansiedad imprecisa se enroscaba a mi espíritu como una enredadera azul. Me sentí estremecido por súbitos deseos de amar intensamente, con el triunfo total del corazón. Resucitó el pasado. Salí fuera a contemplar los caminos de hierro que se perdían en la oscuridad. ¡Cómo deseé oír la vocecilla lacrimosa de Sarah! ¿Cumplía el corazón su amenaza? De nuevo en el salón del restaurant noté que casi toda la gente se había ido. A requerimiento mío el señor me señaló, desde una puerta lateral, un hotelillo presuntuoso y simpático.14 Bajé unos cuantos escalones semicirculares, crucé una plazoleta y la calle, y tuve la fortuna de encontrar hospedaje. Al subir la escalera oí que me siseaban; sin dejar de sostener las maletas volví el rostro y me di cuenta que eran unas mujeres de mala vida.15 Seguí ascendiendo hasta llegar a la antesala desde donde el hotelero me guio al aposento. Apenas si pude dormir aquellas horas pensando en los posibles

incidentes del día por llegar. Me levanté bastante alzada la mañana. Me arreglé rápidamente, bajé al restaurant a desayunarme, satisfice el importe de mi estada en el hotel y me puse a esperar en la calle un automóvil que me condujese a la Central. Experimentaba una alegría íntima por lo feliz del viaje, por el orden y aseo de este hotelillo presuntuoso, con sus paredes lisas de concreto, con la risa amarilla de su balcón; por el florecimiento de ansias; y la luz dominguera se filtraba a través de la telilla endeble de mis emociones. En el suelo, a mi lado, las maletas decíanme: «Muchacho, queremos participar de tu regocijo. Más que prendas tuyas traemos dentro un millar de sueños. ¡Oh, si pudiéramos bailar la danza ritual del júbilo sin nombre!». Yo les sonreí agradecido y hasta les di unos golpecitos en los costados como diciéndoles: «Comprendo». A poco, pasó una guagua con el nombre de la Central16 enfrente. Nunca me ha gustado viajar en estos carruajes bárbaramente democráticos, con sus asientos incómodos, sus tumbos, su desagradable hibridismo de anuncios, sus antipatiquísimos tickets y el afán de conversación de sus pasajeros. Sin embargo, aquel domingo no atendí a estos enojosos pormenores, con el alma como un lienzo blanco dispuesta a recibir las pinceladas de mi impresión ante la Naturaleza. Deslizábase la carretera sobre el pecho del llano, entre una multitud de cocoteros y de extensos cañaverales. Muy pronto pude distinguir la Central con su alta chimenea negra y sus blancos edificios. Según avanzaba la guagua, mis ojos recorrían las húmedas llanuras del valle, los verdes cañaverales cuyas raíces se hundían en el terreno alagadizo y moreno. De frente, tras de la Central, la sierra,17 sobre cuyo verdor se agarraban las pintorescas casitas de los campesinos. A alguna distancia, dos o tres cerros acabados de arar, rojos, como rosas abiertas, en vivo contraste con lo azul y lo verde. Arrastrábase el río entre mangles y bambúes.18 De súbito, columbré un tropel de gaviotas iluminando su vuelo sobre el azul profundo —vuelo de sol y blancura que envidié— mientras mi espíritu se proyectaba en la gloria mañanera como un brote de anhelos y quereres. Fue tan elevada mi aspiración que cuando oí que el chófer decía «ya llegamos», experimenté el efecto de una caída. ¡Y me sentí tan pequeño, Dios mío! El chófer del ómnibus me mostró la casa de don Oscar Mendoza, el administrador de la Central. Era una espléndida mansión de amplio

balconaje, con bellos jardines alrededor. Dejé mis maletas en la acera y tímidamente subí los cuatro o cinco escalones. ¿Estaría él durmiendo aún? Me hice de cuentas que no, pues ya estábamos sobre las diez; sin embargo, experimentaba ese inevitable encogimiento del humilde que entra en una casa de mucho boato. Me metí la mano en uno de los bolsillos del gabán, acaricié el sobre de la carta que traía y pensando en la firma que encerraba, súbitamente alentado, di con los nudillos en la puerta. Salió a recibirme una sirvienta. — ¿Está don Oscar Mendoza? —Sí, señor. Iré a avisar a don Oscar de Mendoza. Y levantó la cabeza al dejar caer ese de que le añadía por mandato de vanidad familiar. Poco después apareció don Oscar. Anduvo directamente hasta el umbral de la puerta donde yo permanecía y, luego de flecharme con ese convencional « ¿qué hay?», inquirió: — ¿Qué se le ofrece? Le entregué la carta que en la ciudad colegial me había dado bondadosamente uno de los principales accionistas de la Central, recomendándome para un cargo, y haciendo notar que yo soy un agrónomo graduado. Mientras don Oscar leía yo me puse a examinar su persona. Un hombre relativamente joven, bajo de estatura, grueso, vestido con alguna elegancia. Una prematura calvicie recalcaba la amplitud de la frente, de suyo amplia. Su rostro encendido y bien rasurado le daba un aire simpático, y a mí se me fue disipando la opinión que en un principio de él tuve: me lo había figurado un tragavirotes. Al levantar los ojos del papel me miró largamente con sus ojillos penetrantes, a través de los finos cristales; permaneció silencioso unos momentos para luego decirme muy amable: —Entre usted y siéntese. Estaba solo en la casa; según me explicó fue una casualidad que le encontrase, porque se vio a punto de acompañar a la familia a misa. Me pidió que me quedase a almorzar con ellos para salir de mediodía abajo y accedí complacido. Me dijo que ya había recibido un telegrama recomendándole mi persona y que bien podía sentirme allí como en mi propia casa. Después del almuerzo, tomado también en compañía de su esposa —una

dama distinguidísima— y de dos niños muy educaditos, don Oscar me llevó a ver las maquinarias que dentro de dos o tres meses iban a empezar la tarea. Fuimos de sitio en sitio por espacio de media hora, bajo un sol sofocante. Y luego de darle las gracias a la señora por su amable gentileza, don Oscar tuvo la cortesía de traerme personalmente a Palmares. Pensé que se mostraba generoso conmigo, y, mientras el lujoso roadster19 se tragaba la cinta gris de la carretera como por prestidigitación, me sentí conquistador:habíanme asignado una colonia recién arrendada. Al pasar por el pueblo donde me detuve la noche anterior quise enviar mensajes de júbilo a la estación con su escalera semicircular y al hotelillo presuntuoso. Me pareció acogedor el pueblo. No nos detuvimos. Yo lo miraba todo con profundo interés: cerros,20 llanuras, viviendas, los flamboyanes de la orilla... Don Oscar me hablaba de las bellezas del paisaje en tanto trepidaba, airoso, el motor del rápido roadster ¿Podría yo comprar uno algún día? Don Oscar detuvo su carro después de una marcha como de quince kilómetros. Descendimos frente a un caserío junto a una blanca carreterilla que huía más de un kilómetro adentro, hacia un bosque de altos árboles entre cuyas frondas distinguíase un albo palacete. En la llanura de enfrente, los cañaverales y unas palmas, próceras y rugosas por lo antiguas, escasa la melena, con el pararrayos del renuevo apuñalando lo azul. Entramos al patio don Oscar y yo. Tres secaderos, dos aljibes, dos ranchos de paja y uno de cinc y la vivienda. En uno de los ranchos, el pesebre donde se alineaban ocho o diez caballos y donde el peón picaba yerba silbando una vieja danza de Morel. En el rancho de cinc se guardaban los aperos de labranza y los aderezos de caballerías, tres carretas y dos tractores. En el otro rancho, varias carretas. Subimos. En la antesala nos encontramos con una mujer gruesa, de bastante edad, muy pálida. — ¿Qué tal, doña Paquita? —saludó don Oscar—. ¿Y don Florencio? —Voy por él. Entren. Mientras oíamos la voz de doña Paquita: « ¡Rosado!, ¡Rosado!», cambiamos palabras insubstanciales sobre lo caluroso de la tarde y los grandes aguaceros de la temporada. Frente a mí, en la pared, dos retratos, dos de esos retratos tan parecidos en todas partes, imprescindibles al parecer en todas las casas, tan ridículos ante la modernidad, tan majaderos para mirar.

En la misma pared, un almanaque, con el rojo dominguero de su número y el anuncio de un perfume norteamericano. Ajuar sencillo, de mal gusto. En esto llegó don Florencio Rosado, un hombre de edad provecta, estatura normal, ojos azules, pómulos pronunciados, quijadas apretadas como desafiando contratiempos. Vestía pantalón kaki, botas de cuero, camisa azul. — ¡Hola, don Oscar! — ¿Cómo está, don Florencio? Mire, este joven viene a hacerse cargo de Santa Rosa. —Mucho gusto en conocerle. Florencio Rosado. —El gusto es mío. Juan Antonio Borrás. ¡Maldita la gracia que me hacía el conocer a este hombre, que me pareció, desde el primer golpe de vista, amigo de adular al jefe, que al sonreír mostraba una dentadura negra y helgada! Sin embargo, porque nos hacen aprender nuestro papel desairado en la sociedad, se me salió esta fruslería: «El gusto es mío». Y me quedé como unas pascuas. Noté que al humillarse don Flor, don Oscar lo trataba con visible soberbia. No era para menos, porque aun a mí me chocó el inútil tiquismiquis del jefe de Palmares. Nos metimos en una conversación sobre las siembras de esta época y los planes de zafra venidera, en tanto que doña Paquita iba y venía de la sala a la cocina y viceversa. A cada rato un «Disimulen ustedes, ¿eh?». Don Flor habló con un tonillo exclamatorio muy a propósito para recibirse con trompetillas como hacían los del «Club de las Tristezas Suicidas». Después de hacer ciertas recomendaciones y de dejarme un haz de instrucciones preliminares, don Oscar se despidió, pese a las súplicas de don Florencio para que se quedase a cenar. Ante el asombro del de Palmares, don Oscar me dio unos golpecitos en la espalda, deseándome el más completo éxito en mis ocupaciones. La gente que por allí pasaba —habíamos bajado a la carretera—mirábame con curiosidad, y algunos de ellos cuchicheaban. Partió el flamante roadster bajo el bochorno de la tarde que declinaba. Prometí amistad a mi nuevo mundo, con una mirada oferente de íntimos cariños. Rumor de hojas caídas: almendros en plena defoliación. Anduvimos don Flor y yo hasta el portón de entrada a la carreterilla blanca, aquel portón de hierro, rojo y señorial. Desde allí buscamos las

distancias. Hacia el sudeste, por sobre los cañaverales, encima de un cerro, empequeñecida por la distancia, una casa de techo verde, estilo antiguo. De ella me habló don Florencio: —Allá va a vivir usted. Es la casa de Santa Rosa, propiedad de la familia Alzamora. —Bonito sitio. —Muy bonito. Ya verá usted. Allí vivirá usted como un rey en su trono. Abriose en los labios de don Flor una sonrisa que se me ocurrió maliciosa. Nada dije. Él continuó: —Esta tarde usted comerá conmigo. Luego iré con usted allá. Y mañana, su primer día de trabajo, le acompañaré todo el día. Ahora estamos sembrando la gran cultura y es preciso trabajar sin descanso. Y dígame: ¿qué cree de don Oscar de Mendoza? —Se mostró muy amable conmigo. —Lo es cuando quiere. ¡Es tan orgulloso! Acá, entre nosotros, ese de de su apellido es comprado. Dice la gente que pagó una gran cantidad por inscribirse de Mendoza. Me molestó tan estéril palabrería y me encogí de hombros, permaneciendo callado. Él prosiguió: —Se ha hecho rico en pocos años. Yo apelé a la discreción y murmuré: —Parece muy cumplidor de su deber. Ante mi actitud y, tal vez temiendo que yo fuese a malusar su imprudencia, afirmó: — ¡Ya lo creo! Buen hombre. Ahora, todos tenemos defectillos. Él no puede ser excepción, ¿no cree? Por lo demás ni mandado a hacer. « ¡Ni mandado a hacer!». Necedades. ¡Cuidado que me pareció necio este don Florencio de mis pecados! Por respeto a su edad y a que acababa de conocerlo no le lancé algunas mordacidades. Mejor era callar. Concluí cambiando de conversación. — ¿Colinda Santa Rosa con Palmares?21 —Sólo el camino real22 las separa.

—Confío que usted me presentará a los Alzamora. —A las Alzamora. Perfectamente. Por eso iremos hoy los dos juntos. —Se lo agradezco mucho. Nuevamente nos dirigimos a la casa. Antes de entrar, de pie en la puerta del zaguán, don Flor llamó al peón del pesebre. Vino al momento. —No saque al pasto dos de los caballos. Téngalos listos para cuando los necesite. —Sí, señor. Subimos la alta escalera. Me sentí fatigado, con deseos de dormir. Ya tenía ansias de llegar a mi nuevo domicilio. ¡Mi nueva casa! ¿Cómo me iría la vida allí? *** Tarde: amarillez bruja. El buey bebe paz con su mugido y el caballo echa a volar su júbilo melancólico en las alas de un relincho. Vuelos y rumores en las frondas. ¡Sobrecoge el grito del cielo! —Los caballos están listos —oí que decía alguien. Salimos hacia Santa Rosa don Flor y yo. Figurábame que caminaba hacia el país de la felicidad eterna. Me hacía de cuentas que los flamboyanes me ofrecían el homenaje de rojas alfombras y que los pájaros repetían mi nombre de triunfador. Me sentía caminando por tierras de maravillas. — ¿Le gustan estos campos? —interrogó don Flor. —Realmente son muy bonitos. Nos detuvimos frente a una casa de dos plantas en cuyos altos se tocaba un fonógrafo. En el patio, un viejo aljibe. En el fondo, un bosquecillo de capás, mangos, guamás, aceitillos... —La tienda de la Central está establecida en los bajos —explicó don Florencio—. Un gran negocio.23 Arriba vive don Manuel Perales, quien la representa. Desembocando junto a esta casa, el camino vecinal24 que separa las dos haciendas y que se interrumpe en la carretera para luego seguir adelante desde la otra orilla. Don Flor me mostró un grosellar y una palma pequeña en un recodo próximo de dicho camino.

— ¿Ve la casita que se distingue entre los árboles? Allí vive don Hipólito Cabañas, un socialista de historia. — ¡Ujú! Se asomó una mujer al balcón de la casa grande y nos invitó a entrar. Don Flor dio las gracias y ofreció venir cualquier otro día conmigo «a presentarles este amigo, que va a hacerse cargo de Santa Rosa». Hoy íbamos apurados. Ella respondió con un «Cuando gusten»; seguimos adelante. Las herraduras de nuestros caballos sonaban escandalosamente en el asfalto de la carretera. Un portón de hierro atajaba con su risa negra a una carretera blanca de unos dos kilómetro, que conducía hasta la casa solariega de Santa Rosa. Siño25 Pablo, el encargado del portón, vino a abrir. Es un viejo doblado, blanquísimo, con una venda bajo el sombrero de cogollos, lento el andar, prolongada la tos, al parecer crónica. — ¿Cómo van esos achaques, Ño Pablo? —De mal en pior, don Florencio. —Es la contestación de siempre —díjome Rosado sonriendo. Y a Siño Pablo, en alta voz: —Este señor es el encargado de Santa Rosa ahora. Don Juan Antonio Borrás. El viejo me miró fijamente, poniéndose la mano en pantalla sobre sus ojillos grises. Yo le sonreí a la par que le decía: —Creo que seremos buenos amigos. —Asina sea. Pablo Roldán, a sus órdenes. —Gracias. Junto al portón, una casita, cercada de pedazos de madera, techada de cinc viejo: el hogar de Siño Pablo. —A cualquier hora del día o de la noche que pase vivo ahí pa sirvirle. —Muchas gracias. —No dé tantas gracias —me dijo don Flor—. Se engríen. Y es un deber de él servir: para eso se le paga. Yo no pude evitar el arrugar el entrecejo cuando oí estas palabras, porque comprendí que me regañaba. Y yo no soy ningún niño; conste. Él

comprendió el gesto que ensombreció mi serenidad y añadió: —No se puede ser muy amable con esta gente, amigo. Guardé silencio, un silencio hosco que azotaba mi regocijo. Y mientras Siño Pablo cerraba el portón nuevamente, partimos carretera adentro entre dos rumorosos cañaverales. A lo lejos, sobre un cerro, la casa adonde nos dirigíamos, señera como un alma solitaria. Lo fui mirando todo cuidadosamente: los cañaverales, las tierras en labranza, un hato de bueyes, la casita de un arrimado,26 hasta llegar a una cruz de camino. Ya estábamos cerca de la casa. Faltaba ascender la pendiente. Mi acompañante exclamó: —Tiene una situación ideal esa casa, ¿verdad? — ¡Oh, sí! Llegamos. Ante nosotros, la casa solariega de los Alzamora, semialta, sobre desnudos estantes, con su amplio balcón y sus puertas pesadas y verdes, con su techo a cuatro aguas, construidas con maderas del país. Un verdadero tesoro de vivienda española, de a la banda allá del ‘98. Mas abajo, a los pies del cerro, junto a una gran charca, el antiguo ingenio27 con sus oscuros edificios, con su alta chimenea de rojos ladrillos, cuadrada y enhiesta como un signo de admiración asombrándose de tanto verde y tanto azul. Dejamos las cabalgaduras amarradas de un cerezo y nos dispusimos a subir esta escalera de ladrillos, acogedora y ancha, como si ella misma dijese: «Suban». Y subimos hasta la galería que une la antesala con el comedor y la cocina. Y en la puerta de entrada saludó don Flor: —Buenas tardes —dijo—, aunque ya oscurecía. Oíase un murmullo, como de rezos. Esperamos. Rosado susurró a mi oído: —Están rezando el ángelus.28 Son muy católicas las señoritas. No me acordaba que eso sucede todos los anocheceres. Me sentí sobrecogido de misterio y de cierta inquietud espiritual. ¡Una inquietud espiritual tan íntima! Y dediqué unos momentos de recordación a mi tía Josefa, una beata solterona, siempre con el rosario en la mano y con un consejo moral en los labios. ¡Rígida tía Josefa, que me hizo tantos y tantos cuentos del Niño Jesús! ¡Cómo la lloré cuando la vi tendida en la cama, inmóvil y cenizosa! En esto oímos pasos. Y súbito, en la penumbra de la antesala, la figura de

una mujer. Inquirió: — ¿Quién es? —Florencio Rosado y el huésped que le anunciamos el otro día. — ¡Ajá! ¡Cornelia! ¡Cornelia! Enciende la luz. Estábamos atendiendo a deberes religiosos. Ustedes perdonen que les hicimos esperar. Cuando la sirvienta hubo encendido la lira, atraídos por un suave y requeridor «Entren», entramos a la sala. Con lo primero que me di de frente fue con los inevitables retratos de las paredes, estos retratos de mujeres que usan inverosímiles moños, y hombres con agresivos bigotes. Estaba un poco con la cabeza a pájaros29 cuando oí que don Flor decía: —Juan Antonio Borrás. —Tanto gusto. Adelaida Alzamora. Y me extendió la mano, una mano muy blanca y muy fina que hacía vivo contraste con el traje negro. Yo he sido siempre bastante torpe en las presentaciones y no dije lo que quise decir. No sé lo que dije. Es doña Adelaida una solterona ya dentro de esa edad indefinible en que toda mujer que no se ha casado se resigna —pasa de los cuarenta y tantos años (hago la revelación porque sé que la resignación de ella me lo perdonará) —. Doña Lela —como le llaman los íntimos— es alta, intensamente pálida, luce tocado de otros tiempos y traje negro con mangas largas, sin escote. Parece haber sido bella en su juventud. Me recibió cordialmente y en seguida me informó: —Hace dos o tres días que su habitación está arreglada. —¡Cuánta bondad! Don Flor me miró con una actitud tan burlona que me desconcerté. ¡Un ente más impropio que este don Flor! Realmente me contrariaba la actitud de este hombre: se cree que la humanidad está en el deber de celebrarle cualquier fruslería. —El señor Borrás es muy amante de la soledad... Yo no me pude contener y le miré con cierta desazón. Él se contuvo. ¿Quién le había dicho tal cosa a este quídam?30 Sin embargo, tuve que contemporizar para corresponder a la sonrisa de doña Lela. —Buenas noches.

—Buenas noches. Nos pusimos en pie don Flor y yo. Habían entrado a la sala dos mujeres más. Una de ellas —doña Julia— es hermana de doña Lela, muy parecidas en su físico —tanto, que aquella noche las creí gemelas— y en el modo de vestir. Solterona también. En cuanto a la otra mujer que acababa de entrar era una muchacha de no más de dieciocho años, tan influida al parecer por las prácticas de sus dos tías, que a primera vista aparentaba más edad. —Julia Alzamora. —Delmira Alzamora —y la muchacha me miró tímidamente, bajando sus ojos melancólicos, dibujando apenas una brevísima sonrisa sobre su bien formada boca—. Linda muchacha esta Delmira Alzamora, con un pelo negrísimo que contrastaba con la blancura de su rostro ovalado. ¡Pero aquellos ojos zarcos!... Preciosos, a la verdad. Me sentí súbitamente atraído por la actitud lánguida, por el gestecillo raro, por la palidez de la niña. Lo recuerdo como si lo estuviera viendo ahora. Enfrente de mí, doña Lela, a cuya derecha se sentaba don Flor. Y a mi lado, sentadas en un venerable sofá, doña Julia Alzamora y Delmira. — ¡Qué cómoda esta casa! —admiró don Florencio—. Son amables estas casonas de los abuelos. —Yo no podría vivir en otro sitio —murmuró doña Lela. Dirigí mi mirada a la muchacha en espera de que dijese lo mismo, pero ella se mantuvo en silencio. Parece que debió de ser muy intensa mi mirada, porque ella, que permanecía de perfil en dirección mía, volvió el rostro y su mirada se cruzó con la mía. Sonrió levemente; luego bajó la vista. La sala de esta casona es amplia, sobria en adornos. La pintura del cielo raso y las paredes está algo desconchada. El moblaje es antiguo; en una esquina, un viejo piano. Y en medio del piso, una gran alfombra de sabe Dios cuántos años. Habíame entretenido contemplando todo esto y callaba. De pronto, me puse a observar a las dueñas, estas mujeres chapadas a la antigua y esta muchacha silenciosa vestida de blanco que me hacían pensar en no sé qué historia de amores truncos. ¿Por qué tuve la impresión de que las dos solteronas se habían salido de una de esas estampas que se guardaron por muchos años en el fondo del viejo baúl de caoba? —¿Desde cuándo está usted aquí? —preguntó doña Julia.

—Llegué a casa de don Oscar como a las diez y con él a casa de don Florencio como a las tres, ¿no es eso? —Efectivamente —respondió don Flor. Se levantó para irse. Antes de partir me dijo: —Si ya no vienen de camino, haré que le traigan las maletas en seguida. Le dejaré el caballo y me espera mañana por la mañana aquí, que yo vendré a acompañarle en su primer día de trabajo. Doña Lela, ¿podría José Dolores llevar el caballo del joven al pasto? —Sí, señor. Acababa de salir don Flor cuando llegó el peón con mi equipaje, el cual fue llevado por la sirvienta a mi habitación. Y dirigiéndose a mí, doña Lela indicó: —Usted nos avisará cuando desee recluirse en su cuarto. —Si ustedes me lo permiten desearía que fuese ahora, pues además de haber perdido la noche anterior, me encuentro fatigado por los viajes. Me llevó a un aposento que daba a la galería que sirve de pasadizo hasta la cocina. Estaba muy bien recogida y dispuesta la habitación, bastante amplia por cierto. A la izquierda, una antigua cama de caoba modernizada, cubierta de albas sábanas y fundas. A la derecha, el lavabo de caoba, un armario y un velador sobre el que estaba el quinqué de mesa, encendido ya. En el fondo, la ventana. —Usted puede entrar aquí y salir cuando guste —díjome doña Lela entregándome una llave—. Por eso le escogí esta habitación. Hasta mañana. Que duerma bien. Cuando ella se hubo retirado cerré la puerta, abrí la ventana y mis ojos, hambrientos de revelaciones, soltaron la interrogante mirada. Nunca me pareció tan maravillosa una noche de luna. Allá, en el fondo oscuro, el caserío de la vieja hacienda con su alta chimenea. Experimenté cierto dolor por las glorias muertas de estas heredades en un tiempo con vida propia y ahora sujetas a la oscura tiranía de la Central. Allí mismo, junto al ingenio callado para siempre, un platanar, sus grandes hojas brillando a la luz blanca, de tan blanca casi azul. Más acá, a orillas del jardín, una cepa de bambúes, iluminadas sus armoniosas cañas; me sentí como adormilado al recoger en el

espíritu el rumor de múltiples papelillos de sus hojas, y bajo su rumor mecí mi corazón en una cuna fantástica. Y aún más acá, junto a mi ventana, un cerezo. ¡Una noche maravillosa!... Me puse a espigar sueños en las praderas de mi alma. Brote de sentires inexpresables. Sentí que la luna se filtraba en mi espíritu iluminándome los escondrijos del ser. Y comenzó el desfile de visiones misteriosas... Allí, junto a la ventana, estuve casi una hora. Luego me desvestí lentamente, apagué la luz y me tendí en el mullido colchón de mi vieja cama de caoba. Brisas perfumadas. El pasado volvió a llenar mi imaginación. Me pareció oír la vocecilla lacrimosa de Sarah contándome su orfandad. Me punzó el remordimiento, pero noté que el cerebro estaba aún alerta: « ¡Hiciste bien, muchacho!». Entonces me figuré que me habían traído fantásticamente a esta casa. Alucinado creí oír pasos; pasos leves, como sobre blandas alfombras. ¿Estaba señalado a alguna aventura trascendental? Poco a poco fue cayendo el sueño sobre mis párpados hasta sumergirme como en un mar de aguas inertes... *** Me levanté apenas despuntó el alba. Afuera, sobre todos los ruidos, sobresalían los agudos clarines de los gallos, los vuelos de las gallinas que abandonaban los dormideros y los cantares de los pájaros. Sentíame ágil de cuerpo y espíritu, con unas ansias ardientes de flecharme desde el arco de las emociones hacia las primeras nubes hambrientas de luz. En el cerezo, junto a mi ventana, detúvose por unos instantes un ruiseñor enamorado, tembloroso de canción. Sus trinos vibraron en mí como en una guitarra íntima. Vestí pantalón kaki y camisa a cuadros y calcé gruesos zapatos y altas botas de cuero. Guardé cuidadosamente mi traje negro de graduación —con el que vine de viaje— y mi blanco sombrero de pajas. En vez de esta última prenda usaría un sombrero militar. Allí estaba, sobre mi lecho, invitándome a inauditas aventuras. Leí algo. Luego salí a la galería, y la cocinera, que se asomó a la puerta de la cocina, se me quedó mirando con curiosidad. Pocos momentos después, se allegó a mí doña Lela, me dio los buenos días y me preguntó cómo había pasado la noche. —Me sentí como en mi casa —le respondí, galante.

—Me alegro mucho. Supongo que desearía tomar su desayuno cuanto antes. —Si usted gusta. —Ya le dije a José Dolores que le tuviese el caballo listo. —No sé cómo agradecerle tantas atenciones. Ella sonrió. Invitome a pasar a la sala en lo que se servía el desayuno. Me acogí al amable regazo de una butaca. —Usted perdone que no pueda atenderle. —No se apure. Y mientras ella se alejaba me puse a hojear un viejo catálogo de modas. Me parecieron horriblemente ridículos los trajes y la ropa interior que sus mujeres lucían. Solté el pesado volumen; experimenté alguna contrariedad. Pensaba en mi vida estudiantil, cuando oí que doña Lela me llamaba al comedor. En la mesa me abrumaron de atenciones. Cuando bajé la amplia escalera de ladrillos, con lo primero que me di fue con el negro corcel, cuatralbo, gordo y reluciente, amarrado de un estante. Relinchó al verme. Le acaricié la cara y el cuello y luego me puse a otear distancias. Descorríase un maravilloso paisaje frente a Santa Rosa. En las claras lejanías, la línea ecuórea. Más acá, ondulaciones de terreno, una cordillera de cerros minúsculos, luego se abría la llanura hasta los breñales de Santa Rosa. De vez en cuando interrumpíase la llanura con las turgencias femeninas de los oteros y por inmóviles oleajes de barrancos. Árboles dispersos, próceras palmas. En distintos puntos, brotes de maleza, como islas, salidos de algún hoyo incultivable. Grandes plantaciones de caña más frecuentes dentro de los límites de Palmares, Santa Rosa y Naranjos. Hacia el oeste se hace más espeso el arbolado y, según corre hacia el sur, termina en la sierra. Se distinguen varias chimeneas de viejas haciendas: La Esperanza, Naranjos, La Monserrate...31 Hacia el nordeste, sobre el fondo azul del cielo y del mar, detrás de una altiplanicie, las torres de un pueblecito cercano.32 Más acá, una ola de tierra roja en cultivo junto a un cañaveral que se perdía al otro lado del barranco. Tal parecía que el azul de la rútila mañana se instalaba en mi espíritu convirtiéndolo en un pedazo de cielo. Eso, a pesar de que sentía cierta

sensación de vacío... Paradojas. Me distrajo un punto el desagradable cantar de un pavo real que, sobre el techo de un ranchón, lucía su espléndida cola. Enfrente de mí pasó la alegría voladora de un tropel de gorriones hacia la granazón del arrocillo, tal vez. Contemplaba yo la arboleda comarcana a Palmares cuando oí pasos de cabalgadura en el empedrado. Era don Flor el jinete. Monté mi caballo y esperé a que llegase. Nunca amé tanto la vida como en ese instante de montar el hermoso corcel. ¡Una fuerte sensación de vida libre! Tuve la ingenuidad de pensar que iba a emprender una tarea a lo vaquero, tal como lo vieron mis ojos infantiles en el cine. Creo que el conquistador hispano no debió de sentirse tan satisfecho de sus triunfos como me sentí yo en ese momento. Figurábame que iba a tener todo un mundo bajo las herraduras de mi bruto cuatralbo. ¡Cómo empezaban a frutecer mis esfuerzos! Sentíame ardido, con ánimos de acometer cualquier empresa por ardua que fuese. Aguardé unos minutos, enristrados mis entusiasmos, hasta que oí el saludo de don Flor. Quien llegó tuteándome. —Creí que ibas a estar atufado conmigo —díjome. — ¿Yo? ¿Por qué? —Por la tomadura de pelo de ayer. — ¡Vaya una tontería! —exclamé con gesto avinagrado. —Se ve, se ve que no eres hombre de pararte en pelillos. Rio, y le temblaba el vientre sobre la silla de montar. ¡Una figura más ridícula! En tanto, yo... Cierto que era dudosa mi destreza como jinete, pero no obstante me creía tan ágil como los hazañosos héroes del Oeste americano. Quise contestar altivamente a don Flor; sin embargo, di la callada por respuesta. Él, muy cordial, me indicó: —Vamos. Seguí adelante. ¡Mi primera salida! La asocié con la de don Quijote, y hasta me hice de cuentas que don Flor venía en un jumento... Sensación que duró poco, porque, según bajábamos la cuesta, me vi detrás de él. Seguimos hacia las tierras en cultivo. Instantes después oíamos el ruido de las acequias y nos acercábamos a una puerta de alambre de púas que un peón vino a abrir, solícito. Oíase el trepidar de un tractor: Robot, el de los dientes y las garras de acero, arañando rabiosamente la tierra. Había una brigada de peones, unos

con azadas y otros con sacos de semillas que iban arrojando en el abierto surco. Llevaban a cabo la labor de manera apremiante, doblados sobre la roja besana. Veíanse muchos árboles de mangos recortados, con sus brazos truncos hacia el cielo, mostrando copioso renoval en sus aborrachadas y tiernas hojitas. Ya su alrededor, hasta los lindes del surco circular, el suelo cubierto de serojos y ramizas. A poco vino a unirse a nosotros Balbino Soltrén, el capataz de esta brigada, un hombrecillo desbarrigado y canijo, pálido, con la barba bastante crecida. Nos saludó con muchos tiquismiquis, hasta con un golpe de sombrero. De aquel su sombrero de cogollo, de anchas alas y estrambótica vitola. Don Florencio contestó a dicho saludo con visible soberbia. A mí se me figuró ridículo el capataz porque he creído siempre que no se necesita tanto tiquismiquis para ganarse honradamente un jornal. De vez en cuando la peonada mirábame de refilón, con invencible curiosidad y creo que con cierta hurañez. Observé tal actitud sin pensar en la desventura —que ahora me parece horrible— de esta gente. Sentíame en estos momentos libre de serias preocupaciones, pues ya me creía vencedor desde antes de entrar en la nueva lucha. Encontré lo más natural del mundo que ellos trabajasen en tales condiciones. Hallábame dominado por infantil egolatría. Cabalgamos hasta llegar al sitio donde trabajaba el tractor, a cargo del cual había dos hombres. Hundíase la reja en la tierra arija y, mientras las vertederas echaban el terreno hacia el lado, percibíase un fuerte olor a naturaleza herida en pleno vientre. La casa solariega de Santa Rosa domina sus dependencias trepada en su cerro cabe un breñal, y tal me parecía que se ponía la mano sobre las cejas para sombrearse los ojos y ver mejor. La risa vieja de su balcón estaba llena de sol. Inclinábase la cepa de bambúes como si hiciese reverencias. Y más abajo el ingenio, el antiguo ingenio que guardó muchos bocoyes33 de azúcar y botijuelas34 de miel en sus almacenes, con su chimenea de ladrillos, alta y enhiesta. Seguimos adelante al otro lado de la carreterita blanca. Nuevo rumor de acequias. Nos detuvimos a esperar que el primer capataz se acercara. Junto a nosotros, un grupo de cinco gráciles palmas salían de una hondonada

exhibiendo su talle esbelto y los senos de sus racimos, y movían la cabellera con coquetería, como flirteándole a un flamboyán engalanado de rojo que proyectaba su sombra en una alfombra aborrachada. Ante don Flor y yo, un callejón desde el cual se extendía el rumoroso cañaveral hasta la carretera pública. Al otro lado del callejón, una porción de caña en brotes, y más allá, donde trabajaba el peonaje, la siembra. Acercose Lope Corchado, el primer capataz de Santa Rosa, jinete sobre chongo perezoso. Saludó medio levantándose el sombrero. Calzaba viejas botas, remendadas con tiras de cuero por algún remendón rural,35 y gruesos zapatos del país con dos orejeras enfrente y sobre el tobillo. La ropa que lucía no podía ser más desgarbada. ¡Una figura estrambótica la de este Lope Corchado! Parecía un despreocupado salteador de caminos este hombracho de gesto repulsivo, con una cicatriz sobre el labio superior que le partía el bigote ralo en dos. Cara de zorro, ojillos saltones, color encendido. Tarda la actitud, visible actitud de hombre matrero. Me le quedé mirando con insistencia como para hacerle patente que yo era el jefe y él sonrió con sonrisa de malo diciéndome: —Se revienta uno con esta gente, míster Borrás. Me llamó así, anteponiéndole a mi nombre el míster, y la voz zalamera ya me indicaba su pobre condición. Yo permanecí callado, pero él continuó: —No puede uno virar la espalda, porque se quedan como espeques. Nada comenté. Me molestaba la actitud de este hombre que empezaba a quererse bienquistar a costa de los peones. Don Florencio gruñó: —Es verdad lo que dice Lope. Hay que estar constantemente sobre ellos. Que sepan que no vienen a robar el jornal, sino a ganárselo. ¡Todos no van a ser señores! Es indudable que debe haber peones... Habló el buey y dijo mu.36 Tal me pareció que sus pómulos se le alargaban para clavarse en mis ojos, y cuando oí su « ¿No te parece?» tuve la debilidad de decir: «Es verdad». Y callé. Pero qué sé yo, a pesar de lo antipático que me pareció este Lope Corchado, experimenté cierta satisfacción por su cortesía exagerada y servil al jefe, a mí. Fuimos de sitio en sitio, mientras don Flor me instruía en mis deberes de jefe de colonia. Como ya me sentía plenamente atado a mis obligaciones, oía con atención las advertencias y consejos de mi acompañante, aun cuando a

veces me parecían estériles o sin sentido. Es bastante extensa esta colonia y visitamos casi todos los rincones, bordeando cañaverales o malezas, observando las siembras y alguno que otro hato de ganado. Como ya indiqué, apenas me fijé en los peones y me entraron ciertos humos... Cuando bordeábamos el camino que separa las dos haciendas, la gente que por allí transitaba deteníase un punto a mirarme, porque para ellos era yo rara avis.37 Había pocos agregados en la colonia. Fue calentando el sol de un modo bárbaro, y ya cerca del mediodía don Flor decidiose regresar a Palmares, dejándome «en conocimiento de tus deberes», según me explicó. Mientras él se alejaba hacia el portón negro, me le quedé mirando unos instantes y volvió a pasar por mi mente la idea del jinete sobre jumento... Oí el lejano pito del tren y mi espíritu se estremeció de recuerdos. Yo que, sin saber por qué, amo tanto el tren, aquel día lo amé con nostalgia inefable: me imaginaba a Sarah asomada a una de sus ventanillas diciéndome adiós con su pañuelo empapado en lágrimas. Pero la suerte estaba echada.38 Volví las riendas de mi corcel, el cual caminó lentamente. Sol quemante, cielo claro, con algunas blancas nubes errátiles. Caía la luz cenital sobre la exuberante verdura y la roja besana afogarándolo todo. Hasta mis oídos llegaron gritos de los muchachos que conducían el ganado a las charcas. ¡Solazo bravío del mediodía! A lado y lado de la carreterita, los espeques parecían tener ansias de meterse bajo la sombra de la línea de cocoteros; pero el alambre de púas complacíase en sujetarlos. Las yerbas que se asomaban a las acequias experimentaban un contento extraordinario, riendo con su júbilo verde. Alguno que otro sapo croaba... Clavé las espuelas en los ijares de mi cabalgadura y dio tan vivo salto que por poco me desarzona. Me afirmé en los estribos. En el camino encontré algunas mujeres y rapaces que llevaban el almuerzo a sus esposos o padres. Mientras me acercaba más y más a la casa solariega de Santa Rosa, imaginábame posibles aventuras, mis entusiasmos en ristre. Tenía la convicción de que aquí me había traído mi voluntad firme, feliz vencedora de obstáculos. *** José Dolores es un hombre de más de cien años que por lo ágil y avispado

que es, no da manifiestas señales de ancianidad. Cuando se quita el amplio sombrero de cogollos muestra su pelo ensortijado y níveo que hace vivo contraste con el rostro negro de líneas severas. Irradia simpatías este jirón de humanidad buena, humilde, servicial; hombre de memoria privilegiada que relata incidentes acaecidos generaciones atrás como si los estuviera viendo en el instante de la relación. No está doblado este cedro humano y ríe ante las vicisitudes de la vida con discreta risa de comprensión. José Dolores me ha tomado un cariño paternal. Como ha nacido en Santa Rosa y ha vivido casi toda su vida aquí, es la confianza de las señoritas a quienes sirve hasta de consejero. ¡Admirable José Dolores, tan bondadoso y suave! Yo, desde luego, le quiero como a un buen padre. José Dolores me pidió permiso para llamarme Juanito, y yo, gustoso, se lo concedí. Hasta le pedí que me tutease. Comprendo que en el fondo soy muy sentimental y cualquier manifestación de afecto me conmueve mucho. Una mañana el buen viejo me esperaba al bajar la escalera, con el caballo cogido por el cabestro. —Buenos días, Cheroles. (Así lo llaman en Santa Rosa.) —Buenos días. Pedí a doña Lela que te cediese estas espuelas de plata y me dijo que sí. ¿Sabes de quién eran? De don Carlos, el difunto. El padre de las señoritas. Doña Lela las tenía guardás. ¿Quieres ponértelas? — ¿De veras, Cheroles? ¿Así me quieren aquí? —Ni más ni menos. —Gracias, viejito —murmuré, dándole unos amigables golpecitos en la espalda. Creo que don Quijote no recibió tamaña alegría cuando fue consagrado caballero. Salí hacia mi trabajo rebosante de regocijo. Hasta me parecieron dignos de admiración los hongos, áfilos y blancuzcos, que crecían en el estercolero de boñiga y horrura. Tal era mi gozo, un gozo íntimo que me invitaba a ser bueno y tolerante, a ensanchar los horizontes de mi alma. Desde aquel día José Dolores es un símbolo para mí. Los momentos más agradables los paso en su compañía, oyendo sus refranes, saboreando su innata festividad en el decir. Está en pie el primero de todos, ordeña las vacas, me trae el caballo, atiende los animales, procura el forraje, complace a las señoritas y aún le sobra lugar para el cuento, para estar de buen humor,

para no enfadarse nunca. Yo hubiera querido que aquella mañana se hubiese alargado en una mañana eterna de buen deseo. Figurábame que estaba el cielo más profundo y azul, más clara la atmósfera, más azul la línea ecuórea, más verde el arbolado... ¡Como si las espuelas de plata hubiesen tenido un poder mágico! Me sentí alípedo, mensajero de un gran júbilo. Mi cuatralbo corcel vibraba bajo mi persona como un cuerpo de maravillas... Era muy temprano aún. Di una vuelta por los terrenos sembrados detrás de los breñales de Santa Rosa para luego irme a dirigir las siembras y los desyerbos de enfrente, entre la carretera pública y los breñales. Dirigíase la peonada a su labor, la azada al hombro y el machete en la mano. Me encontré con dos yuntas de bueyes, dispuestas para el arado de una porción de terreno donde no era prudente usar el tractor. Iban guiadas por un muchacho sucio, de unos catorce o quince años, con unos pies duros, a prueba de pringamoza y moriviví. Al verme, animó los animales dándoles nombres cariñosos. Me sonrió, cordial. Correspondí su cordialidad sonriéndole. Oíase el ruido del tractor que en la heredad próxima, al otro lado del camino vecinal, abría surcos. Distinguí a don Flor a lo lejos dándole órdenes a su capataz. Yo, por no dejar de ser menos, me dispuse a dar órdenes también: quería que se aprovechase toda faja de terreno, que se abriesen surcos todo lo más pegado posible a las cercas. Cuando los peones estaban ya trabajando recorrí los campos de labor con la mirada. En los cañaverales, ya crecidos, regaban agua unos mozos y desyerbaban algunos hombres. Estaban con la ropa completamente mojada por la humedad de las plantas. Movíanse entre la multitud de matas formando ruido de paja. Aún yo no sabía apreciar lo ardua que es dicha tarea. En los terrenos sembrados pocos días atrás, en cuyos surcos acababan de abrotoñar las semillas, movíanse también regadores, abriendo y tapando acequias con la pala de corte, en tanto que el agua iba ennegreciendo la tierra rojiza. Los regadores apenas daban tregua a su faena. Un grupo de rapaces y mujeres regaban el abono, que formaba cenicientos caminitos. Sin embargo, yo no mandaba mucho. Mateníame en discreta observación, tratando de asociar las teorías de que está llena mi mente con la práctica sobre el terreno. Corregí algo, empero. Deseaba avezarme a la labor sin tener que

acudir a inútiles exhibiciones. Ahora estaba junto a Balbino Soltrén, este hombre paliducho y canijo que más bien parece un residuo humano. Expectoraba muy a menudo. Díjome: —Me está llevando el diablo con esta monga. Y yo que tengo un catarro encerrado... Balbino no es malo en el fondo. Es un hombre a quien se le ha enseñado a tener una idea falsa del deber. Pero, me consta, no es malo. Aquella mañana, tratando de congraciarse conmigo, me dio algunas quejas de los peones, pero yo le indiqué: —Para eso está usted ahí: para que haga humanamente cumplir sus obligaciones a esta gente. Di cierto énfasis a la palabra humanamente y ello no pasó inadvertido para el capataz. Me pesó después de haberla pronunciado, porque los individuos la interpretarán de distintos modos. A alguien le dará cierta idea de holgazanería. Es indudable que todavía hay gente que cree que mientras «más a la buena de Dios se viva39 —expresión ambigua que se presta a diversas interpretaciones—, más humano se es». Habrá quien crea que la vagancia humaniza más. Pero basta de conjeturas. Los ojos de Balbino me dijeron: «Se conoce que es usted un solemne bisoño». A mí, claro, me mortificó la velada acusación, pues nada hay que nos mortifique más que cuando alguien nos echa en cara nuestros defectos, y exclamé: —Usted me entendió, ¿verdad? —Sí, señor. —Entonces... —Nada he dicho. Callé. Me dieron ganas de decirle: « ¿Y la cara que has puesto, idiota?». Él bajó la vista ante la insistencia de mi mirada, para luego ponerse a dar instrucciones a un trabajador. Fue entonces cuando sorprendí el gesto de aquel hombre, uno de los peones. Gesto huraño, dientes apretados... ¿Qué habría detrás de aquellos dientes apretados? En esto oí que Lope me llamaba desde la carretera y seguí a encontrarme con él. Me quería para que le explicara cómo se hacía cierta siembra. Algo que él sabía muy bien; sólo

buscaba halagarme. Cada vez se me figura más plomo este quídam. Se puso a hablar conmigo, colocándose a asentadillas sobre el caballejo, mientras se chupaba la cola de un cigarro. Alardeó: —Esta mañana tuve que poner a uno de vuelta y media. En cuantito uno vira la espalda se quedan cruzados de brazos. ¡Usted no sabe lo cabrones que son, míster Borrás! Después de todo, me produjo deseos de reír su pintoresco modo de hablar, pero me contuve. Era graciosa su actitud al creerse una gran personalidad, jinete sobre chongo perezoso. Quise bajarle los humos y murmuré: —Hombre, recuerde que usted está muy cerca de ellos. Y surtió el efecto deseado, porque en seguida cambió de conversación. Vive mal el hombracho con su vida envenenada de pequeñas cosas. Y mientras él decía sus vaciedades, el pobre caballejo que aguantaba su persona se puso en actitud filosófica, bajas las orejas y adormilados los ojos. Según alzaba el sol, iba notándose en los peones los efectos de la tarea. Sudor y fatiga. En los cañaverales oíase el metálico cantar de los coquíes. Barruntos de lluvia, según dijo alguien. Corrían nubes blancas a través del profundo azul, mientras algunas golondrinas volaban en círculo. Amortiguábanse las hojas de las plantas. Y allá, a alguna distancia, el melancólico «¡ooh, ooh!» del triste muchacho que cuarteaba las yuntas. Salí a dar una vuelta por los cañaverales de Los Pozos, una vieja hacienda famosa por la crueldad de sus antiguos dueños para con sus siervos y adscrita desde muchos años atrás a Santa Rosa. Dicha hacienda es una heredad comarcana a Los Naranjos, otra vieja estancia cedida bajo arriendo a don Oscar de Mendoza. Este arriendo nada tiene que ver con la corporación que yo represento en Santa Rosa. Camino a Los Pozos pasé junto a una charca, en cuyas cercanías, bajo la sombra de un grupo de árboles, lavaban ropa unas cuantas mujeres. Levantose un cuchicheo entre las lavanderas, y yo, que soy algo timidote, apenas las miré. Empero, pude notar que casi todas eran mujeres desgreñadas y míseras, con los senos caídos, hechas un montón de ruinas. Tenían las diligentes manos metidas en la espuma que llenaba las petacas. Me alejé, sendero arriba, hacia Los Pozos, en tanto se oía la música bárbara de los cascos brillosos y negros en la ropa.40 Estuve de vuelta al punto del

mediodía. Almorcé con muy buen apetito, hice un corto descanso en mi aposento, y ya me disponía a salir, cuando vi que el cielo estaba completamente achubascado: era inminente el aguacero. No se hizo esperar; pocos instantes después se desencadenó un fuerte aguaviento, con ráfagas tan bruscas que más bien parecía una tempestad. Estábamos en época tormentosa y en estos meses una ventolada no es ninguna sorpresa. Hubo de suspenderse la labor del día, pues continuó lloviendo durante casi toda la tarde. Di órdenes a Lope y a Balbino para que levantasen la peonada, y en lo que escampaba, me entretuve, primero en conversación con las señoritas en la sala, y luego leyendo en mi habitación. Doña Lela habíame procurado un escritorio, ante el que leía. Se muestran muy hospitalarias conmigo estas señoritas. Antes de que escampase tuve que salir a cumplir ciertas obligaciones. Ya al anochecer —un anochecer claro y húmedo— salí de la casa junto con Chelores. Nos detuvimos ante la charca de aguas dormidas, cubiertas en parte por las ramas de un frondoso árbol achaparrado. Oíase el croar monótono de los sapos y la metálica voz del coquí. Las nubes blancas, al pasar, ponían una fantástica claridad en los pantanos del camino y en las aguas espejadas de la charca. Rumor de alas. Piaban unos pollitos, llamando a la madre que se había subido en un arbusto de grandes flores amarillas. — ¡Usted habrá trabajado, Chelores! — ¿Adónde irá el buey que no are?41 —respondiome. Me sonó melancólica su trémula voz en el silencio de la anochecida y mi alma se llenó de súbita tristeza, como si sobre ella hubiesen descendido muchas ráfagas de sombra... *** Otro día, cuando hubo llegado el crespúsculo, salí para casa de don Flor. Era una tardecita transparente, iluminada por la luz roja del sol agonizante, llena de sombras alargadas y fantásticas. Y en el espíritu, un mágico florecer de melancólicas ansiedades. Hasta el mugido de los bueyes se adentraba en el espíritu como un reclamo agonioso. Y cuando llegué al portón negro que da salida a la carretera, súbitamente me sorprendieron sus rejas. Habíase ocultado el sol. Apresurose Siño Pablo a darme paso, mientras que, desde una ventanuca, nos miraba Masia, su mujer, una humanidad enclenque y

achaquienta, envuelta su cabeza en un paño a cuadros. No se ve muy vieja: es una mujercita avispada y habladora. Echó Siño Pablo a toser mientras aflojaba la cadena que enlaza las dos hojas del portón. El viejo aparenta estar hecho un podrigorio, aunque, en verdad, se agarra de la vida con arrestos tenaces. Usa alpargatas como en otros tiempos y su actitud es un eterno lamentarse de «los buenos tiempos de enantes cuando se vivía de a verdá». Hinqué los ijares de mi caballo con mis famosas espuelas de plata, pues esta cabalgadura era más remisa que el cuatralbo corcel, el cual yo montaba por la mañana solamente. De mediodía abajo montaba cualquier otro caballo, muchas veces flojón. Ahora las herraduras golpeaban en pleno pecho de la calma crepuscular. Al pasar por frente de la pulpería42 vi a unas mujeres en los altos, a quienes dije adiós levantándome el sombrero. En el portón de entrada a Palmares había un caballo ensillado. Un peón se adelantó a asegurar el mío y subí al encuentro de don Flor. Estaba en su oficina con otro caballero. Invitome a entrar. — ¡Hola, Juan Antonio! ¿Por qué no habías venido antes? —He tenido que trabajar mucho. —Se ve que eres diligente, hombre. A propósito, tengo el gusto de presentarte a don Juan Pedro Moreau. Las palabras de rigor. Estas palabras antipatiquísimas y falsas que se inventaron unos pobres diablos. Me pareció simpático Juan Pedro desde el primer momento. Un hombre joven, bastante grueso, de regular estatura, más trigueño que blanco, rostro aguileño, con cabello tirando a bermejo. Ojos reidores tras de los cristales. Me hizo buena impresión su fuerte apretón de manos, su amplia cordialidad, su inconfundible bonhomie.43 Según lo que en seguida pude observar —y que más tarde he corroborado— es un hombre llano, sencillote, muy amigo de la broma discreta e inofensiva. Eso, a pesar de su particularísima posición en la comarca, donde vive casi endiosado. —Parece que acaba de salir del Colegio, ¿no? —Efectivamente. — ¿Y qué tal de trabajo?

—Creo que todo va bien. Cuando iba a retirarse, me ofreció su cooperación invitándome a su casa. —Vaya usted con él, don Flor. Quedamos en visitarle la siguiente noche; él se despidió diciéndonos que nos esperaba. Reafirmamos nuestro ofrecimiento. Ya ausente Juan Pedro, encendió don Flor un cigarro y se puso a hablarme de la vida de los Moreau. —Son gentes que siempre han vivido como condes. En su juventud, el padre de Juan Pedro, llegado recientemente de Francia, fue mayordomo de Palmares, hacienda que en aquel tiempo pertenecía a unos franceses, dos hermanos sin familia —muy despreocupados, unos solterones empedernidos. Fue la hacienda más famosa de estos contornos, con más de tres mil cuerdas de terreno, sus grandes hatos, sus copiosas cosechas de café y caña, su prestigioso ingenio, sus memorables festivales y su extensa servidumbre. El mayordomo casó con una muchacha cuarterona,44 sencilla y hacendosa. Algún tiempo después, consagrados por la buena suerte, vinieron a ser dueños de Palmares. Para este tiempo ya habían tenido una nena a quien llamaron Rosa. No decayó la fama de Palmares; al contrario, más bien aumentó. A pesar de ser don Juan Moreau un hombre de mucha organización, era un carácter benigno, un buenazo que se captó la simpatía de toda la gente. Hizo de Palmares una de las mejores haciendas de esta sección de la Isla. Adquirió prestigio de hombre adinerado y a su casa fluían los estancieros, los políticos, la gente humilde y hasta los pordioseros de distintos puntos, pues era mucho lo que se hablaba de su generosidad. Tuvieron dos hijos más, uno que falleció antes de cumplir los diez años y Juan Pedro, el menor, las querencias del padre. Creció Juan Pedro mimado de todos, y ya un joven de más de veinte años fue enviado a Francia a proseguir estudios superiores. Pocos meses antes se había casado Rosa a disgusto de doña Catalina y ésta cifraba su dulce egoísmo de madre en el mozo, quien, según la gente, «es el mismo padre, aunque con los labios un poco más gruesos». El primer año lo pasó muy discretamente en Francia, pero luego que empezó a tener amistades se volvió un bohemio redomado. Gastó mucho dinero; desoyó los consejos de doña Catalina, a quien embaucaba con cualquier excusa trivial. Para hacer dos años de ingeniería estuvo más de tres,

y una vez agotados ya los consejos de la madre, se presentó en Palmares sin previo aviso, acompañado de una muchachita y una niña. Habíase casado con una francesita pobre que estudiaba con miles de esfuerzos. En un principio estos amores fueron un pasatiempo, pero el joven se sintió finalmente subyugado por ella. Conoció a la muchacha y a una hermanita suya en casa de unas tías, pues eran huérfanas. Ya consumado el matrimonio, él pensó en doña Catalina. Pidió dinero, según él para pagar unas matrículas atrasadas, y fue así como pudo sacar pasaje y presentarse por sorpresa un día acompañado de su mujer y de la hermanita. Pasados los primeros días de la impresión, poco a poco fueron acostumbrándose en la casa a la nueva vida, y doña Catalina y la nuera simpatizaron mucho. La niña, a quien Juan Pedro — recordando los cuentos de un gallego compañero suyo de estudios— llamó Pepiña, sintiose satisfecha de su nuevo hogar. Y olvidó su propio nombre, Josefina. Empezó la reorganización de Palmares, que ahora sería administrada por Juan Pedro. Entregaron la herencia del padre a Rosa, sustituyeron las antiguas casas de vivienda, viejas, de anchos balcones y techo a cuatro aguas, por el suntuoso palacete que tan bella apariencia ofrecía. Ivonne, la esposa de Juan Pedro, demostró ser muy diligente y hacendosa: empezó a chapurrar muy pronto el español y se hizo querer de todos. Juan Pedro no administró bien, cerró unos malos negocios y doña Catalina tuvo que intervenir. Arrendó los mejores terrenos —los más llanos— a la Central, dejando, además de unas cuerdas alrededor de la casa, las tierras quebradas, con sus montes, sus abras y sus cafetales. Preparó cercados en otras fincas más pequeñas que poseían y allá fue llevado el ganado de menos necesidad. —Hace algunos años que la Central tiene este terreno arrendado— terminó diciéndome don Flor—, y acá, entre nosotros, Juan Pedro no está del todo bien, pues ni aun los cafetales supo administrar. Además, quiso revivir el ingenio que tanta fama tuvo en su tiempo y para montarlo gastó mucho dinero que nunca ha de pagar con el azúcar que saca. Eso, a pesar de que él mismo dirigió el montaje. Parece que le picaban las ganas de dar a conocer lo que aprendió en París... Rió don Flor con su «Je, je, je» tan socarrón y antipático que no pude evitar un gesto de desagrado, el cual él no quiso echar de ver. Don Flor, con

los codos apoyados en la mesa de trabajo, las quijadas en las manos, los ojillos maliciosos y la boca aguzada, presta a soltar el chisme, me pareció la más repugnante de las criaturas. Dicen que los adiposos45 son por lo común gente de buen humor e inofensiva, pero eso no reza con don Florencio Rosado, dispuesto siempre a encender la llamarada del odio. Nunca ha conocido lo que es ser padre y es por eso que ni aun siente la religión del hogar. Eso no quita para que ofrezca misas y se ponga de hinojos, muy reverente, algunos domingos en la iglesia, y que el sacerdote le considere modelo de hombre temeroso de Dios. Ahora mismo hablaba de su persona y me parecía que su enorme vientre estaba a punto de echar a volar como un globo inflado. —Cuando llegué aquí, las cosas andaban manga por hombro, 46 y los peones hacían lo que les venía en gana. En menos de dos años, Palmares es otra cosa. Me habló con aires de suficiencia, haciéndome una multitud de recomendaciones. Buenamente creía que aconsejándome me libraría de espeluznantes derrotas. Bueno, él es la confianza de don Oscar y nada se hace sin consultársele. Al llegar a este punto me entraron ganas de reír, pero me contuve. Contemporicé por no entrar en discusiones estériles, en tanto que, para mi capote,47 pensaba: «Ea, señor don Toribio Vientre, en verdad que es usted todo un pozo de sabiduría». Le dije, con ironía que él no entendió: —Noté que don Oscar le distinguía mucho. —Y eso que tú no has visto... Abajo se oían los ladridos de los enormes perros. En esto se presentó doña Paquita en la puerta a decirnos: — ¿Quieren pasar a la sala? Accedimos. ¡Bastante estúpidas son estas visitas en que uno tiene que, pacientemente, soportar todo lo que quieren decirle a uno un par de personas desgraciadas y ególatras! *** Llegamos al anochecer. Ya alumbraba la luna, haciendo resaltar la blancura del enlucido de la suntuosa residencia. Los recintos estaban circundados de deliciosa penumbra. Los bucares, los mangos, los robles, los

ausubos y otros árboles abrían el ramaje empolvado de luna. Flores. Un maravilloso jardín, enfrente de la casa, con sus perfumantes lirios, rosas, jazmines y damas de noche. La residencia de los Moreau es un majestuoso edificio de concreto de dos plantas, con amplios balcones de hierro y unas graciosas torrecillas sobre el techo.48 Tiene aspecto señorial. Situada entre tanto verde ofrece una vista espléndida. Detrás del palacete está situado el antiguo ingenio con sus venerables muros de viejas construcciones, sus grandes secadores, sus viejos y hasta misteriosos aljibes en cuyas piletas croan melancólicas ranas; sus fondos, sus membranzas de aquellos tiempos... Me cautiva la vieja hacienda de Palmares, acerca de la cual corre un sinnúmero de historias. ¡Y cuidado que los viejos hablan de la época en que Palmares y Santa Rosa no se llevaban bien! Juan Pedro salió a recibirnos. Encendió la bombilla del balcón y nos dijo: —Dejen los caballos amarrados en esas cepas de bambúes. Bajó los cuatro escalones, nos saludó cordialmente y luego, ya en el umbral, se detuvo para invitarnos: —Entren, jóvenes. Él hizo una guiñada hacia don Flor, que murmuró interrumpiendo sus palabras con su característico « ¡Je, je, je!». —El corazón siempre es joven. Hay jóvenes por la edad que son más viejos que los viejos. La sátira era dirigida a mí. No sé por qué. En unos pocos días don Flor se había tomado mucha confianza, una confianza que yo no le di nunca, por lo que ahora, al oír sus palabras, arrugué el entrecejo en un gesto de hosquedad manifiesta. Entramos. Las presentaciones de rigor. Primero, madame Moreau, née Ivonne Duval.49 Una señora muy simpática, trigueña, bastante joven aún. Vestía un sencillo traje de casa; unos finos lentes. Toda su personalidad irradia cordialidad no fingida, pues tanto las personas de condición como la gente humilde la quieren de veras. En cuanto a Pepiña, la cuñada de Juan Pedro, apenas puedo decir cómo es; resulta tan atractiva su personalidad que es para sentirse a su lado y no para decirse. Es una muchacha en plena

mocedad, de algunos dieciocho o veinte años, alta, elegante, soberanamente simpática. Al reír se le forman dos graciosos hoyuelos en las mejillas, apenas perceptibles. No es una belleza única, quién sabe esté lejos de serlo; sin embargo, desde aquella misma noche la pensé la más bella de todas las mujeres, por su distinguida sencillez, por su inexplicable don de gentes, por su actitud discreta. Y luego dos niños, Juanito y Víctor, de trece y once años, respectivamente. Dos niños muy graciosos y formales que me dijeron unas palabras indudablemente sacadas de alguno de esos odiosos manuales de buenas costumbres y buenas sandeces.50 Doña Catalina, la madre de Juan Pedro, vive en los altos con su servidumbre. No la vi aquella noche. La sala, sencillamente amueblada. Dos cuadros en la pared; sillones, butacas y un sofá de cojines; un piano, una radio y dos tiestos. La lámpara eléctrica imita una araña con cinco bujías. En todo eso me fijé de una sola ojeada y en todos se reflejaba el gusto sobrio y refinado de estas dos encantadoras mujeres. A pesar de que era la primera vez que yo visitaba a los Moreau, su amplia cordialidad me invitó a hacerles muchas preguntas, casi todas ellas sobre la vida en Francia. Yo siento vivo entusiasmo por este país prócer; uno de mis abuelos fue francés y yo me siento orgulloso de esa sangre. Me hicieron cálidos elogios de la vida francesa. Ahora siente Ivonne que Puerto Rico — patria de su esposo y de sus hijos— es su propia patria. Aquí, después de todo, ha vivido los días más felices de su vida. Y tal parece sentir que lleva, con sus antepasados, tres o cuatro generaciones en Palmares. Los cuentos de doña Catalina y Juan Pedro la entusiasman. Nuestra visita duró hasta después de las nueve. Pepiña —la galleguita teórica— ejecutó alguna música en el piano. Se puso la radio51 y, a pesar de sus ruidos infernales, nos divertía bastante. Nos sirvieron unos refrescos y unos confites. Pepiña me confesó que le gustaba leer mucho, que tanto le habían subrayado el hecho de ella llamarse Pepiña, que a veces se olvidaba de su nacionalidad. Todo lo expresó con un delicioso dejillo que arrastraba hondas simpatías.

Cuando nos retirábamos, nos recomendaron que no nos olvidásemos de la casa, y Juan Pedro nos invitó a ir de caza «uno de estos domingos». ¡Una gente tan agradable! A la verdad que nos atendieron con inolvidable cortesanía, una cortesanía sana, absolutamente natural. El don de agradar, el atrayente empressement52 de que hacen gala es algo congénito en ellos y sale a la actitud sin esfuerzos, como el chorro claro en el surtidor. *** De paso, en casa de don Flor conocí a Manuel Cabañas, carpintero de esta colonia. Un hombre alto, serio, de facciones abultadas y grueso bigote, cual se ven los bolcheviques en las fotografías; un obrero bien conservado, de mediana edad, cazurro a primera vista, como si su taciturnidad barruntase brusquedad. Pero, después que se le trata, varía uno de opinión respecto a su persona. Porque Manuel es un modelo de hombre: formal, austero, hasta bonachón. Eso sí, apenas sonríe y su palabra cae grave y va directa al corazón abriendo simpatías. Es un reloj, al decir de la gente: cumplidor extremado de sus deberes, muy puntilloso. Vive la vida haciendo caso omiso de las pequeñas cosas que abruman otras vidas. Desde el primer momento me pareció interesante este hombre de pausada actitud y de carácter bondadoso y poco comunicativo. —Manuel ha venido a hablar de un pariente que acaba de llegar a su casa y desea trabajo. Según tengo entendido es un muchacho timidote. Como ahora yo no tengo sitio para él te lo recomiendo. —Bueno. ¿Y qué quiere que haga por él? —Mira a ver. Cualquier trabajito; él es trabajador y pega a cualquier cosa. — ¿Y se llama? —Segundo Marte. Anoté su nombre y dije: —Esta semana ya nada se hará, pero puede decirle que vaya el próximo lunes. Manuel asintió con un movimiento de cabeza para luego pronunciar: —Se lo agradeceré mucho. Ese muchacho viene casi del otro lado de la Isla. Es huérfano y vino persiguiéndonos desde allá. El carpintero se retiró. Don Flor clavó en mí sus maliciosos ojillos y rio

mostrando su dentadura helgada. Pensé que la sonrisa se desacreditaba en su boca. Después de todo, ¿quién duda que la primera sonrisa fuese un gruñido amenazador al encontrarse dos rivales? Decididamente, don Flor y yo no hacíamos migas.53 — ¿Todavía no conoces al padre de Manuel? —No, señor. —Es un tipo muy interesante, paralítico desde hace muchos años. Manuel no se ha casado nunca por cuidar de su padre. Hasta hace los menesteres de enfermera cada vez que el viejo tiene que tumbarse. Son dignos de admiración su amor filial y su bondad ingénita. Sinceramente te lo digo, lo admiro. Hizo una pausa para luego añadir: —Acá, entre nous... Es su peculiar aviso para el chisme. Asumí tan indiferente actitud que en seguida exclamó: —Si no quieres, no te digo nada. Me alcé de hombros. Y él, acaso por mortificarme, repuso: —El padre de Manuel se llama Hipólito. Lo mientan don Polo. Es un viejo muy manso... porque no le queda otro remedio. En su juventud dio mucho que hacer. Es un hombre de historia en el socialismo. Estuvo en la cárcel un millón de veces. Y ya paralítico, no le quedó otro recurso que la mansedumbre, como manso es el león enjaulado. Dios sabe lo que hace. A perro vicioso, cadena corta.54 Ahora, no es que yo crea que él es malo, sino que eso de la igualdad entre los hombres es pura majadería. Un sueño, amigo. Nada más que un sueño. Caramba, tienen que haber ricos y peones, ¿no crees? Se interrumpió para decir: —Luego te diré más. Santas Pascuas:55 para mí era igual. Parecía que don Flor esperaba estimular mi interés cortando abruptamente la relación, pero yo seguí aparentando indiferencia. Entonces él hizo un chiste. Se lo rio de una manera bárbara. Hizo otro chiste. Y chiste tras chiste, se olvidó de los Cabañas. Sinceramente se lo agradecí, porque ya me mortificaba que hablasen mal de esta gente tan buena.

—Tiene usted mucha sal, don Flor. Él comprendió mi mordacidad, pero no se inmutó. Replicome: —Dices verdad. Sólo que me falta la pimienta tuya. Reí para darle otro giro a la conversación. En mala hora. Rompió a hablar de sí mismo, encontrándose el mejor de los hombres. Se las echó de hombre insustituible, y no pudiendo aguantar por más tiempo su conversación me despedí, con una excusa de ocasión. *** La hora del anochecer me ha impresionado siempre de una manera singular. En esos instantes siento que mi espíritu se abre, ampliándose de tal modo que recoge toda la Naturaleza en su seno. Me figuro que los pastos y las frondas me colman de verdor; que los pájaros llenan de vuelos y cantares mis predios; que las charcas de aguas dormidas miran desde mí con mirada turbia; que las claridades postreras, indecisas y fantásticas invaden mis rinconcitos íntimos; que la salvia, el higuillo, la albahaca me perfuman; que los vientos me adormecen con sus nanas... ¡Y esta ansiedad prendida al corazón! Aguardo. ¡Qué regocijo inexplicable cuando descubro el primer lucero! Después, mi alma es un vasto campo azul, en un sosiego indecible, que me arrastra hacia la eternidad. ¿Qué misterio se cierne sobre mi existencia llenándola de voces ultraterrenas? Aquella tardecita me ensimismé en la contemplación de un hatajo de bueyes que pacía en la distancia, sobre una loma. La luz roja, inspiradora de nostalgias, bañaba las cumbres. Los bueyes movían el rabo, con el hocico pegado a la yerba. Envidié la vida mansa de aquellos animales, con olvido absoluto de la amenaza del yugo. Y así estaba, asomado a un mundo maravilloso, cuando oí golpes de nudillos en mi puerta. — ¿Hola? Sonó la voz de Delmira: —Lo procuran. Al salir le sonreí con abierta cordialidad a la muchacha. Como me la quedé mirando fijamente, ella bajó los ojos, y murmuró: —Es Balbino. — ¡Ajá! Es Balbino.

Palabras sin sentido alguno. Y seguí mirándola al rostro. Ella vacila: no sabe si se va o no. Está pálida. Hay en su semblante un gesto encantador. Delmira. Delmira. Le hallo cierta musicalidad extraña al nombre. Ella parece que se siente llamada y ensaya el mirarme. No me mira de frente. La digo: — ¿Por qué me trata con tanta timidez? Ella iba a contestar algo, pero en eso se presentó Balbino y se rompió el encanto de la situación. Mientras ella se retiraba el caporal me decía: —Me dijeron que deseaba verme. — ¡Ah, sí! Para que vaya usted donde Manuel el carpintero. Le dice que lo necesito mañana. Como usted pasa por frente de su casa... —Muy bien. ¿Nada más? —Nada más. De súbito, añadí: —Pero... Bueno, mejor es que no le diga nada. Yo iré personalmente. De todos modos, muchas gracias, Balbino. —Puede usted ocuparme a confianza cuando lo necesite. A cualquier hora. —Se le agradece el ofrecimiento. Me le dice a Cheroles que me ensille el caballo. Media hora después me detenía frente al hogar de los Cabañas; una casa pequeña, semialta, con algunos árboles alrededor. Saludé. Contestó Manuel. Luego añadió: — ¡Ah, es don Juan Antonio! Súbase. Segundo, asegúrale el caballo a don Juan Antonio. Mientras el mozo cumplía la orden, Manuel me presentaba a su señor padre, don Hipólito Cabañas —don Polo, como le llaman los peones—. Está paralítico, sentado siempre en su sillón de ruedas. Es un viejo iluminado de bondad, enjuto, reducido, aunque bien se ve que fue un hombre vigoroso. Suave el gesto, mansa y tierna la mirada, sonrisa cordial. Se le pronuncia mucho el perigallo, muchas arrugas le surcan el rostro, tiene el cabello completamente blanco. Es un hombre de personalidad atrayente, con un corazón que le dice a uno: «Entra».

El buenazo de Manuel se sentó junto al anciano. Y yo enfrente de ellos. Los contemplé con honda simpatía. Primero Manuel, con su tipo exótico, con su taciturnidad. Y luego don Polo, lleno de resignación, iluminado de bondad. Han hecho de esta casuca un altar, satisfechos de su humilde moblaje, de sus viejos libros de temas socialistas; satisfechos de poder vivir... Manuel es la devoción en persona. A pesar de sus casi cincuenta años no se ha casado porque se ha consagrado a su padre, a quien tiene casi una fanática adoración. Lo ha hecho todo por él. Gana el sustento trabajando como carpintero. Hace tiempo que es carpintero de la colonia Palmares y todos lo quieren. Realiza las labores domésticas como la más cuidadosa ama de casa. Y siempre contento, a su modo. ¡Con qué devoción ha servido al Viejo en los días en que las enfermedades lo han echado en cama, vigilando sus sueños e insomnios, atendiendo a esos pormenores que harían sonrojar a un hombre que no fuese él! —Manuel es un santo —me dijo don Polo cuando el hijo, excusándose, salió por algún tiempo—. Yo no sé cómo ha podido vivir tantos años en una infancia sin juguetes, una mocedad sin juergas, una hombría tan seria y tan formal. No ha tenido tiempo de jugar, ni de enamorarse, ni de nada. Y siempre un niño conmigo. Yo le he aconsejado que se case, si es su gusto; que goce algo de la vida. Pero él me dice: « ¿Qué más gozo que servirle a usted, Viejo?». Me impresionó vivamente la revelación; pensé en los míos, contrito. Él prosiguió: —Nunca he visto a Manuel contrariado. Un día tras otro en la misma ímproba tarea, incansable, y siempre el mismo. Dios vino a verme, muchacho. Si por algo siento mi parálisis es por el sacrificio que se ha impuesto el pobre. Por lo demás, no. Agradecido le estoy a Dios que me dio un hijo tan bueno, tan formal y tan hombre. Porque es todo un hombre. Pero él ha sabido estrangular la natural libertad del hombre para dedicarse a mí. Luego don Polo me habló de su propia vida, de sus ansias de redención. Yo le invitaba a hablar, haciéndole preguntas, que él contestaba serenamente. Tuvo una juventud de luchas, primero como peón, luego de capataz. Tuvo que abandonar esto para dedicarse a la carpintería. Viajó de estancia en estancia, de pueblo en pueblo, hasta cruzar la Isla. Se casó con una muchacha

hacendosa, se le murieron tres hijos, pero subsistió el mayor, Manuel. Cuando sobrevino la muerte de la mujer, Manuel era aún un niño de escasa edad. Don Polo entró de lleno en el socialismo,56 desde las primeras batallas que se dieron. Luchó hombro con hombro junto a los grandes líderes de la actualidad. Fue perseguido, encarcelado, vejado. Él no se arredró. Pero llegó el día en que hubo de suspender sus actividades: se quedó paralítico. En un principio, sus camaradas le visitaron mucho. Luego se fueron olvidando. Suerte que quedó al amparo del espíritu fuerte y acogedor de Manuel. Y así se ha deslizado su vida hasta hoy. De historia en historia, dimos en hablar del socialismo, lo que tanto azora a don Flor. —Yo soy socialista desde niño —me aseguró don Polo—, desde aquellos tiempos de terrible barbarie, por el trato que se daba a los obreros. La felicidad humana debe ser compartida por todos y no por unos pocos. No se necesita leer a Marx para saber que al obrero se le usurpan sus derechos, que se le priva de sus más elementales necesidades, de que tiene derecho a ser libre y feliz. Yo admito la pobreza, pero una pobreza digna, que no sea una vergüenza. Nunca he podido explicarme la existencia de los millonarios haciendo contraste con la vida de los indigentes. Es a todas luces injusto. El egoísmo y no otra cosa es lo que produce las crisis. Caía la conversación de don Polo, y se llenaba la saluca con su palabra reposada. Afuera se hacía más honda la noche. Todo mi espíritu colgaba de los trémulos labios del paralítico, que continuaba hablando, como si estuviese invitándome a ser tolerante y bueno con los peones bajo mi dirección. —Es preciso arrancar de cuajo la desigualdad social. Es triste cómo viven muchos hombres fosilizados por las ideas tradicionales. Hablando don Polo, veía yo la tragedia, erguida desde adentro como una mala sombra. Pero me resistí a creer sus palabras, porque yo represento una corporación. «Es un fanático», pensé. «No vale la pena dar importancia a sus palabras.» Y prosiguió él: —El socialismo lucha en contra de la mentira patriótica. Los obreros hemos sido víctimas de constantes atropellos y ya es tiempo de que los hombres se libren de las falsas jerarquías, de tontas castas. Amigo mío, ¿por qué no hemos de tener derecho a un mendruguillo de felicidad? Luego añadió:

—Yo creo que el hombre no es malo. Lo que le extravía es lo atávico que hay en él, herencia de unas cuantas generaciones. Yo sé que esas ideas venenosas de castas y jerarquías son creación de sus progenitores. Pero el hombre debe tener el valor de librarse de ellas. Debe darse cuenta de que viviendo con prejuicios tradicionales e injustificados vive en perpetuo engaño. Yo no sé qué sugestión ejerció don Polo sobre mí desde un principio con su palabra acariciante e insinuadora. Es una idea hecha carne viva y doliente, un espíritu bueno que trata de compenetrarse de los dolores ajenos, que le hincan como clavos de martirio; este buen viejo que sabe sonreír sabiamente. Yo sé que tiene el corazón atortujado por las penas; que sufre la tremenda desventura de dominar la acción rebelde y callar; que está consumido de tanto esperar; que las desilusiones le zumban en el oído como moscas azules cantarinas de podredumbre; sé que ha llevado una existencia lacerada y que de su impetuosa pugnacidad juvenil sólo le queda un recuerdo; y al verle así, sentado en su sillón de ruedas, lánguidos los ojos, pensativa la frente, iluminado de sonrisas, pausada la actitud, me entran ansias incontenibles de tolerancia y amor. No lo puedo evitar, pese a las agrias amonestaciones de mi personalidad atávica que me insinúa: «Es un fanático». Estaba yo un poco abstraído cuando entraron a la saluca Manuel y Segundo. Venían de la tienda. Hacía rato que estaban allá, pero apenas me daba cuenta de nada, arrastrado como me sentía por la conversación de don Polo. Es Segundo un mozo de regular estatura, actitud nerviosa, pelo en desorden. Ojos claros, ligeramente más abiertos de lo natural, como azorados ante alguna amenaza; la boca apretada, frente amplia, perfil vulgar, rostro paliducho. A primera vista, un hombre insignificante, de raquítica personalidad; uno de tantos. Es éste el pariente de los Cabañas que me había recomendado don Flor y, dirigiéndome a él, le dije: —Vaya mañana por Santa Rosa. Tengo un trabajito para usted. No muy bueno para empezar. Se trata de regar agua. —Yo hago cualquier trabajo. Y convino en estar en Santa Rosa al otro día, temprano por la mañana. Don Polo me dio las gracias en nombre del mozo y yo experimenté una inefable satisfacción de haber hecho algo por el pariente de estos buenos hombres.

Después de haber cumplido la misión que me trajo a esta casa, me despedí y me alejé pensando en las ideas que acababa de enunciar el socialista de historia. Y ya sentí amagos de motín de revoltosas preocupaciones en mi espíritu. *** Tuvimos el día de caza que nos ofreció Juan Pedro. De dicha excursión guardo penas y regocijos. Sobre todo el descubrimiento de una amarga realidad. Juan Pedro nos llevó al sitio del ausubal de otros tiempos. Ahora quedaban pocos ausubos, unos árboles resistentes y altivos, y según me dijo Moreau ya estaban «señalados por el hacha, en beneficio de la caña».57 Me dolió tan amargo anuncio y pese a mi condición de «jefe de colonia»58 miré con profundo rencor aquel cañaveral de hojas flexibles e hirientes como un millón de espadas. Nos pasamos casi todo el día en un bosquecillo —resto de los extensos bosques de antaño— de altos árboles y urdimbres de bejucos. Eramos cinco los excursionistas: Juan Pedro, don Flor, un mozo llamado Jesús, Balbino y yo. Como Soltrén vivía por estos lugares, fue en su casa donde nos prepararon el almuerzo. Jesús y Juan Pedro cazaron algunas palomas; a mí me dio una lástima enorme ver el cuello desmadejado y las alas en cruz de las aves. El mozo locuaz, —el niño bonito de las jibaritas—, don Flor y Soltrén tomaron alcohol con exceso. Pusiéronse impertinentes, sobre todo don Flor, con quien tuve un choque de palabras. Sin embargo, me dominó el regocijo; un regocijo que subía como una enredadera tronco arriba de los robles florados, estos arbustos gráciles con su corona lila y su lluvia de pétalos a su alrededor, en el suelo; un regocijo maravilloso que ampliaba mis perspectivas interiores subiendo hacia la copa de los árboles, abriéndose en diminutas flores rojas sobre las yerbas, volviéndose vuelos en las alas mañaneras, volviéndose perfume en los soplos de la brisa, hundiéndose con las raíces en el seno de la tierra, asomándose a lo azul... Ya muy entrada la tarde y de regreso en Santa Rosa, Delmira me interrogó: — ¿Gozó mucho, don Juan Antonio? —Fíjate, te estoy tuteando. Llámame «tú» y no me digas más don Juan

Antonio. Somos jóvenes. Aquí yo me siento mejor que en casa, ¿lo oyes? ¡Mejor que en casa! Era que estaba borracho de júbilo. Delmira me arropó con una mirada inolvidable.

1 Expresión que significa: “La suerte está echada, no se puede volver atrás”. Alude a la acción tomada por Hernán Cortés (1485-1547) de quemar las naves para evitar deserciones entre su gente, ya que algunos soldados querían regresar a Cuba y desistir de la conquista de México. 2 Expresión en latín que utiliza la Iglesia en el ritual de difuntos o responso. Significa: “Descanse en paz”. 3 Cita de la primera parte del libro Así hablaba Zaratrusta del filósofo y escritor alemán Federico G. Nietzsche (1844-1900). 4 Esta escena la vivió en innumerables ocasiones el novelista, pues durante cinco años tomó el tren a la una de la mañana en la estación de Aguadilla para llegar por la mañana a Río Piedras con el fin de tomar cursos sabatinos en la Universidad. Siempre llevaba un cuaderno donde anotaba algunas impresiones. 5 Se refiere a los numerosos cines pueblerinos donde se proyectaban películas mudas, las cuales eran acompañadas con música en vivo. 6 Lo llama gomoso porque el personaje usaba brillantina y se peinaba imitando a Rodolfo Valentino, el actor aludido. 7 Se molestaba. También se dice No reparar en pelillos, expresión que indica no darle importancia a algo; olvidar los agravios. 8 El pueblo de Mayagüez, pues Juan Antonio estudiaba Agronomía en el entonces Colegio de Agricultura y Artes Mecánicas, hoy Recinto Universitario de Mayagüez. 9 Las máquinas de coser que se utilizaban entonces eran manuales, con una mano se giraba la rueda de la máquina para su funcionamiento, mientras con la otra se movía la pieza de ropa. Según se indica en el texto, madre e hija debían trabajar mucho, pues tenían “constantemente la rueda de la máquina en la mano”. Éste era un medio muy común que las mujeres de ese tiempo empleaban para subsistir. 10 Según la mitología, los marinos evadían los lugares donde se creía que habitaban las sirenas, pues los cantos de éstas los hacían desviarse y zozobrar. Ulises, gracias a su astucia, fue el único mortal que escuchó estos cantos sin morir. 11 Refrán popular que advierte sobre las falsas creencias. 12 También En un decir Jesús. Expresión que significa llegar pronto, en brevísimo tiempo. 13 Se refiere a la antigua estación del tren en Higüey, un sector de Aguadilla. El ferrocaril era un importante medio de transportación en ese tiempo. Desde fines del siglo XlX se inició la construcción de una línea ferroviaria que circunvalara la Isla. Asimismo algunas centrales construyeron los suyos para el acarreo de la caña. Llorens lo inmortalizó en sus versos: “De San Juan a Aguadilla/me lleva el tren, cuya rodante quilla/lame en las férreas paralelas [...]”. 14 Menciona el antiguo caserón de madera de dos pisos, el hotel “El Nilo” al cruzar la calle de la estación. Aquí se hospedó en múltiples ocasiones el propio novelista. 15 Muy cerca de la estación del tren estaba Barrio Obrero, mejor conocido como el Mindongo, el cual

se había convertido en centro de prostitución. 16 Se refiere a las guaguas que iban desde la Plaza del pueblo de Aguadilla hasta la Central Coloso en Aguada. En la época en que se escribe esta novela, había unas cincuenta centrales en Puerto Rico. Asimismo, es importante advertir que en aquel tiempo —como ha indicado el propio novelista—el 70% de los puertorriqueños vivían en el campo, mientras hoy el 70% vive en la ciudad. 17 Lomas de San Francisco. 18 Río Culebrinas. 19 Auto deportivo convertible de dos asientos con potente motor. Muestra la holgada situación económica del dueño. 20 La ciudad de Aguadilla se encuentra entre las Lomas de Jaicoa y la playa. Son notorios sus cerros, uno de los cuales —el de las Ánimas Benditas, detrás de la Iglesia Parroquial—inmortalizó José de Diego en sus versos. 21 Con estos nombres, el novelista designa dos haciendas de la comarca Reforma e Irunera, respectivamente. 22 Se dice de un camino principal que por disposición reglamentaria durante el gobierno español debía tener 16 varas de ancho. La vara española mide 0.836 m. 23 Las centrales tenían unas tiendas donde los obreros compraban a crédito y podían redimir los vales con los que generalmente se les pagaba. Allí podían comprar —a sobreprecio, por supuesto— desde comestibles hasta ropa y zapatos. 24 Se dice de un camino secundario que no es muy ancho. 25 Proviene del desgaste de la palabra señor. Era el tratamiento que le daban los amos a los esclavos de cierta edad anteponiéndolo al nombre. 26 Se llama agregado o arrimado a cualquier campesino que vive en una finca ajena. 27 En Puerto Rico se había desarrollado un sistema de hacienda cañera en el cual cada propietario tenía, primero un trapiche y luego un ingenio, donde se procesaba la caña. Con la industrialización, estos modestos ingenios carecían de la capacidad de molienda de las centrales y poco a poco van desapareciendo absorbidos por éstas. Para que se tenga una idea, en los años treinta las centrales poseían la capacidad de moler más de doce veces la cantidad de caña que molían los pequeños ingenios. 28 Oración que se reza por la mañana, al mediodía y al atardecer como recuerdo de la Encarnación. Antiguamente las campanas de la Iglesia doblaban en esos momentos para recordarle al pueblo esta devoción. 29 Expresión que indica distraído, atolondrado. 30 Del latín: alguien, una persona cualquiera. 31 Son nombres reales de haciendas establecidas en la comarca. 32 Se refiere al pueblo de Isabela. 33 Especie de tonel o barril donde se echaba la miel de purga, el azúcar moscabada y también el café. 34 Vasija de barro. Una vez vacía, muchas personas la utilizaban para guardar su dinero, enterrándola. Son múltiples las leyendas de aparecidos que protegen aún sus entierros. 35 El zapatero remendón era aquel que no hacía bien su oficio. Solía ir de pueblo en pueblo y no cobraba mucho por su trabajo. 36 Refrán popular, indica la ignorancia de la persona a la que se alude. 37 Del latín: “ave rara”, persona extraña.

38 Expresión popular que indica: Hay que seguir adelante, no se puede ir hacia atrás. 39 Expresión que generalmente se interpreta como no preocuparse, hacer las cosas según salgan. 40 Antes se lavaba en la orilla de los ríos y de las charcas. La ropa se cargaba en la petaca —una yagua preparada— que se introducía en el agua para restregar las piezas. Éstas se golpeaban con un casco, la mitad de un coco seco. Otras veces se restregaba la ropa en las piedras, entonces se utilizaban una piedra o una paleta para golpearla. Era muy común que las mujeres conversaran mientras lavaban, de aquí el dicho: Habla más que una lavandera sin tabaco, o sin mascaúra. 41 Refrán popular fatalista, pues alude a que uno no puede escapar de su destino o condición. 42 Tienda del campo donde se vendían comestibles, bebidas y otros artículos básicos. 43 Del francés: bondad, llaneza. 44 Hija de mulata y blanca. El nombre se origina porque la persona tiene un cuarto (25%) de sangre negra. 45 Las antiguas clasificaciones del temperamento humano decían que las personas gruesas —con abundancia de tejido adiposo—eran muy tratables. 46 Expresión popular que significa sin orden ni concierto. 47 Expresión que indica según la manera de ver o entender de uno. 48 Este edificio fue diseñado por el ingeniero francés Paul Servajean, cuando era administrador de la Central Coloso. Se edificó en el año 1905 y formaba parte de la Hacienda Irurena, una de las más importantes del siglo XIX. Pertenecía a la familia Pellot, de origen francés. Lo construyó un hermano de la insigne educadora Carmen Gómez Tejera, al que llamaban Maestro [carpintero] Manolo, quien tuvo mucho renombre por las casas que hizo. En el dintel de la puerta frontal del segundo piso, hay un relieve estilizado con la Flor de Lis —símbolo francés—y las iniciales C P (Cornelia Pellot) quien lo ordenó construir. Cuando el Municipio de Moca lo adquiere en el año 1993, decide llamarlo Palacete de los Moreau, en honor a la novela, en vez de Castillo Labadie como se conoce en el pueblo. Obsérvese que el novelista emplea algunas palabras en francés para acentuar la ascendencia francesa de los Moreau, con lo cual el relato se acerca más a la realidad. 49 Del francés: señora Moreau de casada y de soltera Ivonne Duval. 50 Alude a los manuales de urbanidad que niños y jóvenes debían leer por obligación. El más famoso de todos fue el Carreño. 51 No hacía mucho que la radio se había inaugurado en Puerto Rico. La primera estación fue WKAQ, establecida el 3 de diciembre de 1922, la segunda en Hispanoamérica y quinta en el mundo. Debido a la deficiente técnica de los aparatos de ese tiempo ya las pocas antenas receptoras, costaba trabajo sintonizar la estación. En su poema “La radio”, Llorens describe el asombro de un jíbaro que la oye por primera vez y se lo comenta a una comadre. 52 Del francés: prontitud, diligencia. 53 Expresión que indica no estar bien en trato y amistad con alguien, igual que Hacer malas migas. Por el contrario, Hacer migas equivale a llevarse bien. 54 Refrán. También existe la variante: A perro bravo, cadena corta. Deja ver que quienes tienen malas mañas o vicios, no se les puede dar ninguna oportunidad para que los manifieste. 55 Expresión popular que denota indiferencia. 56 El 18 de junio de 1899 se funda el Partido Obrero Socialista bajo el liderato de Santiago Iglesias Pantín, un gallego carpintero al que las autoridades españolas habían encarcelado por sus actividades en favor de los trabajadores. Sin embargo, este partido no interviene en la lucha electoral hasta las elecciones de 1916. Sus miembros fueron muy perseguidos por las autoridades porque desarrollaron

una campaña de reivindicación laboral. Consiguieron grandes triunfos para los obreros y llegaron a ocupar importantes posiciones en la administración gubernamental. 57 La caña requiere grandes extensiones de terreno para su siembra. Con el fin de desarrollar esta industria, se destruyeron innumerables bosques, pues la voracidad de la Central requería cada vez más cantidad de caña y gran parte de los árboles cortados se empleaba como leña para alimentar las calderas. 58 Se le llamaban colonias a las fincas arrendadas por las centrales para que les suplieran caña.

Las «muchachas» —así las nombra José Dolores— se muestran excesivamente amables conmigo. Me tratan como a uno de la casa, si bien es verdad que se sorprendieron algo cuando por primera vez nos oyeron a Delmira y a mí tuteándonos. Pero nada nos dijeron. Del modo más ingenuo, me confesó Delmira que había oído a sus tías comentando nuestra creciente amistad y que la conversación había terminado con estas palabras de doña Lela: «No es de extrañarse. Son jóvenes y no deben tratarse como viejos». Además, las señoritas Alzamora tienen absoluta confianza en mí y creen que yo soy modelo de jóvenes. Y me esfuerzo por mantener tal prestigio y ellas se desviven por complacerme. Lo agradezco mucho y me siento aquí, en esta casa solariega, «mejor que en mi propio hogar», tal como lo confié a Delmira un día. Y estoy seguro de que no mentí. He llegado a amar la vieja casa de Santa Rosa con extraña devoción. Llego tarde del trabajo; de vez en cuando, visito a alguien y paso mucho tiempo de mis ratos libres ante el escritorio. Sobre todo, ahora. Porque es bueno que se sepa que empecé a escribir las impresiones de mi estada en Santa Rosa desde el día que acaeció el incidente que les relataré más adelante. Las semanas antes de dicho incidente las pasé creyéndome un héroe del Oeste americano, sin una idea precisa de la situación. Las viví en un mundo de sueños, dominado aún por el orgullo de mi triunfo en el Colegio. Figurábame que había vencido todas las dificultades y que ahora todo me sería fácil. La ausencia y mis nuevas obligaciones fueron enfriando mis entusiasmos por Sarah. Claro que una que otra vez eran inevitables los arrebatos de sentimentalismo en las mañanitas lluviosas, en los rojos atardeceres... Pero nada más. Y aquel día, como que una emoción nunca antes sentida me hizo cambiar de rumbos. Fue un sacudimiento bárbaro en el espíritu que malogró el petulante héroe del Oeste, que me hizo descubrir imprevistas angustias, que me permitió saber que muchas veces andamos lejos de nosotros mismos, que me asomó bruscamente a la gran tragedia de unas vidas. Verán ustedes. Salí hacia las faenas poseído de la petulancia que me dominó desde que supe que venía a independizarme económicamente, después de cuatro años de estudios fuertes. En realidad, no era una petulancia ofensiva sino más bien

inocente, casi infantil. Eso, casi infantil. Petulancia de niño que consigue el juguete que ansió fervorosamente. En la besana, los hombres. Estos hombres sudorosos y sucios que andan al remo. Caía la azada sobre la loba despidiendo, a veces, un lampo de luz. En el cañizar crecido movíanse las cepas, en aquellos sitios donde trabajaban algunos peones. Indudablemente estaban calados hasta los huesos por el rocío que recoge la caña durante la noche. Y los regadores, mozalbetes casi todos ellos, con el pantalón hasta las rodillas y las mangas de la camisa hasta los codos, hundían la pala de corte en el terreno, sacando tierra, tapando bocas de surcos aquí y allá. Permanecían pendientes del curso de la corrientilla que iba refrescando los retoños. Según alzaba el día, teníase que mover más de prisa el pinche, un muchacho enclenque de unos catorce años. Todos bebían del mismo recipiente. Algunos gastaban bromas rápidas al rapaz, quien reía con simulacro de risas; otros escupían la mascaúra antes de tomarse el agua, para luego, apagada la sed, doblarse sobre la besana. Serían ya más o menos las diez de la mañana —mañana afogarante— cuando se allegó don Flor donde mí a comunicarme ciertas noticias de la Central. Hablábamos de la próxima zafra cuando noté un movimiento inusitado dentro del crecido cañal. Y como un grito ahogado. Pregunté a don Florencio: — ¿Oyó usted? — ¿Qué? No es nada. Me quedé mirando hacia el sitio del extraño movimiento de cepas y como notara que ya nada se movía, me alarmé. Llamé a Lope para que averiguase. El caporal abandonó su caballejo y se metió entre cañas hacia el sitio que le señalé. Poco después salía hasta los lindes para comunicarme: —Un hombre se ha caído con un mal, míster Borrás. Vivamente emocionado, me descabalgué, amarré la bestia de un espeque, y me metí cañar adentro. Allí, entre las cepas de caña, el hombre caído. Ventura Rondón, hombre trabajador y consecuente. Así como estaba, con la loba sirviéndole de cama, la respiración fatigosa, casi inmóvil, inspiraba profunda lástima. Los trapos que le cubrían el miserable cuerpo estaban completamente mojados. Junto a él, la azada. Me pareció que por dentro del cañaveral corría una voz de admonición.

Le sacamos fuera, a la sombra de un mangó, entre Lope y yo. Los demás peones miraban de soslayo una que otra vez. Sin poderme contener yo murmuraba a cada momento: —Pobre hombre. Don Flor no se desmontó. Acercose en su caballo y dijo, indiferente: —Eso le pasa ahorita. A saberme Dios si se ha venido sin tomar café esta mañana. Porque son así, Juan Antonio. Lo que le hace falta es un poco de café caliente. Lope, mande el pinche a la casa. A Juan Antonio que le hagan el favor de mandarle un poco de café caliente. Yo abanicaba al caído con mi sombrero y como oyó don Flor que yo seguía diciendo «Pobre hombre», murmuró: —Nada de gestos melodramáticos, Juan Antonio. ¿Para qué esas ñoñerías cuando un poco de café lo arreglará todo? Miré al misántropo con invencible rencor y temí que me saltara el ratito malo. Porque yo tengo un ratito temible, durante el cual se impone en mí el salvaje que vive agazapado en mis rincones íntimos. Salta, furioso, y se me olvida todo el refinamiento. Le temo a ese ratito malo, trato de dominar al individuo cimarrón que hay en mí. Fue lo que hice aquel día ante la actitud subhumanizante de don Flor. Pero oí el grito de guerra del salvaje; fue un milagro que pudiera sobreponerme el ratito malo. Me limité a decir: — ¡Tenga corazón, por Dios! — ¡Je, je, je! ¿Crees que yo no compadezco a ese hombre? ¡Ya lo creo que sí! Pero yo aborrezco los dramitas histéricos. Además, ¿no has oído decir que «mal ajeno de pelo cuelga»?1 Esas actitudes melodramáticas son niñerías, nada más que niñerías. ¿A que no se te ocurrió mandar por café? Eso, a pesar de toda la miel que te gastas con esa gente. —Más moscas se cazan con miel que con vinagre,2 ¿no lo sabía usted? —Bueno, don, siga con su miel que yo le voy a contar un cuento. En tanto Lope, el único testigo de esta breve discusión, sonreía con su sonrisa de malo mirándome irónicamente. Le grité furioso: — ¿Qué hace aquí? ¡Haga que los peones preparen una hamaca para cargar a este hombre! Lope se retiró a cumplir mi orden. Allí, a mis pies, Ventura Rondón, boca

arriba, con su respirar fatigoso, con la miseria galopándose inmisericordemente sobre la vida. Es un hombre anémico jincho, un caso perdido, porque a tal se reduce su existencia. Sé que está «cargado de hijos», que tiene un «verdadero cuadro,3 señor», como él mismo dice. Ahora caía en el cañizar para no levantarse, acaso. Tenía desencajado el rostro, lívido el color, ese color de suyo amarillento. Había caído destroncado, sudoroso, a la par que calado hasta los huesos por el rocío del cañaveral. Estaba agarrotado por la cruel enfermedad. Ante la desventura de Rondón, fui humilde, tan humilde como la yerbabuena. En la fosa común de todas las miserias eché mis petulancias. Encogíaseme el alma como un tejido de tiritas de goma. Y me quedé mirando el vencido rostro, con un azoramiento inusitado estremeciendo las fibras de mi ser. Me encalabrinaba la idea tenaz. ¡Qué rostro! Era el rostro de la lasitud, caído entre las hojas hirientes del cañar. Se agigantaba, se multiplicaba, llenando todo el paraje, exhibiéndose en cada cepa. Era un rostro de pesadilla entrevisto en los sueños trágicos. Rostro de mártir adolorado que me perseguía, obstinadamente, en los escondrijos de mi alma, que me hacía correr con ansias de muerte para estar siempre junto a mí. Rostro clavado en la vara de una conmoción inefable para irlo mostrando a los otros como en los días de barbarie... Era cual si la locura me tocara el cerebro para luego reírse a carcajadas temblorosas de llanto. Y después, mi lástima tendía un sudario sobre aquel rostro manchado de tierra húmeda. Me di cuenta de que llevaba el grito del hombre clavado, como una flecha, en mi corazón. Mis ojos, cargados de tragedia, tropezaron con este rótulo: «No trespassing (Prohibido el paso)». Letras blancas en fondo oscuro: mueca bárbara. Experimenté deseos de apedrearlo con furia para hacerlo bajar, hecho trizas, de su prominencia insultante. En esto se acercó Balbino. Movió la cabeza de lado a lado para decir: —Yo se lo dije a mi compadre que no trabajara en dos o tres días. Antier estuvo bastante malo. Pero, después de todo, al pobre no le queda otro remedio con ese cuadro de hijos que tiene. Luego permaneció silencioso, ensombrecido su espíritu. En tanto, el caído se movía; abrió los ojos y nos miró con mirada honda. Me incliné, solícito. Otro igual hizo Soltrén.

— ¿Se siente mejor? Ventura bisbisó: —Se me jue el mundo. Hora estoy un chispito mejor. Creo que ya puedo seguir trabajando. Le faltaron las fuerzas para incorporarse. Volvió a su posición supina. Proferí: —Calma, hombre. He dispuesto que le lleven a su casa. —Ajá. Allí me acabaré de morir. Era el trágico anuncio de su caída final. Cuando el pinche llegó con el café, don Flor dijo: —Tómate ese café, Ventura. Ya verás cómo te mejoras. La bebida le mejoró un poco, pero no lo suficiente para poderse incorporar. Continuó en su posición supina, desmarrido, rota el alma como sus vestiduras, todo un retablo de dolores. Me dije: «Don Polo tiene razón». Llegó la hamaca: una tolda de henequén sujeta de una vara larga, cubierta por una sábana. Allí lo metimos. Con cada extremo de la vara descansando sobre el hombro de uno de los dos hombres, éstos se llevaron a Ventura en su hamaca portátil. Di unas monedas a un peón y dije: —Dele eso a la esposa de Rondón. Que le den caldo caliente. Si él siguiere mal que me lo avisen para mandar por el médico. Mientras se alejaban los peones con el encargo, en mis íntimos predios florecían las palabras de don Polo. Y saltó a mi mente un recuerdo. Cuando chico, yo le tenía un miedo atroz a estas hamacas. Me impresionó siempre este modo de cargar heridos o enfermos. Y hoy me parecía que lo llevaba por dentro, cargando mi propio corazón. Balbino quiso disfrazar su pena con un chiste, pero le falló el recurso porque le vi alejarse, entristecido. Lope se marchó a dirigir los trabajos. Nos quedamos solos don Flor y yo. Un silencio hosco, erizado de temores fue interrumpido por Rosado: —Una obra buena, Juan Antonio, de acuerdo con tu conciencia. No te regateo tu bondad de corazón, pero quiero decirte que esos sentimentalismos perjudican, chico. Ya lo echarás de ver luego. Yo, que tengo experiencia, te lo digo como un padre. Y mira, esa gente no agradece nada. Se creen que es

obligación. Nada contesté. ¡Bah! El canto agorero de don Toribio Vientre. ¿Qué otra cosa podía pensar don Flor? Quien añadió: —Te dejo, Juan Antonio. Tengo que atender a mis peones. Y no olvides lo que te he dicho. —Adiós, don Flor. Mientras se alejaba el de Palmares, tendí la mirada sobre los campos en labrantío. Oscuro destino el de la peonada. Entre los regadores, pude distinguir a Segundo Marte empeñado en su labor. Es un muchacho laborioso. En un principio, los demás peones le miraron con desconfianza y recelo, pero él se hizo querer, por lo silencioso, por lo trabajador. En los lindes del cañar Balbino arreglaba un alambrado. Me sentí emocionado por sus muestras de cariño hacia Ventura. Tenía el espíritu ensombrecido como un ave enferma que deja caer las alas. Más acá, Lope Corchado, sin abandonar su dramático gesto de perdonavidas. La visión de la hamaca no se me iba de la mente. Efectivamente, el caso de Ventura Rondón era doloroso. Me figuré su vida desdibujada, de contornos indecisos como la niebla que se deslíe. Yo estaba seguro de que no eran vacuos sentimentalismos los que experimentaba. Era algo más que eso. Y fue entonces que me di cuenta de la crueldad de las palabras de don Flor: «Mal ajeno de pelo cuelga». Eso no rezaba conmigo, por lo menos, en aquellos momentos. Bien podía seguir don Flor su vida de misántropo, adelante por los caminos, con sus protuberancias glúteas y su enorme vientre. En cuanto a mí, yo seguiría mis propios caminos. ¿Acaso no tuve el valor de seguirlos cuando era un estudiante y me encontraba desvalido? ¿Por qué no ahora que soy un hombre hecho y derecho, que he sabido erguir mi voluntad como un monumento de granito? Sí, sí, aunque se revivieran los viejos tiempos de lucha entre Palmares y Santa Rosa. Allá él con sus métodos; yo con los míos. Ya empezaba a llegar el almuerzo de los peones, invariablemente envueltos los platos en paños con manchas de manteca. Yo permanecía pensativo, a la sombra del mangó. Dentro de poco, los hombres y los mozalbetes se sentarían sobre alguna piedra o raíz a engullirse el almuerzo: vegetales con bacalao y aceite; arroz con habichuelas, cargado de achiote; acaso alguno le haría honor a un plato de marota; y después, de postre, la

botella de café prieto. ¿Para qué lavarse las manos? ¿Para qué sirven las mesas y todos esos adminículos de comedor? Allí, sobre el trabajo, se hace todo. Detrás de alguna mata se exonera el vientre también, que «toíto es de la pelea». Me dirigí hacia la casa, víctima de una lasitud extraña. El alarido de aquel hombre me hacía encoger el alma. — ¿Qué le pasó, Juan Antonio? —inquirió doña Lela—. Apenas ha comido usted y le veo tristón. —Perdóneme. El caso de ese hombre me ha impresionado bastante. No puedo evitarlo. Y me he sentido inapetente. Estuve preocupado toda la tarde. Me parecía ver el rostro del caído en todas partes. Yo no sé qué peregrina sugestión tenía aquel rostro desencajado, con su lividez y su rendimiento. Ahora, se me figuró mi vida estudiantil como un juego de niños. *** De paso hacia el rancho donde se guardan los aperos de labranza y los objetos de ensillaje, junto a la charca, me encontré con Segundo Marte. Eso sucedió después de salir del trabajo aquella tarde roja, trémula de nostalgias. Ya iba él camino de su casa, sucio el traje, estropeado el sombrero, la pala al hombro. Le pregunté: — ¿Cómo está don Polo? —Como siempre, don Juan Antonio. —Tengo que ir por allá uno de estos días. —Cuando guste. Yo no podía evitar que el cariño de don Polo se me trepase corazón arriba. Me subyuga la voz cariciosa de este Viejo, como le llaman Manuel y Segundo. Es una invencible sugestión. —El Viejo habla mucho de usted. — ¡Es tan amable don Polo! Y cambiando de conversación: —Dime, Segundo: ¿cómo te va ese trabajo? —Le voy a decir, don Juan Antonio. Yo me conformo con poco, ¿qué otra

cosa puedo hacer? —¿Estás acostumbrado a esa tarea? —Bueno, yo he hecho de todo. Cuando a uno no le queda otro remedio... —Pero es dura, ¿no es cierto? —Ya lo creo. No es cualquier cosa estar metido en las cañas. Las hojas cortan, arañan la cara y las manos... Además, el pelo. A eso de las diez, cuando se está sudado, le arde todo el cuerpo a uno. El calor es horrible, un verdadero infierno. — ¿Y cómo hay gente que se pasa toda la vida en el cañaveral? —Del mismo modo que el buey se pasa toda la vida arando, don Juan Antonio. Fingió haber dicho un chiste, echándose a reír; sin embargo, sus palabras eran una flecha disparada. Lo comprendí así, pero me limité a decir: —Por lo que entiendo parece que no estás satisfecho. —Si fuera a pensar en el ardor que producen las cortaduras y el pelillo de las hojas de caña, no. A la tarde, cuando salgo, me doy un bañito, me cambio de ropa y así puedo dormir. Me olvido de que tengo que trabajar en el cañaveral. — ¿Te gustaría hacer otro trabajo? —Si lo hubiera, lo haría. —Me han dicho que sabes bregar con el tractor. —Un poco. Soy casi un chófer. —Bueno, vas a hacerte cargo de uno. —Usted es muy bueno conmigo. — ¡Oh, no! Se fue Dimas, que estaba a cargo de las máquinas. Así exclamé, aparentando indiferencia. —De todos modos se lo agradezco. —Cuando entre la zafra pienso darte un trabajito mejor. —Muchas gracias, don Juan Antonio, procuraré corresponder a sus bondades. Me fijé, desde un principio, en el modo de expresarse de Segundo. Noté

que tiene alguna instrucción, como lo he comprobado más tarde. ¿Qué le había traído al cañaveral? Meditando sobre su franco amor al trabajo, pensé en Ignacio, un mozalbete de unos diecisiete años, que porque sabe chapurrar un poco de inglés huye de la agricultura. Como Ignacio, hay otros muchachos que creen que es denigrante trabajar con una azada o un arado. En cambio, Segundo Marte tiene amor apasionado por toda labor agrícola. Sin embargo, me asaltaba la pregunta tenaz: « ¿Qué le habrá traído al cañaveral?». De súbito, inquirí: — ¿No has sabido de Ventura hoy? —Hombre, sí. Anoche me dijeron que estaba mejor. Antes de antier estuve yo en su casa y me dijo que se sentía muy agradecido de usted. —Es un buen hombre Ventura. —Buen hombre. Y ya ve usted cómo tiene que vivir. Don Juan Antonio, nosotros los trabajadores somos como los asnos: llevamos un paquete de yerba verde y fresca para el caballo del pesebre.4 Así somos. Así es Ventura, a pesar de su bondad. Paciencia, ¿no cree? Volvió a reír, para hacer de su sentencia un chiste. No obstante, seguí notando el gustillo amargo de sus palabras. Eso, a pesar de su habitual humildad y su cortesía. Y prosiguió: —Aunque uno se ve y se desea hay que hacer de tripas corazón.5 Suerte que nos dan trabajo, ya que nadie nos mandó a brincar dentro del mundo, ¿no le parece? Nos merecemos esa vida de apuros; dicen que Dios nos pone a prueba.6 Sabré tener paciencia, para complacer al Padre, que se conforma con ponernos a prueba aunque suframos la mar negra.7 Meditó unos instantes para añadir: —Además, uno no se puede dar mucho puesto; el hombre está baratísimo, tan barato como el percal, y a lo mejor, si se da mucho puesto, se queda sin venta. El hombre ha dejado de ser una prenda rara para convertirse en una cosa demasiado vulgar. Volvió a reír y me dijo: — ¡Lo que se le ocurre a uno, don Juan Antonio! Nada; manía de hablar, porque sólo he dicho una sarta de disparates. —No está mal lo que has dicho —contesté preocupado.

Y él se alejó después de decirme: «Bueno, don Juan Antonio, será hasta mañana». Yo me quedé pensativo unos momentos mirando hacia las aguas de la charca. Croar de sapos. Y la tarde, una sementera de melancolías... Sin aguijonearlo, el caballo echó a andar. Lo dejé ir. José Dolores salió a mi encuentro. Díjome, cariñosamente: —Ya es hora de que usted esté descansando, don. —Usted siempre en su puesto, Chelores. —Como dices, Juanito. Tuavía puedo tirarme jasta dos o tres nochecitas de yubá, ¿qué te parece? Me reí, asintiendo. Luego repeché la pendiente hacia la casa. En el jardín, junto a las cepas de bambúes, Delmira soñaba. Me sonrió con su clara sonrisa. *** —Conque ésas son las espuelas de plata de don Carlos Alzamora —sonrió maliciosamente don Flor—. Hombre, no te había contado la historia... En un tiempo, Santa Rosa fue hacienda de mucha nombradía. Como poseían grandes extensiones de terreno llano, sus dueños se dedicaron principalmente a la ganadería y a la siembra de caña. Fue la rival más encarnizada de Palmares, en donde, a pesar de haber bastante caña, se le daba preferencia al café, tal vez debido a que la hacienda de los Moreau poseía más terrenos quebrados. Los aledaños de Palmares eran más amplios, pero la herencia de los Alzamora estaba mejor situada: tal era el orgullo de los propietarios de Santa Rosa. Las dos haciendas tuvieron mucha fama en la Isla. Competían hasta en la celebración de grandes fiestas. Se enconaron los ánimos de tal modo, que la rivalidad degeneró en represalia. Hubo un encuentro a sable entre dos mayordomos de las estancias. Fue un combate a muerte en el silencio nocturno de unos mangosales entre Santa Rosa y Palmares. Se recrudeció el encono, y los dueños y hasta los que vivían en una y otra hacienda se odiaron de manera bárbara. Ruedan algunos cuentos sobre el Mangosal de los Mayordomos; era lo que se llama un sitio pesao. Es una hondonada a la vuelta del camino real que divide las dos estancias. En el presente, quedan pocos árboles de mangó y el pedazo de maleza no es muy espeso. Durante mucho tiempo este sitio fue un avivador de rencores; cada hacienda creyó a su mayordomo asesinado por el

otro y «fue el otro quien la buscó primero». Acaecieron posteriores incidentes que fueron como ponerle chámaras a la candela.8 Aun hoy persiste un profundísimo encono, que he notado en diversas ocasiones. Hoy, cuando las dos haciendas son tributarias de la misma Central. Cuando entró don Carlos Alzamora a dirigir los destinos de Santa Rosa, no estaban tan vivas las rencillas. Ello se debió a que don Juan Moreau, un hombre muy pacífico, enemigo de discordias, había conseguido aminorar viejos enconos. Sin embargo, las gentes de ambas casas no se visitaban. Persistía la animosidad. Juan Moreau, un corazón grande, había sido el primero en buscar relaciones —mayormente de negocios— con los Alzamora. Casi siempre llevaban a efecto esos negocios en el camino o de aledaño a aledaño. Las familias no se trataron bien nunca. Hasta en sus ofrendas florales y misas la una trataba de superar a la otra. En final de cuentas, la gloria para el cura. Y decir «La ofrenda es de los Alzamora o de los Moreau» era decir «Hoy habrá mucho boato». Pero «el diablo vino a meter las pezuñas»9 (según el decir de un buen sacristán), y a don Carlos le dio por leer libros raros condenados por la Iglesia. Hizo su ingreso en la francmasonería, esa terrible secta, adicta a la Cosa Mala. Los buenos y devotos católicos se hacían cruces y hasta se llamó al cura para que exorcizara. La propia familia de don Carlos se sintió asustada y se hicieron promesas: dar tanto de limosna a los pobres, prender tantas velas... Pero nada. Don Carlos siguió tan francmasón como siempre y aún más, según pasaban los años. Doña María, la mujer, no hallaba qué más promesas hacer. Pasábase pidiéndole constantemente a Dios que le protegiese sus cuatro hermosos niños: Adelaida, Julia, Mariíta y Carlitos. Los cuatro vivieron en un ambiente santero, con frecuentes visitas a la iglesia, dentro de una vida estrecha, de sobresaltos y doctrinas. Llegaron a tenerle miedo al padre, quien se pasaba casi todo el día fuera de la casa, huraño y cazurro. Don Carlos se sentía impotente para combatir la sombra de la superstición. Se sintió perseguido por todos los flancos. Se le dio sombría fama de brujo, de aliado de la Cosa Mala, por lo que nadie quería su sociedad. Fue por esto que se alejó de los suyos, y ni aun quiso dormir en la casa, retirándose a un cuarto solitario, contiguo a las máquinas del Ingenio. Se le tuvo terror, un terror oscuro que arrastraba a los vecinos a vivir vida de la otra orilla del tiempo.

Un día llegó la inaudita nueva a Santa Rosa: don Carlos se había metido en la iglesia a caballo, con el sombrero puesto. Tal noticia tuvo el efecto de un cataclismo y muy pronto se extendió por villas y lugares. ¡Tamaña herejía! ¡Meterse a caballo y con el sombrero puesto en la Casa de Dios! La noticia le produjo un desmayo a doña María, quien cayó hacia atrás dándose un golpe en el cerebro, y los cuatro niños echáronse a gritar. La mujer estuvo loca unos cuantos días; se temió un desenlace fatal. Don Carlos no dijo nada a nadie, y vio con indiferencia la locura de la mujer. Cuando por fin ésta mejoró, el hereje se encogió de hombros: le daba lo mismo. En Palmares se dijo que «el diablo anda suelto en Santa Rosa». Hiciéronse grandes fiestas religiosas en casa de los Moreau y se compadeció a la «pobrecita mujer que, después de todo, no es mala». Se repartieron hojas que contenían «Actos de Contrición», que invitaban a no pecar, a arrepentirse de los pecados cometidos y a confesarse «como lo manda Dios y la Santa Madre Iglesia Católica». Don Carlos terminó suicidándose: ahorcose como Judas. Cundió la desolación en Santa Rosa y desde aquí en adelante el cura no salía de la hacienda. Fue entonces que la familia se dio cuenta que don Carlos no era tan rico como se creía. Unos comentaron: «Don Carlos enterró el dinero. A ver, ¿qué se hizo tal o cual botijuela que estaba en tal o cual habitación?». Y otros: «Nada, lo que es del diablo se hace sal y agua».10 Se puso a un señor respetable a cargo de Santa Rosa, en espera de que Carlitos fuera hombre. Las mujeres hicieron votos11 de vestir siempre de luto y las muchachas prometieron abstenerse del matrimonio, que de este modo lavarían el pecado del padre, salvarían su alma y ellas saldarían sus cuentas con la Santa Iglesia de Dios. Se recluyeron en el recinto de su hogar y desde entonces su única preocupación fue servir a la Iglesia. Pero la tragedia venía pisándole los talones a la familia: una de las tres muchachas, María, enamorose de Ramiro del Valle, un lejano pariente suyo, pobre y holgazán. Olvidose la moza de su promesa y se sintió arrastrada por el corazón y las leyes biológicas. Tuvo entrevistas secretas con el galán en casa de unos arrimados que se prestaron a servirle de celestinas. Varias de estas entrevistas sucedieron en la soledad de una maleza y sobrevino lo que la gente llama caída: la muchacha salió encinta. Ramiro le había prometido matrimonio «tan pronto como estuviese ganando algo». Rumores llegaron a oídos de la familia y se aprisionó a la muchacha sin darse cuenta nadie de su

estado. Los alcahuetes tuvieron que salir de la finca acosados por la indignación de doña María. Y ya fuera, en venganza, comenzaron a propalar la noticia. Ramiro, que llevaba relaciones, también ocultas —debido a la oposición de doña Catalina— con Rosa Moreau, casose a escondidas con la de Palmares, antes de que los Alzamora le exigiesen cumplimiento. María dio a luz una niña. Carlos persiguió tenazmente al fementido y en un encuentro que tuvieron, el hermano de la engañada lo abatió a tiros. Sin embargo, Ramiro se salvó. Y Carlos, que se había casado unas semanas antes del alumbramiento de María, siguió viviendo en su hogar de las cercanías de la carretera, pues salió absuelto en las cortes. Todos los desgraciados acontecimientos precipitaron la muerte de doña María. La siguió Mariíta, y la nena quedó huérfana. Fue acogida en el seno del hogar de su tío. Doña Marta, la esposa de Carlos, la quiso como a una hija, la tuvo mucha pena por las circunstancias de su nacimiento y acabaron sus tíos por aparecer como padres de la nena. Como no tenían hijos, reconcentraron todo su amor en ella, y echaron en olvido pasados acontecimientos. Sin embargo, se acrecentó la enemistad entre Palmares y Santa Rosa a pesar de que doña Catalina no comulgó12 nunca con el raptor de su hija a quien quería casar con don Ramón de Arenas, un vecino propietario español. Carlos murió a consecuencias de una caída de caballo y doña Marta y la niña pasaron a vivir a la casa solariega con doña Lela y doña Julia. Vivió aquí dos o tres años la viuda hasta que casó, en segundas nupcias, con un comerciante de la población donde se fue a vivir. Doña Lela centró todos sus instintos maternales en la sobrina. Doña Julia, a pesar de quererla también, guardó siempre un profundísimo rencor y no perdonó el paso de su hermana. Se notaba su despego —no muy visible, sin embargo— hacia la inocente, afincando más los votos de soltería y luto, extremando sus prácticas religiosas. Ya grandecita, Delmira fue a estudiar al pueblo, vivió en casa de su mamita, quien la rodeó de cariños. Las tías la veían todos los domingos — asistían con puntualidad a misa— cuando no la traían algún sábado a Santa Rosa. Se pasaba las vacaciones enteras acá. Le enseñaron a no conocer a don Ramiro como padre y don Carlos Alzamora era su papito. En los primeros cuatro o cinco años todo fue bien en el pueblo, mas no

duró mucho tal dicha. Sus compañeros de estudio le hicieron saber que ella no tenía derecho al regocijo, y le obligaron a ser retraída y taciturna. Apenas jugaba. Entre cuchicheos perversos diéronle crueles motes. Y ella, la pobrecita, silenciosa. Como no comprendía el porqué de esa hostilidad, muchas veces se refugió en la falda de su mamita, los ojos arrasados en lágrimas. «Yo no les hago nada», gemía. Y doña Marta sufría lo indecible y trataba de consolarla con besos y caricias. La vida en la escuela se le hacía cuesta arriba, ¡y de qué modo! Las sátiras de las demás niñas le mordían el corazoncillo y la pobre se preguntaba: « ¿Por qué me llamarán Vallecita? ¿Por qué dirán que mamita no es nada mía?» Doña Marta acallaba sus temores y la ingenua quiso creer todas las palabras de mamita. Luego, no se explicó jamás el desdén de María Antonia del Valle, quien nunca quiso reunírsele en la calle ni en el patio de la escuela; esta niña que venía siempre a clases en automóvil, hija de un señor colorado que usaba lentes... Todo esto lo veían sus ojitos tristes y fue tanta su soledad entre tantos niños, fueron tantas las punzadas de dolor que recibió, que sus tías viéronse precisadas a traérsela a Santa Rosa. Aquí, en Santa Rosa, la vida se le hizo más llevadera, a pesar que sentía miedo en esta casa grande y tétrica. ¡Este luto, estos responsorios, estos retratos inverosímiles! Pero acabó por acostumbrarse. Y vive así, al margen del río sordo de la desventura, a la sombra de la vida de sus tías, leyendo mucho, meditando más. *** Don Flor comentó, finalmente: —Muchacho, esas espuelas están desgraciás, creémelo. Su dueño las usó para violar el sagrado recinto; aquel viejo creía más en la Cosa Mala que en Dios. Yo callé, algo preocupado. *** De regreso a Santa Rosa, dirigime donde José Dolores y le confesé: —Me han hecho una historia que no sabía. —Dime.

Le conté lo que había acabado de saber. Inquirí: — ¿Es verdad todo eso? —Hasta cierto punto. — ¿Cómo hasta cierto punto? —Pues, como la gente cuenta de más... Observé que Chelores rehuía explicarme y murmuré: —Comprendo. Comprendo. Me alejé, pendiente arriba, hacia la casa. Bajo las quejumbrosas cañas de los bambúes estaba la niña. Encogida mi alma por la dolorosa impresión, me adelanté a entrar en su espíritu. Iba lleno de piedad. Había una paz inefable en el jardín. Aquí y allá ramilletes de rosas, jazmines, azucenas... Junto al viejo aljibe, la metálica voz del coquí retumbaba extrañamente sobre las murallas. La luz de la tarde doraba ya las yerbas, la fronda, el cantizal de los breñales. Y hacia las llanuras, los cañizares con sus armoniosas cañas; el verde de los pastos hasta el lejano azul del mar... *** Acabábamos de salir del comedor. Desde el balcón de la casa contemplábamos Delmira y yo los cañizares aguajanados. Sobre las verdes cepas, las finas varillas tremolaban el plumero gris. Era un moviente pajizal que hacía vivo contraste con el verde campesino. El bochorno invitaba a la indolencia. Comentábamos Delmira y yo las perspectivas del paisaje, cuando se allegó José Dolores a anunciarme que el caballo estaba listo. Me despedí. Era sábado, día de pago, y debía salir a encontrarme con don Florencio. La caseta de pago estaba situada junto a la tienda, el ancho camino vecinal por medio. Había mucha gente estacionada en la boca del camino real, frente a la casita de pago: negros parlanchines o sombríos, blancos amarillentos o morenotes, mestizos retraídos... Una muchedumbre heterogénea pero condenada a la misma pena: la esclavitud del cañaveral. Y casi todos lucían trajes humildes pero limpios. En una esquina, un desuellacaras hacía su agosto.13 El cliente se sentaba en una de esas sillas de burdo maderamen, forradas de cuero crudo de cabro. Junto a la silla, la caja que contenía los útiles imprescindibles del oficio:

navajas, tijeras, alcoholado, polvo...; y el rústico barbero, haciendo honor a su fama tradicional de hablador. Cuando terminaba de preparar a uno — de «ponerlo bonito», como decía— el «bonito» se miraba en el espejo, lucía el empolvamiento con orgullo y después de ejercitar los músculos relajados, pagaba unos centavos o decía: «Aguarda que yo cobre». Y se confundía en la multitud. Allí, sobre un pedazo de verde yerba, tendía sus baratijas un quincallero ambulante. Algunos campesinos le rodeaban para examinar su mercancía: camisas, ropa interior, pantalones, espejitos, cordones de zapatos, agujas...¡lo nunca visto, señores! Aunque eso se veía todos estos sábados de Dios. Aquí y allá, vendedores de confites y frituras: alguna negra caderuda ofrecía sus almojábanas y empanadillas; alguna blanquilla enclenque con su lata de pasteles olorosos a Navidad; un muchacho dicharachero, pelado al rape, vendía en una dita sus dulces morenos de coco y esponjados. Al otro lado de la carretera, frente a frente a la tienda, un trapiche también hacia su agosto: vendíase mucho guarapo. Parte de la peonada estaba detenida en la tienda y en su batey. Junto a mí un jibaro descolorido y triste sacó un centavo. Lo contempló largo rato. Luego volvió a meterlo en el bolsillo. El muchacho de los dulces morenos vino a ofrecérselos. El hombre dudó. Se metió la mano en el bolsillo, acarició la mísera moneda y arrugó el entrecejo, pensando tal vez en su viviente desventura, en la desnudez de sus hijos. Movió la cabeza de lado a lado diciéndole al rapaz: «¡Te digo que no!» Y se puso a silbar una cancioncilla «para espantar penas y quebrantos», quizá. ¡Esta gente! Todos siguen el camino de Ventura Rondón, el del rostro triste. «Pobres asnos con una carga de yerba verde para el caballo del pesebre», según, diz que para hacer chiste, afirmó Segundo. Haraposos de desventuras, van por el camino de todas las desdichas. Viven así, en constante supeditación, porque «el que más sirve menos se merece». Mientras pensaba de este modo, llegó don Flor con los sobrecitos y el dinero. En seguida empezamos la distribución de jornales. En los sobrecitos esta leyenda: «Colonia Palmares.— Nombre del obrero. —Salario semanal. —Anticipo—. Remanente». El anticipo es lo que ellos toman en la tienda: un dependiente de don Manuel consultaba el libro de cuentas. Yo llenaba el

formulario, ponía el remanente en el sobre y se lo entregaba al interesado. A veces sucedía que a algún peón no le sobró un cobre. El obrero se iba alicaído, dejándole su sitio en la ventanilla a otro. Hubo una discusión sobre el jornal ganado por un obrero. Éste había dicho: — ¿Cómo que dos pesos? Tengo cinco días de trabajo. A sesenta, son tres pesos. Y no he cogido un centavo de la tienda.14 —Estás equivocado, don —exclamó Rosado—. Eso te pago y es mucho. —Usted me ofreció sesenta. —Pero tu trabajo resultó una porquería. El peón lo miró con mirada conminadora. Y al retirarse murmuró: —Toítos son unos pillos. Pa la miseria que uno gana y luego robarle así. Maldita sea la madre de ese barrigón. Los demás obreros quisieron reír, pero al ver la furia de don Flor hubo silencio. Don Flor estaba frenético. Le gritó al obrero: —Mira, sinvergüenza. No quiero verte más por Palmares. —Nos veremos en el infierno, entonces —amenazó el otro. Don Flor se dirigió a mí: — ¿No te lo dije? Son unos hijeputas. —Pero es que él tiene razón. Rosado me miró sombríamente. Luego añadió: —Y no se recuerdan que en tiempo de España ganaban rial y medio, trabajando de sol a sol.15 No quise tener discusión y menos en aquella oportunidad. Callé. A través de la ventanilla pude ver a Segundo Marte con el entrecejo encogido, contemplando silenciosamente al misántropo. Éste seguía inmutable. Poco después hizo la misma injusta operación a otro individuo. Comprendiendo —antes no lo había hecho delante de mí tan abiertamente— que les mermaba el jornal, intervine: —Eso no es justo, don Flor —bisbisé a su oído. —Hazme el favor, no te metas tú —respondiome con gesto hosco. A don Flor el odio le sale desde el espíritu como un vaho de podredumbre. Y odio conquista odio.16 Yo no puedo menos que repudiar las actuaciones de este hombre de quien dijo alguien:

—A pesar de los responsorios17 del cura ése va derechito al infierno. Este obrero no protestó. Acaso pensó que no le volverían a dar trabajo si protestaba. ¿De qué vale rebelarse? ¡Y cuidado que el hambre es mala! Alejose con su sobrecito, mirando hacia atrás, como si le fuesen a pisar los talones. Manuel Cabañas estaba ya cerca de la ventanilla. Oí que le preguntaban por don Polo: « ¿Y el viejo?». Manuel respondía amablemente. Cuando hubo cobrado, se retiró en silencio. Otro tanto hizo Segundo. Y cuando don Flor quiso mermarle el jornal a uno de mis trabajadores, protesté decididamente: — ¡Eso no! — ¡Pero, muchacho —exclamó con cierto paternalismo—, no te metas en camisas de once varas!18 —Creo que no sea yo quien se está metiendo — repliqué acremente. —Conque soy yo, ¿eh? Yo defiendo los intereses de la Central. —Me parece que la Central no debe agradecer esas defensas. Se sintió mortificado. Díjome: —Don Oscar me encargó a mí que pagase. —Lo sé. Pero si usted no obra de acuerdo conmigo en lo que respecta a Santa Rosa, pediré a don Oscar que se hagan los pagos de Santa Rosa en Santa Rosa. El de Palmares bajó las orejas. Y cuando terminamos de pagar, don Flor salió con el gabán en la mano, mostrando el revólver que colgaba de su cinturón. La gente nos miraba oblicuamente. Un caja19 se rio, desafiante, de la presunción de Rosado. Evidentemente se da a malquerer don Florencio. Mantiene una actitud despreciativa ante la peonada, a la que no le queda otro remedio que refugiarse en su resignación. Me he detenido a pensar en los efectos de la civilización. Me intrigan las paradojas de esa salvaje civilización. Civilización de teorías podridas, de tremendas mentiras. En los papeles, todos con iguales derechos; en la práctica, nada. La abolición preconizada en los códigos y la esclavitud entronizada en la fábrica, en la gleba, en las jerarquías. Ésta es una civilización de papeles inútiles. Es doloroso pensar en todo esto.

¡Cuidado que me preocupa la actitud de don Flor! Se cree que me va a traer como un dominguillo.20 Pero no se le da a fe. Para algo estudié en el Colegio quemándome las pestañas. Los conocimientos de él son simplemente empíricos y deficientes. ¿Por qué quiere imponérseme? Según van pasando los días, voy comprendiendo que se acentúa la rivalidad entre don Flor y yo, es decir, revive la antigua rivalidad entre Palmares y Santa Rosa. ¿Hemos de tener nuestro Sitio de los Mayordomos? Me siento impulsado a la lucha. Seriamente admitía yo que el trabajador tiene plenos derechos de vida, igual que otros individuos. Y hubiera querido hacérselo saber a mis superiores. ¿Me volvía socialista yo, representante de la Corporación? ¿Era que me arrastraba la lógica irrefutable de don Polo? Se me acercó Balbino a decirme: —Yo entiendo que deberían darles el salario completo. Asentí con un movimiento de cabeza. Él añadió: —Yo tenía un hermano que le tuvo un miedo atroz al cañaveral. Se enfermaba cada vez que le mentaban el trabajo en él. Decía que no iba a morir esclavo. Y fue lo único que nos dejó papá, que Dios perdone. Una herencia de trabajos en el cañaveral. Pero mi hermano se huyó. Se fue sin dejar rastro. No he vuelto a saber de él. Y de eso hacen ya muchos años. Se fue huyéndole al infiernito del cañaveral.21 Alguien murmuró a nuestras espaldas: — ¡Qué mamalón es el don Flor éste! Uno que está viviendo en la prángana,22 ¿no verdá?... Es mejor que ande pasito a poco. — ¡Sss! Ahí está ese otro. — ¿A mí qué demonios me importa? Los tengo tan grandes como él y ¡cuidao!23 Dominé un impulso de agresión. Por mi mente pasó una nube roja. La lucha que se me avecina era una ola sorda que se arrastra amenazando arrasarlo todo. *** Entré a la tienda a comprar cigarrillos. Había un gentío enorme. Don Manuel se apresuró a servirme. —Dichosos los ojos que le ven. No estoy contento con usted; no nos quiere visitar.

Sólo una vez había estado en su casa, en los altos. Está su familia compuesta por él y tres mujeres. Doña Altagracia, la esposa, es una mujer gruesa y pesadísima que sólo me habló de bailes y modas. Las hijas, Paca y Delia, ídem. Son muchachas caderudas, de facciones abultadas, más feas que bonitas, que me embromaron con su «Ahora van a empezar los bailes, ¡tenemos una de proyectos!», «Vamos a gozar de lo lindo», « ¡Qué espléndidos los bailes del año pasado en el casino!», etcétera. Desde que vivo en Santa Rosa, sólo ese día he visitado a don Manuel. Me fastidian las conversaciones insípidas: no las puedo soportar. En el Colegio aprendí a odiar a los alindados. Cuando me encuentro con alguno, quisiera romper todos los estatutos sociales y no atenderle, mostrarle mi repugnancia. Aquel día me mostré huraño, apenas hablé, y cuando lo hice, fue con monosílabos, con inútiles «ah», haciendo gestos incoloros. Y me despedí bruscamente. Según me han dicho, ellas me hallaron «antipático y descortés». Don Manuel tomó mi defensa diciendo: —Es un muchacho tímido, un jíbaro, ¿no vieron que no hallaba dónde poner las manos? Y según lo que me dijo mi informante (nunca faltan), «seguramente sería un gran esposo». Me eché a reír cuando oí tal información, porque lo menos que me muerde a mí es la vanidad; y me prometí esquivar las visitas a esta casa. Ahora, por lo tanto, le decía a don Manuel: — ¡Usted no sabe las ocupaciones que se presentan! Con decirle que mi pasión favorita es la lectura y casi no me da el tiempo para leer... —Sin embargo, ha ido varias veces a casa de Juan Pedro. Picó el ojo con malicia y yo, poniendo un tantico de ingenuidad en el gesto, le respondí: —En asuntos de mi trabajo, don Manuel. —Se sabe, hombre, se sabe. Me dicen que mañana hay fiesta... —Eso dicen —repuse aparentando indiferencia. Y mentalmente me dije: «A la cual iré, pese a sus reticencias, porque allí no me hostigan hablándome de modas y bailes. Además, Pepiña no es Delia o Paca, que digamos». Tuvo que dejarme y se lo agradecí, pues yo no puedo tolerar las miradas

maliciosas de la gente. Es don Manuel un hombre delgado, viejolo, de estatura normal, ojos azules, pelo canoso. Parece una buena persona y me hago cruces cuando me pongo a pensar en los abusos que se cometen detrás del mostrador en contra de la peonada. No parece capaz de ello este don Manuel, risueño, amable, cortés. Encendí un cigarrillo y me retiré a una esquina. La gente me miraba con actitud de cabro que contempla el fondo del abismo antes de aventurarse a alcanzar el yerbajo. Así me miran siempre. Me miran con temor, con reservas mentales, hasta con cierta indescriptible provocación. Todo el odio que les tienen a sus explotadores, lo agolpan en su jefe de colonia, como si uno llevase encima toda la tiranía, todo el despotismo de la Central. Los más rencorosos con gusto se desquitarían su supeditación quitando a uno de en medio. Acaso les detiene el profundo respeto a la ley escrita. Y siguen tan siervos como siempre. La peonada sabe que en la tienda de don Manuel Perales le venden más caro que en ningún otro sitio, sabe que no le dan un solo centavo sobre lo que gana, y sin embargo, viene a despacharse a esta tienda. Parecen gente sin voluntad que da el cuello a torcer. Y con esta actitud contribuyen también a que el diablo se lleve a los dueños de las pequeñas pulperías locales. Me interesó mucho la conversación de un viejo que se hallaba a mi lado. Aseguraba: —Creo que tengamos que regresar al Puerto Rico de antes. A usar lo que nos da la tierra. La situación está mala y sólo la tierra puede salvarnos. Recluirnos en lo nuestro. Antes se vivía mejor que ahora porque se encontraba el arroz y otros alimentos en las talas. Vea usted. Hacíamos almidón de nuestra yuca, hallábamos el añil en el pasto; además, nos conformábamos con nuestros dulces criollos... Eran muchas las cosas que no teníamos que comprar. Ahora se compra todo, todo... Me parecieron muy bien razonadas las advertencias del señor. Hace tiempo que vengo pensando lo mismo. Deberíamos levantar las hipotecas del espíritu para salvarnos de las hipotecas materiales. ¿Por qué vivir empeñados a idiosincrasias extrañas? ¿Por qué hemos de renegar de nuestras tradiciones para entregarnos a tradiciones exóticas? Somos un pueblo rorro, que cándidamente imita lo que hace el otro.

Me despedí de don Manuel para salir a ver a Ventura Rondón. Aproximábase el anochecer. Al pasar por frente de la casa de don Polo, alcancé a verlo y le grité un cordial adiós. Luego de cabalgar algunos minutos por el camino real, me adentré en una vereda y en lo alto de una cuesta bastante empinada, cabe un breñal, me di con la casita de Ventura. Un perro flacucho salió ladrando. No había luz encendida, aunque ya estaba bastante oscuro, y oí una voz de mujer que inquiría: — ¿Quién ta ahí? —Soy yo: Juan Antonio Borrás. —Es don Juan Antonio —dijo el hombre—. Dile que dentre, Ramona. Primero enciende la lámpara Nochecita clara con claros horizontes. Hacia occidente, la luz poscrepuscular dormida. Y la luna nueva escoltada por un lucero. Rútila hoz para seguir rubias espigas de sueño. En las yerbas y en la maleza, la inarmonía de los insectos. ¡Una nochecita para sentirse lejos de las miserias humanas! Me desmonté y como ya habían encendido la luz subí la difícil escalerilla, cuyos tres escalones eran sencillamente tres delgados pedazos de palo. Creí que el piso iba a ceder bajo mi pie. Tan endeble lo encontré. Tablas de astilla, viejas, con rotos aquí y allá. En una esquina, acostado en la hamaca de sacos de henequén, Ventura. Al acercarme se incorporó. —No se moleste, Ventura. ¿Cómo está? —Así... Ese así errátil que nada dice, pero que va acompañado de un gesto que cuenta mucho. La mujer me trajo la única silla de la casa, la inevitable silla de burdo maderamen y de asiento de cuero peludo. Le pasó un paño para que yo me sentara. —Siéntese, don Juan Antonio. El cuchitril es una vivienda miserable que por fortuna está situada en una loma. Pero es casi inverosímil, no hay duda, sobre todo si se compara con el palacete de los Moreau. ¿Cómo podrán pasar los días aquí? La casuca es baja

de luz, tan baja, que casi temí chocar con las vigas de lo que debió ser cielo raso. Si hubiese existido tal cielo raso todo hubiera sido más inverosímil. Al menos, sin él hay más espacio. El techo está en parte cubierto de paja de caña y en parte de yaguas, a través de las cuales se ven trocitos de cielo con sus ojitos atisbadores. ¡Si no lloviera!... Pero en épocas de lluvia es un infierno. Las paredes son una miseria: agujeros enormes en las tablas de estillas y en las yaguas. Y el tabique, de yagua también. En la división de allá, el aposento oscuro y estrecho. Donde estábamos, la saluca, reducidísima, con un cajón, un ture, mi silla, un banco y una tosca mesa por todo ajuar. En la mesa parpadeaba la lamparilla de lata, ancha como un miriñaque hacia la base, en forma de cono hacia su mecha. Pequeñita, como un juguetito. Poco a poco fueron saliendo del cuartucho los niños. Tres, cuatro, cinco, seis, siete, ¡por los clavos de la Sagrada Cruz! Niños sucios, tristes, con tristeza indescriptible. La madre tomó el pequeñín en los brazos, una criaturita endeble que salió haciendo pinos. Los demás, casi todos del mismo tamaño. En una esquina, sentada sobre un pilón, estaba la más doliente criatura que han visto mis ojos. Era un simulacro de vida. Con sus carnecitas túmidas, amarillentas, transparentes en su timidez; cachetudo, con los ojos apoyados por la hinchazón, estaba allí el pobre niño, envuelto en trapos, hierático, con las piernas cruzadas como un Buda. Miraba, miraba y miraba, sin ver. De vez en cuando, salía llorando — ¿llorando?—; un llanto sin lágrimas, de rendimiento total; un llanto monótono. — ¿Qué tiene ese niño? —pregunté. — ¡Qué sé yo! Doña Flora, una yerbatera,24 le ha mandado unas cuantas recetas y no le han venido bien. Siempre jincho el pobre. Y se muere, ¡pobrecito! —Llévenlo donde el médico cuanto antes. Pasado mañana, el lunes. Véase conmigo, Ramona. Véase conmigo antes de salir para el pueblo. —Y como yo estoy en la casa, mentra ella va yo me quedo con lo jotro — exclamó Ventura. —Eso. Sí, señor. ¡Porque esta criaturita es un retablo de dolores! —añadí, como hablando conmigo mismo. Siguió un angustioso silencio. Lo rompí para dolerme: — ¡Y luego tantos!

—Un cuadro, don Juan Antonio —y con risita maliciosa—, y uno encargao. La mujer bajó los ojos. Involuntariamente me fijé en su vientre. ¡Qué barbaridad! Me asaltó una profunda lástima por el pornacer, por el triste encargao. ¡Encargao! Alabado sea Dios, ¡qué vida hace esta gente! Doblados bajo el sol todo el día, de vuelta al hogar, ya al anochecer, un plato de arroz con habichuelas, unos buches de café prieto, para luego, si no se hace la tertulia en el ventorrillo, tumbarse tempranito en el camastro o en el suelo, en dolorosa promiscuidad. Y así, olorosos a sudor de trabajo, al despertar en cualquier momento por la noche, él, sintiéndose un poco friolento, atrae a la mujer hacia sí. Y cuando acaba el acto, abrazados aún, se quedan dormidos. No han pensado en lo porvenir; para luego recibir ella, del modo más natural del mundo, la pregunta: — ¿Cuántos meses de encinta tienes? Y la contestación, naturalísima también: —Uno, dos, tres meses. Y otras veces contestaban, también con naturalidad: —En el mes, hija. —Eres una cuica.25 — ¿Qué vamos a hacer? Dios lo manda. Y la responsabilidad de tantas vidas oblicuas la carga Dios encima... Compadecí de todo corazón a la mujer, esta mujerzuela desgreñada y fea, con paños en la cara; a Ventura con su enfermedad crónica, sus ojos cegajosos, su terrible rostro, este rostro rendido que yo llevaba desde aquel día clavado en la vara de una emoción dolorosa; compadecí al cuadro, a los pobrecillos, sobre todo a aquel simulacro de vida, hierático en su desventura, con su llanto sin lágrimas. Allí, acostado en su hamaca de henequén —acaso la misma que le trajo del cañaveral— Ventura Rondón, víctima de la inenarrable malandanza, atontado de marasmo, con su vida borrosa como esas estampas que se olvidan a la intemperie, murmuró: —Yo no sé qué hacer. —Yo solicité ayuda de la Comisión.

¡La Comisión! Me sonó sangrientamente irónica la palabra. Él repuso: —Mire a ver, don Juan Antonio —súplica que se le agolpó a los ojos. Y añadió con inconsolable fatalismo—: Aunque yo no espero na, pues mi compai Cheo queó casi inútil y dispué vinieron con unos chavitos. Pa dos o tres semanales na más. Me sentí punzado por la amarga verdad y me puse a pensar que muchas de esas comisiones son creadas para apretar más al pequeño terrateniente y para proporcionar canonjías. En ellas se refugian los patriotas de los días eleccionarios. Tal parece que toda la miseria del cañaveral se ha aposentado en esta casuca. Ventura, Ramona, los nenes..., al margen del río sordo de las desdichas todos; con los ideales hundidos en la aguacha inmunda. Caminan derechito a la desintegración. —Tengo que sancocharle unos rabitos de batatas26 a los nenes —díjome Ramona—. Usted perdone que no pueda atenderle. —Yo me voy dentro de poco. En tanto, hablo con Ventura. Se fue la mujer con el rorro enjorquetado en la cintura; se metió en la cocinita, un alero miserable, casi sin cobija. La siguieron los muchachos hasta la puerta, gimoteando: era la salmodia ritual del hambre. El Buda se quedó en su sitio. Me miraba gravemente ahora. Los nenes pequeños no pudieron bajar el piso de la cocina y echaron a dar gritos. En la cocina, la mujer atacuñaba ramujos debajo de la olla. Levantose una chamarasca que iluminó hasta el camino. Ramona tuvo que soltar al niño madrero, que rompió a llorar rabiosamente. —Luisito, entretén al nene. De nada valieron los buenos oficios de Luisito. Tuvo que venir la madre a dar el pecho al nene llorón. Se sentó a la entrada de la cocina, sacó uno de sus fláccidos senos y puso su pezón en la boca babosa del niño, que dejó de llorar. Mamujó por algunos minutos y acabó por quedarse dormido. Ella lo llevó al camastro. Cuando salía del aposento, Ventura se quejaba: —Don Juan Antonio, no pueo con los riñones. Se pasó la mano por la espalda. La mujer afirmó: —Enantes Ventura era un toro pal trabajo. Hora es un saco de miserias.

Mire, yo creo que le han echao un mal.27 Sí, porque tan bien que díbamos trabajando... Figúrese, ¡unas talas de ñames y yautías!... A los nenes no les faltaba naíta. ¡Y enfermarse asina! Bueno, doña Flora nos ha tocao algo de ese punto. Don Juan Antonio, siempre hay gente que le tenga tirria a uno. Pero nojotro no le hacemos mal a nadie. Nada quise decir. Fue mejor así. Me quedé pensativo por unos instantes; no se me quitaba de la mente la visión de la espeluznante derrota de estas existencias. Es más desoladora el hambre y la desnudez de esta gente cuando se piensa en los banquetes y en la inútil exhibición de banderas. Las cosas no andan bien en el mundo; la humanidad se ve pisoteada por una civilización bárbara... Me acordé de doña Lela. Ella se preocupa mucho cuando yo no estoy temprano a cenar. Me levanté apresuradamente. Momentos después, mi caballo galopaba hacia Santa Rosa. *** Domingo. Casi me sorprendió el cálido recibimiento de las muchachas que estaban reunidas a la sombra de la cepa de bambúes, en el jardín de la casa de los Moreau. — ¡Aquí está Juan Antonio! —anunció Pepiña. Se me llenó el alma de sol mañanero. Pepiña me da la impresión de una mañana de sol como la de este día. Pensando súbitamente en esto me puse a comparar el modo de ser de las tres muchachas a quienes he tenido tan cerca de mí. Sarah me da la sensación de una mañanita lloviznosa y fría de diciembre: el paisaje, los seres y las cosas parecen llenarse de ella en estas mañanitas; la siento suspirar en la brisa húmeda y llorar en los arrullos de las torcaces y en el claro gotereo. A Delmira la siento en las tardecitas crepusculares, rojas y quietas, florecidas de extraños anhelos y anunciaciones; la siento en el suspirar de las auras, en el cantar del gallo. ¡Toda Delmira es una espera inefable del primer lucero! En cambio, Josefina —es decir, Pepiña— es para mí como una fiesta de sol. He aquí por qué hoy, esta rútila mañana, me sentí vestido de sol al verla. Mi saludo fue más que un saludo. Fue un anuncio trascendental. Mi gesto la dijo: «Vengo a participar de tu fiesta de luz, ¿quieres?» ¡Qué desconsuelo recibí cuando me di exacta cuenta de la presencia de sus dos amigas!

María Antonia del Valle es la sobrina de Juan Pedro, la hija de don Ramiro. Una muchacha morena, bastante morena, bonita, con unos ojos preciosos, acentuado livor, labios rojos y ligeramente pulpos, como cerezas maduras. Una niña gentil, elegante, muy femenina; consciente de su belleza, un poco vanidosa. Esta primera impresión pude corroborarla luego. Margarita Sandoval es la amiga inseparable de María Antonia; habían pasado juntas otras temporadas en Palmares. Una muchacha ágil, como una ardilla, robusta sin ser gruesa, algo pálida, ojos grises y enormes, bonita también. Lo que se ha dado en llamar flapper por inclinarse mucho al flirt. Estuvimos unos minutos allí, bajo la cepa de bambúes, y luego entramos en la casa. Juan Pedro paseaba con don Ramiro por la finca; doña Rosa estaba con doña Catalina en los altos; Ivonne se fue a dirigir los trabajos a la cocina; de modo que nos quedamos en la sala las tres muchachas y yo. Hablamos de muchas cosas. Margarita me intrigó desde un principio. Es una chiquilla avispada, remedo de la girl; una moza americanizada de ademanes desenvueltos, de actitud provocante, mascadora de chicle. Hablando sobre su outdoorlife, nos dijo: — ¡Oh, cómo deseo que empiece la temporada de baño otra vez! Eso que acaba de pasar, como quien dice. Hija, pero es un encanto. Se estremeció de manera voluptuosa, dio una vuelta en el taburete del piano donde se sentaba y sacudió la melena. Fue entonces que me fijé en sus formas, en sus turgencias, en su carne que me imaginé tibiecita, en su boca húmeda y sensual. Usaba un traje muy ceñido que le destacaba los senos. Envidié a la trusa de baño y sobre todo el agua. ¡Ser una porción de agua fresca donde ella fuese a bañarse, para acariciar sus carnes tibias, sus formas turgentes! Confieso que esta mujer saca a cualquiera de sus casillas. Hay en ella cierta actitud de diosa pagana que invita a la comunión con la Naturaleza, a la vida libre, lejos de la rutina social, sobre las yerbas, bajo los árboles, a dejarse subyugar uno por las melodías de la flauta de Pan...28 Fijándome en María Antonia pude notar su parecido con Delmira, ese inconfundible aire de familia; sólo que María Antonia es morena y posee ojos brunos, en contraste con Delmira, que es blanca y tiene ojos claros. Pero se parecen, no hay duda. Temí remilgos en la mesa, pero afortunadamente no fue así. Nunca he

podido explicarme por qué se observan tantas reglas estúpidas en algunas mesas. Quiera Dios que yo nunca vaya con hambre a una de ellas, donde uno, debido a las miradas absurdas y a la actitud dramática de los comensales, está expuesto a no comer nada, a volcar el vaso de agua, a salpicar de grasa a una dama oronda o a olvidársele un ¿Tendría usted la amabilidad?...Etcétera. Estupideces. ¡Se está tan alejado de la vida cuando se usan estiradas etiquetas! Por eso aborrezco el tener que cenar en compañía de comensales tiranos; amo el ambiente familiar y no me gustan las situaciones tirantes. Afortunadamente, aquel día nos sumimos todos en un ambiente familiar en casa de los Moreau. Todos comedidos. Sólo don Ramiro desentonaba un poco con su decir jactancioso y su locuacidad. Estaba sentado a mi derecha y de vez en cuando yo le miraba de soslayo. Es un hombracho de rostro encendido, con una cicatriz —recuerdo de Alzamora— en la mejilla izquierda. Usa gafas con montaduras de carey. No simpaticé con él, sobre todo por considerar que él había actuado villanamente en el caso de la madre infeliz de Delmira. Doña Rosa, una dama gruesa, blanca, de pelo pajoso, perfil aguileño, es tratable y posee finas actitudes. Parece ser una mujer muy comprensiva que sabe evadir la tirantez del vivir cotidiano. Los dueños de la casa se esforzaron por complacernos. Me olvidé de las preocupaciones y sentí una alegría incontenible como el chorro violento que vacía la copa al querer llenarla. Y la vi a ella, a Pepiña, transparente su alma como el regocijo de un rayo de sol. La féte champétre se celebró en realidad después de mediodía. Natito Rondón, Juan Perdío y Cheíto Cruz hicieron las delicias de los fiesteros, cantando décimas y una y unas29 y tocando cuatro, guitarras y maracas. Luego llegó Achote, un mulato, y unió el ruido de su caja viva30 a la música. En muchas caras se vio pintado un júbilo intenso. Doña Catalina había bajado a tomar parte en el regocijo. Se sentó en una silla, bajo unas matas de plátanos, y sonreía, satisfecha, a pesar de que añoraba las grandes fiestas de antes, aquellos acabes31 rumbosos, aquellos bailes que hicieron a Palmares famosa, ¡más nunca se volverían a dar! De vez en cuando se veía cercada de gente, de nosotros y de los antiguos servidores de la hacienda. Doña Catalina es una mujer muy gruesa, bastante oscura de

color, de trato muy atrayente. La peonada le tiene un respeto inusitado a la par que la quiere mucho. Los más viejos recuerdan, enternecidos, los días en que vivía Musiu32 Juan. Irrumpe, conmovedor, el « ¿Se acuerda?». Hubo quien tuviera palabras de recordación para Mamá Belén, ya casi olvidada entre los cuarterones blancos de Palmares... Estamos todos reunidos junto a un largo almacén de paredes de ladrillos, en un glacis,33 en el patio de la hacienda. Allí, muy cerca, el venerable molino que montó Juan Pedro y que se tragó algunos miles de pesos, según me dijo Rosado en otra ocasión. De «aquellos días» quedan en Palmares muchas cosas: la antigua devoción por la crianza de patos, gansos, pavos, gallinas, cerdos, chivos, reses...; las edificaciones; las manchas34 de café; el arbolado, los graneros, etcétera. Casi todo eso se ha cambiado ahora por el bacalao, por las latas de conserva, «por toítas esas cosas que manda el americano». Fue un remedo de acabe delicioso. Con él se celebraba el cierre de la cosecha de café. La concurrencia fue obsequiada con dulces criollos, y hasta se bailó en uno de los almacenes. Como no sé bailar gran cosa, invité a las muchachas a sentarnos junto a la Charca de los Bambúes, sitio agradablemente sombreado. Me acompañaron Josefina y María Antonia. Sentados en la grama, nos entreteníamos mirando las hicoteas que se acercaban a la orilla de la charca, cuando oímos las demostraciones de júbilo de Margarita. Venía enjorquetada en un caballito gordo y pequeño; no usaba silla, montada a pelo. Al pasar junto a nosotros armó una gritería, alejándose entre dos cañizares, con el vestido recogido más arriba de las rodillas. Los más viejos se hacían cruces. ¡Qué barbaridad, Virgen del Carmen! ¡Las locuras del día! ¡Por cuánto antes! Pero a ella no le importaba. Ella quería gozar de la outdoorlife. ¡Oh, que abrieran la boca los mojigatos!... Volvió a pasar la amazona junto a nosotros, la melena flotándole al viento, ebrio de alegría el rostro, más destacados los senos, mostrando «dos pulgadas de encanto» más arriba de la liga... ¡Oh, la diosa pagana! María Antonia y Pepiña sentíanse un poco nerviosas: ¡Qué muchacha!... Delante de tantos peones... tan maliciosos... ¡No vuelvo a salir con ella! ¡Mira, apéate! ¡Apéate! Y Margarita, sorda, haciendo las delicias de la peonada maliciosa.

Nosotros regresamos a la casa. Mientras Pepiña ejecutaba al piano un bonito tango,35 muy en boga, yo me puse a pensar en los acabes que presenciaron mis ojos de niño. Sentí nostalgia; una suave melancolía invadió toda mi alma. *** Me he hecho muy amigo de los Cabañas, especialmente de don Polo. Manuel es algo hermético y él y yo hablamos poco. Cada día me convenzo más de que Manuel es un hombre virtuoso. ¡Esta su estoicidad con que pasa sobre las miserias de la vida! En cuanto a Segundo, el caso es distinto. Me parece que por ser yo su jefe, media entre nosotros dos ese inevitable respeto, ese respeto que uno, en su vanidad de jefe, hace más estirado. Sin embargo, tengo ardientes deseos de conocer su vida anterior, porque se me ha metido entre ceja y ceja que no es normal. ¿Por qué pienso así? Esa actitud, ese gesto suyo, son la máscara de ciertas interioridades. Acaso. Don Polo es para mí una sombra buena donde descansar fatigas: una sombra que se proyecta de espíritu adentro y le dice al viajero: «Ven a atenuar tus cansancios». Me atrae la admirable lógica de este hombre, con su voz suave, enunciadora de rotundos silogismos. Me he hecho el indiferente ante las ironías de don Flor, que me ha dicho con su sonrisa negra: «Si no te andas con cuidado, me parece que vas a tener que cambiar tu situación de jefe por la de camarada de don Polo». Y «No te creas, ese paralítico puede andar muy lejos todavía. Yo le huyo como el diablo a la cruz,36 porque, después de todo, me debo más a don Oscar que a él. Don Polo es un buen viejo, pero llenito de envidias». Yo visito a los Cabañas con bastante asiduidad, aunque no con la que yo quisiera. Después de todo he recibido ciertas palabras de don Flor como un aviso conminador... Y yo quiero estar bien con la gente de la Central. Estudié para procurarme independencia económica y ahora que la he conseguido no voy a echarla a perder. De manera que debo ser discreto. Debo contener los impulsos del corazón. Contemporizo. A veces el corazón quiere echarse a correr. Se vuelve un corcel a punto de desbocarse; oigo su galope y sus pasos resuenan en el pecho. Es como un potro salvaje con ansias de correr a campo traviesa sin importarle a quien estropee. Pero mi pulso sereno empuña las bridas firmemente. Acaso se quede en las dos patas el potro, pero no me desarzona. Firmemente aguanto. Ceden los ímpetus del corazón. Tal vez se oiga un relincho de rabia porque no le dejan correr a campo traviesa, pero

evito una caída o que él, brioso, cargue conmigo a una selva peligrosa... A pesar de todo, no puedo dejar de visitar a don Polo, aunque ello ocurra con menos frecuencia de la que yo deseo. Hay momentos en que me hace falta estar a su lado oyéndolo hablar. Su conversación borbota en mi interior como una fuente de aguas frescas. Esta nochecita decembrina, por ejemplo, mientras el viento silba echando al pregón penas vagabundas, mientras alguna nube suelta un lloviznero frío de norte, mientras el coquí entona su metálico canto en la maya cercana yo escucho, emocionado, el suave decir del viejo. —Yo no creo que el jíbaro haya nacido para andar siempre al remo. No es posible. Entonces habría que dudar de la justicia divina. ¿Qué ha hecho para que cargue con tanto dolor? Da compasión el pobre guácaro de los seborucos.37 Es un esclavo. Pasa ante mis ojos la procesión que trata de pintarme don Polo. Es una procesión de hombres sin voluntad, un simulacro de fuerza vital. ¡Pobres guácaros! Van así, por el camino de todas las desdichas, en la inopia, como una alucinación. Cada día que pasa halan un hilito al deshilachado lienzo de la esperanza, hasta que nada quede... Me dominaba un deseo intenso de conocer algo de la vida de Segundo, y, aprovechando su ausencia, pregunté: — ¿Qué dice Segundo de su trabajo? —Está satisfecho. —Me alegro mucho. Pero deseo saber una cosa, don Polo. Dígame: ¿por qué ese muchacho está trabajando en el cañaveral? He sabido que ha obtenido suficientes grados en la escuela para poder aspirar a otra cosa mejor. —No hay donde trabajar. —Es verdad, pero... Y como don Polo no sabe mentir, me contó algo de la vida de Segundo, no todo, pues no estaba enterado de muchas cosas. Me parece que el Segundo que he conocido en Santa Rosa es bien distinto del Segundo que vivió allá, en el otro extremo de la Isla. Este Segundo, callado y lleno de resignación, no puede ser otro que entreveo a través de la neblina. Y es en ese otro que estoy interesado. Recuerdo que un día me dijo: « ¿Que por qué estoy aquí? Cosas

de la vida, don Juan Antonio. A veces la vida es como esas mujeres que llaman malas. Se entrega porque no le queda otro remedio; casi escapándosele a uno. Cuando no, se pasa de zalamera. De modo que uno no se explica las cosas... Mire usted: he tenido que renunciar a mis sueños. ¿Por qué? Se me escapa, don Juan Antonio, se me escapa. Ya ve usted». Estuvo silencioso unos instantes y luego, respetuosamente cínico, añadió: « ¡Si los deseos hicieran hijos!». La neblina se disipó un poco, pero aún no alcancé a ver claro. Además, pensé que ésas eran palabras de hombre sensual, por los símiles usados. ¿Qué hay detrás de este gesto adusto, detrás de esa mansedumbre inquietante? Don Polo me esclareció más el misterio. Me confesó: —Para la época de su nacimiento vivía yo cerca de su casa. Y viví en aquella vecindad hasta que Segundo llegó a los seis años de edad. La madre murió al dar a luz el niño quien era el tercero de los hijos, los dos primeros habían muerto ya. El padre, un sobrino mío, era loco con su hijo, pero como se pasaba casi todo el día en su tienda, el niño se crio casi en la falda de una mujer anciana, toda bondad. Lo mimaba mucho. Una vez enfermó de gravedad, en las puertas de la muerte. Un día se inclinó, boqueó y se puso rígido; la mujer echó a dar gritos. De pronto, el niño dejó de boquear, miró atentamente a su mamita —así la llamaba él— y le sonrió. Desde entonces se inició su mejoría, hasta que sanó por completo. La gente dijo que doña Dolores le había traído, porque ya él iba de viaje. No faltó quien dijera que iba a ser desgraciado. Cosas de la gente, tú sabes. La muerte de la vieja fue un golpe terrible para el nene. Ya en los cinco y pico de años, el padre se casó de nuevo. El niño empezó a sufrir. Fue para esta época que nosotros abandonamos la vecindad. Luego tuve algunas referencias, aunque escasas... Según continuó diciéndome don Polo, el muchacho pasó una infancia horrible, víctima de una madrastra intransigente y de un padre sin comprensión. Huyose una noche y se fue a vivir a casa de un tío. El padre no le procuró. Fue el pagote de la vecindad. Un día descuartizaron un buey en el mismo sitio que estaba amarrado. Lleváronse luego la carne. Acaso la venganza de algún peón hambriento, pero al que primeramente le echaron mano fue a Segundo. Estuvo en la cárcel unos días. Entonces el padre se acordó de él para decir que su hijo le desacreditaba. El mozo fue puesto en libertad por falta de pruebas. Empezó a vagar de cañizar en cañizar. Poco

después encontraron a los autores del delito, mas el infeliz pagote no quiso volver a la vecindad de su hogar. Llevó una vida vagabunda. La procesión de prejuicios iba pisándole los talones. No encontraba trabajo y se vio obligado por algún tiempo a ir panza al trote recogiendo los desperdicios que le dejaba la vida. En donde quiera se encontraba con gente inhospitalaria que le trataba inicuamente. Tan hostil le fue la vida que tuvo que anegarse en la renunciación. Sufrió la mar negra en los cañaverales e hizo toda clase de trabajos: pinche, cuartero, ayudante de los que trabajan con tractores y camiones, halador de azada, cortador de caña, toda la bárbara labor cañaveral.38 Los ideales que cultivó en la escuela y que él creía iban a ser su salvación, se le anegaron en la aguacha inmunda y «fue un borrico llevando yerba verde para el caballo del pesebre». Nada esperó. Su vida era a modo de un harapo suspendido de un semillero de púas. Víctima de la espeluznante supeditación, no «hallaba tierra donde pararse, pues toda la tierra parecía estar maldita». No obstante, en cuanto pudo, trabajó a macha martillo39 para poder subsistir. ¿Acaso no subsistían las bestezuelas? ¿Por qué no él? Y cuando volvió la desventura a pisarle la sombra, huyó de nuevo. Un día se apareció en casa de don Polo rendido por las caminatas. Se le acogió cariñosamente. —Lo que él necesita es cariño y tranquilidad. Yo le tengo pena; es un muchacho callado, hambriento de cariño. Es servicial y nos ayuda mucho. Todavía lucha por mejorar la vida. Por eso lee vorazmente. El otro día se levantó temprano y vino a contarme un sueño que tuvo. Había soñado encontrarse en una pulcra oficina, ante una mesa grande atestada de papeles y telegramas. A su lado un secretario. A cada momento sonaba el teléfono...Así son casi todos sus sueños. Él cree que todo es de buen agüero y que tal vez algún día... Yo me quedé pensativo unos momentos. Sentíame atraído por la vida de Segundo. Inquirí: — ¿Qué cree usted de él ahora? —Se siente tranquilo. Dice que tú has sido muy bueno con él. Creo que los nervios se le van mejorando —Tan pronto entre la zafra le daré un trabajo más cómodo. —Ya él me lo dijo y está muy contento. ¿Cuándo empieza la zafra?

—El próximo lunes. Luego hablamos de muchas otras cosas. Por mi gusto no me separaría de la sombra buena del gran cariño del viejo. Poco después de haber salido, cayeron unas lloviznas frías muy propias de este mes de diciembre. Las alas abangadas de mi nuevo capacete color caqui me protegieron el rostro. Me tiré la capa sobre los hombros y seguí adelante hacia Santa Rosa.

1 Refrán popular que denota la indiferencia hacia los demás, ya que los problemas sólo les incumben a quienes los tienen. 2 Refrán popular que acentúa la bondad sobre la fuerza. 3 Expresión campesina que equivale a muchos, como se comprueba con el núcleo familiar de Ventura Rondón, integrado por él, la esposa, los siete hijos y el que estaba por nace. 4 En tres ocasiones se menciona la idea del asno, aludiendo al menos afortunado o pobre, que trabaja o sirve al caballo, que representa al rico o quien está mejor económicamente. El origen de la misma está en la fábula del asno y el caballo que recogen la mayoría de los escritores didácticos. 5 Expresiones populares: Ver y desearse, que se está muy mal, que necesita o quisiera algo. Hacer de tripas corazón, conformarse porque no queda más remedio. 6 Expresión que refleja la creencia de que Dios pone a prueba al ser humano como a Job, para ver su comportamiento. 7 Expresión que indica gran sufrimiento. 8 Equivale al dicho Echarle leña al fuego; o sea, hacer que la situación se torne tensa o el problema se agrave. 9 Expresión popular que concibe al diablo como una bestia. Significa que la situación se agravó. 10 Refrán popular que indica la creencia de que lo mal habido se pierde, o no se disfruta. 11 Aún se conserva en los campos la costumbre de hacer votos o promesas de vestir hábito; o sea, la vestimenta de determinado santo o virgen. Se hace por un tiempo determinado o por toda la vida. 12 En sentido figurado que no lo aceptó; que no tuvo buenas relaciones. 13 Expresión popular, señala que se obtiene mucha ganancia. 14 En ese tiempo se le pagaba al obrero sólo 60 centavos por todo un día de trabajo. Es pertinente destacar que la Comisión de Relaciones Industriales nombrada por el Presidente Wilson para investigar los sucesos de la huelga cañera del año 1915 denunciaba que, entre otros atropellos, los patronos deducían a los obreros parte de su salario por productos que éstos nunca habían comprado. 15 Según el Diccionario, un real equivalía a veinticinco céntimos de peseta. Sin embargo, en el campo, diversos informantes señalan que equivalía a 12 1/2 centavos. En el caso de “real y medio”, serían 18 3/4 centavos, pero que realmente sólo pagaban 18, pues era otra forma más de robarle a los trabajadores. 16 Una variante de la Ley del Talión. 17 El responso es la oración que rezan los sacerdotes por los difuntos. En este caso las oraciones. Véase la nota 2 de la Primera Parte. 18 Expresión popular que indica meterse en dificultades.

19 La mejor descripción de estos personajes la hace Virgilio Dávila en el soneto “El caja del barrio” de su poemario Aromas del Terruño. Dicen algunos versos: “Con insolencia a sus vecinos trata, / y acérrimo enemigo del trabajo [...]/ Juega al azar, y compra una garata [...]/ los bailes en el barrio desbarata [...]” 20 Expresión con la cual se señala que se trata a uno como a un muñeco, que debe hacer múltiples cosas según la voluntad de otro. 21 Aquí se recogen dos ideas que constantemente se repite y se dramatiza en la novela: La esclavitud de los peones y el infierno del cañaveral. 22 Expresión con la que se indica miseria, necesidad. 23 Dicho popular alusivo a la valentía, la cual se mide por la virilidad. La interjección “¡Cuidao!” quiere indicar que es más hombre que el otro. 24 En ausencia de médicos, los jíbaros recurrían a hombres y mujeres que curaban con hierbas. Algunos de ellos conjugaban esto con elementos sobrenaturales, por eso empleaban oraciones y rituales en sus curas. 25 En el campo también se le dice güima a la mujer que tiene muchos hijos. 26 Así se llaman a las batatas que son muy pequeñas, las cuales suelen botarlas los vendedores. Se dice que son más dulces que las batatas desarrolladas. 27 Los campesinos tienen la creencia de que algunas personas trabajan con la Cosa Mala —así le dicen al demonio para no mencionar su nombre por miedo— y les preparan desgracias o males a otros. 28 Alusión mitológica al dios de los bosques, el cual tenía cuerpo humano con pierna y cornamenta de chivo; tocaba una flauta. Viva en medio de los bosques entregado a sus placeres. Cuando no bastaban sus artes para seducir a las mujeres, empleaba la fuerza. 29 También se conoce como “uno y una” o “una y una”, un baile rural considerado una variante del seis. 30 Se refiere a la marímbula o marímbola, instrumento de origen africano que consiste de una caja hueca con una pequeña abertura donde tiene colocados unos flejes de metal de distintos tamaños. Hace la función del bajo. 31 Fiestas que celebraban los dueños de las antiguas haciendas cafetaleras cuando se terminaba la recolección de la cosecha de café. De aquí su nombre. 32 Deformación lingüística de la palabra francesa monsieur. 33 Explanada de cemento para secar al sol los granos de café. 34 En el lenguaje campesino se refiere a conjuntos o grupos de arbustos de café sembrados en distintos lugares. 35 En los años treinta estuvieron muy de moda los tangos: “A media luz”, “La Cumparsita”, “Tomo y obligo” y “El Choclo”. En 1935 Carlos Gardel visita a Puerto Rico en su gira de promoción a las películas El día que me quieras y El tango en Broadway. Este hecho causó gran conmoción. Entonces se popularizó aún más este género. 36 Expresión popular que indica el respeto o miedo hacia algo o alguien. 37 Quiere decir jíbaro de monte adentro. 38 El novelista sintetiza en Segundo todo el duro quehacer del obrero agrícola, pues este joven comenzó llevándole agua a los trabajadores, conduciendo las yuntas de bueyes hasta cortar caña y otros menesteres. Es importante el adjetivo empleado, bárbaro, para calificar todo ese trabajo.

39 Expresión que significa que se realiza con gran esfuerzo.

Íbamos a empezar el corte en Los Pozos para poder despachar primero la caña más distante. Multiplicose la peonada. De barrios vecinos y lejanos bajó una multitud de jíbaros melancólicos y sumisos, negros adustos, mulatos fornidos.1 Venían armados de flamantes machetes. Los que no encontraron empleo estuvieron merodeando por algún tiempo; conversaban y sus palabras —moscas azules, cantarinas de uncinariasis— daban vueltas sobre el leganal de los temas fatalistas. Después se retiraron silenciosos. Los peones escogidos para la tarea del pique siguieron a los caporales hacia Los Pozos. Unas dos horas después salí yo hacia el corte; recibía el aire mañanero a pleno pulmón. Según cabalgaba iba fijándome en todo. Casi siempre hago lo mismo. A veces mi espíritu se entra en el paisaje y se aviene a sus perspectivas, entendiéndome íntimamente con él. Otras veces me doy cuenta de que hay algo que quiere repelerme, algo que me mira adusto, algo que se toma la libertad de llamarse intruso... Me doy cuenta de ello y estimulo mi espíritu a la lucha, a la porfía tenaz; afilo mi voluntad y me arrojo a la conquista. Caer, eso nunca. ¡Qué importa que a mediodía se arme la sabana con su círculo de fuego para combatirme! En un principio la sabana me azoró con su círculo de fuego. Quería cercarme, hostigarme hasta vencerme. Me presentó un combate obstinado, pero yo me mantuve firme, erguida mi voluntad haciéndole frente sin titubeos. No avancé mucho. Sentía un placer íntimo contemplando los verdes oteros, las sinuosidades de la sabana, los rojos barrancos, los majaguales con sus flores amarillas... Se había empezado el corte un poco más allá de las ruinas de los antiguos edificios. Me detuve unos instantes a ver unas hermosas matas de plátanos que crecen entre ladrillos y piedras cubiertos de yedra y cundiamor. Los Pozos pertenecen a unos parientes lejanos de los Alzamora y había sido arrendada a la Central mucho tiempo antes que Santa Rosa, a la cual permanece adscrita. A pesar de ser una hacienda más pequeña que Santa Rosa, tenía mayores cañaverales. Las Alzamora no sembraron nunca caña. El año anterior había tenido pérdidas considerables y la Central se hizo cargo de los cañaverales, acabando por arrendar tan magníficos terrenos. Aledaña a Los Pozos, Los Naranjos, cuyos terrenos están bajo arriendo personal de don Oscar.

Al contemplar los espléndidos cañizares de Los Pozos, pienso que la caña invade todos los campos. Se posesiona de un terreno de donde no es oriunda. ¡Y desde qué remotas edades se dio a conocer! Los chinos la usaban siglos y siglos atrás. Fue traída a Europa en el siglo III, cultivada en Chipre, en Sicilia, en Madeira, de donde fue transportada a Santo Domingo. Se acogió al clima y extendiose por la América tropical. Todo le fue propicio y la intrusa se sintió tal vez mejor que en casa. Conquistó nuestros llanos. Ya se trepa en los cerros y llena las campiñas con su ruido de chubasco que se acerca. El advenimiento de las grandes maquinarias moledoras le dio preponderancia. Ella fue cómplice de la invasión iniciada tierra adentro, aseguró la permanencia de las tiendas de los conquistadores. Llegué por fin al corte. En la guardarraya, el peonaje sudoroso. Oíase ruido de paja seca. En uno y otro sitio algún buey lentamente masticaba una cola. Un rapaz escogía en los montones un pedazo de cañamiel y poníase a chuparlo formando ruido de lloro. Extendíase sobre la besana un suave olor a miel, a paja, a yerba masticada. Aquí y allá se llenaban las carretas. Un hombre arrojaba haces de caña en la carreta y otros los acomodaban. A los bueyes uncidos a la pértiga había que embozarlos para que se mantuvieran quietos, pues se desvivían por alcanzar las colas. Al moverse de un montón a otro crujían látigos y coyundas sobre el yugo, escuchábase la música bárbara de las cadenas, el clavo, el eje y los bujes. Veíanse carretas cargadas de burro y otras de cabezales.2 Tienen que ser muy resistentes las ruedas para poder sostener tanto peso. Efectivamente así es. Las ruedas son muy resistentes: gruesas llantas de hierro, camones de roble, radios y manzanas de ausubo. Por el agujero de la manzana vese el extremo del eje, negro, empapado de chapapote. Capataz de carretas y ayudante de listero, Segundo atendía a sus nuevos deberes. Desde un principio llenó muy bien su cometido. Apenas hablaba. Movíase diligente de un sitio a otro, luciendo un amplio sombrero de paja. Me sentía satisfecho por haber tratado de ayudarle. Me preocupa la suerte de este muchacho taciturno, traído al mundo a torturarse en el círculo de fuego. Pudo haber sido algo mejor; sin embargo, pertenece al cañizar, a la guardarraya y ha tenido que estrangular aspiraciones. Después de todo, a muchos nos pasa lo mismo: estrangulamos aspiraciones. Tenemos que anegar caros ideales en la aguacha inmunda.

Muy cerca de mí dos jíbaros cargan una carreta. Miel, paja, chapapote. Los bueyes han adoptado una actitud melancólicamente filosófica: cierran sus grandes ojos cegajosos. Rumian. Los dos jíbaros hablan mucho. Casi todos los jíbaros son parlanchines cuando dan en sus temas favoritos. Gozan la conversación, no importa que ella esté salpicada de amargas sentencias, de invencibles fatalismos. Son así. Casi siempre son así. Se lamentan muy a menudo, pero es una lamentación resignada, como si no encontrasen escapatoria. Son como el buey que rumia mansamente bajo el yugo. Le asaltan todas las pasiones. Aman. Odian. Ríen. Lloran. Se cruzan de brazos ante la tiranía; no obstante, se tajean, se matan por nimiedades. A unos les mejoró el campamento Las Casas,3 a otros los empeoró. Son muchos los que le tienen un terror supersticioso a las botas, a los capacetes. El jíbaro, en su mayor parte, pone su vida entera a merced de cualquier momento crítico de su existir. Hay instantes en que toda la vida se contrae en un odio, en un amor, en un júbilo, en una tristeza... En esos momentos se cartea la vida al azar; entonces la vida se le presenta como un objeto del que se puede disponer a capricho. La resignación, sin embargo, hace la guerra al momento crítico. A veces la astucia juega también su papel, y el jíbaro es marrullero, resbaladizo, desconfiado. Se pone a la defensiva. Y si se le ataca, lo mismo se defiende con el machete que con el contradicho, con el refrán... No sé si he acertado en mis apreciaciones, porque a lo mejor se me escapa de la mano como el sapo baboso. Su existencia es una red de contrastes. Sobre todo es muy curioso observar el jíbaro de la montaña que se viene a los llanos costaneros. Ha vivido tan acostumbrado a sus cerros, a sus caminillos fragosos, a sus árboles, que vive los primeros meses azorado en la sabana. Le parece demasiado abierta su orfandad cuando puede ver lejanos horizontes. He meditado de este modo contemplando las actitudes de los dos jíbaros que llenan la carreta. Todavía no se avienen a la brega del carreteo, pues hace poco tiempo que trabajan en los cañaverales.4 Han trabajado muchos años en el cafetal, en las talas del centro. Desyerbarán hábilmente con el machete o la corva,5 sabrán cargar sobre sus hombros, sabrán bregar con el caballito,6 pero aún no se han adaptado al cañaveral. Son pícaros y de vez en cuando miran al sol para aliviar la fatiga. Me alejé a lo largo de un callejón que dividía dos cañales. Lope vino a mi encuentro con su risa jack o’lantern. Mientras él me hablaba, su caballejo

dormitaba mascando colas. — ¿Qué hay, jefe? —me había dicho Lope. Hice un gesto cualquiera para contestar su saludo. Él me dijo: —No se les puede dejar sombra, míster. El rostro del caporal fingió ese aire peculiar del que cree que está haciendo una labor agobiadora. Le miré de hito en hito, casi sin pestañear; pero él me esquivó la mirada y entonces nos quedamos silenciosos contemplando la labor del corte. Detrás del relámpago del machete sonaba el golpe que partía la caña en el aire para caer en el montón más cercano. Avanzaban y avanzaban los cortadores, cañizar dentro, dejando atrás montones de cañamiel, pajas y colas. Suspiraban los cañaverales. Echaba a volar la copla llenando el ambiente de melancolía. De vez en cuando, Lope, de quien me han contado unas cuantas historias, decía cualquier tontería. Es un hombre muy amigo de halagar a los que están sobre él y de torturar a los que él cree que están más bajos que él. Con los de arriba es lameojos, rastrero; con los de abajo es cruel, duro, desconsiderado. Se porta bárbaramente con los arrimados y después se justifica diciendo que «vela por los intereses de la colonia». Ha tenido ya dos o tres casos con los maridos de algunas mujeres a quienes ha carreteado,7 como él dice. Acostumbra vivir un tiempo con una mujer, luego la echa a la calle, toma otra mujer y continúa viviendo. De primera intención pensé despedirlo de Santa Rosa, pues no pude hacer migas con él, pero luego supe que había sido colocado personalmente por don Oscar y me vi obligado a soportarlo. A pesar de todo, a pesar de su imperdonable jaquetonería, hay que reconocer que es diligente. Antes de ir al campamento Las Casas era un guácaro. En Las Casas usó por vez primera zapatos.8 Luego estuvo en Panamá. Fue cabo. De su estada en el campamento prodiga muchos cuentos. Es muy interesante oírle hablar de la transformación del jíbaro en Las Casas. Sobre la lucha del zapato, de los mandos en inglés, de la disciplina. Dice Lope que él supo aprovecharse. Allí se cepilló y entonces aspiró a ser algo mejor que peón. Tuvo éxito. Posee algunas cuerdas de terreno con espléndidos cafetales, pero no ha querido nunca formar un hogar honrado. Muchos de los que trabajan en su finquita, gente anémica, triste, doliente, fueron camaradas suyos en Las Casas.

Con Balbino las cosas son diferentes. Simpatizo con él, a pesar de su neurastenia. Siempre se está quejando de algún dolor y le tiene miedo a todas las enfermedades. Según entiendo, padece del hígado, pero a él le asedian todos los males. Sin embargo, es un hombre bueno, muy cumplidor de su deber, un ser atrabiliario que se ha hecho infeliz a fuerza de pensar que lo es. Igual que Lope estuvo en el campamento, mas «no supo aprovecharse». Mientras estuvo en Las Casas, la primera mujer se fue con otro dejándole la cabaña sola y los chiquillos al cuidado de la abuelita. De regreso, tomó nueva mujer, esta vez sin casarse, y se dicen muchas cosas de Lope y de ella. Aquel día me quedé algún tiempo junto a él y sólo me habló de desgracias. —Esta Isla es una miseria. El día menos pensado la arropa el mar o se la lleva alguna tormenta. Se le quitan a uno las ganas de trabajar, don Juan Antonio. Me retiré antes de que me contagiara con su tristeza. Dejé a los caporales a cargo de las faenas y me dirigí hacia Santa Rosa. En el camino encontré el desfile de gente con el almuerzo de la peonada. *** En su manía de mando, don Florencio había venido a ver «cómo van las cosas». Y le di las gracias por su celo y le indiqué que «cualquier día iré por Palmares a ver cómo están las cosas, sobre todo para saber si se siguen métodos modernos de agronomía». Pronuncié tales palabras con sonrisa cruel. Don Florencio se sintió mortificado por mi mordacidad y exclamó: —Hay que conocer todas las mañas del cultivo de la caña, para lo cual se necesita la experiencia que dan los años. No es lo mismo atender un huerto doméstico que una colonia de cañaverales, ¿no te parece? —Así creo yo. Le aseguro que para tal tarea se precisa preparación, porque los métodos empíricos no son eficientes. Esto se ha comprobado científicamente. Volví a sonreír mordaz. Él me midió con una de sus miradas cortantes, enseñando al par su dentadura helgada; la sonrisa es una amenaza que yo recibí inmutable. Don Flor se jactaba de ser un self-made-man; había algo de eso; en años atrás perteneció a la más baja ralea. Pero no hacía honor a tal encumbramiento. Creo que nunca le habrá hecho honor. Es un tipo de la misma calaña de Lope, aunque un poco más encumbrado. Fue uno de esos

cajas de arrabal, vagabundo, tahúr, borrachín y aguafiestas; un hombre desintegrado que tuvo la osadía de meterse a hacer política. Don Florencio supo aprovecharse. Por sus servicios al partido de la mayoría consiguió puesto de merecimiento; él, que nunca supo lo que es un edificio, fue nombrado inspector en la construcción de unas escuelas. Luego consiguió entrar como capataz en la Central. Fue líder de arrabal. Ascendió hasta llegar al puesto que hoy ocupa. Para lograrlo se avino a las ideas políticas de otros. Estaba pendiente de los cambios y, tránsfuga glotón, se trepaba a la tribuna a hacer confesión pública. Llegó hasta aquí por medio de la avilantez, regateándole sentimientos políticos a la peonada, sacrificándose para dar unos dólares cochinos a la Central. Y repta sobre todas las bajezas con tal de servir a los intereses de la corporación. —Ya veremos los resultados de tus métodos y los míos —oí que me decía, emplazándome—. De algo estoy seguro: Palmares responderá siempre. —Me alegro mucho, don Flor. No me extrañaría que así fuese teniendo en cuenta lo que ha luchado usted por sobresalir y distinguirse. Así haría honor a su condición de self-made-man. Luego hablamos de la zafra, del bajo precio del azúcar, de los buenos tiempos de la guerra cuando el quintal de caña llegó a venderse a más de un dólar.9 Don Flor se lamentaba que no hubiese guerra más frecuentemente. En esto acercose Segundo a darme cierta información. Don Flor se dirigió a él. El muchacho le miró de soslayo y contestó su pregunta sin mirarle de frente. Visiblemente molesto, Rosado le hizo otra pregunta para ver si Segundo persistía en su actitud. El mozo habló de lado, mirando las ancas de mi caballo. Don Flor se enfureció. Él se enfurece por poca cosa. —¡Oiga, joven! ¡Le habla don Florencio Rosado! ¡Carache, que en seguida que se les mata el hambre quieren alzarse! Segundo se mantuvo imperturbable. No dijo nada. Esta actitud exasperó al de Palmares. — ¡Son unos cabrones! —Calma, don Flor. Tenga calma. Antes de retirarse, con tono de mal sentida humildad, Segundo se excusó: —Usted perdone, señor. No quise ofenderle. Ya lo sé; en otra ocasión le miraré de frente. Le miraré de frente, créamelo, señor.

Se fue. Pocos momentos después salió don Florencio hacia Palmares. Me causó risa el incidente. Partí hacia Los Pozos. De vuelta, ya casi al anochecer, me encontré con Segundo en el ranchón de las carretas. Había venido a engrasar unas coyundas. Me dirigí a él con autoridad: —Tengo que hablarte. —Cuando guste, don Juan Antonio. Nos sentamos en las barandas de una de las carretas que quedaban en el rancho. Hablamos del incidente con don Flor y de algunas otras cosas y hábilmente le llevé a hablarme de su vida. Me complació, aunque noté que iba midiendo las palabras. Comprendí que ocultaba algo. Me habló de Ña Dolores, cuya influencia siente aún porque le dejó suavidad de cariños y sonrisas. Luego vinieron los días amargos, la crueldad de la madrastra, la debilidad del padre. Aquellos años pasaron arrastrando sombras. Le trataron brutalmente: sangró sobre el espinar de la vida. Bueno, aquello no fue vida. Le fuetearon con el látigo y con la palabra mal sonante. Le impresión de los injustos castigos se le quedó grabada en el espíritu como una cicatriz a mal cerrar. Eso, su vida está llena de cicatrices. Cicatrices imborrables. Se sentía aturdido en el seno de aquel hogar y no sabía qué pensar en ese mundo de crueldad. Era como si viviese en una cueva sombría, temeroso a cada instante de que alguna víbora o algún lagarto venenoso asomase la cabeza por los agujeros. —En un principio se me dedicaba a pastorear la vaca India. Yo la quería como a una madre a esta vaca mansa, con sus ojos dulces, con su lengua gris que sacaba para lamer mi mano. Las horas que pasaba con India eran mis mejores horas. ¡Pensé en tantas cosas! «Yo le tenía mucho miedo a la noche. No me atrevía a salir solo. Sin embargo, una noche, de madrugada, papá me obligó a ir a ver qué sucedía a las aves que alborotaban en los árboles. Junto a un árbol, un bulto negro rodó hasta mis pies y caí sin sentido. Estuve muchos días enfermo, con una fiebre muy alta. ¡Qué sé yo! Deliraba mucho. Estaba continuamente delirando...» Sobresalió en los estudios, lo que le estimulaba a tener aspiraciones. Pero le malograron los sueños con la crueldad: no le permitieron continuar estudios secundarios. Le metieron en las talas. Y un día tuvo una impresión

inolvidable cuando se llevaron a India para el matadero. La idea del matadero le trastornaba. ¡Aquel mugido de India afincado en su espíritu! —Al pensar en el pobre animal degollado, pensé hasta hacerme criminal. Me hui de casa para regresar a los pocos días. Algún tiempo después volví a huirme para rodar de cañaveral en cañaveral. He pasado por todos los aros.10 He pasado por pillo; he pagado vidrios que otros han roto. Un día se vio tan atormentado que se echó la soga al cuello, pero se la cortaron antes de que sobreviniera la asfixia total. Algunos períodos de su vida han sido alucinaciones horrorosas. Le han perseguido el odio, la inquina, la miseria, la mala voluntad de los hombres... La ponzoña de la malquerencia le ha envenenado el vivir. —Los días más tranquilos los he vivido aquí. ¡Es tan bueno el Viejo! Verdaderamente me siento impresionado por las revelaciones de Segundo. Han despertado unos recuerdos en mi espíritu: todas «aquellas incomprensiones» se me agolparon en el corazón y me sentí triste. Lo compadecí a él, a Segundo, pobre alma trashumante perseguida por todas las desventuras. Quise dar pábulo11 de fe a esta alma proscrita y le dije: —No estás solo. A mal de muchos, consuelo de todos.12 El ramalazo de «aquellas incomprensiones» volvía a azotarme. Nubes de nostalgia oscurecieron mis horizontes. *** Cerca ya del mediodía fui a ver a unos peones que trabajaban en el paraje de Santa Rosa llamado El Pinto. Al otro lado del camino, los terrenos de Palmares. Y en el recodo próximo, los mangosales, el Sitio de los Mayordomos. En el tronco de un mangó las cruces que recuerdan el doloroso suceso. Había silencio, un silencio agreste que acentuaba los golpes de azada sobre la gleba. De vez en cuando llegaban hasta nosotros las voces lejanas de los boyeros. De pronto salió de detrás de los árboles, por el camino, un gentío. Era un entierro. Seguí contemplando el cortejo funeral hasta que se hubo alejado varios metros y tuve la impresión de que el sol se volvía más amarillo. Hacía unos días que no llovía y la tierra estaba seca y la mañana diáfana, con brillo adormilante. Pregunté a un peón:

— ¿Quién se murió? —Ventura Rondón, que Dios perdone. — ¡Ventura! ¿Y cuándo? —Ayer, cuando pardaba el sol. —No sabía nada. —Murió casi de repente. Me quedé silencioso. De mi mente no se va la visión del bohío que visité aquella noche: el enfermo, los nenes hambrientos, el niño buda, el encargao... ¡Aquel cuadro de orfandad! Hasta mí parece llegar el lancinante sollozo del triste hogar. Yo había escrito a la Comisión recomendándole el caso de Rondón. Me contestaron diciéndome que tomaban el caso «en consideración». Me parece que todavía están considerándolo y que no acabarán de considerarlo nunca. Mejor hubiera sido que nada hubiese escrito. No vale la pena. ¿Qué importa la muerte de Rondón? ¿Qué importa la orfandad del cuadro? Se me rebela el espíritu. Vuelvo a oír el ímpetu avasallador del potro salvaje que quiere correr a campo traviesa. Sus pasos suenan como golpes en un tambor. ¡Alto, alto ahí!... Y entonces es el rostro de Ventura el que llena mi mente. El rostro que se exhibió en la lanza de una emoción sin nombre. El rostro adinámico que se irguió sobre las cepas del cañaveral. El rostro caldo, con su rictus de amargura, con su mirada que no miraba, por mirar desde un mundo vacío. ¡Aquel gesto que nada decía y que tanto decía! Es el gesto de ellos, los que forman la peonada. Es el rostro que llena el cañizar. Pensando de este modo penetra en el espíritu agazapado y sigiloso como un ladrón. Anduve en puntillas para no despertar al dueño de mi casa. Busqué por todos los rincones. Oí el reclamo agonioso de mi corazón. Era como sonido de viento en la fronda. *** Después de la comida, anocheciendo ya, me fui al jardín bajo la cepa de bambúes. Una nube enorme y parda que flotaba en los horizontes ocultaba la salida de la luna. El viento echaba a volar los sueños de los bambúes en sus millones de hojitas suspirantes. Quejábanse las cañas armoniosas. Entregué mi espíritu al reclamo de la íntima voz de las cosas. Me sentí inmenso en el

nocturnal misterio. Las damas de noche perfumaban el ambiente. Clarores. Penumbra deliciosa. Con vestiduras de alba salió la luna de su fantástico castillo de nubes. Todo se prestaba al escucho. Era hora propicia para la revelación de íntimos secretos. La novia ha venido andando lentamente con su mirada perdida en los sueños. Viene a llamarme con voz de arrullo a través del rumor de los bambúes. Siento a mi novia. Me dice: «Nadie conseguirá separarme de ti». Florecen las promesas, flores milagrosas. El «Te amo» adquiere mágicas influencias, nunca antes sentidas. Ella —la novia— se reclina sobre las cañas de la cepa. El rayo de luna que se filtra a través de las cañas me da la sensación de ella. Quiero que me cante una vieja romanza de amor. Cierro los ojos y abro el alma. De súbito, oigo la voz de una mujer que canta. Me seduce el embrujo de la voz. Me doy cuenta que Delmira está cantando en el balcón. Sí, allí la veo, en la esquina arropada de luz. ¡Y canta...! Me parece una aparición de luz melodiosa. No me muevo: quiero hacerle la ofrenda de una devoción íntima y mientras ella canta, yo, recluido en la sombra de los bambúes, la espío. Luna. Rumor de frondas. Ella... ¿ella? ¿Acaso es ella? Sobrecogido por este instante de gozo único — ¡tan cerca del dolor único!—, el corazón me exigió su entrega total. *** Me recluí en mi aposento en un estado de ánimo singular. Se me viene a la memoria la primera impresión que tuve de este cuarto. Busco con la vista los objetos; quiero interrogarlos. ¿Qué me dirán después de meses de estada aquí? La cama de caoba, el lavabo, el piso de tablas fuertes, el escritorio, el viejo armario, la ventana, ¡esta ventana abierta al campo, al cantizal, a los pastos, al jardín, a los bambúes!... Todo me recuenta la primera impresión, cuando me figuré estar en una casa misteriosa. Medito. ¿Se habrá proyectado mi amor por Sarah en Delmira? No sé. En las mañanitas frías el recuerdo de Sarah se impone. En los crepúsculos es Delmira quien se impone en mente y en corazón. ¿Y Pepiña? Es un afecto raro el que siento por Pepiña. Todo lo femenino de la Naturaleza parece haberse aunado en la vida lozana de

Pepiña. A la verdad que hay algo misterioso en todo esto. Amo a las tres de distinto modo; casi no acierto a explicarme. Esta noche Delmira ha tocado las fibras más sensibles de mi corazón. No hay duda, ¡la he amado! El corazón lo grita en triunfo: « ¡La he amado!» Pero... ¿para siempre? ¿Por un momento? ¿Será todo esto una alucinación? No sé. Sólo sé que mi corazón espiga sueños. Me he sentido enfermo de no poder expresar el poema que florece en mi espíritu. Afuera, el viento quejumbroso, el rumor nocturno, la luna... Decidí acostarme. Experimento una extraña dejadez en todo el organismo. Mi cerebro, no obstante, está lúcido. Mientras abajo se oyen los ladridos de los perros me asalta un inexplicable deseo de renunciar a la vida que hacemos en sociedad. ¿Por qué esas ansias de renunciación? Pongo en balanza de justiprecio los pequeños afanes que llenan casi toda nuestra vida cotidiana y execro tal vida. Vida envuelta en el neblinar de la incomprensión. Vida brumosa, llena de prejuicios. Me siento consternado de estar viviendo así. Me encuentro cobarde. Me increpo a mí mismo. ¡Me siento pagano! ¡Soy pagano! ¡Qué doloroso fue para mí ganar algún dinero con que proporcionarme inútiles abalorios! Ahora no, ahora me he entregado a la Naturaleza, olvidándome de los salones sociales, de los convencionalismos. ¡Tengo el don de la comprensión cabal, el secreto de la voz! Vivo en los campos. Soy colaborador en la orquesta de los pájaros, en las íntimas melodías de los árboles, de las raíces, de las yerbas... Me visto con hojas y yerba y amo profundamente. Estoy alejado de la grotesca parodia de la vida cuya tragedia los hombres arrojaron al mundo. En la recóndita penetración de las cosas para nada sirve la civilización. La civilización es una quincallería de trapos bonitos. Atento estoy a la música inefable de la Naturaleza, en sus alas, en sus murmullos, en la corriente que se desliza entre pedriscales... Y luego ella — ¿Sarah? ¿Delmira? ¿Pepiña?...—asomándose conmigo a las fuentes, amándonos en los amaneceres, en el sol, en las tardes, en el anochecer, en el primer lucero. ¡Mi espíritu es una sementera de anhelos, de raros sentires, de quereres indecibles! Ella y yo estamos atentos a las revelaciones que nos hace la Naturaleza. Hay instantes en que somos los dos un rinconcito paisajal: un césped florido en la tarde con un arroyuelo surcándole. El viento acaricia nuestros lirios silvestres, el cielo se cae en nuestro arroyo, las raíces laten en nuestro suelo... De súbito, soy una fuente

abandonada, sedienta de azur. Viene ella —la virgen pagana— a bañarse en mis aguas. Las mariposas —mis anhelos hechos vida— revolotean. Y todo es un largo cantar al amor. Ahora sufro una extraña transfiguración. Ante mí pasa la procesión atávica —mascaritas traviesas— con su carga de convencionalismos. Un clérigo artificioso canta un responso a la vida muerta. El alma me llora como aquellas antiguas plañideras que se vestían de negro e iban gimoteando en los entierros. ¡Lloro mi propia muerte, la muerte del pagano que se malogró, comprado por unas monedas como Judas! Y al pensar en lo que soy yo en mi cotidiano existir, me veo cargado de baratijas... *** Me quedé dormido... *** Luego volví a despertar por unos instantes. Hasta mí llegaron las voces lejanas de los carreteros. Voces trémulas de coplas.13 Me sumergí nuevamente en la niebla del sueño. *** Y días después... Subían los cantares a flor de almas. Se me floreció el espíritu de recuerdos. Sentía el viejo cariño estancado como un remanso de aguas claras. Experimenté un remordimiento agudo, porque pensé que mi vida se enlutaba con un profundísimo encono. Mi memoria se llenó de recuerdos infantiles. ¡Con qué ansiedad aguardaba estos días de cantos y fiestas! Ya no, ya no los aguardo con ansias. Aquella vida se va, se esfuma como una nubecilla que a fuerza de ser transparente se pierde en lo azul. ¡Noche de San Silvestre!14 Nochecita penumbrosa, estrellada y honda. Me domina una emoción íntimamente melancólica. Los acontecimientos del año que va a expirar se alargan, se alargan como sombras crepusculares. Mi cine interior sigue proyectando la cinta de los recuerdos sobre el lienzo del tiempo. Añoro lo que fue mío en espíritu: mis juegos infantiles, los abrazo de mi madre en donde muchas veces me refugié azorado, los montes, las abras, la aborrachada florecida de los bucares... No me acosté. En casa de don Manuel había baile de gente escogida, según me indicó una de las niñas

desde el balcón, a la par que la madre me invitaba. La niña –Delia –me guiñó el ojo. «No deje de venir», me dijo en son de súplica. Y les prometí vagamente: «Puede ser que venga por aquí». Y ahora, al sentirme triste, pensé ir; así desterraría esta tristeza que me daba frío en el alma. Pero no. Allá no iría. Celebrábase otro baile en casa de un hombre que trabaja en Santa Rosa. Habíame invitado tímidamente. Me propuse cumplimentar su invitación y hacia allá me dirigí. Allí, entre matas de plátano, la casita: una casita cercada de madera y techada de cogollos. Amarré el caballo a un almendro que vi a orillas del batey. Había alguna gente en el batey y apostada en la puerta. Arriba, rasgueo de guitarra; guitarra soñolienta, intérprete del canto doliente y quejumbroso. Afuera, hacia el paisaje, la noche rasgueaba sus roncas cuerdas también. Di las buenas noches. —Buenas noches, señor. Se echaron a un lado para dejarme pasar; salió el hombre de la casa a recibirme. Noté la íntima satisfacción que experimentaba el peón. — ¡Tanto gusto, don Juan Antonio! Creí que no iba a venir... ¡Tanto gusto! —Veo que está la cosa alegre. —La vida es corta, don Juan Antonio. —Y hay que gozarla, ¿no es eso? —Lo mesmo. Cuando entré, hubo silencio; dos muchachas se secretearon. Me senté en una esquina. La saluca se veía más pequeña de la cuenta con las muchas personas que allí había. En un esquinero, un quinqué; colgando de un clavo por su asa, una lamparilla de gas; en una tablita, clavada de la solera del medio, una vela. Esta tablita tiene un agujero por donde se mete la vara que se usa para hacer mover la piedra redonda del molino casero. Más de una vez he oído en la noche el ruido de esta piedra giratoria que sobre otra piedra es una pequeña fábrica en el hogar. Antes abundaban más porque entonces no se compraba harina de maíz ni de arroz criollo y la harina servía para confeccionar la clásica marota y los deliciosos mundonuevos y majaretes. Ya casi todo eso va pasando. En algunos hogares, sin embargo, se perpetúa el

molino con su música bárbara. En esta casa, por ejemplo. Su dueño dice, muy orgulloso, que «la harina de acá sabe mejor». Preparando estas harinas se ejercita durante la noche el brazo de la moza o del rapaz. Al son de la música bárbara se conversa, se ríe, se canta, la casa se acerca más al hogar... Hay iluminación extraordinaria. No es para menos con la fiesta que se celebra: «Se echa la casa por la ventana».15 El tabique luce nuevos adornos: unas hojas de catálogos y anuncios de medicinas pegados a las tablas. También hojas de pascua. Hay más asientos; esta tarde salieron a buscarlos por la vecindad. Sobre mi cabeza, en unas varas, el oro de las mazorcas y un racimo de guineos casi maduros. Más arriba de la puerta, colgando de otra solera, crece una mata de sábila y se exhibe un pedazo de pan puesto allí años atrás, todos con el fin de que entre la buena suerte y que no falte el «pan de cada día», pues algo más que pedirlo en el padrenuestro tiene que hacer el hombre... En la cocina hay ebullición inusitada de gentes: comadres dicharacheras, viejas apacibles de ojos cegajosos, mascando lentamente la mascaurita; chiquillos flacuchos, de ojos pedigüeños, algún adolescente goloso... Al pasadizo se acerca, una que otra vez, alguna persona a pedir agua y echar miradas escudriñadoras a la mesa o al fogón. «Carai, que si han tirao pa tra».16 «Ujú, me da una güelentina a pasteles». Y se oyen otras frases por el estilo, en tanto las mujeres de la casa siguen atareadas en el fogón atacuñando chámaras entre las tres piedras debajo de la olla. Ahora se disponen a hacer café; una de las visitantes se aprestó a moler el aromático grano y ya se oyen los golpes en el sólido mortero. Esta tarde se hicieron las regalías: esponjados dulce de batata, pasteles para los más allegados y otras golosinas. Traen a la dueña de la casa al retortero, y la mujer va de un sitio para otro, diligente. Es una mujer de mediana edad, pálida, con los ojos llorosos debido al humo que se encierra en la cocina. Casi todas las mozas están en el aposento. Charlan, ríen. De vez en cuando sale una a la puerta o pasa para la cocina. Lucen trajes y calzado nuevo, cuentecitas de vidrio alrededor del cuello, flores en el cabello. Algunas parecen guácaras de los seborucos, según dijo alguien, porque usan el traje mal entallado, un poco largo, y porque no se han cortado el pelo. « ¡Y ya éstos son otros tiempos, señor!» Otras han exagerado las modas: lucen un bob escandaloso, labios rabiosamente rojos, mejillas como el tomate, vestidos tan

cortos y ceñidos que se les pronuncian los pechos y hasta enseñan las corvas. ¡Algo bueno les han traído las blusas que van a buscar al pueblo, carache! Eso: «Las modas no se hicieron sólo pa las del pueblo, ¿verdad?». Pero la sensación de la fiesta son dos mocitas que han vivido unos meses en la población. No del todo feas a fe. Visten bonitos trajes y medias de seda y calzan zapatillas de rumbo. Se han hecho afeites en las cejas y en las axilas y una de ellas —la más blancaluce lo último en recortes. La trigueña es más bonita. Ellas, conscientes de que son la sensación, se exhiben mucho. Comprendo que sus gracias tienen por objeto el hacerme reír, pero yo permanezco serio y cejijunto. Los hombres las miran con ojos codiciosos. Se da cuenta alguna muchacha que su novio se ha quedado embebido contemplando a las dos chiriperas y se asoma a recordar con su presencia que ella está allí. En la saluca los hombres lo comentan todo. En medio de la animación se oyen conversaciones fatalistas. «Las cosas van de mal en pior.» «No hay quien se salve...» En un rincón se le acerca un mozalbete a otro para decirle: — ¡Anda espabilao! José te anda buscando dende el día de la tienda. El otro se encogió de hombros. — ¡Ujú! Perro no come perro.17 Y siguió pendiente de los movimientos de una muchacha avispadita, tabanica como ella sola, que formaba en un grupo de mujeres que se había reunido cerca del pasadizo. Reía y reía la muy coquetuela. Un hombrecito patojo18 quiso cominear en el grupo y le recibieron con burlas. Él no se inmutó. —Vete, monifato19 —le dijo alguien. —Porque tú no has visto... —respondió él, malicioso. — ¡Jesú, hombre! Y una vieja impúdica y refistolera le dijo: —Métase en sus asuntos..., ya sabe... Las mujeres jóvenes se avergonzaron y una protestó: — ¡Jesú, Ña Ramona! El hombrecillo rio cínicamente y se rompió el grupo. — ¡Vaya un hombre más fresco, Jesú!

En esto se acercaron a mí con los dulces, y para que no me tildaran de melindroso, tomé un dulce moreno y criollísimo. Comprendo que los campesinos se resienten mucho cuando creen haber sido víctimas de un desaire. Entró un nuevo huésped: Jesús Cordero, el mozo que nos acompañó aquel día en nuestra excursión al monte. Unos le recibieron con alegría y otros con resentimientos. Es Jesús el mozo alindado de la comarca, «el niño bonito de las muchachas» y algunos le tienen entre ojos.20 Forma amistades con facilidad, porque es expansivo; pero tiene un genio levantisco que cuando estalla «el diablo se le aguanta». Y él mismo dice que «los amores le llevarán a la tumba». Tiene fama de aguafiestas, sobre todo cuando está muy tomado. Oí que alguien decía: —Ahí ta ése. Y ta ajumao. Pero mejor es que se porte como las personas decentes, vamo. Al verme entre la concurrencia, se acercó a saludarme: —¿Qué hay, don? —De fiesta, ¿eh? —El buey suelto bien se lame,21 ¿no cree? —Así es. —Caramba, no lo había visto desde el día que fuimos a los montes, ¿se acuerda? ¡Qué día aquél! Ahora, en la primavera, y más allaíto de la primavera, habrán palomas en bruto —añadió como invitándome a excursión. — ¡Ujú! Es un mozo alto y bien fornido, con una cicatriz en la quijada de una caída que se dio cuando rapaz. Es bastante bien parecido y viste con cierta elegancia rústica Eso sí, es muy trabajador en los días laborales, pero casi todo lo gasta en los días de fiesta. Antes, el padre tenía posición holgada. El Isleño, como llaman al viejo, tiene alguna prominencia en la vecindad. Me abrumaba con su conversación insubstancial de borracho, por lo que le respondía en monosílabos para que se fuese. Vio salir a una de las dos sensaciones y le bailaron los ojos. «¡Contra, qué carnecita!» Y me hizo un guiño, como diciéndome: «Esa va a ser mía». Noté que algún otro mozo exteriorizó un gesto de disgusto. Acaso estaría echando planes para la

conquista de la deliciosa chiquilla. El hombre nunca dejará de ser un animal de presa y cuando le gusta una hembra, aun cuando nada le haya dicho, le asaltan los celos si otro se acerca donde ella. Los muchachos de la música cantaban villancicos y aguinaldos. Era el famoso trío: Natito Rondón, Juan Perdío y Cheíto Cruz. Dicen que Natito es un gallo para el cantar, pero a Cheíto Cruz no le calla. Y el mismo Juan Perdío no se queda atrás. Son tres mozos muy simpáticos y complacientes, los bohemios de la vecindad. Natito es un muchacho pálido, en los veinte años quizá, con cierto aire soñoliento, hasta romántico. Toda su persona irradia simpatía. Juan Perdío es un apuesto cuarterón de tez bastante clara y pelo hirsuto. Más o menos de la misma edad de Natito, alegre, dicharachero. Sus dedos ágiles y finos dominaban muy bien las cuerdas de la guitarra, ese instrumento insustituible, «compinche de Cupido», como dice Juan. En cuanto a Cheíto, ése es el Benjamín del grupo. Es un mozalbete de dieciocho años que lo único que necesita es una corona de plumas para ser el hijo de un cacique indio. Pelo lacio, perfil aguileño, color bronceado. Maneja las maracas con suma habilidad y canta con los ojos cerrados. La sola presencia del grupo en las fiestas pone alegres a los parranderos. Jesús se había ido de mi lado y gastaba bromas pesadas a un hombre que permanecía serio, cejijunto. Como el muchacho se hallaba beodo no se daba cuenta que tales bromas traen disgustos. Tuvo que venir un amigo suyo a invitarle a salir. En la esquina opuesta a la mía, dos o tres curiosos oían cuentos que les hacía un exbandido de tiempos de España, un hombre barbudo y sordo que en sus días tuvo fama de valiente. Hablaba él de sus aventuras a pique de los montes, en épocas de Félix Soto, el bandido temible.22 Ahora este señor barbudo vive apaciblemente, casi de la caridad pública, y sorprende a los circunstantes con historias hazañosas y atrevidas. Llegó Balbino y se sentó a mi lado. Comprendí que estaba ya a medios palos por el tufo que le salía de la boca. Nos enfrascamos en un palique sin importancia. Me contaba de unos amores juveniles y lo vi reír dos o tres veces. Acostumbrado como estoy a su carácter tétrico, su esporádica alacridad me daba la sensación de lampos de luz filtrados por desgarraduras en cortinas negras agitadas por el viento. Me confesó:

—Yo quería a mi primera mujer con delirio. Cuando tuve que irme pal campamento, por poquito me muero de nostalgia. No podía vivir sin ella y sin el nene que dejé. Luego, cuando no pude menos que acostumbrarme, pensé economizar para poder vivir más desahogado a mi regreso. Tuvimos otro nene, y mi amor al hogar aumentó. Pero ella se fue con otro y hube de conformarme con mi suerte. Por un milagro, sin embargo, no me volví criminal. Después de todo, son pruebas que uno tiene. Lo mira todo desde talanquera, protegido por su fatalismo terco. Su espíritu parece un pozo de aguas oscuras y muertas, pobrecitas aguas que no conocen el júbilo de correr entre pedriscales, de lamer las raíces de yerbas y árboles, de cantar con la flauta de Pan, de reflejar paisajes... Se acercó Jesús a gastarle unas bromas brutales relacionadas con su desventura en amores, y él miró al intruso con mirada turbia y gesto hosco. El caja se fue riendo y él me dijo: — ¿Ve usted, don Juan Antonio? Ése para mal. Es un fantochito. Creo que el ser jaquetón sólo lleva a lo peor. Le tiene tirria a Jesús. Es un encono lúgubre, al parecer sin motivo. Le odia sencillamente porque el otro tiene suerte en amores y él es un desgraciado. Aborrece a los mujeriegos con odio violento, un odio que le revuelve las aguas turbias de su espíritu. Desde que le llevaron la primera mujer vive desconfiado mirando ambiguamente por las desgarraduras que sus celos le abren en el alma. —Don Juan Antonio —me dice ahora—, creo que yo estire la pata el día menos pensao. A veces pienso que Dios no nos quiso bien cuando nos hizo víctimas de tantos peligros. Yo soy un saco de miserias. Cuando alguien se muere de algún mal, me parece que también me va a atrapar a mí. Las enfermedades me velan desde todos los rincones de mi vida. Figúrese que cuando oigo cantar la tortolita o el jui de las gallinas en el dormidero, me creo que cantan por mí.23 Es algo que me persigue. No sé por qué no me quedé al otro lado. El otro lado es el antes de nacer. En ese otro lado ha debido quedarse para no vivir tan miserablemente, con tantas aprensiones atajándole el paso. Porque su vida está llena de espectros, de sombras largas, de alaridos de perros que ladran a la luna, de cantos agoreros. Su vida es una selva de

miedos sin nombre. —Me debí ir con mi hermano —añade—. Irme lejos. Huir de todo esto y no dejar rastro... Irrumpe la música con un bailable y la juventud se apresta al regocijo. Yo me quedo sentado, pero el dueño de la casa me trae una pareja: la muchacha trigueña, la sensación. La oprimo y ella ríe. Sus senos descansan en mi pecho palpitante y mi deseo se le enrosca al talle como una enredadera. Porque se ha mostrado atrevida la chiquilla. Me mira a los ojos y se pega a mí. Sigue sonriéndome y me entran ganas de besarle un lunarcillo que luce cerca de la boca. La digo: —Me gustas. Eres bonita. — ¿De veras? —responde ella con un gracioso mohín. Noto que los que no bailan observan nuestros movimientos y que alguien murmura al oído de otro: — ¡Tan chiripera! Es capaz de volar al punto de las doce. ¡Y con ése!... Las mujeres son unas locas. Nos reímos ella y yo. Detrás de nosotros vienen bailando Jesús y la compañera de la mía. Él le habla al oído. Y al pasar frente a la puerta miro fuera y distingo a Soltrén con una botella en la boca. — ¿Cómo te llamas? —digo a la muchacha. —María Luisa. —María Luisa, eres encantadora. —Y usted, ¿cómo se llama? —Juan Antonio. —Juan Antonio, usted es un embustero. Se ha parado la música. María Luisa corre a ocultarse en el aposento; oigo su risa. Yo vuelvo a mi rincón, muy serio y muy formal, con aire de santo. ¡Tan hipócrita que soy! Hace unos momentos estaba dominado por el grito del sexo y ahora poco me falta para juntar las manos como un monje. En esto volvió Balbino. Venía alegre, con el «romo haciéndole cosquillas en el estómago como un diablillo». Díjome: —Si no fuera por esta arranquera me daba vida de conde. Pero parece que

nací para ser un arrastrao. Doña Flora me ha dicho que son deudas de otras existencias.24 Creo que será verdá. Doña Flora, yerbatera de la comarca, es precisamente hermana del dueño de esta casa. Tiene mucho prestigio en la vecindad, por lo que Balbino cree en ella a ojo cerrado. Ahora hablaba con voz gangosa, con su tufo insufrible. Volvió a coger el tema de las mujeres. —Don Juan Antonio, la mujer es el ser más berrinchoso, tricionero y belitre. Como lo oye, ¿sabe? —Es verdad —pronunció un mozuelo con sonrisa cruelmente mordaz como diciendo: «Porque te engañaron a ti». Balbino ni siquiera lo miró. Continuó hablando: — ¡Quién cree en las mujeres! Son todas iguales. Cortás por la misma medida. ¡Quién cree en las mujeres! — ¡Cierto, quién cree en las mujeres! —repitió el mozalbete con su gesto malintencionado. —Así es, chico —murmuró Balbino con suma lentitud, y exteriorizó un gesto que decía: « ¿Ha visto? ¡Valiente pelagatos!» El muchacho rio procazmente. Balbino arrugó el entrecejo y se encaró al joven. — ¡Cuidadito, don! Temiendo una reyerta, exclamé: — ¡Oiga, Balbino! —Estoy asuntando, don Juan Antonio. Diga. —No haga usted caso. Hice un gesto al muchacho para que se fuera. Salió. Irrumpió de nuevo la música y Balbino fue quien primero saltó a tomar pareja. La mía me hizo seña desde el aposento. Nos abrazamos más allá de las hipocresías sociales. —Me gustas de veras. —Ya me dijo eso. —Te lo vuelvo a decir. Cuando acabó la pieza ella no se fue al aposento. Nos sentamos en una esquina. Hablábamos en voz baja. La gente nos miraba con malicia. —Yo no creo en los hombres.

—Yo en las mujeres, sí. —Ustedes los hombres... —Creo en el amor a primera vista. Tú y yo... — ¡Mentiras! Y era verdad, yo hablaba mentiras. Me portaba como un vulgar embaucador. Íntimamente me burlaba de mí mismo al pensar en mis mendacidades. Pero yo había venido a alegrarme, eso era todo. Gracias a esta muchachita ya no estaba triste. — ¡Un seis bombeao,25 Natito! ¡Que venga lo d’antes! ¡Vamos! Repícalo que tenga timba. Y Natito no se hizo esperar. Vibró la melodía popular en el cerebro y el corazón. « ¡Los tiempos d’antes! ¡Los tiempos d’antes!» Salieron a bailar viejos y jóvenes. María Luisa y yo nos quedamos sentados. Alguien, un mozo desvaído, le quitó la pareja a Jesús para bailar el bombeao. Y cantó: La noche está muy escura, parece que va a llover; joven, dígale a su padre que su yerno quiero ser. No fue remisa la muchacha en el responder: La noche está muy escura, parece que está de luto; nada le digo a mi padre, porque usted no es de mi gusto. Mientras cantaban, no tocaba la música. Volvía a tocar tan pronto terminaba la bomba. Él entonó de nuevo: Tú dices que no me quieres; no me da pena, maldita, que la mancha de la mora con otra mora se me quita. Y ella:

Yo tengo un corazoncito que ni a Dios se lo agradezco; lo que bien quiero en un año en un día lo aborrezco Otros cantaban también entre aclamaciones de los circunstantes. Se cantaron celos, amores contrariados, tristezas, inquietudes, regocijos. Balbino cantó con voz gangosa y en sus coplas palpitaron las renunciaciones. Eran como croar de ranas misántropas desde el fondo de un aljibe de aguas de tan verdes, oscuras. Cuando terminó el seis bombeao, hubo quien pidiera de nuevo: — ¡Tóquenlo otro viaje! —y así fue. Nos sorprendió el año nuevo anegados en la música d’antes. Y cuando salí de la casa, naciente ya la madrugada, espoleé mi potro para sentir a pleno pulmón el airecillo frío. Sentía ansias de estirar la mano, arrancar una estrella y prendérmela en el alma. La luna salió despacio, ceremoniosamente, arrojando un tropel de sombras largas sobre las yerbas... *** Amaneció norteando. El cielo estaba oscuro, húmedo el paisaje. Me sentí solo, con soledad que me exprimía el corazón. Los recuerdos llenaron mi espíritu de sombras largas, como en las noches de luna bajita; no sé por qué el corazón me lleva continuamente a vivir en pasado. Me asomé a la ventana estremecido por la nostalgia de un anhelo inefable. Me sobrecogió la pena de los árboles achaparrados, recogidos en su verde oscuro como almas penitentes. Había uno que me contaba la conseja inverosímil de la vida, con sus duendes y brujas, sus ogros y encantados. ¡Experimenté ansias de vendar mi corazón y fusilarlo por traidor! Me senté ante el escritorio. Quería escribir algo, cualquier cosa con tal de acallar un poco el reclamo angustioso del corazón. Y escribí unos versos que intitulé: «Romance de la mañana fría». No los transcribo porque deben permanecer en el más sagrado secreto. Volví a la ventana. Orto. No fue larga la espera de las nubes que bebieron luz. El Sol echaba una ojeada a la Tierra, asomado tras de las cortinas de su fantástico castillo. Y brillaron hilitos de lloviznas y se formó un arcoíris. El

cantizal brillaba en la humedad. Pocos momentos después ocultábase de nuevo el sol. *** Salí fuera, al cañaveral. Iba envuelto en una capa porque no cesaba el lloviznero. En la distancia divisé a Lope, envuelto también en una capa sucia y raída. Al verme se detuvo. Avancé. Según me le acercaba, noté que su chongo daba lástima, con los pelos parados y los ojos dormidos. Corchado — el Guaraguao, como le decían algunos peones, y de cuyo mote me acordé súbitamente al verlo con su capa —me saludó del acostumbrado modo: levantose el sombrero a la par que decía: —Muy buenos, míster. Seguimos rumbo por un callejón abierto entre cañaveral y cañaveral y nos detuvimos en el corte. Había varios peones moviéndose en la guardarraya. Me detuve a la vera del corte y Lope se fue a dar órdenes. Hacía algunos instantes que trabajaban y ya estaban mojados, calados hasta los huesos. No era para menos, pues bastante pertinaz que era el lloviznero, a la par que bastante mojado que estaba el cañaveral. El más cercano a mí, un mozallón negro, mostraba sus lustrosos molledos manejando el machete con suma habilidad. Primero, el golpe en la paja; después, la cola a un lado, la semilla a otro y los pedazos de caña a los montones. Cuando era larga la cañamiel la cortaban por la mitad en la cepa. Eran tajos certeros.26 Percibíase un fuerte olor a paja mojada y a guarapo fermentado. Esto último lo ocasionaban los troncos del corte de ayer. Y luego las carretas, con su carga, sus bueyes mansos, sus bombeadores, sus cuarteros. Así como estaban, trabajando bajo el lloviznero, los peones presentaban un aspecto sombrío. Vida misérrima la que llevan estos residuos humanos. Me puse a pensar en Ventura Rondón, el caído siervo de la guardarraya, y me sentí asaltado por una impresión absurda: como que esperaba la trémula voz de un peón gritándome: « ¡Aquí está! ¡Aquí está!». Pensé — pensamiento absurdo— que alguien iba a encontrar el rostro de Ventura en el cañaveral, comido de hormigas, enredado en el moriviví. ¿Por qué pensé así? A lo mejor no sé explicarme. Puse en balanza mis actuaciones como jefe de colonia y tuve que agazaparme, temeroso y cobarde, tras de esta muralla: «Tengo que cumplir con mi deber». Miré desde talanquera, pensando más en

mí que en la peonada. Estaba yo junto a una palma en la que se posó una paloma serrana a cantar y a sacudirse el plumaje. Cuando niño yo domestiqué una de estas palomas. Ahora picaba en mi corazón con su cantar. En el camino hacia el Desvío se atascó una carreta en un leganal. Oíase la voz del boyero animando los bueyes a salir. Me acerqué al peón y le recomendé que le pusiera otra yunta. Así se hizo y la carreta salió con sus ruedas enlodadas y su peculiar ruido de bujes y de llantas sobre las piedras. En esto se me acercó un hombre joven —uno de los peones—, desvaído y tímido, y exclamó: —Tengo que dejar el trabajo, don Juan Antonio. Me trajieron aviso que la mujer ta grave. Ta en cama dende ayer. Es el primer muchacho que vamos a tener y sabe Dios si se malogra. Detrás del hombre, el rapaz que trajo la noticia, un muchacho cachetudo, destocado, con la cabeza chamorra. Tendría como quince años —según me han informado—, pero su tamaño demuestra tener diez. Le conocí de antes. Le llaman la Bruja, porque se pone unas chaquetas de hombre que le llegan a las rodillas y muestra la barriga desnuda con un enorme ombligo. Lo sucio y el sol le han curtido la piel de suyo morena. —Ya lo creo —dije al peón—. Puede irse. Si en algo puedo serle útil... —Gracias, don Juan Antonio. Se fue haciéndome una reverencia casi. «Sabe Dios si se malogra», había dicho el peón, y al ver a la Bruja discurrí que para vivir como este rapaz era preferible que no se lograra el que iba a llegar. Por el callejón seguían pasando las carretas. Se apezuñaban los bueyes en el resbaloso suelo adelantándose las carretas en rítmico balanceo. Las bestias estiraban el hocico en un esfuerzo por arrastrar la pesada carga. Al pasar, Segundo me saludó gravemente. Iba recogiendo los pedazos de caña que se caían. No cesaba el lloviznero. Dejé a Lope a cargo del corte y me dirigí a revisar la labor de la brigada bajo las órdenes de Balbino. Era en el otro lado de la finca, cerca de Los Pozos, que se encontraban preparando un terreno para la siembra de la primavera.

Al salir del callejón y entrar en el camino oí los rebuznos de un burro. Efectivamente, detrás de un cordón de mayas estaba el jumento de Mano Encho, amigo inseparable de Chelores. Por lo visto había venido a visitar a Chelores. Eso. Allá, en la distancia, los vi juntos. Enfrente de ellos se erguía la chimenea que se asombraba en lo verde y se dolía en la pena proyectada en el paisaje. Al pasar frente al jardín de la casa vi a Delmira en una especie de quiosco que allí hay. Daba de comer a unas gallinas con pollitos. Me detuve, acercándomele. — ¡Qué norte! —exclamó. —A mí me gustan estas mañanitas frías. — ¿De veras que sí? —Raro, ¿verdad? Y sin embargo... —A mí me dan tristeza. —Y a mí también. — ¿Y por qué? —No me explico. Se me antoja que son propicias al amor, ¿verdad? Caprichos, acaso. — ¿Crees que son caprichos? —Tal vez. —Quien sabe no. Acaso estas mañanitas te revelan algún secreto. A mí son las tardes rojas las que me dicen secretos. —Me lo figuraba. ¿Y no sabías que me llenan de extraños deseos estas mañanas? ¿No? Pues sí. El corazón se me desborda de sentimientos. Hoy, por ejemplo, me siento más cerca de ti, tan cerca que me parece que eres más que mi amiga, ¿entiendes? Que eres la novia ideal y que me estás contando muchas cosas tristes, ¿sabes? —Renunciaciones, deseos contrariados, ¿no es eso? —Eso. —No sabía que fueses romántico. —No es romanticismo. Es que los sentimientos se me vuelven imprecisos. —Entiendo. Más que las palabras hablaron los gestos y las actitudes. De súbito ella me

preguntó: — ¿Qué crees tú del amor? —El amor es la vida, Delmira. El te amo es muy vulgar, ¿no es eso? Y sin embargo, hay que ver los secretos llamamientos que hace el corazón cuando se repite con sentimiento. Tiene revelaciones inefables para cada individuo. Es como toque de varita mágica, como el sésamo ábrete del alma. La palabra es demasiado torpe para expresar lo que es el amor. Es para sentirse; no para decirse. ¡Cuánto más dice una mirada de enamorado que todas las palabras del diccionario! Ella calló entonces. Noté que sus ojos estaban húmedos y que a su rostro se asomaba su íntimo sentir. Algunos momentos después musitó: —Tú hablas bonito. Fue entonces que me di cuenta de la peregrina situación. ¡A quien yo le hablaba era a Sarah! ¡Yo le hablaba a la muchachita sentimental de mis días de estudiante! ¡De tal modo me había impresionado la mañanita fría! Quise retirarme. Tenía que atender a unos peones. ¡Qué diría Balbino! —Otro día continuamos el tema, ¿quieres? —Sí. Aquí mismo, ¿verdad? —Aquí mismo —y me dispuse a partir. Pero oí que me llamaba un peón: — ¡Don Juan Antonio! Era para decirme que uno de los peones se había herido en el corte. —Se ha llevado casi una mano —añadió. Ya no lloviznaba. Me fui a disponer el traslado del herido al pueblo. El caso era más grave de lo que pensé en un principio. La mano estaba realmente casi cercenada y el tajo parecía una boca sangrienta y horrible. *** A la caída de la noche estaba un poco solo y me fui a conversar un rato con Chelores. Lo encontré frente a la vieja casa de las máquinas, sentado en el borde de un antiguo glacis casi derruido. Con él estaba Mano Encho, su amigo de todos los tiempos. Recibiéronme con muestras de inconfundible regocijo e invitáronme a sentarme, invitación que acepté de muy buen grado.

Mano Encho me informó: —Aquí, recordando los tiempos d’antes, mi’jo. —Me interesaría saber. Se prestaba a la evocación la noche; noche penumbrosa, con un cielo muy estrellado. La luna salía casi de madrugada. Soplaba una brisa deliciosa que hacía suspirar las frondas. La inarmonía de los insectos era enloquecedora. Enfrente de nosotros, las casas, la chimenea recortando el cielo. A un lado, los aljibes. A otro lado, detrás, una manchita de café y un platanar. Erguíanse, semiocultando la casa-vivienda, unos altos bucares, guamás, mocas... Los plátanos estiraban sus anchas hojas sobre el fondo oscuro. El cafetalito tendía en la oscuridad su copioso florecimiento. Hasta nosotros llegaba el suave aroma de las albas florecidas y de los limonares. Sería una gloria hacer el amor en este sitio. Mano Encho habla de sus años mozos en La Monserrate. Los descendientes de monsieur Sandeau no supieron conservarla; la hacienda fue a otras manos. El dueño actual —hijo de un isleño español— está embrollado y caído. La Central lo tiene acorralado. —En un tiempo don José estaba bien —explica Mano Encho—; luego, asigún dicen, la caña empezó a salir sin dulce. Eso sucedió dos o tres años corridos. Los precios se jueron pal suelo y don José casi se arruinó. Hubo un año que se le queó casi toíta la caña, porque la Central dijo dejarla pa los últimos días y dispué se cerró la zafra. Casi toda la gran cultura se perdió.27 Arrinconado como estaba, cuando don José quiso vender su caña a otra corporación se encontró maniatado por la deuda contraída. Amenazaron embargarle y la Central por un lado y el Tesoro por otro lado le traen casi loco. El pobre don José vive supeditado a la voluntad de don Oscar de Mendoza. «Está en pior estado que los miseriosos», según afirma Chelores. Y es verdad. Tengo noticias del caso. Hasta he sabido que una vez don Oscar le había propuesto arrendarle la colonia y que don José, orgulloso, se negó; para ahora vivir arrinconado, en continuo vasallaje a la Central. La historia es por demás sombría. Así se van acabando los ricos de antes, así se va debilitando el nervio insular. No tengo tanto trato con don José; sin embargo, me siento apenadísimo por su situación. Voy comprendiendo las oscuras maquinaciones. Me doy cuenta

que soy parte del engranaje de la maquinaria que devasta el íntimo orgullo paisano. Salta a mi mente la ingenua altanería de mis primeros días en Santa Rosa. Ahora estoy preocupado. He pensado en el rostro de Rondón y me doy cuenta de la trágica historia que relata su gesto inmovilizado. No obstante, vuelvo a mirar desde talanquera:28 «Cumplo con mi deber». Y mi egolatría ha desafiado: «No seas santurrón, muchacho. Estás recogiendo el fruto de tus desvelos de estudiante. ¡Bonito papel harías poniéndote de frente a la Central, a la cual debes tu puesto! ¡Que don José y la peonada se defiendan como puedan!». Y callé. ¿Para qué hablar? Mano Encho nos habla ahora sobre la revolución del 68.29 Un hermano suyo había seguido a don Francisco Ramírez.30 Es un grito clavado en el alma. ¡Si ese grito sacudiera la conciencia colectiva! —El negro ha sío el primerito en empuñar el machete, mi’jo. Aunque dispué el blanco si aproveche di lo que él luchó. Fíjesen en Cuba. Dispué del triunfo, le dieron un arrempujoncito a los negros31 y se quearon ustedes los blancos con to. Y como lo oye, el negro ha sío el primerito en empuñar el machete. Nunca me he puesto a investigar tales acontecimientos, pero es tan convincente la voz del viejo que hasta me impresiona, y mi mente, aleccionada por el violento orgullo del improvisado cronista, quiere descubrir cierta rama en el árbol genealógico de mi familia, una rama de la cual nunca nos acordamos en casa, pero que está en nuestro árbol. Me han contado que uno de mis lejanos antecesores fue de «los que primero han empuñado el machete», como afirma Mano Encho. En otra ocasión no me hubiera acordado de tan exigua porción de sangre, pero en vista de la rotunda afirmación del hombre, ahora me acuerdo. Creo que a muchos nos pasa lo mismo. ¿Y por qué? ¿No ha habido amos y siervos en todas las razas? Los amos de hoy, ¿no habrán sido los siervos de ayer? ¿Qué sucederá mañana? ¡Cuidado! La mezcla de sangre es una realidad integralmente americana. Es preciso hacer el orgullo que nos falta. Mientras no levantemos ese orgullo fracasaremos en las responsabilidades de la vida. El más inteligente de mi clase ciertamente que era Heriberto Ocasio, un mestizo alerta que daba en la clave de todos los problemas. Y recuerdo que año tras año jóvenes mezclados

fueron llevándose los primeros galardones en la escuela secundaria. Hay mucha gente que elude el tratar estos asuntos. Hay otros que invectivan para que los crean sin mezclas. No sé por qué.32 Mano Encho recuerda que él fue tonelero «allá en las lejuras del tiempo». Él preparaba las duelas para los bocoyes. También fue un famoso desbravador. No había potro que se le resistiera. Su mayor placer es «estar con la raqueta en la mano». Fue veterinario práctico. —Tuabía ahura me vienen a buscar cuando se atersonan las bestias. También estuvo carreteando durante mucho tiempo, cuando aún no había carreteras. ¡Cuántos bocoyes de azúcar, cuánto café, cuántos racimos de guineos cargó en su carreta! Entonces se viajaba lentamente y los viajes duraban días. A veces era preciso descargar la carreta, sacarla del barrizal y volver a cargarla. Chelores corrobora lo que dice su amigo. Añade: —Las haciendas deante eran otra cosa. Se vivía mejorcito. No había tanto orgullo como hora mesmo. Se sacaban muchos bocoyes de azúcar, miel, romo. El azúcar valía mucho. Se vendía destilando la miel. Era un contento bregar con las máquinas. Y no sólo eso. Había ganao que era un barbariá. Vacas, bueyes, becerros, chivos. Bueno, la mar. Toíto se hacía en la hacienda. No faltaban los majaguales pa’cer sogas. Enantes no se compraba la pita. Pa eso estaba la majagua. Es más: hasta los zapatos, los bocoyes, los sombreros, toíto se hacía en la hacienda. ¿Por qué, pongamo por caso, si hay palos de moca y de haya pa’cer duelas si van a traer bocoyes del lao allá del mar? ¿No cree? Enante se comía más plátanos, se bebía más leche, se comía más carne anque juera de jicotea. Ahora toíto ha cambiado. Leche en pote, carne en pote, ¡habichuela en pote! Hombre, ¡qué asco! A saberme Dio de onde sale toíto eso. Otro que lo averigüe, ¿no? Se indignan los dos viejos. Según lo que dicen, pienso que ellos desean leyes suntuarias para el país «a ver si se mejoran las cosas, mi’jo». Y me dice Chelores: — ¿Tú te has fijado que cuando le cortan el rabo a un legartijo el rabo se echa a brincar solo? ¿Verdá? Bueno, pues fíjate, asina está la gente. Coleando, al parecer muy vivitos, y sin cabeza. Río de buena gana celebrando su comparación, pero me quedo pensativo.

El pesimismo me muerde con su ponzoña. Miro al cielo, lo encuentro más profundo que nunca. Luego la conversación recae en los milagros religiosos, y dice Chelores: —Asina me ha contao la gente que sucedió esto. Cuentan, y yo lo tengo por verdá, que un hombre le tenía mala voluntá a otro hombre. Este otro vivía en un ranchito y durmía en una hamaquita. Una vez, el que tenía la mala voluntá, se jue a matarlo. Era de noche y el otro estaba durmiendo. Cuando el de la mala voluntá miró, sólo vio la mitá del durmío, como partío por medio. El de mala voluntá echó a correr. Al otro día se supo que el del ranchito rezó solamente la mitá de la oración porque le venció el sueño, de modo que sólo se protegió la mitá del cuerpo. Pero se salvó de una muerte segura. Dispué los dos hombres jueron casi hermano. Asina cuenta la gente y yo lo doy por verdá. Yo me limito a hacer algún comentario y apenas hablo. Me sorprende la ingenua y profunda filosofía de los dos viejos. Ahora mismo comentan las vicisitudes de un antiguo gran señor que «anda por ahí esambrío, al jilo de un chispito de pan, dispué que tenía tanta soberbia». Relatan el acontecimiento sin encono alguno, como la cosa más natural del mundo. Hubo algún silencio. Al iniciarse la conversación, fue para hablar sobre aparecidos y brujas.33 Entonces la noche se llenó de ruidos misteriosos y se oyó el grito de los árboles. *** Cerrados ya dos o tres cuentos, Chelores se quedó silencioso, en espera del comentario. Como yo los encomiara, se trajeron otros temas. Se habló de apariciones en el camino. En esto oímos el lejano rodar de carretas. A poco, las vimos salir de detrás de una loma. Eran varias. El farol, puesto debajo de cada carreta, proyectaba sombras fantásticas de lado y lado. Era una luz enfermiza. Y los carreteros venían cantando coplas de amor, interrumpidas para decir: Ooh, ooh... Nosotros nos dirigimos al rancho de las carretas, las cuales fueron llegando una a una. Los bueyes estaban impacientes por apacentar y, tan pronto como se sintieron desuncidos, comieron lo que antes habían despreciado. Los peones pusiéronse a engrasar las ruedas. Tenían las manos negras por el chapapote.

Era ya casi media noche cuando me retiré a dormir. Como obedeciendo a una consigna dada, los gallos dejaron oír su melancólico cantar. *** Juan Pedro, don Flor y yo fuimos a la jugada de gallos. Era la primera vez que yo asistía a tal espectáculo. A unos metros del sitio de la jugada, en el camino, empezamos a ver grupos de gentes jugando cara y cruz. Al vernos a lo lejos, muchos se detuvieron, pensando tal vez en la policía. Había algunos automóviles; aprovechaban que el camino estaba seco, pues en tiempos de lluvia continua no da paso por los lodazales que se forman. Entramos por una portezuela de alambre a un batey espacioso, con la casa vivienda en una esquina. Más allá, detrás de la casa, el rancho de juegos entre unos mangos. Oíase la gritería de la multitud. Aun en el batey había mucha gente. Veíanse grupos aquí y allá. Se jugaba de todo: chapas, baraja, la tablita... Algunas de estas personas jugaban el jornal ganado en el infierno de los cañizares. Olvidaban la tragedia de la guardarraya y el desyerbo impiadoso. Olvidaban la cruel servidumbre del machete y la azada, los latigazos de indiferencia de los capataces, la furia del círculo de fuego, el horrible escozor de los sudores, el martirio de estar días y días doblados... Todo, todo lo olvidaban, hasta el hambre de los guacaritos y de la mujer anémica, las deudas al ventorrillo. ¿Quién ha de responderle a la pobre mujer que les reproche: «Le has quitao el pan de la boca a tus hijos»? Es decir: «Tú, padre de estas criaturas, ¿te olvidas de nuestra eterna escasez, del hambre, de la anemia?». Pero, qué sé yo, aquellos hombres se olvidaban de la vida... En un grupo, un hombre, arrellanado en el suelo, tallaba unas barajas sucias, en tanto que se oían las apuestas: «Voy a oro», «Voy a copa», etcétera. Y las palabrejas: «Chica jíbara», «Grande jíbara», etcétera. En otro grupo, un hominicaco estrujaba dos centavos en la tierra para luego arrojarlos al aire y esperar cara o cruz. Allí, en una piña que jugaba a la tablita, estaba la Bruja, en cuclillas, jugándose su chavito, como decía. A orillas de la maya, bajo los árboles o en algún otro sitio, se alineaban los caballejos de los jugadores. Casi todos eran chongos flacos y tristes, residuos de los vigorosos caballos de los conquistadores, aquellos caballos «ágiles y fuertes». ¡Cómo los desgasta el trópico! Los caballos briosos son unos

caballejos pacientes, dormilones, pequeños, como si imitasen al burro. Igual sucede con mucha de la gente. Son hombres pálidos y enclenques. Efectos del clima, del artritismo o de negligencia. Muchos parecen ilotas con su dejadez. Los pobres carecen de medios para combatir los efectos del trópico, por las inadecuadas orientaciones que padecen, por la esclavitud moral, espiritual y física en que viven. Es una gran lástima. Era la misma gente que veo todos los sábados en el pago. No faltaban las venteras y los venteros: la negra caderuda del pañuelo a cuadros, la blanquilla endeble, el hombre gritador y dicharachero, el muchacho de los dulces morenos... Ventas hechas en el hogar para ayudar al «burrito de carga» en el mantenimiento de la casa. Vino a recibirnos el dueño de la jugada. Es un hombre trigueño, viejolo, con cierto prestigio de caja en el barrio. Además, es un caciquillo político, muy provechoso en los días de lucha. Nos dijo: —¡Tanto gusto! —Aquí estamos, Chelao. —Bueno, vénganse pa’cá. Mira, eh, ¡tú! Amarra los caballos en el ranchito de allá. Acercóse la Bruja a hacerse cargo de las bestias y poco después seguíamos para la gallera, la cual estaba atiborrada de gente. En el momento se acababa una pelea y se casaba otra. Mientras se les aguzaba las espuelas a los animales se ofrecían apuestas. En los asientos, que subían hasta la paja del techo, no cabía una persona más. Había gente hasta en las vigas. Nos colocamos a duras penas y a mala voluntad de algunos asistentes. Abajo, en el centro del rancho, rodeado de las graderías, la valla, un redondel polvoriento. Detrás de nosotros, las casillas donde se guardaban las fieritas. Percibíase un fuerte y desagradable olor a gallinaza. La primera pelea que presenciamos duró bastante, porque uno de los gallos se privó y para volverle hubo de apretarle el dedo mayor, morderle la cresta y la rabadilla unas cuantas veces. Pero la segunda duró poco. El gallo al cual apostó don Flor le cogió la vena al otro en los primeros asaltos. Al pobre herido se le llenó el buche de sangre y de vez en cuando bajaba el pico hasta dar con él en el suelo. Le salía una intermitente e incontenible hemorragia por el pico. La gente se desternillaba gritando. Y de pronto el vencido quedó

muerto. Su dueño se puso a gritar: — ¿Cuánto dan por la presa? Le dieron unos centavos que él aceptó pronunciando palabras groseras en contra del animal vencido. La presa, en las manos del comprador, mostraba su pescuezo desmadejado, rojo y crecido. Continuaba sangrándose por el pico. Al vencedor le colmaron de alabanzas y lo bañaron con buches de agua y ron. Salí por unos momentos a respirar aire puro, porque sentía un malestar invencible. ¡Es horroroso todo esto! En estas jugadas la bestialidad se entroniza de manera atroz. Y luego esa peste a pluma mojada, a sangre, a polvo, a tabaco. ¡Produce asco todo esto! Tanto asco como la actitud del jugador animalizado. No puedo soportar las blasfemias, la risa, el pudridero de falsas emociones de esta gente. No acabo de comprender cómo personas de ciertas elevadas ideas se confunden en el gusaneo de una valla. Acaso se revisten de otro ropaje espiritual en estas ocasiones. No sé si es el ambiente de la gallera, porque yo veo dos gallos peleando en el pasto y hasta me produce interés. En la gallera experimento repugnancia. Me fui agobiado por un hastío torturante. Me encontré con Balbino, que no trabaja los domingos; estuvimos hablando por unos instantes y luego volví a la gallera con intenciones de excusarme con mis compañeros. Quería volver a casa. Pero Juan Pedro me suplicó que le esperase, que él se iría pronto. Y tan pronto fue que se jugaron varias peleas más y no se iba. Ahora era Jesús quien presentaba su gallo. Lo tenía casado. Se acercó a mí para decirme: — ¿No quiere jugar na, don? Es una navaja pa’l tajo. —No, no. Yo no juego. —Bueno, le va a pesar. —No lo crea. Don Flor apostó. Le habló al oído a Jesús, aconsejándole una mañita. Jesús sonrió complacido. Luego don Flor me explicó: «En tiempo de guerra no hay misa».34 Y de él yo pensé: «Quien malas mañas ha, tarde o nunca las olvidará».35 ¡Qué bien le viene a don Toribio de Palmares este refrán! Al doblarse Jesús, noté que llevaba revólver en el bolsillo y puñal al cinto por debajo de la camisa. No era él solo. Eran muchos. El caja roció su gallo y

se lo entregó al careador, que tenía los labios rojos con la sangre de los pescuezos que se metía en la boca. Al soltarlos, el contrario llevó la ventaja. El de Jesús no alcanzaba a agarrar y el guapo se rascaba la cabeza maldiciendo bárbaramente. Estaba de muy mal humor, cosa rara en él. Decía: —Carache, si no llegas a agarrar te reviento contra el suelo. Así pasaron algunos minutos. De súbito, Jesús tomó el gallo contrario y se lo llevó a la nariz. Lo tiró al suelo con furia, gritando: —¡Mal rayo!... Ese gallo está untao. Huele a miel de abeja. ¡Usted es un pícaro! El otro hombre saltó a la valla. No dijo nada y se le quedó mirando a Jesús. Era un morenote de lentas actitudes, que miraba fríamente. Barruntaba algo malo la actitud silenciosa y hostil del hombre. Jesús insistió: — ¡Es una picardía! Su gallo está untao. Entonces el otro habló perezosamente: —Aquí estoy, don. Brínqueme encima. Y como Jesús hiciera un movimiento de llevarse la mano al bolsillo, añadió: —Ni se ocupe. Es muy fácil ser guapo con el plomo en la mano. Sea macho, de igual a igual. Jesús desvió la mano y se arriesgó al dicterio y a la jactancia. —Soy jugador y sé jugarme la vida si me toca, pero usted no es na más que un pillo. Así es que ande pasito a poco, compadre. El otro calló volviendo a mirarle de arriba a abajo, con su mirada fría. Jesús continuó: —Conque ya lo sabe: dispuesto a cualquier cosa. ¿Que usted me lleva la vida en suerte? Pues... ¿y si yo se la llevo? No atendía a los requerimientos de los demás. Había soltado la maldita y para él era un placer hablar. Entonces intervino Chelao esgrimiendo su notoria fantochería: — ¡Bueno, bueno! ¡Se acabó! El que quiera peliar, ¡al camino! Fue como ponerle chámaras a la candela, porque Jesús le lanzó una

bofetada que recogió uno de los apaciguadores en la cara. Chelao se adelantó a repeler la agresión y se armó la de San Quintín.36 Brillaron algunas armas; mucha gente se tiró a la valla. Otros corrieron. Un hombre grueso y pequeño fue a pasar entre unos pelos de alambre y se quedó cogido por varios minutos sin poder salir ni para un lado ni para otro. En tanto se intentaba apaciguar los ánimos. Tres amigotes de Jesús se lo llevaron a la fuerza, luego que el contrario del caja, con su acostumbrada tranquilidad, hubo dicho: —Yo no voy a peliar aquí, y entre tanta gente, menos. Si quiere esta noche. —Bueno, ¡esta noche! —A sus órdenes, don —y serenamente se dobló a coger su gallo. El padre de Jesús, que estaba en un ventorrillo cercano, se allegó al batey y obligó a su hijo a acompañarle. Éste le siguió jurando arreglar el asuntito en su oportunidad. En la gallera se volvió a la normalidad y poco después se oía la gritería que animaba a los animales que se mataban en el palenque. Pasado el peligro, escuchábanse los comentarios, cómicos los unos, serios los otros. Al hombre pequeño lo traían abacorado con las charlas. Y él se excusaba diciendo. —A veces el correr es prudencia. —¡Ya lo creo! —respondíanle irónicamente. Nosotros nos retiramos antes que terminaran la jugada. Don Flor nos aseguró: —Esto para mal. *** Y efectivamente. Por la noche encontráronse los dos hombres y sostuvieron un duelo a puñal. Al intervenir la gente ellos estaban bañados en sangre. Las heridas del morenote fueron de bastante cuidado. Al día siguiente se comentó mucho lo sucedido, aun cuando otros acontecimientos vinieron a amenguar su preeminencia. *** Y fue que al otro día, lunes, flameó la bandera de la protesta. Una semana atrás, yo había tenido noticias de amagos de conspiración, pero no les di crédito y ni siquiera me dispuse a averiguar si ello era cierto. Ahora el brote

súbito me sorprendía. Segundo era el líder del movimiento, y aunque dijo lamentar el tener que asumir esta responsabilidad —teniendo en cuenta la estimación con que me distinguía—, veíase obligado a salir por los fueros de la equidad y la justicia. En un principio me mostré agresivo y desafiante, pero hube de serenarme al pensar en don Polo. No obstante, me mantuve cejijunto y reticente, hablando con sarcasmos. Segundo, a su vez, exhibía actitudes y gestos dramáticos. Me dijo: — ¡Yo no puedo evadir la llamada de la conciencia! Ellos, don Juan Antonio, están condenados a sembrar y picar la mala yerba que tan poco les da. Presentí la proximidad de un desastre. Dentro de mí sucedía una lucha torva. De un lado, mis sentimientos de justicia, mis simpatías por los oprimidos, don Polo, Segundo, ¡el rostro de Ventura! Me conmovía profundamente pensar en todo esto. ¡Mi corazón era una herida abierta y sangrante! Mas, del otro lado, mi independencia económica, el recuerdo de mis afanes estudiantiles, mi deber, mi posición de jefe de colonia, don Oscar, mi supeditación a los intereses de la Central... Pero finalmente me serené un poco y hubo una tregua. Pensé: «Mejor es que tenga calma». Y dije a Segundo: —Mandaré por alguien a la Central, alguien que tenga más autoridad que yo. —En Palmares se huelguea también. Me dicen que el sábado estalló la huelga en la misma Central.37 Me habló para darme aparentemente una simple información: sin embargo, vibraban clarines de victoria y orgullo en las palabras. Hasta me pareció cierta amenaza velada. Me alcé de hombros y sugerí: —Plantearán el caso a don Oscar. —Muy bien, don Juan Antonio. Retirose. Bajó la cuesta a paso lento y fue a reunirse con la peonada cerca de la charca. Me llamó mucho la atención que Segundo hubiese llamado mala yerba a la caña. ¡Mala yerba! ¿En qué estaría pensando cuando dijo eso? Meditando sobre el decir estaba cuando llegaron los caporales a ponerse a mis órdenes. A Lope lo envié donde don Oscar y a Balbino a que diese vueltas por la finca.

Oteé el paisaje que se extendía ante mi vista. Cañizares, pastos, arbolados, mar. Ya empezaban a florecer los bucares, puntos rojos en la distancia. Recordé que el día de mi primera salida estuve contemplando ese mismo paisaje desde este mismo sitio. Entonces eran los flamboyanes los que florecían y también veíanse puntos rojos aquí y allá ¡Mi primera salida! ¡Qué ingenuo regocijo me dominaba! Ahora era diferente. ¡Cómo me preocupaba la actitud de los peones! Me sentía agobiado por las obligaciones y no podía evitar cierta profundísima mortificación, como si me hincase una ponzoña. Monté mi caballo y salí a encontrarme con los peones. Quería hablarles, persuadirles a que volviesen al trabajo. Di los buenos días al llegar. Muchos de ellos, a pesar de estar en huelga, con sus ojos me dijeron: «Perdóneme». El gesto era demasiado grande para ellos. Otros no. Otros me recibieron con ademán desafiante. A éstos los emponzoñaba un odio terrible. Sin embargo, dirigí la palabra a todos, invitándoles a volver al trabajo, ya que la crisis38 no permitía aumentar jornales. Apelé a todos los medios persuasivos, pero de nada valió. Luego hablé a solas con Segundo, tratando de convencerle, pero fracasaron mis empeños. Me habló del dolor de aquellas vidas, «que han venido al mundo a servir de polvo para todas las pisadas». «Lo que ellos piden ahora es sólo una piltrafa, porque, créame, merecen ser tratados como seres humanos y no como bestias de carga». Algunos de ellos, a fuerza de vivir en perenne supeditación, han perdido la noción de los ideales que distinguen a los humanos de los brutos. Viven miserablemente. Como viven así, sin oír la buena palabra, han llegado a sentirse sin derecho a la vida y no se rebelan ante la situación. A éstos hay que sacudirles su dormida conciencia. Algunos merecen la increpación dura y hasta la bofetada que les lleve de la ira a la reclamación de sus derechos negados. Empezó a hablar reposadamente, pero, a medida que hablaba, íbase exaltando, hasta terminar con un apóstrofe agresivo. Y se retiró dejándome con las palabras en la boca. Entonces yo seguí rumbo hasta la casa de don Flor. En el camino me encontré algunos grupos de peones que me miraban de refilón. Cerca ya de Palmares unos hombres gesticulaban bravíamente. *** Don Florencio estaba iracundo. Su aspiración del momento era tener, como

Júpiter, el rayo en la mano para fulminar a tanto bandolero, según me confesó con profundo rencor. Le encalabrinaba la idea. El odio le salía fuera como una llamarada consumidora. Era un odio terrible, capaz de prender el mundo entero. No pude apaciguarle. Cuando le dije que deberíamos ser razonables me replicó: — ¡Hablarles de razón a ellos! Y añadió dicaz: —Bueno, tú puedes hablar así. Tus peones corresponden. Fíjate cómo me abandonan el trabajo. Tu método es excelente. Se me olvidaba felicitarte, chico. Me mortificó su mordacidad; si no me domino le increpo despiadadamente. Me contenté con decirle: — ¿Y de qué se queja usted? Júpiter le puede prestar el rayo siquiera sea por unos momentos Me miró con mirada turbia, turbia como las aguas de un río revuelto. Luego salió al balcón, miró hacia los grupos de huelguistas y exclamó hostilmente: —A ver, ¡quién puede evitar que ellos sean peones! Yo no pude soportar tan viciosas altiveces y le dije: — ¡Buen cristiano es usted! ¡Con razón anda usted metido bajo la sotana de los curas! — ¿De modo que tú simpatizas con ellos? —Soy razonable. Y he hecho más que usted para dominar la huelga. — ¿Por qué no te metes a huelguista también? Ya que los peones te pagan el sueldo deberías corresponder. — ¿Qué compone usted con su odio? — ¿Y tú con tus sentimientos cristianos? —Al menos, yo creo que ellos son hombres como usted y yo. — ¡Alimañas, dirás tú! Esa gente odia porque no pueden soportar que otros estén en mejores condiciones que ellos. —Después de todo, ¿a qué conduce esta discusión? No he venido a eso, sino a que nos pongamos de acuerdo.

—Deja que llegue el representante de la Central. —Entonces me voy. —Espera. Salgo contigo. ¡Paquita!, si alguien me procura dile que ando con Juan Antonio. ¿Oíste? —Está bien. Salimos hacia Santa Rosa. Al pasar junto a una piña de gente oíanse murmullos, y ya de espaldas, sentía que el odio se subía a las ancas de mi caballo. Era un lúgubre fantasma, compendio de todas las miradas y los gestos de los peones. Cerca del portón negro de Santa Rosa se había juntado mucha gente. Allí estaba Segundo. Se enviscaban los ánimos. Si no venía pronto el representante de la Central sería preciso ir por la policía. —Ahí ta don Flor. — ¿La Flor de las flores? —oí que alguien decía, creo que Segundo, por la voz—. Hombre sano y sin malicia, ¡ejem! Por fortuna no lo oyó el de Palmares, porque estaba pendiente de un carro que se acercaba. Pasó el automóvil como una exhalación, y entonces él se dirigió a mí: —Creo que la máquina va a tenerse que llevar los vagones. En esto, unos mozuelos venían arreando un hatajo de bueyes en dirección a los cercados de Santa Rosa. La mayor parte de las bestias eran animales viejos, con largos cuernos y enormes pezuñas. Andaban apiñados, los unos levantando las cabezas sobre el trasero de los otros. Oíase el ruido de los cuernos al chocar entre sí. Mugían sordamente. Levantaron una nube de polvo al pasar, acuciados por el rastrilleo de los látigos y por gritos: ooh, oh... *** Ya cerca del mediodía llegó el representante de la Central.39 Era un hombre de edad madura, uno de los principales empleados con quien aún no había formado yo amistad. Sin embargo, me trató como a un viejo conocido y echó pestes de los socialistas «que sólo sirven para levantar huelga y aprovecharse». —Vea usted cómo nos gobiernan los tabaqueros, los carpinteros y los

demagogos de ayer no más.40 Ya no hay vergüenza en el país. La situación es insoportable. ¿Adónde iremos a parar las personas decentes si ellos llegan a tener un triunfo definitivo? Su odio era una ciénaga pestilente desde la cual volaban sus palabras. ¡Oh, él no podía soportar la arrogancia de la gentualla! Y sin embargo, a pesar de no poder soportar a la gentualla, se dirigió a los huelguistas llamándoles «buenos puertorriqueños que se merecen toda clase de consideraciones». —La Central —dijo— les desea bienestar y quiere proporcionarles medios de vida a la medida de su alcance, pero ustedes saben cuál es la situación. No se pudo llegar a un acuerdo y el hombre se fue pensando a los insolentes. Don Flor había propuesto que se buscasen rompehuelgas, pero el enviado manifestó que por ahora no. La Comisión mediadora estaba ya sobre aviso, y esperábase de un momento a otro. *** De mediodía abajo hubo una manifestación de huelguistas y flameó la bandera roja. Segundo iba de un lado para otro. Desde el pueblo cercano habían informado sobre la situación y se aguardaba también a un líder del socialismo. Hubo algunos gritos e injurias. Se detuvieron unos instantes a oír las palabras de Segundo, mientras la bandera roja flotaba sobre el verde del paisaje como una herida temblorosa. *** La bandera roja41 era un grito conminador que el viento hacía flotar; una lengua de fuego que anunciaba rebeldía, invitando a encender el pajizal de prejuicios y abusos. Gritaba: « ¡Malditas sean las castas! ¡Abajo la opresión!». Cuando el líder socialista —un hombre pequeño y grueso, de bastante edad ya—llegó, hubo silencio y todas las miradas le asaetearon. Pasado el primer momento de expectación, oyéronse algunos ¡vivas! El líder se subió al estribo del automóvil y empezó: « ¡Camaradas!...». La multitud se agolpó alrededor de él. Don Flor se me acercó, deteniéndose a oír la chicharra, según decía. El discurso del líder no fue extenso. Les habló del «derecho que tienen ustedes a participar de la felicidad humana», de los atropellos que se cometen impunemente, de lo inconcebible que resulta el ser productor «para

enriquecer el bolsillo de los burgueses, mientras que ustedes son víctimas del hambre y de la desnudez», de la necesidad que hay de «acabar con este estado de cosas...». Luego indicó la necesidad de estar siempre unidos, de ir todos brazo con brazo hacia la consecución del ideal, y entre otras frases ampulosas que muy pocos entendieron cerró la arenga. Segundo estaba radiante de gozo. También él podía hablar de estas cosas, ¡tanto había leído en los libros de don Polo! Expresó su alegría con gritos estentóreos. Don Flor hizo un gesto de desagrado y miró con encono a Marte. También me sentí mortificado y me proponía llamarle la atención... ¡Oh, sí, una imprudencia! A pesar que la peonada apenas podía con esos gritos. Gritos que parecían desgarrar sus endebles humanidades. Antes de partir, el líder aseguró que todo se arreglaría, que iba, conjuntamente con una Comisión mediadora de San Juan, a conferenciar con los directores de la Central.42 Entre exclamaciones de algunos circunstantes arrancó el automóvil llevando en sus cómodos cojines al camarada. Don Flor y yo nos retiramos, don Flor a su casa y yo a casa de don Polo. Quería que me ayudase a sujetar los impulsos de Segundo. Encontré al viejo solo, con un libro en la mano; dio muestras de alegría al verme. — ¡Hola, muchacho! Alabado sea Dios, hacía tiempo que no te dejabas ver. — ¿Cómo está, don Polo? —Me siento bien, muchacho. ¿Oíste el discurso? Bueno, a ti no te interesaría... —Me interesó, y mucho —respondile con una sonrisa que se me antojaba iba a aminorar mi acrimonia—; sobre todo, porque él habló desde el estribo del automóvil. Me hubiera interesado oírle hablar de repartos de tierra. —Es natural que un viaje de San Juan a aquí tenga que hacerse en automóvil —replicóme don Polo, tolerante—, ¿no crees? Ahora quiero que sepas que ese hombre fue víctima de todos los atropellos en los comienzos del socialismo. Fue apaleado por la policía, encarcelado una veintena de veces, perseguido como un perro rabioso... Junto con los otros ha conquistado derechos que no gozaba el proletariado. Luchó tenazmente, con terquedad

ejemplar. Te aseguro que en su cuerpo hay muchas cicatrices. ¿No crees que ahora que el Gobierno respeta al Partido él tiene perfectísimo derecho a un poquillo de felicidad? ¡Oh, sí, es natural! En el fondo es el mismo de siempre: un niño que desea alcanzar la luna. Me abrazó, estrechamente, y, después de tantos años de ausencia, la palabra ¡Camarada! que pronunció fue como un baño fresco para el corazón, fue algo que me emocionó profundamente. Muchacho, ¡y lloré! Se me arrasaron los ojos en lágrimas. Y en seguida: « ¿Te acuerdas de esto?...» « ¿Te acuerdas de esto otro?...» Quise contemporizar. Callé. No quería ofender la sensibilidad del viejo. Fue mejor así. Y por mi mente pasó la historia de las luchas sociales como una cinta cinematográfica. Verdad que el Partido obrerista había tenido luchas titánicas; había sido obstinado su empeño. Hizo algo por los obreros; al menos, los estremeció en su abulia; pero el mayor beneficio lo obtuvo un grupo de líderes que llegó a las dependencias gubernamentales.43 La masa anónima obtuvo poco beneficio. Se promulgaron leyes buenas, pero muchas de ellas sin efecto. Así sucede que se gastan grandes sumas en sueldos a empleados, mientras que los obreros lesionados apenas si son atendidos. Aquel Partido que se levantó combatiendo atropellado, martirizado, que fue un Cristo en su vía crucis, acabó por tremolar la bandera haraposa de los egoísmos. Y todo quedó reducido a un manojo de ideales tronchados. Me punza la amarga verdad. ¡La masa anónima ha seguido siendo una multitud de ilotas! En un principio, después de su desgracia, don Polo se carteó con sus camaradas de lucha, con los que le acompañaron en triunfos y derrotas, en campañas y en la cárcel. Poco a poco le fueron dejando sin contestar sus mensajes. Primero, unas líneas; luego nada. Y don Polo sonreía lleno de tolerancia. También fue amigo del líder máximo, pero hacía muchos años que no le veía ni tenía noticia personal suya. De vez en cuando Manuel le procuraba la prensa y entonces sabía algo. Actualmente es una figura en la vida insular. Y don Polo, lleno de sueños, viendo pasar el desfile de los días, las horas, los minutos... Suerte que Manuel es extremadamente bondadoso y que él tiene qué leer. Sentado permanece en un sillón de ruedas —reducido clavileño44 este sillón—, con sus sueños de redención remontados. Piensa continuamente en la suerte de la infrahumanidad que sufre. ¡Pobre gente!

Yo admiro a don Polo. Mientras sus antiguos camaradas gozan de posiciones holgadas y ya se les llama honorables, aquí está don Polo, con sus ideales sanos, lejos del pudridero, erguido en medio de la campa como un tormo de granito que desafía todos los vendavales que le verberan. —Mis raíces no se mueren—me ha dicho—. En mi vida de ideales no hay raíces muertas. Vivas, sí; alimentándose en el corazón. ¡Qué lejos de don Flor se encuentra este hombre! ¡Qué lejos del mal ajeno de pelo cuelga! ¡Gran caballero del ideal don Hipólito Cabañas! ¡Vivir así, alejado de la vida, soñando sobre el lomo de su clavileño, torturado por el convencimiento de que sacrifica a su hijo! Y sin embargo, cualquiera diría que no sufre, porque está siempre sonriente, porque no le asalta el mal humor. Y ahora que habló de raíces, pensé: « ¡Yo siento que mi carne se resquebraja! Las raíces hambrientas de un puñado de ideales me abren grietas en el corazón y se hunden en mi barro con ansias de alcanzar el agua clara de los sentimientos que corren en el espíritu. ¡Yo siento la penetración de las raíces! ¡Quiera Dios que no pongan veneno en mis aguas! ¡Sería un martirio horrendo después de sufrir la penetración de las raíces! ¡Que no se malogre el capullo que anuncia la savia en cada molécula». Iba a confesarme con el viejo. « ¡Yo soy el primero en reconocer la razón que asiste a esos hombres desamparados! ¡Es inicuo que vivan en tan dolorosa supeditación! Ellos tienen derecho a una existencia más digna. ¡No es posible que aguanten más! ¡Se les martiriza demasiado! Estoy con usted, viejo. Nada le diré a Segundo. Él tiene razón de rebelarse. Tiene razón. Tiene razón. Tiene razón.» Era algo que me martillaba el cerebro. Todas mis ansias se me agolparon en los ojos y el viejo sonrió. Sonrisa clara, comprensiva. La sentí dentro, muy adentro. Y cuando ya iba a abrir la boca para hacer la confesión, he aquí que los pequeños afanes, los afanes que llenan la vida cotidiana, los mismos que en una ocasión memorable quisieron ponerle R.l.P.45 a mis sentimientos de amor, los mismos que se burlaron del corazón, me gritan: «¡No cometerás tal locura, muchacho! No podrás vivir si haces de tu corazón tu lazarillo. ¡Alerta!». Era un grito largo, enredado a mi vida como una liana perversa. El cambio fue súbito. Mi mente volvió a recorrer el campo de mis luchas estudiantiles, los sacrificios, las renunciaciones en bien de la afirmación de mi porvenir. Y luego, mis aires de conquistador el primer día de trabajo.

¡Sería, en verdad, una locura obedecer al corazón! Así fue que murmuré: —Don Polo, vengo a pedirle un favor. Usted sabe lo que le estimo. Y le conté de las actividades refractarias de Marte, para luego pedirle que intercediera aconsejándole al muchacho que suspendiese sus rebeldías. Don Polo me miró tranquilamente, con mirada piadosa, con profunda conmiseración. Yo no pude resistir su muda protesta y expliqué: —Yo les estimo a ustedes mucho. No quiero hacerle mal a Segundo. Y estoy en la obligación de cumplir con mi deber. —Está bien, hijo mío. Haré lo que pueda. Y luego pronunció estas palabras, que, por lo suave de la voz, por lo sombría de la actitud, me hicieron estremecer: —Pero recuerda que ellos también son hijos de Dios. Los pobrecitos viven así, halándole un cachito de mortaja a la muerte con qué protegerse de los fríos de las noches. Fue una imagen viva, como un fusilazo en la noche oscura. ¡Qué influencia misteriosamente subyugadora tenían sus palabras! Me pusieron a meditar. Me quedé silencioso, sin saber qué decir. Y él, con un dejo de amargura desconsoladora, afirmó: —Y no exagero, hijo mío. Compadécelos. Tan vivamente me impresionaron sus palabras que se me anudaron las frases en la garganta. Tuve miedo de dejarme vencer por su amor. Pero no. ¡Mi deber ante todo! Casi di un salto en la silla donde estaba y exclamé con firme resolución: —Me voy, don Polo. Creo que Rosado me está esperando. Adiós. No obstante, me quedé de pie, a su lado. El adiós tenía un alcance más hondo. Me iba pegado a las paredes de una indiferencia ficticia, como un malhechor. Él me comprendió. Y me vio partir, espíritu afuera, y movió la cabeza de lado a lado, vocalizando apenas un sonido de angustia inefable. Junto con el adiós que pronuncié me sentía llevado hacía la descentración. Me iba con ánimos de no volver a visitarle: le temí a sus palabras. Emprendí la fuga, espíritu afuera, a refugiarme en mi deber. Allí, en su sillón de ruedas, don Polo. Lo vi más magro de carnes, más iluminados los ojos, más pura su vida. Experimenté un remordimiento

terrible y, sin embargo, confirmé mi fuga: — ¡Adiós! —Hasta luego, muchacho. ¡Hasta luego! Mejor era que pensara así, pero yo no quería visitarle más. Salí perseguido por una alucinación, hosco el gesto, azorada la pupila. Mis pequeños afanes justificaban mi traición, mi fuga. « ¡Eres un héroe, muchacho! Te mereces honores de combatiente que desafía la muerte. ¡Hurra! ¡Hurra!» Pero me sentía descentrado. Me figuraba que el calor de la tarde iba a derretirme. Percibí el rumor del cañizar, y rezongué con ingenuo y hasta pueril desquite: « ¡Yerba mala! ¡Yerba maldita!». *** Me fui en busca de mi colega. Ahora tenía necesidad de congraciarme con él: bien podía perdonarle sus pedestres actitudes. ¡Era mi colega, después de todo! Me refugiaría en su vida desolada. ¡Después de mi fuga, espíritu afuera, podía estar en cualquier sitio! Sentía una desesperación terebrante. Don Flor me preguntó: — ¿Estabas en casa de los Cabañas? —Precisamente. — ¿Y qué tal? —Yo bien. ¿Y usted? —le respondí a manera de broma. —Vaya, vaya. ¿Y qué tal pareció el discurso de nuestro amigo? —No sé qué decirle. —La cancioncilla de siempre para cerrale los ojos a la verdad. Ya don Oscar se encargará de darle un banquetito y aquí sea paz... Le dirá también algunas cositas al oído, ¿entiendes? Ya ves: el líder pernoctará en casa de don Oscar, pues dicen que son viejos conocidos, nacidos en el mismo pueblo.46 —A mí me parece el líder una persona convencida. Yo mentía. Mentía miserablemente. ¿Y por qué? Deseaba oír hablar a don Flor, sentirme enredado en sus chismes, olvidarme de las palabras de don Polo... ¡Ésta es una confesión y debo decirlo! Debo decirlo: ¡Todo el mundo tiene faltas!47 Yo no he de ser una excepción. ¡Hasta el mismo don Polo comete el inconcebible pecado de ser demasiado bueno! ¡Ése es el más

grande de los pecados! Muy inclinado a chismear, cínicamente don Flor añadió: —Nuestro amigo el socialista tiene fama de buen gourmet. Además, es una nube y don Oscar que lo tiene que da la hora... ¡No han sido pocas las veces que yo me he dado la turca con él! Comprendí su aviesa intención, pero me abstuve de mortificarle. Él siguió hablando por el mero placer de hincar la ponzoña. Refiriéndose al mismo líder comentó: —Moro viejo, mal cristiano.48 Lo cual rezaba a las mil maravillas para él. Súbitamente, saltó a sus labios el nombre del viejo y temblé de pies a cabeza como si me sintiera indiciado. Me dijo: — ¡Cuidado que es... (aquí una palabra que no me atrevo transcribir) este don Polo! Menos mal que Dios sólo le da galletas al que no tiene dientes.49 Rio con su risa odiosa y oscura. Yo contuve un fuerte deseo de salir en defensa del viejo. ¿Para qué? ¿Para alejarme otra vez de mi deber? Callar en este momento lo llamé yo aprender a vivir. En esto doña Paquita vino a decir: —Ahí te procuran, Florencio. Vi el cielo abierto y bendije a la visita que interrumpiría nuestra conversación. Rosado preguntó: — ¿Quién es? —Don Jenaro Mediavilla. — ¡Hola! Me alegro mucho. Don Jenaro me prepara un trabajito. Salimos a la sala donde aguardaba la visita. Era un tipo alto, de bastante edad, calvo, que vestía un traje de color inverosímil por lo viejo. Lo conocía de vista. Cuando entramos se puso en pie. Nos saludó con cierta ceremonia. Conversaba con su cuerpo erguido y miraba de arriba para abajo. Ojos azules y penetrantes. Después de las presentaciones de rigor nos sentamos. Ahora recordaba. Don Flor me había hablado del tal don Jenaro. «Es un hombre que sabe lo que pasa aquí y en Roma.» Perfectamente. «Se le olvidó decirme que es una reliquia», pensé. «Debería estar ocupando un sarcófago entre las momias

egipcias». Cuando así discurrió el travieso pensamiento, por poco me echo a reír. Don Jenaro inquirió: —Este joven es Borrás, ¿no? —Sí, señor —respondí al momento, pues me brindaba oportunidad para contener la risa. —Su apellido arranca de un tronco ilustre. — ¡Ajá! No lo sabía. Ya tengo para vivir satisfecho. — ¡Ya lo creo! Don Flor estaba desesperado por conocer el resultado de las pesquisas de don Jenaro. Preguntó: — ¿Por qué no se dejaba ver, don Jenaro? — ¡Las ocupaciones, hombre! El Mediavilla era empleado del Municipio, un chupatintas a cargo del Registro. La ocupación le estimulaba el deseo de andar continuamente trepado en los árboles genealógicos. Debido a esta manía sufrió más de una caída. Eso he sabido después. — ¡Pues mire, Rosado! Puede estar orgulloso de su limpieza de sangre, especialmente por parte de los Contreras, entre los cuales ha habido nobles auténticos. Usted no sabe el trabajo que me ha costado ir esclareciendo su genealogía. Aún no he terminado. Don Flor estaba a punto de abrazar a Mediavilla. ¡Hombre, por poco le da un vahído! Vi sus ojos mojados por la alegría del notición. La actitud suya era la del perro realengo que encuentra amo. ¡Si por poco menea la cola! Tembloroso de alegría se dirigió a mí: — ¿Has oído, Juan Antonio? —He oído, don Flor. Siempre me ha tenido usted tipo de noble, créame. Me asaltaba un espíritu zumbón con ánimos de tirarle de las barbas a este mundo tieso y vanidoso, víctima de las más inauditas debilidades. Don Jenaro quiso cerciorarse de mis palabras y me flechó con una mirada zahondadora, pero era tal mi seriedad que me tuvo por hombre formal, y prosiguió: —Cualquier día le traigo los papeles, don Florencio. ¿Está de acuerdo con lo que convinimos?

— ¡Lo que usted diga, don Jenaro, señor de Mediavilla! En su turbación lo llamó así. El chupatintas quiso saber: — ¿No podía darme algo hoy? — ¡Lo que usted diga! ¡Paquita! Trae la libreta de cheques. Y cuando me traiga los papeles le voy a hacer una regalía, además de lo convenido. Don Jenaro se hizo el que no había oído este último ofrecimiento y le entró una tosecita. Luego preguntó: — ¿Usted no está interesado en conocer su árbol? Me habló con suma cortesanía el esclarecido chupatintas. Y sin embargo, como fui testigo del conmovedoramente ridículo espectáculo de Rosado, no pude contener el mal humor. — ¡Oh, no, don Jenaro! ¡Yo quiero vivir sin esas zarandajas! A lo mejor se cae usted de mi árbol y después me van a echar la culpa. Don Flor se había ido a alcanzar a doña Paquita, que no encontraba el talonario, y llegaba en estos momentos, profundamente complacido, con el billete en la mano. Fue así como me pude escapar de la hostilidad manifiesta del Mediavilla. ¡Ilustre polilla de pergaminos! ¡Y es así como se llena la vida de preocupaciones inútiles! Sentíame contrariado. Quise despedirme antes que fuese a sublevarme y a arremeter contra tanto falseador, contra tanta gente mendaz. Allí se quedaba el preclaro investigador de heráldica y genealogía, con sus papeles, con sus vanidades, con sus miserias... *** Cuando salí de Palmares el sol estaba a punto de ponerse. El cielo aparecía casi totalmente cubierto de nubes oscuras y muertas. Allá, donde alumbraba el sol, se abría una larga brecha y las nubes lucían bordes de oro. Lo nublado del cielo oscurecía la tarde: la luz del sol, difundida a través de la brecha, daba a las cosas sensación de maravilla, de fantasía. Era un rojo enfermizo el de la tarde. Me olvidé de don Jenaro y una melancolía infinita penetró en mi alma como una sombra larga, como las sombras que se proyectaban sobre las yerbas. Sujeté las riendas de mi caballo y seguí adelante, lentamente, como embrujado por la luz enfermiza.

*** Todo se redujo a una farsa detestable.50 Yo no pude menos que sentir compasión por esta gente infeliz, condenada a ser llevada y traída por la voluntad ajena. Como el día anterior, el líder se paró en el estribo del automóvil y aconsejó a la peonada que se fuera al trabajo. Había conseguido, junto a los señores de la Comisión, que se les aumentasen unos míseros centavos y que trabajasen por horas. Sobre este trascendental anuncio don Florencio me dijo: —Los líderes saben arreglar las cosas. Este señor es una inteligencia. ¡Figúrate! Los peones entran a las siete y se les empieza a contar desde las ocho. Además, se les da media hora a mediodía. Eso, sin contar que se les tiene trabajando hasta las cuatro y media y se les cuenta hasta las cuatro. ¡Qué bien se arreglan las cosas! Yo permanecí callado, sin saber qué responder. En este momento el líder anunciaba que don Oscar «urgió que se cumpliese al pie de la letra este convenio». Me sonó a golpe en caja vacía este anuncio. Me puse a observar los rostros de la gente y noté que todos volvían los ojos hacía Segundo. —Es preciso reconocer los derechos inherentes de cada individuo — exclamó el líder—. Urge que nos protejamos de la explotación: la felicidad no se hizo para unos pocos, sino para todos. ¡Caigan de una vez y para siempre los viejos y carcomidos perjuicios de clases! ¡Que se levante esplendorosa la Ley fraternal de Cristo! Con estas palabras dramáticas terminó su discurso. —Ruido de maracas— me bisbisó don Flor. Esta vez asentí con un movimiento de cabeza. En esto se adelantó a hablar el presidente de la Comisión de San Juan y, entre otras cosas, habló de «la buena inteligencia que debe existir entre el trabajador —nervio, músculo, fuerza productora— y el patrono que debe adoptar actitudes paternales». Llamó a Segundo y éste se adelantó con la rabia enmascarada por la sociabilidad de una sonrisa. Con la mano puesta sobre el hombro de Segundo, a quien llamó «joven imberbe que se preocupa por la suerte de sus camaradas de lucha», prodigó algunas loas, para luego aconsejar la aceptación del arreglo. Entonces Segundo indicó que él se acogía a la voluntad de los demás, y como la voluntad —fría, incolora— de éstos fue reanudar el trabajo, dos

días después hablaba el periódico de que, «debido a los buenos oficios de la Comisión y del activo líder, se había conseguido poner término a un brote de huelga que pudo prolongarse por mucho tiempo, con el inevitable perjuicio a las actividades agrícolas». La peonada se retiró al trabajo esgrimiendo un simulacro de optimismo. Segundo daba muestras de sentirse hincado por la más negra desilusión. Antes de retirarse con los peones se me acercó Lope y me dijo: —Yo sabía que todo iba a pararen esto. Adoptaba aires de persona hipócritamente apesadumbrada, pues le saltaba a los ojos su misantropía insidiosa. Permanecí callado y él insinuó: —El culpable es Segundo. Yo usted... —¿Por qué los odia usted tanto? —le interrogué mirándole de hito en hito. Me vino con argucias para justificar su odio rastrero. En su corazón no había conmiseraciones. Como viera venir a Balbino, envalentonado por mi silencio, riendo con su sonrisa de malo, rezongó: —Allá viene Cornelio. — ¿Quién es él? —Me refiero a Balbino. No abandonaba su sonrisilla cruel, y como yo comprendiera que tal nombre tiene analogía con cuernos y que tal alcance le daba el mayoral, le miré con gesto avinagrado ordenándole: —Váyase con los peones. Luego vino Soltrén a recibir órdenes. Se las di. Cuando se iba a despedirse quejó: — ¡Qué sol, don Juan Antonio! Parece que tiene ganas de achicharrarnos. Era verdad que el sol afogaraba la tierra; sin embargo, me pone a pensar el constante descontento de Balbino. No comenté sus palabras y él se fue; vi que se dobló al pasar entre dos pelos de alambre, y entonces piqué mi caballo hacia la casa. Sentíame hastiado y el ambiente pesaba sobre mí con peso abrumador. Luego me asaltó un dolor de cabeza terrible. Era como si un diablillo perverso me hincase un clavo en la frente. Me vi obligado a recostarme en la cama, donde estuve cerca de dos horas.

Cuando experimenté cierta mejoría salí hacia el cañaveral. Se trabajó casi hasta el oscurecer. Inapetente, y un poco debilitado, me disponía regresar para acostarme temprano cuando se allegó a mí Segundo. Venía a sincerarse, y en su actitud había algo del potro renuente que, después de luchar por desarzonar al jinete, acaba de obedecer al chujeo. No obstante, comprendí que aplazaba sus rebeldías. Yo no estaba en ánimos de discusión; la palabra deber colgaba de mi sentir como un escapulario. Además, no podía evitar que se me subiesen corazón arriba mis simpatías por Segundo. Simpatías que me guardaba de comunicarle; asustado como estaba por el escapulario que colgaba de mi sentir. Pensaba en su vida: la madrastra, el padre, su dolorosa peregrinación, su atentado de suicidio, sus ansias truncas... Luego pensaba en mi vida. Reconozco que hay ciertas analogías entre mi vida y la de Segundo. Le aseguré: —Puedes seguir trabajando como siempre. Era ya el anochecer cuando regresé a la casa. *** No faltó la visita de don Oscar. Vino a hablarme sobre el arreglo con la gente de San Juan. Me dijo: —En vista de la crisis y del deplorable estado de cosas es necesario que se les coja tiempo a los peones en bien de nuestras faenas. Pueden entrar algunos minutos después de las siete y aparecer trabajando desde las ocho. Además, los suelta un poco más tarde, no mucho, para que no noten la diferencia. Era la misma insinuación que había hecho don Flor. Fue entonces que me expliqué mejor el ascenso del afortunado descendiente de los Contreras. Sin protestar, admití: —De acuerdo, don Oscar. ¡Me sentí tan lejos de don Polo! *** Dos o tres días después recibí la noticia. El peón que se hirió en la mano había cogido gangrena y tuvo que sufrir una amputación. Había perdido la

ayuda más eficaz: ¡la mano! ¿Qué sería del pobre peón? Ahora pensaba en lo que le sucedió cuando fue llevado a curarse. El médico le recibió con mal humor y el infeliz estuvo esperando horas. Luego, el sabio manifestó no tener tiempo de curarle y lo envió donde el practicante, quien quemó la herida con iodo y le puso un vendaje. El peón fue dos días después a curarse de nuevo, pero tuvo que regresar con los mismos vendajes. El hombre vino a quejarse donde mí, y yo, indignado, escribí una carta al ilustre matasanos. Echando pestes contra la gente engreída, se dispuso a curar al paciente con la aviesa intención de hacerle sufrir. Tan inhumano proceder trajo consigo la gangrena: era de esperarse. Por la tarde se me presentó el desventurado, descolorido y triste, a mostrarme la mano amputada. Se dolió: — ¿Qué será de mis hijos, don Juan Antonio? Si al menos la Comisión... No pudo seguir porque se le nublaron los ojos y se le formó un nudo en la garganta. Permanecí callado por breves instantes, y cuando pude hablar, por decir algo, proferí: — ¡Ánimo, Luis! —Se me sobran los ánimos, don Juan Antonio, cuando no me he hecho tiras la carne con los dientes... —Usted cuente conmigo —ofrecí. —Gracias, don Juan Antonio. Compai Cario me ofreció recogerme alguito entre los piones. —También estaré dispuesto a hacer que todos ayuden el día de pago. —Eso, si no se cansan pronto. —Cuando usted esté mejor, venga que le voy a buscar un trabajito a propósito. —Se lo agradezco, don Juan Antonio, aunque ya no dejaré de ser medio hombre. Y se alejó por el senderito, baja la cabeza, caído el brazo bueno, lento el andar, destornillado el organismo. Parecía un réprobo condenado al más cruel de los suplicios. *** En la guardarraya siguió brillando el relámpago del machete. Habíanse

dormido las rebeldías: la peonada se amarraba al corte con terca mansedumbre. Estaban atados a una cadena: la cadena de la esclavitud. El jíbaro ama apasionadamente su conuco. Echa la simiente en el surco y le parece que asiste a un acontecimiento religioso. ¡Tierra santa que le da las viandas que han de mantener su hogar! Pero el jíbaro no ama la tierra que produce la caña. Hay una vida oscura que hace ruidos entre las cepas...51 Verdaderamente que en el cañaveral ellos son esclavos que viven en miseria extremada. Si no fueran gente colectivamente pacata, sabe Dios lo que hubieran hecho ya con sus machetes. El otro día oí a Segundo decir: «Nos amarga la caña». Aunque me molestó la frase, pensándolo bien me doy cuenta de la verdad que encierra. ¡Aquí los hombres son siervos! Yo no he creído nunca en la oclocracia; sin embargo, me parece que la peonada tiene derecho a un poco más de felicidad. ¡Es horroroso que viva en tan terrible pauperismo! Es insufrible verlos malcomiendo, sin puros regocijos, abandonados, sin hogares, envueltos en trapos. Segundo tiene razón de pensar así: me lo grita la conciencia. Tiene razón; sin embargo, no quiero reconocerlo. Después del brote de huelga me he mostrado un poco agrio con él. Apenas si le hablo y me he arrepentido de haberme acostumbrado a tutearle. No he vuelto a casa de don Polo; he evitado hasta el pasar por frente a su casa. No quiero verle; no quiero ver su sillón de ruedas. Me he empeñado en matar mis simpatías por él, ¡quiero sentirme lejos, lejos de él! A veces hago burla de sus ideas. ¡Cuidado que es Cándido este don Hipólito Cabañas! Sólo se le ocurren sueños irrealizables y confunde la realidad con la fantasía. Eso. Ayer no más estuve pensándole un nombre rimbombante como Alonso Quijano se pensó el suyo, y, entre risas, se me ocurrió llamarle don Cándido de la Palma Chica. ¡Don Cándido de la Palma Chica! Ya está bautizado con nombre de caballero andante; ya puede salir a los campos a desfacer entuertos. *** Deseando consultar un asunto con doña Lela, estuve en la casa como a las tres de la tarde. No estaban las mujeres. Me dirigí a la cocina a preguntar. Cornelia me informó:

—Están viendo al obispo. — ¿En el pueblo? —No, señor; en casa de don Juan Pedro. Yo no hablé más, pero debí de interrogar con la actitud, porque la mujer se echó a reír, añadiendo: —Parece que se contentan. Doña Lela estuvo dando vueltas y me dijo que no podía dejar de ver al obispo. Se jueron las tres. Arrugué el entrecejo, pues pensé que yo no había pedido tal información. La mujer se encogió de hombros yéndose a sacar una gallina de un barril. Rápidamente le torció el pescuezo, soltándola luego en el piso. Yo me quedé parado junto a la puerta y me puse a observar el aleteo y los saltos del animal. Siempre había mirado indiferentemente el agónico aletear de estas aves sacrificadas; no obstante, aquel día me sentí como azorado por nuestra crueldad. Pensé: «Somos crueles, más crueles que el tigre. Le torcemos el pescuezo a un animal indefenso y nos quedamos tan tranquilos... ¡En verdad que somos crueles!». Levanté la vista y noté que la mujer me miraba con cierta sorna. Salí. En la escalera me encontré con José Dolores, quien me entregó una hoja suelta para que la leyese. Estaba algo absorto cuando la tomé. —Trata del obispo —díjome Chelores. Efectivamente. En ella se anunciaba la visita del señor obispo a casa de don Juan Pedro Moreau. Venía a administrar el sacramento de la Confirmación, sin el cual «no podemos ser perfectos cristianos». Dirigiéndose a «los que tienen uso de razón», copiaba el Padrenuestro y el Credo y recordaba ciertos mandamientos de la Iglesia. Luego hablaba de que «si muere un niño sin confirmación por descuido de los padres, éstos deberán hacer penitencia por tres años». En unas notas estipulaba que «los que pertenezcan a sectas condenadas por la Iglesia —protestantes, masones, etcétera— no pueden ser padrinos», y que «la boleta de confirmación es de 25 centavos». Mientras leía tal cosa, me jugueteaba una risita traviesa en los labios. Nunca he podido soportar tales falacias, muy propias de otros tiempos. Yo no voy voluntariamente a la Iglesia. Mi antigua novia era muy católica; guardaba su fe como una reliquia de los buenos tiempos, cuando sus padres eran ricos.

No podía, por orgullo, renunciar a su fe, y para ella era un goce extraordinario salir taconeando de su casuca con la mantilla en la mano hacia la casa de Dios. Ingenuamente se creía con más importancia. Atavismos infundados. Aquí es donde más lejos se está de la verdadera humildad cristiana y donde se ponen más de relieve las pequeñas cosas. Mi familia ha sido siempre muy católica. Yo soy atávicamente católico, pero nunca he creído que la religión libre a nadie de pecados. He mirado siempre con desconfianza todo este aparato de jerarquías, de dispendio, de vivir mejor que nadie, de boato, de guardia suiza, de exhibición. Casi toda la gente de la Iglesia ha sido belicosa, soberbia, antifraternal. Haciendo gala de un conservadorismo estrecho, la religión vive atrasada en largos siglos, apegada a escrituras de dudosa procedencia. Por empeñarse en no ser razonable, fulmina en contra de los galileos. Porque creo lo que he dejado dicho, este mi catolicismo no pasa de ser una manifestación sentimental en mí. Barniza mis pecadillos de mortal y me tiene sin preocupación. La llevo colgando de mi vida del mismo modo que llevo una corbata colgando del cuello. Mientras estemos alejados de la comprensión humana, la religión será siempre un despliegue de pompas y disfraces como en carnaval. De los países civilizados salen muchos misioneros a salvar nativos. Con ellos llevan el orgullo, la intolerancia y la incomprensión. A lo mejor, los nativos son espiritualmente superiores aunque profesen una creencia que no es cristiana. Es insoportable nuestro cristianismo teórico. Perdóneseme que haga tales disquisiciones, pero no he podido evitarlas luego de leer la hoja suelta que anunciaba la visita del obispo. ¡Levantando la doctrina del cristianismo se han sojuzgado tantos pueblos libres! ¡En nombre del cristianismo se han cometido tantas piraterías! Todo es falsedad. Me hace daño pensaren todo esto. Me fui para el cañizar. Allí, en la guardarraya, se debatían los peones — cristianos— en la miseria, en el pauperismo, en la orfandad más horrenda. Muchos de sus hijos —enclenques, anémicos, mal nutridos— se estaban confirmando para purificar la vida. ¡Miserias! Pensé que, a la postre, el obispo era el único que salía beneficiado con la peseta de limosna. Después, ellos, los niños, retoños tristes de la triste peonada, seguirían anémicos,

enclenques y desnutridos, pese a las bendiciones y al sacramento. Así son las cosas. Después de todo, mejor es no pensar en ellas. En seguida que se fueron los peones, salí a desensillar mi caballo y retirarme a mi aposento. Pero me quedé fuera. Estuve conversando con Chelores algunos momentos, y cuando iba subiendo la pendiente hasta la casa había tal encanto en la tarde que no pude resistir la invitación que me hacía un herbazal verde y mullido. Me senté. Junto a mise erguía un arbolillo de roble coronado de flores lilas, el cual, a cada soplo de la brisa, soltaba una lluvia de pétalos sobre la yerba. Algunos me alcanzaban. Sentí que me rendía un homenaje y miré, reverente, al arbusto. Me pareció ver su sonrisa de comprensión. Proyectábase mi espíritu en cada perspectiva del paisaje. Nubes, cielo, mar, sol, árboles, lomas, hondonadas; más acá, las yerbas, las florecitas silvestres —rubias y rojas, azules y violetas; los gallitos, los paragüitas, la flor rosada del moriviví, las matitas que tanto me entretuvieron en la niñez...—. ¡Milagroso renacer! En las frondas, entre las matas de salvia, higuillo, albahaca, santamaría y rompecota, juega y se lamenta el viento. ¡Una amapola! Se me agolpan en la mente todas las correrías de la niñez; me preparo a soplar mi flauta. Sería gracioso que la gente —esta misma gente ante quien me muestro tan serio— me viese con una flauta verde en la boca. Miro a todos lados y como no veo a nadie me pongo a tocar mi flauta. Estoy soplando mi niñez por el hueco verde de la amapola. He sentido nostalgia. El huésped sombrío que llevamos arrebujado con su hipocondría en un rincón del espíritu ha despertádose. Entona responsos a las cosas idas. Me grita, en lamento: «¡Ya no eres lo que eras!». La queja del viento me trae historias de amores truncos, de renunciaciones, de derrotas... ¡Pero la gloria paisajal me ilumina de júbilo verde! Mi espíritu penetra en todo y es todo. Ahora es un bejuco florecido que se enreda al talle del roble. El roble se estremece al sentirse apretado. Me he coronado de ramilletes azules para reciprocar la ofrenda floral del arbusto. Le hablo en un escucho, y el roble, rendido como una virgen pagana, se deja coronar de flores azules. Se siente estremecido y se le desmadejan las raíces en la tierra. El viento se pone a proclamar en todas direcciones —a las abejas, a las mariposas, a la floración vernal, a las yerbas, a todo— la entrega total

del roble. Ahora me parece oír en la yerba el paso leve de la presentida. ¡Es ella, compendio de todas ellas! Es Sarah, Delmira, Pepiña... Se acerca a musitarme: « ¡No sabes cuánto te amo! Celebremos la fiesta de las fiestas!». Hay un sacudimiento de íntimas músicas en todo. Paz. En la falda de la colina pace un hatajo de reses. El sol poniente las dora y ellas mueven el rabo mientras una sombra discreta ensombrece los valles y las hondonadas. Se enrubia la cabellera de las palmas absortas. Desde el espíritu se proyecta en todas las cosas una melodía inefable. *** José Dolores vino a decirme que me esperaban a cenar. Me levanté en seguida y me dirigí a la casa. En la mesa, doña Lela y doña Julia sólo hablaron del obispo, del gran día en casa de los Moreau. Delmira apenas habló. De vez en cuando miraba a hurtadillas, y, qué sé yo, me figuré había cierto reproche en su actitud. Pensé en Pepiña. ¿Acaso? Tolero el fanatismo de las dos santurronas. A pesar de mi antipatía por las prácticas de la religión, tengo la presunción que toda muchacha enamorada, en sociedad, debe ser católica. A todas me las imagino cargando medallitas, pidiéndoles a los santos, arrodilladas ante el altar. Guardo con devoción unas medallitas que Sarah y Delmira me han regalado. —¿Por qué usted —me preguntó una de las beatas— no va a la Iglesia? —Las ocupaciones, doña Julia. —De vez en cuando puede sacar un ratito. —Quién sabe... Hacía luna. Antes de ponerme a escribir me asomé a la ventana. Todo el azul de la noche se me volcó en el alma.

1 Como consecuencia de la situación económica imperante, se dio un éxodo campesino hacia las regiones azucareras. Se migraba hasta aquí a medida que se hacía más difícil sobrevivir en las haciendas cafetaleras y tabacaleras de la altura. Este cuadro económico y social lo sintetiza muy acertadamente la canción Lamento borincano de Rafael Hernández 2 Alude a la forma —horizontal o vertical—como se colocan las cañas en la carreta. A veces se necesitaba llevar más carga y se le añadían polines—cañas en forma vertical por encima de la altura de la carreta— para sostener la caña en exceso.

3 Lugar de entrenamiento militar para los puertorriqueños durante la Primera Guerra Mundial. La inmensa mayoría de los jíbaros que allí fueron nunca habían salido de su entorno campesino. A través de su obra, Laguerre explica cómo esto contribuyó a transformar la vida rural y urbana en la Isla. 4 La literatura puertorriqueña ha destacado la diferencia de mentalidad entre el jíbaro de la altura (cafétabaco) y el de la llanura (caña). El novelista lo consigna en este y otros pasajes. El propio Juan Antonio, que es de la montaña, lo confirmará al final del relato. 5 También se dice en el campo curvia y curva, especie de hoz pequeña. 6 Los campesinos llaman caballito a la planta de habichuela que está germinando por su parecido con ese animal. El novelista quiere acentuar el contraste entre el jíbaro de la altura con el de la llanura. 7 Proviene de carretear; o sea, guiar la carreta. En sentido figurado dice que ha dominado a esas mujeres; que han sido suyas. 8 Téngase en cuenta que en el año 1930 sólo uno de cada cuatro puertorriqueños había usado zapatos alguna vez. 9 Se refiere al alza en los precios del azúcar debido a la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Esto propició una época de florecimiento a esta industria, pues los más importantes campos azucareros de remolacha en Europa estaban en ruinas. Se necesitaba, pues, aumentar la producción para satisfacer la demanda mundial. 10 Expresión que indica hacer lo que no se quiere, vencido por la fuerza o maña de otro. 11 Expresión que significa reanimar, echar leña al fuego. 12 Variante del refrán: Mal de muchos, consuelo de tontos. Cuando las desgracias suceden a muchas personas, por lo menos queda el “consuelo” de que no es a uno solo; por eso esta conformidad se considera de tontos. 13 Recuérdese que los boyeros o cuarteadores iban cantando coplas, principalmente por la madrugada cuando se dirigían al corte. Según algunos, para entretenerse; otros entienden que era para vencer el miedo, como sugiere el refrán El que canta sus males espanta. 14 También Nochevieja, el 31 de diciembre. 15 Dicho popular que indica hacer las cosas o celebrar cualquier acontecimiento por todo lo alto. 16 Expresión que significa realizar algo sin escatimar gasto o trabajo; hacerlo por todo lo alto. 17 Refrán con el cual se afirma que quien responde es tan valiente como el que habla. O sea, que no le tiene miedo. 18 Persona con piernas o pies torcidos o desproporcionados que al caminar imita al pato. 19 Variante campesina del vocablo monicaco, significa monigote. 20 Expresión que indica tenerle mala voluntad a otro. 21 Refrán que alude al buey que no está enyugado. Expresa que si se está libre, se puede hacer lo que se quiera. 22 La situación política colonial imperante en la Isla propició el florecimiento del bandolerismo. Uno de los bandoleros más famosos del siglo XlX fue Águila Blanca. La inestabilidad que se vive con el cambio de soberanía contribuye a que proliferen. El novelista conoció a algunos, en particular a Soltrén el cual merodeaba la región noroeste. En el texto se alude a Sergio Cuevas quien alcanzó gran renombre por sus hazañas a fines del XlX y principios del XX. 23 Se alude a la superstición campesina de que el canto o sonido de determinados animales constituye una premonición de que alguien morirá.

24 Creencia espiritista de que el alma debe transmigrar para purificarse. Se aprecia, pues, que tanto la yerbatera como Balbino creen en ello. 25 Según el modo en que se baile el seis, también se le llama: amarrao, enojao, chorreao, valseao, zapateao y cojeao. 26 El novelista describe el proceso del corte de caña, lo cual requiere destreza, pues hay que cortarla lo más al ras posible, de lo contrario retoñaría muy endeble. Luego se corta la parte superior o cola, también el pedazo que se usará como semilla, hasta que queda la caña lista para la molienda. 27 Téngase en cuenta que la Central determina la cantidad de caña que se corte para la molienda y el predio o finca donde se haga. 28 Expresión popular que implica mirar desde afuera, sin meterse en el asunto. 29 Menciona el Grito de Lares, el 23 de septiembre de 1868. 30 Francisco Ramírez Medina era el Presidente del Gobierno Provisorio en la revolución del 68. Se proclamó, entre otros hechos, la libertad inmediata de los esclavos que se alzaran en armas. 31 Entre otros acontecimientos se refiere a la sublevación dirigida por Evaristo Estenoz y Pedro Ivonet en el año 1912. 32 Toda la obra de Laguerre destaca el mestizaje étnico y cultural del puertorriqueño. De hecho, acuñó el término indoafrispano para indicarlo. 33 El jíbaro tiene mucha afición por los relatos, especialmente por los de temas sobrenaturales. 34 Dicho que recalca que cuando hay problemas se hace lo que se puede, todo está permitido. 35 Refrán popular, expresa que aquello que uno es, siempre sale a relucir. 36 Expresión que alude a la célebre batalla de San Quintín entre españoles y franceses en el año 1557. Significa que se formó una gran algazara. 37 El 6 de diciembre de 1933 en la Central Coloso comenzó la famosa huelga cañera de ese año con el incendio de una pieza de caña. Al otro día, la protesta se extendió a Moca, Isabela, Aguadilla y Aguada. 38 Se alude a la Gran Depresión de la década de los años treinta. La compañía señala que no podía pagar el sueldo de antes porque el precio del azúcar había bajado en los mercados mundiales y nadie estaba interesado en ese producto. 39 El Administrador de la Central Coloso convocó a una asamblea de obreros y patronos de finca, e invitó al Presidente de la Unión Obrera Central del distrito de Aguadilla, afiliada a la Federación Libre de Trabajadores. No se llegó a ningún acuerdo, pues los obreros pedían $1.50 por ocho horas de trabajo, pero la administración sólo les ofreció entre 75 y 80 centavos al día. Esto explica por qué Segundo llama piltrafa a lo que pedían los obreros. Esta expresión significa que no era nada, pues la piltrafa es la carne que se le tira a los perros. 40 El movimiento obrero puertorriqueño se venía organizando y exigía mejores salarios y condiciones de trabajo. 41 La bandera del Partido Socialista era roja en cuyo centro se apreciaba una mano derecha que sostenía una antorcha. En el campo la llamaban la bandera del jacho, ya que así se solía llamar a la antorcha rústica preparada con la resina del tabonuco envuelta en la yagua de la palma real que los jíbaros utilizaban para alumbrarse. 42 El Presidente de la Unión y el Senador del Partido Socialista por Aguadilla pidieron la intervención de la Comisión de Mediación y Conciliación, una dependencia de la Secretaría del Trabajo que realizaba esta función. 43 El texto novelesco alude a las reñidas elecciones del año 1932. El Partido Socialista estableció una

Coalición con el Partido de la Unión Republicana y la misma ganó las elecciones. Los puestos públicos fueron ocupados por miembros de ambos partidos. 44 Alusión a la aventura del Clavileño en la segunda parte de El Quijote. Al Hidalgo y a Sancho, montados en un caballo de madera, les hacen creer que realizaron un viaje por los aires. El Escudero narra supuestas cosas que vio, debido a lo cual se considera símbolo de ilusión o anhelo. 45 Expresión del latín tomada de las letras iniciales de cada palabra: Requiestcat ln Pace (R.I.P.). Véase la nota 2 de la Primera Parte. 46 Debido a la Coalición, los líderes socialistas ocuparon importantes puestos en la administración pública. Esto no fue bien visto por muchos que lo consideraron una traición al movimiento obrero, ya que contemporizaron con los patronos en prejuicio de los trabajadores para mantenerse en el poder. 47 Dicho que indica que nadie es perfecto, así que ninguno puede echárselas. 48 Antiguo refrán alusivo a la Reconquista española. Expresa que las malas mañas nunca se pierden. 49 Refrán. Las cosas las consiguen o disfrutan quienes no están interesados. Obsérvase la reticencia del novelista a transcribir palabras consideradas malsonantes. 50 La Comisión llegó a Aguadilla el 10 de diciembre de 1932, se reunió con las partes y se logró un acuerdo entre ellas. En síntesis: abolir los ajustes, trabajar sólo ocho horas, ganar de noventa centavos a un dólar por día y abolir los vales para las tiendas de las centrales. 51 El novelista establece un contraste entre el cañaveral y la vida de la hacienda. En ésta, además del trabajo, el jíbaro vive con su familia donde tiene un pequeño huerto y animales para su sustento, pero en aquél vive como esclavo.

Pronto empezaríamos a preparar los terrenos para la gran cultura, pero en este trabajo no hay tanto ajetreo como en el corte. El corte significa un constante ir y venir. Apenas puede uno apearse de la montadura. Como el tiempo se presentó muy lluvioso, en dondequiera se formaba un lodazal. La conducción se hizo, por tanto, bastante difícil. Segundo se quedaba trabajando con un tractor. Había optado por no «menear más el asunto», según decía. Hasta inculpó a la peonada que no sabe corresponder y que se acoge perfectamente a la esclavitud. El muchacho permaneció adusto, afirmando que se disponía a no pronunciar una palabra más. Fue retraído y cazurro como antes. Volvió a sincerarse conmigo prometiéndome no meterse a salvador, porque «me parece que todos los salvadores salen crucificados».1 Y no creí en su arrepentimiento, pero no hice comentario alguno y hasta admití sus palabras con vivas simpatías. Le di unos golpecitos en la espalda y pronuncié el ritualista: «Así me gusta». Efectivamente, Segundo me inspiraba invencibles simpatías. No podía evitarlo. Además, no volví a visitar a don Polo —desde aquel día que salí espíritu afuera— y tratando bien a Segundo, creí justificarme a los ojos del Viejo. A pesar de mi fuga, él, el bueno, el suave, el martirizado, ejercía cierto dominio sobre mí. Era una fuerza desconocida que me arrastraba a refrescar mi espíritu a su sombra augusta. Un día me había dicho: «Te he tomado tanto cariño que me pareces mi propio hijo. ¿Quién duda que hayan existido lazos de cariño entre nosotros dos desde otras vidas?». Me conmovieron sus palabras y ahora, al pensar en ellas, me estremecí de remordimiento por mi actitud. Pero no podía volver donde él. ¡Era un martirio tener que reprimir mis ansias de regreso! Yo estaba cambiado. ¡Me dominaba una egolatría atroz! Había algo en mí que rechazaba esta vida de jefe de colonia, y, sin embargo, me aferraba a ella tenazmente. Me hacía daño la constante lucha. Un día estuve a punto de salir para la Central a presentar la renuncia de mi cargo. Fue cuando don José, el colono de La Monserrate, se presentó en Santa Rosa a lamentarse de su terrible situación. —Se me persigue como a un perro rabioso —me dijo—. Mire usted. Yo trabajaba lo más bien en La Monserrate. El precio que tuvo el azúcar durante

la guerra me dejó en condiciones excelentes. Pero luego sobrevino la caída de los precios.2 Me metí en negociaciones con esa gente y de la noche a la mañana me vi con enormes deudas. Un día vino don Oscar a arrendarme los terrenos y yo me negué. Me veía obligado a vender las cañas a ellos. Casi siempre salía con poca sucrosa y hubo vez de perderse mucha caña cortada.3 Las pesadas de mi romana nunca coincidían con las de la Central, siempre a favor de ellos. Me la robaban así, por vagones, descaradamente. De esta zafra he salido arruinado. Como yo no podía pagar, me enviaron un hombre a hacerse cargo de los cañaverales y pasé a ser una especie de mayordomo en mi propio terreno. Ahora debo más. Yb no sé qué hacer. Le debo una barbaridad de agua y contribuciones al Gobierno. Creo que van a poner parte de mis terrenos en pública subasta. No quiero ni pensar en mi situación porque como de mis carnes. Después de luchar tanto se me va la hacienda de las manos, don Juan Antonio. Había tal desolación en sus palabras que creí que se iba a echar a llorar. Quise consolarle con esperanzas inútiles, pero él movió la cabeza de lado a lado y contrajo la boca en un rictus de amargura. Me aseguró: «Estoy perdido». Le tuve compasión por su gesto de vencido, por las arrugas prematuras que surcaban su rostro, por su extremada palidez e inquietud. Antes de alejarse, abatido, pidió: —Don Juan Antonio, usted comprende mi situación. Cuando hable con don Oscar trate de, indirectamente, exponerle mi situación y así ir preparando las cosas para un arreglo. Háblele discretamente, como que sale de usted. Yo traté el asunto con don Flor, pero me vino con evasivas. He tenido el valor de venir donde usted. En estas situaciones uno pierde hasta la vergüenza.4 Era tan humilde su actitud que realmente movía a conmiseración. Prometí hacer lo que estuviera a mi alcance —meramente lo que estuviera a mi alcance—, pues mi palabra pesa poco en la Central. Él me dio las gracias y luego se alejó hacia La Monserrate, desgobernado el cuerpo sobre el caballo. El caso de Don Diego Martínez, otro colono comarcano, es parecido. Está arruinado, en las garras de la American Sugar Company. Pero don Diego ha tenido mucha culpa. Fue un muchacho pobre que casó con la hija de un hacendado; tomó bajo arriendo una heredad de su suegro y muy pronto se dio a la vida regalada, al dispendio, al lujo sin precedentes. De su vanidad ruedan

muchos cuentos entre la peonada. Y vino la bancarrota y ahora hace de tripas corazón para poder vivir. Alguien me dijo que de sus cañaverales «sólo le quedan las botas, el pantalón caqui y el capacete, y sabe Dios si se los debe al comerciante». Y lo más doloroso es que todo el mundo se alegra de su derrota. Dos o tres días después de la visita de don José me sentí súbitamente enfermo. Esto sucedía como a las cuatro de la tarde, ya a punto de salir los peones. Sin embargo, me mantuve montado hasta el oscurecer. Al llegar a la casa tuve que acostarme en seguida. Sentía el pulso irregular, cargada la cabeza; experimentaba un anonadamiento terrible. Doña Lela vino en mi ayuda con remedios caseros y pude dormir toda la noche. Al otro día, medio malo como estaba, me fui al trabajo. A las diez ya hacía un sol bravío. Nunca me pareció tan bravío. Me figuraba que iba a quemarme como un hereje. Ya cerca del mediodía apenas lo podía resistir. Un enloquecimiento inexplicable iba estrujando mi cerebro, exprimiéndolo como un paño mojado. ¡El círculo de fuego! Era horrible. Yo deliraba: creíame que las llamas —lenguas amarillas y rojas, trémulas y crepitantes— estaban quemando las yerbas, los cañizares, los árboles. Era una alucinación que me llenaba de fatiga, que hacía que mis párpados se cerrasen. Sin embargo, seguí batallándome en contra del círculo de fuego, firme en mi silla como un héroe legendario. Me palpé el pulso: seguía irregular. Tal me figuraba que mis sienes iban a reventar; sentía en la boca un amargor extraño cual si hubiese estado masticando cáscara de granada. De súbito, pasó una de esas nubes blancas y pasajeras y derramó un lloviznero. Fui a protegerme bajo un árbol, pues no llevaba capa. Pronto pasaron las lloviznas y volví a mi puesto. Me asaltó un malestar inesperado; me sentí envuelto en una nube: se me descentró el organismo; quise afirmarme sobre los estribos, pero no pude. Caí. *** ¡Incendio en el cañaveral! ¡Incendio! Me cercaba el círculo de fuego, avanzaba sobre mí. Ya estaba ronco de gritar y no venía nadie. Mi cuerpo se iba a achicharrar. ¡Fuego en el cañaveral! ¡Fuego! ¡Qué ruido infernal! Habíanme abandonado entre las cepas; el fuego me cercaba formando a mi alrededor un círculo pavoroso y vívido. Era una agonía horrible morir abrasado en el cañizar. Así lo sentí yo en mi delirio de fiebre; me perseguían alucinaciones martirizantes. ¡La sangre me iba a saltar por los ojos, por el

pulso, por las sienes! ¡Y qué martilleo despiadado! Cuando estaba mejor, me vi rodeado de doña Lela y Delmira. ¿Se han asomado ustedes a un pozo? Así las vi yo, como caras asomadas a un pozo. Les debí de sonreír, porque ellas se sonrieron con ansias. Apenas silabé estas palabras: — ¿Qué me pasa? — ¿Se siente mejor? —me preguntó doña Lela, acuciosa. Había una peste insoportable a medicinas en el cuarto. Cerré los ojos. Sentíame débil, con los labios quemados. Pedí agua y después me quedé dormido. *** Luego tuve lucidez de mente. Me daba perfecta cuenta de las visitas. Venía mucha gente a verme. No quise hablar; me molestaba que entrasen y saliesen tantas personas. A veces me asaltaban pesadillas horribles: veía rostros amarillos y agónicos, bueyes con alas, viejas desdentadas y feas, fantasmas largos como sombras crepusculares... Poco a poco se me fue refrescando la mente. Me dio con espiar los movimientos de Delmira; la niña cuidaba de mí con solicitud extremada, solicitud la suya que me conmovía hasta la humedad de los ojos. Me trataba como a un chiquillo, reprendiéndome suavemente cuando me movía demasiado o cuando me ponía a hacerle una pregunta tras de la otra. Un chiquillo era yo según de aprensivo estaba; apenas me atrevía a quedarme solo en el aposento. Chelores, bueno y paciente, velaba mi sueño. Vigilaba hasta altas horas de la noche y a veces se amanecía dormido en cualquier rincón. Al menor movimiento mío preguntaba: «¿Deseas algo?». ¡Amable y consecuente Chelores! Un día le dije que no debería perder más noches y me respondió: —No te ocupes de mí. Y añadió: —Por ti, porque eres pa mí como un hijo, cualquiera cosa. Le sonreí con sonrisa filial. Por la mañana, el primer rostro que veía era el de Delmira. Un día protesté de una medicina apestosa, según me dijeron para los nervios, y ella,

poniéndome una mano sobre la nuca, me metió la cuchara en la boca. Díjome: —¡Vamos, niño! Recuerda que tienes que obedecerme. —Lo que tú digas. Ese mismo día la pregunté: — ¿A quién llamaba yo? Me ha dicho Chelores que yo llamaba a varias personas. Pávido y triste, recibí la noticia: —Nombrabas mucho a una Sarah, a Josefina y..., bueno, a veces, a mí... Espié sus ojos tiernos y húmedos y ella sonrió piadosamente. Afuera llovía mucho. Exinanido como estaba fui quedándome dormido al son de la lluvia en el tejado. En verdad que me portaba como un chiquillo. Cuando desperté la hallé a mi lado. La interrogué ansioso: — ¿Hablé dormido? —Sí. Nombraste a Josefina dos veces. Quise sincerarme, compungido; pero ella se puso un dedo sobre los labios y me recomendó que no hablase mucho. El médico no quería que yo conversase demasiado. Me hacía mal; lo que yo necesitaba era reposo. ¡Delmira! Mi alma se engalanaba con su cariño. En mis ojos, en mi actitud, había muchas promesas para ella, que se limitaba a sonreír. Con su bondad, con su palabra suave, con su solicitud, daba pábulo de fe a mis ideales proscritos. Obsecuente a su mandato permanecía horas y horas callado, con un enjambre de pensamientos volándome sobre el cerebro como un tropel de pelícanos en tiempos de tempestad. ¡Callar! ¡La tortura del callar cuando uno quisiera poner todo su corazón en manos de una mujer que se ha ganado a uno sacrificándose! Si los sentimientos que experimentaba no eran amor, ¿qué es amor entonces? ¡Tenía que amarla, amar a la novia buena! A Pepiña quise mirarla como a una hermana... Bien, Josefina Duval sería mi hermana. ¿Josefina Duval mi hermana? ¿Delmira Alzamora mi novia? Pero... ¡Si es todo lo contrario! Sentimientos fraternales realmente los tenía y los tengo por Delmira. Es inevitable: la sentí mi hermana. La siento mi hermana. *** Luego, ya de convalecencia, quise saberlo todo; me mostré majadero,

preguntando a diestra y siniestra. Tuvieron que complacerme. Sufrí una complicación terrible; sobre todo, fui víctima de una pavorosa crisis nerviosa. El ataque neurótico y la tremenda fiebre me hacían aparecer como un loco. Me han dicho que no conocía a nadie, que pasaba días horribles. Según dijo doña Flora en el vecindario eran «malas influencias», pues «don Carlos no se va de la casa». Dijo que sólo una voluntad y una constitución física como la mía pudieron soportar la lucha. ¡Hasta aconsejó que yo no usara las espuelas de plata! Me reí de buena gana, perdonándole sus descubrimientos, porque me han contado que se mostró muy solícita conmigo ayudando a Chelores a desvestirme y a llevarme a los innobles e inexcusables menesteres del cuerpo. Las dos señoritas mayores no le perdonaban la acusación al alma de don Carlos Alzamora y la recibían con cierto tolerante desdén. Aún sentía el pulso algo alterado; estaba con las coyunturas flojas. Salí bastante enmagrecido de la enfermedad; de vez en cuando experimentaba un extraño aturdimiento. En estos instantes sentía mi alma deshilachada como un lienzo podrido y me dominaban ansias de renunciación. Delmira era mi paño de lágrimas, adivinándome los deseos, procurándome alivio. Tuve intensa gratitud por los que se preocupaban por mi salud. Don Flor se condujo con inesperado compañerismo. Segundo se presentaba, tímido, y casi siempre decía: —Yo me alegro mucho que se mejore. Don Oscar vino dos veces a saber de mí. También vinieron muchos peones. Todos decían que no contaban conmigo, que me vi a las puertas de la muerte. Clamaba constantemente por agua. ¡Y luego el martirio de figurarme que me quemaba vivo! En la convalecencia, sentado en mi sillón de descanso, recibía con una sonrisa a los visitantes. Juan Pedro me distraía de zozobras con su ingénita festividad. Cuando Manuel me trajo un mensaje del Viejo, lo recibí con el corazón. Lo más curioso de todo esto es que nadie se acordaba de localizar a los míos. Mejor fue así. Se me saltaban las lágrimas al pensar en mi madre; pero debía mostrarme fuerte. Además, las solicitudes de las señoritas me hacían olvidar las cariciosas manos maternales. Por momentos me figuraba que mi vida se detenía... Sin embargo, debo sentirme satisfecho. ***

Poco a poco fui metiéndome en el cañaveral; reconocí el celo desplegado por los caporales. Don Florencio intervino en la dirección también y las cosas andaban en orden. Doña Lela estaba continuamente llamándome la atención. ¡Mucho ojo con la nube puesta! ¡Mucho cuidado con pasar caliente bajo árboles de sombra pasmuna!5 Era una continua preocupación por mi salud que yo sabía agradecer profundamente. Muy pronto, sin embargo, me hallé como antes aunque con menos ánimos. Sobre el filo de los acontecimientos mis entusiasmos agonizaban. Sólo un milagro de voluntad firme los vencería. Menos mal que el razonamiento especulativo venía en mi ayuda. «Fusila ese hereje que hay en ti, que te niega». Así me propuse hacerlo enfilando mi voluntad a vencer todos los obstáculos. En los primeros días vigilaba la labor desde la sombra de los árboles. No me aventuraba al círculo de fuego. Allí se debatía la peonada, agotándosele la sangre en las venas, quemándosele las glándulas vitales. Era una lucha bárbara. Debido a esa lucha bárbara es que se sienten sin ánimos para otros combates, acaso. Agotan todas las fuerzas debatiéndose en el círculo de fuego que les acosa sañudamente. En el trópico hay momentos en que el clima empuja a la gente a la sombra, al sueño, a la lasitud. En esos momentos se precisa tener mucha necesidad o una voluntad fuerte para continuar en la faena. Por eso no me quise mostrar cobarde. ¡Yo no podía ser un despedido del clima! De vez en cuando se presentaban inesperados aguavientos con descargas eléctricas. Se anunciaban tempestades y a cada momento se recibía un comunicado del Negociado del Tiempo. Era la época revoltosa. Sin embargo, los peones no se amilanaban, sobre todo los que trabajaban por ajuste.6 Se les veía arando bajo viento y lluvia expuestos a la fulminación del rayo. Había mucha gente desocupada, pues la siembra no proporcionaba tanta ocupación como el corte. En frente de las tiendas se estacionaban grupos de mocetones a jugar con bolitas de vidrio como los rapaces. Era el tiempo muerto, el terrible tiempo muerto,7 sombrío como un mar de aguas negras. ¿Cómo vive la peonada durante ese período? No se sabe. Alguien —un jíbaro optimista y religioso— me dijo un día que «para vivir sólo se necesita respirar». Pero tal afirmación no pasa de ser un reto quijotescamente heroico

a la situación. Admiré la heroicidad anónima de aquel jíbaro paliducho y sonriente y le busqué acomodo en las ingratas faenas del desyerbo. Se merecía un premio tan levantada actitud. Pero, me consta, no «solamente se necesita respirar para vivir». En el mar tenebroso de este tiempo muerto sólo se ven barcos espectrales. A tal se reduce esta vida trágica. El hambre y la uncinariasis chupan en los exhaustos organismos. La miseria de los harapos denuncia la dolorosa timidez. Sobre las cenizas del fogón bien que pueden pasar las culebras... ¡y ese llanto inquietante de una niñez desvalida! A cambio de lo mucho que quita, la caña da poco. Hay algo más que ruido de lloro en el acto de chuparse unos cañutos de cañamiel... *** Ya para medianoche se desencadenó la tormenta.8 ¡La tempestad! Avalancha de caballos desbocados que nada puede aguantar. De los horizontes salía su relincho salvaje y su piafar atronador. ¡La tempestad! Su furia lo pisa todo, nada respeta en su carrera espantosa. Muy pocos habían abandonado sus bohíos, confiados en que «Dios no nos va a enviar tal cosa de noche, en la oscuridad». Y cuando se desató la ventolada, cundió la hora de buscar refugio. Cuando el viento soplaba furiosamente, me levanté, me vestí, me calcé las botas y me puse a aguardar sentado en la cama. En estos momentos subió Chelores. Detrás de él llegó un grupo de vecinos. Las señoritas abrieron la puerta de entrada a la antesala y los invitaron a entrar. Estaban azorados y vacilantes. Y mientras afuera se oía el pavoroso rugido, ellas rezaban. ¡Noche violenta! Consternaba la nocturnal tragedia. Apenas nos hablábamos. Las madres que allí había apretaban a los hijos contra el pecho, en el regazo. De súbito, se oyó un ruido formidable: alguna rama de un árbol caída sobre el techo. Pensé en mis bambúes y en mi cerezo, abandonados en la noche inclemente, defendiéndose con bravura de las ráfagas locas; pensé en los pajaritos sorprendidos en el calor de sus nidos. Tuve un pensamiento de paz y amor para estos seres. Anegábase la casa en agua; sin duda alguna estaba roto el techo. Los hombres cogimos las escobas y nos pusimos a sacar agua en tanto que la casa se estremecía. Hubo un instante en que creíamos que se iba al suelo; tan ferozmente embistió el vendaval. Crujían las maderas; el viento gritaba,

gritaba con furia. De pronto, un estruendo. ¿Qué habría sucedido? Corrimos a la galería, donde no entraba mucho viento debido a estar mirando al sur. El viento soplaba del norte y del nordeste. Nada se veía; tan espesa era la oscuridad. Era un movimiento confuso: gritaban los árboles, gritaba la Naturaleza toda. De súbito, oímos unos berridos desgarradores que conmovían en su desesperación. —Es un becerro que estaba amarrado en el palo de aguacate —recordó Chelores. Quiso lanzarse a la tempestad para ir en ayuda del ternero y fue preciso subirlo por la fuerza a mitad de la escalera, pues se exponía a la muerte. Una hoja de cinc, una rama, una astilla, con la fuerza con que las lleva la ventolada, no perdonan a nadie. Cuando dejó de quejarse el animal, José Dolores exclamó profundamente adolorido: —¡Pobre Ramito! Me conocía y dende que me veía vinir, ya estaba meniando la cabeza. Pasamos una noche llena de zozobras, ajenos a los daños que había causado el meteoro. Ya de amanecida sólo se sucedían, a intervalos, ráfagas esporádicas, no muy fuertes, hasta que por fin amainó. Salimos fuera y donde primeramente nos dirigimos Chelores y yo fue a ver el ternero. El árbol de donde estaba amarrado le había caído encima atrapillándolo; se le salieron los intestinos por el trasero. Tenía los ojos casi a reventar y estaba lleno de lodo. Inspiraba profunda lástima. Vi que Chelores se secaba las lágrimas con el dorso de las manos. Luego, el espectáculo doloroso. Los árboles habían sufrido una flagelación horrorosa; daba pena ver los montones de ramas, el desgajamiento atroz, los troncos supinos con parte de sus raíces al aire. Mis bambúes y mi cerezo quedaron en pie, aunque maltrechos, casi sin hojas. Eran dignos de una epopeya de versos rotundos por la heroicidad de que hicieron alarde. Presentábanse acamados y vencidos los cañaverales. Sorprendíanse huecos en el paisaje, el triste paisaje mutilado. ¡Tremenda mutilación la que sufrió! Una inefable pena se me trepó corazón arriba y me sentí amargado... Los viejos edificios de la hacienda habían sufrido muchos desperfectos. ¡La chimenea, la antigua chimenea que desafió tantos vendavales, el signo de admiración ante el verdor ahora trunco, era un informe montón de ruinas! Me

sentí triste, terriblemente triste. Mis ojos buscaron las chimeneas de las otras haciendas; algunas habían caído; una o dos permanecían erguidas. Eran como una bofetada a la furia de los elementos. Había muchas casas en el suelo, muchas más destartaladas. La casa solariega de los Alzamora estaba en parte destechada, pero no se rindió ante el empuje salvaje. Según iba alzando el día, llegaba la gente a contar desgracias y dolores. Algunos se volvían pronto, llevando aguacates, panas, gallinas ahogadas: los restos del desastre. Oyéronse quejas de desventuras sin nombre, palpitó la dolorosa salmodia del hambre y la desnudez. Llegaron noticias de sangrientos sucesos. En los mismos terrenos de Santa Rosa una mujer fue empujada por el viento a un leganal, donde murió asfixiada. En Los Naranjos otra mujer encinta, que no quiso salir del bohío, fue atrapada por una viga que le desgarró el vientre y la criatura brotó hacia afuera. Las lamentaciones seguían a las lamentaciones. Eran muchos los espeluznantes relatos. Dolorosamente impresionado, salí por la finca. Cañaverales acamados, árboles caídos, destrucción. Regresé pronto a disponer que se abriesen los caminos hasta la carretera pública, la cual estuvo cerrada por dos o tres días. De la Isla llegaba la quejumbre amarga; la prensa se leía ávidamente. Eran páginas y páginas de informaciones sombrías, con cifras aterradoras. Muerte, desolación, desnudez. Todo se unió para abatir a la Isla del Cordero: el viento, la lluvia, la rugidora avenida de los ríos... ¿Nos quiere expulsar el clima? Tan presto se abrieron las carreteras fui a visitar a mi gente. El viento no fue tan fuerte en aquella sección de la Isla;9 por tanto, las pérdidas fueron pocas. Regresé a Santa Rosa muy pronto. En dondequiera se veía un leganal. Junto al pesebre se había formado una charca, en el sitio donde se sacó el estiércol días atrás. La luna, cuyos rayos se filtraban a través de los árboles y guayabos que la circundaban, brillaba fantásticamente en su aguacha infecta. Maravilloso rincón si no hubiese tanta podredumbre. Oíase el monótono croar de los sapos, el agudo rumor de los coquíes, el zurrido del carrao vigilante, la queja lastimera de las putillas. La noche se hacía más triste al pensar en los recientes estragos. El viento movía

las ramas que se quedaron colgando de los árboles y el ruido de hojas secas era un continuo suspirar en la muerte... Durante los primeros días después del cataclismo, la gente aprovechó las panas y los aguacates caídos. Luego el hambre hincó su ponzoña en los estómagos. Era un ataque feroz que cogía a la gente sin defensa. Muchos vivían de milagros. La vecindad se puso hosca y huraña. El pesimismo era una fiera sombría alimentándose de los corazones. Arruinábanse los agricultores; acechaban las deudas; carecían de trabajo los jíbaros. Un día estuve de visita en una aldea vecina. Daba lástima contemplar su aspecto, tan caído estaba su espíritu colectivo. Una melancolía inefable parecía galopar constantemente sobre los míseros tejados. ¡Qué aldea triste! Había una legión de jíbaros dolientes solicitando ayuda del alcalde. Eran seres pálidos, humildes, suplicantes, cansados hasta los huesos. El alcalde no sabía qué hacer: dentro de poco se celebrarían las elecciones...10 Los ilotas acabaron por regresar a las montañas, a sus hogares en ruinas. Los había viviendo en cuevas, en fangales, a la intemperie, después que la feroz ventolada destruyó sus bohíos. Luego, días después, supe que de vez en cuando se despachaban algunos comestibles y alguna ropa vieja. Había caciquillo pueblerino que especulaba políticamente con el misérrimo reparto. ¡Pequeñeces! Hay tanta alma pequeña por esos mundos de Dios... Los mangos empezaron a llenarse de hojas tiernas y rojas. Aquel paisaje, que se veía seco como si le hubiese pasado fuego, se reverdecía. Se enviscaban los ánimos en la política pequeña; olvidábase el desastre. Las líneas más gruesas de los periódicos eran títulos de las manifestaciones de los líderes. Un domingo por la noche, de visita con Juan Pedro en el pueblo, me puse a observar una manifestación y vi las más inauditas paradojas. Por ejemplo: quien enarbolaba la bandera más grande era un pobre diablo con las ropas raídas, casi desnudo en su miseria. Me puse a pensar que bien le daban para un traje las yardas de tela que componían la bandera. A la peonada le preocupaba la política también, dominada por sentimientos imprecisos. Segundo, cuando quería, era centro y eje de estas discusiones y, aunque se mostraba retraído, una que otra vez intervenía en los comentarios.

De un candidato que tenía una sola pierna, postulado para un puesto electivo, afirmó un día con irreprimible dicacidad: —Menos mal que ése tiene una que meter. Los otros meten dos y a veces hasta cuatro. Finalmente, todo se redujo a una farsa. Yo me mantuve al margen de los acontecimientos porque no hago falta a los líderes y porque me asquea esta política de toma y daca.11 Don Florencio Rosado intervino directamente y hasta echó de Palmares a dos pobres arrimados. Y mientras se practica esta política infame, la Patria, desgarrada en el corazón, sangra lentamente... *** Notaba yo que la palidez de Delmira se acentuaba. Constantemente le asaltaban pensamientos sombríos: eran nubes que le oscurecían el sol de su júbilo. Experimentaba anhelos de soledad y apartamiento; sentíase inapetente. Varias veces, en momentos de ensoñación, la pensé mi novia ideal; hasta le alimenté esperanzas de amor, hasta sentí deseos de meterme a salvador como con Sarah... No obstante, me engañaba. Nunca le dije la palabra porque había algo en mí que me lo prohibía. Abrí mi pecho a la comprensión fraternal. Una vez, por un impulso inevitablemente fraternal, puse mi mano sobre su hombro: se estremeció ella, me miró azorada, pero terminó por sonreírse. La dije: — ¿Sabes, Mira? Desde que me enfermé, desde que cuidaste de mí con tanto celo, te he estado pensando mi hermana. Has sido una hermana para mí. No te quisiera ver triste; me duele tu tristeza; ¡haría cualquier cosa por verte contenta! Ella sonrió suavemente, mirándome con fijeza, y yo no sé lo que noté en sus ojos: cariños, renunciaciones, amor, desengaño, gratitud... No sé. Fue un florecer de anhelos y querellas. Silabeó mis últimas palabras: «Haría cualquier cosa por verme contenta, ¿crees que estoy triste?». Rio con alegría desconsoladora y no hablamos más del asunto. Y pensaba yo: « ¿Era que yo quería enmascarar mi ingratitud, mi deslealtad, con ese sentimiento fraternal? ¿Era yo un fementido y vulgar engañador? ¡No, no, mil veces no! ¡No me engaño!». Repetía y repetía la frase y se me angustió el corazón al sólo pensarme desleal con ella, con Delmira. ¡Amo a Delmira con amor noble, libre de impurezas! La siento, ¡por

mi vida!, mi hermana. Pero..., desde su punto de vista de mujer, ¿será este sentimiento fraternal un buen pago a sus solicitudes y cuidados? ¿Qué pensará ella de mí? Un día me invitó a visitar la iglesia. Díjome: —Cuando estabas enfermo hice una promesa que tenemos que cumplir. — ¿Qué me corresponde hacer? —Llevarás dinero en menudo para repartir entre los pobres en el atrio de la iglesia. Francamente, se me subió la sangre a la cara al pensarme repartiendo centavos en el atrio de la iglesia. Iba yo a protestar, pero me dijo: —Tienes que hacerlo. Es una promesa. Así fue que no pude negarme. No sabía yo que ella había prometido vestirse de henequén e ir de rodillas desde la puerta de la iglesia hasta el altar, donde haría una ofrenda floral. Al verla cumpliendo su promesa, tan humilde, tan callada, tan gozosa, encontré que mi prueba era poca cosa. Cuando regresábamos no hallaba palabras con qué expresarle mi agradecimiento. Me entraron deseos inefables de abrazarla y decirle: « ¡Hermana mía!». Me contuvo la presencia de doña Julia. Me hace daño pensar que ella me crea infidente. ¿Por qué me dejé llevar por emociones del instante y no hube de reconocer antes este sentimiento fraternal que me domina? ¿Por qué me dejé llevar aquella mañanita por el corazón a representar el dramita sentimental en el que desempeñó el rol de Sarah sin ella saberlo? ¿Por qué ese afán que me arrastra a vivir en pasado como si yo hubiera nacido fuera de época? ¡Hay momentos en que se me hace cuesta arriba vivir en presente! ¡Me atormentan las contradicciones de mi vida! ¿Me aguarda acaso una celda en el manicomio? *** Días después, al regresar de un viaje a la Central, me encontré a Delmira acostada. Estaba oscureciendo —un anochecer sombrío, estremecido de rumores y temores incomprensibles—. Doña Lela y doña Julia sentíanse muy preocupadas. Cuando me vio entrar en el aposento, ella me sonrió. Se me agolpó una pena inexpresable en la pregunta: — ¿Qué tienes?

Volvió a sonreírse con amargura. Díjome estar cansada, muy cansada... Pocos momentos después salí al comedor; apenas comí. Luego bajé lentamente la escalera y me encaminé a hablar con José Dolores. Me proponía llegar al pueblo más cercano en busca del médico; iría a caballo hasta la carretera.12 Acucioso como siempre, Chelores me preparó la cabalgadura. Seguiría a pie, detrás de mí, para volver con la bestia. Antes de partir di a conocer mis propósitos a doña Lela, que los aprobó. Delmira no quería que trajesen médico, pero ella, doña Lela, opinó que «más vale andar con tiempo». Así fue que partí, a la luz indecisa del novilunio, acosado por un tropel de pensamientos lúgubres. Una hora después regresaba en automóvil a Santa Rosa acompañado del doctor. En esos momentos la enferma sufría una postración dolorosa. El médico la examinó cuidadosamente por unos instantes, estuvo pensativo otros instantes y luego salió a la sala a escribir. Volví al pueblo a buscar una inyección que el mismo doctor habría de ponerle. Regresé pronto. Alrededor de la cama estaban las dos tías y el doctor. En el candelero cubierto de verdete, sobre la mesita, ardía una vela. Junto al candelero palpitaba el reloj pulsera de Delmira, todo azorado como una almita sensible. Silencio, un silencio profundo que agrandaba los ruidos más leves. Por más que quise andar en puntillas mis pasos resonaron escandalosamente en el piso. Ella me miró calladamente, sin sonreír; luego volvió a cerrar los ojos. Yo salí al balcón. Me pareció más honda la noche, más apretada de soledad. Hasta mí subía el perfume de las flores nocturnas. Las estrellas me hacían un llamamiento trascendental. El doctor vino al balcón donde mí; venía a hablarme de Delmira. Antes de decirme nada, elogió la noche, quién sabe para disimular. —El caso de esta niña es de cuidado —díjome—. Está minada por la anemia perniciosa. Tendré que venir todos los días. Aun cuando mejore, tendrá que permanecer en cama durante buen tiempo. Doblemente me sentí apenado por la gravedad del caso, ¡por lo vulgar de la enfermedad! Fue un desconsuelo enorme oír nombrar la palabra anemia. Compadecí de todo corazón a la enferma y rezongué: —Pero es remediable...

—Trabajaremos sin descanso. Me sentí mordido por la equívoca afirmación del médico. Le miré de hito en hito y él añadió ambiguamente: —Creo que puede remediarse. Nada dije. Me quedé pensativo y me tomó por sorpresa su saludo de despedida. Llegó alguna gente vecina; la casa se llenó de cuchicheos y de comentarios a sotto voce.13 Fue dolorosa la primera noche de su enfermedad. Detrás de las puertas el viento hacía el pregón de mis penas. Al otro día Delmira amaneció bastante mal; fue preciso ir muy temprano por el doctor. Di órdenes a los caporales para que atendiesen más el trabajo mientras yo me brindaba a servir a la enferma con devoción. Quería reciprocarle los afanes y solicitudes que me dispensó cuando yo era el paciente. Cada hora venía yo a saber de su estado de salud y a veces me quedaba varios minutos. Por la noche me acostaba tarde; una madrugada, como a las dos, tuve que ir al pueblo. Doña Marta, una señora muy simpática y agradable, la mamita de la enferma, se quedó en Santa Rosa. Iba al pueblo una que otra vez para regresar en seguida. Me conmovía la extremada solicitud de doña Marta para su hijita. Apenas hablé con la señorita Duval. No quería hablarle; rehuía sostener una conversación larga con ella. ¡Qué saludable y lozana esta gallega teórica, como decía Juan Pedro aludiendo a su cariñoso apodo! Sería buena madre para unos hijos hermosos. Muchas veces he pensado en mis hijos futuros; me preocupa la suerte de los que serán «carne de mi carne y huesos de mis huesos».14 ¡Yo no quisiera tener hijos tristes y enfermos! El solo pensarlos así me llena de pavor; ¡es una tortura oír el llanto de un niño triste! Preferiría no tenerlos nunca antes de echarlos a sufrir al mundo. ¡Yo no quisiera contribuir con mi sangre a una humanidad caída! Delmira sufría postraciones constantes. Un día, ya al anochecer, estábamos solos y nos mirábamos sin decirnos nada. De súbito, ella cerró los ojos y se quejó. En un impulso fraternal de protección y simpatía le pasé la mano varias veces por la frente. Bisbisé: —Mira... Hermana...

Ella volvió a abrir los ojos en una mirada interrogante para luego hablarme arrastrando las sílabas. Cualquier rato se quedaba en uno de esos vahídos. «Todo le bailaba a los ojos y después no sabía nada más». Traté de consolarla. Ella añadió: — ¿Prometes hacer lo que te diga? Moví la cabeza afirmativamente. Ella pidió: —Saca una libreta de debajo de la almohada. Obedecí, silencioso. — ¿Me prometes quemarla sin abrirla? —Te lo prometo. —Júralo —y me enseñó un crucifijo de marfil a su cabecera. Obsecuente a su mandato, juré. Sólo pensaba en ella y nada más. Ella prosiguió: —Hermano... Tornó a cerrar los ojos. Volví a pasarle la mano por la frente y sentí gozo en el dolor porque ella pronunció la palabra hermano. Me tocaba en el corazón como con una varita mágica. Sentí ansias de correr por los campos anunciándoselo a los árboles, a las yerbas, a las flores, a los pájaros... ¡Delmira, hermana! No me engaño: me parece que tía Josefa vive en doña Lela y en doña Julia. *** ¡Quiero confesarlo todo! ¡Nada debo ocultar! ¡He violado un juramento! Una curiosidad terriblemente humana abrió el diario ante mis ojos. ¡No pude evitarlo! ¡Qué me importa que el faltar al juramento me lleve a los martirios más horrendos del infierno si es que existe! ¡No me importa! Cuando iba a prender el fósforo a su cubierta empapada de gas no pude dominar el deseo de ver, de penetrar en el misterio. Con manos trémulas abrí las páginas y entré en la leyenda como en un mundo misterioso. Experimentaba un embrujo invencible cuando me dejé llevar por la curiosidad... ¡Estaba escrito que habría de suceder así! Me he sentido amargado al leer el diario de Delmira. Comienza al día siguiente de mi llegada a Santa Rosa; así lo proclama la fecha. «Esta mañana sentí que él (en todo el diario no me llama por mi nombre) me miraba

insistentemente. Yo no lo miraba, pero sentía la fuerza de su mirada. ¿Por qué me mira así?» Por las páginas amarillentas del diario pasa Delmira como una visión, envuelta en la blanca túnica de un gran cariño. Llora y ríe y sufre y goza. Pasan las sombras: lágrimas, quereres truncos, dolorosos sentires, desengaños, renunciaciones, regocijos... Su corazón de mujer que ama es una lamparita milagrosa que ilumina la leyenda. Hablaba de mi enfermedad, de aquellos días dolorosos «de vigilias e inquietudes». «Las horas me parecen terriblemente largas, pero la Virgen escuchará mis ruegos». Nunca he podido soportar el sentimentalismo insincero y hasta odio ciertas palabras del diccionario que... ¡aprendí a amar cuando leí el diario de Delmira! Me conmueve la tragedia que palpita en las páginas porque sé que los suyos son sentires íntimos. Sus últimas líneas trataban sobre las palabras mías que la proclamaban mi hermana. «Hoy me ha llamado hermana y sentí deseos de reír y de llorar. ¡Me ha llamado hermana! Desde hoy renuncio terminantemente a... ¡Soy su hermana! Quiero acogerme a la sombra de su cariño». Me admira la forma en que asimiló mis ideas y hasta mis frases. Según decía buscaba comprenderme «en el alma y en la vida». Por eso mis palabras eran «pan para su espíritu, lluvia fresca para su corazón». ¡Quería amarme «hasta en las pisadas»! ¡Ciertamente que no merezco tanto amor! *** La enferma mejoró, pero, por consejo médico, había de estar en cama por unos meses. ¡Por unos meses! ¡Es un martirio! La pobre está muy desmejorada. Después que tuve conocimiento del contenido del diario entraba tembloroso en su aposento; sin embargo, no quise darle a comprender que lo había leído. Un día ella me preguntó: — ¿Quemaste los papeles? Mentí: —Los quemé. Y hube de hacerlo. ¿Por qué me eligió a mí para quemar los papeles? ¡Confía en mí!, me consolé pensando. *** Hoy, este claro anochecer, experimenté raras inquietudes. Después de

hablar un rato con Delmira salgo a caballo por los campos. ¿Hacia dónde? Hacia cualquier sitio. La noche, las estrellas, la luna, los árboles, todo me llama. Sentíame dominado por unas ansias invencibles de vagar por todos los senderos. Andar, andar. A veces me entra locura de caminos; mi alma trashumante quiere irse. Es una extraña enfermedad. Voy hacia la sierra; cualquier luz me prende un anhelo inefable en el alma. ¡Sierras azules! Me llaman con voz aprendida del cielo: es un reclamo que me subyuga... ¡Sierras azules! ¡Cuántas veces me han trastornado los vehementes deseos de huir de los trapos de la civilización para quedarme entre tus bejucos, entre tus breñales, entre tus rocas! ¡Cuántas veces he soñado renunciar a esta miserable vida de turistas en nuestra propia tierra! Huir de nuestros alardes infantiles, de nuestra existencia superficial, de nuestra miseria insular, de nuestro desfile carnavalesco... ¡Sentimos un goce de andar disfrazados en nuestra tierra! Escucho la llamada de la sierra... Quiero irme; mejor, regresar a lo que es mío en espíritu. ¡Quiero arrojar el lastre de esta vida de abalorios y baratijas! ¡Quiero entrar en ti, Patria, sierras, cumbres, árboles, cielo, valles, pájaros, albahaca, yerbas, prados, paisaje! ¡Hasta querría renunciar a nuestro cristianismo estéril y desolado! Necesito entrar en confidencia con la piedra, con la quebrada, con la florecita, con el bejuco... Hacia allá, hacia la soledad agreste voy. Mi caballo no corre, anda, soñoliento casi. Algún viandante que pasa se me queda mirando y no comprende; la gente se asoma a las puertas de los bohíos y curiosea en la penumbra. «Lleva el caballo gastado», dicen. Las herraduras de mi bruto chacolotean en las piedras de la pendiente. Al llegar a la cima aguanto las bridas, me detengo a otear cumbres bañadas de luna. Hay luces: son los hogares de los campesinos. Hasta mí llega un cantar: una madre duerme a su niño. Viene de lejos el cantar y vuela hasta mí, cansado, triste, doliente, como si lo oyera entre sueños. Me imagino que el arrullo es para mí; me apeo del caballo, lo aseguro a las matas de orilla y me echo en el suelo, en un césped que invita a amar intensamente. Y cuando muere el cantar en la distancia, mi alma se queda viviendo en un mundo que percibo: luna muy luna, nochecita clara. De súbito, voces, ruidos; me puse en pie. Eran una mujer y dos niños. Ella inició un saludo temeroso; al ver el caballo retrocedió. Soltó contra las

piedras algo que traía en el cuadril; era de cristal la vasija y se rompió. Percibí un fuerte olor a ron malo.15 Me le acerqué a la mujer, que se quedó petrificada, y la reconocí. ¡Era la viuda de Ventura Rondón! Los chicos se apretaron contra ella. — ¡Don Juan Antonio! Creí que era la polecía. ¡El susto que mi ha dado! — ¿Y qué hacía usted? Me lo dijo todo. Para poder vivir se dedicaba a sacar ron, allá, entre unos cantizales del abra, en la boca de una cueva. No iba a dejar morir de hambre a los chiquitos. No fue poco lo que sufrió con aquel que se «jinchó y se puso como un tayote». Se refería al Buda, «que se fue detrasito de Ventura». —Ahora mesmo acababa de escurrir el alambique y llevaba esa demesana pa la casita. Buscó con la vista los vidrios de la damajuana e hizo un gesto de arrepentimiento por haberla tirado. ¡Pobre mujer! Saqué unas monedas para pagarle las pérdidas; me dio las gracias, conmovida, alejándose con los chiquillos por delante. Quise regresar. Monté mi caballo y volví las riendas hacia Santa Rosa. *** Rosado vino una tarde a Santa Rosa a ponerme en conocimiento de las disensiones habidas entre dos jefes de la Central. Se trataba de don Oscar y don Carlos, éste último jefe de cultivo. Don Flor no me habló claro del asunto; sin embargo, por unas palabras pude entender que él mismo estaba metido en el lío. Me habló del arriendo de Los Naranjos, de la honradez de don Oscar, y echó pestes contra el jefe de cultivo; pero nada definitivo pude sacar en limpio. Me informó que desde las oficinas de la Central en San Juan habían llamado ya a don Oscar, que luego llamarían a don Carlos. Nada quise averiguar; me dispuse a esperar los resultados. El Rosado se despidió diciéndome que de ésta «o me echan con don Oscar o me pongo las botas; hay que quemar las naves, como Cortés». Yo había observado ciertos procedimientos que me tuvieron mala espina, pero permanecía callado porque realmente no me importaban. Debido a los daños causados por la última tormenta, la zafra comenzó un poco tarde aun en la misma Central. Pasaron los días de Navidades y no empezaba el corte ni en Palmares ni en Santa Rosa. Hubo mucha arranquera

durante los días de fiesta. Alguna gente se empeñaba en fabricar un regocijo que no existía. No existía el gozo de antes. Vi a María Luisa de nuevo en el barrio y me saludó con una sonrisilla y un gesto agresivos, como diciéndome: « ¡Embustero!». Me sonreí al recordar las mentiras que le conté aquella noche en casa del hermano de doña Flora. Después de todo, la vida está llena de mentiras y no tengo por qué arrepentirme. Aquella noche yo no me lancé a defenderme del ataque de ella cuando me llamó mentiroso; tácitamente lo admití. En estas Navidades no salí a ningún sitio. No valía la pena, según de dolorosa estaba la situación. Parecían responsos los villancicos y los cantares de los parranderos; el ambiente estaba preñado de sobresaltos y preocupaciones. Era verdaderamente trágica la crisis. Cuando entró la zafra hubo un poco de esperanza; se ganarían unos centavos para ir viviendo. Fue un alivio para los pobres, aunque el jornal era reducido. Abrumaba la enorme tristeza. Daba horror dejar correr la vista sobre los títulos de los periódicos. Todos los gremios se debatían en una intranquilidad aguda, por lo que la Isla daba la sensación de un semillero de angustias. En donde quiera se oían quejas. Ciertamente, ¡era un horror! Uno de aquellos días, temprano en la mañana, se presentó don Flor en Santa Rosa. Venía trastornado de júbilo a traerme la noticia. La noche anterior había estado don Oscar en Palmares a decirle que el jefe de cultivo había perdido y que ya estaba fuera de servicio en la Central. A él, a don Flor, se lo llevaban a un puesto de más confianza y de más sueldo en la misma Central. —Probablemente don Oscar venga mañana por aquí, según me indicó. ¿Qué te parece, Juan Antonio? —Magnífico. —Nací para mandar, Juan Antonio. Eso está en la sangre, ya lo dijo don Jenaro. Don Jenaro tiene pico de oro. Te aseguro que mi árbol da buena sombra. —Me dicen, don Flor —le dije en son de broma, que él acabó de celebrar riendo a mandíbula batiente—, que en ciertas partes del mundo hay cierto árbol de fresca sombra maligna. El que se sienta a su sombra a descansar fatigas, sale enfermo. Para mí tengo que la sombra de su árbol no pertenece a

esa clase, ¿verdad, don Flor? —¡Ya lo creo que no! —y rio con su risa de vientre. Reí también. El buen don Flor no cabía en el pellejo. Por el más leve motivo enseñaba su dentadura helgada. Ciertamente triunfaba. Antes de retirarse dijo de sí mismo: —El buen paño en el arca se vende.16 Sólo con los trapos se sale a la calle. Luego se fue a reventar de satisfacción, todo inflado de orgullo. Quién sabe si algún día oiga yo decir que la fábula de la rana y el buey17 fue escrita expresamente para él, porque así son las cosas del mundo. En cuanto a mí, bien sé que tengo mis vanidades. Aquel día me dio un vuelco el corazón porque presentí la posibilidad de un ascenso con la ida de don Flor. No es de extrañarse que sea yo quien viva la fábula. A veces —casi todas las veces, mejor— uno se deja arrastrar por pequeños orgullos y vanidades. Viviendo en este pícaro mundo es una falsedad eso de estar «seguro de sí mismo». Más que otra cosa, los hombres inventamos engaños y vivimos engañados y engañando. Por fin, un sábado llegó la noticia: se iba don Florencio. Don Oscar de Mendoza vino personalmente a Santa Rosa a hablarme del asunto. Se me mostró abiertamente cordial y me dijo que ahora iba yo a demostrar lo que sabía. Se me nombraba para dirigir los trabajos de las dos colonias a un tiempo. Al otro día, domingo por la mañana, llegó don Florencio a Santa Rosa. Venía a aconsejarme. Ahora que estaba yo en vísperas de hacerme cargo de las dos haciendas, lo escuché religiosamente. Entonó la cantilena de siempre. —Ve con cuidado, Juan Antonio. Nada de sentimentalismos. A ellos, a los peones, no les des ni un chispito de ventaja. Son unos bribones, capaces de perder a cualquiera. Hazles ver que llevas un capacete, un revólver y botas; sobre todo que llevas..., tú sabes. Noté con sorpresa que el corazón no protestaba de las palabras. En otro tiempo habría protestado. No obstante, me di perfecta cuenta del odio de Rosado a los humildes; era la llamarada que le consumía. Mañana se iba el misántropo, así fue que le prometí visitarlo esta misma tarde. Me puse a imaginar mis nuevos deberes y ya me sentía inflado, casi

tanto como don Flor. Una cosa me llenaba de pena: según me ordenó don Oscar, debía residir en Palmares, por ser un sitio más accesible a las visitas de los jefes. Hube de acceder —era terminante la orden de Mendoza—. Cuando se lo hice saber a Delmira la muchacha se sonrió con inefable desconsuelo y yo me apresuré a prometerle que vendría a menudo, todos los días si posible. —Mucho más ahora que estás acostada. Todos en la casa lamentaron mi salida. Las muchachas, muy conmovidas, me dijeron que ya me sentían como a un sobrino; les conté de mis predilecciones por tía Josefa. «Va a haber un vacío enorme en la casa», según me dijeron. Sinceramente, sentía dejar este aposento acogedor, con su amable ajuar y su ventana, a través de la cual tantas veces me asomé a oír el rumor del viento en la cepa de bambúes, por donde sólo me bastó alargar una mano para coger rojas cerezas que exprimí, goloso, entre mis labios; desde donde veía bellos ramilletes de flores y contemplaba el cantizal y los breñales. ¡Sinceramente sentía dejar este callado aposento! Parecíame que la amplia escalera de ladrillos se abría en llanto... ¿Y por qué? ¿Me iba para siempre? ¿Acaso no disponíame a venir frecuentemente a Santa Rosa? Yo no sé si fueron las palabras de doña Lela las que me apesadumbraron: —No nos olvide, Juan Antonio. Todo me sonó a pasado bueno que irremediablemente no volverá a vivirse. ¿Por qué se empeñaban todos en ponerme triste? El mismo Chelores me habló con voz temblorosa como si yo fuese a emprender un viaje sin regreso. «No te quedes por allá. Déjate ver». Chelores no era el hombre jubiloso de antes. Hacía semanas que lo notaba melancólico. Me fui para Palmares. No sé cómo me acostumbraría en esta casa grande, sin que manos amigas de mujer me atendieran. Rogelio Martínez, el listero de las colonias —un joven de pueblo, chistoso y alegre, muy amigo del jolgorio cuando disponía de tiempo—, y Rafael Vega, el mayordomo principal —un hombre rubio, solterón empedernido, alto, enemigo de la charla—, entraron a habitar conmigo la casa de Palmares. Vega es muy diligente; se levanta temprano y parte a caballo hacia Santa Rosa. En cuanto a Rogelio, éste se pasa yendo de un sitio a otro. Llega hasta La Monserrate y Los Naranjos. María, una mujer aindiada, viejola, un poco habladora pero muy servicial, nos prepara la comida. Llega a la casa poco después de salir el sol, casi

siempre acompañada de algún nieto. El mismo día que me trasladé a Palmares, por la noche, vino a visitarme don Oscar. Me dijo: —Usted es joven, graduado de Colegio y necesita abrirse paso. Si en mis manos está proporcionarle los medios, puede contar conmigo. En su quehacer ha sido bastante eficiente y se hace acreedor a mi consideración hasta tanto esté cumpliendo su deber. Le di las gracias. Tengo que confesar francamente que me tocó las fibras de vanidad; así fue que él encontró campo propicio para exponerme sus puntos de vista sin titubeos. Por lo que yo pude colegir, existía cierto contrato colusorio, de palabra, entre él y don Flor, para incluir en las nóminas de Palmares ciertos pagos de jornales de Los Naranjos. El listero estaba de acuerdo. Comprendí al punto la trama. Don Oscar utilizaba dinero de la Central para pagar peones personales suyos que le trabajaban en los cañaverales de Los Naranjos. Lo hacía valiéndose de la complicidad o tolerancia de gente protegida por él. Más tarde he sabido que la enemistad de don Oscar y el jefe de cultivo tuvo relación con este asunto; pero el administrador ganó el caso ante los superiores. Cierto que la intemperancia de don Carlos lo perdió; además, don Oscar había sabido captarse la confianza absoluta de los jefes. Alguna gente me ha contado por lo bajo ciertos actos de Mendoza en beneficio suyo; yo no he querido darle crédito a tal noticia, porque soy enemigo de meterme en asuntos ajenos aunque ahora me veía metido en el asuntito de Palmares y Los Naranjos. El mismo don Flor me dio a entender algo con sus reticencias y su inveterado afán de chismear. Aquella noche don Oscar se mostró muy expansivo. Pretendió no darle importancia al asunto por creer hasta natural que se incluyan jornales de allá en las nóminas de Palmares. Combinan los pagos «para abreviar trámites de administración». Le daba cierto sabor de inocencia a las palabras, pero —me guardé de expresar mi opinión— estuviéronme infantiles muchas de sus palabras. ¡Todo era natural! Claro, «es preciso guardar silencio, pues las malas lenguas no paran mientes18 en desgarrar honras del prójimo». Por eso me recomendaba silencio, si no para él sería igual que lo supieran. Me habló de los falsos testimonios que quiso levantar en su contra don Carlos, calumnias que se estrellaron ante su honradez. Él no abusaba de su

puesto; sus obvenciones eran pocas cuando en sus manos estaba el hacer lo que otros hacen. Pero él era muy escrupuloso en sus cosas. Yo no sabía qué pensar de esta actitud de don Oscar. Me pareció muy pequeño con sus triquiñuelas y hasta pensé en la estatua de los pies de barro...19 Sutilmente hizo recalcar que mi puesto se lo debía a él, para luego extenderse en otras consideraciones, echando pestes en contra del Tesoro Insular «que nos hace víctimas de las más terribles exacciones». De los precios del azúcar, mejor era no hablar, porque ya los estaba llevando a la ruina. No me pidió parecer respecto al «asunto de Palmares y Los Naranjos». Sus palabras eran una orden explícita: un subalterno debe obedecer el mandato de un superior. Sentíame dispuesto a acatar las órdenes del jefe en cuyas manos estaba mi porvenir. Cuando él fue a salir me deseó éxito en mis nuevas gestiones, de las cuales sabría tomar buena cuenta la Administración. Ya definitivamente a cargo de las dos colonias me sentí más importante, más jefe. Tuve cierta idea confusa de caballero feudal. Ahora estaba más cerca de don Polo, pero —ahora menos que nunca— persistí en la firme decisión de no visitarle. «No vive en el mundo, y, a lo mejor, si le acompaño en sus correrías fantásticas voy a salir extraviado. Que se quede con sus sueños y con su locura en su sillón de ruedas». Me sentía más dueño de mí mismo en Palmares; experimentaba un orgullo invencible al recorrer diariamente tantas cuerdas de terreno. Auné mis entusiasmos dispersos; resurgieron mis ánimos. Reté a duelo mortal al hereje que dentro de mí mismo tramaba apoderarse de mi voluntad para negarme. Me sentí pugnaz, extrañamente exaltado, experimenté regocijo por la ardidez recobrada. En buena hora se me puso al frente de las dos haciendas. Me lancé a la lucha, casi rabioso, firmemente, a contrarrestar el ataque tenaz de mi invisible enemigo del cañaveral. Disponíame a no poner reparos; en tiempos de guerra no hay misa. ¡A luchar! Era preciso no doblegarme. ¡Sería una vergüenza declararme vencido! Mis ojos recorrieron los cañales y mi orgullo galopó bravamente sobre el verdor. Me apresté al combate, impulsado por mi amor propio. ¡El cañizar no me expulsaría! Mis instintos de lucha fueron lanzas puestas al servicio de mi causa. Sentía la loca galopada de los entusiasmos atropellando a los fieros

soldadillos que la nolición echaba a combatir. Opuse una resistencia pertinaz a los sentimentalismos que se propusieron echarme a perder. La egolatría puso en mis manos un escudo. Me sentí asombrado de haber sido pusilánime. ¡Luchar! Hervoroso el espíritu, impávido, emprendí el ataque. Fue una súbita embestida en contra de mis enemigos. ¡Vencería! ¡Estaba dominado por ansias de triunfo! Cada vez que trepaba a una loma contemplaba los cañaverales lentamente y mi espíritu era una bandera de luchas que flotaba al viento. Pensaba en ellos, en los trabajadores, en la peonada anémica y desnutrida y me encogía de hombros. Desde la distancia los veía empequeñecidos. En la inmensidad de la tierra eran microbios que arañaban rabiosamente el suelo, que diezmaban los cañaverales con el único propósito de servirnos. La nueva zafra había empezado sin incidentes desagradables. Segundo hacía labor anónima, sin ruidos, y llegué a convencerme que «no se metía a salvador porque los salvadores salen crucificados». Acaso sería cierta su decisión. El año entró seco; esto facilitaba la transportación. Según las cábalas de los viejos, éste iba a ser un año seco.20 Verdaderamente hacía unas semanas que no llovía. Las yerbas y las plantas estaban amarillentas, polvorientos los caminos. En el barbecho pastaba el hatajo de bueyes enflaquecidos y melancólicos. En las tardes se recogían las colas de las cañas para llevarlas en carretas a los cercados. Los bueyes las mascaban lentamente, ceremoniosamente. De los cañaverales pasaba algún peón chupándose un pedazo de caña... Unos días después de haberme instalado en Palmares, Balbino le hizo unos cuantos disparos a Lope. Soltrén había encontrado a Lope conversando con su mujer en unos platanales cerca de la casa. Sin pedir explicaciones sacó el arma. El intruso echó a correr; sólo así pudo salvarse de una muerte segura. Una bala llegó a herirle en el hombro. Balbino dio una tunda de bofetadas a la mujer y luego juró matar al otro. Pero aquella misma noche desapareció de la comarca, expulsado por el cañaveral, siguiendo la suerte de su propio hermano fugitivo. Dejó a los suyos solos para que se valieran por sí mismos: nada quería saber de esta mujer. Todas las mujeres habían sido un trago amargo para él.

Lope no denunció el caso porque la mujer, temerosa, se negó a servir de testigo. Hubo de paliarse el incidente. Después de todo, aunque tuvo que correr, Lope se sentía orgulloso de sus conquistas, de su irresistibilidad para las mujeres, porque «desde que abrió el ojo a la luz pensó en ellas». Eso dice él con su sonrisa de malo. La gente cuchichea al verlo. Y su fama de guapo se ha ido aminorando; ya el vanistorioso caporal transige una que otra vez. *** Iba yo a inspeccionar un trabajo de siembra que se efectuaba en el extremo de la finca Palmares, muy cerca del antiguo ausubal. Faltaba poco más de una hora para el mediodía. Hacía mucho sol; llamaradas del círculo de fuego. Al subir un cerro que está detrás de la casa de los Moreau me detuve. En la lejanía, la cinta azul del mar confundíase con el cielo añil. Algodón viajero de las nubes. El paisaje parecía padecer de insolación bañado su agónico verdor en el amarillo adurente. El terreno se retorcía en sinuosidades, hondonadas, lomitas. Hacia el sur la sierra erguía sus cerros azules. Palmares. En el cañizar lindante con la carretera se efectuaba el corte. Veíanse muy pequeños los peones, pegados como una moviente gargantilla a la guardarraya. Eran cuentas vivientes,21 pasadas por el mismo hilo de la esclavitud. Más acá, a los pies del cerro desde donde yo atalayaba, veíase el arbolado de la hacienda. Entre árboles, el caserío. Dos días atrás habían caído unas lloviznas y las flores de los cafetos estaban abiertas. En el fondo oscuro de la sombra, bajo los altos bucares, mocas y guamás, se tendía la blancura del cafetal. A pesar de la seca, la floración vernal no se detuvo: los robles exhibían sus flores lilas, florecían los bejucos, sangraban en los pastos las amapolas silvestres. De súbito noté que un jinete salía de detrás del arbolado y se detenía a saludarme con la mano. Era Josefina. Montaba un hermoso caballo negro; lucía un ancho sombrero de cogollos adornado con una cinta roja. Bajé la pendiente en dirección a la muchacha. Ella me recibió muy regocijada y me dijo: — ¿Qué miraba desde allá? —El paisaje. Todavía no acabo de civilizarme. El apiñamiento de casas me aprieta sin piedad. Quisiera estar corriendo a caballo tres o cuatro horas sin

encontrar una casa. ¡Es tan pequeña nuestra Isla! A veces me figuro que uno vive como los cobos... Ella rio alegremente. Proseguí: –Me gustaría vivir en un país ancho, es verdad; no obstante, créame, soy muy puertorriqueño. Puertorriqueño medular, sin deseos de vivir a lo turista en su propio país. No me llama la atención eso de comfort. Prefiero un buen caballo; una casa venerable de ausubo y moralón, con techo a cuatro aguas, amplio balcón, resistente; una mesa criolla; un rinconcito solitario de la quebrada entre bejucos floridos… Sin embargo, tengo que vivir como los demás. Quién sabe algún día –cuando no dependa tanto de los otros– pueda yo lograr mis deseos. Ella volvió a reír, complacida. Estaba bella, verdaderamente bella la muchacha, con su traje y montadura de amazona, con su cutis sonrosado por la vida al aire libre, con sus ojos elocuentes, con su sombrero de amplias alas, cinta roja y adornos de amapolas silvestres. Tiene fama de buen jinete; se afirma en los estribos con mucho donaire. Rebosa salud y parece hija del sol y de la brisa campera, firme el busto, con inconfundibles muestras de vigor. Muy digna de ser cantada en églogas triunfales. – ¡Está usted muy bonita! –le dije sin poderme contener. Haciendo gala de su delicioso dejillo respondió: – ¿No le desagrada verme con este traje? – ¿Por qué? Se ve muy interesante. –Sin embargo, el otro día Segundo me dijo que no me veía bien. No pude evitar la ira; no obstante, pensé que no debería tomar en cuenta a Segundo. ¡Un peón! Mis prejuicios tradicionales me dijeron: «¡Es un atrevido ese peón! El solo mirarla es ya un atrevimiento». Arrugué el entrecejo y como que le pedí explicaciones cuando rezongué: – ¿Segundo? –Sí, ese muchacho que vive en casa de don Polo. Es lo más interesante. El otro día estuvimos hablando en casa de los Perales de unos libros socialistas y le digo que hasta me sorprendió con sus ideas. – ¡Pero es un peón! –Y pudo haber sido otra cosa el pobre. Tiene inteligencia para ser otra

cosa. Es un muchacho inteligente. Me mordí los labios. Pregunté, sombrío: –¿Es verdad que está enamorado de usted? (Eso me había contado la cocinera un día.) Ella me miró, sorprendida como diciéndome: « ¿Y usted me pregunta eso?»; no obstante, respondiome tolerantemente: –Bueno, después de todo, no sería nada extraño. – ¿No le sorprendería? – ¿Por qué? Tiene sentimientos como todo el mundo. Cualquier hombre puede enamorarse de una. Todo está en que una sepa a quién corresponder. –No sabía que tenía ideas tan raras. – ¿Raras? ¡Oh, no! Muy naturales. ¿No tiene un corazón como el suyo? ¿No es un hombre? –Pero las diferencias sociales… Era yo juguete de los prejuicios sociales; hasta me pareció inaudito que ella pensara así. La muchacha replicó: –Tonterías. Le aseguro que si yo me sintiera inclinada a amar a un hombre humilde lo haría, y, de ser correspondida, me casaría con él. La miré, más sorprendido aún, buscando respuesta a mi pregunta: « ¿Es sincera?» Y sincera la pensé, porque era tranquila la mirada, elocuente el gesto. –De modo que si Segundo… –Si lo amara lo querría. Pero Segundo es un chiquillo, un soñador neurótico. ¿Quiere que le sea franca? He comprendido que él está enamorado de mí, pero a él yo lo trato meramente como a un amigo. Es un amigo mío, humilde e inteligente, algo brusco, eso sí. Tal vez él crea que el único obstáculo es la diferencia social. El obstáculo es que yo no lo querría de esposo. No me gusta, vamos. Me sorprendió la libertad de criterio de la muchacha y acabé por admirarla sinceramente. Imponiéndome a los prejuicios atávicos murmuré: –Quién sabe sea usted la única entre las mujeres de su condición social que piensa así. – ¿La única? Mejor. Yo realmente vivo más cerca de la Naturaleza que de los centros sociales. Se lo digo sin arrièrepensée.22

Y lo decía ciertamente para recordarme que yo aspiraba a vivir lejos de la vida falsa y sin embargo me dejaba dominar por los atavismos. Me sonreí diciéndole: –Comprendo. Comprendo. Tuve que partir en seguida, pues se hacía tarde. Ya en camino ella me preguntó: –¿Cuándo va por casa? –¿Podríamos jugar tenis el domingo por la tarde? –Bueno. Lo esperaré. Aquel día no tuve descanso. Al anochecer me sentía rendido; sin embargo, me dispuse a visitar a las Alzamora. Pero no pudo ser, porque al bajar las escaleras para salir me encontré con don Oscar Mendoza. Fue una sorpresa. – ¿Iba a salir? –No es de apuro. Regresé a la oficina acompañándole. Cuando nos sentamos él encendió un cigarrillo y exclamó: –Vengo a hablarle de un asunto muy importante. –Dígame. –Usted sabrá que la Central tiene compromisos, muchos compromisos con la American Sugar Company. Me habló de la situación angustiosa de la Central que no podría afrontar los muchos gastos. Era urgente hacer economías para evitar embrollos y líos al finalizar la zafra. –Si no resolvemos la situación nos enviarán un receiver, lo cual sería doloroso. Efectivamente. Doloroso sería. Yo estaba dispuesto a hacer lo que estuviese en mi alcance. –Es preciso ser más económicos en los trabajos; creo que tengan que bajarse los jornales. –¿No le teme a una huelga? –Haga todos los esfuerzos por evitarla, y si no, que venga la policía y se coloque otra gente. Hay muchos hombres, usted lo sabe.

Me dio una cifra concreta para rebajársela al presupuesto de gastos de las colonias. ¿Cómo entendérmelas para trabajar con tan poco dinero? Urgía indiscutiblemente la rebaja de jornales. Me azoraba pensar tal cosa; sin embargo, don Oscar insistió y hube de acceder a su petición. Don Oscar siguió hablándome de los egoísmos de la American Sugar Company. Los accionistas principales de la corporación viven en Nueva York; hacia allá emigra el peso nativo. Casi todos sus jefes y empleados son una gente glotona, llena de prejuicios, que vive aislada, excluida de los puertorriqueños como si éstos tuviesen lepra. A sus reuniones sociales, a sus parties, no invitan a los nativos –esta palabra en boca de ellos adquiere cierto descrédito, es como sinónimo de seres inferiores–; no obstante, la llamada élite isleña los invita a sus fiestas sociales primero que a nadie. Don Oscar me habló, apesadumbrado, sobre este asunto. Yo me sentí inflamado de rebeldías. *** Como consecuencia de este plan de economías vino la huelga. Levantábase la llamarada del odio. Era lo que predicaba Segundo: odio al rico. Ciertamente que era muy raquítico el jornal; además, acuciado por don Oscar, me vi obligado a cometer ciertos abusos, los mismos atropellos que le reproché a don Flor. Me daba perfecta cuenta de las injusticias, pero persistía dándoles aliento, todo por quedar bien con don Oscar y asegurarme el porvenir. Trataba de excusarme pensando que la situación lo requería así. Era preciso salvar a toda costa a la Central de la ruina. Después de todo, los peones deberían agradecer que se les proporcionase trabajo en esta hora crítica en que se contemplaban legiones de inactivos.23 Así quise callar los gritos de la conciencia. Me sublevaba la renuncia de Marte; era preciso anular su ingerencia entre la peonada. Estaba yo dispuesto a apelar a los medios drásticos. Hice esfuerzos por desterrar de mí a don Polo. Ahora estaba dispuesto a todo. Sentí que la egolatría se enroscaba a mi vida como una serpiente venenosa. Experimenté ansias de lucha, una actitud agresiva que me asombraba. Llamé a Marte a mi oficina. Ceñudo y desafiante exclamé: –Ha vuelto a levantar a la gente en huelga. –Perdóneme, don Juan Antonio. Más bien me parece que quienes los han

levantado en huelga han sido las injusticias de la Central. Lo dejé conversar. Él volvió a hablarme del derecho que tiene la peonada a disfrutar de la vida del mundo. Era urgente pasar sobre todas las cosas para conseguir la justicia y la libertad. Si había que pasar sobre Dios, fuese en buena hora. Los poderosos de la fortuna quieren hacer de Dios un cómplice de sus planes inhumanos. –La acción del obrero tiene que ser de por fuerza iconoclasta. Se nos acusa de ateos. Es preferible ser ateo antes que esclavo. Si han de apelar a Dios para suprimir la acción del obrero no se cree en ese Dios. Dios es libertad. Por no desacreditar a unos ídolos uno no va a vivir en constante esclavitud. Se pretende engatusarnos con sentimientos teóricos. Es inaplazable la consecución de la libertad. Recordaba yo las palabras de Pepiña: «Segundo es inteligente». Sentí curiosidad de oírle hablar; por eso no le interrumpí. Oía sus palabras con invencible interés, pero sin desarrugar el entrecejo. Envalentonado por mi silencio, él continuó exponiendo sus ideas. Yo aparentaba cierta frialdad y cuando noté que se le había agotado el tema pregunté: – ¿Terminó ya? –Yo no terminaría nunca, don Juan Antonio. Quisiera que se me comprendiese, pero ahora no pienso decir más. –No piensa decir más, ¿eh? ¿Y de dónde ha sacado todas esas majaderías? –Dice el Viejo que no es preciso leer a Marx para saber que al obrero se le explota y que tiene derecho a la felicidad, y tiene razón. ¡El Viejo! Estuve a punto de conmoverme ante el recuerdo de don Polo; fue un sentimiento súbito como un fusilazo. Reí con risa hostil y murmuré: –Don Polo es un chiflado. Segundo abrió los ojos, llenos de asombro. Yo añadí: –Bueno, don Segundo. O renuncia usted a la huelga o no deseo verle más por estos contornos. Le doy veinticuatro horas para decidirse. Conque mañana a esta hora, una cosa u otra. Él salió sin decir más. Mandé por la policía. En caso que se persistiese en la huelga yo estaría dispuesto a substituir a los huelguistas por rompehuelgas. Sentíame envuelto en la llamarada del odio; se me consumían los

sentimientos de justicia. Don Oscar vino a decirme que era preciso terminar con las changuerías de la gentualla. Asentí. En vez de dominar sus impulsos, Marte se lanzó a la propaganda abierta. Unas horas antes de expirar el término que le di para retractarse, reunió a los peones junto al portón negro de Santa Rosa incitándoles a no dejarse tratar como bestias de carga. Hizo alusión a la entrevista que tuvo conmigo el día anterior y me dirigió los más feroces insultos. Esgrimió mordacidades e invectivas. No ocultó más su odio hacia mí. Según lo que dijo merecía yo que se me tratase como a un criminal. Tuvo que intervenir la policía a bajarle de la tribuna. Expirando ya el término de las veinticuatro horas le hice saber que no debía poner un pie ni en Palmares ni en Santa Rosa, so pena de mandarle arrestar. Él me desafió con un gesto oscuro y mordió unas palabras rabiosas. *** Aquella misma noche uno de los policías sorprendió a la viuda de Rondón sacando alcohol y le llevaron el alambique. Ello significaba miseria y hambre para los hijos. Era injusto, después de todo, porque, aunque fuera de ley, trataba de cumplir sus deberes maternales. Fui el primero en reconocerlo así; sin embargo, se corrió el rumor de que había sido yo quien la acusó. No fue así. La gente se dio a encontrarme defectos y ya dejé de ser hombre para convertirme en la más feroz de las fieras. *** En el tercer día de huelga se presentó la Comisión de San Juan a zanjar dificultades. No se presentó ningún líder socialista. Según me dijeron, ello fue motivo de desilusión para don Polo. Me alegraba. Así se convencería don Cándido de la Palma Chica. Todo resultó un simulacro de protesta, porque los huelguistas aceptaron los términos del arreglo en seguida. Entre los peones hubo quien dijese que no iba a hacer más caso de las palabras de Segundo. Esta actitud de la peonada me daba la sensación del herido que se levanta, da dos pasos y vuelve a caer desangrado. En cuanto a Segundo, no volvió a presentarse en los terrenos de las colonias. Habíase ido con sus odios y sus rencores. Me dijeron que se pasaba todo el día leyendo, que próximamente pensaba «seguir rumbo a sembrar en

un terreno más fértil». A mí no me preocupaba la suerte que pudiera correr el discípulo de don Cándido. Luego, según lo que he observado y según lo que he sabido, he llegado a la conclusión que el Marte padece de megalomanía. Desde muy pequeño aspiró a ser una personalidad. Ya que todo conspiró para que no estudiase, era preciso hacerse de nombre levantando remolinos de huelgas en los cañaverales. Si otros lo hicieron, ¿por qué no él? ¿No fueron las huelgas las que auparon a los puestos que hoy ocupan en el gobierno a los líderes del socialismo insular? ¿Acaso no fue una montaña de hombres la que les dio acceso a las oficinas a un puñado de socialistas? Empezaron por predicar la igualdad social, la repartición de tierras; despertaron las ansias de mejoramiento material en muchos obreros; prendieron en los toscos espíritus anhelos de poseer algo; predicaron, predicaron y predicaron y fueron trepándose sobre los hombros de los demás. Abajo quedó el obreraje humilde, tan mísero y caído como siempre. Dominados por la burocracia, olvidáronse los líderes de las prédicas prístinas. Abajo, bien abajo, el hormigueo de los humildes, con sus estrecheces, con sus chozas y sus harapos. Él, Segundo Marte, bien podía hacer lo mismo y llegar hasta las oficinas. ¡Se treparía sobre los hombros de los demás! Por algo le cortaron la soga del cuello –estaba destinado a hacer un gran papel en la vida–. Él asenderearía a través de todos los imposibles. ¡Llegaría como los otros! A Segundo le hacía salvaje su rencor hacia los que están bien. Pero me parece que estaba destinado a andar los caminos solitarios, apretados de noche. *** Vino atrasada la florecida de los mangos. Fuera de la zona del cañaveral, en la sierra, los campesinos rozaban los cerros y encendían el fuego. Preparaban los conucos que habían de sembrarse en la primavera. Ya andaba el bienteveo saltando de árbol en árbol, trayendo en su pico el júbilo de las floraciones. Iniciose la primavera con un escandaloso aguacero que duró dos días, que llenó los campos e hinchó los ríos. Poco después, el verde se acentuaba y llenábanse de más flores las plantas silvestres. Había matas estirando sarmientos cubiertos de florecitas lilas que se caían al menor soplo

del viento. Pasaban las abejas cargaditas de polen. *** Quintín y Guillermo, los dos hijos de Balbino, venían por la veredita entre matorrales, por la falda del malezal. Traían la azada sobre el hombro, de regreso al hogar, agobiados por el peso de las fatigas del día, bañados en la rojiza lumbre del sol poniente. Condolido de sus desventuras yo les había dado faena en Palmares. Eran unos muchachos canijos y trabajadores, obsecuentes al mandato superior. Ya no vivían con la madrastra; habían huido de la mala compañera de su padre y ahora habitaban en la casuca de un tío suyo que los acogió, cariñoso, para que ellos compartiesen con él las estrecheces de un bohío triste. Lope siguió visitando a la ingrata mujer, por lo que los muchachos Soltrén, entristecidos aún por la fuga del padre, rogáronme que no les pusiera a Lope como jefe. Yo los complací dándoles tarea en Palmares y no en Santa Rosa. Ahora que les vi venir del trabajo los detuve para preguntarles: – ¿No saben de Balbino? –No, señor –respondiome el mayor de los dos, Quintín, mozo de algunos dieciséis años–. No sabemos onde está. –Papá no vuelve –repuso el otro melancólicamente, angustiado por el recuerdo del fugitivo. Luego se alejaron por un valle de sombras; y yo entré en el camino que conducía a la hacienda. Encontré a Pepiña rociando las flores del jardín. Al verme me invitó a desmontarme, después de elogiar la frescura de la tarde. Yo la complací. Ella salió a mi encuentro. Estuvimos unos instantes bajo el parral; luego visitamos los aljibes y los glacis, las casas, el viejo molino… Nuestros pasos sonaban con ecos dolientes sobre el oscuro concreto y los rojos ladrillos. Nos asomábamos a las aguas prisioneras de los aljibes como preguntándoles olvidadas historias. Pepiña me contó la vida de una casa pequeña y solitaria cabe un grupo de palmas reales. –Recuerdo que cuando yo era aún chiquitina vivía aquí, en esta casa, una mujer tísica. Era joven, pero estaba casi en los huesos. Yo le tenía mucha pena porque tosía mucho. Era hija de unos amigos de doña Catalina. Habíanle recetado leche de burra –antes recetaban leche de burra a los picados del pecho–24 y ella vino aquí, donde nunca faltaban esos animales.

La pobre murió; yo no pude contener el llanto cuando vi salir el entierro de esta casita. Seguimos adelante, bordeando los cafetales –que ya anunciaban otra florecida–, oyendo en nuestras almas el rumor de los árboles y el cantar de las torcaces gemidoras. Los últimos rayos del sol ensangrentaban los troncos y las hojas. Había desaparecido ya el rojo disco cuando regresamos al jardín. La niña me interrogó, fervorosa: – ¿Sintió la tarde? –A plenitud. –Yo la he vivido. –Antes la creí a usted alegre como una mañana de sol… – ¿Quiere decir que he estado triste? –Eso. –Muy raras veces estoy triste. Es cierto que las mañanas de sol y cielo azul me iluminan. El recuerdo de la tísica me puso triste esta tarde. –Pepiña, ¿no la molestaría que yo le hiciese una pregunta? –Haga cuantas desee. – ¿Por qué no nos tuteamos? –Si eso es todo… –Ya está, ¿no es eso? –Claro. –Pepiña, tú… –Juan Antonio, tú… Reímos con la ingenuidad de dos chiquillos que, jugando, descubren la fuente escondida, de claras aguas, en donde mirarse largamente. Y no dijimos más. Ya alumbraba el primer lucero cuando me despedí de ella. Aquella misma noche, poco después de cenar, salí a visitar a la gente de Santa Rosa. Cuando llegué, encontré a Chelores sentado en uno de los escalones de la escalera de entrada. Al verme, me recibió con muestras de intenso regocijo y se apresuró a tomar las bridas del caballo. – ¿Y qué tal? –interrogome. –Me siento bien, Chelores. Usted siempre hecho un cañón, ¿no?

–Me parece que ya estoy sintiendo la vejez. Me creo que ya oigo los pasitos de la muerte. – ¡Jesús, Chelores! No me gusta oírle hablar así. Usted que era tan alegre… –Y no sé por qué estoy tristón ahura. Fueron como un ramalazo las palabras de José Dolores; como un presagio de desdichas. Antes, su alegría me confortaba; su tristeza de ahora me llenaba de un azoramiento inexplicable. Sentí una peregrina inquietud y tuve la sensación de creerme que estaba como la sal que se humedece cuando hay barruntos de tempestad. Murmuré: –Quiero verle siempre alegre, Chelores. Hubo silencio, tras del cual él me dijo: –Las muchachas te estaban mentando hoy. – ¿Qué decían? –Ya no vienes tan a menudo como en primero. –Es verdad. – ¿Cuándo vas a venir a hablar un ratito con este viejo? –Eso le iba a decir. Pienso venir pronto, una de estas noches. Doña Lela se asomó a la puerta y preguntó: – ¿Quién está ahí? –Soy yo, Juan Antonio. – ¿Por qué no entra? –Ya voy. Subí. Doña Lela me recibió con apremiante cordialidad. Doña Julia salió a saludarme, muy cordial también. Desde su aposento Delmira se lamentó: –Te olvidas, Juan Antonio. Me puse en pie. Inquirí: – ¿Se puede entrar? –Entre. La enferma me tendió la mano, muy blanca y fina, invitándome luego a sentarme. Interrogué:

– ¿Cómo estás? –Creo que esté mejor. Estuve hablando con ella más de media hora sobre temas de campo y de libros. Luego ella se quejó: –Me aburre permanecer acostada tanto tiempo. –Te hará mucho bien. – ¿Crees tú? –como si me dijese: «Yo no lo creo así». –Te pondrás buena. – ¡Me encuentro tan sola cuando pasan tres días y no vienes! –Te aseguro que ahora vendré más a menudo –prometí. Como en otras ocasiones, ella exclamó: – ¡Eres tan bueno! Al despedirme me recordó: –Acuérdate de la promesa. Ya en la puerta de la antesala para salir, con voz conmovedora, temblorosa, doña Lela me preguntó: – ¿Cómo la encuentra? Ungido de piedad respondí: –Está mejor. –Últimamente le ha caído la manía de que está picada del pecho. Mi espíritu se llenó de sombras. Dije: –Haga que el doctor venga continuamente. Sabe que estoy en todo momento a sus órdenes. *** Días después, muy avanzada ya la tarde, sufrí un cansancio tan agobiante que me quité las botas y me tendí a descansar en la hamaca que yo había colgado en el balcón. Dormitaba ya cuando oí el grito de alarma en la carretera: « ¡Fuego! ¡Fuego!». El grito penetró en la niebla de mi soñolencia yéndose a clavar como un dardo en mi cerebro. Pensé en el cañaveral. En esto un peón subió precipitadamente las escaleras, corrió a través de la sala tropezando con los muebles y me trajo la noticia:

– ¡Don Juan Antonio! ¡Las cañas del lao del Pinto se están quemando! Era en los terrenos de Santa Rosa, lindantes al camino vecinal que divide las dos haciendas. No me detuve a ponerme las botas;25 bajé la escalera en un Jesús y me dirigí corriendo al pesebre. Monté y partí a todo galope hacia el sitio indicado. Iba dominado por una rabia oscura y salvaje. En el camino, a mi paso, el grito: « ¡Fuego! ¡Fuego!». Cuando llegué al paraje indicado ya había mucha gente reunida. Muchos peones abrían calle26 para atajar el fuego. Yo me bajé del caballo, salté la maya y fui a unirme a Lope, que dirigía la tarea. El fuego avanzaba, avanzaba, haciendo estallar las cañas, chamuscando el verdor, lamiendo la tarde con sus lenguas amarillas. Hacía un calor insoportable. Avanzaba, avanzaba el incendio… Sobre los extremos de las lenguas amarillas y bravas levantábase una espesa humareda. ¡Qué de estallidos! Según creía, el incendio iba dejando una chamicera. Ya se acercaba a la calle e iba penetrando al otro lado lamiendo la paja seca caída. Me arrojé a limpiar la calle. Parecía que el fuego me abrasaba ya. A un hombre remiso Lope le gritó: –¿Qué haces ahí parao como un espeque? ¡Horita me paro en las patas de atrás!… Tras muchos esfuerzos fue atajado el enemigo de las lenguas ardientes. A un lado de la calle, la chamicera; a otro lado, la parte del cañal salvado. Quemáronse seis o siete cuerdas. Me mordía una rabia tremenda. Me sentí como abestiado, con deseos de moler al incendiario. ¡Era una furia cimarrona e incontenible la que me poseía! Sentí mi vida envenenada de odios y anhelos de represalias. Sufría una galopada fiera a través del espíritu. ¡Era la sombría locura del odio! Después estuve pensando continuamente en el suceso. Dispuse guardias nocturnos; Lope se puso en acecho. A la segunda noche de vela el caporal de Santa Rosa sorprendió a un individuo en el cañaveral. Me trajo la noticia bien temprano en la mañana. Mandé por un policía. Salimos el agente de orden, Lope y yo en busca del individuo. Íbamos subiendo una loma hacia su casa cuando lo vimos correr a escaparse. Galopamos detrás de él para darle alcance, pero tuvimos que detenernos en una alambrada. Descabalgamos inmediatamente y corrimos a través del cercado. Llegando a una pequeña

hondonada, en cuyo fondo había un sumidero, dimos con él. Se entregó tembloroso. Era un pagote de los contornos, un hombre infeliz a quien nadie respetaba, a quien todo el mundo acusaba de pícaro y de vago. Personalmente lo creí incapaz de incendiar cañaverales, pero Lope me aseguró haberle visto a orillas de un plantío con fósforos en la mano. En un principio el acusado trató de negarlo. –Me metí por las cañas pa atrechar –declaró. Noté que Lope se acariciaba el bolsillo de atrás, mirando fijamente al hombre, y entonces éste dijo: –Sí, yo andaba con fósforos en las cañas. Honradamente, no le creí culpable, le tuve compasión al infeliz; sin embargo, hice que le llevasen preso. Ello serviría de ejemplo. Quién sabe si metiendo a este hombre a la cárcel no seguirían los incendios. Yo le temía a las derrotas y me propuse apelar a cualquier medio con tal de sostener la moral de mi autoridad. El pagote fue encerrado en la cárcel del distrito, dejándosele allí sin fianza. Durante los días que siguieron al fuego me mantuve silenciosamente huraño. Se me intensificaba el odio: me envolvía la terrible llamarada. Sentíame irritado por cualquier tontería; adquirí un gesto hosco que rechazaba amistades. ¡Don Polo era un falsario! ¡Cuánta razón tenía don Flor! ¿Cómo pude escuchar con interés las prédicas de don Cándido de la Palma Chica? Allá él con Segundo, con sus impotencias, con sus envidias… Sólo me entendía con los Moreau y con los Alzamora. Ni aun a los caporales les mostraba simpatías. Ellos no comprendieron este modo de conducirme y hablaban poco ante mi presencia. Ni siquiera procuré hacerme entender de Ramírez, con quien confidenciaba antes de vez en cuando. A cada momento asaltábame el ratito malo e increpaba a los peones por motivos fútiles. Era una hostilidad que me nacía desde adentro como un vaho perverso. Recordaba sombríamente los efectos del incendio en el ánimo de la Administración y apretaba los dientes con ira. ¿Por qué aquel gesto oscuro de don Oscar? ¡Si al menos hubiera servido la caña! Pero no sirvió: no tenía sucrosa. De modo que perdieron unos cuantos quintales de azúcar.27 Cuando empezaron a correr los rumores de que Lope había obligado al

pagote a declararse culpable, no procuré cerciorarme con el capataz. Decían que éste habíale puesto el revólver al pecho del acusado obligándole a declararse. El otro –un pobre diablo, pusilánime, un sangre de agua– cedió, declarando a las autoridades legales su aviesa intención… ¿Era cierto lo que se rumoreaba? Me encogí de hombros y otorgué callando. Era preciso hacer escarmentar a los otros… Torturado por el encono me encerré en un mutismo trágico y ya sólo pensé en pisarle la cabeza a la alimaña. Por eso, cuando recibí la noticia de que un hombre que limpiaba un conuco acabado de rozar había resbalado y caído de vientre sobre un tocón agudo clavándoselo de modo que se salió por la espalda, comenté: –Acaso quien no se lo merecía. *** – ¡Un día el que vamos a pasar! –exclamó Rogelio refiriéndose al próximo Viernes Santo, para el cual planeábamos con Juan Pedro una excursión al monte a brescar colmenas de abejas silvestres. ¡Un día el que vamos a pasar! ¡Un gran día iba a ser para mí, pues ya oía la llamada de la Naturaleza! Ya veía yo los agujeros oscuros de los enjambres en las paredes de los riscos; ya me veía yo subiendo por una beta de cupey con un trapo prendido en la mano; las abejas se amontonaban en mi rostro sin picarme, borrachas con el humo; ya tenía yo en mis manos un panal con sus alvéolos cargaditos de rubia y rica miel, ofrenda de todas las flores… ¡Un Viernes Santo el que íbamos a pasar! Aquella noche me fui a acostar pensando en las posibles incidencias de la próxima excursión. Estaba sumido en profundo sueño cuando volvió el dardo de la alarma a penetrar la niebla y clavarse en mi espíritu tembloroso. ¿Eran visiones de un mal sueño? ¡El grito! Me moví pesadamente en la cama. ¡Era una pesadilla! ¡No era realidad! Pero la alarma se había clavado en mí… ¡Fuego! Mentiras. Todo era resultado de la mala digestión. Pero a la primera flecha siguieron otras. ¡Fuego! ¡Fuego! Rogelio empezó a dar golpes en la puerta de mi alcoba. – ¡Juan Antonio! ¡Juan Antonio! ¡Levántate! ¡Hay fuego en las cañas! Di un salto. Afuera, en la noche, se oía el grito: « ¡Fuego! ¡Fuego!». Gañían los perros, azorados. Aún pregunté:

– ¿Fuego! Pero… ¿es posible? –Sí, hombre. Date prisa. – ¿Y qué hace el demonio que no hunde a tanto hideputa? –Cállate. ¡Date prisa! Me vestí con una rapidez inconcebible. Salí a la sala y dije a Vega y a Ramírez: –Vayan a despertar la gente. ¡Que no falte nadie! Bajé la escalera a zancadas. El fuego era en la llanura, entre la Hacienda y este caserío; llegaba la claridad hasta aquí y había una nube hacia el sur, teñida de rojo. Corrí como un loco por la orilla del cañaveral. Subí a la cumbre de una pequeña loma y me detuve ante el espectáculo, aterrado a la par que subyugado. El adorador del fuego que hay en mí todavía se detuvo a reverenciar el incendio. La lumbrarada tenía un frente bastante extenso, formando una cadena, como si hubiesen prendido en varios sitios. Así era, en efecto. Enarbolé sobre mi cabeza el machete que llevaba y me lancé hacia el cañaveral. Emprendí una carrera furiosa a través de breñas y matorrales. Detrás de mí venía corriendo un grupo de gente; del otro lado, desde el camino vecinal, venía otro grupo. « ¡Fuego! ¡Fuego!» La noche estaba loca de gritos y carreras. No hacía luna, pero la claridad del incendio abarcaba un radio bastante extenso. Veíanse a los hombres corriendo hacia el sitio del siniestro como una legión de locos. « ¡Fuego! ¡Fuego!» Al llegar a la orilla del cañizar me sentí desmarrido; sin embargo, me doblé a dar tajos a diestra y siniestra. Los otros me imitaron. Era preciso asenderear a través del cañizar para detener el avance del incendio. Al otro lado hacían lo mismo; oíanse los pavorosos estallidos; notábase la llamarada a través de las cepas: era terrible el calor, avanzaba, avanzaba el incendio. Tuvimos que salir de allí a asenderear más arriba. ¡El fuego pasó al otro lado de la calle recién abierta! Era preciso darse prisa, hacer la calle más ancha y luego limpiarla de pajas. Además, golpear las cepas encendidas con ramas. Ya estaba yo ronco de gritar órdenes; pasaba el tiempo y no se detenía el avance del pavoroso incendio. No cesaban los gritos y las carreras. La marcha salvaje del fuego continuaba. ¡Qué claridad infernal a través de las cepas! La gente no daba abasto; me lancé por entre las cepas a encontrarme con Rogelio o Vega. ¡Urgía que viniese más gente! Pero ya venían. Gritos y carreras. Se acercaba

la ígnea cadena. Un hombre cayó en una hondonada y si no acuden en su ayuda el fuego le pasa por encima, achicharrándolo. Era más de medianoche. En el hondo silencio de la noche la alarida de la gente y el chisporroteo del incendio se hacían más lastimeros y angustiosos. Las lenguas amarillas y rojas lamían con furia, despidiendo un humo espeso, blanco y oscuro. El reflejo de la fogarada en el humo blanco aumentaba la claridad. Millonadas de chispas subían a los aires en una orgía de frenético júbilo. ¡Era la fiesta ritual del odio terrible! Las cañas achicharradas y negras gritaban en el desamparo. ¡El bárbaro ataque del fuego me envolvía en la llamarada de la furia, del terror y del odio! Debido a lo seca que estaba la paja, el incendio avanzó rápidamente. Se extendió en su frente extenso quemando más de cuarenta hectáreas. Lo detuvimos tras de una ardua tarea de corte. Sudorosos y rendidos, nos pusimos a contemplar cómo moría la última llamarada en la calle, mientras algunos hombres hacían comentarios; pero yo estuve cejijunto y calladamente sombrío. Dos peones me trajeron la noticia de que había unos tres hombres heridos: uno con quemaduras y los dos restantes con heridas. Dispuse que siguieran hasta la casa para darles la primera cura y, si los casos eran de cuidado, ya irían por la mañana donde el médico. Rogelio y Vega se me unieron y seguimos hacia el caserío. De súbito me detuve punzado por la sospecha. ¡Segundo! ¡Era Segundo! –Sigan ustedes adelante –dije a mis compañeros–, yo estaré allá dentro de unos momentos. Torcí rumbo hacia la casita de los Cabañas. Mis deseos de venganza llevaban mi cabeza por las nubes. Avancé en la noche, con una furia satánica mordiéndome el corazón. Manuel y don Polo estaban despiertos. Tenían la puerta junta. Conversaban. Subí lentamente los dos escalones y toqué en la puerta. Desde adentro preguntó Manuel: – ¿Quién es? –Yo, Juan Antonio Borrás. –Entre.

Entré. No saludé. Rostro de muy pocos amigos debí de tener, porque Manuel se me quedó mirando con visibles muestras de asombro. Desde la cama el viejo me interrogó: – ¿Deseabas algo? Antes de responder miré hacia el fondo de la saluca. Allí, bajo el quinqué de luz amarilla y débil, tendido en su catre, estaba Segundo. Me daba la espalda, mirando a la pared. Exclamé entre dientes: – ¿Dónde estaba ese pájaro? –Aquí, Juan Antonio. – ¿Está usted seguro? –Seguro. –Que conteste él –murmuré con acritud. –Aquí –respondió Segundo sin volverse. Me dejé dominar por una rabia irreprimible, avancé apretando los dientes hacia el catre y agarrando al mozo por el hombro le levanté hasta sentarle. Él no resistió, sacó los pies fuera del catre, ¡sonrió!, me dijo: – ¿No podrá usted dejarme dormir tranquilo? – ¡Granuja! –le increpé. –Póngame el revólver en el pecho como hicieron con Lico. – ¡Lo que te puedo echar encima es el presidido! ¿A qué hora llegaste esta noche? –A la hora que llegué. –Contesta con urbanidad –aconsejóle don Polo desde la cama en tanto que Manuel nos miraba desde una esquina. –Es que el don está empeñado en hacerme ver que yo pegué fuego al cañaveral. –Bueno, aplazamos el asuntito. Luego hablé con palabras gruesas, chisporroteo de la llamarada. La horda de prejuicios se fue al asalto a través de la palabra. Sentíame ajorado por un terrible deseo de aprehensión; dominábanme los deseos de represalias. Tenía el alma sangrienta de desesperación. Nadie respondió a mis palabras y me dispuse a salir. Al volver la espalda mi vista tropezó con don Polo. Allí

estaba él, asombrado, consumido, como diciéndome: «Te has perdido, Juan Antonio». Salí a la noche. El cielo estaba hondo; mirábame desde la vida profunda. La tragedia salía suplicando protagonistas. Yo hice el gesto trascendental y la tragedia me llevó de la mano. Me recluí en mi habitación, adusto y atormentado. No dormí en el resto de la noche y la vigilia acrecentó mi inquietud. Al pensar en mi fracaso me sentía aturdido, con ganas de levantar el harapo de tal vida en el trueno sordo de mi Colt. Pero no. Era preciso erguir la cabeza. « ¡No he fracasado! ¡He pasado una prueba!» El corcel de mi voluntad galoparía sobre los cuerpos miserables de los criminales. Ya que querían reducirme a la impotencia iba a demostrarles mi arrojo. El esclarecer los hechos corría por mi cuenta: nada de dar parte a la policía. Me iba a convertir en un tigre en acecho. ¡Yo no era un inválido de la voluntad y el coraje! Pugnaz y agresivo, mi vida adelantábase a combatir en lucha sin cuartel. Tenía un aliado poderoso en el odio que me dominaba. Durante los próximos días me los pasé montado en el globo de una ira reconcentrada y pavorosa. El huésped malhumorado y gruñón se hizo dueño de mi casa. De cómo pasé el Jueves Santo y el Viernes no quisiera acordarme. Debido a la mucha caña quemada, teníamos que empezar la tarea del corte a las seis de la mañana y laborar hasta el oscurecer. Suerte que salió con sucrosa; pero todo fue motivo para que la Central no trabajase normalmente y para que sufriese pérdidas. La peonada se ennegrecía de pies a cabeza con el tizne de la chimicera y parecía que iban a bailar rumba, que de manera tan grotesca se pintan los rumberos del circo. Llegaron más camiones a ayudar al transporte y a veces salían de Palmares muy entrada la noche. Menos mal que la luna alumbraba bastante y que no llovía.28 Tras de la ímproba tarea, los peones salían destroncados, casi sin ánimos para sujetar el machete en la mano. Trabajaban dentro de un círculo de fuego torturante, llenándose de fatiga y sudor. Eso hacía que el tizne se les adhiriese a la piel y a la ropa. Acostumbrados como están a estos amargos menesteres, apenas si protestaban de su dolorosa suerte. Yo deliraba. Parecía que estaba continuamente delirando. Era una obsesión el deseo de represalia que me enconaba. Aguardaba fieramente la ocasión. Ya

tenía el plan echado y lo pondría en práctica tan pronto terminase la faena de este corte apresurado. ¡Iba a demostrar que me visto por los pies! Era lo que pensaba, rencoroso. Aceptaba la guerra que me hacía la ralea maldita. Don Oscar me respaldaba en mi actitud hostil. «Es preciso darle un ¡alto! a esa gentuza». En un principio me propuso que trajese a la policía a investigar, pero al ver mi actitud lo dio por bien, aunque, según me dijo, no debería exponerme. No importaba, «yo no di nada por nacer».29 –Hay que evitar los incendios a todo trance–terminó diciéndome–, sobre todo los incendios en los cañaverales nuevos. Me puse en acecho. En estas circunstancias cualquier motivo, por trivial que sea, exaspera nuestro rencor. De modo que cuando me dijeron que Segundo había pronunciado gruesas palabras sobre Pepiña porque «le había despreciado delante de la gente» un día que ella se encontraba en casa de los Perales, ello fue motivo para que me sintiera más ofendido, disponiéndome al desquite cuando se llegara la ocasión… *** Eran noches terribles las que pasábamos en Bejucales. Este es un rincón de Palmares, una cañada de algunas veinte hectáreas, sola y distante, que años atrás no se cultivaba. Circundado de varios mohedales, vese como apretado el cañaveral. Debido a los muchos árboles de mangos, aparece más oscuro el sitio, y como es éste un paraje desavecindado, hácese más intensa la soledad. Crece abundantemente en Bejucales una enredadera de hojas irisadas y florecitas rojas y tiernas. Además, ofrece terreno propicio al bejuco prieto, al caro, al bejuco de calabaza, a la albahaca y a otras plantas silvestres. Durante la primavera los cerros circundantes se cubren de flores: pomarrosas, sarmientos florados, robles, muchos robles; ramilletes de rojas florecillas sobre las piedras… A las veras del cañaveral, además de los mangosales, quedan otros árboles altos: algunos bucares, guamás, tamarindos, algarrobos. En las mañanitas lluviosas o en las tardes secas óyese el intermitente cantar de la torcaz o el arrullo de la paloma serrana. En un tiempo fue Bejucales sitio de caza, pero hubo de suspenderse la actividad porque se apocaron las aves. No obstante, todavía quedan muchas llenando de roncos lamentos y de enamorados arrullos la soledad del bello rincón. Una tarde me trajeron la noticia de cierta conversación sospechosa entre

Segundo y un peón que despidieron de Palmares para las elecciones y nos fuimos un guardia y yo a vigilar el cañizar de Bejucales. En dicha conversación salió a relucir el nombre de este paraje solitario. Aquí la noche se hacía más profunda. Se habló de que por estos lares andaba un desconocido, un prófugo, según informes. Por tres oscureceres consecutivos salí a pie a través de la finca, eludiendo encuentros, para reunirme con el guardia en Bejucales y permanecer allí casi toda la noche hasta la salida del lucero del día, vigilando febrilmente, con unas ansias atroces de sorprender la mano criminal. A veces andaba largos trechos entre las cepas de los cañales; andaba poco a poco para no hacer mucho ruido en la paja seca. Por momentos me detenía y hasta mí llegaba el ruido de chubasco del cañizar. De vez en cuando creía oír algún rumor y mirando a todos lados acariciaba el cabo de mi Colt. Cruzaba por veredas casi cerradas de matorrales, me metía en las mohedas, pasaba a la vera de los cafetales hasta que, ya entrada la noche, llegaba al sitio. No me olvidaba de la capa, ni de la linterna eléctrica, ni del revólver. Paco Cruz –el guardia– y yo no nos alejábamos el uno del otro, quedándonos al alcance de la voz. La primera noche – ¿por qué no decirlo?– tuve un temorcillo oscuro pensando en un ataque a traición. Estaba con cuatro ojos, tensos mis sentidos como cuerdas de guitarra templada. ¡Era preciso estar así! Me dominaba mi instinto de hombre de presa. ¡Yo tenía que capturar al malhechor! Mi hombría, mi machismo no estaría satisfecho hasta cumplir este imperioso mandato de mi orgullo masculino. Me arrinconaba en el tronco de algún árbol; sentábame en alguna piedra; escondíame tras de algún matorral; trepábame a los cerros abriéndome caminos a través de los bejucos, de los sotecaballos y otras plantas enemigas; agazapábame entre las cepas; andaba lentamente a la sombra de los mangos… Siempre en acecho, con la mano dispuesta a agarrar el Colt. La luna salía hacia la medianoche y su luz llegaba tarde a la cañada. Durante las primeras horas de vigilia nos manteníamos envueltos en la más completa oscuridad. A veces, en la contemplación del cielo, el alma se me llenaba de estrellas. Locura de estrellas padecía, con los anhelos que brotaban en mi espíritu. Enloquecían el continuo chirriar de los grillos y el metálico sonido del coquí. Gusaneo de luciérnaga. Hacia los mangosales era tan espesa la sombra que tal parecía una humareda de negrura. De allá, de ese lado,

desde los mohedales de aquel sitio venían los agudos silbidos de las culebras. Varias veces se oyó el zurrido de los carraos que iban hacia las charcas. Repercutía, produciendo eco, el medroso cantar de los múcaros… Caían las horas en la soledad. Ya había formado el propósito de no vigilar más, pasada la tercera noche. Al otro día amanecía soñoliento y desmarrido y así me iba al trabajo, torturado por el círculo de fuego. La hora de la siesta me quería expulsar a la cama, pero yo erguía mi voluntad y resistía a darme por vencido. Mas tres días de triste vida eran suficientes; yo no podía continuar así. Podía enfermarme; creo que perdí unas cuantas libras. ¡Aquellos dos días que pasé después de dos noches horribles! Ya para el tercer día de vigilia pensaba con temor en esas horas ardientes de las diez de la mañana a las tres de la tarde. Cuando saliese el lucero me iría a dormir; dormiría cuatro o cinco horas; luego entraría en el laboreo cotidiano. A las diez, el círculo de fuego atacaríame tenazmente; más de una vez estaría a punto de caerme de mi caballo. De continuar llevando esta vida de seguro que, debilitado por el sueño y la fatiga, me rendiría ante el círculo de fuego. Le temí a una repetición de la enfermedad que me postró por varios días y que me tuvo febril y delirante. Ahora no tenía a Delmira muy cerca. ¡Delmira! Me conmoví ante el recuerdo de la niña buena… ¡No, yo no pasaría una cuarta noche en Bejucales! No era posible. Después de esta noche, la otra, acostaríame al oscurecer. ¡Oh, si yo pudiera echarle mano al criminal antes que me rindiese! Bien podía yo dejar este trabajo a los guardias, pero a mí me dominaba un fuerte deseo de asalto. ¡Era preciso que yo, personalmente, sorprendiese al incendiario! Me fui a aguardar la salida de la luna tendido en un herbazal tras de unos matorrales. A mis espaldas, el cerro, la maleza tupida. Hacia mi derecha, la oscuridad de los mangosales, tenuemente herida por los relámpagos de las luciérnagas. La luz verdosa se me metía por los ojos hormigueando en mi alma. Frente a mí, apretado por los cerros, el cañaveral. Oíase el rumor del viento sobre las hojas flexibles e hirientes. Los cerros y los árboles se recortaban sobre el cielo como una estampa maravillosa. ¿Qué pensaba yo bajo las estrellas en la soledad del paraje sombrío? Mi vida pasaba por mi mente como en el cinematógrafo: la niñez, mi casa, la ciudad colegial, Sarah, mi huida, mis menesteres de jefe de colonia, mis

triunfos, mis renunciaciones, los ideales, las pequeñas cosas, Delmira, Pepiña… Luego el odio terrible que se apoderó de mí, los torturantes hipos de represalia que me trajeron aquí, a Bejucales. ¡Oh, estas tres noches lúgubres! ¡Es un tormento esperar, consumido por el odio! ¡Cuántas veces, temeroso de mi rencor, me recluí en mis interrogaciones a los árboles y a las estrellas! ¿Por qué odiaba con tanta intensidad? ¿Por qué este oscuro deseo de venganza? ¡Enorme crisis de mi vida! Por dos o tres veces estuve a punto de quedarme dormido sobre el herbazal; sacudía la cabeza. Pensé en cualquier golpe traicionero y se me quitó el sueño. Poco a poco fue aclarándose la noche hasta que se iluminaron las cumbres de los mohedales. Oyéronse unos arrullos de torcaz que lloraba por la luz. Una tristeza desconocida inundó mi espíritu, y mi odio se trocó en ternura inefable hacia todo lo creado. Me sentí triste al darme cuenta del objeto de mi estada en este sitio. ¡Hubiera dado un abrazo fraternal a cada tronco, a cada enemigo mío, a cada criatura viviente! El valle estaba oscuro aún pero la sombra no era tan espesa. Poco después emergía la luna, aplastada y argente, de detrás de los cerros. Sobre su resplandeciente faz dibujábanse las siluetas de árboles y arbustos. De súbito, oí ruidos; luego un cuchicheo. Pensé: «Aquí están». Con una rodilla en tierra y el otro pie listo a levantar mi cuerpo, aparté con mucho cuidado las hojas del matorral y me dispuse a saltar como una fiera. Volvió a dominarme el odio feroz. Saqué mi Colt y me arrastré dificultosamente hacia el cañaveral. Junto a las cepas, a la sombra de un arbusto, había tres hombres. Dos de ellos fumaban. Hasta mí llegó esta palabra: «Ya». Uno de ellos se dobló y en ese mismo instante yo salté fuera de mi escondite. Grité: – ¡Quietos ahí! Hice un disparo al aire, señal convenida con Paco Cruz. Al momento oí la carrera del guardia que acudía donde mí. Con el revólver en la diestra me acerqué al grupo y, cuando reconocí a Segundo, murmuré: – ¡Eras tú! Esperaba que fuera Segundo, sin embargo, no quería que fuera él. Esto duró muy breves instantes, pues a la par que Marte se arrojaba sobre mí, sus dos compañeros echaron a correr cañar adentro. Menos mal que había conocido a uno de ellos.

–¡Siga a esos dos bribones, Paco! ¡Cácelos! Oí disparos y el ruido de los hombres a través del cañaveral. Yo pude haber matado a Segundo, pero ¡me faltó odio!; arrojé el arma y me dispuse a luchar cuerpo a cuerpo. Confié en que yo era más fuerte que él y que muy fácilmente podría dominarlo. Luchamos bravamente, y yo, como es natural, llevé la ventaja. Caímos, yo sobre él; él hizo un esfuerzo sobrehumano mientras mordía insultos. Me llamó «perro rabioso», pero yo no me ocupé de devolverle el insulto; mi propósito era maniatarlo. Fueron momentos de lucha fiera bajo el cielo impasible, a la vera del cañaveral. Rodamos a una pequeña hondonada y entonces yo caí debajo. Quise dominarlo y no pude. ¡Estaba enredado en unos bejucos! Él rezongó, en triunfo, tuteándome bárbaramente: «¡Ahora te tengo!». Forcejeé desesperadamente y, asombrado, me di cuenta de mi situación. ¡Sólo podía disponer de una mano! Además, tenía los pies atados. Mi contrincante levantó una mano y vi que con ella levantaba un puñal. ¡Me iba a matar! ¿Por qué había yo arrojado mi Colt? Pude estirar mi mano libre y lo sujeté por la muñeca. Él puso todo el peso de su cuerpo en el puñal, y ya cedía mi brazo sin poderlo yo evitar. ¡En la punta del cuchillo súbitamente brilló una estrella! Forcejeé tenazmente por desviar el arma, sentí un dolor agudo en los músculos del brazo y me vi perdido. ¡Perdido! ¡Tanta era mi mala suerte! –Bueno, ¡mátame! Me ahogaba el odio y no temí a la muerte. De pronto sonó una detonación, detrás un grito. ¡Segundo gritaba! Noté que se le cayó el puñal de la mano, a la vez que sobre mi garganta cosquilleó un chorrillo cálido. ¡Sangre! Era sangre, la sangre de Segundo. Éste se dejó caer de lado, mientras tosía y se quejaba. De pie ante mí, silencioso e inmóvil, estaba Paco Cruz. Me deshice de los bejucos que aprisionaron uno de mis brazos y me senté. Profundamente impresionado miré a los dos hombres, a Segundo y a Paco. Sentí miedo y le reproché a mi salvador: – ¿Por qué disparó usted? – ¡Lo iba a matar, don Juan Antonio! No dije nada. Hinqué una rodilla en el suelo y me doblé sobre el herido. Supliqué una respuesta: – ¿Estás mal?

Él fue a contestar pero lo ahogó la sangre y tosió repetidas veces. La herida era en la espalda, sobre los pulmones. Lo llamé. –Segundo. Angustiado, volví a preguntar: – ¿Estás mal? Me asomé a su vida de torturado y lo vi todo: su orfandad, su martirio, su dolor, su suicidio frustrado, su huida, sus inquietudes en el cañizar… Pudimos ser buenos amigos, tal vez hermanos, pero nos dejamos envolver por la llamarada del odio. Nuestro pan de vida se llenó de gusanos. Pareciome trasoñar, alabado sea Dios. ¿Cómo pude ser protagonista en esta nocturnal tragedia? ¡Maldije esta vida que me deparaba el cañaveral! ¿Por qué me fui espíritu afuera abandonando a don Polo? Me imaginé mi vida solitaria como una roca de granito en mitad de la campa desolada. Donde pude tener amigos creé enemigos y rodé hacia la incomprensión... ¡Ahora me sentía desvalido en la noche! Segundo pidió: –Lléveme… a casa del Viejo. Lo cargamos Cruz y yo por la orilla del cañaveral hacia la hacienda. Se me partía el alma cada vez que él tosía ahogado por la sangre. Nunca me pareció más tétrico el cantar ominoso del múcaro ni más desolado el zurrido del carrao. Se me helaba la sangre en las venas. No hablábamos palabra. Íbamos lentamente por las vereditas, apretadas de noche. Las quejas de Segundo sonaban tristemente en el silencio nocturno. Nunca sentí una luna más fría. Al observar nuestras sombras que se proyectaban en el suelo, me figuré que veníamos seguidos de una legión de espectros. El aire parecía estar lleno de voces misteriosas. ¡Me producía escalofrío el olor a sangre coagulada! A un centenar de metros de una casita oscura y solitaria nos detuvimos. Segundo asumió una posición supina sobre la hierba. Rezongó: –Me creo que no vuelva… del viajecito. Rogué: –No temas, muchacho. Entré en mi espíritu, cauteloso y doliente. Me sentí prisionero como en una

cárcel; hacía días que estaba prisionero. Así me tuvo mi odio. –Segundo… Como si dijera: «Camarada…». –Estoy asustado. – ¿Cómo estás? –Me muero… No hice nada… No hice mi obra… –Ya vendrán mejores días. ¿Quieres que te carguemos? –No… Quiero descansar. Se disgregaba su vida; me incliné sobre el moribundo, y callé, diciendo mentalmente: «Conozco tus pasos, Segundo. Resuenan en mis baldosas con ecos de renunciación. Paso a paso te vas yendo de la vida, dejando tu casa vacía. Ahora terminó tu sufrir, acaso ya no te persigan, ahora callarán tus protestas». De súbito, no se oyó más su respirar fatigoso; nos doblamos Cruz y yo y el peón murmuró: –Ha muerto. ¡Para eso, para morir en el paso le habían cortado la soga del cuello! Él creyó que le estaba reservada la ejecución de una gran obra, pero su destino era otro. Murió en la quietud de la noche, con la cara vuelta a la luna. Paco Cruz me preguntó: – ¿Qué hacemos? –Cargarlo hasta casa del Viejo. Pero no. ¡Yo no iría a casa del Viejo! «No me atrevo ir cargándote hasta la casa del Viejo, muerto como estás. No sé por qué el destino me trajo aquí. Me siento indigno de tu muerte y sé que don Polo me va a atormentar con sus palabras y miradas». Luego dije: –Llame a Pedro y a Cheo para que le ayuden a llevarlo a casa de don Polo. Mientras tanto, yo voy a dar parte a las autoridades. –Don Juan Antonio, yo no cargaré la culpa. –Descuide. Ya se arreglará todo cuando se coja a los otros. Conocí a uno de ellos. El peón se asomó a la casita oscura y solitaria a llamar a Pedro y a Cheo. Yo me erguí a mirar hacia oriente. Subía ya, vivo y parpadeante, el lucero del

día. Las nubes mañaneras habíanse colgado ya de los horizontes en espera de la aurora que les traía los matices largamente esperados. Bajo la luz de la luna suspiraban los cañizares… *** Aguardábamos febrilmente el resultado de las pesquisas policiacas. Yo me sentía como sumido en un hoyo profundo, y las voces de la gente me sonaban a algo hueco, voz de calaveras. Eran voces raras que no parecían salir de pechos humanos. No acierto a explicar cuál era la sensación que yo experimentaba, porque había momentos en que se me iba la noción de las cosas más conocidas. A veces los rostros más familiares me parecían máscaras con su mirar confuso y su sonreír indeciso. Acaso era el sueño lo que me hacía ver las cosas así. Por momentos, en el círculo del fuego, se me caían los párpados y se me iba el mundo. El sol estaba amarillo, amarillo, rabiosamente amarillo. Sol picante como jengibre, ¡sol de jengibre! La misma mañana, tibia y clara, me tuvo sensación de tarde con su quietud, con sus melodías crepusculares, con su desconocida influencia en mi alma; entonces pensaba yo en lo que se va para no volver. Había sensación de tragedia en todo. El sentir de las gentes retumbaba en mí como piqueta en caja vacía. ¡Miserable tarea la del cañaveral! No sé qué me trajo aquí a la guardarraya, donde la vida está continuamente verberada de infortunios. ¡Es un suplicio infernal estar envuelto en la llamarada del odio! ¡Qué modo de mirar tenía la gente! Deseé hacerme invisible y refugiarme con mi tragedia lejos de esas miradas y de las perversas hablillas. Los ojos de muchas personas eran chispas desprendidas de la terrible llamarada. ¡Maldita llamarada que se encendió para consumir sentimientos nobles, para volver cenizas unos cuantos ideales! Nunca me cuestioné con más azoro, con más inquietud, esta pregunta: « ¿Por qué estamos en la Tierra?». Y luego: « ¿De qué fuente venimos?». «¿Cómo se ha creado tanto ser viviente? ¿Qué rumbo llevamos? ¿Qué son nuestros sentires, nuestros pensamientos, nuestras penas y regocijos? ¿Qué somos? ¡Los sabios, los teólogos, los científicos, todos son unos mentirosos! Estamos tanteando en la sombra…» ¡Duda trágica la que clavaba en mi corazón su ponzoña! Me figuro que mi gesto no era muy agradable porque los caporales apenas

me hablaban. Lope se contentó con decirme: «Está usted desmejorado míster». Vega y Ramírez me contemplaban silenciosamente. El mayordomo de los Moreau, don Ramón Garrido –un viejo español, reliquia de aquellos tiempos– me dijo que yo debería irme a acostar. Juan Pedro me dirigió unas palabras amables… Pero las voces de todos me sonaban de igual modo. Todos parecían salidas de calaveras. Por eso hui de Pepiña cuando la vi venir cabalgando en su hermoso caballo. A Delmira –asomada a la ventana de su aposento– contesté el saludo de su pañuelo haciendo flotar mi mano sobre la cabeza, pero sin la menor idea de acercarme a ella. Rehuí el encuentro de las personas que estaban más cerca de mí en espíritu. ¡Querría haberme alejado de mí mismo arrastrando mi dolor! Como a las tres de la tarde salió el féretro que llevaba el cadáver de Segundo. Era una hora de sol adurente; mis párpados se cerraban. Vi cuando la caja negra – preparada por Manuel– salía de la casita; vi cuando se alejó por el camino seguida de un gentío, vi cuando se fue. ¡Se iba Segundo! Lo miré todo desde lejos, casi oculto detrás de un árbol, temeroso de mí mismo. ¡Yo no sé lo que sentí! ¡No acierto, alabado sea Dios, a explicarlo! Me alejé por la veredita hacia el cañaveral… *** Ya de tardecita fueron capturados los otros dos individuos. Uno de ellos – Rosendo Méndez–, un hombre desvaído y pálido, era precisamente el exarrimado de Palmares, echado de la colonia porque se atrevió a afirmar que él votaba con su partido. Don Flor había dicho que gente así no puede pensar. No le dieron más trabajo en la colonia. Él juró vengarse –ojo por ojo y diente por diente–. En cuanto al otro, ciertamente era un prófugo, un pájaro de historial negro, como dijo un policía. Un sujeto bajo de estatura, rechoncho, muy colorado, con una enorme cicatriz en la cara. Luego he sabido que en un tiempo fue un hombre de bien, un jíbaro honrado, trabajador, buen hijo y buen hermano. Fue llevado a la prisión porque mató al hijo de un caciquillo de barrio. Este último individuo, un caja, un don Juan insolente, había deshonrado a una hermana de aquél, y el jíbaro se tomó la venganza, pues es sólo con sangre como se lavan las deshonras. Más o menos eso declaró ante el juez, quien lo condenó a sufrir una larga condena. El acusado creyó que le trataban injustamente y se huyó; le capturaron de nuevo y se le aumentó la condena. Volvió a fugarse el vengador, y el jíbaro honrado y trabajador se

convirtió en un prófugo de mala ley. Yendo de sitio en sitio vino a dar por estos lares, y por odio al rico se aprestó a incendiar cañaverales. Ambos se confesaron coautores de los dos incendios, y el prófugo aseveró que pensaban quemar hasta las entrañas de la Tierra. Ya estaba aborrecío y le daba lo mismo una cosa que la otra. Se sentía con ánimos hasta «de arrancar a Dios de su trono». No había venido a ser malo, pero los hombres lo llevaron a la desventura. Eso me afirmó con gesto oscuro, con pena acaso. Yo quise saber algo de Segundo, y él me complació diciéndome que el «muchacho quería quemar las alimañas que culebrean en el cañaveral». Él, el prófugo, habíase encontrado fortuitamente con los otros dos hombres y se les había unido «porque los ricos, los egoístas, se merecen que se les arrastre por el pelo». –Con Segundo se portaron muy mal –arguyó– y no era malo el muchacho. El pobre cayó pa’no levantarse. Mejor está así. Luego me habló de su miserable vida de perseguido, durmiendo con un ojo abierto, pordiosero y revolucionario. Hablome tristemente, quejándose de las miserias del presidio, donde se arrastran años de amargura. –Ahora, me parece que esto no se queda así. El día más claro llueve.30 Mientras tanto, hacer de tripas corazón… Yo que debí estar sembrando la matita en el cerro; mi idea era tener una mujercita buena, hijos, tranquilidad. Y ya ve usted. El otro preso –Rosendo Méndez– se mantuvo huraño y silencioso. Ya declararía en la Corte. Cuando le reproché que no fui yo quien le echó al camino y que no merecía su venganza, exclamó agriamente que «toítos son lo mesmo». Sus ojos –dos chispas de la llamarada– se encendieron. Asustaba aquella mirada quemante, aquel gesto terrible. Al otro día, Lico, el pagote, fue puesto en libertad por falta de pruebas. Acaso habría estado allí toda la vida si no aparecen los culpables. Dijo que traía los huesos quebrados y que ahora se dejaría matar antes de cargar con delitos de otros. *** No bien había caído la noche me retiré a descansar. Sin embargo, a pesar de las noches de vigilia, a pesar de sentirme destroncado, a pesar del sueño, tardé media hora en dormirme. La impresión de aquello estaba estancada en

mi mente y ahuyentaba el sueño. Así, acostado, me puse a examinar mi vida. Creo que en el fondo yo no soy malo; no, no lo soy. ¿Estaba ciertamente dominado por aquel odio terrible? ¿Odiaba, en realidad, en la raíz? ¿Por qué me recluí en Bejucales con ánimos de torcerle el pescuezo al incendiario? ¿Por qué entonces me faltó odio para matar a Segundo cuando pude hacerlo? Me figuro que el odio mío no venía de adentro. Supongo que me dejé dominar por las pequeñas cosas, por los atavismos; que yo estaba imitando sin sentir; que me asaltó un orgullito de caballero feudal; que me dejé engañar por un falso modo de ver las cosas; que tuve un erróneo concepto del cumplimiento del deber… Todo eso es posible. Mi odio, acaso, fue una chamarasca alimentada por los ramujos de todas esas pequeñas cosas. Al otro día noté que mis entusiasmos flaqueaban; un desánimo singular desmadejaba mi voluntad. Desde lejos espiaba la casita de don Polo. Imaginábame atravesando el hueco oscuro de su puerta, hacia él, hacia don Polo. Me torturaba la duda de lo que él pudiera estar pensando de mí. ¡Qué ansias me asaltaron de ir a descansar fatigas bajo su sombra buena! *** Llovió. A la caída de las primeras gotas el ambiente se saturó de un penetrante olor a polvo sediento. Las torcaces expresaron su regocijo en lamentos y las palomas serranas trajeron su arrullo de la sierra. Llovió torrencialmente. Estuve largo rato en el balcón y tal me parecía que mi alma se bañaba. El ruido del aguacero verberante fue una escala de tristes melodías en mis horas grises. Días después herbecían los pastos, mostrándose claras y tiernas las hierbas.

1 Refrán popular, variante de El que se mete a redentor sale crucificado. Se dice cuando una persona trata de ayudar, pero a la postre sale perjudicada. 2 Véase la nota 9 de la Tercera Parte. 3 La cantidad de azúcar en la caña lo determina la sucrosa que ésta tenga. Mientras más tiempo se demore la molienda de la caña cortada, menor será su rendimiento de azúcar. 4 El novelista dramatiza el hecho de que muchos colonos puertorriqueños se arruinaron estrangulados por las corporaciones dueñas de las centrales. 5 Se alude a determinadas creencias para conservar la salud. Además de los ya señalados: cubrirse la cabeza para no “coger” sereno, no lloviznarse, no caminar descalzo por lugares fríos, etc. 6 Trabajar por ajuste significa que al peón se le paga por la labor rendida, no por las horas trabajadas.

El obrero, pues, debía realizar más esfuerzo, lo cual era de mayor utilidad para los patronos. 7 Se llama tiempo muerto al período de menor actividad en la caña. La zafra —el corte y molienda— duraba aproximadamente cuatro meses; en los restantes no había trabajo, sólo una ínfima parte de los obreros se empleaba en la siembra o desyerbo. Son muy importantes los adjetivos que utiliza el novelista para acentuar este problema: terrible, sombrío. 8 Tres ciclones, temporales, tormentas o huracanes, —como el pueblo denomina indistintamente a estos fenómenos—, de gran magnitud hicieron sus estragos en la Isla muy cerca del momento en que se escribió la novela: San Felipe (1928), San Nicolás (1931) y San Ciprián (1932). Todos ellos salieron por Aguadilla, razón por la cual se vio muy afectada la región agrícola donde se desarrolla la novela. El autor dramatiza las desgracias que esto ocasionó. 9 Debido a que los temporales mencionados salieron por Aguadilla, el centro de la Isla no se afectó mucho, en particular Utuado, de donde era la familia de José Antonio. 10 Los temporales San Felipe y San Ciprián azotaron la Isla muy cerca de las elecciones de los años 1928 y 1932, respectivamente. 11 Expresión que indica: “Toma y dame acá”; o sea, “Te doy para que me des”. Alude a los políticos que ayudan para beneficio propio. 12 Se refiere a la carretera número 2, llamada Militar, del tramo Aguadilla a Arecibo. El pueblo más cercano era Isabela. 13 Del italiano: en voz baja. 14 Cita del Génesis 3: 23. 15 Ron clandestino que indistintamente llaman caña, cañita, pitorro o pitriche. 16 Refrán, significa que lo bueno es innecesario pregonarlo, pues se vende solo. 17 Menciona la fábula de la rana que explotó tratando de hincharse como el buey. La recogen Esopo y Jean de la Fontaine. 18 Expresión que indica: sin pensarlo mucho; en forma irreflexiva. 19 Alusión a Daniel 2: 31-36. 20 Se refiere a las cabañuelas, creencia campesina de que la lluvia del año se puede determinar por los primeros doce días del mes de enero. Según el día que llueva o no, éste corresponderá al mes. Algunos lo confirman con las cabañuelas al revés, contando a la inversa los siguientes doce días. 21 El novelista establece una comparación de los cortadores de caña en plena faena —a los que llama “cuentas vivientes”— con las cuentas de un collar. 22 Del francés, sin segunda intención. 23 Como había tanto desempleo, resultaba muy fácil reemplazar a los huelguistas. 24 Así se les llamaba a los tuberculosos; en ese tiempo era una enfermedad muy común. 25 Juan Antonio dejó las polainas, especie de calzado, generalmente de cuero, que cubre la pierna como las botas. Véase la página 54, línea 30. 26 Se le llamaba calle al espacio que se hace entre las cañas para aislar el fuego. Suele incendiarse el lado de la calle por donde viene el fuego para controlarlo, a lo cual se le llama contrafuego y, también, contracandela. 27 La caña quemada requiere que se muela rápido, de lo contrario daría poca azúcar o ninguna. Véase la nota 3 de esta parte. 28 Como “había luna”, o sea luna llena —debido a la proximidad del Viernes Santo— se podía cortar la caña hasta la noche; al no llover se transportaba más rápido y la caña quemada podía rendir más,

ya que la lluvia la deteriora. Véanse las notas 3 y 27 de esta parte. 29 Expresión que indica que no importa morir, ya que no pierde nada porque nació sin nada. 30 Expresión popular: Las cosas suceden en cualquier momento.

Los acontecimientos últimamente acaecidos levantaron en mi espíritu un torbellino de inquietudes. Sentíame situado entre dos posiciones completamente opuestas. Era para estar en continua zozobra. Y yo lo estaba, en efecto. Yo no sabía qué pensar de las ambiciones que me enardecían meses atrás. Mi misma vida estudiantil se me figuraba como algo irreal, y la veía envuelta en la bruma de las añoranzas. ¡Tanto me había alejado de aquellos días! Al poner frente a frente al estudiante y al jefe de colonia me asombraba el contraste. Eran perfectamente dos individuos. ¡Aquel mi viaje en tren cuando venía con ansia de guadañar espigas cargaditas en los trigales del mañana! Y cuando el caso del rostro en el cañaveral me di cuenta de la catástrofe. Aquel rostro de Ventura Rondón me impresionó sombríamente. Del mismo modo que los antiguos guerreros exhibían el rostro del vencido en la punta de la lanza, levantándolo sobre las cabezas de la multitud, así vi yo el rostro de Rondón. Aún me estremece la impresión del espectáculo. Tiene que ser así, porque el trágico guerrero no ha dejado de exhibir los rostros de los vencidos… En el cañizar la vida es ciertamente tétrica; sólo basta pensar en la agobiante esclavitud de la peonada, víctima de todas las desventuras; expoliación, fatiga, hambre, maltrato, el círculo de fuego… Luego hay quien diga que ellos están acostumbrados a esa vida. Mejor sería decir que viven un simulacro de vida, porque a tal se reducen sus afanes. ¡Pobre gente! Forman una ciénaga de ansias podridas. Se necesita tener el corazón cerrado a toda piedad para encogerse de hombros ante la desgracia de esos seres. Estos meses de trabajo en el cañaveral me han traído experiencias inolvidables. Pasé por lo que no esperaba mi alma moza mareada de ilusiones ingenuas. ¡Cuántas veces me sonreí amarga o mordazmente al recordar las ilusiones que me forjé cuando venía en el tren, acabadito de salir del Colegio! Porque, en verdad, todo se me presentó de distinto modo. A cada momento repasaba en mi mente los acontecimientos de esos meses de lucha. ¡Cómo cansa nuestra palabrería vacua e inútil! ¡Cómo nos agobian con discursos, cantos y vanidades! Mientras tanto, se exhiben los rostros, se arrastran las desventuras… Es sencillamente un escarnio sangriento nuestro

falaz modo de vivir. Somos como la mujer vanidosa que se rellena las caderas y las partes glúteas con trapos para aparecer hermosa… ¡Miserias! Nos acordamos del jíbaro para decir que es “un caballero en harapos”,1 pero no nos preocupamos por proporcionarle un vestido más decente. Nos enorgullecemos de la cara pálida del guácaro y nos olvidamos de su inanición, de su anemia, de su dolor. ¡Mucho mejor sería que fuésemos un pueblo más fuerte, más alerta, más feliz, aunque fuésemos –¡qué importa!– más morenos! *** Era tremenda la lucha que se libraba en mi alma. De un lado, la Central; de otro lado, don Polo. ¡Don Polo! Volvía su idea a quererme ganar. ¡Tenía yo unas ansias de descansar mis fatigas bajo su sombra ancha y buena! Al pensar así me estremecía de ternuras. Me hubiera allegado hasta él, paso a paso, para contarle toda mi desventura. Cuantas veces me hallé cerca de Manuel me puse a espiar sus movimientos, mostrándome cariñoso con él; pero no, no me atreví a hablarle de don Polo. Eché mi afabilidad a reconquistar su confianza para luego ir paso a paso hasta el Viejo. Qué sé yo por qué me figuré que Manuel rehuía mi disposición conciliatoria; qué sé yo por qué me pareció más cazurro que nunca y por qué me pareció el rostro contraído en un gesto que me rechazaba. Acaso él, tan bueno siempre, ahora – bolchevique sombrío– traía oculta una bomba de mala voluntad para arrojármela y hacer trizas mi carne y mi espíritu. Luego, Segundo. Mejor, el recuerdo de Segundo. Parecíame que su espectro me perseguía hasta en sueños y que su féretro pasaba, pasaba… Arrastrábase la negra caja en mi corazón hablándome de cosas fugaces. En Palmares mis compañeros seguían notando con extrañeza mi inquietud. Me recluía en mi habitación, donde me quedaba solo. Trataba de alejar de mi mente la idea de culpabilidad en la muerte de Segundo. Mis camaradas tenían palabras de consuelo. «Él, Segundo, fue quien se trajo la muerte». –Chico, ¡y te pusiste en peligro! Si soy yo no boto el revólver. Si no hubiese sido por Paco Cruz… Sí, hombre, a Paco Cruz le debes la vida. Era cierto lo que decía mi amigo, pero, no obstante, veíame perseguido por la malhadada sombra. ¡La sombra viviente que me llamaba con su vocecilla

fría! Ya de tarde quise ver a Pepiña y me dirigí a la hacienda. Ella notó que yo estaba abatido, muy triste, y así me lo dijo. ¡Ánimos! ¿Por qué abatirse? La miré intensamente, e insistí: – ¿Qué me dices? –Que no te acobardes. Volví a mirarla. Ella se llevó una flor a la boca y mientras la sostenía entre los dientes, se dedicó, silenciosa, a sostenerme la mirada. Murmuré: –Pepiña… No habló, sino que me preguntó con el gesto. Era el llamamiento del amor. –Dime. Fui a hablar, pero me contuve; no obstante, mis ojos y mi gesto se lo contaron todo. Ella sonrió comprendiendo. Sin embargo, insistió. Quería oír la palabra. –Dime. Entre ella y yo se interpuso el recuerdo de Delmira, con su palidez y su tristeza. No Delmira mi hermana, sino la que conocí a través de las páginas del diario. ¿Y por qué? En verdad que no sé por qué. El caso fue que enmudecí ante Pepiña; la declaración se heló en los labios. –Tengo que hablarte mucho, pero hoy no. En otra ocasión será. –Bueno. Oscurecía. Momentos atrás el sol había caído en las fauces del dragón que se oculta tras los horizontes. Lloraba una torcaz. Suspiraba la fronda. En las yerbas los sapos se pusieron a llamar lluvia. *** Por la noche me encontraba yo haciendo un informe en la oficina cuando llegó don Oscar. Dio las buenas noches y se adelantó con la mano alargada, sonriente y amable. Me pareció un ente raro, y me le quedé mirando con la boca abierta. Él me dijo: –Vengo expresamente a felicitarlo por su celo. Nos estrechamos las manos, silenciosos. Luego él añadió: –Usted ha prestado un gran servicio a la Central.

–Me alegro mucho –respondí con ironía. –La democracia se desvía, tomando un sesgo peligroso. Todo gobierno está en el deber de hacer respetar la propiedad, cueste lo que cueste. En otros tiempos existía ese respeto. Me parece que hace falta un sistema, si no enteramente feudal, por lo menos casi feudal. Es una aberración pensar que el obrero tenga los mismos derechos de los empresarios. Hay que atajar el levantamiento del obreraje. Las personas decentes no van a estar a merced de unos cuantos descamisados. Por eso le digo que usted prestó un gran servicio a la Central y al sagrario de la propiedad. Me indigné. Sentí que se me encabritaba el corcel de la ira. Enloquecido por un súbito odio a don Oscar, como si me encontrase ante un enemigo irreconciliable, me puse en pie de un salto y exclamé: – ¿Los intereses de la Central? ¡El feudalismo! ¡Maldito sea el corazón de los explotadores! En mala hora me metí en Bejucales… Le hablé furioso, histérico casi, y apenas me di cuenta que le ofendía. Él se quedó pasmado, y silabeó las siguientes palabras: – ¿Qué le pasa, señor Borrás? –Nada, señor Mendoza. Es decir, mucho. –Conque… ¿cuchillo de palo en casa del herrero?2 ¡Ja! ¡Vaya, vaya! – ¡Es otra cosa la que deseo que usted sepa! –Diga usted. –Sí, sí. ¡Lo diré! Ustedes los empresarios, así se llama usted, son unos criminales. ¡Unos criminales, señor de Mendoza! ¡Ustedes, sólo ustedes, tienen la culpa del atropello a que estamos sujetos! ¡Son ustedes los primeros en maltratar al hermano, al trabajador nativo! ¡Lo entregan! Hice pausa, pero don Oscar dio la callada por respuesta y permaneció con el entrecejo arrugado. Su sombra en la pared se me pareció a Nietzsche, según vi la fotografía del filósofo rebelde en la portada de Así hablaba Zaratustra… Ojos fieramente callados, cejas abultadas, cejijunto. Se cruzó de brazos para mirarme atentamente. Me encolerizó su silencio; quise hostigarlo con la palabra hiriente. Inevitablemente agresivo, repuse: – ¡El feudalismo! ¡Da ganas de reír pensar en eso! ¡Ahora, según están las

cosas, si hay que destronar a Dios por déspota y por traidor, no se anda con chiquitas! Todavía más sorprendido, don Oscar no me quitaba los ojos y me miraba como se mira a un loco. Yo proseguí: –La vida de un peón del cañaveral es una medrosa aventura. Cuando es malo es porque se le persigue tenazmente, porque se le acorrala. El hambre le tiene consumido, y en vez de cortar caña no corta cabezas porque es demasiado bueno. ¡Segundo tenía razón! Tarde lo vengo a comprender. Usted, don Oscar, es responsable de su muerte. Algunos, como Marte, saben que no van a vivir en perpetua esclavitud por no desacreditar unos ídolos. ¡Yo no sé cómo Dios permite tanto atropello! Y los que atropellan van el domingo a arrodillarse a la iglesia… ¡Hipócritas! Bueno, quien siembra vientos…3 ¡Usted sabe el resto! Don Oscar no hablaba. ¿Por qué no hablaba don Oscar? Me puse rojo de ira; me parecía que deliraba. Era como una fiebre intensa que se apoderaba de mí. La llamarada del odio me envolvía. Pero era odio a la Central, personificada en aquel momento en don Oscar de Mendoza. –¡El día más claro llueve!… Ya sé que ustedes andan en zancos, pero vayan con cuidado. ¿Cree usted que tenga perdón de Dios lo que ustedes han hecho con don José? No se han conformado con arrinconarlo de una manera tan desastrosa. Usted se ha gozado en hundirlo. Le reconstruí con palabras violentas una escena que presencié en la oficina de la Administración. No puedo olvidar el aspecto de hombre caído de don José. Yo estaba sentado en una esquina del local aguardando unas órdenes de don Oscar cuando llegó el antiguo dueño de La Monserrate. El pobre señor estaba nervioso, con la chalina mal puesta, el capacete echado hacia atrás, crecida de cuatro a cinco días la barba, el gesto cansado, inseguro el paso, ¡un escombro de fuerza vital! Por dos semanas consecutivas habíanle negado la refacción. Él, que tiene unos cientos de dólares de gasto, ahora venía por setenta y cinco dólares. Don Oscar se los negó. Don José se puso furioso, dio dos o tres vueltas por la saluca, para luego suplicar, ¡suplicar don José del Valle y Zárraga! ¡Venir a mendigar una refacción raquítica! Y escuchen ustedes, hijos de esta tierra desventurada, don Oscar le ofreció una limosna de treinta dólares,

«si bien, bien, y si no, también», según dijo. Se fue don José, mudo de rabia, de vergüenza, de dolor, después de rechazar con gesto altivo las treinta monedas que Judas dejó en manos de don Oscar. Alguien que se encontraba en la oficina, comentó: «Ese hombre puede matarse». –Y usted, don Oscar de Mendoza, usted tuvo la desconsideración sangrienta de decir: «Un hombre arruinado es una ruina». Y dijo más: «Primero mi dios y después los demás. A ver si la American Sugar Company va a permitir que holgazanes se les queden con el dinero». ¡Y usted, mal puertorriqueño, se burló de la desgracia de su compatriota! Cuando vaya el domingo a misa, ruéguele a su Dios que no le permita ¡nunca! ir a mendigar una refacción… Mi palabra era ya barco al garete en un mar de emociones violentas. Exclamé: –Don José anda medio loco, ¿no lo sabía usted? El otro día la esposa le quitó el revólver de las manos. Don Oscar amagó sonreír. ¡Pero qué sonrisa al parecer malograda! Capté su pensamiento: «Comedias de don José. No tenía tantas ganas de matarse». Pero no habló. Me mortificaba terriblemente su silencio, un silencio hostil, como si el Mendoza desdeñase mis bravatas. Quise provocarlo y grité: –Se encuentra culpable, ¿eh? Por eso no habla. ¿No se da usted cuenta que una gran humanidad vive en tristes ahogos? ¡Los pobres! Mire: hay gente que cree que toda la tierra se hizo para ellos. ¡Hay que desendiosar a esa gente! Don Oscar se adelantó hacia mí, me dio unos golpes en la espalda y dijo: –Calma, muchacho. Me desarmó don Oscar. Se me helaron las palabras en la boca: era como si me derritiesen pedacitos de hielo. Me entró una especie de temor oscuro. ¿Por qué no pude dominar la lengua? Sentí como que el mundo se desintegraba y que cada hombre se volvía polvo. Polvo miserable. La sombra de la derrota se me proyectó dentro. ¿Por qué no supe dominar los nervios? ¡Oh! Una vez me puse a espigar sueños en las praderas de mi alma; ahora soplaban los vientos de la desdicha y las espigas, dobladas por la granazón, acamábanse… ¡Todo, todo se desintegraba; todo, todo era polvo! Don Oscar me dijo adiós y se fue. Se fue con su gesto, con su aparente tranquilidad. Mis compañeros se acercaron a mirarme atentamente como

preguntándome: « ¿Estás loco?» Sin poderme contener grité, furioso: – ¡Quiero estar solo! La desesperación se puso a pinchar mi cerebro con su aguja de martirio. *** Adentro, bien adentro en el espíritu, proyectábase la gloria paisajal. ¡Cielo, mar, montañas, pastos, sabanas! Todo se me metía en el alma invitándome a abandonar los trapos de la civilización. La Naturaleza quería recibirme como al hijo pródigo, con los brazos abiertos. Cada rumor de la brisa, cada trino de los pájaros, cada nube sedienta de matices era un llamamiento, un grito de amor. ¡Sentimental invitación la que me hacía la abeja buscadora de miel con sus zumbidos, las yerbas con sus racimitos, el ave con la brizna en el pico, la torcaz que mordía la semilla!… ¡Paisaje bueno de la montaña azul en donde me refugiaba a descansar mis fatigas! Paisaje puertorriqueño, penetrando en ti se olvida uno de las miserias, de las amarguras, de los rencores. Nos haces buenos, nobles, tiernos… Ya estaban florecidos los bucares, mostrando su roja oblación. Los cafetales daban las últimas floraciones, y el ambiente estaba saturado de aromas. Olía a albahaca, a saúco, a higuillo –tenues perfumes–. Las matas silvestres me traían viejos relatos de la niñez. ¡Oh, la voz cariciosa de la santamaría, del cundiamor, del bejuco de ramilletes amarillos! ¡La cabecita rosada del moriviví, la flor sangrienta de la amapola, el júbilo blanco de los duendes! Vivimos muriendo en el círculo vicioso de las cosas falsas –lujo, vanidades, miserias– y nos alejamos de lo que nos eleva. ¡Cuánto más vale comprender el regocijo de una florecita azul que montar en el más lujoso coche! Quisiera alejarme, Señor, quisiera alejarme de las tragedias del vivir aparatoso y de feria. En tal estado de ánimo me encontraba cuando recibí la noticia de la gravedad de don Polo. Sin pensarlo mucho, al caer la noche, me dirigí a su casa. Siempre había mucha gente que lo visitaba, pero aquel anochecer – debido a la hora– aún no había llegado nadie. Me detuve unos instantes en la puerta; no fue hasta que Manuel me invitó a entrar que entré. Avancé paso a paso, recluyéndome, tembloroso, en el hogar bueno. Mis pasos sonaban de extraño modo en las tablas del piso y mis espuelas de plata formaban un

ruido peculiar. Manuel me miraba calladamente, en actitud de sordo reproche. Yo bajé la vista y me parecía que avanzaba a ser juzgado por un juez severo e inflexible. Yo era la más miserable de las criaturas. –¿Don Polo? Manuel volvió a increparme duramente con su mirar, pero, no obstante, me dijo: –Pase, pase. Entré en el aposento. La tenue luz del quinqué bañaba el venerable rostro del Viejo dormido. Allí, junto a su cama, el paciente Clavileño, el sillón de ruedas aguardaba al jinete soñador. Yo me detuve a contemplar su rostro seco y arrugado. Me crucé de brazos junto a su cabecera y contemplé con ataladrante remordimiento la blancura de sus cabellos. Me lo figuré más consumido, más magro de carnes, con un rictus de amargura en las esquinas de la boca. Permanecí silencioso; bajé la cabeza, dejando caer los brazos. No me importaba lo que pensase Manuel de mí. En esa actitud estuve hasta que él, don Polo, abrió los ojos, y después de mirarme insistentemente me sonrió con dulzura. ¡Si yo pudiera llevar al papel la emoción que me produjo su sonrisa clara! Pero no es posible. De primera intención creí que él me iba a recibir con dolorosos reproches, pero no fue así. Abrotoñaron ansias inefables en mi corazón y en mi espíritu se bailó la danza del júbilo que hace llorar… –Hijo mío, no me olvidabas –rezongó, sin dejar de sonreír. Murmuré: –Viejo, lo que bien se quiere, tarde se olvida.4 –Nunca dudé de tu cariño. –Viejo, ¡me hace llorar de alegría! Hubo silencio. Luego interrogué: – ¿Cómo está? –Estoy mal. – ¡No me diga usted, Viejo! Pero se sanará. He enviado por el médico. – ¿Por el médico? Le dije a Manuel, le supliqué que no se ocupara… –Ya vendrá de camino. –Bueno, después de todo, agradezco la bondad. –Gracias, Viejo. ¡Y tengo alegría y tengo pena! –Comprendo.

Don Polo estaba realmente postrado. Al contemplar sus carnes magras y su rostro seco, la angustia me mordía el corazón. Me pareció –pensando en su posible muerte– que todo estaba descompuesto en el mundo y que nada tenía arreglo. ¿Nada, nada tendría arreglo? ¿Era cierto? Salí de la casa cuando empezó a acudir mucha gente, para volver con la llegada del médico. Afuera, noche sin luna. *** Sobre el filo de los días, mis entusiasmos agonizantes. A pesar de que tenía que entenderme con todo en las dos haciendas, ya no hacía gala de la diligencia de otra época. En eso paró mi optimismo. Ahora lo veía todo a través de un fatalismo contumaz. A los caporales les respondía con monosílabos y me mostraba huraño con los demás. Un día le grité una amenaza a Lope; él se fue silencioso, espoleando su chongo dormilón. Cuando visitaba a las Alzamora, Delmira me miraba mansamente, preguntándome con su gesto: « ¿Qué te sucede?». Yo trataba de mostrarme jubiloso con ella, pero todo se reducía a un simulacro de regocijo. Delmira estaba ya en pie. Daba compasión verla, con su dejadez, con su tristeza, con su rostro palidísimo. ¡Pobre Delmira! A sus ojos fluía la fuente maravillosa del llanto sin lágrimas. En el cañaveral no cambiaba la tarea; pero ahora me parecía más intenso el dolor, más pronunciada la miseria, más afogarante el círculo de fuego. Era horrible pensar en todo esto, sobre todo después de mis días de soberbia. ¡Oh, y esta zozobra cruel que se posesionaba de mí, afincándose en el espíritu! Tal vez saldría pronto de Palmares. Aquel silencio de don Oscar barruntaba algo malo. Era preciso enfrentarme a los acontecimientos con plena serenidad. Quienes más se extrañaban de mi hurañez eran los Perales. Una tarde don Manuel me dijo en broma que se iba a enojar conmigo, y todo lo que consiguió de mí fue un gesto frío. Me fui dejándole con las palabras en la boca. Allí en la puerta de la tienda se quedaba don Manuel con sus papeles grasientos, con su hipocresía, con su rapacidad. Con los Moreau era distinto. A Juan Pedro decía las confidencias de mis preocupaciones; él me daba ánimos. Sus advertencias eran un consuelo. En cuanto a Pepiña… ¡Ah, Pepiña era mi paño de lágrimas! Me encantaba oír su dejillo delicioso y contemplar su gracioso gesto. El rostro se le iluminaba de

simpatías… También me agradaba cambiar impresiones con el maestro de la escuela vecina. Sabía comprender mis inquietudes este hombre silencioso, de callada rebeldía, de reposada actitud. Últimamente hablamos sobre la desventura de la peonada, y él comentó amargamente el estado actual de la sociedad. «En nuestro país las apariencias nos llevan por mal camino». *** Don Polo se moría irremediablemente. Cuando me dieron la noticia sentí un frío extraño en el alma y me apresuré a visitarle. Lo encontré acurrucado en la cama, suspirando hondamente, ya en estado comatoso. Pocos momentos atrás había venido el médico; manifestó que ya no había remedio. Don Polo, el buen viejo, ya no conocía a nadie. Cuando abría los ojos, la mirada vagabunda hacíase honda, como si viniese de otro mundo. Había alguna gente alrededor de su cama, y todos permanecían silenciosos y cabizbajos. Sentado junto a su cabecera, Manuel aparecía profundamente abatido. Deseé tener un poder portentoso para llamarlo una vez más a la vida. Pero no. ¡Somos tan miserables los humanos! Largas horas las que pasé en vigilia junto a su cama. Espié su rostro en busca de consuelo. Viejo, ¿cómo pude huir de ti, espíritu afuera? ¿Cómo pude alejarme de tu buena sombra para fatigarme en la tiranía? Tu alarido, tu loco alarido de justicia, estaba clavado en mi cerebro como una larga espina de naranjo. Ya casi al despuntar el alba se nos fue el Viejo. En su rostro se estabilizó un gesto de paz y amor. Se quedó estancada en su semblante su bondad, como un remanso de aguas profundas y claras. Era su último gesto, el que había predominado en su vida. ¡Me abandonaba el Viejo! Ante el doloroso espectáculo de su muerte se oscurecía mi sol… Alguien murmuró: –Ése va con chancla y to al cielo.5 Indudablemente. ¡El árbol de su vida fruteció para tantos! Ahora estaba desgajado el tronco prócer por el suelo. Me consternaba su muerte. Dejé todas mis ocupaciones a cargo de los caporales para salir a cargar tu féretro, Viejo. Y tal me parecía que en la caja negra iba lo mejor de mi vida. Lo más noble de mí parecía ir allí dentro, hacia la desintegración total. Pero

no, quedaba lo más noble de ti: la semilla sembrada… Por la noche, al acostarme, no se me iba de la mente el gesto inmovilizado de don Polo. Sentí fiebre de ser santo. Habría dejado lapidar mi cuerpo para purificarme. Habría deseado sentir la carne lacerada como Job. El alarido de don Polo estaba clavado en mi cerebro y en mi espíritu… *** Grande era mi desventura al encontrarme perseguido por el odio tenaz de la gente. Analizando bien la situación, no había motivo para que se me odiase tanto. Yo no quise hacerles daño en un principio, pero ellos y la gente de la Central me envenenaron con su mala voluntad. Antes que se me declarase la guerra con huelgas e incendios yo estaba dominado por una idea de tolerante conmiseración. Verdad fue que después me sentí envuelto en la llamarada del odio y se me consumía el corazón, pero todo ello fue una locura. Fueron aquellos días terribles de mi vida. Me hace daño pensar en eso. Me he vuelto huraño. La conversación de los grupos de gente retumba en mi alma como el sonido del mar en las cavernas de la orilla. No hallo dónde refugiarme con mi dolor. Para más penas, don Polo se fue hacia la desintegración. Ayer, al pasar cerca de la casita que tanta veces apretó mi espíritu en un abrazo cordial, la vi cerrada. ¡Cerrada la casita del gran cariño! Ya no tengo la sombra buena donde ir a descansar fatigas… ¡y estoy tan cansado! ¿Y Manuel, dónde está Manuel? El hijo noble se fue para no volver, se fue hacia la ausencia, arrastrando la pena de la muerte del Viejo, dejando la casita del gran cariño huérfana y vacía. Sentí que el mundo se llenaba de luto; oí la voz cariciosa del hogar que amparó la santidad. Tras de estos sentimientos, pisando sombras, mi derrota como jefe de colonia. Es doloroso pensar en esto. Mejor sería olvidar. ¡Después de tanto sacrificio de estudiante venir a dar en esta situación de vencido! Ahora más que nunca he sentido ansias de huir hacia el primitivismo. Los hombres me han excomulgado; la Naturaleza me insinúa un alejamiento de la comedia sombría. Los cañaverales parecen llenarse de carcajadas hirientes. Guarda la tragedia del rostro de Ventura. Al pasar la brisa entonan una música bárbara. Entre sus cepas se escucha la melodía perversa de la esclavitud. Resplandece el relámpago del machete tronchando libertades. Se doblan unos cuerpos,

sudorosos y vencidos… *** Reclamado por el recuerdo de los primeros días de Santa Rosa, dirigime a visitar a las Alzamora. Era una noche profundamente estrellada. Al pasar por el portón negro oí el ruido lejano de un tren, y en mi alma florecieron las añoranzas. Avancé en la noche hacia la luz de la loma. Cuando llegué al batey de la casa solariega, mi vista se echó a vagar, nostálgica, por los campos oscurecidos. Luces dispersas de hogares campesinos. Hasta mí subía el misterio de la noche para envolverme. Me recibieron como al hijo pródigo.6 Pero Delmira no podía substraerse de conversar sobre temas tristes, de modo que sus palabras me tocaron las fibras más ocultas del corazón. Como sentía mi ánimo conturbado, limité la visita a poco más de media hora; pretexté tener que tratar un asunto con Chelores y allí me encontré con el viejo que se llenó de regocijo al verme. Me conmoví oyéndole expresar su júbilo. –Chelores, un cuento. – ¿Un cuento? Ya lo creo que sí. Empezó con modo peculiar: «Asina es como dicen que sucedió… » Cuando terminó la conseja, me volvió a hablar de sus tiempos de mozo y de los lejanos acontecimientos. De súbito, se detuvo, asuntó, y me dijo: –Cucha. ¿Oyes la bomba? Hoy se baila en casa de Ña Saturna. Hacía tiempito que no bailaban. Oíase la bomba: Tum, tum; prútutu, tum, tum, tum… Eran golpes secos. La noche parecía una caja enorme y hueca. Tum, tum, tum… Atavismos ancestrales golpeaban salvajemente el pecho de la noche. Tum, tum, tum… –Enantes yo tenía fama de bailaor. ¡Se celebraban unos bailes! Ahura, toíto esto se acaba. La bomba de ahura no es la de enantes. El negro ha dejao de ser negro; a veces es más blanco que el blanco en sus cosas, ¿sabe? Esa bomba que oyes es una surrapa solamente. Y se oye porque trata de Ña Saturna. ¿No has estao nunca en un baile d’esos? –Nunca he ido. – ¿Quieres ir? – ¿Es lejos?

–No. Vamos a pie. –Bueno, vamos. Salimos cuando ya se presentía la luna. Acercábase la claridad, palidecían las estrellas. Casi media hora después llegábamos a la casuca. Orto lunar. La luna era un tambor dorado, luego blanco. Con el advenimiento de la luz bajó la fiesta al batey. Luna, luna muy luna. Luna tan luna que el alma quería salirse de la órbita del cuerpo… La casita está situada en un rincón pintoresco. Su batey, limpio y plano, es triangular por dos cordones de maya que se juntan. Detrás del bohío una manchita de café, un grupo de árboles, matas de plátano… La luna ha bajado a mirar entre la fronda. En las mayas, coquí, coquí, coquí. Croan sapos y ranas. Los sapos, las ranas y los coquíes están de fiesta. Alguno de ellos se habrá vestido de luna, en espera, esperando y esperando la lluvia para bañarse de regocijo. Sube, sube la luna borrando sombras, azorando estrellas. La loba luna tiene hambre de estrellas. En las yerbas y en las frondas las gotitas del rocío son espejos de luz. La luna está avara de todo. Se transforma, múltiple, para penetrar en todo. En el batey, la fiesta de Ña Saturna. El gozo se filtra en cada rayo de luna. En el vértice del ángulo, enfrente del cañaveral que se extiende desde la maya, en los terrenos de Palmares hacia la sabana, en el vértice penumbroso, la bomba, la caja viva, las maracas. En Achote, tocador de bomba, se fijan todas las miradas. Cocó toca la bomba más pequeña; Marcelo maneja el fua; Marcos, el mozuelo avispado, ha convertido su corazón en peronías y lo ha encerrado en las maracas... Tum, tum, tum; prútutu, tum, tum, tum… Risas, voces, gritos, ojos en blanco, locura, frenesí: Yo sembré una naranja entre medio de tre, todo el mundo la envidiaba y ninguno la pudo coger. Del palo yo soy el amo, el palo yo lo sembré;

todo el mundo lo envidiaba y ninguno lo pudo coger. Tum, tum, tum… La gente prorrumpe en gritos antiguos. Suena salvajemente y se oye la salmodia salvaje de la noche, alborozada por los golpes que recibe en pleno pecho. Tum, tum, tum… –Juanito, no me pueo aguantar –me confiesa Chelores. Se arroja a la locura del baile. La gente recibió su entrada con exclamaciones estentóreas. ¡Viva Ño José Dolores! ¡Viva! ¡Ña Saturna quiso hacerlo honor y se ofreció a servirle de compañera! Figurean. Achote canta en alta voz, sin abandonar la bomba. Tum, tum, tum… La bomba –un barril con un cuero puesto en tensión– es una boca antigua que llama a vivir existencias perdidas. Juguetea el fua7 sobre sus costados. Luis Canté, Luis Canté, yo te vengo a preguntar, si es cierto que me quieres como amigo nada más. Tum, tum, tum… Risas, gritos. El dios de piedra le sonríe a la serpiente. Aguedá, dime lo que quieres; dime lo que quieres, Aguedá, dime lo que quieres; si es cunyá, dímelo; si es leró dímelo. Vuelta a las risas y gritos. La luna, tan romántica siempre, baja a danzar regocijos ancestrales. La luna, lunita blanca, toca su tambor blanco. Solé Salustiana Solé, Solé, Salustiana Solé… A las cinco de la tarde oí tocar un cuembé y pregunté: « ¿Aónde lo tocan?» –En casa de Salustiana Solé. ¡Viva Ño José Dolores! ¡Viva! ¡Aprendan los mozos! Tum, tum, tum… Pero no, los mozos no aprenden. «Son más blancos que los blancos en

muchas cosas». La boca vacía de la bomba tendrá que callar sus ruidos. Se abandona el primitivismo y se cae en la vorágine de la civilización. Sólo va quedando el color de la piel y con el tiempo también capitulará. La vorágine de la civilización lo devora lentamente. La fiesta de esta noche no la celebrarán los mozos; se celebra porque vive Ña Saturna. Esta noche los viejos atavismos se han dado cita en el batey del bohío de Ña Saturna. Y eso que «está lejos de ser como enantes». Esta noche se le han ajotado los perros de los atavismos a la civilización. Se han encabritado. Brillan relámpagos de idolatrías que van pasando. Se escuchan las últimas galopadas de sentimientos primitivos… Tum, tum, tum… Ahora es un rumor confuso de voces. La danza es más sensual aún. El diablillo perverso se trepa en el viejo árbol. Se canta remedo de holandés y de francés: patois.8 No se entiende lo que dicen. Chelores se sale un poco disgustado. –No me gusta el baile e cabro –me dice. Al verlo salir se vuelve a lo primero. ¡Que venga José Dolores! ¡Viva José Dolores! Mamá, cuídame a Belén; cuídame a Belén, mamá. Luego se sueltan las ironías que van dirigidas a los de Palmares Que se quema la Cienda del Palmar. ¡Ay, Dió! Déjala quemar. Pío Pachú, un viejo ágil, aprieta la vida en un salto y la reduce a un grito. ¡Pío Pachú! ¡Viva Pío Pachú! Pío Pachú no es ningún chamalungo. Pío Pachú no es ningún mongo. Se suelta la serpiente, se suelta… Mamá Belén, bendito Mamá Belén, contigo ya no hay quien cuente; Mamá Belén, bendito Mamá Belén, a ti sí que nadie te siente… Es una queja por el olvido en que se tiene a Mamá Belén, a quien sus nietos no quieren. Pasa la silueta de Mamá Belén –con el pañuelo a cuadros, con su bondad–, de cuyos negros pezones ha bebido más de un blanco. Eso me da a entender Chelores.

Luego los júbilos se humedecen más. Ay, Alquilé se creía que no estaba en la fila; (repiten los versos) pero la zafra se acabó y ahora se va pa la fila. Supongo que sea la fila de los desventurados, de los que dejan la vida, jirón a jirón, en la guardarraya y luego, cuando más necesitan, se quedan sin trabajo. Aromá me conquistó mis cantores. ¡Aromá, bendito, Aromá! Aromá me conquistó mis bailaores… ¡Aromá, bendito, Aromá! Es un lamento galante, los golpes siguen cayendo como gotas de plomo. Se reciben en el pulso, en las sienes, en el pecho, en el corazón. Pasan una que otra vez algunas nubes y hay sombras fluyentes. Se alborozan los sapos, las ranas y los coquí, coquí, coquí… Ladra el perro, maúlla algún gato, chirría alguna ave. El múcaro se ha reído a carcajadas desde el árbol de pan. Las palmas sacuden coquetamente sus cabelleras empolvadas de luna. El viento se suelta a juguetear entre las hojas largas de los plátanos, entre las cepas de los bambúes… Son otros vientos con el mensaje de los manes africanos. Lo comprenden así los bailadores y se enardecen. El aliento de la noche sopla secretos de otras edades. El propio pecho del batey se estremece. En una esquina un mozo enamora a una moza mientras la nocturnal exultación se hunde en los siglos. Prosigue la danza de la tradición que se despide y hay rumor de abalorios, ráfagas abusioneras, acres olores. Tum, tum, tum… Ya en camino de regreso voy pensando en el espectáculo. ¡Oh, el hormigueo de viejos júbilos! Júbilos, atavismos que se descepan. Son los últimos pasos de la danza que se va. Según nos alejamos van apagándose los golpes. Tum, tum, tum… Van debilitándose lentamente; un poco, otro poco más allá, y dejarán de oírse. La luna, lunita blanca, va inundándome de exquisitas melancolías.

*** El viento soplaba en la fronda mientras yo permanecía tendido en la yerba, apoyado en los codos. Huyendo de un enjambre de pequeñas cosas, habíame recluido en este rinconcito pagano, al borde de una hoyita de la cual salía un grupo de árboles. Observaba atentamente el vuelo vacilante de las mariposas, estos animalitos bellos, leves, graciosos, con hambre de néctar, con su empolvamiento de polen; la laboriosidad de las abejas estremecidas de zumbidos; la acechanza de las lagartijas… Era una tarde tranquila, con un cielo borracho de azul. De vez en cuando venía hasta mí alguna voz lejana, pero no se turbaban mis meditaciones. Me invadía una paz infinita. Una que otra vez llegaba una reinita, o un picaflor, o una torcaz, picaba aquí y allá y se iba. Una bandada de gorriones aterrizó su alegría voladora en una cepa de arrocillo. Mi espíritu, avizorante. El viento traía nostálgicos pregones. Penetré en todo. Sangré en cada ramillete rojo del solitario bejuco; sangré en una amapola tardía. Pasos, pasos, pasos. Se acercaba ella –la mujer de mis sueños– a musitarme palabras divinas. Me decía: «Te amo», en cada flor, en cada cantar, en cada espiga. Me miraba a través de la ventana de la tarde. Me decía: «Soy tuya». Y repetía: «Tuya, tuya eternamente, en la flor, en el cantar, en la espiga»… Cuando menos la esperaba, una torcaz vino a decir sus arrullos desde el árbol cercano. La busqué, ansioso. Allí estaba mordiendo una pepita, sacudiendo la humedad de frondas lejanas, temblorosa de canción. Se le cayó la pepita al arrullar. Pensé en mis montañas, en mis abras; en mi niñez, en mi vida altureña. Súbitamente herido por una corazonada me senté. Luego, pasados algunos instantes, volví a la casa. Sobre mi escritorio encontré la carta. Al ver mi nombre escrito en el sobre timbrado, con sello especial, en seguida conocí la letra: era de una de mis hermanas. Efectivamente, en una esquina del sobre estaba su nombre: Rosina Borrás. Tomé la carta con manos temblorosas y no encontraba de qué modo rasgar el sobre. Se me agolparon todos los recuerdos del hogar en mente. ¡Aquellos días de mi niñez! Me asaltaban las añoranzas – ¡todo parece un sueño!– de mis tres o cuatro años de edad, cuando yo vivía sin enconos, sin rencores, sin vanidades, encontrando un hermano en cada ser y en cada cosa.

¡Oh, mis andanzas entre árboles, en el cacahuatal de Abra Honda, en el cerro de los mangotines! ¡Oh, los cuentos de Ña Valenta, la buena viejecita que casi nunca falta en el hogar; aquellos cuentos milagrosos que me hacían abrir los ojos! Bien recuerdo a Ña Valenta a pesar del tiempo. Ella sombreó los cuatro o cinco primeros años de mi vida. Me hablaba con dulzura y me llamaba «hijo mío» con la misma suavidad de mi madre, con la misma suavidad de don Polo. Había cierta semejanza con la mamita de Segundo y he aquí por qué no pude evitar que el afecto por Segundo se me trepara corazón arriba. Luego, la antigua hacienda de café, con su casa solariega, sus ranchones, sus secaderos. ¡Mi vieja casa española, muy parecida a la de Santa Rosa, con sus fuertes maderas del país y sus habitaciones amplias! Profundamente conmovido, trémulo de emoción, recorrí con el espíritu la leyenda de la inesperada cartita. Traía un reclamo que no podía eludir. Me decía: «Papá está mal, muy mal de salud, y está continuamente llamándote. Debes venir en seguida. Te esperamos ansiosamente. Ven cuanto antes. Todos queremos verte». Luego apelaba a la evocación tocando mis fibras más sensibles: «Los bucares están florecidos y las tórtolas no se cansan de cantar. A veces me creo que las tórtolas lloran… ¿Te acuerdas que cuando niños las espiábamos? Todo lo tuyo te espera…» Realmente no fue menester que ella tratase de convencerme despertando añoranzas, pues sólo al ver la letra en el sobre me había hecho pensar en el regreso. Regresaría a lo mío. Esta misma noche iría a ver a don Oscar para luego partir en el tren de la madrugada. Lo dejé todo abandonado para acudir a la llamada de mi hogar. *** Ya en el camino a mi casa, mientras el tren horadaba el silencio majestuoso de la noche con sus ruidos y sus silbidos, iba yo pensando en mi padre. Mi padre fue siempre un hombre muy laborioso, un fanático de la tierra. Trabajó afanosamente en una pequeña heredad que le legó mi abuelo, y en vuelta de dos años se hizo de más tierras y de algún capital. Ya era un hombre de mediana edad cuando casó con mi madre, hija de un corso acomodado, dueño éste de una hermosa heredad –una hacienda de café– en el interior de la Isla. La vieja casa solariega de mi abuelo tocó a mi madre y fue precisamente en esta casona que vinimos al mundo Rosina, Judit y yo. Yo soy el hermano mayor.

Mi padre –don Jacobo Borrás– era un hombre muy rígido, ceñudo y poco dado a conversar. Su mismo nombre ponía raras sensaciones en mi espíritu, Jacobo: nombre extraño que me hacía pensar en engurruñamiento de entrecejo. Hacía honor a tal nombre con su carácter tétrico y su genio levantisco. Temblábamos cuando lo veíamos iracundo. Su grave seriedad apenas nos permitía reír en su presencia. Su manía era «criar una familia respetuosa y obediente». Es de suponerse que lo hacía con la mejor buena fe, pero ello fue motivo para que no acabásemos de comprenderle. Nunca le comprendimos. Su seriedad rígida nos cerraba las puertas. Nos trataba de usted muy a menudo, y sus órdenes nunca se repetían. Eran órdenes p recisas, inapelables, que nos pinchaban los nervios. Nos fuimos levantando azoraditos, un poco atolondrados. El que él pasase todo el día en la finca era para nosotros un alivio. Dábamos rienda suelta a la libertad y entonces tenían lugar nuestras correrías. Criados así, entre azoros, apretaditos, llegamos a la adolescencia. Fue entonces que nos dimos cuenta exacta del motivo que tenía nuestra madre para llorar de vez en cuando. Nuestro padre era muy enamorado y sostenía relaciones con otras mujeres. Me es doloroso decir esto, pero lo que estoy escribiendo es una confesión. Como la hacienda Atalaya estaba algo distante del pueblo, cuando fuimos a las escuelas tuvimos que estar ausentes cinco días a la semana. Durante el sábado y el domingo oíamos unos cuantos sermones para que no fuésemos a torcer los caminos «que yo les trazo». Llegamos hasta sentir miedo. No comprendíamos. Las palabras justificadoras de mi madre no me convencían. Desde temprana edad se hizo habitual en mí el recluirme en las lecturas, dominándome un empeño tenaz de saber mucho. A mis hermanas las retiraron de la escuela al terminar la enseñanza primaria, porque querían que ellas fuesen mujeres de casa. No protestaron las muchachas. En cuanto a mí la cosa era distinta. Mi tía Josefa, solterona muy católica, se empeñó en que se hiciera de mí un sacerdote, y, al efecto, sostuvo acaloradas discusiones con mi padre hasta obligarlo a enviarme a casa de otra tía en la ciudad colegial. Fue aquí que hice mi instrucción secundaria. Tía Ángela daba muchas quejas de mí, dando lugar a que mi padre amenazase con ponerme «un cesto en la cintura»;9 pero fue debido al persistente afán de tía Josefa que se me retuvo en la ciudad. Ambas tías murieron antes de terminar yo mi educación secundaria; sin embargo, permanecí estudiando.

Se tenía a mi padre por hombre muy respetable y morigerado, y en más de una ocasión vinieron a ofrecerle la alcaldía de la población. Él rehusaba porque se sentía español, y, en efecto, era uña y carne10 de la colonia española local. A pesar de todo, nadie podía negarle su puertorriqueñismo bravo, con un amor fanático por el terruño. Su fobia a los yanquis no tenía comparación; era un odio violento que le arrastraba a la invectiva, un encono terrible que corría por su sangre. En las vacaciones, después de mi graduación de Escuela Superior, mi padre me indicó que me quedaría trabajando en la finca. Ya iba para un año que Rosina y Judit habían salido de la escuela; yo no seguiría la suerte de ellas. Sin embargo, aquel día callé; aplacé mi protesta para la última semana de vacaciones. Pasaron dos meses de espera ansiosa y febril. Cuando llegó la oportunidad de expresar mis deseos, me dirigí resueltamente a mi padre. Él sostuvo su decisión; sus palabras eran terminantes. Yo debía permanecer en la finca. Insistí: me iba a estudiar. Como mi padre creía la desobediencia la más grave y reprobable de las faltas de un hijo, se enfureció. Me pegó en el rostro para que aprendiera a respetarlo, según declaró. Aquella misma noche me hui de la casa para dirigirme a la ciudad colegial. Mi padre no quiso que me procurasen, porque «ya él tendrá que venir». No fue así, sin embargo. Me recluí en casa de don José Cuerda, quien se aprestó a resolver mi situación. Cierto es que yo trabajaba, pero no es menos cierto que su inagotable bondad me abrió el camino. Permanecí en la ciudad colegial subido en el orgullo. Fueron cuatro años de luchas inolvidables. Mi madre hizo lo que pudo por mí. Durante ese tiempo visité ocasionalmente la hacienda Atalaya, pero mi padre mantuvo su actitud de enseñarme a obedecer. ¡Aquellos cuatro años de mi vida! Sinsabores, dichas, Sarah, ¡el triunfo! Luego regresé a mi hogar, orgulloso de mi hazaña. Nuevamente mi padre y yo fuimos héroes en la medrosa aventura de la incomprensión. Me produce amargura pensar en todo esto. A mi padre se le quebrantó la salud –padecía del hígado– y cada vez aumentaba más su hurañez, su carácter agrio. Tuvo dolorosas disensiones con parientes y extraños. Me sentí perseguido por las inquietudes. Luego, la lucha entre el corazón y el cerebro; la huida. Dejé dicho en casa que no me escribiesen; tampoco lo permitió la terquedad soberbiosa de mi padre. Aunque yo traté de acallar el motín de inquietudes que me sublevaban, no obstante, me sentí envuelto en la incomprensión. Pude ser tolerante y no

llegué a serlo. A la verdad, los nervios no me ayudaron. Ya en Santa Rosa – ¡doloroso es confesarlo!–, pretendí hacerme cargo de mis dos hermanas y de mi madre, pero ésta no lo consintió; así fue como me alejé de los míos. Ni siquiera supieron que estuve enfermo de gravedad. La carta de Rosina removió mis añoranzas. Me sentí arrastrado hacia mi hogar. ¡Qué arrepentimiento al pensar en mi conducta soberbiosa! Los sucesos últimamente acaecidos prepararon el camino para la comprensión. Los sentimientos filiales me enmilagraron de contrición y bondad. Mi alma floreció de anhelos de concordia. *** Apenas iniciaba el alba tomé un automóvil que me condujo a mi pueblo de la montaña. Teníamos que recorrer una carretera muy difícil, en pendiente, con muchas curvas y profundos precipicios. El paisaje es soberanamente espléndido. Íbamos viajando sobre la espina dorsal en la montaña y yo contemplaba, hondamente emocionado, el apiñamiento de cerros, los árboles, las casitas… Habíamos acabado de ascender una empinada cuesta cuando estalló uno de los neumáticos del auto. Mientras el chófer lo sustituía por el repuesto,11 yo me puse a otear distancias. Ya el sol iluminaba las cumbres más altas. Las sierras lejanas se veían azules, tan azules, que casi se confundían con el cielo. Más acá, verde, verde, verde – alfombras de descanso para los ojos–. La montaña me hacía un llamamiento con su voz de siglos. Todo invitaba a ir más allá de las alturas. Sentí una paz infinita invadirme el espíritu. Entonces comprendí que soy espíritu de montaña; no lo soy de la sabana. En la sabana padezco de agorafobia, mis ojos necesitan puntos de apoyo. En el llano el sol quiere quemarme como a un hereje; mi espíritu necesita estar recostado en el verde blando, entre la multitud de árboles. Anduve unos pasos y columbré mi pueblo anidado en el valle. ¡Mi pueblo!12 Se me humedecieron los ojos de alegría. Una alegría clara, tan clara como las distantes claridades montañesas. Una tenue neblina había arropado el pueblo durante la noche –gasa sutil–. El valle –boca sedienta– había pedido cielo; el cielo se dejó caer… Bajo la copiosa fronda, en los valles, crecía el cafetal. ¡Cuánto más amigo que el cañaveral! Cierto que aquí el jíbaro estaba pálido, pero cada cual tenía

derecho a la manchita, al conuco. En el cañizar, no. Éste, entregado a la corporación, se tragaba toda la tierra, sin dejar sitio al conuco. Era tanta la voracidad, era tan bravo su egoísmo, que hasta se mostraba terriblemente enemigo de los árboles. Bajo las raíces del cañaveral laten, en gestación, los horrores del desierto.13 En la plaza, el pueblo me abrazó con su cariño, me habló milagros con sus campanas, con sus pájaros madrugadores. Aun el pregón callejero tuvo para mí confidencias. Después de deambular por las calles más de una hora, proseguí viaje hacia la hacienda Atalaya. ¡El camino que tantas veces anduve! Me conmovió la trascendental bienvenida de las frondas, los sitios, los bejucos, los seres… Parecía que todos aguardaban ansiosos mi regreso. Y cuando desde un cerro alcancé a distinguir la heredad de mi padre, al corazón le nacieron alas y se echó a volar, en círculo, como las golondrinas cuando presienten la lluvia fresca. Descendí la pendiente –iba a caballo– y en el batey nos abrazamos estrechamente mi madre, mis hermanas y yo. Lobo, el viejo can, se quería beber la mañana con sus ladridos. Bastó una sola ojeada para captar todo lo que es mío por imperativo del corazón. Como venía borracho de luz, el aposento de mi padre me pareció más oscuro. Busqué el cuerpo yaciente casi a tientas y, tras de un largo abrazo, palpitó el saludo que muchas veces repetí de niño: «Ción, papá».14 Cuando mi vista se acostumbró a la oscuridad, me encontré con los ojos llorosos de mi padre y, profundamente conmovido, balbucí: –Perdóname. Sucedieron dos días de febriles vigilias, de inquietantes esperas, pendientes todos del menor gesto de mi padre. Permanecíamos callados, aunque con las miradas formulábamos multitud de preguntas. Al cabo de los dos días, una noche como a las once, el yaciente nos dijo sus últimas palabras. Dirigiéndose especialmente a mí, rogó: –Les pido que me perdonen. No pudimos contestar y le abrazamos silenciosamente. Luego él se lamentó: –No supe comprenderte, hijo. No te separes nunca de esta casa. Conserva la heredad; es el patrimonio de tus mayores. Permite que siga siendo el

patrimonio de tus menores. No dijo más. Su respirar sibilitante fue prolongando sus intermitencias. Afuera, la noche. Lobo ladraba, ladraba, ladraba. Sus ladridos hacían eco en el valle. La noche estaba azorada. *** Ya de vuelta en Palmares para arreglar mis asuntos, cuando me disponía a salir para entrevistarme con don Oscar, un peón entró en mi despacho con la carta inesperada. La tomé maquinalmente, indicando al hombre que saliera. Me arrellané más cómodamente en la butaca; luego rasgué el sobre. Era del administrador; el papel tenía timbre de la Central. Decíame que se veía precisado a prescindir de mis servicios porque «no nos conviene el propagandista dentro de casa». Y añadía: «Necesitamos gente que no dé aliento a ideas subversivas que traen fatales consecuencias a la Central. Lamentamos mucho tener que tomar este acuerdo, pero usted comprenderá que así lo requiere el buen orden». Estas palabras irónicas me sublevaron: «Creo, perdone que se lo diga, que usted tendría su porvenir asegurado en una tribuna roja». Se me encabritó la bestia de la ira y rezongué unas palabras que no me atrevo transcribir. Mi primera intención fue responderle agresivamente, diciéndole que yo «no necesito este empleíllo, porque, por voluntad de mis mayores, soy propietario de toda una hacienda de café». Eso me aconsejaron la ira y la vanidad, pero acabé por sonreírme melancólicamente. ¿A qué conducía esta réplica intemperante? A nada. ¿Para qué envenenar el espíritu? Terminé de leer la carta: «Sírvase entregar al señor Juan C. Ordóñez y pase por la oficina a buscar el último sueldo con un mes de vacaciones pagado». Otra vez arrugué el entrecejo al leer eso de «un mes de vacaciones» y pensé decirle que se los guardase para «que usted pague algunos de los peones de Los Naranjos, aunque no sería una cosa del otro mundo, pues acostumbraba hacerlo con dinero de la Central». Pero me retracté; aunque la verdad, no dejaría de ser una bajeza, y yo estaba dispuesto a vivir en paz, a admitir todas las mortificaciones tolerantemente. Una vez más puse cadena corta a la fiera de la ira. Me proponía, si no matarla definitivamente, por lo menos encerrarla en una jaula de gruesos barrotes… Como yo estaba casi de espaldas a la puerta de entrada, me sorprendí

cuando alguien me puso una mano sobre el hombro. Al volver la vista, vi una pistola por encima del hombro y oí una voz que me intimidaba. Me asusté. Di un salto en mi asiento, haciendo ademán de abrir la gaveta de mi escritorio en donde guardaba mi Colt. El intruso gritó: « ¡No se mueva!». Miré hacia atrás y más me sorprendí al ver un hombre enmascarado apuntándome con la pistola. Habló: –Usted no ha sido fiel al grupo de las «Tristezas Suicidas» y vengo a exigirle cuentas. Se oyó una carcajada estridente y de súbito el hombre se quitó el pañuelo de la cara. ¡Era Carlos, el mismísimo Carlos Ordóñez en persona! El palabritas mansas de mis días de estudiante. Nos abrazamos estrechamente, entre risas y exclamaciones de alegría. –Carlos, ¡qué sorpresa! ¿Desde cuándo te llamas Juan C. Ordóñez? –Desde el diploma de graduación. Es la moda, Lírico – el Lírico me llamaba la estudiantina–. ¿De modo que no te diste cuenta que era yo? ¡Qué coincidencia! Eso ayudó a que te asustara tanto con la pistola. A la verdad, Lírico, que estabas asustado. Sin poderlo evitar, se me agolpó un tropel de preguntas en la boca. ¿Qué es de la vida de Albornoz? ¿Y Romero? ¿Doña Clara? Y… ¿Sarah? –Poco a poco, Lírico. Ni siquiera me has invitado a sentarme. –Vamos a mi aposento. Nos fuimos. Nos sentamos en la cama y en seguida florecieron los « ¿Te acuerdas?…» – ¿Por qué no volviste por allá? –No fue posible. Dime, ¿todavía tiene doña Clara su casa de huéspedes? –Todavía. Allí estuve hasta que me gradué el año pasado. Siempre buena y amable. ¿Te acuerdas lo mucho que la molestábamos? –Sí, sí, recuerdo. Mira, Carlos, no quiero que se me olvide. ¿Sabes de don José Cuerda? –Está viejecito. Vive de renta. – ¿Quieres que te diga? Las dos veces que he ido por allá, después que me trasladé para acá, fue con la sola intención de saludar a don José. Fue muy bueno conmigo. – ¿Ya congenian tu papá y tú?

–Nos llegamos a entender. Acaba de morir. – ¡Muchacho! ¿Muerto tu papá? No lo sabía. –Ayer llegué de casa. Carlos estuvo silencioso unos instantes. ¡Le agradecí tanto que no me dijese el convencional «Te acompaño los sentimientos »! Yo detesto todas esas palabras con etiqueta, fabricadas por alguien que quiso tomarle el pelo a su prójimo. Yo reinicié la conversación: –Háblame, háblame de aquellos tiempos. –Me has alelado con la noticia. –Háblame de la estudiantina –insistí. –Bueno, te empeñas. –Romero, Ruiz y Martínez y otros siguieron estudiando. Unos se fueron antes de terminar, otros han terminado. El Club perdió a la gente que le daba vida. Albornoz, el futuro gran poeta y legislador, cambió su curso de ingeniería por el de abogado. Está firmemente convencido de que va a ser un buen tribuno y ha decidido prepararse en la debida forma. Por lo pronto piensa que Puerto Rico debe ser independiente. No sé si al salir de la Universidad cambiará de idea… ¿Has leído versos suyos? –No los he leído. –Lástima, muchacho. Hubieras visto cómo no se olvidó de rimar «vida» con «querida» y «alma» con «calma». Muy sabroso todo eso. Carlos no olvidaba sus humorismos ocasionales; sin embargo, ahora estaba más serio, más formal. Es un mozo alto, fornido, apuesto. Recordando súbitamente que él también componía versos, le pregunté: –Y tú, ¿ya no compones versos? – ¿Versos? –responde con gesto de amarga renunciación–. ¿Y quién escribe versos en la vida? Nunca encuentra uno el soñado verso que dé rima y haga al otro más profundo. No, muchacho, no escribo versos. Hay que renunciar a la poesía porque es una maldición para el género humano. Me asombraron sus palabras; no obstante, callé. Carlos cambió de conversación. Me dijo:

– ¿Sabes? Narciso se casó y vive lo más feliz con su mujercita. Ha cambiado mucho desde entonces. –Y… –Sarah, ¿no? –Sí, Sarah. –Sarah hizo matrimonio desgraciado. Se enamoró de uno de esos ninfos que lucen y no trabajan, y la pobre está pasando las de Caín.15 El bandido se emborracha bárbaramente y luego llega a la casa a maltratarla. Ella se ha consumido trabajando para el holgazán. Después de todo, de ello tiene la culpa Sarah, por creer en apariencias. Como él, aunque pobrete, pertenece a ese grupo equívoco que llaman de buena familia, la ingenua creyó que iba a ser feliz, ¿entiendes? Nada, tonterías. Tú sabes que de mil mujeres, mil una son tontas de remate. ¡Sarah, Sarah! Me da profunda lástima pensar en ella, tan mimosa, con sus ojos tiernos y lánguidos, con su gesto cansado, con su vocecilla húmeda y su actitud de soñadora. Todavía recuerdo, como si fuera ayer, aquella mañanita lluviosa en que la conocí, bajo el paraguas. Aún me parece oírla contándome sus penas, llorándome sus ansias truncas. Pero ya todo eso pertenece al pasado, y me duele mucho que el muchacho de la sentimental historia huyera de ella y que el dramita no terminase, como es frecuente en las novelas, con el matrimonio de los protagonistas. Después de todo, yo no tuve la culpa: la vida –ajorada por la realidad febril– no lo quiso. Todo, para que ella cayese en un ninfo sin corazón. Al pensarla así, maltratada y triste, me llené de súbita congoja. Pero ¿para qué lamentarlo? –Si alguien –me dice Carlos– relatara las incidencias de vuestro amor, las mujeres no simpatizarían con el protagonista, contigo, Juan Antonio. Creerían que la engañaste. –Me lo supongo. Es que no piensan en la realidad de la vida. Uno tiene que ir donde lo lleve la vida. Pienso casarme con una muchacha saludable, porque me preocupa la suerte de mis hijos futuros. Para que terminen en matrimonio no quiero amores enfermizos. Hay que pensar en la parte biológica, que vale tanto como la sentimental. Combinadas las dos cosas, hacen el amor perfecto. – ¡Qué ideas, Lírico! Eres un hombre razonable. ¡Chócala! –No es broma, Carlos. Te lo digo de verdad.

– ¿La verdad, nada más que la verdad? –Nada más que la verdad. –Y si le quitan al amor las mentiras, ¿qué queda del amor? –Te burlas. –No me burlo. Quitándole al amor las mentiras, el amor se me antoja algo vacío, sin matices, sin bellezas. La mentira hace al amor grande, digno de obras maestras. Te digo que el goce más grande que sienten dos enamorados es contarse muchas, muchas mentiras. La mentira los eleva hasta la luna. –Aunque con el matrimonio se les deje caer, ¿no es eso? ¡Qué cínico! –No es cinismo. Hablo formalmente. –Yo me ratifico en lo que dije. Pienso vivir una vida real, no exenta de sueños, claro, en la hacienda Atalaya. –No eres sincero hablando así. ¡Si no te conociera yo! Tú te dejas arrastrar por el corazón. –Hago que el cerebro esté alerta. – ¡Mentiroso! Seguimos discutiendo el tema por algún tiempo. De súbito, le pregunté: –Y tú, ¿no te has casado? –La vida no me ha llevado hasta ahí –me respondió irónicamente. – ¿Qué has hecho después de tu graduación? –He trabajado temporeramente en dos o tres Centrales. Cuando se me nombró para trabajar aquí y se me dijo que eras tú el jefe de la colonia, le dije a don Oscar que no sería yo quien te sustituiría a ti. Entonces él me replicó que en ese caso nombraría a otro, porque tu socialismo era incompatible con el cargo. Opté por aceptar con carácter transitorio y renunciar toda vez que tú lo quieras. – ¡Oh, no! ¡Quién mejor que tú! Ya sabes que pienso irme a trabajar a mis terrenos. –En ese caso… –Aceptarás. –Perfectamente.

–Lo único que me duele es esta carta, lo que dice don Oscar en ella. No sé por qué no renuncié antes de salir para casa. Así la hubiera evitado, porque he de confesarte que me sentí mortificado al leerla. Me entraron ganas de salirle con dos piedras en la mano a don Oscar. Pero me parece que no vale la pena dejarse morder por la ira. –Tienes razón. –Pero esta carta es insoportable. Al pensar en la derrota se me violentaba el amor propio. Fue la carta de don Oscar la que me puso en la boca sabor de cenizas. Persistía en mi rostro el gesto de vencido. Carlos se condolió: – ¡Pero qué triste estás, muchacho! Estás enormemente triste. ¿Qué te sucede? Nunca te vi así de estudiante. Volví a sonreír amargamente. Y poco a poco fuimos cayendo en el tema que me obsesionaba: la vida que hace el peón en el cañaveral, el pávido avance de la miseria, la voracidad de la llamarada… Horrible pensar en todo eso. Carlos hizo un gesto peyorativo y exclamó: –Hay que ir de frente en contra del sentimentalismo. No arrugar la frente y, en ocasiones, ser un canalla, ¡un bribón! De un lado, los jefes. De otro, el peonaje. Yo no sé por qué los peones no pueden ver a uno, pero a mí no se me mueve un pelo. ¡Oh, sí! Suprimir esas ansias redentoras de que hablas. Sólo así se aguanta la colocación. A los jefes les disgusta que uno piense de distinto modo que ellos. Creo que es parte del reglamento. Además, esos hombres son demasiado brutos para que uno les haga el honor de alimentarles sus ansias de libertad. –Bueno, ya eso se pasa de castaño oscuro.16 –Es la pura verdad. –Eres un cínico. A pesar de mis experiencias dolorosas en el cañaveral, no hablo así. –Te contentas con engañarte. No te basta el declararte en derrota. ¡Mi derrota! Me dolió la afirmación de Carlos. El solo pensarme vencido me abatía profundamente. ¡Mi odio volvía a escaparse y subía, subía la llamarada! No obstante, me dominé. Dije: –Una derrota da motivo para emprender una nueva lucha.

–Chico, da a conocer ese filósofo inédito que hay en ti. – ¿Sabes, Carlos, que ésta no es ocasión para bromear de ese modo? No te imaginas cómo está mi ánimo. Ordóñez se puso serio; formalmente me dijo: –Perdóname, muchacho. Se me olvidaba que tienes realmente motivos para estar así –y cambió de conversación–. ¿Cuándo piensas irte? –Mañana o pasado. Esta misma noche iré donde don Oscar. – ¿Por qué ese apuro? –Me necesitan en casa. Es decir, me llama la montaña. Con toda seguridad encontraría descanso espiritual en aquel paisaje. Ayer no más me sentí inundado de amor y comprensión al sentirme proyectado en mi Naturaleza. Necesitaba la blandura verde de mis montañas. Entre árboles se refrescaría mi espíritu. Allí, en las umbrátiles laderas, cede el círculo de fuego. Estaba yo necesitado de paz, tónico para esta alma mía que se movía en un espinar de nervios en mal estado. Los trinos de los pájaros habrían de suavizar mis inquietudes… Era urgente mi partida. Caído el anochecer, me dirigí a entrevistarme con don Oscar. Mucho antes de llegar a la Central, desde una cuesta, distinguí el semillero de luces. El automóvil se tragó la cinta de la carretera y poco después me encontraba en casa de Mendoza, quien me recibió afablemente. Conversamos sobre mi posición. Más de una vez estuve a punto de romper la jaula de los convencionalismos sociales; sin embargo, aún pude dominarme. Me puse una máscara de despreocupación. Don Oscar quiso excusar su actitud, pero yo lo atajé con esta cortante réplica: –A usted le sobraba razón al despedirme. Hizo bien. Yo en su caso habría hecho igual. Y le ruego no hablemos más del asunto. Mientras pronunciaba esas palabras me sentí dominado por un orgullo fiero. Creo que fue don Jacobo, mi padre, quien las pronunció. Él, Mendoza, se quedó mudo de asombro. *** Rogelio Martínez y Rafael Vega, mis compañeros de faena, se apenaron

mucho cuando supieron que éste era mi último día en la colonia. Exteriorizaron sinceras palabras de amistad. Mucho les agradecí sus muestras de simpatías y les hice prometer que me visitarían en la hacienda Atalaya. Desde ahora podían ir organizando una fiesta campestre. Entonces me dispuse visitar a las Alzamora en Santa Rosa. Salí de Palmares después del desayuno. Las herraduras de mi caballo sonaban escandalosamente en el empedrado de la carreterita blanca. Hoy era el último día que montaba el cuatralbo corcel, mi camarada de tareas, y sentí pena de no haber sido su dueño. Ya en el batey de la casa me detuve unos instantes a contemplar la escalera que siempre me decía: «Entra». Subí lentamente, deteniéndome en la galería a anticipar con el pensamiento emociones de despedida. En mi imaginación veía flotando pañuelos blancos y manos temblorosas; veía rostros tristes, ojos plañideros. Quise disfrazar mi tristeza y exclamé: – ¡Buenas mañanas, gente! En muchas ocasiones, cuando estaba de buen humor, saludé de ese modo. Doña Lela se reía de muy buena gana. Hoy, en la proximidad de la ausencia, quería resucitar pasados gozos. Salieron las dos beatas a recibirme. – ¡Hola, Juan Antonio! Bienvenido. Oí un grito jubiloso desde la sala. – ¡Muchacho, tú aquí! Era Delmira. Nos sentamos. No me cansaba de mirar a la niña: estaba muy pálida, realmente enferma. Hablamos sobre muchos temas antes de llegar al objeto de mi visita. Las dos mayores se fueron a atender menesteres domésticos y nos dejaron a Delmira y a mí, porque «usted, Juan Antonio, es como de casa». Así habló doña Lela. Quise que la muchacha me acompañase a algunos sitios. Primero, al cuarto que ocupé durante mi estada en Santa Rosa. Penetré en el amable recinto con el alma conmovida de recuerdos. Allí estaba todo cual lo dejé. La cama de caoba, amplia y señorial, cubierta de albas sábanas; el velador, el escritorio, el quinqué… Todo estaba en su sitio; ni siquiera faltaba un ramillete de flores lilas en un vaso. Siempre era así mientras estuve en Santa

Rosa. Un día había expresado a Delmira mi predilección por las flores lilas o azules en un vaso lleno de agua clara. En un florero, no; las flores adquirían una belleza más íntima asomadas al borde de un vaso. Eso pensaba yo, y como se lo dije a la niña, ella no se hizo esperar y desde entonces no faltó el vaso con flores lilas o azules. Sinceramente emocionado, exclamé: – ¡Eres un ángel, Mira! ¿Conque has seguido poniendo flores en mi cuarto? Ella sonrió con sonrisa cansada y murmuró, tierna y húmeda la voz: –No me he olvidado. Así me hago la ilusión que llegas al aposento al anochecer. Me acostumbré a ti y te juro que te siento en la familia. –Lo comprendo; no tienes necesidad de jurar. –Te siento como el hermano que no tuve hasta… que tú lo quisiste. – ¿Hasta que yo lo quise? Tú lo dijiste. Mira. ¿Crees que se me olvidan tus cuidados, tu devota solicitud cuando yo estaba enfermo? No, no se me olvidan. Volvió a sonreír y me dijo: –Era mi deber. –No digas que era tu deber. Hace meses que detesto la palabra deber. –Fue un mandato del corazón –admitió melancólicamente. –Bien lo sé. ¿Por qué pensé en la Delmira que escribió el diario sentimental? Aquellas páginas, aquellas palabras: «Hoy me habló de amor…» «Hace días que estoy en espera de la palabra buena…» Eso escribía ella, después de la entrevista de aquella mañanita lluviosa. Luego torció los rumbos del corazón cuando yo la llamé hermana. Admitió la hermandad. ¿Qué efectos tuvo en ella la renunciación? Al verla ahora, ante mí, tan pálida, tan enferma, se me llena el alma de zozobra, y la digo: –Mira, ¿sabes la noticia? – ¿De que te vas? –Sí. –La sé. Me miró intensamente y no pudo evitar que los ojos se le llenaran de

lágrimas. –También sé que Pepiña va a ser mi cuñadita –añadió sonriendo entre lágrimas. Y yo no sé por qué me figuré que había una sutil ironía en su afirmación. Yo permanecí callado, y a pesar de estar convencido de que por ella, por Delmira, no sentía otro afecto que el fraternal, a pesar de eso, ¡experimenté áspero remordimiento! Tengo que confesarlo: aun cuando la hubiese amado como a Pepiña, ¡no habría podido casarme con ella! No habría podido. A mí me domina un invencible deseo de tener hijos fuertes y sanos. Los veo ya correteando al aire libre. Y me da una inefable lástima pensarlos tristes y enfermos… – ¿Te creías que no lo sabía? –insistió ella. –Te lo iba a decir. –Seré una buena cuñada mientras viva… Pero me da mucha pena que te vayas. –Yo quiero que vayas a pasar una temporada a mis montañas. – ¿Para qué? –Te hará bien, ¡el aire es tan puro! –Ya no me sano. –No digas eso. La Naturaleza es maravillosa. Lo cura todo. Quiero que vayas. –Bueno, díselo a mis tías. Comprendí que no quería ir, a pesar de su promesa vaga. Murmuré: –No sólo se lo diré, sino que vendremos mis hermanas y yo por ti. Permaneció callada; no quería hablar más. Yo repuse: –A ti te hace falta cambiar de ambiente. –Aunque ya nadie podrá borrar lo que está escrito para mí. Entonces fui yo quien calló. Me asomé a la ventana buscando refugio de consuelo en la contemplación del cerezo, del jardín, de los pastos, del cantizal… Salimos al balcón. Abriose el paisaje atrayente ante nuestros ojos. Hacía una mañana clara y profunda. En la lejanía, confundida con el glorioso azul

del cielo, la línea ecuórea. Algodón viajero de nubes vagabundas. Luego, verde muy verde, verde rabioso; verde en los árboles, en las palmas, en los oteros, en los cañaverales, en la sabana, en el breñal, en las montañas más cercanas; con el cielo volcado en la tierra distante. Los pájaros surcaban los aires borrachos de luz. Una gaviota –punto luminoso y moviente– volaba hacia el casi oculto campanario del pueblecito. –Le entran a una ganas de rodar como el viento sobre tanto verde y tanto azul –suspira la soñadora–, ¿verdad? –Es cierto –respondo, comprensivo. –Fíjate aquel barquito, ¡tan blanco! ¿De dónde vendrán los vientos que hinchan sus velas? –De los cuatro puntos cardinales. Callamos; pero seguimos hablándonos con el pensamiento. Las ansias se nos salen a la boca, a los ojos, al gesto. ¿Para qué hablar si en este instante nos comprendemos en el alma de la milagrosa mañanita? ¡Es tan torpe la palabra! De súbito, ella me mira intensamente para decir: –Juan Antonio, nací para morir en una espera larga, y creo que seguiré esperando en la otra orilla. No me sé explicar como quiero. Hay gentes que no comprenden estas situaciones, pero yo sé que tú comprendes. –Comprendo. Me falta valor para decir más. Y así estamos los dos, aplazando el momento de la despedida, callando más que hablando, hasta que por fin me decido: – ¿Dónde están doña Lela y doña Julia? –Vamos –la muchacha trata de acallar la fuerte emoción que le inquieta la vida. Cuando nos vemos los cuatro, frente a frente, no sabemos qué decir y tratamos de sonreír. Realmente entristecido, murmuro: –Me voy ya. Alargué la mano a doña Lela y ella le estrechó silenciosamente; igual hizo doña Julia. Delmira echose a llorar como una chiquilla. Cuando hubo pasado la primera impresión dije: –Delmira va a pasarse una temporada con nosotros; vendremos mis

hermanas y yo a buscarla. El aire de las montañas le hará bien. Ella levantó la vista para mirarme, ¡y no necesitó hablar para yo comprender lo que quiso decirme! Luego pronunció estas palabras: –Si voy es con esta condición: que haya un cuartito separado y… No terminó. Apresuré la despedida y salí precipitadamente. Junto a mi caballo me esperaba Chelores. Díjome: –Te ibas a olvidar. –No, viejito. Nunca podré irme de aquí sin decirle adiós. Conversamos poco y partí en seguida; bajé la pendiente sin mirar hacia atrás. Encontré mucha gente a lo largo de la carretera blanca, pero a casi nadie me atreví a mirar. Sólo con Lope me detuve a hablar unos momentos, y, mientras hablábamos, su chongo tuvo su peculiar actitud: adormiló los ojos. El caporal me deseó buena suerte; le agradecí mucho que esta vez no me llamara mister. Me alejé con un enjambre de pensamientos tristes zumbándome en la mente. Llegaba hasta mí el ruido de las acequias. Ya cerca del portón negro, en dos o tres hectáreas de pasto que allí había, merodeaba un hatajo de reses. Un caballo relinchaba rabiosamente, erguida la cabeza, nervioso e inquieto. Era época de la verriondez animal. ¡Mes de San Juan,17 mes de calor, de fatigas, de cánticos bárbaros entonados al sexo! No obstante, mi alma era una sementera de anhelos sutiles y de melancolías íntimas… *** Mejor era aceptar la derrota serenamente. Iba dejando toda la vida de la colonia atrás, con las tragedias de la guardarraya, con la esclavitud de la peonada, con su sudor y fatiga. Todo quedaba atrás. A mi paso algún cañaveral dejaba oír sus ruidos de chubasco que se acerca. ¡Cañaverales, lagos de desventuras! Abrotoñó la semilla vellosa regada por el sudor de los tristes siervos. La sabana está invadida: se oye el galope fiero de la miseria. Lo va atropellando todo, vidas, árboles, el orgullo insular… ¿Dónde, dónde se encontrará refugio? ¿En la montaña? El último indio se refugió en el Yunque y allí murió con sus dioses. Tenemos que emprender el camino a la montaña, pelear bravamente en contra del hacha, en contra de las tormentas, en contra de los invasores. No hemos de permitir que mueran nuestros individuos y nuestros dioses. Urge hacer frente a todos los enemigos,

hacernos fuertes en la montaña para bajar entonces a la reconquista de la sabana costanera. Para ello se precisa voluntad a toda prueba; que nos impulse un bravo deseo de reconquista. En cuanto a mí, creo que voy regresando ya. Mi existencia está prendida del paisaje; lo que necesito ahora es conseguir la fortaleza, entrar en acción. A eso voy. ¡Cada cerro, cada bucare, cada guamá, cada manchita se me brinda de aliado! De mis bejucos haré una cuerda resistente con que estrangular a mis enemigos, a los enemigos del terruño. Entraré en ti, montaña mía, y desde tus lomas azules o verdes acecharé a los protervos enemigos. Iré a la carga, brioso e impávido, como un dios pagano. Montaña soberbia, amenazada por todos los truhanes; montaña prócer, bebedora de cielo: tú que invitas a tocar estrellas, ¡hacia ti voy en un regreso de carne y espíritu! No quiero que se me acuse de traición. Te dejo atrás, sabana vencida, apretada por las raíces del cañaveral. (El cañaveral – enemigo del conuco, enemigo jurado del jíbaro–.) Me estremece el júbilo del regreso trascendental. En mi alma florece la emoción de la vuelta a lo mío… *** A mi paso por frente a la tienda de la Central, después de oír las palabras convencionales de las hijas de don Manuel, me detuve un instante a contemplar el grosellero junto al que se levantaba la casita que fue de don Polo. Tuve un pensamiento de amor para él, para el Viejo: «Dios lo tenga en la gloria, don Polo. A usted, don Hipólito Cabañas, Quijote alerta, enamorado siempre de la Igualdad Humana, deshonrada por los infieles de la razón y el sentimiento; a usted que me subyugó con su honda comprensión y con su suave bondad; a usted que se llevaba siempre la Noble Idea en ristre, lanza puesta al servicio del débil y el desvalido; a usted que se pasaba largas horas en espera de un taumaturgo que le dijese: “Levántate y anda”;18 a usted, inolvidable don Polo, dedico este recuerdo que ha de trascender los lindes de esta vida equivocada. ¡Pena enorme el verle sentado perennemente en un sillón de ruedas, de brazos rígidos, ¡paralítico usted, noble don Polo!, como la voluntad y la conciencia de los hombres! Usted vive dentro de mí, en mi reino interior». ***

Por la tarde fui a casa de los Moreau. Como en tantas otras ocasiones, encontré a Pepiña en los jardines. Hablamos sosegadamente, después que ella me hubo tendido la mano –la cual apreté levemente, sosteniéndola entre las mías por más tiempo del acostumbrado– en señal de adhesión espiritual por la muerte de mi padre. Callamos un rato. Luego le dije: –Pienso irme mañana. –Buen viaje –me contestó de lado, con algo de broma y tristeza. Y después, volviéndose, añadió: – ¿Te vienes a despedir? –Acaso. –Allá, en la hacienda que heredas, vivirás feliz. –Depende. – ¿Depende? –Je vis en espoir19–ensayé en francés, un francés que debió herirle los oídos. – ¿Con esperanzas? –Sí. No debo callar más, Pepiña. Te quiero. Pronuncié la palabra quiero deseando que mi voz penetrara hondo, bien hondo, en su corazón y en su feminidad. Supliqué: – ¿Qué me dices? – ¿No comprendes? –Comprendo. ¿De modo que…? – ¡No comprendes! –Sí, sí: comprendo. – ¿No necesitas que te diga más? –Quiero que me lo digas con palabras tuyas, con tu dejo delicioso. –Te amo también. – ¿Desde cuándo? –No se puede decir. –Dímelo. Me miró intensamente y las mejillas se le arrebolaron. Estrujaba una rosa

que tenía en la mano. Susurró: – ¿No te extrañará si te lo digo? –No. Lo que quiero es oírte. –Desde que te vi –me dijo como en un escucho. Bajó los ojos. Mi corazón palpitó rápidamente, lleno de regocijo. – ¡Qué feliz soy, Pepiña! ¿Sabes que todo se presta a esta declaración? ¡Bien hice en aplazar esta entrevista hasta hoy. –Yo también soy feliz. –Hoy mismo hablaré con Juan Pedro y con tu hermana. Mañana, antes de salir, vendré donde ti. Y nos casaremos… Ella me interrumpió: –Quiero que me hables de ti. Nos sentamos en un banco rústico bajo el parral. Le hablé fervorosamente sobre la vida de la montaña, allí, en donde cada individuo aspira a poseer y posee su conuco, su manchita. Allí se ama la tierra porque la matita produce y lleva alimento a la mesa campesina. Hay sus desventuras también –en la viña nunca falta el agrazón–, pero la vida se hace menos cuesta arriba. Ahora iba a vivir en el verdegal de mis montañas. –Sé que a ti te gusta esa vida rural, libre de preocupaciones convencionales –añadí. Iríamos a amar intensamente, a sentir, a aguardar con ansias las anunciaciones vernales, a espiar las aves zahareñas, a refugiar nuestro espíritu en el regazo blando del paisaje montañés. Nuestro amor sería eternamente llevado por todos los vericuetos a todos los rincones. ¡Qué felicidad vivir en cada florecita, en cada brote, en cada trino; vivir en los umbrátiles dominios del arbolado! Iríamos a proyectar nuestras almas juntas en la Naturaleza serrana. La heredad de mis mayores, la Hacienda Atalaya iba a ser escenario de nuestra felicidad. ¡Oh, amar con el rendimiento total del corazón! Ya, ella, sólo ella, Pepiña, reinaba en mi corazón. La muchacha escuchábame absorta. Su mirada y su gesto eran una invitación a penetrar en su alma comprensiva. De súbito me preguntó: – ¿Andamos?

–Como quieras. Visitamos los sitios que habíamos visto muchas veces: la Charca de los Bambúes, las ruinas, la Ceiba de los Suspiros; bordeamos el cafetal, recogimos en nuestras almas la melodía de la Naturaleza. Luego entramos en la casa. Me dirigí sin titubeos donde Juan Pedro e Ivonne y les puse en conocimiento de mis planes. ¿Un affaire d’amour?20 ¿Se aman de veras? Pues a casarse, que no faltará un sacerdote… –Pienso salir mañana –les dije–; voy a arreglar mis cosas, a reorganizar todo lo que se desordenó en la enfermedad y la muerte de mi padre. Necesitaré unos meses para tal empresa. Mientras tanto, vendré aquí todo lo más a menudo que pueda. Un día de éstos traeré a mi madre y a mis hermanas para que las conozcan. Ahora quedan ustedes invitados para que nos visiten en nuestra casa. Al otro día, tempranito, volví a casa de los Moreau. Después de conversar largamente con Pepiña, me despidieron como a un familiar. Pepiña y Juan Pedro me acompañaron casi hasta el portón rojo. Mis excamaradas de tarea y Carlos me impresionaron con sus muestras de simpatías; Carlos, sobre todo, fue muy cordial y hasta me despidió con bromas de tiempos estudiantiles. Cuando salí de Palmares empezaban a enverar las frutas y ya andaban las aves picando en la pulpa amarillosa de los mangos adelantados. Y sentí baños de dicha refrescante con sólo pensar en mis montañas… *** Durante todo un mes, después de mi ausencia de Palmares, no me fue posible visitar a los Moreau; no obstante, le escribía dos o tres veces en la semana a Pepiña. Eran unas cartas henchidas de amor, contestadas por ella en la misma forma. Todos los días enviaba un peón al pueblo y aguardaba las cartas con ansiedad. Antes de abrir el sobre, me ponía a contemplar la dirección y hasta en su letra presentía dichas inéditas. Luego, sus ideas, sus pensamientos, su espera. «Cada vez que miro las distantes sierras azules me creo que te estoy sintiendo –me decía. Una vez dijiste que yo era jubilosa como una mañanita de sol, pero la espera me pone triste. ¡Si supieras los mensajes que me ha traído una paloma serrana hoy! Picó en mi corazón –son palabras tuyas– con su cantar…» Fue entonces que me propuse no prolongar

más mi ausencia y arrastré a mi madre y a mis hermanas a que me acompañasen hasta Palmares y Santa Rosa. Llevábamos el propósito de traer a Delmira con nosotros. Nada sabía de las Alzamora; no les había escrito; pensaba darles una sorpresa con una visita inesperada. Y en nuestras cartas, ni Pepiña ni yo las mencionábamos, ni a ellas ni a nadie, porque sólo hablábamos de nosotros dos, ¡tan egoísta es el amor! Llegamos a Santa Rosa un mediodía ardiente, pero no encontramos a Delmira: habíase ido para la capital a recluirse en un sanatorio. Las tías no pudieron evitar la decisión de la niña y se sentían apenadísimas. Sentí una pena realmente agobiadora, porque ella había dejado dicho que iba a «morir lejos, donde ustedes no me sientan toser». A las dos mujeres se les llenaron los ojos de lágrimas mientras me contaban esto… *** Estuve visitando a Pepiña casi todos los domingos durante varios meses, hasta que, puesto todo en orden en la Hacienda Atalaya, regresé un lunes por la mañana acompañado de ella, de mi mujer. Era para la época en que en el cielo brillan las tres estrellas simbólicas21 y cuando sucede el milagroso florecimiento de cantares. Los valles estaban llenos de ecos y melodías. Toda la Naturaleza serrana entonó himnos de gozo a nuestro amor y la luna embrujó nuestras almas. Dentro de poco vendría la primera florecida del cafetal y la oblación perfumada de los limoneros. En todos los seres y en todas las cosas se cuajaban las promesas; las espigas de mis prados íntimos empezaban ya a doblarse bajo el peso de la granazón… *** El jueves pasado, de visita en la cabecera de distrito, un peón conocido – uno de esos hombres correcostas–me informó que la casa de la colonia Palmares había sido reducida a cenizas. Acto seguido escribí a Carlos y a Juan Pedro. Hoy domingo confirmé que no es cierto. Juan Pedro y Ordóñez vinieron a visitarnos y a «saber cómo la pasan estos jíbaros», y añadió: –En Palmares todo va bien, sólo que apenas se puede vivir. Juan Pedro subrayó las palabras con su risa francota y jovial. Dimos rienda suelta a nuestros regocijos familiares. La vieja casona de la montaña era santuario de cariños tradicionales. Y el día, de puro alegre, se hizo corto. Ya se vaciaba la noche en los valles cuando se despidieron los

amigos. Los cerros cerraban los ojos y aguzaban la boca para besar el cielo. Al cielo se le caían las estrellas.

Fin

1 El autor muestra su malestar, ya que cuando comenzó sus estudios en la Universidad se hablaba mucho del origen europeo del jíbaro, de aquí el calificativo de caballero, pero no se hacía nada para reivindicarlo socialmente. 2 Refrán que indica: De aquello que se defiende o se critica, se carece en la casa. 3 Refrán: Quien siembra vientos recoge tempestades. O sea, las discordias, por pequeñas que sean, pueden tornarse graves. Es muy común citar sólo la primera parte del refrán, pues el resto es conocido. 4 Refrán popular que expresa el aprecio que se tiene por algo o alguien. 5 Expresión muy común para designar a una persona muy buena que hizo el bien durante su vida. 6 Alusión a la parábola de Lucas 15: 11-32. 7 También se llama cuá, el par de palillos o paletas delgadas de madera para tocar el tambor o bomba, cuyo ritmo determina cierto baile africano. En las estrofas siguientes se mencionan tres tipos de bailes: cunyá o cunyá masón, leró y cuembé o bembé. 8 En los denominados bailes de tambor existe influjo de los esclavos curazoleños y afrofranceses a los que alude el novelista. 9 Significa ponerlo a trabajar. El cesto, o canasta, en la cintura se utilizaba para echar los granos maduros que se arrancaban de los cafetos. 10 Dicho que significa muy amigo. 11 También se conoce como la respuesta. 12 Utuado. 13 El novelista presenta el enfrentamiento entre la caña y el café. El café se consideró puertorriqueño, en gran medida, porque en las haciendas cafetaleras se fortaleció la autonomía y la identidad nacional. La caña, por el contrario, se identificó con lo extranjero, debido principalmente a que las corporaciones absentistas eran las propietarias de las grandes centrales. Véase la nota 51 de la Tercera Parte. 14 Apócope de bendición. Costumbre muy arraigada en el campo de pedirle la bendición a los familiares más cercanos: padres, abuelos, tíos y padrinos, cuando se llega o se despide. 15 Expresión popular que alude al Génesis 4: 9-16. Indica pasar mucha necesidad o trabajo. 16 Variante de la expresión: Pasarse de castaño a oscuro. O sea, que el asunto se agravó, pues primero era castaño y luego se tornó oscuro. 17 Mes de junio, ya que la fiesta de San Juan Bautista se celebra el 24 de ese mes. 18 Alude a la curación del paralítico, Mateo 9: 1-8. 19 Del francés: vivo con esperanza; o sea, esperanzado. 20 Del francés: un asunto de amor.

21 Alude a las estrellas que forman el llamado tahalí de Orión y que se denominan los Tres Reyes. En Puerto Rico se han identificado con los Tres Reyes Magos.

CITAS DE LA CRÍTICA EXTRANJERA SOBRE LA OBRA DE LAGUERE El doble tema de Pedro José (en El fuego y su aire) y el pueblo puertorriqueño es un acierto literario. Porque es un acierto literario saber hallar la imagen o el símbolo donde convergen lo concreto y lo universal. La Prensa, Buenos Aires El fuego y su aire debe ser considerada como el aporte de una nueva visión… de un fenómeno que tiene su raíz en la propia realidad de América. La Nación, Buenos Aires Enrique Laguerre: Romanziere solido e compatto. Terso, netto lo stile. Ampia la descrisione, vivace il dialogo, acuta la psicologia. I suoi romanzi sono davvero «romanzi», cioé, «composizioni narrative» nel senso e nel gusto classici (eficacia, penetrazione, rappresentazione) della vicenda formale e spirituale. Arnaldo Cherubini, Siena, Italia La narrativa (de Cauce sin río) es limpia… La prosa de Laguerre se ajusta a los ambientes que describe. Ya, Madrid Cauce sin río está escrito «en ese castellano recio de estructura… dotado en este caso de gran belleza literaria». Informaciones, Madrid

…por la temática de la novela (La llamarada), tiene grandes afinidades con Upton Sinclair y John Dos Passos, aunque, por hispanoamericano, su novela cala más adentro de las zonas sensibles del hombre. F. Ferrández Alborz, en El Día, Montevideo Enrique Laguerre nos ofrece una novela (El laberinto) de situaciones dramáticas, de razonamientos políticos y conceptuales, de movimiento, de acción. Wilfred O. Cartey, Columbia University, New York The Labyrinth was chosen book of the month by London’s International Book Club. The Island Times, San Juan Lo relevante (de El laberinto) es el estilo, la fluidez de los diálogos y el relieve de los personajes, dibujados con trazos vigorosos, como los bocetos de carbón de Miguel Ángel. Diario de la Marina, La Habana The author (de La llamarada) shows a freshness and sincerity not often found in modern writers. I think you have a good writer there. Waldo Frank, USA Lectura amena de esta novela (El laberinto) que nos sume en la problematicidad iberoamericana. Salvador Bueno, La Habana (The Labyrinth)… is a medieval passion play dressed for the 20th century… a symbolic study of the effects of power… that corrupts. Daniel M. Friedenberg, en The New Republic, USA Enrique A. Laguerre es un novelista con recia personalidad y estilo. El Alcázar, Madrid

La narración de lo documental (en Cauce sin río), la exposición de lo que pudiéramos considerar testimonio de un estado social está llevada con un máximo de sobriedad. Jorge Campos, en Ínsula, Madrid …con la presencia de múltiples personajes de encontradas ideas (en Los dedos de la mano). Bien escrita novela. Novedades, México Los dedos de la mano produce la sensación de hallarse ante un escritor que supo dar a cada uno de sus personajes rasgos inconfundibles. Excélsior, México Yo siento ante lo puertorriqueño bueno y fino como esta novela (La resaca) lo que pudiera llamarse la majestuosidad de lo geográficamente pequeño. Andrés Iduarte, en El Nacional, México El 30 de febrero ahonda en las complicaciones psicológicas de sus personajes. Emilio González López, en Revista Hispánica, New York Laguerre es artista consciente y espontáneo, analítico subjetivo cuando es vivencial. José Quintana, en Hojas del Lunes, Las Palmas, Canarias En comparación con las figuras de Baroja, el protagonista (de Cauce sin río) posee un interior fondo dramático, un temblor de conciencia humana que no se encuentra en el novelista vasco. Tomás Navarro Tomás, Columbia University, New York Enrique Laguerre posee una superdotada tendencia a la observación y mucha curiosidad, intelectual y lingüística. (Después de leer Polos de la cultura iberoamericana.)

Teresinha Pereira, en Vida Universitaria, Monterrey, México

En Laguerre hay un escritor de raza, de voz interior que le llama hacia el sublime ejercicio de escribir con arte y sinceridad. La República, Bogotá, Colombia