La Escuela Del Desencanto [PDF]

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Zitiervorschau

Edouard Manet, óleo sobre tela, 1862. The National Gallery, Londres

SECCIÓN DE OBRAS DE LENGUA Y ESTUDIOS LITERARIOS

LA ESCUELA DEL DESENCANTO

Traducción ALEJANDRO MERLÍN

PAUL BÉNICHOU

LA ESCUELA DEL DESENCANTO

Prólogo de TZVETAN TODOROV

Primera edición en francés, 1992 Primera edición en español, 2017 Primera edición electrónica, 2018

Diseño de portada: Paola Álvarez Baldit

Título original: L’École du désenchantement. Sainte-Beuve, Nodier, Musset, Nerval, Gautier © 1992, Éditions Gallimard, París

D. R. © 2017, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios: [email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-5417-5 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

Sumario

Prólogo por Tzvetan Todorov Introducción

SAINTE-BEUVE

CHARLES NODIER

ALFRED DE MUSSET

GÉRARD DE NERVAL I. Las secuelas de la Revolución de Julio II. ¿Precursor de sí mismo? III. Nerval: los trabajos y los días IV. Nerval y la política V. Nerval y el amor VI. Locura y literatura VII. En busca de una creencia

VIII. Nerval como mitólogo: la fábula cainita IX. La leyenda personal X. “Octavie” XI. “Sylvie” XII. “Aurélie”

THÉOPHILE GAUTIER

Reflexiones sobre el romanticismo francés Índice onomástico Índice general

Prólogo

Paul Bénichou era una de las grandes figuras intelectuales de este siglo en Francia y el autor de una obra excepcional. La disciplina en la que se destacó es la historia del pensamiento. Este campo de estudios no resulta evidente y quienes lo practican hoy en día no son numerosos; en efecto, el enfoque implica varios postulados que no todos consienten. Para empezar, está el de una relativa importancia y autonomía del pensamiento, el cual no se ve reducido por tanto a ser el simple reflejo de las condiciones sociales o de las configuraciones psíquicas propias a los autores. Después, está el de una preferencia por el “pensamiento” en detrimento de las “ideas”: mientras que éstas son incorpóreas e impersonales, el primero sólo existe en las obras y la mente de un individuo, con lo que da cuenta del carácter irreductible de cada pensador. Bénichou no repasaba las mutaciones de las ideas abstractas, más bien exploraba los encuentros singulares de la idea con una pasión, un relato, una imagen, una vida. En fin, la historia que él practicaba suponía que se planteara el horizonte de una humanidad universal, paradójica en cuanto que se basa en la subjetividad de todos (lo que los hombres tienen en común es que cada uno es singular). De ese modo, todos los discursos se transforman en réplicas dentro de un diálogo interminable en el que los hombres se dirigen a los demás hombres, los que estuvieron y los que estarán. Bénichou no era un simple archivista, no se conformaba con restituir los discursos en su pureza original. Él consideraba que los autores del pasado lo interpelaban, y les respondía; esta respuesta, a su vez, nos habla a nosotros: las páginas escritas por el historiador prodigan una lección de sabiduría. Ahora bien, Bénichou no se interesaba simple ni prioritariamente en el pensamiento en general; su materia de estudio, su pasión, era el pensamiento de los poetas, el que las grandes obras literarias nos aportan. Si los historiadores del pensamiento son ya bastante raros en nuestros días, los que exploran el pensamiento de los poetas son verdaderamente excepcionales, pues deben afrontar una doble resistencia. Por un lado, está la de los otros historiadores del pensamiento: ellos están acostumbrados a encontrar las doctrinas en los doctrinarios, los políticos, los filósofos, y alejan con recelo o condescendencia las fuentes literarias, las cuales, no obstante, gozan de la preferencia de la

memoria de la humanidad. Por otro lado, está la de los aficionados a la poesía, que a menudo han considerado la búsqueda de ideas en un poema como prueba de mal gusto. Quizás esto explica el hecho de que, durante su larga vida, la obra de Bénichou haya sido por completo ajena a las diversas modas que alcanzaron y después abandonaron los estudios literarios. Él no se interesaba nunca por los métodos, sino que iba directamente hacia lo esencial: el sentido de los textos. Tanto la investigación propiamente histórica como el análisis formal son gestos preliminares indispensables, pero sólo tienen un papel auxiliar con respecto al objetivo principal, que es la interpretación, y por tanto la búsqueda del diálogo. El medio no debe volverse el fin, el método no debe velar el sentido sino llevar a él. Los poetas piensan, y ese pensamiento se expresa en sus obras, que se dirigen a todos los hombres: tal es la verdad simple que sirvió de punto de partida a este trabajo de largo aliento, plasmado hoy en una decena de volúmenes. El método de Bénichou, de ser totalmente necesario que hubiera uno, formaba una unidad con el punto central de su doctrina: afirmaba la libertad y con ello la responsabilidad del sujeto que reflexiona. Puesto que es un ser humano como los demás, el crítico entra fatalmente en una búsqueda de sentido y de valores. Bénichou publicó su primer libro, intitulado Morales du grand siècle,¹ en 1948. Se trata de una brillante síntesis (como sólo un joven podría permitírsela) del pensamiento de los poetas y escritores del siglo XVII: Corneille, Pascal, La Rochefoucauld, Racine, Molière; un pensamiento que se relaciona con las condiciones sociales de la época, así como con sus debates filosóficos, religiosos o políticos. Fue entonces cuando concibió un nuevo proyecto que lo mantendría ocupado hasta el final de su vida: una historia filosófica y literaria del romanticismo francés. El impulso inicial de su búsqueda provino del asombro que le provocó la visión trágica del mundo de los que formaban la “generación de 1848”, Baudelaire, Flaubert y sus contemporáneos. Pero pronto se dio cuenta de que su pesimismo era una reacción a la euforia propia a la generación anterior; y que esta euforia a su vez tenía raíces en la filosofía de la Ilustración y en la conmoción causada por la Revolución. Por lo tanto, ahí se situará el punto de partida del estudio. Para poner en marcha un proyecto como ese, es necesario, para empezar, conformar una documentación tan completa como sea posible. La reacción de Bénichou ante esa necesidad fue tan simple como sorprendente: dedicó los veinte años siguientes a informarse. Esta decisión suponía una certeza interior en

la pertinencia de la vía elegida, de la cual se conocen pocos ejemplos en la época contemporánea. Bénichou leyó casi todo lo que se había publicado en Francia en el ámbito literario entre 1760 y 1860: los grandes autores y los pequeños, los poetas y los críticos, los libros y la prensa. Con su escritura firme, llenó miles de fichas (las computadoras aún no existían) en las que registró todo lo que le parecía significativo. Hacia 1968 tuvo la impresión de que ya no encontraba información nueva; así que, un día, antes bien que mostrar su indignación, decidió iniciar el trabajo de síntesis. En 1973 fue publicado el primer volumen, Le sacre de l’écrivain,² que formula el problema en conjunto y explora el periodo que va de 1750 a 1830. En 1977 se publicó Le temps des prophètes,³ una obra un poco aparte, ya que se dedica a las doctrinas que dominan los comienzos del siglo XIX, y no a las obras. Después vinieron los dos volúmenes que estudian a los poetas románticos, Les mages romantiques⁴ en 1988 y La escuela del desencanto en 1992. La única laguna en esta gigantesca historia del romanticismo francés corresponde a Baudelaire y sus contemporáneos, punto de partida de la empresa. El prisma a través del cual Bénichou lee esta historia, de ahí su originalidad primera, es una cuestión particular que se encuentra ya en el subtítulo de la primera obra de la serie: “Ensayo sobre el advenimiento de un poder espiritual laico en la Francia moderna”. Al parecer, todas las sociedades europeas (y es probable que también las de otros continentes) conocen la distinción entre poder temporal y poder espiritual. En un lado está el jefe guerrero y en el otro, el sacerdote. Lo intrincado de estos poderes varía, pero siempre es grande: el emperador recibe su legitimidad del papa, mismo al que puede, sin embargo, quitar de su cargo. En nuestra tradición, el poder espiritual en sí es o bien laico o religioso, y el paso de uno al otro coincide con el advenimiento del cristianismo. La preeminencia del espíritu religioso se mantuvo aproximadamente hasta mediados del siglo XVIII. Si bien es cierto que en el Renacimiento los poetas de la Pléyade aspiraban a ejercer por sí mismos el sacerdocio supremo, esta reivindicación no recibió el comienzo de una satisfacción y el episodio fue olvidado rápidamente. También, un siglo después, cuando Malherbe estimó que “un buen poeta no es más útil al Estado que un buen jugador de bolos”, en general no denigró en absoluto al poder espiritual; simplemente sabía que ese poder estaba reservado a los sacerdotes por preferencia sobre los poetas. Las cosas comenzaron a cambiar en el siglo XVIII. Bénichou reconstituyó tres tiempos fuertes en esta evolución ideológica. El primero, anterior a la Revolución y al romanticismo, es precisamente la Ilustración: la época en la que

el poder espiritual permanecía aún en manos de los sacerdotes, quienes sin embargo sufrían el ataque frontal de los “filósofos”. Se quería poner al hombre en el lugar de Dios y la razón en el de la fe, de modo que la ciencia y la literatura, por el momento aliadas, aspiraban al lugar de la religión. Se desacreditó a los sacerdotes, había que apoderarse de su papel. El segundo momento es el del nacimiento y florecimiento inicial del romanticismo. Este movimiento fue fruto de una unión extraña: la del humanismo de la Ilustración y de la contrarrevolución, el racionalismo liberal y un renacimiento religioso. Sucedió que, bajo el efecto traumático de la Revolución, las dos fuerzas adversas debieron moderarse. “La fe humanista, para acoplarse a lo real, disminuyó buena parte de su optimismo”, las esperanzas demasiado próximas fueron remplazadas por el culto a un ideal mucho más lejano. En el otro extremo, aquellos que pretendían restaurar las antiguas creencias absorbieron a su vez los valores nuevos. De esa unión improbable nació el romanticismo, y éste puso en la cúspide de la jerarquía humana al poeta, distinto a la vez del profeta religioso y del erudito-filósofo, prisionero de la sola razón. “Sin duda, en la exaltación de la poesía, puesta en el nivel del más alto valor, convertida en verdad, religión, luz sobre nuestro destino, es donde debe verse el rasgo distintivo más seguro del romanticismo”. El periodo de euforia triunfante que se inauguró en ese momento vio el ascenso de los primeros grandes poetas románticos, Lamartine, Vigny y Hugo. “Cuando a los pueblos les falta la fe, necesitan el arte”, exclama el último. “A falta de profetas, el poeta.” En este punto se puede observar una característica curiosa de los conflictos ideológicos. Éstos desembocan más a menudo en una victoria pírrica: el vencedor se ve obligado a renunciar parcialmente a su identidad y, más específicamente, a adoptar buen número de rasgos del vencido. Esto sucedió, en particular, con el conflicto secular entre lo sagrado y lo profano, entre espíritu religioso y espíritu laico. Los que deseaban liberarse del poder de la religión propusieron remplazarla con un sustituto que había sido contaminado en secreto por esa misma religión. De manera recíproca, cuando a comienzos del siglo XIX Chateaubriand emprendió la defensa del cristianismo, lo hizo en nombre de criterios laicos en sí mismos, “desde una perspectiva de fecundidad civilizatoria y estética más que de salvación”. Cuando los poetas quisieron destronar el poder espiritual religioso, buscaron parecerse a los sacerdotes. Los adversarios más activos de una doctrina no son los que están más alejados de ella. Sin embargo, la euforia duraría poco. Muy rápidamente, la desilusión se impuso

a los poetas: no se escuchó su llamado. De cierta forma, no podría haber sido de otro modo, pues el poeta quería despojar al sacerdote de su papel, sin darse cuenta de que mientras tanto, el escenario había cambiado. “La elevación del poeta al rango de guía espiritual supone justamente que el tiempo del sacerdocio, en el sentido estricto de la palabra, ha quedado atrás.” Ninguna instancia espiritual comparable a la Iglesia cristiana se erigió en los Estados modernos al lado de los que ostentan el poder temporal; cuando estos últimos necesitan consejo, preguntan a los “expertos”, es decir, a fin de cuentas, a los científicos y no a los poetas. Esta decepción conllevó varias reacciones sucesivas en el tiempo, aunque pueden también encontrarse de manera simultánea. La primera, que los poetas pusieron en marcha desde 1830, consistió en abrumar a la sociedad con sus sarcasmos, en mostrar el carácter desesperadamente filisteo de la misma. Por lo demás, ésta les respondió, pues inició juicios en su contra, los acusó de faltas a la moral pública, o bien los llevó a la marginalidad y a la miseria. El profeta se transformó en detractor. De ahí también surgió la figura del “poeta maldito”. Una segunda reacción fue la de la “torre de marfil”: la escisión entre el público y los poetas ya se había consumado. De pronto, éstos comenzaron a dirigirse a una pequeña élite y cultivar con gusto el hermetismo; de todos modos, la comunicación con el conjunto de conciudadanos estaba condenada al fracaso, por lo que ya no había ninguna razón para dedicarse a ella. Mallarmé fue quien, en opinión del público, se volvió la encarnación perfecta de este abandono del proyecto inicial, incluso si él mismo lo vivía como un drama. El volumen final de la tetralogía romántica de Bénichou, La escuela del desencanto, está dedicado a los inicios de la ola descendiente de este movimiento, cuya ola ascendiente se describía en Los magos románticos. Todos los diferentes personajes de esta aventura creen haber encontrado un remedio para la decepción que viven, al cerciorarse de un abismo que separa la realidad de su ideal. Cada uno —Sainte-Beuve, Nodier, Musset, Gautier— representa un intento de superar dicha situación. El personaje principal aquí es Gérard de Nerval, cuyo estudio ocupa solo casi la mitad del volumen. Se trata de un autor cuya obra presenta una especie de desafío a la perspectiva adoptada en este libro: él nunca buscó formular sus pensamientos sobre el mundo en términos abstractos, ni en sus obras ni en sus escritos de circunstancias. Bénichou percibió este reto y le dedicó una atención (y una afección) particular (siguió trabajando en sus textos hasta sus últimos días). Al mismo tiempo, el volumen contiene las reflexiones finales de Bénichou sobre la esfera de influencia romántica en

Francia y concluye así el proyecto de conjunto (éste se completaría más tarde con una monografía dedicada a Mallarmé). Podría decirse que, creyendo volverse legisladores del mundo, los poetas románticos simplemente erraron; y que, tan doloroso como pueda ser el enterarse de la verdad, es preferible a guardar ilusiones. Con todo, la historia que Paul Bénichou extiende a lo largo de miles de páginas no se trata solamente del destino de una ilusión. A lo largo de ella, está en juego una cuestión decisiva para toda nuestra modernidad, una pregunta esencial para la vida en democracia, a saber: ¿dónde reside hoy en día el poder espiritual? ¿Quién lo ostenta, quién tiene el derecho de formular los ideales de nuestra sociedad? ¿Qué lugar ocupan los valores comunes en un mundo caracterizado por la autonomía que reivindica cada uno de los sujetos que lo habita? El tiempo de los profetas ha quedado atrás, ¿significa entonces que el tiempo de los expertos ha llegado? Hay tantas preguntas que atañen a nuestra identidad misma.

TZVETAN TODOROV [Traducción de Alejandra Ortiz Hernández]

Para mi hermano Robert

Introducción

La fe romántica, es decir, la ambición de vincular lo terrestre y lo humano con lo ideal, tenía algo de incierto y de dramático; así, tanto la falta de coraje como el exceso de lucidez podían hacerla vacilar, y la inquietud moderna, que la estimulaba, también podía, por lo tanto, ser su ruina. Esta fe, a veces amenazada pero siempre dispuesta a ponerse a prueba, necesitaba de sucesos extraordinarios y emocionantes. La pérdida del entusiasmo por la Revolución de Julio de 1830, la subsecuente necesidad de poner los pies en la tierra, le asestó su primer revés, cuando apenas comenzaba a dar frutos. Sin embargo, los grandes poetas de la Restauración, Lamartine, Hugo, Vigny, no se vieron demasiado afectados por esta experiencia adversa: para ellos, 1830 no fue un fracaso, por el contrario, fue una ventana que mostraba todo lo que podían esperar. Su obra durante la monarquía posterior a la Revolución de Julio de 1830 lo refleja bien: esas casi dos décadas fueron para ellos —y para otros que, de igual modo, habían tenido ocasión de reflexionar calmadamente durante el régimen de los Borbones— una época extraordinaria de creación y predicación. Sin embargo, este acontecimiento literario tuvo su contraparte, aunque en menor medida, en otro acontecimiento: el clímax del romanticismo conquistador y misionero coincidió con su ocaso anticipado. Hubo algunos, miembros de la gran generación, estrechamente ligados al grupo inicial y fundador que, poco después de 1830, hicieron escuchar en el concierto romántico la voz del desencanto. Creyeron hacer lo correcto cuando, durante el régimen de Luis Felipe, marcaron su distancia frente a la religión de lo humano y lo futuro, y buscaron su camino en otra parte. Tal es el caso de los dos primeros hombres que aparecen en nuestra galería: Sainte-Beuve, compañero de viaje de los poetas de 1830, y Nodier, mayor que todos ellos, su maestro y amigo. Ambos rechazaron una fe que ni uno ni otro habían jamás profesado y buscaron, cada uno por su cuenta, las fórmulas de la desilusión. Mientras tanto, ya habían aparecido los que podemos llamar los hijos más jóvenes del romanticismo, tan sólo 10 años menores que los primogénitos (una distancia insuficiente para convertirlos en una nueva generación pero, por otro lado, bastante amplia para marcarlos con un sello particular); estos últimos siempre mostraron a sus antecesores una reverencia propia de discípulos; las impresiones

que marcan el umbral de la edad adulta —y que, a fin de cuentas, determinan una vida— no pudieron ser iguales para un hombre nacido en 1800 que para uno nacido en 1810: los jóvenes que tenían 20 años en 1830 no habían conocido el despertar progresivo del espíritu durante la Restauración ni las formas renovadas de la esperanza y la creatividad; lo que ellos habían presenciado, tan pronto abrieron los ojos, fue el surgimiento de una nueva literatura asentada en las ruinas del viejo Parnaso, la derrota de la antigua monarquía que se consumó en aquellos tres refulgentes días; apenas habían pasado la adolescencia y ya imaginaban un futuro de colores promisorios. Al contrario de sus predecesores, ellos no estaban dispuestos a caminar de la mano de una humanidad gris para mostrarle el ideal. Pasado el primer entusiasmo, juzgaron malos el mundo y la vida: percibían un abismo entre la realidad y su propia ensoñación. Esta fila juvenil del romanticismo creyó vivir en tiempos hostiles, de los cuales su vocación los apartaba. La mayoría de los integrantes de la Jeune-France se consumieron rápidamente y desaparecieron; su existencia literaria apenas duró unos cuantos años. Aquí consideraremos a aquellos que, por el contrario, nos ofrecen un testimonio de mayor duración; una obra que abrió nuevas vías y contradijo, a nuestro juicio, el mensaje de la gran cohorte romántica: se trata de Nerval y Gautier. Antes que ellos, no obstante, presento a Musset, porque en él encontramos un mayor sentimiento romántico que en los otros dos (y me refiero a sentimiento romántico como normalmente lo entendemos). Por otro lado, quienes me lean comprenderán también por qué puede estar junto a Nerval y a Gautier: es su contemporáneo en edad y también presenta, desde un principio, ese elemento de pasión desencantada que cuestiona el optimismo de sus mayores. Unas cuantas palabras sobre el título de este volumen: fue tomado de una expresión que utiliza Balzac para definir a algunos de sus contemporáneos, especialmente a Nodier.¹ Esta expresión ha llamado la atención de varios críticos y ha sido comentada de distintas maneras.² Quise emplear esta expresión en el sentido más amplio que le pudo haber dado Balzac, es decir, para designar a una familia de espíritus desilusionados que fue más o menos contemporánea de la gran generación romántica; la empleo para referirme, sobre todo, a los principales poetas del grupo más joven del Cenáculo. Naturalmente, no se trata de una escuela instituida como tal; no hay ninguna relación de círculo literario entre las figuras que se discuten en este libro: se trata de espíritus diversos que convergen en la misma dirección pero cada uno ha llegado ahí por su propio camino. El desencanto común a todos ellos deriva, claramente, del hundimiento

de las certidumbres y esperanzas que los precedieron. Todos ellos hablan del mal que existe en el deseo no satisfecho y no saben remediar su infortunio más que glorificándolo —de manera más o menos explícita— en el seno de su propia desazón. Anuncian otra época de la poesía, una alteración del papel y de los poderes que el romanticismo triunfante atribuía al poeta. Quizá “desencanto”, que expresa lo esencial, no alcanza para retratar suficientemente su fiebre y su perturbación.

SAINTE-BEUVE

De tanto que el encantamiento de Sainte-Beuve había estado inquieto y sofocado dentro de él, apenas si podemos hablar de desencanto en su caso. La sensibilidad moderna no es, tanto como nos es posible juzgar, su punto de partida; en sus comienzos tenía como profesión de fe el sensualismo filosófico y el espíritu positivo de sus mayores, los “ideólogos” de la época imperial. Todavía entonces ése era el espíritu de Le Globe, donde aparecieron sus primeros artículos.

¿Conversión o romanticismo?

No fue sino hacia 1827 que poco a poco se adentró en la órbita del Cenáculo de Victor Hugo, el cual estaba compuesto de miembros que generalmente venían de un círculo religioso y social diferente al suyo. Cambió entonces de filosofía: entró en esa especie de espiritualismo que era el alma de la nueva poética y que la hacía guardar una relación de fraternidad con la religión, a una distancia más o menos grande y teniendo como mediador al arte. No cabe duda que esta suerte de conversión marcó, tratándose de su historia espiritual, un momento decisivo para él: fue a través del contacto con el Cenáculo, en los años anteriores a 1830, que le fue revelada una nueva luz. Más de una vez refirió cuánto fervor le causó esa experiencia; pero jamás ignoró en qué consistía con exactitud; él mismo la definió muy bien: “Si he vuelto con convicción sincera y buena voluntad, lejos ya de las ideas que había estudiado sin haber apreciado en ellas el alcance y el sentido que en realidad tenían, lo hice menos por una senda teológica, o ya filosófica, que por el sendero del arte y de la poesía”.¹ Así que se entregó a la poesía, con el ánimo del espiritualismo profano que acababa de descubrir, apoyándose, como hacía a su alrededor la nueva escuela, en un uso del símbolo, que se quería trascendente. Se atuvo a esta fórmula general en sus poemarios venideros: Joseph Delorme, 1829; Les Consolations [Las Consolaciones], 1830; Le Livre d’amour [Libro de amor], 1831, y más tarde, Pensées d’août [Pensamientos de agosto] en 1837. Hasta aquí no parece distinguirse de la escuela a la que se había suscrito. Sin embargo, contaba con un tono propio. Él no era, como sus compañeros del Cenáculo, hijo de Chateaubriand; no tenía como todos ellos de tal manera los pies en la tierra —en tanto al mar de las pasiones— como para unir el cielo con la literatura. Su

espiritualismo oscilaba entre la humildad y la mea culpa, lo carnal vergonzoso e infranqueable y la clandestinidad degustada.² Religioso: lo fue siempre demasiado o demasiado poco para un romántico. Incluso, a pesar de las singulares sutilezas de esta novela, que comprueban que le tocó en suerte una parte de los dones creativos de la época, esta afirmación alcanza para Volupté [Voluptuosidad]. No nos atreveríamos a decir, como si se tratara de un hecho, que la fe romántica vivió realmente en él. Por otra parte, había escogido, en Vie, poésies et pensées de Joseph Delorme [Vida, poesías y pensamientos de Joseph Delorme], la variante poética llamada en ese entonces “íntima”, aquella que canta al idealizar las vidas humildes, prosaicas y fervientes. Dicha variante, decididamente moderna, estaba en el romanticismo desde el inicio; prosperó en él y este tipo de héroe pudo tener su elevación, hasta heroica, como podemos notarlo con Jocelyn de Lamartine. Pero Joseph Delorme es, al mismo tiempo que socialmente enfermizo, un personaje humanamente desmoralizado; se encuentra por debajo de su propio sueño y llora esa su condición. Esta suerte de poeta con un destino frustrado iba a obsesionar al romanticismo posterior a la Revolución de Julio; los autores de primer rango hacían que la sociedad se avergonzara de no dar alivio al poeta en zozobra; mas abogarían por su causa sin sentirse identificados con él. Vigny no se confunde con su Chatterton, ni Lamartine ni Hugo con los Chattertons franceses contemporáneos, a los que habían comenzado a defender. Bien al contrario, el triste Joseph era Sainte-Beuve mismo y el entusiasmo que le transmitió el Cenáculo en 1829 y en 1830 era muy frágil en él. Sainte-Beuve no tardaría en conformarse con un papel social oscuro para el poeta. Él nos hace saber que no era de aquellos que después de 1830 sueñan con tener un papel importante en el siglo; era de los que preferían mantenerse al margen del vulgo al disminuir sus ambiciones: “¿Qué no es esta una manera de descender decentemente acá abajo, incluso después de que el objetivo grandioso ha desaparecido, y de soportar la derrota de la primera esperanza?³ Rara vez la resignación está exenta de amargura. Teniendo en mente escribir una novela acerca de la ambición, Sainte-Beuve instituye, entre el hombre político y el poeta, una antipatía irremediable:

¡Guerra entonces! ¡Y guerra eterna! Mostrar en la novela a mi poeta, a quien los doctrinarios tratan como a un jugador de bochas sin visión alguna, a la vez con poca consideración y con cierto temor […] Pero ante todo no hay que tratar el

asunto de manera lánguida y solemne como hace de Vigny, hay que vengarse con el filo más fino y más agudo. Describir con el hartazgo de un Tácito el espectáculo de una crisis del ministerio (Guizot-Molé), miserables intrigas y toda esa podredumbre fétida y senil.⁴

Esta aversión por los doctrinarios concuerda bien con los novedosos antecedentes sansimonianos de Sainte-Beuve. Dicha aversión se atenúa tras la monarquía, donde se acomodó a fin de cuentas en el gobierno de esa alta burguesía prosaica y moderadamente liberal, burguesía por la que ya no se sentía tan humillado. Regresó entonces, de sus impulsos hiperchatternonianos, a los puntos de vista modestos que trataban acerca del papel de los poetas en la sociedad y que se encontraban en el fondo de su pensamiento. Al hacer esto, desertó, o ignoró, la gloriosa trayectoria de la misión romántica.

Tentaciones diversas

Sainte-Beuve dijo a menudo, en su madurez y vejez, que en el transcurso de los años posteriores a 1830, abundantes en encrucijadas espirituales, él no se había unido a ninguna doctrina ni había pertenecido realmente a ninguna escuela.⁵ Una protesta semejante le convendría a cualquier gran escritor de su tiempo: la literatura y la poesía marcaron las doctrinas sin estar subyugadas a ellas; el hecho es generalizado: los escritores defendían su libertad de crear. Pero ¿esto también es un hecho en el caso de Sainte-Beuve? Tal parece que pretendía menos conquistar la verdad propia que sobrepasar y esquivar todas. Se jacta de haber pasado por aquí, luego por allá, de haber cruzado o, mejor dicho, evaluado tal escuela, luego esta otra; y, dice él mismo:

[…] en todas estas travesías jamás enajené ni mi voluntad ni mi juicio (salvo un tiempo en el mundo de Hugo por el efecto de un encantamiento), jamás comprometí mis creencias, sin embargo entendía tan bien las cosas y a las personas que daba las más grandes esperanzas a aquellos que sinceramente me querían convertir y que ya creían que era suyo. Mi curiosidad, ese deseo mío de conocerlo todo, de observar todo de cerca, mi placer extremo de encontrar la verdad relativa a cada cosa y de cada organización me llevaban a esta serie de experiencias, que no han sido para mí más que un curso de fisiología moral.⁷

De esta manera se ufana de haber pasado por el Cenáculo sin haberse entregado a la influencia de alguien en especial, sino más bien haber sido enajenado un poco por un “encanto”.⁸ Al inicio de esta misma visión general retrospectiva, confiesa que su “verdadero sustrato” fue el “ya bien entrado” siglo XVIII y la ya mencionada fisiología que convertiría en su última palabra. Sin embargo, es admisible pensar que, como poeta y literato sobre todo, sobrellevó con más fuerza y durante más tiempo el romanticismo que cualquier otra cosa, incluso sin haberse adscrito a él. En estas disonancias está el lado particularmente

interesante. Sólo aquí hubo encanto y desencanto. De cualquier modo, visiblemente se trataba más en su caso, en lo que respecta a sus peregrinaciones, de ser sí mismo en vez de ser nadie por completo, o al menos de ser, por una sola vez, él mismo en esto: “En cuanto a lo que me ha acontecido, después de Julio de 1830, encuentros de todo tipo y conflictos interiores (sansimonismo, Lamennais, Le National…), yo no reto a nadie, salvo a mí mismo, de salir librado y de encontrar una salida; además bien podría pasar que, si me propusiera repasar diligencia tras diligencia, me rendiría de inmediato”. a Este “yo” ciertamente no es el mismo que el del romanticismo conquistador que conocemos.

¿Era partidario del sansimonismo?

¿Cómo es que pasó por la célebre Escuela después de la Revolución de Julio? Se inclinaba fuertemente a la izquierda, asqueado de ver las buenas gentes de Le Globe abalanzarse por los puestos que les ofrecía la monarquía burguesa.¹ Así que permaneció en Le Globe junto con Leroux después de la deserción general y vivió la transformación del diario en un órgano sansimoniano. En este periodo, si tomamos como cierto el testimonio de Vigny, y sin participar de la religión de los sansimonianos, está convencido de que “ellos se adueñarán de la tierra y la secta se convertirá en religión”.¹¹ Este su apego íntimo parece ser menos tibio en los numerosos artículos, casi todos anónimos, que escribió en Le Globe a finales de 1830 y a principios de 1831.¹² Al leerlos, podríamos creerlo por la gracia sansimoniana. Pregona el romanticismo con el espíritu de la secta: la nueva literatura, luego de haber tomado conciencia de sí misma y haber llevado a cabo su revolución en los cenáculos alejado del movimiento social, ahora debe unirse a la sociedad, hacerle compañía a sus personalidades infinitas y a su regeneración, “cautivarla durante el viaje, respaldarla contra el hastío convirtiéndose en el eco armonioso, el órgano profético de sus sombríos y dudosos pensamientos”.¹³ Uno de los siguientes artículos condena al Vie, poésíes et pensées de Joseph Delorme y al Cenáculo en nombre de toda la asociación, artículo que el romanticismo no entendió con la suficiente amplitud.¹⁴ Por último, tres artículos sobre Jouffroy¹⁵ contraponen profusamente los puntos de vista sansimonianos a la “psicología” espiritualista del filósofo. Jouffroy, que profesaba una distinción, de su propia cosecha, para las “épocas de fundación” y las “épocas críticas” y que presentaba o esperaba una nueva “fundación”, merecía en esto la reverencia de los sansimonianos, quienes habían desarrollado una antítesis análoga de las épocas “orgánicas” (es decir dogmáticas) y “críticas”, con beneficio de aquéllas. Con todo, su liberalismo no concordaba, ni para el presente ni para el futuro, con la “fundación” en su forma sansimoniana: esto es lo que Sainte-Beuve le reprocha con los términos místico-autoritarios de la Escuela: “La época orgánica siempre la funda un hombre, y los hombres que la organizan no son filósofos, sino reveladores […] dicho revelador jamás se divierte haciendo psicologías, funda

una religión”.¹ Usando el vocabulario sansimoniano, Sainte-Beuve llama “poeta” a un tipo de persona: evoca al “gran artista, el sacerdote revelador”, que “da a luz el presente del futuro del cual está preñado”;¹⁷ y esta revelación condenará la tradición espiritualista, dará fin al dualismo que opone al cuerpo y al alma, reconciliará espíritu y carne: he aquí otro punto capital del credo sansimoniano, y que causó revuelo en esta época por algunas de las aplicaciones sorprendentes que Enfantin, papa de la secta, propuso hacer. Sainte-Beuve discurre sobre este punto de manera abundante: el dualismo, “he aquí lo que los psicologistas¹⁸ repiten después que los cristianos”, mientras que la nueva concepción “lleva consigo” la materia y el espíritu en la sustancia del ser; el alma y el cuerpo en la unidad de la vida; el hombre y la naturaleza en el seno de Dios.¹ Estos artículos muestran a un Sainte-Beuve en pleno “transcurso” al sansimonismo; comprendemos pues que entonces haya podido dar, como él lo dice, las esperanzas más grandes a los que pensaban llevar a término su conversión entera.² Él mismo se definía, más o menos, como “aquel que todavía no se ha convertido a la religión de la posteridad”.²¹ ¿Contaba con nunca hacerlo? Trataba, en el mismo periodo, de aclimatar en poesía el espíritu del sansimonismo. Tenemos de él dos poemas concebidos con esta intención. El primero, titulado “Pièce demi-saint-simonienne” [Pieza mediosansimoniana], es un poema en alejandrinos con rima seguida que Sainte-Beuve, en una nota del manuscrito, dice ser “del tipo Delorme”:²² se trata en efecto de una efusión dirigida a una amada, al estilo “íntimo”, demandando una vida modesta y gris y respondiendo al respecto por un ideal raro nutrido con tópicos de la meditación moderna; los amantes estarían entretenidos

[…] d’autrefois, De province, d’enfance ou du monde et des rois Dont le trône s’écroule et du Dieu qui s’élève; Du vieux cèdre sacré rajeuni dans sa sève, De l’humanité sainte à jamais poursuivant Sa marche de progrès au sein d’un Tout vivant,

Brisant les derniers fers dont un anneau nous pèse; Le pauvre émancipé, la vertu plus à l’aise, La femme, être puissant, prophétique et sacré, Seulement d’aujourd’hui montant à son degré.

[De antaño, de provincia, de la infancia o del mundo y de los reyes cuyo trono se desploma y del Dios que asciende; del viejo cedro sagrado rejuvenecido en su savia, de la humanidad santa por siempre siguiendo su marcha de progresos en el seno de un Todo vivo, rompiendo los fierros últimos de un eslabón que nos pesa; el pobre emancipado, la virtud más cómoda, la mujer, ser poderoso, profético y sagrado, sólo desde ahora nivelándose.]

Si esta pieza no es más que “mediosansimoniana” sin duda se debe a que SainteBeuve se ciñe a las fronteras del humanitarismo general y del dogma sansimoniano propiamente dicho,²³ del que no acepta más que un arroyo, un soplo de profecía; quizá también porque le da el mismo lugar al amor que al entusiasmo por el futuro, los amantes le pondrán a sus besos este nuevo fervor:

Ne nous abîmons pas en un bonheur avare,

Mais debout, attentifs à ce qui se prépare, Parlons-nous-en tout bas, au milieu des baisers; C’est beaucoup et c’est peu; dès qu’une âme est saisie De cette rayonnante et sainte jalousie, Elle a besoin d’aller et d’aider à son tour Au temple d’avenir, à la moisson d’amour. […] Inspire-moi d’aller, fais-moi signe du doigt.²⁴

[…] No caigamos en el abismo de una dicha avara, mas de pie, atentos a lo que se avecina, hablemos en voz baja, entre besos; es mucho y es poco; desde que un alma está prendida de estos resplandecientes y santos celos, tiene que ir y ayudar a su vez al templo del porvenir, a la cosecha del amor. […] Incítame a ir, dame la seña con el dedo[…].

El otro poema apareció en 1833; Sainte-Beuve lo incluyó en su crónica literaria de la Revue des deux mondes²⁵ para ilustrar un acercamiento a la mística sansimoniana y católica: “La apoteosis anticipada de un porvenir desconocido precisaba de los mismos expedientes, las mismas prácticas idólatras que la adoración recalentada de un pasado enterrado”. Por desencantado que estuviera de una u otra creencia, no quiso que la posteridad ignorara los versos que le avergonzaba confesar que eran suyos; se los atribuye a un joven sansimoniano

difunto, con el nombre de Bucheille.² El poema es un discurso dirigido a su alma, en 17 cuartetos de alejandrinos con rima trenzada: exhorta no sólo a hacer compañía, sino también a prever proféticamente el movimiento de la humanidad.

Tout change autour de nous, tout finit et commence; Les temples sont déserts et les trônes s’en vont; À toi de saluer sous le linceul immense Le siècle nouveau-né qui porte un signe au front!

Devance l’univers en sa métamorphose; Beaucoup sont suscités pour la prophétiser, Tu peux en être aussi, mo âme; ose donc, ose; Sais-tu tout ce que Dieu t’inspirera d’oser?

[Todo cambia a nuestro alrededor, todo acaba y comienza; los templos están desiertos y los tronos se van; te corresponde saludar bajo el sudario inmenso ¡al siglo recién nacido que lleva una señal en la frente!

Aventaja al universo en su metamorfosis; muchos han emergido para profetizarla, puedes ser uno de ellos, alma mía; atrévete entonces, atrévete;

¿sabes a todo lo que Dios te inspirará a atreverte?]

Termina por validar a su alma el argumento del “grupo armonioso” de los adeptos y, en caso de existir desánimo, hacer valer el argumento de una amante.²⁷ Todo esto se queda principalmente en el ámbito de lo romántico. Sainte-Beuve se permitía en prosa todas las prácticas; la poesía le exigía más respeto; de cierto no sabía cómo invadirla de cosas extrañas. ¿Esperaba, al invocar este tipo de comunión, convertir a Adèle Hugo? Sabemos que toda espiritualidad podía serle buena para estos fines. Había un margen que separaba en todo momento su sansimonismo público de sus juicios en secreto. Escribió a un amigo en septiembre de 1830: “Desde hace un mes que estoy en Le Globe, aventando amarga y sombría doctrina”;²⁸ y en abril de 1831: “No soy un sansimoniano clasificado, ni lo seré […] mi savia no efervesce más […] ya no deseo nada más, he perdido la costumbre de esperar”.² Es decir que pasó por la Doctrina en calidad de visitante más o menos simpático, sin más; y al final de la ruta el humor se liberaría: la humanidad, frente a los sistemas, escribe entonces: “no se encuentra en las ilusiones de la infancia”; ahora piensa que “quien prueba mucho, no prueba nada”.³ Se adentra en un escepticismo tal que, en el sentido más común de la palabra, conserva algo de toda doctrina,³¹ y que, de las ideas que andaban en el aire en los días que siguieron a 1830, guardaría siempre “algo como un soplo afectado de sansimonismo, de socialismo, de santa-alianza entre pueblos”.³² No reniega de la esperanza humanitaria, pero la reviste de una significación tan problemática y tan lejana que parece posicionarse falsamente frente a ella:

Estoy […] lejos, amigo mío [dice su Amaury en Volupté] de negar, a través de estos obstáculos constantes, un movimiento general y continuo de la sociedad […] pero la ley de este movimiento siempre es y de toda necesidad muy oscura, la felicidad que debe surgir de los medios utilizados permanece muy dudosa, y los intervalos que hay que franquear pueden prolongarse y llenarse de asperezas al infinito.³³

Dicha fórmula de la distancia, recurso frecuente del liberalismo y del

humanitarismo moderado, aquí suena más bien como un fin inadmisible. Mucho tiempo más tarde, el eco sansimoniano repuntaba todavía, bajo tonos diversos, en la obra de Sainte-Beuve —siendo algunas veces burlón—: “Me puedo acercar al queso, mas no me atrapa la ratonera”;³⁴ algunas veces más bien difiere: “Yo era uno de ellos, pero los he visto lo suficiente como para darme una idea de la fundación de una religión”;³⁵ algunas veces reconociéndolo, como cuando le escribe en 1847 a Enfantin: “Es uno de aquellos de los que más he aprendido. Voy a encontrar en usted al leerlo alguna de esas ideas que hacen pensar acerca del porvenir y que abren horizontes”.³ Pero de las reflexiones retrospectivas de Sainte-Beuve acerca del sansimonismo, la que nos da más a discutir es la que dirige en 1859 al mismo Enfantin: “Le debo el hecho de comprender la importancia de este principio de autoridad tan ignorado por el liberalismo corriente y vulgar”.³⁷ Entonces, Sainte-Beuve ligado al imperio y peleado con la oposición liberal. La referencia al sansimonismo, del cual muchos de sus adeptos, hombres de negocios o de técnica, prosperaban bajo la época del imperio, podían absolverlo de la sospecha de conservador retrógrada. La idea de un absolutismo del progreso, subyacente a esta actitud entonces frecuente, es sabido, fue vivamente señalada por Quinet, Michelet, Hugo. Sainte-Beuve, muy lejos de ellos, mostraba, sobre todo en el primer periodo del imperio, una fuerte antipatía por la oposición, sobre todo por los viejos doctrinarios, la alta burguesía y la universidad.³⁸ Toda su crítica de estos años está teñida de su filiación con el imperio.³ En 1863 todavía, cuando vuelve a inclinarse hacia la libertad, ya no encuentra una nueva ocasión de invocar la herencia sansimoniana en favor de la autoridad.⁴ Tenía en sus instintos políticos en que simpatizar en diversos sentidos: producía, en cada etapa, lo que iba mejor a la corriente dominante: republicano después de la Revolución de Julio, moderado en la monarquía burguesa estable, bonapartista en el imperio, y, por, fin, anticlerical cuando las relaciones entre el imperio y la Iglesia se agravaron.⁴¹ Conservó en todo caso toda su vida amistades sansimonianas: los nombres de Barrault, Charton, Duveyrier, d’Eichthal a menudo aparecían en la correspondencia de sus últimos años. Lo que había impedido a Sainte-Beuve ser en verdad uno de ellos, era, más allá quizá de que su espíritu de independencia y dilentantismo, su falta de optimismo congénito. En 1859, en la carta en que da las gracias a Enfantin por lo que le debe, agrega: “¿Por qué, ayudándome a entender tantas cosas, usted no me enseñó a amar la vida? Enfermo del fin del viejo mundo y el comienzo de este, enfermo me encontraste, enfermo me dejaste. La única diferencia es que Joseph Delorme, como un niño, gritaba su dolo a cal y canto, y yo, yo me lo guardo”.⁴²

¿Era católico?

Sainte-Beuve fue tentado por el catolicismo casi al mismo tiempo que el sansimonismo; a finales de 1830 un amigo suyo escribía después de haberlo visto: “Es de una tristeza desgarradora […] Flota entre el catolicismo y el sansimonismo”.⁴³ La religión era para él, si es que había podido en verdad unirse a ella, al menos bajo la forma neocatólica y liberal, un recurso menos irreal que una doctrina de salvación pública. Entre mayo y diciembre de 1829 había escrito las fervientes y casi piadosas Consolations: “Seis meses celestes de mi vida”, escribiría mucho más tarde.⁴⁴ Estos meses se habían escapado con rapidez. Pero el ambiente romántico, tan pronto como el deseo de agradarle también a Adèle Hugo, lo empujaban a la religión, aunque lo esencial le hiciera falta. En abril de 1830 escribe:

Esperando que algo satisfactorio para mí venga de fuera,⁴⁵ me encuentro en mi mayor progreso individual, acercándome al catolicismo en todo lo que no contravenga al espíritu del siglo. Por lo demás, todavía no hay nada definitivo en mi carácter. Busco una ley y aún no la he encontrado. Pienso que del concurrir de los movimientos individuales o colectivos saldrá algo grande y novedoso, mas no me atrevo a hacerme una imagen y me desespero de entreverlo de pronto; serán necesarios siglos para madurarlo; nosotros, pobres hombres, moriremos con pena.⁴

De tal modo se esperanza en el sansimonismo y en la religión, sin creer realmente en ninguno de los dos. A finales del año 1830 y los primeros meses del año siguiente fue la etapa de su sansimonismo más vívido. Pero, en mayo de 1831, fue a escuchar a Lamennais al colegio de Juilly; tuvo como resultado, según su propio testimonio, el despertar de los sentimientos religiosos de su infancia, pero sin ninguna fe propia que gobernara su vida; las distracciones de París lo borran todo: “¡Así hasta que la juventud nos hace falta! Así hasta que

hayamos matado en nosotros la fe y el amor. Así que sólo quede la inteligencia sin calidez, un vacío inmenso y un creciente hastío”.⁴⁷ En cuanto a las ideas, percibía la distancia que lo separaba de Lamennais. Le parecía que L’Avenir, el diario del grupo lamennaciano, ajeno a la realidad: “Así como está, no es de este planeta, da golpes en falso […] es pueril en tanto que periódico práctico”.⁴⁸ En el plano teológico, alguna vez fue seducido por la doctrina lamenneciana, que pone la verdad por encima del consentimiento universal, y el valor de los dogmas católicos por encima de la pretendida presencia en las entrañas de las creencias de todos los pueblos.⁴ En 1832 exalta “esta doctrina verdaderamente católica, traída a la luz después de 15 años, a saber, que el cristianismo no es otra cosa más que la rectitud de todas la creencias universales, el eje fundamental que fija el sentido de todas la desviaciones”.⁵ La simpatía de Sainte-Beuve por dicha doctrina no es de sorprenderse. Los sansimonianos, ortodoxos o disidentes, y Leroux en particular, contraponen también ellos una razón colectiva, guía del género humano y fuente de autoridad, a la razón individual y crítica de la cual se sirven los filósofos, de Descartes a Cousin. Sainte-Beuve, en este terreno, estaba tentado de seguirlos.⁵¹ Pero nunca vemos que se haya dejado convencer de abandonar realmente, en sus escritos, el ejercicio de la crítica individual; y su agnosticismo, que se traduce en todas partes, es aún más ruinoso de lo que es el cogito a la razón general. Por otra parte, lo que tiene de religioso se inclina poco a la teología. Mucho reservó y aproximó la religión y la teología, en los artículos escritos en esta época, Ballanche, Lamartine y Saint-Martin, según él padre de esta camada de “almas tiernas, que creen en el exilio de la vida y en la realidad de lo invisible”; ve en tales almas el refugio, estando en un tiempo enemigo, de la “quintaesencia religiosa”.⁵² Saint-Martin, según él, hace previsible a Lamartine; y Lamennais, como Lamartine, espera un “reino evangélico futuro”.⁵³ “Así es, ¡vaya síntoma! Todos los verdaderos corazones de poeta, todos los ingenios ágiles y de altos vuelos, de cualquier lado del horizonte al que llegan, se encuentran con un pensamiento profético, y ponen al descubierto la proximidad inevitable de los riachuelos.”⁵⁴ Con esto sueña Sainte-Beuve cuando habla de religión, de una fórmula religiosa extendida, de una anunciación del porvenir, y no sabe si debe creer eso. Exaltando a Ballanche como cristiano fiel a “la escritura sagrada”, agrega: “Pero es neocristiano en cuanto cree en la interpretación sucesiva de ese dogma, y en los descubrimientos cada vez más extendidos que el alcance humano debe hacer bajo la vieja escritura transfigurada en grados”.⁵⁵ Su última palabra acerca de religión —la novela Volupté, en 1834— es una obra de verdad personal en cuanto al deseo, al tormento y a la insatisfacción; el sosiego final del

héroe que le da el sacerdote es pura literatura: es Sainte-Beuve, a lo sumo, según una de sus “ensoñaciones”.⁵ Muy pronto se alejaría de Lamennais. Habiéndolo apoyado hasta las Paroles d’un croyant [Palabras de un creyente], libro en cuya publicación colaboró, tuvo a bien constatar que Roma no aceptaba el libro; ¿en realidad había esperado lo contrario?⁵⁷ Si por él fuera, Lamennais se hubiera quedado en la Iglesia; cuando se produjo la ruptura definitiva, en 1836, con el libro de los Affaires de Rome [Asuntos de Roma], se mostró inquieto por ver al clérigo volverse simpatizante de la democracia humanitaria y le reprochó haber dejado desamparados a sus adeptos.⁵⁸ Se adhería, en cuanto a él, más a una religión imaginada que a una anunciada:

Religion clémente à tout ce qui soupire, Christianisme universel!⁵

[Religión clemente a todo el que suspira, ¡Cristianismo universal!]

Incluso llegó a perder el deseo de la fe. ¿Estará falto de verdad cuando escribe en su vejez: “Hice a su tiempo un poco de mitología cristiana; se esfumó; era para mí lo que el cisne a Leda, un medio para llegar a las mujeres bellas y perseguir el amor más tierno”?, ¹ o más aún: ¿“En Volupté me permití la ilusión mística de dar color y nublar el epicureísmo”? ² No estamos obligados a creerle todo en esta desaprobación de su pasado; en todo caso, había vuelto a él.

Simbolismo

De igual modo se alejó del romanticismo. Con todo, la poesía y el arte, tal y como los consideraba renovados en el Cenáculo en las vísperas de 1830, lo habían seducido mucho y él mismo había sido renovado. La persona de Hugo lo había fascinado; mas, al admirarlo como hace un discípulo, sordamente evitó seguirlo, gracias al efecto de una hostilidad encubierta que avivó, tal y como lo sabemos por diversos testimonios, su relación con el gran hombre. El nuevo destello de poesía y de arte que había conseguido lo abandonó poco a poco, dando lugar al ejercicio de una crítica ponderada y sin ilusiones, y a veces al proyecto de orientar y de gobernar las letras en un sentido más tradicional. Lo que, durante el romanticismo, quizá lo marcó más, fue la doctrina simbólica de la poesía que, en general, profesaba la literatura de la época; fue heredero de esta doctrina del mismo modo que toda la poesía del siglo XIX habría de serlo. En 1825 la descubrió entre el grupo inglés de los Lake Poets [Poetas del Lago]: “Para ellos —escribe— todo lo visible no sólo ofrece símbolos oscuros o emblemas fantásticos, sino también verdaderas revelaciones”; y también la criticó, en este primer contacto, al considerarla oscura y peligrosa para la poesía. ³ Pero, en 1833, aprobó la siguiente propuesta de Heine: “Creo que el artista no puede encontrar en la naturaleza todas sus índoles, pero creo que las más representativas le son reveladas en el alma como la simbología innata de las ideas, y al mismo tiempo”. ⁴ Si bien se interpreta esta frase, entrevemos la dificultad fundamental de la doctrina moderna del símbolo. Sainte-Beuve, en buen agnóstico, repudia el simbolismo “revelador” de los Poetas del Lago, que pasa del mundo sensible a la verdad del Ser; sin embargo acepta lo que Heine llama en el primer pasaje “sobrenaturalismo”, y que consiste en intuiciones y armonías que el alma poética descubre en sus relaciones con el universo: revelaciones también, porque no está dicho que el alma poética las conciba a su gusto, pero revelaciones de las cuales bien se ha dicho que ella es el centro, y el lugar sagrado de creación. Hace falta hablar de ambigüedad más que de hesitación, y de ambigüedad intencional, puesto que el poeta quiere a la vez suplantar humanamente lo divino, e invocarlo haciendo eco y confirmación: es precisamente este “ir más allá” lo que lo consagra. Es fácil de creer que esta misma imprecisión contribuyó —y no poco— a seducir a Sainte-Beuve.

En Volupté explica el lugar que tuvo su lectura de Saint-Martin en su inscripción a una doctrina simbólica del universo. Pero, en la manera en que formula esta doctrina, el símbolo aparece como una relación del mundo sensible con nuestros pensamientos, lo que lo posiciona en el plano de la estricta experiencia humana, mucho más que como una referencia con una realidad sobrenatural. Esas líneas merecen mencionarse aquí; comentan una frase de Saint-Martin que llamaron su atención, especialmente la frase donde él dice que “el hombre nace y vive en el pensamiento”:

Esta palabra [dice] tuvo al instante un efecto en mí como si me hubiera quitado la venda de los ojos. Todas las cosas visibles del mundo y de la naturaleza, todas las obras y todos los seres, además de su significación material, de manera superficial, de orden elemental y de utilidad me parecieron adquirir la significación moral de un pensamiento —de algún pensamiento de armonía, de belleza, de tristeza, de ternura, de austeridad o de admiración—.

Pensamientos humanos, creeríamos, significaciones y analogías con que el sujeto inviste las cosas; pero comprende que se trate de signos, pues prosigue: “Y se encontraba [la palabra, pensamiento] bajo el poder de mi sentido interior, al dirigirse ahí, de interpretar o al menos de sospechar esos signos misteriosos, de desprender algunas sílabas de esta gran palabra que, fija por aquí, errante más allá, se estremecía en todas partes de la naturaleza”. ⁵ Huerto misterioso, palabra difusa son las formas de una ontología tanto huidiza como persistente, que se cuida de nombrar expresamente a Dios.

Desencanto

Regresemos a las fugas y veleidades de Sainte-Beuve. Todas estas tentaciones que mantuvo lejos de sí parecen forjar un espíritu demasiado avezado como para entregarse a sistemas que sobrepasan el sentido común; son, tal parecería, el non possumus de la razón ordinaria y de la sociedad establecida de cara a los arrebatos del espíritu. Sin embargo, la continencia de Sainte-Beuve está ligada, tanto como a su prudencia, a una amarga imposibilidad de creer. La falta de fe experimentada lastimosamente le otorga a sus rechazos un matiz de romanticismo desencantado: los dos tonos, buen tacto y desesperación, tan diferentes sin embargo, se funden en Sainte-Beuve; no siempre sabemos cuál predomina: el apunte triste, la nostalgia de lo ideal, alcanza para diferenciarse de aquellos que, bajo el gobierno de Luis Felipe, encarnaron la resistencia bien intencionada respecto del romanticismo. La resistencia es perceptible en él desde que en 1830 cuando, queriendo alabar a Hoffmann, escribe: “Conoce al artista a profundidad, y en todas sus variantes […] y en lo que hace y en lo que no hará nunca, y en sus sueños, y en su impotencia, y en la depravación de sus facultades amargadas, y en el triunfo de su armonioso genio, y en la nada de su obra y en lo sublime de sus miserias”: a sus ojos así son los artistas modernos, “inconsolables en la expresión terrestre, enamorados de la locura de lo que ya no está, aspirando sin saber a lo que todavía no es, místicos sin fe, genios sin obra, almas sin cuerpo”. Esta definición del artista es más baudelairiana que romántica. Un sentimiento personal de inferioridad para con lo ideal puede verse al menos dos veces en la obra de Sainte-Beuve. En 1832, en una suerte de epístola a Lamartine escribe, en relación con el destino de los poetas:

La moitié d’une vie est le tombeau de l’autre. ⁷

[La mitad de una vida es la tumba de la otra.]

El carácter efímero del poder creativo, la duración breve del periodo poético de la vida, paraíso pronto perdido y objeto de una literatura malhumorada, serían los temas posrománticos predilectos. En 1837, Sainte-Beuve vuelve al punto a propósito de Millevoye:

En todos nosotros [escribe] existe o ha existido cierta flor de sentimientos, de deseos, una cierta ensoñación primera, que de pronto se va en las empresas prosaicas, y que fenece en las ocupaciones de la vida. En una palabra, hay en nosotros, es más, en las tres cuartas partes de los hombres, un poeta que muere joven al que el hombre le sobrevive. Millevoye se encuentra aparte como el ejemplo personificado del poeta joven que no debía vivir, y que muere a los 30 años, más o menos, en cada uno de nosotros. ⁸

Musset, muy acomodado por su propia inquietud para considerar esta página, escribe a Sainte-Beuve en versos para decirle que está de acuerdo con su manera de pensar, con tal de que no se la adjudique. Aquí la respuesta de Sainte-Beuve:

Il n’est pas mort, ami, ce poète, en mon âme; Il n’est pas mort, ami, tu le dis, je le crois. Il ne dort pas, il veille, étincelle sans flamme; La flamme je l’étouffe, et je retiens ma voix.

Que dire et que chanter quand la plage est déserte Quand les flots des jours pleins sont déjà retirés, Quand l’écume flétrie et partout l’algue verte

Couvrent au loin les bords au matin si sacrés.

[…] Le mal qu’on savait moins se révèle à toute heure, Inhérent à la terre, irréparable et lent. On croyait tout changer, il faut que tout demeure. Railler, maudire alors, amer et violent.

À quoi bon? — Trop sentir, c’est bien souvent se taire, C’est refuser du temps l’aimable guérison, C’est vouloir dans son cœur tout son deuil volontaire, C’est enchaîner sa lampe aux murs de sa prison.⁷

[No ha muerto, amigo, ese poeta en mi alma; no ha muerto, amigo, tú lo dices y te creo. No duerme, se desvela, destella sin flama; yo sofoco la flama, y contengo mi voz.

Qué decir y qué cantar cuando la playa está desierta cuando el oleaje de los días plenos ya se han ido, cuando la espuma ajada y el alga verde por doquier cubren a lo lejos las orillas sagradas de la mañana.

[…] El mal que pensábamos menor se revela a toda hora, inherente a la tierra, irreparable y lento. Creíamos que todo cambiaba, pero todo debe permanecer. Burlarse, maldecir entonces, amargo y violento.

¿Y para qué? —Sentir demasiado, muy a menudo es callarse, rechazar del tiempo su amable cura, desear en el corazón todo el duelo voluntario, colgar su lámpara en los muros de su prisión.]

Los versos no son tan buenos, y correrían el riesgo de justificar la desazón del autor. Pero su tono ya anuncia el que predominará cuando el sol romántico se haya puesto allá en el horizonte. Este intercambio poético entre Musset y SainteBeuve hace pensar en un agotamiento precoz de inspiración y de vitalidad; tema ignorado por los primeros románticos, y destinado a ocupar el centro del desencanto poético de la segunda mitad del siglo: la obra irrealizada, o difícil, o que permaneció desconocida, será la mayor amargura de los poetas, y su orgullo secreto, puesto que lo inaccesible de su propósito los distingue y los corona. Esta línea de los exiliados del Ideal, donde se situarán los más gloriosos escritores y poetas de la siguiente generación, ya se celebra en Volupté, en donde Amaury quiere consagrar una piedra druida “a los grandes hombres desconocidos”: “¡Sí, a los grandes hombres que no brillaron, a los amantes que no amaron! ¡A la élite infinita que nunca tuvo la oportunidad de visitar la dicha o la gloria! ¡A las flores de los brezos! ¡A las perlas del fondo del mar! ¡A lo que tienen de desconocidos olores las brisas que pasan! ¡A lo que tienen de pensamientos y lágrimas las cabeceras de las camas de los hombres!”⁷¹ Y no hay talento, ni siquiera el vencedor, que pueda escapar a este secreto sacro del fracaso, si admitimos que “todo triunfo en este mundo, hasta para las frentes radiantes, no es más que una

derrota más o menos disfrazada”;⁷² ni poesía enteramente gloriosa, si la poesía es de ahora en adelante “una enfermedad penetrante, sutil, una aflicción, más que un don”.⁷³

Del ministerio del poeta

¿Un desencantamiento doloroso o la sensatez que volvió a él? Las contradictorias disposiciones de Sainte-Beuve cuando toma su distancia con el romanticismo se presentaron más que nunca en el tema fundamental del sacerdocio poético. Después de los tímidos debuts del tema en Vie et poésie de Joseph Delorme, había afirmado con fervor en Les Consolations la misión espiritual y humana del poeta.⁷⁴ A partir de 1834, los textos se multiplicaron, los que provenían de este entusiasmo. Al principio sin renegar de la idea misma, aprobando incluso su revuelo humanitario en los poetas más grandes:

Los más dignos de juzgarse buenos y los más venerados entre el grupo de los poetas llenaron con sus cantos alguna función religiosa o social; fueron, ya la voz elocuente y palpitante del presente, ya el eco lamentable de un pasado destruido, ya la ardiente trompeta de las esperanzas y de las amenazas del porvenir. Mas, al margen, fuera de estas grandes tareas, hay otros que hace falta no dejar de reivindicar ni de mantener, porque son modestos, porque son verdaderos […] y porque expresan, con mayor distinción y curiosidad atenta, sentimientos y delicadezas, con todo eternas, del alma humana civilizada.⁷⁵

Retomó esta idea en 1839, como respuesta al prefacio que Lamartine incluyó en sus Recueillements [Recolecciones], aparecidos el mismo año, y donde él pudiese tratar la poesía desde arriba teniendo como preferencia la acción política: “¡Qué! —se pregunta— […] ¿No podríamos cumplir al encerrarnos con nuestro papel útil […] en nuestro ministerio de poeta y de escritor, al guardar para todo público nuestra carne de filósofos, de historia o de elocuencia?”⁷ Se otorga un bello deber defendiendo la dignidad y la misión de la misión de las letras, pero siendo una misión modesta. La falta de modestia romántica comúnmente fue una de las críticas

conservadoras: la recurrencia de Sainte-Beuve a este tema sería un signo banal si no fuera sólo esto, si la renuncia a una ambición tan anclada en el romanticismo no traicionara dentro de él un conflicto y una herida. En 1842 todavía es chattertoniano; escribe, a propósito de Aloysius Bertrand y de su triste carrera: “Sólo constatemos, constatemos la lucha desigual que la sociedad moderna, con sus industrias de toda índole, sólo logra hacer más ardua”. Sigue la del pastor que, tras haber sacrificado demasiadas cabras a las musas, como castigo fue encerrado en un cofre y salvado por las abejas que lo alimentaron con miel: “En nuestro tiempo, también con mucha frecuencia, por haber querido de manera imprudente ofrecer sacrificios a las Musas, somos colocados en una molestia y nos vemos presos dentro del cofre; pero nosotros nos quedamos aplastados y las abejas no vienen más”.⁷⁷ Que la crítica abocada a la sabiduría continúe quejándose en estos términos del infortunio del poeta es la prueba, a nuestros ojos, de que no se pasó por el Cenáculo y por sus emociones sin que su marca no perdurara durante mucho tiempo. Estos restos del romanticismo sobreviviente a sí mismo desprovisto de fe contrasta con los propósitos y las proclamaciones bien intencionadas que abundan en Sainte-Beuve después de 1840. Así pues fue perseguido, año tras año, por el proyecto de una recuperación o de una reacción literaria, incitada a la necesidad por el Estado y orientada por una crítica juiciosa, por la Revue des deux mondes, por él mismo,⁷⁸ mientras que el ministerio o la misión del poeta, en el sentido romántico, eran en cuanto a él desde ese momento en adelante el objeto de un escarnio incesante. Es así como compromete a los poetas a esforzarse por ser apreciados por los “hombres sensatos y de buen gusto” y “de la mayoría de los hombres reunidos y establecidos en civilización”;⁷ es así como denuncia a estos seres peligrosos que, como René, entran con alegría en el mes de las tormentas,⁸ “presos por una nada de asco por la tierra, la tierra misma que quieren gobernar […] tentados por la mínima contrariedad, por el mínimo desafío, de quemar las naves y de esfumarse, ellos y todo el equipaje, es decir la sociedad entera, como la nave de Le Vengeur [El Vengador], para tener una bonita muerte en el océano”.⁸¹ No menciono este aspecto final de Sainte-Beuve más que para no falsear la verdad de su figura, tan única al final de cuentas. El hecho es que se aproxima por este lado, lo quiera o no, de la escuela antirromántica común y burguesa, la de Nisard y la de Planche.⁸² Al comienzo, habiéndose mezclado, en una buena medida, con el romanticismo en sus juicios y retratos literarios, en sus novelas, en su poesía, dejó entender, en suma, que jamás le perteneció en realidad. Fue historiador y pintor de un universo literario contemporáneo a él, sin hablar por completo por él ni comprometerse por completo con él. Al mismo tiempo que descubría y vivía su época, siempre dominó su espíritu otra tradición, otro mundo de

civilización intelectual, de la que en su momento logró hacer su apología, el mundo de los literatos y de los editores de los últimos tiempos del siglo transcurrido y de los albores del nuevo, y de su larga posteridad en el XIX. De esta manera penetró en su siglo, a la vez íntimo y extranjero. Tampoco en él el desencanto jamás afectó a toda su persona. Siempre encontró un recurso en esta cultura temperada y abierta a ideas, alimentada de tradiciones literarias y amiga de las realidades, en el llamado comercio de los ingenios “reunidos en civilización”, como los llama; en estos fondos anteriores adonde arrojaba sin cesar la pertinencia y la riqueza de su crítica. Es cierto que desdiciendo las esperanzas de sus grandes contemporáneos dio un paso hacia la generación siguiente, la cual recibió sin duda el eco de su desencanto, pero sin reconocerse en él. Ella vivía un nuevo romanticismo, tan exaltado como desencantado, nacido por entero de la sustancia del primer romanticismo. Su propia situación, su herencia, sus soluciones eran otras.

CHARLES NODIER

Nodier, precursor y guía del romanticismo, fue sin embargo desde siempre disidente y diferente al conjunto del movimiento. Desde su juventud, había cambiado menos de lo que parece: la nostalgia de los tiempos primitivos, la aspiración a una literatura emancipada de las costumbres clásicas, la idea de una sensibilidad llevada a los extremos, entre la vida silvestre y la pálida lamentación, en suma, el desencanto del mundo y la denuncia del siglo civilizado como una decadencia; todos estos elementos, de 1800 a 1830, sentaron las bases de su manera de pensar y de sentir. En los últimos años de este periodo había apoyado al joven romanticismo, al que le ganaba en edad por 20 años, a pesar de no haber compartido las esperanzas puestas en el porvenir del hombre que profesaban los principales autores y partidarios de la reforma literaria.¹ A partir de 1830 tomó cada vez más su distancia en relación con dicho optimismo. No compartía las especulaciones más o menos proféticas, inquietas pero alumbradas por una luz favorable, del romanticismo francés. No vio motivo de fe presente o futura en el mundo que lo rodeaba.

¿Hay una política en Nodier?

No es que 1830 y sus consecuencias lo hayan decepcionado, como a tantos otros que habían puesto en esos acontecimientos más esperanzas que él. Al contrario, después de la Revolución de Julio se declaró en distintas ocasiones satisfecho con el nuevo régimen. Había mencionado en 1829, en un artículo sobre “Les Prisons de Paris sous le Consulat” [Las prisiones de París bajo el Consulado], las discusiones de los presos de la época sobre “el mejor de los gobiernos posibles”; en la edición en volumen de este artículo de 1831, agrega esta nota: “Hoy el asunto que trataba con una reticencia necesaria […] parece más o menos decidido, si la solución no difiere de nuevos errores. Quien viva, verá”.² Varias declaraciones análogas son contemporáneas a ésta.³ Esta especie de partidismo, que excluye a la vez la monarquía legítima y la república, no se desmintió en los años subsecuentes, pero otros textos nos hacen considerar el alcance exacto; así: “Todo sistema político es falso porque la sociedad es una decepción y porque no hay perfección posible en lo falso”.⁴ En 1837, Nodier se congratula de que Francia viva un momento de serenidad y de reflexión, pero lo hace en estos términos:

Esta disposición [escribe] es el resultado de una parada maravillosa que la civilización ha hecho después de varios años sobre la pendiente de la barbarie, seguida de algunos acontecimientos que parecían propicios a precipitarla irremediablemente, y cuyas consecuencias deben tener lugar tarde o temprano, puesto que las sociedades están maduras en nuestro Occidente decrépito. Por lo tanto, no sabríamos aprovechar demasiado rápido esos últimos bríos de la razón humana.⁵

En presencia de tales consideraciones apocalípticas, tan alejadas de la retórica habitual del Juste-Milieu [justo medio], nos preguntamos si Nodier es susceptible de ser calificado políticamente. Conocía bien el carácter partidario de la literatura durante la Restauración, cuando rememoraba retrospectivamente “esa literatura bicéfala, que había nacido de los tiempos de infortunio como Pitón del diluvio”. Es un hecho que toda la literatura, entre 1800 y 1830, está dividida en dos campos. No obstante los cambios de Nodier lo vuelven difícil de situar: vimos cómo era jacobino a los 14 años, en 1794, y sospechoso de Thermidor; cinco años más tarde era antijacobino en extremo y escandalosamente brumarino, al grado de chocar a sus compatriotas de Besançon. En París, donde hizo tres estancias sucesivas entre diciembre de 1800 y enero de 1804, a veces fue bonapartista y, si lo juzgamos por una carta dirigida a su hermana Élise, mostrada al primer cónsul para una revisión: “¡Qué hombre es Bonaparte! ¡Cuánto se le ama! ¡Cuánto se le admira! ¡Cuánto se detesta a sus enemigos!”⁷ Sin embargo escribe en la misma época, y quizá al mismo tiempo, una oda que sigue siendo famosa, “La Napoléone”, en la que destroza a Bonaparte, sin que se sepa si su indignación es monárquica, puesto que apostrofa en el dictador al beneficiado con el asesinato de Luis XVI:

Lâche héritier du parricide, Il dispute aux bourreaux la dépouille des rois,

[Débil heredero del parricidio, se disputa con los verdugos el despojo de los reyes]

O sin que se sepa si su indignación es republicana, pues invoca en contra suya al “puño de Brutus”.⁸ Esta oda le valió varias semanas de prisión en París. Es precisamente en 1802 que aparece Les Poscrits [Los poscritos], novela acerca de la emigración, donde se aborrece a los tiranos de 1793; mas este aborrecimiento, sentimiento por así decirlo universal en ese entonces, no es una prueba de que haya sido un decidido partidario de la monarquía. También leemos en esta misma novela reflexiones como ésta:

Las revoluciones son grandes enfermedades que afligen la especie humana, y que deben desarrollarse en momentos precisos. Por ellas las naciones se purifican, y la historia se convierte en la escuela de la posteridad. No, esta conmoción no es obra de las tinieblas, preparada en la sombra de algunas noches por un puñado de fanáticos y de sediciosos; es obra de todos los siglos, el resultado esencial e inevitable de todos los acontecimientos pasados, y para que ese resultado no hubiera tenido lugar en lo más mínimo, habría hecho falta que el orden del universo fuera violado.

Esta manera de ver el asunto naturalmente lleva a una conclusión que excluye la venganza contrarrevolucionaria: “Perdonadme, es el acto más justo”.¹ En otra instancia, Nodier en 1803 y 1804 colaboró en La Décade “filosófica”,¹¹ y no en Le Mercure monárquico, con los redactores que al parecer no tenía relación. De vuelta a su provincia participó en 1805 en una conjuración de café, donde se vio mezclarse a viejos jacobinos y viejos emigrados, y por la cual fue aprehendido y puesto en custodia. Más tarde, bajo la Primera Restauración, en la obra titulada Histoire des sociétés secrètes [Historia de las sociedades secretas],¹² tenía que hacer crecer este episodio y referirse a la alianza entre partidarios de la monarquía y republicanos en contra del imperio como un hecho político de vasta importancia. Todavía en 1829, en una carta a aquel que, como prefecto de Doubois, lo había interrogado en 1805, se siente orgulloso de recordarle que en

el curso de su interrogatorio había llamado al joven amenazado “el guión de jacobinos y partidarios de la monarquía” en contra del imperio.¹³ Fuera o no fuera tal guión, ello no le impidió escribir en 1807, como respuesta al tema de una competencia promovida por la Académie de Besançon, esta tesis: De l’influence des grands hommes sur leur siècle [Acerca de la influencia de los grandes hombres en su siglo], donde pone al desnudo a Napoleón, héroe regenerador del orden social.¹⁴ En 1812 acepta un puesto del gobierno imperial en Illyria bajo la autoridad y protección de Fouché, que ya dudaba del porvenir del régimen napoleónico. Una vez venido abajo el imperio, el comienzo de su carrera fue reducido a nada y no obtuvo ningún favor apreciable de la monarquía restaurada. Redactó, desde abril de 1814, una postulación al conde de Artois con la intención de obtener la cruz de Saint-Louis, aduciendo “seis años de servicio interior y diversas aseveraciones capitales seguidas de nueve años de proscripción”; mas parece haber guardado ese proyecto de súplica para él.¹⁵ Por fortuna, un liberal, Étienne, lo había introducido previamente al Journal de l’Empire donde se encontró durante la Restauración. Este periódico retomó su nombre de Journal des débats, y su color de la década de 1800; y Nodier aquí pronto comenzó, así como en diversos periódicos ultras, una gran carrera de folletinista y de polígrafo, matador voluntario de los “sofistas” del siglo anterior y apologista de la Vendée. Pero, mientras hacía todo lo posible para acreditar su monarquismo pasado y presente —la publicación de la Histoire des sociétés secrètes, en 1815, tuvo en parte ese objetivo—,¹ se ve en más de un caso que la Francia ultra no era en realidad lo suyo: en 1818 publica un folleto a favor de los republicanos exiliados; un poco más tarde se niega a escribir en contra de Benjamin Constant, blanco predilecto de la prensa ultra.¹⁷ En 1829 y 1830, sobre todo, comenzó con la publicación de sus Souvenirs, épisodes et portraits pour servir a l’histoire de la Révolution et de l’empire donde reflejaba un sentimiento vívido de la grandeza de los acontecimientos y de los hombres de esta época, obra de la que no desistió nunca. Estimaba decididamente que los excesos o las locuras de la Revolución “al menos eran de un gran ánimo y hacían que el alma viviera en una región de pasiones e ideas”.¹⁸ Lo escribió, es cierto, bajo el ministerio relativamente liberal de Martignac; pero no se había molestado en publicar desde 1818 la novela de un atracador de doctrina, enemigo del pacto social, partidario de la ley agraria y aspirante a la regeneración de la sociedad, vacilante entre el sentimiento de la nada y el ideal más sublime. Esta novela, Jean Sbogar, naturalmente causó escándalo cuando apareció: “Libro pernicioso —escribía un crítico, partidario de la monarquía—, aunque se le haya escapado a la pluma de un hombre

honesto”.¹ Un lector del bando contrario, admirador de la novela, habiendo frecuentado poco después a Nodier en un café de Lons-le-Saulnier, quedó estupefacto de encontrarlo tan poco parecido a su protagonista; escribió a Weiss: “Lothario […] que protesta en contra de los augures, los profesionales […] se convierte bajo el nombre de Charles Nodier en el apóstol de los viejos buenos tiempos y en el detractor del siglo. Es un ultra”.² a Este desconocido se equivocaba en querer situar a Nodier en una casilla única. Al final del reinado de Luis XVIII, Nodier obtuvo la dirección de la biblioteca de Arsenal. No parece que haya tenido en la Revolución de Julio una actitud muy pronunciada. De un régimen al otro, conservó su puesto. Había conseguido que se respetara la biblioteca durante la insurrección, y tenía muchos amigos en el partido vencedor.²¹ En esta situación se encuentra al inicio del reinado de Luis Felipe. No tenía razón alguna para condenar su advenimiento. ¿A qué conclusión se puede llegar? Y ¿cómo juzgar el comportamiento político de Nodier? Sus mejores amigos pensaban que nunca había tenido en este ámbito convicción real alguna, y no ignoraban nada de sus variaciones, ni de su capacidad de fabulación, legendaria en cuanto a testimonio de la historia reciente.²² La crítica moderna, al escrutar las circunstancias particulares y la cronología de algunas de las actitudes de Nodier, las ha relacionado con los intereses de carrera de este escritor sin fortuna, que en el momento de su muerte, a propósito de las visitas que le hacían ilustres personajes, profirió esta frase melancólica: “¿Creerán que nunca fui más que un pobre diablo?”²³ La frase es de una humildad excesiva en su postura, pero ayuda a conocerlo. Pobre diablo o no, podía tener sus razones, otras que no fueran interesadas, para no rechazar ni a los partidarios de la monarquía ni a los liberales. Sus cambios bien pueden haber traducido el deseo de conciliar lo que subsistía de la vieja Francia y lo que no podía ser rechazado de la nueva. Se le vio como tal desde el inicio, como ya se dijo antes acerca de Les Poscrits. La gran fabulación ulterior de la alianza jacobina y de los partidarios de la monarquía puede significar ese voto de continuidad. Nodier deseaba siempre, en el apogeo de su supuesto monarquismo, reunir el pasado y el presente.²⁴ En la Francia irreconciliable de la Restauración, la aspiración de síntesis era profunda.²⁵ La monarquía de la Revolución de Julio pudo parecerle a Nodier, como a tantos otros, una solución en ese sentido. Él mismo se sintió liberado de la presión de los partidos contrarios y avistó un porvenir favorable para Francia, si no vamos demasiado lejos. Fue moderado, podemos decir, bajo dos banderas; pero lo fue sobre todo con singularidad, puesto que, a diferencia del común de los moderados, él estaba convencido de vivir en una época en que los mayores desastres, que dominaban a lo lejos el

horizonte, volvían frágil toda conducta de los asuntos terrestres. Es esto lo que lo distingue: las posturas que podía compartir con los sabios de su tiempo sobre la mejor manera de gobernar Francia no son su asunto principal; todo en él lleva a una denuncia repetida acerca de los bienes originales y la decadencia del mundo. Aquí es donde Nodier aparece, mientras que la moderación política triunfa según sus antojos, como quien se queda aparte, y no es arrastrado por el movimiento general.

La marca de 1800

Hay que considerar esta originalidad en sus orígenes y volver sobre las decisiones, no sólo políticas, sino también filosófico-literarias, del primer Nodier. Se definía a los 19 años, antes incluso de haber ido a París, en los siguientes términos: “Perdí el tacto exquisito de la sensibilidad al emplearla en quimeras y me desgasté sin haber disfrutado”.² La fórmula, en este momento, bajo miles de variantes formales, es banal. Pero puede, como toda fórmula en toda época, refugiarse en entendimientos extremadamente diversos, según las familias de raciocinio. Chateaubriand y Senancour la emplearon ambos para filosofar uno en contra del otro. Ahora bien, es sobre todo a Senancour a quien prefiere el joven Nodier: en París frecuenta y admira a los pintores “meditadores”, herederos amargos, como Senancour, del primitivismo filosóficosentimental de las generaciones precedentes. Explican sus tormentos, como Rousseau, con las quimeras impotentes de la humanidad civilizada; si se alejan de Rousseau es gracias a la idea de una decadencia irremediable de las formas sociales. Extraños a los consuelos de la melancolía neocatólica, maldicen la vida en referencia a una edad de oro humana perdida y no esperan ninguna compensación celeste por esta pérdida. No admiran otras obras más que las primitivas, o aquellas que tienen esa reputación, la Biblia, Homero, Pitágoras, Ossian; y la literatura de los modernos, según su gusto, solamente puede ser una literatura de luto, de bien amadas muertas, de paisajes nocturnos, de vagancias desencantadas y de suicidas. Nodier escribió mucho en este tono, de 1802 a 1806; es en este ámbito en el que dio sus primeros pasos notables en literatura.²⁷ Este tipo de desesperanza era sensiblemente diferente a la melancolía que había circulado por entonces en los medios literarios de la contrarrevolución, y que tenían la intención de emparentarse con la sensibilidad religiosa tradicional. Es cierto que Nodier publicó en sus Méditations du cloître [Meditaciones del claustro], en 1806,²⁸ una apología de la institución monacal que debió irritar, si la leyeron, a los filósofos de La Décade. En efecto, el decorado enclaustrado de las Méditations du cloître, las formulaciones católicas que Nodier emplea, la tesis misma que finge sostener y una extensa cita a Pascal hacia el final, tenían algo que hacía recordar, pero más con un tono vehemente, al reciente Génie du Christianisme [Genio del cristianismo]. Sin embargo, en estos contextos subyace

un extraño pensamiento: según Nodier, la institución de los monasterios, que tuvo su origen en el momento en que el mundo civilizado grecolatino sucumbía ante los bárbaros, tuvo como fin o como dichoso efecto, al multiplicar las comunidades solitarias, impedir que la sociedad se restableciera: “La manía de perfectibilidad —escribe Nodier—, de donde derivan todas nuestras desviaciones y todos nuestros errores, estaba ya a punto de renacer; el mundo iba a refinarse por segunda vez”. Es este riesgo, si así lo consideramos, el que querían sortear los fundadores de la vida monástica, discípulos anticipados, en suma, en su antipatía por la civilización, de Rousseau y de Senancour. No que la barbarie haya sido buena a sus ojos, sino que, al causar vacío, le permitía a “hombres de virtud austera y de carácter augusto”, si no restablecer la felicidad primitiva vuelta quimera para siempre, al menos erigir, “como el vertedero de toda la moral humana, las primeras constituciones monásticas”.² Esta interpretación completamente gratuita del monaquismo cristiano no tiene otra intención que permitir hacer un paralelo entre sus pretendidas causas y el mal del siglo XIX naciente tal y como lo experimenta Nodier. La revolución también engendró cierta barbarie, y habría convenido que un nuevo monaquismo restableciera, sobre la civilización en ruinas, los valores esenciales de la vida moral. ¿Qué otra escapatoria, para los hijos de esta época desheredada, que el crimen o el suicidio?³ Pensamientos de este tipo a la invectiva del “innovador sedicioso” que, durante la Revolución hizo cerrar los monasterios: “Si así lo quieres, lleva la antorcha de Erostrato en el edificio de la sociedad; mi corazón es demasiado amargo como para apreciarlo; mas puesto que el cielo quiso que habitásemos una tierra imperfecta donde nada está tan bien acabado como el dolor, a partir de ahora ya no procures más […] esas reformas parciales que sólo sirven de monumento a tu nulidad”;³¹ dicho de otro modo, puesto que este reformador parcial e impotente no podía darnos la perfección de los tiempos primitivos ¿por qué nos despojó del refugio de los conventos?³² No hace falta equivocarse acerca del principio que dicta a Nodier su defensa de la institución monacal. Quien le dicta dichas páginas es un desencanto radical, y más que de fe, es un generador de amargura y de revuelta; así es como debe entenderse el grito final, que el autor puso en mayúsculas: “Esta generación se levanta, y ustedes piden claustros”.³³ Si la evidencia no basta, una buena prueba de que el mencionado interdicto demoledor del joven Nodier no nace en realidad de una fuente religiosa es la poca consistencia que reviste su paralelo entre los primeros cristianos y los hijos de su siglo. El retrato que hace de estos últimos nos lleva a pensar sobre todo en

una poderosa e inconcebible vitalidad contrariada y no en una firme preferencia estrecha del otro mundo por sobre éste: el claustro, si puede sustraer al suicida de su naturaleza violenta, parece no poder ofrecerle otra más que el enclaustramiento mismo:

Hela aquí [dice], una generación entera para la cual los acontecimientos políticos han sido la educación de Aquiles. Tiene como alimento la médula y la sangre de los leones, y ahora que un gobierno no deja nada al azar y que basa el porvenir en restringir el desarrollo riesgoso de sus facultades […] ¿sabemos qué cosas funestas pueden producir tantas pasiones ociosas y tantas energías reprimidas? ¿Sabemos qué tanto está dispuesto a entregarse al crimen un corazón impetuoso que se ha entregado al tedio? Lo declaro con amargura, ¡con terror! La pistola de Werther y el hacha de los verdugos ya nos han diezmado.³⁴

Esta generación de la desesperanza amedrentadora es, a ojos de Nodier, aquella a la que la dictadura de Bonaparte apagó la energía con la que la época revolucionaria había dotado a su adolescencia. Sainte-Beuve largamente comentó estas palabras cuya importancia percibió: llama a la generación de Nodier “una generación poética echada a un lado e interceptada”.³⁵ Así pues, al principio fue la Revolución, que resultó inhumana e incapaz de sostener lo prometido, y con la cual el matacandelas imperial no hizo más que concluir el error. Una vez decepcionada la esperanza y como por desafiar a la Ilustración sin virtud, Nodier exige claustros; pero, sin creer más en la Iglesia, los exige de una manera heterodoxa, en todo desesperada y revoltosa. En verdad, los exige y sin más que hacer. Entendemos por qué, en el momento mismo en que escribía Les Méditations, oscilaba, respecto a la Revolución, entre la fidelidad y la negación, y cómo una política media podía ser en él sólo el refugio de una conciencia compartida. Pero el verdadero Nodier está más allá, en el dolor extremo de un bien que vino a estar fuera del alcance, de una condición original de nuestra especie, perdida para siempre. Jamás cambió en eso; como cuando en 1831 rememora el propio mal de 1800:

Era el horrible síntoma de una pasión desconocida, innombrada y sin embargo

común a la mayor parte de las almas que la naturaleza había imprimido, en este tiempo, de un carácter de energía y exaltación; era una necesidad profunda y dolorosa de experiencias, de agitaciones, de sufrimiento y sobre todo de cambio, la revelación de un invencible instinto de destrucción, de devastación social, reprimido en el seno de un pueblo domado por instituciones férreas, o distraído con ambiciones sangrantes, pero que rugía del fondo de las almas ociosas.³

El mismo año completa el recuerdo de ese frenesí con confesiones más desoladas: “Niños, nuestro desahogo turbulento era el de un fervor por la verdad en el que se ha creído por mucho tiempo, pero amargada rápidamente por las decepciones de la vida […] era la fiebre aguda del amor traicionado, del patriotismo abusado, del desencanto de esta felicidad social imposible”.³⁷ En el diálogo que tuvo a bien imaginar entre los girondinos prisioneros la noche precedente a su ejecución, prefigura a Vergniaud tomando un descanso de la Revolución en estos términos: “Le daré mi adiós, el adiós del gladiador vencido: ¡Tirano ciego y feroz, los que van a morir te saludan! —Mas de la revolución sublime que se hizo en mi pensamiento, llevaré el luto en mi corazón”.³⁸ Es el luto que llevan en el fondo de sí mismos el Nodier de la década de 1800 y sus amigos los “meditadores”. Llegada la Restauración, tuvo que escoger entre las dos cabezas de la serpiente Pitón, Revolución y contrarrevolución, que hasta ese momento parecía haber abrazado y rechazado confusamente por igual. Optó, como sabemos, por la cabeza monárquica; era su interés y hasta cierto punto su inclinación. Su sensibilidad armonizaba más fácilmente con la literatura plañidera del monarquismo que con el ánimo más bien positivo y satírico de los liberales. Pero las preguntas que se le planteaban desde la juventud sobrepasaban el debate político de la Restauración. Podemos decir que 1830, al dejar el debate en el pasado, hizo que Nodier volviera a sí mismo. Al mismo tiempo se había resuelto, en el sentido de una renovación general, el debate literario, en el que había tomado partido a lo largo de la Restauración. No había cesado de dar batalla a favor de las novedades en el interior de la prensa monárquica, anticipándose a la fusión final, en la escuela victoriosa, de la modernidad de las formas y de la espiritualidad poética. En este combate, prácticamente ganado, Nodier agregó, poco después de la Revolución de Julio, su última contribución en sus “Recherches sur le style” [Indagaciones sobre el estilo]³ donde utiliza definitivamente las formas y el ánimo de la literatura neoclásica en nombre de la

libre evolución de las lenguas y de las sociedades: “Lo que resultará de la revolución literaria actual es un misterio para la actualidad. Lo que no es un misterio es que la revolución está hecha”.⁴

Nodier vuelve a sí mismo

Así pues entendemos que haya sido en los años inmediatos a la Revolución de 1830 cuando Nodier encontró su verdadera inspiración. Fue hasta entonces que desarrolló en una abundante producción —a la vez conciliaciones críticas y obras de ficción— lo que siempre había sido el fondo de su visión del mundo. Esta vena tenía su origen en su juventud, como lo corroboran al menos dos artículos aparecidos en 1832 y en 1833. El primero regresa a los “meditadores” que Nodier había frecuentado y celebrado en los primeros años del siglo; habla de ellos con el mismo entusiasmo que antaño, y situándolos del mismo modo en la gran crisis francesa; y declara de manera solemne que el tiempo, que ha desacreditado a tantas glorias, no ha conseguido más que, a sus ojos, engrandecer su imagen.⁴¹ El segundo artículo muestra también, 30 años después, un fervor extremo. Nodier lo escribió con motivo de la reedición reciente de Oberman de Senancour.⁴² En este libro celebra en forma lírica, como si fuera el día de un nacimiento espiritual, el día en que descubrió, “antes de los 20 años”, en la vitrina del editor, las Rêveries de Senancour, y las leyó con asombro:

Era una excursión inquieta, un peregrinaje de por sí errante por los limbos impenetrables del dominio de la verdad, un viaje solitario y triste en los profundos desiertos del espacio y del infinito, una conquista anticipada de la muerte y de la nada; y no obstante uno se dejaba llevar por el impulso del filósofo o del poeta con una dicha involuntaria, dicha mezclada alternativamente de admiración y de terror. Uno se hace una imagen del Abbadona [sic] de Klopstock⁴³ llorando el vacío inmenso de su eternidad en los escombros de un sol apagado, y reencontrando sin embargo, hasta en los gemidos de su miseria, hasta en el abandono de su desesperación, la harmonía y la pureza de los himnos celestes que acariciaban sus órganos nacientes.

Entonces pasa con el mismo tono a Oberman, libro precursor de una nueva literatura donde “el alma se emancipa día a día; ella ha roto sus cepos de plomo […] el espíritu hace de la letra justicia, es su ocasión”; el color fúnebre no falta aquí tampoco: la nueva lengua de Senancour, “la lengua que le había sido revelada, y que iba a ser dentro de poco la lengua de la sociedad entera, no podía hacerse entender más que por un pequeño número de adeptos, dotados para su desgracia de una triste facultad de anticipar las miserias de esta especie cuya perfectibilidad solamente llega, según yo, a la desilusión o a la muerte”. Así, el momento en que el pensamiento de Nodier se establece en una abjuración del mundo presente, ese momento es en él, al mismo tiempo que un realizarse, un retorno a la profunda decisión de los años mozos, un retorno a lo que le enseñaron los “meditadores” y Senancour. El tema central, cada vez más olvidado en la época del romanticismo conquistador, es poner en tela de juicio la “perfectibilidad” humana —el progreso, decimos nosotros— tal y como la había concebido la filosofía de la Ilustración. Pero mientras que Senancour, retirado de la amarga nostalgia de un carácter primitivo perdido para siempre, trataba de conciliar aquel luto por los orígenes con los postulados progresistas de su liberalismo, Nodier se entrega por completo a la crítica del progreso y de la conciencia positiva, en tanto que destructores, según nos dice él, de nuestras razones de vivir:

Después de estos siglos de luces, que no podían ser designados por una expresión más conveniente, puesto que irradian una gran claridad sobre nuestra nada; después de la disolución, después de la ruptura sistemática de todos los nudos que ataban al ser inteligente y sensible con el orden universal, le es forzoso retirarse en sí mismo tiritando por la soledad y abandono en los que se encuentra […] El mal anunciado se desarrolla, se extiende, invade todo lo que piensa, y la queja aislada del filósofo melancólico de quien hemos malentendido su misión se convierte en la única expresión verdadera de las angustias del hombre caído.⁴⁴

Nodier, si aquí posee el lenguaje del antifilosofismo, se encuentra más allá tanto del monarquismo como de la religión: no sólo acusa a los “sofistas” del siglo pasado; denuncia lo que él cree que es la usura del mundo y la quimera de toda

esperanza de una restauración verdadera y que se esconde bajo el nombre de progreso. Lo que tuvo por nombre progreso, dirá más tarde, fue “una restauración que no restauró nada, si es que éste no es el principio absurdo que lo destruyó todo”.⁴⁵ En semejante visión de las cosas, el descrédito moderno de las creencias tradicionales evidentemente se entiende como un mal: no obstante es sobre todo la poesía, de la que suponemos ha precedido con mucho a esas creencias, la que hace sentir, en el instante de su declive, su vieja preeminencia. De ahí, del otoño de 1830, un artículo importante acerca de la poesía desde sus orígenes hasta su forma contemporánea. En este artículo,⁴ Nodier sitúa —como es natural— la plenitud de la poesía en sus inicios, en el tiempo en que tenía en su seno lo que más tarde se convertiría en religión. En estos términos describe el desarrollo de esa poesía primitiva:

El pensamiento se elevó de lo conocido a lo desconocido. Profundizó las leyes ocultas de la sociedad, estudió los motores secretos de la organización universal; escuchó, en el silencio de las noches, la armonía maravillosa de las esferas, inventó las ciencias contemplativas y las religiones. Este ministerio imponente fue la iniciación del poeta a la gran obra de la legislación. Se vio a sí mismo, gracias al efecto del poder que se había revelado en él, magistrado y pontífice, y se instituyó por encima de todas las sociedades humanas un santuario sagrado, que ya sólo anunció a la tierra a través de instrucciones solemnes.⁴⁷

El poeta, en esos tiempos primeros, todavía no había descendido al ministerio de ilusión que se le atribuiría enseguida; ejercía el ministerio de la verdad y de la civilización esencial, los lazos fundamentales entre los hombres que se establecen a través del lenguaje, el cual se supone enriquece “con una vasta cosecha de alusiones y de metáforas donde el pensamiento no para de pizcar, y que no sabría cómo agotarla […] es imposible no concluir que la especie no habría llegado jamás a cierto grado de perfeccionamiento si no hubiera nacido poeta”.⁴⁸ Por otra parte, todo conocimiento, incluso el más cotidiano, era poesía: “La discusión no había oscurecido nada, la lógica nada había secado, la ciencia no existía. Únicamente existía la poesía, y el hombre era poeta como era hombre, porque no podía ser otra cosa”.⁴ Esta visión edénica evidentemente implica la

idea de una degradación ulterior. La poesía hizo al hombre y a la sociedad; y luego, “una vez terminada su labor, se fue de la tierra […] dejando a las naciones a la merced de su prosaísmo y su impotencia”.⁵ Esa concepción de la naturaleza y del papel original de la poesía ya estaba muy extendida antes de 1831, e incluso antes de 1800. Los filósofos del tiempo de Luis XV, como también sus discípulos en el reinado de Carlos X, se resignaban, hasta se complacían en admitir que la Ilustración no fue en lo más mínimo una época de poesía; eran más bien los enemigos de la Ilustración quienes glorificaban la primitiva poesía sagrada y hasta encontraban ejemplos de ella en las Escrituras;⁵¹ y hasta la controversia antifilosófica gustaba de dirigir la poesía en contra de la razón reseca de los reformadores modernos. Durante la Restauración, el romanticismo transmitió estas ideas y las acreditó en su revolución poética al purgarlas de su virulencia. La revolución poética de Nodier es de una calidad particular: su extremismo en el tema no lo vuelve un heredero fortalecido de la contrarrevolución; si propone para la literatura una abjuración radical del progreso y de la ciencia positiva, “reseca, repulsiva y sacrílega anatomía de los misterios de la naturaleza”,⁵² le agrega una percepción degradante y luctuosa, y hace una oración fúnebre de la poesía misma: “Los clásicos —escribe— perdieron para siempre lo que los románticos nunca encontraron. En Francia, la poesía ha muerto”.⁵³ Al asumir esta actitud, que parece dirigida por completo hacia el pasado, Nodier no toma una posición retrospectiva del romanticismo, sino prospectiva, en esta escuela desencantada que, al hacer un balance de las decepciones sufridas, sabrá entenderse como un ultrarromanticismo. Esta manera de ser, propia de Nodier, exige reflexión. Al reprocharle a los adeptos del progreso la energía puramente material, a su entender, que éste desencadena en ellos, les dice: “Se olvidan de que todo hombre recibió como ustedes, en la Europa viviente, la educación de Aquiles, y que no son los únicos que rompieron los huesos y las venas del león para succionar la médula y beber la sangre”.⁵⁴ El ánimo fortalecido pudo también aventurarse en una vía opuesta a la de la ciencia y el progreso material, buscando su propia verdad y su propia salvación, y sin encontrar nada más que el vacío y la ruina; no le quedaba entonces más que la poesía, pero “esa voz lastimera se entristece desde hace medio siglo por la agonía de un mundo que se dispone a disolverse”. En vano queremos eludir esta verdad, “si metieran la mano en el sitio donde palpitaba el corazón del cuerpo social, con todo sentirían que ya no late”.⁵⁵ Mas ¿podemos a la vez celebrar, como Nodier lo hizo a lo largo y ancho de la batalla romántica, la

energía moderna triunfante en la literatura de la rutina clásica y sin embargo denunciar en las obras actuales los síntomas de una humanidad agotada? Quizá esta aparente contradicción refleje la experiencia de la Revolución tal y como muchos la experimentaron: flujo desenfrenado de fuerzas, y presentimiento de ruina universal. Nodier pinta a menudo la modernidad bajo este doble aspecto. La huella de la Revolución parece estar presente en reflexiones como ésta: “Hace mucho tiempo tuvimos, cada quien a su vez, nuestra batalla de Filipos; y algunos no la esperaron, se los juro, para convencerse que la verdad sólo era un sofisma, y que la virtud sólo era un nombre. A ellos les hace falta una región inaccesible en los movimientos tumultuosos de la muchedumbre para depositar allí su porvenir”.⁵ Todo pasa, así lo vemos, como si el traumatismo revolucionario hubiera mantenido en él sus efectos negativos durante la época de sus esperanzas románticas, para acompañar al coro precoz de los jóvenes desencantados de la monarquía de Julio, más tarde amplificado con los sobrevivientes de 1848 y del Segundo Imperio. En Nodier el decepcionado de 1800 le da la mano a los decepcionados que vendrán. Así se codeó, sin llegar a simpatizar en realidad con ella, mientras estaba tan preocupado por la poesía, con la poesía francesa contemporánea, a la cual sus juicios se han aplicado mal. De esta manera pretendía explicar la inspiración de los poetas contemporáneos y su gravedad respecto de la degeneración del mundo, “como si un órgano particular de adivinación que la naturaleza le dio al poeta le hubiera hecho presentir que el soplo de la vida positiva estaba por acabarse en la caduca organización de los pueblos”.⁵⁷ ¿En qué les es pertinente una reflexión como ésta a Hugo y a Lamartine, a quienes la aplica principalmente, si ni siquiera lo es para Vigny? De hecho, Nodier, hombre de la raza de 1800, desentonaba con la raza de 1820, raza que no dudaba de haber regenerado la poesía para el presente y para el futuro.

Exageraciones y paradojas del antiprogreso

Los años de 1830-1834 fueron particularmente fecundos en la carrera de Nodier en cuanto a escritos doctrinales de todo tipo. En menos de dos años, del otoño de 1830 al verano de 1832, aparecieron en la Revue de Paris una decena de artículos para un público muy amplio, a los que Nodier consideraba de tanta importancia como para compilarlos y formar el tomo V de sus Obras completas, que apareció en 1832 publicado por Renduel. A esto hay que agregar nuevos prefacios, escritos en la misma época, para algunas de sus obras anteriores, publicadas junto a los prefacios en los primeros volúmenes de las Obras; y algunos de los artículos publicados en la Revue de Paris o en otras publicaciones de años siguientes. Pero Nodier también filosofaba narrando: prueba de ello son, en 1832, el extraño e incomparable La Fée aux miettes; y entre 1830 y 1839, una veintena de cuentos y de relatos en los que su filosofía se manifiesta explícita o implícitamente.⁵⁸ Al repudiar el progreso, Nodier condenaba al mismo tiempo la religión de su siglo y con ella al siglo mismo. Lo sabía y no buscaba aprobación. Como todos aquellos que contradicen la opinión general, ansiaba más bien causar revuelo: paradoja y exageración eran, en sus diatribas en contra del mundo actual, sus recursos predilectos: de este modo ejercía su manera de negar el progreso incluso en el rubro de la técnica y de las ciencias.⁵ Según él, el progreso, lejos de ser la ley de la historia, contradice de manera grosera esta misma ley puesto que no hay que imaginársela como una línea ascendente sino como un círculo cerrado, que marca el límite de las cualidades humanas: “La sociedad es un círculo vicioso, y muy vicioso, del que no puede salir porque no tiene en su organización facultades excéntricas que la saquen de él”. ¿Diremos nosotros que el genio sobrepasa estos límites? “Los ingenios superiores viven solos en una tangente del círculo que no está comprendida en él, sino que está unida a él por un punto profundo y sin posibilidad de secante, y que sigue, lo quiera o no, su movimiento.” El destino de nuestra especie “consiste en perdurar en distintas formas, y acabar sin haber alcanzado su meta, porque el destino que busca se encuentra lejos de su orientación natural”. ¹ Caminar en círculo cerrado —a lo que está condenada la humanidad— implica decadencia: naturalmente, ésta va

de la juventud a la vejez y de la vejez a la muerte: “El mundo fue joven, ahora está viejo […] El pronóstico infalible de las sociedades futuras se inscribe por completo dentro de la historia de las sociedades desaparecidas”. ² Y decadencia es igual a barbarie: “En lo que ustedes llaman el andar progresivo de la sociedad moderna, nada se resiste a regresar a la barbarie. Serán bárbaros como lo fueron antes, quizá lo serán de antemano, y no hace falta que no lo sean ahora”. ³ Se aproximaba un desastre, cuya imagen constante era en Nodier el Festín de Baltasar. ⁴ Tenemos una idea de lo que Nodier podía pensar de los sistemas humanitarios contemporáneos, del sansimonismo en particular, el más conocido después de 1830: “Quitando meticulosamente pompas y doctrinas a lo que una tradición —una tradición a la que ha querido borrársele de manera incorrecta lo que tiene de filosofía cristiana y de ternura humana— ha dejado para la inteligencia y para el corazón”, esta religión le sería perfectamente apropiada a la especie humana, “para franquear el estrecho espacio que todavía la separa de la materia bruta, y tomar posesión de la nada”. ⁵ No toma en consideración al sansimonismo porque busca fundamentarse en la ciencia. Tiene más respeto por el cristiano Ballanche, a quien quería y admiraba; pero repudia igual las esperanzas de palingenesia terrestre de ese “gran hombre, al que la naturaleza dotó por error con la facultad del sacerdocio sobre las naciones, cuando el sacerdocio y las naciones desaparecían”. Caeríamos en un error si quisiéramos interpretar la actitud hostil del Nodier de aquel tiempo dándole un sentido político preciso; ya vimos lo difícil que era clasificarlo en un grupo. La perfectibilidad era sin duda la pesadilla de los escritores de la contrarrevolución; pero en su caso esta actitud iba de la mano con una profesión de fe contrarrevolucionaria: sólo los ideólogos de este bando profesaban entonces una negación de tal índole, que sin embargo no se acompañaba de nostalgia primitivista ni de profecías de decadencia y de muerte que sí había en el caso de Nodier. De hecho, él participa de todos los tipos de intelectual contemporáneo y a la vez se separa de ellos en algo esencial: liberal, repudia la filosofía del siglo XVIII y la fe en el progreso; prefiriendo quizá por encima del presente el pasado y el Antiguo Régimen, los considera muertos y cree que no pueden resucitar; y sobre todo, romántico que celebra la poesía, la llama moribunda y, rechazando la religión del porvenir humano hacia la que todo el romanticismo francés se dirigía, se quería el Jeremías de las esperanzas modernas. En suma: su parecer, activo, pero prisionero de una desesperación esencial, contribuye a que toda escapatoria le sea cancelada, lo que naturalmente disminuye su alcance y su reputación. Formar parte del bando de los que esperan

nada, incluso si uno se ve o se encuentra reducido a ello, parece más inútil que trágico para aquel que no se ha convertido. Nodier, apreciado por el lado seductor y conmovedor de su talento, no fue tomado en serio en lo más mínimo en lo que concierne a su pensamiento. Hay más testimonios de su persona y de su carácter que de su filosofía. Si le creemos a quienes conocieron a Nodier, el rechazo del presente y de lo novedoso tenía en él, en su vida cotidiana, una fuerza singular, y el resultado era una relativa fragilidad vital. Adèle Hugo apunta que “lo novedoso, los descubrimientos, los movimientos de la civilización le decían poco; aborrecía las vías del tren”; y observaba religiosamente en cada detalle las viejas tradiciones de la vida doméstica y las supersticiones populares. ⁷ Su hija nos dice lo mismo: “Al progreso con todo el vocabulario y las ideas que encierra, desde la enseñanza mutua, la luz de gas y las vías férreas, hasta el más inofensivo neologismo, lo consideraba armado como si se tratara de una guerra y dispuesto al ataque”. ⁸ Empero, Adèle Hugo no ve a Nodier como lo ve su hija, es decir como a un paladín; al ser esposa de un gran hombre, le parece más bien insignificante, encontrando en él una humildad afectada en su modo de vida, una “delicadeza a contrapelo”, una lejanía con los hombres ilustres, según ella una “impotencia de soportar demasiada luz, flaqueza del párpado moral”.⁷ Estemos o no de acuerdo con esta explicación, lo cierto es que el personaje que Nodier pretendía ser ante los ojos de los suyos tiñe sus obras y su pensamiento. Las exageraciones retrógradas abundan. En un artículo de noviembre de 1830⁷¹ despotrica en torno a los inconvenientes de la imprenta; y, seis meses más tarde, vuelve al mismo tema y remonta las desventajas hasta la invención de la escritura: “Podríamos decir que con la invención de las letras se termina la era poética del género humano”. Luego todo empeoró hasta dar con la educación universal, escombro de recuerdos y tradiciones: “¡Se los pedimos de rodillas! ¡Dejen ignorantes a nuestros proletarios!”⁷² Hace una apología de las supersticiones y se jacta de presentarnos a un filósofo ateo que las justifica y las practica racionalmente.⁷³ Incrimina con vehemencia al régimen parlamentario y sin embargo aprobó su consolidación en 1830; lo llama “el monstruoso perfeccionamiento representativo”.⁷⁴ Una revisión detallada del antiprogresismo de Nodier podría ser fastidiosa. Solamente mencionemos que un gran número de escritos, desde los días posteriores a 1830 hasta los últimos días de su vida, nos muestra a un Nodier infatigable en este rubro. En 1833-1836 publicó algunos viajes fantásticos, de acuerdo con cierta moda muy apreciada en el siglo XVIII, medio satíricos, medio bufonescos, con los cuales quería ostentar el título de

“burlón razonable” que según él hacía falta en esa época, mofándose, con y sin propósito, de la perfectibilidad, del hombre progresista, de la baja de ahorros, de los regímenes representativos, de las utopías modernas, etc. A decir verdad, la sátira de la civilización del progreso, anunciada con los títulos de estos relatos, se inscribe en una fantasía imaginativa y verbal donde el “burlón” lo envuelve y lo confunde todo, y logra que se olvide la polémica.⁷⁵ Más tarde, Nodier publica, aún con el seudónimo de Docteur Néophobus, varios cuentos y artículos donde desarrolló, con una inspiración menos alocada, los mismos temas.⁷

El alienista y el industrial

Podríamos preguntarnos hasta qué punto en Nodier esta idea fija del antiprogreso se debe tomar en serio, y si no se trata de una ficción paradójica con la que le gusta revestirse más que de la expresión de un razonamiento. En relación con este tema, casi siempre despotrica contra ideas o instituciones, nunca en contra de individuos, hacia los cuales su aversión sería más significativa. Habla pestes de todos pero no despotrica en contra de alguien en específico. Tiene sin embargo sus excepciones y algunos de sus ataques contra ciertos tipos humanos, cuando no a individuos, son de un tono más grave. Al final de La Fée aux miettes, en el manicomio de Glasgow donde el carpintero Michel es tomado por loco por soñar lo imposible, aparece “un hombre severo y rígido, vestido de negro de los pies a la cabeza”: es “un médico que vino expresamente para hacer observaciones filantrópicas” a los locos del manicomio; el filántropo es atrozmente pedante, autoritario y despiadado en sus remedios (agua glacial en el occipucio y epigastrio, cataplasmas, cepo, esposas, camisa de fuerza). Retiene fuertemente al narrador —Nodier— de un botón del saco para hacerlo escuchar esto: “No me retengas, verdugo, lloré, dejando mi botón en sus manos de caníbal”.⁷⁷ Un personaje así parece ser, en este tiempo, una de las primeras caricaturas siniestras del psiquiatra, como torturador al servicio del dogma, arbitrario e inhumano, de la normalidad. Desde aquí prosperó el prototipo, con la valorización filosófica y literaria de la locura.⁷⁸ Esta denuncia del psiquiatra implica, en sus autores, una denuncia —al menos retórica— de la razón misma a favor de lo irracional como fuente de vida y verdad. A este respecto Nodier, sin duda alguna, es un precursor. La literatura romántica, y sobre toda la literatura de las amargas generaciones subsecuentes, atacarían con verdad y franqueza otra pesadilla: el burgués satisfecho, limitado y pontifical, que tendrá, después de Nodier, su importante lugar en la novela. En el cuento titulado “Baptiste Montauban”,⁷ el marido de la protagonista está dibujado de este modo:

Un niño grande de una constitución fuerte a quien no había alterado ninguna emoción; dotado de esa seguridad imperturbable que la buena suerte y un poco de experiencia le dan a los tontos […] gran industrial, conoce superficialmente algo de física, de química, de jurisprudencia, de estadística y de frenología, con capacidad legal para ser elegido gracias a una matrícula de profesión y a su capacidad de adquisición territorial, además de liberal, sobrio, filántropo, materialista y el mejor hijo del mundo; ¡un hombre insoportable!⁸

El padre de la muchacha prefiere como yerno a un hombre así, en lugar de a un joven bien parecido de origen humilde, criado con ella, que pierde la razón gracias a esta desgracia. Es él, el “inocente” que habla con árboles y aves, tristemente refugiado en un mundo de sueños; es él el protagonista del cuento, modelo del carácter suprarreal con el que Nodier simpatiza totalmente. El prometido es para él lo que el psiquiatra de Glasgow para Michel, un duplicado desagradable en una pintura al claroscuro. Este doble retrato no solamente contrasta un carácter vulgar con un carácter ideal, sino una forma disparatada del sueño en la vida ordinaria. La literatura no nos provee aquí de un carácter ejemplar; aspira a más, a algo más alto, al ideal que fue apartado de las condiciones de la existencia real. Nodier, desde sus inicios, fue uno de los primeros en abrir este camino, muy frecuentado después.

Del tradicionalismo y de la misantropía literaria

Es posible observar que el tradicionalismo de Nodier implica cierta misantropía, y que la conjunción de ambos tiende de tal manera a excluir cualquier solución que se presente al mal de existir, que no tiene otro sentido más que esto mismo. Sin embargo ¿es posible que una corriente de pensamiento en torno a lo humano que no formule o no sobrentienda el seguimiento de ningún precepto puede llamarse corriente de pensamiento? Una conversación del mismo Nodier nos hace pensar sobre este punto. David d’Angers, artista romántico amigo de los escritores, republicano y humanitario, nos lo hace saber:

Ayer [escribe] le decía a Nodier que yo creía que el hombre podría ser mejor si fuera instruido. Me dijo: “Yo también lo creo, no obstante acabo de enviar un artículo a la Revue de Paris en el que trato de demostrar lo contrario. Me gusta entregarme a un tema que me haga darme azotes. Para sostener una paradoja, hay que usar medios complicados y eso representa una estimulación”.⁸¹

¿Cuáles son esos razonamientos que uno no se atreve a sostener frente a un amigo, y que uno mismo califica de paradojas? En general, la hostilidad de Nodier para con la sociedad moderna, la ciencia positiva y el progreso, exige ser interpretada con prudencia. Cuando Nodier responsabiliza a las “luces” del desencanto y la perturbación de los modernos, ¿hay que considerarlo positivamente partidario del sistema de creencias que prevalecía antes de la Ilustración? La cuestión del tradicionalismo y la misantropía propios a Nodier, así como de la naturaleza de ambos, merece ser planteada por sí misma y tanto más cuanto que sobrepasa al mismo Nodier y le concierne a toda la generación posterior. Baudelaire, poeta de la modernidad, colma sus escritos íntimos de sarcasmos dirigidos a los modernos; exalta el dogma del pecado original y a Joseph de Maistre, sin ser por ello ni católico ni legitimista, que nosotros sepamos. Digamos tan sólo que los adeptos a lo que en jerga romántica se llama

Ideal, cuando se consideran desmentidos por el mundo y separados de los hombres, se ven en la tentación de usar cierto estilo, intencional y ostensiblemente retrógrado, que pudiera dotar de sentido y dignificar la ruptura. Enojados con el siglo, sin querer saber nada del presente y sin tener fe en el porvenir, hacen del viejo estilo un desafío para sus contemporáneos. No obstante, están lejos de ser partidarios sinceros del pasado, un pasado que no los reconoce entre los suyos y que los deshonra. Su actitud antiprogresista demuestra la presencia de una sola novedad: ha nacido una época de desencanto en la literatura; empieza la gran soledad del sacerdocio del Ideal. Ellos no sabrán poner en claro este sacerdocio, pues está arraigado en su ser, desde que el siglo moderno los invistió ad aeternum con él; pero se ven a sí mismos desprovistos de fieles y de credibilidad. Esa sola novedad de la que hablamos no había sido señalada durante el régimen de Luis Felipe; Nodier, al anticiparlo, es un referente en contra de la fe romántica tal y como se vivía en Francia en aquel momento. No es hasta que el desastroso mes de junio de 1848 y con él el golpe de Estado hayan cambiado el tono del siglo, que el sacerdocio solitario se convierte en la condición misma del ejercicio de las letras. Por lo tanto, Nodier fue un precursor de desencanto. Pero, como ya lo vimos, no sabrá cómo tener ni desesperanza ni rechazo absolutos; y sólo le está dado hablar con los hombres de su misma condición sólo para ayudarlos, por poco, triste o quimérico que esto sea. Así pues, tras haber desmentido al mundo, Nodier se encuentra atrapado por el viejo dilema tierra-cielo, cuerpo-alma. ¿De qué otro modo podría encontrar aquello que busca y que no puede desistir de buscar? Toda su obra está orientada, a fin de cuentas, hacia algo muy parecido a la salvación. Un espiritualismo extremo, más incorpóreo incluso que el de la tradición religiosa, la tradición de un más allá inaccesible, de maravillas fúnebres como la muerte y la resurrección, ése es el resultado positivo de sus negativas. ¿De qué manera profesó esta fe? ¿De qué modo se instala en el contexto romántico y en qué se distingue?

De lo fantástico a lo sobrenatural

En 1830 Nodier comienza a desarrollar una doctrina de lo fantástico, diseminada ya en su obra anterior. Lo fantástico, como sabemos, estaba de moda, con la influencia de Hoffmann y sus cuentos, que acababan de conocerse en Francia. Se veía en estos cuentos, casi por acuerdo común, una mina de ficciones de un género nuevo.⁸² Nodier por el contrario, en el artículo dedicado a lo fantástico, hace de esta noción una práctica filosófica seria:⁸³ trata, de hecho, acerca del papel que la imaginación de un mundo sobrenatural puede llegar a desempeñar en la vida de las sociedades y en la necesidad humana de felicidad. Sitúa dicha imaginación justo en el origen de las religiones; después, cuando la fe religiosa flaquea, muestra cómo las sociedades que han sido sacudidas se refugian en las fabulaciones, sosteniendo al hombre desprovisto de fe:

Esto es lo que ha vuelto tan popular a lo fantástico en los últimos años, y que ha representado la única literatura esencial de la época de decadencia o de transición que hemos alcanzado. Tenemos que reconocer incluso que esto es un beneficio espontáneo de nuestra organización, puesto que, si el espíritu humano no se complaciera todavía en tener vívidas y brillantes quimeras, cuando ya ha palpado al desnudo todas las repulsivas realidades del mundo verdadero, esta época de desilusión podría ser presa fácil de la más vehemente desesperanza, y la sociedad se arrojaría a la temible revelación de un deseo unánime de disolverse.⁸⁴

No solamente es cuestión, en relación con esto, de gusto o estética, sino también de salvación, de un bien necesario que no le puede ser negado al hombre a menos que éste se halle en un abatimiento huraño. El apasionamiento de Nodier estalla en hipérboles: “En un país cuyo principio positivo busca asentarse exclusivamente por encima de todas las opiniones […] sólo hay una postura que tomar, la de despojarse del apelativo de hombre, pues una sociedad así no

merece otra clase de despedida”.⁸⁵ Sin duda, exaltar el imaginario a expensas de lo real es algo banal en el ambiente romántico; el ideal vale más que la realidad, y la poesía es el sacerdote de lo ideal. ¡Y en aquel entonces quién no lo decía! Sin embargo, existe una diferencia sensible entre la creencia que provocan las religiones cuando están en su apogeo y el apego afectivo que los fieles ya menos fervientes pueden guardarle a los objetos de su fe y a las fabulaciones que los prefiguren. Creer en una verdad en tanto que verdad, es justo lo que se llama creer, aunque esta creencia sea menos segura, psicológicamente hablando —en relación con las verdades que llamamos sobrenaturales—, que las verdades naturales o cotidianas; ¿creer en una fabulación que reconocemos como tal es creer de verdad? El segundo tipo de creencia puede ser muy apreciado desde el punto de vista pragmático, pero no es creencia en realidad. No es de dudarse que la fe decaiga cuando tiende, desde hace casi dos siglos, a convertirse en literatura. Los grados de estos estados de creencia no están bien definidos, porque a los interesados no les importa que lo estén. ¿Y en verdad haría falta, como lo dice Nodier, ante la burla de todos, “perderse en los bosques” si la sociedad civilizada, sin pretenderlo, se negara a tomar a cuenta propia sus semi (y menos que semi) creencias? El fanatismo de la fe, habiendo apenas acabado con sus inagotables daños, ¿tendría que coronar a un fanatismo de la fabulación? ¿O santificar la pasión demasiado natural de creer en todo lo que seduce al alma humana y que está lejos de toda verdad? Y además de eso, ¿tendría que mantener a cualquier precio la posibilidad de creer en aquellos que no tienden a hacerlo? Lo difícil para Nodier es pasar del terreno de la fabulación al terreno de la verdad sobrenatural, paso que se da naturalmente en un nivel primitivo de la cultura y que a nivel de las religiones se lleva a cabo mediante un dogma, pero que se logra con torpeza en el nivel filosófico, en el que Nodier, a pesar de todo, tiene la intención de situarse. Hoy en día la religión es la que reina, sobre todo en las fronteras del mito y de las creencias. El romanticismo francés, salvo cuando daba sus primeros pasos, se alejó de esos territorios, interpretando las fabulaciones consagradas a partir de un significado moderno y terrestre. La fabulación, tal y como la entiende Nodier, busca, por el contrario, llegar a una conclusión en el más allá y hacerlo a través de nuevas vías, como el sueño o la locura; quiere, en suma, igualarse a la religión estando fuera de ella: su Dios es el Ideal, pero el ideal purificado de toda impureza terrestre; la fabulación, herejía a los ojos de la religión, si estuviera en sus manos, desearía rebasar a la religión en cuanto a espiritualidad.

En primera instancia, usando como medio el sueño —nueva vía de verdad y salvación—, Nodier no exaltó, a diferencia del romanticismo francés antes de Nerval, las visiones de la ensoñación por el poder inspirador que tengan en las artes, sino por la comunicación que establecen entre el hombre y el más allá:

Es cierto que el sueño no sólo es el estado más poderoso, sino incluso el más lúcido del pensamiento, y si no lo es en relación con las ilusiones pasajeras que desarrolla, al menos lo es en relación con las percepciones que derivan de ellas y que hace nacer de la trama de sus fantasías […] Parece que el espíritu, ofuscado por las tinieblas de la vida exterior, no se libera con tanta facilidad como bajo la influencia de esta muerte intermitente, en la que se le permite reposar en su propia esencia, protegido de todas las influencias de la personalidad convencional que nos proporciona la sociedad.⁸

Nos encontramos pues ante una metafísica, e incluso una ontología del sueño, ya que las “percepciones” de las que habla Nodier, como lo demuestra todo el artículo, son en realidad puntos de vista acerca de una realidad supraterrestre inaccesible cuando se está despierto. Y no hay por qué decir que se quedan sin realidad cuando, al despertar, se desvanecen, pues continúan ejerciendo una influencia después: antaño fueron la forma fundamental de la Revelación,⁸⁷ e incluso ahora, en nuestros días, el hombre simple que, cuando está despierto y cuando duerme, cree que existe en dos mundos diferentes, en este mundo material y en otro, “concluirá de manera necesaria de este hecho que él posee dos seres infinitamente desproporcionados uno de otro […] Y de esta idea partirá directo a la teoría del alma”.⁸⁸ Esta demostración de la existencia de un mundo espiritual y de la autonomía del alma a través de visiones oníricas se encuentra también, aunque en un tono menos afirmativo, en las visiones de la locura. Nodier yuxtapone los dos temas, sueño y locura, cuando escribe en el prefacio de La Fée des miettes, que trató “de acrecentar […] el misterio de la influencia de las ilusiones oníricas en la vida solitaria, y el misterio de algunas monomanías bastante extraordinarias para nosotros, que son también bastante inteligibles, aparentemente, en el rubro del espíritu”.⁸ Porque las percepciones de un loco pueden traer consigo, también, la verdad de un mundo superior al nuestro. En “la especie de introducción” que le

sigue a este prefacio, y en el que nos enteramos de que una conversación que el narrador tuvo con su ayuda de cámara lo llevó a planear una visita al manicomio de Glasgow, leemos que los lunáticos no llevan ese nombre en vano, estando situados en la parte más alta de la escalera que separa la tierra de la luna;

[…] y al comunicarse [agrega el narrador, quien no puede ser más que Nodier], en su condición con la inteligencia de un mundo que nos es desconocido, es bastante natural que no los entendamos en lo más mínimo, y es absurdo llegar a la conclusión de que sus ideas no tienen sentido y de que carecen de lucidez sólo porque pertenecen a un orden de sensaciones y razonamientos que es inaccesible a nuestra educación y a nuestras costumbres.

Y además: “¿No te has percatado que los vanos saberes del hombre a veces lo conducen a la locura? Y quién impide que este estado indefinible del ánimo, al que la ignorancia llama locura, no lo conduzca a la sabiduría suprema por una ruta desconocida que todavía no ha sido trazada en el mapa burdo de sus ciencias imperfectas”. ¹ Esto que enseña el Hada de las migas a su joven amigo, y ese “¿quién sabe?”, o ese “¿por qué no?” tan apreciados por Nodier, es lo que alcanza, a falta de certidumbre, para inspirarle cierta plegaria quietista. Tales temas parecen rozar bastante el género literario de la paradoja, notablemente en honor a la crítica y ensayo románticos. Mas se trata aquí de una consideración que Nodier alimentaba desde siempre, como lo demuestra ya en 1806 esta pregunta que se hace a propósito de un personaje de Les Tristes, que espera una aparición de su bien amada muerta: “¿Qué he de saber yo, desgraciado al que llaman loco, si esta pretendida flaqueza no fuera el síntoma de una sensibilidad más enérgica, de una organización más completa, y si la naturaleza, al exaltar todas mis facultades, no me hiciera más apto de percibir lo desconocido?” ² En su edad madura manipula a su antojo esta consideración; si bien admite que en el loco el equilibrio entre el espíritu y el cuerpo se ha roto, considera que esto ha sucedido en detrimento del cuerpo, sobreentendiendo que, precisamente en este punto, el loco no es en lo esencial muy diferente al filósofo o al poeta: “Lo que no es más que una crisis para ellos —escribe—, para el loco es un estado”. ³

El Hada de las migas Fantasía, sueños, locura en general, todo lo que en Nodier tiene algo de irracionalismo, exige ser considerado con la dedicación que se merece. ¿Propone una nueva fe, fuente de creencias y normas de conducta o una quimera que sea reconocida como tal, encargada de consolar a los hombres de la muerte de las creencias en cuanto tales? ¿Se trata de convencer o de reconfortar? Alguien que conozca al menos un poco esta época no esperaría, ni de Nodier ni de ninguno de sus semejantes, una respuesta clara a estas preguntas. ¿Dios es verdad o es ilusión salutífera? Desde el siglo XVIII, la religión y su lado pragmático iban confusamente juntos. El espiritualismo romántico, alejado de la religión, acentúa esta ambigüedad y la enriquece. Hace variaciones al infinito de las proporciones de lo cierto y de lo deseable, según las desviaciones del pensamiento, las circunstancias y el sujeto; engloba dudas y hace uso de ellas con una armonía inseparable de la fe. Al trasladar estos cuestionamientos al territorio de la locura —juzgada testigo de verdades supremas—, Nodier ha tensado la cuerda floja sin haber cambiado realmente la naturaleza del problema. Michel, el protagonista de La Fée aux miettes, por la narración que él mismo hace de sus aventuras, representa incontestablemente lo que a menudo llamamos un loco; y todo el libro tiene por objeto justificar los desvaríos de tan extraordinario personaje. Esta justificación es, sin embargo, de las más problemáticas. Pues todo lo que Michel cuenta de su vida, según la opinión general, sobrepasa los límites de lo verosímil: en especial cuando identifica a la anciana mendicante de Granville, a la que llaman el Hada de las migas, con la fabulosa Belkiss, quien fuera antaño la joven y bella reina de Saba; la presencia en el transcurso de la historia de las dos barcazas que llevan detrás el nombre de la reina; las aventuras siniestras y fantásticas del protagonista en la fonda de Mrs. Speaker con el alguacil con cabeza de perro; su condena a muerte, la caminata hacia la horca y el milagroso rescate en manos de su prometida, el Hada; en suma, el aspecto mágico del medallón que ella le dio, de la casita en que viven en Greenock y de sus relaciones amorosas —todo esto lo sabemos en la novela sólo en voz del interesado—. Cuenta esta historia a Nodier en el manicomio de Glasgow donde se encontraron por primera y última vez. Pero el resultado de su propio relato, tal y como Nodier lo imaginó y lo acomodó, es que ignoremos todo lo que dice haber vivido en el transcurso de su vida, o que nos burlemos de sus visiones; ⁴ y una indagación simple demuestra que nadie a la redonda ha escuchado nada al respecto, ni del Hada, ni del alguacil con cabeza de perro ni de la casa mágica. ⁵ Así que Nodier nos cuenta un delirio haciendo

que lo conozcamos como tal. Su novela no sería, si sólo se ciñera a ilustrar esto, más que la autobiografía literaria de un loco, creada por un autor sin ingenio para lectores que se parezcan a él —fórmula novelesca bastante frecuentada, de intención normalmente dramática o humorística—. Pero la intención de Nodier era muy diferente: establecer entre el demente y el lector sensato una simpatía poética, intención que se logra cuando Nodier entremezcla imaginario y realidad, haciéndolos, por así decirlo, que se comuniquen entre sí en el discurso de Michel. Este estilo narrativo predomina durante toda la novela, y los procedimientos narrativos que aclaren el panorama no aparecen sino hasta el final. ¿Se trata entonces en La Fée aux miettes de otra más de las fórmulas del género fantástico: lo sobrenatural que nos divierte cuando fingimos que creemos en él? No sería suficiente para Nodier. Surge una nueva situación en el mismo instante en que Michel termina de contar su historia, mientras explica los motivos de por qué fue internado. El día de San Miguel, el Hada, sabiéndose cercana a la muerte, le encomienda una tarea imposible: para salvarla y devolverle la apariencia de Belkiss, debe, antes de un año, encontrar la mandrágora que canta. Es por esto, por haber estado en busca de la fabulosa flor cantora, de existencia imposible, que fue juzgado loco e internado en el manicomio de Glasgow. Ahora bien, justo cuando Nodier se lamenta de la decepción que le espera al desdichado, se entera por su amo de llaves que Michel ha desaparecido y que lo han buscado en vano: “Sus amigos […] dicen haberlo visto hace un momento balancearse en las torres de la iglesia católica, con una flor en la mano, y cantando de una manera tan dulce que no podía saberse si el canto provenía de él o de la flor”. “—Venía de la flor, no se equivoquen”, respondió Nodier. Es justo entonces que envía a su amo de llaves a indagar a Greenock acerca de los hechos que contó Michel, de los cuales ninguno fue confirmado. Así fue como la claridad aparece en el mundo real y el milagro tiene lugar. Con esa intención, la locura de Michel se convierte más que en locura: una búsqueda victoriosa de lo imposible, una mirada hacia lo desconocido y la inmortalidad. ⁷ Es posible, a partir de tan evidente símbolo, reinterpretar la novela como un sistema de significados ocultos. De hacerlo, caeríamos en un error; la noción de sistema le es ajena a Nodier, que utilizó en esta desconcertante y singular historia todos los niveles de lo fantástico, terminando con el más alto. Por otro lado, sólo queremos definir aquí la naturaleza exacta del sobrenaturalismo de Nodier: una convicción fuerte por una parte, imaginación pura que se sabe tal, por otra. Esta condición doble no se encuentra únicamente en su filosofía de la locura. Si

se propone alguna forma de lo sobrenatural, casi siempre habla al respecto como si la realidad fuera incierta para él. Hasta las palabras, fantástico, imaginativo, que a menudo opone a positivo, rodeadas de un aura supraterreste, no designan más que, en su uso cotidiano, una experiencia subjetiva, que no tiene ningún fundamento real. ⁸ La región en que Nodier quiere refugiarse la define así: “Es la fe de los que creen, el ideal de los que sueñan, y de los que aman más, para compensarlo todo, la ilusión que el sueño”. A veces le da por impugnar todo dogmatismo: “No hay nada más falso que el absoluto”,¹ lo que le da autoridad a cualquier creencia, con la condición de ser relativa. Ésta es la última frase que el Hada le dice a Michel: “Todo es verdad, todo es mentira”,¹ ¹ aforismo cuya primera parte permite creer en todo, y la segunda, dudar de todo. Así, la fe de Nodier es un sueño de creencias, creado en su interior y con el favor de la duda, como la ley misma de la literatura fantástica: “Es que para ser interesante en cuanto a la literatura fantástica —escribe— primero que nada hay que hacerse creer, y […] una condición indispensable para hacerse creer es creer”; la mediación de un loco, agrega, facilita esta condición en una época sin creencias (de esto nace el personaje de Michel); en cuanto al narrador, intermediario entre el loco y su público, debería ser (y ésta es una definición de Nodier) “otro loco menos dichoso, un hombre sensible y triste […] a quien una amarga experiencia de las necias vanidades del mundo le provocó un asco de todo lo positivo de la vida real, y que se consuela a propósito de las ilusiones perdidas con las ilusiones imaginarias”.¹ ² Y, en otra parte: “Para ilusionar a los demás, primero hay que ilusionarse a uno mismo”.¹ ³ Sin embargo, no imaginamos por imaginar: es la necesidad de ser feliz la que nos incita a acoger esta semicreencia. Nodier hace de esta lógica la ley de su naturaleza, desde los albores de su vida: el encanto de la infancia apenas entendido y reconocido como una ilusión: “Me apresuré a recuperarla tan pronto como me di cuenta que valía más que la verdad; alimenté, acaricié el prestigio que al menos me había engañado con amabilidad, y me mantuve niño por desdén de ser un hombre. Aquí el secreto de mi memoria y de mis libros”.¹ ⁴ Estas líneas forman parte de una defensa de la veracidad, a veces contrariada por su memoria (es decir, por las memorias históricas que publica); líneas en primera estancia destinadas a establecer su reacia fidelidad al pasado, provocan, ya visto el contexto, el efecto contrario: hacen que su religión de lo imaginario se aparte de su infancia. La búsqueda de la felicidad se efectúa en su caso a través del goce de imaginación, retorno al pasado, ensimismamiento, rechazo de lo real:

Temía ver a las personas a expensas de la voluptuosidad inefable que yo sentía al saborear mi pensamiento [pone en boca de Cazotte] Pues la creación me pertenecía, otra creación diferente en verdad a la que conocen ahora, mucho más variada en sus producciones, y mucho más opulenta en cuanto a prodigios […] Amaba todo, todo lo ocupaba, de todo hacía nada. No hay un estado que acerque tanto nuestra esencia a la de la Divinidad.¹ ⁵

La búsqueda de la felicidad tiende, dentro de tales especulaciones, como lo podemos ver, hacia la metafísica. No basta decir, como él lo hace a propósito de otro de sus personajes, que “refugiarse en la vida ideal es algo propicio para la felicidad, cuando sabemos cuánto vale ésta exactamente”.¹ ¿Mas en verdad la vida ideal nos pone en relación con la realidad? Pensamos en la famosa respuesta: si Dios no existiera, habría que inventarlo. ¿Verdad suprema o salutífera quimera? Nodier no sale de la indecisa frontera entre la alegría de imaginar y la facultad de creer. Va detrás de una fe sobrenatural, sin estar seguro de alguna vez haber llegado a ella más que a través del deseo.

El ideal asesino

En esta búsqueda encontró tanto angustia como felicidad. Muchas páginas de su obra lo atestiguan, páginas en las que el acceso al más allá tiene por condición y por figura a la muerte, especialmente las páginas que tratan sobre lo que él llama la monomanía reflexiva.¹ ⁷ Este Ideal, al estar dentro de él, lo colma de alegría, aunque dudemos de su realidad: ¿cómo una concepción de felicidad cuyo fin último es de orden metafísico escaparía a la duda? El deseo que se quiere vano es una tortura, sobre todo, como lo quieren los amantes de lo ideal, bajo la forma de una idea fija, de una “monomanía”. A esta monomanía, destinada a un orden supraterrestre, y que no experimenta la realidad, que no tiene otro apoyo ni otra compañía más que el yo, con justa razón se le da el nombre de reflexiva; su carácter es la absoluta soledad: la monomanía reniega del mundo y no posee nada más. Nodier describe la monomanía, de un texto a otro, pasando insensible y lógicamente de la alegría y de la certeza que otorga al suplicio que termina por infligir. Por una parte, es “la maravillosa facultad que vale todos los bienes de la tierra, que compensa todas las privaciones, que desagravia haber sido, que consuela de ser, que encierra de manera más clara que cualquier mito¹ ⁸ la revelación asidua de nuestra esencia espiritual y de nuestra inmortalidad; es una divinidad anónima que está detrás de hacer castillos en el aire:¹ henos aquí seguros de la inmortalidad, aunque “hacer castillos en el aire” designe habitualmente todo menos un bien asegurado. Sin embargo:

Habituarse a la fascinación hace palidecer al prestigio;¹¹ el retorno de los desencantos difuminó al prestigio por completo […] El alma cae de nuevo en sí, sorprendida y luego desengañada del camino que trazó […] Como el alma ha comprobado con la experiencia que su felicidad ideal era mentira, se arraiga con cruel despecho al rigor de la vida positiva; lo abraza con ánimo, lo hace o su juguete o su alimento […] Los castillos en el aire se convierten para ella en un suplicio de decisión, un tormento de predilecciones, el calabozo, el patíbulo, la tumba en el castillo más majestuoso del aire como si se tratase de un castillo de Chamfort en España.¹¹¹

Precisamente de esta manera la búsqueda de una comunicación celeste se transforma en tortura terrestre. Se advierte que esta suerte de oscilación, sin duda congénita al romanticismo, tiene en particular la característica de no presentarse en Nodier como un episodio más dentro de la búsqueda que tiene como último fin la esperanza, sino como el destino fatal y negativo de la búsqueda misma. El “ideal cruel” del que habla Baudelaire ya ha sido definido en estas páginas, quizá igual de notables, donde puntualiza la lógica autopunitiva del asunto, que puede llevar al suicidio, pero que pasa necesariamente por la búsqueda del sufrimiento y del peligro. En este tenor, según su opinión, es preciso atribuirle a la monomanía reflexiva las devociones heroicas, las exploraciones aventureras, el fanatismo del flagelante, en fin, todo lo que arrebata al hombre de la mediocridad de su condición ordinaria. Pero hasta el menos glorioso de los monómanos, el “loco íntimo”, como se pinta el propio Nodier, merece tanto como los otros la palma del martirio, puesto que muere lentamente por rechazar la vida:

Es el lógico desatinado del mundo verdadero¹¹² que se propone la amarga voluptuosidad de inmolar lo mortal en honor de lo inmortal, y de inmolar un presente perecedero e insoportable en honor de un eterno porvenir; es, si se quiere, una especie de espiritualismo ambicioso de futuro, listo para defenderse del vacío con convicciones inquebrantables, que se deshace de su caja de muerto y se arroja a la materia.¹¹³

La monomanía reflexiva es una monomanía ascética, una “extraña alienación que libera a las demás facultades de una solemne inteligencia, y que sólo tiene como objeto imponerle a la envoltura material del alma suplicios aterradores […] Este misterio es sublime e ilustre, porque comprende el secreto mismo del destino del hombre”.¹¹⁴ Dicha alienación, legitimada en cuanto a su principio martirista a través de “la conciencia universal de los pueblos”, descansa sobre “la profunda intuición de un destino para el futuro donde el cuerpo no tendrá participación alguna”.¹¹⁵ Con ello un espiritualismo riguroso se afirma, con todo y sus consecuencias antinaturales; de hecho es la piedra angular de este edificio

de ideas construido sobre el rechazo del mundo. Un rechazo de esa índole posee su propia lógica: en principio misionada bajo el signo de un hedonismo espiritual, tal y como lo podemos notar, al final hace triunfar al principio opuesto. ¿Se trata de una actitud romántica en el sentido que tenía esta palabra en la Francia de aquel tiempo? Es de dudarse. Un vértigo como ése no era lo que enseñaba el sacerdocio de los poetas contemporáneos a través de las figuras de Adán, Orfeo o Prometeo. Más bien podemos pensar en Ícaro, héroe baudeleriano. El monómano que propone Nodier se encuentra en una posición riesgosa: el Abismo está debajo de él y está a un paso de desengañarse de los Cielos y caer, como pasará después.¹¹

Una doctrina del más allá

La particular postura de Nodier lo condujo a una empresa bastante curiosa. La moda de su tiempo era la construcción de sistemas religiosos o pararreligiosos de la Creación, que englobaban la historia y el destino de la humanidad, en la tierra y en el más allá. Dichos sistemas, de acuerdo con el espíritu de la época, engrandecían al hombre y a su destino humano; podríamos incluso decir que éste era su motivo principal y su razón de ser. Es comprensible que Nodier, dentro de su pesimismo, se haya mofado a menudo de esos sistemas; sería menos comprensible que él mismo hubiera tratado de concebir un sistema. Aparentemente tenía la intención de que su sistema de creencias corrigiera a todos los demás y, al semejárseles en su extrañeza y en las audacias de la imaginación, los desmintiera en lo esencial: la promesa hecha a la humanidad terrestre de un glorioso destino progresivo. Imita curiosamente las maneras de los pregoneros de su tiempo, cuando, en julio de 1832, describe, con los propios términos de su íntimo amigo Charles Weiss, la génesis de la doctrina que está por publicar: “Desde hace cuatro años, una idea llegó a mi espíritu merced el sueño, que es de los maestros el primero, creció con tanta fuerza noche a noche que terminó por convertirse en convicción”. La exposición del sistema, le hace saber a su amigo, pronto aparecerá en la Revue de Paris:

Si te dignas a leer esto en el mismo plano que yo —agrega— comprenderás lo que yo he comprendido, y sabrás lo que sé, esto es la verdad material, esencial e indispensable de la Resurección, justificada con argumentos más claros que el sol de mediodía […] Solo el azar trajo a mí la percepción¹¹⁷ inmensa, inconmensurable, que posee el carácter más evidente de la verdad […] Ningún hombre pensante puede contradecirla sin que se le acuse de haber tenido mala fe y de mentiroso; y esta percepción es la de la creación en su totalidad, de su origen a su fin.

Los pensadores (cita a los sabios de la India, Charles Bonnet, Kant, Cuvier) antes que él, entrevieron la cadena que envuelve la percepción, no obstante “yo —dice—, yo la tengo en mis manos, estoy seguro, no me falta ni un eslabón, y el universo está completo y es sublime como debería serlo […] Sé lo que sé, y lo que sé es cierto”.¹¹⁸ El tono, común en profetas y utopistas de su tiempo, nos sorprende en Nodier; pero se defiende de querer imitar a este tipo de personajes; ya vimos cómo finge atribuirle al azar lo que le han enseñado los sueños. Con razón nos es permisible dudar del origen onírico de la doctrina que presenta, sin estar tampoco seguros de que su convicción sea tan absoluta como lo dice: ¿quién podría mediar con exactitud la credibilidad y la puesta en escena en este tipo de literatura? Para finalizar, absteniéndose de enviarle su doctrina a Weiss, lo adjunta al artículo más cercano. El artículo en efecto apareció con el título “De la palingénésie humaine et de la résurrection” [De la palingenesia humana y de la resurrección], en la Revue de Paris de agosto de 1832 (pp. 336-389). En él Nodier pone al descubierto el principio doctrinal que ciertamente se encuentra en el origen de su sistema: rechaza, dice, las “palingenesias sociales”: he aquí la expresión fundamental de Ballanche, que ve la historia humana como un encadenamiento de formas sociales engendradas por la Providencia conforme a una espiritualización progresiva. Ahora bien Nodier, aunque sienta una gran admiración por Ballanche y lo tenga por “una de las inteligencias más eficaces como también uno de los más grandes escritores de todos los tiempos”, considera que “la palingenesia social” es una expresión contradictoria, “porque —dice él— la génesis es una creación que supone la intercesión de un poder exterior, y que la Sociedad no es más que obra del instinto, cuyo cumplimiento se le atribuye al organismo social delimitado de una especie”.¹¹ De esta manera, ningún apego generador de progreso liga a la humanidad más inmediata con la divinidad. No es hasta después de haber establecido este postulado —postulado que distingue su espiritualismo del de la mayoría de sus contemporáneos— que trazará su propia Odisea. Forma parte de la experiencia del desencanto: en un día inexorable, dice, “echando un vistazo desesperado al destino del hombre, me di cuenta de que era imperfecto o falso, y que echaba abajo todas las conjeturas a las que había llegado, cuando era más joven, en la maravillosa armonía de la creación”.¹² Desde ese momento desdeñó los debates de la gente, cerró los ojos a la sociedad. Fue una consideración acerca de la teoría de las especies lo que lo sacó, dice, de la desesperación.¹²¹ Entendió que la especie humana no podía ir más allá del límite de sus facultades y que una palingenesia no podía significar para ella otra cosa que su transformación en otra especie: “¡No! No hay en lo absoluto ninguna

palingenesia específica para la organización actual del hombre, porque el hombre se acerca a la época en que termine su papel en la tierra, como el resto de los animales fantásticos del mundo de los fósiles”.¹²² Así todos los tormentos y miserias del hombre se explican a partir de esto como el resultado de la imperfección de su especie, y se justifican al encontrarse en un plano providencial donde, en tanto que hombre, viene a constituir un instante imperfecto y pasajero: “Comprendí que esta vida de escarnio y de error que arrastramos en la tierra, y que no parece otra cosa más que el juego irónico de un espíritu malvado, era al contrario todo lo que le correspondía a una creación continua en un sistema siempre orgánico y progresivo”.¹²³ De ahí el grito triunfal: “Me fue dada al fin la percepción de una creación cabal y sublime […] y me postré a los pies de esta convicción […] como no pudiera suponer que provenía de mí”.¹²⁴ Así pues, el Progreso se ve rehabilitado, pese a todo tipo de espera —esto prueba que esta noción se imponía en las almas de manera irresistible—, pero un Progreso más allá del hombre pues toda perspectiva de ascensión humana seguía considerándose una quimera. Esta consideración podría parecernos extraña, si el naturalista Charles Bonnet, de Ginebra, no hubiera, mucho tiempo atrás, elaborado la idea de que el progreso de las especies consiste en engendrarse en escala ascendente según características corporales y espirituales cada vez más perfectas, y si el siglo XVIII no hubiera a menudo imaginado seres intermediarios en el más allá, sirviendo de escalera entre Dios y el hombre. Nodier, quien muy probablemente se inspiró en sus antecesores, manipula a su conveniencia y como puede sus influencias.¹²⁵ Habría que ver con más detalle cómo lo hace. Es de esos que, al querer abarcar toda la historia de la creación, fueron orillados a rehacer el Génesis a su manera. En efecto, Nodier piensa que la creación del mundo tomó cinco días y no seis:¹² a su entender fueron creados, sucesivamente, día a día, la materia, las formas, los vegetales, los animales, el hombre, representando cada día una enorme cantidad de tiempo; el sexto “día” aún no ha llegado, y es este día cuando aparecerá el “ser comprensivo”, es decir, capaz de comprender lo que es enigma para el ser “pensante”, todos nosotros.¹²⁷ De tal modo que la creación no ha sido terminada hasta ahora y el hombre no ha sido destinado a ser su consagración. Mientras eso sucede, comprobamos que todos los tipos de seres que, de acuerdo con el esquema de Nodier, vivieron sucesivamente antes que el hombre existieron incluso después de su aparición: materia, formas físicas, vegetales, animales, aún existen. Por lo tanto debemos suponer que, en el sistema propuesto por Nodier, el hombre sobrevivirá de igual modo a la aparición del ser comprensivo. Él mismo nos dice que “el hombre,

degrado en la civilización viviente”, seguirá viviendo conforme a su mediocridad: “He aquí el porvenir del hombre en su estado de hombre”.¹²⁸ Esto es lo esencial en el cuadro de la creación, según Nodier, cuadro que mortifica soportablemente al hombre, si tuviéramos que ceñirnos a él. Este sistema nos muestra con claridad el mal del que sufre Nodier y con el cual construye normalmente el carácter de la humanidad. El hombre, al creerse lo más alto de la creación y al percatarse sin embargo de su miseria, vive en una angustia terrible; busca superarse, y no lo consigue; tiene presente la idea del estado comprensivo que le ha sido negado, es su testigo y anunciador y no puede aspirar a él: “La progresión incompleta que exigen los instintos del hombre es la comprensión de la verdad. El ser comprensivo llegará”.¹² Pero no será el hombre quien llegue. Suponiendo que aceptemos esta negación categórica, se tratará de otra especie posterior al hombre. Pero ¿nacida de dónde y en qué relación con la humanidad? En su descripción de las etapas de la creación anteriores al hombre, Nodier nos enseña en cada nivel de existencia una tenencia y un empeño a aumentar de nivel: el mineral se empeña en llegar al vegetal, el vegetal al animal, el animal al hombre, como si se tratara de una ley de transformación universal progresiva.¹³ Escribe estas líneas mientras narra el paso del animal al hombre: “El quinto día, al fin, el hombre poco a poco se pone de pie en medio de una tribu de simios o de pongos”.¹³¹ Nos debe quedar claro que cada una de las etapas de la creación de cinco días en la que vivimos pasó a la etapa subsecuente por una mutilación súbita y espectacular resultado de muchos esfuerzos fallidos. En efecto, tal es la única hipótesis que puede salvar a la vez la lógica misantrópica de Nodier y el plan ascensional que busca atribuirle, como todos sus contemporáneos, a la Providencia. Así entonces, el ser comprensivo debería surgir diferenciándose de los hombres, pero entre ellos, sin duda en razón del hecho de que es él quien sucede inmediatamente a la humanidad en la escala de la criaturas. No obstante, de todo cuanto procede suponemos que existe, entre los dos tipos de seres, cercanos y disímiles a la vez, una relación genética, vía la mutación, aunque Nodier no hable expresamente del punto; le atribuye a su ser comprensivo, al mismo tiempo que una inteligencia superior, nuevos órganos que se aventura a imaginar: así los pulmones pueden adquirir el tamaño de un aerostato, para así permitirle pasear por los aires; no ve dificultad alguna en un aparato biológico de esta índole, puesto que, escribe, “en el laboratorio de la creación, todo esto no exige más de un instante”.¹³² Nodier es aquí, entre los utopistas, el emulador, consciente o no, de Fourier. Es cierto que no son los únicos en haber soñado revoluciones extraordinarias en la naturaleza, pero habría que preguntarse si vale la pena divertirse tanto a costa de la utopía filantrópica y progresista mientras

que nosotros mismos estamos dispuestos a gritarlo a todo pulmón. Resulta más serio otro problema. Al trasponer, con tal de confundir al hombre, el problema del progreso en el rubro de la historia de las especies, Nodier parece haber querido ignorar la cuestión del destino y salvación individuales. ¿Qué ha sido de los humanos que vivieron antes de nosotros? ¿Qué será de los que vivan después de nosotros e incluso después de la aparición del ser comprensivo? No tiene posibilidad alguna de supervivencia en la nueva especie; parece que la nada es su lote, si nos atenemos a lo sostenido por Nodier, en el que la noción de inmortalidad no aparece en ningún lado. Con todo, esta noción se encuentra en una sola frase. Hablando acerca del hombre que sobrevivirá en el seno de la era comprensiva y hablando de su triste condición, agrega que sólo hay una idea que pueda consolarlo, “la distancia que separa al ser pensante del ser comprensivo es insignificante: sólo la muerte”.¹³³ Podemos ver cómo se invierte todo el sistema. Estas dos líneas parecen decir que todos los humanos muertos, desde siempre, han pasado al estado comprensivo; y que siempre será así. ¿Qué es entonces, si todo es de este modo, del círculo que aprisiona perpetuamente a la humanidad dentro de sus límites? ¿Y cómo creer que pueda ya haber sido roto por nuestros difuntos ancestros cuando se ha dicho que, ya lo vimos, el sexto día del Génesis, cuando debe nacer el estado comprensivo, todavía no ha visto la luz? Ante una doctrina tan indecisa, estamos casi obligados a admitir que Nodier se encontraba entre dos aspiraciones opuestas: excluir a la humanidad terrestre de todo progreso indefinido y glorioso —polémica aspiración dirigida contra la herencia del siglo XVIII— y la aspiración de abrir para el hombre individual, y por consiguiente a la humanidad en su conjunto, un trayecto infinito de progreso en la vía de lo sobrenatural. A la primera de estas aspiraciones le corresponde la separación abrupta entre las clases sucesivas de criaturas; a la segunda el camino abierto entre una y otra, y en especial la del hombre y las que están por debajo de él. Pues es, en última instancia, del hombre de quien se trata; Nodier sólo admite para el verdadero hombre de progreso estar por encima de su naturaleza o en el cielo. Nos es comprensible que a su misantropía espiritualista sólo le concierna la vida terrenal y el optimismo de sus adeptos. Se puede convenir en que la misantropía erigida en Sistema de la creación universal, no es una maravilla en el plan de la lógica.¹³⁴ Nada más problemático que el tipo de revelación que pretende haber recibido: incoherente en la ilación de los conceptos, si bien, en lo esencial, se trata de una expresión profunda de su ser, patente desde siempre independientemente de todo mensaje sobrenatural. El desencanto de Nodier siempre tuvo la forma de un espiritualismo completamente vuelto en contra de la

tierra. Para Nodier, el remedio de la desesperación terrestre es la inmortalidad celestial, según la tradición platónica y cristiana: si fuera el objeto de una fe menos triste, menos indisolublemente ligada a los fantasmas de un afecto desolado, la inmortalidad celeste en sí misma sería de una solución banal. Que sea el mayor recurso de Nodier, no podemos dudar al leerlo —incluso en las páginas en que quiere negarle al hombre toda salida— que la muerte le abre una etapa más elevada de su destino. Pero el mismo estado comprensivo no es más que un pasaje hacia el estado de “resurrección”, que cuanto entendamos por sublime o divino no alcanzaría a dibujar.¹³⁵ Es conveniente señalar que dicha Resurrección es el último término del pensamiento de Nodier, tal y como lo demuestra el título del artículo que hemos comentado; puesto que “De la palingénésie humaine et de la résurrection” debe entenderse así: contra la palingenesia puramente humana y terrestre, y pro la resurrección, que se encuentra más allá del hombre. En esta óptica, la teoría de la creación del mundo, que parece constituir el origen del artículo, aparece como una ocasión real de fantasía azarosa en relación con el conjunto de artículos. Lo que Nodier nos otorga, en suma, es una versión moderna, laica y más o menos heterodoxa, de la desaprobación de la tierra y de la salvación en Dios mismo. Esto es mucho más patente en sus cuentos que en sus artículos, donde Nodier plasmó el conjunto de los aspectos y las invenciones que lo acompañan de manera particular y lo distinguen del romanticismo en boga, como también plasmó el tema doctrinal de la Resurrección.

Muerte, inmortalidad, unión de los amantes

Siete años después de las páginas memorables que acabamos de comentar, Nodier publicó el relato titulado Lydie ou La Résurrection [Lidia o la Resurrección],¹³ un nuevo volumen cuyo segundo término, resurrección, no fue cambiado. Una mujer le confía al narrador la iniciación que le ha dado su difunto esposo en las verdades del más allá. El narrador, convencido de la inmortalidad del alma y resuelto a vivir apartado del mundo mientras se va de él, aprende de la protagonista que, al contrario, lo que hace falta es asumir y cumplir con su destino terrestre para disfrutar de las bondades de la resurrección.¹³⁷ Aquí vemos a un Nodier en una postura tradicional acerca del individuo y sus responsabilidades. Otro aspecto del individuo tiene que ver con el destino del hombre como pareja; una de las primeras cosas que toca la protagonista al hablar con el narrador es: “¡Oh, la noche, estamos juntos!”¹³⁸ Su marido murió en un incendio, tratando de salvar unos niños, y ella se volvió loca, o al menos eso cree todo el mundo pues así interpretan las relaciones que cree tener con su marido muerto. Una vez fue a visitarla en la noche, iluminando su sueño, bajo la forma de un ángel de alas de oro. La llevó a través de los astros y la condujo hasta una suerte de paraíso; desde entonces, viene para llevarla con él cada noche al más allá. El reencuentro en los sueños entre vivos y muertos, amantes sobre todo, es uno de los temas predilectos del espiritualismo poético, que por otra parte, de manera consciente, hace del sueño la prueba y el acceso a un mundo sobrenatural. Vivos, los amantes ignoraban qué es la muerte: “No sabíamos lo que era, y ahora sabemos que el único bien que podría quitarnos, es ella quien nos lo otorga”.¹³ Todo este relato, al mismo tiempo que es una dilucidación acerca de las maravillas de ultratumba, también es iniciación y enseñanza. George le enseña a Lidia lo que sabe y lo que puede entender del más allá. Naturalmente no es de esperarse encontrar en sus discursos toda la doctrina del artículo “De la palingénésie”; sólo aparece vista de reojo y enfocada desde la óptica de la inmortalidad personal tal y como lo concibieron las generaciones precedentes a la generación de Nodier. De entrada, el más allá no es un paraíso único, sino una cadena de metamorfosis, un “lugar donde las almas bienaventuradas asisten a adquirir otras formas o sufrir nuevos retos […] para

hacerse dignas de estar un día frente a Dios […] el mundo al que acabo de llevarte —dice George— aunque sea incomparablemente mejor al nuestro no es más que uno de los grados de esta escalera inmensa que nos acerca sin cesar a la morada eterna”.¹⁴ El interés, al desplazarse de las eras genésicas hacia el hombre individual, desemboca en la tradición común; el futuro del hombre pensante, dilatado en una escala ascendente y de formas cuya conclusión es una resurrección en presencia de Dios, configura un esquema familiar para las imaginaciones pararreligiosas desde la segunda mitad del siglo XVIII.¹⁴¹ La presencia de pruebas constantes, la posibilidad de subir en la escala, el riesgo aún más raro de descender, el carácter excepcional de una condenación definitiva y la exclusión, formal o más o menos formal, del castigo eterno;¹⁴² todo esto acentúa todavía más la conformidad de las revelaciones de George en relación con los temas de la especulación espiritualista contemporánea.¹⁴³ El estilo propio de Nodier es este ambiente de desgarrador infortunio, de amor frustrado y de insensatez de la que siempre se acompaña en él, como inexorablemente, la iluminación extraterrestre: en su boca parecen confundirse el canto de duelo y el canto de liberación. Podemos apreciar mejor la originalidad de Nodier a este respecto, quizá la principal, si tomamos en cuenta los temas de amor, muerte e inmortalidad en su obra: no sólo en los dos textos de 1832 y 1839 que acabamos de considerar y en los cuentos que vieron la luz entre estas dos fechas, sino ya desde los textos de 1800 y en los que escribió al final de su vida. Los cuentos de juventud hablan, simplemente, del amor no satisfecho que conduce a negarse a vivir y a la muerte. La marca de Nodier en sus cuentos es el destino fúnebre del amor; en ellos la reciente muerte de Lucile Franque está presente en varias ocasiones.¹⁴⁴ Los relatos que componen Les Tristes, en 1806, sólo muestran un amor emparentado con la muerte, sea que el amante al no ser correspondido, a veces debido a una imposibilidad causada por diferencia social, muera lentamente de una irremediable privación o que no pueda sobrevivir al matrimonio de su bien amada.¹⁴⁵ Nodier más tarde habló también del mismo tema, sólo que a la inversa y al hacer que el amante desdeñado muriera.¹⁴ Es frecuente también el caso en que la muerte accidental de uno de los amantes traiga como consecuencia la muerte por consunción o el suicidio del otro.¹⁴⁷ Todos estos temas por seguro son poco originales en sí mismos; mantienen la atención por ser repetitivos, y por su tono particular de desolación extraterrestre con el que son tratados. Esta característica de primer orden acerca de la obra de Nodier nunca desapareció. El amor que describe en sus cuentos es un amor imposible, con el que la muerte

termina de una u otra manera. La hermosa “nouvelle veneciana” de “Les Fiancés” [Los prometidos] son prueba de ello, una vez más en 1833.¹⁴⁸ Una niña y un niño, nacidos el mismo día de familias enemigas, maravillosamente bellos los dos y parecidos entre ellos, son bautizados juntos y prometidos en matrimonio por los padres reconciliados para cuando cumplan 16 años. Con el tiempo crece su belleza y el amor recíproco, pero el padre de la muchacha, luego de crueles experiencias, se recluye en su soledad con libros de ciencias ocultas; cerca de la fecha convenida para las nupcias de los jóvenes, asegura que se trata de un año nefasto y retrasa un año la boda, con la consigna de que los jóvenes no se vean hasta el día de la celebración. Pero el prometido, sin que ésta sea su intención, alcanza a ver un día a la prometida en el convento adonde se retiró durante ese año. Cruzan algunas palabras y desde entonces comienzan a languidecer hasta que los dos mueren el día señalado para su boda, y sus aniversarios luctuosos coinciden como habían coincidido sus bautizos. En este caso la unión habitual, en Nodier, entre el amor y la muerte ya no es de un infortunio ordinario sino es la voluntad de los cielos lo que marca el destino de los jóvenes desde su nacimiento hasta hacerlos morir juntos para que contraigan matrimonio en el cielo. En efecto, es con mucho la intriga más notable en el conjunto de cuentos, más que esta otra en que, por la voluntad de Dios o por una promesa de amor, transforma la muerte de los amantes en certeza de unión eterna, que debemos pensar que le gustaba. Este elemento está presente en la obra de Nodier desde sus comienzos. En “Une heure ou La Vision” [Una hora o La Visión], que apareció en 1806,¹⁴ un hombre desgraciado cuya esposa se casa con el heredero de una gran familia,¹⁵ está convencido de que ella le ha prometido volver a verlo; muere después de su matrimonio, y en efecto la ve aparecerse en Luxemburgo durante la noche, vestida de blanco y con velo, en el día de aniversario y a la hora de su muerte. Cree haberla visto huir hacia una estrella desde donde espera que regrese a él, y muere convencido de que lo reencontrará. Nodier, como narrador, finge un poco creer en las visiones de los personajes y sujetar con una locura clarividente las cosas del otro mundo.¹⁵¹ Treinta años después, de nuevo, como en “Les Fiancés”, la voluntad de Dios que parece haberlos destinado el uno al otro para luego separarlos con la muerte y así separarlos de las miserias de un amor terrestre y unirlos perfectamente en la eternidad. Tal es la historia que nos narra, esta vez con una atmósfera de realidad cotidiana, en el libro La Neuvaine de la Chandeleur [La novena de la Candelaria].¹⁵² Es en una joven pareja de prometidos provinciales en que la separación por la muerte se nos muestra como la condición sobrenatural, y por

así decirlo dogmática, de la verdadera unión amorosa. Una superstición del catolicismo franc-comtois trae consigo el esquema de la narración: una novena a la Virgen el día de la Calendaria, acompañada de varios ritos y devociones, tiene la intención de poner a una muchacha y a un joven en condiciones de ver en un sueño su propio futuro juntos. Precisamente eso hace el mismo narrador, Maxime (un nombre frecuente en las narraciones de Nodier); y, en efecto, en su sueño ve aparecerse una hermosa muchacha; pero el pan y el vino que ella le ofrece, de acuerdo con el ritual previsto, se los rechaza; sólo quiere aceptarle una ramita de mirto y se va con un grito de dolor. Desesperado al no poder reencontrarla, cae enfermo cuando algunos de sus amigos reconocen, con el retrato que hace de ella, a la muchacha de su sueño: es Cecilia Savernier, de Montbéliard; y se entera de inmediato, con otro signo providencial, de que justo es ella quien, por un acuerdo de los padres, le ha sido destinada como mujer. Va a Montbéliard para pedirla en matrimonio; así la encuentra, la reconoce y ella lo reconoce a él, que también hizo la novena y también lo vio en su sueño; sin embargo muestra la misma emoción triste que tenía en el sueño. Él debe buscarla al día siguiente: ella muere esa noche. La moral de tan extraña historia la aporta un sacerdote católico y se la dice al narrador, el melancólico sobreviviente de la pareja: “Ella ha muerto; no fue la voluntad del Señor que se cumpliera en la tierra la unión que deseaban. Quiso que fuera más pura, más dulce, más perdurable, inmortal como él”.¹⁵³ Naturalmente es preciso que Maxime no haga nada para acelerar su muerte, y que espere cristianamente el término que la Providencia estableció para que se reuniera con Cécile.¹⁵⁴ Diríamos que la unión eterna de los amantes en el otro mundo no es un tema propio de Nodier, y que el espiritualismo poético lo utiliza frecuentemente. Pensemos en Las Méditations y en Jocelyn. Además, no es en realidad tanto la naturaleza del tema lo que llama la atención en él como el color que le da, el carácter de duelo que imprime en él la esperanza. Por consiguiente, podríamos considerarlo más religioso que Lamartine por su apego a las fabulaciones de la fe y menos que aquél en cuanto a la realidad de la fe misma. Su metafísica poética y la piedad más popular pueden, como hemos visto, hacer buena pareja de ocasión. Hay en La Neuvaine una defensa del narrador en favor de los poderes de la Santa Virgen, aquí protectora y oráculo de los candidatos al matrimonio; acaba de enterarse que ésta es la facultad que se le asigna a María y piensa: “¿Por qué no ha de ser así?” Siempre ese “¿por qué no?” de Nodier, endeble conclusión de su apasionado amparo de lo sobrenatural.¹⁵⁵

Franciscus Columna La disyuntiva entre un amor terrestre y una unión eterna en la otra vida también es el tema del último cuento de Nodier, publicado el año anterior a su muerte. Pero la mortificación del deseo y la condición fúnebre impuesta a la consumación del amor son aquí la concretización de la voluntad de los amantes mismos: lo que se cuenta es un acto heroico, no una predestinación. En el marco de una anécdota de bibliófilos aparece en el cuento la patética historia de los amores de Francesco y Polia. Nodier viajó a Trévise pensando encontrar en esta ciudad un ejemplar del famoso libro Hypnerotomachia Poliphili de Francesco Colonna. Uno de sus amigos, erudito y literato, el clérigo Lowrich, jura regalarle este libro, si por imposibilidad lo tiene el librero. Resulta que lo tiene, y el clérigo, sin condiciones de pagarlo, le paga al librero con la escritura de un folletín que no alcanzará a escribir él mismo: será un “relato autobiográfico” sobre Franciscus Columna. Este relato, cuyo texto aparece hasta después de esta introducción, propiamente es el último relato de Nodier que está seguido de nuevo de algunas líneas anecdóticas: “Así fue como el más extraordinario ejemplar del Poliphile, figura hoy en día como el gigante de mi colección liliputiense, nec pluribus impar”.¹⁵ Lo que Nodier cuenta de los patéticos amores de Francesco y Polia guarda poca relación con la verdad histórica y se basa poco en la Hypnerotomachia.¹⁵⁷ El libro antiguo y el cuento romántico tienen en común, en sus protagonistas, la idea de un amor ferviente en la ausencia; mas la fabulación y el significado del Franciscus de Nodier le pertenecen en forma y parecen hacer alusión sobre todo a su mitología personal del amor. Empieza por suponer que un abismo separa la condición de Francesco —retoño arruinado y desconocido de los Colonna y pintor sin gloria— del rango y de la riqueza de Polia, de Poli, cuya existencia no le es desconocida y sabe bien que tiene una ilustre parentela;¹⁵⁸ sabemos que la diferencia de nivel social entre los amantes es con frecuencia la condenación del amor en las ficciones de Nodier. Una situación así tiene la ventaja de hacer plausible, incluso en un amor correspondido, el sacrificio de los amantes, más que una fatalidad exterior impuesta: si Francesco fuera tan ilustre y opulento como Polia, la imposibilidad del amor de estos dos amantes, por más sublime que se hubiera querido hacer ver en espíritu, hubiera pecado de parecer increíble.

Francesco y Polia, si no son de la misma condición, son del mismo mundo. Coinciden en Venecia, en la casa de su prima Pisani; le da algunas muestras de benevolencia, pero luego, al verla desapegarse de él, deja de frecuentar la casa. Así que el amor recíproco, que adivinamos que hay entre ellos, se manifiesta de súbito, no a través de un doble impulso, sino por un doble decaimiento, prefigurando lo que será la ley de este amor. Podemos prever, al menos en lo inmediato, una secuencia más novelesca, en esta doble abstención. Francesco, pensando en la repentina indiferencia de Polia, “había terminado —escribe Nodier— por persuadirse de que esta caprichosa metamorfosis tenía una causa más allá del odio”.¹⁵ ¿Cuál? No hace falta decirlo. Entonces Francesco hace lo que, si ya decidió no ceder a este amor, no debería hacer: sale a ver a Polia, y consigue verla. A los pies del palacio de Pisani, de donde embarcan las góndolas, una dama cubierta con una máscara lo escoge por compañero, a la usanza, para hacer un viaje en el canal. Están sentados, silenciosos, una al lado del otro; no se nos dice que haya reconocido a Polia. Ella también quiere verlo. Después de un momento levanta la máscara y fija su vista en Francesco, consternada de verlo tan cerca. Se explica a propósito de su sequedad: “El sexo al que pertenezco está sujeto a ciertas leyes de propiedad […] y no hay nada más difícil que fingir en justa medida cierta indiferencia de corazón que uno no siente”.¹ Ahora bien, ella se irá de Venecia y no quiere separarse de él en una situación artificial: no hace falta ni que él crea que ella es fría ni que ella se desentienda de irse y dejarlo triste. Este deseo de dejar las cosas en claro sin duda es muestra de un corazón sincero. Pero lo que sigue a continuación nos hace saber a qué motor más inmediato obedece; ella escuchó, le dice, que él tiene el propósito de hacerse religioso y ella quiere disuadirlo: entrevemos que lo ama lo suficiente como para no querer perderlo. Será él quien afirme la imposibilidad de su amor, confirmando su propósito monacal. Pero él tiene también que declarar su amor. Le confiesa entonces que algo pasó el mismo día de su enamoramiento, que cambió su situación, pero que a la vez le dio nuevos motivos para separarse del mundo: “Entraré a un monasterio […] pero entraré con el espíritu lleno de consuelo y de alegría; porque mi existencia es plena, y no concibo nada que me pueda dar más felicidad en la tierra”; en efecto, “el vacío inmenso en el que se hundió mi corazón […] se llenó con las más deliciosas esperanzas: ¡te acordarás de mí!”¹ ¹ Polia no puede entender que ella le haya dado la felicidad al hacerle saber que estaba enamorada de él; ella ve algo misterioso en su decisión y quiere explicaciones más claras.

Al momento se las dará, pero sólo puede ser explícito al cubrirse con el velo de una ficción; le dirá con claridad que ama, pero no a Polia: a otra mujer, de la que se dice es rica y de alta alcurnia, como ella; en esta situación ficticia, con el consentimiento súbito de Polia, continuará el diálogo.¹ ² Desde el día en que Francesco se enamoró de esta mujer, supo, dice, del abismo que separaba sus condiciones, y pensó en quitarse la vida. La imposibilidad de pretender a Polia, el suicidio como recurso, fueron los dos primeros pensamientos que va a contradecir el tercero:

Esta muerte desesperada, lejos de apresurar el día en que me reúna con ella en un mundo mejor ¿en vez de eso, no podría separarme de ella para siempre?¹ ³ Me condené yo mismo a vivir sin esperanza, pero sin miedo, para esperar el momento en que dos almas, libres de todas las amarras que los oprimían, se buscan, se encuentran y se unen para siempre […] En los días que me quedan por vivir entre los hombres sólo veo una larga víspera de nupcias que la muerte coronará con una dicha eterna.

Todo lo que aquí dice es un resumen retrospectivo de sus pensamientos, relacionado con una situación anterior a que ahora se refiere: en este tiempo, no tenía idea si Polia le correspondía y tenía la convicción de la imposibilidad de ser amado en este mundo. Lo que sorprende es que, habiendo entendido lo que le había dicho a Polia, aceptó no haber cambiado de opinión; e insistió: “El cumplimiento de mi intención no le costará más esfuerzo a mi resignación, luego que una generosa compasión me concedió la esperanza de no ser olvidado”.¹ ⁴ ¿Le da tan poca importancia, él que dice amar, al hecho de la sincera benevolencia de la mujer que ama? Por ello, para evitar este reproche, hace como si explicara las palabras de Polia al compararlas: sólo puede creer en su piedad, para no aparentar que desdeña su amor —pecado que no se le perdona, en todas las tradiciones, a cualquier amante—. Sin embargo, haber fingido podría del mismo modo tener como objeto obtener una declaración de amor más completa: de hecho, Polia la hace enseguida: “¿Qué dirías tú si esta muchacha rica y noble, de un destello que te deslumbra pero de un corazón que quizá no sea más sereno que el tuyo, qué dirías Francesco, si, por su voluntad, viniera a ofrecerte su mano, si, acompañada de alguien digno de respeto e inflexible,

viniera a decirte que es tu prometida?”¹ ⁵ En suma, se trata del matrimonio que se le ofrece a Francesco que, salvo si los padres se opusieran de manera intransigente, ameritaría hasta esperar la muerte. En las novelas que leían en aquel tiempo Polia y Francesco, el caballero aceptaba la oferta con regocijo y se empeñaba en adquirir mediante hazañas un rango digno de su bien amada, eliminando así cualquier obstáculo. En Nodier, Francesco se niega a hacerlo: sabemos que Francesco ha elegido algo diferente de lo que se le ha propuesto, pero esperamos que justifique su decisión frente a Polia. Ahora bien, trae a colación, para sostener su aislamiento del mundo, un motivo que se basa por completo en el honor del mundo: “¡Oh! ¡Es mil veces preferible la horrible pena que me consume que la vergonzosa reputación de un aventurero a quien el mundo rechaza y enriquece el amor!”¹ Por lo tanto cree que debe sacrificar este amor, al que tiene por un bien muy elevado, sólo para no exponerse al descrédito público. Polia no puede hacer más que sugerirle una salida extremosa: “Si esta mujer acabara de decirte: renuncio a mi grandeza, abandono mi fortuna; estoy dispuesta a ser más pobre y más humilde que tú, y así darte, como mi único apoyo, todo el destino de mi vida, Francesco, ¿qué le responderías?”¹ ⁷ Éste es el momento crucial de la historia. ¿De qué manera podría Francesco justificar de nuevo un rechazo? Lo primero que dijo sólo contiene motivos terrenales, escrupuloso, esta vez, para con Polia: “No seré yo quien te haga perder el rango que Dios te dio no sin motivo, para entregarte a las vicisitudes de una vida inquieta, envenenada con necesidades renovadas sin fin, y quizá un día con lamentaciones irremediables”. Sin embargo, la conclusión, sin transición alguna, es de un orden completamente distinto, y la oferta que Polia hizo con su vida es aceptada pero en un sentido diferente al que ella quería:

Ahora poseo una dicha cabal […] Tu vida, oh mi bien amada, la acepto y la tomo como una prenda sagrada a la que pronto le rendiré cuentas frente al Señor, nuestro juez […] La tierra no es más que un lugar de paso adonde llegan las almas para ser puestas a prueba: si tu alma, tan fiel como para ser devota, permanece en matrimonio con la mía durante los años que aún nos deparan, toda la eternidad es nuestra…¹ ⁸

¿Entonces Nodier encarna en su protagonista una dialéctica del amor puro, que de entrada se prohíbe buscar la riqueza del amante, luego de ser la causa del mínimo perjuicio del amado, para llegar por último a negarse a que el amor se consuma en la tierra? Sin duda es la impresión que Nodier quiere darnos. Quizá, en conjunto, lo consiguió. Pero si lo vemos más de cerca, la lógica del personaje se rompe al final. No hay un promedio común en su delicadeza de enamorado y hombre honorable y la solución, obstinada a la luz del amor, que le sugiere a Polia. Entre lo que ella le ofrece: poner en sus manos la vida entera y lo que él responde al respecto; querer sólo su alma; no hay secuencia alguna, sólo una abrupta contradicción. Esta respuesta no es la conclusión de sus reflexiones al respecto; es más bien el principio y el postulado: su verdad es el rechazo al mundo, estrechamente ligado a la religión del amor. No podríamos decir que convenció a Polia. Literalmente, la convirtió: “Polia —escribe Nodier— guardó silencio unos segundos: —¡Sí! ¡Sí! —se decía exaltada—. No hay sacramento más puro y más inviolable instituido por Dios”.¹ Aparentemente era uno de esos espíritus, en su feminidad y aristocrática franqueza de sentimiento, para quienes lo innombrable es el único bien verdadero. Todo Franciscus Columna se dirige hacia esta revelación, precedida de algunos encantos y ambientaciones novelescas, que se desvanece en su luz inhumana. A partir de esto, cambio en el lenguaje y toda ficción desaparecen; cuando llega la góndola al muelle, los enamorados se toman de la mano y se dicen adiós. Francesco se vuelve monje en Trévise, la ciudad de Polia. Le entrega, un año después, el manuscrito de su libro, y se entera de que rechazó un matrimonio principesco. Ella le promete que asistirá a la ceremonia de sus votos y que relacionará todo lo que diga con lo que ella misma diga, en el fondo de su corazón. Cosa que, en efecto, pasó. Después de lo cual Francesco se acuesta al pie del altar, como en éxtasis, se queda inmóvil y muere el mismo día. Nodier toma contrariamente, por cuenta propia, la gran tradición según la cual la unión de los verdaderos amantes es el bien supremo y la más elevada conquista de la vida, de ésta, no de la otra. Pero, al relacionar el amor, como lo hace, con la inmortalidad celeste, no contradice menos la religión tradicional: puesto que no podemos, como él, celebrar la inmortalidad exclusivamente como la recompensa o la apoteosis de los amantes perfectos, sin prestarse a la sospecha de una divinización más o menos pagana del amor. Quizá sea ésta la postura del personaje, a la vez fuera de la tierra y del cielo cristiano, lo que representa la principal y más original belleza del cuento. El estilo empleado en estas excitantes páginas, su fuerza en la paradoja, el silencio guardado acerca de toda otra santidad del amor que no sea la del amor imperecedero, en fin, el hecho de

que la dicha de los enamorados no sea descrita ni representado su paraíso, sino solamente deseado, se paga por adelantado con el sacrificio de cualquier otra dicha, se pone al límite de toda literatura novelesca, a tal punto que, al correr el riesgo de negar y de rehuir toda experiencia, el amor sólo quiera ser él mismo, envestido de eternidad.

Los contemporáneos franceses de Nodier ponían la balanza a favor del ideal fecundo, de la esperanza y de los siglos por venir. Marcado de manera imborrable por las angustias de 1800, Nodier se inclinó continuamente en sentido contrario. Una fusión sorprendente de sensibilidad exaltada y de rechazo del mundo lo distingue y lo aísla en aquella su época. Este hijo de Senancour fue el padre de Nerval, según un linaje que acompaña, guardando su distancia, a los grandes nombres de la época. En el concierto romántico su voz se eleva aparte, separada de lo que es, buscando franquear los límites de la vida. Nodier no sólo es, como lo creen muchos, el autor de algunos cuentos encantadores o fantásticos; sus ficciones tocan las elevadas preguntas que se hacía el siglo; pero su respuesta es obstinadamente distinta: a un mundo que se dedicaba, después de largas sacudidas, a concebir y a tener esperanza, él le enseña el lamento, la decepción inconsolable y una quimera absoluta.

ALFRED DE MUSSET

No sólo es válido designar exclusivamente con el nombre de Jeune-France, en su sentido más amplio, a un grupo particular de jóvenes románticos que se dieron, o mejor aún, que aceptaron que se les diera este mote después de la Revolución de Julio de 1830, sino también a toda una juventud cuyo carácter —y aspiraciones también— implicaba la fusión de revuelta y desesperación, de pretendido exceso de pasión y humor sarcástico, de languidez e imaginación desenfrenada.¹ En este sentido podemos afirmar que Musset, en sus inicios, encajaba en algunas particularidades dentro del tipo Jeune-France, aunque no hubiese pertenecido en lo absoluto a la pequeña “camaradería” que llevó por un tiempo este mote. Vivió en carne propia, o fingió que vivía, esta especie de frenesí desesperanzado que agitó en aquel entonces, durante un periodo más o menos duradero, a los jóvenes de 20 años. Impotente por definición, este frenesí los hacía abocarse, al mismo tiempo que a la locura del ideal, al retorno de una mirada irónica sobre las cosas y sobre sí mismos, como podemos verlo en el libro de Théophile Gautier, con este apelativo en el título.² Hay algo de este doble tono, burlón y trágico, en el primer Musset. Debutó en poesía con historias de celos asesinos, de pasión ligada a la muerte, de cínica disipación, pactos infernales, suicidio y asesinato, arrebatos de irrisión e imprudencia del ánimo. Tales son las prolongadas composiciones en verso que esencialmente conforman los Contes d’Espagne et d’Italie [Cuentos de España e Italia], publicados a principios de 1830: “Don Paez”, “Les Marrons du feu” [Castañas de fuego], “Portia”;³ el dandismo desenvuelto de 1830 ocupa sin otra competencia las 59 decenas de alejandrinos de “Mardoche” [Mardoqueo], publicado en el mismo volumen.⁴ No obstante, el tono de Musset difiere del tono Jeune-France, del de Borel o del de O’Neddy, difiere en que es y quiere ser, en lo que concierne a su registro, el tono de las buenas compañías: nos da la impresión de que eso busca Musset, incluso cuando finge desafiar las convenciones. Esta aspiración mundana se acentuó en su obra posterior, al quitarse de encima todo afán de escándalo. Un fuerte arraigo lo haría depender toda su vida de su medio de amigos refinados, dorada juventud, buena sociedad de la monarquía de Julio de 1830. Una buena parte de lo que escribió parece estar destinado a resucitar los atractivos del siglo XVIII aristocrático, a la usanza de la gente de su época. Esta especie de pastiche comprende en 1833 Á quoi rêvent les jeunes filles [Con qué sueñan las niñas];⁵ como mucho de las Comédies et Proverbes [Comedias y proverbios] parece tener la intención de revivir a Marivaux o a Carmontelle, en cuanto a su aprobación de un siglo burgués. No podemos negar que Musset haya logrado, bajo el régimen de Luis Felipe, ensayar un nuevo

estilo Luis XV. Una vez desaparecido el viejo modelo, el nuevo termina por cultivar poéticamente su memoria; no quiere autonombrarse su enemigo ni creerse indigno de las elegancias y emociones de antaño; las idealiza, se elabora para sí mismo un título hereditario de nobleza; y, en suma, hace una obra de caridad sólo para reanimar en el nuevo la memoria del viejo modelo, sólo para naturalizar con dificultades el pasado en el presente. Musset gustó mucho, y sigue gustando a mucha gente, por esta cara de su obra, inclusive si nada de ésta refleja, ni de lejos, su genialidad. Fueron divertimentos que, más allá del gran público que conquistaron y el placer que Musset haya obtenido de ellos, más bien sólo perjudicaron su gloria. Se vio afectado también de otra manera. Necesitaba de alegría, de una vida radiante, como muchos seres vulnerables; y para su desgracia, necesitado también de simpatía, no conseguía ni disimular ni cubrir sus heridas. En el lado trágico de su experiencia, por su dificultad de vivir y de amar y por el sentimiento de decadencia, prefigura a Baudelaire, a quien estimaba poco. Era demasiado hombre de sociedad, demasiado buen hombre quizá, como para ser poeta en el sentido grave y sacerdotal de su siglo. Desconocía el orgullo del sacerdocio, por lo general intacto, incluso endurecido, en el romanticismo más desencantado. A los poetas de elevada vocación que vinieron después de él les pareció que a la simplicidad de sus confesiones y a la desnudez de sus quejas les faltaba dignidad. Sin embargo, sucede que sus palabras conmueven más profundamente que cualesquiera otras, porque no parecen haber sido hechas con otra intención.

La “primera miseria”

En Musset todo tiende al amor; no es el caso, al contrario de lo que se cree normalmente, de la poesía romántica en general; y en su obra, este su único tema, el amor es fracaso, la relación con el ser amado que es causa infalible de sufrimiento. Sus hermanos mayores, hijos primogénitos del romanticismo, cantaban en torno suyo el amor feliz. La muerte de Elvire no representa para Lamartine una desgracia amorosa: él sabe que fue amado, y cree que lo sigue siendo, en el cielo, y en la idea que sus lectores tienen de él. Vigny, en la forma en que se dirige a Eva, define armónicamente los papeles: el de la mujer inspiradora, y el del hombre, agente y creador. Describe una vida en pareja, a manera de comunión; a pesar de que ésa no había sido su experiencia personal,

su poesía se asignaba, como una función para trascender, esta experiencia con el fin de pregonar lo ideal. En lo que concierne a los amores de Hugo, se trata de una secuencia de elocuentes éxtasis: en el umbral de la edad adulta, las cartas a la prometida disponen el tono que sigue siendo el mismo incluso cuando su objeto cambia, y se mantiene en el resto de las etapas de la vida. Podríamos afirmar, con ocasión de un verso moderno, que en la gran poesía romántica francesa, no hay amor infeliz, con excepción de Musset. Vida y poesía coinciden con certeza en esto, aunque no podamos asegurar que la segunda es reflejo de la primera; su vida es más bien una leyenda, de la misma manera en que el poeta construyó y vivió una poesía estando acompañado de sus aventuras reales. Una relación tan delicada que exige un examen más detenido. La vida amorosa de Musset, al menos tal y como la percibimos a lo largo de su obra, parte de la traición de una mujer, la cual suponemos resuena en toda su experiencia posterior. Estamos obligados, lo queramos o no, a entrar al tema a través de una indagación biográfica y no por vana curiosidad, sino para mesurar, con precisión, el papel que haya podido jugar la biografía en la inspiración del poeta. En efecto, tal parece que esta traición inicial es menos un acontecimiento determinado de la vida de Musset que un tema vital, un a priori de su experiencia, una disposición inicial de su sensibilidad e imaginación. En este sentido su poesía, o el ser interior de la que se deriva, pudieron haber trazado su vida tanto como expresarla. En todo caso estamos tentados a creer esto cuando, al contrastar su propia obra, encontramos una gran recurrencia de temas y, por el contrario, vemos una gran indeterminación en el calendario autobiográfico y en las figuras femeninas evocadas. Estamos mediocremente informados sobre ese su primer infortunio. Musset habla poco de ello cuando tuvo lugar la traición, cuando tenía, supongamos, 18 o 19 años. Leemos en un poema de los Contes d’Espagne et d’Italie:

Quand je t’aimais, pour toi j’aurais donné ma vie, Mais c’est toi de t’aimer, toi qui m’ôtas l’envie. À tes pièges d’un jour on ne me prendra plus. [Cuánto te amaba, por ti habría dado mi vida, pero tenía que amarte a ti, a ti, que me quitaste las ganas.

En tus tretas de un día ya no caeré jamás.]

Paul de Musset, hermano del poeta, fecha estos versos en 1828.⁷ Un soneto, fechado en 1829, que canta el retorno a la ciudad al final del verano y la dicha de reencontrarse, finaliza, irónicamente, con una decepción:

[…] Et toi, ma vie, et toi! Oh! dans tes longs regards j’allais tremper mon âme; Je saluais tes murs. —Car, qui m’eût dit, madame, Que votre cœur sitôt avait changé pour moi? ⁸

[ ¡Y tú, vida mía, y tú! ¡Oh! En tus extensas miradas iba a sumergir mi alma; Le hablaba a la pared. —Pues ¿quién me lo haría saber, que tu corazón, de pronto, había cambiado para mí?]

Respecto de esta mujer de “tretas”, generalmente se cree, a fe de Paul de Musset, que lo hacía pasar por “candelero”, pues fingía interesarse en él para ocultar los favores que tenía con otro. En cuanto al repentino cambio de la dama del soneto durante su ausencia, es posible preguntarse ¿está hablando de otra mujer?, ¿es una situación imaginada? De cualquier manera, en ninguno de los dos poemas la traición es asimilada como una tragedia. El tono es diferente en otro poema, también de 1829, en el que el poeta, celebrando sus amoríos con una amante nueva, le pide que lo cure del mal que otra mujer le causó:

Oh! Viens! Dans mon âme froissée Qui saigne encor d’un mal bien grand, Viens verser ta blanche pensée, Comme un ruisseau dans un torrent! Car sais-tu, seulement pour vivre, Combien il m’a fallu pleurer? De cet ennui qui désenivre Combien en mon cœur dévorer? ¹

[¡Oh! ¡Ven! A mi alma ultrajada que aún sana de un terrible mal, ven a verter en mí tu blanco designio, ¡como un riachuelo se vierte en el torrente! Pues ¿sabes, tan sólo para vivir, cuánto tuve que llorar?, ¿y sabes cuánto de este hastío que me templa tuve que consumir en mi corazón?]

Pese a que al final del poema Musset perdone tranquilamente a su nueva amada, verdadera o imaginaria, de haberse dormido entre sus brazos mientras le narraba la historia de su “gran sufrimiento”, aquí ya se perfila el tono de Nuits [Noches]. No fue sino siete años después que Musset proporcionó, en La Confession d’un

enfant du siècle [La confesión de un hijo del siglo], una versión ambientada y trágicamente realzada de lo que fue, según dice, su primer infortunio amoroso. Un día, sentado en la mesa junto a su amada y un amigo, como se bajara a recoger el tenedor que se le cayó, vio que el pie de su amada estaba encima del de su amigo: “Sus piernas —nos cuenta— estaban cruzadas y entrelazadas, y las cerraban a ratos, dulcemente”.¹¹ No podríamos decir si este escenario es fiel o no a un acontecimiento verídico. Descubrir lo que pasa bajo la mesa es un típico motivo anecdótico. Habría que suponer, en este caso, que él estuvo debajo de la mesa lo suficiente como para poder observar la presión periódica de sus piernas; la duración de esta escena le añade al episodio, en detrimento de la verosimilitud, un matiz un tanto perverso. Después en la narración la impresión se vuelve más compleja, gracias a la impasibilidad de los culpables, quienes bien pueden ignorar que fueron descubiertos, y la impasibilidad de su víctima, que no dice nada y se agacha de nueva cuenta, en vano, sólo para contemplar el mismo espectáculo, inalterado. Se cree que la fuente de este episodio se debe más al fantasma mórbido de los celos que a una experiencia de verdad. De hecho, La Confession es tanto una novela como una autobiografía.¹² No contamos con información fehaciente¹³ acerca de la existencia e identidad de esta traición multiforme. Lo que ha hecho que se crea en su existencia, y en su influencia traumática sobre el joven Musset, son las múltiples alusiones que Musset hace en la década de 1830, antes y después de La Confession. De esta manera, mientras invoca al ángel del amor, a quien se dirige en 1833, al inicio de su relación con George Sand, podemos leer:

Te voilà revenu dans mes nuits étoilées, Bel ange aux yeux d’azur, aux paupières voilées, Amour, mon bien suprême, et que j’avais perdu! J’ai cru, pendant trois ans, te vaincre et te maudire, Et toi, les yeux en pleurs, avec ton doux sourire, Au chevet de mon lit te voilà revenu. Eh bien, deux mots de toi m’ont fait le roi du monde,

Mets la main sur mon cœur, sa blessure est profonde; Élargis-la, bel ange, et qu’il en soit brisé!¹⁴

[Has vuelto a mis noches estrelladas, ángel bello de ojos de azur, de párpados velados, amor, ¡mi bien supremo que había perdido! Creí por tres años vencerte y maldecirte, y tú, con el llanto en los ojos, con tu dulce sonrisa, has vuelto al respaldo de mi cama. Y bien, dos palabras tuyas me han hecho el rey del mundo, pon la mano en mi corazón, la herida es profunda; ¡agrándala hasta, bello ángel, romperme el corazón!]

Podemos citar, en el mismo sentido, estos versos que destina el poeta en La Nuit de mai [La noche de mayo]:

Notre premier baiser, ne t’en souviens-tu pas, Quand je te vis si pâle au toucher de mon aile, Et que, les yeux en pleurs, tu tombas dans mes bras? Ah! je t’ai consolé d’une amère souffrance! Hélas! bien jeune encor, tu te mourais d’amour.

[Nuestro primer beso ¿no lo recuerdas?, ¿cuando te vi palidecer con el roce de mi ala y, con lágrimas en los ojos, caíste en mis brazos? ¡Ah, te consolé de amargo sufrimiento! ¡Ay!, aún muy joven, morías de amor.]

La Nuit de décembre [La noche de diciembre] también rememora un viejo dolor:

À l’âge où l’on croit à l’amour, J’étais seul dans ma chambre un jour Pleurant ma première misère.¹⁵

[En la edad en que uno cree en el amor, yo estaba solo un día en mi habitación llorando ya mi primera miseria.]

¿Experiencia del pasado que obsesiona la memoria? ¿O una definición íntima del lance amoroso, constituido en literatura, es decir, una clase de verdad donde la porción de la experiencia y la de representación son difíciles de medir? De cualquier modo el poeta, adentrado en la existencia sentimental por una “primera miseria”, se aboca a la repetición de esta experiencia: ésa es la imagen que se ofrece a la simpatía y a la identificación dolorosa de sus lectores. Porque los dolores del amor son obviamente valorados, pues implican una especie de

pesimismo heroico; votan a favor de un juicio del mundo basado en las aflicciones. Ya ha quedado claro que al alabar el retorno a su cabecera del ángel del amor, Musset le pedía, no que lo curara, sino abrir la herida de su corazón, hasta romperlo. Se trata de un mal que, ante todo, no busca remedio.

Verdad y mito

Los extensos poemas que Musset publicó de 1835 a 1837, donde revive nuevas “miserias”, a saber, Nuits y “Lettre à M. Lamartine” [Carta a M. Lamartine], no le conciernen únicamente a su relación con George Sand, que había tenido durante los dos años inmediatamente anteriores (del verano de 1833 a marzo de 1835); es posible creer que hay otras mujeres. De nueva cuenta, la investigación biográfica tiene como fin principal mostrarnos cómo su obra puede hacer converger escenarios de acontecimientos diversos. La primera de las Nuits, la de mayo, si evoca al repasarlo, como ya lo vimos, el primero de sus sufrimientos, también nos muestra sobre todo el efecto de una crisis reciente: el poeta, que acaba de padecer “un fuerte martirio”, no se encuentra en condiciones de cantar, ni siquiera su dolor, y se resiste al ánimo de la musa. Nos basamos en la fecha del poema, escrito poco después de la ruptura entre Musset y George Sand, para asociarlo a esta relación.¹ Pero La Nuit de décembre, libro aparecido seis meses después, tendría que concernir a otra relación, al menos si se quiere tomar el texto al pie de la letra, pues se trata de una ruptura que acaba de suceder:

Ce soir encor je t’ai vu m’apparaître.¹⁷ C’était par une triste nuit. L’aile des vents battait à ma fenêtre; J’était seul, courbé sur mon lit. J’y regardais une place chérie, Tiède encor d’un baiser brûlant; Et je songeais comme la femme oublie, Et je sentais un lambeau de ma vie

Qui se déchirait lentement.

[Hasta esta tarde te vi aparecérteme. Era una noche triste. El ala de los vientos golpeaba mi ventana; me encontraba solo, encorvado en mi cama. Me parecía aquel un querido lugar, tibio aún por un cálido beso; y pensaba cómo olvida la mujer, y sentía un pedazo de mi vida que lentamente se deshacía.]

Esta nueva versión del infortunio de amor es con frecuencia asociada a la relación de Musset en 1835 con Caroline Jaubert.¹⁸ Según Paul de Musset, ella terminó con su hermano al no poder soportar sus ataques de celos; de aquí que Musset le reproche ceder a una quimera de orgullo, separándose de él mientras aún lo ama:

Oui tu languis, tu souffres et tu pleures, Mais ta chimère est entre nous. Eh bien! adieu! vous compterez les heures Qui me sépareront de vous. Partez, partez, et dans ce cœur de glace

Emportez l’orgueil satisfait. Je sens encor le mien jeune et vivace Et bien des maux pourront y trouver place Sur le mal que vous m’avez fait.

Partez, partez, la Nature immortelle N’a pas tout voulu vous donner. Ah! pauvre enfant, qui voulez être belle, Et ne savez pas pardonner!¹

[Sí, languideces, sufres y lloras, pero tu quimera se encuentra con nosotros. ¡Y bien! ¡Adiós! Contarás las horas que me separen de ti. Vete, vete, y con ese corazón de hielo llévate el orgullo satisfecho. El mío aún está vívido y joven y muchos otros males encontrarán un lugar por encima del que tú me hiciste.

Vete, vete, la inmortal Naturaleza

no ha querido darte todo. ¡Ah! ¡Pobre niña, que ya quiere embellecerse y no sabe perdonar!]

¿Se trata de George Sand o Caroline Joubert? Sería vano discurrir sobre esta controversia sin conclusión. Musset es quien nos interesa y de él percibimos al menos una cosa con claridad: su vocación de mártir del amor es una constante en múltiples ocasiones. Al respecto resulta significativo un acontecimiento que precisamente concierne al texto de La Nuit de décembre. Algunos de los versos de este poema ya están presentes casi palabra por palabra en otro texto, titulado “À Laure”, fechado en 1832, es decir, tiempo atrás de su relación con madame Jaubert, como también con George Sand. Dice en La Nuit de décembre:

Ah! faible femme, orgueilleuse insensée, […] Pourquoi, grand Dieu! mentir à ta pensée, Pourquoi ces pleurs, cette gorge oppressée, Ces sanglots, si tu n’aimais pas?²

[¡Ah!, débil mujer, orgullosa insensata, […] ¿Por qué, ¡oh Dios mío! mentirle a lo que piensas? ¿Por qué el llanto, el nudo en la garganta, los sollozos, si no me amabas?]

Y en “À Laure”:

Si tu ne m’aimais pas, dis-moi, fille insensée, Que balbutiais-tu dans ces fatales nuits? Exerçais-tu ta langue à railler ta pensée? Que voulaient donc ces pleurs, cette gorge oppressée, Ces sanglots et ces cris?²¹

[Si no me amabas, dime, muchacha insensata, ¿qué balbuceabas en esas noches fatales? ¿Acaso sólo usabas la lengua para burlarte de lo que pensabas? ¿Qué querían entonces esas lágrimas, ese nudo en la garganta, los sollozos y los gritos?]

Aquí el tema se encuentra más desarrollado; Musset continúa:

Ah! si le plaisir seul t’arrachait ces tendresses, Si ce n’était que lui qu’en ce triste moment Sur mes lèvres en feu tu couvrais de caresses Comme un unique amant;

[…] Ah! Laurette! Ah! Laurette! idole de ma vie,

Si le sombre démon de tes nuits d’insomnie Sans ce masque de feu ne saurait faire un pas, Pourquoi l’évoquais-tu, si tu ne m’aimais pas?²²

[¡Ah!, si un único placer te arrancara la ternura, si no fuera más que a él, que en este triste instante, en mis labios en llamas, llenaras de caricias como a un solo amante;

[…] ¡Ah! ¡Laurette!, ¡ah! ¡Laurette! Ídolo de mi vida, si el sombrío demonio de tus noches de insomnio sin ese semblante de fuego no podría dar un paso, ¿si no me amabas, por qué lo hacías llamar?

El reproche de fondo sigue siendo el mismo, aunque con variantes de un poema a otro. Los versos de “À Laure” hacen alusión, sin ninguna ambigüedad, a los ímpetus de voluptuosidad que ella hacía pasar, con engaños, por ímpetus de amor.²³ Habría que interpretar del mismo modo la breve invectiva de La Nuit de décembre, donde las lágrimas, el nudo en la garganta, los sollozos pueden hacer pensar en las emociones de una ruptura, y sin embargo embusteros al mismo tiempo, porque no le impiden a ella terminar la relación llena de lágrimas:

Si tu pars, pourquoi m’aimes-tu?

[¿Si te vas, por qué me amas?]

las últimas palabras del poeta.²⁴ Así Musset utilizaba en 1835 versos de 1832, usando de cierta manera sus archivos de amor frustrado para obtener de ellos nuevas variantes, adaptadas, para bien o para mal, al presente.²⁵ “Lettre à M. de Lamartine”, publicada poco después de La Nuit de décembre,² no se trata de ninguna miseria actual sino sólo de la miseria inicial que Musset amplía, en honor a Lamartine, en una nueva versión. Después de un largo homenaje al ilustre poeta, afirma haber sufrido lo mismo que él,²⁷ y admite tener la osadía de contarle su desgracia; la parábola del labrador que encuentra una tarde su choza destruida por un rayo es ya el preludio del relato de “aquel día fatal”:

Tel, lorsque abandonné d’une infidèle amante, Pour la première fois j’ai connu la douleur, Transpercé tout à coup d’une flèche sanglante, Seul, je me suis assis dans la nuit de mon cœur. […] C’était dans une rue obscure et tortueuse De cet immense égout qu’on appelle Paris; Autour de moi criait cette foule railleuse Qui des infortunés n’entend jamais les cris. […] Partout retentissait comme une joie étrange; C’était en février, au temps du carnaval. Les masques avinés, se croisant dans la fange, S’accostaient d’une injure ou d’un refrain banal.

[…] Dieu juste! pleurer seul par une nuit pareille! Ô mon unique amour! que vous avais-je fait? Vous m’aviez pu quitter, vous qui juriez la veille Que vous étiez ma vie et que Dieu le savait? Ah! toi, le savais-tu, froide et cruelle amie, Qu’à travers cette honte et cette obscurité, J’étais là, regardant de ta lampe chérie, Comme une étoile au ciel, la tremblante clarté? Non, tu n’en savais rien, je n’ai pas vu ton ombre; Ta main n’est pas venue entr’ouvrir ton rideau. Tu n’as pas regardé si le ciel était sombre; Tu ne m’as pas cherché dans cet affreux tombeau!²⁸

[Así, cuando abandonado por una infiel amante, por vez primera conocí el dolor, de súbito atravesado por una flecha sangrante, solo, me asenté en la noche de mi corazón. […] Era en una calle oscura y tortuosa de esta gran cloaca llamada París; a mi alrededor el gentío, que nunca escucha los gritos de los desgraciados, gritaba con burla.

[…] Por doquier resonaba algo como una extraña alegría; era febrero, en tiempo de carnaval. Los enmascarados ya bebidos, coincidían en el fango, se decían una rima banal o un insulto. […] ¡Dios que eres justo! ¡Llorar solitario en una noche así! ¡Oh, mi único amor!, ¿qué te había hecho yo? ¿Cómo pudiste dejarme, tú, que me habías dicho una noche antes que eras mi vida y que Dios lo sabía? ¡Ah, tú! ¿Sabías, fría y cruel amiga, sabías que a través de la vergüenza y la oscuridad, desde allí miraba, por tu preciada lámpara, como una estrella en el cielo, la inquieta claridad? No, tú no sabías nada, no vi tu sombra; tu mano no vino a abrir la cortina. ¡No viste si el cielo era sombrío, no me buscaste en ese temible sepulcro!]

De acuerdo con el segundo verso, se trata de un dolor experimentado “por vez primera”, y nada después viene, en lo subsecuente del poema, a cambiar este indicio. Por lo demás, el motivo del final de nuestra cita, que muestra a un Musset observando desde la calle la sombra de su amada detrás de la cortina de su ventana alumbrada, se encuentra también en La Conffesion d’un enfant du siècle, relacionado con los días subsecuentes a la primera traición femenina: “Pasaba las noches en las calles aledañas, sentado en una banca a su alcance;

veía las ventanas iluminadas, escuchaba el sonido del piano; a veces veía algo así como una sombra detrás de las cortinas entreabiertas”.² En consecuencia podría pensarse que este viejo recuerdo, reanimado en el momento en que Musset escribió los primeros capítulos de La Conffesion, siguió anima-do en un tiempo cercano, en la “Lettre à M. Lamartine”.³ Pero Paul de Musset dice al respecto que el episodio nocturno bajo la ventana de la “Lettre à M. Lamartine” es un recuerdo relacionado con las peleas de su hermano con madame Jaubert.³¹ Por otro lado, nótese que la última ruptura entre Musset y George Sand, cuando ella huyó inopinadamente a Nohant, tuvo lugar en la época de carnaval, como la separación de los amantes de la “Lettre à M. Lamartine”.³² Así es como la “Lettre à M. Lamartine” une el recuerdo de la primera traición con algunos rasgos que parecen pertenecer a vivencias más recientes. La confusión, o la hibridación de pasado y presente de nuevo tuvo lugar de manera patente en La Nuit d’octobre [La noche de octubre].³³ Se cree, visto el parentesco del poema con La Nuit de mai y a partir de algunas alusiones claras del texto, que se trata también aquí de la relación de Musset con George Sand,³⁴ aunque nada de lo que sabemos al respecto de la relación y de su ruptura coincida con lo que el poeta narra en esta nueva Nuit: aguarda en el balcón, en alguna noche de otoño, a una mujer a la que ama ardientemente; pasa la hora de la cita, no llega hasta el amanecer, la recibe con furiosas apóstrofes. Supongamos que no nos sea dado conocer todo acerca de esta historia de pareja, o mejor aún, que el poeta esté en su derecho de querer quejarse de la traición, de contarla como le plazca.³⁵ Sin embargo ¿el hecho de que hable de George Sand o de alguien más, en 1837, convaleciente de una relación funesta, significaría que él la toma por la primera experiencia, en ese sentido? Es precisamente eso lo que hace en La Nuit d’octobre. Acaba de conversar con la musa acerca del último apasionamiento del que por fin se ha curado; se decide a contarle aquella noche de la pasión, y de la forma agresiva en que recibe a su pareja que por fin apareció:

Ce beau corps jusqu’au jour où s’est-il étendu? Tandis qu’à ce balcon seul je veille et je pleure, En quel lieu, dans quel lit, à qui souriais-tu? Perfide! audacieuse!³

[¿Este bello cuerpo dónde se recostó hasta llegar el día? ¿Mientras que en este balcón solo en vigilia lloro, en qué lugar, en qué cama, a quién le sonreías? ¡Pérfida! ¡Atrevida!]

Aquí se habla de la última pareja, de la única de la que ha hablado hasta ahora, no de la primera, y de este modo reacciona la musa:

Apaise-toi, je t’en conjure; Tes paroles m’ont fait frémir. Ô mon bien-aimé, ta blessure Est encore prête à se rouvrir. […] Oublie, enfant, et de ton âme Chasse le nom de cette femme Que je ne veux pas prononcer.³⁷

[Cálmate, te lo suplico; tus palabras me estremecen. O, mi bien amado, tu herida todavía puede reabrirse.

[…] Olvida, niño, y de tu alma destierra el nombre de esa mujer que no quiero pronunciar.]

El poeta, al no escuchar aquellas palabras de alivio, continúa con su impulso:

Honte à toi qui la première M’as appris la trahison, Et d’horreur et de colère M’as fait perdre la raison! Honte à toi, femme à l’œil sombre, Dont les funestes amours Ont enseveli dans l’ombre Mon printemps et mes beaux jours! […] Honte à toi! tu fus la mère De mes premières douleurs, Et tu fis de ma paupière Jaillir la source des pleurs!³⁸

[¡Avergüénzate, tú que fuiste la primera en enseñarme una traición,

y de miedo y de ira me hiciste perder la razón! ¡Avergüénzate, mujer de ojos sombríos, tus funestos amores enterraron en las sombras mi primavera y mis mejores días! […] ¡Avergüénzate! ¡Fuiste la madre de mis primeras penas, y lágrimas hiciste brotar de mis pupilas!]

Vemos aquí cómo la pareja de antaño sucede a la de ayer en un discurso continuo donde se confunden. La musa, en lo que dice a continuación, siempre habla como si se tratara de la misma mujer; y hasta los últimos versos nada cambia estas referencias constantes del poema. El desconcierto que experimenta al deplorar un mal del que acaba de curarse al mismo tiempo en que se cura de una vieja herida, sin una palabra que distinga uno de otra, parece haber sido asumido por el poeta y por la musa. Ello puede dar pie a que se piense —lo han pensado varios— que Musset hace uso de estas confusiones a propósito para cubrir la identidad de su o de sus recientes parejas. Sin embargo, si lo que quiere es esconder las pistas, las esconde muy mal: al desorientar al lector con sus referencias a su juventud, deja por todas partes señales explícitas de un tiempo cercano;³ no parece darse cuenta de estas incoherencias, sujeto como se encuentra por la presencia extratemporal del martirio de amor. De acuerdo con esta presencia, todo sufrimiento causado por una mujer puede decirse ser el primero, porque cada una secunda la destrucción de una inocencia:

Honte à toi, j’étais encore Aussi simple qu’un enfant; Comme une fleur à l’aurore, Mon cœur s’ouvrait en t’aimant. Certes, ce cœur sans défense Put sans peine être abusé; Mais lui laisser l’innocence Était encor plus aisé. Honte à toi! tu fus la mère De mes premières douleurs,⁴ etc.

[Avergüénzate, apenas era tan simple como un niño; como una flor en la aurora, mi corazón se abría al amarte. Es cierto, este corazón indefenso pudo sin más ser engañado; pero no quitarle la inocencia era todavía más fácil. Avergüénzate, fuiste la madre

de mis primeras penas, etc.]

¿En verdad era un niño? ¿Es posible hablar de inocencia después de haber vivido tantos lamentos y aventuras pasadas? No, pero sí es posible hablar de un sufrimiento amoroso, revivido siempre de una aventura a otra, y sobre la cual se edificaba una historia única del poeta, leyenda y verdad a la vez.⁴¹

Infierno y paraíso del amor

Ese amor-miseria, vivencia e idea literaria preconcebida, sólo puede ser definido en relación con un amor-fantasía, entendido como bien supremo, capaz de transfigurar la vida. Habría que tener no sólo la idea de ese amor-miseria, sino también haberlo experimentado, al menos de manera pasajera, para que esa misma imposibilidad de vivirlo en condiciones plenas y perdurables sea considerada, precisamente, una miseria. Éste es Musset, adepto y mártir de una religión del amor tanto más exigente cuanto que, a diferencia de sus mayores, él no profesa ninguna otra. Ahora bien, en ocasiones da por muerta en su época esta religión, o la considera una quimera. Por ejemplo en voz de Fantasio: “El amor ya no existe, mi estimado amigo […] El amor es una hostia que hay que partir en dos al pie de un altar y luego comer con un beso; ya no hay altar, ya no hay amor”.⁴² Incluso el amigo cínico de La Confession habla de la alta valía del amor: “El amor es la fe, la religión de la dicha terrestre; es un triángulo luminoso colocado en la bóveda del templo que llamamos mundo […] El amor fue lo único que Dios le otorgó al hombre; es por eso que el amor vale más que el genio”. Sin embargo, lo dice para inmediatamente declarar que se trata de una religión sin un objeto real: “Ahora bien, dime, ¿éste es el amor de nuestras mujeres?”⁴³ Y el mismo Musset, obligado a glorificar el amor sin comunión, dice:

L’amour est tout, —l’amour, et la vie au soleil. Aimer est le grand point, qu’importe la maîtresse? Qu’importe le flacon, pourvu qu’on ait l’ivresse?⁴⁴

[El amor lo es todo —el amor, y la vida al sol. Amar es lo principal ¿qué importa a quién?

¿Qué importa de qué sea la botella con tal de la embriaguez?]

Propiamente, se trata de creer sin creer y, asimismo, de profesar una religión sin verdad. Musset sólo creía enteramente en el amor al comienzo de la pasión, cuando el entusiasmo proscribía del espíritu la preocupación por el mañana. La Confession proclama esta fe, al comienzo de la relación del narrador con Brigitte Pierson: “¡Amor! ¡Oh, principio del mundo! ¡Preciosa flama que la naturaleza entera, como una vestal inquieta, vigila incesante en el templo de Dios! ¡El hogar de todo lo que hay, por lo que todo existe! ¡Los espíritus de la destrucción morirían si sobre ti se agitaran!”⁴⁵ Esta especie de divinidad del amor reside sobre todo en su poder vivificante: “Miraba el astro de amor elevarse en mi horizonte, y se me antojaba que yo era como un árbol lleno de sabia que sacude al viento sus hojas secas para revestirse de un nuevo verdor”.⁴ Pero, siendo el amor, a los ojos de la experiencia, causa de dolor tanto como de vida, es preciso, para seguir divinizándolo, celebrar como bien al mal que nace de él. Con 19 años, Musset glorificaba en su amigo Ulric Guttienguer, la leyenda del amor desgraciado:

Mais laisse-moi du moins regarder dans ton âme, Comme un enfant craintif se penche sur les eaux; Toi si plein, front pâli sous des baisers de femme, Moi si jeune, enviant ta blessure et tes maux.⁴⁷

[Pero al menos déjame ver en tu alma, como un niño temeroso examina las aguas; tú tan pleno, pálida frente detrás de esos besos de mujer,

yo tan joven, envidiando la herida y tus males.]

El narrador de La Confession, trasunto de Musset, evoca, junto al fervor de su primer amor, cierta voluntad de sufrir antes de toda causa de sufrimiento:

Ella me había dado su retrato en miniatura en un medallón; lo llevaba en el lugar del corazón, cosa que hacen muchos hombres; mas, al encontrar un día en el local de un comerciante de curiosidades una disciplina de fierro, que en su extremo tenía una placa erizada con puntas, había mandado pegar el medallón sobre la placa y también el retrato. Las puntas, que entraban en mi pecho con cada movimiento, me provocaban un placer tan extraño, que a veces apoyaba mi mano sobre el medallón para sentirlas más profundamente.⁴⁸

Se advierte que un personaje así busca infligirse de antemano un rostro de dolor para conjurar el dolor verdadero, el mal esencial que implica el amor; puesto que él mismo nos hace saber que, habiendo en verdad tenido lugar ese mal, por la traición de su amada, se deshizo de inmediato del “cruel medallón”:⁴ la presente desgracia dejó sin objeto al talismán; ha pasado el tiempo del simulacro del infierno y de la “preciada herida”⁵ y ha llegado el tiempo de la verdad. Esta verdad enemiga surge de pronto, vacío que anula el amor, y ciertas parábolas sobre la muerte vienen a representarla: la del labrador cuya ruina es el rayo que cae sobre su casa y que hace que ni siquiera reconozca el lugar donde se encontraba:

Il cherche autour de lui la place accoutumée Où sa femme l’attend sur le seuil entr’ouvert; Il voit un peu de cendre au milieu d’un désert.

[…] Tel, lorsque abandonné d’une infidèle amante,⁵¹ etc.

[Busca a su alrededor el lugar de costumbre donde su mujer lo esperaba en el umbral entreabierto; lo que ve es un poco de ceniza en medio de un desierto.

[…] Como, cuando abandonado por una infiel amante, etc.]

La historia de la estatua que se apropiaba de una persona viva, como si fuera el desenlace de la historia de Don Juan:

Me serviré aquí de una comparación […] Siempre que, en toda mi vida, he creído tener la confianza sea de un amigo, sea de una mujer⁵² durante mucho tiempo y descubro de pronto que había sido engañado, no puedo saber el efecto que tal descubrimiento ha causado en mí hasta que comparo mi mano y la de la estatua. Verdaderamente es la impresión del mármol, como si la realidad, en toda su frialdad mortal, me congelara con un beso; el tacto del hombre de piedra. ¡Ay! El terrible invitado ha llamado en más de una ocasión a mi puerta; en más de una ocasión hemos cenado juntos.⁵³

Aquí sin lugar a dudas Musset otorga a la estatua portadora de muerte, motivo universalmente conocido por todos, su sentido original: la piedra de la sepultura que se apropia de la vida y le otorga su frialdad. De manera simbólica, la tumba aprisiona este amor al que, se suponía, haría vivir:

Et je pleurais seul, loin des yeux du monde,

Mon pauvre amour enseveli;⁵⁴

[Y lloraba, solo, lejos de los ojos del mundo, a mi pobre amor sepultado]

La bienamada sólo sobrevive como una imagen del ataúd que encierra este amor difunto:

J’ai vu ma seule amie, à jamais la plus chère, Devenue elle-même un sépulcre blanchi, Une tombe vivante où flottait la poussière De notre mort chérie,

De notre pauvre amour […];⁵⁵

[Vi a mi única amiga, por siempre la más querida, convertirse ella misma en un sepulcro emblanquecido, una tumba viviente adonde el viento arrastra el polvo de nuestra preciada muerte,

de nuestro pobre amor]

Y aún más universalmente conocido, el motivo de la finitud de los amantes que hace del corazón una tumba perpetua:

Quel tombeau que le cœur, et quelle solitude!⁵

[¡Qué sepulcro es el corazón, y qué soledad!]

Esta mortal decepción que se instala en la experiencia y, en consecuencia, pasa a la filosofía del amor, amenaza secretamente todo ideal; por tanto, toda fe corre el riesgo de ser agitada por ella.

El Imperio del Mal

Una verdad descubierta de pronto puede matar el amor en un instante; y el amor no sobrevive a esa verdad excepto en el sufrimiento del amante decepcionado, y aún más en la idea que su propia desgracia le deja de sí mismo y de su amada. Puesto que la discordia con su bien amada lo obliga a entrar en el espinoso debate de la culpa y el reproche, del bien y del mal, la pérdida de una mujer empeora de tal modo que se convierte en un cuestionamiento del ideal; de ahí que su propia conciencia se altere. El martirio de amor está acompañado de un sentimiento de profanación; la desesperanza está teñida de espanto:

El amor que le guardaba a mi pareja, habiéndome absorbido por completo apenas salido del colegio, había sido para mí una defensa contra la corrupción prematura a la que a menudo se arroja la juventud desde el primer gozo que nos da la libertad […] De pronto, mi amante, a quien adoraba religiosamente, se había convertido a mis ojos en una cortesana; y cuando creía haber huido de la lubricidad al encontrarme en un santuario impenetrable, me enteraba de que era la lascivia misma a quien tenía entre mis brazos.⁵⁷

Para ilustrar mejor esta impresión se nos presentan algunas extrañas imágenes: “Me parece ver a un niño inocente a quien unos bandidos quieren degollar en un bosque; logra salvarse, cubierto en lágrimas, en los brazos de su padre; se cuelga de su cuello, se cubre con una manta, le ruega que lo salve; y su padre saca una espada refulgente; también es un bandido y degüella al niño”. O aún más, cuando imagina a san Antonio tentado por los demonios y encorvado en una piedra encima de su crucifijo: “Me gustaría que un demonio más astuto que todos los demás, un demonio femenino tuviera la idea de convertirse en Cristo y de aparecerse en la estatua del redentor. Para que así, justo cuando el santo, para escapar de la tentación, se precipite sobre la imagen de Dios y lo estreche en su corazón, yo viera cómo el propio Cristo, abriendo sus brazos de mármol, le

plante en sus labios un beso lúbrico y pasionado”.⁵⁸ Estas imágenes de santidad profana —santidad paternal, santidad divina— están destinadas a marcar con una señal de sobresalto la traición y a la causante de esa traición. Sin embargo van más lejos: el beso lúbrico de Jesús hace que recaiga algo de este sobresalto en el propio santo —sobresalto por el acontecimiento, pero también sobresalto de sí mismo—.⁵ El inocente, al descubrir el mal, se contamina, por así decirlo, de él, atrapado y orillado hacia la mala conciencia. El amante ridiculizado no se preocupa por la indignación respecto al vicio; se tambalea en el odio y el remordimiento que se posesionan de su ser: mejor aún, puede experimentarlos, antes de cualquier ofensa, por el puro temor a la traición, que prefigura en espíritu el fatal escenario. Lo que sabemos de Musset en tanto que amante nos lo muestra como un celoso enfermizo. George Sand es testigo de ello; incluso él mismo, a través del narrador de La Confession, se atribuye, en cierta parte en que busca rememorar su relación con ella, unos celos delirantes e incontrolables: “Cuanto más quería luchar con el ánimo tenebroso que se apoderaba de mí […] más la noche se acentuaba en mi cabeza”. Según los biógrafos, Musset, a este respecto, nunca cambió. Se trata de unos celos que nacen, sin fundamento real, con su vida en pareja y que viven lo mismo que él. Dicha fragilidad de la confianza, esa especie de llamado hacia lo bajo se traduce naturalmente en pensamientos y conductas viles. Desde el momento en que la mujer es infiel se le llama prostituta y a aquella de la que sólo se sospecha, por el hecho de haberla seducido, que puede ser seducida por otros, no recibe un mejor trato: por ejemplo el narrador de La Confession, tan pronto como vence la resistencia de la honesta Brigitte dice: “Después de todo, me dije de inmediato, esta mujer se entregó muy rápido”. ¹ Se jacta de ostentar con ella cinismo e ironía en relación con las cosas del amor, con tal de humillar a la amante al demostrarle lo poco que le importa: de esta manera surge en lugar del amor no sólo una imputación, sino también un deseo de burla y desprecio. ² A través de una trama que Musset, en La Confession, hace pasar como suya, los celos van del desprecio al prójimo a la necesidad de envilecerse. El alma, frustrada, se vuelve en contra suya y oscila entre el bien con el que no deja de soñar y el mal al que se entrega, abocándose al suplicio de confundirlos. Por lo tanto, el protagonista de Musset, atrapado por la lubricidad, en vano se queja de su incapacidad de ser un verdadero libertino, es decir, un libertino contento de serlo: tal queja, lejos de anular su degradación, la acentúa. ³ Este mecanismo destructor se repite inevitablemente en una y otra aventura, al menos en lo relacionado con los celos persecutores. El narrador de La Confession, en sus

sospechas delirantes hacia Brigitte, le parece revivir la traición de su primera pareja: “¡Oh, Dios, me dijo con una tristeza terrible, ¿acaso el pasado es un espectro que sale de su sepulcro?, ¿acaso no podré amar?” ⁴ Mas esta casualidad traumática —primera herida reabierta sin fin—, con la que Musset le gusta relacionar todos los episodios de su vida, no explica mejor la tentación del mal que la fatalidad del sufrimiento. Lo que le sucede a Musset, al parecer, se debe mucho menos a cierta concatenación de las circunstancias que a una manera de ser afincada en él y asumida con firmeza. Tenía 17 años cuando le escribe esto a un amigo: “Siento que el mayor de los males que le pueden suceder a un hombre de pasiones vivas es no tener ninguno”, lo que vuelve a posicionar al amor como el bien supremo; además: “Me gustaría ser un hombre con buena suerte, no para ser feliz, sino para afligirla toda hasta la muerte”, lo que presupone una injuria por vengar: antes de la experiencia entonces, tanto como sabemos, se trata de una idea preconcebida más que de resentimiento; y en fin: “Si me encontrara en este instante en París, iría con las muchachas, y en el café agotaría lo poco que me queda de nobleza en el ponche y en la cerveza, y me sentiría aliviado”. ⁵ A la luz de semejantes confidencias, la “primera miseria” ¿no parece más bien una primera vocación?

Paraísos menores

Es cierto que Musset rehúye a esta imagen trágica de sí mismo; frágil por naturaleza, no sobrelleva bien su propio pesimismo. A este retrato suyo que se acaba de delinear, el lector sentirá la tentación de oponerse con las numerosas obras de Musset en que, tanto cuentos y comedias, predomina un tono completamente diferente —historia de amores encontrados, que la sensibilidad y el humor hace desembocar en un final feliz: como en los relatos titulados “Margot”, “Croisilles”, “La Mouche”; además de la comedia Carmosine—. ⁷ Este Musset, quien quizá sea el que consuela al otro, le hace bastante compañía en cuanto a su opinión. ¿Las obras afables de un carácter enfermizo representan un divertimento para su mal o son la prueba de que ese mal no es tan grave como parece? Ambas cosas quizá. Con ocasión de citar a La Rochefoucauld: “Uno nunca es tan infeliz como cree, ni tan feliz como quiere”. ⁸ Sin este perfil de su obra, Musset ya no sería Musset; su sinceridad no se pone en duda cuando, olvidándose de la metafísica del amor-paraíso, sólo desea que su reciente relación con George Sand sea duradera; 15 años más tarde se empecina en la idea de un amor sin peleas:

Se voir le plus possible et s’aimer seulement, Sans ruse ni détour, sans honte ni mensonge, Sans qu’un désir nous trompe ou qu’un remords nous ronge, Vivre à deux et donner son cœur à tout moment.⁷

[Verse lo más posible y sólo amarse, sin trucos ni desvíos, sin timidez ni mentira,

sin que el deseo nos engañe ni la culpa nos corroa, vivir juntos y dar el corazón en todo momento.]

Se trata más de la feliz ausencia de infierno que de la ausencia de paraíso: un edén menor, aunque apenas menos quimérico que el otro. El caso de “Le Chandelier” [El candelabro], en tanto que cuento con final feliz, es particular: es una historia de un engaño amoroso que, por excepción, acaba bien.⁷¹ Este texto pone en escena a un trío clásico: una dama, su marido el notario, su amante el oficial; pero los amantes, para echar abajo las sospechas del marido, deciden usar como chandelier, es decir, como pretendiente falsamente favorito, al secretario del marido;⁷² el pobre hombre, de quien se dice está locamente enamorado de la dama, está feliz, cuando descubre en una conversación entre los amantes, escuchada por equivocación, el papel que juega; por lo tanto, el verdadero triángulo de la intriga es, exceptuando al marido, la mujer, el amante feliz y el pretendiente humillado. Ahora bien, cuando el juego corre el riesgo de volverse demasiado cruel, la mujer renuncia y elige al secretario, joven e interesante, en lugar del militar.⁷³ En esta versión simpática de una circunstancia tantas veces dominada por la más sombría fatalidad, todo es causado por la mujer. Es en ella en quien, de acuerdo con el mundo de Musset, recae la llave del infortunio o de la felicidad; que sólo sea sensible al mérito y a la sinceridad del amado, fiel a su palabra, desdeñosa de los falsos pretendientes, se debe sobre todo a que sepa perdonar cuando es preciso: ésa es la imagen con la que a veces sueña, sin exigir más. La dama del “Le Chandelier”, lo es sólo de palabra; resultan más admirables las mujeres que lo son por naturaleza: como la firme, leal y fina esposa de “La Quenouille de Barberine” [La rueca de Barberine]⁷⁴ o la joven madre inglesa de “Une bonne fortune” [Buena fortuna], “buena y simple”, pródiga en “riquezas del corazón” y mensajera de las retribuciones providenciales.⁷⁵

La mujer enemiga

Para los antípodas de los paraísos de amor, grandiosos o modestos, lo que predomina en la vida real es la decepción, nodriza de quejas y lamentaciones, y en especial de odio, resguardado y virulento. Este odio fuertemente imaginativo elabora la imagen de una mujer enemiga, variante a la vez seductora y aborrecible de la prostituta, con la que el amante, injurioso, de pronto se siente atraído a comparar a su pareja. Esta imagen está ya muy bien constituida en el joven Musset. En “Octave”, de 1831, se trata ya de una cortesana inhumana:

Là s’exerçait dans l’ombre un redoutable amour; Là cette Messaline ouvrait ses bras rapaces Pour changer en vieillards ses frêles favoris, Et, répandant la mort sous des baisers vivaces, Buvait avec fureur ses éléments chéris, L’or et le sang […]⁷

[Ahí en las sombra tenía lugar un amor temible; ahí la Mesalina abría sus brazos para convertir en ancianos a sus predilectos, y, derramando la muerte en besos vivaces, bebía con furor los preciados elementos,

el oro y la sangre]

En La Coupe et les lèvres [La copa y los labios], publicado el año siguiente, el cazador Frank habla en términos semejantes con su pareja Monna Belcolore:⁷⁷

[…] Ô ma belle maîtresse, Je me meurs; oui, je suis sans force et sans jeunesse, Une ombre de moi-même, un reste, un vain reflet, Et quelquefois la nuit mon spectre m’apparaît. Mon Dieu! si jeune hier, aujourd’hui je succombe. C’est toi qui m’as tué, ton beau corps est ma tombe.⁷⁸

[Oh, bella amante, muero; sí, me encuentro sin fuerza ni juventud, sombra de mí mismo, restos, un vago reflejo, incluso a veces la noche me parece mi espectro. ¡Dios mío! Antaño tan joven, hoy decaigo. Tú me has matado, mi tumba fue tu hermoso cuerpo.]

En otra ocasión, al verla venir, reflexiona lo siguiente:

C’est bien elle; elle approche, elle vient, —la voilà. Voilà bien ce beau corps, cette épaule charnue, Cette gorge superbe et toujours demi-nue, Sous ces cheveux plaqués ce front stupide et fier, Avec ces deux grands yeux qui sont d’un noir d’enfer. Voilà bien la sirène et la prostituée Le type de l’égout: —la machine inventée Pour désopiler⁷ l’homme et pour boire son sang; La meule de pressoir de l’abrutissement.⁸ Quelle atmosphère étrange on respire autour d’elle! Elle épuise, elle tue, et n’en est que plus belle.⁸¹

[En verdad es ella; se acerca, ya viene —hela aquí. He aquí su hermoso cuerpo, sus hombros exquisitos, su cuello soberbio y semidesnudo siempre, bajo sus cabellos chapados su frente orgullosa y estúpida, con sus dos ojos grandes de un infernal negro. He aquí a la sirena y a la prostituta el tipo de las cloacas: —la invención hecha para destapar al hombre y beber su sangre; la muela de prensa de la estupefacción.

¡Qué singular atmósfera se respira a su alrededor! Desgasta, mata, y sólo se vuelve más bella.]

Estos dos pasajes de La Coupe et les lèvres nos ofrecen el argumento de la mujer enemiga con todos sus componentes: belleza, indiferencia, iniciación a la lujuria, influencia ruinosa a la inteligencia.⁸² A este cuadro no le falta el motivo, apreciado por Musset, de la aparición espectral del doble del amante, testimonio de una vitalidad arruinada. Está fuera de duda que esta imagen de la mujer es una de las representaciones que, llegado el momento, han acompañado el movimiento de paso del romanticismo hacia sus secuelas pesimistas. En todo caso, las dos generaciones siguientes, la de Baudelaire y la de Mallarmé, hicieron de este tipo, en bruto o sublimado en mayor o menor medida, uno de sus temas predilectos.⁸³ Un año después de La Coupe et les lèvres, y antes de haber conocido a George Sand, Musset escribió los tres actos que conforman André del Sarto, que cuenta la historia de un amor víctima de la traición.⁸⁴ André del Sarto descubre que su mujer Lucrèce lo engaña con Cordiani, su amigo de la infancia, su mejor amigo, su más fiel compañero. Tal descubrimiento es como una ráfaga, según el modelo que sería el predilecto de Musset, de ordinaria reacción de desesperanza y celos.⁸⁵ Desde este punto de vista, la obra no añade nada nuevo a lo que ya sabemos, salvo que aquí la desesperanza celosa se mezcla, según el caso, con una especie de resignación generosa, con una tentación de fraternidad con la esposa y su amante adúlteros, como él víctimas del amor todopoderoso.⁸ Lucrèce no está menos delineada a lo largo del drama, por más amada que sea, con los rasgos habituales de la mujer enemiga. Ni prostituta de cierto, ni corruptora por naturaleza, sino, al menos hasta ahora, adorada esposa, se vuelve enemiga por una repentina indiferencia a la pasión de su esposo. Siente amargarse con los esfuerzos que hace para recuperar su favor: “¡Ah, vergüenza! ¡Oh, humillación! No me hará caso ¿cómo llegó todo hasta aquí?”⁸⁷ Pero este trago amargo precede a la traición. A los ojos de Lucrèce, quien ahora lo traiciona, sabemos que él cometió una falta deshonrosa: el rey de Francia le había dado dinero para que le comprara pinturas italianas, y lo gastó en cumplir los caprichos de su mujer. El remordimiento medra su humor desde el comienzo de la obra, incluso antes de que conozca su desgracia conyugal.⁸⁸ En vano Musset quiere culpar al personaje de Lucrèce (tradicionalmente consideradas

infieles y derrochadoras), quien acepta que en verdad ha sido la causa de la degradación de su marido; lo pone en boca del mismo André: “Sí, cuando la conocí creí realizarse un sueño, que mi Galatea cobraba vida entre mis brazos. ¡Qué insensato! Mi genio murió con mi amor”.⁸ El caso es que André, desde el momento en que aparece en la pieza, parece pasar por una especie de desesperanza que es posible atribuir a la conciencia del deshonor y del papel nefasto que Lucrèce juega en su vida; y no sólo reniega de su genio, sino del genio de Italia y de todo su siglo. De ahí que diga, apenas entrado en escena: “Envejecemos […] La juventud no quiere nada de nosotros”; y habla con tristeza de “este tiempo de decadencia en que nos ha dejado la muerte de Miguel Ángel”, y de la imperfección de sus “pobres obras”. Después del fatal descubrimiento, se expresa en el mismo tono: “Solo, entre tantos pintores ilustres, joven sobrevivo todavía al siglo de Miguel Ángel, y veo cómo día con día todo se colapsa a mi alrededor […] Lucho en vano contra las tinieblas; la antorcha eterna en mi mano se extingue […] Mi taller está desierto, mi reputación perdida”. ¹ Es válido, a partir de estos textos variados, preguntarse si un estado fundamental de desencanto no precedió ni dominó las desgracias de su vida. Musset dejó este punto en la incertidumbre: el problema podía ser planteado por él mismo, y sin duda no tenía la intención de resolver con demasiada claridad, en su caso, si el principio del mal residía en él o en la desfavorable fortuna,y en particular en la mujer enemiga. Esta figura de la mujer surge en algunas de sus confidencias autobiográficas; como en las maldiciones proferidas en La Nuit d’octobre:

C’est une femme à qui je fus soumis Comme le serf l’est à son maître. Joug détesté! c’est par là que mon cœur Perdit sa force et sa jeunesse;

[Una mujer a la que me sometí como el siervo a su amo.

¡Yugo deleznable con el que mi corazón perdió su fuerza y juventud!]

Y luego:

C’est ta voix, c’est ton sourire, C’est ton regard corrupteur, Qui m’ont appris à maudire Jusqu’au semblant du bonheur. ²

[Es tu voz, tu sonrisa, es tu mirada que corrompe, lo que me ha enseñado maldecir hasta al rostro de la dicha.]

Con todo el desencanto que ello conlleva en relación con el amor, Musset fue el precursor de su tiempo del empleo poético de este arquetipo femenino. ³

La esterilidad o la visión del doble

A los 20 años, Musset ya se preguntaba, al hablar de sí mismo:

Si ton démon céleste était un imposteur? ⁴

[¿Y si tu demonio celeste fuera un impostor?]

Esta duda no lo abandonó jamás. A los 20 años, cuando ya había escrito algunos de sus grandes poemas, habiendo leído algunas reflexiones melancólicas de Sainte-Beuve y, con los años, bajo la disminución de la inspiración, sintió la necesidad de consertirse públicamente:

Ami, tu l’as bien dit: en nous, tant que nous sommes, Il existe souvent une certaine fleur Qui s’en va dans la vie et s’effeuille du cœur. “Il existe, en un mot, chez les trois quarts des hommes, Un poète mort jeune à qui l’homme survit.” ⁵

[Amigo, bien lo dijiste: a menudo en nosotros, que somos tantos, existe una flor

que se va en la vida y se deshoja del corazón. “Hay, en una palabra, en las tres cuartas partes de los hombres, un poeta que muere joven al que el hombre le sobrevive.”]

Cierto agotamiento poético, acaecido con demasiada precocidad, en el caso de Musset, es un hecho poco discutible: ya no escribió poesía, por decirlo de algún modo, después de los treinta y tantos años. Él mismo profesa que 30 años es una edad decisiva: “¡A los 30 años! […] Cierto es que en esta edad el corazón de algunos cede al polvo, mientras que el de otros persiste”. Sólo se trata del corazón, pero se sabe que, para Musset, “allí se encuentra el genio”. Con 33 años, pidiéndole a su amigo Alfred Tattet que no lo olvide, dice: acuérdese de un corazón,

Qui vous a tout de suite et librement aimé, Dans la force et la fleur de la belle jeunesse, Et qui dort maintenant à tout jamais fermé. ⁷

[Que desde el primer momento y con libertad le quiso, en la flor y fuerza de la bella juventud, y que ahora duerme cerrada para siempre.]

No hay que olvidar que las metáforas que tratan de desfallecimiento, en la obra de Musset a veces han adquirido la forma, mucho antes de que llegara a los 30, de alegorías alucinantes. Ya hemos visto un caso de 1832, cuando Frank de La Coupe et les Levres, sintiendo agotarse sus fuerzas, dice que se le ha aparecido su espectro en la noche. ⁸ En Lorenzaccio, escrito seguramente en 1833, otra

aparición se pone en escena de una manera diferente: Marie Solerini, la madre de Lorenzo, cuando en algo así como un soñar despierta que tuvo en la noche, mientras pensaba en la feliz infancia de su hijo y en la ignominia en que se encuentra actualmente, dice: “Mis ojos se llenan de lágrimas, y muevo la cabeza al sentirlas correr. De pronto escuché pasos en la sala; volteé para ver, un hombre vestido de negro se me acercaba con un libro bajo el brazo. Eras tú, Renzo: ‘¡En buena hora vuelves!’, me grité. Pero el espectro se sentó cerca de la lámpara sin responderme; abrió su libro y vi de nuevo a mi Lorenzino de antaño”. Cuando Lorenzo regresa en la mañana, el espectro se levanta con aire melancólico y se esfuma. En 1835, en La Nuit de décembre, a Musset mismo se le aparece su doble vestido de negro. La aparición, dice, se repite en diversos momentos de su vida: parece representar una referencia de su ser, desde la infancia hasta el momento en que escribe el poemario.¹ Con su vestimenta negra y su parentesco fraternal, el espectro de sonrisa amiga refuerza con un parentesco fatídico la debilidad del poeta; aparece sobre todo en las ocasiones de dolor y disipación. Aquí las famosas estrofas:

LA NUIT DE DÉCEMBRE

Comme j’allais avoir quinze ans, Je marchais un jour, à pas lents, Dans un bois, sur une bruyère. Au pied d’un arbre vint s’asseoir Un jeune homme vêtu de noir, Qui me ressemblait comme un frère.

Je lui demandai mon chemin; Il tenait un luth d’une main,

De l’autre un bouquet d’églantine. Il me fit un salut d’ami, Et, se détournant à demi, Me montra du doigt la colline.

À l’âge où l’on croit à l’amour, J’étais seul dans ma chambre un jour, Pleurant ma première misère. Au coin de mon feu vint s’asseoir Un étranger vêtu de noir, Qui me ressemblait comme un frère.

Il était morne et soucieux; D’une main il montrait les cieux, Et de l’autre il tenait un glaive. De ma peine il semblait souffrir, Mais il ne poussa qu’un soupir, Et s’évanouit comme un rêve.

A l’âge où l’on est libertin, Pour boire un toast en un festin,

Un jour je soulevai mon verre. En face de moi vint s’asseoir Un convive vêtu de noir, Qui me ressemblait comme un frère.

Il secouait sous son manteau Un haillon de pourpre en lambeau, Sur sa tête un myrte stérile. Son bras maigre cherchait le mien, Et mon verre en touchant le sien Se brisa dans ma main débile.

Un an après, il était nuit; J’étais à genoux près du lit Où venait de mourir mon père. Au chevet du lit vint s’asseoir Un orphelin vêtu de noir, Qui me ressemblait comme un frère.

Ses yeux étaient noyés de pleurs; Comme les anges de douleurs,

Il était couronné d’épine; Son luth à terre était gisant, Sa pourpre de couleur de sang, Et son glaive dans sa poitrine.

[Como fuera a tener quince años, caminaba un día con pasos lentos, en un bosque, entre los brezos, al pie de un árbol vino a sentarse un joven vestido de negro, que se me parecía como un hermano.

Le pregunté por dónde ir; tenía un laúd en la mano, en la otra un ramo de rosas silvestres. Hizo un saludo de amigo, y dio media vuelta señalando con el dedo hacia la colina.

A la edad en que uno cree en el amor, yo estaba solo un día en mi habitación,

llorando ya mi primera miseria. A la orilla del fuego vino a sentarse un extraño vestido de negro, que se me parecía como un hermano.

Triste y ansioso; con una mano señalaba los cielos, y con la otra sostenía una espada. Por mi pena parecía sufrir, mas soltó suspiró y se esfumó como un sueño.

A la edad en que uno es libertino, para brindar en un festín, un día levantaba mi copa. Frente a mí vino a sentarse un invitado vestido de negro, que se me parecía como un hermano.

Sacudía de su abrigo un andrajo de pedazos de tela,

sobre su cabeza una estéril flor de mirto. Su magro brazo buscaba el mío, y mi copa al tocar la suya en mi débil mano se quebró.

Un año después, era de noche; estaba arrodillado frente a la cama en que murió mi padre. Vino a sentarse en la cabecera un huérfano vestido de negro, que se me parecía como un hermano.

Sus ojos anegados de lágrimas; como los ángeles de dolor, tenía una corona de espinas; su laúd en la tierra yacía, sus ropas del color de la sangre, y su espada en el pecho.]

La interpretación de este motivo alegórico-simbólico lo elabora el mismo doble en las estrofas finales del poema: dice no ser “ni dios ni demonio”, pese a que Dios se haya comprometido a ser el único recurso del poeta:

Je te suivrai sur le chemin; Mais je ne puis toucher ta main, Ami, je suis la Solitude.

[Te seguiría en tu camino; pero no puedo tocar tu mano, amigo, yo soy la Soledad.]

Hay que entender que para Musset representa la imposibilidad de tener otra compañía más allá de sí mismo: Narciso vuelto a su imagen, es decir a la conciencia de un impedimento vital, sublimada en poesía esencial. Vistas desde este ángulo, las dificultades que Musset encuentra en su experiencia del amor son un aspecto particular de una dificultad de vivir más general. Son frecuentes sus quejas al respecto. Y es precisamente aquí que la queja, como veremos, toma a propósito la forma de un pensamiento. El mal del poeta se ilumina con un destello de inteligencia y encuentra, en la soledad misma, el sendero de una comunicación con el otro.

Dúo ideal-realidad

El lugar fundamental que ocupa la decepción —o la idea preconcebida de la decepción— en el universo amoroso de Musset sugiere la existencia de una ley de desproporción entre el deseo y el objeto de ese deseo; y esta ley naturalmente encuentra su fórmula universal en la oposición de dos conceptos: un periodo psicológico doble, conformado por el deseo y su insatisfacción, que deviene en una dualidad ideológica entre lo ideal deseado y lo real frustrante. Esta vieja decepción humana, interpretada y desarrollada en las religiones que creen proporcionarle un remedio, se encuentra de igual manera desnuda y sin resolver en los orígenes mismos del romanticismo. La distancia que media entre lo ideal y lo real conjura, al término de la Revolución, a aquellos espíritus cuyos versos ya no puede guiar la tradición religiosa. Sin embargo, el solo pensamiento de esta distancia puede inspirar tanto coraje como amargura, encontrar un camino abierto o considerar ese camino cerrado. Hasta aquí, lo que hemos observado de Musset nos lo muestra como alguien que inclina decididamente su balanza hacia su lado negativo. Esta dualidad ideal-real, entendida como una antinomia irreconciliable, se manifiesta en él desde muy temprana edad. La encontramos constituida como tal en una carta de los 17 años, carta que ya habíamos citado: “¿Por qué la naturaleza me otorgó la sed de un ideal que no se realizará?”¹ ¹ Esta queja se repite de distintas maneras a lo largo de toda su obra. En Namouna, toma la forma de una antítesis un tanto más tradicional:

Ah! c’est un grand malheur, quand on a le cœur tendre, Que ce lien de fer que la nature a mis Entre l’âme et le corps, ces frères ennemis!¹ ²

[¡Ay, qué gran desdicha es, cuando se tiene un corazón tierno, tener este lazo de hierro que la natura puso entre el alma y el cuerpo, estos hermanos enemigos!]

La dualidad alma-cuerpo nos remite al espiritualismo, ya sea religioso o laico. Musset utilizó y abusó en su obra de la oposición de los dos tipos de amor que resultan de cada uno de los términos de esta antinomia.¹ ³ De hecho, la oposición entre cuerpo y alma sólo corresponde imperfectamente a lo que Musset quiere verdaderamente expresar, a saber, que el amor, en su principio ideal o infinito, no puede estar satisfecho con ninguna mujer real, que el objeto al que aspira es imaginario: así inmediatamente se reconoce a la fugaz Manon Lescaut como la verdadera para el lector y a la Heloísa de Rousseau como una “sombra vana”; de allí esta apóstrofe a los soñadores:

Ah! rêveurs, ah! rêveurs, que vous avons-nous fait?

Pourquoi promenez-vous ces spectres de lumière Devant le rideau noir de nos nuits sans sommeil, Puisqu’il faut qu’ici-bas tout songe ait son réveil, Et puisque le désir se sent cloué sur terre, Comme un aigle blessé qui meurt dans la poussière, L’aile ouverte, et les yeux fixés sur le soleil?¹ ⁴

[¡Ah, soñadores! ¡Ah, soñadores! ¿Qué les hicimos?

¿Por qué hacen pasear esos espectros de luz frente a la cortina negra de nuestras noches sin sueño, acaso porque aquí abajo es necesario que se despierte de todo sueño, y porque el deseo cree estar atado a tierra, como un águila herida que muere en el polvo, con las alas abiertas y los ojos puestos en el sol?]

El mismo conflicto encarnará, en la misma obra de Namouna, el Don Juan de Musset,¹ ⁵ en quien la inconstancia viene a dar testimonio de una aspiración infinita, “cándido corruptor”, legítimamente desdeñoso de aquello que no ha de satisfacer su deseo: tú que vas, lo llama Musset:

Demandant aux forêts, à la mer, à la plaine, Aux brises du matin, à toute heure, à tout lieu, La femme de ton âme et de ton premier vœu! Prenant pour fiancée un rêve, une ombre vaine, Et fouillant dans le cœur d’une hécatombe humaine, Prêtre désespéré, pour y trouver ton Dieu.

[Reclamando a los bosques, al mar, a los valles, a la briza de la mañana, a toda hora y en todo lugar, la mujer de tu alma y de tu primer juramento.

Tomando un sueño por prometida, una sombra vana, y escrutando en el corazón de una hecatombe humana, sacerdote desesperado, por encontrar ahí tu Dios.]

Ninguna mujer responde a este sueño:

Toutes lui ressemblaient, —ce n’était jamais elle, Toutes lui ressemblaient, don Juan, et tu marchais!

[…] Tu mourus plein d’espoir dans ta route infinie Et te souciant peu de laisser ici-bas Des larmes et du sang aux traces de tes pas. Plus vaste que le ciel et plus grand que la vie, Tu perdis ta beauté, ta gloire et ton génie Pour un être impossible et qui n’existait pas.¹

[Todas se le parecían —nunca era ella, todas se le parecían, Don Juan, ¡y tú partías!

[…] Moriste lleno de esperanza en tu camino infinito importándote poco

dejar aquí abajo lágrimas y sangre en la huella de tus pasos. Más vasto que el cielo y más grande que la vida, la belleza perdiste, la gloria y el ingenio por un ser imposible que no existía.]

Bien sabido es que la figura de Don Juan sufrió una metamorfosis idealizadora en el siglo XIX: lo que era bravata sensual o desafío a Dios fue cambiado en búsqueda espiritual. Musset, al hacerlo morir lleno de esperanza, hace de él, a pesar de la vanidad de su búsqueda, un héroe del ideal, en conformidad con la variante romántica común. Sin embargo, en otra parte también rememoró esta búsqueda del ideal en otro tono muy diferente. Meses después, al cabo de leer Indiana, queda impresionado por la extraña escena en que Raimond se emborracha junto con Noun, criada de Indiana; luego la seduce y se une a ella persuadido por la ilusión de que ella es Indiana, a quien ama. Musset tiene la intención de darle un sentido simbólico a esta ilusión, y le escribe esto a George Sand:

N’est-ce pas le Réel dans toute sa tristesse Que cette pauvre Noun, les yeux baignés de pleurs, Versant à son ami le vin de sa maîtresse […]?

Et cet être divin, cette femme angélique Que, dans l’air embaumé, Raimond voit voltiger, Cette frêle Indiana dont la forme magique Erre sur les miroirs comme un spectre léger, Ô George, n’est-ce pas la pâle fiancée

Dont l’Ange du désir est l’immortel amant? N’est-ce pas l’Idéal, cette amour insensée Qui sur tous les amours plane éternellement?

Ah! malheur à celui qui lui livre son âme! Qui couvre de baisers, sur le corps d’une femme, Le fantôme d’une autre, et qui sur la beauté Veut boire l’idéal dans la réalité!¹ ⁷

[¿Qué no es lo Real en toda su tristeza esta pobre Noun, los ojos bañados en lágrimas, vertiendo en su amigo el vino de su amante […]?

¿Y este ser divino, esta mujer angelical que, en el aire embalsamado, Raimond ve agitarse, esta frágil Indiana cuya mágica forma erra en los espejos como ligero espectro, oh George, no es la pálida prometida que tiene al ángel del deseo por inmortal amante? ¿Qué no es el ideal, este amor insensato que sobre todos los amores sobrevuela eternamente?

¡Ah, desgracia para aquel que le entregue su alma, para aquel que cubra de besos, en el cuerpo de una mujer, al fantasma de otra, y que por encima de la belleza quiera beber el ideal en la realidad!]

Aquí el ideal deviene en causa de maldición. La desproporción que media entre lo real y lo ideal puede definir, más allá del amor, toda la condición humana. Es posible observarlo en La Coupe et les Levres, cuando Frank habla de “todos los insensatos a quien arrastró la esperanza”:¹ ⁸

[…] Le jeune ambitieux porte une plaie affreuse, Tendre encor, mais profonde et qui saigne à l’écart. Ce qu’il fait, ce qu’il voit des choses de la vie, Tout le porte, l’entraîne à son but idéal, Clarté fuyant toujours et toujours poursuivie, Étrange idole, à qui tout sert de piédestal. Mais si tout en courant la force l’abandonne, S’il se retourne, et songe aux êtres d’ici-bas, Il trouve tout à coup que ce qui l’environne Est demeuré si loin qu’il n’y reviendra pas.

C’est alors qu’il comprend l’effet de son vertige, Et que, s’il ne regarde au ciel, il va tomber. Il marche; —son génie à poursuivre l’oblige; Il marche, et le terrain commence à surplomber. Enfin, —mais n’est-il pas une heure dans la vie Où le génie humain rencontre la folie?— Ils luttent corps à corps sur un rocher glissant. Tous deux y sont montés, mais un seul redescend.¹

[El ambicioso joven lleva una herida terrible, reciente aún, pero profunda y que sangra distante. Lo que hace, todo lo que piensa de las cosas de la vida, todo lo arrastra, lo lleva hasta su fin ideal, claridad fugitiva por siempre perseguida, extraño ídolo, a quien todo sirve de pedestal. Pero si al correr, la fuerza lo abandona, si retorna y piensa en los seres de acá abajo, de inmediato se dará cuenta de que aquello que lo rodea es tan lejano que no regresará. Entonces comprende el efecto de su vértigo, y comprende que, si no mira al cielo, no caerá.

Camina —su genio lo obliga a perseguir; camina, y el terreno empieza a desplomarse. En fin —¿pero qué no hay un momento en la vida en que el genio humano se encuentra con la locura?—, luchan cuerpo a cuerpo sobre las rocas resbaladizas, ambos llegaron hasta ahí, pero sólo uno vuelve a bajar.]

Ya está presente en este texto, en este caminar, hermano del de don Juan, el esquema completo de la ascensión simbólica, embargada por el vértigo, obstinada al grado de la locura y que culmina en la caída, tema que obsesionará a las generaciones del romanticismo desencantado, Baudelaire con su Ícaro, Banville con su funámbulo, Mallarmé con el estallido de su ave: todos símbolos catastróficos de lo inaccesible del ideal. Se advierte cómo este tema, tratado de este modo, lejos de mostrar un espiritualismo en común, los separa, por la protesta que implica en contra del orden creado o en contra del Creador:

Ô mondes, ô Saturne, immobiles étoiles, Magnifique univers, en est-ce ainsi partout? Ô nuit, profonde nuit, spectre toujours debout, Large création, quand tu lèves tes voiles Pour te considérer dans ton immensité, Vois-tu du haut en bas la même nudité? Dis-moi donc, en ce cas, dis-moi, mère imprudente, Pourquoi m’obsèdes-tu de cette soif ardente,

Si tu ne connais pas de source où l’étancher?¹¹

Oh, mundos, oh, Saturno, estrellas inmóviles, magnífico universo, ¿en todas partes sucede lo mismo? Oh, noche, noche profunda, espectro siempre en pie, gran creación, al levantar tus velas para sopesar tu inmensidad, ¿ves de arriba abajo la misma desnudez? Entonces dime, en estos casos dime, madre imprudente, ¿por qué me obsesionas con esta sed ardiente si no conoces fuente alguna que la sacie?

Y más aún:

Pourquoi le Dieu qui me créa Fit-il, en m’animant, tomber sur ma poitrine L’étincelle divine Qui me consumera?¹¹¹

[¿Por qué el Dios que me creó puso, al darme vida, en mi pecho

la chispa divina que me ha de consumir?]

Ideal tortuoso, creación enemiga: Musset prefigura, a principio de la década de 1830, las ideas y las imágenes que habrían de prosperar 25 años después. No dejemos sin comentar, respecto de los alejandrinos citados antes, un aporte al pensamiento poético que merece nuestra atención: la desnudez entendida como revelación de una fealdad, de escándalo, en suma. Esta connotación bíblica o puritana de la palabra pudo llegar a sorprender; sin embargo, Musset la vuelve a utilizar en La Confession d’un enfant du siècle: un amigo del protagonista, positivista, le confiesa: “La perfección no existe; comprenderla¹¹² es el triunfo de la inteligencia humana; ansiarla para poseerla es la más peligrosa de las locuras […] Lo que en estos momentos te orilla a la desesperación es esa idea de perfección que te hiciste de tu amante y ver cómo se alejó de ella”.¹¹³ Musset, siendo muy diferente a este sabio personaje en cuanto a lo que aspiran, coincide con él: sabe que toda perfección se disfraza y miente, y la revelación viene a ser una de sus obsesiones: “Esa idea funesta de que la verdad es la desnudez me venía a la mente con cualquier cosa”.¹¹⁴ La idea de lo real como desnudez implica que lo ideal devenga encubrimiento y su búsqueda decepción: esta visión que comentamos, formulada incluso como una antítesis de conceptos, es de una naturaleza dramática; nos hace recordar que es una denuncia del perjuicio del engaño, y abre espacio, como hicieron tiempo atrás los moralistas, a la relación interpersonal en todas sus formas.

El poeta y la humanidad

El romanticismo se preocupó mucho por la relación del poeta con los hombres: la misión del poeta representaba, por excelencia, esta relación. Dentro de la sensibilidad romántica la mujer y la humanidad resultan solidarias; el ideal tiende a llevarse a cabo en una como en la otra. Resultan solidarias incluso en Musset: hace coincidir amor y política, pero bajo el signo común de la mentira. En las Stances, obra póstuma, que son algo así como narraciones de sus primeros desencantos del fin de la infancia, el frío recibimiento de sus semejantes precedido por el de su amante. Entraba en la vida lleno de esperanza, cuando:

Cependant, comme moi tout brillants de jeunesse, Des convives chantaient, pleins d’une douce ivresse; Je leur tendis la main, en m’avançant vers eux: “Amis, n’aurais-je pas une place à la fête?” Leur dis-je… Et pas un seul ne détourna la tête Et ne leva les yeux!

Je m’éloignai pensif, la mort au fond de l’âme. Alors à mes regards vint s’offrir une femme. Je crus que dans ma nuit un ange avait passé. Et chacun admirait son souris plein de charme;

Mais il me fit horreur! car jamais une larme Ne l’avait effacé.¹¹⁵

[Sin embargo, al igual que yo todos rebosantes de juventud, los invitados cantaban, llenos de una dulce embriaguez; les di la mano acercándome a ellos: “Amigos ¿podría estar con ustedes en la fiesta?”, les dije… Y ni uno solo se volteó ¡y alzó la mirada!

Me alejé pensativo, con la muerte en el fondo del alma. Entonces a mis ojos vino a ofrecerse una dama. Creí haber visto pasar a un ángel en mi sueño. Y todos admiraban su sonrisa encantadora; ¡pero me espantó! Pues nunca una lágrima se le había borrado.]

¿Alguna vez Musset, en política, fue un hombre desencantado o indiferente? Por tradición familiar, era más bien liberal en el sentido usual en la época, es decir, alejado de todo apego al Antiguo Régimen y a la contrarrevolución. Su padre, Victor de Musset-Pathay, admirador de Rousseau y editor de sus obras, había prestado servicios después de Thermidor en la administración de la República, luego durante el Consulado y el imperio. Por el lado materno era de la misma tradición: su madre era hija del magistrado Guillot-Desherbiers, miembro del

Consejo de los Quinientos y del Cuerpo Legislativo. Todas las memorias de la infancia referidas por Paul de Musset en la Biographie de su hermano son napoleónicas y antimonarquistas; y la manera en que Musset habla de la Restauración en La Confession d’un enfant du siècle es muy significativa. Si bien no hay ningún escrito suyo, que yo sepa, que nos dé información fehaciente de sus opiniones de juventud temprana, es posible imaginarlo, en aquel crepúsculo de los Borbones, arrastrado por la corriente general. Su comportamiento en la Revolución de Julio de 1830 nos es desconocida; su padre, tras haber sido revocado de su puesto después de los Tres Días [los tres días de julio que duró la Revolución] por ser sospechoso de simpatizar con el régimen depuesto, mas recolocado casi inmediatamente por una petición de sus subordinados, su esposa comentó la medida en estos términos: “Hubiera sido algo insólito, debo admitirlo, que un acontecimiento que habíamos deseado con toda voluntad, por cuya causa nuestros hijos habían arriesgado su vida, nos hubiese traído la ruina”.¹¹ Ninguna otra cosa indica que Musset haya luchado en la Revolución de Julio de 1830; sin embargo, la carta deja ver al menos cuáles eran los sentimientos de su familia y los suyos. Una breve carta de él, contemporánea de la insurrección, nos lo muestra más bien atento que apasionado: “Dios sabe adónde vamos”, escribe.¹¹⁷ El primer texto en que Musset encara la situación del poeta en la sociedad contemporánea apareció menos de tres meses después de la Revolución de Julio de 1830. Se trata del poema titulado “Les Vœux stériles” [Los afanes estériles]: poema violento y amargo, con giros contradictorios, acerca del tema que entonces obsesionaba a los poetas, la relación entre poesía y acción. Muchos, en esta época, ven y deploran en ello la contradicción entre dos términos y el débil recibimiento que el mundo le reserva al poeta. Sin embargo, todos quieren definir, más allá del conflicto, una armonía posible que pueda darle un sentido espiritual a la acción y una virtud agente al espíritu: el afán de una misión del poeta no significa otra cosa. Musset, de compartir este afán, lo percibe como estéril: así lo dice el título del poema. Dedicado a comunicarse como poeta con los hombres, sin embargo le causa repugnancia “hacer de su alma una prostituta”, degradarla “en innobles escenarios de teatros itinerantes”:¹¹⁸ con esto parece condenar la sátira más o menos revolucionaria que entonces estaba de moda; esa condenación no le era propia, se había hecho con frecuencia en esa época;¹¹ se quería, trazando el perfil del poeta en su acción para con los hombres, distinguirlo del agitador, considerado un ambicioso y como alguien que juega con las malas pasiones del pueblo. Musset, sin embargo, quiere que no haya

Point d’autel, de trépied, point d’arrière aux profanes!¹²

[¡Ningún altar, ningún trípode, ningún amparo para los profanos!]

Con ello lo que repudia ya no son los escenarios del demagogo, sino el trípode de los vates románticos, del poeta inspirado, intérprete del orden divino y anunciador del porvenir humano. A este respecto se aleja de sus grandes contemporáneos de la poesía, que cultivaban esa imagen del poeta, nacida del primer romanticismo católico y cristiano. Parece hablar del poeta como liberal y positivista cuando busca definir su misión con sólo dos palabras: libertad y verdad.¹²¹ ¿Sin embargo, en verdad se siente capaz de llevar a término una misión semejante?

Je suis jeune, j’arrive. À moitié de ma route, Déjà las de marcher je me suis retourné. La science de l’homme est le mépris sans doute; C’est un droit de vieillard qui ne m’est pas donné. Mais que dois-je en penser? Il n’existe qu’un être Que je puisse en entier et constamment connaître, Sur qui mon jugement puisse au moins faire foi, Un seul!… Je le mépris. —Et cet être c’est moi.

Qu’ai-je fait? qu’ai-je appris? —Le temps est si rapide! L’enfant marche joyeux, sans songer au chemin; Il le croit infini, n’en voyant pas la fin. Tout à coup il rencontre une source limpide, Il s’arrête, il se penche, il y voit un vieillard.¹²²

[Al llegar, soy joven. A mitad de mi camino, fatigado de andar me di la vuelta. La ciencia del hombre sin duda es el desprecio; derecho de viejos que no me fue dado. Mas ¿qué debería pensar? Sólo hay un ser que yo pueda entera y constantemente conocer, al que al menos mi juicio puede tenerle fe, ¡Uno solo!… Lo desprecio —Soy yo.

¿Qué hice? ¿Qué aprendí? —¡El tiempo es tan fugaz! El niño camina feliz, sin pensar en el camino; cree que es infinito, pues no alcanza a ver el fin. De pronto se topa con un manantial cristalino, se detiene, se agacha y ve que ha envejecido.]

El desprecio hacia los hombres y hacia sí mismo y el reflejo senil del poeta en el espejo de un manantial invadieron la conciencia, en la que se quería una visión viril. Entonces el escape hacia el mito de un ayer edénico:

Grèce, ô mère des arts, terre d’idolâtrie, De mes vœux insensés éternelle patrie, J’étais né pour ces temps où les fleurs de ton front Couronnaient dans les mers l’azur de l’Hellespont. Je suis un citoyen de tes siècles antiques,¹²³ etc.

[Grecia, oh madre de las artes, tierra de idolatría, de mis anhelos insensatos la eterna patria, ojalá hubiera nacido por aquel tiempo en que las flores de tu frente coronaban en los mares el azur del Helesponto. Soy un ciudadano de tus antiguos siglos, etc.]

Grecia y Fidias, la antigua Roma, la Roma del Renacimiento, la Italia de Miguel Ángel y de Rafael, cuando los artistas eran

Triomphants, honorés, dieux parmi les mortels […] Temps heureux, temps aimés! Mes mains alors peut-être, Mes lâches mains pour vous auraient pu s’occuper;

Mais aujourd’hui pourquoi? dans que but? sous quel maître? L’artiste est un marchand, et l’art est un métier.¹²⁴

[Dioses triunfantes y aclamados entre los mortales […] Tiempos de dicha, tiempos preciados. Quizá entonces mis manos, mis débiles manos para ustedes se hubieran ocupado; ¿pero hoy en día para qué? ¿Con qué fin? ¿Bajo órdenes de qué soberano? El artista es un comerciante, y el arte es su oficio.]

La separación del edén griego y la decadencia moderna no soluciona en nada el doloroso debate

D’un monde où l’action n’est pas la sœur du rêve,

[De un mundo en que la acción no es la hermana del sueño,]

como dirá Baudelaire.¹²⁵ De esta dificultad de un proyecto misionero nace en ocasiones la tentación de repudiar y despreciar el sueño, de sólo exaltar la acción:

Heureux, trois fois heureux l’homme dont la pensée Peut s’écrire au tranchant du sabre ou de l’épée!

Ah! qu’il doit mépriser ces rêveurs insensés Qui, lorsqu’ils ont pétri d’une fange sans vie Un vil fantôme, un songe, une froide effigie S’arrêtent pleins d’orgueil, et disent: C’est assez! Qu’est la pensée, hélas! quand l’action commence?¹²

[¡Feliz, tres veces feliz aquel cuyo pensamiento puede escribirse en el filo del sable o de la espada! ¡Ah!, aquel que ha de despreciar a los insensatos soñadores que, tras haber amasado a un vil fantasma con un fango sin vida, un sueño, una fría efigie se detienen llenos de orgullo, y dicen: ¡Basta! ¿Qué es pensar, ay, cuando la acción empieza?]

Este “ay” dice mucho de los verdaderos sentimientos del poeta. ¿Cómo habría de emprender con dicha una acción que en el fondo desprecia? ¿Cómo actuar en favor de aquellos que, está seguro, no lo aman? Su ímpetu choca con esta certeza. ¿Sólo tendrá de ellos piedad? Pero más allá de eso

Qui pourrait en vouloir? et comment le vulgaire, Quand c’est vous qui souffrez, pourrait-il le sentir, Lui que Dieu n’a pas fait capable de souffrir?

[…] Qui trouvera le temps d’écouter vos malheurs? On croit au sang qui coule, et l’on doute des pleurs. Votre ami passera, mais sans vous reconnaître.¹²⁷

[¿Quién podría querer eso? ¿Y cómo el vulgo, cuando eres tú el que sufre, podría entenderlo, el vulgo que Dios no lo hizo capaz de sufrir? […] ¿Quién encontrará tiempo para escuchar tus desgracias? Se cree en la sangre que corre, pero se duda del llanto. Pasará un amigo a tu lado, pero sin reconocerte.]

La dualidad entre lo ideal y lo real finalmente toma la forma de un malentendido entre el poeta y los hombres; pero insoluble, puesto que lo que le falta a Musset es precisamente, en el fondo, la confianza en el otro. La conclusión de esta secuencia de imposibilidades es, lógicamente, la desesperación. ¿El suicidio? ¿La debilidad que no puede encontrar solución?

—Non, rien de tout cela. Mais si loin que la haine De cette destinée aveugle et sans pudeur Ira, je veux aller. —J’aurai du moins le cœur De la mener si bas que la honte m’en prenne.¹²⁸

[No, nada de eso. Sin embargo, voy a ir tan lejos como vaya el odio

de este destino ciego y sin pudor. Al menos tendré corazón para rebajarlo hasta donde me gane la vergüenza.]

Una especie de condenación de la parte del mismo poeta a sus antípodas, en suma, una condenación a lo sagrado del poeta moderno que instituyeron los primogénitos del romanticismo y que celebraban en esa época. Los textos que siguieron inmediatamente a “Les Vœux stériles” guardan menos ansiedad, de acuerdo con la inclinación que tiene Musset de amplificar las versiones ligeras y minúsculas de la experiencia de temas dolorosos. En diferentes ocasiones, simplemente finge tener poco interés como poeta en asuntos públicos; le atribuye el descrédito, que según él sufre la literatura, al hecho de que se una a la política; puesto que, dice, “si el pensamiento quiere ser algo por sí mismo, necesita en todo caso separarse de la acción; si la literatura quiere existir, necesita romper con la política”.¹² Escribe en la “Dedicace” [Dedicatoria] de La Coupe et les Levres:

Je ne me suis pas fait écrivain politique, N’étant pas amoureux de la place publique. D’ailleurs il n’entre pas dans mes prétentions D’être l’homme du siècle et de ses passions. […] Je n’ai jamais chanté ni la paix ni la guerre;¹³ Si mon siècle se trompe, il ne m’importe guère.¹³¹

[No me hice escritor político por no estar enamorado de la plaza pública.

Además no está dentro de mis intenciones ser el hombre del siglo y de sus pasiones. […] Nunca canté ni la paz ni la guerra; si mi siglo está haciendo lo incorrecto, a mí nada me importa.]

Este tono desenvuelto no esconde la amargura que en el fondo persiste en él, que alcanza a su relación con su tiempo y con los hombres, y reaparece al descubierto cuando el protagonista de este mismo poema decide que

Votre communauté me soulève la bile

[Su comunidad me altera la bilis]

y se vuelve incendiario.¹³² En fin, Musset nunca dejó de considerar, no sin dolor, a la humanidad como una colección de falsos amigos: “la verdad horripilante”,¹³³ “el rostro humano y sus mentiras”¹³⁴ nunca dejaron de lastimarlo. Una de sus mejores obras, que se encuentra entre las obras maestras del drama romántico francés, está para dar testimonio de ello.

Lorenzaccio El protagonista del drama no es ni profeta ni mago ni pensador. Se trata de un hombre que creyó en los hombres, tras haberse dedicado a ellos; encuentra su ruina en su propia dedicación y se ve a sí mismo rechazado por la comunidad en la que había depositado sus sueños. Él habrá de encarnar entonces, en relación con las expectativas humanitarias de la década de 1830, una vivencia de la desilusión. Lorenzo de Medici (o Lorenzino, o —peyorativamente—

Lorenzaccio) es un personaje histórico: ligado al duque Alejandro de Medici, tirano brutal y libertino de Florencia, era pariente lejano suyo que terminó por asesinarlo en 1537. Se sabe poco de los motivos, aunque él haya dicho haber actuado por amor a la libertad. Él mismo fue asesinado en 1548 por los agentes del sucesor de Alejandro, en Venecia, donde se había refugiado. Musset conservó varios personajes y las principales circunstancias de esta historia, y no nos importa mucho en este momento dar detalles de lo que pudo haber cambiado.¹³⁵ Sobre todo le concedió a su protagonista un carácter y una situación moral más acordes con sus propias obsesiones que a la historia. Imaginó a Lorenzaccio como un ser puro que, habiendo decidido dar muerte al tirano, tuvo él mismo que corromperse para ganarse su confianza y dejar de sentirse digno de su plan. Es posible verlo desde la primera escena comportarse como vulgar proveedor de los placeres y cómplice de los crímenes del duque. Sin embargo, pronto una conversación entre su madre y su joven tía nos dice más acerca de él. Al principio, aquí como en el amor, era la inocencia. Este Lorenzo que vemos, tan despreciable, al principio era muy diferente; “su juventud —dice su tía—, ¿qué no fue la aurora de un sol naciente? Y a menudo todavía hoy me parece que un destello veloz… Me digo a pesar de mí que no todo está muerto dentro de él”. No obstante, su madre afligida dice: “¡Ah! Catherine, ya ni siquiera es bien parecido; como un aire nocivo la suciedad del corazón se le fue al rostro”.¹³ Luego también Lorenzo, al recordar su pasado: “Mi juventud fue pura como el oro. Durante 20 años de silencio la cólera se acumuló en mi pecho; de aquí que fuera el resplandor de un relámpago, pues, de pronto cierto de que estaba sentado en las ruinas del Coliseo, no sé por qué me levanté; extendí hacia el cielo mis brazos empapados por el rocío y juré que uno de los tiranos de mi patria moriría por mi mano”.¹³⁷ Una primera pureza entonces, pero que desemboca en un arrojo heroico, que dará lugar a la debacle. Y ello se debe a la irrupción de un imperativo del ideal en el seno de la inocencia, que se presenta al mismo Lorenzo como un acto funesto de orgullo: “Tengo que confesarlo: si la Providencia me llevó a matar a un tirano, quienquiera que haya sido, también me llevó a hacerlo el orgullo […] Quería proceder solo, sin el auxilio de nadie. Trabajaba en pro de la humanidad; con todo, mi orgullo seguía solitario en medio de todos mis sueños filantrópicos”.¹³⁸ Un deseo (o una desgracia) de soledad acompañó desde el principio el propósito de dedicarse al prójimo. La decisión de proceder solo, inusual en semejante situación, es un tanto huraña; y tiene efectos de perversidad en cuanto lleva a

acercarse al tirano y a entrar, por necesidad, en lo íntimo. Esto es lo que precisamente condujo a Lorenzo a su perdición:

Para agradarle a mi primo tenía que llegar a él, llevado por las quejas de la familia; para convertirme en su amigo y ganarme su confianza había que besar en los labios carnosos todos los remanentes de las orgías. Era puro como un lirio, y sin embargo nunca me eché para atrás en este deber. No hablemos acerca de lo que me convertí gracias a ello […] Me volví vicioso, débil, objeto de vergüenza y oprobio.¹³

¿Habría que entender que Lorenzo, como parece insinuarlo, al obligarse a imitar lo infame, se contagió? No es del todo cierto porque si bien efectivamente se convirtió en “un objeto de vergüenza y oprobio”, es falso que se haya convertido al vicio y a la lasitud: el mismo dolor de su confesión lo absuelve. En vano siente asco de sí mismo; ese asco lo mantiene lejos de aquellos a los que dice parecerse. Cuando se trata de arrojar a su tía a la voluntad de un tirano no pasa de un engaño y la supuesta cita que arregla al duque con ella es la emboscada en que le dará muerte. Sabe bien que él mismo se mantuvo firme, después de haber vuelto a elaborar la historia de su perdición, en su plan de tiranicidio: “¿Me preguntas por qué mato a Alejandro? […] ¿Quieres que arranque de mí el único hilo que hoy une a mi corazón con lo que queda de mi corazón de antes? ¿Crees que este asesinato es todo lo que me queda de virtud? […] ¿Quieres que deje morir en silencio las incógnitas de mi vida?”¹⁴ Toda la perdición de Lorenzo se reduce a haber perdido la estimación pública y a haberle tomado gusto, tal y como lo confiesa, al vino, al juego y a las mujeres. La poca estima que siente no va más lejos. Es preciso que el origen de su desesperación sea otra. Nos ayuda a descubrir ese origen cuando dice, una noche antes de asesinar al duque: “Aviento la naturaleza humana a cara o cruz en la tumba de Alejandro; en dos días los hombres comparecerán ante el tribunal de mi voluntad”.¹⁴¹ Ese origen guarda relación con la humanidad, más que con el tirano o consigo mismo: comprendió que ese origen no satisfacía la idea que tenía de la humanidad pero que ella era el alma de su plan. De hecho, inmediatamente después de perpetrar el crimen, sus compatriotas le ponen precio a su cabeza; será asesinado y Cosme será el sucesor de Alejandro. Sin embargo, desde antes

de su muerte sabe que perderá la apuesta; eso le enseñó el falso camino del vicio, le enseñó la bajeza de los hombres:

¡Heme aquí en la calle, a mí, Lorenzaccio! […] Las camas de las adolescentes aún están tibias por mi sudor, y sus padres no agarran, cuando paso, sus cuchillos ni sus escobas para azotarme […] ¿Qué estoy diciendo? […] Las pobres madres con vergüenza levantan el velo de sus hijas cuando me detengo en el umbral de sus puertas; me dejan ver su belleza con una sonrisa más indigna que la de Judas.¹⁴²

De esta manera tuvo lugar en Lorenzo la pérdida de la inocencia, no por contagio del mal, sino por la comprobación de su omnipresencia y por la sensación de haber sido traicionado no por alguien en especial, sino por todos, traición generadora de una soledad irremediable. Esta soledad es la que hace que la simulación del mal se vuelva indistinguible del verdadero mal: el bien para él ha perdido su realidad en la rescisión universal. Tras aprender que la virtud sólo es una palabra entre los seres humanos, dejó de creer poco a poco en la virtud que había guardado secretamente. Su desgracia no fue haberse dejado corromper, sino haber sido abandonado.¹⁴³ Es verdad que hay cierta debilidad en el hecho de que haya dudado de sí mismo; no obstante, quizá él ya dudaba de su fuerza al tratar de caer en la deshonra para poder vencer. La fragilidad es sin lugar a dudas, en Lorenzo, lo que lo hace estar tan dispuesto a adoptar la desilusión, y vivirla dramáticamente, como pérdida y desprecio de sí mismo. Sin embargo, este drama íntimo, desde el momento en que se busca una expresión metafísica, vuelve a encontrar las nociones de lo real develado y de lo ideal ilusorio. La desnudez de las muchachas que su madre ofrece a los paseantes se convierte en la desnudez de la verdad escandalosa de todas las cosas:

La humanidad —dice Lorenzo— se quitó el vestido y me enseñó, como si fuera un discípulo digno de ella, su monstruosa desnudez […] La mano, una vez que levantó el velo de la verdad, ya no puede ponerlo otra vez en su sitio; se queda inmóvil hasta la muerte, teniendo siempre ese velo terrible, levantándolo cada

vez más por encima del hombre hasta que el ángel del sueño eterno le cierra los ojos.¹⁴⁴

A comparación de esta verdad, el ideal sólo es una quimera, pero fascinante, y nos perdemos al ir detrás de ella:

Tengan cuidado, es un demonio, aunque más bello que el arcángel Gabriel: la libertad, la patria, la felicidad del hombre, todas estas palabras resuenan cuando se acerca como si fueran las cuerdas de una lira; es el sonido de sus escamas de plata de sus alas resplandecientes. Las lágrimas de sus ojos fecundan la tierra, y tiene entre sus manos la gloria de los mártires. Sus palabras purifican el aire que sale de sus labios; su vuelo es tan rápido que nadie puede decir adónde va.¹⁴⁵

Esta alegoría del ideal, mitad ángel mitad demonio, mártir y seductor que lleva a sus adeptos a un sitio desconocido, será por mucho tiempo, para el romanticismo desencantado, una figura mítica del deseo irrealizable, un símbolo de peligro y frustración.¹⁴

Musset y la política

Se ha pensado con frecuencia que la crisis de Francia, reciente en 1833, pudo haber sido la influencia de Lorenzaccio. La opinión a veces decidió que el escenario del drama hacía pensar en lo que había pasado en Francia en julio de 1830: también aquí, un poder sin popularidad había sido combatido, y las esperanzas fundadas en su caída se habían visto decepcionadas. Luis Felipe de Orleans no era una mejor respuesta para los insurgentes de la Revolución de Julio de 1830 que la respuesta que fue Cosme de Medici a los designios de Lorenzo. Sin embargo, el parentesco termina en este esquema tan abstracto. Lo esencial del drama de Musset reside en el sinsabor de Lorenzo, y habría que tener por cierto que Musset, quien sin duda simpatizaba con la inapetencia que ponía en manos de su personaje, tenía en mente 1830 y a Luis Felipe al escribir la pieza. Indiscutiblemente también es el caso de los Jeune-France, quienes profesaron, por algún tiempo, el neojacobismo propio de los años. No es visible en Musset ningún rastro de ello, ni siquiera una hostilidad, cualquiera que sea, hacia la dinastía. Es cierto que 1830 fue seguido de una ola de pesimismo poético y de revuelta juvenil, y es válido pensar que esto lo influyó. De manera general, la literatura romántica entera, nacida de la sociedad moderna, está en desacuerdo con ella. Sin embargo, esta separación no se traduce necesariamente en el plano político. Los sarcasmos de Lorenzo quizá conciernen a la sociedad francesa de la década de 1830, pero van más allá, sobrepasan toda sociedad y todo régimen político particular.¹⁴⁷ El blanco de Musset es la especie humana; su desesperación es definitiva, y podemos preguntarnos si desaprueba todavía más la situación prevaleciente de las cosas que la esperanza de mejorarla.¹⁴⁸ El caso es que el desencanto de Musset tomó, en política, la forma del escepticismo y de la aceptación. Eventualmente, Musset critica una medida reaccionaria del poder: como lo señala su poema, acerca de “La Liberté de la presse” [La libertad de la prensa];¹⁴ pero antes de ello, declara:

Je ne fais pas grand cas des hommes politiques;

Je ne suis pas l’amant de nos places publiques […] Et je ne suis pas né de sang républicain, [No hago mucho caso a los hombres de política; no soy el amante de nuestras plazas públicas […] y no nací con sangre republicana]

y lo hace con simpática emoción en protesta con la familia real, con ocasión del atentado de Fieschi, atentado que se halla en el origen de la ley represiva que él desaprueba. La protesta en contra de la ley es de corte liberal; sin embargo, en los días que siguieron al atentado en que el rey y sus hijos salieron librados con suerte, él escribió esto a uno de sus amigos: “Se dice que se tomarán medidas para amordazar a la prensa insolente y llorona. Te confieso que no me molestaría […] Lo que se llama la libertad de prensa es, a mi parecer, uno de los desagües más negros de nuestra civilización […] no seré yo el que reclame si le sujetan de una buena vez los estribos”.¹⁵ Musset, en los siguientes años, escribió varios poemas en homenaje a la familia real.¹⁵¹ Una vez desterrados los Orleans del poder en 1848, se mantuvo a distancia de la nueva república; durante los días de junio de 1848 dijo estar encantado de la valentía de la guardia móvil.¹⁵² Entró en la Academia después del golpe de Estado y, según parece, no objetó nada al imperio. Hay que decir también que nunca fue partidario del bando opuesto. Al contrario, en diversas ocasiones había satirizado las nuevas ideas. En principio, su humor se había ejercitado, desde 1830, en contra del romanticismo, a la manera JeuneFrance del autoescarnio:

Classiques bien rasés, à la face vermeille, Romantiques barbus, aux visages blêmis! […] Salut! —J’ai combattu dans vos camps ennemis.

Par cent coups meurtriers devenu respectable, Vétéran, je m’assois sur mon tambour crevé! Racine, rencontrant Shakespeare sur ma table, S’endort près de Boileau qui leur a pardonné.¹⁵³

[¡Clásicos muy bien rasurados, de cara bermeja, románticos barbones, de rostros pálidos! […] ¡Hola! —Luché en sus campos enemigos. ¡Cien golpes mortales me volvieron respetable, veterano, me siento en mi tambor perforado! Racine, al encontrar a Shakespeare en mi mesa, se duerme junto a Boileau que ya los perdonó.]

Parece ser que Musset pronto se ve desapegado, en verdad, de todo vínculo con algún grupo o escuela, y que la ironía para con las teorías y las luchas con los grupos literarios que están diseminados en su obra traducen un verdadero rechazo. Escribe por ejemplo: “Era hacia 1829. Sabe lo que era y en lo que se convirtió la poesía de ese tiempo. No quiero contarle acerca de lo que entonces llamábamos una nueva escuela ni de las ranciedades que inventábamos. Si bien me parte el alma pensar en ello, sí tengo que contarle con qué lamentables puerilidades entreteníamos el ingenio, y qué tipo de camino le abríamos a la juventud”.¹⁵⁴ En 1836 Musset publicó Lettres de Dupuis et Cotonet [Cartas de Dupuis y Cotonet], cuyo inicio es también una sátira al romanticismo: dos burgueses en vano tratan de definirlo, y su perplejidad cómica persigue y desentona todos los aspectos que rodean a la palabra y al asunto.¹⁵⁵ Sin embargo, ya desde la segunda

carta, sobrepasa al de la literatura: una sátira al humanitarismo, otra palabra oscura para los dos provincianos.¹⁵ Un “humanitario” llega en coche a La Fertésous-Jouarre: elocuente, de buen apetito, hábil y simpático con las mujeres. “No podrán creer el efecto que tiene por aquí”, escriben los dos burgueses, quienes lo llaman “gran reformador, artista entusiasta, republicano como Saint-Just,a devoto como san Ignacio, por lo demás ignorante, aunque nada malvado”.¹⁵⁷ Creen ser capaces de distinguir dos variantes del humanitario: los utopistas puros y los que sólo proclaman la perfectibilidad del género humano. Acerca de esta última variante del humanitario, la única en pretender algo, Dupuis y Cotonet dan su última palabra, que parece ser también la de Musset: “O se trata de perfeccionar las cosas, y eso se piensa desde tiempo de Barrabás; o se trata de perfeccionar al hombre, y el hombre, traiga puesto lo que traiga puesto, tenga el papel que tenga, corre el gran riesgo de vivir y morir hombre, es decir, simio capaz de hablar y que abusa de ello”.¹⁵⁸ Musset, como puede verse, estaba muy lejos de compartir la religión de la humanidad tal y como la entendían los poetas y pensadores de su tiempo. En 1838 retomó la sátira del humanitarismo romántico en un diálogo en verso en el que los dos interlocutores, uno poeta, el otro utopista, intercambian sus burlescas autobiografías.¹⁵ Dupont, el utopista, adoptó la doctrina furierista:

De taudis en taudis, colportant ma misère, Ruminant de Fourier le rêve humanitaire, Empruntant Çà et là le plus que je pouvais, Dépensant un écu sitôt que je l’avais, Délayant de grands mots en phrases insipides, Sans chemise et sans bas, et les poches si vides, Qu’il n’est que mon esprit au monde d’aussi creux; Tel je vécus, râpé, sycophante, envieux.¹

[De tugurio en tugurio, vendiendo de puerta en puerta mi miseria, rumiando de Fourier el sueño humanitario, tomando prestado de aquí y de allá todo lo que podía, gastando un escudo tan pronto lo tenía, diluyendo pomposas expresiones en oraciones insípidas, sin camisa y sin medias, y con las bolsas tan vacías que no hay nada en el mundo que iguale tal carencia; así viví, desgastado, sicofanta, envidioso.]

Concibió un proyecto grandioso de regeneración:

L’univers, mon ami, sera bouleversé, On ne verra plus rien qui ressemble au passé; Les riches seront gueux et les nobles infâmes; Nos maux seront des biens, les hommes seront femmes. Et les femmes seront… tout ce qu’elles voudront. Les plus vieux ennemis se réconcilieront, Le Russe avec le Turc, l’Anglais avec la France, La foi religieuse avec l’indifférence, Et le drame moderne avec le sens commun. De rois, de députés, de ministres, pas un.

De magistrats, néant; de lois, pas davantage. J’abolis la famille et romps le mariage; Voilà. Quant aux enfants, en feront qui pourront. Ceux qui voudront trouver leurs pères chercheront.

[El universo, amigo mío, será trastornado, no habrá ya nada que se parezca al pasado; los ricos serán mendigos y los nobles infames; nuestros males serán bienes, y los hombres mujeres, y las mujeres serán… todo lo que quieran. Los peores enemigos se reconciliarán, el ruso con el turco, el inglés con Francia, la fe religiosa con la indiferencia, y el sentido común con el drama moderno. Reyes, diputados, ministros, no habrá ni uno. De magistrados, ninguno; leyes, tampoco. Derogo el hambre y rompo el matrimonio. En cuanto a los niños, harán lo que puedan, los que quieran un padre lo van a buscar.]

Que se juzgue en gana estas bromas fáciles; al menos dan cuenta de que Musset

no temía ser desacreditado dentro de la opinión humanitaria, cosa que no faltó. Continúa Dupont:

[…] Sur deux rayons de fer un chemin magnifique De Paris à Pékin ceindra ma république. Là, cent peuples divers, confondant leur jargon, Feront une Babel d’un colossal wagon. Là, de sa roue en feu le coche humanitaire Usera jusqu’aux os les muscles de la terre. Du haut de ce vaisseau les hommes stupéfaits Ne verront qu’une mer de choux et de navets,¹ ¹ etc.

[Sobre dos rayos de fierro un magnífico camino de París a Pekín ceñirá mi república. En ella, cien pueblos diversos, al confundir sus jergas, harán una Babel de un vagón colosal. En ella, con su rueda de fuego el coche humanitario gastará hasta los huesos los músculos de la tierra. Desde lo alto del buque los hombres, estupefactos, sólo han de ver un mar de coles y nabos, etc.]

En lo que concierne a Dupont, el poeta, romántico desdeñoso de la Antigüedad y apasionado de las literaturas extranjeras, después de diversas desventuras y aprendizajes, siempre obsesionado con la sed de rimar, consigue él también, al fin, realizar su gran obra:

J’accouchai lentement d’un poème effroyable.¹ ² La lune et le soleil se battaient dans mes vers, Vénus avec le Christ y dansait aux enfers. Vois combien ma pensée était philosophique: De tout ce qu’on a fait, faire un chef-d’œuvre unique, Tel fut mon but: Brahma, Jupiter, Mahomet, Platon, Job, Marmontel, Néron et Bossuet, Tout s’y trouvait; mon œuvre est l’immensité même. Mais le point capital de ce divin poème, C’est un chœur de lézards chantant au bord de l’eau. Racine n’est qu’un drôle auprès d’un tel morceau. On me m’a pas compris; mon livre symbolique, Poudreux, mais vierge encor, n’est plus qu’une relique.¹ ³

[Lentamente engendré un poema espantoso. La luna y el sol peleaban en mis versos, Venus y Cristo bailaban en ellos hasta los infiernos.

Miren hasta qué punto pensaba con filosofía: Hacer una obra maestra única de todo lo que hacía, ése fue mi cometido: Brahma, Júpiter, Mahoma, Platón, Job, Marmontel, Nerón y Bossuet, todo estaba presente; mi obra es la inmensidad misma. Mas el punto principal de este divino poema, es un coro de lagartos cantando en el borde del agua. Racine sólo es un tonto al lado de un fragmento así. No fue entendido: mi libro simbólico, polvoriento, pero virgen aún, no es más que una reliquia.]

Estos versos son una suerte de definición caricaturesca de lo que fue la epopeya romántica.¹ ⁴ Musset describió, con mayor banalidad, en 1840 y 1842, su tiempo y las costumbres de su tiempo invocando a Molière y a Mathurin Régnier, inaugurando en poesía una tradición de lugares comunes conservadores, a veces virulentos.¹ ⁵ No llega al punto, como hará Baudelaire, al menos en sus escritos íntimos, de apelar a Joseph de Maistre: esta referencia le es completamente extraña; sólo aclama, al final, eso que llamamos la eterna naturaleza humana. Con ocasión de definir al poeta, escribe: “Su genio, puramente nativo, busca en todas las fuerzas nativas; su pensamiento es un surtidor que sale de la tierra. No le pidas que se meta en política ni razonar acerca de un acontecimiento que tenga lugar incluso a dos pasos de él; él desconoce los juegos de la fantasía y las variaciones de la especie humana; sólo conoce a un hombre, el de todos los tiempos”.¹ Esta idea de la poesía, aunque de corte conservador, le concede al poeta una posición preeminente que no se enfrenta para bien con el romanticismo, donde ella viene a ser el lado contemplativo o sereno, pero al ser profesada sola, como aquí, contradice gravemente lo que, según el pensamiento romántico, quiere ser augurio o conquista del futuro.

Musset y la religión

Una vez establecida la dualidad entre lo ideal y lo real, y una vez manifestada la imposibilidad de que coincidan, es decir, una vez instituida la ley del mal de vivir, es natural que se busque una alternativa. La religión seguía ofreciendo sus soluciones, consagradas por los siglos. Sin embargo, el siglo de Musset ya no las acepta, al menos no tal cuales. Busca su propia respuesta, manteniendo la distancia y conforme a múltiples adaptaciones de las creencias tradicionales. Musset, lo haya querido o no, también se encuentra comprometido, a través de la lógica de su insatisfacción, con esta empresa. Por lo que podemos juzgar a partir de lo que escribía al inicio de su carrera, la primera consideración que se le venía a la cabeza era, no sólo extranjera al cristianismo, sino apenas deísta: nos muestra un pensamiento solitario, buscando establecer un contacto con el universo y excedido por un infinito siempre en movimiento. El pensamiento, escribe, transforma el alma

En une solitude immense, et plus profonde Que les déserts perdus sur les bornes du monde.¹ ⁷

[En una soledad inmensa, y más profunda que los perdidos desiertos en los confines del mundo.]

La naturaleza humana escapa de nuestro alcance:

Parce que l’on t’a fait à ta prison d’argile Une fenêtre ou deux pour y voir au dehors; […] Tu crois qu’avec ses lois le monde y va passer! Ô mon ami! le monde incessamment remue Autour de nous, en nous, et nous n’en voyons rien. C’est un spectre voilé qui nous crée et nous tue; C’est un bourreau masqué que notre ange gardien.¹ ⁸

[Porque hicieron a tu prisión de arcilla una ventana o dos para ver hacia afuera; […] ¡Crees que con sus leyes el mundo puede entrar por ahí! ¡Oh, amigo mío! El mundo se mueve incesantemente alrededor de nosotros, en nosotros, y nosotros no vemos nada. Es un espectro velado que nos crea y nos mata; es un verdugo disfrazado de nuestro ángel guardián.]

Del mismo modo, es posible leer en un fragmento póstumo:

¿A quién recuerdan ustedes, hombres de la tierra, en medio de estos mundos sin fin, que caen en noches eternas, sin recordarse los unos a los otros? […] ¿Quiénes son ustedes, ustedes que creen tener a un Dios como universo […]? ¡Aquí, acá abajo, por doquier el espacio está repleto de estratagemas ingeniosas, variadas, todas depositadas en el infinito, todas tienen como ustedes cómo vivir

una eternidad o dos!¹

Y en Le Roman par lettres: “Abro mi ventana, y, de lo alto de mi balcón, contemplo esa bóveda estrellada… Inmensidad, hiciste bien en esconderte de nosotros, hiciste bien en echar encima de nuestra cabeza ese velo bordado de perlas al que llamamos cielo. ¡Oh! ¡Si te dejaras ver! ¡Si, al menos una vez, la inteligencia humana pudiera entender tu terrible nombre!”¹⁷ Tal parece ser el carácter primero, naturalmente negativo, del pensamiento de Musset; y la negación desencadenaba, en ocasiones, la violencia; como Frank, en Le Coupe et les lèvres, furioso ante el hecho de que nada de él vaya a sobrevivir en la naturaleza:

Rien qui puisse crier d’une voix éternelle À ceux qui téteront la commune mamelle: Moi, votre frère aîné, je m’y suis suspendu! Je l’ai tétée aussi, la vivace marâtre; Elle m’a, comme à vous, livré son sein d’albâtre… —Et pourtant, jour de Dieu, si je l’avais mordu? Si je l’avais mordu, le sein de la nourrice? Si je l’avais meurtri d’une telle façon Qu’elle en puisse à jamais garder la cicatrice, Et montrer sur son cœur les dents du nourrisson? Qu’importe le moyen, pourvu qu’on s’en souvienne? Le bien a pour tombeau l’ingratitude humaine.

Le mal est plus solide: Érostrate a raison.¹⁷¹

[Nada que pueda gritar con una voz eterna a los que han de mamar de la teta común: ¡Yo, su hermano mayor, yo me colgué de ella! Yo también mamé de ella, de esa vivaz madrastra; Ella, como a ustedes, me entregó su seno de alabastro… —¿Y con todo eso, oh por Dios, la hubiera mordido? ¿Si hubiera mordido el seno de la nodriza? ¿Si la hubiera mordido de tal manera que pudiera quedarle para siempre la cicatriz, y se viera en su corazón los dientes de su recién nacido? ¿Qué importa cómo con tal de que algo se recuerde? El bien tiene por tumba la ingratitud humana. El mal es más sólido: Eróstrato tiene razón.]

En esta especie de naturalismo trágico no hay rastro de pensamiento cristiano ni religioso. Y cuando Musset piensa en el cristianismo, a menudo lo hace sin ningún respeto. Así:

Vous me demanderez si je suis catholique. Oui; —j’aime fort aussi les dieux Lath et Nésu.

Tartak et Pimpocau me semblent sans réplique; Que dites-vous encor de Parabavastu? […] Mais je hais les cagots, les robins et les cuistres, Qu’ils servent Pimpocau, Mahomet ou Vishnou. Vous pouvez de ma part répondre à leurs ministres Que je ne sais comment je vais je ne sais où.¹⁷²

[Se preguntarán si soy católico. Sí; —También me gustan mucho los dioses Lath y Nesu. Tartak y Pimpocau me parecen únicos; ¿Y qué decir de Parabavastu? […] Mas detesto a los hipócritas, a los magistretes y a los pedantes, que sirven a Pimpocau, Mahoma o Visnú. Pueden decirle de mi parte a sus ministros que ni sé cómo ni sé cuándo.]

Un coro de monjes, que celebran el Juicio final y el ejercicio de la justicia de Dios, inspiran los siguientes versos a Frank:

Quel bourreau rancunier, brûlant à petit feu! Toujours la peur du feu. —C’est bien l’esprit de Rome.

Ils vous diront après que leur Dieu s’est fait homme. J’y reconnais plutôt l’homme qui s’est fait Dieu.¹⁷³

[¡Pero qué verdugo rencoroso, quemándose a fuego lento! Siempre la piel del fuego. —Ése es por mucho el espíritu de Roma. Les dirán después que su Dios se hizo hombre donde yo veo más a un hombre que se hizo Dios.]

Más allá de esto, es posible encontrar una reprobación categórica de los conventos de mujeres, donde las monjas tratan de persuadirse de que el amor terrestre es una mentira: “¿No saben que no hay nada peor que la mentira del amor divino?”¹⁷⁴ Un incidente de 1838 permite considerar la antipatía que Musset sentía por la abstinencia cristiana. Desde hacía mucho tiempo tenía como amigo a Ulric Guttinguer, poeta ligado al primer movimiento romántico, amante manifiesto y lírico religioso, que se sorprendió de algunos versos donde Musset, por única vez, cantaba la pura dicha de vivir; decía Musset:

—Oui, la vie est un bien, la joie est une ivresse; Il est doux d’en user sans crainte et sans soucis; Il est doux de fêter les dieux de la jeunesse,

De couronner de fleurs son verre et sa maîtresse […]¹⁷⁵

[—Sí, la vida es un bien y la dicha es embriaguez;

agradable es hacer uso de ellas sin miedo y sin miramientos; agradable es santificar los dioses de la juventud,

de coronar de flores al vaso y a la amada]

Guttinguer, 25 años mayor que Musset, creyó poder, a nombre de la religión, desaprobar unos versos como ésos (no era su primera intervención en ese sentido):

Dans quel aveuglement l’Enfer parfois nous plonge! Vivre inutile à tous, sans soins et sans devoir, Dans la chair et le vin s’étendre jusqu’au soir. Et marcher dans l’orgueil de ce funeste songe!¹⁷

[¡En qué obcecación el infierno a veces nos sumerge! Vivir y ser inútil a todos, sin cuidado ni responsabilidad, extenderse hasta la tarde en eso de la carne y el vino. ¡Y andar con el orgullo de este sueño funesto!]

Musset respondió al sermón de su “querido Ulric” sirviéndose de algunas bromas sacrílegas:

Ne riez pas, l’absinthe est bonne; L’Écriture en parle beaucoup, Et quelque part, Dieu me pardonne! Notre seigneur en but un coup.

C’était, je crois, sur la montagne Qu’on appelle Gethsémani […]¹⁷⁷

[No se rían, el ajenjo es bueno; la Escritura habla mucho de él, ¡y en algún lugar Dios me perdona! Nuestro Señor se tomó una copa.

Fue, creo, en la montaña que se llama Getsemaní]

Semejante irreverencia respecto de Jesucristo es inusitada en la literatura romántica. Y lo que sigue a estos versos es todavía más fuerte.¹⁷⁸

El Cristo de Musset

Todo esto nos muestra a un Musset aparentemente exento de cualquier rastro original de cristianismo. Al igual que sus predecesores románticos, él no estaba menos pendiente de verdad y salvación y, como tal, dispuesto a comentar la fe tradicional y sus símbolos. Desde muy pronto, desde septiembre de 1830, publicó una especie de meditación sobre el cristianismo, bastante heterodoxa, como tantas otras que nos han legado los escritores de esta época. Estas páginas, tituladas “Le Tableau d’église” [La pintura de iglesia],¹⁷ comienzan así: “Entraba a una iglesia durante la puesta del sol, el día en que dejaron de sonar los cañones”. Precisamente se trata de los cañones de la Revolución de Julio de 1830; el protagonista, cansado sin duda de la batalla, busca el sosiego en la oscuridad de la iglesia.¹⁸ Está a punto de cerrar los ojos cuando, “mi sangre se reavivó al ver un manto con el que me encontré. ¡Mueran, mueran, míseros ornamentos, hijos de los siglos que ya no son! Derrúmbate, edificio agusanado por supersticiones; el sol que muere te lleva con él, el que nazca mañana se negará a alumbrarte”. Entonces se lanza contra la pintura y la destroza con su espada; después, sorprendido de su propia violencia, se recarga en un pilar y se dispone a dormir. El cuadro era una representación de la resurrección de Cristo;¹⁸¹ él lo observa durante un buen rato en su triste estado y le gana una vaga emoción; al fin se queda dormido, y Cristo se le aparece, de pie y como iluminado. Empujado hacia él por una fuerza invisible, le toma la mano, comulga con su tristeza, ve gotear la sangre de sus heridas y le dan ganas de aportar su propia sangre: “Jesús, Jesús, gritaba, ¿somos hermanos? Sí, saliste como yo de las entrañas de una mujer…” Y se apodera de él cierto remordimiento: “¿Es que no te he comprendido bien?” Jesús responde de manera enigmática: “¡Que no me has entendido!… No tú […] sólo piensa en la noche del Gólgota… —Sí, me dije con una voz sofocada; ¡Oh noche, oh noche terrible en que supiste que tenía que morir! Y si es verdad que la duda…”¹⁸² Y se despierta. Lo que tenemos aquí, a saber, la comunión con un Jesús puramente hombre, y que dudó de Dios en el Calvario, vuelve evidente cierta relación con la cristología romántica más habitual. La meditación que vino después de que se

despertó define más claramente lo que el lenguaje del sueño tenía de oscuro. “¡Que no me has entendido bien!… No tú”: esta absolución es incriminación de otros que sí son culpables, a quienes se les llama así: “Hombres, criaturas despreciables […] su respiración fue la que destruyó y revocó la obra de esta criatura celeste. Incluso cuando quisieron servirle, fueron ustedes quienes lo derrocaron”.¹⁸³ La frase está destinada, por supuesto, a la Iglesia institucional, donde la doctrina de Jesús se corrompió: una idea frecuente, que se remonta a mucho tiempo atrás y que el romanticismo humanitario hizo suya. Sin embargo, la idea de esta degradación de la fe cristiana está acompañada en este momento de un inmenso arrepentimiento: “¿Cómo fue que el más precioso de los metales se convirtió en algo más vil que el plomo? […] es un hecho, oh Cristo, tu obra está destruida […] ¿Quién se atreverá a colocar la primera piedra de un edificio sobre las ruinas de éste? Todo está perdido por el resto de la eternidad”.¹⁸⁴ Esta lamentación de la fe de Cristo, muerta ya, resuena por todas partes en el romanticismo, pero como una etapa de la reflexión a partir de la cual se busca ordinariamente renovar los caminos de la fe. En el pesimismo de Musset, la fúnebre es la única constante, y la imposibilidad de una vida nueva. ¿Es decir que exaltando la vieja fe como irremplazable tiene la intención de proclamarla como suya? No, pues no la creería muerta y, menos todavía, una superstición muerta: “La superstición —escribe— se rompió de pronto. El hombre ya no quiso como guía esas leyes indestructibles echadas al mundo como semillas divinas, y más viejas que él”. Estas últimas aseveraciones hacen pensar en un combate donde la ciencia venció a la fe, y la venció en el orden de lo verdadero: pues si Musset exalta la fe no lo hace en tanto que es verdadera, sino en tanto que es benéfica, y en tanto que Jesús sea un regenerador del universo moral: “Oh Cristo, oh Cristo […] mientras, estando por encima de los confines de dos siglos, y rechazando los escombros corruptos del viejo universo, rejuvenecías el rostro del mundo, pensaste alguna vez que algún día…”¹⁸⁵ Este atleta histórico, ¿qué autoridad le va a quedar? “Oh impostor celeste, cuando dejes de ser llamado el primero de los dioses ¿qué rango te quedará entre los hombres?”¹⁸ “Impostor”, la palabra agrega otro tema para discutir. Al llegar a su casa, de regreso, el narrador encuentra el manto que tomó, y llora. Se ve al pie de la cruz, uniendo sus lágrimas con las lágrimas de la madre de Jesús: “¡Y tu madre!… Ella no quiso creer en lo absoluto en la divinidad; ella rechazó al Dios que le negaba a su hijo. —¿No es el hijo de José el carpintero? Decía ella, y sus hermanos…”¹⁸⁷ Somos llevados, gracias al cambio de una María supuestamente incrédula, a hacernos una pregunta que Musset ya respondió, pero sin que sea formulada concretamente: ¿el propio Jesús creía que era Dios? Seguramente sí,

de acuerdo con el dogma: pues, siendo Dios ¿cómo habría de ignorarlo? Y no, si Jesús fuera un hombre puramente hombre, como lo piensa Musset, y lo piensa en su sano juicio. Sin embargo, si no creía que pudiera ser Dios, al menos tenía la intención de que se le creyera tal, o Hijo de Dios,¹⁸⁸ como lo considera Musset, quien no duda de lo que cuentan los textos evangélicos al respecto. En efecto, escribe: “Mas cuando te detuviste en la montaña y viste que un pueblo te seguía ¿qué palabras salieron de tu boca? La muchedumbre respondió llamándote rey. ¡Rey! No, pensaste tú, sino Dios”. Estas extrañas líneas, que en nada corresponden a las del Evangelio,¹⁸ sólo nos interesan en cuanto al sentido que Musset pudo haberles dado. Lo que da a entender es que Jesús, en su proyecto fundacional, se quería hacer pasar no por rey, sino por Dios, lo que Musset parece aprobar, pues agrega: “le hacía falta al mundo”. En suma, este pasaje tiene como fin definir a este “celeste impostor”. Sin embargo, Musset también habla de una duda que martiriza a Jesús hasta en la cruz:

Subiste a la cruz… Pero si en ella… Pero si en ella… ¡Oh! Si al fondo de tu alma, si en los secretos y recónditos lugares de tu pensamiento, la duda, la duda terrible… si tú mismo no creías en esta inmortalidad que predicabas; si el hombre se manifestaba en ti en ese momento…¹ Y ni un solo ser en el mundo sabía lo que estabas pensando… Nunca, mientras caminabas sobre esta tierra, sin saber si eras todo o nada, vertiste en un alma humana lo que martirizaba tu alma divina…¹ ¹

¿Qué pensamiento es ése, el que parece haber acompañado, según el contexto, a Jesús a lo largo de toda su vida? Sin duda el temor de no tener soporte de Dios en su misión sobrehumana; incluso crucificado podía mantener al respecto una negativa certeza;¹ ² y su duda iba sobre la propia existencia de este Dios: eso es lo que sugiere Musset, con mucha más decisión que como lo hará Vigny, mucho tiempo después, en “Le Mont des Oliviers”. Falta todavía un aspecto que inquieta a Musset; volviendo a la “noche de los Olivos”, recuerda que Jesús, al verse perdido, se puso a orar, y cree encontrar un misterio en esa súplica: ¿Una vez que la fe está perdida —así es como ve a Jesús— cómo rezar?¹ ³ “Y, en esta noche de los Olivos ¿a quién te arrodillabas? ¿Quién lo supo… quién podría

saberlo alguna vez?… ¡Quién, nadie!” La respuesta que imagina Musset para esta pregunta es de sorprender: “Me detuvo con la última palabra. Una voz armoniosa venía deslizándose por los aires; una dulce melodía se hizo sensible a mi oído, y escuché susurrar a María Magdalena”.¹ ⁴ Así, María Magdalena viene a ser ¡la única fe y la única certeza de Jesús! Esta conclusión no es común. Sin embargo, es muy de Musset, sin que nos sea posible ignorar cuán aleatorio era a sus ojos el poder de consolación de la mujer. En este primer encuentro del joven Musset con el cristianismo, de entrada, Jesús es la figura de un desencantamiento radical. Por lo demás, este desencanto parece ser la respuesta del poeta a toda representación religiosa del mundo. El narrador de La Confession d’un enfant du siècle abre al azar una Biblia: “Respóndeme, tú, libro de Dios, le dije; veamos un poco cuál es tu opinión”; y esto es lo que lee en el capítulo IX del Eclesiastés: “Todo acontece de la misma manera a todos […] al justo y al injusto, al bueno y al que no es bueno, al limpio y al no limpio […] Al inocente se le trata como pecador, y al que perjura igual que al que jura verdad […] De aquí que el corazón de los hijos de los hombres estén llenos de maldad y de desprecio durante su vida, y después de esto se vayan a los muertos”. Queda estupefacto de leer una cosa así en la Sagrada Escritura: “Conque es así, le dije, tú también dudas, libro de la esperanza […] Corrí a la ventana abierta. —Es que en verdad no hay nada en ti, gritaba al dirigirme a un cielo pálido que se desplegaba sobre mí. Responde, ¡responde!” Mas no hay una respuesta: “Cuando tenía los brazos alzados y los ojos perdidos en el espacio, una golondrina cantó una queja; la seguí con la mirada a pesar de mí; mientras desaparecía de mi vista como una flecha pasó una muchacha cantando”.¹ ⁵ En 1833, las ideas de “Le Tableau d’église” acerca del cristianismo reaparecieron en Rolla, pero con un cambio importante: la Iglesia ya no está acusada de haber sido la ruina de la fe de Jesús; ahora son sus enemigos modernos, los filósofos incrédulos. Por otro lado, aquí tenemos frente nosotros algo muy diferente de la ficción simbólica de “Le Tableau d’église”: el personaje de Rolla, protagonista del poema, tiene muchos rasgos del propio Musset, desengañado de los hombres y convirtiéndose en un maldito, amante impotente de lo ideal y libertino desenfrenado. El poema¹ empieza con una evocación doble a la Antigüedad pagana y a la Edad Media cristiana como dos épocas exentas de dudas y en las que la divinidad ha entrado a lo más profundo: esta clase de nostalgia no era rara en aquel tiempo.¹ ⁷ Musset atribuye a estas épocas un carácter de juventud y de vida; por el contrario, el cristianismo siempre

parece ser actual; sin embargo, esa su virtud que le proporcionaba vigor, ya se encuentra agotada:

Je ne crois pas, ô Christ! à ta parole sainte: Je suis venu trop tard dans un monde trop vieux. D’un siècle sans espoir naît un siècle sans crainte; Les comètes du nôtre ont dépeuplé les cieux.¹ ⁸ Maintenant le hasard promène au sein des ombres De leurs illusions les mondes réveillés; L’esprit des temps passés, errant sur leurs décombres, Jette au gouffre éternel tes anges mutilés. Les clous du Golgotha te soutiennent à peine; Sous ton divin tombeau le sol s’est dérobé: Ta gloire est morte, ô Christ, et sur nos croix d’ébène Ton cadavre céleste en poussière est tombé!

Eh bien! qu’il soit permis d’en baiser la poussière Au moins crédule enfant de ce siècle sans foi, Et de pleurer, ô Christ! sur cette froide terre Qui vivait de ta mort et qui mourra sans toi! Oh! maintenant, mon Dieu, qui lui rendra la vie?

Du plus pur de ton sang tu l’avais rajeunie; Jésus, ce que tu fis, qui jamais le fera? Nous, vieillards nés d’hier, qui nous rajeunira?

[No creo, ¡oh Cristo!, en tu santa palabra: llegué demasiado tarde a un mundo demasiado viejo. De un siglo sin esperanza nace un siglo sin temor; los cometas de nuestro siglo despoblaron los cielos. Ahora el azar lleva de paseo, en el seno de las sombras, a los mundos que han sido despertados de sus ilusiones; el espíritu de los tiempos pasados, errante sobre sus escombros, arroja a un eterno abismo a los ángeles mutilados. Los clavos del Gólgota apenas lo sostienen; bajo tu tumba divina el suelo se deshizo: ¡Tu gloria está muerta, oh Cristo, y sobre nuestra cruz de ébano tu cadáver celeste se convirtió en polvo!

Y bien, ¡que al menos se le permita besar el polvo al crédulo niño de este siglo sin fe, y llorar, oh Cristo, sobre esta fría tierra, que vivía de tu muerte y que murió sin ti!

¡Oh! ¿Ahora, Dios mío, quién lo volverá a la vida? Con lo más puro de tu sangre tú la rejuveneciste; ¿Jesús lo que tú hiciste, quién lo hará? ¿A nosotros, viejos nacidos ayer, quién nos rejuvenecerá?]

Esperaremos, prosigue, este rejuvenecimiento como aquellos que vivieron antes del advenimiento de Jesús, pero ¿cuántas oportunidades tenemos de ser complacidos?

Où donc est le Sauveur pour entr’ouvrir nos tombes? […] Où donc est le Cénacle? où donc les Catacombes? Avec qui marche donc l’auréole de feu?¹ Sur quels pieds tombez-vous, parfums de Madeleine? Où donc vibre dans l’air une voix plus qu’humaine? Qui de nous, qui de nous va devenir un Dieu?²

[¿Dónde está nuestro salvador que ha de abrir nuestras tumbas? […] ¿Dónde está el Cenáculo? ¿Dónde las catacumbas? ¿Con quién va la aureola de fuego? ¿Sobre qué pies caes tú, perfume de Magdalena? ¿En qué lugar resuena en el aire una voz más que humana? ¿Quién de nosotros, quién de nosotros se convertirá en Dios?]

Musset, Voltaire, el crucifijo

Esta suerte de prólogo sitúa en una época desolada el destino de Jacques Rolla, hijo de un siglo sin vida ni esperanza, que escogió un “espantoso escondite” como recinto y a una prostituta de 15 años como compañera de suicidio. Este hijo de hidalgo, heredero a los 19 años de una magra fortuna, aborrece toda vida mezquina o laboriosa. Entonces decide heroicamente gastarse sus bienes en placeres y matarse el día en que ya no tenga nada. Este héroe de la disipación y de la desesperación, este ser trágicamente simpático según el gusto de Musset, llega a ese último día en el mismo momento en que comienza el poema. Las siguientes secciones del poema,² ¹ que son en sí su argumento, presentan en una narración lírico-reflexiva a los personajes y a la situación. La narración, interrumpida en el umbral de esa noche de los enamorados, cede el lugar en la siguiente sección del poema a un prolongado alegato de Musset en contra de los destructores de la fe: ahora son los filósofos del siglo pasado a quienes se pone en tela de juicio. Musset retoma el viejo tema contrarrevolucionario de la maleficencia de los “sofistas”, con la particularidad de que no contrapone a ellos, como adversaria, a la fe cristiana viviente, sino que se confiesa descendiente de ellos, y se maldice por ello maldiciéndolos a ellos. Voltaire es el objetivo de esta famosa tirada:

Dors-tu content, Voltaire, et ton hideux sourire Voltige-t-il encor sur tes os décharnés? Ton siècle était, dit-on, trop jeune pour te lire; Le nôtre doit te plaire, et tes hommes sont nés. Il est tombé sur nous, cet édifice immense Que de tes larges mains tu sapais nuit et jour.

La mort devait t’attendre avec impatience, Pendant quatre-vingts ans que tu lui fis ta cour; Vous devez vous aimer d’un infernal amour. Ne quittes-tu jamais la couche nuptiale Où vous vous embrassez dans les vers du tombeau, Pour t’en aller tout seul promener ton front pâle Dans un cloître désert ou dans un vieux château? Que te disent alors tous ces grands corps sans vie, Ces murs silencieux, ces autels désolés, Que pour l’éternité ton souffle a dépeuplés?² ²

[¿Duerme contento, Voltaire, y su terrible sonrisa crepita aún en sus huesos descarnados? Su siglo era, digamos, demasiado joven para leerle; el nuestro ha de gustarle pues han nacido sus hombres. Cayó sobre nosotros, este edificio inmenso que con sus largas manos minaba día y noche. La muerte tenía que esperarle con impaciencia y es que la cortejó durante veinticuatro años; usted debe amarse con un amor infernal. ¿Jamás ha abandonado el lecho nupcial

que está en los gusanos de la tumba, donde usted se besa, para pasearse solo con su pálida frente en un claustro desierto o en un viejo castillo? ¿Ahora qué le dicen todos esos cuerpos sin vida, esos silenciosos muros, esos altares desolados, que eternamente su aliento ha despoblado?]

Musset, sin olvidar el tema, tiene la intención de poner bajo el signo funesto de Voltaire las voluptuosidades sin amor de Rolla y su compañera: voluptuosidades que no son frías ni frívolas, sino ardientes y desesperadas, ya que, tal y como las concibe, unen el deseo del amor y la imposibilidad de amar:

Ô profanation! point d’amour, et deux anges! Deux cœurs purs comme l’or, que les saintes phalanges Porteraient à leur père en voyant leur beauté! Point d’amour! et des pleurs! et la nuit qui murmure, Et le vent qui frémit, et toute la nature Qui pâlit de plaisir, qui boit la volupté! […] Point d’amour! et partout le spectre de l’amour!² ³

[¡Ah, profanación! ¡No hay amor, pero sí dos ángeles! ¡Dos cuerpos puros como el oro, que las benditas falanges,

al ver su belleza, aprehenderían para llevarlos con sus padres! ¡No hay amor ni lágrimas! ¡Y la noche que murmura, y el viento que se estremece y toda la naturaleza que palidece de placer, que bebe voluptuosidad! […] ¡No hay amor y el espectro del amor en todas partes!]

Ciertamente Voltaire estaría sorprendido de ver cómo semejantes tormentos le son imputados a su influencia, pero se sorprendería todavía más del remedio que el poeta sugiere como cura:

Cloîtres silencieux, voûtes des monastères, C’est vous, sombres caveaux, vous qui savez aimer! […] Oh! venez donc rouvrir vos profondes entrailles À ces deux enfants-là […] Oui, c’est un vaste amour qu’au fond de vos calices Vous buviez à plein cœur, moines mystérieux! […] Vous aimiez ardemment! oh! vous étiez heureux!² ⁴

[Claustros silenciosos, bóvedas de los monasterios, ¡son ustedes, sombrías sepulturas, son ustedes las que saben amar! […] ¡Oh, abran de nuevo sus profundas entrañas a estos dos niños! […]

Sí, misteriosos monjes, lo que bebían con todo el corazón en el fondo de sus cálices era un gran amor. […] ¡Amaban con ardor! ¡Oh! ¡Eran felices!]

No es de sorprender la nostalgia por la vida monástica en el romanticismo sombrío; ya se ha visto un ejemplo de ello en el Nodier joven. Mas si recordamos que Musset, a menos de un año de que se publicaran estos versos ya denunciaba “la mentira del amor divino” en “On ne badine pas avec l’amour” [No se juega con el amor],² ⁵entonces podemos ver qué tan inestables son sus puntos de vista sobre un tema de suma importancia. Aquí, lo encontramos en todo su enojo:

Voilà pourtant ton œuvre, Arouet, voilà l’homme Tel que tu l’as voulu […]

[Sin embargo aquí está tu obra, Arouet, aquí está el hombre tal como lo querías]

Es, con todas sus letras, “la culpa de Voltaire”. Y de un inmenso mal:

Pour qui travailliez-vous, démolisseurs stupides, Lorsque vous disséquiez le Christ sur son autel? […] Vous vouliez pétrir l’homme à votre fantaisie;

Vous vouliez faire un monde. —Eh bien, vous l’avez fait. […] L’hypocrisie est morte; on ne croit plus aux prêtres; Mais la vertu se meurt, on ne croit plus à Dieu.²

[¿Para quién trabajaban, estúpidos destructores, cuando disecaban a Cristo en su altar? […] Querían petrificar al hombre a su manera; querían crear un mundo. —Y bien, lo hicieron. […] La hipocresía está muerta; ya no creemos en los sacerdotes; pero la virtud muerta, ya no creemos en Dios.]

Hacia el final de La Confession d’un enfant du siècle, el narrador-protagonista logra salvarse de la tentación de apuñalar a su amada dormida al ver un pequeño crucifijo en su pecho descubierto y el arma cae de sus manos; llama a Dios y le viene un recuerdo de juventud: “Envenenado —declara— desde la adolescencia, por todos los escritos del siglo pasado, había mamado a mi tiempo la leche estéril de la impiedad. El orgullo humano, ese dios del egoísmo, me cerraba la boca cuando estaba rezando, mientras que mi alma asustada se refugiaba en la esperanza de la nada”.² ⁷ Está presente aquí, estamos de acuerdo, el habla perfecta del neocatolicismo romántico, y esta página —en que la tentación y el repentino echarse para atrás, el arrepentimiento y la acción de gracias pasan de manera tan dramática— parece ser la más religiosa de la obra de Musset. Insiste en el hecho de que no fue un miedo humano el que detuvo su mano; cree en una acción providencial de ese crucifijo. ¿Pero qué es exactamente lo que está pasando por su cabeza? “¡Ah, lo sentí hasta en el alma y todavía lo siento! Qué miserables son los seres que alguna vez se burlaron de lo que puede salvar a un hombre. ¿Qué importa el nombre, la forma o la creencia? ¿Qué no todo lo que es bueno es sagrado? ¿Cómo alguien puede osar tocar a Dios?”² ⁸ Sin embargo, al decir: ¿qué importa la creencia? No se atiene al habla de ninguna religión, se

separa de todas. El narrador de La Confession besa el crucifijo: habla con Cristo a manera de oración; pero el Dios hecho hombre más se presenta, una vez más, como un hombre hecho Dios: “¿qué no fuiste hombre? El dolor fue lo que te hizo Dios; fue un instrumento del suplicio el que te ayudó a subir al cielo y el que te llevó, con brazos abiertos, al seno de tu padre glorioso; y a nosotros, a nosotros también es el dolor el que nos lleva a ti como te llevó a tu padre”. Continúa, a partir de Jesucristo, con una imitación de peculiar estilo: “Sólo coronados de espinas venimos a inclinarnos ante tu imagen; sólo con manos ensangrentadas tocamos tus pies que sangran, y tú sólo fuiste martirizado para que te amaran infelices”.² El Salvador, que soporta el dolor para ser amado, es una imagen obvia que Musset tiene de la humanidad. Volviendo a Rolla, recordamos que en este poema no hay ni salvación ni vida monacal para personas como el protagonista. Su lógica desemboca en el suicidio:

Quand on est pauvre et fier, quand on est riche et triste, On n’est plus assez fou pour se faire trappiste; Mais on fait comme Escousse, on allume un réchaud.²¹

[Cuando se es pobre y orgulloso, cuando se es rico y triste, no se es tan loco como para hacer trapense; pero lo hacemos como Escousse, una estafa se enciende.]

De hecho, Rolla es, esencialmente, la historia de un suicidio.²¹¹

¿Esperanza en Dios?

De lo que podríamos llamar la religión de Musset, si puede llegar a ser una, el último testimonio importante es el extenso poema de “L’Espoir en Dieu” [La esperanza en Dios].²¹² Ahora bien, este poema habla más de la duda que de la esperanza. En él Musset lleva al plano religioso la antonimia entre lo real y lo ideal y la imposibilidad de satisfacernos de uno como de lo otro. La sabiduría epicúrea lo atrae, pero quisiera en vano contentarse con la dicha terrenal:

Je ne puis; —malgré moi l’infini me tourmente. [No puedo; el infinito me tormenta a pesar de mí.]

En consecuencia, el infinito lo obsesiona para atormentarlo; le inspira temor al mismo tiempo que esperanza,

Et, quoi qu’on en ait dit, ma raison s’épouvante De ne pas le comprendre et pourtant de le voir.

[Y, digan lo que digan, mi conciencia se aterra de no comprenderlo sin que sirva de impedimento que lo vea.]

Vemos que es menos un conflicto entre la tierra y el cielo, al poder escoger entre

uno y otro, que un vaivén inevitable entre ambos, la alternancia indefinida y sin salida de dos frustraciones:

Me voilà dans les mains d’un Dieu plus redoutable Que ne sont à la fois tous les maux d’ici-bas; Me voilà seul, errant, fragile, et misérable, Sous les yeux d’un témoin qui ne me quitte pas. Il m’observe, il me suit. Si mon cœur bat trop vite, J’offense sa grandeur et sa divinité. Un gouffre est sous mes pas: si je m’y précipite, Pour expier une heure il faut l’éternité. Mon juge est un bourreau qui trompe sa victime. Pour moi tout devient piège et tout change de nom; L’amour est un péché, le bonheur est un crime, Et l’œuvre des sept jours n’est que tentation.

[Heme aquí en las manos de un Dios más temible que todos los males de acá abajo juntos; heme aquí, solo, errante, frágil y miserable, bajo la mirada de un testigo que no me abandona. Me observa, me sigue. Si mi corazón late demasiado rápido,

ofendo su grandeza y su divinidad. Hay un abismo bajo mis pies: si me precipito, para expiar una hora hace falta una eternidad. Mi juez es un verdugo que engaña a su víctima. Para mí todo se vuelve trampa y todo cambia de nombre; el amor es un pecado, la dicha es un crimen, y la obra de los siete días sólo tentación.]

¿Cómo contar, en estas condiciones, con la felicidad celeste? ¿Cómo darle fe a “las promesas del sacerdote”? Sin embargo, por otra parte,

Si mon cœur, fatigué du rêve qui l’obsède, À la réalité revient pour s’assouvir, Au fond des vains plaisirs que j’appelle à mon aide Je trouve un tel dégoût, que je me sens mourir.²¹³

[Si mi corazón, cansado del sueño que lo obsesiona, retorna a la realidad para saciarse, al fondo de vanos placeres a los que pido auxilio encuentro tanto asco que creo morir.]

Casi medio siglo antes, Chateaubriand había deseado ver en la inquietud moderna un eco y una continuación del cristianismo. Musset al otorgarle a esta inquietud una expresión más radical y en suma insoluble, formula la misma filiación. También ve en esta desafección por lo real, desconocida para los paganos, una herencia cristiana, aunque se encuentre acompañada, en su experiencia tal y como él mismo la describe, de una discordancia, no menos insuperable, con el cielo. Discordancia, piensa Musset, mas no olvido:

Une immense espérance a traversé la terre; Malgré nous vers le ciel il faut lever les yeux!²¹⁴

[¡Una inmensa esperanza atravesó la tierra; a pesar de nosotros, para dirigirse al cielo, hay que levantar los ojos!]

Oscilando entre dos polos igualmente repulsivos,²¹⁵ acude al socorro de los filósofos: un recurso natural, puesto que su poema fue concebido, al menos en esta primera parte, según el modelo y con el tono de los poemas filosóficos, epístolas o discursos, del clasicismo, revividos en algunas de las Meditations de Lamartine.²¹ Musset recorre, en un lapso de una treintena de versos, el curso de los filósofos, de Platón a Spinoza, para refutar uno a uno con una formulación sumaria. Para escribir estos versos se sumergió, nos cuenta su hermano, en la lectura de los filósofos; es de suponer que los había leído de prisa y con la intención de refutarlos, pues lo que dice de ellos no lo hace ver ni informado y ni siquiera un poco filósofo.²¹⁷ A fin de cuentas el filósofo ha sido revocado; el único recurso es rezar, ese “grito de esperanza”.²¹⁸ Esta plegaria está adornada, a diferencia de la otra meditación, con la forma lírica del cuarteto (octosilábico, de rimas cruzadas). Sin embargo, ese grito de esperanza se convierte en el texto en un estallido de interrogaciones y de reproches; Dios es llamado el autor de una situación sin posibilidades, a la que se le pide ponga fin:

Ô toi que nul n’a pu connaître, Et n’a renié sans mentir, Réponds-moi, toi qui m’as fait naître, Et demain me fera mourir!

Puisque tu te laisses comprendre, Pourquoi fais-tu douter de toi? Quel triste plaisir peux-tu prendre À tenter notre bonne foi?

[…] De quelque façon qu’on t’appelle, Brahma, Jupiter ou Jésus, Vérité, Justice éternelle, Vers toi tous les bras sont tendus.

[…] Tu n’as rien fait qu’on ne l’admire; Rien de toi n’est perdu pour nous; Tout prie, et tu ne peux sourire Que nous ne tombions à genoux.

Pourquoi donc, ô Maître suprême, As-tu créé le mal si grand, Que la raison, la vertu même, S’épouvantent en le voyant?

[…] Ta pitié dut être profonde Lorsqu’avec ses biens et ses maux, Cet admirable et pauvre monde Sortit en pleurant du chaos!

Puisque tu voulais le soumettre Aux douleurs dont il est rempli, Tu n’aurais pas dû lui permettre De t’entrevoir dans l’infini.

[¡Tú, oh, al que nadie ha podido conocer, al que nadie ha negado sin mentir, respóndeme, tú que me hiciste nacer, y mañana me harás morir!

Si dejas que se te comprenda

¿por qué haces que se dude de ti? ¿Qué triste placer puedes hallar en tentar nuestra noble fe?

[…] No importa el modo en que se te llame, Brahma, Júpiter o Jesús, Verdad, Justicia eterna, hacia ti todos los brazos están extendidos.

[…] Todo lo que hiciste lo admiramos; nada tuyo está perdido para nosotros; todo te reza, y no puedes sonreír hasta vernos de rodillas.

¿Por qué entonces, oh Maestro supremo, creaste un mal tan grande, que la razón, la virtud misma, se espantan de verlo?

[…] ¡Tu piedad debió ser profunda cuando con sus males y sus bienes,

este admirable y pobre mundo salió en lágrimas del caos!

Puesto que querías someterlo con los dolores que lo colman, no debiste permitirle entreverte en el infinito.]

De ahí el mandato final:

Brise cette voûte profonde Qui couvre la création; Soulève les voiles du monde, Et montre-toi, Dieu juste et bon!

Tu n’apercevras sur la terre Qu’un ardent amour de la foi, Et l’humanité tout entière Se prosternera devant toi.²¹

[Acaba con esta bóveda insondable

que cubre la creación; retira los velos del mundo y muéstrate, ¡Dios justo y bondadoso!

Te darás cuenta que en la tierra la fe, con un ferviente amor, y la humanidad se postrarán ante ti.]

A esto le sigue el retrato del fin de los tiempos manifestado en revelaciones y dicha, dentro de un modelo humanitario y sin embargo hipotético, sujeto a un cambio de Dios que el tono del poema no permite predecir en lo más mínimo. Si recordamos que, para Hugo, la autoocultación de Dios se presta, incluso en su esbozo, a que el espíritu humano realice una conquista asintótica de la verdad divina,²² podemos calcular la distancia que media entre el optimismo del hermano mayor y el desencanto del hermano menor. Incluso Vigny, el mismo que no reza, ese que invita al hombre a ignorar, estoicamente y en comunión con sus hermanos, a este Dios y a sus enemigos,²²¹ abre una vía más positiva que Musset, cuya plegaria le pide a Dios lo imposible, salir de un dilema sin solución.

Ciencia y poesía

El siglo pasado había matado la fe; pero también había dejado de concebir la vida del universo; la había negado con ayuda de la ciencia; y este menoscabo, desde el punto de vista romántico, era muy grave, pues repercutía en lo esencial. Porque la religión, que es creencia y ritos, puede morir; pero lo que le da vida al universo a los ojos del hombre es algo eterno, sin importar la religión, y la poesía tiene como misión concebirlo y celebrarlo, mientras que la ciencia busca ignorar todo aquello que no puede abarcar con sus cálculos. El poeta desde comienzos del siglo XIX se alzó ante el sabio, victorioso ante la religión, para disputarle el botín: el sabio lo descalifica; el poeta pretende ser el heredero de la religión, tener acceso, como ella, a secretos que sobrepasan la razón y la percepción positiva. Toda la nación poética del siglo XIX (y del XX) ondea esta bandera, convencida de que a través de ella se perpetúa un modelo de conocimiento del mundo al que la ciencia jamás ha tenido acceso, y al que la religión ya no está en condiciones de acceder. Aquí tenemos un ejemplo de cómo Musset trata a los doctos en La Coupe et les levres: así como los bandidos saquean, degüellan y asesinan,

Tels les analyseurs égorgent la nature Silencieusement, sous les cieux dépeuplés.

[Así los analizadores degüellan la naturaleza silenciosamente, bajo cielos despoblados.]

Nuestros hijos le preguntarán a Dios quién fue el que erosionó la tierra que Él había creado fecunda.

Mais vous, analyseurs, persévérants sophistes, Quand vous aurez tari tous les puits des déserts, Quand vous aurez prouvé que ce large univers N’est qu’un mort étendu sous les anatomistes; Quand vous nous aurez fait de la création Un cimetière en ordre, où tout aura sa place, Où vous aurez sculpté, de votre main de glace, Sur tous les monuments la même inscription; Vous, que ferez-vous donc, dans les sombres allées De ce jardin muet? —Les plantes désolées Ne voudront plus aimer, nourrir, ni concevoir; Les feuilles des forêts tomberont une à une, Et vous, noirs fossoyeurs, sur la bière commune Pour ergoter encor vous viendrez vous asseoir; Vous vous entretiendrez de l’homme perfectible […]²²²

[Pero ustedes, analizadores, sofistas perseverantes, cuando hayan agotado todos los pozos de los desiertos, cuando hayan comprobado que este gran universo no es más que un muerto extendido ante anatomistas;

cuando hayan hecho de la creación un cementerio ordenado, donde todo tendrá su lugar, donde ustedes habrán esculpido, con su mano de hielo, en todos los monumentos la misma inscripción; ¿ustedes, qué harán ustedes entonces, en los pasillos sombríos de este mudo jardín? —Las plantas desoladas ya no querrán amar, alimentar, concebir; Las hojas de los árboles caerán una a una, Y ustedes, sepultureros atroces, para seguir ergotizando se sentarían en el ataúd común; se entretendrían con lo del hombre perfectible]

Este alegato sobrentiende una defensa: la poesía ofrece un remedio para ese mal. Incluso si aquí no se proclama esa virtud de la poesía es significativo que sea un poeta el que se haga cargo de la acusación. Musset se ciñe a representar de manera fúnebre, según sus costumbres imaginativas, los efectos destructores de la ciencia. Al “ustedes” con el que abruma a los doctos no se opone ningún “nosotros” que lo remedie. Con todo, el romanticismo entero proclama ese “nosotros”: la poesía es la salvadora que nombra y sostiene la vida tanto en las cosas como en los seres. Todos lo expresan, sean cuales sean, por lo demás, sus divergencias: el Lamartine demócrata lo expresó tanto como el Lamartine partidario de la monarquía, siguiendo en eso a Chateaubriand, y como ellos, Victor Hugo, a través de todos los horizontes sucesivos de su vida.²²³ La crítica de la ciencia moderna a nombre de la poesía ciertamente fue, en su origen, hostil a la Ilustración²²⁴ y a la noción de una vía progresiva del género humano, para la cual la ciencia buscaba ser su expresión y su instrumento. El pesimismo de Musset repite esa actitud primera: no es por azar que cuando repasa la idea del “hombre perfectible” la rasgue. No obstante, la temática poesía-contra-la-

ciencia, a pesar de tener ese origen, prosperó hasta nuestros días independientemente de una profesión de fe antiprogresista explícita. Se nota que nos interesamos en el tema que nos atañe, que luego del comienzo del siglo pasado la señal de reconocimiento de toda poesía verdadera es esta reivindicación de una verdad espiritual —metafísica, podríamos decir— que la hace heredera de la fe en lo sobrenatural y la contrapone virtualmente a la ciencia. No cabe duda de que esta orientación, a decir verdad no de la poesía, sino de una ideología poética precipitada, ha contribuido a hacer delicada y problemática una justificación moderna de la poesía y su integración en el movimiento general de la humanidad.

El hijo del siglo

En un famoso capítulo de La Confession, Musset trató de situar las aflicciones de su protagonista en la perspectiva de las recientes convulsiones de Francia. El texto comienza con la evocación de una juventud que creció en un ambiente de guerra y en la gloria de la época imperial:

Durante las guerras del imperio, mientras los maridos y los hermanos estaban en Alemania, las inquietas madres habían traído al mundo a una generación apasionada, pálida, nerviosa. Concebidos entre dos batallas, educados en los colegios al son de los tambores, miles de jóvenes se miraban unos a otros con ojos sombríos, ejercitando sus músculos endebles […] Nunca hubo tantas noches sin sueño […] Y si embargo nunca hubo tanta alegría, tanta vitalidad, tantas fanfarrias de guerra en todos los corazones.

Cuando el imperio cayó,

Francia, viuda de César, respiró por las heridas. Desfalleció en un sueño tan profundo que sus antiguos reyes, creyéndola muerta, la envolvieron con un sudario blanco […] Entonces una juventud ociosa se asentó en un mundo en ruinas. Todos esos muchachitos […] nacieron en el seno de la guerra, nacieron para la guerra. Durante 15 años habían soñado con las nieves de Moscú y con el sol de las Pirámides […] observaban la tierra, el cielo, las calles y los caminos; todo esto estaba vacío, y las campanas de sus feligresías resonaban solitarias en la distancia.²²⁵

Esta juventud se enfrentó a la sociedad de la Restauración, descrita en este libro

de la forma más peyorativa: fantasmas en vestidos negros y viejos emigrados que reclaman sus bienes, cuervos atraídos por la muerte de Napoleón, una monarquía mezquina rodeada de intrigantes, de adolescentes inquietos sin otra escapatoria más que el sacerdocio. Sin embargo, los jóvenes son seducidos, bajo la influencia de la Carta, por la emoción y lo atractivo que hay en la libertad y, con todo, ven que se castiga a quienes pelean por ella.²² Ante la multitud de opiniones, ante un pasado condenado y un porvenir desconocido, pierden toda ilusión y toda fe. De los años de tempestad surgió un mundo desencantado, esto es, fúnebre, a decir de la obsesión de Musset: tan pronto fue depuesto Napoleón, “apareció en el cielo el astro glacial de la razón, y sus rayos, semejantes a los rayos de la diosa frívola de la noche que emite luz sin calor, envolvieron el mundo con una lívida mortaja”.²²⁷ El pueblo, que ya no cree en nada después de haberlo visto todo, era sordamente rebelde en su apatía; la juventud se encontraba destrozada entre la frivolidad del cálculo y la pasión irresistible. “Una sensación inexpresable de malestar comenzó a fermentarse en todos los corazones jóvenes.”²²⁸ No obstante, al desorden de la sociedad, libertinaje, revuelta, prostitución, se sumó la invasión de las ideas inglesas y alemanas: Goethe y “su obra de tinieblas”, Byron y “el enemigo horrible con el que se cobijaba”:

Cuando las ideas inglesas y alemanas desfilaron de este modo por nuestra cabeza, sucedió un asco melancólico y silencioso, seguido de una terrible convulsión […] Fue una especie de denegación de todos los aspectos del cielo y de la tierra, a la que podemos llamar desencanto o, si se quiere, désespérance [desesperanza]; como si quienes le hubieran tomado el pulso a la humanidad la hubieran creído muerta.

Estas apreciaciones sobre Goethe y Byron son extrañas: parece que Musset reniega de los dos dioses del romanticismo francés. Apenas si lo corrige al escribir: “¡Perdónenme, oh, grandes poetas […]! Perdónenme. Son ustedes semidioses y yo no soy más que un niño que sufre. Sin embargo, al escribir todo esto, no puedo evitar maldecirlos”.²² Y les reprocha haberle dado credibilidad a la desesperanza y a la blasfemia, de haber invadido los espíritus y haber marchitado los corazones; e insiste: “Fue así que el precepto de muerte descendió, y sin estremecimiento alguno, de la cabeza a las estrellas”.²³

Este cuadro, o mejor, este pedazo de valentía, sugiere algunas reflexiones. Primero que nada, la generación descrita por Musset, esa juventud impaciente de gloria en los colegios del imperio, no pudo haber sido la suya: sólo tenía cinco años cuando Napoleón fue derrotado; su hermano tenía 11 años; a lo sumo sacó las anécdotas de sus amigos considerablemente mayores, anécdotas escuchadas mucho más tarde; también cabe la posibilidad de que imite a Vigny, que había publicado algunos meses antes Servitude et grandeur militaires [Servidumbre y grandeza militares], donde podemos leer lo siguiente: “Hacia el final del imperio, yo era un estudiante distraído. La guerra se había fundado en los liceos, y los tambores sofocaban la voz de los maestros”.²³¹ Musset tampoco pudo haber vivido en carne propia las primeras impresiones que causó el regreso de los Borbones a Francia: lo que él describe es la Restauración tal y como, niño o adolescente, había escuchado hablar de ella en el medio liberal o napoleónico, a su alrededor o dentro de su familia. La Carta era una novedad en los años posteriores a 1815, los sargentos de la Rochelle murieron en 1822: éstos son los primeros momentos de la Restauración y la prehistoria de Musset. En cambio, todo lo que luego se relacione con “la enfermedad de las álmas jóvenes” bien puede remitirse a su propia experiencia, pero se sitúa en una época posterior, poco antes y después de 1830. El desencanto febril, el abatimiento mortal del que habla Musset, la desesperanza que él conociera tan bien, fue entonces que aparecieron; se acrecentaron en la juventud de ese tiempo, de cara al prosaísmo de la época posterior a la Revolución de Julio de 1830. Musset, que escribe años más tarde, también da cuenta de lo acontecido en esta época, que fue también la época de los Jeune-France. Esta variante intensa —y sin salida— del romanticismo existía tiempo atrás, sin tener una etiqueta de escuela, en un estado intermitente; es posible encontrarla en Nodier desde principios de siglo; es alimentada por el byronismo, incluso —y quizá, sobre todo— entre los liberales, descritos de este modo por uno de sus contemporáneos: “Varios jóvenes poetas con mucho talento no pudieron, aunque estuvieran imbuidos de las doctrinas filosóficas, escapar de la seducción de la nueva escuela;²³² llevados casi a sus espaldas, adoptan en parte las formas y los colores que les son particulares; sólo sus pinturas son más sombrías, más terribles, y no es posible encontrar nada en ellas que nos recuerde el cielo”.²³³ Esta postura espiritual llega al colmo con el estremecimiento subsecuente de 1830: a esta última crisis, sobre todo, hay que relacionar, tal parece, de entre los recuerdos que relata en su Confession aquellos que pudo haber vivido realmente. Un aspecto que puede sorprender de la manera en que Musset rememora esa desesperanza, es que, lejos de idealizar o de exaltar según la usanza del romanticismo negro, al ofrecer su lúgubre negativa a esperar por una suerte de privilegio espiritual, deteste con franqueza el estado de ánimo

que describe y maldiga a sus iniciadores. Estas maldiciones sensibleras —hemos visto que se disculpa por ello con Goethe y con Byron— rápidamente se convierten en un sermón de poética y optimismo: “¿Qué no cantaban el perfume de las flores, las voces de la naturaleza, la esperanza y el amor, las viñas y el sol, el azur y la belleza?” Va más lejos todavía, se pone a sí mismo como modelo de este género; le dice a Byron: “Yo, que te hablo y que no soy más que un niño, quizá he conocido males que tú no has sufrido, y con todo creo en la esperanza, y con todo bendigo a Dios”.²³⁴ ¿En qué se convirtió el pesimismo violento de hace un rato? ¿Es necesario pensar que Musset trata de eludirlo?, ¿que evita asumirlo de verdad? Ello iría muy de acuerdo con la debilidad fundacional que hay en él.

Pasado, presente, futuro

Lamartine, al hacer uso del reclamo optimista dirigido a Byron, ganó la partida a Musset con más de 15 años de anticipación.²³⁵ Sin embargo, Lamartine era sinceramente espiritualista y sermoneaba con gravedad al poeta inglés en nombre de una esperanza altamente profesada; no era posible encontrar en él ninguna indecisión. Las recriminaciones de Musset son propias de un espíritu inestable, que quiere reír después de haber llorado, que oscila sobre cualquier otra cosa entre el frenesí de la desesperanza y el enternecimiento de la felicidad. Es posible verlo dudar acerca de cada tópico romántico entre estas dos tonalidades opuestas: duda que manifiesta a la vez, abrupta y contradictoriamente, su filiación para con sus predecesores románticos y la diferencia que lo separa de ellos. Retoma después de ellos el debate de la negación y de la fe, pero sin encontrar una salida; ellos sacaban de una experiencia angustiosa los elementos de una esperanza, en Dios, en el hombre, en el porvenir: lo que él, a pesar de sus esfuerzos, no puede o no sabe hacer. No obstante lo intenta; aquí un ejemplo. Es un pensamiento común entre los contemporáneos de Chateaubriand y de Hugo ver un presente desamparado entre un pasado muerto y un futuro incierto. Musset le otorga un lugar destacado en su Confession. No es de sorprender, ya que lo conocemos, encontrar este pensamiento tratado de manera siniestra, en Fantasio: “La eternidad es un gran nido, del que todos los siglos, como pequeños aguiluchos, han volado cada cual a su vez para atravesar los cielos y desaparecer; el nuestro ha llegado también al borde del nido; sin embargo, le hemos cortado las alas, y espera la muerte, mirando el espacio al que no puede arrojarse”.²³ No obstante, tenemos a la mano, en su Confession, esta misma idea en una forma más habitual y más contenida:

Tres elementos conformaban […] la vida que se ofrecía a los jóvenes en aquel entonces: detrás de ellos un pasado destruido para siempre, que aún se agitaba desde sus ruinas, con todos los vestigios de los siglos del absolutismo; frente a

ellos la aurora de un horizonte inmenso, los primeros destellos del porvenir; y entre estos dos mundos… algo parecido al océano que separa el viejo continente de la joven América, un no sé qué vago y flotante, una mar encrespada y llena de naufragios.²³⁷

Y más aún: “Todo lo que era ya no es; todo lo que será aún no es. No busquen en otra parte el secreto de nuestros males”.²³⁸ Estas fórmulas dramáticas del presente vienen a dar aquí, por única vez en Musset, a la visión gloriosa del futuro, fórmulas que, a menudo, se encontraban enclaustradas en otros autores:

¡Oh, pueblos de los siglos futuros! [le sigue un cuadro de un campo cosechado lleno de alegría, con un horizonte inmenso y de una humanidad regenerada] ¡Oh, hombres libres! Cuándo será que agradezcan a Dios haber nacido para esta cosecha, piensen en nosotros que no estaremos ya; dicen ustedes que pagamos caro la calma de la que han de gozar; quéjense de nosotros más de lo que se quejan sus padres; pues nosotros padecimos muchos males dignos de reproche, y nosotros perdimos a quien los consolaba.²³

De nuevo, el hijo del siglo llora con amargura el tiempo en que le tocó nacer, aunque sin maldecirlo ni acusarlo, pero al igual que Lamartine o Hugo, lo hace bajo el símbolo de la prueba, proveedora de porvenir.

El desafío

Las dubitaciones de Musset se manifiestan con antelación y con más diversidad en lo que más le importa; sus reflexiones, lo sabemos, tienen menos por objeto los destinos humanos que la salvación personal, sobre la cual reflexiona a partir de su propia experiencia. Conocemos sus obsesiones al respecto, en particular la de las secuelas perniciosas de la pasión voraz de vida y de genio. Le ocurre confesar con gravedad el encanto vertiginoso, como si lo viviese en la indolencia, y casi en la alegría, de destruirse a sí mismo. Con mucha antelación propuso ese desafío, en un poema fechado en 1832. En él da crédito a que se le pregunte el porqué de su decadencia:

On me demande, par les rues, Pourquoi je vais bayant aux grues, Fumant mon cigare au soleil, À quoi se passe ma jeunesse, Et depuis trois ans de paresse Ce qu’ont fait mes nuits sans sommeil.

Donne-moi tes lèvres, Julie […] Mon imprimeur crie à tue-tête Que sa machine est toujours prête, Mais que la mienne n’en peut mais.

D’honnêtes gens, qu’un club admire, N’ont pas dédaigné de prédire Que je n’en reviendrai jamais.

Julie, as-tu du vin d’Espagne? […]

On dit que ma gourme me rentre, Que je n’ai plus rien dans le ventre, Que je suis vide à faire peur; Je crois, si j’en valais la peine, Qu’on m’enverrait à Sainte-Hélène Avec un cancer dans le cœur.

Allons, Julie, il faut t’attendre À me voir quelque jour en cendre, Comme Hercule sur son rocher. Puisque c’est par toi que j’expire, Ouvre ta robe, Déjanire, Que je monte sur mon bûcher.²⁴

[Me preguntan, en las calles,

por qué voy embobado en andar de aquí para allá, fumando mi cigarro al sol, en qué se me va la juventud, y luego de tres años de pereza qué hacen mis noches sin sueño.

Dame tus labios, Julie […]

Mi impresor grita a voz en cuello que su máquina siempre está lista, pero que la mía, nada tiene que hacer en la suya. Personas honradas, que un club admira, no flaquearon en predecir que yo ya nunca volvería allí.

Julie ¿tienes un vino de España? […]

Me dicen que me ha llegado la loca juventud, que no tengo ya nada en el estómago, que doy miedo de lo llano que me encuentro; creo, si es que valgo la pena,

que me enviarían a Santa-Elena con cáncer en el corazón.

Vamos, Julie, es preciso esperar que un día me vean en cenizas, como Hércules sobre su roca. Pues por ti es que perezco, extiende tu manto, Deyanira, que ya he subido a mi pira.]

Todavía era demasiado temprano para acusar de esterilidad a Musset; en ese tiempo tenía 22 años. Sin embargo parece que, para leer estos versos, no hacía falta resistirse a ello, pues esa decadencia se le atribuía a su libertinaje. El mismo Musset, en la misma época, simula confirmar ese rumor enumerando una serie de colaboradores de la Revue des deux mondes, quienes, dentro de una pesadilla de Buloz, su director, todos encuentran un motivo para abandonarlo, y él se incluye sin miramientos entre los declinantes:

Dans les filles de joie Musset s’est abruti.²⁴¹

[De alegría en lo de las jovencitas Musset perdía la razón.]

En estos ejemplos, el humor y la actitud desafiante se unen. La misma acusación de una mala conducta que esteriliza se repite, aunque en términos menos brutales y sin embargo no menos claros, en “La Nuit d’août” [La noche de agosto]. Quien lo sermonea en este texto no es ningún calumniador sino la musa en persona; le reprocha desertar de su estudio por “alguna belleza altiva”; le pregunta qué ha hecho con los días de su juventud, y él responde:

Ô Muse! que m’importe ou la mort ou la vie? J’aime, et je veux pâlir; j’aimer et je veux souffrir; J’aime, et pour un baiser je donne mon génie; J’aime, et je veux sentir sur ma joue amaigrie Ruisseler une source impossible à tarir.

[…] Dépouille devant tous l’orgueil qui te dévore, Cœur gonflé d’amertume et qui t’es cru fermé. Aime, et tu renaîtras; fais-toi fleur pour éclore. Après avoir souffert, il faut souffrir encore; Il faut aimer sans cesse, après avoir aimé.²⁴²

[¡Oh, Musa! ¿Qué me importa la muerte o la vida? Amo, y quiero palidecer; amo y quiero sufrir; amo, y doy mi genio por un beso; amo, y quiero sentir en mi mejilla demacrada

correr un manantial imposible de agotar.

[…] Deshazte frente a todos del orgullo que te devora, corazón inflado de amargura que te creíste cerrado. Ama, y renacerás; hazte flor para florecer. Después de haber sufrido, hay que sufrir más; hay que amar sin cesar, después de haber amado.]

El tema se resuelve como rechazo a la jerarquía ya consagrada de valores: la fecundidad poética no vale más que la vida amorosa, al contrario; el amor y los dolores que le son propios, incluso si esterilizan el genio, no son considerados como debilitantes; son la vida misma, la única vida verdadera. Esta voltereta que da el tema descansa, en el fondo, sobre una santificación tenaz del amor cuyo lado infernal se descarta temporalmente. Con todo, ese lado infernal no puede ser anulado: la actitud vehemente de aceptar el desafío se confina a la necesidad de perderse, a ese heroísmo autodestructor que viene a ser una de las moralidades, tanto de las narraciones como de la poesía de Musset. La opinión no llama a esto heroísmo, sino más bien cobardía. No obstante, los esclavos del amor, desdeñosos de cualquier otro bien, poseen su grandeza pendenciera, sombría, obstinada, que domina el mundo y sus juicios. Eso es lo que Musset trató de ilustrar en el bellísimo cuento que tiene por título “Le Fils du Titien” [El hijo de Tiziano]. Para hablar sólo de lo esencial, la bella Béatrice Donato, joven viuda veneciana de alta alcurnia, busca por amor curar al pintor Pomponio Filippo Vecellino, hijo de Tiziano, del juego y de la pereza a los que se ha entregado, y convertirlo al amor de la gloria y del trabajo. En esta lucha, que ya conocemos, entre la disipación y el servicio al arte, ella interviene del mismo modo que lo hace la musa de Musset:²⁴³ “Ella quería hacer de Pippo algo más que su amante; quería hacerlo un gran pintor. Sabía de la vida inmoral que llevaba, y ella se había decidido a arrebatársela. Sabía que en él, pese a sus tropelías, el fuego sagrado de las artes aún no se extinguía, sino sólo estaba cubierto de cenizas, y ella tenía la esperanza de que el amor reanimara la chispa divina”.²⁴⁴ Ella consigue salvarlo durante un tiempo del juego; luego, al verlo

recaer en sus viejos placeres, ella le pide que le haga un retrato, sirviéndose de este medio para obligarlo a pintar. Acepta, pero el retrato se prolonga; y cada vez que se lo exige, se muestra siempre rebelde o evasivo. Una vez terminado el retrato, Béatrice, llena de esperanza en el futuro de su amado, observa que éste ha trazado sobre el lienzo los versos de un soneto. El primer cuarteto celebra a Béatrice, pero en lo que le sigue:

[…] Le fils du Titien, pour la rendre immortelle, Fit ce portrait, témoin d’un mutuel amour; Puis il cessa de peindre à compter de ce jour, Ne voulant de sa main illustrer d’autre qu’elle.

Passant, qui que tu sois, si ton cœur sait aimer, Regarde ma maîtresse avant de me blâmer, Et dis si par hasard la tienne est aussi belle!

Vois donc combien c’est peu que la gloire ici-bas, Puisque, tout beau qu’il est, ce portrait ne vaut pas (Crois-m’en sur ma parole) un baiser du modèle! ²⁴⁵

[El hijo de Tiziano, para inmortalizarla, hizo aquel retrato, testigo de un amor mutuo; luego dejó de pintar a partir de ese día,

queriendo con su mano sólo pintarla a ella.

Paseante, quienquiera que seas, si tu corazón sabe amar, mira a mi amada antes de injuriarme, y ¡di si por azar tu amante es tan bella!

Considera entonces qué poco es la gloria aquí abajo, pues, bello como es, ¡ese retrato no vale (créeme, te doy mi palabra) un beso de la modelo!]

Se puede percibir hasta qué punto y con qué destreza, en este cuento y en este soneto, el tema del desafío a las ideas preconcebidas ha sido atenuado y ennoblecido. El marco, los nombres, los lugares, la época se avienen a su favor: en todo lo concerniente al Renacimiento italiano, naturalmente la belleza tiene la última palabra; las fealdades atribuidas originalmente a la rebeldía o a la desesperación se difuminan en una serena y graciosa tristeza. ¡Cuánta distancia hay entre sacrificarlo todo por el trastorno de las pasiones y olvidarlo todo ante la belleza! En un caso distinto, Musset opone el humor al sermón y finge que justifica la pereza con graves atribuciones literarias:

Tout ce temps perdu me fut doux. Je dirai plus, il me fut profitable; Et si jamais mon inconstant esprit Sait revêtir de quelque fable Ce que la vérité m’apprit,

Je vous paraîtrai moins coupable. Le silence est un conseiller Qui dévoile plus d’un mystère; Et qui veut un jour bien parler Doit d’abord apprendre à se taire.²⁴

[Me fue grato todo ese tiempo perdido. Más aun, me fue de provecho; y si alguna vez mi ánimo inconstante sabe revestir con alguna fábula lo que la verdad me ha enseñado, les pareceré menos culpable. El silencio es un consejero que devela más de un misterio; y quien quiera un día hablar bien, primero debe aprender a callarse.]

Amparado en estas razones, la actitud de asumir el desafío persiste, luego de que Musset agregue:

Et, quand on se tairait toujours,

Du moment qu’on vit et qu’on aime, Qu’importe le reste? […]

[Y, cuando uno siempre se calle, mientras uno viva y ame ¿lo demás qué importa?]

Sin embargo, ya no es la temporada del humor cuando la disipación y el alcohol están involucrados. El rechazo a las críticas a veces es tan desesperado que esa actitud desafiante se vuelve súplica:

Qu’un sot me calomnie, il ne m’importe guère. Que sous le faux semblant d’un intérêt vulgaire, Ceux mêmes dont hier j’aurai serré la main, Me proclament ce soir ivrogne et libertin,

Ils sont moins mes amis que le verre de vin Qui pendant un quart d’heure étourdit ma misère. Mais vous qui connaissez mon âme tout entière, À qui je n’ai jamais rien tu, même un chagrin,

Est-ce à vous de me faire une telle injustice,

Et m’avez-vous si vite à tel point oublié? Ah! ce qui n’est qu’un mal, n’en faites pas un vice.

Dans ce verre où je cherche à noyer mon supplice, Laissez plutôt tomber quelques pleurs de pitié Qu’à d’anciens souvenirs devrait votre amitié.²⁴⁷

[Que un tonto me calumnie, no me importa en lo absoluto. Que bajo el semblante falso de un vulgar interés, los mismos a quienes antaño les di la mano, me proclaman esta tarde borracho y libertino.

Son menos mis amigos que el vaso de vino que durante un cuarto de hora ha engañado a mi miseria. Pero usted que conoce mi alma entera, a quien nada he callado, ni siquiera una pena,

¿está en usted causarme semejante injusticia, y me ha olvidado tan pronto y de esa manera? ¡Ah, lo que no es un mal, no lo haga un vicio!

En este vaso en que busco ahogar mi suplicio, mejor deje correr algunas lágrimas de piedad que viejos recuerdos a su amistad se debe.]

¿Salvación a través del amor?

No importa por dónde se lleve a cabo el acercamiento a Musset —su ley parece ser lo insoluble—, cualquier problema que a su parecer esté investido con la ambivalencia del amor, a la vez paraíso e infierno, se impone como modelo. Sin embargo, no hay quien soporte a voluntad una situación sin salida; aspiramos a desentrañarla, nos empeñamos en ello, con o sin un resultado. Lo mismo sucede con Musset; y puesto que, como es natural, ningún otro valor humano ni religioso le es tan valioso como el amor, es en el amor donde busca desesperadamente la salvación. Por otra parte, el amor es el lugar donde vive el combate entre el bien y el mal y justo en eso consiste toda búsqueda de salvación; en él sitúa una primera inocencia, pronto alterada; de ese modo transporta a ese lugar el esquema del Edén y de la caída legado por la religión. Dicha inocencia original, que tanto lo obsesiona,²⁴⁸ puede estar encarnada en una figura femenina de pureza,²⁴ contraria, dentro de su obra, a la figura de la traidora.²⁵ Con todo, esto resulta más consistente en lo que respecta a la experiencia del amor, incluso más difícil, que el hecho de que un solo ser encarne a la vez a la inocencia y al mal, uniendo dentro de sí a las dos fuerzas, la divina y la diabólica, del escenario religioso. Una sola mujer ha de ser a la vez entonces la autora de la perdición y de la llave de la salvación.²⁵¹ Ésta es precisamente la postura ante el problema que George Sand representó para Musset: en ella coincidieron la traición y la esperanza de un socorro providencial; la enemiga fue al mismo tiempo la salvadora. Sin embargo, Musset confiaba demasiado en sus fuerzas y en lo que George Sand podía ofrecerle. Sufrió cada vez más durante largo tiempo su relación, más que cualquier otra, porque creía que encontraría en ella una cura. En todo caso, la historia de este amor, es preciso entenderlo, no es un episodio biográfico que se pueda considerar como ajeno a su obra: en esta historia coinciden los problemas de su vida y los de su poesía.

Musset y George Sand

No se trata de contar ni de comentar a detalle la historia de sus amoríos. La conocemos sobre todo a través de su correspondencia, que ha llegado a nosotros incompleta, en ocasiones remendada o censurada y con lo que le han agregado de sus propias aventuras, nos ha llegado disfrazada o novelada, en algunos de sus escritos o en ciertas narraciones, más o menos inspiradas por ellos.²⁵² Más tarde, una literatura crítica utilizó estas fuentes, sobre todo aquello que se conocía de su correspondencia, para contar la historia de los “amantes de Venecia”, que cada quien interpreta a su manera.²⁵³ En los malentendidos de los dos amantes, la mayoría de las críticas trataban de aclarar quién tenía razón o quién se equivocaba: tarea azarosa, la misma ética de las relaciones sentimentales estaba sujeta a discusión.²⁵⁴ Apenas podríamos afirmar, sin temor a equivocarnos, que Musset, de los dos, es el que más sufrió; sin embargo, el más infeliz en un asunto como éste no es necesariamente el más inocente. No esperemos entonces encontrar aquí una frase como las que se decían en las cortes de amor los amantes que discutían. Sólo tratemos de entender lo que Musset espera de este amor, qué dificultades encontró en él, por qué se obstinó en superarlas o en negarlas a costa de grandes sufrimientos, y si aprendió la lección de sus errores. Y no olvidemos que esta peculiar aventura no inauguró la filosofía sentimental de Musset; entre los temas sentimentales y de reflexión a que dio lugar, no hay en realidad ninguno que no haya sido ya prefigurado en algunos de sus escritos anteriores. La relación duró 20 meses, del verano de 1833 al final del invierno de 1834-1835;²⁵⁵ cuando la relación comenzó, Musset ya había escrito “Les Vœux stériles”, La Coupe et les levres, Namouna, André del Sarto, Rolla, Les Caprices de Marianne [Los caprichos de Mariana]. Ya hemos podido comprobar todo lo que, en sus obras, claramente anunciaba algunos de los rasgos de la constitución sentimental de Musset: culto al amor, inocencia y corrupción, la mujer como enemiga, tentación de fraternizar con el rival, mentira universal, derrumbe y veleidad de salvación. Todo lo anterior se vio intensificado y soberbiamente recreado durante su aventura con George Sand.

Contamos, a través de las cartas de Musset, con alguna idea de cómo comenzó su relación. Musset sin duda estaba viviendo algo que le era nuevo. Tan pronto conoció a George Sand, le envió los versos de “Indiana”, poema del que ya hemos citado algunas estrofas, y que tratan de la dicotomía entre el ideal y lo real.²⁵ Un mes más tarde, acaba de leer Lélia; le expresa su admiración a la autora, le dice que no se trata de cortejar ordinariamente a una mujer como ella, pues, escribe, “usted sólo puede ofrecer amor moral —y yo no se lo puedo dar a nadie”; sólo desea ir a verla: “Me gustaría mantener el contacto con usted mi querido señor George Sand, quien de ahora en adelante es para mí un hombre con genio”.²⁵⁷ En lo sucesivo tampoco se declara expresamente enamorado;²⁵⁸ y dos días después se queja con amargura de su condición; prisionero en un ataúd sellado donde su “triste naturaleza” y los hombres lo han encerrado, sin duda fue muy poco claro con ella, mudo y pasivo, a causa de tanto respeto: “Puedo besar a una mujer sarnosa y muerta de borracha —escribe—, pero no puedo besar a mi madre. Ama a quienes saben amar, yo sólo sé sufrir […] Adiós, George, la amo como un niño”.²⁵ Estas cartas muestran a Musset en presencia de una mujer nueva para sus ojos, autora de mucho talento y de un ingenio prestigioso, que lo intimida y le hace ver una relación amorosa desconocida para él hasta ese momento: la unión física y el pacto acostumbrado entre amantes, de ternura y dominación, no serán lo único. Lo sorprendente es que Musset establece desde ese momento entre él y ella una relación insólita, no sólo de pretendiente a mujer reverenciada, sino de hijo a madre: variante que sobrepasa los límites de la humildad requerida en la galantería, y que a decir verdad sugiere algo muy distinto puesto que envuelve de prohibiciones, en las frases mismas de Musset, la interacción amorosa: sólo habrá amor moral, y sólo de su parte, porque él no puede darlo. El amante, más que un amante, se asume como un ser sufriente, que busca consuelo y refugio maternales. Musset entreveía sin duda en George Sand cierta inclinación, poco común, a aceptar ese compañero y ese papel.² Ambos se pertenecían, si se nos permite afirmarlo, gracias a una aptitud maravillosa tanto de hacerse sufrir como de darse alivio. Musset probablemente esperó, con esta relación inusitada, remediar sus sufrimientos habituales en el papel de amante, en el sentido ordinario de la palabra, papel que él también tenía la intención de asumir: que la reverencia y la devoción disiparían los celos y la enemistad. No hacía más que, ay, agravar su martirio al instituir, con el “amor moral”, una nueva fuente de insatisfacción y de quejas, mezcladas a las del amor sin más. El pretendido remedio no fue para él más que una nueva figura del mal, y tardaría mucho tiempo en convencerse de ello. Cuando ya eran amantes, dejaron de escribirse, y nos falta información de los

primeros seis meses de su relación; por ende, no sabemos si vivieron al inicio una etapa feliz ni cuánto duró. El único indicio podría encontrarse en un soneto de Musset, si es que es del otoño de 1833 como suponemos; citamos los tercetos (después de haber dicho adiós a los hombres en los cuartetos):

Et nous, vivons à l’ombre, ô ma belle maîtresse! Faisons-nous des amours qui n’aient pas de vieillesse; Que l’on dise de nous, quand nous mourrons tous deux:

Ils n’ont jamais connu la crainte ni l’envie; Voilà le sentier vert où, durant cette vie, En se parlant tout bas, ils souriaient entre eux.² ¹

[Y nosotros, oh mi bella amada, vivimos a la sombra. Hacemos amores que no tienen vejez; que digan de nosotros cuando muramos los dos:

nunca conocieron ni el temor ni la envidia; aquí está el sendero enverdecido por el que, durante esta vida, hablándose despacio, sonrieron entre sí.]

Sin embargo, George Sand contó, en Elle et Lui, que, poco después del comienzo de su relación, durante un paseo por Franchart, dentro del bosque de

Fontainebleu, asistió a una impresionante crisis nerviosa de Musset;² ² también afirma que él no tardó en ostentar para con ella un estilo cínico y libertino que la lastimaba,² ³ y que abusaba del alcohol. No sabemos hasta qué punto hay que creerle. El hecho es que en Venecia en enero de 1834, donde situamos a los amantes, su relación parece estar seriamente alterada. Según se cuenta, ya habían sido orillados a vivir cada uno por su lado —Musset en la disipación, George Sand escribiendo—, a tenerse rencor recíprocamente por llevar vidas diferentes, y a considerar que ya no se amaban. Es sabido que Musset cayó gravemente enfermo en Venecia a principios de febrero, que sufrió, después de dos crisis violentas de fiebre, delirio y convulsiones; que George Sand lo curó con devoción, que a pesar de ello se convirtió a finales de ese mismo mes en la amante del doctor Pagello, al que había llamado para que atendiera a Musset; que Musset sospechó y vivió cruelmente celoso.² ⁴ Durante este periodo, George Sand debió unir a los ojos de Musset la imagen de la devoción con la de la traición: en estas seis semanas se asentaron más que nunca en su carácter los rasgos de la mujer traidora que tanto obsesionaba y habría de obsesionar su obra; sin embargo, también en el seno de esta desesperación, gracias a la relación ambigua que lo unía a George Sand, sacó una disposición para obtener una salvación que ella le otorgaría; ya no una dicha simple y cierta, sino una elevada y paradójica fórmula de “amor moral”, para retomar la expresión del mismo Musset en una de sus primeras cartas. Es ella la que concibió y propuso poner en práctica esta fórmula. ¿Cómo es posible que aquella a quien Musset tiene por traidora pueda creerla también mensajera de redención? Con todo, fue precisamente lo que sucedió. Esta extraña luz se elevó en el horizonte de Musset al momento de su convalecencia, a principios de la primavera de 1834. Es a partir de entonces cuando George Sand, en sus cartas a Pagello, luego de expresar su rechazo franco a cualquier simpatía para con Musset y la impaciencia de terminar con él,² ⁵ comienza a tenerle consideraciones maternales y reconciliadoras: ya no es el celoso insoportable, el impulsivo inaguantable, sino “ese pobre niño enfermo”.² Muy pronto construye una imagen edificante del trío sentimental: Musset, el niño que hay que cuidar; Pagello el gran y noble amigo; George el alma del trío y garante de su armonía. En la carta que le escribió a Musset tan pronto como se fue de Venecia, se lee: “Adiós, adiós, mi ángel, que Dios te proteja […] No lo digo por Pagello, si no fuera porque él te llora casi tanto como yo”.² ⁷ Musset no se opuso a esta visión de las cosas; desde abril, cuando llegó a París, hasta el verano, sus cartas a George Sand están repletas de la constante del bien amado rival, como si sintieran un profundo deseo de fraternizar con él: “¡Joven con bravura! Escribe,

dile cuánto lo aprecio, y que no puedo retener el llanto al pensar en él”;² ⁸ o bien: “Dime […] que te has entregado al hombre que amas, háblame de tus alegrías”;² y más: “Amo a este muchacho, casi tanto como tú”.²⁷ Este sacrificio, llevado a término con un aparente fervor, propio de unos celos que sabemos violentos, parece ir de la mano con la transfiguración de George Sand en figura maternal, que sugiere la exclusión de toda relación carnal con ella. Musset escribía en la misma época: “Pobre George: pobre y querida niña, estabas en un error, te creíste mi pareja, sólo eras mi madre; el cielo nos había hecho el uno para el otro; nuestras inteligencias, en su elevada esfera, se reconocieron como dos pájaros de las montañas, volaron una detrás de la otra. Sin embargo, el encuentro fue demasiado fuerte; fue un incesto lo que cometimos”.²⁷¹ Esta figura de estilo debe responder a una idea de purificación: la mujer ya no es objeto de deseo,²⁷² como el rival deja de ser objeto de odio; y mucho más, se erige como modelo de virtud: “Sí, George —escribe Musset—, que vale más de lo que pensaba; cuando vi a este decidido Pagello, reconocí la parte buena de mí mismo, más pura y exenta de las manchas irreparables que en mí la envenenaron”.²⁷³ No se pone en duda que en todo caso Musset busca las vías de lo que en religión se llama reforma: un cambio de los principios que orientan hacia la salvación. Ésta es, en la cima ideal de la crisis, la expresión que intercambian los amantes. Es natural que no se haya tomado esta ideología, llamémosla así, como moneda corriente; estos pensamientos de “amor moral” están demasiado enmarañados, entre una carta y otra, e incluso dentro de la misma, con las floraciones vivaces y confusas del otro tipo de amor, que no se deja reformar tan fácilmente. Sin embargo, no se ha querido ver en esta retórica ideal más que la puesta en escena de una mujer taimada queriendo calmar a su amigo incómodo y convencerlo de regresar solo a París una vez que ha sido debidamente moralizado, cosa que efectivamente tuvo lugar. Los partidarios de Musset insistieron sobre este punto, sin darse cuenta de que al hacer de su poeta una víctima pura, hacían de él un tonto y casi un imbécil, algo que, ciertamente, no era. Por un lado, es un hecho que George Sand había desempeñado desde un inicio, en la relación, el papel de educadora moral.²⁷⁴ Por otro, sabemos que Musset, mucho antes de conocer a George Sand, estaba obsesionado con ideas de decadencia y de culpabilidad, y sabíamos que podía necesitar de una autoridad femenina del tipo maternal para vivir, de cara a ella, sus rebeliones y sus sumisiones.²⁷⁵ De esta complicidad de pareja, sin duda inestable, pero profundamente fundamentada, nació el fantasma de redención al que se entregaron. Ni ella hubiese alimentado su imaginación como lo hizo, de no ser porque en ella el interés estaba sustentado en la

inclinación de su corazón; ni él se hubiera doblegado, despreciando el posible ridículo de su posición, a ser tan sólo un hombre de mundo —que no le molestaba ser—, si no hubiera creído encontrar en ello una escapatoria para sus males. Una vez terminada toda quimera, es posible ver claro; sin embargo, la verdad de los individuos se encuentra tanto en lo que desean en vano como en lo que realmente pueden conseguir. En mayo de 1834 George Sand, quien se había quedado en Venecia, pone a modo literario, con la intención de volverlo interesante para el público, la historia de la decadencia y la redención de Musset. Éste fue el tema de la primera de sus Lettres d’un voyageur [Cartas de un viajero];²⁷ donde culmina, mediante una mejor dramatización, toda historia espiritual de su protagonista con el episodio en Venecia.²⁷⁷ “Te sentías joven —escribe—, creías que la vida y el placer eran uno solo. Te fatigabas en disfrutar de todo, rápido y sin reflexión alguna. Ignorabas tu grandeza y dejabas ir tu vida al son de las pasiones que habrían de gastarla y apagarla, como otros hombres tienen derecho de hacerlo.”²⁷⁸ Lo acusa de derrochar sus bienes, lo ve echando “al abismo todas las piedras preciosas de la corona que Dios le había puesto […] ¿Qué clase de amor por la destrucción se incendiaba dentro de ti, qué odio tenías en contra del cielo? ²⁷ George Sand cree que su ángel guardián le daba miedo: “Tus ojos no soportaron el destello de su rostro, y huiste de él”. Luego el símbolo bíblico de Jacob luchando contra el ángel; vencido, cede a los placeres vanos y cae en poder del enemigo: “El misterioso espíritu te reclamó y te aprehendió”, aunque algo en él se resiste: “Tu voz, que se alzaba para blasfemar, entonó, a pesar tuyo, cantos de amor y de entusiasmo”. Musset es engrandecido como debe ser el tan reprobado romántico; la misma envergadura de su espíritu es la causante de que se vuelva presa del espíritu del mal: “La fuerza de tu alma te fatigaba; tus pensamientos eran demasiado vastos, tus deseos demasiado inmensos; tus débiles hombros cedían al peso de tu genio. Buscabas en las truncas voluptuosidades de la tierra olvidar los bienes imposibles que, desde lejos, habías divisado”. Hasta que conoce la amistad, es decir, la presencia salvadora de una amiga; sin embargo, una vez más, pierde las casillas, y el recuerdo de viejas degradaciones no lo deja en paz.²⁸ Entonces se produce el terrible castigo:

Dios, irritado por tu rebeldía y tu orgullo, puso su mano ardiente de ira en tu cabeza, y en un instante tus ideas se confundieron, tu juicio te abandonó. El orden divino establecido en las fibras de tu cerebro fue violentado. La memoria,

el discernimiento, todas las nobles facultades de la inteligencia, tan dispersas en ti, se confundieron y fueron borradas como las imágenes que una ventisca despeja. Te levantas de tu cama gritando: —¿Dónde estoy? ¡Amigos míos! ¿Por qué me han enterrado vivo?

Bajo esta óptica, las convulsiones, la fiebre, los delirios fueron el castigo a una mala conducta. Por suerte, el castigo fue, no menos sobrenaturalmente, condonado: “Una fuerza desconocida —prosigue la Lettre— […] te quitó el sudario que se extendía sobre ti”. Por lo tanto, se trata de una suerte de gracia divina: es preciso que así sea por la importancia del caso y también porque la mejor parte tuvo lugar antes de que el pecador haya hecho algo para merecerlo. Esta gracia tampoco fue invocada: “Cumplió mis plegarias —escribe George Sand—, hizo que te rindieras ante mi amistad”, de suerte que, “cuando nos separamos, yo estaba orgulloso y feliz²⁸¹ de verte entregado a la vida; le atribuía un poco a mis cuidados la gloria de haber contribuido a que eso pasara”.²⁸² Esta versión, altamente literaria y didáctica del destino de Musset, pudo haber satisfecho a la pareja, pues está dispuesta de tal modo que no se sugiera la estupidez de uno y la perfidia del otro. George Sand podía encontrar en la carta con qué calmar su perturbación o sus remordimientos, a través de la práctica de su caridad. Musset, lejos de tomar este sermón como si se tratara de una camisa de fuerza, veía en esta versión de su relación el retrato que en ocasiones había hecho de sí mismo, de su doble personalidad, buena o mala;²⁸³ ya había corroborado con la conclusión de George Sand desde que le escribiera, días antes: “Siéntete orgulloso, mi querido y bravo George; hiciste hombre a un niño”.²⁸⁴ E incluso podríamos preguntarnos ¿por qué las consideraciones providenciales de la Lettre y la supuesta intervención del Altísimo en la aventura del poeta, no consiguieron proveerle de fe? Apelar a la piedad común provoca en ocasiones, en un estilo como éste, que la historia de nuestras andanzas y malandanzas tome grado de credibilidad imposible de calcular; ahora bien, es sabido que la sensibilidad romántica gusta de imitar, a su manera, los enfoques de la fe popular. En todo caso, a Musset la carta le pareció “sublime”;²⁸⁵ y puesto que, en la siguiente carta, volvía a celebrar el gran amor y la apertura de su corazón,²⁸ George Sand le envío en respuesta un caluroso comentario que le diera ánimo: “¡Mira lo equivocado que estabas cuando te creías desgastado por los placeres y entorpecido por la experiencia! ¡Mira cómo tu cuerpo se ha renovado y cómo tu alma deja su crisálida!”²⁸⁷

Musset, desde el 30 de abril, había planeado escribir el libro de su amor con George: “Tengo muchas ganas de escribir nuestra historia; me parece que hacerlo me sanará y enaltecerá mi corazón. Me gustaría construirte un altar, ojalá pudiera ser con mis huesos”.²⁸⁸ Vemos cómo nació este libro, difícil de comprender si no se leen las cartas de estas semanas. A veces nos preguntamos —luego de que Musset nos transmita, a través de sus versos y de las confidencias a quienes le son cercanos, sus recriminaciones concernientes a la persona y al carácter de George Sand— por qué la trata con cuidado, por qué incluso llega a exaltarla y a idealizarla hasta tal punto en La Confession. Pues este libro es, en su esencia, el libro de la George Sand salvadora, o al menos fervientemente deseada y querida como tal; éste es el testimonio de aquello en lo que consistió, entre los dos, lo sublime de su amor. Musset no tuvo que disfrazarse ni forzar su personalidad para escribirlo: en este libro proclama, al igual que en sus cartas, cuán verdadero es ese amor sin parangón, todo lo que un amor como ése permitía entrever, incluso en el dolor y los desórdenes del lado impulsivo y natural del amor. Ningún cántico se eleva tanto, en el registro romántico y humanitario, como en la impresionante carta que le escribió a George Sand después de que regresó de París en agosto de 1834, luego de haberse separado de nuevo de ella:

Te envío un último adiós, mi bien amada, y te lo envió con confianza, no sin dolor, pero sin desesperanza […] Nuestra amistad está consagrada, mi niño. Recibió ha tiempo, frente a Dios, el santo bautizo de nuestras lágrimas. Como él, nuestra amistad es inmortal. Ya no temo nada ni espero nada […] Quien de ti es amado, George, ya no puede maldecir […] Mas no moriré sin haber escrito mi libro, de ti y de mí (de ti, sobre todo). No, bella mía, mi santa prometida, no te recostarás sobre esta fría tierra sin que ésta sepa a quién ha acogido. No, no, juro por mi juventud y por mi genio que no pondré sobre tu tumba más que azucenas incólumes; pondré con mis manos tu epitafio en mármol más puro que las estatuas de nuestras glorias de un día. La posteridad enunciará nuestros nombres como los de aquellos amantes inmortales que sólo son el uno para el otro, como Romeo y Julieta, como Eloísa y Abelardo; jamás se hablará de uno sin que se hable del otro. Será un matrimonio más sagrado del que consagran los sacerdotes; el matrimonio imperecedero y casto de la inteligencia.²⁸ Los pueblos futuros reconocerán en nuestro amor el símbolo del único Dios al que adoran; ¡quién no ha dicho que las revoluciones del alma humana siempre tienen precursores que las anuncian para su siglo! Y bien, llegó el siglo de la

inteligencia.² Resurge de las ruinas del mundo, la soberana del porvenir; grabará tu retrato y el mío en una de las piedras de su collar. Será el sacerdote que nos bendiga […] escribirá nuestros nombres sobre la nueva corteza del árbol de la vida; terminaré tu historia con mi himno de amor; haré un llamado desde el fondo de un corazón de 20 años a todos los niños de la tierra; hablaré al oído de este pueblo hastiado y corrompido, ateo y crapuloso, la trompeta de las resurrecciones humanas, que Cristo dejó al pie de su cruz.² ¹ ¡Jesús, Jesús, yo también soy hijo de tu padre! Te daría los besos de mi prometida pues tú me los has entregado, a través de tantos riesgos, de tantas andanzas desde tan lejos, por las que tuvo que pasar para llegar a mí.² ² Haré una tumba para ella y para mí, una tumba que será siempre verde, y quizá las generaciones venideras retomarán algunas de mis palabras, quizá bendecirán un día a los que habrán de golpear un día, con el mirto del amor, a las puertas de la libertad.² ³

Musset escribía esta carta una noche antes de su nueva separación; a finales de agosto partió rumbo a Baden; ella hacia Nohant. En las cartas de Baden regresa a la retórica presa del deseo y de la frustración. Se reencuentran en París a mediados de octubre, y los sobresaltos de una pasión desordenada, entre rupturas y reconciliaciones, ocupan los meses que le quedaban a su relación. Lo suyo no se acabó hasta principios de marzo de 1835. Musset sólo había podido ser imaginariamente el cantor de su salvación. La fe romántica, a la que aspiraba con obstinación, no era su causa. Una visión extraordinaria —sueño o fantasía fúnebre— de un tiempo antes de su ruptura final nos ofrece una última versión, negativa y trágica, de la Apoteosis de amor. En ella vemos cómo Musset se identifica con el fantasma de Sténio, el amante suicida de Lélia en la novela de George Sand, y quizá el primer lazo entre ella y él:

No duerme bajo los carrizos del lago ese Sténio tuyo; está a tu lado, asiste a todos tus dolores, sus ojos cubiertos de lágrimas se desvelan en tus noches silenciosas […] ¡Ah, sí, soy yo, me sentiste! Cuando su figura pálida se te presentó en la calma de la noche; cuando escribiste por primera vez su nombre en la primera página, yo me acercaba. Una mano invisible me llevaba a ti, el Ángel de tus dolores me había puesto entre las manos una corona de espinas y un sudario blanco, y me había dicho: llévale esto: le dirás que soy Yo quien se lo envía. Yo que creía tener una corona de flores, y el velo de mi prometida; llegué

y le entregué las cosas. —Quizá tú también lo creíste, pues las pusiste en tu cabeza, y me acercaste a tu corazón; hablaste a la vez de dicha y de muerte; me dijiste que de ti aprendía la vida y el amor, y te dijiste, a ti misma, es preciso que me muera; me ha llegado el día.

Ya no se trata de inmortalidad humanitaria, sino de muerte; todo el ideal del amor está dentro del orden de la muerte, que el mismo Musset propone; predestinado a George Sand, y ya dentro de su obra tiempo antes de entrar en su vida, es su muerte lo que, sin saberlo, viene a darle sentido. Con todo, se encuentra tentado a reanimarla:

Yo, me decía: ya sé lo que haré, la llevaré conmigo a una pradera, le enseñaré las hojas que crecen, las flores que se aman, el sol que lo calienta todo en el horizonte lleno de vida; haré que se siente sobre la paja dorada, escuchará y entenderá bien lo que dicen los pájaros, todas esos riachuelos con la armonía del mundo —reconocerá a todos sus miles de hermanos, y a mí entre uno de ellos. Nos estrechará en su corazón, se volverá blanca como una azucena, y echará raíces en la savia del mundo todopoderoso.

En vano, pues es su propia impotencia lo que va a vivir en carne propia:

Entonces te tomé y te llevé conmigo; pero me sentí muy débil […] había atravesado un territorio tan triste que mi corazón ya no podía suavizarse sin sufrir, tanto había sufrido para poder endurecerse; así que mis brazos estaban relajados y enjutos, y te dejé caer. No me quisiste creer. Me dijiste que había sido porque eras muy pesada, y agachaste el rostro; sin embargo, me hacías señas con la mano para pedirme que siguiera sin ti, y ya sólo te vi como una pequeña eminencia² ⁴ por encima de la yerba. Me puse a llorar sobre tu tumba y de pronto sentí la fuerza de un millar de hombres para llevarte conmigo, pero las campanas sonaban a lo lejos […] Entonces llegaron unos hombres que me dijeron: aquí yace, nosotros la matamos; mas yo me alejé horrorizado diciendo: yo no la maté, si tengo sangre en las manos es porque yo la amortajé, y ustedes, ustedes la

mataron y se lavaron las manos. Dense cuenta de que no escribo en su tumba que fue buena, sincera y grande² ⁵ […] El día que salga de la tumba su cara tendrá las marcas de sus golpes, pero sus lágrimas los disimularán y me dará una lágrima a mí. —¡Pero qué no ves las mías! Mi fatal juventud me pintó en el rostro una risa convulsiva […] Mueres muda en mi corazón, mas yo no volveré a la vida mientras tú no estés; amaré las flores de tu sepulcro como te amé a ti; me dejarán beber como tú de su dulce perfume y de su triste rocío; se marchitarán como tú sin responderme y sin saber por qué se están muriendo.²

Si la religión del amor es lo que más estrechamente une a Musset con el romanticismo, y si alguna vez pudo celebrar con fervor esta religión, e incluso de la manera más humanitariamente articulada, y la más gloriosa, asistimos a la constatación de que esta vez la salvación en el amor sólo es el objeto de una canción de duelo. Sin duda éste es el significado principal de tal visión; esta canción suena el toque de difuntos de toda esperanza en un amor salvador, y lo hace sin culpar ni a la mujer ni al amante de nada de ello. Su belleza se debe en gran medida al hecho de que la esperanza, en ruinas, esté presente, y lo esté sin recriminación alguna. Fue un destino enemigo quien puso la corona de espinas y el sudario en las manos del amante, quien a su vez creía llevar una corona de rosas y el velo de la prometida; quiso salvar a su bien amada, pero se quedó sin fuerzas. En cuanto a ella, entregada a la ausencia y a la muerte, usa las fuerzas que le restan para rogarle al amado que se vaya sin ella. También los dos sufrieron de un destino fúnebre. Sin embargo, otros significados, más profundos, complican este lamento patético. Hacer ver a George Sand como entregada a la muerte por quererla, el propio Musset, hacer participar de la vida del universo, no es precisamente representar lo que pasó en verdad: Musset, por decisión de su ego, pone en agonía a la amada que ha dejado de amar, imputándole los errores de su vida, con los que él mismo podría culparse. En este sentido, es una despedida, un adiós a aquello que ya no es.² ⁷ Por otra parte, parece que el amante no está tan seguro de ser inocente de la muerte de su amada; se disculpa con esfuerzo, rechaza el crimen aludiendo a una multitud anónima; se dice estar seguro de que, cuando ella vuelva a él, ella le consagrará una lágrima. De esta manera, en esta visión final, que quisiera establecer sin resentimiento el duelo de una esperanza, palpita secretamente el carácter conflictivo propio de toda relación. Un año más tarde, Musset, manteniendo su promesa, publicó La confession d’un

enfant du siècle, tal y como se lo había dicho a George Sand. Sin embargo, entre tanto, habían comenzado a aparecer los poemas del amor traicionado y del dolor puro: La Nuit de mai en 1835, La Nuit de décembre en el mismo año, en 1836 Lettre à Lamartine, en 1837 La Nuit d’octobre. La misma canción resonará durante mucho tiempo en la obra de Musset; en 1844, el solo recuerdo de Venecia basta para inspirarle estos versos:

Toits superbes! froids monuments! Linceuls d’or sur des ossements! Ci-gît Venise. Là mon pauvre cœur est resté. S’il doit en être rapporté Dieu le conduise!

[…] L’as-tu trouvé tout en lambeaux Sur la rive où sont les tombeaux? Il y doit être. Je ne sais qui l’y cherchera, Mais je crois bien qu’on ne pourra L’y reconnaître.

Il était gai, jeune et hardi; Il se jetait en étourdi

À l’aventure. Librement il respirait l’air, Et parfois il se montrait fier D’une blessure.

Il fut crédule, étant loyal, Se défendant de croire au mal Comme d’un crime. Puis tout à coup il s’est fondu Ainsi qu’un glacier suspendu Sur un abîme.² ⁸

[¡Techados soberbios! ¡Fríos monumentos! ¡Sudarios de oro sobre las osamentas! Aquí yace Venecia. Allí se quedó mi pobre corazón. ¡Si ha de regresar que Dios lo guíe!

[…] ¿Ahí lo encontraste todo en andrajos sobre el río donde están las tumbas?

Allí debe encontrarse. No sé quién lo ha de buscar, pero creo que nadie podrá reconocerlo.

Era alegre, joven y arrojado; se lanzaba a la aventura sin pensarlo. Respiraba libremente, y a veces hasta se mostraba orgulloso de las heridas.

Fue crédulo, siendo leal, defendiéndose de creer que el mal es un crimen. De pronto se hundió como un glaciar suspendido de un abismo.]

Sabiduría y dolor

Decididamente la búsqueda de la salvación no era la vocación de Musset. Sus más profundos instintos lo encaminaban con mucha antelación por una vía de pasión tan desbocada como para que pudiera en verdad abrirse camino —ya incluso aspirar a ello— por otra vía. Su forma espontánea de reaccionar a las experiencias no era reformarse, sino glorificar el mal como si se tratara del bien del amor. Sin embargo, esta actitud, llevada al extremo, le daba miedo; la actitud de desafío absoluto sobrepasaba sus fuerzas: no era más que el sobresalto sin secuelas de su debilidad. Sólo le quedaba el coraje de vivir y bendecir la cruda verdad de la experiencia. Tenía que convencerse y afirmar que el amor, al encontrarse en el corazón de la vida, no la destruye, sino la complementa y la hace más fuerte, a través del dolor mismo. Musset experimentó y sintió muchas veces lo contrario. Pero es lo mismo; cambia de tono para consolarse y para consolar a sus lectores. Profesa, o hace que su musa profese, una exageración del mal; luego deja de padecer desesperación para entonces enseñar algo; para transmitir un conocimiento. Por lo demás ¿qué más podría hacer? “El corazón — dice— herido en su esencia misma, con su primer impulso, sangra y parece quedar desgarrado para siempre. No obstante, vivimos; y hay que amar para seguir viviendo.”² Si hay que amar para vivir ¿cómo salvarse de esta ley sin ser corto de espíritu? Es posible, con una sonrisa en el rostro, que Musset abogue incluso a favor de la debilidad suprema, a favor del “trueque”, como se decía antaño, esto es, por la inconstancia y los amores consecutivos, pecado capital según el dogma del amor, y tema inmediato de lamentación en tantos de sus poemas.³ Celebra las ventajas de este tipo de amor en una canción de 1831; cambiar multiplica el tesoro, igualmente valioso a través de los recuerdos, de las alegrías y de las penas de amor:

J’ai dit à mon cœur, à mon faible cœur: N’est-ce point assez d’aimer sa maîtresse?

Et ne vois-tu pas que changer sans cesse, C’est perdre en désirs le temps du bonheur?

Il m’a répondu: Ce n’est point assez, Ce n’est point assez d’aimer sa maîtresse; Et ne vois-tu pas que changer sans cesse Nous rend doux et chers les plaisirs passés?

J’ai dit à mon cœur, à mon faible cœur: N’est-ce point assez de tant de tristesse? Et ne vois-tu pas que changer sans cesse, C’est à chaque pas trouver la douleur?

Il m’a répondu: Ce n’est point assez, Ce n’est point assez de tant de tristesse; Et ne vois-tu pas que changer sans cesse Nous rend doux et chers les chagrins passés?³ ¹

[Le dije a mi corazón, a mi débil corazón: ¿no basta con amar a la amada? ¿Y qué no ves que cambiar sin cesar

es perder en deseos el tiempo para ser feliz?

Me respondió: no basta, no basta con amar a la amada; ¿y qué no ves que cambiar sin cesar nos vuelve dulces y dilectos los placeres pasados?

Le dije a mi corazón, a mi débil corazón: ¿No basta con tanta tristeza? ¿Y qué no ves que cambiar sin cesar es encontrar dolor a cada paso?

Me respondió: no basta, no basta con tanta tristeza; ¿y qué no ves que cambiar sin cesar nos vuelve dulces y dilectas las cuitas pasadas?]

Esta canción es de admirarse en su totalidad; por ejemplo, que se retomen, perfectamente distribuidos, de principio a fin, versos hemistiquios, isostiquios o asimétricos junto al juego de las rimas; pero sobre todo la gradación perspicaz entre los dos primeros y los dos últimos cuartetos, de la pregunta que se hace: “¿No basta?”, y que significa en el verso “¿no basta para que seas feliz (amar a una sola mujer)?”, y en el décimo verso: “¿no basta tanta desdicha (por tanta tristeza de tantos amores sucesivos, para que quieras todavía afrontar otras

más)?” La última respuesta contiene todo el significado del poema: el dolor puede multiplicar sus golpes; al ir de un amor al otro, el dolor siempre se transfigura a través del recuerdo; lo que en su tiempo fue tortura conmueve maravillosamente a la memoria. Se los repitió constantemente a los antípodas de su carrera política; que la cobardía está en tener, por miedo a sufrir, una memoria desierta:

Le lâche craint le temps parce qu’il fait mourir; Il croit son mur gâté lorsqu’une fleur y pousse. Ô voyageur ami, père du souvenir!³ ²

[El cobarde teme al tiempo porque mata; cree que su pared está estropeada cuando le crece una flor. ¡Oh amigo viajero, padre del recuerdo!]

Este último verso, espléndida alegoría del Tiempo, es una paradoja del optimismo; mientras que los poetas lo toman, por tradición, como el gran enemigo, aquí es, gracias a la memoria, el gran consuelo. Mediante esta operación del recuerdo, los dolores del amor adquieren, por sí mismos, un significado y un valor, que se guardan entre las ruinas que dejaron. Esta visión optimista del corazón le inspiró a Musset un soneto admirable en cuanto a su brevedad, donde renace, en algunos centelleos, la totalidad de su experiencia:

J’ai perdu ma force et ma vie, Et mes amis et ma gaieté; J’ai perdu jusqu’à la fierté

Qui faisait croire à mon génie.

Quand j’ai connu la Vérité, J’ai cru que c’était une amie; Quand je l’ai comprise et sentie, J’en étais déjà dégoûté.

Et pourtant elle est éternelle, Et ceux qui se sont passés d’elle Ici-bas ont tout ignoré.

Dieu parle, il faut qu’on lui réponde. Le seul bien qui me reste au monde Est d’avoir quelquefois pleuré.³ ³

[Perdí mi fuerza y mi vida, y mis amigos y mi alegría; perdí hasta el orgullo que me hacía creer en mi genialidad.

Cuando conocí la Verdad,

creía que era mi amiga; cuando la comprendí y la sentí, ya me había causado hastío.

Y sin embargo es eterna, y quienes, en esta tierra, la hayan dejado de lado, lo han ignorado todo.

Dios habla, tenemos que responderle. El único bien que me queda en el mundo es haber llorado algunas veces.]

Todo lo esencial está presente en este poema: el mal de la pasión y sus secuelas, la irresistible pérdida de vitalidad, el orgullo perdido y la ilusión del genio disipada; la verdad desnuda y tentadora, y el hastío; luego, en los tercetos, la lección contraria de la vida: esta verdad, nuestra única experiencia, es a la vez nuestro único bien; la cobardía y el vacío de la abstención, el llamado al que no podemos evitar responder. Y para aquellos que respondieron aceptando la apuesta, la recompensa que les corresponde es haber llorado y recordar. Nótese que la divinidad tutelar a la que debemos semejante bien no es, en este caso, el tiempo, sino Dios, nombrado con todas las letras. Una trascendencia está perfilada en estas líneas, la cual se cree debe ofrecernos la experiencia y su recompensa, y, en realidad, no estuvo presente en la aventura y en su conclusión. Este Dios romántico, al que se quiere dador del bien de las lágrimas y del recuerdo, es sobre todo una imagen de la ley de la vida y del amor. Podríamos decir lo mismo de las enseñanzas análogas, aunque de un estilo más habitual, de la musa de La Nuit d’octobre. En estos famosos versos se expresa

una lección de sabiduría especialmente humanitaria, que vincula, sin ver ningún daño en ello, el arte de la dicha terrenal con la consideración del enriquecimiento espiritual; Dios sólo aparece en último plano para confirmar lo que es evidente en el plano terrestre:

Pourquoi, dans ce récit d’une vive souffrance, Ne veux-tu voir qu’un rêve et qu’un amour trompé? Est-ce donc sans motif qu’agit la Providence Et crois-tu donc distrait le Dieu qui t’a frappé? Le coup dont tu te plains t’a préservé peut-être, Enfant; car c’est par là que ton cœur s’est ouvert. L’homme est un apprenti, la douleur est son maître, Et nul ne se connaît tant qu’il n’a pas souffert. C’est une dure loi, mais une loi suprême, Vieille comme le monde et la fatalité, Qu’il nous faut du malheur recevoir le baptême, Et qu’à ce triste prix tout doit être acheté. […] Ne te disais-tu pas guéri de ta folie? N’es-tu pas jeune, heureux, partout le bienvenu? Et ces plaisirs légers qui font aimer la vie, Si tu n’avais pleuré, quel cas en ferais-tu?³ ⁴ […] N’as-tu pas maintenant une belle maîtresse?

Et lorsqu’en t’endormant tu lui serres la main, Le lointain souvenir des maux de ta jeunesse Ne rend-il pas plus doux son sourire divin?³ ⁵ […] De quoi te plains-tu donc? L’immortelle espérance S’est retrempée en toi sous la main du malheur. Pourquoi veux-tu haïr ta jeune expérience, Et détester un mal qui t’a rendu meilleur?³

[¿Por qué, en el relato de un vívido sufrimiento, te obstinas en no ver más que un sueño y un amor desengañado? ¿Acaso sin causa procede la Providencia y crees distraído al Dios que te ha golpeado? El golpe de que te quejas quizá te haya protegido, muchacho; pues es por ello que tu corazón se ha abierto. El hombre es un aprendiz, el dolor es su maestro, y nadie se conoce bien hasta que sufre. Es una ley severa, pero una ley suprema, tan antigua como el mundo y la fatalidad, que por la desgracia recibimos el bautizo, y que a este precio todo debe ser pagado. […] ¿No te creías sanado de tu locura?

¿Qué no eres joven, feliz y bienvenido en todas partes? ¿Y esos leves placeres que hacen amar la vida, si no hubieras llorado, de qué te servirían? […] ¿Qué no tienes una bella pareja? ¿Y mientras duermes, cuando le tomas la mano, el recuerdo lejano de los males de tu juventud no vuelven más dulce su divina sonrisa? […] ¿De qué te quejas entonces? La esperanza inmortal se templó con la mano del infortunio. ¿Por qué quieres insultar tu joven experiencia, y detestar un mal que te hizo mejor?]

¿Será en verdad el recuerdo capaz de consolarnos si nos lo figuramos efímero como a la vida misma? Su culto se vuelve deseo de inmortalidad, y ese deseo, esperanza. De igual manera, en la Lettre à Lamartine, por ejemplo, el lamento de los amores condenados a ser reemplazados encuentra una conclusión en los versos siguientes:

Tes os dans le cercueil vont tomber en poussière, Ta mémoire, ton nom, ta gloire vont périr, Mais non pas ton amour, si ton amour t’est chère: Ton âme est immortelle, et va s’en souvenir.³ ⁷

[Se harán polvo tus huesos en el sepulcro, tu memoria, tu nombre, tu gloria morirán, pero tu amor, si tu amor te es preciado: tu alma es inmortal y lo ha de recordar.]

El extenso poema que tiene como título “Souvenir” concluye del mismo modo. De principio a fin el poema se muestra obsesionado con el término de la felicidad humana en el universo, e implícitamente, de la ausencia de Dios; y, evocando en su lugar, por encima de los amantes turbados de placer, “a ese ser inmóvil —Que ve morir”,³ ⁸ el poema le responde al Tiempo destructor (ya lejos del “amigo viajero” del otro poema)³ con la santificación de la memoria; pero para santificarla, es decir, para distinguirla de la ilusión, sólo puede hacerlo remitiéndose a la Providencia e invocando, finalmente, la permanencia del recuerdo en el alma inmortal:

Je me dis seulement: “À cette heure, en ce lieu, Un jour, je fus aimé, j’aimais, elle était belle. J’enfouis ce trésor dans mon âme immortelle, Et je l’emporte à Dieu!³¹

[Sólo me digo: “En aquel momento, en aquel lugar, algún día, fui amado, yo amaba, ella era hermosa. Enterré ese tesoro dentro de mi alma inmortal, y se lo llevo a Dios.]

En este poema, como en otras ocasiones, al finalizar con el alma inmortal y con Dios un poema íntimamente desolador, Musset recuerda que sigue siendo hijo, a pesar de la distancia tomada, de Lamartine y de Victor Hugo.

La función del poeta

¿Qué clase de ideas pueden esperarse de Musset sobre la cuestión, tan importante para sus predecesores y tan obsesiva para su época, de la función espiritual humana del poeta? Su desesperanza fundamental trae consigo, en relación con este cuestionamiento, el cual no puede evadir, algunas posturas reservadas, hasta negativas. Sin embargo, el hecho de que haya buscado, en más de una ocasión, remedios de ordinaria y humana sabiduría a su pesimismo, fuera del registro propiamente romántico, conlleva el presagio de una tentativa de comunión práctica con el público: debe derivar, en este sentido, de una tradición poética general que no esté limitada a las innovaciones de su tiempo. Sin embargo, en la medida en que fue cediendo lugar en algunas partes de su obra a los temas del espiritualismo romántico, y especialmente a la idea del dolor como prueba y enseñanza providencial, es natural que haya cedido a la tentación de aplicar semejante esquema a la condición particular del poeta. Al menos una vez, eso fue precisamente lo que hizo. Desde un inicio, la musa de La Nuit de mai predica a su poeta que el sufrimiento que en algún momento lo embargó, en realidad lo ha engrandecido:

Quel que soit le souci que ta jeunesse endure, Laisse-la s’élargir, cette sainte blessure Que les noirs séraphins t’ont faite au fond du cœur: Rien ne nous rend si grands qu’une grande douleur;³¹¹

[Cualquiera que sea la inquietud con que lidie tu juventud, déjala estar, la santa herida

que te han hecho los negros serafines en el fondo del corazón: nada nos hace tan grandes como un gran dolor;]

pues, pasando del plano del valor moral al de la fuerza creadora, nos alecciona en que el dolor es la fuente de las grandes obras:

Les plus désespérés sont les chants les plus beaux, Et j’en sais d’immortels qui sont de purs sanglots. [Los más desesperados son los cantos más bellos, y sé de algunos que, aunque inmortales, no son más que sollozos.]

Luego sigue con la parábola del Pelícano que ofrece sus entrañas para dar de comer a sus crías, agregando así a las consideraciones anteriores la idea de sacrificio, la musa destina a este pájaro heroico a ser la representación del poeta:

Poète, c’est ainsi que font les grands poètes. Ils laissent s’égayer ceux qui vivent un temps; Mais les festins humains qu’ils servent à leurs fêtes Ressemblent la plupart à ceux des pélicans. Quand ils parlent ainsi d’espérances trompées, De tristesse et d’oubli, d’amour et de malheur, Ce n’est pas un concert à dilater le cœur.

Leurs déclamations sont comme des épées: Elles tracent dans l’air un cercle éblouissant, Mais il y pend toujours une goutte de sang.

[Poeta, así es como proceden los grandes poetas. Dejan que se diviertan los que viven cierta época; pues los festines humanos que sirven en sus fiestas se parecen a las de casi todos los pelícanos. Cuando hablan entonces de las esperanzas desengañadas, de tristezas y de olvido, de amor y de penas, no son alabanzas para engreír al corazón. Sus parlamentos son como espadas: hacen en el aire un círculo que ciega, pero siempre ha de correr en ellas una gota de sangre.]

Del mismo modo, de la versión romántica del sacerdocio poético, Musset adopta su variante más trágica. A este respecto, las estancias À la Malibran pueden aclarar La Nuit de mai: la cantante, al vivir con intensidad su arte, despilfarró y dilapidó su vida; sin duda fue así como lo quiso, sin embargo

C’est le Dieu tout-puissant, c’est la Muse implacable Qui dans ses bras en feu t’a portée au tombeau.

[Dios todopoderoso, la musa implacable, fueron ellos los que en sus brazos en llamas te llevaron a la tumba.]

Por tanto, se trata de la crueldad de los “festines humanos” y de la amarga fatalidad de una devoción unilateral, que el artista ofrece al público:

Connaissais-tu si peu l’ingratitude humaine? Quel rêve as-tu donc fait de te tuer pour eux?³¹²

[¿Tan poco conoces la ingratitud humana? ¿Qué sueño es ése que te hiciste de matarte por ellos?]

Musset sin embargo también consideró el papel del artista y del poeta con otro color. Ingresó a la nueva literatura bajo el signo de la revolución de la forma y del estilo, a través de la “violación de musas” como él mismo lo dice en el prefacio de los Contes d’Espagne et d’Italie: “Creo que las musas castas han sido violadas”.³¹³ Jamás se lamentó de que hayan sido violadas, ni siquiera cuando ratificó su separación de toda escuela.³¹⁴ No obstante, la modernización de las formas fue, dentro del romanticismo, preconizada desde un principio por los escritores liberales, sensibles a la transformación de la sociedad francesa, antes de convertirse en el bien exclusivo de Victor Hugo. Que Musset deriva precisamente de este espíritu, es posible comprobarlo con muchas expresiones de su obra. Empero, también existía un liberalismo antirromántico, muy indispuesto, gracias a su lado católico y monárquico del primer romanticismo. En una página curiosa de Lettres de Dupuis et Cotonet, Musset profundiza acerca de este tema. Los dos burgueses de La Ferté-sous-Jouarre, al traer a cuento lo que les ha dicho un magistrado distinguido, traman una narración

sarcástica del romanticismo, hecha estrictamente a partir del liberalismo enemigo de la nueva escuela, para denunciar así sus simpatías con el espíritu y el mundo de la Restauración. Aquí un fragmento de esta historia:

Durante el régimen de la Restauración, el gobierno hacía todo su esfuerzo para restablecer el pasado […] Sin embargo […] todo inclinaba a los jóvenes a escribir […] ¿pero de qué hablar? ¿Qué se podía escribir? Como el gobierno, como las […] costumbres, como el consejo, como la ciudad, la literatura buscaba regresar al pasado. El trono y el altar lo sufragaban todo; al mismo tiempo en que, implícitamente, existía una literatura de oposición. Dicha literatura, firme en sus posturas, siguió la senda que le era conveniente y se volvió clásica; los poetas que cantaban el imperio, la gloria de Francia y la libertad, en el fondo seguros de agradar, no se preocupaban en lo más mínimo de la forma. No obstante, no fue igual para quienes cantaban al trono y al altar; al estar relacionados con ideas refutadas y sentimientos que le eran antipáticos a la nación, buscaron renovar, con métodos nuevos a su vez, lo anticuado de sus posturas; primero intentaron con algunas acrobacias poéticas para llamar la atención; como no la llamaron, las intensificaron. De tan extraños que querían ser, se volvieron estrafalarios, de estrafalarios se volvieron barrocos, que es casi lo mismo.³¹⁵

Después continúa con alusiones irónicas a la novedad de la superstición y de sus fabulaciones literarias, a la manía alemana de las baladas, al entusiasmo por el Medievo. No se trata de buscar en M. Ducoudray, magistrado, al portavoz de Musset. Estos argumentos podrían pasar más bien por una especie de pastiche de los discursos propios de un “peluquín”, lo que de cierta forma serían, de no ser porque lo serio y lo mordaz de su tono,³¹ y su conformidad precisa con las diatribas del liberalismo antirromántico, indican que esa manera de juzgar al romanticismo fue simpáticamente del conocimiento de Musset, antes y después de Contes d’Espagne et d’Italie: rechazando siempre la perpetuidad de las formas clásicas, llegó a compartir la antipatía liberal hacia ciertos aspectos “retrógrados” de la nueva literatura.³¹⁷ De hecho, nunca fraternizó con el Cenáculo, salvo cuando, en 1829 y 1830, Hugo y sus amigos, convertidos al

liberalismo, ellos mismos concebían el romanticismo como la escuela del modernismo y de la libertad en literatura. Si es que el romanticismo de la libre inspiración y de la verdad del presente fue el suyo, entonces entendemos por qué hubo de buscar sólo en una misión del tipo religioso o espiritualista el contacto con su lector. Y lo quería de inmediato, como en todo encuentro, un contacto de hombre a hombre, sin tener que apelar a las historias o a las doctrinas. Toda postura del arte que se distancie del público y que esté fundada en una visión problemática del porvenir le parece un señuelo, y vuelve contra los poetas y los artistas su queja habitual sobre aquello que los separa del resto de los hombres:

¿De qué hablaba yo entonces, de qué hablábamos todos, nosotros, artistas insensatos, que nos atrevíamos a querernos incomprendidos? ¿Qué no somos nosotros los que nos salimos del camino? ¿Y sólo nos sorprende que nadie nos siga? […] Lo que viene del alma a ella va, estén seguros de ello. Allí está todo el secreto de los artistas; a trabajar entonces, devánense los sesos, sumerjan su alma en una marejada de sistemas, desechen sus ideas de la infancia, sus ideas frescas llenas de simplicidad; díganse todas las mañanas y todas las tardes que son hombres de genialidad […]; siéntase alegres y exaltados; riñan y hagan intrigas; todo terminará una linda mañana ante la débil, ignorante mirada de una muchacha.³¹⁸

En cuanto al papel que desempeña el poeta, incluso cuando sus reacciones son iguales a las de otros poetas románticos, ésas precisamente dejan entrever motivaciones particulares. El debate romántico, durante el transcurso de los años contiguos a 1830, había cedido lugar a otro debate, nacido fuera de la literatura. El sansimonismo proponía a los escritores y artistas desempeñar un papel en la transformación social que él preconizaba. No hay escritor de esta época que, de éste o de otro modo, no se haya pronunciado ante tal oferta. Los poetas por lo general se declararon incompetentes. Eso mismo hizo Musset, en un artículo de 1833, titulado “Un mot sur l’art moderne” [Algunas palabras sobre el arte moderno]. No se habla literalmente del sansimonismo: no se encontraba en su apogeo por esas fechas; sin embargo, había dejado en el periodismo y en la crítica a más de un discípulo, ya fuera ortodoxo o disidente; y el neocatolicismo,

aún con vida, se había impregnado con algunas de las nociones que el sansimonismo utilizaba en contra del liberalismo “crítico” y destructor. En su artículo, Musset empieza por rechazar toda empresa doctrinal sobre la literatura: “No falta quién, hoy en día, quiera darte una lección como maestro escolar […] En Don Carlos, Posa le dice a Felipe II: ‘No puedo ser el sirviente de príncipes; no puedo repartir a tus gentes la dicha que marcaste con tu nombre’ […] ¡Hoy que las artes son más que nunca una república, vaya pretexto, por llamarlo así, con el que aspiramos a asociarnos!”³¹ Esta última palabra le da sentido al texto: el acto de asociarse, contrario al individualismo “crítico”, era una de las nociones clave del sansimonismo. Nada se parece más a Felipe II en la Francia de 1833 que las escuelas y las iglesias, que se esforzaban en ganarse y en subordinar a la literatura a sus doctrinas, en hacerles engullir, como dice Musset, “esos extensos guisos de hierbajos nocivos”.³² A propósito del proyecto de una literatura semejante, no sólo comprometida con determinada acción, sino constituida en secta y sometida a un dogma colectivo, Musset apunta:

Asociarse era posible en los tiempos religiosos […] era algo bello, natural, necesario. Antaño, el templo de las artes era el templo de Dios mismo. Sólo escuchábamos el canto sagrado de los órganos; sólo respirábamos el incienso más puro; sólo veíamos la imagen de la Virgen, o la imagen celeste del Salvador […] ¡Qué buenos tiempos! ¡Qué etapa! No había que quebrarse la cabeza cuando se quería escribir […] Cuando se tratara de opiniones personales, no habría nadie en el mundo que se quejara más que yo de que semejantes incentivos se hayan destruido en nuestras manos. Y quizá, sin embargo, no sea un mal tan grande que así haya sucedido.³²¹

Está en aceptar un esquema sansimoniano o neocatólico, pero rechazando lo esencial: la conclusión, el llamado al retorno contemporáneo de los dogmas.³²² A este respecto, Musset se muestra categóricamente negativo; no sólo —dice— el dogma no es algo deseable en nuestra época, sino algo imposible, pues ahora

no hay arte, sólo hay hombres […] ¿Dónde se encuentra el arte, por favor díganme? […] ¿Es en realidad ese lejano murmullo de consejos de grupo, de

doctrinas de periódico, de recuerdos de taller? El arte, el arte es el sentimiento; y cada quien siente a su manera. ¿Saben dónde se encuentra el arte? En la cabeza del hombre, en su corazón, en su mano, hasta en la punta de sus uñas.³²³

Dicho de otro modo, como institución, ha dejado de existir. La existencia de una fe común habrá de justificar escuelas, asociaciones, convergencia de espíritus: “Sin embargo, en un siglo en que sólo existe el hombre, en que se cierran las escuelas, en que la soledad instala su dios de arcilla en su hogar —la independencia, ése es el dios hoy en día (y no hablo de la libertad)”.³²⁴ A través de este artículo, Musset se hace de un lugar en el coro de los poetas rebeldes en la época de las empresas de los nuevos y viejos dogmas. El artículo concluye con una especie de panegírico del siglo, con el símbolo dual de razón e inteligencia, “esas dos deidades gigantescas que reposan en las ruinas de los tiempos pasados”: en esta doble y espléndida alegoría, la inteligencia, que Musset contrapone a la impasible y fría razón, parece ser la representación de la literatura o de la belleza de los modernos: primero los ojos en lágrimas, luego el abrazo al universo, temeraria y amenazada, tentada de toda perdición y sin embargo sin poder morir. ³²⁵ Es posible percatarse de que, en este artículo propio de una doctrina bastante romántica, la independencia del poeta no se relaciona con ningún sacerdocio particular de la corporación poética; se reduce al derecho de profesar en total libertad una verdad inmediata y sensible para todos, lejos de todo magisterio exterior. Una verdad que necesariamente debe ser actual, que precisa de declarar los dolores y las pasiones que el corazón lleva dentro de sí: “¿Por qué en Francia la poesía está muerta? Porque los poetas están aparte de todo”.³² Musset ya había hecho la misma pregunta y había respondido de manera menos negativa, aunque en el mismo sentido:

Pourquoi la poésie est-elle morte en France? On dit que le public vit dans l’indifférence. […] De quoi se plaignent donc le poète et l’artiste? Tant que l’humanité se meut, son âme existe

Aussi bien que son corps. — C’était votre métier, Rêveurs, de la comprendre au lieu de la nier; C’est à vous de frapper les entrailles du monde, […] De fendre d’un regard cette mine profonde. […] Serait-ce par hasard que le siècle et ses hommes, Messieurs les écrivains, soient trop petits pour vous? Ce siècle, c’est le nôtre […]³²⁷

[¿Por qué en Francia la poesía está muerta? Se dice que el público vive en indiferencia. […] ¿De qué se quejan entonces el poeta y el artista? Por más que la humanidad se calle su alma existe mientras exista el cuerpo —Era su oficio, soñadores, comprenderla en vez de negarla; ahora les corresponde dar justo en las entrañas del mundo, […] de atravesar con una mirada esta mina profunda. […] ¿De casualidad el siglo y sus hombres, señores escritores, son poca cosa para ustedes? Éste es nuestro siglo.]

Esa inquietud de ser actual, si excluye las preguntas acerca del futuro y excluye

también la inspiración misionera, debe ser entendida en su sentido más concreto: todo vuelve al mismo sitio de conmover los corazones, al rencontrar necesariamente, al lado de las pasiones del hombre de hoy en día, los temas universales del sentimiento. Es así como las lágrimas se convierten en el principal vehículo de la literatura: lágrimas de piedad, de dolor y de ternura, que desafían el análisis, y que justifican a la vez al artista en cuanto a su creación y al público en cuanto a su gusto:

Je vous dirai: sachez que les larmes humaines Ressemblent dans nos yeux aux flots de l’Océan: Qu’on n’en fait rien de bon en les analysant;

Et quand vous en auriez deux tonnes toutes pleines, En les laissant sécher, vous n’en aurez demain Qu’un méchant grain de sel dans le creux de la main!³²⁸

[Les diría entonces: sepan que las lágrimas en nuestros ojos semejan las olas del océano: que no se consigue nada con analizarlas;

y cuando tengan dos toneladas repletas de lágrimas, si las dejan secar, mañana sólo tendrán un cruel grano de sal en la palma de la mano.]

Éste es el Musset que se encuentra entre el público y que ha llorado al ver Chatterton. Lo mismo sucede cuando muestra su admiración por Rachel: “Mi espíritu puede ser de un juicio erróneo, sin embargo, cuando estoy conmovido, no podría equivocarme; puedo leer y presenciar una obra de teatro y equivocarme con su valor, pero, si fuese de gusto más erróneo y más estrafalario del mundo, cuando habla mi corazón, tiene razón […] El corazón no es el objeto de los desprecios del ingenio […] decidió con toda seguridad”.³² Musset, para quien, como sabemos, el corazón lo era todo, y quien quería amar y ser amado, quería serlo tanto en poesía como en literatura; a propósito dice con ingenuidad:

Être admiré n’est rien; l’affaire est d’être aimé.³³

[Ser admirado no es nada; lo que importa es ser amado.]

De ahí, naturalmente, salta a la idea de una auditora más que de un auditor, y aspirando a la inteligencia con un corazón femenino sin tomar en cuenta rango social escribe:

Vive le mélodrame où Margot a pleuré.³³¹

[¡Qué viva el melodrama en que lloró Margot!]

A todos aquellos que pudiesen objetar este argumento, él anticipa a su vez el argumento del privilegio de la belleza y el derecho soberano del amor, glorificado en tanto que perturbación:

Et j’en dirais bien plus si je me laissais faire. Ma poétique, un jour, si je puis la donner, Sera bien autrement savante et salutaire. C’est trop peu que d’aimer, c’est trop que de plaire: Le jour où l’Hélicon m’entendra sermonner, Mon premier point sera qu’il faut déraisonner.³³²

[E iría más allá si no me preocupara. Mi poética, un día, si llego a hacerme de una, ha de ser por el contrario sabia y salutífera. Amar significa muy poco, vale más gustar: el día en que el Helicón me oiga sermonear, lo primero que diré es que hay que delirar.]

Aquí no se trata de un poeta que desconozca este delirio, o que no sea capaz de sentir, a través del amor,

La vie et la beauté descendre dans son cœur.³³³

[Descender la vida y la belleza a su corazón.]

Esta poética del corazón, refugio de Musset, salta a la vista en cuanto que proclama, a la manera romántica, un desafío a lo docto y a la reseca razón, sin nunca dejar de reafirmar el principio —tantas veces invocado por los maestros clásicos— según el cual lo más importante es conmover y gustar. Resulta por demás evidente que, si nunca dejar de usar el lenguaje de los clásicos quitándole todo adorno, Musset se mostraba a los opositores de los acuerdos literarios tal y como ellos los entendían: se mostraba preocupado por el conocimiento del hombre en cuanto a su efusividad, y, en poesía, tributario de la tradición y del gusto. Con todo, es posible entender que un vasto público haya sido seducido por este ensamble de referencias clásicas y de independencia. Desafiar a los pedantes siempre deleita a nuestro público, siempre y cuando comprenda a los mayores y se justifique a través de sus máximas. En 1850, Sainte-Beuve apunta sobre Musset: “Es el poeta favorito del momento”.³³⁴ Sin embargo, por ese mismo tiempo, el romanticismo militante que sobrevivía en el círculo de Hugo repudiaba a Musset. En L’Événement, diario de Hugo y de sus cercanos, se hace la oración fúnebre del poeta que se volvió estéril; se le reprocha haber traicionado a “la gran literatura del siglo XIX”; se denuncia en su actitud literaria “una mezcla de súplicas y provocación verdaderamente particulares”.³³⁵ Esta formulación no es del todo falsa; no obstante, más de un redactor ofrece sus disculpas a Musset, y lo reconoce como uno de los suyos, lo que no es tampoco falso.³³ Musset, de hecho, estuvo aislado entre la generación de los grandes misioneros poéticos del romanticismo, que no podía aceptar el lugar de defección que representa, y los poetas de la siguiente generación, que sólo renegaban de la religión del porvenir en favor de la del arte solitario, y sólo abjuraron de Dios en favor de la nada. Vieron en Musset, al pasar de la desesperanza absoluta a contagiarse de las lágrimas de Margot, a un personaje fútil y sin dignidad ni genialidad.³³⁷ Su juicio, por supuesto, no es ley para nosotros. Musset —marcando un momento de indecisión en la historia de la poesía de pensamiento del siglo—, con verdad y hondura, deja su testimonio.

GÉRARD DE NERVAL

Más que con cualquier otro poeta, otorgarle un lugar a Nerval en un libro como éste es ser ya de una opinión. Es cierto que Nerval no se vanagloriaba, al menos no tan explícitamente como la mayoría de los escritores y poetas de su tiempo, de predicar el nuevo siglo. Sueña, cuenta, imagina, y el hecho de haberse distanciado de la realidad parece mantenerlo lejos de las discusiones y parece haberlo llevado a tomar ciertas decisiones, salvo la decisión que justamente lo llevó a tomar esa distancia: pues se trata de la decisión primera, que tan pronto como fue adoptada estaba menos destinada a suscitar un debate que a abrir una carrera imprevisible de maravillas y de angustias. Si, por añadidura, el delirio tan propio de Nerval tiene su lugar y su potestad en la aventura, la tarea de aquel a quien definimos, un poco con frialdad, como “historiador de las ideas” no es menos sencilla. Indagar lo que Nerval piensa acerca de nuestras intenciones no puede parecernos, dadas las condiciones, una empresa prometedora. Sin embargo, incluso afectando la realidad con un tono de negatividad, Nerval no aparta su obra de toda opinión pública; lo quiera o no, hace una profesión de fe, y no puede evitar que esa profesión sea analizada y comentada como idea. Para que ello no fuera así sería necesario que no se hubiese expresado de nadie ni se hubiese referido a nadie, lo que por supuesto no es el caso. Desde hace tiempo sabemos que la palabra del poeta ha sido despojada de la responsabilidad común del lenguaje como medio de intercambio práctico; pero la palabra del poeta, debido a las ideas que ella misma transmite, abriga otra responsabilidad, no menos importante: la de que estas ideas —más intuiciones sensibles, representaciones y gritos del corazón que conceptos— sean con eminencia las adecuadas para establecer contacto y para convencer. La única manera de honrar a Nerval es reflejar con fervor los conflictos de su imaginación y de su corazón, más allá de hacer el balance de las maravillas de un prestidigitador. Exige más que eso. Él, a diferencia de los iniciadores del romanticismo, casi sin ser un hombre de doctrina ni de predicación, cuenta, sin embargo, con que ha de enseñarnos algo. Por más despreocupado que esté, escribe para merecer amor y aprobación, y sabe bien que el intercambio con su lector no es puro sentimiento. En este sentido, como pensador, es que Nerval nos parece digno de importancia. Si bien es cierto que no es la totalidad de Nerval, se trata de una parte íntima y constitutiva, y sin este Nerval no hay Nerval.

I. Las secuelas de la Revolución de Julio

Para Nerval 1830 fue un año decisivo.¹ Tenía alrededor de 20 años en aquel tiempo. Antes de seguir, detengámonos un poco para conocerlo mejor.

Revolución y decepción

En aquel entonces, hacia el fin de la monarquía restaurada, era un liberal apasionado; precisamente se había iniciado como escritor en la poesía cívica: “elegías nacionales”, napoleónicas y liberales a la vez, siguiendo la mixtura ordinaria de la época, o sátiras a la política ultra y a los jesuitas.² Tres años más tarde, al cabo de la Revolución de Julio de 1830, Nerval vuelve a escribir poemas del mismo tipo.³ No se sabe nada de cómo pudo haber sido su comportamiento durante los Tres Días; sin embargo, en su poema acerca de “Les Doctrinaires” [Los doctrinarios], publicado a finales de 1830, exalta las barricadas de la noche del 28 de julio y parece recordarlas como testigo y parte.⁴ De cualquier forma, según se ve en los poemas políticos que escribió por estas fechas, era franca y recalcitrantemente republicano, y le irritaba el giro que había sufrido Francia. En estos poemas se percibe notablemente el espíritu JeuneFrance, en el sentido posiblemente vecino de bousingot,a el espíritu izquierdista de su época. Quizá no se le haya otorgado suficiente importancia, en la carrera de Nerval, a este entusiasmo vehemente y de manera severa traumatizado, que marca el inicio de su vida activa. El Gérard dulce, a juzgar por los poemas de estos años, comparte por entero en esta época las opiniones extremistas y la virulencia de sus amigos Pétrus Borel y Philothée O’Neddy.⁵ Su imagen, que luego se constituyó en el espíritu de sus admiradores bajo la influencia de sus grandes obras de sus últimos años, estaba tan lejos de la imagen de un poeta de “cuerdas de bronce” que se quiso olvidar todo de los poemas políticos que llegó a escribir: las ediciones de sus obras, desde hace un siglo, los ignoran, pese a que “La France guerrière, 1 vol., 1827” figura en todas sus cartas, en la sección “Poésie”, en el proyecto de obras completas que había redactado él mismo poco antes de su muerte. Sólo se quiere ver, en toda esta primera parte de su obra, la prehistoria de su espíritu. Una vez que nos hemos deshecho de este prejuicio, es posible ver las cosas de un modo completamente distinto. Por otra parte, es imposible no percatarse de un cambio dramático de tono entre los poemas de 1826 a 1827 y los de 1830 a 1831. Las ideas que inspiraron los primeros eran ideas de dolor: el colapso de la Francia revolucionaria e imperial, la humillación del país, el retorno ofensivo hacia el pasado; sin embargo, eran

ideas tónicas, en la medida en que proponían una comunión nacional en torno al poeta, durante los desafíos y la esperanza de una inminente reparación. Su postura es completamente otra después de la Revolución de Julio. El reino del Justo-Medio parece menos caduco que el reino que lo precede; ha llegado por tiempo indefinido. Ahora bien, los hombres que habían entrado en la edad adulta durante el transcurso de la Restauración dejaron atrás su juventud en 1830; conocieron el peso de las cosas, y podían inmiscuirse con el nuevo poder como si se tratara de un mal menor, con la condición de estar al tanto de su curso: tal es el caso, en suma, de sus predecesores de la generación romántica. No obstante, los jóvenes de 20 años, como Gérard y sus amigos, que habían dejado la adolescencia en los últimos años del régimen de los Borbones, cuando renacían la impaciencia extremista y la esperanza sin fin, vieron cómo se les abría el cielo en julio de 1830; así lo dice Nerval, cuando las barricadas:

Ô! nuit d’indépendance et de gloire, et de fête! Rien au-dessus de nous! pas un gouvernement N’osait encor montrer la tête! Comme on se sentait fort dans un pareil moment! Que de gloire! que d’espérance! On était d’une taille immense, Et l’on respirait largement!⁷

[¡Oh, noche de independencia, de gloria y de fiesta! ¡Nada por encima de nosotros! Ni un gobierno osaría ya asomar la cabeza. ¡Cómo nos sentíamos fuertes en ese momento!

¡Cuánta gloria! ¡Cuánta esperanza! ¡Éramos inmensos y respirábamos a nuestras anchas!]

En agosto le canta una vez más al pueblo como el nuevo protagonista del destino humano.⁸ Sin embargo, en “Les Doctrinaires”, hacia finales del mismo año, la actualidad es más sombría; considera a los adeptos de la Doctrina, liberales moderados, padrinos y partidarios del nuevo rey, y los considera con el mismo desprecio y la misma cólera que los gobernantes de la Restauración; más aún, yendo del liberalismo común al republicanismo humanitario, exhorta a Hugo a que elimine de sus cánticos al emperador déspota y a su gloria, que él mismo había celebrado años antes:

Mais chante-nous un hymne universel, immense, […] Hymne national pour toute nation.

[Mejor cantemos un himno universal, inmenso, […] himno nacional para toda nación.]

En fin, en marzo de 1831, el tímido Gérard lanza violentos anatemas a todo el mundo político:

[…] La gloire de la France est enterrée au Louvre Avec les martyrs de juillet!… Une vieille hideuse à nos yeux l’a tuée,

Vieille à l’œil faux, aux pas tortus, La Politique enfin, cette prostituée De tous les trônes absolus! Oh! que de courtisans s’empressent autour d’elle! Jeunes et vieux, petits et grands, Inamovible cour à tous les rois fidèle, Fouillis de dix gouvernements; Avocats, professeurs à la parole douce, Mannequins usés aux genoux, Tout cela vole et rampe, et fourmille, et se pousse, Tout cela pue autour de nous! … C’est pourquoi nous pleurons nos rêves poétiques, Notre avenir découronné […]

[¡La gloria de Francia está enterrada en el Louvre con los mártires de Julio! La mató una anciana digna de nuestro desprecio, una anciana de ojos postizos, de andar chueco, ¡la Política, esa prostituta de todos los tronos absolutos! ¡Que los cortesanos se dediquen a ella!

Jóvenes y viejos, pequeños y grandes, corte inamovible fiel a todos los reyes, revoltijo de diez gobiernos; abogados, profesores de palabras dulces, maniquíes que están desgastados de las rodillas, todo, todo ello vuela y se arrastra, y pulula y abre camino, ¡todo a nuestro alrededor! Por eso lloramos nuestros sueños de poesía, nuestro futuro destronado]

Este poema, que en principio hacía un llamado quimérico a una cruzada militar francesa a través de toda Europa, termina con este dístico desengañado:

Liberté de juillet! femme au buste divin Et dont le corps finit en queue!

[¡Libertad de Julio, mujer de divino busto y cuyo cuerpo termina en cola!]

En estos nuevos poemas, la emoción patriótica de las elegías anteriores ha sido transfigurada singularmente: ahora está presente el dolor de ver la realidad derrotar a lo ideal, de sentirse solo en el seno de una nación en la que contemplamos la indiferencia. Incluso el estilo de sus poemas se transformó por

completo. Quien los lea podrá constatar, al leerlos por primera vez o al releerlos, que Nerval pulió sus antiguas manías de expresión, por demás neoclásicas; se expresa modernamente para hablar de una situación nueva y de un nuevo mal. En menos de dos meses después de la publicación de En avant marche!, se publicó un poema firmado por M. Personne¹ [Señor Nadie], donde puede leerse una furiosa declaración de repudio a toda creencia y a toda simpatía políticas, y un hartazgo de la sociedad, recurrentemente descrito como un “pantano fétido” y rebosante:

Cette perception m’est seulement venue Depuis sept ou huit mois que j’ai vu toute nue L’allure des partis, et sur cet autre point Des croyances; que j’ai connu qu’il n’en est point De bonne ni n’en fut […] J’ai fait ce que j’ai pu pour qu’errant au hasard Mon âme autour de moi s’attachât quelque part; Mais comme la colombe hors de l’arche envoyée, Elle m’est revenue à chaque fois mouillée, Traînant l’aile, sentant ses forces s’épuiser, Et n’ayant pu trouver au monde où se poser!

[Este modo de ver las cosas vino a mí luego de siete u ocho meses de ver con total desnudez la conducta de los partidos, y desde el punto de vista

de las creencias; entonces comprendí que no hay ni una buena y nunca la hubo […] Hice todo lo que pude para que, errante en el azar, mi alma se aferrara a algo alrededor mío; pero como la paloma arrojada lejos del arca, volvió a mí siempre empapada, arrastrando las alas, sintiendo que se agotaban sus fuerzas, ¡y sin encontrar en el mundo dónde asentarse!]

En principio se le atribuyó este poema a Gautier, luego a Nerval, a fe de Pétrus Borel, que cita un pasaje del poema en su libro Champavert y lo firma con el nombre de “Gérard”. Se advierte que Nerval, en el marco de la gran decepción que 1830 fue para él y sus amigos, pudo haber sido violento. El poema “Profession de foi” [Profesión de fe] representa el desenlace de dicha violencia: furioso repudio y profunda perturbación.¹¹ ¿Qué importancia se le debe atribuir, en la historia moral de Nerval, al evidente sobresalto de 1830? ¿En qué medida fue marcado por ese acontecimiento, en su vida y su manera de pensar? Su amigo O’Neddy cuenta que a Nerval no le gustaba que sus poemas nacionales y napoleónicos fueran leídos, y que él mismo decía, más que nadie, que eran “clichés”.¹² ¿Philothée puede ser un buen testigo si lo dice más de 30 años después? Su proyecto de obras completas, una especie de testamento literario de Nerval, parece contradecirlo. Es cierto que Nerval nunca hizo por volver a publicar esos poemas; sin embargo, las ilusiones perdidas afectan la memoria, y se les niega a propósito. También podría decirse que el enojo y las decepciones son abundantes en la literatura inmediata a la Revolución de Julio, pero que algunos ya ni le prestaban importancia unos años después, y que Nerval bien podría estar entre ellos. No obstante, él mismo relaciona en su poema la decepción política y esa separación del mundo real que se convertirá en su carácter permanente. En fin, podría decirse que, naturalmente, lo suyo era soñar, no actuar, por eso se hastió tan rápido. Sólo

queda decir que nos hizo saber, él mismo, que se desesperó de la realidad no sin dolor; y en el sueño en que se refugió, sobrevivió el dolor.

Inicios románticos

Nerval, durante los primeros momentos de su entusiasmo cívico, como lo sabemos, era muy hostil al romanticismo, como práctica —su estilo es una prueba— y como doctrina. Fue así hasta 1830-1831.¹³ Sin embargo, era de aquellos que, entre los escritores liberales, hostiles al carácter cristiano y monárquico del romanticismo naciente, se interesaban en la literatura extranjera, sobre todo en la poesía alemana, lo que no implica un clasicismo a ultranza: se había empeñado en traducir, desde 1827, el Fausto de Goethe; en febrero de 1830 publicó una antología de Poésies allemandes [Poesías alemanas] traducidas al francés.¹⁴ Su interés por la poesía francesa del siglo XVI es un síntoma análogo de apertura literaria: en octubre de 1830 aparecía, de su autoría, una Selección de poemas de dicha época.¹⁵ El mismo año conoció a Hugo y tomó parte en la batalla de Hernani. En fin, hacia la misma época, abandonó en cuanto a la poesía lírica y “fugitiva” el estilo neoclásico de sus primeros ensayos por el andar más directo y más lleno de imágenes de la expresión romántica en el género. La decena de textos que publicó entre 1830 y 1835, que calificaba a menudo como “odeletas” desde que se publicaron, fueron compiladas con ese título por él mismo, 20 años después, en un folletín llamado La Bohême galante [La bohemia galante] y en el volumen Les Petits Châteaux de Bohême [Los pequeños castillos de Bohemia].¹ Escribió o publicó, aun después de 1835, algunos poemas de un género cercano. Esa primera producción crítica y poética, a pesar de todo lo que deja ver por aquí y por allá de su encanto y de su genio futuro, es de poco interés y habría corrido el riesgo de ser olvidada si no fuera porque Nerval rectificó hacia otra parte; no es posible decir que es contundente y que entra con fuerza en esta época tan fecunda en novedades y en seducciones literarias. Si nos atenemos a lo que hace de Nerval inigualable, no hay que detenerse aquí, sino ir hasta 1840, y hasta algunos de los escritos que en verdad lo anuncian y llaman nuestra atención.

II. ¿Precursor de sí mismo?

Para escoger escritos plausibles es conveniente, desde un principio, estar seguros de que son de Nerval, y hay que excluir la enorme cantidad de textos que la crítica le atribuyó, a menudo con argumentos poco sustentados, ya fueran anónimos o firmados —se creía— por un seudónimo que escondía su identidad. Un serio trabajo de nivelación despejó, en los últimos años, nuestro terreno de estudio.¹ Se advierte que en este trabajo se encuentran los escritos cuya paternidad es segura o muy probable, y que de entre ellos tratamos de resaltar el pequeño número de textos significativos en tanto anuncian o esclarecen el futuro Nerval. También en este punto la crítica a menudo ha pecado por inercia o por un visto bueno preconcebido, mostrando y admirando como “nervalino” aquello que no merecía tanto honor: sólo se trataba de motivos particulares o de algunas características de la ficción tan frecuentes en él como en sus contemporáneos, y que, incluso en su caso, no pueden juzgarse con el mismo valor de cualesquiera de sus otras realizaciones.² Empecemos por lo esencial.³

La dicha de la casa El primer texto en cuanto a fecha que llama nuestra atención es a decir verdad uno de los más impresionantes: son sólo seis líneas que sobresalen en el centro de un texto menos digno de atención. Fue publicado por Gérard en 1831 como traducción de Jean-Paul Richter; sin embargo, a diferencia de los otros dos fragmentos del mismo autor publicados por él en 1830, éste, que titula Le Bonheur de la maison [La dicha de la casa],⁴ no se encuentra ni entre los escritos de este autor ni, en la medida en que podemos afirmar esto, en ninguno de los de cualquier otro escritor alemán; de ahí la tentación de atribuir el texto a Nerval, si algo específico en el texto nos da ocasión para ello. Se puede y no se puede pensar que la trama de Le Bonheur de la maison nos hace pensar, significativamente, en la biografía de Nerval; es válido dudar que María, su protagonista, sea el tipo de las mujeres de Nerval; la resistencia con la que María, esta amada ideal, se opone a la moral frívola y llana de sus compañeras de pensión, se describe con términos poco nervalinos: “En nada la afectaron, pues había sido hecha con metal colado de un tirón; era de una naturaleza cúbica

y cabal a la que no podía agregársele nada sin que resultara en un lobanillo o una joroba; una naturaleza llena de savia y de energía, de superabundancia y lujo del ánimo, vertiendo su demasía en forma de simpatías ardientes y apasionadas”.⁵ Sin embargo, no es de negarse el acento nervalino de algunos pasajes, como, y sobre todo, cuando el narrador se lamenta de volver a ver la casa sin aquella persona que alguna vez fue su alma: “¿Qué hacer? Resignarse; esconder en el fondo de sí, como en el fondo del santuario, su dolor inconmensurable; cavar una zanja alrededor del alma; cortar con el mundo circundante, y, como el ángel caído, cubrirse el rostro con las alas por miedo a que los demás se rían al verte llorar”. Una impresión no vale por una certeza: ¿pero qué decir de la curiosa expresión que el autor utiliza cuando el narrador se enamora de María? “Me di a amarla —dice el narrador— con todas mis fuerzas, y a compactar mi vida de tal modo que un año cupiera en un día.”⁷ Ahora bien, sucede que Nerval utilizó dos veces, en 1840 y en 1854, una expresión parecida (siglos reducidos en horas, horas en minutos) para crear la imagen de una especie de evasión de lo real dentro de la transgresión del tiempo.⁸

Le Point noir Hacia finales de 1831 vio la luz un poema firmado por Nerval; sorprende que haya sido firmado por él, pues el poema es una fiel versificación de un texto en prosa publicado un año antes por el mismo Nerval como traducción de un soneto de Bürger. El poema se titula “Le Soleil et la Gloire” [El sol y la gloria]; exteriormente aparenta tener la forma de una tercia rima, aunque la fórmula de las rimas viene a desmentirla.¹ ¿En verdad Nerval considera que el hecho de versificar a su manera su traducción y de haberlo titulado le da autoridad de atribuirse el poema? Esta pregunta nos conduce a hacernos otra: al comparar el poema francés con la fuente alemana, y al buscar el “soneto” original entre los poemas de Bürger nos damos cuenta de que no podemos encontrarlo. Bajo esta sospecha nos encontramos con un caso parecido al de Le Bonheur de la maison, supuestamente una traducción de Jean-Paul Richter e imposible de localizar entre sus obras.¹¹ El poema:

Quiconque a regardé le soleil fixement

Croit voir devant ses yeux voler obstinément Autour de lui, dans l’air, une tache livide.

Aussi, tout jeune encore et plus audacieux, Sur la gloire un instant j’osai fixer les yeux: Un point noir est resté dans mon regard avide.

Depuis, mêlée à tout comme un signe de deuil, Partout, sur quelque endroit que s’arrête mon œil, Je la vois se poser aussi, la tache noire!

Quoi, toujours? Entre moi sans cesse et le bonheur! Oh! c’est que l’aigle seul, —malheur à nous, malheur!— Contemple impunément le Soleil et la Gloire.

[Cualquiera que haya visto el sol fijamente ha creído ver, frente a sus ojos, volar obstinadamente, alrededor suyo, una lívida mancha.

También yo, aún demasiado joven y todavía más osado, me atreví a fijar la mirada en la gloria por un instante:

un punto negro se estableció en mi ávida vista.

Desde entonces, aunándose a todo como marca de duelo, donde quiera que ponga los ojos, también se establece la mancha negra.

¿Siempre? ¡Siempre entre yo y la dicha! ¡Ah, es que sólo el águila —¡desgraciados seamos!— ha de contemplar el Sol y la Gloria!]

¿Entonces, simple y sencillamente, Nerval es el autor de “Le Soleil et la Gloire”? ¹² El poema atrapa sobre todo por la fuerza del símbolo principal, una figuración de la imposibilidad de la gloria simbolizada en un daño en la visión, una mancha negra que perturba la vista.¹³ ¿De qué clase de gloria se trata? Sus Élégies nationales [Elegías nacionales] de 1827 eran celebración de la gloria a la ocasión de la Revolución: la gloria de las armas victoriosas, de la emancipación cívica, del genio artístico, del progreso humanitario; naturalmente, después de Waterloo, el himno a la gloria había adquirido un tono de desencanto. La estrella de los valientes había caído, y los pueblos, como los ánimos, cayeron esclavos; la gloria parecía estar mintiendo; y cuando Nerval habla de esta simbólica estrella, se lamenta:

Car, depuis ta chute profonde, Notre vie est un poids impur, Et le destin promis au monde Pâlit dans un lointain obscur.¹⁴

[Pues, desde tu profunda caída, nuestra vida es un pesar impuro, y el destino, promesa hecha al mundo, palidece en la agotada lejanía.]

También el amor, ese otro gran tema, lo trata del mismo modo. En la única elegía de esta primera época que Nerval incluyó en sus “odelettes” de 1852, llegó a la conclusión de los dos temas con un poema dedicado, en principio, sólo al amor:

Gloire! amour! vous eûtes mon cœur: Ô Gloire! tu n’es qu’un mensonge; Amour! tu n’es point le bonheur!¹⁵

[¡Gloria! ¡Amor! Fueron mi corazón: ¡Oh, Gloria! No más que mentiras; ¡Amor! Ya no eres dicha.]

Sin duda, con el mismo ánimo fue que nació, incluso con un nivel de expresión más alto, “Le Soleil et la Gloire”, mejor titulado como “Le Point noir”. Nada se ganaría con preguntar cuál de las dos, si la gloria republicana o la genialidad poética, son la causa de su lamentación, puesto que, en 1831, para Gérard y sus semejantes, el declive de las esperanzas en el progreso de la humanidad y lo que luego se llamaría el guignon [infortunio] del poeta condenado al fracaso, vienen a ser una sola cosa.

Precisamente la totalidad de la decepción es simbolizada con una alteración del campo visual; precisamente es ésa la felicidad, en su sentido más amplio, la que con el nombre de gloria o de cualquier otro éxito particular “Le Point noir” le impide ver. Él mismo lo dice, expresamente:

Quoi, toujours? Entre moi sans cesse et le bonheur! [¿Siempre? ¡Siempre entre yo y la dicha!]

Esta manera de decir las cosas curiosamente es una repetición de lo que acabamos de leer en la elegía de 1827, cuando hablaba de que un amor sin esperanza era lo único que le quedaba:

Il est resté comme un abîme Entre ma vie et le bonheur.¹

[Se estableció como un abismo entre la dicha y mi vida.]

Quizá quería salvar estos dos versos y por eso quiso conservar algo de Élégie; que se parezca al verso de “Le Point noir” citado antes es un argumento más a favor de que se le atribuya a Nerval su autoría. Lo que nos parece lo más llamativo de que la mancha negra haya sido escogida como signo de un fracaso infranqueable, es que la mancha venga de la Gloria misma, de ese Sol cegador. Estamos frente al mismo símbolo, el pensamiento explícito del ideal cruel o vengativo, que también estará presente de forma explícita en Baudelaire y Mallarmé; nótese el “j’osai” [me atreví] del quinto verso del poema: el poeta fue castigado, sugiere el poema, por su osadía.¹⁷ Por tanto, “Le Point noir” debe estar

entre los poemas que tratan de este infortunio esencial que fue ley para el romanticismo desencantado. Se podría decir que un poema de esta clase, en los años inmediatos a 1830, posiciona a Nerval no solamente como precursor de sí mismo, sino también de las siguientes generaciones.

Fantaisie Más conocido es “Fantaisie” [Fantasía], un poema casi de la misma época.¹⁸ Este poema de antología, que se hizo famoso rápidamente y se reimprimió en distintas ocasiones en vida de Nerval, contiene, de una manera difícil de olvidar y por vez primera, una serie de motivos que reaparecerán constantemente en su obra. Sin duda, al lector le será agradable que se anexe el poema:

Il est un air pour qui je donnerais Tout Rossini, tout Mozart et tout Wèbre, Un air très vieux, languissant et funèbre, Qui pour moi seul a des charmes secrets.

Or, chaque fois que je viens à l’entendre, De deux cents ans mon âme rajeunit… C’est sous Louis XIII —et je crois voir s’étendre Un coteau vert, que le couchant jaunit;

Puis un château de brique à coins de pierre, Aux vitraux teints de rougeâtres couleurs,

Ceint de grands parcs, avec une rivière Baignant ses pieds, qui coule entre des fleurs;

Puis une dame, à sa haute fenêtre, Blonde aux yeux noirs, en ses habits anciens, Que, dans une autre existence peut-être, J’ai déjà vue et dont je me souviens!

[Hay una tonada por la que daría todo Rossini, todo Mozart y todo Weber, una tonada antigua, lánguida y fúnebre, que sólo a mí me otorga sus secretos encantos.

Por supuesto, cada vez que la escucho, me hago doscientos años más joven… y el rey es Luis XIII y creo ver extenderse una ladera verde, que la puesta de sol vuelve amarilla;

luego un castillo de ladrillo y retoques de piedra, de vidrieras teñidas con bermejos colores, ceñido de extensos parques y un riachuelo

que baña sus pies y corre entre las flores;

luego una dama, en lo alto desde su ventana, rubia de ojos negros, de ropas antiguas, a la que quizá, en una otra existencia, ya había visto y lo recuerdo.]

Gérard hizo uso en este poema del decasílabo de cesura francesa (60+4), muy socorrido hasta el siglo XVI y que luego cayera en desuso, y sólo se usara, en la época clásica, con tintes “maróticos” [propios de Clément Marot]. Este metro le da un aire anticuado, nostálgico que será tan preciado para el simbolismo. El castillo de ladrillo y piedra, las vidrieras teñidas por la puesta de sol, la dama rubia de ojos negros, todas estas imágenes asedian la imaginación de Nerval.¹ Sin embargo, lo que parece ser una premonición de lo que será Nerval, son justamente la reminiscencia fabulosa, provocada por una tonada musical, la supuesta existencia anterior y la distancia mágica que se establece con el presente. Hagamos la aclaración: el encanto de “Fantaisie” radica no en esta evasión del mudo real, que a veces le fue tan peligrosa a Nerval, sino en el simple juego, a través del cual el poema permite que se pueda vivir sin ningún riesgo entre una ensoñación imaginaria y un conflicto de la memoria. El hilo narrativo del poema crea desde el inicio el curso de una confidencia precisa que ninguna analogía ni ningún símbolo lograrían volver más confidencial. El título mismo invita a leer el poema como una fantasía, acunada por la desigualdad métrica del endecasílabo y el ir y venir de las rimas; el título “Vision”, que se le dio al poema en una reimpresión en 1842, extralimita el sentido del texto. No hay en el poema ni inquietud explícita ni búsqueda espiritual. Este bello poema palpita en las fronteras de lo que será el universo de Nerval y no llega a romperlas.

Las Cidalisas

Otro poema, éste de los últimos, cuyo título y estilo parecen ser de la misma época que los otros: “Les Cydalises” [Las Cidalisas], la canción de las amadas muertas. Gérard le da a todas el nombre de la Cidalisa, que conoció en 1835, cuando vivía con su amigo el pintor Camille Rogier, en el célebre apartamento del callejón del Doyenné, cerca del Carrousel, no muy lejos de donde vivía Théophile Gautier. La bohemia excepcional de dos sexos fue la imagen del lugar. La identidad de la Cidalisa, hasta ahora, nos es desconocida.² Según lo que sabemos, era una joven bella y encantadora; a la vez criatura amenazada y personalidad de fiesta galante. Cidalisa no era su verdadero nombre, sino el nombre que Rogier le había dado. Murió un mes más tarde, en la primavera de 1836. El poema debió haber sido escrito algunos años después de que solieran reunirse: evidentemente, se trata de un poema de recuerdos. No sabemos cuándo fue escrito, si antes de 1840 o alrededor de 1852, fecha en que fue publicado por primera vez.²¹ Aquí el poema:

Où sont nos amoureuses? Elles sont au tombeau! Elles sont plus heureuses Dans un séjour plus beau.

Elles sont près des anges Dans le fond du ciel bleu, Et chantent les louanges, De la mère de Dieu!

Ô blanche fiancée!

Ô jeune vierge en fleur! Amante délaissée, Que flétrit la douleur!…

L’Éternité profonde Souriait dans vos yeux: Flambeaux éteints du monde, Rallumez-vous aux cieux!

[¿Dónde están nuestras enamoradas? Descansan en el sepulcro. Son más felices en una morada más hermosa.

Muy cerca de los ángeles, a la orilla de los cielos azules, cantando las alabanzas de la madre de Dios.

¡Oh, blanca prometida! ¡Oh, joven virgen en flor!

¡Amante abandonada que el dolor marchitó!…

La profunda eternidad en sus ojos sonreía: luminarias del mundo ya extinguidas, en los cielos sean de nuevo encendidas.]

Nerval piensa que esta “odelette” le “vino, a pesar suyo, en forma de canto; había encontrado al mismo tiempo los versos y la melodía, y estuve obligado a hacerlo notar y ello fue de la mano con las palabras”.²² Un ejemplo más en que la música y la inspiración van de la mano en su obra. Desgraciadamente, esta melodía no llegó a nosotros. En cuanto al poema, llama la atención en razón de la importancia que termina por tener en Nerval la imagen de la amada muerta y celestial. No obstante, en este poema, el motivo está cubierto de un estilo de devoción convencional muy poco convincente, sobre todo en los dos primeros cuartetos; el tercero va inopinadamente de la mujer amada a la mujer abandonada y mártir; el cuarto vuelve al tema esencial y salva el poema. Este tema era muy usual después de la Elvira de Lamartine. Nerval depositó en el poema una indiscutible emoción, ya sea por el recuerdo, el duelo o la juventud perdida. Si alguien viera en este poema un presentimiento de Aurélie, ¿quién tendría el valor de contradecirlo?

Corilla En 1839, Nerval publicó diversas obras de ficción. En junio se publicó otra, “Émilie”,²³ escrita en colaboración con Maquet, y cuyo carácter pretendidamente nervalino es uno de los más problemáticos; no tenemos nada que decir de este relato, aunque Nerval lo haya incluido en Les Filles du feu [Las hijas del fuego]. En agosto del mismo año, Nerval publicó Corilla, una especie de comedia que

tituló en primera instancia Les Deux Rendez-vous [Las dos citas].²⁴ El interés por este texto vino gracias a un elemento fantástico (dos mujeres sosias) que da la impresión de reaparecer en dos obras mayores como Octavie y Sylvie. Sujeto a análisis, la relación resulta ilusoria. En los dos relatos, lo que podemos apreciar es a un hombre (un narrador que podemos identificar con Nerval) enamorado de dos mujeres, extrañamente idénticas; el amante, en Octavie, no duda que se trate de dos mujeres diferentes; su semejanza sólo crea en él una situación psicológica particular, que el relato desarrolla; en Sylvie, el enamorado se pregunta si las dos mujeres parecidas no son la misma: la escena está concebida de tal manera que permita, en lugar de una situación psicológica simple y sencillamente difícil, la manifestación de un semidelirio. Sin embargo, en Corilla nada de ello está presente, aunque se trata también de dos mujeres idénticas. El mismo Nerval nos hace entrever algunas características del escenario que antecedió a la comedia: dos hermanas gemelas, una cantante de la Ópera Cómica, la otra hija modesta del teatro; dos pretendientes “seguros cada uno de que tienen una cita” en el menú de la terraza del mismo banquete.²⁵ Tratemos pues de completar esta información sumaria ayudándonos del escenario definitivo de Corilla. Los dos pretendientes rivales (enamorados, supongamos, de la hermana más brillante) consiguieron, gracias al gancho de una treta de comedia, ella ávida de una doble propina, la misma cita al mismo tiempo con la cantante. La existencia de una hermana sosia permitirá, a la anfitriona del doble asunto, salir librada, ofreciéndole fraudulentamente a uno de los dos pretendientes: ésa es su importancia en la intriga. La historia parece ser, como en Corilla, la de dos hombres enamorados concurrentes de una prima donna, mientras que, en Octavie y en Sylvie, se trata de un hombre a quien le da vueltas la cabeza por dos mujeres al mismo tiempo, algo muy diferente; y la semejanza entre dos mujeres no ocasiona, en esta primera Corilla, ningún vértigo mental; esa semejanza sólo es el accesorio clásico de una intriga de vodevil. En la Corilla definitiva, tampoco hay huella del amor de un hombre por dos mujeres; se sigue tratando de dos rivales que cortejan a una cantante, el único personaje femenino ahora, pues Nerval se deshace del sosia: abandonó, dice, “esa idea de los menecmos² femeninos” pues “hubiera sido necesario dos actrices que se parecieran”, actrices que no encontró.²⁷ Y adaptó, naturalmente, la intriga de tal manera que quedara con tal supresión. El personaje que concede, a los dos pretendientes, la doble e idéntica cita (aquí llamado Mazetto, “garzón de teatro”) sin contar ya con la hermana gemela para establecer la intriga, lo logra al hacer que la cantante se disfrace de florista: invención que obliga a Nerval a suponer cierta condescendencia de la prima donna y a situar los dos encuentros en dos

momentos y en dos lugares diferentes. En suma, del Nerval profundo no hay nada en la intriga de Corilla y podríamos evitarnos hablar de esta comedia si no nos fuera llamativa desde un punto de vista muy diferente: hay en ella una representación del amor que permanecerá en Nerval hasta el final, que dominará soberanamente por sobre todas sus experiencias. En Corilla el protagonista principal es uno de los dos enamorados, Fabio, poeta sentimental y pretendiente en el sentido estricto de la palabra; la imagen del mismo Nerval; su rival, Marcelli, representa, frente a él, un sujeto mundano y fatuo. Fabio es el único de los dos que está enamorado de verdad: todas las tardes contempla a la actriz en escena, sin que ella lo conozca; ansía desesperadamente que le corresponda, precipitado en conseguirlo:²⁸ “Una palabra suya hará realidad mi sueño, o lo desvanecerá para siempre. ¡Ah! Tengo miedo de arriesgar más de lo que podría ganar; mi pasión, grande y pura, rozaba el mundo sin tocarlo […] hela aquí, ha bajado al suelo y se ve obligada a caminar como todas las demás”.² Esta postura va de la mano con su conducta, ora inspirándola, ora justificándola; se enoja sin mayores consecuencias cuando se ve hecho a un lado al ver a Corilla en compañía de Marcelli a la hora de la cita; y cuando ella niega conocerlo o alguna vez haber hablado con él, éste acepta inmediatamente: “Haga memoria, madame. Disculpe haber hecho este escándalo y haberme dejado llevar por la sorpresa. Dice que la engaño y esa boca tan bella no puede estar diciendo mentiras. Usted lo ha dicho, estoy loco, estaba soñando”.³ Una vez solo con Mazetto, quien acaba de confesar a medias su fraude: “¡Ah, puedes irte, vete, ingenioso y pobre diablo, sólo me queda maldecir mi mala estrella,³¹ y voy a llorar un mar mi infortunio, pues ya ni siquiera tengo la energía de enojarme”.³² Estamos ante la narración de un amor ideal y transido, mezcla de deseo, adoración y miedo a la realidad, que se hará más grande y, si se nos permite decirlo, se agravará, en las Lettres d’amour [Cartas de amor], en Sylvie, en Aurélie. ¿Y la florista? ¿Qué papel desempeña ahora que el problema de la doble cita parece resuelto? Estaba con Mazetto cuando, tras haber sido interrogado por los dos, él confiesa su fraude; sin embargo, queriendo hacerla menos y no meter en el asunto a la prima donna, había intentado, para satisfacer a Fabio, usar el último recurso diciendo que se había ayudado de una vendedora de flores que podía pasar por Corilla en un encuentro nocturno.³³ Fabio, entregado a la soledad y a la melancolía, ve acercarse a una florista, parecida a Corilla, pero sin que represente para él un problema diferenciarla, pues sabe que se trata de una falsa Corilla. Si llegó a conmoverse, no fue porque se pareciera a ella, sino al

considerar los tipos de amor que se le presentaban: el amor ideal por una mujer de teatro, y el amor por una muchacha de pueblo: del mismo modo se oponen en Sylvie la actriz y la pueblerina, Aurélie y Sylvie:

Tú eres [le dice a la florista] flor silvestre del campo; pero ¿quién podría confundirlas a ustedes dos? Sin duda me recuerdas algunos de sus gestos, y tu corazón vale más que el suyo, quizá. ¿Pero quién puede reemplazar en el alma de un enamorado la bella imagen que todos los días se complace en darse más prestigio? Quizá eso no exista en la realidad sobre este mundo; ella simplemente está grabada en el fondo de un corazón fiel, y nadie podrá igualar su belleza imperecedera.³⁴

La antítesis entre las dos mujeres en este texto está, como vemos, apenas evocada; se trata, sobre todo, de un himno al amor ideal, al amor que diviniza desmesuradamente a la amada y, desastrosamente, busca privarla de la realidad: un himno al amor que la considera una “bella imagen”, engalanada con los “prestigios”³⁵ con que el amante mismo la engalana. Ése es para Nerval el verdadero, el único y terrible amor. Corilla, ya en la fecha que fue escrita, nos lo hace saber. Corilla llega a su desenlace luego de que Fabio se da cuenta de que la prima donna es la florista y, de rodillas ante ella, celebró con humildad su divinidad.³ La mujer, quien organizó toda la intriga, da su veredicto sobre los dos pretendientes:

Disculpen, dice, de ser comediante en el teatro como en el amor, y por haberlos hecho sufrir a los dos. Ahora, les confieso que no sé si alguno de ustedes me ama y quiero conocerlos más. El señor Fabio quizá sólo adore en mí a la actriz, y su amor necesita de la distancia de una lámpara encendida; y usted, señor Marcelli, parece que me ama enfrente de toda la gente, y conmoverse con dificultad en el momento. Usted es demasiado mundo, y él demasiado poeta.³⁷

En cuanto a Fabio, no podríamos decirlo mejor. Nerval quizá haya sido juzgado del mismo modo; hace que la actriz de comedia Aurélie, en Sylvie, le dé el mismo veredicto.

El rey de Bicêtre En este mismo año de 1839 fue publicada una Biographie singulière de Raoul Spifame, seigneur des Granges [Singular biografía de Raoul Spifame, señor de los Granges]: es el relato que, cuando fue incluido en Les Illuminés [Los iluminados], llevará el título definitivo de Le Roi de Bicêtre [El rey de Bicêtre]. No obstante, Maquet sostiene haber escrito también este relato para Gérard y no se sabe con precisión con qué parte participó.³⁸ A pesar de todo, lo que nos obliga a detenernos en este texto es su contenido: es la historia de un loco que se cree rey. Ahora bien, sabemos que Nerval, cuando tenía crisis de locura, decía tener una identidad fabulosa. Sin embargo ¿tiene sentido hacer tal asociación? La locura es uno de los recursos de los narradores románticos, muy independientemente de su estado de salud mental. Nerval y Maquet tomaron la idea de fuentes que conocemos.³ Raoul Spifame existió; durante el reinado de Enrique II era abogado en el parlamento de París; fue internado gracias a algunas conductas salidas de tono y fue considerado loco; publicó una recopilación de pretendidos fallos reales, siendo él mismo el autor. El relato retó libremente los hechos: ésta es la prueba de que Spifame se creía rey: los locos que se creen reyes, papas o emperadores, son causa de risa, y nuestros escritores han explotado el tema con brío, con una mezcla de consternación y comicidad. Spifame en su prisión se desenvuelve, con sus harapos y su decoración de pacotilla, con toda la pompa de un rey. Más aún, nuestros dos escritores le inventaron un compañero, un tal Vignet, poeta, salido de su imaginación, tan loco como él, que lo reverencia como si fuera rey, y él mismo se cree primerísimo poeta de la corte y su íntimo consejero: los dos juntos forman una pareja fuera de lo común. Si el asunto se redujera a esto, la locura no sería más, en Le Roi de Bicêtre, que la fuente de un humor muy bien elaborado; y los delirios de los dos amigos no nos dirían nada de Nerval, no más que su talento como narrador. Sin embargo, en la narración hay algunas características que son más ajenas a la realidad histórica y sorprendentes. Los autores concibieron una semejanza física entre el loco y el rey, tanto que no había manera de distinguir uno de otro. Esta invención da pie a que algunas

escenas sean muy efectivas. La primera de ellas sucede cuando el nuevo rey asiste a la entrada del Parlamento y donde Spifame, sentado al otro extremo de la sala, y visto como un sosia al que el rey no le quita los ojos de encima, hace que los ojos de toda la asamblea se dirijan a él. El rey, se dice en el relato, está muy asustado con ese parecido ya que asegura una superstición que ver a tu doble vestido de negro (como estaba vestido Spifame) es el augurio de una muerte cercana. La escena es corta, pero servirá como punto de partida a la locura de Spifame; las burlas que lo acosan como el gemelo del rey lo golpean hondo; razón y conducta se alteran, lo encierran. Loco aprisionado, debe lidiar con la lucha entre su triste condición y sus quimeras monárquicas, lo que con los días se impondrá cuando se vea perseguido por sus enemigos y cuando en la noche ejerza en sus sueños un reinado magnífico. Esta especie de equilibrio se vuelve frágil cuando en prisión Spifame pasa frente a un espejo y cree ver al rey: una escena admirable de mímicas idénticas, y para Spifame, una escena de estupor reverencial y de terrible perturbación; le tiende la mano al rey, el rey le tiende la suya, el espejo cae al suelo con un ruido terrible, y lo que le sigue al desdichado son tres días de fiebre. ¿Qué pasó? La relativa serenidad de su delirio fue desestabilizada por la aparición, frente a él, de quien cree ser, y la unidad de su yo fue cruelmente dividida. Trata de remediar lo acontecido ordenando, la noche siguiente, en tanto que rey, aumentando y subiendo de responsabilidades y cargos a Spifame. Cuando entra en escena Vignet el delirio se vuelve doble y se orienta, de ahora en adelante, hacia un indebido y tentativo escape por parte del rey cautivo. La fuga se lleva a cabo, y una vez libre Spifame, habiendo llegado al barrio de Halles, se proclama rey y se hace aclamar como tal. Otra escena dramática, también inventada, es cuando, un día María Estuardo, esposa del delfín François (el futuro Francisco II), entra solemnemente a París con su cohorte real y militar; otra vez estamos frente a un rey falso en presencia del rey verdadero, que trae a su cohorte: “La impresión que causaba en el pobre loco el aspecto del mismísimo Henri, cuando se lo pusieron enfrente, fue tan fuerte que le dio una fiebre muy recalcitrante, en la que confundía como antes sus dobles existencias de Henri y Spifame, y no podía reconocerse, hiciera lo que hiciera”.⁴ Vemos cómo los autores del relato, al no poder conformarse con el recurso magro y monótono del delirio, buscaron perturbarlo, y lo consiguieron gracias a una estratagema ingeniosa. Luego de un desarreglo mental rico en comicidad, hicieron que surgiera en el texto el sobresalto pánico del yo frente a su doble. El delirio de grandeza y la angustia del doble son, claro que sí, dos temas

nervalinos mayores. ¿A qué conclusión podemos llegar? Es preciso reconocer también que estos temas han sido utilizados en narraciones y obras de teatro antes de Nerval. La mayoría de los autores las utilizan sin tener que fingir que ellos mismos las han vivido, o que sólo las han vivido a través de la imaginación y a través de la simpatía que vincula a toda conciencia con lo que es humanamente posible. Se dirá: tampoco Nerval escribió Le Roi de Bicêtre,⁴¹ que hace uso de los mismos elementos que usará en otros textos, incluso si les da otro uso; estos elementos que aparecen aquí y allá con la esencia de su obra. Es confundir los materiales y la obra: de características análogas, Le Roi de Bicêtre es un relato fantástico; Aurélie —para ir al otro extremo— se quiere una odisea de la salvación. Yendo de una a otra, Nerval, como autor, no es el mismo. Hay que tener cuidado con eso de querer hacer de uno el anuncio del otro; no nos ceñimos a una unidad de información que le concierne al psicoanálisis o a la ciencia en las formas (hermanas a este respecto), pero no al estudio de la literatura, cuyo objeto está menos en el dominio de las organizaciones naturales que en el otro, rico en creaciones heterogéneas, de las intenciones. ¿Qué busca Nerval con su Spifame? Ciertamente no hacernos experimentar a través de su personaje un problema que le concierne; más bien presentarnos una idea curiosa: mostrarnos la paradoja del humor, a veces negra, sin tener que dirigirse a quien nos la narra. ¿Para qué, dadas las condiciones, identificar al autor de Le Roi de Bicêtre con su protagonista, quien, lejos de ser mencionado o sugerido por el texto, él mismo lo excluye? Éste no será el caso; 10 o 15 años más tarde escribirá sobre los mismos temas y los relacionará directamente con su persona. Literariamente, esta diferencia importa más que todas las semejanzas. ¿En realidad pretendemos afirmar que este relato era un síntoma que auguraba —un poco disimuladamente — su enfermedad por venir? ¿Quién puede atreverse, después de leer este relato, a predecir que su autor tendrá una enfermedad mental? ¿Por qué entonces predecirlo después? Y hay que dirigirnos a un psiquiatra si lo queremos saber, se trata de medicina, no de literatura.⁴² Y llegará a una conclusión, como la sabemos, de manera conjetural. Además, opine lo que opine, se mantendrá arbitrario en mantener como plausible lo que, en cuanto a literatura, tenga un sentido diferente. Mas precisamente esto se convertiría, como lo han hecho muchos en nuestro tiempo, y en vano, en una negación de la literatura.

La introducción a los Deux Faust

En julio de 1840, Nerval publicó una reedición de su traducción del Fausto de Goethe, seguida de una traducción incompleta del segundo Fausto; las dos traducciones estaban precedidas de la introducción que ahora nos incumbe.⁴³ Estas páginas agregadas, que buscan explicarle al lector francés las singularidades del segundo Fausto, hacen metafísica como él: en este nuevo Fausto ya no se trata tan sólo de la simple magia mefistofélica que se aplica al mundo terrestre, sino también de las posibles relaciones entre este mundo y el otro. Fausto tratará de conquistar a Helena de Esparta en la eternidad y traerla consigo a nuestro mundo. Para el poeta del segundo Fausto —escribe Nerval—,

al igual que para Dios, nada llega a su fin, sólo la materia se transforma, y los siglos transcurridos se conservan en su integridad en estado de inteligencias y sombras, en un sistema de regiones concéntricas, extendidas alrededor del mundo material. En ese lugar, esos espectros llevan a término o buscan finalizar las acciones que un día alumbró el sol de la vida, y en cuyas acciones demostraron la individualidad de su alma inmortal. En efecto, es de gran consuelo pensar que nada muere de aquello que un día conmovió a la inteligencia y que la eternidad conserva en su seno una especie de historia universal, visible a los ojos del alma, sincronismo divino, que algún día nos hará participar de la ciencia de Aquel que todo lo ve de un vistazo, lo que ha de ser y lo que fue.⁴⁴

Ese “nada muere” anticipa una de las mayores preocupaciones de Nerval. Más precisamente: “Helena y Paris, las sombras que Fausto busca, erran en alguna parte del inmenso espectro que su siglo dejó en el espacio; caminan bajo los espléndidos pórticos y bajo las frescas sombras con las que todavía sueñan, y se mueven con gravedad rumiando su vida pasada”.⁴⁵ Al respecto, Nerval se encuentra alejado de cualquier espiritualismo ordinario y parece saber transmitir

el pensamiento de Goethe. En varios pasajes del segundo Fausto que Nerval tradujo in extenso e incluyó en su volumen, se encuentra, efectivamente, una idea de la supervivencia de lo que ya no es: “Disfruta —dice Mefistófeles (incitando a Fausto a emprender su cometido)— del espectáculo del mundo que desde hace mucho tiempo ya no existe”, y Fausto mismo se dice cuando se apresta a partir: “En aquel lugar, lo que alguna vez fue se desplaza y se aleja de su apariencia y de su ruido, pues cuanto fue creado evita a la nada en la medida de lo posible”.⁴ La exhortación de Mefistófeles está acompañada de una enseñanza mitológica bastante particular. Le enseña a Fausto que el lugar adonde va está regido por divinidades llamadas Madres,

poderosas diosas, que reinan en soledad; a su alrededor no existe el espacio ni mucho menos el tiempo […] diosas que les son desconocidas a ustedes los mortales […] su morada está en la profundidad del vacío […] verás a las Madres, unas sentadas, las otras de aquí para allá, así es: forma, transformación, eterno devenir del espíritu eterno; no podrán verte porque sólo pueden ver a los seres que no han nacido.⁴⁷

Una vez que llega a las regiones del vacío, Fausto las invoca: “Invoco su nombre, oh Madres que imperan en el espacio ilimitado […]”⁴⁸ En principio, éstas son las divinidades que gobiernan el acontecer de todo el drama. En ninguna parte se señala, durante el transcurso de la trama, cuál es la función y la naturaleza de estas diosas. Sólo se nos dice que ellas son quienes presiden el movimiento mítico de las figuras del más allá de la vida. Sin embargo es de sorprender que Nerval, conocedor del texto y de estas páginas, puesto que se encuentran entre las que decidió traducir, sólo hace una alusión somera y anticipada a las Madres,⁴ y no dice nada cuando habla de la salida de Fausto: todo indicaría que, debido a la inclinación que tiene a recurrir a las formas femeninas de la divinidad, dichas Madres tendrían que interesarle. Probablemente consideraba que su carácter insólito e indeterminado era de una naturaleza que podría ahuyentar al lector francés. Quizá también la inconsistencia de esas deidades no lo satisfacía del todo. Nos sentimos propensos

a creer eso cuando nos topamos con que, cuatro años más tarde, en un relato de viaje, aparecen unas Madres completamente distintas: seres divinos, consistentes y poderosos que invitan a ser adorados. Dice que existen tres, y celebra a una en especial, identificándola con Venus Urania: “¿No eres tú la fuente de todo amor y de toda noble ambición, la segunda de las nobles madres que reinan en el centro del mundo y guardas y proteges los eternos tipos de las formas creadas, resguardándolas del esfuerzo doble de la muerte que las transforma, o de la nada que las llama?”⁵ El contraste entre esta definición y la definición de las Madres de Mefistófeles y del mismo Fausto es bastante diferente; Nerval, sin dejar de admirar el genio de Goethe, no se dejó seducir por sus deidades: son como matrices universales en las que sólo se conservan en movimiento, a través del “espíritu universal”, imágenes y sombras, consideradas como tales y provistas de eternidad antes y después de su paso en la vida real. Mefistófeles, como ya se vio en la conversación que sostuvo con Fausto, ve a las diosas reinando “en soledad”, “en las profundidades del vacío”.⁵¹ Fausto ni espera ni se hace ilusiones de sus pretensiones más que como algo pasajero: “Me envías al vacío […] No me importa […] en tu nada yo espero encontrar todo”.⁵² Páginas más tarde, al invocar a las Madres, también las representa con “la cabeza llena de imágenes de la vida activa, pero sin vida”.⁵³ Así es como los muertos de Goethe reaparecen de manera fabulosa, si siguen apropiadamente el movimiento que les ofrece el semblante de la vida, se mueven más con magia que con vitalidad. Recordemos las escenas de un pasado conflictivo o la evocación de una lejana comarca que los magos del teatro barroco hacen ver a quienes acuden a ellos: esas escenas son a la vez una verdad en espectáculo y una mentira que podrían desmentir con una palabra; entonces podemos preguntarnos si el segundo Fausto no hace más que retomar con espléndida modernidad esta tradición literaria que se empeña en deshacer la frontera con lo real. Esta clase de fabulación era indispensable para que fuera posible, más allá de los dominios de la fe, el rapto de Helena por Fausto en el más allá. La metafísica que se deja ver en Goethe ¿es la de Nerval? Esto es lo que importa. En la evocación que hace de Venus Urania, mencionada antes como una de las Madres, la deidad protege de la muerte y de la nada “los eternos tipos de las formas creadas”; en suma, es garante de una ontología platónica que no está presente ni hay huellas de ella en el Fausto. Sin embargo, desde la introducción Nerval ya se inclina a ello. Queriéndonos persuadir de la verosimilitud del Fausto, escribe:

Si es cierto, como lo afirma la religión, que una parte inmortal sobrevive al ser humano descompuesto, si se conserva independiente y distintamente, y no va a fundirse al seno del alma universal, debe existir en la inmensidad de las regiones o de los planetas en que esas almas mantienen una forma perceptible a los ojos de las otras almas, y también a los ojos de aquellas que sólo se separan de lo terrestre por un instante, ora por el sueño, ora por el magnetismo o por la contemplación ascética.⁵⁴

Por decirlo así, en esta frase no hay nada de Goethe. Pasando por esa especie de homenaje a la religión, que se desmiente de inmediato con la suposición de la existencia de un “alma universal” vemos que, si la “parte inmortal” que sobrevive al cuerpo —y que no duda en llamar “alma”— es una herencia indiscutible de Platón y del cristianismo, trata de usarlo a su modo. Las regiones, en especial, y los planetas donde residen las almas vestidas de una forma (aparentemente nueva) se parecen poco al vago “más allá” de Goethe, y parecen venir más directamente de las fabulaciones teosófico-filosóficas del siglo XVIII.⁵⁵ Para comunicarse con estas almas que han sobrevivido hay que separar por un tiempo nuestra alma viviente de nuestro cuerpo: una visión muy tradicional del iluminismo; y que uno logre conseguir lo que busca siguiendo esos procedimientos, y sobre todo a través del sueño, es algo de lo que ya se ha hablado antes que Nerval, Nodier en particular, de quien conocía su obra e hizo de esos textos material literario; su postura va más con Nodier que con Goethe, y nos hace confesar que, si bien respetó el sentido del texto al traducirlo, también se apropió de un significado; una fuerte tradición que aspiraba a la idea de una inmortalidad real —aunque concebida con libertad, y no solamente figurativa— de los difuntos. Cuando Fausto da vida a Helena y a Paris frente a la corte imperial, Nerval se pregunta: “¿Comparte con los espectadores su maravillosa intuición o logra […] incitar dentro de sus almas ciertos elementos de materia que los vuelve perceptibles?”⁵ En otras palabras: ¿provoca una visión o hace reencarnar verdaderamente dos almas? La misma pregunta se hace sobre la segunda aparición de Helena, cuando, abandonada por Fausto, vuelve a emprender su viejo y largo viaje de regreso a Grecia: “¿Es el recuerdo que se vuelve presente? ¿O es que los mismos sucesos que una vez acontecieron vuelven a suceder otra vez?”⁵⁷ Una vez más: ¿imaginación o realidad? Se advierte qué es lo que separa a Nerval del escritor alemán. Sin embargo, eso no quiere decir que no se sienta

tentado por él. En su introducción habla de sombras que “flotan en la lejanía, en el espacio, que el poder de los recuerdos protege de la nada”.⁵⁸ Nada de esto está en Goethe; acaso la dependencia que ejerce el recuerdo para con la inmortalidad, por una suerte de magia de la memoria; y ¿qué decir de eso, no es ya decir que es ficticia? Además, la naturaleza de la inmortalidad importa menos quizá que el mecanismo por el cual es posible ver vivos de nuevo, sea como sea, a los que ya no están con nosotros. Ésa es la intención que Fausto tiene para Helena y para Paris, y a Nerval le parece muy interesante desde un inicio, cuando concluye que, “gracias a la inmensa inspiración de su alma, medio separada de la tierra, logra separarlos lejos de su círculo de existencia y traerlos al suyo”.⁵ No acepta del todo este impedimento de volver a la vida a un muerto, tanto, que no puede interesarse del todo en la idea de Fausto reviviendo a Helena. A esto dice que el poder de los recuerdos debe interpretarse de este modo: pensar constantemente en la persona amada, es decir, el amor que le tenemos puede sacarla de la nada. Como sabemos, Orfeo fracasó en su intento de volver a la vida a Eurídice, y Nerval, en un pasaje famoso de Aurélie, se identifica con él. Fausto, al rehusarse a traer consigo a la tierra a Helena ¿es distinto a ellos? Otro tema de metafísica subjetiva, llamémosla así, vincula a Nerval con el segundo Fausto: la identidad que se establece entre la inmortalidad humana y la anulación del tiempo; y dicha anulación, imposible al hombre y propia de Dios, Goethe no la toma muy en cuenta; sin embargo, Fausto habla al respecto, y esa suerte de proeza mística se comenta con entusiasmo en su introducción, usando la imagen de un reloj descompuesto, a propósito del desembarco de Helena en Grecia: “El círculo de un siglo recomienza […] Parece […] que el reloj eterno, atrasado por un dedo invisible, y puesto en una fecha sucedida hace mucho tiempo, se descompone con un movimiento cuya secuencia se ha roto, y marca, quizá, un siglo por hora”. ¹ Ahora bien, Nerval, 14 años después, habría de utilizar la misma imagen para su propia experiencia con la serie de sus “existencias anteriores”: “no me costaba haber sido príncipe, rey, mago, genio e incluso Dios; la secuencia se había roto y marcaba las horas como minutos”. ² La simpatía que siente Nerval por el protagonista de Goethe es indudable; Fausto, al mismo tiempo que vencedor del tiempo, es un enamorado, en quien se reconoce cuando escribe, comentando el momento en que Fausto se enamora de Helena: “Ése es un amor inteligente, sueño y locura, que va más allá en su corazón del amor ingenuo y humano de Margarita”. ³ Es muy difícil definir, a la luz de lo que ya hemos dicho, en qué medida el segundo Fausto fue una revelación para Nerval. Ciertamente él ya tenía, sobre el

tema de la supervivencia y la relación entre vivos y muertos, una serie de ideas y de creencias espiritualistas que ya se dejaban ver en su introducción y que difícilmente podían quebrantar una obra cuyo carácter fantástico, lleno de humor, no busca dar pie al credo. De cualquier modo, el drama pudo llegar a impresionarlo en cuanto su imaginación, sus personajes, sus sugerencias. Es válido pensar que esa especie de amalgama que pudo resultar de este contacto es cercana en algunos aspectos a las experiencias futuras de Nerval.

Este repaso de los primeros escritos de Nerval nos permitió constatar su gran diversidad, no sólo en cuanto a formas o contenidos, sino en cuanto a su profunda inspiración: aunque sólo en algunas partes se manifiesta lo que será la preocupación esencial de Nerval, la exploración de sí mismo y de su destino, la búsqueda de una verdad y una salvación que terminarán por fascinarlo casi exclusivamente. El espíritu de decepción que contrasta a la generación nacida en 1810 con la nacida en 1800 sin lugar a dudas es el hecho importante o el síntoma predominante en él. Si bien es cierto que este espíritu puede ser considerado uno de los ingredientes o de las características propias a todo romanticismo, incluido el romanticismo francés, también es cierto que puede considerarse en tanto que una tentativa o voluntad de fe y de esperanza. Sin embargo, justamente esa tentativa parece haber triunfado en la generación de Nerval, en que el rechazo a esperanzarse se afianza en su estado puro no como un momento pasajero o que cuelga de la conciencia, sino como una manera de ser decidida y permanente. Las variantes a las que llegó esta situación con sus diversos grados y formas en las que se expresó puede variar, de Nodier a Musset, de Nerval a Gautier, y más tarde de Baudelaire a Flaubert; sin embargo, su posición al respecto, en relación con el romanticismo conquistador, es, en sustancia, la misma. ⁴ Con todo, Nerval se distingue de sus semejantes en que —y es lo que nos interesa aquí— va más allá y con más intimidad que los otros hacia el duelo, el sueño, y sobre todo, la soledad, menos lejos que los demás, hacia el rencor y el anatema: parece que se purificó de la cólera inicial, y de toda miseria violenta, por una especie de retiro angelical hacia sí mismo; algunas líneas de Le Bonheur de la maison nos ofrecen, ya en 1831, la frase precisa. Una de las convicciones fundamentales de la primera generación romántica era la de una misión a la vez espiritual y terrestre del poeta. Se quebrantaría dentro de él al mismo tiempo que la fe en Dios y en los hombres, pero sin que ello afectara la idea del sacerdocio poético, como signo de pomposa amargura o

maldición. Un nuevo ministerio de un estilo nuevo tardó un tiempo en concebirse y establecerse. Nerval no se orientó hacia ese rumbo; sólo quiso constatar, en su Point noir, que la gloria le estaba prohibida, como si no se tratara de otra cosa; jamás habló de las causas ni de los efectos de tal condena, dejándonos adivinar con ese lamento una determinada voluntad de retirarse, el único remedio del orgullo en contra de la impotencia. En las generaciones románticas parece que está solo, que pudo llegar a olvidar que era el poeta. No obstante, no consiguió apagar ese acto de renuncia al amor y a la felicidad, ese voto de renuncia que, nos da la impresión, permanece en su corazón y en su ser; y sus dificultades al respecto, objeto de una confesión agridulce en Corilla, se encuentran en el inicio de las contradicciones de búsqueda futura en que el deseo, la impotencia y el espíritu de soledad seguirán en pie de lucha. En otras palabras, todo lo que en él, en esta época, pertenece a la percepción sobrenatural del mundo, el duelo y la muerte, la locura, la negación del tiempo y la inmortalidad, apenas son un preludio distante de su experiencia y posturas finales. ⁵

III. Nerval: los trabajos y los días

Quien desee estudiar el pensamiento de Nerval a través de su obra está frente a una gran dificultad en razón de la forma particular del desarrollo y la manera en que su obra se nos presenta. Más que una obra, es un extenso campo de producción periodística, algo así como un caos en que lo grave y lo insignificante se entremezclan; nada parecido a una serie de textos definidos, o que delimiten cada uno un momento o una etapa. Incluso siendo editada y hecha ya una masiva reducción como volumen, lo que quede, ordenada cronológicamente, sólo ofrecería a un Nerval revuelto y en bruto. Estas características de su obra se explican como un hecho de sociología literaria, que marcó a toda su generación y que la generación antecedente ignoró gracias a un relativo desahogo, tal como él mismo lo dijo.¹ Le tocó vivir en la época del desarrollo de la prensa a gran escala y del folletín,² donde un gran número de escritores tuvo de qué vivir de una nueva manera. Esta situación habría de gobernar su existencia.

Del folletín al libro

El fracaso en 1836 de Monde dramatique, revista de teatro que fundó con la herencia de su abuelo, lo obligó a enlistarse en el ejército periodístico; de hecho, toda su vida dependió del mundo de los diarios y de las revistas, y siempre pensó en entregar el texto que se le había encargado. La consecuencia son severas dificultades para quienes se aventuran a editar sus obras.³ Nerval, relativamente, facilitó la empresa al reunir en volúmenes —de manera tardía (sólo a partir de 1849)— series de artículos con alguna unidad natural. Para no decir más que lo esencial, hay que señalar que dejó de lado un inmenso bagaje de sus folletines dramáticos, informes de teatro que habían sido su empeño más grande; tampoco hizo un volumen de sus crónicas fantásticas; en ocasiones esto lo han tenido que hacer algunos editores de sus obras, sin estar seguros de la autoría de algunos textos que adoptaba. Nerval, más de una vez, depositó en su particular producción la marca de su espíritu raro y exquisito. Es una lástima que él mismo no haya reunido su obra, incluso si difícilmente hubiera sido de interés para la odisea espiritual que tiene como fin la presente obra.⁴ Por fortuna, Les Nuits d’octobre [Las noches de octubre], publicadas en octubre como artículos en L’Illustration durante el otoño de 1852 y que nunca fueron publicadas en libro durante su vida, generalmente se pueden encontrar en las ediciones de sus obras.⁵ Es, digamos, la obra maestra de la fantasía, del humor y de la vagancia nervalinos, en su más alto nivel. Nerval formó sus libros retomando especialmente sus folletines y artículos de viaje. Tenía listas muchas series: viajes a Alemania en distintas fechas, a Viena, al Archipiélago y a Oriente, a Bélgica, a Holanda, a Londres. Su considerable viaje a Oriente que tuvo el primer honor de convertirse en libro. De inmediato vino un volumen de sus viajes a los países del norte.⁷ La existencia de estos volúmenes, ricos en episodios y en su conjunto de sus características narrativas muy valiosas, ilumina un poco el bosque de la obra sin cambiar su naturaleza; reimpresos en varias ocasiones, escribía textos continuamente, legibles, manejables, obligando a los editores y a los comentaristas la austera tarea de comparar su contenido con el de los textos periodísticos originales.⁸ Incluso en estas ediciones el material sigue siendo diverso y espeso; es rico en ideas y

creación típica de Nerval, pero sólo en ciertas partes. Otro tema que daría mucho para un libro es el del iluminismo y de los iluminados; como sabemos, un tema de suma importancia para Nerval. Llamaba indistintamente “iluminados” a las personas aventureras, que habían llegado al “sobrenaturalismo” ya fuera a través de una doctrina o por pura fantasía, mistificadores, militantes del humanitarismo. Reúne en un solo volumen sus estudios, relativamente recientes, sobre Restif de la Bretonne, Cazotte, Cagliostro y algunos más, como Quintus Aucler. Puso al principio de estos estudios su viejo texto Le Roi de Bicêtre, cuyo protagonista podía no desentonar —con todo el rigor— con la definición del iluminismo; luego incluyó Histoire de l’abbé de Bucquoy, de la que volveremos a hablar más tarde: era un clérigo aventurero, contrabandista de ocasión que conspiró contra Luis XIV. Al final cerró con broche de oro el conjunto con un prefacio de dos páginas acerca de las influencias iluministas de su infancia. El clérigo de Bucquoy había sido el protagonista a través del cual Nerval quería contar la historia de la serie de folletines titulados Les Faux Saulniers,¹ cuando comenzó a escribirlos para Le National. Sin embargo, como no tenía a la mano el libro donde él leyó las aventuras del clérigo, se puso a buscar la obra y comenzó a redactar sus folletines con la narración de su búsqueda bibliográfica, amenizada con toda clase de anécdotas y digresiones que pueden llegar a incitar a un cronista de carácter feliz a asociar ideas y caer en ánimo jocoso. En esta primera parte uno termina por olvidarse del clérigo. Luego Nerval hace que Compiègne descubra la pista de una supuesta tía del clérigo, Angélique de Longueval, y tiene acceso a una agitada autobiografía de la tía, que transcribe en los siguientes folletines, en alternancia con la continuación de su viaje a través de Valois. Por fin, una vez que ha encontrado el libro, comienza a escribir los folletines acerca de la vida del clérigo que llenan la última parte de su obra.¹¹ La gran novedad de Les Faux Saulniers radica en que, luego de sus tantos viajes por muchos países, un viaje esencial a la región de Valois, muy significativo para él, no deje de obsesionarle. Antes de concentrarnos en esta nueva etapa, debemos detenernos y volvernos a preguntar: ¿cuál es el acercamiento que conviene para estos textos diversos, de importancia y naturalezas tan desiguales? Los libros que publicó le dan un poco de orden al conjunto, pero no cambian el carácter general: esas antologías no son libros como tales, para que alguien los pueda comentar en tanto que unidades, sobre todo en lo que concierne al pensamiento; su estructura visible en forma de libros esconde el mensaje profundo que encierra en algunas de sus páginas. Nos corresponde buscar al autor, el hilo negro del conjunto, en toda la obra y

reconstruir su experiencia, o mejor aún, su preocupación y las diferentes maneras en que desafía la cronología y la composición: Nerval en política, en el amor, en la locura, en busca de una creencia, en la invención de una mitología, en una leyenda personal: precisamente este último rubro es el que abre, por el camino de Valois, la vía hacia una autobiografía espiritual. Naturalmente, es preciso incluir en esta indagación todo lo que, además de los libros publicados, es de importancia, y antes que nada, los sonetos extraordinarios que escribió después de 1840.

Los últimos volúmenes

Nerval, habiendo reencontrado el camino de Valois y habiendo publicado sus primeros volúmenes, no dejó de engrosar con artículos y folletines la masa de su obra, ni dejó de reunir sus textos en nuevos volúmenes de poca uniformidad. Publicó en L’Artiste una serie de artículos titulados “La Bohème galante”, en la que incluye viejos escritos en prosa y en verso, memorias personales de cuando el Doyenné, reescritos, y el viaje a Valois de Les Faux Saulniers.¹² El volumen de Les Petits châteaux de Bohêmia, publicado a finales del año con variaciones en su contenido, contiene breves introducciones, preciosistas a ratos, para cada capítulo, y también sonetos que hasta entonces sólo había publicado en periódicos.¹³ Por último, Nerval completó su libro Les Filles du feu [Las hijas del fuego] agregando junto a Angélique y a Sylvie, recién publicada, media docena de viejos textos narrativos diferentes entre sí y de valor desigual, y reunió los sonetos bajo el título de Les Chimères [Las quimeras].¹⁴ Sin entrar en los detalles de las discusiones, debe reconocerse que este libro, lo más leído de la obra de Nerval, pese a que sea poco uniforme y de un interés desigual, es muy encantador. Los volúmenes que Gérard publicó sucesivamente después de Les Faux Saulniers están impregnados, en su desorden, de un aire de nostalgia y recuerdo: como Les Petits châteaux de Bohêmia y en especial Les Filles du Feu. ¿Cuánto puede importarnos la composición y la arquitectura cuando se han reunido en un solo libro el prefacio a Dumas, Angélique, Sylvie, Octavie y Corilla? A estos volúmenes, como los demás, no se les podría considerar dotados de una unidad. Sólo podemos discernir algunas contribuciones fundamentales, brillantes entre levedades, en el capítulo de la leyenda personal de Nerval. También éste es el caso de Promenades et souvenirs [Paseos y recuerdos], un libro escrito hacia el final de su vida:¹⁵ en él, un diamante brilla por todas partes.

Las obras mayores

Solamente nos es permitido cambiar el método de estudio y considerar como obras independientes que se bastan a sí mismas, justo de la parte final de la odisea nervalina, a Sylvie y Aurélie. Como casi todo lo que escribió Nerval, estas dos obras las entregó a las publicaciones periódicas. Sin embargo, aquí se trata de dos escritos autobiográficos orientados hacia la salvación (que le da sentido al texto), a pesar de que se llegue a ella tan problemáticamente en ambas obras. Podríamos agregar Octavie, un relato híbrido en cuanto a su cronología, pero no en cuanto a su significado y, digamos, tampoco en cuando a la enseñanza que procura.¹ Estas obras escritas en los últimos años, gracias a la belleza de sus imágenes y a la hondura de sus palabras, ameritan cada una un estudio propio, consecuencia natural de toda lectura de Nerval.¹⁷ Así es como Nerval, a fin de cuentas, redactó su mensaje, independientemente de toda arquitectura o construcción del conjunto. El carácter fugitivo de su obra no desvaneció ni debilitó lo que podríamos llamar su conciencia espiritual, su voluntad de entender y de sanar. Liberado de toda obligación de gravedad y de confección, consiguió comunicar a la perfección, entre otras cosas, las que tenía que decir.

IV. Nerval y la política

La política es uno de los aspectos de Nerval que no podemos desdeñar. No hay por qué sorprenderse del título: como ya lo vimos, Nerval comenzó escribiendo poesía política. Sería erróneo pensar que se olvidó de sus inicios, y que siguió su vida y el ejercicio de la literatura, indiferente a las luchas entre partidos y a la vida pública.¹ El desencanto no es indiferencia; y Nerval, hastiado de la política, no se iba a desinteresar así de fácil. El interés por la política, aunque sobrentendido tanto en su vida como en su obra, nunca dejó de ser persistente.

Bousingot

En 1832 Antoine Fontaney solía frecuentar el círculo de Victor Hugo y decía molestarse cuando se encontraba ahí con “Gerardito Bousingot”.² La palabra hacía referencia a lo que hoy sería el equivalente de “izquierdista”, o algo parecido.³ Así que Nerval, visiblemente estaba con la extrema izquierda, como era natural si tomamos en cuenta el carácter de sus poemas políticos antes y después de 1830. Sin embargo, parece que no fue, salvo a los 20 años, de ánimo militante; no se sabe con exactitud que haya tomado parte en ninguna acción, ni en febrero o junio de 1848 ni en diciembre de 1851. Sin embargo, no es necesario ser hombre de acción para vivir apasionadamente los acontecimientos políticos. De la decepción que fue 1830, bastante visible en los poemas que escribió por entonces, subsisten algunas huellas en varios escritos que no se publicaron sino hasta después de su muerte: reflexiones desilusionadas, tan cínicas como puede ser el hastío, conjunto de fragmentos llamados Carnet de Dolbreuse, aparentemente destinados a una novela, redactados, se cree, entre 1831 y 1839.⁴ Tienen el mismo tono las reflexiones que publicó en 1844 en L’Artiste con el título “Paradoxe et vérité” [Paradoja y verdad].⁵ “El privilegio —escribe Nerval— se rompió en mil pedazos, y ninguno se perdió. La patente remplazó el pergamino, el acto al derecho, los escudos a los escudetes.” “La última palabra de la libertad es el egoísmo.” “Está claro que, una vez que el dinero se haya establecido como fundamento de la sociedad, del poder y del honor, y una vez que se haya hecho de él una virtud y un honor, ya no hay honor ni virtud que el dinero no pueda compensar.” “No encuentro ninguna razón para que la humanidad mejore […] Más intelecto, menos corazón. Donde las leyes son vigiladas con más recelo, den por hecho que allí es donde más se evaden, y donde los rufianes están presos en las galeras, den por hecho que hay más rufianes afuera.” En estas palabras está presente toda la pasión del neojacobismo de 1830 a 1832.⁷ Estas máximas nos hacen pensar especialmente en las del Champavert de Pétrus Borel,⁸ y nos muestran una vez más a un Nerval que en sus comienzos era de una actitud muy diferente a la proverbial bondad. Es muy difícil ver únicamente en su separación de la política una victoria del sueño por sobre la realidad. Una

suerte de nihilismo sarcástico parece haber sido el rastro, que venía desde hacía mucho tiempo, de la desilusión de la Revolución de Julio de 1830. Este nihilismo, la otra cara de la indignación, a nombre del cual les gusta ridiculizar a la esperanza después de haber llorado el fracaso, este pesimismo de despecho no acaba necesariamente con la nostalgia ni tampoco con la dolorosa decepción de la cual proviene.

¿Era Nerval partidario de Luis Felipe?

No es menos verdad que Nerval, después de la consolidación de un nuevo régimen y el establecimiento del poder de la “resistencia” conservadora, estableció relaciones con el nuevo gobierno que parecerían contradecir sus viejas creencias y profesiones de fe. La necesidad de subsistir fue sin duda la primera causa de esta decisión. Cuando el acabóse de Le Monde dramatique era evidente, Nerval fundó una nueva revista, Le Carrousel, con la esperanza de restablecerse aceptando el financiamiento del ministerio. La intención de esta publicación era dirigirse “especialmente a las clases altas de la sociedad”, para equilibrar en esta clase social, a favor del nuevo régimen, la influencia de La Mode, órgano distinguido de la opinión legitimista.¹ Nerval y su socio Bouchardy¹¹ hicieron las peticiones correspondientes en el ministerio; Bouchardy escribió en junio y en agosto algunas cartas para solicitar la ayuda, específicamente ayuda material. Es difícil saber en qué medida la conducta de Nerval estaba acompañada de un cambio de opinión. El régimen de julio de 1830, por otra parte, representaba, para él como para toda la opinión de avanzada, el resultado insuficiente, aunque no inútil, de una gloriosa insurrección. La generación precedente, Lamartine, Vigny, Hugo, los tres legitimistas en un principio, habían aceptado el régimen. Abogar por que se les una la aristocracia en su conjunto no es, para un viejo bousingot, una abjuración; en su lugar, podría tratarse de cierta prudencia que ocupaba el lugar —sin traicionar ningún principio— de la cólera inicial. Los artículos¹² en que Nerval profundiza sobre la idea de convertir al mundillo legitimista se nos antojan, antes que nada, repletos de ingenuidad. Su argumento consiste, curiosamente, en una posible fraternidad entre el monarquismo y el romanticismo dentro de un plano poético, mediante el establecimiento de una comunión de apego al pasado, de un sentimiento aristocrático de la vida y de las cosas y de una nostalgia esencial: las alusiones al romanticismo anterior a 1830 y una visión apasionada de la Edad Media y del Renacimiento, nutren todos los argumentos: “Claro que recuerdan los grandes planes que todos teníamos en mente hace algunos años […] el plan de renovar las tradiciones de la bella sociedad francesa: las bellas artes y el buen estilo […]” La aristocracia subestimó demasiado esta vía para hacerse de popularidad: “Esa casta de

orgullosos era una mala estudiante de literatura”.¹³ Después de acariciar, Nerval gruñe: la aristocracia no veía que en la juventud también se exaltaba, durante la Restauración, “otra poesía de recuerdos no tan lejanos, que nutría apasionadamente a la multitud sin nombre”,¹⁴ que en el país estaban surgiendo dos nuevas noblezas, de coraje y de inteligencia, “razas inmortales, de sangre real y de linaje directo de los grandes ingenios y corazones”.¹⁵ La nobleza, al ignorarlos, pagó por ello en 1830. En esta curiosa defensa de la aristocracia no están presentes los contraargumentos de costumbre que reclama el justo medio, el elogio al nuevo rey, su entorno y su política. Los que estaban a cargo de los fondos del Ministerio y que conocían a los antiguos ultras, por supuesto, no podían confiar en que una revista literaria, cualquiera que fuere su contenido, iba a amansarlos. La petición de Nerval y de Bouchardy fue rechazada en dos ocasiones, cuando ya el primero y el segundo números habían sido publicados.¹ A final de cuentas, lo que nos parece más importante en sus cartas, y nos da la medida más exacta de la inocencia de su autor, es el tono apocalíptico que asume en ciertos momentos. Ya en la primera de las cartas definía la época presente como “una época de ceguera” en que la Providencia ya no guiaba a los hombres: “¡Oh, versado profeta del pasado! Es cierto pues que las instituciones políticas ya no tienen raíces en la tierra. La familia humana por siempre va errante por la tierra, para todos igual”.¹⁷ En la segunda carta va todavía más lejos: una especie de defensa más positiva del nuevo régimen y del papel desempeñado por la nobleza desemboca en un desastroso canto de duelo final:

Si los hombres fueran capaces de agotar la savia eterna de la naturaleza para con ella darse el alimento del presente, se saciarían con avidez, y no le dejarían a sus descendientes más que las amargas cenizas de una tierra agotada y muerta. ¡Quiera Dios que un siglo de filosofía no haya hecho de un Mundo moral lo que ahora es, y que no haya marcha atrás! Muchas almas jóvenes e inquietas se preguntan con lágrimas en los ojos quién agotó la savia divina de la que bebían antaño los espíritus más grandes de tantos siglos ilustres.

Una voz responde que sus padres abusaron del amor, de la libertad, de la gloria,

y que los mantos se han secado, agotados de ahora en adelante.¹⁸ “Y los hombres —prosigue Nerval— le gritarán a Dios: ‘Padre, ¿por qué nos has abandonado?’ A lo que el Padre responderá: ‘Envié a mi Hijo para que salvara al mundo antiguo, y ese mundo lo crucificó; envié su Cruz para salvar al nuevo mundo y ese mundo rompió su Cruz’.”¹ Estas fantasías que prefiguran una sociedad que ha perdido el vigor, y está arrojada al desposeimiento y a la perturbación universal —temas paroxismales del pesimismo contrarrevolucionario— muy probablemente hacían temblar de frío lo más profundo de la conciencia ultra; sin embargo, estos pensamientos expresados en este estilo, muy probablemente les eran incómodos a todos los partidos. Lo dicho por Nerval ¿tenía la intención de buscar una conciliación política? A este respecto, más bien Nerval sigue su inclinación; procura el estilo, se adscribe a la teología aventurera del desencanto romántico; vemos reflejado en él al Nodier de la misma época. Su política, en este caso, lo único que hace es oponerse a los que sermonea como a los que pretende ayudar.²

Léo Burckart Léo Burckart es un drama de carácter político que fue puesto en escena en 1839;²¹ nos ayuda a calcular los límites en los que podría apoyar al régimen establecido. Al inicio, este drama había sido prohibido por la censura, y Nerval pensaba apelar la prohibición cuando un ministro le otorgó una audiencia y revocó la prohibición; otro ministerio le dio 600 francos de indemnización.²² Esta actitud indecisa por parte del poder en turno nos demuestra que Nerval se inclinaba por poner en práctica el justo medio, y sobre todo demuestra que la obra misma se encontraba entre el conformismo pro Luis Felipe y la oposición. Nos convencemos de ello al leer el drama. La acción tiene lugar en Sajonia en 1819, cuando Alemania, una vez librada del yugo francés, está siendo sacudida por las revueltas revolucionarias y la oposición de los príncipes. Se trata de un drama político en un país extranjero, que no le concierne directamente a la Francia de su tiempo. Léo Burckart tiene mucho del género de “escenas históricas”, que estaba de moda desde la Restauración, amplias en ambientación, cuadros de la arquitectura medieval y retratos de las costumbres locales (en este caso, costumbres de estudiantes y conspiraciones alemanas). No obstante, el verdadero problema de fondo que plantea la obra es el enfrentamiento entre un príncipe conservador y los jóvenes

que tras haberlo ayudado a vencer a Napoleón le exigen la libertad y la unidad de Alemania. Evidentemente, esto puso a pensar a los espectadores franceses sobre la situación que enfrentaba Luis Felipe ante la gente que lo había ayudado durante Julio de 1830 y que le exigía reformas. Se hace la misma pregunta tanto en el drama como en la Francia de 1839: ¿el poder debe resistir o debe avanzar sin reparar en obstáculos?²³ Sin entrar en detalles, ni de personajes ni de escenas, nos preguntamos cómo es que Léo Burckart responde a estas preguntas. El personaje que da título a esta obra de teatro forma parte del mundillo de los estudiantes revolucionarios; como ellos, es liberal y patriota. Estando en Fráncfort, se prepara para irse a Leipzig, su tierra natal, para cumplir la condena que sus artículos en contra del gobierno le han valido al director de su periódico, cuando el nuevo soberano de Sajonia, favorable a un cambio en el país, le propone convertirse en su consejero íntimo. Acepta no sin dudar, con la esperanza de ayudar desde su puesto. Como consecuencia de haber aceptado el puesto, desaprueba toda clase de excesos políticos y asume una posición ambigua en relación con la juventud revolucionaria que conspira contra el príncipe. Entre los personajes masculinos que giran en torno al personaje central se encuentra un violento militante revolucionario, Frantz Lewald, amigo de infancia de Marguerite, la mujer de Léo, y apasionada y discretamente enamorado de ella. Le entrega a los conjurados documentos que sustrajo de la casa de Léo, que comprueban sus intenciones de reprimir el complot. Entonces se le asigna la tarea de asesinar a Léo, mas no se atreve a hacerlo y, habiendo perdido la cabeza en ese momento, se jacta de que Marguerite esté enamorada de él, quien lo desmiente con severidad. Lo dejan ir y luego se mata. Léo hace fracasar el complot, salva al príncipe y evita el acabóse; pero el príncipe se deshace de él, pues argumenta que fue demasiado blando con los conjurados. El sentido de la trama es evidente: el príncipe y el conspirador, aunque el autor los trate con precaución, aparecen como los mediocres, mientras que Léo se nos presenta como el hombre de buena voluntad que, en las luchas de Europa, estaba aprisionado entre el conservadurismo y la subversión. La obra de teatro, que al gobierno le pareció, sin duda, aceptable, no era una apología. Nerval, moderadamente, se quedó del lado de la opinión. Vemos su propia defensa respecto de Léo Burckart:

Era considerada un espectáculo peligroso sobre todo por el cuarto acto que representaba con mucha veracidad […] la escena de una venta de carbón. Se me

elogió el hecho de hacer ver ridículos a los conspiradores […] La obra, es cierto, concluía en contra del asesinato político, pero sin dejar de mostrar la imposibilidad, para un hombre de buen corazón, de mantener en pie las ideas rezagadas de una corte.²⁴

Gérard en misión

En 1850 se le reprochaba a Nerval, en la opinión republicana, haber ayudado a la realeza cuando Luis Felipe era rey. Una nota de Le Corsaire nos dice que a Nerval, antes de febrero de 1848, “el Ministerio de la Instrucción Pública le asignaba misiones. Por eso viajó a Alemania y a Egipto”.²⁵ La misión en Alemania fue la que se le asignó en el otoño de 1840 y que llevó a cabo principalmente en Viena de noviembre de 1839 a finales de febrero de 1840. Es difícil dudar de la veracidad de esta misión cuando leemos las cartas que escribió durante esta época, donde la menciona casi en todas: sale a relucir que Gautier había presentado a Nerval con Joseph Lingay, en aquella época un personaje importante entre algunos ministros; que gracias a él le habían asignado esa misión en Viena, y que por la recomendación que éste hizo al embajador de Francia en Viena, M. de Sainte-Aulaire, Nerval fue recibido con amabilidad en las veladas que organizaba la embajada. La carta que envió desde Viena a Jacques Mallac, jefe del gabinete del ministro del Interior Duchâtel, despeja las dudas sobre su relación con el ministerio: su relación es la de un funcionario diplomático, y Nerval nos sugiere que adquirió después de su misión un “puesto regular”. Del mismo modo, le hubiera gustado tener una misión prolongada o en Viena o en Constantinopla; pero no le dieron ninguna misión.² De regreso en Francia, el ministro había sido revocado; sin embargo una vez que Duchâtel volvió a su puesto en el Ministerio del Interior en octubre de 1840, Nerval le pidió que de nuevo le asignara una misión, esta vez para arreglar en Bruselas el eterno litigio de la falsificación belga con las editoriales francesas.²⁷ El proyecto no se consolidó. Cuando volvió a París, Nerval fue internado por problemas mentales, en febrero de 1841: su gran temor era que sus amigos y benefactores del Ministerio lo remplazaran o lo abandonaran.²⁸ Así fueron las cosas. Parece imposible negar que entre 1839 y 1841 Nerval depositó sus esperanzas en un empleo regular retribuido por el Ministerio. ¿De qué manera este proyecto sería una mancha en su carrera? Para empezar ¿qué clase de servicios prestaba? ¿En qué medida resulta deshonroso, en un país de instituciones libres, ser funcionario de un gobierno con el que no se está de acuerdo? Las misiones que Nerval llevó a cabo o que deseaba no eran misiones

de policía político: eran las mismas misiones que hoy en día se les asignan a los agregados culturales o de corresponsal con los que cuentan todos los Estados libres del mundo: consisten en informar al Ministerio sobre la opinión, la prensa y la literatura local, según de lo que se enteren al estar en ese territorio. No obstante Nerval, cediendo ante la atmósfera inquisitoria del cambio de régimen, creyó que era mejor negar que alguna vez se le haya asignado una misión. Le Corsaire no mencionaba el hecho de que recibiera un sueldo, es Nerval el que saca a relucir que jamás había recibido nada, salvo la indemnización por la prohibición de Léo Burckart; y quizá sea verdad.² De hecho, el periodista de Le Corsaire le reprochaba menos su conducta durante el régimen de Luis Felipe que su ostentación a favor de la democracia después de su caída. Nerval respondía que él siempre había sido partidario de la democracia y que jamás había traicionado en sus escritos a ese partido. Las demás quejas de Le Corsaire son inconsistentes: se reducen a la sospecha de cierta colaboración política con Lingay, inducida por la relación que tenía con él. Si Gérard reaccionó con torpeza a la nota de este periódico fue en virtud de que, por ningún motivo, aceptaría denegarse el derecho de ser liberal y demócrata, pues lo era en verdad.

Durante la Segunda República

Después de febrero de 1848, Nerval dejó a la luz, pese a que no había tomado parte en un acto político ni había militado en ningún partido, su íntima fidelidad por la opinión de izquierda. La primera prueba de ello son los escritos que publicó en los primeros años de este periodo. Durante la primavera de 1849 publicó una novela-folletín de corte histórico, Le Marquis de Fayolle [El marqués de Fayolle],³ crónica novelada de la revolución y de la contrarrevolución en Bretaña. Se pensó que este relato, siendo benevolentes e imaginativos, contaría con algunos motivos propiamente nervalinos. Lo que no está sujeto a dudas son las afinidades revolucionarias que deja ver Nerval durante toda la narración: en el prólogo, un retrato muy hostil del Antiguo Régimen; en el desarrollo de la narración, varios episodios muy significativos, en particular la expulsión, ordenada por la República, de religiosas benedictinas de su convento. El joven y simpático protagonista de la novela, Georges, ordena la expulsión, y al momento pronuncia un discurso descristianizador, que convence a las religiosas. La distribución de los papeles va en el mismo sentido; de los dos clérigos, el rebelde es un pérfido, sumamente retrógrada; el juradoa es un espíritu abierto, pacífico y bueno. Los personajes revolucionarios están poco caracterizados —salvo Georges, niño de la calle que cree ser de origen plebeyo, cuando en realidad es hijo de un aristócrata adúltero, apasionado partidario de las causas de la Revolución: él y sus amigos, estudiantes en Rennes, encarnan la inteligencia, la generosidad y la entrega al bien público—.³¹ Los caracteres nobles son pintados como valientes, pero sin ninguna relevancia, y se empecinan en defender sus privilegios. Un idilio de amor se establece entre Georges y una muchacha noble (no saben que son primos); la familia interviene y la muchacha, reconquistada por su clase, está a punto de traicionar a Georges cuando la novela es interrumpida. En cuanto a narrativa es el desarrollo de una obra lo que en verdad define su sentido; sin embargo, pese a que nos falte el final, tenemos la autoridad suficiente para juzgar de republicanas las intenciones del autor. Es cierto, algunas digresiones sentimentales al pasado y a sus encantos tiñen más de un episodio, pero ¿esperábamos menos de nuestro Gérard?³² A finales del año siguiente Nerval publicó Les Faux Saulniers, donde no repara

en atacar políticamente a la Asamblea legislativa reaccionaria que perseguía al género de novela-folletín, ni en atacar al gobierno del príncipe presidente ni en denunciar los progresos de la arbitrariedad.³³ Y la Histoire de l’abbé de Bucquoy, que como hemos visto ocupa toda la segunda parte de esta narración, es algo así como una apología de aquel clérigo iluminista, mitad especulador mitad político, que ocupa un lugar más y más grande en el alma del Nerval de los últimos años de la monarquía de Julio de 1830. Bajo esta noción global, entremezclaba el iluminismo teosófico del siglo XVIII europeo, las especulaciones de algunos adeptos más o menos excéntricos de la Ilustración, los distintos ocultismos de moda durante los últimos años del Antiguo Régimen, las utopías y los diversos socialismos de Francia que existieron en su siglo. Compartía, y pensaba que lo hacía, este punto de vista, lo menos conservador posible; el destino de la humanidad no le era indiferente. En mayo de 1849 no quiso dejar sin replicar un artículo de Champfleury que lo calificaba como un ser de pura fantasía, “mahometano sin demasiados remordimientos en Oriente”, que sólo veía en los acontecimientos y en las cosas lo que podía complacer los caprichos de su alma. A lo que replicó: “No soy un escéptico y no me ocupo ni de política ni de socialismo… A esto último ¿cómo es posible que Champfleury me haya clasificado entre los miembros de esta asociación, de tan mala reputación, los llamados Bousingot?”³⁴ Es notorio que él mismo da a conocer, con siete o seis años de distancia, haber sido un bousingot y la posición que asume. Los escritos que habría de compilar en su libro Les Illuminés son todos, salvo Le Roi de Bicêtre, según su fecha de publicaciones, de entre 1845 y 1851; todos hablan de “iluminados” de antes de la Revolución; ninguno de estos textos toca algún tema de la época de Nerval ni del socialismo. Sin embargo, se ocupó de ello en otros textos más contemporáneos. En 1845 había publicado un fragmento de una crónica titulada Les Dieux inconnus [Los dioses desconocidos], donde hace desfilar a los predicadores contemporáneos de la salvación terrestre: entre otros están Jean Journet, apóstol furierista; Enfantin, el máximo padre de la Iglesia sansimoniana; Coëssin; le Mapah y Caillaux, su discípulo; Towianski, que creía ser Napoleón reencarnado.³⁵ Estos artículos están escritos en el tono del periodismo humorístico, pese a que no se hallan exentos de cierta simpatía. Es más serio al tratar, después de la Revolución de Febrero, a los representantes del socialismo propiamente dicho en un artículo sobre Les Prophètes rouges [Los profetas rojos],³ donde habla de Buchez, un sansimoniano disidente y católico jacobino; de Lamennais, por entonces convertido a la izquierda humanitaria; de Mackiewicz y de Towianski; del furierista Considerant; de Pierre Leroux, otro sansimoniano disidente y uno de los padres del socialismo

francés. La diferencia relativa de tono entre un artículo y otro se debe a las fechas (1849 ya no es 1845), y más aún si consideramos que Nerval siempre oscila, más allá del sentido común, entre el humor y la gravedad. Lo más relevante es que nada de Les Dieux inconnus ni de Les Prophètes rouges pasó a formar parte de Les Illuminés: prueba de que Nerval no llegaría a casarse tan fácilmente con el iluminismo místico ni con el socialismo. Sin embargo, no renunciaba a él, puesto que titula su recopilación de textos Les Illuminés ou les Précurseurs du socialisme [Los iluminados o los precursores del socialismo]; él tenía la intención, en un principio, de hacer un libro más extenso, que comprendiera más biografías.³⁷ De cualquier forma, procuraba manifestar su simpatía por el socialismo, y escribe al respecto, refiriéndose a las excentricidades de su volumen: “Lejos de mi intención estaba la idea de atacar a aquellos de sus continuadores, los mismos que hoy en día sufren por haber intentado con demasiada locura o demasiado pronto la realización de sus sueños”.³⁸ No deseaba que la herencia de las Luces fuera separada de la heterodoxia y de la Revolución: “Esta época —dice— ha influido en nosotros más de lo que podríamos pensar. ¿Eso es bueno o es malo? ¡Quién sabe!”³ Todo el mundillo oficial, en el tiempo que Nerval escribió esto, entre el golpe de Estado y la proclamación del imperio, pensaba y decía que esta influencia era mala, un gran mal, y no admitía dudas al respecto. A juzgar por sus escritos, ésa fue la actitud latente e íntima de Nerval durante esos años. No sabemos nada, digámoslo así, de cuáles fueron sus juicios o sus reacciones ante los dramáticos acontecimientos que sacudieron Francia en diversas ocasiones entre 1848 y 1852, y por ello podríamos sucumbir a la tentación de pensar que fue indiferente: ajeno a las acciones, también pudo serlo a la emoción. Sin embargo, al menos gracias a un ejemplo, sabemos que no fue así. El 13 de junio de 1849 una manifestación popular que organizó Montagne en contra de la mayoría conservadora de la Asamblea fue desmantelada y seguida de una fuerte represión. Dos cartas que Nerval escribió a Gautier dan cuenta de lo que a la sazón pasó por su cabeza. En una de ellas considera lo que “acaba de pasar en París, una revolución frustrada, un día absurdo; en fin, todo está acabado, y según parece, por mucho tiempo”; en la otra escribe como espectador, inquieto y lúcido, de un desastre: “La pobre Montañaa fue arrasada, los dirigentes fueron arrestados y no relucieron mucho que digamos. Ahora sólo hay que temerle a la ferocidad de los apacibles, que no tardarán en traernos nuevos peligros”.⁴ Tenemos otro testimonio, éste patético. Cerca de un año antes de su muerte, Nerval narra en Aurélie el sosiego que recibió de uno de sus

amigos cuando, dice, había sido conmovido, pues le escuchó “argumentos muy elocuentes en contra de aquellos años de escepticismo y de desaliento político y social que siguieron a la Revolución de Julio”. “Yo fui —agrega— un joven de esa época, y había probado sus entusiasmos y sus amarguras. Algo se fraguó en mí al escucharlo; me dije que esa clase de lecciones no se daban sin que la Providencia así lo quisiera, y que un espíritu, sin duda, hablaba a través de él.”⁴¹ ¿Qué pudo haberle dicho ese amigo al que llama Georges? Se trataba de Georges Bell, cuyo verdadero nombre era Joachim Hounau, 16 años más joven que él, y que lo frecuentó mucho durante los últimos años de su vida. Era un republicano de 1848 que debió inclinar a Nerval a tener más confianza en la humanidad y quizá hasta en la Providencia.⁴² Entonces ¿todavía en 1853 o 1854 Nerval tenía la impresión del desaliento de 1830 y era sensible a las exhortaciones de un amigo demócrata, al punto de creer que habían sido inspiradas desde lo altísimo? Así nos lo suponemos: el recuerdo de la esperanza decepcionada seguía allí, y unas cuantas palabras podían despertarlo de 20 años de sueño.⁴³ Nerval no se resignó tan fácil como podría creerse a olvidar a la humanidad como comunidad y a olvidar su porvenir. No es posible hallar en él ningún repudio a la humanidad. Es importante hacerlo notar, porque en el seno del romanticismo herido por el desamparo este carácter lo distingue, y no debe ser indiferente para quienes quieran conocerlo bien. No es posible encontrar, no es posible imaginar en él una negación del hombre, de su destino y de su perfectibilidad, que Nodier finge profesar, como también Gautier, y toda la generación que lo sigue; menos aún la calumniosa mitología satánica ligada a la representación del hombre, que oscurece la mitad de la obra de Baudelaire. Ni la doctrina del pecado original, ni la teoantropología de Joseph de Maistre forman parte del horizonte nervalino.⁴⁴ De manera más inmediata, Nerval es el único entre sus compañeros de desencanto que no promueve ese desprecio, verdadero o pretendido, a la humanidad en tanto que comunidad; que no promueve esta lamentación de la bestia humana de la que todos los otros, en mayor o en menor medida, harán alarde, en especial Flaubert, incluso Leconte de Lisle, ese espíritu sin embargo sensato y vigoroso dentro de la misma amargura. El humor acre no se apropió de Nerval de ninguna manera. Es digno de tomarse en cuenta que Nerval haya desconocido hasta el culto al arte a expensas de la humanidad, recurso que resultaba tentador para la esperanza humana derrotada, y una posición general de retiro por parte del segundo romanticismo: luego se buscaría en vano que esta bandera orgullosa de derrota ondeara en alguna parte de la obra de Gérard de Nerval. No podríamos imaginarnos un contraste mayor, en relación con esto, entre Nerval y su amigo Gautier. Lo cual no quiere decir que la fe

romántica en la humanidad se encuentre enferma en él y haya tenido que buscar otra. De haber una, ¿cuál sería? Es inútil hablar de una torre de marfil, a la que uno se sube más y más alto para separarse del vulgo.⁴⁵ La fe que busca Nerval no reniega de la humanidad; su conquista, nacida de la soledad, si en ella estuviera, sanaría un mal común.

V. Nerval y el amor

El hecho de que la obra maestra de Nerval haya sido publicada sólo hasta alrededor de 1840 se ha relacionado con dos acontecimientos de entonces, que se cree que afectaron seriamente su vida: uno es su relación con Jenny Colon y su interrupción por esta misma época; el otro son los problemas mentales que padeció en 1841. Estas experiencias, se cree, hicieron fecundos el genio y la sensibilidad de Nerval. Veamos qué hay de Jenny y el amor.

Jenny Colon

Tradicionalmente se sabe que, con casi 25 años, Nerval estaba enamorado de Jenny Colon, actriz lírica bastante conocida por entonces. Monde dramatique, revista fundada y financiada por él en 1835, publicó algunos artículos de teatro que le eran favorables, pero cuya autoría, atribuida a Nerval, está en discusión. Jenny Colon interpretó exitosamente el papel principal en Piquillo, ópera cómica cuyo libreto había escrito Nerval en colaboración con Dumas; fue representada en octubre de 1837 en París y volvió a escena en diciembre de 1840 en Bruselas: Nerval, que había ido a la presentación, volvió a ver a Jenny, que se había casado en 1838 con un flautista de nombre Leplus, su compañero de teatro. Jenny murió en 1842. Se cree comúnmente, a fe de los testimonios de los amigos de Nerval y de algunas alusiones dentro de sus obras, que fue el gran amor de su vida. Nadie podría asegurar si fueron o no amantes, ni siquiera si Nerval le declaró su amor; sin embargo, se insiste en que al casarse con otro le quitó todas las esperanzas, y que su recuerdo lo atormentó toda su vida; que ese tormento propició de alguna manera su locura, y que es ella a quien, por así decirlo, divinizó en Aurélia. Un amor romántico entonces, pero no consumado, a diferencia de tantos otros, más ilustres, de esos años. También se diferencia, desgraciadamente, por la ausencia de documentos que avalen de manera irrefutable su certeza. De Jenny Colon no nos ha quedado nada, ni siquiera una alusión. Lo que Nerval nos dice al respecto tiene un carácter enigmático y, como veremos, está sujeto a dudas. Y, acerca de los indicios que tenemos de su interés por la carrera y el éxito de Jenny, en especial durante la época de la representación de Piquillo en Bruselas entre 1840 y 1841, no van más allá del nivel de una relación normal entre un dramaturgo y una intérprete.¹ Abundan los testimonios de terceros; pero también sobran los autores que no eran cercanos a Nerval, y también los que no son dignos de confianza, que a menudo se contentan con parafrasear Sylvie o Aurélie, cuando precisamente lo que hay que preguntarse es hasta qué punto estas narraciones, aunque escritas en primera persona, deben tomarse al pie de la letra como si fueran autobiografías fieles a la realidad. Por otra parte, ciertas imprecisiones dañan por doquier la credibilidad de dichos testimonios, y hay, entre uno y otro, lagunas,

exageraciones y variantes muy distantes propias de toda tradición de carácter legendario. ¿Cómo llegar a la verdad que puede haber en ellos? Una vez que se ha contemplado la inconsistencia de los testimonios, podría salir a flote la idea de que se trata de una simple leyenda.² Durante mucho tiempo se creyó contar con una prueba de la pasión que sentía Nerval por Jenny Colon en la colección de las cartas de amor que escribió, y que se conocían como “Cartas a Jenny Colon”. De hecho, el destinatario de esas cartas, y el hecho mismo de que tengan uno, son ya un problema; no sabemos nada de la o las fechas en que fueron escritas, si alguna vez se enviaron, y en qué condiciones fueron concebidas y escritas. Sólo seis de ellas fueron publicadas a finales de diciembre de 1842 en La Sylphide; el editor anónimo —Nerval, no cabe duda— titula la publicación Un roman à faire [Una novela por hacer], como sugiriendo un fin literario para las cartas, reliquias de amor que llegaron, dice, fortuitamente a sus manos; en un preámbulo y un epílogo les asigna un autor, un destinatario y una historia que con mucho podemos considerar imaginarios. A decir verdad, las cartas suman más de seis; hoy en día contamos con una veintena, con tanta exactitud que hasta es posible contabilizarlas gracias a los fragmentos o los ensambles de textos entre los manuscritos existentes.³ Ninguna prueba, ningún indicio dan la autoridad para afirmar que estas cartas fueron enviadas a Jenny Colon; menos aún a ninguna otra mujer. Bien pudieron haber sido no más que ejercicios literarios: justamente eso sugieren la abundancia de borradores, y en especial el hecho que algunos pasajes completos fueron trasladados o modificados de una carta a otra. En suma, la “novela por hacer” que Nerval contempla era en realidad todavía en su pluma una novela haciéndose. Hoy en día nadie se atreve de hablar de las cartas a Jenny Colon. Sin embargo, subsiste la pregunta: ¿qué Nerval no pudo haber pensado, al escribir esta crónica epistolar de una aventura amorosa, en una experiencia personal reciente? Esta pregunta, en ausencia de luces exteriores, nos lleva a otra: ¿cuál es la impresión que deja el protagonista de las cartas?

El enamorado de “Cartas de amor”

Nerval concibió su personaje según la antigua tradición de los protagonistas de novela: un personaje apremiante en sus exigencias y a la vez muy humilde al expresarlas; sirviéndose de un dialecto inagotable que no ambiciona nada pero que lo exige todo; presto a morir por devoción, pero amenazando con morir de amor. Se trata de temas y actitudes recibidas; la carta que se cree fue la última⁴ es un modelo de fidelidad a la tradición y los beneficios del género, que resucita la sensibilidad moderna. Lo que escapa de lo ordinario y llama la atención en este enamorado, es el nivel excesivo de humildad. También ocurre que el enamorado se acusa a sí mismo de haberse vanagloriado de sus favores y acepta el castigo por esa falta: “¡Usted me ha castigado cruelmente! ¿Por qué tuve que mencionarle, aunque fuera una vez, lo que he hecho por usted? […] ¿Qué he hecho por usted, Dios mío? Una sonrisa, un apretón de manos, una palabra dulce valen cien veces mis penas y usted me ha dado todo esto”.⁵ Este mea culpa, en principio, sigue el orden natural de las cosas; sin embargo, lo que no nos es posible entender es que el enamorado se reproche con tanta severidad el hecho de haberle ofrecido a la dama ayudarla o protegerla (en su carrera como artista, tal parece): “Sí, merezco que me humille, sí, todavía tengo que pagar con más sufrimientos ese momento de orgullo por el que me dejé llevar… ¡Ah, ambición irrisoria creer significa algo para una mujer de su mérito y belleza”. Esto significa ir mucho más allá de lo que estipula el género. Podríamos suponer que le ofreció ayudarla balandronamente o de manera poco delicada, pero encontramos la misma oferta en todas las cartas, hecha con mucha decencia: “Pronto vendrá una nueva ocasión de probarle lo que puedo hacer por usted; le preste o no importancia a mis servicios, tenga por seguro que cuenta con ellos para siempre, sin condición y sin reserva”.⁷ Aquí Nerval representa a un protagonista humilde por naturaleza y por vocación, va mucho más allá de las convenciones novelescas que ya habíamos visto en Corilla. El enamorado se desprecia a sí mismo a los ojos de la amada confesándole su miedo a decepcionarla y cansarla: “Tengo miedo de que mi abnegación llegue a parecerle debilidad; tengo miedo de que un amor tan cabal y tan ardiente la exaspere”.⁸ Ni siquiera le esconde que tiene miedo de ser ridículo a sus ojos, y

en efecto, lo es:

Esta idea de que es posible encontrar algo ridículo en los sentimientos más nobles, en las emociones más sinceras me da escalofríos, me hace sentir injusto muy a pesar de mí […] Usted es de buen corazón, y sabe bien que no hay que reírse de un amor sincero. Usted cree en Dios, ¿no es así? Entonces seguramente usted, en ciertos momentos, recuerda que en esta tierra existe un alma que un día tendrá el derecho de reclamarle frente a ella.

Esta humildad sermoneadora no gusta; rebaja lo que ofrece: “Dentro de las concesiones a las que me arrastra su amor, voluntariamente abdico mi orgullo de hombre y mis pretensiones de amante”,¹ declara. Ya nos percatamos que, por humilde que parezca, regaña en silencio, cosa que no lo hace ser amable. Sin embargo, pongamos atención en esto: “Ponga un poco de su parte y tenga un poco de piedad de mis penas mortales y de la terrible exaltación que no siempre puedo atender. Esté segura de que proviene menos de los celos que del temor a ser engañado…”¹¹ El “temor a ser engañado” representa una traición en este arraigado amor, para nada ideal, generador de odio y agresiones, y esa “terrible exaltación” que no puede atender, va en el mismo sentido: ¿acaso se trata de odio, de una pasión demasiado demostrativa? En todo caso es uno de los motivos más frecuentes en sus cartas: “Ah, madame, no espere verme más por aquí: usted lo sabe, soy tímido cuando la tengo enfrente […] No dude de mis palabras, por fin he aprendido a sosegar mis inquietudes, mi inestabilidad, tanto, que le ha sido más fácil comprenderme, que disculparme, quizá”.¹² Es posible darse cuenta que la extrema sumisión del enamorado oculta, en el fondo, una violencia hasta cierto punto contenida, que asusta a su compañera: primera ambigüedad en este amor que le profesa. Existe otra ambigüedad, todavía más grave, a la que desemboca toda la lógica nervalina del amor: la que, haciendo de la devoción sumisión, tiende a hacer de la sumisión pasividad. En esto se convierte una búsqueda de amor:

[…] No quiero sacarle una cita,¹³ sino arreglar las cosas. Ay, lo sé, a las mujeres les encanta que se les acose un poco; y no les gusta que parezca que no se han

resistido, pero tenga en cuenta una cosa, para mí usted no es como las otras mujeres; quizá yo signifique para usted más que los demás hombres, entonces podemos dejar de lado las costumbres de la galantería ordinaria,¹⁴ no importa si ha estado con otros, o que quizá esté con otros […] Que sea un verdadero matrimonio en que la esposa se decide diciendo: ¡ahora! Hay muchas maneras de acosar a una mujer que me repugnan […] Lo único que me asusta es que ceda fríamente, que no la mueva el apego, sino quizá la piedad […] Que no sea mía jamás si no ha de estar en mis brazos una mujer resignada, mejor que una mujer vencida.¹⁵

Esta singular declaración en que el enamorado, de entrada, hace a un lado las reglas del juego y exige todo, hasta que se le disculpe por tomar la iniciativa, sin ofrecer nada más que su propia retórica, no le da muchas esperanzas de encontrar satisfacción a su tormentoso deseo. Mas ¿en realidad eso es lo que busca? Nos lo podríamos preguntar seriamente cuando vemos que añora el tiempo en que la amaba sin esperar nada: “En aquel entonces no era a la mujer lo que amaba en usted, sino era a la divinidad a quien le rendía homenaje. Quizá siempre debí estar conforme con mi pequeño papel y no ambicionar que descendiera de su pedestal aquel hermoso ídolo que hasta entonces había adorado de lejos”.¹ Todavía más, en una carta que parece haber sido escrita el día siguiente de recibido el favor, se platean dudas muy peculiares: “¿Alguna vez será lo suficientemente recompensada por sacrificarse a la embriaguez de un pobre corazón cuya dicha quizá se reviste de apariencias menos atractivas que el deseo o la inquietud…? ¡Algún día esto volverá a ser como cuando usted aún no sabía de mi amor y era puro y celestial!”¹⁷ Semejante actitud, tan poco usual en literatura amorosa, lógicamente deriva del tipo de sensibilidad que define al romanticismo de infortunio: proclama un mal esencial al deseo, que se ve frustrado en la satisfacción. Es posible aplicar este modelo a otros dominios. Así es como Gérard, un enamorado de los viajes, no espera más que decepción. En 1838, a punto de cruzar por vez primera el puente de Kehl hacia Alemania, escribió:

Henos aquí frente a otra ilusión, otro sueño, otra visión luminosa que va a desaparecer para siempre de este bello universo mágico que la poesía había

construido para nosotros […] por cada paso que damos en el mundo real, este mundo fantástico pierde uno de sus astros, uno de sus colores, una de sus regiones fabulosas. Así que para mí, muchas regiones del mundo se han vuelto reales, y el recuerdo que me dejaron está lejos de igualar el esplendor del sueño que me quitaron.¹⁸

En otras páginas, escritas entre 1840 y 1843, Nerval se expresa en casi los mismos términos; por ejemplo:

Es una impresión dolorosa —a medida en que voy avanzando, cada vez más lejos— perder, ciudad a ciudad, país a país, todo este bello universo que nos hicimos cuando jóvenes, a través de lecturas, de cuadros y de sueños. El mundo que se forma en la cabeza de los niños es tan rico y tan bello que no se sabría decir si es el resultado exagerado de ideas aprendidas, o si es el recuerdo de una existencia anterior y la geografía mágica de un planeta desconocido.¹

Y años más tarde: “He perdido ya, reino a reino y provincia a provincia, la mitad más bella del universo, y pronto ya no tendré dónde refugiar mis sueños; sin embargo, Egipto es el lugar que más lamento haber borrado de mi imaginación, para tristemente depositarlo entre mis recuerdos”.² La paradoja final refleja bien, pues remedia a través de la perturbación la amargura de esta posición: “Voy a encontrar en la ópera El Cairo verdadero, el Egipto inmaculado, el Oriente que me sobrepasa […] Es en este Egipto en el que creo, no en el otro”.²¹ Perfecto; sin embargo en el amor, que presupone una pareja real y con vida, esto significa renunciar propiamente a querer encerrarla sólo en la imaginación. Nerval nos muestra en sus “Cartas de amor” (como también en Corilla, contemporánea quizá)²² un amor pasivo, febril y ambivalente, dedicado y entregándose al fracaso. En relación con este amor, la amada en tanto que persona, incluso en cuanto a su existencia real, pierde mucha importancia. Debemos tener esto muy en cuenta cuando nos preguntemos del papel de Jenny Colon en la vida de Nerval. Es posible, si queremos, ver a Jenny en todas partes, si se buscan algunos rasgos que creemos propios de ella y de Gérard; sin embargo, entonces habría que verla

en todas partes en que aparecieran sus rasgos; también podemos no encontrar ni ver en ninguna parte, ignorando a Jenny, a Nerval formalmente representado, y el tipo de amor que lo define, independientemente de cualquier pareja en particular. El destinatario de las cartas es una actriz como Jenny, como también lo es la protagonista de Corilla, la Aurélie de Sylvie, la primera Aurélie de Aurélie;²³ todas podrían ser Jenny, y así confirmar su ubicuidad en la obra de Nerval. No obstante, una actriz parece ser para Nerval la mujer ideal por excelencia, amada y contemplada de lejos; y un amor como ése puede vivirse en soledad, como el amor entre niños. Nada nos asegura que Jenny, incluso si ella fue el objeto de un amor tan grande, haya tomado parte en él, ni tampoco si fue invitada a participar. El autor de las cartas se acusa a sí mismo, cuando sucede la ruptura, de haber cometido una falta que la bien amada castigó y que él bautiza no sin misterio una “probable imprudencia”,²⁴ y suele asociarse este ejemplo de culpabilidad con la ocasión en que el mismo Nerval se culpa en la narración en primera persona de Aurélie.²⁵ Sin embargo, la verdad autobiográfica de Aurélie es ella misma objeto de cuidado, y la obsesión por haberse equivocado puede ser, independientemente de cualquier acontecimiento real, un hecho inherente al universo ficticio de Nerval. En varias de las cartas el autor evoca su carácter violento y ofrece disculpas por ello: es posible imaginar incidentes similares entre Nerval y Jenny que expliquen esta alusión; sin embargo, la violencia también se encuentra en los protagonistas de Roman tragique [Novela trágica] y Pandora, donde la protagonista, pese a que sea actriz, no es Jenny necesariamente. El testimonio de las cartas es ambiguo en todos estos aspectos, y no representa la certeza de una presencia particular y real de Jenny en la existencia de Nerval.

El inicio de la leyenda

¿Cómo pudo haber nacido esta leyenda, de ser una? Ya en 1837, poco después de la premier de Piquillo, la ópera cómica escrita por Nerval y Alexandre Dumas, Théophile Gautier había publicado en Le Figaro una reseña sobre Jenny Colon, intérprete principal de la ópera: en la ópera cómica, desempeñaba muy bien el papel, decía, del tipo de mujer bionde e grassotto [rubia regordeta], muy apreciado por algunos pintores italianos y objeto de apoteosis por parte de Gozzi y que Nerval y el mismo Gautier habían estado buscando en París y en Flandes.² Entonces tenemos a un Gérard y a un Gautier compartiendo su predilección por un tipo de mujer que coincide con el de Jenny. Y esta complicidad de ambos amigos en ir “a la caza de lo rubio” se confirma un año después con una alusión del mismo Gérard.²⁷ En 1841, cuando le contaba una de sus aventuras vienesas a uno de sus amigos, muy probablemente Gautier, escribe: “Es una belleza, con las que tanto hemos soñado […] bionda e grassotta. La he encontrado”.²⁸ La famosa colección Les Belles Femmes de Paris [Las mujeres más bellas de París], en la que Gautier publicó de nuevo su reseña sobre Jenny Colon,² parece haber desempeñado un papel importante en la génesis legendaria de los amores de Nerval. En esta misma colección se publicó en septiembre de 1839 un poema de Arsène Houssaye, titulado “Les Belles Amoureuses” [Las bellas enamoradas], en el cual, entre los recuerdos de aquel callejón del Doyenné, se habla del Nerval de aquellos tiempos; Houssaye se representa a sí mismo evocando a Gérard:

D’où vous vient, ô Gérard, cet air académique? Est-ce que les beaux yeux de l’Opéra-Comique S’allumeraient ailleurs? La Reine de Saba, Qui depuis deux hivers dans vos bras se débat, Vous échapperait-elle ainsi qu’une chimère?

Et Gérard répondait: —Que la femme est amère.³

[¿De dónde, oh Gérard, ese aire académico? ¿Es porque los ojos de la ópera cómica brillan por algún otro lugar? ¿La reina de Saba, que desde hace dos años forcejea en tus brazos, se te escapará como una quimera? Y Gérard respondía: Qué mujer tan amarga.]

Nerval respondería dos años después a estos versos, ya veremos cómo. Todo indica que durante 1839-1840 él mismo permite que se construya la imagen que conocemos de él, y la historia de su despreciado amor por Jenny. Hasta aquí, la historia no tiene nada de trágica; al menos no está contada con este tono. Sin embargo, el tono va a cambiar y, sin que nunca se mencione el nombre de Jenny, Nerval va a proporcionar los elementos de un drama amoroso, y va a proclamarse su protagonista.

La bien amada perdida

¿Acaso Nerval no podía darse cuenta de que, al publicar en 1842 cartas destinadas a una actriz, escritas por un perdido e impulsivo enamorado, confirmaría los rumores que circulaban sobre él? Aquí otra cosa digna de consideración. Jenny Colon muere en 1842, y casi inmediatamente se publican, bajo la pluma de Nerval, alusiones a una bien amada muerta. Del mismo modo, en el cuaderno de viaje que redactó en El Cairo en 1843, leemos: “Amores dejados en un sepulcro / Había huido de ella, a ella la había perdido / A ella la había hecho grande”.³¹ ¿Está hablando de Jenny?³² Ignoramos por completo lo que pensaba hacer con estas notas. No obstante, el año siguiente encontramos algo similar en un artículo nítidamente suyo, acompañado de un ferviente discurso en memoria de Nodier, donde un Nerval verdadero se expresa en las siguientes líneas: “No me bastó con sepultar a mis amores de carne y ceniza para estar seguro de que somos nosotros, los vivos, los que caminamos en un mundo de fantasmas”.³³ Antes de estas líneas se lamenta de haber nacido en un siglo sin ilusiones, en que se quiere ver para creer; se lamenta de que no se comparta la fe de Nodier y de los protagonistas de su libro Franciscus Columna, la fe en la inmortalidad celeste; no le bastó con enterrar a su amada para estar completamente seguro de que los muertos son en realidad los vivos, y nosotros los vivos somos fantasmas. Sin embargo, bajo el auspicio de esta profesión de duda, aludir a la muerte de la amada y la esperanza de su inmortalidad es algo comprensible. Ya no se trata aquí de ir “a la caza de lo rubio” o de comparar tipos de mujeres. Por lo que resta, Théophile ya no toma parte. Especialmente en los últimos años de Nerval, de 1852 hasta su muerte, se multiplicarán las alusiones, ahora patéticas, y cada vez más nítidas, a la historia de sus amores. El prefacio dedicado a Jules Janin para Lorely, escrito en el verano de 1852, da crédito a un nuevo elemento significativo de su legendaria biografía. Considera el fracaso de su enamoramiento y su crisis de locura como causa y efecto. Rememorando el naufragio de Lorelei a las orillas del Rin, escribe: “Alguna vez ya me había encontrado arrojado a la orilla, desprovisto de esperanzas y de mi amor, y había despertado con tristeza de un sueño encantador que prometía ser eterno”.³⁴ Si Nerval, al escribir esta frase, no se refiriera a

Jenny, al menos sospechaba que nosotros pensaríamos en ella cuando la leyéramos. Continúa: “Me dieron por muerto en el naufragio”, etc., haciendo alusión, con esta frase, a su primera crisis de locura.³⁵ Así pues, parece que Nerval mezcla, en algunas líneas, su catástrofe amorosa³ y sus problemas mentales: una relación comúnmente admitida pero que difícilmente puede comprobarse, ya que años separan ambos acontecimientos (1838-1841). Nerval se convierte en el verdadero creador del mito, rehaciendo legendariamente su historia. Sin duda, él sabía mejor que nosotros el secreto de su vida; no obstante, ese secreto es el de un hombre solitario, que le disputa a los hechos su íntima verdad. En el mismo verano de 1852 vuelve al recuerdo de sus amores de la época del callejón del Doyenné (1835-1836), en los primeros folletines de La Bohème galante: estos folletines están dedicados a Houssaye, director de L’Artiste, donde fueron publicados; incluye a petición suya los versos que éste había escrito a propósito de su juventud, en particular los que citamos antes, en los que veíamos dibujado a un Nerval a la vez obsesionado por la reina de Saba y de una cantante de la ópera cómica. Ahora bien, lejos de poner en tela de juicio lo dicho por Houssaye, escribe esto:

La reina de Saba, es cierto, ella me preocupaba en aquel tiempo —y el doble—. El fantasma deslumbrante de la hija de los Hemiaritas atormentaba mis noches […] Se me presentaba radiante, como aquel día en que Salomón la vio acercarse a él durante el esplendor púrpura del amanecer. Venía a plantearme el enigma que el Sabio no pudo resolver, y sus ojos, los cuales amaba más la malicia que el amor, templaban solitarios la majestuosidad de su rostro oriental. ¡Qué bella era! Pero no menos bella que otra reina matutina cuya imagen atormentaba mis días. Esta última realizaba mi sueño, ideal y divino […] Las aves guardaban silencio esperando su canto.³⁷

Así es como Nerval, a 13 años de distancia, confirma lo dicho por Houssaye. Rubia, cantante de voz mágica, imagen irreal de la reina de Saba, muerta prematuramente: éstas son hasta ahora las características con las que ha definido a su amada, y que parecen confirmar como verdaderos sus amoríos con Jenny.

Volvamos a lo que nos atañe. A finales de 1852 Nerval retomó algunos de los folletines de La Bohème galante, en especial a los que hacemos referencia, para mezclarlos con otros textos, viejos y nuevos, en un libro titulado Les Petits châteaux de Bohemia. Lo que citamos anteriormente está incluido en este libro sin ninguna modificación.³⁸ Pero henos aquí ante una nueva página. Luego de que Nerval rememore los castillos con los que soñó en su juventud, inaccesibles, escribe: “Mientras esperaba, creo estar seguro de alguna vez haber pasado por el castillo del diablo. Mi Cydalisa, para mí perdida, perdida para siempre… Una larga historia, acontecida en una país del Norte —y tan parecida a muchas otras”.³ Hasta este momento no había mencionado nada de esa región del norte ni de lo acontecido. Pero hablará de ello pronto. Además de Les Petits châteaux, la publicación de Sylvie, en el verano de 1853, aporta nuevos indicios que parecen aclarar la relación de estos amantes y su separación. El escenario de Sylvie, en los capítulos I y XIII, es, en este sentido, una variante del de Corilla, y del que se evoca en las cartas de amor: tantos años de distancia y este enamorado está intacto, siempre haciendo tan poco para amar una mujer real y para que ella lo ame. El narrador se dice adorador de una actriz, a la que contempla cada tarde en el teatro sin nunca declarársele; sin embargo, una vez que le declaró su amor y sus tormentos, se acusa a sí mismo de no saber amar verdaderamente; ella prefiere a un traspunte, su compañero de trabajo, un amor en quien ya había depositado su confianza. En una trama como ésta, Nerval confirmó la historia de amor desgraciado de la que ya se hablaba: muchos creyeron, seguramente, que se trataba de la actriz que ya conocían; otros, que ignoraban el rumor, lo conocieron aquí. Conviene hacer notar que en Sylvie se mencionan ciertas cartas que le fueron enviadas, “las más bellas y las más tiernas que jamás le enviaron”. ¿Se refería con esto a sus famosas cartas de amor?⁴ Al incluir una de estas cartas en Octavie en 1853 no olvidó agregar algunos detalles sobre su destinatario (una cantante parisiense con voz de sirena, objeto de un “amor contrariado”), que sugiere su identificación con Jenny.⁴¹ Por último Aurélie, en una breve narración preliminar, ofrece una quintaesencia del drama amoroso nervalino, antes de adentrarse en las secuencias sobrenaturales. Una versión anterior del inicio de Aurélie, que se quedó en manuscrito, apunta que el desenlace de esta aventura ocurrió en Bélgica (recordemos que Les Petits châteaux hablaban de “uno del norte”): fue allí, en el teatro de la Monnaie, donde me “embriagaba viendo a una encantadora cantante que había conocido en París y que en Bruselas tenía los papeles principales de ópera”.⁴² Difícil representar más claramente a Jenny Colon. El tono de este

fragmento no está exento de emotividad; por el contrario, no hay nada de lastimero ni de trágico cuando recuerda “aquella vieja pasión parisiense”. En la versión definitiva de Aurélie, el inicio es completamente distinto. Bruselas y la cantante desaparecen; sólo queda una “mujer” amada durante mucho tiempo, que Nerval perdió por culpa suya, que vuelve a ver en una ciudad sin nombre, donde le concede su conmovedor perdón.⁴³ Al reunir, como acabamos de hacerlo, a lo largo de 15 años, todos los elementos que comprenden una historia de amor que ha vivido su autor, pudimos constatar la diversidad, la vaguedad, la relación imperfecta, la veracidad a menudo problemática. Nerval también cuenta con un papel importante como orfebre de esta historia, cosa que, incluso si no estamos obligados a considerar, no negamos su importancia. Recapitulemos: Gérard de Nerval estaba enamorado de Jenny Colon; al inicio de la relación la contempló todas las tardes desde el fondo de su butaca de la ópera cómica, la conoció, la afrontó, la intimidó o la decepcionó; perdió su oportunidad; ella prefirió a otro hombre, él nunca la olvidó, ella lo perdonó en Bruselas, él, sin que eso impidiera que perdiera la razón, la divinizó en sus delirios, viva y muerta, y en ellos esperó la salvación más allá de este mundo. En Aurélie se nos dirá a través de qué medios buscaba salvarse; se nos dice que, temeroso de perder esta salvación, consiguió alcanzarla; con todo, el fracaso de Nerval para escribirse en la forma en que murió. Estrictamente, nada nos impide creer en esta bella relación, salvo el hecho de que el testimonio de Nerval por sí solo no puede dar fe de un acontecimiento tan literario, además de que la ambientación de esta historia de amor implica únicamente a un personaje: en esta historia la mujer aparece como una extraña, que sólo interviene para ser amada, para rechazar o para perdonar. Lo único que sacamos en claro es cómo Nerval, solo, se entregó al amor gracias a que terminó por vincular las vicisitudes de una búsqueda espiritual con la imagen de una mujer inaccesible, de suerte que el conjunto de su narrativa, pese a que las situaciones puedan ser reales, parece más bien ficción que autobiografía. Coincidamos en que, al menos, Jenny Colon constantemente, y durante mucho tiempo, estuvo en el pensamiento y la pluma de Nerval. Podríamos suponer que sus amigos, al darse cuenta de la afinidad que sentía por ella, y al darse cuenta también de lo torpe que era, inventaron una historia mientras él se hacía a la idea de vivir con dificultad esta aventura ofrecida a su amor propio, transformando así la versión semicómica de sus amores en un escenario patético cuyo actor principal era él. Dadas las condiciones, el papel que pudo haber desempeñado en su vida la Jenny real no tiene muchas complicaciones, puesto que lo que

sabemos no es, propiamente hablando, la relación de Jenny y Gérard; se trata en todo caso del mal indisoluble que Gérard padeció bajo el pretexto o la invocación de Jenny. Por otra parte ¿cómo estar seguros de que en 20 años Jenny, perdida tan de pronto, muriendo poco después, haya sido la única? Hablemos de Marie Pleyel, su compañera en la historia de amor de Nerval. Podemos incluso suponer que otras mujeres también dejaron rastros en su pensamiento, aunque no haya hablado al respecto.⁴⁴ Sea quien sea Aurélie, una —¿quién?—, o varias, o ninguna, no se habla de ella. Nerval va solo con lo que vive e imagina; y si desconocemos a las mujeres que conoció es porque lo que quería decir no les concernía mucho que digamos. Lo que lo define en el amor no son sus compañeras, sino la soledad.

Marie Pleyel

En este fragmento de la primera versión de Aurélie, en que el narrador afirma haberse reencontrado una última vez con la bien amada en Bruselas, también habla de “otra bella mujer”, a la que conoció en esa misma ocasión y en la misma ciudad; esa mujer que desde su butaca en el teatro le hacía señas para que se acercara; aprobaba la relación entre Nerval y Jenny, y se mostraba “buena e indulgente para con aquella vieja pasión parisiense”.⁴⁵ La versión definitiva de Aurélie también habla de esta mujer. Primero, Gérard dijo haberla conocido en una ciudad de Italia a la que fue en época de carnaval, a consolarse de ese amor tan desafortunado. Estamos hablando de “una mujer de mucha reputación”, que se volvió su amiga y que fue tan agradable con él que creyó haberse enamorado de ella. Le declara su apasionado amor por carta; pero, al no poder retomar el tono de la carta cuando se llega el momento de hablar con ella, le confiesa, entre lágrimas, que se equivocó al creer que la amaba. No obstante, este extraño episodio termina bien y la amistad sobreviene al ilusorio amor. Nerval narra inmediatamente el encuentro que tuvo con ella en Bruselas (sin nombrar la ciudad) al mismo tiempo que se reencontraba con su amada, y narra que ella intercedió por él para que ella le concediera su perdón.⁴ Es posible identificar con certeza a esa otra mujer, que conoció no en una ciudad italiana sino en Viena⁴⁷ durante un carnaval en 1840, que volvió a ver en Bruselas, la misma vez que volvió a ver a Jenny, en diciembre del mismo año: se trata de Marie Pleyel,⁴⁸ una pianista europea de gran renombre que estuvo, al mismo tiempo que Nerval, en estas ciudades y que indiscutiblemente entró en contacto con él.⁴ Saber si el episodio sentimental ocurrió tal y como lo cuenta, o incluso si tuvo lugar, es una cosa muy distinta. No es posible ver en ninguna de las cartas de Marie Pleyel ni tampoco en las suyas nada semejante. Ella habla de él con Janin, con Gautier, con un tono de amable gentileza, algo protectora.⁵ Era una mujer muy bella, y no era una principiante: la torpeza y la indecisión pudieron haberla conmovido. También es posible que ella haya adivinado que estaba enamorado de ella sin que nunca se haya atrevido a decírselo. En cuanto a su intromisión en Bruselas, gracias a la cual Nerval afirma haber recibido el perdón de Jenny, es tan problemática como el mismo perdón, del que, como ya vimos, no habla en lo absoluto la primera versión de Aurélie. Acerca de las relaciones entre Nerval y

Marie Pleyel, podemos hacer todo tipo de conjeturas, siempre y cuando no afirmemos nada. Sin embargo, existe otra fuente de información sobre este asunto, que lo vuelve más complicado: esa fuente de información es Pandora, narración situada explícitamente en Viena, cuya misteriosa protagonista comparte algunos atributos y aspectos fundamentales con Marie Pleyel.⁵¹ Esta narración es una continuación de los “Amores de Viena” de 1841;⁵² el narrador, desde un principio, declara estar enamorado de Pandora; pese a que esta vez no nos cuente cómo sucedió la declaración y cómo se retractó después, nos queda clara la importancia que tiene para él este amor, a partir de todas las alusiones transparentes con las que antes representaba a Jenny. Por ejemplo: “Un nuevo amor se dibuja sobre la variada trama de los otros dos —¡Adiós, bosque de Saint-Germain […]!—. Adiós también, difuminada ciudad llamada Lutecia”.⁵³ Saint-Germain, donde antaño estuvo enamorado de su prima;⁵⁴ París, donde estuvo enamorado de Jenny: henos aquí frente a un tercer amorío, vienés, que él mismo confiesa. Y no hace falta mucho esfuerzo para percatarse de la presencia de Marie Pleyel en Pandora: en Viena escribe a sus amigos de París que jugó a las charadas en la embajada de Francia con Marie Pleyel, y en Pandora se representa junto a la protagonista en una situación semejante, justo en el punto crítico de la narración;⁵⁵ también narra haberse reencontrado con Pandora un año después en la capital de un país del norte,⁵ y todos sabemos que vio a Marie por estas fechas en Bruselas. Estas similitudes son concluyentes, a reserva de que sólo prueban que Nerval, al escribir Pandora, tenía en mente a Marie Pleyel y quería que también nosotros la tuviéramos en mente; no prueban que sea cierto lo que nos cuenta acerca de la relación. Este nuevo amor, tal como aparece en Pandora, es digno de interés sobre todo por el carácter asignado a la mujer, que a veces puede llegar a sorprendernos. La protagonista está representada como una mujer coqueta, dominante y humilladora, hasta maléfica, amada y rechazada a la vez al contrario, en suma, de la dama benévola de Aurélie. Sin embargo, se trata de la misma mujer. Una imagen muy negativa de Marie Pleyel antecedió a la imagen tardía de ella en la literatura de Nerval. La primera imagen nos intriga: no sólo no hay rastros de ella en la correspondencia, donde a veces el tema es Marie, sino, en el mismo texto de Pandora, no hay nada que justifique las quejas con las que el narrador la agobia: el lector tiene la sensación, en algunas partes, de estar frente a una sensibilidad cercana al delirio. En este sentido, Pandora obedece a la locura de Nerval; sin embargo, sin intentar dar una definición de su manera de amar,

podemos constatar que la imagen de una bien amada enemiga perturba en él su idea del amor ideal, cuyo camino no está ni podado ni sembrado de rosas. Las cartas de amor, matriz del amor nervalino, nos muestran a un adorador humillado, violento y culpable. Así pues, hay dos melodías del amor, una celeste y una infernal. Nos equivocaríamos si confundiéramos en este punto un combate entre lo carnal y lo espiritual; más bien es el combate entre la dicha y la desdicha. Nerval busca un lugar donde pueda sufrir lo menos posible, sin dejar de ser quien es; podríamos bautizarle el amor en idea. Esta forma de la pasión compensa, por la indiferencia a la realidad que implica, el sentimiento de frustración que no puede evitar: equilibrio quimérico que la sensibilidad moderna, desde Jean-Jacques, tan ingratamente experimentó.

El amor como idea

Dibujándose en Sylvie cuando tenía 20 años, Nerval apunta: “Vista desde cerca, la mujer real sublevaba nuestra ingenuidad; era preferible que fuera para nosotros una reina o una diosa, y sobre todo, que no nos acercáramos a ella”.⁵⁷ Tal parece que ésta fue su posición durante toda su vida: curiosamente, también retoma la costumbre musulmana de que los dos sexos vivan separados en la familia; considera que en ello sobrevive “cierto platonismo antiguo, que eleva al amor por encima de lo perecedero”; y agrega: “La mujer adorada en sí misma no es más que el fantasma abstracto, no más que la imagen incompleta de una mujer divina, prometida o creyente de toda eternidad”.⁵⁸ Escribió el Carnet durante su estancia en El Cairo; en él persisten las mismas ideas: “Buscar los mismos rasgos en mujeres distintas. Enamorado de un tipo eterno”.⁵ Sin embargo, Nerval no pone en práctica para sí mismo esta metafísica amorosa; a sus ojos es más especulación que experiencia. Más severo con Restif de la Bretonne, más de lo que podría pensarse, no cree nada de lo que dice cuando afirma que cree haber amado a la misma mujer a través de muchas: “Esta teoría de las semejanzas”, considera, es útil sobre todo para hacer novelas. En lo que sí creyó fue en vivir el amor de una mujer real transfigurada como si se tratara de una experiencia de adoración: decisión dramática, pues destruye necesariamente la idea de pareja, en la que se sustenta, por definición, el amor. De los amores que Nerval tuvo en Oriente, sólo uno es de nuestro interés, uno que incluso esclarece el asunto. Durante su estancia en Beirut, Nerval conoce, en la escuela francesa dirigida por madame Carlès, a una joven blanca y rubia, de familia drusa, de rostro del “más puro perfil aguileño que, tanto en Asia como aquí, tiene cierto aire de realeza”. Ella le sonríe y él, temeroso de enamorarse de ella, interrumpe el encuentro: “Era necesario —escribe— tomarse un tiempo para reflexionar sobre un mundo de ideas que se me venían a la cabeza”. Imagina que su amigo parisiense a quien tentativamente se dirige le caerá en gracia este amor repentino:

Seguramente crees no que yo esté enamorado, sino que creo estarlo… como si no fuera lo mismo a fin de cuentas. He escuchado a personas muy graves burlarse del amor a las actrices, a las reinas, a las poetisas; del amor que se entrega a todo lo que, según ellos, agita más la imaginación que el corazón, y sin embargo, son amores tan desquiciados que conducen al delirio, a la muerte, o a sacrificios que el tiempo no ha conocido jamás, sacrificios de fortuna o de inteligencia. ¡Ah! Creo que estoy enamorado. ¡Ah! Creo que estoy enfermo ¿o no? Pero, si creo que estoy enfermo, entonces lo estoy. ¹

Así pues rechaza, contra todo sentido común, la distinción entre lo que creemos ser y lo que somos. Al menos en este caso particular, los estragos del amor mental no fueron demasiado lejos. Nerval, incluso antes de hablar con Saléma — así se llamaba— ya celebraba su alegría con estas palabras: “¡Oh, qué feliz era tener una idea, un fin, una voluntad, algo por soñar, algo por querer alcanzar! […] Sentía que la manecilla de mi destino había cambiado de lugar por completo […] la mujer ideal que cada uno de nosotros busca en sus sueños se había perpetrado para mí; el resto, estaba olvidado”. ² Nerval, lejos de experimentar alguno de los estragos que relaciona con los amores de este tipo, planea pedir la mano de Saléma. De hecho, a partir de este suceso, el relato se vuelve hacia el humor. El jeque Saïd Escherazy, padre de Saléma, cuando Gérard le pidió la mano de su hija, pensó que estaba loco, y se lo dijo. ³ Sólo llega a concertarse el matrimonio porque Gérard convence al jeque de que los drusos son los francmasones del Oriente y que él es hijo de un francmasón; se inicia en las creencias de los drusos, y el matrimonio se concierta. Sin embargo, parece que no es Saléma lo que buscaba; Nerval tiene algunas “raras conversaciones” con su prometida y no dice más al respecto. La historia se vuelve cada vez más sorprendente, y así es como Gérard le da fin (se fue de Líbano y escribe desde Constantinopla): “Amigo mío, el hombre se agita y Dios también […] En el momento en que empezaba a volverme digno de la hija del jeque, repentinamente pesqué una de esas fiebres de Siria que, si no se atiende, dura meses y hasta años. El único remedio es abandonar el país […] Por fin, ya puse un pie en suelo europeo”. Si regresa a Siria, considera, caerá enfermo; en cuanto a mandar por Saléma para que viaje a Europa, sería exponerla a “estas enfermedades terribles que se llevan, en el país del norte, a tres cuartos de las mujeres de Oriente que se van para allá”. ⁴ ¿Hay que tomar en serio este desenlace? Parece más bien que Nerval se deshace de una persona —o de un personaje— con el que ya no sabe qué hacer. ⁵

Es conveniente filosofar sobre la singular naturaleza del amor nervalino, según el cual el enamorado debe desconcretizar a la mujer para poder amarla y, prohibiéndose así toda posibilidad de dicha real, se entrega a las satisfacciones problemáticas de un ideal que se perpetra en el más allá. Nerval se evidencia y se define así, indudablemente, para su lector. La tradición del amor ideal es antigua y de mucho peso; está presente en la literatura de Occidente desde hace muchos siglos, y los adeptos a él creen que se trata del verdadero amor. Nerval se distingue por un idealismo amoroso que lleva al extremo la distancia y la angustia, idealismo en que podemos apreciar una de las formas del culto a lo imposible, fórmula última del romanticismo sin esperanza. Dicho lo cual, podríamos tratar de definir psicológica y biográficamente esta actitud de Nerval, hablar de su impotencia o de su constante e inconsciente obsesión por su madre muerta que no llegó a conocer, y tratar de explicar a partir de esto lo que fue. No obstante, él nunca nos encaminó por estos senderos. Las explicaciones posibles a esto, por naturaleza conjeturales, son ajenas a la herencia que nos dejó y también son ajenas a lo que este libro tiene como objeto.

VI. Locura y literatura

Contamos con muy poca información acerca de la índole exacta de los problemas mentales que Nerval padecía. Lo que sabemos al respecto quizá alcance para que algunos psiquiatras ofrezcan un diagnóstico plausible,¹ pero no para aclararnos las experiencias que padeció. Gracias a las fechas que disponemos de sus internamientos, nos es posible establecer un calendario de las principales crisis mentales que tuvo. La primera que le conocemos se desató en los últimos días de febrero de 1841 (Nerval cumpliría 33 años en mayo); requirió estar internado durante largo tiempo bajo la tutela del doctor Esprit Blanche, en Montmartre, y fue dado de alta hasta noviembre del mismo año. Los primeros síntomas de la segunda crisis importante resurgieron más de 10 años después, en septiembre de 1851, luego de que sufriera una caída, si nos atenemos a lo que se dice en Aurélie;² su estado de salud fue empeorando (hospitalizaciones, diagnósticos diversos, en los primeros meses de 1852 y 1853) hasta que en agosto de 1853 tuvo que ser internado en la clínica psiquiátrica del doctor Émile Blanche (hijo de Esprit), en Passy; fue dado de alta hasta mayo de 1854. Después de un viaje a Alemania, lleno de incidentes, durante mayo y julio de 1854, tuvo que regresar a principios de agosto a donde el doctor Blanche. Salvo estas dos ocasiones, no existe ninguna prueba como tal de que haya estado enfermo mentalmente, ya fuera antes de 1841 o entre 1841 y 1851. Todo lo que se discute o sospecha al respecto, con razón o sin ella, carece de certidumbre. Es cierto que él mismo afirmó que su enfermedad no tuvo “nada de extraordinario”, ya que, según él, “hace mucho tiempo ya había padecido ataques de nervios parecidos”.³ Esto lo escribió cuando comenzaba su crisis de 1841. ¿Debemos creerle? Cuando afirma esto se dirige a una persona con poder oficial cuyo apoyo le es de mucho aprecio, y con ello quizá busca disminuir la importancia de una enfermedad que puede llegar a desacreditarlo. No podemos saberlo. Probablemente, durante toda su vida, estuvo sujeto a angustias o imaginaciones mórbidas, que no se comparan con las que hicieron, durante las fechas ya mencionadas, que su internamiento fuese necesario. Acerca de los síntomas visibles de su enfermedad apenas si sabemos algo; los médicos que lo atendieron no dijeron ni escribieron nada que haya llegado hasta nosotros. También es cierto que atravesó por algunos periodos de furia y

alteración; en dos ocasiones le pusieron la camisa de fuerza.⁴ No cabe duda tampoco de que haya delirado algunas veces. Parece más bien que sus delirios incrementaron el carácter mítico de su persona: ciertas personalidades nacidas de su fantasía firman algunas de sus cartas;⁵ se habla de ellos en el testimonio de terceros; incluso en algunas declaraciones propias y reticentes confiesa haberse “dejado catalogar en una afección definida por los doctores, llamada indiferentemente teomanía o demonomanía en el diccionario médico”;⁷ reconoce, en cierta ocasión, haber creído ser un semidiós.⁸ Sin embargo ¿en qué medida creía en verdad en esas transfiguraciones, de las que, tal parece, se está burlando? Él mismo nos cuenta —aunque esto es menos delirio que una alusión ordinaria en los periodos de excitación maniaca— cómo, en algunas circunstancias, tuvo la sensación de estar dotado de un poder sobrenatural. Por el otro lado, también podía experimentar la imaginación catastrófica de un doble expoliador o de un inminente cataclismo cósmico.¹

“Veía cara a cara su locura”

Para aquel que frecuente la correspondencia de Nerval, le saltará a la vista que, hasta en el transcurso de los dos grandes periodos de enfermedad, el delirio sólo tuvo en él un carácter intermitente. Estos dos periodos están llenos de cartas perfectamente sensatas, en cuyo seno aparecen otras en que bromea de manera oscura, o en que pierde la razón por completo. Después de la época de la aguda crisis que lo llevó a ser internado durante la última semana de febrero de 1841 escribió algunas cartas, desde el 5 de marzo, con las que contamos; algunas cartas de las más centradas; ahora bien, Alexandre Weill, que fue a verlo en respuesta a una de ellas (no especifica cuándo), afirma haberlo encontrado en un estado de locura: lo hizo que se quitara las zapatillas para averiguar su genealogía en sus pies descalzos, declarándolo hijo de Isaías, llamándose a sí mismo hijo de Joseph Bonaparte.¹¹ Hacia mediados de ese mismo mes escribe algunas cartas de carácter inquieto o completamente extravagante, como las que envía a Bocage y a Janin, citadas ya antes;¹² sin embargo, por esos mismo días, escribe la carta dirigida a Félix Bonnaire, que habla del triste folletín que Janin le había dedicado: esa carta es una obra maestra de la ironía más lúcida.¹³ En muchas cartas, al menos hasta las del mes de noviembre, dice estar curado o convaleciente; en las últimas niega haber estado loco alguna vez;¹⁴ y la manera en que sostiene sus argumentos al menos deja en claro que absolutamente no está loco cuando escribe. La segunda crisis, que ocupó la mayor parte de 1853 y 1854, desde el punto de vista que hemos asumido, presenta características semejantes. Durante este periodo, las cartas de Nerval preconizan más o menos eufemísticamente sus recientes recaídas y su convalecencia. Las extrañas cartas de noviembre de 1853, en especial la que dirige a George Sand, están presididas y seguidas de cartas que no ofrecen ningún problema, consagradas la mayoría a sus proyectos literarios. Así fue hasta el final. Las cartas de Alemania, de mayo a julio de 1854, sensibles y lúcidas, estallan en crisis de “exaltación” temporales. Sobre todo, no hay que olvidar, por dolorosos que puedan ser, en cuanto a la salud de Nerval se refiere, 1853 y 1854, cuando escribió Sylvie o Aurélie. De vuelta en París, y de inmediato otra vez en tratamiento, sólo tuvo un pendiente: encontrar

apoyo familiar u oficial para convencer al doctor Blanche de que lo dejara salir de su casa; el doctor cedió el 19 de agosto, declinando su responsabilidad. A partir de esta fecha, Nerval vivió libremente hasta la noche del 25 y 26 de enero de 1855, fecha de su muerte, voluntaria, no cabe duda. Así es la mezcla de locura y razón desde la cual llevó a cabo su obra. “Monsieur Gérard de Nerval —escribió el doctor Blanche el día después de su muerte— no estaba tan enfermo como para que estuviera internado a su pesar en una casa de enfermos mentales, pero desde hacía mucho tiempo, a mi parecer, ya no se encontraba en su sano juicio.”¹⁵ Dice después, aun mejor: “Veía cara a cara su locura”.¹ Loco y lúcido a la vez, es decir, envuelto en un combate heroico. Baudelaire cae en una paradoja cuando llama a Nerval “un escritor […] que siempre fue lúcido”.¹⁷ Sin embargo, sólo dice lo mismo que Nerval dijo siempre. Véase lo que nos dice, ya desde el primer momento de su enfermedad: “Siempre estuve consciente, incluso cuando no podía hablar”.¹⁸ Durante la primavera siguiente, escribe: “Afortunadamente, hoy la enfermedad desapareció casi por completo; quiero decir, la exaltación de un espíritu demasiado novelesco, según parece; pues tuve siempre la desgracia de haberme creído en mi sano juicio”.¹ Después de su última crisis, a casi un mes de su muerte, no cambió de actitud: “Convengo, oficialmente, en que estuve enfermo. En lo que no puedo convenir es en que estuve demente ni mucho menos trastornado”.² ¿Qué podemos pensar de esta lucidez, teniendo en cuenta lo que sabemos de sus delirios y sus excentricidades? Nos percatamos de la delicadeza del problema al leer estas líneas en que reflexiona sobre el nivel de locura de Hamlet: “Su locura existe sólo a partir de que es relativa a los demás; dentro de él mismo existe una razón para todo lo que hace, deducida lógicamente en su pensamiento”.²¹ ¿La lucidez de Nerval era de este tipo, accesible únicamente a ella misma? La respuesta es no, según lo que, comúnmente, él mismo nos dice; al contrario, los problemas que padecía, y que eran su enfermedad, no le impedían disponer de la razón, en el sentido más común de la palabra: la facultad cuyo ejercicio nos permite comunicarnos con todos, y sus obras son la prueba de que la ejercitó. De acuerdo con lo que nos sugiere su correspondencia, es posible imaginar una situación en que los problemas mentales serios, pero pasajeros, atraviesan, sin romperla, la continuidad de la memoria y de la lógica: y el sujeto hace un esfuerzo por convertir sus problemas mentales en experiencias. “Ver su locura cara a cara” no es otra cosa que darse cuenta parcialmente de que su ser está alterado, y probarse que no lo está de manera esencial, a través de un ejercicio de conciencia que domina el conjunto de la situación. Dichos desórdenes, en

especial las ensoñaciones, las visiones, los pensamientos enfermos, los miedos, son determinantes en Nerval, y el esfuerzo que hace para otorgarles un significado, a los ojos de sus lectores y a sus propios ojos, es el alma de la literatura. Así es como fue conducido a valorar espiritualmente los síntomas de lo que él mismo llama su enfermedad, y dejar de llamarle así. Hacia el final de su última crisis, se lamenta de ya no vivir el sueño que vivió: “Incluso me veo reducido a preguntarme si ese sueño no era más cierto que lo que ahora me parece explicable y natural”; luego finge haber sido obligado por una especie de inquisición médica a aceptar que estaba enfermo, “cosa que — dice— le costaba mucho a su amor propio e incluso a su honestidad”; el diagnóstico que recibió (teomanía o demonomanía: ilusión de ser dios o demonio) permite a la ciencia “escamotear o reducir al silencio a todos los profetas y videntes que el Apocalipsis predijo, entre los que yo me vanagloriaba de estar”.²² De tal manera que lo que se llamó locura en su caso no sería más que una vía de verdad espiritual, opuesta a la ciencia. ¿Nerval está hablando en serio? El tono ocurrente de la carta nos hace dudarlo. Es un lugar común del romanticismo decir que el sueño permite el acceso a un mundo y a ciertas verdades a las que la ciencia no puede llegar. Todos los románticos lo profesaron y lo llevaron a cabo a ejemplo de su propio criterio, sin por ello creer, bajo ninguna circunstancia, que estaban locos. La ambición de Nerval consiste en estar dentro de esta familia espiritual, pese a que sepa que el suyo es un caso particular y que, indiscutiblemente, estuvo enfermo.²³ ¿Dónde establecer el límite entre el delirio y la exaltación que provoca una inspiración más o menos sorprendente en un hombre sano? El sentido común tiene por causa esta distinción, sin propiamente formular los criterios; sin embargo, tal parece que la salud supone que la lógica y la metafísica del hablante no contradigan en lo absoluto la mentalidad ambiente.²⁴ En ese sentido, el alegato de Nerval a favor de Hamlet no sería del todo convincente: si sólo es lógico para sí mismo ¿cómo podría creérsele en su sano juicio? Nerval, en su caso particular, busca algo muy distinto. Desde la difícil situación en que se encuentra, hace todo por minimizar lo que, a los ojos de los lectores, pasaría por demencia: se trata de una “exaltación novelesca”, nos diría, no de delirio; o más aún, como veremos más tarde, de mimetismo de autor invadido por sus personajes. Estos argumentos, esgrimidos para curarse en salud, y el humor que hay en ellos, son ejemplo de su lucidez. Lo importante para él es que aquello que ha descubierto sea válido para todos. Supo

por sus visiones que reencontraría a su amada en el más allá; dice al respecto: “Esta vez no fue la voz de un sueño, sino la promesa sagrada de Dios”.²⁵ Promesa personal de Dios del reencuentro celestial de los amados: un tema banalizado desde Lamartine, retomado por Nodier con insistencia. Y, en el fondo, adepto a la doctrina de Platón y del cristianismo sobre la inmortalidad de las almas. Nerval, lejos de hacer un elogio de la locura, en tanto que exaltación de las verdades de un espíritu solo en sí mismo, se esfuerza en ofrecernos, a través de una experiencia única, una versión de la inmortalidad válida para cada uno de nosotros. No tiene la intención de andar con la locura al desnudo; más bien quiere amaestrarla y domesticarla.²

Nerval y Napoleón

La leyenda de Napoleón es uno de los lugares donde las fronteras de la razón y del delirio están, en esta época, menos delimitadas. Dicha leyenda, nacida inmediatamente después del fracaso y de la muerte de nuestro héroe, tiende, naturalmente, como antaño la de Carlomagno o la de Frédéric Barberousse, a invadir al mismo tiempo la tradición popular y la literatura, sobrehumanizando al emperador y su destino en la tierra; la poesía hace uso de metáforas excesivas cuando se trata de llamar a Napoleón: Sol, Salvador de Dios, sin que estas hipérboles tengan la intención de ser tomadas al pie de la letra. Nerval también las usó en su juventud: sus “poemas nacionales” reflejan un entusiasmo extremo al respecto, a veces desmesurado. Damos un paso más grande cuando otorgamos a Napoleón una función “providencial” con la que a menudo adornamos a los personajes históricos, y vamos todavía más lejos cuando hablamos de una investidura mesiánica, literalmente formulada como tal, y de una esencia propiamente sobrenatural. Este nivel, dentro de la celebración del “hombre del siglo”, es menos frecuente que los primeros, pero está muy lejos de ser el único de esta época, gran fabricante de mitos y de nuevas teologías. Cuando por fin la mitología parece atribuirse a sí misma, personalmente, un papel dentro de su propia fabulación y una afinidad, en cuanto a naturaleza, con un semidiós, calificarla de exagerada no es suficiente: tal es el caso de Towianski, amigo de Mickiewicz, quien decía ser una reencarnación del emperador, y en quien Nerval se interesó. Por lo demás, los límites que separan estos niveles son imprecisos: apenas podemos decidir si el autor que coloca por encima de la naturaleza a un gran hombre está seguro de que se trata de una ficción o si cree que es verdad. De cualquier modo, nunca hay que perder de vista que los criterios de esta época no son los mismos que los nuestros; siendo más positivos, estaríamos tentados a diagnosticar como demencia aquello que el mundo literario contemporáneo a Nerval tomaría con la mayor diligencia en consideración. Parece que Nerval, bajo el efecto de la crisis de 1841, se obsesionó una vez más con el emperador. Fue entonces que franqueó, indiscutiblemente, el nivel delirante de la leyenda. Una carta de 1841 está firmada con dos abreviaciones: “G. Nap.”, es decir, Gérard Napoleón,²⁷ que no es su nombre civil; recordemos

que Alexandre Weill, quien visitó a Nerval en los primeros días después de su crisis, en marzo de 1841, escuchó este singular comentario de su amigo: “Soy descendiente de Napoleón, soy hijo de Joseph, hermano del emperador; quien estuvo con mi madre en Dantzig”.²⁸ Ya no encontramos delirios semejantes en los textos de Nerval años más tarde, por supuesto, en época de salud. Sin embargo, no deja de interesarse, desde lejos, en la mitología napoleónica, en el Napoleón-Mesías y su posible continuidad. En 1844 consagra un artículo a una “litografía mística”, en que Napoleón está representado “con el velo y la corona augural, llevando su dedo sobre un mapa del mundo donde traza nuevas divisiones”; el grabado en cuestión lleva esta sentencia: “Muy al frente en la verdad divina, más fuerte para realizarla, consuma lo que comenzó”, y sobre la imagen de Napoleón (en una larga toga sacerdotal debajo de su traje militar) esta inscripción: “El magistrado del Verbo frente al Verbo”. El autor del grabado todavía imaginaba entonces a Napoleón en condiciones de actuar, sobrenaturalmente. En esta ocasión, Nerval nos recuerda a Towianski, cuya doctrina comenta seria y más bien sistemáticamente, según la cual Napoleón fue el “verbo visible de Dios”; señala que la idea de las encarnaciones sobrenaturales contó con el consentimiento de Platón, de Vico, de Joseph de Maistre. No se declara partidario de esta doctrina, pero es evidente que le gustaría.² Retomó el tema de Towianski el año siguiente en su artículo sobre Les Dieux inconnus [Los dioses desconocidos], donde vuelve a hablar de la litografía del emperador:

Su alma [escribe] reencarnó en Towianski; esta encarnación sucedió tiempo después de que regresaran las cenizas de Napoleón. Los mesiánicos consideran que el alma de este gran hombre, aprovechando que su féretro fue abierto en Santa Elena, acompañó al cuerpo hasta Les Invalides, y había escogido como nueva morada la apariencia de Towianski. Antes de emprender cualquier acción decisiva para la humanidad, Towianski, repleto de esta alma inmensa que apenas podía contener, se retiró a meditar en el campo de batalla de Waterloo.³

Éstas son las ideas de los amigos de Towianski, no las de Nerval, al menos en un principio. Sin embargo, en un fragmento manuscrito de la primera Aurélie, en que revive el recuerdo de su paso por Bruselas a finales de 1840, escribe lo

siguiente:

Una tarde me invitaron a una sesión de magnetismo. Vi por vez primera a una sonámbula. Fue el mismo día del cortejo fúnebre de Napoleón en París. La sonámbula describió todos los detalles de la ceremonia, tal y como los leeríamos el día siguiente en los diarios de París. Sólo agregó una cosa: que en el momento en que el cuerpo de Napoleón había entrado triunfalmente en Les Invalides, su alma se había escapado del féretro y, tomando su vuelo hacia el norte, había ido a posarse en la planicie de Waterloo. Esta gran idea me impresionó.³¹

Si en verdad tuvo tal impresión a finales de 1840 en Bruselas, cuando regresaron las cenizas del emperador habría que colocarla entre los pródromos de su crisis, que estallaría dos meses más tarde;³² y sería natural que estos síntomas de manía napoleónica estuvieran presentes en el inicio de su crisis, y en el transcurso del año de 1841 en los sonetos de los que vamos a hablar. Démonos cuenta que la obsesión napoleónica de Nerval no puede sólo concernir a su enfermedad; también está ligada a una forma de pensar por entonces tan difundida: el mesianismo imperial, eco o sobresalto de las esperanzas frustradas de 1830. No obstante, una página ulterior de prosa nos va a mostrar a un Nerval delirante, esta vez por sí mismo. En un pasaje de Pandora en que elogia Viena, leemos: “Paseaba mis ensoñaciones por las rampas cespederas de Schoenbrunn. Adoraba las pálidas estatuas de aquellos jardines […]” Así el texto impreso.³³ Al castillo de Schoenbrunn, residencia de los emperadores de Austria, se le relaciona con la memoria del duque de Reichstadt, hijo de Napoleón, que vivió y murió allí. Ahora bien, el fragmento de un manuscrito del pasaje citado nos ofrece un texto diferente: Lloré, frente a las estatuas desde las rampas cespederas de Schoenbrunn, a aquel que llamaba mi hermano.³⁴ La fraternidad que relaciona a Nerval con el duque difunto debe ser entendida de manera figurada: lo llamaba su hermano en un arrebato, supongamos, de ferviente simpatía. Sin embargo, esta variante no es más que el último estado de este trance: Nerval enmendó como a quien llamaba, encima de otras palabras que no se distinguen bien, quizá, retomando el verbo inicial, lloré. Entonces Nerval quizá escribió en un principio, después de Schoenbrunn, lloré (¿?) a mi hermano.³⁵ Esto no es todo; enseguida viene una serie de nueve palabras tachadas, pero que conseguimos leer a pesar

del tachón: y a su madre y a su bisabuela María Teresa; sin embargo, los dos su son la enmienda de dos mi.³ Tomando esto en cuenta, el primer texto habría sido: lloré a mi hermano, a mi madre y a mi bisabuela; Nerval se creía hermano del duque de Reichstadt, y por ende hijo de la emperadora María Luisa y bisnieto de María Teresa de Austria: hijo de Napoleón en suma, y Habsburgo por su madre. No menos notorio que este delirio es la manera en que progresivamente fue borrando las huellas, reduciendo a una hipérbole su relación de fraternidad con el hijo del emperador, suprimiendo en fin todo el pasaje comprometedor, incluyendo las lágrimas, quedando en el manuscrito definitivo sólo las ensoñaciones sobre los pastos de Schoenbrunn. Estas correcciones nos muestran a un Nerval, aquí como en otras partes, singularmente atento a su demencia y, por así decirlo, vigilándola de cerca. Pese a que estuviésemos tentados de fechar la primera versión del pasaje hacia 1840, correríamos el riesgo de estar equivocados en la hipótesis, pues no contamos con las fechas de la génesis de Pandora, capítulo de la crónica de su viaje a Viena en 1840. Si no de cualquier modo hay que reconocer que en 1853, fecha de la versión definitiva del texto, el delirio de parentela napoleónica vivía aún en Nerval, al menos como recuerdo. Nótese también que los tenues rastros que subsisten en la versión definitiva de Aurélie todavía resultan inquietantes de algún modo. Así, paseándose una tarde por el Pont d’Arts con un amigo, “le estaba explicando la transmigración de las almas, y le decía: Me parece que esta misma tarde tengo dentro de mí el alma de Napoleón que me inspira y me ordena grandes empresas”; y más adelante: “Recorría la galería de Foy en el Palais-Royal diciendo: ‘He cometido un error’, y no podía recordar cuál, hasta que, buscando en mi memoria, reparé en el hecho de ser el error de Napoleón”.³⁷

Cuatro sonetos napoleónicos

Nada establece mejor el vínculo que existe entre la obsesión napoleónica de Nerval y una postura humanitaria³⁸ que los cuatro sonetos que vienen a continuación. Es difícil acercarse a ellos sin algunas explicaciones preliminares, pues manifiestan, en Nerval, un tratamiento diferente, extrañamente más libre, menos bajo control, de la relación entre locura y literatura. En ese sentido representan, al mismo tiempo que una fuente extraordinaria de información del sentir profundo de Nerval, una revolución en la poesía francesa: desafían de manera evidente la ley de inteligibilidad que rige, en principio, toda literatura, y que su autor formalmente rechaza. Habiendo inventado, pongámoslo así, este tipo de poesía, no dejó de practicarla jamás. En esta venia están escritos todos los 20 sonetos con los que contamos, y manifiestan, a distintos niveles, el mismo tipo de inspiración y de elocución.³ Los cuatro sonetos napoleónicos están entre los más antiguos; se cree que fueron escritos en 1841,⁴ esto es, en la época en que Nerval sufrió su primera crisis mental. Una vez que se hubo recuperado, no se dio la oportunidad de publicarlos, ya fuera que considerara que revelaban demasiado sus delirios, ya fuera, según algunos, porque los utilizaría como material de sonetos ulteriores;⁴¹ con todo, estaba consciente de la superioridad de estos poemas, nacida en él junto con su enfermedad, por encima de la que había escrito con anterioridad. Optó únicamente por quitar de esta poesía todos los rastros de demencia para entregarla al público, en los nuevos sonetos que publicó en el transcurso de 1840.⁴² En la segunda etapa de su enfermedad, en 1853 y 1854, escribió nuevos sonetos, los más acabados y los más inolvidables, consiguió, antes de su muerte, con los 12 sonetos reunidos en Les Chimeres, erigir el memorable monumento de esta poesía desconocido hasta entonces. A menudo nos sentimos tentados de esclarecer el significado de estos sonetos, obteniendo resultados desiguales, pocas veces convincentes, sobre todo en las partes más significativas: todo lo que es ininteligible en estos versos cae de su peso; lo que no, parece desafiar a la exégesis. Para ver un poco más claro, sería necesario que estuviera prohibido establecer cualquier asociación de ideas que el texto mismo no incluyera o exigiera con una evidencia lo suficientemente contundente: después, tener muy en cuenta la manera en que Nerval definió los

sonetos cuando los publicó: son, dice, sonetos compuestos en un estado de “ensoñación supernaturalista”, que “perderían su encanto al explicarlos, si esto fuera posible”.⁴³ Así pues, su poesía es una ensoñación que se encuentra lejos de la lógica, de la cual él mismo sería incapaz, o estaría indispuesto, de explicar. No hay que esperar hacerlo mejor que él. No obstante, estaríamos en un error si creyéramos que sus sonetos carecen de coherencia entre ellos, cosa que no afirma y que no podría afirmar sin describir su obra; hay toda suerte de relación entre ellos; la coherencia de la imaginación y del verbo sobrepasa a la de la lógica. Es a nosotros a quienes nos corresponde seguir a Nerval en esta aventura.

Para Hélène de Mecklembourg Este soneto⁴⁴ es, quizá, el más antiguo de todos: es un comentario a propósito del matrimonio del duque de Orleans, entonces heredero del trono francés, con una princesa alemana; este matrimonio tuvo lugar en mayo de 1837, fecha del epígrafe del soneto, aunque bien pudo, por supuesto, haber sido escrito después. Visionario de principio a fin, la oscuridad logra un panorama que reduce el discurso a una porción compacta, provocando así que exprese las imágenes sin que permita que las explique. A medida que avanza el soneto, esta lógica se intensifica: al final, el sentido de las imágenes es tan disperso que hasta podemos pensar que tampoco para el mismo Nerval queda del todo claro. Parece que todo el soneto, amén del matrimonio, trata acerca de la suerte de la monarquía francesa. Se espera la llegada de la princesa alemana al castillo de Fontainebleau, con la esperanza de que el hijo de Luis Felipe salve la dinastía de los Capetos (siendo los Orleans la última ramificación) y haga posible una reconciliación entre Alemania y Francia: Carlomagno, atento a los pasos de la princesa rumbo al castillo, está dibujado como conciliador natural de los dos países de los cuales alguna vez fue el soberano común; gracias a su mediación, Napoleón, emperador de los franceses, quien recientemente sometió las tierras germánicas, recibe el perdón de Carlos V, antaño jerarca del Sacro Imperio:

Le vieux palais attend la princesse saxonne Qui des derniers Capets veut sauver les enfants; Charlemagne attentif à ses pas triomphants

Crie à Napoléon que Charles Quint pardonne.

[Viejos palacios esperan a la princesa sajona deseosa salvadora de los herederos de los últimos Capetos; Carlomagno atento a sus triunfantes pasos llama en voz a un Napoleón que Carlos V perdona.]

El segundo cuarteto, por el contrario, arrasa con este optimismo: quienes, de hecho, están en espera de la princesa son dos deplorables reyes “pescadores de corona”, a quienes un recuerdo los tiene en zozobra: detentores de poderes ilegítimos, cobardes por lo demás. ¿Quiénes son estos dos reyes? Luis Felipe, no cabe duda, padre del esposo, de ahí que tenga la tarea de esperar a la esposa, e indiscutible “pescador de corona” durante la Revolución de Julio. El otro quizá sea Léopold I, rey de Bélgica, yerno de Luis Felipe, que bien podía estar a su lado, y quien también debía a una revolución un trono del que no era el heredero. Ambos pueden, como reyes débiles, temblar ante el recuerdo de las catástrofes que había sufrido la realeza en Europa y su azarosa llegada al trono. Carlomagno, al ver a estos monarcas indignos, quisiera golpearlos, pero decide no hacerlo y se da la vuelta:

Mais deux rois à la grille attendent en personne; Quel est le souvenir qui les tient si tremblants, Quel l’ayeul aux yeux morts s’en retourne à pas lents, Dédaignant de frapper ces pêcheurs de couronne.

[Mas dos reyes, en persona, esperan desde la verja;

qué recuerdo los hace temblar, qué antepasado de ojos muertos se da la vuelta a pasos lentos, sin dignarse a golpear a esos pescadores de corona.]

Así pues, nada se esperaba de los Orleans;⁴⁵ sin embargo, los tercetos se abren hacia una invocación sorprendente:

Ô Médicis! les temps seraient-ils accomplis? Tes trois fils sont rentrés dans ta robe aux grands plis, Mais il en reste un seul qui s’attache à ta mante.

C’est un aiglon tout faible, oublié par hasard, Il rapporte la foudrea à son père Caesar… Et c’est lui qui dans l’air amassait la tourmente!

[¡Oh, Médicis! ¿Ya habrá llegado el tiempo? Tus tres hijos volvieron a tu túnica de grandes pliegues, pero queda uno solo que se aferra a tu manto.

Es un débil aguilucho, por azar olvidado, el que devuelve los rayos a su padre César…

cuando es él, desde el aire, quien propiciaba la tormenta.]

Para empezar ¿por qué los Médicis? Parece que después de proclamar la ruina de los Borbones-Orleans, dinastía por la que jamás demostró simpatía, Nerval de pronto recordó los días aquellos en que terminó la dinastía anterior de los Valois, por quienes, al tener el mismo nombre de su provincia, siempre sintió aprecio. El “tiempo llegado” es cuando, después de que reinaran con éxito los tres hijos Valois de Catalina de Médicis (Francisco II, Carlos IX, Enrique III), el trono pasa a manos de los Borbones. Sin embargo, una vez evocado el fin de los Valois, viene el anuncio repentino de una posibilidad que modifica la dirección del soneto: todavía le queda un hijo a Catalina que, lejos de volver al refugio junto a los demás en los pliegues de su túnica,⁴ se aferra a ella. ¿Quién es ese hijo desconocido que se opondrá al veredicto del tiempo por llegar? Aquí el discurso parece perder en plausibilidad. El Aguilucho y su padre César parecen ser el rey de Roma y Napoleón: el hijo devuelve a su padre los rayos que se le caen de las manos en Waterloo. Ésas habían sido durante cierto tiempo las esperanzas depositadas en el hijo del emperador; sin embargo, en 1841, padre e hijo habían muerto desde hacía mucho tiempo, y el vínculo entre los Valois y los Bonaparte viene a ser pura ficción, sobre todo en este Aguilucho nacido de Catalina de Médicis.⁴⁷ ¿En verdad Nerval pensaba esto? ¿Lo creía así? ¿Cómo saberlo? Por otro lado, su espíritu, estando presente durante el transcurso de este acontecimiento prodigioso, se ocupa al mismo tiempo del estruendo de una tormenta eléctrica; el último verso explica (¿revela?) que era el Aguilucho quien llevaba el rayo que agitaba la atmósfera cuando lo devolvía a su padre: este verso “explicatodo” no es precisamente lo menos excéntrico del poema.⁴⁸

La cabeza armada La regeneración de Francia bajo la influencia divina del emperador ayudado por su hijo: un esquema mítico análogo, pero llevado a un universo sobrenatural, está presente en el soneto “La Tête armée” [La cabeza armada]. Se dice que Napoleón, antes de morir, dijo estas dos palabras: “Tête armée”.a La forma en que Nerval interpreta estas palabras es muy clara: el emperador, moribundo, está desesperanzado por una Francia decapitada. También está desesperado por su hijo. Una vez muerto, Dios, que se apresta a juzgarlo, llama a Jesucristo para que

le ayude; sin embargo, Jesús nunca acude al llamado, aparentemente porque no se cree capaz de un juicio como ése; y el héroe sale victorioso. Aquí los cuartetos:

Napoléon mourant vit une Tête armée… Il pensait à son fils, déjà faible et souffrant. La Tête, c’était donc la France bien aimée, Décapitée au pied du César expirant.

Dieu, qui jugeait cet homme et cette renommée, Appela Jésus-Christ; mais l’abîme s’ouvrant Ne rendit qu’un vain souffle, un spectre de fumée: Le Demi-Dieu vaincu se releva plus grand.

[Napoleón agonizando vio una Cabeza armada… Pensaba en su hijo, débil y sufrido. La Cabeza era la Francia querida, decapitada a los pies del César moribundo.

Dios, quien juzgaba a este hombre y a su renombre, llamó a Jesucristo, pero del abismo que se abrió sólo salió un silbido, un espectro difuminado:

el Semidiós vencido se hacía más grande.]

Así pues, afirma el fracaso y la invalidez del juicio divino. Luego, lógicamente, en los tercetos, hace la apoteosis de Napoleón y su hijo:

Alors on vit sortir du fond du purgatoire Un jeune homme inondé des pleurs de la Victoire, Qui tendit sa main pure au monarque des cieux;

[Entonces viose salir del fondo del purgatorio a un joven bañado en las lágrimas de la Victoria, que tendió su mano inmaculada al monarca de los cielos;]

El duque de Reichstadt llegaría a la edad adulta sólo hasta 10 años después de la muerte de su padre, y llegaría a los 20 años sólo para morir; habría una distancia de 10 años entre los cuartetos, en que Dios trata de juzgar a su difunto padre, y los tercetos, en que el hijo llega al cielo. Pero ¿qué son 10 años en la eternidad? Podríamos preguntarnos por qué este inocente joven se encontraba en el purgatorio: antes de la apoteosis, supongo, era necesaria una prueba. El segundo verso del terceto es de una belleza sublime: la Victoria llora sobre el joven al que no pudo favorecer —las únicas lágrimas maternales que su muerte provocó—.⁴ Tiende su mano purificada a su padre, promovido a rey de los cielos: ¿el hijo y el padre destronan al Padre y al Hijo de los cuartetos, Dios que no pudo juzgar y Cristo desvanecido cual espectro? La nueva dupla teológica está definida en el último terceto:

Frappés au flanc tous deux par un double mystère, L’un répandait son sang pour féconder la Terre, L’autre versait au Ciel la semence des Dieux! [Heridos en la costilla por un doble misterio, uno diseminaba su sangre para fecundar la Tierra, el otro vertía al Cielo la simiente de los Dioses.]

La herida en el costado, referencia evangélica, y el misterio de la divinidad sufriente, es una referencia directa tanto al Padre como al Hijo: se trata, pues, de dos Cristos. No obstante, el Hijo vierte sobre la tierra, como hizo Jesús, una sangre benéfica, cosa que el duque de Reichstadt no hizo en lo absoluto, al menos que entendamos esa sangre derramada como su suplicio moral, su enfermedad y su muerte prematura. El Padre puebla el cielo con una simiente propia de los Dioses: interpretamos que, cual héroes divinizados, los muertos del Gran Ejército conforman una suerte de panteón de la nueva fe bajo la égida del Napoleón divino. Una vez entendido esto, la redistribución de los papeles sobrepasa y suplanta a la teología cristiana, según la cual, de igual manera, el Hijo salva la tierra mientras que el Padre gobierna los cielos.

À Louise d’Or Reine⁵ Este soneto es otra imagen de la renovación del mundo hecha por Napoleón, esta vez en un contexto de mitología griega-egipcia y con la participación de una figura femenina, como lo establecen los usos y costumbres de la teología humanitaria. Los cuartetos descalifican abruptamente, por boca de Isis, a un personaje mitológico llamado “el viejo padre”, que sólo se menciona una vez:

Le vieux père en tremblant ébranlait l’univers.

Isis la mère enfin se leva sur sa couche, Fit un geste de haine à son époux farouche, Et l’ardeur d’autrefois brilla dans ses yeux verts. “Regardez-le, dit-elle! il dort ce vieux pervers, “Tous les frimas du monde ont passé par sa bouche. “Prenez garde à son pied, éteignez son œil louche, “C’est le roi des volcans et le dieu des hivers!”

[El viejo padre al temblar sacudía al universo. Isis, la madre, entonces se levantó de su lecho, hizo un gesto de ira a su esposo arisco, y el ardor de antaño brilló en sus ojos verdes. “Mírenle, exclamó. Duerme este viejo perverso, todas las heladas del mundo han pasado por su boca. Tengan cuidado con sus pies, extingan ese ojo bizco, es el rey de los volcanes y el dios de los inviernos.”]

¿Quién es este dios senil, del que nunca se ha hablado, compañero de Isis, cuyo estremecimiento hace temblar al universo y que permanece impasible ante los insultos, cercano a la muerte, aunque todavía peligroso y con quien la diosa quiere que acabemos?⁵¹ Se trata de la imagen de un dios varón, decrépito y despreciado, que pronto será eliminado por una revolución divina; frente a él se postra la diosa madre, siempre joven, que proclama su deposición frente a una asamblea en pos de revuelta.⁵² Isis siempre tuvo la simpatía de Nerval, y es

precisamente en ella en quien está pensando como operadora de la regeneración del mundo, oponiendo la figura femenina a la de un padre, un rey o un déspota divino. Imaginó este personaje a su antojo, lo pensó a la vez como soplador de vientos helados y dios de los volcanes, funesto en todo caso: lo llamó el “viejo padre”, sin más. ¿Estaría pensando en el Dios-Padre de las Escrituras judeocristianas, al que, en más de un lugar, le había declarado su antipatía? Resulta dudoso en un contexto tan pagano. Este dios innominado⁵³ encarna en todo caso los poderes maléficos del viejo mundo. Isis pone el universo en su contra pero el llamado viene de más lejos, de Napoleón de quien también, fabulosamente, según parece, es la esposa; dice el primer terceto:

“L’aigle a déjà passé: Napoléon m’appelle; “J’ai revêtu pour lui la robe de Cybèle, “C’est mon époux Hermès, et mon frère Osiris;

[El águila ya ha pasado: Napoleón me llama; para él me he puesto el vestido de Cibeles, mi esposo es Hermes, y mi hermano Osiris;]

El águila es la mensajera natural de Napoleón, y la portadora de su símbolo de guerra; según entendemos la pareja Napoleón-Isis destrona al Padre.⁵⁴ Este terceto sufrió ligeras modificaciones en la versión de Les Chimeres, titulado “Horus” (1854):

L’aigle a déjà passé, l’esprit nouveau m’appelle, J’ai revêtu pour lui la robe de Cybèle…

C’est l’enfant bien-aimé d’Hermès et d’Osiris!” [El águila ya ha pasado, el nuevo espíritu me llama, para él me he puesto el vestido de Cibeles… el amado hijo de Hermes y de Osiris.]

Sustituyó a Napoleón con el nuevo espíritu, so pretexto del desuso del misticismo napoleónico que prevalecía durante el régimen del segundo Napoleón, o quizá también con la intención de evitar toda sospecha de demencia; con todo, esta variante es la confirmación del carácter humanitario y regenerador del soneto. El último verso del terceto corregido hace del Napoleónespíritu nuevo ya no el esposo de la diosa, sino su hijo, lo que apuntala, en el nuevo título del soneto, el nombre de Horus, en efecto, hijo de Isis y Osiris en la tradición egipcia, y triunfador en la lucha en contra del espíritu del mal.⁵⁵ El soneto termina con la aparición de una luz maravillosa que trae el fin de la tormenta:

La Déesse avait fui de sa conque dorée; La mer nous renvoyait son image adorée Et les cieux rayonnaient sous l’écharpe d’Iris.

[La Diosa había huido de su dorada caracola; el mar nos trae su adorada imagen y los cielos iluminan bajo el manto de Isis.]

À Mad(am)e Ida-Dumas

Hagamos a un lado a la diosa para preguntarnos cuál es el sentido de este extraño soneto dirigido a madame Alexandre Dumas, donde también aparece Napoleón. En este soneto también está expresado un je de un narrador-autor del soneto, que participa en este escenario sobrenatural:

J’étais assis chantant aux pieds de Michael, Mithra sur notre tête avait fermé sa tente, Le Rois des rois dormait dans sa couche éclatante, Et tous deux en rêvant nous pleurions Israël!

[Estaba sentado cantando a los pies de Mijael, Mithra había cerrado la tienda que nos cubría, el Rey de reyes dormía en su magnífico lecho, y nosotros dos, soñando, llorábamos Israel.]

Un gran lamento por la ruina del pueblo elegido, que nos recuerda un poco a las lágrimas del Salmista en el tiempo de la cautividad de Babilonia,y que puede hacer referencia a cualquier catástrofe del pasado o del presente, que se le reproche a Dios por su indiferencia. Puesto que es Dios, el “Rey de reyes” bíblico, el acusado de este poema. La única aparición de Mithra, dios del sol, en el poema es haber traído la noche cerrando la tienda del cielo.⁵ Jehová, Dios de Israel, dormido en la noche, deja que se perpetre la ruina de su pueblo. El arcángel Miguel (Mijael es su nombre hebreo) no es mencionado fortuitamente: en las Escrituras es el combatiente por excelencia de las buenas causas, en especial, el supuesto artífice de la liberación y del regreso del Israel cautivo.⁵⁷ Nosotros, que conocemos a Nerval, sospechamos que Israel representa en el poema a la Francia derrotada en Waterloo. El soneto prosigue:

Quand Tipoo se leva dans la nuée ardente… Trois voix avaient crié vengeance au bord du ciel: Il rappela d’en haut mon frère Gabriel, Et tourna vers Michel sa prunelle sanglante:

[Cuando Tipoo se alzó en la nube ardiente… Tres voces habían gritado venganza a la orilla del cielo: Desde lo alto llamó a mi hermano Gabriel, y vio a Miguel con sus ojos sangrantes.]

Tipoo Sahib, enemigo desafortunado de los ingleses en la India, se alió con Bonaparte en Egipto en 1798, y murió en 1799. Participa en esta escena donde el mismo Nerval está presente. Se trata pues, pensémoslo así, de un Tipoo redivivus, supuestamente resucitado como vengador, después del llamativo triunfo de los ingleses en 1815. Su presencia “en la nube” parece corroborar esta lectura: a menudo así se nos presentan los héroes divinos en la literatura apocalíptica. Otro problema del cuarteto es la voz del autor, que decía estar en compañía de un arcángel, y ahora se dice hermano de otro. Entonces ¿quién es él? El número de arcángeles y la frontera que los separa de los ángeles son imprecisos; sin embargo estamos de acuerdo en que la Escritura, en los libros del canon cristiano, sólo menciona a tres; el tercero es Rafael, después de Gabriel y Miguel. ¿Nerval se está identificando con él?⁵⁸ ¿Podría llamar “mi hermano” a Gabriel sin situarse, al grado que fuera, por encima de la naturaleza humana? Gérard se encuentra en este punto ante el flagrante delito de identificación con lo divino. Ateniéndose a esta alusión, que sorprende pero que no tiene ninguna consecuencia en un poema cuyos agentes divinos no realizan ninguna acción,

limita toda la acción de Tipoo a su discurso, que ocupa los tercetos:

“Voici venir le Loup, le Tigre et le Lion… L’un s’appelle Ibrahim, l’autre Napoléon, Et l’autre Abdel-Kader, qui rugit dans la poudre;

La glaive d’Alaric, le sabre d’Attila, Ils les ont… Mon épée et ma lance sont là… Mais le Cæsar romain nous a volé la foudre!”

[“Ahí vienen el Lobo, el Tigre y el León… Uno se llama Ibrahim, el otro Napoleón, y el otro Abdel-Kader, que ruge en el polvo;

ellos tienen la espada de Alarico, el sable de Atila, mi espadín y mi lanza aquí están… ¡Pero el romano César nos ha robado el rayo!”]

El segundo cuarteto, segundo verso, hablaba de tres voces que “habían gritado venganza a la orilla del cielo”, provocando con ello que Tipoo se “alzara”; podemos suponer que quienes hicieron este triple llamado, sus aliados en potencia, son el Lobo, el Tigre y el León, cuyo advenimiento el propio Tipoo prefigura en el primer terceto. En orden de aparición se trata de Ibrahim Pacha,

hijo de Mehemet-Ali, derrotado en su lucha contra el sultán gracias a la mediación de Europa en 1840-1841; Napoléon y Abd el-Kader; Francia llevó a cabo en su contra, cuando fue escrito este soneto, una guerra inmisericorde. Junto a Tipoo Sahib, Ibrahim y Abd el-Kader vienen a ser una coalición mítica de paladines de lo que llamaríamos hoy en día el Tercer Mundo en contra de Europa, Inglaterra principalmente y la Francia posnapoleónica. Resulta sorprendente, pero incomprensible, que el Napoleón vencido y humillado apoye esta causa; en el espíritu de Nerval ciertamente el alma de esta coalición vengadora está posicionada sobre la égida de los arcángeles. La clave de la plausibilidad de esta interpretación está en el último terceto: Tipoo proclama como ancestros de su propósito a Alarico y Atila, invasores bárbaros de Europa siglos atrás. Sin embargo, el desenlace del poema es de una oscuridad impenetrable: ¿quién es ese “César romano” del último verso? Los conjurados, quienes sólo disponen de armas punzocortantes tradicionales, se sienten impotentes ante su rayo, como siempre sucede con las naciones poco desarrolladas y poco preparadas para la guerra ante las naciones más poderosas. ¿Qué significa este rayo? ¿La artillería, que Tipoo y sus aliados no tienen? ¿Aquí también el rayo, como suele ser el caso en Nerval, es, junto con todas las variantes del fuego, la suprema imagen del poder? Más misterioso que saber a ciencia cierta el significado del rayo es saber quién es su detentador. ¿El emperador romano como símbolo de la tiranía universal? ¿O Napoleón que dominó Italia y le dio a su hijo el título de rey de Roma?⁵ Este designio, cualesquiera que sean las formas en que se exprese su planteamiento, cae en la sinrazón, como probable efecto de una profunda turbación. Sea dicho que, a diferencia de los sonetos precedentes, que exigen a la imaginación y obtienen de ella algo así como un consuelo triunfal, éste revela una impotencia que en los otros sonetos se había negado o había sido superada. Al término de este cuádruple comentario, queda una pregunta pendiente que no es posible evitar: todo aquello que sale de lo ordinario en estos sonetos ¿es vivencia o literatura? ¿Nerval se narra a sí mismo o crea un personaje? Sabemos que estas dos voces se hacen escuchar en toda narración. Estos sonetos a su vez traicionan un problema de salud y se ven tentados a mantener el control sobre él, de acuerdo con un equilibrio, es cierto, más peligroso de lo normal. Prestemos atención a lo que el mismo Nerval dice al respecto, pues habló de ellos más de una vez, acerca de la relación entre el autor y sus creaciones.

El ilustre Brisacier

Alexandre Dumas, de cierta manera, hablaba de la enfermedad de Nerval como él mismo lo hacía: que esa pretendida locura, dice, no era más que una extensión del verbo y la poesía. Sin embargo, narra al mismo tiempo, con una precisión catastrófica, cuáles eran las extrañas fantasías de su exquisito amigo: “Ora es el rey de Oriente, Salomón, que encontró el secreto de llamar a los espíritus y espera a la reina de Saba […] ora es el sultán de Gherai, conde de Abisinia, duque de Egipto, barón de Esmirna, y me escribe a mí, pues me cree su soberano, para pedirme permiso de declararle la guerra al emperador Nicolás”. Nerval tampoco había hablado jamás, en sus explicaciones acerca de su salud mental, de esta fantasía, y con razón. ¿Cómo podía responderle a Dumas? ¿Cómo defenderse de semejantes acusaciones? Su defensa parece estar basada en la más pura ingenuidad: siendo un narrador de profesión, simplemente tiene la costumbre, dice, de identificarse con los personajes de su creación. Trece años antes ya había explicado a madame de Girardin, que su locura no era más que “la exaltación de un espíritu demasiado novelesco”; ¹ luego desarrollaría esta explicación: los protagonistas de sus narraciones invaden su vida real; él mismo dice:

Intentaré explicarle, mi querido Dumas, el fenómeno al que se ha referido […] Como usted lo sabe, algunos narradores que no pueden inventar sin identificarse con los personajes de su imaginación […] Haga el favor de entender […] que uno llega por así decirlo a encarnar en los personajes de nuestra imaginación, si bien la vida de éstos se convierte en nuestra vida y uno arde en las llamas ficticias de sus ambiciones y de sus amores. No obstante fue lo que me ocurrió cuando escribía la historia de un personaje que existió, si estoy en lo correcto, en la época de Luis XV, de seudónimo Brisacier. ²

Nerval se refiere a una novela que había pensado escribir en 1844 y cuyo

protagonista se llamaba así. ³ Sólo publicaría el comienzo: una carta del protagonista, firmada por “el ilustre Brisacier”. Esta carta será incluida en el prefacio que dedica a Dumas, como ejemplo de su facultad de identificación con sus personajes. Antes de comentar estas memorables páginas, es pertinente que el lector sepa que el fantástico Brisacier, con todo y su campanudo apellido — que no es para nada un seudónimo— sí existió durante el régimen de Luis XIV (y no durante el reino de Luis XV, como dice Nerval). Nerval confiesa a Dumas que ya había olvidado totalmente a este personaje, del que había leído un poco en libros de historia, pero que se había ofuscado con él, que se había convertido en “una obsesión, un vértigo”. ⁴ No podemos creer que ya no recuerde nada: hay una página manuscrita, que seguro formó parte de una versión anterior del prefacio a Dumas y que lógicamente es anterior a la versión definitiva por unos meses, cuando mucho, en que resulta que Nerval, en 1853, no había olvidado las aventuras del Brisacier histórico tanto como afirma haberlo hecho. ⁵ El susodicho Brisacier, proveniente de una familia de oficiales reales y eclesiásticos, pese a ser una personalidad de poca importancia, se había hecho de cierta fama en 1676 en la corte francesa: intrigó con Luis XIV para obtener un título de duque y par, haciéndose pasar por el hijo natural del rey de Polonia Jean Sobieski, lo que le costó dos años en la Bastilla. ⁷ Ahora bien, Nerval, en este manuscrito de 1853, narra la misma aventura con algunas variantes significativas. La fidelidad relativa de este boceto con la verdadera historia de Brisacier es mucho más digna de interés, nueve años antes, que el Brisacier nervalino que no tenía nada común con el Brisacier histórico, salvo el nombre: en 1844 Nerval le había dado el nombre de Brisacier a un hombre que era vil invención suya, poeta convertido en comediante, triste e iracunda víctima de una maquinación de sus compañeros. Sin embargo, aquel Brisacier de 1844 no es el único que Nerval reinventó de principio a fin. Existe uno más, de fecha desconocida, ambientado como si fuera a convertirse en una obra dramática y que Nerval no publicó en vida, titulado La Forêt-Noire [La selva negra]. ⁸ Este Brisacier es completamente diferente: es un capitán del ejército de Villars que, en 1702, cree ser un niño abandonado, en el Palatinado, cuando después de diversas aventuras en que predominan el tópico de la reminiscencia y del amor juvenil que renace, descubre que proviene de una familia noble y protestante de la que fue arrebatado cuando era niño. El uso recurrente del apellido Brisacier como protagonista en circunstancias tan diversas entre sí quizá sean el producto de una obsesión, como afirma el propio Nerval. Todos los Brisacier de su invención tienen un rasgo común, si nos fijamos bien, en el cual su creador depositó su marca propia: son personas

ordinarias, cuyo origen prominente está en tela de juicio.⁷ ¿Es aquí, en esta obcecación, donde radica la “obsesión”, el “vértigo”, de los que Nerval dice ser víctima, provocada por el apellido Brisacier? En todo caso, sólo se trata, en este prefacio a Dumas, de personalidades imaginarias, del personaje y del autor. ¿Y el Brisacier por el que Nerval responde a Dumas,es precisamente el supuesto hijo de este gran khan de Crimea, con el que Nerval dice identificarse? Es como si dijera: Si es que soñé con el khan de Crimea fue a través de mi personaje; como narrador, confundo a propósito lo imaginario y lo real, pero sospechen que entiendo la diferencia en tanto que autor. Estas explicaciones, las primeras, que Nerval ofrece no dicen nada acerca de la frontera a partir de la cual comienza el delirio; sin embargo, pronto nos permite descubrirla. Puesto que si, a partir de un apellido y de una época, reinventó un personaje, si imitó y vivió las pasiones de su invención, quiere decir que no se conforma con esto; su discurso, de pronto, da un salto singular. Está convencido, dice, de haber sido Brisacier en una época pasada: “Inmediatamente comencé a creer en la transmigración de las almas, con no menos entusiasmo que Pitágoras o Pierre Leroux”.⁷¹ Un segundo salto, más prodigioso, viene a continuación: “Desde el instante en que creí haber aprehendido la serie de todas mis existencias anteriores, ya no me costaba nada haber sido príncipe, rey, mago, genio e incluso Dios, el engrane se había roto y marcaba las horas como minutos”.⁷² Esta serie de existencias anteriores sale al caso sin previo aviso, y mientras que hacemos un esfuerzo por entender lo que le puede suceder a un autor que vive por completo en sus personajes, Nerval nos demuestra que él puede incluso creerse Dios. ¿También llegó a creerse Dios? Quizá, si creerse Dios es pensarlo e imaginarse en su lugar. Brisacier o el Ser supremo, el ejercicio es el mismo, y los riesgos son del mismo tipo: el desconcierto se encuentra al final del juego, si es que no al principio.

El autor y su protagonista

El Brisacier de Nerval es una singular y atractiva creación. El marco de esta historia fue tomado, situación y personajes, de Roman comique de Scarron,⁷³ y fue transportado a Roman tragique, no sólo porque vemos cómo los personajes representan una tragedia, sino también porque el protagonista es un ser que vive una trágica perdición. Este personaje, desde su yo interior, encarna hasta la locura el combate infernal entre la humildad y el deseo de grandeza. De esta manera, se trata un personaje un tanto demente, de suerte que Nerval puede aprovechar para explicar su propia locura identificándose con él. Sin embargo, la identificación difiere en que, detrás de esta locura, hay un autor manipulando su creación: toda la retórica que pone en boca de su personaje evidencia la locura que en vano intenta ignorar; un humor aciago hace la diferencia; un humor involuntario en este infeliz, matizado por lo que su autor lo hace decir y que pone de manifiesto que quien lo hace hablar es un ser en la plenitud de toda su lucidez, que escudriña y descubre su miseria. Así pues, la carta de Brisacier no es otra cosa que un Nerval viendo cara a cara a su locura y capaz de comentarla; en suma, el delirio haciéndose literatura. El Brisacier de Nerval, un poeta que se unió a una compañía de comediantes ambulantes y se convierte en actor y miembro, se enamora de una estrella de la compañía, quien lo acepta so pretexto de su destino. De inmediato reconocemos los nombres de la pareja de actores de Scarron, Étoile [Estrella] y Destin [Destino]. El primero de los nombres encierra la intensidad de un tema de especial interés para Nerval, que siempre acostumbró llamar estrella a la amada inaccesible; el destino, apelativo de Brisacier, remite sobre todo al infortunio, compañero ordinario de Nerval como enamorado.⁷⁴ Cuando escribe su triste carta a su Estrella, dice encontrarse todavía en su “prisión”; ella aparentemente sabe de qué está hablando: nosotros no. Todo el tiempo dice ser “siempre imprudente, siempre culpable según parece”: imprudente, culpable, es la fórmula textual de contrición del amante nervalino maltratado. A continuación, lamenta un pasado dichoso que rápidamente se convierte en amargos reproches contra los comediantes, que ahora desprecian a los poetas,⁷⁵ los traicionan para ir detrás de señores engalanados, los abandonan en algún miserable albergue. La queja

personal estalla con esta alusión cruelmente actual: “Así yo, ha poco extraordinario comediante, príncipe ignorado, amante misterioso, el desheredado, el proscrito de entusiasmo, el bello tenebroso, adorado por marquesas y esposas de magistrados, yo, el favorito indigno de madame Bouvillon, no recibí mejor trato que el pobre Ragotin, poetastro de provincia, ¡un ministro de golilla!” Grandeza y miseria. La grandeza está expresada con enunciados tan ambiguos que no sabemos a ciencia cierta si se refieren al propio Brisacier o a los personajes que interpretó en el teatro.⁷ Quizá no hay diferencia, quizá no quiere hacer la diferencia. Después de este preludio, nos comparte el último insulto: los comediantes los han traicionado y abandonado, “el casero, seducido por los discursos de La Rancune, se conformó con tener a título de prenda al propio hijo del gran khan de Crimea, que ha venido a realizar sus estudios, conocido en toda Europa con el seudónimo de Brisacier”. Gracias a esta indescriptible maquinación, La Rancune consigue que el casero acepte que Brisacier se quede, a pesar de sólo llevar un blusón y de no tener dinero.⁷⁷ Una vez que los comediantes se van, el casero, que se ha percatado de la farsa por el veliz vacío del infeliz lo confina a su habitación, cual prisión, y lo trata de “príncipe de contrabando”. “Cuando escuchaba este apelativo, quería correr por mi espada, pero La Rancune se la había llevado, poniendo como pretexto el impedir que me atravesara el corazón a causa de la ingrata que me había engañado.”⁷⁸ Este ridículo pretexto de armas provoca la confusión de Brisacier en torno a la imposibilidad de su suicidio, que no habla bien ni de su sentido lógico, ni de su fuerza de voluntad. Elude este disgusto gracias a un repentino discurso de su grandeza como comediante, explayándose con entera libertad y olvidándose, aparentemente, de su presente miseria:

¿Recuerdan cómo interpretaba a Aquiles […]? Era noble y poderoso ¿no es cierto? Con mi casco dorado de crines púrpura, bajo la brillante armadura, y envuelto en un manto de azur. Qué pena tener que ver a un padre tan cobarde pelear al sacerdote Calcas el honor de pasar por el puñal a la pobre Ifigenia cubierta de llanto. Entraba como un rayo en medio de esta acción cruel y forzada; daba esperanzas a las madres y coraje a las pobres muchachas, siempre sacrificadas […]”⁷

Emocionado con su propia elocuencia, olvida que se está en el plano del teatro, y actúa como salvador en el plano de la realidad; el Aquiles de Racine ya no está a su medida; lo encuentra “un poco retórico para ser un hombre de armas”; sabe que su auditorio está convencido de que tiene derecho, que ya no se contiene: “Estaba tentado de golpear con mi sable, para terminar, a toda la corte del rey de reyes, con su espaldera de figurantes dormidos. Al público le hubiera encantado”. ¿Y qué hay de los otros papeles? “Los Britannicus y los Bajazet, estos enamorados cautivos y tímidos, no eran convenientes para mí. El color púrpura del joven César me seducía mucho más.” Nerón, en buena hora. Nerón, “buen luchador, bailarín, apasionado poeta”, calumniado por la historia y por los poetas: “Nerón, llegué a comprenderte y no por Racine, sino a través de mi corazón desgarrado cuando me atreví a tomar prestado tu nombre. Sí, fuiste un dios, quisiste quemar Roma, quizá tenías derecho, pues Roma te había insultado…” Ante el punto culminante de esta carta, es justo señalar que Brisacier está loco por identificarse con sus personajes, como Nerval se identifica con él. Esta suerte de desconcierto predomina en el prefacio a Dumas, sin duda, no como pura fantasía de Nerval, sino como reflejo y elaboración de una experiencia real.⁸ En el momento en que Brisacier exalta a Nerón, aparece el relato del incidente catastrófico que había callado hasta aquí, y que es la fuente de todo. ¿Qué pasó? ¿En la interpretación de este papel alguna vez falseó el texto? ¿Alguna vez intentó algún juego brutal en escena? En todo caso, le chiflaron: “Un silbido, un silbido indigno, debajo de sus ojos, muy cerca de ella. ¡A causa de ella! ¡Un silbido que ella se atribuye por culpa mía (entiéndanlo)!”⁸¹ Por un momento, dice,

tuve la idea de ser auténtico, de ser grande, de por fin volverme inmortal […] la idea sublime y digna del mismo César […] la augusta idea de quemar el teatro, y el público, y a todos ustedes y de cargarla a ella sola a través de las llamas; desaliñada, semidesnuda […] tengan por seguro que entonces nada habría podido arrebatármela, desde ese momento hasta el cadalso y desde entonces hasta la eternidad.

En su lugar, leemos, en medio de una prolongación de su cólera, que sólo insultó

al público que chifló, el cual subió a escena y lo aporreó. La representación volvió enseguida,⁸² y Brisacier-Nerón se dice triunfante por sobre los espectadores:

Esos débiles no se atrevieron a volver, mi mirada impertérrita los fulminaba, y estaba a punto de perdonar al público, si no a Junia, cuando ella se atrevió a… ¡Dioses inmortales!… […] Sí, desde aquella tarde, mi locura consiste en creerme romano, un emperador; mi papel se identifica con mi persona, y la túnica de Nerón se pega a mis miembros, quemándolos, como la túnica del centauro que devoraba a Hércules moribundo.⁸³

A este estallido de locura le sobrevino la confesión del verdadero drama: como Junia prefiere a Británico que a Nerón, la Estrella prefiere a Brisacier el joven que hace el papel de Británico; esto, sin duda, fue lo que se atrevió a decir cuando Brisacier volvía a incorporarse. Brisacier había olvidado lo contemplado por Racine en esta escena, vivía la suya.

Amigos míos, entiendan que para mí no se trataba de una fría traducción de palabras acompasadas, sino de una escena viva, en que tres corazones luchaban en igualdad de condiciones, como en un juego de circo, ¡donde quizá sangre de verdad iba a correr! Y el público lo sabía bien […]; y el otro, el Británico bien escogido, el pobre pretendiente confundido, que temblaba frente a mí y frente a ella, pero que tenía que vencerme en este juego terrible, en que el último en llegar tiene toda la ventaja y se queda con la gloria…

Sin embargo, Nerón mandó asesinar a su tímido oponente, y Brisacier, en última instancia más Nerval que Nerón, se apiada fraternalmente de él: “Sí, hermano mío, pobre hijo, como yo, del arte y de la fantasía, la conquistaste, te la ganaste con sólo disputármela”. Y sigue: “El cielo me cuida […] de enfrentar la opinión y los caprichos, de ella, la todopoderosa, la justa, la divinidad de mis sueños como de vida…”⁸⁴ La soberanía femenina iguala la condición de sus adoradores, felices o infelices: la contemplación, forma nervalina del amor, es su privilegio.

No obstante, Nerval sabe bien que no es fácil extinguir dentro de sí todo resentimiento. En vano busca la magnanimidad, volviendo sobre la mala pasada que le jugaron y sobre su precaria condición no puede evitar volver a estallar, ahora en contra de la Estrella: “La ingrata, causa de mis cuitas, ¿no habrá enredado los más inextricables hilos de satén que sus dedos de Aracné hayan podido tejer alrededor de una pobre víctima?”⁸⁵ Hay que situar este resentimiento, siempre latente, incluso en lo más profundo de la humildad, justo en el momento en que le suplica a los comediantes que lo vuelvan a integrar a la compañía: “Dígnense a aceptarme aunque sea en calidad de monstruo, de fenómeno, de calot⁸ que aglutina a la muchedumbre, y me comprometo a aceptar estas actividades y a satisfacer a los aficionados más exigentes de provincia”. Nerval hace que la megalomanía de su personaje termine en esta súplica servil.

Verdad e invención

Así concluyen estas páginas extraordinarias en que Nerval hace convivir locura y literatura; obra consciente al mismo tiempo que experiencia sombría; discurso en dos niveles de lucidez, en que el protagonista, puesto que es capaz de hablar de sí mismo, le otorga un tono disparatado a la narración y el autor la dispone de tal manera que la verdad quede al descubierto. El patetismo se incrementa si nos aventuramos a pensar que, como lectores, podemos ver más claramente que el autor, cosa que podemos hacer a condición de que no abusemos de este privilegio. Nerval ya nos dijo que su yo vive sus invenciones y debemos creerle; no nos ha dicho que sus invenciones se deban a su yo. Sabe bien a bien lo que debe a sus personajes; ¿sabrá también lo que sus personajes tienen de él? Sería fabuloso poder hacer el balance entre aquello que inventó para vivirlo y aquello que debió vivir antes de poder inventarlo. Sería vano tratar de mantener la literatura fuera del plano de la vida y la obra lejos del hombre, puesto que toda obra es discurso y todo discurso plantea un problema de verdad. Podemos fiarnos del Nerval del prefacio a Dumas si queremos poner en claro su alegato para hacer de su vida, y en especial de su locura, la consecuencia de una literatura. Así es como describe su carrera: “En una ocasión, convencido de que estaba escribiendo mi propia historia, me puse a traducir todos mis sueños, todas mis emociones, me enterneció el amor por una estrella fugitiva que me dejaba solo en la noche de mi destino, me estremecían las vanas apariciones de mis sueños”. Prosigue: “Luego un destello divino resplandeció en mi infierno; rodeado de monstruos contra los que luchaba en la oscuridad, entonces di con el hilo de Ariadna, y desde entonces todas mis visiones fueron divinas”.⁸⁷ Esta manera de ver las cosas va por cuenta de la imaginación. Gracias a ella, un sendero arduo y peligroso conduce del infierno al cielo. El recorrido está bien definido: Brisacier concluye en Aurélie. Podría sorprender que haga esta relación, pero tiene a su favor que plantea la idea de que la mujer y el amor son la clave de la odisea espiritual de Nerval, que son un supuesto punto de partida y su conclusión. De lo que sí podemos dudar es que la concepción del personaje de Brisacier lo haya determinado todo; Nerval dice al respecto: en el principio era el autor: una forma de separar lo que es, en beneficio de lo que inventa. Antes de

Brisacier ya había algo de ello en Corilla, en 1839, en las cartas de Le Roman à faire en 1842; también después de Brisacier, a lo largo de las leyendas entremezcladas de Jenny Colon y Marie Pleyel —una constelación de motivos que se forman y se despliegan, el enamorado y su destino, en el que estamos obligados a ver el ser y la naturaleza de Nerval al menos tanto como su literatura. En este sentido Nerval es auténtico, contándonos mentiras. ¿Nerval era entonces víctima de sí mismo? Es poco probable, y precisamente por eso tenemos derecho a decir lo que él no dijo. Si bien sabía reírse de los demás y de sí mismo,⁸⁸ habría que preguntarse si contaba con que se podía alcanzar a través de la imaginación cierta salvación, o incluso ya una simple dicha. Gautier, en su simplicidad, define la actitud de Nerval como una especie de confusión gloriosa de la realidad y del sueño, un edén donde ni la frustración ni el odio tienen lugar: “Perdió —escribe— la noción de lo quimérico y de lo real y pasó de la razón a lo que los hombres llaman locura, que quizá no sea otra cosa más que un estado en que el alma, más exaltada y más sutil, percibe relaciones invisibles, coincidencias imperceptibles y participa de los espectáculos que escapan a la percepción material”.⁸ Así, una vez obstruido el sentido de lo real, somos conducidos fabulosamente al descubrimiento de los secretos del mundo, según la fórmula de este irracionalismo beatífico. Ciertamente, Nerval no compartía esta opinión, pues conocía por experiencia propia las dificultades del viaje. Ruega a Dios que le dé la posibilidad de “otorgarle el poder —dice— de crear a mi alrededor un universo que me pertenezca, de dirigir mi sueño eterno en vez de sólo soportarlo”; pero nada más para constatar, tristemente, que “entonces, en verdad, sería Dios”. Sabe que el sueño es servidumbre tanto como liberación; sabe que sobrevalorando el yo acentúa su impotencia; que el absoluto del yo no es nada. Está inmiscuido, por íntima necesidad y hastío de lo real, en un sendero que temía no tuviera ninguna salida. La locura nunca fue un paraíso para Nerval, y llegaba a dudar que en verdad revelara algo. Escribe a su médico: “Probablemente aquello que he experimentado sólo existe para mí, mi cerebro se nutrió en abundancia de visiones y le cuesta mucho trabajo separar la vida real de la vida imaginaria”. ¹ No está muy lejos de reprobar su confusión, pero sí muy lejos de preconizarla y de idealizarla. Sin embargo, tampoco debemos imaginarlo demasiado dispuesto a renunciar a su búsqueda. Las concesiones que presta a los médicos vienen de su gentileza y de su sensatez, mientras en el fondo de su corazón permanece fiel a su proyecto. Su vida no era menos estas traidoras visiones de las que él mismo se retractaba.

Pandora En esencia, Pandora, obra que no sería publicada hasta 1854, narra una historia parecida a la de Brisacier, sólo que ésta sí es de carácter autobiográfico: el narrador, humillado públicamente por su amada, actriz, y que pierde la cabeza ante tal ultraje, es el propio Nerval. La obra está ambientada no en un teatro anónimo de provincia, sino en las salas de la embajada de Francia en Viena, que Nerval frecuentó en el invierno de 1839-1840, y donde conoció a la bella Pandora. Para divertirse están jugando a las charadas; se trata de adivinar un proverbio, pero Nerval no sabe qué hacer. Aquí la anécdota del incidente:

Dieron los tres golpes por el proverbio titulado Madame Sorbet. Me vi como un comediante de provincia, como Destino en Le Roman comique. ² Mi triste Estrella se dio cuenta que yo no sabía un bledo de mi papel y se divirtió enredándome. La fría sonrisa de los espectadores acogió mi primer intento y me aterró. En vano el conde se cansaba soplándome las bellas frases llenas de perlas de monsieur Théodore Leclercq; eché a perder la representación. De coraje aventé el biombo que tenía impreso la imagen de una feria de pueblo. ¡Vaya escándalo! Me fui de la sala a pasos agigantados, haciendo temblar las escaleras y al montón de ujieres de cadenas plateadas y a los heiducosaa galoneados y, con patas de ciervo ³ me refugié en la taberna de los Cazadores. ⁴

El parecido entre esta singular aventura y la de Brisacier se nos sugiere por la alusión que se hace a Le Roman comique, y por la expresión “fría Estrella” que, en los dos casos, califica a la heroína. ⁵ Sobre todo, la historia es profundamente la misma, las circunstancias, los personajes y una acción análoga que convergen, ambas, en la derrota del protagonista. La diferencia está en que, en esta obra, Nerval se pinta a sí mismo sin depositar su desgracia en una criatura imaginaria, y con ello lleva a cabo su propósito último: la narración autobiográfica de una anomalía personal, autoconsciente, como literatura de salvación; esto precisamente es Aurélie. Una vez considerada la incertidumbre en que nos encontramos respecto de las fechas de génesis y la redacción de las últimas obras de Nerval (y la estrecha relación que une a los dos últimos periodos de crisis y de creación, 1840-1842,

por una parte, 1853-1854, por otra) entendemos por qué no viene al caso establecer la progresión cronológica de Brisacier hasta llegar a Pandora y de Pandora hasta Aurélie. Vale más atenernos a comparar, como si fueran parte del mismo proyecto, los distintos intentos que hizo Nerval antes de llegar a la Aurélie definitiva. En todo caso, es cierto que el intento que lleva como título Pandora, con toda la fuerza de verdad y significado, fue un fracaso. No sólo quedó inacabado sino también tiene todas las huellas de la evidente impotencia del escritor de controlar su demencia: la condición de lucidez implicada en la voluntad del autor está gravemente transgredida. La carta de Brisacier nos lo mostraba ya fuera de sus casillas, al menos en pensamiento, cuando el incidente tuvo lugar; nunca se atreve a precisar qué lo causó, pero adivinamos que debió tratarse de alguna acción violenta, consecuencia lógica de la exaltación que apenas podía contener, como sabemos. Al contrario, no hay dramatismo alguno desde que la narración propiamente dicha de Pandora comienza. ⁷ La atmósfera que se establece entre Nerval y Pandora, en el transcurso de su primer encuentro, es más bien agridulce, como el que existe entre el tímido y la coqueta, con algunas indirectas, pero sin más. En la embajada tampoco encontramos nada desagradable: todo va muy bien hasta que llega el turno del proverbio, cuando Nerval, echando a perder el espectáculo, avienta el biombo y se va. Lo hecho por Brisacier en una representación pública es mal visto por sus compañeros, y es natural que se atuviera a las consecuencias. Sin embargo, la equivocación de un amateur en un divertimento de sociedad, incluso si pudiera llegar a ser algo enfadoso, termina normalmente con disculpas y risas, y con un escape descortés y lleno de pánico, como lo cuenta Nerval. Sorprende que la acción concluya así, pero sorprende más que el culpable, después de una noche de turbación, asista, como si no hubiera pasado nada, a la cita que Pandora le propuso antes del incidente para ir por una “partida de aguardiente fino” al Prater; y su relación no tiene nada fuera de lo común, con todo la manera que tiene, como siempre, de molestarlo con esto y con aquello, de hacerlo esperar, para en fin irse sin más olvidándose de ir al Prater. Al día siguiente, invitado por ella a participar en una nueva representación en la embajada —prueba de la poca importancia que se le da al incidente de otra noche—, no le contesta y se va de Viena. Si nos atenemos al puro andamiaje de la narración, la conducta escandalosa de Nerval en la embajada y su desenlace poco apropiado rompe con el orden natural del resto, de suerte que aquí Nerval resulta un Brisacier desproporcionado al que ningún ojo de autor pone en su lugar: sabio y tonto, a la vez, a nuestro nivel y a otro, sin que parezca que se da cuenta.

Más aún, toda la narración está llena de alusiones a su vez llenas de pánico, ecos o prefiguraciones a su huida desquiciada. De esta manera, a la mitad de la historia, justo antes de la reunión en la embajada, “el bendito recuerdo de la otra… ⁸ me protegió una vez más contra los encantos de la astuta Pandora”. Sólo vimos a una Pandora coqueta y que fingía autoridad; por primera vez sugiere que necesita, contra ella, de un pensamiento protector; mejor, que ya lo ha utilizado, cosa de la que no nos había dicho nada hasta este momento.¹ Sin embargo, no es hasta la huida de la embajada en que parece estar fuera de sí:

Le escribí a la diosa —cuenta— una carta de cuatro páginas de un estilo abracadabrante. Le hablé de los sufrimientos de Prometeo, cuando descubrió a una criatura tan depravada como ella. Critiqué su caja de infortunios y su compostura de bayadera. Incluso me atreví a hablar mal de sus pies serpentinos que veía pasar insidiosamente por su vestido… Luego fui a llevar la carta a la residencia en que vivía.¹ ¹

Esta carta fantástica identifica a la Pandora vienesa con la heroína mitológica cuyo nombre le atribuye. Nerval antepone a la variante mitológica que presenta a Pandora como un personaje funesto.¹ ² De hecho, todo el extravío del narrador, en páginas extrañas, se debe al fantasma de una mujer perversa y dadora de cuitas, peor aún, monstruosa, como dan testimonio los “pies serpentinos” que ve pasar debajo de su vestido.¹ ³ El sueño fabuloso que tiene después va en la misma dirección. Pero ¿se trata en verdad de un sueño? ¿No se trata más bien de un designio delirante, porque Nerval nos dice, antes de proseguir la narración, que no pudo dormir toda la noche?¹ ⁴ Sueño o visión, las metamorfosis de Pandora ocurren, alegres y temibles:

La veía bailar siempre con dos cuernos de plata retocada,¹ ⁵ meciendo su cabeza engalanada y ondulando su collar de encajes gofrados sobre el pliegue de su vestido de brocado. Qué bella se veía en sus atuendos de seda y de púrpura levantino, dejando lucir sin insolencia sus hombros blanquecinos aceitados con el sudor del mundo. La amansaba acercándome desesperadamente a sus cuernos,

y creía ver en ella a la altiva Catalina, emperadora de todas las rusias.¹

No es muy común decorar a la amada con la imaginación de sangre de hombres y del sudor del mundo. Debajo de la nueva identidad de Catalina de Rusia, que fue un desastre en sus amores y que Nerval debe amansar para acercarse a ella, subyace una Pandora que entrega Crimea:¹ ⁷ grandioso favor, pero pasajero, y que no mengua su malicia; pues el narrador apenas en el trono la hace responsable de un inminente fin del mundo: “Desventurada —le dije—; por tu culpa estamos perdidos —¡y el mundo se va a acabar!— ¿No tienes la impresión de que ya no se puede respirar aquí? El aire está infectado de venenos […]”¹ ⁸ Entonces Pandora-Catalina se lanza al cielo desde su lecho y su vuelo desaparece “para la eternidad”.¹ El narrador vuelve a ver, sin que nada se lo impida, incluso al siguiente día, a la Pandora vienesa y, luego de algunos incidentes ligeramente mortificantes, termina, como sabemos, por irse de Viena. El texto, una vez que se ha desarrollado, recuerda el episodio, un año más tarde, en que vuelve a ver, en un día de san Silvestre, “en una fría capital del norte”, terrífica y hechizante como siempre: “Su coche se detuvo de pronto en medio de la plaza principal, y una sonrisa divina me dejó sin fuerzas en el suelo. —Eras tú, encantadora, me decía, y la caja fatal, ¿qué hiciste con ella?” Ella, en vano, le pide que se acerque: “Pero yo me puse a correr con todas mis fuerzas […] —O hijo de dioses, o padre de los hombres,¹¹ gritó, detente […] ¿Dónde escondiste el fuego del cielo que le robaste a Júpiter?” Esta identificación de Nerval con Prometeo es lisonjera, a menos de que se interprete como sarcástica, vista la fuerza tan tenue del fuego creador que da vida a este enamorado que sólo sabe huir. “No quise contestar —escribe—: el nombre de Prometeo siempre me disgustó sobremanera, puesto que todavía siento a mi costado el pico del buitre del que Alcides me liberó. ¡Oh, Júpiter, cuándo terminará mi suplicio!”¹¹¹ Gérard sólo se considera Prometeo en tanto que eterno ajusticiado: sabe que, como Prometeo que es, fue liberado por Hércules, pero como Nerval aún espera su liberación; transforma un mito de rebeldía y de conquista, objeto de la predilección romántica, en símbolo de maldición. Desde este punto de vista, Pandora parece ser la combinación de dos conjuntos textuales sensiblemente distintos: uno que retoma una crónica vienesa turísticaamorosa; el otro que mezcla intervenciones fantásticas¹¹² acerca del tópico de la mujer enemiga del hombre, del hombre en general y del narrador en particular.

Nerval hizo todo lo que estaba en sus manos, como ya vimos, para que su lector identificara a Pandora, así como a la dama de Viena del inicio de Aurélie, con Marie Pleyel, y estamos obligados a pensar en qué medida una relación sentimental, aunque fuera fugitiva, realmente pudo haber existido entre ella y él. Incluso podemos dudar a este respecto, si existió tal relación, que la relación haya sido tan dolorosa como dice que lo fue. Sin embargo, de ello quiere convencernos cuando escribe, mucho antes de la publicación de Pandora, en 1847, en un artículo en que habla de las condiciones en que se había ido de Viena en 1840: “Sin duda hubieras entendido por qué me fui de Viena… me aferro a los recuerdos. No diré una palabra más de esto. Tengo el pudor del sufrimiento, como el animal que se retira a sufrir a la soledad, durante mucho tiempo, para perecer sin queja alguna”.¹¹³ Parece que se trata del eco de un gran sufrimiento, que podemos darnos la libertad de considerar como auténtico; sin embargo, la fecha falsa de la confidencia vuelve sospechosa su veracidad.¹¹⁴ Podemos preguntarnos, en particular, si en verdad ocurrió el incidente de la embajada. Un estudio confiable nos dirá que el complejo novelesco conformado por el Lastimo Actor, la Fría Estrella y la Representación echada a perder fue tomado de un evento que sí tuvo lugar en Viena, en 1840; que una versión del hecho fue adaptada, en cuanto a personajes y circunstancias, en 1844 en la carta de Brisacier; la heroína, como sabemos, se llama Aurélie y prefiere a un comediante de su compañía que al narrador; ahora bien, estos dos rasgos, que caracterizan por igual, en 1853, a la inclemente actriz de Sylvie, pasan comúnmente como signos con los que Nerval se refiere a Jenny Colon; en Pandora, que no se parece mucho a Sylvie, todo, sin mencionar su nombre, hace pensar, por el contrario, en Marie Pleyel.¹¹⁵ ¿Tan poco importa la identidad de la dama cuando se trata de un acontecimiento tan doloroso, cuya presencia y actitud hostil son toda su crueldad? Por otra parte, no existe ningún testimonio ni prueba favorable que fundamente que el incidente catastrófico de la embajada de Francia, supuesta matriz del problema, haya sucedido, sobre todo en la manera en que lo cuenta Nerval.¹¹ Quizá todo se reducía a un aprieto pasajero en un divertimento social, sin un conflicto al final y sin un juego abruptamente interrumpido.¹¹⁷ No obstante, repercutiría en el alma frágil de Nerval y fecundaría durante mucho tiempo su imaginación: de ahí el furor de Brisacier y, por una proyección desmesurada, la maldad infernal de Pandora. Llegados a este punto, sustraemos a la realidad la historia de la Representación perturbada para devolverla al espíritu y a la literatura de Nerval. Para Nerval pudo llegar a existir un drama, si se convenció, después, de haber vivido uno, sin necesidad de que el biombo de la embajada haya sido arrojado, sin necesidad de que Brisacier haya

querido incendiar el teatro después de que le chiflaran. De esta manera, estando la verdad biográfica lejos de nuestro alcance, debemos conformarnos con una escala imprecisa de posibilidades concernientes a la relación entre la experiencia y la obra de Nerval. Los textos son nuestra única realidad, pero nos dan una imagen del universo de Nerval que es lo esencial para nosotros. La pregunta más importante es ésta: ¿qué nos dicen sus textos? ¿Qué nos dicen estas páginas? Antes que nada, son un evidente indicio de perturbación y peligro. El recuerdo divino de la bien amada petrifica al amante y lo hace huir; el ideal, encarnado en una figura femenina, es un enigma maléfico; no sólo está lejos de su alcance, sino también acusa y humilla. Lo importante no es acercarse a la amada, sino convencerse de que no es una enemiga moral. Todo el romanticismo de desencanto y de desgracia, en la generación de Baudelaire y en la siguiente, habría de llevar a cabo, con espanto, la conversión de la imagen femenina, como del ideal que se representaba a través de ella, en un símbolo de distancia y de intimidad. Podemos leer sin sorprendernos, entre las reflexiones de Nerval publicadas el mismo año de la carta de Brisacier: “¿Quién sabría decir qué abismo existe ya en el corazón de una mujer de 20 años? […] ¡Cuántos deseos a medias, cuántas traiciones en flor, cuántos malos pensamientos como nido de reptiles! ‘Pérfida como las olas’. ¡Ah, sí!, las olas doradas y tranquilas, las olas azules y profundas que ocultan tantos escollos, peces terribles, barcazas perdidas”.¹¹⁸ Esta duda contundente acerca del ideal femenino es, a decir verdad, destructora de la existencia romántica. Tal parece que habita en el corazón de Nerval; y esforzándose por confrontarla y hacerla desaparecer, busca en Aurélie, desesperadamente, redimirse a través de una mujer. Nada refleja mejor la división en la que se encuentra que el contraste entre las dos versiones que escribió sobre su encuentro con la dama de Viena: la maligna mujer de Pandora se transforma en Aurélie en amiga comprensiva y afectuosa; y qué decir de las dos versiones de su último encuentro en Bruselas, narrado hacia el final de Pandora: ella hablando con invectivas y llena de pánico, y en Aurélie amigable y comprensible. Nerval cita, a manera de epígrafe de Pandora, una frase que Goethe puso en boca de Fausto: “Dos almas, ay, dividen mi pecho, y cada una quiere separarse de la otra: una, ardiente de amor, está unida al mundo por medio de los órganos corporales; un movimiento sobrenatural arranca a la otra lejos de las tinieblas, para llevarla a las moradas altísimas de nuestros antepasados”.¹¹ Sin embargo, habría que preguntarse si también comparte esta antítesis entre el cuerpo y el alma, tan socorrida por Platón y el cristianismo, y si en verdad es el combate

entre el alma y el cuerpo lo que lo destroza en Aurélia. Esto no se ve en ninguna parte. Más bien se trata del tormento de no saber si es amado o detestado, o si él mismo ama o detesta. ¿Teme amar entonces lo que no es digno de amor? Lo que es más evidente es el juego terrible de la mujer que provoca y seduce sin amar, quien, amada en vano, desquicia y desespera el amor, a tal punto que lo convierte en odio. Si el narrador cambia de tono en Aurélie no es por haber superado o desterrado la carne, sino por haber creído disipar la imagen de la artificiosa y la maléfica. El infierno de Nerval es el socorro femenino rechazado; su salvación, la esperanza de este socorro. El amor romántico diviniza positivamente a la mujer bajo la antítesis general de la tierra y el cielo; sin embargo, este espiritualismo bipolar, gran recurso del optimismo romántico, se ve alterado en Nerval al mismo tiempo que esta salvación a través de la mujer. Incluso si parece que se inspira con él o está muy allegado a él, la liberación no parece abrírsele en este sentido. Lo entenderemos y veremos mejor en Aurélie.¹²

Historia del califa Hakem Napoleón, Brisacier, Pandora figuran, de manera potencial y, digamos, confesa, entre los fantasmas personales de Nerval. El califa Hakem, cuya historia publicó en 1847 Nerval,¹²¹ habitualmente no se cree que deba estar entre estas obras. Nerval dice reproducir un texto que le hizo el jeque druso Saïd Escherazy, cuando se disponía a pedirle la mano de su hija. A decir verdad, este texto está hecho con préstamos que Nerval toma de Silvestre de Sacy, quien había publicado en 1838 un libro sobre la religión de los drusos, y algunas cosas que imaginó por cuenta propia. El tono es pues el de una narración objetiva sobre un califa teómano (que sufre de teomanía), instaurador de una herejía en el islam que sólo pudo perpetuarse entre los drusos de Siria. Sin embargo, en esta historia, tal como la cuenta Nerval, los detalles y las situaciones que reflejan su propia experiencia son muy numerosos y evidentes para que podamos colocarla entre aquellas de sus obras en que locura y literatura van íntimamente de la mano. Hakem o Hakim bi-amri-llah, califa de Egipto y de Siria hacia el año 1000, llegó a creerse Mesías; es una posibilidad abierta en el islam, que admite revelaciones sucesivas cada vez más completas, como la de Mahoma completó la de Moisés y la de Jesús. El islam contestó por igual, de hecho, la autoridad de los reveladores que aparecieron en su seno después de Mahoma, y Hakem está entre ellos. Sin

embargo, su caso es particular por el hecho de que no sólo se creyó enviado por Dios, sino Dios mismo; el único Dios, gobernante del cielo y de la tierra, y reencarnando periódicamente desde los inicios de la humanidad.¹²² Puede que esta teología haya sido de interés para Nerval, quien, si recordamos, había sido diagnosticado de “teomanía”. En esta teología no encontramos por ninguna parte que atraiga la predilección de Nerval. Hakem fue más que nada un déspota, el “Calígula de Oriente”, según algunos historiadores. La idea de declararse Dios llegó tarde en su reinado, y despertó opiniones. Su hermana lo mandó asesinar sirviéndose de un hombre al que le prometió matrimonio, pero que hizo asesinar a su vez después de que mató al califa. Nerval adopta en gran medida los personajes y la historia, pero acompañándolos de circunstancias y móviles que los anexan a su propio universo. Empieza por presentarnos a Hakem, de incógnito, junto con el hombre que será su asesino; imagina que hay una amistad singular entre ellos, y los hace hablar bajo el auspicio del hachís que han usado juntos en una casa más o menos clandestina de las orillas del Nilo. Confiándose el uno al otro las visiones que les propicia la sustancia mágica, caen en la cuenta de que ambos comparten la misma experiencia de amor sobrenatural. Yousouf, es el nombre del joven, ve a una mujer de naturaleza divina que le sonríe y desciende cerca de él; ahora bien, navegando en la tarde a lo largo de la orilla del Nilo, vio a una mujer real, idéntica a la otra, acercarse a él y darle la mano. Del mismo modo, el califa compara a la mujer que él ama con un “fantasma de sus visiones”, y esa mujer es su hermana, por quien siente, a la vez, un amor monstruoso y puro. Pero sobre todo, este amor donde la realidad se comunica con el sueño también implica, para ambos, el eco de un pasado lejano en el éxtasis presente. “Yo conocía ese rostro divino, dice Yousouf […] ¿en qué existencia anterior nos habíamos conocido? No sabría decir; pero esta relación tan extraña, esta aventura tan peculiar no me causaba sorpresa alguna”; y al dirigirse a esta mujer, “me venían a la cabeza —dice— […] frases misteriosas en que vibraba el eco de mundos desaparecidos. Mi alma se agrandaba en el pasado y en el porvenir; el amor que expresaba, tenía la convicción de haberlo sentido toda la eternidad”.¹²³ Del mismo modo el califa habla de su hermana en términos extratemporales:

A pesar del nombre que le da la naturaleza, es la esposa de mi alma divina, la virgen que me fue destinada desde los primeros días de la creación; por momentos creo aprehender a través de las eras y de las tinieblas apariencias de

nuestra filiación secreta. Me vienen a la memoria escenas que se sucedían antes de la aparición de los hombres sobre la tierra, y me veo bajo la rama dorada del Edén sentado junto a ella y favorecido por espíritus obedientes. Si me uniera a otra mujer, temería prostituir y disipar el alma del mundo que en mí palpita. A través de la concentración de nuestras sangres divinas, quisiera obtener una raza inmortal, un dios definitivo, más fuerte que los que se han manifestado hasta hoy bajo distintos nombres y distintas apariencias.¹²⁴

A partir de esto entendemos por qué diferentes temas propios de la predilección de Nerval —a saber, el de la simple nostalgia reminiscente, el de la mujer a la que se le cree inmortal, el de un amor imperecedero, el de una vida anterior rememorada o el de una vida futura predestinada, el de una protectora divina o celeste, todos estos temas ajenos al personaje histórico de Hakem y todos susceptibles a convertirse en medios a través de los cuales el yo nervalino pretenda la anulación de la amenaza del tiempo— pueden también contener en germen un voto menos común y menos confesable que éste: el que, igualando el yo a la misma divinidad, lo garantiza absolutamente por encima de toda vicisitud. El califa ama a su hermana, y tiene la intención de confirmar su divinidad a través de este amor; pero será castigado: su hermana, indignada, responderá al agravio asesinándolo. Hakem confió sus sentimientos a Yousouf; él, casi de inmediato, lo hace casi público. Grita que Mahoma y Jesús son impostores,¹²⁵ y como se le pide que haga adoración, proclama: “Yo no adoro a nadie, puesto que yo soy Dios mismo, el único, el verdadero, el único Dios, de quien los otros sólo son sombras”.¹² Esta proclamación provoca, naturalmente, el horror de los asistentes, que se arrojan sobre él y lo habrían linchado de no ser por la ayuda que Yousouf le brinda. Al describir semejante reacción sin comentar nada, Nerval toma cierta distancia de su personaje. Con todo, Hakem no desiste de su proyecto. Un anciano ciego y misterioso lo declara Dios a medias palabras en una plaza pública.¹²⁷ Luego se dirige a casa de su hermana Setalmulc y le comunica su decisión de tomarla como esposa: “Setalmulc —dice Hakem— desde hace mucho tiempo he pensado en darte un esposo, pero ningún hombre es digno de ti. Tu sangre divina no debe mezclarse. Hay que transmitir, intacto, al futuro el tesoro que recibimos del pasado. Soy yo, Hakem, el califa, señor del cielo y de la tierra, quien ha de ser tu esposo”.¹²⁸ Absorta, alerta, tan pronto como se va Hakem, al visir Argevan, quien le guarda mucho respeto y es enemigo del califa. Aprehende a Hakem en la casa del hachís

y lo encierra, como delincuente y demente que se cree califa, en el Moristan, manicomio de El Cairo en aquel entonces.¹² Durante todo el periodo que se concreta con este encierro, la teomanía de Hakem se tiñe de angustia y de dudas. Así, se estremece cuando escucha que es proclamado “Dios viviente” por el anciano ciego en plena mezquita: “Como cuando en la vigilia un recuerdo inesperado a veces une algún hecho real con las circunstancias de un sueño hasta entonces olvidado,¹³ vio entrelazarse, como un relámpago, la existencia doble de su vida y de sus éxtasis. Sin embargo, su espíritu luchaba contra esta impresión […]”¹³¹ Asimismo Yousouf, cuando el califa le pregunta qué hay de nuevo con sus amores y el nombre de su amada: “Ay, ojalá lo supiera —dice Yousouf— […] A veces he llegado a pensar que todo esto no es más que una ilusión de esa pérfida yerba, que ataca mi juicio, quizá… si es que todavía puedo reconocer entre el sueño y la realidad”.¹³² Semejante inquietud presupone, como acompañante del delirio, una conciencia que se sabe o se sospecha como tal. Esta situación, lo sabemos, le es familiar a Nerval. Una vez internado Hakem, no encuentra ningún tipo de ayuda entre los médicos.¹³³ Lo dejan “solo, abandonado a las impresiones más contradictorias, dubitante de ser o no dios, dudando a veces de que haya sido califa”. No por ello está menos convencido de ser más cuerdo que los locos que lo rodean: postura semejante a la del Nerval internado, tal y como nos lo describe en Aurélie. Resulta especialmente significativo que Nerval concluya el capítulo de “Moristan” sirviéndose de una mediación personal sobre el caso de Hakem; la locura ya no es locura, sino, de alguna manera, una experiencia sublime:

Si los mortales —escribe Nerval— no pueden concebir por sí solos lo que ocurre en el alma de un hombre que de pronto se siente profeta, o de un mortal que se siente dios, la fabulación y la historia al menos le han permitido suponer qué dudas, qué angustias han de suceder dentro de estas divinas naturalezas en la época indecisa en que su inteligencia se separa de los pasajeros lazos de la encarnación. Hakem llegó por momentos a dudar de sí mismo, como el hijo del hombre en el monte de los Olivos, y lo que, más que cualquier otra cosa, lo confundía era la idea de que su divinidad le había sido revelada, por primera vez, en el éxtasis del hachís.

Estas líneas, que reflejan simpatía hacia su personaje, son la última palabra de Nerval sobre la teomanía de Hakem. Sugieren la existencia de una corporación de “naturalezas divinas”,¹³⁴ que el solo hecho de pertenecer a la humanidad no alcanza a definir: dioses que dudan ser dioses, entre los que Nerval sitúa, de manera sumamente hereje, a Jesús.¹³⁵ Establece en estas líneas, evidentemente, el significado personal que tenía esta historia para él. A fin de cuentas, Hakem libera a los presos y desencadena una revuelta en la prisión; los sublevados se agrupan en la mezquita, donde proclaman a Hakem, diciendo que se trata de Alá que viene a juzgar al mundo, de tal modo que Nerval narra esta insurrección y sus consecuencias como si se tratara del Juicio final. Hakem, con el rostro envuelto de una luz suprahumana, es reconocido hasta por los judíos y los cristianos. Afirma a los desafortunados que su día ha llegado, que viven en una época de renovación periódica en que se restablecen los valores verdaderos, en que el arrepentimiento puede impedir el castigo, en que el fuego debe purificar un mundo corrompido. En el incendio y la masacre que siguen, Argevan muere: era el mismo Satán encarnado; lo vemos huir de su desollamiento mortal, y sus acólitos, demonios que revolotean junto a él en el espacio.¹³ Al final todo vuelve a la calma, y el califa retoma el poder.¹³⁷ El escenario apocalíptico habla del deseo de Nerval de dar a conocer fielmente la tradición drusa; sin embargo, podríamos pensar también que responde, por su carácter reivindicativo de los pobres y por las numerosas alusiones que hay en el texto de un Evangelio interpretado al modo humanitario, a la atmósfera general que imperaba en las vísperas de 1848. Con todo, la prueba más importante de la participación íntima de Nerval dentro del texto son las reflexiones que siguen al asesinato del califa:

Yo también estaba conmovido con el relato de esta pasión, sin duda menos dolorosa que la del Gólgota […] Me decía que, dios u hombre, el califa Hakem, tan calumniado por los historiadores coptos y musulmanes, había sin duda deseado traer un reino de razón y justicia […] y me lamentaba del destino que condena a los profetas, a los reformadores, a los mesías, sean quien sean, a una muerte violenta, y después, a la ingratitud humana.¹³⁸

Hakem, tanto en el relato de Nerval como en el relato histórico, termina siendo

asesinado por Yousouf que cede al hostigamiento de Setalmulc. Pero Nerval situó este acontecimiento al auspicio de dos temas, ajenos a la historia del califa, que ocupan un lugar preponderante en su imaginación: el tema del rival doble y el de la mujer enemiga. Hakem, tan pronto recupera todas sus fuerzas, vuelve a la idea de casarse con su hermana. Ahora bien, una tarde, al regresar a su palacio, se sorprende de verlo iluminado como si hubiera una fiesta. Entra y atraviesa una muchedumbre de bailarinas y sirvientes, como un espíritu invisible que nadie ve; por fin logra ver, al fondo de una sala espléndidamente iluminada y llena de música, sentado en un sillón junto a Setalmulc, a un hombre cubierto en pedrería; para colmo, este nuevo califa tiene sus mismos rasgos: ¿un dios celoso? ¿Un demonio disfrazado? No sabe qué pensar; piensa en el doble que cuentan las leyendas, cuya aparición es, para los orientales, signo de muerte. Vuelve en sí, y ve pasar a dos sombras: un hombre joven, acompañado de un negro que lo hace hincarse, blande un sable sobre él como si fuera a decapitarlo, pero no hace nada y se va. Ahora bien, ese hombre es Yousouf, a quien el califa reconoce; se da cuenta de que se le parece y de que es el doble que acaba de ver. Le cuenta a Hakem cómo fue llevado al palacio por la criatura fabulosa de sus sueños: esa mujer era Setalmulc, obsesión de los dos hombres. Habiéndose dado cuenta de que su hermano entró a la fiesta, ella decidió de inmediato que Yousouf lo matara, cuyo espíritu puso a prueba antes de cualquier cosa: de ahí el episodio entre Yousouf y el negro del sable. Como superó la prueba, Setalmulc le dio una nueva cita al joven. El califa, del que se esperaría que se enfureciera, se sorprende, por el contrario, de que la rivalidad no suscite en él cólera alguna. Se ve conmovido “por la gracia todopoderosa de la juventud y del amor”;¹³ se promete “acudir a la cita de Yousouf pero para perdonar y bendecir el matrimonio”. Sin embargo Setalmulc toma la delantera; convence a Yousouf de matar a Hakem, y promete casarse con él. Sólo hasta después de haberlo asesinado se da cuenta de que su víctima era su viejo compañero de hachís; se vuelve hacia los esclavos que asistieron al asesinato y muere asesinado en sus manos. Así es como L’Histoire du calife Hakem, hereje musulmán, es sobre todo un compendio de mitos nervalinos. El primero, que Nerval toma de la historia real del califa, y que tiene a la vez de patología y de alta literatura, es el mito que pone la conciencia de ser Dios en un ser humano. Las variaciones con que Nerval lo acompaña, en especial el vértigo de la eternidad en el amor, y el conflicto con un doble como rival, le son muy propios. Hasta ahora, sólo habíamos visto aparecer al doble en Nerval en Le Roi de Bicêtre. No obstante, en este texto se trata de la variante trágica del doble frustrante, que este relato no

tiene. Nerval no pudo haber tomado de la historia o de la leyenda de Hakem, que ignora por completo el motivo del doble; fue él quien lo incluyó. Sin duda Nerval ya había tenido una experiencia así para cuando redactaba su Hakem en la década de 1840. En efecto, el doble rival que frustra el amor ya está presente con todas las letras en Aurélie, entre los fantasmas de su crisis de 1841.¹⁴ En cuanto a la mujer enemiga, sabemos que está alternada en la conciencia de Nerval con la mujer salvadora y benefactora. La Setalmulc de la historia es un tipo que impresiona. Sin embargo, debemos observar que esta instigadora de asesinato, más o menos justificada por su deseo de impedir el incesto y por la locura peligrosa de su hermano-pretendiente, resulta muy ajena, a pesar de todo, al universo de Nerval.

VII. En busca de una creencia

La experiencia del amor y la experiencia de la locura guían la búsqueda de Nerval. Más tarde vendrá la experiencia del recuerdo. Sin embargo, su pensamiento, al mismo tiempo que bebía de fuentes íntimas, también buscaba fuera de sí un alimento objetivo en las creaciones y las creencias de la humanidad. Durante la década de 1840 Nerval no dejó de perseguir la solución de un problema universal de fe y salvación, obsesión de todo el pensamiento que le era contemporáneo. ¿Qué creencias podían ser ofrecidas a la vanidad para poder reemplazar la quebrantada fe tradicional? En la medida en que Nerval, como muchos otros de sus contemporáneos, intentó responder esta pregunta, fue, como ellos, un pensador laico, en busca de una nueva fe.

La muerte de los dioses. Cristo en los Olivos

Por entonces, se partía de la convicción de que el tiempo del cristianismo había llegado a su término. Se temía que el mundo estuviera, debido a la pérdida de toda religión, desprovisto de significado para el hombre. Con la intención de aplazar este mal, se sentía la necesidad de buscar nuevos sustentos, una vez que la redención a través de Jesucristo dejó de ser uno de ellos. El Jesús romántico, entregado a la humanidad desamparada, se incorporaba a los dioses muertos. Así en “Le Christ aux Oliviers” [Cristo en los Olivos] de Nerval, conjunto de cinco sonetos publicado en 1844,¹ la noche de Getsemaní, tema casi inevitable de la reflexión romántica, es evocada en un tono puramente negativo y fúnebre. No sólo Jesús, abandonado por los hombres y condenado a una muerte prematura, es la comprobación, según la tradición evangélica, de que sus discípulos están dormidos, sino que también la nueva que alguna vez les entregó es contraria a la del Evangelio, a la buena nueva cristiana de la inminencia del reino de Dios; grita “¡Dios no existe!”

Ils dormaient. “Mes amis, savez-vous la nouvelle? J’ai touché de mon front à la voûte éternelle; Je suis sanglant, brisé, souffrant pour bien des jours!

Frères, je vous trompais: Abîme! abîme! abîme! Le dieu manque à l’autel, où je suis la victime… Dieu n’est pas! Dieu n’est plus!” Mais ils dormaient toujours!

[Estaban dormidos. “Amigos míos ¿conocen la nueva? Que mi frente rozó la bóveda eterna; estoy sangrando, quebrantado, sufriendo de continuo.

Hermanos, los engañé: ¡Abismo! ¡Abismo! ¡Abismo! Hace falta un dios en el altar donde soy víctima… ¡No hay Dios! ¡Ya no hay Dios!” Pero seguían dormidos.]

Esta escena y esta anunciación nos recuerdan el motivo del famoso “songe” [sueño] de Jean-Paul Richter, tantas veces citado e imitado en el romanticismo francés;² pero en el caso de Jean-Paul se trataba de un mal sueño, del que despertaba y reencontraba el consuelo de la fe; en el caso de Nerval no hay despertar. Jesús exploró el universo y sólo encontró la muerte, devoradora universal; el tema del segundo soneto:

Il reprit: “Tout est mort! J’ai parcouru les mondes; Et j’ai perdu mon vol dans leurs chemins lactés, Aussi loin que la vie, en ses veines fécondes, Répand des sables d’or et des flots argentés;

Partout le sol désert côtoyé par des ondes, Des tourbillons confus d’océans agités… Un souffle vague émeut les sphères vagabondes,

Mais nul esprit n’existe en ces immensités.

En cherchant l’œil de Dieu, je n’ai vu qu’une orbite Vaste, noir et sans fond; d’où la nuit qui l’habite Rayonne sur le monde et s’épaissit toujours;

Un arc-en-ciel étrange entoure ce puits sombre, Seuil de l’ancien chaos dont le néant est l’ombre, Spirale, engloutissant les Mondes et les Jours!

[Prosiguió: “¡Todo ha muerto! Recorrí los mundos; y perdí mi vuelo en sus senderos lácteos, tan lejos como la vida, en sus venas fecundas, esparce sus sables de oro y sus plateadas mareas;

doquiera el suelo desierto alcanzado por las olas, de torbellinos confundidos de agitados océanos… Un soplo vago mueve las esferas vagabundas, pero no hay un solo espíritu en esas inmensidades.

¡Buscando el ojo de Dios, no vi más que una vasta órbita,

negra y sin fondo; desde donde la noche que la habita irradia al mundo y siempre se embastece;

un extraño arcoíris rodea el pozo sombrío, umbral del viejo caos cuya nada es la sombra, espiral, que se traga a los Mundos y a los Días!]

En este segundo soneto aprehendemos la verdadera naturaleza del lamento de Jesús, esto es, de Nerval. La ausencia de Dios es para él un debilitamiento del universo. Cuando la fe en la divinidad se extingue en el corazón del hombre, deja de animar el mundo y el hombre mismo acude a la extinción de la vida: difícil de remediar si se asume, secretamente, que Dios no existe más que a partir de la fe del hombre. Ése es el círculo vicioso del desencanto. La obsesión por una pérdida de vitalidad que se creería su secuela es en realidad su causa, incluso su definición. Este mal causa tormento desde el origen del romanticismo, que lo combate con su fe, con su esperanza, con su religión del amor. La tragedia del desencanto hace que recupere sus fuerzas y toma como símbolo central al Redentor, ya sin virtud, él mismo reducido a la condición de hombre y de víctima del destino.³ Vemos cómo en el tercer soneto se desvanece la diferencia entre Dios y un destino que trae languidez y muerte, y se sugiere la idea —monstruosa desde el punto de vista teológico— de un Dios que Satán, quizá, logró matar:

“Immobile Destin, muette sentinelle, Froide Nécessité!… Hasard qui t’avançant, Parmi les mondes morts sous la neige éternelle, Refroidis par degrés l’univers pâlissant,

Sais-tu ce que tu fais, puissance originelle, De tes soleils éteints, l’un l’autre se froissant… Es-tu sûr de transmettre une haleine immortelle, Entre un monde qui meurt et l’autre renaissant?…

Ô mon père! est-ce toi que je sens en moi-même? As-tu pouvoir de vivre et de vaincre la mort? Aurais-tu succombé sous un dernier effort

De cet ange des nuits que frappa l’anathème… Car je me sens tout seul à pleurer et souffrir, Hélas! et si je meurs, c’est que tout va mourir!”

[“Destino inmóvil, mudo centinela, fría necesidad… Azar que avanzas, entre los mundos muertos bajo la eterna nieve, tanto enfrías el universo que palidece,

¿estás al tanto de lo que haces, fuente original, de tus soles apagados, enfriándose el uno al otro…?

¿Estás seguro que transmites un aliento inmortal, entre un mundo que muere y otro que renace?…

¡Oh, padre mío! ¿Eres tú a quien siento dentro de mí? ¿Tienes el poder de vivir y de vencer a la muerte? Quizá sucumbiste ante el último esfuerzo

de aquel ángel de la noche que afectó el anatema… Pues me siento solo cuando lloro y sufro, ¡ay, y si muero, conmigo todo ha de morir!”]

Así Jesús ya no es Cristo más que por el privilegio de sentir la muerte de Dios, o a Dios ya muerto, y de saber que él también va a morir, y que todo morirá con él. El cuarto soneto, que se centra en la Pasión propiamente dicha, cambia considerablemente su escenario: se trata de un Jesús que le insiste a Judas que lleve a cabo su traición; pero Judas, por disgusto y remordimiento, desiste; y Pilato, por piedad, manda buscar a Jesús. Esta nueva situación (la ejecución, bajo pedido, de un infeliz desesperado) acaba por completo con el sentido sobrenatural de la Pasión según el Evangelio y el dogma. No por ello Nerval se detiene en el quinto y enigmático soneto, en poner otra vez en un plano sobrenatural la muerte de Jesús:

Nul n’entendait gémir l’éternelle victime,

[Nadie escuchaba gemir a la eterna víctima,]

encontramos en el primer verso del cuarto soneto. ¿A qué se refiere con “eterna”? El quinto soneto desarrolla, aparentemente, esta idea:

C’était bien lui, ce fou, cet insensé sublime… Cet Icare oublié qui remontait les cieux, Ce Phaéton perdu sous la foudre des dieux, Ce bel Atys meurtri que Cybèle ranime!

[Era él, ese loco, ese sublime insensato… Ese Ícaro olvidado que subía a los cielos, ese Faetón perdido bajo el rayo de los dioses, ese Atis asesinado al que Cibeles devuelve la vida.]

Jesús es el último de un linaje de personajes míticos que encarnan el desastre de la condición mortal: Ícaro, Faetón, símbolos apropiados de un romanticismo catastrófico. En apariencia es precisamente en este sentido que “aquel loco”, víctima de una ambición superior como sus predecesores, puede ser llamado víctima “eterna”.⁴ Con Atis nos encontramos en otro registro. La amputación que él mismo se inflige, según la tradición más conocida, de su propia virilidad, no constituye, propiamente hablando, un castigo: Atis es sobre todo, frecuente en las religiones del antiguo Oriente, como el dios asesinado y llorado que su esposa resucita.⁵ El verso que habla de él, y que menciona en su conjunto la belleza juvenil, la muerte y la salvación vía la Madre Altísima, establece una comunión con la víctima resucitada. Jesús, continuando el linaje de los Atis, lleva a cabo su camino de muerte y resurrección, y Nerval podría ver en él una imagen de sí mismo. En este cuarto no se proclama la muerte de las religiones,

sino su caducidad bajo el signo del desuso: una característica más del pensamiento de Nerval, que se pone de manifiesto. Este último cuarteto representa una dificultad más. El segundo cuarteto, suerte de decoración y leyenda, pinta, según la tradición evangélica, de manera sorprendente que el universo se sacudió violentamente con la muerte de Jesús; con todo, los tercetos dejan un enigma:

L’augure interrogeait le flanc de la victime, La terre s’enivrait de ce sang précieux …⁷ L’univers étourdi penchait sur ses essieux, Et l’Olympe un instant chancela vers l’abîme.

“Réponds! criait César à Jupiter Ammon,⁸ Quel est ce nouveau dieu qu’on impose à la terre? Et si ce n’est un dieu, c’est au moins un démon…” Mais l’oracle invoqué pour jamais dut se taire; Un seul pouvait au monde expliquer ce mystère: —Celui qui donna l’âme aux enfants du limon.

[El augur interrogaba la ijada de la víctima, la tierra se embriaga con esa sangre preciosa… El universo aturdido se ladeaba sobre sus ejes, y el Olimpo por un momento tropezó hacia el abismo.

“¡Responde! Gritaba César a Júpiter Ammón, ¿quién es el nuevo dios impuesto a la tierra? Y si no es un dios, al menos es un demonio…” Mas el oráculo invocado para siempre se cayó; sólo una persona podía explicar al mundo este misterio: —Aquel que le dio alma a los hijos del limo.]

El oráculo de Júpiter no cuenta con la autorización de satisfacer la curiosidad de César; tal parece que el detentor del secreto se lo tiene prohibido, y él es el único con el poder de hacerlo; está claramente en el último verso: el Dios bíblico es aquel que hizo al hombre con barro. De esta manera, sólo Jehová puede explicar a Jesús: afirmación evidente, incluso desde el punto de vista del cristianismo. Podemos entenderlo en un sentido edificante, como hacen los teólogos que buscan en el Antiguo Testamento pruebas de la divinidad de Jesús. Sin embargo, cómo podríamos creer que Nerval haya concluido estos sonetos de angustia y negación con un acto de fe en el Dios bíblico que ciertamente no es el suyo. Si éste es el lugar en que el pensamiento se bifurca, más allá de la constante inicial de fatalidad, lo hace hacia una denuncia de este Adonai, monopolizador de todo poder sobrenatural, que engendró y abandonó a Jesús. Vigny había esbozado un reclamo semejante en su “Moïse” [Moisés], y lo había dicho explícitamente en boca de Jesús, en el “Le Mont des Oliviers” que seguro Gérard conocía. Los cinco sonetos de Nerval parecen desembocar en esta tentativa, su primera contribución al vasto dominio de la herejía romántica.¹ Quizá no sea del todo irrelevante saber que Victor Hugo, que conocía el tema nervalino de la muerte de Dios, lo relacionara con el fracaso de las esperanzas humanitarias. Escribe: “Quizá Dios esté muerto, dijo alguna vez quien dedicara estas líneas a Nerval, al confundir el progreso con Dios y al tomar la interrupción del movimiento por la muerte del Ser”.¹¹ Hugo distingue a Dios, fuente eterna de progreso, de la marcha de ese progreso, sujeto a detenerse. Esta reflexión es de 1861; Hugo explica a través del triunfo de la reacción política y

social en Francia el pesimismo que le contagió Nerval antes de irse al exilio. Nos encantaría saber cuándo. El comentario de Hugo supone un desencanto compartido cuando tuvo lugar la conversación, aunque en dos niveles distintos, por los dos interlocutores: ¿podría ser entre 1849 y 1851? Es curioso que Hugo comparta la misma opinión a este respecto del joven republicano que intentaba, hacia 1853, reconfortar a Nerval compartiendo con él la esperanza en el futuro de la humanidad, y que Nerval no rechazaba.

“Todo es sensible”

Sin embargo, Nerval tiene de particular que no se resigna a la desesperanza, aunque sepa expresarla mejor que nadie. La muerte de Dios, la constante suprema de la nada; de hecho, la muerte de las religiones que nos dan consuelo: pues las religiones, en efecto, son mortales, y los modernos se dieron cuenta cuando sintieron ver morir a la suya: “En verdad en la historia hay algo — escribe Nerval— más terrible que la caída de los imperios: es la muerte de las religiones […] Es aterrador que en ocasiones tengamos tantas puertas abiertas a la nada”.¹² Este pesimismo espiritual puede provenir, como lo piensa Hugo, del traumatismo que en esta época le fue infligido a la esperanza humanitaria; Nerval optó por callar sobre la causa de su mal, o algo así; hablar acerca de ello sería entrar en un terreno que no es el suyo. Sin embargo, la fe, en su cauce sobrenatural, quiere seguir con vida. La opresión sufrida, en nombre de lo real y de lo positivo, hace que las instituciones y el poder propios de la poesía se vuelvan más exquisitos que nunca, la poesía que ve más allá de lo visible, que encuentra vida ahí donde parece encontrarse menos. Gracias a la idea de un animismo universal, provee una respuesta radical a la obsesión de la nada. Ése es, según creemos, el significado último del siguiente soneto:¹³

VERS DORÉS

Homme, libre penseur! te crois-tu seul pensant Dans ce monde où la vie éclate en toute chose? Des forces que tu tiens ta liberté dispose, Mais de tous tes conseils l’univers est absent.

Respecte dans la bête un esprit agissant: Chaque fleur est une âme à la Nature éclose; Un mystère d’amour dans le métal repose; “Tout est sensible!” Et tout sur ton être est puissant.

Crains, dans le mur aveugle, un regard qui t’épie À la matière même un verbe est attaché… Ne la fais pas servir à quelque usage impie!

Souvent dans l’être obscur habite un Dieu caché; Et comme un œil naissant couvert par ses paupières, Un pur esprit s’accroît sous l’écorce des pierres!

VERSOS DORADOS

[Hombre ¡librepensador! ¿Crees que eres el único que piensa en este mundo en que la vida se manifiesta en todas las cosas? Tu libertad dispone de todas tus fuerzas, pero el universo ignora todos tus consejos.

Respeta en la bestia a un espíritu agente:

cada flor es un alma que florece a la Naturaleza; en el metal reposa un misterio de amor; “todo es sensible”, y todo tiene poder sobre ti.

Sé atento, en el ciego muro una mirada te espía, incluso a la materia se aferra un verbo… ¡No le des un uso impío!

A menudo en el oscuro ser habita un Dios escondido; y como ojo que nace cubierto de sus párpados, ¡un espíritu puro crece bajo la corteza de las piedras!]

El poema está presentado a manera de sermón, dirigido al hombre, y lo reprende, en cuanto a la idea de que es el único ser pensante de la creación, y también lo invita, con preceptos categóricos, a la modestia y al respeto mutuo entre seres.¹⁴ Más precisamente, por el epígrafe (“¡Y bien! Todo es sensible. PITÁGORAS”), que se retoma a manera de eco en el verso 8, y por su título definitivo (“Vers dorés”), es que Nerval nos indica expresamente su inspiración pitagórica.¹⁵ Sin embargo, obvia decir que no hay que creer que esta inspiración proviene directamente del pitagorismo antiguo, menos aún del mismo Pitágoras, cuya obra no llegó hasta nosotros. Nerval conoce, sobre todo, al Pitágoras que aparece en los círculos primitivistas y alegoristas de la filosofía de las Luces. Justo allí se encuentra la explicación del epígrafe y del título de nuestro soneto.¹ La idea de otorgar a las bestias y a las plantas una sensibilidad más o menos asistida de pensamiento es frecuente en los contemporáneos a Voltaire cuando asumen un tono imaginativo y están en pos de nuevos mitos; Nerval, por supuesto, conservó esta herencia de esa corriente del siglo anterior. Es cierto que raras veces se incluye al mineral en el panpsiquismo.¹⁷ Sin embargo, Nerval fue más lejos.¹⁸ En

la época romántica, la animación universal, al menos en cuanto a un carácter simbólico, pasa a ser incluso una función de la poesía. De ahí que, una vez perdido un credo, ¿pudiera ser reemplazado por el símbolo? Leamos el soneto desde esa óptica: la de la retórica pitagórica que preside el motor en ciernes, las imágenes que proclaman una poética que va más allá de la naturaleza común, el acceso a una supranaturaleza cuya llave es la poesía, el camino reencontrado hacia un credo, o hacia un encantamiento que lo sustituya. Lo valioso del soneto es, especialmente, la fuerza de algunas imágenes. Algunas de estas imágenes nos manifiestan la presencia de una tradición que las antecede. Por ejemplo, “cada flor es un alma”, retoma un símbolo antiguo (la versión de L’Artiste decía “cada planta”, que en el plano del panpsiquismo doctrinario era más contundente; pero Nerval prefirió la flor dotada del alma de los poetas y del folclor); el “verbo aferrado a la materia” tiene eco teológico; en el verso 12, el “Dios escondido en el oscuro ser” es una de las ideas principales del paganismo. Sin embargo, Nerval no pudo haber tomado más que de su propio genio ese espíritu agente que le atribuye a los animales (una brillante atribución del espíritu al animal por la evidencia de que actúa); la expresión romántica misterio de amor, que se refiere como dentro del metal, corría el riesgo de romper con el encanto si Nerval no hubiera agregado, con el verbo reposa, una metáfora que nos quita el sueño, que justifica los versos maravillosamente; en el verso 9, el muro que nos espía sin ojos, sugerencia inquietante, se adelanta al futuro Hugo; y sobre todo, en los dos últimos versos, el ojo naciente en la pupila todavía cerrada del embrión representa el espíritu que crece bajo la piedra, y también la fe que renace en nosotros. Estas imágenes impiden que olvidemos que se trata más de un pensamiento poético que se nos ofrece en el soneto, que de la doctrina de alguna escuela. Se criticó que dijera la corteza de las piedras: ¿cómo no ver que esta “corteza”, materia en apariencia muerta que cubre a un árbol con vida, da virtualmente vida a la piedra?

El retorno de los dioses

Por miedo a presenciar la muerte de la posibilidad de una creencia, Nerval se afana en resistir a través de un acto de fe en todas las divinidades que ha adorado el hombre. Si se concuerda en que los dioses mueren sin remedio y que los otros los reemplazan tan sólo para morir, a su vez los reducimos a ser, incluido nuestro dios, no más que ilusiones del ser humano. En una época en que la renovación del imaginativo pagano en poesía se basa muy a menudo en postulados de una estética edénica muy frágil, respecto de la Antigüedad griega, la supervivencia o el regreso de los dioses antiguos es en Nerval el objeto de un voto que define su religión, en la medida en que se trate de una: un voto auténtico en su origen, pero amargo en tanto que esperanza que no se cumple. Es de gran dificultad atribuir a los dioses paganos una eternidad sustancial; en su lugar podría hablarse de una victoria sobre el tiempo, que proporciona la memoria que vence, a su vez, a los años: podríamos afirmar que la reminiscencia, en estos momentos fabulosos, resucita cierto pasado desaparecido. En este sentido, la eternidad de los dioses consistiría en su facultad ilimitada de resurrección en la memoria de los hombres: así es como resurge, desde el seno de una existencia eterna, la Helena rediviva del segundo Fausto. Sin embargo, estas resurrecciones no tienen lugar y la tentativa no se realiza. Una serie de retornos efectivos de acontecimientos del pasado, si fuera la ley del mundo, sugeriría una esperanza menos vana; habría que ver todavía realizarse esta ley. En un soneto cercano en fecha a “Christ aux Oliviers” y a “Vers dorés”, Nerval pone en escena a la vez la espera del retorno, la reminiscencia y el amargo aplazamiento de la esperanza.¹

DELFICA

La connais-tu, DAFNÉ, cette ancienne romance Au pied du sycomore, ou sous les lauriers blancs,

Sous l’olivier, le myrthe ou les saules tremblants, Cette chanson d’amour… qui toujours recommence!

Reconnais-tu le TEMPLE au péristyle, immense, Et les citrons amers où s’imprimaient tes dents? Et la grotte, fatale aux hôtes imprudents, Où du dragon vaincu dort l’antique semence.

Ils reviendront ces dieux que tu pleures toujours! Le temps va ramener l’ordre des anciens jours; La terre a tressailli d’un souffle prophétique…

Cependant la sibylle au visage latin Est endormie encor sous l’arc de Constantin: —Et rien n’a dérangé le sévère portique.²

[¡Ah, DAFNE ¿conoces esa antigua romanza, al pie del sicomoro, o bajo los blancos laureles, bajo el olivo, el mirto o los sauces vacilantes, esa canción de amor… que siempre vuelve a empezar?

¿Reconoces el TEMPLO de inmenso peristilo, los amargos limones en que tus dientes se marcaban? Y la gruta, fatal al extraño imprudente, en que duerme la antigua simiente del vencido dragón.

¡Volverán los dioses por los que siempre lloras! El tiempo traerá el orden de los antiguos días; la tierra se ha sacudido ante un soplo profético…

No obstante la sibila de rostro latino aún duerme bajo el arco de Constantino: —Y nada ha perturbado su pórtico severo.]

El contenido del soneto y su sentido general están muy delimitados: el poeta se dirige a Dafne, mujer o sibila griega (¿sibila de Delfos, según el título definitivo?); resulta un ejemplo del eterno retorno: un romance de amor que siempre recomienza; habla de un sitio antiguo (templo y peristilo, gruta en que duerme la simiente de un dragón), objeto de una reminiscencia mítica: trae consigo el retorno de los dioses muertos, que su compañera llora;²¹ cree haber sentido ya pasar el soplo profético de dicha resurrección; pero repentinamente, como si esto no hubiera sido más que producto de la imaginación, comprueba que nada ha cambiado, que la sibila sigue en su tumba, y la decoración arquitectónica romana sigue en su lugar. No podemos decir nada más sobre el sentido del soneto.²² El desenlace puede ser leído a manera de desencantamiento; otros ven en él una persistencia de cierta expectativa y cierta esperanza: quizá, pese a que parece que se trata más bien de un consuelo solitario y de una suerte de desprendimiento de lo real, que yace al fondo de toda nostalgia.²³

En 1843 Nerval viajó a Oriente, y antes de aventurarse visitó el archipiélago griego. La narración de esta parte de su viaje²⁴ es de un aire de fervor muy vívido, al mismo tiempo que de duelo por los dioses antiguos. Apenas adentrado en las aguas del archipiélago lanza esta queja:

El cielo y el mar siguen aquí; el cielo de Oriente, el mar iónico se dan cada mañana un beso de amor; sin embargo, la tierra está muerta, muerta por la mano del hombre, y los dioses han desaparecido.²⁵ Así los dioses se extinguen, o abandonan la tierra, ¡al ver que el amor de los hombres ya no los invoca! […] ¡Oh, Venus Urania! ¿No eres tú, acaso, la fuente de todo amor y de toda ambición noble, la segunda de las madres santas que reinan en el centro del mundo, guardan y protegen los eternos tipos de las formas creadas contra el doble esfuerzo de la muerte que las transforma, o de la nada que las atrae?… Y sin embargo seguís allí, sobre vuestros astros resplandecientes […] O, vosotras, las tres grandes diosas, ¿perdonaréis a esta tierra ingrata el haber olvidado vuestros altares?

Podríamos reconocer, no sólo por la invocación a las Madres, sino también por el cargo de eternas conservadoras de los tipos, a las diosas que Goethe había evocado en su segundo Fausto.² Los dioses antiguos constituían la vida del universo, y su soplo daba vida, indistintamente, a toda la escala de los seres. “La verde náyade ha muerto, de cansancio, en su gruta, los dioses de las forestas han desaparecido de esta tierra sin sombra, y todas esas divinas animaciones de la materia se han alejado poco a poco, como la vida de un cuerpo que se enfría.” Recuerda el grito de duelo proferido por Plutarco, que fuera tan secundado y suscitara tantos comentarios modernos: “¡Pan ha muerto!” “¡Está muerto — escribe—, ah, él […] el dios que bendecía el himen fecundo del hombre y de la tierra! Está muerto, aquel por quien todo solía vivir.”²⁷ Nos encontramos, en este punto, con la opinión contraria a los desdenes de Chateaubriand para con la fábula pagana, “máquina de ópera”:²⁸ el romanticismo, al marcar su distancia con sus orígenes cristianos, se olvida pronto de ellos. Sin embargo, menos que el paganismo en tanto que tal, está la virtud viviente de los orígenes, que celebra Nerval, doquiera cree encontrarla, en el Líbano, por ejemplo: “Tengo que — escribe— hacerme de una muchacha ingenua de esta tierra, nuestra patria

primera, que me fortalezca con esta fuente de vida de la humanidad, de donde derivó la poesía y las creencias de nuestros padres”.²

Sincretismo y feminidad divina

Otro mérito del paganismo, más allá del principio de vida que implicaba, naturalmente, es incluir a la mujer en lo divino. Es una tendencia general de la herejía romántica promocionar lo femenino a la categoría de divinidad; a veces a través de la extensión de los poderes de la Virgen María, a veces elevándola directamente a dicha categoría.³ En cambio, el paganismo había poblado tierra y cielo con divinidades femeninas que aún obsesionaban a Europa. Tocando el tema de Citerea, isla consagrada al culto de Afrodita, Nerval rememora el famoso libro de Francesco Colonna, el cual también Nodier había celebrado. Luego exalta a los dos amantes separados que, en Songe de Poliphile,³¹ ven a Citerea en un sueño y participan junto a ella en ciertas ceremonias en honor de Afrodita: “Éstos son hoy en día los dioses verdaderos, espíritus doblemente consagrados: paganos de intelecto, cristianos de corazón”.³² Nerval se refiere a Nodier, por supuesto, cuando dice: “Alma divina […] cómo te creía en ellos, como ellos, lleno de un amor divino”.³³ Sin embargo, Nerval tiene una idea mucho más pagana que Nodier de este amor que vence la muerte; no la separa de la resurrección de los dioses antiguos y de su poder de dar vida, cosas ajenas al espiritualismo casi ortodoxo de Nodier; escribe: “Así, la santa aspiración de dos almas puras devolvía al mundo, por un instante, las fuerzas perdidas y los espíritus guardianes de su antigua fecundidad”.³⁴ Afrodita, con sus diversos nombres, no es la única presente en el cielo de Nerval; en Egipto, “tierra antigua y maternal”,³⁵ también está presente Isis, diosa de iniciaciones, diosa de salvación, diosa madre de un niño dios. Nerval, deliberadamente, la pone en paralelo con la madre Virgen cristiana, usando una analogía que viene a ser, pongámoslo así, el alma de su sincretismo. Pregunta a propósito de los amantes del Songe de Poliphile: “¿Tendrían la impresión de haber visto en la Virgen y su hijo el antiguo símbolo de la gran madre divina con su divino hijo que envuelve los corazones? ¿Se habrán atrevido a adentrarse en las tinieblas místicas hasta llegar a la primitiva Isis, de velo eterno, de cambiante máscara, en un brazo la cruz egipcia y sobre sus rodillas el niño Horus salvador del mundo?”³ Se apoya en esas “extrañas asimilaciones”, dignas de toda su simpatía, única autoridad del neoplatonismo italiano de la época en que vivían

estos enamorados. Se debe, sobre todo, a las historia de las religiones que se hayan manifestado semejantes relaciones y paralelismos. El siglo XVIII crítico e irreligioso se sirvió de ello para desacreditar el dogma cristiano, mientras que la Iglesia se esforzaba por encontrar en la similitud de creencias la prueba de la universalidad de una revelación primera, que se había deformado al encontrarse fuera del cristianismo. En un largo estudio sobre el culto de Isis, publicado también en 1845,³⁷ Nerval se ocupa de repudiar la primera de estas actitudes, y está siendo indiscutiblemente sincero cuando dice: “Ciertamente me cuidaría de sacar de todas estas observaciones las mismas conclusiones que Volney y Dupuis”. Sin embargo, la postura únicamente cristiana no le es menos ajena. Justo antes de la frase que acabamos de citar están las siguientes líneas: “¿Qué no se trata siempre de la Madre santa, que tiene a su hijo entre los brazos, salvador y mediador […]? Isis no sólo tiene al niño entre los brazos, o la cruz en la mano como la Virgen: están consagradas al mismo signo zodiacal, la luna está bajo sus pies, el mismo nimbo brilla alrededor de su cabeza”, etc.³⁸ Y, más adelante, después de una alusión al culto de Deméter y a los misterios de Eleusis: “¿No es cierto acaso que deben reunirse todas estas formas distintas de una misma idea, y que esta fue siempre una admirable idea teológica, presentar la adoración de los hombres a una Madre divina cuyo hijo es la esperanza del mundo?”³ El voto de Nerval es, como vemos, reconciliar y hacer convivir paganismo y cristianismo. No ignora la inconsistencia de ese voto; la señala no sin humor: “Hijo de un siglo escéptico más que incrédulo, oscilando entre dos educaciones opuestas, la de la Revolución, que negaba todo, y la de la reacción social, que tiene la intención de volver al conjunto de las creencias cristianas, ¿me veré inclinado a creer en todo, como nuestros padres los filósofos se habían visto inclinados a negar todo?” Lee Les Ruines [Las ruinas], de Volney, y de cara a esta destrucción, pieza por pieza, de “todo el conjunto de las tradiciones religiosas del género humano”, se ve tentado a buscar socorro en la fe tradicional: “Así moría —escribe después de su lectura—, bajo el esfuerzo de la razón moderna, el propio Cristo, el último de los reveladores, quien, en nombre de una razón superior, había despoblado los cielos de antaño. ¡Oh, naturaleza! ¡Oh, madre eterna! ¿En verdad era ésta la suerte que le esperaba al último de tus hijos de naturaleza divina?”⁴ Así pues, ¿tendremos que aceptar, al rechazar “todo prestigio”, el hecho de encontrarnos, sin remedio alguno, “cara a cara con la imagen de la muerte? […] Si el derrumbe sucesivo de las creencias tenía esta consecuencia, ¿no sería más consolador caer en el exceso contrario e intentar hacerse de las ilusiones de antaño?”⁴¹ ¿Pero qué apoyo puede ser aquello que

sólo podemos llamar prestigios o ilusiones? Cómo volver al cristianismo cuando la tentación pagana es tan fuerte, cuando escribíase, a propósito de un discurso que Apuleyo pone en boca de Isis: “En verdad, si el paganismo siempre hubiera manifestado una concepción tan pura de la divinidad, los principios religiosos tomados de la antigua tierra de Egipto todavía prevalecerían, de acuerdo con este modelo, sobre la civilización moderna”.⁴² En efecto, el paganismo se promociona menos por la pureza de sus conceptos que por un poder de seducción que el cristianismo no puede erradicar. Mientras que la religión de Cristo se ve desmejorada, el culto a los dioses antiguos, pese a haber sido abandonado durante muchos años, sobrevive en la memoria y en el corazón de los hombres, y puede hacer que su hermano menor, moribundo, aproveche su privilegio de vitalidad. Su superioridad es evidente, en el plano de lo femenino como divinidad: y Nerval siente más simpatía por una madre que socorre y da vida que por un padre que da órdenes.⁴³ Sobre todo, la religión de los modernos está muriendo; y es preciso que todas las creencias de los hombres sean válidas para que las nuestras no sean desmentidas. De ahí el carácter necesariamente sincrético del comportamiento de Nerval, que considera semejantes y comunes todas las religiones. Sin embargo, ¿cómo es que esta resurrección universal de los dioses, confiéseselo o no Nerval, podría tener lugar si no a través del recuerdo que vence el tiempo —reflejo y eco moderno de la fe, más que fe propiamente dicha—? De ahí el tono melancólico de la empresa y su acento particular, menos religioso que poético.

La religión y el Siglo de las Luces

Nerval nunca deja de referirse a sí mismo como hijo de una época incrédula, sin nunca abjurar de su parentela, llegando a manifestar incluso un respeto filial para esa parte de su pensamiento: piensa en el siglo XVIII, y sobre todo en la religión de ese siglo, que es la más cercana a él; piensa en ese racionalismo sensible, propenso a las quimeras y al contagio del iluminismo, que antecedió y siguió a la Revolución. No que renegara del alma misma de las Luces; más bien elogia el cometido de los escritores del siglo XVIII, por dar gloria a la literatura francesa y por “asumir su providencial deber y haber preparado el porvenir del mundo”.⁴⁴ Sin embargo, cuenta con una forma particular de continuar con el siglo. Mucho habló de su tío Boucher, que vivía en Mortefontaine, en Valois, y con quien pasó una parte de su infancia.⁴⁵ En el desván de su casa afirma haber encontrado una masa de libros sobre misticismo; es decir, según el vocabulario de la época, sobre iluminismo teosófico. Su tío profesaba, según nos dice, un “deísmo moderado”,⁴ esto es, moderado con creencias menos filosóficas estrictamente hablando; incluso, como lo dijo en otra parte, “impregnado de las ideas de Voltaire”.⁴⁷ El tío reaparece en Aurélie: coleccionaba hallazgos de arqueología pagana local, veneración que compartía con su sobrino nieto, y que impresionaban al niño más que las pobres imágenes y las estatuas informes de la iglesia del lugar. “Avergonzado —nos dice— entre los símbolos diversos, le pregunté un día a mi tío qué era Dios. Dios, me dijo, es el sol. Era el pensamiento íntimo de un hombre que había vivido como cristiano toda su vida, pero que había pasado por la Revolución, y era de una comarca en la que muchos tenían la misma idea de la divinidad.”⁴⁸ Este tío afecto a Voltaire, “místico”, deísta moderado, pagano y cristiano, en verdad hizo a su sobrino a su imagen, a menos que el sobrino no lo haya reinventado a imagen suya.⁴ La alusión a la “comarca” del tío, a ese Valois, si nos atenemos a Nerval, compartía el eclecticismo religioso de Antoine Bucher, se vuelve un poco escéptica. La región de Valois es, para Nerval, el lugar que se quiere una suerte de región natal, de tradición propia, tradición ancestral ininterrumpida, que aún pervive, y que exige reanudarse.⁵ Sin embargo, la región de Valois, sitio privilegiado de su yo y de su memoria, se encuentra, cada vez más, en el centro

de su pensamiento, pensamiento que es, en tanto que filosofía de la religión, universal en su objeto. En Francia, por ejemplo, en toda Francia, lo que el cristianismo destruyó nunca murió del todo, gracias a lo cual el cristianismo, amenazado, podría sobrevivir aceptando una ley común, y basándose en una creencia distinta de la que pretende imponer. Por lo demás, la Iglesia debió transigir siempre: “El respeto de los pueblos —escribe— a ciertos lugares sagrados, a las ruinas de templos y a los restos de las estatuas, obligó a los sacerdotes cristianos a construir las iglesias sobre los antiguos monumentos paganos”.⁵¹ Habla con satisfacción de los vestigios de los antiguos cultos que sobreviven en el seno del cristianismo europeo y las modificaciones que ha sufrido el credo dogmático desde el Renacimiento: así, el hecho de que el siglo XVIII de los eclesiásticos se hubiera visto obligado a tomar en cuenta a los dioses paganos como “espíritus elementales” dotados de existencia real,⁵² y que hayan nacido doctrinas, a menudo toleradas, que sostuvieran “cierto espíritu místico o sobrenatural necesario a las imaginaciones soñadoras y delicadas, como en algunos sectores más dispuestos que otros a las ideas espiritualistas”.⁵³ Para Nerval, todo parece apropiado para establecer una flexibilidad fraternal entre las religiones: los sincretismos de la Antigüedad, el neoplatonismo del Renacimiento, la tradición pitagórica o la herejía de los drusos; pero su apoyo más cercano y su fuente más natural están en el siglo XVIII, tal y como lo ve y le guarda aprecio. Aquí fue donde encontró a Quintus Aucler, a quien tanto leyera, y a quien comentara con tanta afinidad:⁵⁴ doctrinario, durante el Directorio, del paganismo antiguo, de las divinidades intermedias y de los astros-dioses, al mismo tiempo que admirador de san Martín y adepto de una teosofía de la caída y de la regeneración; creía en una Trinidad del Ser, de su Esposa y del Verbo, la efusión provenía del Ser en la “venerable Madre y receptáculo de todas las ideas de las cosas […] gran diosa, madre infalible” a través del intermediario del Verbo o Palas.⁵⁵ Esta tríada, una de las innombrables trinidades heréticas de la época, y de manera general la teología de Quintus, interesaba menos a Nerval en sí misma que como un síntoma del movimiento general que, desde el Renacimiento, sacude la religión de Cristo y su Iglesia.⁵ Aunque citando largos fragmentos de La Thréicie, habla sobre todo por su cuenta. Lo que quiere es salvar el principio de todo credo. No tiene la intención de deshacerse de Cristo o de la Virgen, sino que sobrevivan a sí mismos —dice — como “expresión suprema de la alianza antigua del cielo y de la tierra”. El árbol religioso acaba de ser cortado por completo, corazón, corteza y follaje —“y todo fue arrojado a las tinieblas como higuera inútil; mas, destruido el objeto, le sobrevive el lugar, todavía sagrado para muchos hombres”—.⁵⁷ Este

lugar vacío que ocupaba el árbol, y que por ningún motivo debe faltar, es la imagen que está en el corazón de los sueños teológicos de Nerval. Pero ¿cómo reemplazar ese espacio? “Quintus Aucler —observa Nerval— recomienda a los neopaganos cierta tolerancia especial para con los creyentes de Yaco-Jesús, más conocido en Francia con el nombre de Cristo.”⁵⁸ Acepta este precepto de tolerancia, que previene todo odio. Sin embargo, su postura es más profunda: si Jesús y Yaco⁵ son reconocidos como el mismo dios, ¿no renacerían ambos, uno siendo salvador del otro?

La fe de Nerval

Dicho esto, es obligación preguntarnos sobre la exacta naturaleza del credo en Nerval. Esta adopción de todos los dioses, en todo su fervor, ¿es una fe o un deseo universal de socorro, antesala de la certidumbre, permanente cuarto de espera, en el que nadie acude a nuestro llamado y que nos obstinamos en no abandonar? Por más sensibles que seamos no podemos, al leer a Nerval, ante la magia del recuerdo, evitar preguntarnos qué socorro podrían proveer los dioses del paganismo a las almas ávidas de fe durante el régimen de Luis Felipe. El cristianismo aún estaba vivo, pese a que su crédito se hubiese visto severamente disminuido. ¿Por qué celebrar de antemano, como fuente de sosiego, la fábula ha muchos siglos divorciada de toda creencia, sino porque todo lo que siempre habíamos llamado religión (referencia a un sentimiento agente de lo sobrenatural, de los cultos, de los ritos, de las plegarias, sentimiento de lo sagrado y del posible sacrilegio), y que el cristianismo sostenía, había dejado de ser aceptado? ¿En verdad era posible desear lo que ya no era aceptado? Tal enfermedad no quiere declararse. Cuando Nerval concede razón a Boileau en que “la fe de los cristianos no debe tomar prestados sus ornamentos a la poesía”, puesto que, dice, “en efecto, toda religión que cae en manos de los poetas pronto se desnaturaliza y pierde su poder sobre las almas”, ¹¿no se da cuenta de que su propia predicación del sincretismo puede pasar por una empresa poética? El romanticismo busca en vano poner en el mismo cajón poesía y religión, se enreda en este respecto, y es uno de los lugares por donde entra el desencanto. Sabemos qué ascendiente tuvo en Nerval, incluso si este paladín de la fantasía no se declara vencido fácilmente. “Me pregunto —escribe en 1844— por qué habría de ser tan ridículo pensar que espíritus ardientes intentarían, de ser necesario, resucitar de las ruinas el viejo credo del politeísmo, que fue el de nuestros antepasados y de las épocas más ilustres de la humanidad.” ² Nerval comprende esta sugerencia, disfrazada con la forma de un “¿por qué no?”, en todas las variantes del iluminismo, de magia, alquimia, en todos los credos ocultos o exóticos. Sin embargo ¿cómo ignorar el humor con el que, a menudo, trata a algunas doctrinas o leyendas a las que finge dar crédito? ³ El uso que hace de los signos cabalísticos o alusiones a la alquimia

muestra más un desvío de la imaginación que ideas o convicciones reales. Y cuando vemos que esa disposición de su espíritu multiplica sus efectos en las épocas de inestabilidad mental, pensaríamos, con no poca arbitrariedad, que la sinrazón devela el fondo de su pensamiento, que ya no fecunda, a decir verdad, su fantasía. Todo alegato de obediencia masónica tampoco hay que tomárselo en serio. ⁴ Nerval acoge con entusiasmo toda ocasión de aventurarse a creer, de errar alegre y de perderse en las fronteras de las creencias. Es necesario saberlo para evitar atribuirle una doctrina o un credo demasiado estrictos. No hay que otorgar a las simpatías o tentaciones ocultistas, cuando se está en busca del sentido de su obra, un lugar más grande que aquel que Nerval le ha dado. ⁵ Él mismo describe su actitud fundamental cuando dice: “Sí, me sentí pagano en Grecia, musulmán en Egipto, panteísta entre los drusos, y devoto en los mares de los dioses-astros de Caldea”. Un credo no es suficiente para él, necesita de una multitud. Théophile Gautier nos dice que, cuando se le hacía el reproche de no tener religión, respondía: “¡Que no tengo religión! ¡Tengo diecisiete… al menos!” ⁷ Ante un “¿por qué no?” todos los credos son válidos. Por ejemplo, a propósito de la sorprendente teología de los drusos: “¿Tenemos derecho de pensar que no son más que tonterías? A decir verdad, no hay ninguna religión moderna que no implique conceptos parecidos”. ⁸ O también, a propósito de la mitología de las pirámides, los ídolos que encierran y los espíritus relacionados con esos ídolos: “¿Acaso todo esto es más extraordinario que tantos sucesos naturales que nos es imposible explicar?” Nerval busca, en suma, una verdad tan independiente del dogma como de la ciencia positiva. Una búsqueda de este género, sea dicho, no le es propia. Comenzó mucho antes de él, se fue constituyendo incansablemente durante 150 años, bajo formas distintas: los espíritus positivos la califican de superstición renovada; los religiosos, según el grado de benevolencia, ya de herejía, ya de confusa aspiración al cielo; los humanistas ven en ella la señal del deseo, uno de los componentes modernos del espíritu de la poesía, y nada más.

VIII. Nerval como mitólogo: la fábula cainita

El Romanticismo francés abunda en narraciones míticas o simbólicas cuyo conjunto integra, por así decirlo, la fábula sagrada de la religión romántica. Nerval también se entregó, a su manera, a este género, en prosa y en verso.

Historia de la reina de la mañana El extenso relato que publicó en 1850 con el título Histoire de la reine du Matin et de Soliman, prince des génies [Historia de la reina de la mañana y de Solimán, príncipe de los genios],¹ y que dice haber escuchado de la boca de un relator en un café de Constantinopla es, como en la mayoría de los mitos románticos, el tendencioso remanente de un episodio bíblico, con un sentido completamente nuevo, y además, inscrito entre leyendas de origen oriental. El tema interesaba a Nerval desde hacía mucho tiempo, puesto que ya tenía planeado desde 1836 escribir una ópera sobre la reina de Saba, si nos atenemos a los folletines de La Bohème galante y Les Petits châteaux de Bohemia: en 1852 Gérard recuerda la emoción que causaba en él, en su juventud, la reina legendaria.² Según se nos dice, pintaba a la reina de Saba en los muros de la clínica del doctor Blanche en Montmartre.³ El cuaderno de notas de 1843, entonces titulado Cuaderno del Viaje a Oriente, o Cuaderno de El Cairo, ofrece varias pruebas de que Nerval estaba interesado en esta historia, que pensaba escribirla, y en sus personajes; la reina también está presente en Aurélie.⁴ La Histoire tiene como punto de partida la visita que, según la Biblia, una reina de Arabia hizo al rey Salomón, rey de Israel.⁵ La narración bíblica es breve y tiende, principalmente, pues viene después de los capítulos consagrados a la construcción del Templo, a exaltar aún más el prestigio de Salomón, los alcances de su renombre que ocasionan que la reina desee visitarlo, como su magnificencia como anfitrión y la agudeza de su sabiduría, que llenan a la reina de admiración. El episodio forma parte, por así decirlo, de la leyenda de la gloria de Salomón, y no tiene ningún otro significado en el texto bíblico. En realidad, fue fuera de la Biblia en que el encuentro de Salomón y de la reina se convirtió en una leyenda de amor y fantasía, sobre todo en la tradición árabe. Nerval se

apegó en muchos aspectos a esta tradición, sobre todo en lo que concierne a los atributos mágicos de la reina; también tomó la idea de su mitología preadamita y cainita.⁷ No obstante, lo más original del relato de Nerval radica en la postura hostil que asume hacia el Dios de la Biblia⁸ y al rey de Israel, su representante en la tierra, dibujándolo como un hombre vulgar, vanidoso, cerrado a su religión, burdo y epicúreo en su moral. Si bien Nerval celebra la belleza y los poderes sobrenaturales de la reina, parece estar menos preocupado en exaltarla que en rebajar, a través de ella, el prestigio del rey, y el del Dios hebreo de quien es instrumento. Esta heterodoxa reformulación del episodio bíblico es, por así decirlo, su revés.¹ Balkis,¹¹ en vez de sublimarse a través de la figura de Solimán, se muestra, en todo momento, superior a él, mortificándolo sin cesar.¹² Dicho aspecto del texto traduce evidentemente una intención antimonoteísta de Nerval, que nace desde el fondo de sus sentimientos e ideas. Esta manera de servirse de préstamos para después integrarlos en una obra completamente personal, está expresada con especial notoriedad en su personaje principal, cuya figura contrapone a Salomón, y que conquista el amor de la reina y es el arquitecto del Templo. Dio con él en las tradiciones masónicas, en donde ocupaba un lugar de primera importancia como adorador del Gran Arquitecto del Universo y supuesto iniciador de la francmasonería: la leyenda decía que había muerto asesinado por tres obreros perversos, y en las ceremonias masónicas solía representarse la escena de su muerte de manera simbólica. El origen de esta leyenda es especialmente enigmático; la Biblia no habla de ningún asesinato acaecido durante la construcción. Nerval abrazó la alegría de poder adoptar una figura tan ilustre para usarla como contraposición al personaje del triste Salomón y favorecer a las prestigiosas tradiciones masónicas por encima de las hebraicas. Sin embargo, el nombre que le da al personaje es un problema: lo llama Adoniram, en vez de Hiram, como se llama entre los francmasones y que fue tomado de la Biblia: el nombre de un artista de la herrería de bronce que Salomón envía a Tiro para que lleve a cabo lo que, en el Templo, se convirtió en su especialidad y quien, en efecto, se aboca a esta tarea.¹³ ¿Por qué Adoniram? Este nombre se aplica en la Biblia a un personaje completamente distinto, que según se dice también participó en la construcción del Templo: era el encargado de un grupo de 30 000 trabajadores destinados a conseguir madera de Líbano para su construcción.¹⁴ Si Nerval tomó la decisión de remitirse a esta fuente y adoptar este nombre fue porque tenía en mente algo más: un relato antijehová, una perspectiva completamente humanitaria de la historia y del porvenir, en que los obreros habrían de constituir su fuerza.¹⁵

La Histoire de la reine du Matin desde un inicio posiciona a Adoniram como un personaje de una importancia incomparablemente superior a la de Salomón. Desprecia la magnificencia banal del rey y hasta el Templo, pese a que sea grandioso y sea él su arquitecto, pues considera que es una obra menor, como le cuadra a una humanidad mezquina: “Cuanto más avanzaba la obra, más evidente le parecía la debilidad de los humanos […] Adoniram soñaba con obras gigantescas; su mente, crepitante como hoguera, engendraba sublimes monstruosidades”. No conocemos ni el origen ni la raza de este personaje misterioso, misántropo y “como extraño y solitario dentro del linaje de los hijos de Adán”.¹ La facultad de una imaginación sobrehumana le infunde desprecio en tanto que artista hacia la imitación de la naturaleza común. Le reprocha a su discípulo Benoni no ir en busca de “formas desconocidas, seres innominados, encarnaciones que han hecho al hombre ceder, terribles apareamientos, figuras capaces de prodigar respeto, alegría, estupor y pavor”.¹⁷ Explica a la reina y a Solimán cómo descubrió, en unas ruinas en las depresiones del Líbano, en las entrañas de la roca

legiones de figuras colosales, variadas y cuyo aspecto [dice] me infundió un terror embriagante; hombres, gigantes desaparecidos de nuestro mundo, animales simbólicos de especies extintas; en una palabra, todo aquello que la imaginación delirante y la ensoñación se atreverían acaso a concebir su magnificencia […] Fue ahí que recibí el oficio de mi arte, entre esas maravillas del genio primitivo.¹⁸

Dicha imaginación y dicha estética primitivista, en su manifestación colosal, son de frecuente tentación durante el romanticismo y sus postrimerías; sin embargo, aquí poseen un significado particular, que algunas de las alusiones a propósito del origen secreto del personaje vuelven perceptible desde el inicio. Extraño, como ya vimos, a los hombres que lo rodean, Adoniram tiene una ascendencia distinta: “¿Sabes —pregunta a su discípulo— qué hicieron otrora los hijos de Enoc? Una obra sin nombre… que asustó al Creador: hizo temblar la tierra y la derribó, y con los materiales que quedaron fue construida Babilonia”.¹ Se refiere, claro está, a la torre de Babel, que es el nombre hebraico de Babilonia; las Escrituras la sitúan sobre el emplazamiento de la célebre torre.²

No obstante, en la Biblia la torre de Babel no aparece en la narración sino hasta varias generaciones después del diluvio que ahogó a la raza de Caín y de su hijo Enoc. Nerval, al atribuir la construcción de la torre a los “hijos de Enoc”, presupone lo contrario, que el linaje cainita sobrevivió al diluvio: toda la narración y su pensamiento implican esta supervivencia. Ya veremos cómo la conforma. Así pues, una raza temible, a través de los siglos, estuvo, y sigue estando, en guerra con Adonai; cuando Adoniram exalta los monumentos de este linaje cainita, blasfema abiertamente del Dios de Israel: “Obstinados en sus invenciones, podían gritar a aquel que lo creó todo: ‘Estos seres de granito, no te son predecibles y no puedes darles vida’ ”. Y pone a toda la generación de su tiempo al triste nivel de su Dios: “El múltiple Dios de la naturaleza²¹ los ha sometido a su yugo: la materia los limita; su genialidad degenerada se ve sometida a las vulgaridades de la forma; el arte está perdido”.²² Resulta comprensible la reacción de Benoni, quien ve en su amo un “genio rebelde” y sugiere: “Tu mente siempre sueña lo imposible”.²³ También nos resulta comprensible que Salomón apenas escucha a Adoniram rememorar con entusiasmo las “efigies terribles y grandiosas del mundo antiguo”, se alza descontento: “Más de una vez —observa— ya más de una vez, amo, he reprendido una tendencia idólatra en usted, ese culto ferviente a los monumentos de una teogonía impura”.²⁴ La reina, incómoda desde que Adoniram se presenta y le dirige la palabra, dice tener el deseo de pasar revista a su “milicia artística”, es decir, a sus obreros. Adoniram lanza una señal masónica y sus 100 000 hombres dispersos en la gran muchedumbre comienzan a movilizarse, se agrupan según su grado y oficio, y desfilan frente a ella. Se aclama a la reina; el rey siente inquietud: “La existencia del pueblo le era revelada al sabio Solimán”,²⁵ escribe Nerval, señalando el significado del episodio. Adoniram es entonces, al mismo tiempo que un artista prometeico y un pensador herético, el aclamado líder de un pueblo venidero, portador del progreso de la industria humana. El rey no es amigo de ese progreso: cuando la reina elogia los trabajos de irrigación de su país, el rey responde que “no hay que tentar a Dios ni corregir sus obras”. La reina a su vez le responde que

esa máxima proviene de vuestra religión, aminorada por las sombrías doctrinas de vuestros sacerdotes. Buscan no menos que² inmovilizarlo todo, mantener a la sociedad en un estado infantil y a la independencia humana bajo su tutela […]

¡Oh, rey, los prejuicios de vuestro culto serán un día un obstáculo para el progreso de las ciencias, el impulso de la genialidad, y cuando los hombres se hayan encogido, harán a Dios a su medida, y terminarán por negarlo.²⁷

A todo esto se enfrenta, claro está, el sacerdote judío de la época de Salomón, pero también, por herencia, la Iglesia católica del siglo XIX, en tanto que enemiga de la ciencia moderna y del progreso.²⁸ Ahora ya están bien establecidos los valores que se contrastan en el relato, con su significado negativo y positivo, y que vienen a ser su esencia. La reina, como acabamos de ver, simpatiza con el lado bueno. Sin embargo, Solimán, sirviéndose de tretas, consigue sacarle un semiconsentimiento para casarse; y poco después Adoniram comete un grave error. Al iniciar su obra maestra, la fuente de un extraordinario estanque metálico, un “mar de bronce” colado de un tirón en una base cavada en la meseta de Sión,² la reina, encantada, lo saluda llamándolo “la divinidad del fuego”;³ pero una explosión catastrófica lo hace perder crédito, pues fue perpetuada por tres obreros rebeldes, que Solimán solapa; ante el desastre, Balkis concuerda con el rey en condenar a Adoniram: “La vanidad que inmola tantas víctimas —dice— es criminal”.³¹ Adoniram, que ama apasionadamente a la reina, se lamenta en su dolor. Las cosas estarían peor de no ser porque Nerval hace uso de un recurso sobrenatural para salvar la situación: una aparición colosal que tiene lugar entre las llamas, un fantasma que se le acerca y lo llama por su nombre, lo incita y le pide que lo siga. El espíritu dice ser “la sombra del padre de tus padres, el ancestro de aquellos que trabajan y que sufren […] Tu ancestro, hombre… artista, tu amo y tu patrón: fui Tubal-Kaín”.³² Por lo tanto, Adoniram es descendiente de Caín: ése es el increíble secreto de su origen. Da inicio entonces, bajo la dirección de su ancestro, un fabuloso viaje por las profundidades de la tierra, al núcleo mismo del calor y del fuego, justo donde se perpetúa la raza de Caín, donde habita, alrededor del palacio de Enoc,³³ un pueblo entero entre el estrépito de los metales y los fantásticos vapores de su fuente: “Aquí reina —dice el ancestro de Adoniram— como único soberano el linaje de Kaín. Bajo estas fortalezas de granito, en medio de las cavernas inaccesibles, por fin encontramos la libertad. Hasta aquí no llega la tiranía celosa de Adonai, aquí es que podemos, sin correr el riesgo de morir, alimentarnos con las frutas del árbol de la ciencia”.³⁴ La raza de Caín no cedió a las prohibiciones oscurantistas del Edén; se alimenta con el fruto del árbol de la ciencia. Éste es

uno de los principios, dentro de la herejía humanitaria, de la restitución del ángel rebelde, cuyo ejemplo sigue Caín. Baudelaire, después de Nerval, retomaría este tema.³⁵ La ciencia, la intensidad de sentimiento y pensamiento, la fuerza vital, la abundantísima fuerza emancipadora y creadora, son uno solo en el espíritu de Nerval, y el fuego es su símbolo y su fuente común: fantasma propio de Gérard, antigua metáfora de una existencia vívida y terrible, también rememoración de Prometeo robando el fuego, enfrentándose a un dios injusto. La raza de Caín, por así decirlo, ostenta el fuego divino por derecho de origen. La explicación de que el linaje de Caín pueda vivir y trabajar bajo la temperatura subterránea, el doble de caliente que la de los hornos en que Adoniram fundió la fuente, se debe, como lo explica Tubalcaín, a que “esa temperatura es la temperatura normal de las almas que fueron extraídas del elemento del fuego”.³ Es gracias a su linaje que la raza de Caín, aunque maldita, mantiene el calor debajo de la tierra y transmite un poco a la raza de Adán, petrificada de tierra y abandonada al frío. El mismo Caín, habiendo sobrevivido debajo de la tierra junto a sus descendientes, toma la palabra para explicar de dónde proviene su raza: “Eva fue mi madre; Iblis, el ángel de luz, sacó de su pecho la chispa que dio vida y que regeneró a mi raza; Adán, petrificado en barro y poseedor de un alma cautiva, Adán me alimentó. Hijo de los Elohim, amaba ese esbozo de Adonai, y puse al servicio de hombres ignorantes y débiles el espíritu de los genios que habitan en mí”.³⁷ Iblis es el nombre árabe de Lucifer-Satán. Caín, por lo tanto, era hijo del ángel rebelde, espíritus de fuego anteriores al nacimiento de Adán, el cual sólo fue el padre que alimentó a Caín. Se queja de no haber recibido amor, ni de Adán ni de su madre, y de haber sufrido que se haya preferido a Abel; incluso Dios rechaza sus ofrendas y acepta las de Abel:³⁸ “De esta manera —prosigue Caín— este Dios celoso siempre ha rechazado el genio inventivo y fecundo, y le ha dado a los espíritus vulgares el poder y el derecho de oprimir³ […] De ahí nace la primera lucha entre los djinn o hijos de Elohim, salidos del elemento fuego, contra los hijos de Adonai, engendrados del barro”.⁴ Por ende, Caín mata a su hermano. “Para enmendar mi crimen —dice— me volví benevolente con los hijos de Adán. A nuestra raza, superior a la suya, le deben todas las artes, la industria y los elementos de la ciencia. ¡Esfuerzos vanos! Instruyéndolos, los hicimos libres… Adonai nunca me perdonó.”⁴¹ Tubalcaín vuelve a tomar la palabra para levantar el ánimo de Adoniram y para contarle cómo la raza de Caín sobrevivió al diluvio. Mientras que Jehová acumulaba el agua en la reservas del cielo, Tubalcaín pidió auxilio al fuego, para

que abriera las galerías subterráneas donde se refugió su raza, no antes de haber cimentado las salidas, donde logró sobrevivir. Después del diluvio, algunos subieron a la tierra en ruinas, y vivieron ahí ocasionalmente. Como hizo el hijo de Tubalcaín, que fuera amado por la mujer de Cam, hijo de Noé. Pese a que, en apariencia, se trate de un linaje adamita, de esta pareja nació un nuevo linaje, de Satán y Caín, y Adoniram se da cuenta de que él mismo proviene de ese linaje.⁴² Dicho hijo de Tubalcaín, que interviene a su vez, le afirma a Adoniram, descendiente suyo, cuál es la suerte que Adonai ha deparado para él en la tierra.⁴³ Resulta de esta confesión que el linaje de los descendientes de Caín que se perpetúa en nuestro mundo es el de las almas superiores, pensadores, poetas y sabios, tal y como lo cree, en su excelencia y en sus experiencias, el humanitarismo romántico:

Tus descendientes nacerán débiles, decidió Adonai; su vida será breve; aislarse será su partición. En su seno, el alma de los genios conservará su chispa preciosa, y su grandeza será su suplicio. Superiores a los hombres, serán sus benefactores y se convertirán en objeto de su desdén; sus tumbas serán honradas solas. Incomprendidos durante su paso en la Tierra, llevarán el amargo sentimiento de su fuerza, y la usarán para la gloria del prójimo. Sensibles a los infortunios de la humanidad, intentarán prevenirlos, sin hacerse escuchar. Sometidos a fuerzas mediocres y viles, fracasarán en alcanzar a despreciables tiranos. Superiores en espíritu, serán el juguete de la opulencia y de la feliz estupidez. Constituirán la reputación de los pueblos y durante su vida no participarán de ella. Gigantes de la inteligencia, antorchas del saber, órganos del progreso, luz de las artes, instrumentos de la libertad, serán esclavos, rechazados, solitarios […] Alimentarán la esperanza, tantas veces decepcionada, tantas veces retomada, y cuanto más trabajen con el sudor de su frente, más ingratos serán los hombres.⁴⁴

Sin embargo, Tubalcaín, al mismo tiempo que desmiente al oráculo de Adonai, profetiza a Adoniram un triunfo final: “Nacerá de ti una cepa de reyes que restaurarán sobre la tierra, de cara a Jehová, el despreciado culto del fuego, elemento sagrado. Cuando ya no estés en la tierra, la infatigable milicia de obreros se unirá en tu nombre, y la falange de los trabajadores, de los

pensadores, un día abatirá el ciego poderío de los reyes, a esos despóticos ministros de Adonai. Anda, hijo mío, y cumple tu destino…”⁴⁵ Adoniram vuelve a la tierra. Bajo la inspiración y con ayuda de Tubalcaín, consigue reparar el estanque de bronce y recupera su reputación. A continuación se narra la reconciliación y la unión entre Adoniram y Balkis. Se nos dice que la propia reina también desciende de Tubalcaín a través de Nemrod, y que lleva consigo, por sus ancestros, la abubilla mágica que la acompaña y el poder que ejerce sobre las aves del cielo. De este origen común viene la invisible atracción entre Adoniram y ella. No obstante, Nerval sabía que, al escoger a su protagonista, un final feliz no era posible, en una tradición masónica que gozaba de demasiado prestigio moría asesinado el arquitecto del Templo. Quizá sólo lo escogió como protagonista porque tenía la intención de asignarle esta muerte: los tres obreros que cometen el crimen aparecen pronto en el relato y llevan su plan hasta el final; mientras que Balkis, tras haber terminado con Solimán, huye a su reino; Adoniram muere antes de poder reunirse con ella. De suerte que una amplia construcción bíblico-humanitaria desemboca, a contracorriente, en un desenlace siniestro. La Histoire de la reine du Matin es, en la obra de Nerval, una creación única. Poniendo en práctica una facultad de síntesis tan rara en él, combinó la leyenda bíblica, las tradiciones masónicas, los datos del ocultismo y las distintas versiones orientales, a las que se refiere constantemente en sus notas y a las que combina y modifica a su antojo, las posturas teomitológicas y la escatología del humanitarismo contemporáneo. El conjunto, aunque fuertemente sustentado en móviles personales, como es inevitable, manifiesta una intención de predicación objetiva: Nerval, en este texto, buscó proponerle a su lector una definición de la historia y del destino de la humanidad, como corresponde a una profunda vocación romántica, que el desencanto jamás apagaría por completo. Lo que sorprende, en primera instancia, tiene que ver con el drama de la falta y el castigo: al respecto, todo el humanitarismo recrea la versión bíblica disculpando o justificando más o menos al culpable a expensas del Dios que castiga, pero sin llegar a una franca acusación de Dios y buscando una reconciliación, cosa que no encontramos en Nerval. Llevando este problema hasta Caín, y no a Satán como se acostumbraba casi siempre, estaba obligado a exigir la absolución de un crimen. Reivindicación radical, pero también, por ende, insostenible. Ahora bien, exigir lo que no puede ser concedido, ¿no es señal de poca fe? Caín, en su espíritu ¿no encarna lo irremediable?

Esta impresión tiene su contrapeso para el lector en la importancia que procuró darle, bajo una invocación masónica, al trabajo industrial y al pueblo obrero.⁴ La esperanza y las visiones sobre el futuro al respecto siempre persistieron, como sabemos, en Nerval, siempre fáciles a revivirse; pero, sobre todo a finales de junio de 1848, no era más que lo que había sobrevivido en él. Podría sorprendernos que en este lado del proletario no haya glorificado a la mujer, otra de las construcciones fundamentales del humanitarismo. De hecho, la maravillosa reina de la mañana está, en esta historia, muy alejada de su equivalente masculino: decidió abandonar a Adoniram en un momento crítico, y su prestigio está más ligado a su belleza y a ciertos privilegios mágicos que a virtudes eminentes. Quizá se deba a que cedió, en representación de la pareja Adoniram-Balkis, a la imagen del trabajador-artista de origen oscuro, que subyuga y convierte a una dama aristócrata. Muy al contrario, exaltó, con un pie en la igualdad entre el hombre de acción y de trabajo, y como de la misma raza que él, al representante moderno del pensamiento especulativo, poeta, pensador, artista: unió los dos tipos en Adoniram; los confundió en todo el linaje cainita antiguo y futuro, a saber de todo el humanitarismo que celebra la unión entre trabajadores e intelectuales. Aún queda algo por decir del extraordinario origen de Adoniram. Proviene, como ya vimos, de un linaje descendiente por entero de Cam, hijo de Noé, y por Noé de Seth, hijo de Adán, y por tanto de Adán; por ende es, al parecer, un “hijo del limo”; pero en realidad su linaje fue tergiversado, a la altura de Cam, por el adulterio de su mujer con el hijo de Tubalcaín; así Tubalcaín desciende en realidad ya no de Cam, sino de esta rama adúltera. Por otra parte, el hijo de Tubalcaín, iniciador de dicha rama, y el mismo Tubalcaín, hijo de Caín, no le deben nada a Adán: Caín nació del adulterio entre Satán y Eva. Por la gracia de dos adulterios, que intervinieron, el primero en el origen, el segundo en el transcurso del linaje, en Adoniram hay más del fuego de los Elohim que del limo de Adonai. Tan singular fábula, que postula la sobrehumanidad de un personaje tan querido para Nerval, no puede no hacernos pensar en la delirante pretensión que hemos percibido en él: aquella que lo hace descendiente no del doctor Labrunie, sino de un personaje ilustre que se unió clandestinamente a su madre. Si la participación del fuego es el privilegio resultante de este nacimiento secreto, es porque dicho remedio mítico responde muy bien a la búsqueda ansiosa de vitalidad y de fuerza que obsesionó a Nerval, y en general, a todo el romanticismo desencantado.⁴⁷ Probablemente sea difícil definir mejor la Histoire de la reine du Matin que como una vasta celebración del “fuego vital” contra la opresión de Dios y de los suyos.⁴⁸

Una vez señalado esto, resulta conveniente hacer hincapié en la resonancia, más bien sombría, de esta fábula, hasta en las páginas más gloriosas. El hecho de que Caín sea el patrón de su protagonista descarta cualquier tono triunfal. Una vez muerto Adoniram, Adonai se lo lleva y Balkis se retira a su oscuro reino. La profecía de un futuro reparador es tanto más incierta cuanto la misión de los pensadores se proclama, en una página muy sentida, bajo el auspicio del desafío y el dolor. Sabemos que Nerval estaba desilusionado a partir de las secuelas de 1830; ¿habría que sumar a la influencia de 1848 la optimista veleidad que de cierta manera manifiesta la Histoire de la reine du Matin? Quizá, pero con una esperanza apenas pronunciada, débil y distante, tal y como había llegado a ser en la Francia de la Segunda República.⁴

Antéros En un soneto de Les Chimeres,⁵ un personaje que se expresa en primera persona encarna el resentimiento contra el “dios vencedor”, claramente Jehová. ¿Qué relación existe entre el contenido y el título del soneto? Parece que “Antéros” debe tomarse como el dios del amor despreciado, vengador de ese desprecio;⁵¹ el odio hacia Jehová nace por tanto del desprecio con que respondió a un homenaje: ya vimos, en la Histoire de la reine du Matin, cómo Caín se lamenta de que Dios no haya querido recibir su ofrenda. El soneto, sin embargo, inicialmente no se dirige a Caín:

Tu demandes pourquoi j’ai tant de rage au cœur Et sur un col flexible une tête indomptée;⁵² C’est que je suis issu de la race d’Antée⁵³ Je retourne les dards contre le dieu vainqueur.

[Me preguntas por qué tengo tanta rabia en el corazón y sobre un cuello flexible una cabeza indomable;

es que provengo de la raza de Anteo devuelvo las saetas contra el dios vencedor.]

Esta referencia a un mito pagano⁵⁴ es una condición de equilibrio al motivo cainita que aparece de súbito:

Oui, je suis de ceux-là qu’inspire le Vengeur, Il m’a marqué le front de sa lèvre irritée, Sous la pâleur d’Abel, hélas! ensanglantée, J’ai parfois de Caïn l’implacable rougeur!

[Sí, yo soy de esos que ha inspirado el Vengador, marcó mi frente con su labio irritado, bajo la palidez de Abel ensangrentado, ay, tengo de Caín el implacable rubor.]

El protagonista hace suyo a un vengador que parece ser el dios Anteros, pero ¿por qué no, sencillamente, Caín? El asesino redimido a expensas de Jehová es el vengador natural de aquellos que Jehová oprime;⁵⁵ es él quien, con su soplo o su mordida, ha marcado la frente del protagonista, haciéndole llegar el color rojo de su cólera. La alusión a un pobre Abel pálido y ensangrentado, con el que también Nerval se identifica, no debe sorprendernos: como vencido, es de la raza de Abel, y como vengador, de la de Caín; sugiere, por esta doble simpatía, que ni uno ni otro es culpable del crimen provocado por la parcialidad de Jehová. En el primer terceto resuena el grito de un dios pagano vencido que Jehová vence al final, y que no se ha sometido:

Jéhovah! le dernier, vaincu par ton génie, Qui du fond des enfers, criait: “Ô tyrannie!” C’est mon aïeul Bélus ou mon père Dagon …

[Jehová, el último, vencido por tu genio, que del fondo de los infiernos, gritaba: “Oh, tiranía”, es mi ancestro Belus o mi padre Dagón…]

Todo es mitología en este personaje: hijo y nieto de dioses enemigos por naturaleza de Jehová, bañarse tres veces en el Cocito lo hizo invulnerable. Junto a su madre, regresamos a las Escrituras: su madre proviene de una raza ilustre, enemiga de Israel y de su Dios, debe protegerla de su odio; sin embargo, para ello utiliza una táctica renovada de los griegos: siembra dientes de dragón para que den armas a los hombres; así el último terceto:

Ils m’ont plongé trois fois dans les eaux du Cocyte, Et protégeant tout seul ma mère Amalécyte, Je ressème à ses pieds les dents du, vieux dragon⁵

[Me sumergieron tres veces en las aguas del Cocito, solo, protegiendo a mi madre Amalecita, vuelvo a sembrar a sus pies los dientes del viejo dragón]

¿Acaso podemos afirmar que este soneto forma parte de la leyenda personal de Nerval porque está escrito en primera persona? A primera vista, parece más bien una ensoñación o una elaboración mitológica, a pesar de que el fuego de Elohim y de Adoniram sea el mismo que arde, como deseo y fortaleza, en el fondo del corazón de Nerval. Sin embargo, se trata del poeta mitológico escribiendo como mejor lo sabe hacer, para sí y para sus lectores, fábulas de Oriente. La leyenda íntima y particular de Gérard de Nerval es algo distinto.

IX. La leyenda personal

No hay mucho lugar para la autobiografía en lo que Nerval escribió hasta 1850. Es modesta su referencia al yo, salvo en los relatos de viaje que naturalmente están en primera persona, pero en un plano muy lejano a la experiencia íntima, y salvo en algunos sonetos místicos, cuyo yo no tiene que ser necesariamente el del poeta. Es hasta los últimos años de Nerval que sus recuerdos, sus amores, su pasado y su presente se dan a conocer como experiencias de un yo confeso. Lo hemos visto, en la década de 1840, en busca de una creencia y envuelto en diligencias que dejan apreciar abiertamente su personalidad, pero sin que él mismo nos la muestre como tal más que a partir de algunas alusiones. Su tentativa de dar un sentido al universo aparece en primer plano, supuesto común e implícito de toda la humanidad, y la manera en que respondía a esta tentativa ha de ser válido para su lector como para él. La obra jamás perderá este alcance universal; el lector de Nerval será su virtual adepto, pero de ahora en adelante en comunión con sus esperanzas y sus decepciones. Una mala experiencia del amor, una frágil salud mental, el flujo de los recuerdos de la infancia y la adolescencia, la obsesiva nostalgia de los terruños de su juventud, una dependencia noble a la realidad y al sueño lo acompañarían hasta la última hora de su búsqueda de salvación —o de felicidad: en vano distinguir entre una y otra—. En cuanto al amor y la locura, a estas alturas de lo expuesto sobre Nerval quizá ya podría anticiparse lo que está por venir, porque estas dos características de su persona se manifiestan en él desde 1840, tanto que no podemos hablar sobre ello sin hacer un balance de algunas de las confidencias del final de su vida: no existe calendario que ordene, sin anticipaciones ni digresiones, ni la carrera ni los escritos de Nerval. Sus últimas obras, en especial Sylvie y Aurélie, tratan y condensan lo esencial de su vida, en una perspectiva de constante cuestionamiento sobre la salvación, más que de pura narración o de efusividad. Desde esta perspectiva, intentaremos seguir su camino, al sumar nuestras preguntas a las suyas.

¿Es conveniente un acercamiento psicológico?

El hecho de que su yo predomine en su obra de los últimos años no quiere decir, obvia aclararlo, que un acercamiento psicológico baste para encontrar su significado. Por lo demás, poner en práctica este acercamiento sería para nosotros una gran frustración en vista de lo poco que sabemos de su vida personal, fuera de lo que él mismo nos dice, y que puede engañar tanto como ilustrar. Curiosamente se busca un refugio en el psicoanálisis allí donde la información disponible, como en este caso, independientemente de la obra, se reduce a casi nada; sin embargo, este método, en el tratamiento médico de pacientes, corrige la incertidumbre del testimonio del interesado prolongándolo al infinito a lo largo de las sesiones. Por tanto ¡tienen que conocerse tantas cosas para entender el caso de un paciente y tan pocas para ilustrar las causas íntimas de una obra! Es de nuestro conocimiento que Nerval perdió a su madre cuando tenía dos años y medio, que murió en Silesia, adonde había ido en pos de su marido, médico del ejército napoleónico; Nerval, cuando por fin entra en confidencia, es decir, más de 40 años después de su muerte, la rememora en ocasiones con dolor o devoción.¹ Pasó toda su infancia con su familia materna, en Valois, adonde su padre, si nos atenemos a lo que él mismo cuenta, vino un día a buscarlo cuando tenía siete años para llevarlo con él a París.² Es probable que haya sufrido semejante trasplantación, como sucede en general con los niños en las mismas circunstancias. De la relación con su padre a lo largo de su vida podemos hacernos una idea gracias a la larga correspondencia que se extendió hasta el final de su vida. Las cartas de Nerval³ —las que tenemos; las del doctor Labrunie se perdieron— nos lo muestran muy apegado a su padre y dan fe del afecto y el respeto que le tenía; pero también dan fe de que no existía una completa ni recíproca confianza entre padre e hijo. Gérard, que ambiciona arduamente la estimación de su padre, sabe que no la tiene: su rechazo a imitar la carrera paterna (interrumpió sus estudios de medicina que ya había comenzado), su condición y sus compañías de literato sin gloria ni celebridad, la pronta dilapidación después de 1834 de la herencia de su abuelo materno, su necesidad y sus exigencias de dinero, todo ello desagradaba al padre, que no lo disimulaba. Nerval resentía con dolor, pero con una reverencia infatigable, la actitud paterna, que justificaba a veces atribuyéndose las faltas. No obstante, tampoco

disimulaba su amargura y se sostenía en su derecho a una carrera independiente, buscando en vano hacer valer frente a su padre sus méritos literarios, sus relaciones, su éxito, y la prudencia de sus gastos.⁴ Una madre muerta prematuramente, desconocida, y un padre descontento no son indicios de un porvenir pleno de su hijo; y nos vemos tentados a creer que los motivos de la mujer divinizada y del Jehová tirano, tan arraigados en la literatura de Nerval, se deben en mucho a su situación. Sin embargo, además de que este esquema explicativo es rebatible en su excesiva simplicidad, sólo puede responder a las preocupaciones de un psicólogo o un psiquiatra, en la medida en que encuentra una explicación en la causa de las dificultades que sufre su paciente, y en los eventuales medios de encontrar un remedio. Nuestro interés es sensiblemente distinto. Nosotros no buscamos curar a Nerval, sino saber a qué valores, a qué preceptos, más bien, desemboca, respecto de la condición humana que, tanto él como nosotros, tenemos en común. Lo que está detrás de esta luz que nos convida a compartir junto a él, de conciencia a conciencia, sólo nos interesa de manera accesoria, y como ayuda o acceso a lo esencial; invertir el orden, reducir la herencia del poeta a las causas, exteriores o psíquicas, verdaderas o supuestas, que pudieron llegar a influirlo, es darle la espalda a lo que aspiramos a conocer y consultar. Recuérdese que, ahora que hablamos de psicoanálisis, no sabemos casi nada de cierto de la vida amorosa y sexual de Nerval. Revela, en sus relatos de viaje, algunas conquistas fáciles: una Kathi y una Wahby en Viena, la javanesa Zaynab comprada en El Cairo y conservada hasta Beirut. Probablemente presuma a menudo de conquistas imaginarias. ¿Quién sabe? En el capítulo dedicado al amor en Nerval, se advierte lo poco que sabemos: el amor en él es más propio del lenguaje de la soledad que del de la pasión; ¿en verdad Nerval llegó a experimentarlo?, ¿o sobre todo en su imaginación, o sólo en ella? Para no dejar nada de lado de nuestra esquiva información sobre el verdadero Nerval en materia de amor, recuérdese la carta de Théophile Gautier en 1836, escrita en Bélgica cuando viajaba con Nerval,⁵ habla de su “priapismo” y del escándalo que resulta de ello: burlas, sin duda, a costa de un camarada vanamente en busca de éxito con las mujeres; Gautier era bastante capaz de esta clase de ánimo. Por otra parte, ya citamos el título de vestal que el propio Nerval se atribuye con humor. Claro que nos encantaría saber más al respecto. Sin embargo, no sabemos prácticamente de Nerval más de lo que él mismo imaginó y escribió para nosotros. Para nuestra fortuna, resulta lo esencial.

En torno a “El Desdichado” y “Artémis”

Primero que nada, a nuestro juicio, estos dos sonetos son los más famosos que Nerval escribió. No son en absoluto distintos de otros de sus sonetos míticos, que ya comentamos, donde incluso el autor figura en ellos, como “Delfica” o “Antéros”; pero la situación imaginaria que asume en estos dos sonetos ya no está basada en un tema doctrinariamente concebido, como el regreso de los dioses o la rebelión cainita. La sustancia de “El Desdichado” o de “Artémis” no atinaría a basarse en una fórmula. Cierto movimiento lírico, que no obedece más que a su propia ley, modula la creación de sorpresa en sorpresa. Lo que Nerval persigue en sus ensoñaciones, por más irreales que sean, es su propia leyenda. Estos sonetos son, a este respecto, de la última etapa de su vida.⁷ Lo que afirma Nerval, a saber, que los escribió mientras soñaba y que perderían su encanto al ser explicados,⁸ no puede ser más adecuado: en tanto que textos escritos en primera persona, dan la impresión, más que cualquier otro texto, de despertar las memorias cuya verdad conoce su autor sin tener la intención de descubrirla por completo. Sin embargo ¿quién es capaz de penetrar en lo que piensa el otro, y no considera que sea correcto decírselo, pues se trata de algo que no queda claro? Es por eso que de un lector a otro difieren las conjeturas. En tal caso, resulta conveniente conformarse con lo que, necesariamente, el texto tiene de explícito, al estar constituido de palabras y expresiones conocidas, con establecer sobre esta trama el vínculo de la ensoñación, y con ignorar especialmente aquello que de ninguna manera está expresado o sugerido categóricamente. “El Desdichado” se presta maravillosamente a un comentario receptivo como éste. Primero que nada adjunto el texto para decir lo menos posible:

Je suis le ténébreux —le veuf— l’inconsolé, Le prince d’Aquitaine à la tour abolie: Ma seule étoile est morte, et mon luth constellé

Porte le Soleil noir de la Mélancolie.

Dans la nuit du tombeau, toi qui m’as consolé, Rends-moi le Pausilippe et la mer d’Italie, La fleur qui plaisait tant à mon cœur désolé, Et la treille où le pampre à la rose s’allie.

Suis-je Amour ou Phébus?… Lusignan ou Biron? Mon front est rouge encor du baiser de la reine; J’ai rêvé dans la grotte où nage la syrène…

Et j’ai deux fois vainqueur traversé l’Achéron: Modulant tour à tour sur la lyre d’Orphée Les soupirs de la sainte et les cris de la fée.

[Yo soy el tenebroso —el viudo—, el inconsolable, el príncipe de Aquitania de la torre abolida: mi única estrella ha muerto, y mi laúd constelado lleva el Sol negro de la Melancolía.

En la noche del sepulcro, tú que me has consolado,

devuélveme el Pausílipo y el mar de Italia, la flor que tanto agradaba a mi corazón desolado, y la parra en que el pámpano a la rosa se alía.

¿Soy Amor o Febo? ¿Lusignan o Biron? El rubor del beso de la reina aún tiene mi frente; soñé en la gruta donde nada la sirena…

Modulando a la vez en la lira de Orfeo los suspiros de la reina y los gritos del hada, dos veces vencedor atravesé el Aqueronte.]

Nerval abre este soneto con una impresionante figuración de su persona, bajo el doble signo del duelo y de la alta leyenda caballeresca. Se hace alusión a la caballería a través del personaje literario que nos sugiere el título, mediante la alusión al (Bello) Tenebroso, uno de los nombres de Amadís, también mediante el mítico príncipe de Aquitania, un doble imaginario de Nerval, su torre y su laúd fatídico.¹ El duelo se presenta desde el primer verso, en la enumeración fúnebre de atributos, luego en la nada que se le atribuye a la torre, en la estrella, la bien amada muerta,¹¹ en el Sol negro,¹² y en la Melancolía, negro destello de la palabra poética a decir de la caballería.¹³ Este primer cuarteto encuentra, naturalmente, su continuación en el inicio del segundo con un de profundis: plegaria del fondo del abismo, llamado sepulcro, dirigido a una benefactora cuya benevolencia ya ha sido puesta a prueba. Con todo, este llamado alcanza para iluminar la noche; aparece cierto Edén: la colina y golfo ilustres de Italia, el jardín cuya flor embelesa el corazón, parra de viñedo y de rosas.¹⁴ Ese tú que surge nos hace pensar indefectiblemente en los cuartetos

de “Myrtho”, que sin duda alguna son de la misma época:

Je pense à toi, Myrtho, divine enchanteresse, Au Pausilippe altier, de mille feux brillant, À ton front inondé des clartés d’Orient, Aux raisins noirs mêlés avec l’or de ta tresse.

C’est dans ta coupe aussi que j’avais bu l’ivresse […]

[Pienso en ti, Myrtho, divina encantadora, en el altivo Pausílipo, de mil fuegos brillante, en tu frente inundada con la claridad de Oriente, en las negras uvas entreveradas en el oro de tus trenzas.

También en tu copa había bebido la embriaguez.]

¿Se trata del mismo recuerdo en ambos sonetos? ¿O son sólo dos sueños de la misma especie? Más aún ¿qué dice Nerval cuando pasa del duelo y la leyenda a esta luz que le es tan cercana, si no que se encuentra al filo de la desesperanza y de la idea de la dicha, y oscilando entre ambos polos? El inicio de los tercetos es una enumeración repentina de cuatro nombres propios que han puesto en aprietos, cruelmente, a los comentaristas: cuatro nombres a secas, cuya relación con el poeta desconocemos, como tampoco sabemos qué representan para él ni cómo se supone que deben oponerse o embonar entre

ellos. Resulta poco probable que Nerval haya intentado ser explícito al respecto cuando lo era muy poco. ¿Y si era su intención serlo, por qué querer serlo más que él? A priori, toda hipótesis precisa es arbitraria, y por ende, insostenible. Sólo nos queda aceptar que en estos versos:

Suis-je Amour ou Phébus?… Lusignan ou Biron?

¿Soy Amor o Febo?… ¿Lusignan o Biron?…

el poeta se identifica con cuatro personas de renombre sin restringirse a una en específico, que recorre, en el espacio de un alejandrino, cuatro identidades fabulosas cuestionándolas todas.¹⁵ Para el siguiente verso, ya se ha olvidado; ahora se encuentra en una conmovedora aventura con “la reina”, la frente enrojecida por un beso (¿un beso de fuego? ¿De la emoción? ¿Una marca extraordinaria?). Frente a tantas imprecisiones, que la propia palabra del poeta impone, ¿nos atreveremos a preguntarle quién es esa reina que no quiere nombrar? ¿Le preguntaremos de qué gruta habla en el siguiente verso? ¿Quién es la sirena? Preguntas impertinentes para semejante poesía; no tienen ninguna oportunidad de sacarle algo; la desconocen, se niegan a ver en este tipo de poesía la virtud justo donde se encuentra, en la luz de las palabras y de las cosas dichas. A las proezas circunstanciales del primer terceto sigue, en el segundo, el gesto verdaderamente mitológico del Ego: la travesía doble y victoriosa del río infernal. El modelo es Orfeo, que en seguida será mencionado. Sin embargo ¿es adecuado decir que Orfeo hubo “dos veces victorioso atravesado el Aqueronte”? Se nos antoja pensar que en esta clase de viaje sólo hay victoria en el regreso; y Orfeo únicamente fue y vino una sola vez. También podemos pensar que basta con una ida y vuelta, considerando un viaje sin incidentes como una victoria; pero el regreso, en todo caso, no lo fue para Orfeo, que volvió a perder a Eurídice, fin de su viaje; y justamente este regreso fallido convierte toda su tentativa en un fracaso. Nerval se dibujó en este terceto como un superorfeo, vencedor sin ser víctima de los Infiernos.¹ Así el glorioso final del soneto, de tan desolado exordio. Gérard ostenta la lira de Orfeo, no para llorar a la Eurídice perdida, sino para acompañar el canto de dos divinidades femeninas: la santa del

cielo, en suspiros, y el grito pagano del hada; estos dos cantos enemigos ya no lo desgarran: su lira soberana los modula en un solo canto.¹⁷

La lectura de “Artémis” es menos fácil; las cosas que están explicitadas se hallan menos relacionadas, incluso en el orden afectivo y sensible, unas con otras:

ARTÉMIS

La Treizième revient … C’est toujours la première; Et c’est toujours la seule, — ou c’est le seul moment: Car es-tu reine, ô toi! la première ou dernière? Es-tu roi, toi le seul ou le dernier amant?…

Aimez qui vous aima du berceau dans la bière; Celle que j’aimai seul m’aime encor tendrement: C’est la mort — ou la morte… Ô délice! ô tourment! La rose qu’elle tient, c’est la Rose trémière.

Sainte napolitaine aux mains pleines de feux, Rose au cœur violet, fleur de sainte Gudule: As-tu trouvé ta croix dans le désert des cieux?

Roses blanches, tombez! vous insultez nos dieux: Tombez, fantômes blancs, de votre ciel qui brûle: —La sainte de l’abîme est plus sainte à mes yeux!

[Llega la Decimotercia y sigue siendo la primera; y sigue siendo la única —o sigue siendo el único momento: pues, ¿eres reina, primera o última? Y tú ¿eres rey? ¿Eres el único o el último amante?

Ama a quien te amó de la cuna en el féretro; la que yo amé todavía me ama con ternura: es la muerte —o la muerta—. ¡Oh delicia! ¡Oh tormento! La rosa que lleva en sus manos es la Malvarrosa.

Santa napolitana de manos en llamas, rosa de corazón violeta, flor de santa Gúdula: ¿encontraste tu cruz en el desierto de los cielos?

Desciendan, rosas blancas, insultan a nuestros dioses: desciendan fantasmas blancos, de su cielo que arde —¡La santa del abismo es más santa a mis ojos!]

El primer verso puede encontrar una explicación en el título anterior del soneto, a saber, “Ballet des heures” [Ballet de las horas]:¹⁸ se trata de la aparición periódica, en las esferas de los relojes, después de la doceava hora, de una treceava, que llamamos nuevamente primera.¹ Esta manera de contar el tiempo interesa a Nerval porque le ofrece la imagen de un recomenzar cíclico: una convención de relojería, de orden puramente práctico,² le parece una prefiguración de lo que se le antoja una ley del universo; el retorno de las cifras del reloj es, a su entender, la imagen, y quizá la prueba, del retorno de las cosas y de los acontecimientos,²¹ que anularían el tiempo, al menos en lo que tiene de irreversible. Mejor aún, si la treceava hora siempre es la primera, si no sólo es su semejante, podemos afirmar —y Nerval lo dice, a decir verdad— que siempre es la única, el resto de las horas se desvanecen frente a ella, pese a que se infrinja la lógica.²² En todo caso, estamos frente al tiempo inmovilizado, y frente a un momento que se manifiesta siempre único.²³ Los dos versos siguientes van todavía más lejos: esta clase de soberanía con la que acaba de investirse la hora primera la convierte repentinamente en reina (¿una alegoría o una reina tal cual?); y el ensueño, yendo más lejos, y saliendo de su plano original, añade a la reina un rey inopinado: henos aquí frente a una pareja de carne y hueso, lejos ya de la docena de horas y su recomenzar, que se cuenta en una serie total y que abarca todo el tiempo, últimos o primeros, los únicos en suma, amantes de siempre.²⁴ Eternidad, existencia única, dignidad real, amor, todo ello parece no estar acompañado de ninguna angustia en la enigmática cantinela de este cuarteto, con su redondilla que nos mantiene distanciados del mundo; únicamente la pregunta que, en la segunda parte del soneto, sigue a las certezas del inicio, sugiere cierta inquietud. El poeta sólo aparece al sesgo, en ese tú que dirige a la reina, y que lo vuelve interlocutor; y cuando se dirige al rey, ¿habría que pensar que se dirige a sí mismo? La fantasía quimérica llega a su fin. El segundo cuarteto es continuación del primero formalmente, por el uso de las palabras repetidas o contrapuestas, pero esa eternidad que el amor ha reivindicado ahora ostenta el rostro de la muerte:

Aimez qui vous aima du berceau dans la bière,

[Ama a quien te amó de la cuna en el féretro,]

este patético verso es, a decir verdad, de una extrañeza insostenible. Nada aparenta ser oscuro a primera vista en este precepto fúnebre y apasionado. Sin embargo, sólo hace falta tratar de atribuirle un sentido específico para percatarnos no sólo de manera gramatical que podemos oscilar entre varios significados, sino que ninguno de ellos es lógicamente posible. Como la demostración de ambas sugerencias corre el riesgo de ser fastidiosa, digamos tan sólo que, de las dos personas que el poeta presenta, al menos una puede haber amado desde su cuna y desde el fondo de su tumba, o también puede ser exhortada a hacerlo, o puede tratarse de alguien que es igualmente impropio al amor sordo a las exhortaciones.²⁵ A fin de cuentas, el análisis, incapaz de justificar racionalmente este verso, nos hace pensar en que Nerval no reparó para escribirlo ni en la gramática ni en la lógica. Concibió y glorificó en este verso un amor total, que tuviera como ley el preciso instante del nacimiento y de la muerte y el momento mismo del ataúd. La tentativa de vencer el tiempo ya no es una representación que le viene al ánimo; más bien es un paroxismo sentimental, formulado mediante hipérbole. Dicha tentativa se prolonga en los siguientes versos, igualmente fuera del uso lógico de la lengua. Primero acudimos a la confirmación de un amor recíproco, cuando se retoma el eco del verso anterior y se usa dos veces, en el mismo tiempo verbal, el verbo amar: pero, en esta correspondencia de la forma, cambia su enunciación. “Ama a quien te amó”, dirigida, aparentemente, a su amiga, que encuentra una respuesta en “La que yo amé me ama”. Pero ¿por qué ese pasado, yo amé? ¿Acaso porque la que amó ya no está? Y claro, sólo él la amó, ¿porque sólo él supo amarla, amante único, amante sin par? O ¿por qué la amó en soledad, sin ser correspondido y sin recompensa, viviendo sólo de pasión? Por el contrario, regresando al verbo en imperativo del primer verso, la que amó lo ama; ella lo ama todavía: entonces ¿ella siempre lo ha amado? ¿O es que a él le gustaría que así fuera? ¿Y ella lo ama con ternura, desde el fondo de su tumba? En constante indecisión de sentido, la historia de este amor se nos escapa, aunque podemos imaginárnoslo desgarrador. En el siguiente verso surge, tal cual, la bien amada muerta, tan frecuente en la obra de Nerval. En este soneto, curiosamente la llama no “la muerta” sino “la muerte o la muerta”. Podría sorprendernos que Nerval dude entre una alegoría de la muerte y una mujer muerta, y dudar incluso de la existencia real y personal de esta mujer. Sin embargo, ya había dado, al menos

en una ocasión, un ejemplo de la misma equivalencia: en los fragmentos que nos sobreviven de la primera Aurélie narra la alucinación que tuvo, cuando comenzaba su crisis de 1841, de una mujer joven de complexión decaída y ojos hundidos; “me dije: es la Muerte”, escribe; ahora bien, poco tiempo después vio aparecer al pie de su cama una mujer vestida de negro que, le parecía, tenía los ojos hundidos, y en el fondo lo que parecían lágrimas brillantes; “esta mujer — agrega— era, a mi parecer, el espectro de mi madre, muerta en Silesia”.² Esta especie de identidad que se establece entre la muerte y la persona que ha fallecido es infinitamente trágica: confunde la víctima y el poder siniestro de la muerte, arrojando al corazón del amante el sentimiento compartido del amor y del horror: “¡Oh delicia! ¡Oh tormento!” Detrás de la máscara del amor eterno está el rostro de la muerte.²⁷ ¿Qué mejor remedio que la aparición de la amada, con la señal de la rosa en una mano? Precisa la clase de rosa: “la Malvarrosa”, dice, como si su nombre escondiera una revelación e indicara una emoción particular: si sabe a qué título, no nos lo dice; de esta rosa, libre de toda circunstancia, debemos sentir un escalofrío.²⁸ ¿Qué existió realmente entre la muerta y la rosa? No lo sabemos, ni siquiera podemos asegurar, por obsesiva que sea en la obra de Nerval, que la bien amada muerta haya sido algo más que un mito personal. El nombre que le dio Nerval, sobre todo, fue Aurélie; en este poema la llama Artémis, si es que tenemos razón en suponer que el título de su soneto designa la figura central del mismo.² Y en una nota del manuscrito Éluard del soneto llama a la rosa, o quien la porta, Filomena, ¿se debe a que estos nombres están entre su pléyade íntima de mujeres sobrenaturales? Conste que un mito elaborado subjetivamente puede alimentarse, al mismo tiempo que de referencias legendarias, de asociaciones y recuerdos tomados de la vida. Por ejemplo, ¿en qué medida está presente Jenny Colon, en quien piensa la mayoría de los autores, en este soneto en relación con la figura de la bien amada muerta? Ya lo hemos dicho, no tenemos nada de cierto, incluso si la relación entre Jenny y esta figura, imaginaria o real, tiene muchas posibilidades de existir. ¿Y en qué medida está presente en este soneto la figura de su madre muerta? Podríamos hacer de este fantasma, de manera plausible, la clave de su carácter y de su afecto; nos alejaríamos del terreno literario para entrar en una psicología interesante, pero hipotética. Como en distintas ocasiones habló de Jenny como de una amada muerta, es ya una prueba de que pensaba en ella desde esta perspectiva; pero nunca dijo, ni lo sugirió, considerar a su madre desde el mismo ángulo.³ Los tercetos de “Artémis” parecen olvidarse pronto del tiempo, del amor y de la

muerte para pasar a una cosa completamente distinta. Cuál, en primera instancia, no lo sabemos. El primer terceto evoca sin nombrarla a una santa del sur, del Mediterráneo; luego hace mención de una santa del norte. La primera, napolitana, ¿quizá se trata de Filomena, santa de Roma y de Campania? Éste es el nombre que le da Nerval, en una nota, a la muerta de la rosa; de suerte que la multiplicación de santos, que comienza con esta nota al final de los cuartetos y se prolonga en los tercetos, vendría a ser por lo menos un vínculo entre los dos, que culmina con la santa del abismo del último verso. Existe otro vínculo que se fija a través de las rosas, que, comenzando con la malvarrosa que cierra los cuartetos, se repite en la rosa de corazón violeta y la lluvia de rosas blancas que viene al final. Con todo, el carácter repetitivo o de recurrencia verbal que predomina indiscutiblemente de principio a fin en la enunciación típica del poema, no impide que un hiato semántico nazca después de los cuartetos. La única manera de establecer un vínculo es que la muerta portadora de la rosa haya atraído al núcleo del soneto a las santas, sus hermanas, y que su rosa haya atraído las de ellas. Nótese que una especie de polémica parece animar los tercetos: una interrogación irónica en el verso 11, injerencias apocalípticas en los versos 12 y 13, profesión de fe en el último verso. Es decir, el poeta le pregunta a la santa cristiana si encontró su cruz (el signo y la confirmación de su fe) en el cielo donde no hay Dios; hace referencia a la catástrofe del mundo divino y termina por declarar que prefiere a la santa del abismo (es decir, supongamos, la santa de la nada, del mal y de la duda); en este verso en que se hace una afirmación anticristiana, los dioses —“nuestros dioses”—, pues se le reprocha al mundo divino insultarlos, son los dioses ajenos al cristianismo que el panteón cristiano excluye y calumnia. Resulta difícil dar una versión opuesta, pues la lectura que hace nos la imponen el movimiento y lo expuesto en los tercetos. Sin embargo, sucede que Nerval, en una nota del manuscrito Éluard, nos da el nombre de la santa del abismo: se trata de Rosalía, otra santa cristiana venerada en Nápoles. A qué otra conclusión podemos llegar si no a que el sincretismo de Nerval incluye de buena gana al cristianismo: a la Virgen, como ya sabemos, pero también, como es el caso, a los santos. Tres santas cristianas son mencionadas en “Artémis”; Nerval no las deja de lado, sólo las incita a que salgan de su cielo convencional a imitación de su muerta y que, junto a él, exploren el abismo.³¹ Se advierte que estos dos sonetos no pueden ser leídos ni comentados como ejemplos de la poética del romanticismo. Nos muestran a un Nerval que rompe, por su manera de evocar y enunciar, con las costumbres de su tiempo,

incluyendo las propias de la década de 1830. Sólo nos queda admirar esta novedad repentina de Les Chimeres, y la manera en que, sin perturbar ni la sintaxis ni la versificación, Nerval consiguió expresarse hasta ese punto de otro modo, y acentuar con tanta fuerza la distancia establecida, en relación con el mundo real y el pensamiento positivo, de la palabra poética. Cabe agregar que éste fue uno de los primeros golpes asestados profundamente a las virtudes seculares de la poesía en tanto que instancia de acción y de amplia comunicación.

Memoria y origen

Vencer el tiempo, ésta es para Nerval una de las definiciones de la salvación; la fe que busca es la misma que efectuará esta victoria; la memoria es la facultad que nos dice cómo: en el recuerdo Nerval busca el germen y la experiencia de la eternidad. Lo que perseguía en la década de 1840 a través de la historia religiosa de la humanidad, esa perpetuidad conquistada por encima de la nada, la encuentra cada vez más en la reminiscencia personal. El regreso a lo natal se convirtió en el motor de su pensamiento, y el yo la ley de su discurso. Ya en 1850 anuncia su nueva disposición cuando escribe: “Los recuerdos de la infancia se vuelven vigentes cuando se ha alcanzado la mitad de la vida. —Es como un palimpsesto manuscrito cuyas líneas reaparecen mediante procesos químicos”.³² Poco antes de su muerte vuelve: “Hay una época de la vida […] en que los recuerdos renacen tan vívidamente, en que los esbozos reaparecen por debajo de la trama inmóvil de la vida”.³³ Sin embargo, para Nerval no sólo se trata de una observación psicológica ni de puros recuerdos ni de la emoción que los acompaña; sino más bien que de una suerte de edén del pasado deviene una superación del tiempo. Lo inolvidable, experiencia común, prefigura lo perenne. Sus últimas obras abundan en esta alianza. Existen varios niveles de profundidad en la nostalgia de Nerval. Cuando escribe: “Hasta ahora nada consiguió sanar mi corazón, que aún sufre el mal del terruño”, da la impresión de expresarse como quien está lejos de su tierra natal. Estas palabras las fecha en la época “de Morfontaine”, esto es precisamente el lugar en que vivió su infancia, que gracias a una presencia pasajera puede darse cuenta cuán grande es el apego que siente por él; sin embargo, curiosamente, escribió estas líneas recordando su viaje a Citerea, y una inscripción griega que afirma haber visto en la ruinas de una arcada antigua, kardion therapia:³⁴ la curación ideal, en esta asociación de ideas, parece ir más allá de todo sitio particular.³⁵ El Valois de antaño es el símbolo del terruño que cree reencontrar en todas partes. Así su sensibilidad por la reminiscencia y su quimera de absoluto se funden con único encanto. Precisamente por esto, en lo que respecta a los recuerdos pueblerinos y los amores de infancia, supera a Restif, si bien queda a deberle en otros aspectos.³ Sus admiradores, de finales del siglo pasado y del nuestro,

quisieron leer en sus últimas obras un himno del corazón dirigido a sus orígenes franceses: pasado local, paisajes exquisitos, figuras femeninas jamás olvidadas, recuerdo de la historia de Francia. Sin embargo, para él, el universo natal es más bien una ocasión de magia, un secreto de la memoria y de la felicidad distanciada del mundo real: una esencia de poesía y de eternidad que el romanticismo conquistador apenas había sospechado.³⁷ Para Nerval, la infancia está más allá del tiempo: el pueblo del ayer puede tener distintos nombres: “Mis años mozos vuelven a mí —escribe— y el aspecto de los lugares queridos rememora en mí el sentimiento de las cosas del ayer. SaintGermain, Senlis y Dammartin son las tres ciudades que, no lejos de París, corresponden a mis recuerdos más preciados”.³⁸ En la primera parte de Les Faux Saulniers (o Angélique) se habla de Valois, como también en Sylvie; de SaintGermain, también de Valois, uno después de otro, en Promenades et souvenirs [Paseos y recuerdos]; una vez más de Saint-Germain en Pandora y en Aurélie. Las dos regiones se unen singularmente en una fantasía histórica en común, que pone en el mismo plano a los Médicis, aliados de Valois, y los Estuardo. Al describir con la memoria el castillo de Saint-Germain recuerda “las altas ventanas y los balcones dorados, las terrazas donde una a una las bellas mujeres rubias de la corte de los Valois y la corte de los Estuardo, los galantes caballeros de los Médicis y los fieles escoceses de María Estuardo y del rey Jacobo”.³ María Estuardo, reina de Francia como esposa de Francisco II, vivió en Francia de 1558 a 1560; en el siglo XVII; Jacobo II Estuardo, rey de Inglaterra exiliado, fue recibido por Luis XIV y vivió junto con su corte en el castillo de SaintGermain hasta su muerte; en cuanto a los Médicis, se unieron a los Valois por el matrimonio entre Enrique II y Catalina. Nerval, que tiene hacia esta reina una extraña simpatía, atribuye sus propios sentimientos hacia la reina a la población de Valois; se le antoja que el francés de esta provincia tiene giros italianos, y que existe una influencia de la música del siglo XVI en las canciones que cantan las niñas de Senlis.⁴ El Valois de Saint-Germain está relacionado, más específicamente, con la leyenda de sus amores de juventud, ansiada e ilusoria fuente de júbilo, como veremos cuando nos corresponda hablar de Sylvie. Que las amadas del ayer, para Nerval, tiendan a confundirse en un solo recuerdo, se debe a que “el nunca más” que las reúne parece significar “siempre”. El recuerdo de los ancianos de antaño tiene esta misma virtud. Es por eso que los amores perdidos y los viejos parientes ya muertos vuelven juntos a su memoria: “La memoria de viejos familiares muertos se aúna melancólicamente al pensamiento de varias

jovencitas cuyo amor me hizo poeta y cuyos desdenes hicieron de mí en ocasiones irónico y soñador”.⁴¹ El pueblo ancestral y femenino que vive en la leyenda de Nerval, al mismo tiempo que sufre el imperio del tiempo parece comparecer en su contra. Hacia el final de su vida, cuando salía de una fiesta en Saint-Germain, imagina que está en 1827: “Entre las jóvenes invitadas a la fiesta había reconocido algunos ojos acentuados, de rasgos regulares, y, por así decirlo, clásicos, tonos particulares de la región, que me hacían pensar en mis primas, en mis amigos de aquellos tiempos, como si hubiera conocido en otro mundo a mis primeros amoríos”.⁴² Lo mismo le sucede en Valois: “Pasa un anciano y parece que he visto a mi abuelo; es casi su voz; esa joven tiene los rasgos de mi tía, muerta a los 25 años; una mujer más joven aún me recuerda a una muchachita de campo que me quiso mucho […]”⁴³ Vinculando, a través del encanto del recuerdo, las imágenes de juventud con el pensamiento de los fallecidos, nos jactamos de detener el tiempo en un estado de permanencia. El terruño y el origen pueden revelarse como garantes de dicha permanencia. De buena gana Nerval hace uso, cuando toca estos temas, de las fórmulas patrióticas comunes: “La tierra paterna es dos veces la patria”.⁴⁴ O más aún: “Digan lo que digan filosóficamente, estamos ligados al suelo de muchas maneras. Uno no lleva las cenizas de sus padres en la suela de los zapatos”.⁴⁵ Con todo, la idea del terruño y de la raza no alcanza para una doctrina, como ya dijimos, nacionalista. Concluye, más allá de esto, en divagaciones fantásticas que contienen los alcances del tiempo, en el pasado, y del espacio, en los paisajes; más que en la política, desemboca en el mito. Es pertinente mencionar que las explicaciones geoetnográficas de los acontecimientos históricos estaban muy de moda en la época, sin que forzosamente terminaran en conclusiones específicas en política. De esta manera, la vieja teoría aristocrática que establecía que los nobles descendían de los francos, conquistadores de la Galia, y el tercer estado del pueblo galo-romano y galo, teoría que todavía se defendía durante la Restauración,⁴ había sido retomada por algunos historiadores liberales, como Augustin Thierry, e incluso en los inicios de Guizot, para justificar la revolución final del pueblo contra el invasor. Nerval había adoptado esta doctrina, con esta interpretación, en una de sus “poesías nacionales” de 1830;⁴⁷ en 1849, retrospectivamente, esta doctrina la pone en boca de uno de los personajes de Le Marquis de Fayolle, que la defiende cuando surgen los primeros conflictos revolucionarios de Rennes.⁴⁸ En 1850, en Les Faux Saulniers, parece que ya no cree en esta teoría ni tampoco en que haya existido una verdadera conquista de la Galia por los francos; en su lugar, imagina el pueblo de su infancia antaño en manos de “estas rudas tribus de los Silvanitas” celtas, a quienes Valois debe,

según él, la tradición del arco y de las compañías de arqueros. Las luchas entre los galos y los francos, por sorprendente que parezca, sólo están presentes, a su entender, en el tiempo de la Liga: “Pensemos —escribe con temeridad— que los descendientes de los Gallo-Romanos favorecían al de Bearn, mientras que la otra raza, por naturaleza más independiente, se inclinaba por el de Mayena, el de Épernon, el cardenal de Lorena y los parisienses”.⁴ Una vez aclarado este episodio de la historia de Francia, a través de las especulaciones raciales más vastas, contraponiendo, por ejemplo, arios y semitas, pasaba a ocuparse de Michelet y Renan. Entretanto, Nerval había urdido a título propio algunos lazos aberrantes de un vasto mito etnográfico y lingüístico. El Valois de los Silvanitas y de los Médicis, la disputa de las razas franca y gala durante las guerras de religión no son nada al lado de una carta, a menudo citada, que había escrito en 1841 a Auguste Cavé, director de Bellas Artes del Ministerio del Interior, donde le expone un proyecto de misión científica en Francia: incluía en su itinerario una treintena de ciudades de Bélgica y Francia, teatro, decía, “de dos razas góticas o visigóticas y austrogóticas”; tenía la esperanza, en busca de los hijos de Carlomagno, de “reconocer a sus hermanos de linaje, en Alemania, en Rusia, en Oriente, y sobre todo en España y en África”. Hace alarde de poder “descubrir, incluso en los parajes de nuestras provincias celtas, afinidades extraordinarias con las lenguas portuguesas, árabes (de Constantina), francas, eslavas e incluso con el persa y el hindi”. Ofrece encontrar para la Dirección de Bellas Artes “los primeros monumentos de las migraciones celtas en Egipto, en Persia y en la casi isla de la India”. Por lo demás, “el Cantal de Auvernia corresponde al Cantal de los montes Himalaya. Los Merovingios son Hindúes, Persas y Troyanos”. Además el protagonista del Ramayana hace mucho tiempo atravesó los Pirineos, proveniente del norte, para conquistar la India; en conclusión, como nativo del sudeste de Francia, Nerval cree que podría restablecer los dialectos de estas regiones a partir del griego y el alemán: “¿Qué no es importante definir estas relaciones, estas migraciones, estas filiaciones?”⁵ Nerval acababa de ser internado cuando escribió la carta, y la carta se ve un tanto desquiciada; pero ¿daría la misma impresión en la época, cuando la infancia de la etnología y la lingüística?⁵¹ Mejor digamos que esta carta resulta más caricaturesca que demente. Nos hemos acercado al terreno del Nerval mitólogo, donde la fantasía del origen se confina a lo sobrenatural. Ya conocemos este Nerval; ya lo hemos visto en sus cuentos orientales; también en algunas páginas de Aurélie. ¿Pero en qué medida se puede separar, en Nerval, la mitología de la leyenda personal? ¿Hakem, Adoniram no son en buena medida él mismo? ¿No es el mito de Valois una

fábula, por así decirlo, donde su yo busca el contacto de una experiencia cercana, para quizá cuidarse del delirio? ¿Lo consigue? El peligro lo acosa, y hasta Valois aviva sus quimeras. Su persona desentierra los mitos y en ellos oculta los propios. Conocido es el documento que suele llamarse “genealogía fantástica”, donde hilvanó en torno a su ascendencia un enredo de parentelas delirantes.⁵² Las proporciones gigantescas del mundo antiguo y la usurpación de un yo fantástico se unen en el siguiente soneto que dedicó hacia 1841 a George Sand:

À MAD(AM)E SAND

“Ce roc voûté par art, chef-d’œuvre d’un autre âge, Ce roc de Tarascon hébergeait autrefois Les géants descendus des montagnes de Foix, Dont tant d’os excessifs rendent sûr témoignage.”

Ô seigneur Du Bartas! Je suis de ton lignage, Moi qui soude mon vers à ton vers d’autrefois; Mais les vrais descendants des vieux Comtes de Foix Ont besoin de témoins pour parler dans notre âge!

J’ai passé près Salzbourg sous des rochers tremblants, La Cigogne d’Autriche y nourrit les Milans, Barberousse et Richard ont sacré ce refuge.

La neige règne au front de leurs pics infranchis; Et ce sont, m’a-t-on dit, les ossements blanchis Des anciens monts rongés par la mer du Déluge.⁵³

[“Esa roca arqueada con arte, obra maestra de antaño, ese peñasco de Tarascón solía alojar en otro tiempo los gigantes que habían descendido de las montañas de Foix, huesos excesivos darán fiel testimonio.”

¡Oh, señor Du Bartas! Soy de tu linaje, yo que uno mi verso a tu verso de antaño; pero los verdaderos descendientes de los antiguos Condes de Foix necesitan testigos para hablar en nuestra época.

Pasé cerca de Salzburgo bajo rocas trémulas, allí La Cigüeña de Austria alimenta a los milanos, Barberousse y Ricardo consagraron este refugio.

La nieve impera en la cima de sus picos que nadie ha franqueado; y son, me han dicho, las osamentas blanquecinas de antiguos montes consumidos por el mar del Diluvio.]

El primer cuarteto, entre comillas, efectivamente es una cita, con algunas variantes, de Du Bartas, de su Dialogue des Neuf Muses Pyrénées présentées au roi de France [Diálogo de las Nueve Musas de los Pirineos presentadas al rey de Francia]. Nerval ya le había dedicado un lugar a este poeta y al soneto que abre con este cuarteto, al publicar en 1830 su antología de poemas del siglo XVI. Ciertamente lo sorprendió el retrato de un peñasco antiguo con forma singular y con osamentas humanas gigantescas.⁵⁴ Sin embargo, a los cuatro versos se separa de su modelo: Du Bartas escribió un soneto moral; en su segundo cuarteto se lamentaba de los cambios que el tiempo traía, para después discurrir sobre el contraste entre el pasado, cuando los gigantes que habían robado, perseguidos y castigados, tenían que refugiarse en las montañas, y el presente, cuando los inocentes son obligados a refugiarse en los bosques y en los peñascos, mientras los más grandes ladrones gobiernan las ciudades. Dicha moral no le interesó en absoluto a Nerval; proclama que proviene literariamente de Du Bartas justo cuando se separa de él; fascinado por el retablo del primer cuarteto, lo tergiversa: los gigantes pirineos ya no parecen simples rufianes, sino seres desmesurados del mundo primitivo, que han nacido en lo alto de las montañas;⁵⁵ y los asocia con otros colosos, también pirineos, éstos más históricos, colosos por extensión, los antiguos condes de Foix. En los tercetos, pasa de las montañas de Foix a los Alpes de Salzburgo; con los mismos motivos de esta fantasía analógica: peñascos amenazando con ser ruinas, figuras gigantescas y legendarias que consagran el paisaje,⁵ osamentas y formas montañosas que se cruzan en la imaginación y, para cerrar el soneto, con una evocación al diluvio, perspectiva que se remonta a lo inmemorial. Debe señalarse que estos magníficos versos son de factura clásica y de un significado muy límpido, en cuanto a la irrealidad de las evocaciones con las que está hecho. Sólo el segundo cuarteto presenta algunas dificultades: introduce en el soneto, que trataba un tema muy distinto, el motivo del linaje, al sesgo de la filiación literaria entre Nerval y Du Bartas, y del vínculo que se establece entre el nuevo soneto y el antiguo; sin embargo, estos preludios trazarán una nueva genealogía, grandiosa y fantástica, que se esboza, no sin oscuridad, en los dos últimos versos del cuarteto. Aquí es donde reside el misterio del poema: los viejos condes de Foix tienen ganado, digamos, su lugar, pero ¿por qué salen a cuento sus verdaderos descendientes? ¿Existen conjeturas o falsedades sobre este linaje? Sabido es que Nerval, a menudo, imaginó ser parte de él: en “El Desdichado”, en que se llama príncipe de Aquitania, y quizá Febo,⁵⁷ y sobre todo

en la carta a George Sand, citada antes,⁵⁸ en la cual le habla de nuevo de este soneto, 12 años después de habérselo dedicado: lo firma “Gaston Phoebus⁵ de Aquitania, copia: Gérard de Nerval”. ¿Es pertinente pensar que “los verdaderos descendientes de los antiguos condes de Foix” son una perífrasis púdica para designar al autor del soneto? Sin duda, un verdadero descendiente; pero quién podría, para ostentarse como tal “en nuestra época”, necesitar de buenos testigos; la palabra retoma el testimonio del verso 4: ya estaba dada la prueba de la existencia de los gigantes del peñasco de Tarascón. Gérard confiesa con melancolía que, para confirmar su antiguo linaje, necesita de tales testigos ¹ que no tiene. Todo escritor romántico tiene su propia leyenda personal: una imagen y una historia de sí mismo que establece para uso propio y del público. Así pues, Nerval no es una excepción, ni siquiera por el hecho de que su leyenda, del modo en que nos la presenta, a veces tienda al delirio. Pues en efecto su locura rara vez altera el sentido y la pertinencia de lo que escribe, e incluso en ocasiones hasta fecunda su poesía. Lo único que agrava su locura es lo que verdaderamente lo distingue de otros escritores románticos, y esto es conceder tan poco lugar, cuando habla de sí mismo, a la búsqueda de comunión y del ámbito público. Sus antecesores románticos buscaban hacer uso de su yo legendario para guiar a las masas; él busca, a través de la misma vía, guiarse a sí mismo y a aquellos que ama. La soledad y la imaginación sin realidad son su ley, y la ley de su leyenda, que hace a un lado el optimismo de sus antecesores, como desmentido por un presente ingrato; pero también ignora el pesimismo poéticoretórico y el estetismo hacia los cuales sus contemporáneos empezaban a dirigirse. Asimismo, en esta su leyenda, que es a la vez su verdad y que representa su inagotable deseo de felicidad, podemos distinguir, en su estado inicial y puro, el desencanto romántico.

X. “Octavie”

En una de las cartas de amor, presenciamos la difícil búsqueda amorosa que despierta el siguiente comentario: “el amante está dividido entre dos mujeres parecidas”. Esta carta, una de las que Nerval publicó en 1842 en Un roman à faire, la retoma en 1853-1854 en medio de una nueva narración, en la que incluye a otra mujer, una tercera: Octavie, que se incluyó en Les Filles du feu.¹ Casi durante la misma época, en Sylvie había representado a tres mujeres en torno al narrador, de las cuales dos, según él, se parecían hasta ser confundidas. El tema de la semejanza entre dos mujeres es frecuente en la literatura romántica en general, sobre todo en la que privilegia lo maravilloso y lo plausible. Aparece de distintas formas y con usos diferentes. Ya vimos cómo lo utilizó Nerval de manera muy semejante en Corilla. El uso que le dará en este texto es muy distinto. Escrito en un tono grave, trata de un enamorado que se siente atraído por dos mujeres en razón de la semejanza que hay entre ellas. Pese a que el tema esté revestido, de un relato al otro, de una forma muy distinta, se trata esencialmente de lo mismo en Octavie y en Sylvie;² en los dos relatos el yo del narrador y el del autor se confunden, de manera tan evidente, que podemos ver los primeros ejemplos del género autobiográfico en Nerval.³

La parisina, la napolitana

La carta publicada en 1842 en Un Roman à faire, y que sería incluida en Octavie, narra un episodio acaecido en Nápoles durante el primer viaje de Nerval a Italia, en 1834.⁴ Esta carta, compuesta entre estas dos fechas, está dirigida a una actriz parisina.⁵ Inicia con un discurso del autor sobre su dedicación y su mal de amor, en el estilo habitual de las cartas de amor, discurso que concluye con el ofrecimiento de todas sus posibilidades, incluida la muerte: “Todo mi bien es vivir, y también morir, por usted”. Luego viene una meditación alegórica sobre la muerte amiga y consoladora, que introduce el relato napolitano que nos interesa: el autor de la carta recuerda que la idea de una muerte intencional se le presentó una vez en Nápoles, hace tres años, y contará las circunstancias: “Había conocido en Villa Reale a una veneciana que se parecía a usted: una gran mujer, cuyo oficio era hacer retocados de oro para los arreglos de las iglesias”. Van al teatro en la tarde, luego cenan juntos “muy contentos”. “Todos los detalles regresan a mí —asevera— porque todo ello me impresionó mucho, por el parecido que tenía aquella mujer con usted.” Quiere acompañarla a su casa, pero ella se niega, por miedo a que su pareja, que es parte de los oficiales suizos del rey de Nápoles, llegue temprano en la mañana y los sorprenda; su nuevo amigo tendría que levantarse antes del alba ¿sería eso posible? “Bueno —dice Nerval—, hay una manera muy natural, y es simplemente no dormir.” Una resolución tan galante hace que se decida; pero sucede que a cierta hora los dos se quedan dormidos a pesar suyo. Sin embargo, al sonido de las primeras campanas, su compañera despierta: “En un abrir y cerrar de ojos estaba vestido, iba rumbo a la puerta y caminaba sobre el adoquín de la calle de Toledo, todavía lo suficientemente dormido como para no darme cuenta de lo que acababa de ocurrirme”. Se va por algunas calles atrás de Chiaia y se apresta a subir el Pausílipo.⁷ En lo que respecta a la primera parte de la historia, esto es lo que dice la versión manuscrita. El inicio del episodio es el mismo en sustancia en la versión manuscrita y en la versión impresa de 1842, salvo que la narración fue muy abreviada en imprenta: la parte del teatro y la cena fueron suprimidas; la lleva a su casa, aparentemente, tan pronto como la conoce; el militar suizo apenas es objeto de una alusión y el

diálogo vodevilesco sobre su aparición cede su lugar a estas cuantas líneas: “La llevé a su casa, pese a que me hablara de que tenía una pareja en la guardia suiza y que temblara de miedo a que llegara”. Tras haber eliminado un desarrollo que podía resultar chocante, la versión impresa presenta las consideraciones susceptibles a excusar, a los ojos de su destinatario, la lasitud de una noche: “¿Qué puedo decir? Me vino al ánimo perderme por una tarde, e imaginarme que aquella mujer, cuya lengua apenas entendía, era usted, que, por encanto, venía a mí. ¿Por qué habría de ocultarle esta aventura y la singular ilusión que mi alma aceptó sin pena […]?” Naturalmente, este acomodo no alcanzaba para agregar dignidad a su noche napolitana; sobre todo, era necesario agregar a la protagonista y al decoro de la aventura prestigio poético que hiciera al episodio digno de memoria y que justificara la carta.⁸ Justamente esto fue lo que hizo Nerval: agregó una página enorme, donde el sosias de la mujer amada se convierte en una criatura erótico-fantástica que vive en una extraña morada. En esta nueva versión, Nerval nos describe la casa de la italiana:

La habitación a la que había entrado tenía algo de místico en el azar o la selección de los objetos que estaban en ella. Una madona negra, cubierta de oropel —cuyos retoques mi anfitriona tenía que restaurar—, figuraba sobre la cómoda, junto a una cama cubierta de sarga verde; una figura de santa Rosalía, coronada de rosas violetas, parecía, a lo lejos, proteger la cuna de un niño dormido; los muros, pintados de blanco con cal, estaban decorados con viejos retablos de los cuatro elementos, que representaban divinidades mitológicas. Aunado a esto, el bello desorden de telas brillantes, de flores artificiales, de vasos etruscos; espejos cubiertos de lentejuela, que reflejaban vívidamente el resplandor de la única lámpara de cobre, y sobre cierta mesa un tratado de adivinación y de sueños, que me hizo pensar que quizá mi nueva amiga era un poco bruja o bohemia, al menos.

Sin embargo, la mujer de pronto parece preocupada por él, y le dice: “¡Estás triste!”, y se pone a hablar en una lengua desconocida: “Eran sílabas sonoras, guturales, gorjeos llenos de encanto, una lengua primitiva sin lugar a dudas; hebreo o siriaco, no sabría decirlo: ofreció una sonrisa a mi sorpresa y se dirigió a su cómoda, de donde sacó atavíos de piedras falsas, collares, brazaletes,

coronas; una vez engalanada, volvió a la mesa, luego se quedó seria durante largo tiempo”. Es probable que la profesión de la protagonista, bordadora de oro para los ornamentos de las iglesias, haya sugerido a Nerval la idea de la decoración tal y como la describió. Esta metamorfosis de la “gran mujer” de la que sólo habla el manuscrito cae en el ámbito de lo fantástico y lo irreal. El mismo Nerval acentúa esta atmósfera, como si temiera que su lector no se hubiera dado cuenta: “Esa mujer, de singulares modos —dice— engalanada como la realeza, orgullosa y caprichosa, me recordaba a una de esas encantadoras de Tesalia a las que se les daba el alma por un sueño”. Bajo la misma impresión escribe: “Me arrojaba a ese fantasma que me seducía y me aterraba al mismo tiempo”.¹ No es de causar sospechas el carácter adventicio de la transformación que experimenta la bordadora. Si los añadidos de la versión impresa respondieran a recuerdos auténticos ¿por qué Nerval tendría que haberlos omitido en su primera versión? En su primer escrito, lo único que le parecía insólito era el parecido de esa mujer con la dama, su destinataria, de París. Evidentemente no ha de descartarse, pese a que no haya nada que pueda probarlo, que el parecido entre ellas sí corresponda a la realidad; sin embargo, todo lo que fue agregado tiene toda la traza de ser imaginario. No obstante, si bien la nueva página transformó sensiblemente la atmósfera, dejó intacto lo esencial del relato. El episodio napolitano llevaba de partida, lo sabemos desde un principio, una tentativa suicida: por eso, dice el narrador, es que le vino a la memoria esta historia napolitana. Ya veremos que, en efecto, esta tentativa vino en la mañana, después de la buena suerte de la noche.¹¹ ¿Cómo es que están ligadas? Resulta ostensible que aquí se encuentre el significado de este extraño relato. Nerval, como buen narrador, lo urdió de tal manera que su significado no se dejara ver de inmediato. Nada nos indica, de lo que el narrador nos cuenta de sus relaciones con la italiana, que de alguna manera desee la muerte. Tras haber salido de mañana¹² y haber subido al Pausílipo, desde lo alto de la colina contempla el mar azul y las doradas islas: “No me encontraba —dice— entristecido en lo absoluto,¹³ caminaba a pasos agigantados, corría, descendía las pendientes, daba vueltas en la hierba húmeda”. Y de pronto el pensamiento triste, que surge sin indicio alguno: “Pero en mi corazón rondaba la idea de la muerte”. La explicación nos llega después: había experimentado en esa noche una tristeza disfrazada, que acaba de desbordarse; se ve cruelmente sin amor: “Había visto al fantasma de la dicha, había hecho uso de todos los dones de

Dios, me encontraba debajo del cielo más bello del mundo […] pero a 300 leguas de la única mujer que existía para mí y que ignoraba hasta mi existencia.¹⁴ ¿No ser amado y no tener la esperanza de ser amado algún día?”¹⁵ Así pues, una relación sin futuro con una desconocida agravaba el sentimiento de soledad del amante frustrado: tal es el vínculo entre las dos partes del relato. La semejanza entre la desconocida y la amada fue concebida para explicar la experiencia más desoladora: a saber, que la experiencia que proscribe el amor en París y aquella en Nápoles, únicamente le ofrece el simulacro, tienen el mismo rostro. Sólo la versión manuscrita dice enseguida: “Esa mujer extranjera que me había presentado su vana imagen y que se entregaba a mí al capricho de una tarde […] esa mujer me había ofrecido todo el placer que puede existir lejos de las emociones del amor. Pero el amor que no tiene todo esto, no es nada”. Toda la frase desapareció en las versiones impresas;¹ quizá porque Nerval se dio cuenta que repetía, de manera menos delicada, lo que ya había dicho antes. Cuando se da cuenta de lo que significa para él esa noche, la tentación de la muerte lo invadió: “Fue entonces —escribe— que me sentí tentado a ir a pedirle cuentas a Dios por mi incompleta existencia”. Dos veces se precipita sobre el acantilado y, dos veces, no sabe “qué poder —escribe— me devolvía vivo a la tierra que me acogía. No, ¡Dios mío! No me habéis creado para un eterno sufrimiento; no quiero ofenderos con mi muerte. Pero dadme la fuerza, dadme el poder, dadme la resolución que hace que unos alcancen el trono, otros la gloria, otros el amor”.¹⁷ No cabe duda de que Nerval se sitúa entre estos últimos. La noche napolitana es uno de los testimonios más explícitos y más nítidos de su angustia en el amor.

La inglesa

El relato que, en Les Fills du feu lleva como título Octavie, engloba, 11 años después de su creación, la noche napolitana y su preludio epistolar, ahora en el seno de un nuevo relato. Este relato antecedió a los otros y fue terminado después.¹⁸ En este relato aparece una tercera mujer, cuyo nombre da título al conjunto. Inicia en la época en que Nerval se fue de París rumbo a Italia;¹ nos enteramos de que buscaba huir de un amor desventurado con una cantante: a la que escribe, nos damos cuenta, tres años después, la carta que ya conocemos y que va a incluir. Habla de asociaciones de ideas que salían de los bastidores de un pequeño teatro: “Una voz deliciosa, como de sirena, susurraba en mis oídos […] Fue preciso partir, irme de París para dejar atrás a un amor contrariado, del que quería escapar distrayéndome”.² Estas líneas, para los que sabían leer (o creían que sabían), parecían apuntar, respecto de la cantante parisina como también de la amada que no correspondió, a Jenny Colon.²¹ En resumen, huye de este amor y es en Marsella donde conocerá a Octavie, una muchacha inglesa. Ella entra en la narración, entre la parisina y la italiana, sin tener nada en común con ellas. Ella tiene a su vez su poesía: habiéndola conocido en los baños del Château-Vert, la llama “la hija de las aguas”; “un día vino a mí —escribe— orgullosa de que había pescado algo grandioso: tenía entre sus blancas manos un pescado que me regaló”. Tras haberse dirigido, por tierra, rumbo a Florencia, luego a Roma y a Civita-Vecchia, se encuentra con ella en esta ciudad; a bordo del barco que los conduce de allí a Nápoles, “impaciente por la lentitud del navío, dejó marcados sus dientes de marfil en la cáscara de un limón”; intercambian unas palabras, ella es tierna y risueña; en especial, es de un carácter agradable y bondadoso que la distingue de las otras dos mujeres de Octavie: “Acompañaba a su padre, que parecía estar enfermo, y a quien los médicos le habían recomendado el clima de Nápoles”. Le concede una cita a Nerval para el día siguiente: “Si me quieres, me esperarás mañana en Portici. No le concedo a cualquiera citas como ésta”.²² Después de un paseo por la ciudad, y después de una tarde con una familia letrada de Nápoles,²³ llega la noche de la que trata el relato que escribió en París

y que introduce en estos términos: “El encuentro que tuve esa noche es el tema de la siguiente carta, que envié más tarde a aquella de cuyo amor fatal huía al alejarme de París”. En esta ocasión Nerval habla claro, y la dama de París, hasta ahora tratada con moderación, adquiere los rasgos de Pandora, concebida también hacia finales de 1853: amor fatal, causante de su escape.²⁴ En seguida viene la inclusión de la carta y de la aventura que narra, entreacto del romance con la inglesa. La transición que elabora en seguida para regresar a lo de Octavie consiste en retomar, después de su carta, haciéndole unos cuantos cambios, el episodio de su subida al Pausílipo antes y después de su cuasisuicidio; describe la presencia de una luz que iluminaba las ventanas antes del alba, un polvo volcánico que lo invadía todo mientras que se hacía del aire puro acercándose a la cima de la colina: un episodio muy pertinente como preludio de una visita a Pompeya. Luego viene otro episodio vesubiano: cuando llega a Portici, va a visitar Herculanum, de calles petrificadas de ceniza, y luego baja a la ciudad subterránea. “Me paseaba de edificio en edificio, mientras preguntaba a los monumentos el secreto de su pasado. El templo de Venus, el de Mercurio en vano llamaban a mi imaginación. Hubiera necesitado de figuras vivientes.”²⁵ Regresa y se queda pensando: revivirá el pasado con Octavie en unos momentos. “No tardó en llegar, guiando los pasos de su padre, y me estrechó la mano con fuerza, diciéndome: está bien.”² Lo sigue a Pompeya, entre las ruinas, hasta el templo de Isis: “Tuve la dicha —dice— de explicarle exactamente los detalles del culto y de las ceremonias que había leído en Apuleyo. Ella incluso quiso hacer el papel de la diosa y a mí me tocó el papel de Osiris, cuyos divinos misterios le expliqué”.²⁷ En suma, esta mujer, extraordinariamente afectuosa y poética, en medio de las angustias que suscitan las otras dos, parece ser la oferta hecha a Nerval de un amor feliz. Sin embargo, no se atreve a hablar de amor, y ella le reprocha su frialdad. “Entonces le confesé que no me sentía digno de ella. Le conté acerca de la misteriosa aparición que había despertado en mi corazón un viejo amor, y toda la tristeza de aquella noche fatal en que el fantasma de la dicha no había sido otra cosa que el reproche de un perjurio.”²⁸ La noche de Nápoles tomó en esta ocasión la figura definitiva de un episodio de ansiedad y fantasmas; pero “el reproche de un perjurio”, es decir, el remordimiento de serle infiel a la parisina, surge en este preciso momento. No hay rastro alguno de mea culpa del amante infiel en esta carta, pese a que está dirigida a la bien amada, y donde lo cuenta todo. Sólo alega dicha culpa para rechazar el amor de otra mujer. En pocas palabras, esto es lo que le dice a la inglesa: por serle infiel a la que amo, soy indigno de ti. No nos dice qué le respondió ella; aquí se termina la historia. El escenario ya anuncia, curiosamente, el que nos mostrará en Aurélie,

retractándose de su declaración de amor a la mujer de Viena confiándole su amor desdichado por otra.² Terminamos teniendo la impresión de que el gran amor frustrado, pero fiel a pesar de todo, sirve para justificar su evasión ante el amor presente. Octavie y él se separan, y no la vuelve a ver sino mucho tiempo después, cuando vuelve de su viaje a Oriente, en 1843. Se vuelve a encontrar con ella en Nápoles, casada con un pintor paralítico³ y celoso, y dividiendo su dedicación entre esposo y padre, fiel, tal parece, a esa caridad que se quiere ley, y definitivamente lejos de Nerval. Cabe hacerse la pregunta de por qué la carta-relato publicada en 1842 necesitaba situarse en 1853 en una nueva intriga. El principal motivo es sin duda que en el otoño de 1853 Nerval, en busca de un texto para acrecentar su compendio de Les Filles du feu y no reparando en medios, juzgó con razón que esta carta de antaño no debía quedar relegada; pero sólo tenía unas cuantas páginas y había que hacerla más consistente. Ahora bien, pocos meses antes, cuando publicó Sylvie,³¹ donde reaparecía, en una forma distinta, el escenario de las dos mujeres sosias y del amante desesperado que buscaba su consuelo en una tercera mujer, tampoco tuvo éxito. En 1853 Nerval tuvo la idea de completar el antiguo episodio napolitano con un relato más amplio; retomó el triple dispositivo de Sylvie: Octavie también parece ofrecer, como Sylvie, una esperanza que no ofrecen, ni una ni otra de las dos mujeres parecidas, ni la parisina ni la napolitana. Sin embargo, el narrador, absteniéndose deliberadamente de aprovechar esta oportunidad, o al menos de hacer el intento, nos revela uno de los aspectos de Nerval, que ya en Sylvie se dejaba entrever: la imposibilidad, asentada en él, de un amor feliz. El parecido entre los escenarios de Sylvie y Octavie queda bien delineado cuando concluye Octavie con esta reflexión: “El barco que me trajo de regreso a Marsella se llevó como un sueño aquella querida visión, y me dije que quizá había dejado atrás la dicha. Octavie guardó el secreto muy dentro de ella”. De Sylvie, cuando ya estaba casada, había dicho: “Quizá allí se encontraba la felicidad”.³²

XI. “Sylvie”

He aquí la obra más conocida de Nerval, y el relato más relevante jamás publicado en lengua francesa. Nerval lo escribió entre la primavera y el verano de 1853, en un periodo de relativa tranquilidad psicológica. En esta obra narra, con arte delicado y sereno, el tormento fundamental de su vida.

Adrienne y la actriz

Habría que preguntarnos si Sylvie le debe a la Noche napolitana la idea fundamental de las Dos Mujeres parecidas. En cualquier caso, la narración comienza con este tema, sólo que esta vez singularmente más acabado. La primera mujer que aparece en Sylvie es la actriz parisina, pero esta vez Nerval, por vez primera, nos confía la admiración que siente por su imaginación y por sus sentimientos. Cada tarde acude a contemplar a esa estrella del teatro en escena, la idealiza con fervor, a usanza, nos dice, de toda una generación harta de la insipidez de lo real y de la sociedad: “La ávida arrebatiña de honores y posiciones que por entonces se practicaba nos alejaba de las esferas posibles de acción”, leemos al inicio de Sylvie, que ya se sitúa bajo el signo de un desencanto general. Nerval nos confiesa tener un feliz rival, se resigna a ello: “Yo, es una imagen lo que persigo, nada más”. Luego, de los restos de su patrimonio y de las posibilidades de volver a granjearse una herencia, imagina una opulencia que lo ponga por encima de su rival, pero la sola idea termina por causarle repugnancia. Un anuncio de periódico, de la Fiesta del ramo provincial de Loisy, en el Valois de su infancia, basta para cambiar el rumbo de sus pensamientos: “Mañana, los arqueros de Senlis entregarán el ramo de flores a los de Loisy”.¹ Se va a su casa, se echa en la cama y vuelve a él, en una sensación de duermevela, un recuerdo de infancia. Esta página tiene merecida su fama: unas muchachas bailan en ronda sobre el pasto de un castillo bajo el sol poniente, cantando viejos romances. Él está ahí con Sylvie, niña del pueblo vecino de quien está enamorado. Pero descubre frente a él, en medio del corro, “una rubia, alta y hermosa que se llamaba Adrienne”, siguiendo la secuencia de la danza tuvo que besarse con ella; al estrechar su mano, se sintió turbado. Para recuperar el derecho de reintegrarse al baile, ella tiene que cantar, y lo hace al claro de la luna; ella guarda silencio: “Creíamos hallarnos en el paraíso”. Él le hace una corona de laureles: “Parecía la Beatriz de Dante que le sonríe al errante poeta por el confín de las santas moradas […] Era, nos dijeron, la nieta de uno de los descendientes de una familia allegada a los antiguos reyes de Francia; la sangre de los Valois corría por sus venas”. Regresa a París para proseguir sus estudios, y deja a Sylvie afligida y enojada con él. Durante las siguientes vacaciones se entera de que los padres de Adrienne la hicieron ingresar a la vida religiosa.²

Este recuerdo era al mismo tiempo una revelación. “Todo —afirma— me había sido explicado en ese recuerdo entresoñado. El amor vago y desesperanzado, concebido para una actriz de teatro […] era fruto del recuerdo de Adrienne […] El parecido de un rostro olvidado desde hacía muchos años aparecía ahora con singular nitidez.” De ahí la idea de que las dos mujeres pudieran ser la misma, y lo dice a voz en cuello: “¡Amar a una religiosa bajo la figura de una actriz! ¡Y si fuera la misma! —Es para volverse loco”.³ Semejantes consideraciones nos dan una idea de la profundidad con que renueva el tema de las mujeres semejantes. En la noche napolitana de 1844, la semejanza sólo se acentuaba sobre la primacía de la amada por encima de la fácil conquista de su doble, que no hacía más que acentuar la soledad del enamorado; en ningún momento, a pesar de todo el crédito que Nerval termina por darle a la italiana, su parecido alcanzaba a confundir la conciencia del narrador; la amada era la única amada; la otra apenas si inquietaba. Lo decía en sus propias palabras: “¿Por qué no reparo al escribirte este relato? Porque sabes bien que era como un sueño, donde sólo tú reinaste”.⁴ Entonces ¿qué es lo que pasa en Sylvie? Sucede que el gran amor solitario se extiende en toda su fuerza perturbadora: como es por esencia enemigo de lo real, altera la facultad de percibir la realidad del enamorado; es así como Nerval hace el doble de la amada de una mujer del pasado, que de pronto descubre el parecido que tiene con ella, y que tiene más crédito en él que ella; es en Adrienne en quien deposita el origen de su amor, la actriz sólo es el eco; es en Adrienne en quien habrá de desarrollar los atributos de la mujer divina. Ahora cree entenderlo: “—Siempre he amado a la misma mujer; la religiosa, la actriz, es la misma”. Y de pronto, repara en el hecho: “¡Hay de qué volverse loco!” Un escalofrío que interrumpe la fantasía que raya en la frontera del delirio.⁵ Tal vez no sea azaroso que esta idea tenga como protagonistas a una religiosa y a una actriz: sabemos que el gran amor contemplativo hace vacilar a sus adeptos entre una santa protectora y una hada, que brilla en las seducciones fatales de este mundo. No debemos descuidar, en este inicio tan sugerente de Sylvie, la presencia de otro elemento de poder irracional latente en Nerval, esto es, su rechazo a aceptar el tiempo en el orden que le es propio: al confundir a Adrienne y a la actriz, Nerval confunde pasado y presente. Cierto voto de eternidad, que ya hemos encontrado en otros textos de distintas maneras, hace dos de la bien amada: fue y es, es ella y es otra. El amor sería, de ser posible, el vínculo interior de la eternidad. Una quimera asesina; y Nerval, al llamarla locura, se cura en salud; en la melancolía lúcida de su Sylvie todos reconocen la remisión de su mal y una toma de conciencia de él. Explíquese de ahí que pase repentinamente de la

intuición del mal a la idea de su remedio: “Volvamos a la realidad”. ¿Existió Adrienne? ¿Debemos creer lo que Nerval nos dice de ella? No tenemos ninguna prueba ni ningún testimonio que nos obliguen a hacerlo. Y si estuviéramos seguros de que existió ¿qué uso podríamos darle a nuestra certeza? Sylvie narra, tan explícitamente como le es posible, el amor solitario que se aviva a sí mismo, por Adrienne y la actriz, que crea angustia e irrealidad, y la necesidad de encontrar remedio. No habrá remedio, sino frustración y se nos dirá, aunque no del todo claro, por qué.

Sylvie

Nerval busca la salvación en una tercera mujer, que aparentemente para él significa la encarnación de lo real: se trata de Sylvie, de quien estuvo enamorado en otro tiempo. “Ella existe, ella, sin duda buena y de corazón puro […] Todavía me espera. ¿Quién podría casarse con ella? ¡Es tan pobre!” Había que regresar a Loisy, explicarle todo y preguntarle si corresponde a su amor. El narrador se resuelve de inmediato a hacer el viaje. Pero, mientras que el coche avanza en la ruta de Flandes, vuelve a abandonarse a los recuerdos; revive sus antiguas estancias en Valois, acaecidas entre aquel episodio de Adrienne y el presente. Así se confirma el mecanismo cronológico en la narración que se anunciaba desde la ensoñación retrospectiva de París: en dos ocasiones, la experiencia del viaje actual, después de unas cuantas líneas, será interrumpido por una prolongada reminiscencia del pasado. Una construcción significativa: da la impresión de que el supuesto viaje hacia lo real es una excursión hacia lo que ya no existe.⁷ Primero, el narrador recuerda, durante la fiesta patronal, una temporada que pasó en Loisy hace tiempo. La fiesta vuelve por completo a su imaginación: el cortejo de los caballeros del arco entre los cuales se encontraba él; el paseo a través de los pueblos y la excursión estilo Watteau a una isla. Durante el festín, que tiene lugar en ese “Viaje a Citerea”, está cerca de Sylvie, quien, todavía enfadada, se deja besar en la mejilla tiernamente.⁸ La acompaña a su casa a Loisy, pasa la noche a la intemperie en los parajes del convento de Saint-Sulpice, donde quizá, recuerda, se encontraba Adrienne: prueba de que la obsesión no lo abandona. Hasta cae en la tentación de echar un vistazo por encima del muro: “pensé en hacerlo —agrega— pero me abstuve como si se tratara de una profanación”; ciertamente, no fue el azar lo que lo llevó a otorgarle al doble de la bien amada un carácter poco sagrado, prohibido, que atrae pero invita a huir: “Conforme avanzaba, la mañana alejó de mí aquel vano recuerdo y sólo dejó los rosados rasgos de Sylvie”. Por el momento tiene la intención de entregarse a ella. Va a su casa a despertarla; ella lo lleva a ver a su tía abuela a Othys. Atraviesan prados, y mientras caminan recita pasajes de La Nouvelle Héloïse.

En Othys, ambos, en la habitación de arriba a la que subieron en busca de encajes antiguos, descubren los trajes de novia y novio de su tía y de su difunto marido, se los ponen, primero ella, luego él.¹ “En unos instantes me transformé en un novio del siglo pasado. Sylvie me esperaba en la escalera y bajamos juntos, de la mano.” Durante la comida, la tía canta canciones nupciales, que repitieron junto a ella: “Durante una hermosa mañana de verano, fuimos marido y mujer”.¹¹ El episodio tiene mucho sentido: al semejar las nupcias de los ancestros a través de estos jóvenes, identificando los gestos de antaño con los de su tiempo, traiciona su designio de anular el tiempo. ¿Qué fue entonces a buscar Nerval en la región de Valois? ¿Lo real según lo concibe?, ¿o la quimera de un tiempo eternizado? Después de una breve pausa de reminiscencias, vuelve al viaje y al devenir del coche.¹² Sin embargo, de pronto, cierto lugar hace que el recuerdo reaparezca: “Fue por ahí que una tarde el hermano de Sylvie me llevó en su carricoche a una celebración de la región. Creo que se trataba de la noche de san Bartolomé”.¹³ La ceremonia tiene lugar en la abadía de Châalis, uno de los monumentos más venerados de la región de Valois. Se daba una representación alegórica donde actuarían algunas internas de un convento vecino:

La representación era una especie de misterio de la Antigüedad. El vestuario, a base de vestidos largos, sólo variaba en el color, azur, jacinto o aurora. La escena ocurría entre ángeles, sobre las ruinas de un mundo destruido. Cada voz cantaba una de las grandezas del extinto orbe, y el ángel de la muerte explicaba las causas de su destrucción. Un espíritu surgía del abismo, blandiendo en la mano la espada flamígera, e invocaba a los otros a admirar la gloria del Cristo vencedor de los infiernos. Ese espíritu era Adrienne, transformada debido a su vestuario, además de lo que ya lo estaba debido a su vocación. La aureola de cartón dorado que ceñía su cabeza angelical nos parecía en verdad un círculo de luz; su voz había ganado fuerza y amplitud, y las florituras infinitas del canto italiano bordaban con sus gorjeos de ave las severas frases de un pomposo recital.¹⁴

Esta nueva aparición, ahora mística, de Adrienne, en el gusto por los juicios finales tan propio del romanticismo neocristiano, se manifiesta como una versión

sagrada de las apariciones de la actriz, en escena de su teatro, del iluminador de Sylvie. El misticismo, dentro del universo de Nerval, amenaza el sentimiento de lo real: “Al recordar estos detalles —confiesa— me pregunto si son reales, o si, por el contrario, los soñé”. Un poco angustiado al respecto —lo que nos remite a su idea de la identidad entre Adrienne y la actriz— hace un esfuerzo por retener, para sentirse seguro, el recuerdo de las impresiones reales adquiridas en su visita a la abadía: “Pero, la aparición de Adrienne ¿fue tan cierta como los detalles de la incontestable existencia de la abadía de Châalis?” Y rememora más detalles precisos, pero no consigue nada, en lo que se refiere a la aparición: “Este recuerdo quizá sea una obsesión”.¹⁵ No atinaríamos a situar cronológicamente este recuerdo de Châalis entre la serie de episodios del pasado que se recuerdan en Sylvie.¹ En todo caso, Nerval ya lo había narrado en 1850 en uno de los folletines de Los Faux Saulniers, con otros nombres de personas y lugares:

Alguna vez asistí a una representación que tuvo lugar en Senlis, en una pensión de señoritas. Se representaba un misterio —como en la Antigüedad—. La vida de Cristo había sido puesta en escena en todos sus detalles, y la escena que recuerdo era aquella en que Cristo está a punto de descender a los infiernos. Una hermosa mujer de vestido blanco, con una cofia de perlas, una aureola y una espada dorada, encima de un semiorbe que hacía las veces de un astro apagado. Cantaba:

Anges! descendez promptement, Au fond du purgatoire!…

[¡Ángeles!, ¡desciendan pronto, al fondo del purgatorio!…]

Y hablaba de la gloria del Mesías, que iba a visitar aquellos lugares remotos […] La representación tenía lugar en una época monárquica. La señorita rubia era de una de las familias más ilustres del país y se llamaba Delphine. Jamás olvidaré ese nombre.¹⁷

Si es que no lo olvidó, lo reemplazó con el nombre de Adrienne. Las dos narraciones son evidentemente sólo una,¹⁸ y resulta poco prudente atribuirles un trasfondo real. Cuando se detiene el coche al que Nerva se dirigía, dejamos de lado los recuerdos para entrar en el presente. El narrador baja del coche, se dirige a toda prisa hacia Loisy, donde tiene lugar el baile en que se reencontrará con Sylvie: volvemos a la historia que comenzó en París; aquí viene la continuación.

El presente enemigo

Nuestro viajero llega al baile de Loisy temprano; pregunta por Sylvie; consigue verla. Un joven que estaba con ella, su pareja de baile, se va. El diálogo que se entabla de inmediato entre su viejo pretendiente y ella, cuando la acompaña, no se espera nada bueno. Nerval, ya frente al presente, se ve perdido:

Sylvie —le dije— ya no me ama. —Ella suspiró—. Amigo mío, tengo mis razones; la vida no es como queremos que sea. Hace tiempo usted me habló de La Nouvelle Heloïse, la leí […] ¿Recuerda aquel día en que nos pusimos los trajes de novio y novia que tenía mi tía?… Los grabados del libro representaban también a unos enamorados en viejos trajes de antaño, de tal manera que usted era Saint-Preux, y yo creía ser Julie.

Otra impostación de la pareja en personajes antiguos, esta vez de leyenda literaria: vanas ficciones que se repiten dentro de la narración. ¡Ah, hubiera regresado entonces!” Luego lo provoca al reprocharle supuestos amores en Italia y en París:

—¡En París! Sacudí la cabeza sin decir palabra. De pronto pensé en la vana imagen que me había perturbado desde hacía tanto tiempo. —Sylvie, detengámonos aquí ¿le parece bien? Me arrodillé a sus pies; confesé con lágrimas en los ojos mis vacilaciones, mis caprichos; le hablé del funesto espectro que se cruzaba por mi vida. —¡Sálveme! —agregué—. ¡He vuelto para siempre! Me vio con su tierna mirada.¹

Todo lo que podrían haberse dicho se resume a estas cuantas palabras; se

advierte que lo que vino a buscar no está frente a él. El hermano de Sylvie y su galán de baile regresan, un poco tomados, y Sylvie no se atreve a responder, y la tristeza del momento persiste en una apariencia ligera. Los paseos solitarios del narrador, después del baile, dan paulatinamente a su relato el carácter de una peregrinación melancólica por el pasado perdido. Después de una visita a la casa de su tío, donde vivió cuando niño,² “abrumado —confiesa— de ideas tristes que despertaba aquel regreso tardío a lugares tan queridos, sentí la necesidad de volver a ver a Sylvie, la única persona viva y todavía joven que me enlazaba con la región”. Pero en Loisy todos duermen después de un día de fiesta, y se le ocurre visitar Ermenonville.²¹ Reencuentra en el castillo y los jardines todo lo que alguna vez conoció, pero se da cuenta de que “todo eso es triste y solitario”. De nuevo toma el camino hacia Loisy, va a casa a ver a Sylvie, la halla frente a un tocador de señorita rodeada de muebles modernos. “Tenía ganas de salir —dice— de esa habitación en que no había restos del pasado.”²² Ha dejado de fabricar encajes para hacer guantes, oficio de cierta manera industrial. Ella lo explica prosaicamente: “Trabajamos para Dammartin; es muy rentable en esos momentos”. Juntos toman el camino de Châalis y atraviesan el bosque, y se detienen: “Nuestra conversación —dice Nerval— ya no podía ser muy íntima”. De cualquier modo, intercambian algunas palabras de infancia, sin gran consecuencia.²³ Nerval recuerda a la tía de Othys: se entera de que murió. Durante el transcurso del paseo se da cuenta de que la región de Valois ya no es la región de Valois, ni Sylvie es Sylvie. Llegan a los estanques de Châalis.²⁴ Aún tiene la esperanza de provocar un “momento de expansión como el de la mañana”, pero no encuentra la ocasión. Entonces toma una extraña decisión:

Tuve la desgracia [dice] de contarle de la aparición de Châalis, anclada en mi memoria. Conduje a Sylvie a la misma sala del castillo en la que había oído cantar a Adrienne. —¡Oh, déjeme escucharla cantar! —le dije—; que su querida voz resuene bajo estas bóvedas y ahuyente el espíritu que me atormenta, ya sea divino o fatal. Y repitió y cantó después de mí:

Anges! descendez promptement,

Au fond du purgatoire!…

[¡Ángeles!, ¡desciendan pronto, al fondo del purgatorio!…]

Así pues, considera su obsesión por la religiosa como un verdadero maleficio, y es una especie de exorcismo lo que espera de la intercesión de Sylvie. Sin embargo, ella no entiende lo que está haciendo, y su canto, naturalmente, no es virtuoso. Y él, cada vez más desamparado y torturado siempre por la duda sobre la verdadera existencia real de Adrienne, le pregunta cuando pasan frente al convento de Saint-Sulpice-du-Désert: “¿Qué fue de la religiosa? —pregunté de pronto. —¡Es usted necio con su religiosa… Pues bien, acabó mal. —No agregó ni una palabra más”.²⁵ Curiosamente, a partir de este momento y sin interrupción, digamos, sus fantasías viran hacia la actriz:² “Una idea muy distinta me cruzó por la mente. A esta hora, me dije, debe de estar en el teatro… ¿Qué interpretará Aurélie esta tarde? Seguramente el papel de princesa en la nueva obra. ¡Oh, qué si es conmovedor el tercer acto!… ¡Y la escena de amor del segundo acto! Con ese primer galán arrugado…”²⁷ Apenas se dejaba barruntar, de regreso a Loisy, un ligero dejo de interés, fugaz, por Sylvie, y un nuevo deseo de arrojarse a sus pies y pedirle matrimonio, “pero en aquel momento llegamos a Loisy, nos esperaban para la cena”.²⁸ Es difícil no sonreír ante semejantes razones. Nerval perdió el entusiasmo desde el primer momento. Durante la cena, donde se contaba con la compañía de unos vecinos invitados, se echa la suerte del viaje de Nerval a Loisy. Entre animadas pláticas de pueblo, Nerval se entera de que el galán de Sylvie es Grandes rizos, su hermano de leche, quien lo salvara de ahogarse; se entera de que se va a casar con Sylvie y que va a poner junto a ella una pastelería en Dammartin. “No pregunté nada más —escribe lacónicamente—. El coche de Nanteuil-le-Haudoutin me condujo de regreso a París el día siguiente.”²

Aurélie

Nerval comprendió el significado de lo que al inicio de su viaje llamaba lo real, que no era otra cosa que un pasado imposible de restablecer. En el devenir de esta toma de conciencia que lo aleja de Sylvie, se refugia en Aurélie, la única real y contemporánea; ya no quiere valerse de su doble fantástico, incluso si ese doble sigue siendo un problema para él. Entonces vuelve a la butaca acostumbrada del teatro. Aunque ya no con las mismas intenciones: ahora buscará una presencia en Aurélie, ya no distante, pero sí cercana y efectiva. Si bien es muy tímido, no es menos franco; se le declara en una carta que firma “Un desconocido”; mejor aún, al día siguiente se va a Alemania. Allí le escribe un drama de los amores de Colonna y de Laura (o sea, el prototipo de la pareja separada). Luego regresa a Francia, le ofrece el papel principal en su obra, le confiesa que él es el desconocido de las cartas, busca establecer junto a ella un vínculo humano consagrado en el amor. Ella no lo rechaza y, tras la ruptura de una relación anterior,³ le escribe con efusión. Se une a la compañía de Aurélie por provincia en calidad de señor poeta;³¹ entabla una amistad con el traspunte, “el viejo Dorante de las comedias de Marivaux”;³² lo persuade de ofrecer funciones en la región de Valois, en particular en Senlis y Dammartin. Como era de esperarse en Senlis pasean a caballo por los estanques de Commelle, cerca de Chantilly, y de ahí se dirigen, con una intención muy específica, a Orry.³³ “Había planeado —nos dice tranquilamente— llevar a Aurélie al castillo, cerca de Orry, al mismo jardín en que vi por primera vez a Adrienne.” ¿Por qué una nueva versión de la tan singular experiencia de Châalis con Sylvie? Es peor aquí: necesita saber si Aurélie se sentirá consternada de descubrir que ella y Adrienne son una sola. De tal confesión, de tener lugar, devendría una cruda angustia para Nerval. Además de un sentimiento de mórbido extravío que lo cegó de ver desde un principio la identidad de las dos mujeres, se aúna este terrible descubrimiento: que ha sido utilizado por un ser de dos caras, a la vez divino y mundano, que sobrepasa la índole terrestre. Si, por el contrario, se hubiera tratado de dos seres diferentes hubiera tenido todo a su favor para exaltar y adoptar a la amada del presente, olvidando el amor de su adolescencia. De hecho, cuando lleva a Aurélie a Orry no ve nada de eso: “No demostró emoción

alguna”, dice Nerval. Si Adrienne fuera real, sería una mujer insignificante: de no existir tal duplicidad, se entregará a la mujer amada en turno. La desgracia radica en que no está del todo seguro de sí; necesita de ella para estarlo. Hace lo único que le queda por hacer: se lo “cuenta todo”, como lo hizo con Sylvie y como lo hará con Octavie. “Entonces se lo conté todo; le conté el origen de aquel amor vislumbrado en las noches por las noches, soñado más tarde, realizado en ella.” La delirante confesión tuvo su consecuencia inmediata: “Me escuchaba seriamente y me dijo: —¡Usted no me ama! Espera que le diga: la actriz y la religiosa son la misma;³⁴ lo que quiere es un drama, eso es todo, y no encuentra el final correcto. Váyase, ya no le creo”. Henos frente a un Nerval que, pese a todo, creía estar en pos de cierta clase de amor perturbado, convencido de no estar enamorado. Durante su discurso ha dejado en claro no lo que podía ofrecer, sino lo que necesitaba, el apoyo que implora, que, en realidad, exige; al hablar de amor ha hablado de sí mismo. “Sus palabras —confiesa— fueron un relámpago. ¿Aquellos entusiasmos estrafalarios que desde hacía tanto tiempo había experimentado, aquellos sueños, aquellas lágrimas, aquellas desesperaciones y cariños… ¿no eran amor? ¿Dónde está entonces?” A Fabio, de Corilla, le sucede igual, y no dice nada al respecto. La pregunta del narrador de Sylvie es patética. Aurélie contraerá matrimonio con el traspunte; Nerval recuerda que un día le dijo: “Ahí está el que me ama”. Porque aquel estaba consagrado a ella, la ama para ella y para sí mismo, no para su sueño.³⁵ Como ya hemos visto, esta historia ocupa varios niveles del pasado y un presente que situamos alrededor de 1837. No es hasta el último capítulo,³ 16 años más tarde, en que aparece el verdadero presente, en el que se escribe la obra, el presente del epílogo y de las historias. Esta “Última hoja”, atractiva en cuanto busca uniformar el sentido del relato, le da también su último tono, un tono distante y dosificado en la medida de lo posible: “Tales son, comienza, las quimeras que nos fascinan y nos extravían en la mañana de nuestra vida […] Las ilusiones caen unas tras otras como las cáscaras de un fruto, y el fruto es la experiencia”. Muchas cosas han cambiado en 1853, pero Nerval sigue visitando a Sylvie, a su esposo el Grandes rizos y a sus hijos; va a verlos a Dammartin donde viven. Leemos con emoción los detalles de sus visitas, y con sorpresa la última revelación que nos ofrece el autor, que guardó para el final. Había “olvidado decirnos” que intentó una última vez aquella relación AdrienneAurélie: “El día en que la compañía de teatro de la que Aurélie formaba parte se presentó en Dammartin, llevé a Sylvie al espectáculo y le pregunté si no encontraba algún parecido en la actriz con alguien que había conocido. —¿Con quién? —¿Recuerda a Adrienne? Soltó una carcajada y me dijo: —¡Vaya

ocurrencia! Luego, como reprochándoselo, me dijo suspirando: —Pobre Adrienne. Murió en el convento de Saint-S…, hacia 1832”. ¿Por qué Nerval esperó hasta el final para decirnos esto? Tal vez porque es decisivo: en realidad Adrienne tuvo una existencia aparte, y la fecha de su muerte, anterior a las relaciones de Nerval con la actriz, la deja fuera de nuestra historia. De tal manera que Nerval quiso que su relato finalizara al mismo tiempo que la duda delirante de la que había nacido y que lo había acompañado de principio a fin.

¿Cuál es el sentido de Sylvie?

Una vez entendido que el proyecto de Nerval en Sylvie no consistía tanto en comentar el transcurso de los acontecimientos reales de su vida, como en inventar un relato que diera cuenta de manera figurada de algunos problemas de la misma, sólo entonces Sylvie se nos revela como una especie de novela de aprendizaje, alejada de toda biografía particular y susceptible de contribuir a la enseñanza de cualquiera. En este relato tan significativo el sentido no es la única dificultad, pero está en primer plano. Nerval lo sospechaba, él que en la “Última hoja” de su texto intentó condensar dicho sentido en un adiós: “¡Ermenonville! […] perdiste tu única estrella, que irradiaba para mí un doble destello. Azul o rosa como el engañoso astro Aldebarán, ora Adrienne ora Sylvie —las dos mitades de un solo amor—. Una era el sublime ideal, la otra era la dulce realidad”.³⁷ Pero ¿es en verdad la dupla ideal-realidad lo que encarnan ambas jóvenes? No encontramos nada de esto a lo largo de la narración. Quizá sólo tenía la intención de apaciguar un poco al lector, haciendo mención, justo al final, del dúo tan familiar a la sensibilidad romántica, y guardando silencio acerca de lo que sí dejaba en claro su texto: que lo real decepciona y que lo ideal tortura. Es especialmente significativo que no diga nada de Aurélie, a partir de quien todo comenzó y en quien se encarna un ideal que da pie a la locura. Es necesario ver las cosas más detenidamente para entender la verdad que encierra Sylvie.

Génesis del amor nervalino

Sylvie, en tanto que tipo femenino, tiene algunas hermanas dentro de la obra de Nerval: hijas de la región de Valois y pueblerinas como ella, cantantes de canciones populares transmitidas oralmente por los antepasados, criaturas de su lugar, llenas del encanto ingenuo y acentuado del pasado local, que pervive en ellas. Como Émerance de Senlis y Célénie de Chantilly: en ellas parece sobrevivir un edén perdido.³⁸ Al igual que Sylvie ¿son personajes reales o imaginarios?³ Si es que representan la realidad se trata de una realidad poetizada: ¿cómo podría Nerval amar sin idealizar lo que ama? En ellas, la simplicidad del pueblo adquiere una naturaleza, a su manera, noble y elaborada. Va todavía más lejos: da a Sylvie una sonrisa “ateniense”⁴ y hace de ella una “Minerva sonriente e ingenua”.⁴¹ Sin embargo, Sylvie difiere de sus semejantes; ella, al igual que él, tiene la mente llena de recuerdos; ella es la única a la que sigue viendo, es decir, la única que existe en el presente y por tanto la única que decididamente se ha desprendido del pasado. ¿Le era posible ignorar que perseguía una quimera cuando la imaginaba aún como ligada al pasado? Apenas la volvió a ver, según nos cuenta Nerval, ya depositaba en ella, con encanto y gentileza, la voluntad de olvidar la infancia, la promesa de no hacerse ilusiones; con las primeras palabras ve erigirse entre ellos el muro del presente. La frase que se encuentra casi al final de Sylvie debe leerse completa: “Quizá allí estaba la dicha; sin embargo…”⁴² Ese quizá, ese sin embargo dosifican particularmente el arrepentimiento precedente; la frase inacabada traiciona una idea que no se atreve a expresar por completo. Lo que no está dicho aquí, se revela claramente en una frase de Aurélie; se halla en Saint-Germain, adonde ha ido a buscar el recuerdo de los dichosos días de su juventud: “Allí estaba —escribe— cierta terraza que la sombra de los tilos cubría, y que también me hacía recordar las jovencitas, parientes, entre las cuales crecí. Una de ellas…⁴³ Pero ¿cómo comparar aquel vago amor de infancia con el amor que devoró mi juventud? Sólo se me ocurría a mí pensarlo”.⁴⁴ ¿Entonces sucede que Nerval vino a Loisy con la esperanza, como él mismo lo dice, de encontrar la felicidad?, ¿o más secretamente tal vez, con la intención de afrontar, a través de Sylvie, la decepción de la cual afloraría lúcido, para así

hallar, en el núcleo mismo del pasado, la voz que, en una palabra, le concediera la facultad de hacerse hombre? Con todo, el adiós sigue siendo doloroso a más no poder; el amor adulto sigue siendo temible y el encanto del pasado no deja de serle invencible. También tómese en cuenta que la lección aprendida en Loisy no ha de ser considerada como un momento único y decisivo en la vida de Nerval, sino como un aspecto de una experiencia que siempre se repite. En Promenades et souvenirs, notoriamente escritos después de Sylvie, vuelve a llenar su discurso con sus paraísos de infancia, a los cuales Aurélie, durante la misma época, da la espalda. Si consideramos Sylvie más que una novela, como una parábola de la imposibilidad de la dicha en el amor, convendríamos en que el tema principal es el amor adulto. El protagonista se percata en Sylvie de que la solución a su mal no está en Loisy; dicho de otro modo, que el remedio no está en el pasado. ¿Pero es que realmente existe un remedio? Ir a Loisy es, a decir verdad, su último recurso. ¿Cómo está presentado este amor de adulto? El tipo femenino en cuestión, antípoda de una pueblerina, es una actriz parisina adorada contemplativamente, de nombre Aurélie. Sin embargo este tipo está ligado, en Sylvie, al de Adrienne, cuya figura es inseparable desde un principio, puesto que la relación entre ellas dos, elementos psicológicamente parecidos, es el origen de la perturbación del narrador. Ahora bien, Adrienne es, en tanto que tipo de heroína, muy distinta a la actriz. Es una muchacha de la región de Valois, que Nerval conoció durante su infancia como a todos en el pueblo; es igual a ellos, pero distinta por su condición aristocrática, que se presta a comparaciones de alta literatura.⁴⁵ Aunque en su primera aparición el color edénico de la representación y el canto de un viejo romance parezca emparentarla con sus hermanas campesinas, todo lo concerniente a ella está escrito en un tono más grave y más solemne que el del resto de las muchachas de la provincia. Dicho tipo femenino se repite en distintas ocasiones en los últimos escritos de Nerval: las “hermosas primas” de Saint-Germain,⁴ en especial Sophie, de la que habla con tanta emoción en Pandora; un retrato de la archiduquesa Sophie, a la que vio en Viena, nos remite a ella, por el doble efecto de la homonimia —una vez más— y del parecido: “Augusta Archiduquesa […] me recuerdas a la otra… sueño de mis amores de juventud, por quien tantas veces franqueé el espacio que separaba al hogar natal de la ciudad de los Estuardo”.⁴⁷ Tal parece que sus primas pertenecían a un estrato social noble y militante que de algún modo pudo llegar a impresionar a Nerval: “El recuerdo de mis hermosas primas, intrépidas cazadoras con las que solía pasear por el bosque, ambas hermosas como las hijas de Leda, todavía me cautiva y me embriaga”.⁴⁸ Su prima Héloïse, bordadora, conocida también como la Criolla, entra en un tipo análogo aunque se habla de

ella en un paso más infantil. Las sirvientas consiguen una cita secreta con ella, en un cuarto que tenía un retrato suyo al óleo, en donde pudo —no le pareció de mal gusto— adorar su imagen antes de verla. En ese óleo,

una pinza de plata atravesaba el espeso nudo de sus cabellos, y su busto era refulgente como el de una reina, bordado con retocados de oro sobre terciopelo. Perdido, loco de embriaguez, me puse de rodillas ante la imagen; una puerta se abrió, Héloïse se acercó y me vio con un gesto de risa. —Perdón, reina —me dije—, creí ser el Tasso a los pies de Eleonora […] No pudo contestarme nada y nos quedamos mudos en la semioscuridad. No me atreví a besarle la mano, pues mi corazón se habría hecho pedazos.⁴

En tanto que poesía, el silencio de Héloïse equivale al canto de Adrienne, y el episodio nos adelanta, tal vez, lo que hay en el corazón de Nerval.⁵ Tal y como describe su infancia, se hallan en ella dos tipos de muchachas de dos clases sociales diferentes, que encuentran a su vez dos tonos que les corresponden en amor y poesía. Tal vez ésta haya sido la experiencia que Nerval vivió durante su adolescencia, y en ese sentido tiene razón cuando establece el contraste, en las últimas páginas de Sylvie, entre Adrienne y Sylvie, como si se tratara de la oposición entre lo ideal y lo real —con la condición, claro está, de que se entienda esta antítesis, no como las del cielo y de la tierra, sino como la oposición de dos modalidades, la fantástica y la pastoril, del amor como sentimiento—. Adrienne, de alguna manera, se presta a la misma consideración que Sylvie: ella también difiere significativamente de las familiares de Nerval. Cierto misticismo afecta en ella el tipo de niña de sangre noble: tan pronto como entra en escena, entra a la vida religiosa, y ya no la volvemos a ver hasta que está en su papel de ángel en el drama sobrenatural. Al respecto, no sólo difiere de sus iguales campesinas, sino también de las hijas de buena familia, más cercanas a ella: ninguna mujer en Nerval, excepto ella, tiene algo que ver con el más allá. Gracias a su internamiento en la vida religiosa y a su relación con el otro mundo, posee un carácter sagrado que las demás no tienen; pero posee al mismo tiempo la naturaleza ambigua de lo sagrado donde convergen la promesa de la salvación y el llamado de la muerte. El carácter trágico de Adrienne va de la mano de otra novedad: se crea una alianza con un tipo diferente del suyo,

incluso contrario: el de la actriz, símbolo de pecado y belleza mundana. Ambos tipos se encuentran unidos por una misma condición aristocrática; la muchacha noble puede convivir con la actriz en la imaginación romántica, ennoblecida por la distancia, el vestuario, la decoración, la ficción que representa. Como cuando la actriz recorre el bosque a caballo: “Aurélie, amazona, con sus cabellos rubios flotando, atravesaba el bosque como una reina de la Antigüedad, y dejaba absortos a los pueblerinos”.⁵¹ Así pues, Nerval imagina a su Aurélie en otro texto “rubia, estilo borbónico —Luisa de Orleans, por ejemplo—”.⁵² Al mismo tiempo que la actriz adquiere un aspecto aristocrático, la descendiente de los reyes, que se ha convertido en religiosa, sube a un teatro sagrado: en el amor, como lo entiende Nerval, la ópera cómica y el drama teológico se hacen eco. Tras haberse separado del paraíso de los amores de infancia ¿cómo es que se constituyó el fantasma tortuoso de Aurélie-Adrienne? Seguro nació cuando Nerval, acercándose a su madurez, dejó detrás de sí, para siempre, el tiempo de los primeros amores; ni Sylvie ni Célénie ni Émerance estuvieron de moda. Sólo el otro amor estaba en la lista, con el prestigio y sus representaciones femeninas dignas de la madurez. Pudo hallar en él la exaltación y el sufrimiento, como nos lo hace ver, y dejar allí, varado, su corazón. Las muchachas de Valois, todas, querían al pequeño parisiense y lo admiraban sin exigirle nada; definitivamente ése era el edén. Las otras debían ser seducidas con más tiempo: Adrienne, fuera de su alcance; Héloïse, afirma, le hizo conocer el dolor, y Sophie, su prima, “la ingrata Sophie”, de quien nos cuenta que “traicionó a su joven caballero por un guardia de corps de la compañía de Gramont”.⁵³ Hay que saber medir al rival, o conformarse con amarlas de lejos, obteniendo un placer sombrío de su inaccesibilidad. Este amor trae infortunio y frustración; es sublime y aciago a la vez: está fuera, obvia decirlo, del paraíso. Dentro del mecanismo de este amor es posible adorar, pero también odiar, porque se ama en vano. Es posible hacerse las mismas preguntas respecto de la mujer que ha sido elevada al rango divino que las que nos hacemos respecto de Dios: ¿es nuestro amigo o nuestro persecutor? Aquel recuerdo del paraíso jamás se borrará; el dolor presente lo resucitará una y otra vez; irá en busca de él sabiéndolo perdido. Diversión amarga; toda la verdad radica en el tormento de hoy.

El mal de amor según Nerval

Sylvie, que se quiere, de principio a fin, una escuela de resignación a la soledad, disimula sus aflicciones. Sin embargo, los personajes de la religiosa y de la actriz son la prueba de que en realidad se trata del gran amor fatal, y ya no de niñerías. Da la impresión de que Sylvie reduce el mal de amor a la angustiante confusión de dos personas de las que se está enamorado: pero, a decir verdad, sólo se trata de una, de la actriz, y justamente Nerval sufre a causa de su división en dos: al ser incapaz de considerar y amar a Aurélie en su realidad, inventa para ella una doble fantástica, supuestamente nacida de un maravilloso episodio de infancia, y que será la encarnación de su vértigo de lo real y lo atemporal. La función de este doble, muy tortuoso sin duda, es una resonancia de la naturaleza de su amor. Los únicos pasajes de Sylvie en que se rompe la serenidad del relato tienen lugar cuando confiesa dicho dolor, cuyo origen achaca indistintamente a Adrienne y a Aurélie. Feliz de que la luz del día la haya sacado de su pensamiento,⁵⁴ llama a Adrienne “vana soberana”. Sin embargo, está pensando en Aurélie cuando habla de “la vana imagen que desde hacía tanto tiempo me había perturbado”;⁵⁵ e inmediatamente después y en el mismo ánimo, cuando se refiere al “funesto espectro que se cruzaba por mi vida” y pide a Sylvie que lo libere de él, también está pensando en Aurélie; sin embargo, este “funesto espectro” también puede remitirnos a Adrienne, criatura que lo obsesiona, de dudosa realidad.⁵ Por último, cuando habla “del espíritu que me atormenta, sea divino o fatal”, también se refiere, inequívocamente, a Adrienne.⁵⁷ En Sylvie, este amor torturado sólo aparece en alusiones: Nerval cuenta lo que hizo para sanar, fingiendo haberlo conseguido. No obstante, toda su obra está llena de un fantasma femenino adorado y persecutor: la cantante inclemente, destinataria de las cartas de amor; Corilla, la irónica estrella de la ópera; la estrella de tragedia (ya se trata de Aurélie) que desespera al ilustre Brisacier; la Aurélie de Sylvie de fría sabiduría y su doble, la fantástica y perturbadora Adrienne; la maligna y divina Pandora del teatro de Viena —entre todas componen el objeto ambiguo de este amor desterrado de lo real que no sabe satisfacerse—. A pesar de que Nerval, en Sylvie, se exprese con amplia cautela, no deja de

decirnos que vino a Loisy para curar su mal. Nos dice que aprendió, junto a Sylvie, a liberarse del pasado, y que, habiendo querido amar a Aurélie sin quimeras, supo por ella que no era conveniente. La conclusión de Sylvie es entonces un aprendizaje. ¿Aprendizaje o duelo resignado? Las dos cosas, puesto que la razón sólo triunfa a partir de una serie de renunciamientos, cuya culminación es la noticia de la muerte de Adrienne, que nos deja desolados. Sylvie resulta igualmente discreta en el capítulo de la muerte, tanto como en el del mal de amor, incluso si el sentimiento de desasosiego se halle por doquier, pues subyace bajo el encanto de la vieja Francia y bajo el discurso nítido de Nerval. De las tres amadas de Sylvie, una está muerta, las otras han sido dadas por perdidas: no hay sabiduría que impida que muerte y pérdida sean, en última instancia, sinónimos.⁵⁸ Nerval, como no quiere decirlo en Sylvie, lo dice en otra parte: “Héloïse se casa hoy; Franchette, Sylvie y Adrienne,⁵ las doy por perdidas para siempre —el mundo está desolado. Poblado de fantasmas de voz lastimera, murmura cantos de amor sobre los escombros de mi desasosiego. Aun así, quiere que regreséis, dulces imágenes; ¡he amado tanto! ¡He sufrido tanto!” La celebración de la bien amada muerta parece equivaler al canto supremo del amor. ¿Muerta o inmortal? Ya conocemos el inicio de Les Cydalises:

Où sont nos amoureuses? Elles sont au tombeau! Elles sont plus heureuses Dans un séjour plus beau. ¹

[¿Dónde están nuestras enamoradas? Descansan en el sepulcro. Son más felices en una morada más hermosa.]

La fe de Nerval no es tan firme como presumen los dos últimos versos; los fantasmas femeninos lo angustian tanto como lo atraen. Es el mismo caso en el recuerdo que evocan los versos de Artémis:

Celle que j’aimai seul m’aime encor tendrement: C’est la Mort — ou la Morte… Ô délice! ô tourment!

[La que yo amé todavía me ama con ternura: es la muerte —o la muerta—. ¡Oh delicia! ¡Oh tormento!]

Y qué decir de aquella muchacha que habría podido amar, como aquella hija de la casera de Chantilly: “La vi tan joven, y fácilmente me habría enamorado de ella si no hubiera tenido por aquel entonces el corazón ocupado”. ² Y de inmediato le viene a la mente la balada de “Der Wirtin Töchterlein” [La hija de la casera] de Ludwig Uhland y la queja de los tres amigos, que según él, el último cierra: “No llegué a conocerte… pero te amo y te amaré por siempre”. Esta cita falsea el texto alemán, que sólo dice: “Siempre te amé, hoy todavía te amo, y te amaré por toda la eternidad”. ³ Nerval va más lejos: presupone la eternidad de este amor, y presupone que lo inspira una mujer que el enamorado acaba de ver por vez primera, y ya muerta. Reconózcase aquí una variante inusual —nervalina— del amor eternizado.

XII. “Aurélie”

Henos frente a la última obra de Nerval. La escribió a finales de 1853, mientras estaba internado en la clínica del doctor Blanche, y la concluyó o terminó de corregir en Alemania, en mayo-junio de 1854. Aurélie fue publicada en dos partes en los números del 1º de enero y del 15 de febrero de 1855 de la Revue de Paris: la muerte del autor sobrevino entre estas dos fechas.

La fábula de amor de Nerval

Aurélie, como Sylvie, se inscribe en el relato del género autobiográfico, pero con menos gravedad, y transcurre en una verdadera odisea espiritual. El punto de partida sigue siendo una historia de amor que la obra de Nerval ha dado a conocer de formas diferentes. Si bien es cierto que un amor infortunado es el origen de Aurélie, convéngase en que este amor ya era el tema principal de las cartas a una actriz, que se remontan a 1837-1838. En 1839, otra actriz y otro enamorado, que en mucho se parecen al de las cartas, se hallan en Corilla, donde también un amor transido tiene su fin en el fracaso. Más tarde, el “ilustre Brisacier”, en su susodicha carta, le da el nombre de Aurélie a la actriz de comedias a la que le rinde pleitesía, antes de declararse víctima de su perfidia: “¡Pobre Aurélie! […] no me amaste ni un instante, fría Estrella!”¹ Este fragmento fue publicado en 1844. El protagonista de las “cartas de amor”, y el de Corilla, ambos Brisacier, aunque no se trata expresamente de Nerval, hablan en primera persona y podemos ver a Nerval en ellos.² La adorada actriz de comedias aparece, después de una espera de 10 años, hasta Sylvie, como personaje de un relato en que el propio Nerval se asume como protagonista. En todo momento es llamada Aurélie; el personaje está muy bien delineado, y su aventura con el narrador está relatada de manera clara, hasta que el desacuerdo y el rechazo hacen aparición. Pero los malentendidos tormentosos o violentos de las cartas y el episodio de humillación y de enojo de la carta de Brisacier ya no están presentes, desaparecieron sin dejar rastro. Por el contrario, con la novedad en puerta, Nerval deposita un doble fantástico de Aurélie en la persona de Adrienne, muchacha ha mucho tiempo amada, que siguió su camino en la senda religiosa, cuyo amor ya olvidado se le antoja el origen de su adoración actual por la actriz. La angustia que este extraño desdoblamiento le causa, es prueba ostensible de la turbación inherente que tiene el amor-adoración en él. Sylvie, publicada en 1853, procura concluir en una especie de calmante para tal azoramiento; unos meses después, Nerval escribía Pandora, donde reaparece el tema, como ya lo vimos, traspuesto en un incidente vienés, la humillación que sufre Brisacier a causa de su Estrella, asumido en este nuevo relato por el mismo Nerval como un episodio de su propia vida. La protagonista ya no lleva el nombre de Aurélie, sino el nombre

calamitoso de Pandora, como si Nerval hubiera querido, para guardar de todo mal a su heroína de amor puro, ahorrarle un nuevo doble, éste sí maléfico y enemigo. Difícilmente esta separación de dos tipos femeninos, uno adorable, el otro maldito, puede disimular al único ser, adorado y funesto. Un fragmento manuscrito, que suele fecharse, con mucha plausibilidad, en la misma época,³ muestra cómo en el corazón y en la imaginación de Nerval todas las características de su historia de amor seguían dependiendo de la misma mujer. En este fragmento, al hablar de la carta de Brisacier publicada por él en 1844, Nerval apunta: “Algunos pasajes en mi pensamiento trazaban el perfil ideal de Aurélie, la actriz de comedias, esbozada en Sylvie”.⁴ Ésta es la identidad que establece entre la Aurélie que humilló a Brisacier y la de Sylvie, que sólo es severamente franca: ambas son, en resumen, adorables y adoradas. Todavía más significativo resulta que, en el final del prefacio “À M. Alexandre Dumas”, Nerval, al identificarse con su desafortunado Brisacier, escribe lo siguiente:

Una vez persuadido de que escribía mi propia historia, me conmovió este amor por una estrella fugitiva que me abandonaba sola en la noche de mi destino, lloré, me estremecí ante las vanas apariciones que llegaron a mi sueño. Después un rayo divino iluminó mi infierno; rodeado de monstruos contra los cuales luchaba oscuramente, me así del hilo de Ariadna, y desde entonces todas mis visiones se hicieron celestes. Algún día escribiré la historia de este “descenso a los infiernos”, y veréis que no porque la historia esté falta de razón querrá decir que no tiene juicio.⁵

Así nuestra Aurélie —ésta es la historia que anuncia aquí— está situada, no podemos dudarlo, en el punto donde convergen una serie de escenarios relativos a los pormenores amorosos de Nerval y de una cantante jamás conquistada. En todas las versiones es cantante, y conservó su nombre de Aurélie, tanto en lo que nos llegó de una versión primitiva de Aurélie, como también en las pruebas de la versión impresa.⁷ Conviene leer a la luz de esta serie de textos, en una secuencia de 15 años, que hay que leer el inicio de la Aurélie definitiva, donde se resume por última vez esta fábula de amor.⁸

Difiere de todas las versiones anteriores este relato breve, en primera instancia por el hecho de que la bien amada deja de ser una mujer de teatro, y porque no tiene, para ser exactos, el mismo nombre; “Una mujer —escribe Nerval— que había amado ha mucho tiempo y que llamaré Aurélie, para mí estaba perdida”. Lo que llama la atención, en especial, es que Aurélie, al contrario de las que la precedieron, sea absolutamente amada y digna de ese amor. El nuevo relato en su versión primitiva, hace a un lado todo lo que, en la fabula de amor nervalino, es persecución, rencor, rechazo o huida. Es muy posible que el cambio de nombre, pese a su insignificancia, consagre la purificación que va a marcar a Aurélie completamente. Por último y sobre todo, Nerval introduce en la fábula dos episodios nuevos: el de Viena, con un nuevo amor, del que se deshace rápido, por una dama que, según los datos, podemos identificar con Marie Pleyel, y otro episodio, en Bruselas, donde vuelve a ver a esta mujer, al mismo tiempo que a la bien amada. Estos episodios, su origen y comienzo, ya estaban en otra parte.¹ Sin embargo, también sabemos por Pandora de las relaciones de Nerval, en Viena y en Bruselas, con Marie Pleyel. Ahora bien, de Pandora a Aurélie, escritas con unos meses de distancia, todo cambia en la naturaleza de estas relaciones: agrias y tormentosas en Pandora llegan a su término en Bruselas con una huida apresurada del protagonista; en Aurélie, impregnadas de tierna benevolencia concluyen, también en Bruselas, con intercesión de la dama de Viena ante la bien amada, a favor de Nerval. Consta el trabajo de purificación de la fábula de Nerval, del cual Aurélie nació. Del combate de Nerval con sus demonios emanó la última imagen de la bien amada, la Aurélie clemente y casi divina de Bruselas; también la imagen del amante victorioso, al menos mediante el perdón.¹¹ Todo lector sabe que tal victoria es pasajera, que el combate persiste, que su continuación es el tema de Aurélie. Sin embargo, transportado a un nuevo plano. El mal que amenaza ya no se halla en la mujer amada, elevada al rango de deidad propicia: de ahora en adelante los peligros nacerán fuera de ella y, para decirlo mejor, contra ella, en las oscuras fuerzas enemigas de la pareja.

La culpa y el perdón

Nerval no dice en Aurélie cómo ni por qué dio por “perdida” a quien había amado durante tanto tiempo. Las antiguas heroínas a menudo reprochaban a Nerval no saber amar realmente; éste no es el caso, en Aurélie fue condenado por una falta que no puede esperar perdón. ¿De qué falta se trata? Esta situación nos remite a la atmósfera de las cartas de amor, donde el enamorado en ocasiones se acusa de ser violento, jura mejorar, se queja de entregarse tanto. Cierto es que el ánimo de constricción del enamorado se revela en Nerval desde el nacimiento de su historia amorosa. Sin embargo, hay mucha distancia entre las cartas de amor y Aurélie. En las cartas, el amante ha fallado a las consideraciones y a los deberes que dicta el verdadero amor; ha sido brusco o indiscreto, violento a lo más en alguna conducta. En Aurélie, la falta que él considera imperdonable es de una naturaleza más grave; en todo caso, el tono es otro, tiene más de religión que de romance profano. Júzguese a partir del propio texto qué pasó en Bruselas, donde se reencontró con la mujer de Viena, mientras estaba allí la mujer que seguía amando desesperanzadamente: “El azar hizo que se conocieran, y la primera tuvo la ocasión, sin duda, de ablandar a mi favor el corazón de aquella que me había exiliado”. Después el perdón, o mejor, la absolución reconciliadora, que ofrece la amada:

Un día, hallándome en su círculo social, la vi acercárseme y tenderme la mano. ¿Cómo podría interpretar su gesto y la mirada profunda y triste con que acompañó su saludo? Creí ver el perdón por lo pasado; el acento divino de la piedad otorgaba a las simples palabras que profería un valor inexplicable, como si algo propio de la religión se aunara a las gentilezas de un amor hasta ahora profano, y le imprimiera la naturaleza de la eternidad.¹²

En Aurélie, la fábula del amor espiritualizado tiende a convertirse en la búsqueda de salvación a dúo; ella, una vez muerta, emigra a un cielo incierto; él, siempre penitente del amor, por añadidura se convierte en un penitente de la salvación. El romance, en principio sosegado en el plano humano, desemboca en una preocupación de naturaleza transcendente, cuyos escenarios y motivos fantásticos proveerá el trastorno mental de Nerval. Valga decir que, a través de esta alquimia heroica, la parte enferma de sí mismo se dignifica y se vuelve comunicable. Aurélie es la primera obra de Nerval donde se siente libre de narrar explícitamente y sin vergüenza, su locura; que deja de ser tal en la medida en que le permite acceder, en materia de inmortalidad, a intuiciones que ascienden a una enseñanza.

La certidumbre mediante el sueño

El carácter sobrenatural que transfigura en Aurélie la búsqueda amorosa se relaciona estrechamente con el valor de revelación que Nerval, en este nuevo relato, atribuye a sus sueños y visiones. Pero esta convicción ya venía de lejos; nació, o se confirmó en él en 1841, con la experiencia de su crisis. Escribía por entonces a la señorita Alexandre Dumas que al menos le quedaba de aquella mala experiencia “la convicción de la vida futura y de la simpatía inmortal de los espíritus elegidos de este mundo”.¹³ Dice lo mismo 12 años más tarde, en una carta a su médico, donde asocia aún más estrechamente a la mujer amada con su supervivencia; acaba de hablar de la muerte, y escribe: “En otra vida la muerte me devolverá a quien amo. Ahora lo que escucho no es la voz de un sueño, sino la promesa sagrada de Dios”.¹⁴ Tenemos derecho a creer que nunca, en el intervalo, renunció a esta esperanza.¹⁵ Hace que toda la narración esté precedida, en Aurélie, de una profesión de fe sustentada en el sueño, como si se tratara de una obertura solemne: “El sueño —escribe— es una segunda vida. Nunca pude cruzar sin estremecerme esas puertas de marfil o de cuerno que nos separan del mundo invisible”.¹ Así pues, existe un mundo invisible que a menudo lo llama un mundo “exterior”, esto es, dentro de su vocabulario, situado más allá de lo que conocemos; y el sueño¹⁷ nos concede de este mundo un conocimiento velado a la razón, y que tiene su propia evidencia, irresistible: “A veces —agrega poco después— creía intensificadas mi fuerza y mi diligencia, me parecía saberlo todo, entenderlo todo; la imaginación me hacía alcanzar infinitas delicias. Después de recobrar lo que los hombres llaman la razón ¿tendremos que lamentarnos de haberlas perdido…?”¹⁸ Esta supuesta enfermedad no es una en realidad, en el sentido ordinario de deficiencia y debilidad, pues nos hace ver ciertas verdades que la salud no puede. Ciertamente Nerval no es el primero en haber buscado las más grandes certezas fuera de la razón: de esta forma de pensar son, secularmente, las religiones. Su renacimiento moderno, cuyo empeño está puesto en las visiones del sueño y la locura como vías de conocimiento extrarracional, es en buena medida un hecho poético-literario. Amén del cual, el poeta y el escritor se adjudican una misión espiritual; así, el modesto Nerval no repara en afirmar que al escribir lo que ha visto cumple “la misión de un escritor” y que con ello se propone algo que considera de utilidad.¹

El romanticismo francés sólo había sido irracionalista de manera moderada; Nerval encuentra su camino desde muy temprano, achacado por su enfermedad, pero ya había encontrado un precursor inmediato en Nodier, de quien era ferviente admirador. Ambos le exigen al conocimiento a través del sueño un remedio contra las limitaciones de lo real —la prosa—, pero también, y especialmente, contra la muerte.² De todo lo anterior, entendemos por qué Aurélie, la historia de amor y la odisea de la salvación de Nerval, puede ser leída como la historia de su locura; ya que la trama que urde su imaginación no le es ni exterior ni ocasional, sino que está unida a la trama de su vida, que transforma en una “Vita nuova”.²¹ “Fue entonces cuando —continúa [es decir, tan pronto terminó su primera crisis]— empezó para mí lo que llamaré el derramamiento del sueño en la vida real.”²² Aurélie contiene por tanto el cuadro cronológico de la enfermedad de Nerval. Este cuadro posee cierta imprecisión en el periodo intermedio entre las dos grandes crisis, pero ambos conjuntos, sin lugar a dudas los más prolíficos en emociones e ideas creativas, están bien distinguidos y situados. Se trata más bien de la representación que nos ofrece de su mal lo que nos interesa: lo esencial de los síntomas descritos consiste en visiones y afectos de toda índole, referidas por un narrador en pleno uso de su conciencia, pero que no puede ser más que un aspecto, particularmente susceptible de ser objeto de literatura, de su enfermedad. De lo demás, acaso nada nos dice. La autenticidad de las imaginaciones rememoradas está fuera de nuestro control: lo único que tenemos de ellas es su mero testimonio. Algunas, que se remontan a su primera crisis, llevan 12 años al menos de haber sido escritas.²³ Es necesario juzgar —siempre y cuando concedamos cierta y razonable fe a los acontecimientos narrados, de los cuales algunos ya han sido confirmados en otra parte— la sustancia visionaria y pensante de Aurélie, más que como una narración fidedigna, como un conjunto significativo, edificante y que aspira a la belleza en el cual, al mismo tiempo, se reconstruye una experiencia: una novela de aventura espiritual, verídica en el sentido más esencial y el menos sujeto a la verdad literaria.

La inmortalidad del linaje

Tan pronto hubo ocurrido el episodio de Bruselas, y habiendo regresado a París, tienen lugar los primeros síntomas de la crisis: se encuentra, al entrar a su casa en la noche, con una mujer de rasgos parecidos a los de Aurélie: “Me dije: viene a anunciarme su muerte o la mía”.²⁴ Luego un prolongado sueño, que le causa gran angustia, el sueño de una especie de monstruo que vuela y que se pierde en el suelo y que lo despierta con un sobresalto. Poco después, el delirio de viajar a Oriente, en pos de una estrella: “En aquella estrella —le dice a un amigo que lo acompaña— se hallan quienes están esperando por mí […] Déjame encontrarme con ellos, pues la que amo les pertenece, y es allá donde nos reencontraremos”.²⁵ Poco después, en la estación de policía adonde Nerval fue llevado por una patrulla, tiene la “visión divina” de un más allá, de referencias asiáticas, una revelación del “alma liberada”.² Sin embargo, Nerval se convence, a través de sus visiones de la supervivencia de su linaje, que va a trascender el tiempo mortal. Esta supervivencia es el objeto de una larga y espléndida visión, sueño del sueño tal vez.²⁷ Una tarde, Nerval se ve transportado por las aguas del Rin; entra a una casa acogedora bajo el sol poniente: la casa de un tío materno, pintor flamenco muerto desde hace más de un siglo.²⁸ La decoración es vetusta, y encima de un reloj rústico se posa un ave que habla en el cual parece sobrevivir el alma de su tío:

El ave me hablaba de personas de mi familia vivas o muertas en distintas épocas, como si existieran simultáneamente, y me dijo: “Puede ver que su tío tuvo la precaución de mandar a hacer su retrato… ahora está con nosotros”. Dirigí la mirada hacia un óleo que representaba a una mujer en un viejo vestido a la alemana, al borde de un río, y los ojos puestos en una mata de raspillas.

¿De quién se trata? ¿De Aurélie? ¿La madre muerta de Nerval, hipótesis más probable en este ambiente familiar? El retrato encargado con anticipación por

este tío se manifiesta como un retrato profético, que anula la oscuridad del futuro. Todo este inicio de la visión parece afirmar que haber sido, ser y deber ser son la misma cosa, y que el tiempo ni crea ni destruye nada: el viejo tema de la introducción de Nerval a los dos Fausto, sólo que ahora retomado en un modelo de inmortalidad más que de eternidad,² y aplicado de manera aprehensiva a la memoria y a la parentela del narrador. Luego todo se confunde en el espíritu del soñador, que cree caer al abismo y atravesar el orbe de orilla a orilla. Ya habíamos visto, en la historia de Adoniram, el tema del linaje reencontrado relacionado con un viaje por las profundidades de la tierra, un viaje al reino del fuego: en esta ocasión, mil ríos de metal fundido, que difieren en su compostura química y en su color, surcan el interior del planeta, semejantes al sistema circulatorio de un cerebro, y sus corrientes están compuestas de “almas vivientes, en estado molecular”. Podemos conjeturar que el narrador, después de haber representado la permanencia de los seres, también quiso imaginar la inagotable fábrica subterránea que los produce. El viajero, al final de su descenso, desemboca en una novedosa y mítica luminaria, y reconoce en un viejo agricultor al antepasado que le habló en forma de ave. El paisaje por el cual lo conduce el anciano está descrito de tal manera que nos remite a los lugares de su infancia, la región de Valois, según creemos; así pues, en el ancestro vemos a su tío Boucher, educador de su infancia, cuyo recuerdo, vívido en él, quizá radique en la matriz de esta visión. “Sólo no conocía —escribe Nerval— la casa a la que entré. Entendí que había existido en no sé qué época y que en aquel mundo en el que me encontraba el fantasma de las cosas acompañaba al de los cuerpos.”³ En esta casa se encuentra con una multitud bastante numerosa: “Encontraba conocidos por doquier. Los rasgos de parientes muertos que había llorado se hallaban en otros que, vestidos con vestimentas más antiguas, me acogían con el mismo gesto paternal”.³¹ Su tío se acerca, lo abraza y sostiene una íntima comunicación con él sin escuchar su voz. “Es cierto entonces, me decía lleno de alegría; somos inmortales y en este lugar conservamos las imágenes del mundo en que hemos vivido. Qué dicha pensar que todo lo que amamos existirá siempre a nuestro alrededor.”

Prohibiciones y obstáculos

Justo entonces su tío le advierte de su excesiva emoción, recordándole que pertenece al “mundo de lo alto”, y que incluso el fuego fundamental que sigue dando vida a los muertos está sujeto a extinción. Ante tal advertencia, se inaugura en el relato una serie de inquietudes y de preocupaciones que habrán de alterar la euforia de la revelación inicial. En esta conversación con el tío se manifiesta la idea de una existencia velada a la experiencia, que se modifica según el bien y el mal y que de manera solidaria se pasa de generación en generación, y que está acompañada, en el cálculo de genealogías infinitas, de una clase de vértigo numérico. Ahora bien, este infinito está reducido a siete miembros por familia, en una combinación de mil aspectos, “y por extensión, siete veces siete, y así sucesivamente”. Esta idea, oscura hasta para el narrador, es más oscura aún si agregamos “la relación que guarda este número de personas con la armonía general del universo”.³² Semejante dificultad espiritual parece ser la notificación de un riesgo, una prohibición: “¿Habré llegado demasiado lejos, a esas alturas que provocan vértigo? Me quedaba claro que esas cuestiones eran oscuras y peligrosas, incluso para los espíritus del mundo con los que me encontraba. Tal vez también un poder espiritual me prohibía aquella búsqueda”. Así, la idea de una existencia inmortal comprobada a través de una visión o del sueño, si es que tiene un poder consolador para Nerval, se llena de angustia después de que se menciona la aritmética de las generaciones y de la fuerza universal que lo anima todo. ¿Por qué? Quizá en virtud del sentimiento tradicional que le reserva a un Dios celoso el secreto de la vida; quizá, más precisamente, porque la especulación genealógica a gran escala —que corre el riesgo de pasar por el misterio de las filiaciones ocultas, naturales o sobrenaturales— es muy cercana a la locura de Nerval. Sea como fuere, inmediatamente la narración agregará a los aspectos edénicos de la revelación una idea de amenaza y prohibición. A esto viene la fantasía de la ciudad escalonada, siguiente imagen de Nerval en el hilo de la narración, y que representa, dentro de un plano arquitectural, la sucesión de las generaciones.

Ahora Nerval, ya no conducido por su tío sino por un muchacho, escala por las calles escarpadas y por las escaleras de una ciudad repleta de colinas; la vista descubre terrazas, jardines, una especie de oasis en el que habita una raza próspera. Desciende, hundiéndose en los dormitorios sucesivos de edificios de distintas épocas, para por fin encontrarse en una habitación donde un anciano, dice, trabaja en una mesa en “no sé qué clase de industria”. Nos sugiere que el conocimiento de esta industria está vedado para los profanos, puesto que se sucede una intervención hostil: “Cuando franqueaba la puerta, un hombre vestido de blanco, cuya figura apenas distinguía, me amenazó con un arma; pero mi acompañante le hizo una señal para que se retirara”. La alerta es pasajera, y el paseo en esta especie de edén continúa; pero como ya no se trata ni del anciano ni de su industria, podemos deducir que el joven guía se dio cuenta del peligro y alejó a su protegido de la habitación prohibida.³³ Nerval comprende que buscaron alejarlo de un misterio, pero sigue admirando la belleza y la pureza de espíritu de los habitantes de esta ciudad. “Era como una familia primitiva y divina, cuyos ojos risueños buscaban los míos con una dulce compasión. Me puse a llorar, como ante el recuerdo de un paraíso perdido.” Pues la visión está a punto de desvanecerse, y el narrador vuelve a la vida real. En la clínica en la que se encuentra lo visitan algunos amigos, los cuales sólo ven en él un desarreglo mental; otros se interesan en lo que les cuenta:

Uno de ellos me dijo, llorando: “¿No es verdad que sí hay un Dios? —Sí”, le dije con entusiasmo. Y nos abrazamos como dos hermanos de esta patria mística que había entrevisto. ¡Qué dicha encontré con esta convicción! Así, esta duda eterna de la inmortalidad del alma que afecta a los mejores intelectos se había resuelto para mí. Ya no más muerte, ya no más tristeza, ya no más inquietud. Aquellos a los que amaba, parentela, amigos, me daban señales veraces de su eterna existencia.³⁴

Aquí concluye el primer conjunto de visiones, con una profesión de fe de la inmortalidad. Aunque la bien amada no aparece aquí, será la protagonista de lo que viene.

Mujer muerta, mujer divina

Llegado a este punto, Nerval narra, después de la larga visión precedente, un sueño —él mismo lo llama así— como si en verdad le hubiera ocurrido, según da la impresión; luego de un inicio paradisiaco, el sueño concluye con tono fúnebre; la amada invita a un Nerval que se ha convertido en niño a que la siga, tan sólo para arrebatarle la dicha que le acaba de dar.³⁵ En un compartimento de la morada de su ancestro³ ve a tres mujeres que representan, a su parecer, mujeres y amigas de su juventud —todas con los rasgos de varias personas, y la mezcla de ellos en todo tipo de variantes, en plena y estupenda comunicación—. La más grande le habla con una voz que alcanza a reconocer, y de pronto se ve a sí mismo vestido con un gracioso traje de niño. “Entonces —dice— una de ellas se levantó y se fue rumbo al jardín.” La sigue, dejándose guiar por ella. Atraviesan un pequeño parque, lleno de parras en arco, luego salen a un espacio abierto: cultivos descuidados, plantas salvajes, árboles llenos de lianas, estatuas que el tiempo ha ennegrecido, rocas por donde brota un surtidor.

La dama a la que seguía, extendiendo su cuerpo entallado, con un movimiento que hacía rielar los pliegues de su vestido en tafetán tornasol, rodeó, no sin gracia, con su brazo desnudo un tallo largo de malvarrosa, que creció con un claro rayo de luz, de tal manera que pronto el jardín tomó forma, y los parterres y los árboles se convertían en los rosetones y los festones de su vestimenta, mientras que su figura y sus brazos imprimían su silueta a las nubes púrpuras del cielo. La perdía de vista al paso que se transfiguraba, pues parecía desvanecerse en su propia grandeza. “¡Oh, no huyas! Gritaba… la naturaleza morirá contigo!” Proferidas estas palabras, me hallaba caminando entre zarzas, como buscando alcanzar la sombra cada vez más grande que se me escapaba, pero me topé con un muro deteriorado, al pie del cual yacía un busto de mujer. Al acercarme, me persuadí de que era el suyo… Reconocí unos rasgos que me eran queridos,y, sintiendo miradas a mi alrededor, me di cuenta de que el jardín había tomado el aspecto de un cementerio. Unas voces proferían: ¡El Universo está en la noche!

El hecho de que la amada dé pie a la infantilización del enamorado, aunado a que desaparezca frente a él sin decir una palabra y habiendo crecido considerablemente, invadiendo con su ser la naturaleza entera, es causa para marcar una distancia rotunda entre la mujer divinizada y su adorador impotente, el cual, tras su partida, se queda a lidiar solo con las señales tangibles de la muerte: un busto de mujer que yace en el suelo de un jardín convertido en cementerio.³⁷ Éste es el sentido que Nerval le da a este sueño: la única manera de explicar el desarrollo de la historia es identificando a la protagonista con su Aurélie; prueba de ello es el busto que yace en el suelo que al verlo lo “persuade de que era el suyo”, como también los “rasgos queridos” que reconoce en él. “Este sueño […] —dice Nerval— me arrojó a una gran perplejidad. ¿Qué significaba? Lo sabría más tarde. Aurélie estaba muerta.”³⁸ Pero esta explicación del sueño, en tanto que mensaje de la muerte de Aurélie transmitido mediante él, no es compatible con la identificación de Aurélie con Jenny Colon, que resulta de numerosas alusiones por parte de Nerval, anteriores y posteriores a este pasaje: puesto que el sueño, como está situado por Gérard en su narración, debió de tener lugar durante su paso por la clínica (hacia marzo de 1841), y Jenny murió en junio de 1842, y Nerval había abandonado la clínica desde el noviembre anterior. De hecho, en la fábula de amor, tal y como se establece a través de la obra de Nerval, la amada muerta aparece por primera vez como muerta en un escrito de 1843,³ fecha plausible si se trata de Jenny. ¿Por qué Nerval, en la narración de su sueño, no vaciló en falsear la coherencia cronológica de la fábula cuya acreditación procuraba tanto? Le habría sido fácil escribir que él había interpretado dicho sueño como un presagio de la muerte de Aurélie, sin comprometerse a confirmar con antelación su muerte. Es imposible no tener la impresión de que quería concluir con la muerte de Jenny, para no tener que contarla en la fecha en que en verdad ocurrió; es decir, tiempo después de haber salido de la clínica. En efecto, podemos ver que ya no dice nada más al respecto: ¿quizá no supo nada cuando ocurrió y sólo se enteró tiempo después?⁴ Y ¿quién podría saberlo? Sin emoción excesiva, la obsesión y el duelo invadieron, sólo progresivamente, su imaginación. Justo en medio de una serie de visiones tranquilizantes sobre la inmortalidad, y después de haberse tomado la diligencia de que pareciera que ignoró durante un tiempo la muerte de Aurélie —lo que es cierto de alguna manera—, justo entonces, se permite acompañar de las siguientes reflexiones la fúnebre visión del final: “A decir de mi estado de ánimo, no experimenté más que una vaga

tristeza mezclada de esperanza. Creía de igual manera que también a mí me quedaba poco tiempo de vida; además ya me sentía seguro de la existencia de un mundo en que los corazones enamorados se reencuentran”.⁴¹ Entonces, aquí también la muerte se ve acrecentada por el amor como hace poco por el linaje; pero también aquí la angustia aflora por encima de la esperanza: el escalofrío de la muerte se hizo sentir y la noche invadió por un momento el universo. En todo caso, mediante el anuncio anticipado de su muerte no alcanzamos a conocer a Aurélie viva, sino tal y como la imagina Nerval tiempo después, cuando escribe, transfigurada en criatura del más allá. Nerval retoma el tono entusiasta de toda la primera parte de su relato evocando con alegría la primavera en el jardín de la clínica y en el monte de Montmartre, así como en los frescos murales en que diviniza a Aurélie. Los dibujaba con trozos de carbón y de ladrillo: “Una persona siempre sobresalía entre las otras: era Aurélie, pintada con los rasgos de una divinidad, tal y como había aparecido en mi sueño. Bajo sus pies se dibujaba una calle, y los dioses la cortejaban. Luego conseguiría dar color al conjunto con la savia exprimida de hierbas y flores. —¡Cuántas veces soñé ante este querido ídolo!”⁴² Pero ¿este ídolo es Aurélie? Uno de los fragmentos primitivos habla de un dibujo en una hoja, no de un croquis mural, y la “divinidad” pintada parece ser otra; leemos: “Intenté pintar la imagen de la divinidad de mis sueños. Sobre una hoja impregnada con la savia de las plantas había dibujado a la reina de la mañana, tal y como la había visto en mis sueños, tal y como está descrita en el Apocalipsis del apóstol san Juan”.⁴³ La reina de la mañana es el nombre con el que se le conoce en los Evangelios a la reina de Saba bíblica, y es a ella a quien se refiere;⁴⁴ en cuanto al autor del Apocalipsis, ni menciona ni alude a esta reina, y la figura de la que habla, indiscutiblemente, es la Virgen María.⁴⁵ El retrato exquisito que Nerval hace de su protagonista en este fragmento sólo coincide con la mujer del Apocalipsis por su corona de estrellas y su virtud redentora: en el Apocalipsis da a luz al Salvador; en el fragmento de Nerval, “aparece preparada para salvar el mundo”, según la teología del romanticismo, propensa a lo femenino. Por lo demás, no hay nada, en el susodicho fragmento, que haga pensar en Aurélie, que sólo hasta en Aurélie será evocada como la heroína de estas pinturas. Es verdad que Nerval confunde de buena gana, en su imagen de una divinidad femenina, personajes femeninos parecidos, de un tipo muy cercano entre ellos, tomados de las más diversas tradiciones. Asimismo, en este fragmento escribía que la reina del mediodía, además de sus atributos mitológicos habituales, toma, justo cuando su rostro se reflejaba en el orbe celeste, los rasgos de santa Rosalía.⁴ Aurélie divinizada fue comparada en su tiempo con este grupo de diosas; en la

Aurélie definitiva sólo se habla de ella.

Mujer mártir

En estas últimas páginas del relato de su crisis de 1841, en que da cuenta de lo que escribió o dibujó durante la temporada de su convalecencia, surge un nuevo tipo, según parece, por primera vez en su obra: el de la mujer mártir. Se dio a la tarea, según nos explica, de “representar, a través de mil caracteres acompañados de sus anécdotas, versos e inscripciones en todas las lenguas de que se tenga conocimiento; una especie de historia del mundo mezclada con recuerdos de estudios y de fragmentos de sueños”;⁴⁷ esta historia fantástica, con el lujo de detalle que no nos podemos dar aquí, consiste en visiones donde el narrador, a la sazón, se ve a sí mismo como agente. En principio, se trata de un mundo poblado de animales monstruosos gobernados por el linaje de los Elohim; luego “una diosa radiante” conduce el universo hacia el orden y la armonía. Pero estos Elohim, cuya descendencia hemos visto glorificada como detentora de la civilización humana, en la Histoire de la reine du Matin,⁴⁸ se halla contrapuesta a una resistencia nefasta al desarrollo de la humanidad. Es como una nueva versión, siniestra, de su leyenda. Después de milenarios combates sangrientos, tres de entre ellos, relegados junto con los espíritus de su raza al centro de la tierra, establecieron allí sus dominios: nigromantes, déspotas y carceleros subterráneos, alimentados con sangre humana, reyes de un mundo estéril y deshecho. Sobrevino un diluvio durante el cual tres Elohim, refugiados en la cima de las montañas de África, libran una batalla. Entonces, desde el punto culminante de la historia de una raza maldita surge la imagen de la mujer víctima:

Entonces mi memoria se atasca y ya recuerdo cuál fue el resultado de esta disputa suprema. Sólo alcanzo a vislumbrar, en la cima bañada por las aguas, a una mujer de pie abandonada por aquellos, que grita a voz en cuello, debatiéndose contra la muerte […] ¿Conseguiría salvarse? Lo ignoro. Los dioses, sus hermanos, la habían condenado; pero por encima de su cabeza brillaba la estrella de la tarde, que vertía en mi cabeza destellos incendiados […] Ésos eran los recuerdos que describía […] me estremecía al recordar los rasgos

despreciables de esa raza maldita. Por doquier la efigie de la Madre eterna perecía, lloraba o languidecía.⁴

De esta manera, Nerval no se deshizo en Aurélie de la mujer enemiga sino para introducir a la mujer víctima.⁵ Este cambio tan notorio, al erradicar el odio del seno de la pareja, hará que los amantes se vuelvan solidarios y que se sometan a las mismas experiencias. Nerval, en esta primera parte de su historia, fue, digamos, relativamente apaciguado con la promesa sobrenatural de reencontrarse con ella. Sin embargo, para esto es necesario que Dios le conceda el favor de la bien amada, o al menos que espere que eso suceda. Debemos entender que la conciencia de una falta vive siempre en él, y que el sentimiento de los dolores de la feminidad no tiene el fin de absolverlo. A pesar de su confianza en el socorro de Dios, Nerval seguirá depositando en Aurélie, a través de sus visiones, su salvación o su perdición.

El sosias usurpador

La narración de su primera crisis, que tuvo lugar en el año de 1841, termina con una última lamentación sobre la malignidad de los Elohim. Nerval pasa de inmediato a los síntomas de la segunda etapa, mediante una transición lacónica: la calma ha vuelto a su espíritu, ha salido de la clínica. “Circunstancias fatales — escribe— precipitaron, mucho tiempo después, una recaída que desencadenó una nueva serie de extrañas fantasías.”⁵¹ Diez años es la distancia que hay entre su salida de la clínica, en noviembre de 1841, y el accidente sufrido en septiembre de 1851 en las alturas de Montmartre (paso en falso, caída, desvanecimiento, hematoma de pecho y dolor en la rodilla),⁵² al cual le atribuye su recaída: puesto que hace notar que sufrió el accidente en un lugar desde donde se podía apreciar el cementerio de Aurélie; se le antojó una señal y lamentó que la muerte no hubiera, a la sazón, propiciado su reunión. “Pues —agrega— cuando pienso en ello, me digo que no era digno. Me hacía una idea amarga de la vida que había llevado desde su muerte, reprochándome, no el haberla olvidado, algo que no era cierto, sino haber, con amores fáciles, ultrajado su memoria.” El tema de la culpabilidad va a desarrollarse y a cambiar el escenario de Aurélie, con obstáculos insuperables. Los sueños, a los que pide consejo, no consiguen darle tranquilidad, y uno de esos sueños será el punto de partida de una cadena de desastres. En un principio sólo se trata de escenas confusas y sangrientas, como si una “raza fatal” se hubiera desatado en el seno de un mundo ideal donde había tenido acceso a través de sus visiones. Sin embargo, más precisamente, reaparece el único signo funesto que lo había sacudido en este edén: “El mismo espíritu que me había amenazado —cuando entraba a la morada de aquellas familias puras […]— pasó frente a mí, ya no en sus atuendos blancos que llevaba antes, como los de su raza, sino vestido como príncipe de Oriente”; evidentemente, considera que es su enemigo, por eso se lanza hacia él con esta amenaza: “¡Oh, terror! ¡Oh, cólera! Era mi cara, era yo idealizado y más grande…”⁵³ Lo interpreta como un signo de culpabilidad, la imagen ideal de sí mismo que lo persigue; en efecto, convencido de que en todo hombre que se desdobla uno es el bueno, el otro el malo,⁵⁴ se pregunta en seguida lleno de angustia: ¿cuál de los dos soy yo? Una vez

entendido esto, reparamos en que la angustia hace de Aurélie algo prohibido. De suerte que su doble, símbolo de culpabilidad, también es símbolo de impotencia y frustración: su doble, de nuevo con un arma en la mano,⁵⁵ encarna, bajo la forma de un sosias humillante, aquel que Nerval quiere ser y no puede ser, aquel que obtiene lo que Nerval no, en suma un rival y un ladrón. Así, a la expresión de la culpabilidad, le sigue, en “destello fatal”, el grito: “¡Aurélie ya no era mía!” Grito enternecedor que proclama vencedor a su rival; grito mentiroso, porque sabemos que Aurélie sólo fue suya en esperanza, y el único favor que le concedió fue el perdón; grito delirante, ante la sola aparición del doble. Sin embargo, la bien amada, en posesión virtual del rival, esta vez no puede ser acusada de traición; ella es la víctima del sosias impostor: “A lo lejos escuchaba hablar de una ceremonia que tenía lugar en otra parte y de los preparativos de un matrimonio místico que era el mío, y del cual el otro se iba a aprovechar del error de mis amigos y de Aurélie misma”. Ya no se trata de una mea culpa: en esta conciencia enloquecida y hostil, la duda de sí mismo no tarda en convertirse en acusación virulenta del otro. De cara a la desgracia, inscrita, según parece, en el orden de las cosas, se perfila una voluntad de heroísmo, para con los antípodas de la súplica: “Y bien —me dije—, luchemos contra el espíritu fatal, luchemos contra dios mismo con las armas de la tradición y de la ciencia. Haga lo que haga en la oscuridad y en la noche, yo existo, y tengo para vencerlo todo el tiempo que me queda de vida en la tierra”.⁵ El relato continúa en un nuevo sueño: viaje al centro de la tierra, metales en fundición, fuego fundacional, luego llega a una playa, con un castillo a lo alto de la costa, una ciudad inmensa en la otra orilla, después baja a las calles.⁵⁷ Luego la descripción de la entrada de un casino, que todavía no está terminado. Entra a un taller donde los obreros moldean en arcilla a un animal enorme, que tiene forma de una llama, pero con grandes alas. “Este monstruo —escribe— era como atravesado por rayo de fuego que poco a poco lo volvía animado, de suerte que se retorcía, atravesado por mil hilos púrpura, que se convertían en sus venas y arterias […] Me detuve a contemplar esa obra maestra, donde parecía que los secretos de la creación divina eran revelados.” Los obreros declaran estar en posesión, para llevar a cabo dicho trabajo, del fuego primitivo que dio vida a los primeros seres, y cuyos manantiales se habían secado; pero llaman la atención del soñador cuando le confiesan que no pueden, de ninguna manera, crear seres humanos, ya que “los hombres provienen de arriba y no de abajo”.⁵⁸ En este prólogo a la lucha entre los dos rivales (entre Nerval y su doble) viene al caso el asunto del fuego animador y de la fuerza generadora de vida que se le sugiere a Nerval, dividiéndolo entre el pensamiento depresivo de una decadencia de la

vida y la ambición quimérica de poseer su fuente.⁵ El lugar en que se encuentra Nerval no le parece favorable en lo absoluto. Las personas con las que se encuentra ya no lo reciben como en su pasado descenso a las regiones de la otra vida; aquí parece que no lo conocen, o que les es indiferente. Llega a una habitación tapizada lujosamente, con un sofá en forma de trono. Y luego, el drama: “Se hablaba de un matrimonio, y del esposo que, según se decía, esperaban su llegada para que anunciara el momento de la fiesta. De pronto, un arrebato se apoderó de mí. Imaginé que al que esperaban era a mi doble, que se casaría con Aurélie, e hice un escándalo que consternó a la asamblea”. Estalla, reacciona con violencia, les explica sus penas, pero condenan su conducta. “Entonces me dije: ya sé que me ha golpeado con sus armas, pero lo espero sin miedo y conozco el signo que debe vencerlo.” Reconocemos en él al continuador de los altercados de Brisacier, incendiario en potencia, y al protagonista de Pandora, arrojador de biombos en la recepción de una embajada: el antiguo escenario sigue vivo, incluso si la mujer, en esta ocasión, está siete veces exenta de reproche. Cuando Nerval lanza su desafío, con lujo de atropello, en medio de la asamblea, uno de los obreros del taller que conoció en el sueño anterior ¹ se le acerca, lleva una larga barra cuyo extremo tiene una bola incandescente: el fuego primitivo de vida y de vigor está en las manos de los enemigos de Nerval; ¿qué pasará? “Parecía que me rodeaban —escribe— y se reían de mi impotencia… Entonces retrocedí hasta dar con el trono, ² el alma llena de un orgullo indescriptible, y levantaba la mano para hacer una señal que, me daba la impresión, era de una fuerza mágica.” Pero dicha señal en realidad está dotada de cierta virtud —que no sabemos bien a bien de qué se trata—; entonces algo impide a Nerval seguir: “El grito de una mujer, disímil y vibrante, teñido de un dolor desgarrador, que me despertó de sobresalto. Las sílabas de una palabra desconocida que iba a pronunciar perecían en mis labios… Me eché al suelo y me puse a rezar con fervor deshaciéndome en lágrimas”. Esta voz, según él, “no forma parte del sueño; era la voz de una persona viva, y con todo, para mí, era la voz y el tono de Aurélie…” Está convencido de que una mujer acaba de gritar cerca de allí, pese a que el grito no se haya repetido y que nadie lo haya escuchado. Cree ver en ello un ejemplo de las relaciones místicas entre este mundo y el otro: “Según mi manera de ver las cosas —dice—, los acontecimientos terrestres estaban vinculados con los del mundo invisible”. ¿Qué quiere decir con ello? Que el grito de dolor que escuchó en la tierra no sólo coincidió con su derrota en el mundo de los espíritus, sino que también lo acompañó sobrenaturalmente,

señalándolo como un castigo. A la sazón, surge la pregunta: “¿Qué había hecho?” He aquí su respuesta: “Había perturbado la armonía del universo mágico en que mi alma había depositado la certeza en una existencia inmortal. Quizá estaba maldito por haber querido penetrar en un misterio terrible ofendiendo así la ley divina; ¡no podía esperar menos que la cólera y el desprecio!” ³ Esta respuesta no carece de confusión. ¿Es culpable de haber perturbado “el universo mágico”, o bien de haber ofendido “la ley divina”? Es cierto que para Nerval la distinción entre una y otra nunca será clara. Por lo demás, huir de la conciencia de sus pecados, para el hombre vencido de antemano, es algo recurrente; su contrición no es otra cosa que el honesto disimulo de una vocación del fracaso, con la cual su aspiración de quimera lucha incansablemente y a pesar de todo. No se desdeñe el hecho de que para él fue la mismísima Aurélie quien profirió aquel grito: la voz de la bien amada que Nerval escuchó en este grito ¿qué quiere decir?, ¿que Aurélie fue arrebatada de él a su pesar?, ¿que está entregada a él de corazón y fue preciso una violencia atroz para poder separarlos? Pero el grito que escuchó no sólo es una señal; es la causa del fracaso. Acabó con la fuerza de Nerval justo cuando estaba a punto de hacer uso de ella: así, paradójicamente, el solo pensamiento de una Aurélie sufriente, que surge justo cuando lucha por hacerla suya, asusta y paraliza su virilidad. Nos cuesta trabajo creer que él mismo no se haya percatado, de manera aproximada, de esta articulación de su relato. Sin embargo, no dice nada y escapa enseguida hacia lo sobrenatural. ¿Es aquí donde radica el meollo de su mal? ¿Pero cómo podríamos entenderlo sin su ayuda? Señálese sólo lo que nos es patente: sufrimiento femenino y fragilidad viril forman en Nerval la definición más desastrosa de la idea de la pareja en la humanidad, y, a este título, uno de los motivos más insalvables de su desasosiego. ⁴ La autoacusación puede revelarse como una respuesta.

Culpabilidad, recurrir a Dios, desesperanza

Con la segunda parte de Aurélie ⁵ se abre, ante lo irremediable, un nuevo orden de ideas, en cuyo centro se convierte la falta cometida. Nerval, cada vez más, va a aprovechar todas las ocasiones para declararse culpable. Los errores que se atribuyó de cara a la Aurélie cuando aún vivía, antes de su ruptura, no nos son revelados; lo que pudo existir después de esta ruptura se queda en “amores fáciles”, ¿pero en qué serían culpables en relación con una mujer que lo rechazó? ¿La pretendida falta no oculta el trastorno, mucho más grave, de no poder amar, que la actriz de comedias de Corilla y la de Sylvie le reprochan, y que Aurélie deja en silencio? En cuanto al crimen, último en surgir, de haber transgredido el orden divino, nace, en el mismo texto, de una simple conjetura. Así pues, estamos frente a una actitud de fundamental autoacusación, es decir, de un refugio en la humildad. Veamos el desarrollo de esta nueva fase. Nerval inicia esta segunda parte con un examen de conciencia respecto de su relación con el Dios del cristianismo, ilustrado con diversos episodios significativos. Constata que es la primera vez desde hace mucho tiempo que piensa en Dios, después de haberlo subestimado; recuerda haber sorprendido a Aurélie invocar a Jesús y llorar de emoción: “¡Esa lágrima, Dios mío, dámela!” Pero su forma de pensar es más indecisa que su voto: “Para nosotros —escribe líneas más abajo—, nacidos en días de revolución y tumulto, en que todas las creencias fueron arrasadas […] es muy difícil, porque sentimos la necesidad de reconstruir el edificio místico cuya presencia está definida para los inocentes y los simples […] ¿Podemos erradicar de nuestro espíritu lo que tantas generaciones de inteligencia han legado? Fiel a la filosofía que acaba de condenar, arguye: “No hay que regatear la razón humana ni creer que gana algo humillándola por completo, puesto que eso sería acusar su origen divino”. Llega al punto de sugerir, en un modo humanitario, una ciencia depurada, constructora de porvenir y reconciliada con la religión, que Dios bendecirá. Tales designios no eran católicos en absoluto en aquella época; por eso quizá se retracta de inmediato llamándolos “blasfemias” inspiradas por Satán. Nos sorprendemos todavía más de leer lo siguiente: “Había reunido algunos libros de cábala. Me sumergía en su estudio, e incluso llegué a convencerme de que todo lo que el

hombre había acumulado en esos libros durante siglos era cierto”. Y estas reflexiones se extienden a la validez de los ritos de todas las religiones antiguas: un jeroglífico que hay que reencontrar, el sol-fuego de almas, y el “Espíritu del Ser-Dios, reproducido y, por así decirlo, reflejado en la tierra”, de donde nacieron los Elohim. ⁷ Así Nerval. Pero nada es tan sorprendente como la idea a la que desemboca, juzgando retrospectivamente su conducta: que fue él mismo quien ha ahuyentado a Dios, quien lo amenazó y maldijo; pues: “Era él, ese hermano místico, que se alejaba cada vez más de mi alma y que en vano me lo advertía. Ese marido que prefirió, ese rey de la gloria, es él quien me juzga y me condena, y el que se lleva para siempre a su cielo a la que me hubiera dado y de quien, de ahora en adelante, soy indigno”. ⁸ Convéngase en que identificar a Dios con su sosiasladrón, incluso dentro de las invenciones más singulares de la herejía romántica, es algo fuera de lo común; nos sentimos en el límite de la religión, ampliamente frecuentada y rica en interés para el hombre, que separa la imaginación teológica del delirio. La extraña idea de un doble de naturaleza divina se le ocurrió a Gérard luego de una visita a un amigo, quien le confesó haberse dado cuenta en un sueño de que “Dios está en todas partes”, que “es tú y yo”. Interpreta la vaguedad de estas palabras a su propia inclinación; y tan pronto como sale de casa de su amigo: “Dios está con él —me dije—, pero ¡ya no está conmigo! ¡Oh, desgracia! Lo he alejado de mí mismo”, etc. Sin embargo, sin importar la manera en que haya llegado a esta extraña conclusión —después de una conversación, como dice, o por arrebato de angustia— no será suficiente. Seguirá oscilando entre Aurélie y este Dios que lo priva de ella, como entre dos polos de su adoración. Su primera intención consiste en declararse culpable de haber subestimado la primacía de Dios por encima de la mujer amada: “Lo entiendo —me dije—, preferí la criatura al creador; deifiqué mi amor y adoré según los ritos paganos a aquella cuyo último suspiro se lo consagró a Cristo”.⁷ Entonces acepta que sólo puede seguir en pos de una Aurélie cristiana con el perdón de Dios. Con este pensamiento, cuando el azar de una caravana fúnebre lo lleva al cementerio donde está enterrada Aurélie,⁷¹ renuncia al designio de ir a rezar sobre su tumba: “No —me dije—, no soy digno de arrodillarme sobre la tumba de una cristiana; sin mencionar la profanación de tantas otras”.⁷² En su desconcierto, se refugia en Saint-Germain, terruño de su juventud; pasa ahí la noche y, en el sueño que tiene, Aurélie⁷³ vuelve a ser el tema principal; le parece ver su reflejo en algún vidrio: “Parecía estar triste y pensativa, y de repente […] ese rostro dulce y

querido se encontraba cerca de mí. Me tendió la mano, me concedió una mirada dolorosa y me dijo: Nos veremos más tarde… en casa de tu amigo”.⁷⁴ No puede creerlo, pues piensa en su matrimonio,⁷⁵ que haya vuelto a hablarle: “¿Ya me perdonó? —le pregunté con lágrimas”. Sigue siendo el perdón de Aurélie lo que más le importa; e incluso si esta vez todo apunta a que no se encuentre en condiciones de dárselo, no le cabe duda de que es favorable a él: está de su lado, y la fuerza que los separa los estrecha. Sin embargo, viene un mal presagio: antes de que le responda, todo ha desaparecido. Se halla en un lugar desierto y siniestro, buscando con dificultades una casa donde lo atiendan; pero en vano: “Sonó cierta hora… Me dije es demasiado tarde. Algunas voces me respondieron: Está perdida”. No sólo perdida para él, sino también castigada; entiende que ella hizo, al visitarlo en su sueño, el último esfuerzo por salvarlo, y que faltó el momento en que le concediera el perdón que todavía era posible cuando, “de lo alto del cielo —dice— ella podía interceder por mí con el esposo divino”; pero ya no puede hacerlo, porque también ella está perdida: “El abismo recibió su presa. ¡Está perdida, para mí y para todos!… Me parecía verla como a la luz de un destello de luz, pálida y convaleciente, arrastrada por sombríos jinetes…”⁷ Lo que en verdad sucedió es un misterio. ¿En qué falló Nerval? ¿Cuál fue la ocasión que le faltó? ¿A qué advertencia fue sordo, llevando a Aurélie a su pérdida? Es de suponer que su falta consistió en nunca haber estado dispuesto a un verdadero acto de fe. No faltan los actos de humildad, pero tampoco la declaración de las resistencias de un ánimo forjado con las ideas modernas. Las páginas que siguen inmediatamente a la narración del “sueño fatal” de SaintGermain dibujan muy bien esta división, como también la insufrible desesperanza a la que desembocan. Su primera respuesta a este sueño es una plegaria de las más humildes: “¡Dios mío, Dios mío, por ella y sólo a ella, Dios mío, perdónala! Dije con fuerza echándome de rodillas”. Y decide destruir los dos papeles que guardó como recuerdo de Aurélie: la última carta que ella le envió y el documento del cementerio donde se indica el emplazamiento de su tumba. Cree que lo perdió todo al no ir la noche anterior a su tumba, y que ya no tiene sentido ir otra vez.⁷⁷ No conforme con quemar las reliquias restantes de Aurélie con la intención de calmar a Dios (“¡Aún tenía esperanzas! Quizá Dios se contentaría con este sacrificio”), minimiza su amor frente a lo que le debe a Dios: “Aquí me detengo —escribe—; es demasiado orgulloso creer que el estado de ánimo en que me encontraba lo hubiera causado tan sólo el recuerdo de mi amor. Digamos mejor que involuntariamente adornaba los remordimientos más intensos de una vida locamente disipada”.⁷⁸ Así, finge que está haciendo de toda

su aventura una búsqueda de Dios a través del rechazo del pecado, y que el amor no es en su relato otra cosa que un ornamento que la complacencia de los hombres hacia él (eso es sin duda lo que quiere decir con “demasiado orgullo”) agrega a la búsqueda, también importante y no menuda, de la salvación. Estas líneas llenas de culpabilidad, nacidas de este sueño, continúan en la noche siguiente. En este nuevo sueño se le reprochan sus errores del pasado: especialmente no haber llorado tanto a sus familiares como a “esa mujer”. Y continúa: no haber entendido la enseñanza universal, y ahora es demasiado tarde. Cree que es su último día, como al inicio de su primera crisis: “Dios me había dado tiempo para arrepentirme, y yo no lo había aprovechado. —Después de la visita del convidado de piedra, había regresado al festín”.⁷ Todas estas secuencias, consecutivas al sueño funesto que destruyó la esperanza de la salvación, están inspiradas por el mismo arrebato cristiano o cristianizante, que subordina el amor humano a la salvación, pero por un cristianismo, digamos, negativo, de pecado y desesperanza. Lo que viene a continuación en el texto de Aurélie habla de la misma situación, pero en un ánimo y estilo diferentes, y de una naturaleza completamente distinta.⁸ Ya no se trata aquí de la descripción de una aventura espiritual a través de un encadenamiento impresionante de visiones; se trata de la crónica de una existencia desorientada en sus interrogaciones y sus episodios fortuitos. En el estado de desestima en el que se halla se pregunta por qué no ha ido al confesionario, y, ciertamente, es una pregunta que puede hacerse. No ignora de dónde vienen las dudas, enumera algunas causas, diversas: la influencia, profunda en él, del pensamiento liberal de los filósofos del siglo precedente; el hecho de que su madre haya muerto cuando era un niño, y que no la haya conocido; la influencia de “uno de sus tíos”, una especie de iluminista un poco adorador del sol; las supersticiones paganas de su terruño; su débil educación cristiana. Muy al contrario, la muerte de Aurélie lo inclinó hacia ciertas ideas sobre la inmortalidad. Sin embargo, los ánimos que su amigo Georges le dio le hicieron sentir confianza en los ideales de 1848.⁸¹ Hace un esfuerzo por merecer la indulgencia tratando de reparar el mal que pudo haber hecho, pero no lo consigue; y, luego de la muerte de un amigo, vuelve a su obsesión principal: “¿Qué pasaría si muriera así, de repente?”⁸²

Hacia una nueva crisis

A partir de aquí, la incoherencia del texto se acentúa; los episodios delirantes y las acciones fuera de control, incluso violentas, se multiplican. La narración pasa a un paseo sin ton ni son por París, repleto de incidentes extraños e ideas que podrían llegar a consternar. Una vez en la Plaza de la Concordia, la idea del suicidio lo aprehende, y de inmediato siente la certeza de estar asistiendo al fin del mundo: “Creía ver un sol negro en el cielo desierto y un globo rojo de sangre que sobresalía por encima de las Tullerías. Me dije: la noche eterna comienza y va a ser terrible”.⁸³ Reanuda su paseo el día siguiente y llega a la casa de un amigo, poeta alemán —Heine seguramente—: “Al entrar a su casa le dije que todo estaba acabado y que teníamos que prepararnos para morir”. Éste llama a su esposa y le pide que lleve en su coche a Nerval a la casa Dubois,⁸⁴ donde está en tratamiento y sana, diagnosticado con fiebre, durante un mes y medio. Es dado de alta y retoma, dice, sus peregrinaciones alrededor de París. Compone Sylvie. Luego retoma sus andanzas, de cuerpo y de alma, y avatares de fantasía e imaginación cada vez más delirantes. Por último, tres amigos lo llevan al Hospicio de la Caridad en un estado grave de excitación.⁸⁵ De allí, tras haberle puesto dos veces la camisa de fuerza, es trasladado a París, a la clínica del doctor Émile Blanche, donde permanecerá ocho meses.⁸

De vuelta a lo femenino

Aquí se abre un nuevo periodo. En el periodo precedente sucedió el rapto y el castigo de Aurélie, que para Nerval significaron el rechazo por parte de Dios y lo llevaron a la culpabilidad y a la desesperanza. Sin embargo, esa desesperanza es la confesión de su repugnancia a la mera sumisión. Al darse cuenta mediante el sueño de que Aurélie le había sido arrebatada, profirió “un grito de cólera y de rabia”.⁸⁷ El esposo divino, como lo llama, le arrebató a Aurélie después de que ella le diera a su amigo —ése era el principio del sueño— una señal de su simpatía y una esperanza de un futuro reencuentro: actúa como un rival celoso, que no pudo soportar esta falta de clemencia hacia su adversario; se convirtió en enemigo y perseguidor de los amantes; gracias a ello, renovó su relación. ¿Cómo es posible que Nerval reencuentre la paz en la contrición, cuando en el fondo de sí mismo ha renunciado menos que nunca a Aurélie, cuando todos sus mea culpa pierden su virtud contra la imagen femenina que lo habita? En el más agudo de sus paseos por un París de apocalipsis, el sueño le trae una visión maravillosa: “Me daba la impresión de que la diosa se me aparecía y me decía: soy la misma que María, la misma que tu madre, la misma que has amado en todas las formas. En cada una de tus experiencias me quité una de mis máscaras con que cubro mis rasgos, y pronto me verás tal y como soy”.⁸⁸ Asimila que esta Isis que se despoja de velos sucesivos es la Virgen de los cristianos, madre como ella, y como su propia madre, muerta; y Aurélie, si entendimos bien, se devela, entre todas las figuras de lo femenino divinizado, como la más nítida y la más cercana. Ya hemos visto que la diosa suele someter a sus adeptos a pruebas progresivas. Apenas ha entrado a la clínica de Passy, Nerval hace profesión de una doctrina de iniciación y de exámenes donde parece encontrar cierta serenidad. “Por un momento —escribe— tuve la certeza de estar siendo sometido a las pruebas de iniciación sagrada y una fuerza invencible invadió mi espíritu.”⁸ Esta declaración se halla en medio de un recuadro de la armonía, universal, aritmética, magnética, cabalística, astral, que gobierna el universo y de la cual él mismo cree que participa. “Me sentía un héroe viviente bajo la mirada de los dioses; todo en la naturaleza adquiría un nuevo aspecto, y voces secretas salían de las plantas, de los árboles, de los animales, de los más humildes insectos, para

aconsejarme y darme ánimos.” ¹ Estamos lejos, en estas transfiguraciones fabulosas de la naturaleza y bajo el imperio de una divinidad femenina, de la influencia de Dios y de la idea obsesiva del pecado. La “comunicación general”, como la llama Nerval, trabaja “en la regeneración del universo”. ² Nerval, en otra época y cuando estaba en su sano juicio, profesó ideas análogas, en tanto que poeta y explorador de religiones decadentes. Ahora que quiere hacer uso de ellas como acceso a su salvación ¿podrá conseguirlo? ¿Habrá lugar en él para esta esperanza más que para cualquier otra? Escuchemos su propio testimonio. El mal se halla en todas partes. La comunicación general también puede ser un lugar de acción propicio para los espíritus malignos, para los nigromantes al servicio de las generaciones pasadas: “Ya que revivimos en nuestros hijos como vivimos en nuestros padres —y la ciencia inclemente de nuestros enemigos puede reconocernos donde sea que nos encontremos”. ³ Ante la naciente angustia de una fatalidad contundente, ¿la diosa-madre podrá socorrernos? “Elevaba mi plegaria a la eterna Isis, la madre y esposa sagrada; todas mis aspiraciones, todos mis pensamientos se confundían en este nombre mágico; me sentía revivir en él, y a veces se me aparecía con la forma de la Venus antigua, ⁴ a veces bajo el rostro de la Virgen de los cristianos.” Pero he aquí su conclusión: “La noche me trajo con más claridad aquella aparición querida, y sin embargo me decía: ‘¿Qué puede hacer ella por sus pobres hijos, ella, vencida, oprimida?’ ” ⁵ A la “aparición querida” de una diosa múltiple, debe aunarse la imagen de Aurélie, que se merece más que nadie los adjetivos de vencida y oprimida: Nerval ya vio cómo fue víctima de la fuerza y por supuesto no lo ha olvidado. A este recordatorio de la feminidad mártir se suma en la secuencia de las visiones, de manera terriblemente significativa, el siguiente pasaje:

Entonces creí hallarme en medio de un vasto valle de cadáveres donde la historia universal estaba escrita en sangre. El cuerpo de una mujer gigantesca se dibujaba frente a mí; sólo sus miembros habían sido cortados por algo que parecía ser un sable; otras mujeres de diferentes razas y cuyos cuerpos se repetían cada vez más, en los otros muros una masa sangrante de miembros y de cabezas, desde las imperadoras y las reinas hasta las más humildes campesinas. Era la historia de todos los crímenes, y bastaba con fijar los ojos en cierto lugar para ver la representación de una tragedia.

Este pasaje muestra muy bien el lugar que tenía, en el universo de Nerval, la idea del sufrimiento femenino. Esta representación, que desempeñó un papel importante en la alteración ansiosa de su sensibilidad y en su conducta enfermiza en el amor, también lo dejó sin condiciones para enfrentarse, en su trastorno, tanto a la diosa asesinada como al Jehová tirano. ⁷ ¿Será entonces preciso aceptar que no hay refugio para él ni en el Dios que le arrebató a Aurélie ni en su amiga divina, flagelada al mismo tiempo que él? El texto de Aurélie en sus últimas páginas, desmienta esta conclusión. Nerval, consciente de su misión como escritor y estando convencido de tener algo que enseñar a partir de una experiencia tan poco común, no quiere que ese algo sea la desesperanza. Dejó para el final de Aurélie, páginas reconfortantes, que son la moraleja de lo que él no quiere considerar como una simple enfermedad. Las dejó al final a propósito, para darle coraje a su lector; o tal vez, habiendo vivido días más felices en esta parte de su relato, cercanos a su salida de la clínica, se abstuvo de ir más lejos. ⁸

El Nerval que sana

Entre los enfermos de la clínica había un joven, veterano de África, que se negaba a comer, y que parecía no poder hablar ni ver ni escuchar; lo alimentaban por un tubo introducido en su estómago. El médico hizo venir a Nerval a la operación, sintió simpatía y compasión por el enfermo: “Pasaba horas enteras — dice— a examinarme mentalmente, la cabeza junto a la suya, mientras le sostenía las manos. Me parecía que cierto magnetismo juntaba nuestros dos espíritus, y me sentí muy contento cuando escuché por primera vez una palabra salir de su boca. Nadie quería creerlo; yo atribuía a mi ferviente voluntad este su primer indicio de salud”. El hecho de que Nerval aparezca como el benefactor de este enfermo y el mejoramiento casi inmediato de su propio estado mediante pensamientos de salvación, sugieren que el narrador de Aurélie nos está contando cómo éste fue salvado por la caridad. Nerval, tomando la iniciativa de su médico, quien le presentó al enfermo, afirma haber regresado así “al mundo de los vivos”: se trata sobre todo de comunicación, más que de caridad; el propio Nerval da testimonio de ello líneas más abajo: “Abandonado hasta este punto, al círculo monótono de mis sensaciones y de mis sufrimientos morales, encontré a un ser indefinible, taciturno y paciente, asentado como una esfinge a las puertas excelsas de la existencia”.¹ El buen doctor lo puso en contacto directo con uno de sus semejantes, enfermo al igual que él, para que pudiera quererlo: “Sentí la inclinación a quererlo a causa de su enfermedad y abandono, y me sentí a la altura por esa simpatía y esa piedad”. Resulta comprensible que este episodio de comunicación haya mejorado la condición de ambos enfermos y aligerado, en particular, el sentimiento de culpabilidad de Nerval; y nos sentimos dispuestos, como el propio Nerval, a elogiar al doctor Blanche por haber tenido tal idea. El significado último de esta experiencia, si nos atenemos a lo que dice Nerval, reside en un fenómeno magnético y en la fuerza de su voluntad. La única referencia religiosa se encuentra en el pasaje donde dice que el joven le parece “entre la vida y la muerte, como un intérprete sublime, como un confesor predestinado a entender los secretos del alma que la palabra no se atreve a transmitir o no es capaz de referir. Era el oído de Dios sin interferencia alguna de un tercero”. Una nueva versión del sacramento de penitencia, una más por agregar a las infatigables creaciones de la religión romántica, y donde el

sacerdote, declarado inoportuno, es reemplazado por un médium inconsciente, y sin embargo sublime. En el relato de Nerval, este episodio, reconfortante de algún modo y teniendo como inicio la curación de un enfermo, está seguido, de inmediato y sin preámbulos, por un sueño feliz: “Esa noche tuve un sueño exquisito, el primero después de mucho tiempo”. Se halla en una torre, profunda del lado de la tierra y muy alta del lado del cielo, donde se cansa de subir y bajar; está a punto de darse por vencido cuando se abre una puerta; un espíritu se le presenta y le dice: “Ven, hermano”. “No sé por qué —prosigue—, no sé por qué se me ocurrió que su nombre era Saturnin. Tenía el rostro de aquel pobre enfermo, aunque transfigurado e inteligente.” Están en el campo, bajo las estrellas; el espíritu pone la mano en su frente: “De pronto una de las estrellas que veía en el cielo comenzó a crecer y la divinidad de mis sueños apareció para mí, sonriente, con su vestimenta casi india, tal y como la había visto en otro tiempo”.¹ ¹ Ella camina junto a ellos y le explica que la prueba a la que había sido sometido ha llegado a su término, que las escaleras que lo fatigaban representaban “los vínculos con viejas ilusiones” que no dejaban tranquila su mente, y ella agrega con lucidez: “Recuerda el día cuando imploraste a la santa Virgen y cuando, creyéndola muerta, el delirio se apoderó de tu espíritu.¹ ² Era necesario que tu voto le fuera encomendado por un alma simple y desvinculada de la tierra. Ella estuvo cerca de ti, y es por eso que permitió que yo misma viniera a verte y darte ánimos”.¹ ³ Esta versión piadosa, presentada de golpe, de su aventura, es el testimonio del deseo de Nerval por acordar su religión con la ortodoxia o, más exactamente, por incluir la ortodoxia en su religión, y María principalmente: sabemos que ella es para él una divinidad semejante a Isis o a Venus; semejante, sobre todo, a la que llama la divinidad de sus sueños, en quien reconocemos a Aurélie.

Los “Mémorables”

Aquí se sitúa un grupo de invocaciones y de sueños que Nerval tituló como “Mémorables”.¹ ⁴ Estos textos en su totalidad tienen en común que al estar destinados a concluir felizmente la búsqueda de Nerval se hallan desprovistos de toda angustia: celebran, con una suerte de exaltación mesiánica, poco frecuente en él, la armonía de un mundo regenerado y la confianza en el porvenir. Nos concentraremos en lo que respecta a lo que más preocupaba a Nerval, que tiene que ver con su destino final y el de Aurélie.¹ ⁵ Para empezar, digamos que se trata de una nueva versión, mucho más espectacular que la del sueño precedente, de sus hallazgos: “¡Oh, cuán bella es mi amiga! ¡Es tan grande, que perdona al mundo, y tan buena, que me ha perdonado a mí!” La sola mención del perdón designa, sin nombrarla, a AurélieJenny. Sin embargo, la persigue ajetreadamente sin poder acceder al palacio donde duerme. Logra verla hasta el día siguiente, gracias, otra vez, a la influencia de Saturnin: “Esa noche, el buen Saturnin vino en mi ayuda, y mi gran amiga se acercó a mí, montada en su yegua cubierta de plata. Me dijo: ‘¡Coraje, hermano! Es la última etapa’. Y sus ojos enormes devoraban el espacio, y ella hacía volar por el aire su cabellera impregnada de perfumes del Yemen”. Los perfumes del Yemen parecen identificarla, sin lugar a ambigüedad, con la reina de Saba; queda claro que Nerval no repara en atribuirle varias identidades a la vez: por eso leemos inmediatamente después esta frase: “Reconocí los rasgos de [Sophie]”.¹ Ahora bien, esta Sophie parece ser aquella que amó en su juventud en Saint-Germain. Sin embargo, la abubilla mencionada como guía de las alturas, y la cabalgata triunfal nos remite indiscutiblemente a la reina de Saba. Por otra parte, un sincretismo exuberante impera en esta descripción; Nerval continúa: “El arco de luz destellaba en las manos divinas de Apolión”, y: “El corno encantado de Adonis resonaba a través del bosque”.¹ ⁷ Después de estas variadas evocaciones, Nerval no duda en agregar a la cabalgata, entre él y su gran amiga, la presencia del Mesías cristiano, garante de la inmortalidad: “Oh, muerte, ¿dónde está tu victoria, ahora que el Mesías vencedor cabalgaba junto a nosotros?” Este Mesías, en el espíritu de Nerval, sólo puede ser Jesucristo: lo

imagina entrando con esta dignidad, en las siguientes líneas, a Jerusalén,¹ ⁸ y se atribuye de manera extraordinaria algo de la misión de los apóstoles.¹ Esta integración de Cristo en el universo sincrético de Nerval continúa en el sueño siguiente, donde se proclama la virtud redentora de la sangre de Jesús: “He salido de un sueño muy dulce: soñé a la que había amado, transfigurada y radiante.¹¹ El cielo se abrió en toda su gloria y leí la palabra perdón firmada con la sangre de Jesucristo”.¹¹¹ Un nuevo advenimiento de Cristo ¿es a la vez la llave del perdón de Aurélie-Jenny para Gérard y la de la redención para el universo, a la que Nerval asiste en sueños? Sin embargo, Cristo ya no figura en el himno magnífico, completamente nervalino, que viene enseguida y que celebra la estructura musical del universo y del tiempo, y la vibración de amor que intercambian los elementos del cosmos. Gérard fue instruido directamente por una estrella: “Una estrella brilló de pronto y me reveló el secreto del mundo y de los mundos”. Justo después de haber establecido esta revelación,¹¹² Nerval viene al tema de las divinidades germánicas en el nuevo mundo divino, y a la Europa trastornada por lo que ocurre en Oriente: en un último sueño, ve cómo el conflicto lo solucionan un grupo de princesas, muertas y vivas, de distintas naciones de Europa del este, bajo el árbitro de Francia.¹¹³ Nerval finalizó Aurélie con algunas reflexiones espontáneas, con lo que tenía más a la vista del corazón: el valor significativo de sus sueños y la prueba de que son un vínculo entre este mundo y el otro; la convicción que se hizo de ser expiado de sus faltas; la certeza de la supervivencia y de la reunión de personas que se aman; la importancia de reencontrarse con aquel que él llama en sueños Saturnin. Sobre esto último, escribe: “Bendije el alma fraternal de quien, en el seno de la desesperanza, me había hecho volver a las sendas luminosas de la religión”.¹¹⁴ ¿Pero debemos creerle respecto de la soledad de todas sus adquisiciones? En especial, respecto de su regreso al seno de la religión, ya hemos comprobado lo suficiente que se trata de su religión. ¿No quiere ver la diferencia? O quizá, renuente como era a toda ortodoxia, no le prestaba atención. En cuanto a las verdades sobrenaturales cuya virtud ha experimentado, tenemos más de una razón para creer que están frágilmente asentadas en él, y sujetas a recaídas de angustia. Algunas semanas después de haber enviado el manuscrito del final de Aurélie a la Revue de Paris, e incluso antes de que pudieran ser publicadas estas páginas, Nerval fue encontrado colgado, seguramente por mano propia, en un callejón oscuro de París: durante el amanecer del 26 de enero de 1855. Desesperanza o delirio, deja una duda en el desenlace sereno de Aurélie. Sin embargo, debemos, para hacer justicia a lo dicho por Nerval y a su voluntad, cerrar este estudio con lo que él quiso que fueran las últimas palabras de su

testimonio sobre sí mismo: “Podía juzgar más sanamente el mundo de ilusiones en el que había vivido durante algún tiempo. No obstante, me siento feliz de las convicciones que adquirí y comparo esta serie de pruebas que he atravesado con lo que, para los antiguos, equivalía a la idea de un descenso a los infiernos”.¹¹⁵ Lo que confiesa aquí es, si no lo que logró conseguir, al menos a lo que aspiraba con todo su corazón. Si bien la fe en él es frágil, la esperanza, o la voluntad de esperar algo, es tenaz y quiso finalizar con ella.

La obra de Nerval nos ha obligado a un viaje crítico prolongado. Su espíritu no es fácil de asir ni puede hacerse sistemáticamente: su andar es irregular, y sus creaciones van hacia muchas direcciones; la preeminencia de un tema está disimulada en él con la diversidad de experiencias y proyectos; sin embargo, de una u otra forma, está allí, sólo falta buscar y embonar los elementos dispersos. En cuanto a la explicación o definición de su encanto, vale más darse por vencidos. Fracasaríamos en el intento, y la limpidez de su elocución aterra de antemano a aquel que intente comentarla. Preciso es ir detrás de él en sus fantasías e intentar asir el hilo de sus pensamientos sin pretender organizarlos demasiado; pues si bien es cierto que es pensador tanto como narrador y como poeta; su pensamiento tiene de particular que, dominado por los problemas que inquietan en general al romanticismo francés, busca menos resolverlos que hallarlos irremediables. En lo que a él concernía, le habría encantado, como a tantos otros, reconstruir, sobre la ruina de las creencias muertas, una creencia viva del amor, del ideal, del futuro. Pero el amor —el amor compartido— le faltó absolutamente; el ideal, a su entender, condena lo real; el vértigo del tiempo estropea la religión del porvenir; la época de las reconstrucciones humanitarias sobrevive y muere con él. El vacío de las creencias perdidas, que cada quien a su modo buscó llenar o intentó llenar con este entusiasmo del corazón, de la razón y de la imaginación que en Francia se llamó romanticismo, ese vacío quedó abierto ante él. De ahí la tentación del regreso de las religiones, a las de todos los tiempos y todos los países, incluyendo el cristianismo. Esta tentación está más marcada en él que en sus predecesores; pero, en efecto, su sincretismo desencantado es más pernicioso para la fe tradicional que su deísmo. El desencanto, más en él que en Musset, su contemporáneo en edad, tiene la forma esencial de un amor enfermo, marcado con el fracaso, la ambivalencia y la culpabilidad. La salvación a la que aspira debe liberarlo de este mal, tanto como de su locura. Amor frustrado y delirio

parecen ser indistintos en él y buscan el mismo remedio. Es la primacía del amor, a la que no sabría renunciar, lo que hace que siga siendo romántico, en su sentido francés. Pero deja de serlo en la medida en que se separa para emprender una búsqueda azarosa de la fe humana de sus predecesores. En vano resulta afirmar —y creerlo, cuando él lo afirma— que encontró a través del sueño, y por el privilegio mismo de la locura, la certidumbre de la inmortalidad y de la eterna reunión de los seres queridos, pues toda su obra, incluida Aurélie, parece indicar solamente que no puede soportar sin desesperanza la creencia contraria. Esa especie de ideal fuera del mundo, en el que se refugia, tiene toda la apariencia de una melancólica quimera. En la generación romántica de los más jóvenes y más desilusionados del romanticismo francés, a la que pertenecen —y será todavía más cierto en la siguiente generación, la de Baudelaire y Flaubert—, a propósito se busca llenar el mismo vacío poniendo en primer plano uno de los componentes del ideal inaccesible, a saber, el arte. Se compensa, a través del culto y del sacerdocio de lo bello, el desengaño que trajeron los otros aspectos del mismo ideal: el amor, el bien, la humanidad progresiva, Dios. Esta solución, está dicho, no es la de Nerval, un alma no resignada, para quien la belleza no podría ocupar el lugar de bien supremo. Quizá ésa sea la mayor grandeza de su desencanto: no haber querido sacrificar la esperanza, incluso desesperada, por nada que valiera menos. Durante mucho tiempo se consideró que era un intelecto menor, un escritor menor que Gautier, y hasta que Houssaye, por decir algo. La verdad es que vivió su desasosiego de manera más ejemplar y completa que cualquier otro; un genio único presidió en él la alteración del ímpetu romántico. Jamás creyó que proveía el remedio al construir, para el poeta y para el artista, el refugio de un pesimismo y de una estética. Sólo buscó, en su memoria y en sus sueños, remplazar con una fe perdida, una nueva certeza, que no encontró. Sin embargo, lo que legó al final de la búsqueda no tiene precio.

THÉOPHILE GAUTIER

Gautier, entre los más jóvenes de la generación de 1830, es el único en quien parecen sobrevivir, hasta el Segundo Imperio, el espíritu del gran Cenáculo y la batalla de Hernani. Y también es en él, paradójicamente, en quien se dejan ver de la manera más nítida, en relación con sus predecesores, las diferencias: la doctrina, que se encarna en él, del arte por el arte como único credo y el desprecio de todo lo demás. Adepto, hasta el final, del dios Hugo, y sin embargo poco preocupado por los destinos de la humanidad; aunque veterano e historiador de las batallas del romanticismo, también fue precursor y maestro, en espíritu, de la generación de 1850: Baudelaire, Banville, Flaubert, Leconte de Lisle, en todo lo que la distingue de la de 1830. Esta doble posición sigue incomodando a los comentaristas: ¿Gautier continúa el romanticismo o lo altera? La respuesta depende de lo que entendamos por romanticismo; sin embargo, entendamos lo que entendamos por romanticismo, la literatura de Gautier, desde la década de 1830, difiere del romanticismo en boga; de lo que se trata es de decir en qué. En el principio era el Cenáculo; pero, después de Julio de 1830, los Jeune-France del petit Cénacle se convierten en algo distinto, que nace con la decepción que trajo aquellos días de revolución. Gautier experimentó dicha decepción tanto como sus amigos.¹ Todo lo que escribió durante la monarquía de Julio es, de cierta manera, la continuación y la formalización de esta primera reacción.² Ninguno de los juniors del romanticismo habría de llamar tanto la atención de la generación siguiente como él. La mayoría de los Jeune-France desaparecieron de escena unos años después. Nerval es la excepción, pero pasó, hasta su muerte y mucho tiempo después, por un escritor menor, aunque exquisito. En cuanto a Musset, sabemos lo poco que lo tomaban en cuenta, por más que lo apreciara el público, los graves autores del posromanticismo francés, Baudelaire en particular. Completamente distinto es el caso de Gautier, cuyas decisiones y pensamientos directrices —pesimismo y esteticismo— prefiguraban y orientaban la literatura venidera. Aquí se encuentra la fuente de la consideración de la que gozaría hasta su vejez. Dicho crédito desapareció inmediatamente después. Las fórmulas, a menudo desconsideradas, de su polémica, la apariencia de sacrificar, en poesía, el sentido por la forma, su constante oscilación entre un sentimiento trágico de las cosas y un hedonismo de corto alcance, dañaron su imagen. Quizá también, de lo que a menudo él mismo se quejara, una dispersión inmensa entre diarios y folletines afectó su genialidad. Con todo, es imposible dudar que haya sufrido plenamente los problemas que el

romanticismo, del que provenía, no pudiera o no quisiera enfrentar en toda su agudeza. Entre lo real y lo ideal, era de los que no veía camino practicable ni ministerio espiritual posible. Lo dijo, y lo dijo bien, en sus dos obras mayores: Mademoiselle de Maupin y La Comédie de la mort [La comedia de la muerte].³ Sin embargo, este amargo rechazo abre el camino, en él, hacia una especie de despreocupación, lanzada como desafío a los profanos, y que hace poner en duda su seriedad. Es así como Mademoiselle de Maupin fue eclipsada por su polémico prefacio; o bien, buscando conseguir sensatez con la historia de Ícaro, sólo se asume el fin de la poesía en tanto que excelencia de un arte menor, colocando así el esencial poema “Regret” [Lamento] en los Émaux et Camées [Esmaltes y camafeos] que hacen olvidar La Comédie de la mort. A pesar de todo, las grandes obras permanecen, y Gautier debe ser considerado a profundidad. Merece más que el relativo descrédito que le ha sido destinado en las generaciones recientes. Su reivindicación, iniciada al mismo tiempo que su descrédito, debe continuar.⁴

1830. El burgués

Gautier había pertenecido al círculo de Hugo, y participó de manera memorable en la batalla de Hernani. Pero era 10 años menor que el maestro, y es natural que después de la convulsión de Julio haya formado un grupo aparte con algunos compañeros de su edad. Primero, en el petit Cénacle, durante dos o tres años posteriores a 1830. A la “camaradería” de los Jeune-France le siguió en 1834 el grupo, de composición y de naturaleza un poco diferentes, que se reunía en un callejón del Doyenné; jóvenes poetas y artistas alrededor de las figuras de Nerval, de Gautier y del pintor Camille Rogier.⁵ Este nuevo grupo guardaba —la fiebre inicial al menos— el ánimo del precedente. Se trataba, dice Gautier, de “un cenáculo de pintorcillos que tenían en común el amor por el arte y el horror a los burgueses; locos, unos de poesía, los otros de pintura; aquél de música, aquel otro de filosofía; en pos del ideal con valentía a través de la miseria y los obstáculos que surgían”. Gautier escribía estas líneas en 1849, con motivo de Scènes de la vie de bohème [Escenas de la vida de bohemia] de Henri Murger, que, según nos cuenta, le recordaban “la que habíamos instalado hace unos 15 años al fondo de la calle del Doyenné”.⁷ Arsène Houssaye quien, recién llegado a París formó parte del grupo, también rememora, 20 años después, “nuestra

poética bohemia del callejón del Doyenné (la madre patria de todas las bohemias)”;⁸ pero el grupo del Doyenné, si fuera o no bohemio —nunca se le dio ese apelativo en su tiempo—, estaba en las alturas de la poesía y del arte. Sainte-Beuve dejó las cosas en claro: no cree que la Bohème de Murger, que no apareció sino 10 años más tarde, sea comparable a la del Doyenné, que él estima, con razón, “de un nivel más elevado”. Si queremos saber lo que distingue a los jóvenes de este grupo de sus maestros por quienes sienten admiración y respeto, se nos ocurre, en primer lugar, una sensible diferencia de humor: sus predecesores meditan y profetizan; los jóvenes se enojan, escandalizan, lanzan el anatema contra los burgueses. Quienes conocieron a Gautier hasta los últimos años de su vida hablan de su obsesión del “burgués” como tipo inferior y execrable.¹ Habría que preguntarse lo que significa la elección de esa bestia negra, en nuestra sociedad, donde la condición burguesa tiende a invadirlo todo, incluidos poetas y artistas. Despreciar al burgués no es otra cosa, en estas circunstancias, que buscar encarnar en su contra un tipo de superioridad al que por definición le sería ajeno. Esta superioridad, antaño propia de los aristócratas, le sería concedida a los literatos y a los artistas; desde el siglo XVIII existió tal designio, cuando la influencia de los gens de lettres creció y se atrevieron a comparar con la riqueza y el rango, con ventaja, los valores que ellos encarnaban. Es decir que no se confundían del todo con el tercer estadoa en su forma de pensar; se distinguían por sus aspiraciones a una nueva clase de “calidad”, de la simple burguesía, incluso si eran provenientes de ella o si le eran de hecho solidarios. Éste es el caso del siglo siguiente. Las condiciones seguían siendo las mismas. Una vez que en 1830 el patriciado y el sacerdocio fueron definitivamente despojados del supremo prestigio y todo valor parecía concentrarse, de ahora en adelante, en la utilidad material y el confort liberal, el ministerio de lo ideal parecía vacante. Los primogénitos del romanticismo habían anhelado ocupar ese espacio durante la caída de los Borbones, y 1830 no representaba ninguna contradicción para sus reflexiones; en vez de perder el ánimo, se sintieron por el contrario requeridos para llevar a cabo, en el nuevo orden, la acreditación de los valores espirituales modernos sobre la ruina de los antiguos. Gracias a ellos, progreso y libertad habrían de adquirir, más allá de toda interpretación limitada o prosaica, su valor pleno. La reacción de los Jeune-France fue otra. De una brutal decepción ocurrida cuando aún eran muy jóvenes, inmediatamente llegaron a la conclusión de que se trataba de un desastre, y lo creyeron irremediable. Vieron cómo el dinero destronó todas las antiguas supremacías, y vieron cómo la propia, con la cual se habían

investido, era ninguneada en un mundo enemigo. El burgués, el verdadero vencedor de la Revolución de Julio, se instala en el núcleo de su imaginación, y no tuvieron otro recurso, para mantener lo que ellos consideraban su precedencia, más que despreciarlo con toda su alma, tomando para sí las actitudes de la antigua aristocracia. Tan sólo reciclaban una imagen tradicional del burgués, acreditado por siglos de superioridad aristocrática y de mofa popular, usual en la literatura y el teatro. Esta imagen busca establecer los caracteres del burgués según la inferioridad de su condición inicial: incluso bajo Luis XIV era bastante convencional en relación con la realidad burguesa contemporánea, eminente ya en muchos aspectos; con mayor razón en 1830. Con todo, éste es el retrato que publicistas y poetas rehabilitaron durante la monarquía de Julio. Gautier, en particular, escribió en 1836 una Monographie du bourgeois parisien,¹¹ donde vemos repetirse algunos temas de Molière bajo la óptica romántica. Esta invariabilidad en la caricatura del burgués se justifica en parte por la persistencia —en la masa de la burguesía moderna pequeña y mediana— de las limitaciones ancestrales. Gautier agrega a la vieja imagen una característica que antes no estaba presente, pero que es de suma importancia para los Jeune-France, puesto que establece la superioridad particular de los literatos y de los artistas por encima de los burgueses: que al burgués tanto poesía como arte le están totalmente vedados. Este nuevo reproche sólo se sostiene, a diferencia de los demás, si definimos a priori la burguesía por rasgos moralmente negativos, sin preocuparnos por una definición sociológica real. En 1830 muchos auténticos burgueses eran aficionados a la poesía y al arte. No hay manera de que Gautier lo ignorara, pero expiaba de toda burguesía a estos burgueses amigos de lo bello, como hacía con sus amigos Jeune-France y con él mismo. Sin embargo, también podríamos preguntarnos por qué una caricatura del burgués hecha por sus enemigos pudo gozar de tanto crédito en la opinión general. Es que la burguesía más ilustrada seguía sintiéndose avergonzada de sí misma o se comportaba como si así fuera. La escandalosa defección de escritores y artistas nacidos dentro de ella, y que se volteban en su contra justo cuando llegaba al poder, no conseguía darle fuerza. Más que de rechazar esa caricatura, la burguesía estaba preocupada de no caer en semejanza. En este sentido, podemos decir que la agresión romántica sacó provecho de la burguesía tanto como una sátira institucional de sus defectos, nacida permanentemente de su seno, constituyó su educación moderna. Sin embargo, el burgués es, para los Jeune-France algo más que un tipo particular. No basta con decir que lo desprecian o se mofan de él, como era

costumbre antes de ellos. Cierto furor subyace en su sátira. Es que ven a una burguesía victoriosa en un mundo donde nada está por encima de ella. Convertida desde entonces en un símbolo de toda la humanidad, apartada de la literatura y del arte, la antipatía que suscita en ellos tiene la forma de una misantropía, de un pesimismo que se extiende a todas las cosas de este mundo. El burgués manifiesta la preponderancia de lo real sobre lo ideal, el abismo irremediable que separa a ambos en el corazón de una metafísica del fracaso. Este desencanto acechaba al romanticismo desde sus orígenes; está presente, como posibilidad amenazante, en toda dicotomía de lo ideal y lo real. El romanticismo de los primogénitos hizo a un lado esta amenaza, tajante y — pongámoslo así— heroicamente, durante toda una generación. Tomando el camino contrario, los hermanos menores se liberaron de los servilismos y de las ingenuidades de la esperanza; pero el pesimismo les reservaba otros, en nada menores. No contando con el medio ni con el deseo verdadero de destruir lo que dicen detestar, sospechan que en su cólera se halla la coartada de un conformismo profundo. El reproche fue repetido entre ellos muchas veces y también lo hicieron sus continuadores; un furor estéril, y juzgado como tal para quien lo predica, no inspira ningún respeto: hipócritas, suele decirse, instrumentos vergonzosos del orden que maldicen. El yerno de Gautier, que lo conoció en los últimos años de su vida, lo descubre cuando escribe

Lo escuché hablar varias veces, aunque con mucho misterio, de una recopilación de pensamientos que publicaría hasta después de su muerte. Revelaría en él lo que en verdad pensaba de los hombres, de las cosas, de la vida y del mundo. Su enorme intelecto tenía la aspiración de legar un testamento de verdad a toda la humanidad. Será terrible, decía, te pondrá los pelos de punta, diré cuál es la verdad.¹²

Ese libro nunca vio la luz. ¿En verdad existió? ¿El mismo Gautier lo destruyó, o alguno de sus herederos? No lo sabemos. Entonces, de cualquier manera, si nos atenemos a éste, convenimos en que no dijo ni la mitad de lo que en verdad tenía en el corazón. Imposible dejar de pensar en los escritos íntimos y póstumos de Baudelaire, en Mon cœur mis à un [Mi corazón al desnudo], en Fauséesk,a en

sus alusiones tan frecuentes a la acrimonia del fondo de su corazón.¹³ Desde aquí se vuelve patente la filiación, desde un punto de vista nada desdeñable, entre el maestro y el discípulo. Estos Alcestes del romanticismo traumatizado deben tomarse muy en serio, como el personaje de Molière, no tanto en lo que dicen, como en su trastorno, que es real, y que da testimonio de la pasión que depositan en un ideal inalcanzable y de una condición alterada.

Gautier y la política

La desilusión, en 1830, fue inmediata y radical. Es natural que Gautier declare que repudia toda política:

Avec ce siècle infâme il est temps que l’on rompe; Car à son front damné le doigt fatal a mis Comme aux portes d’enfer: Plus d’espérance! — Amis, Ennemis, peuples, rois, tout nous joue et nous trompe.

[Es hora de romper con este siglo infame; pues puso en su frente el dedo fatal como a las puertas del infierno: ¡No más esperanza! Amigos, enemigos, pueblos, reyes, todo nos tima y nos engaña.]

La nueva monarquía es idéntica a la antigua, menos generosa y menos excelsa, y lo prometido en Julio no tuvo seguimiento:

[…] Seule, la poésie incarnée en Hugo Ne nous a pas déçus, et de palmes divines

Vers l’avenir tournée ombrage nos ruines.¹⁴

[Sólo la poesía encarnada en Hugo no nos ha decepcionado, y con palmas divinas, vuelta hacia el futuro, encubre nuestras ruinas.]

Esta actitud, a saber, la negación de la política y el refugio en la poesía, constituye decididamente, y lo seguirá haciendo, la esencia de Gautier. Empero, encuentra su expresión, según el ánimo, en diversos estilos. Ya leeremos más tarde, en pluma de Gautier, líneas como las siguientes, con ocasión de su viaje a España: “España está hoy en día, en el peor sentido de la palabra, por las ideas liberales, constitucionales y antirreligiosas, es decir, hostil a todo viso y a toda poesía”.¹⁵ Entre los dos términos, poesía y progreso, que el romanticismo francés había más bien hecho uno solo, no sin gloria, Gautier sólo ve antinomia, volviéndose con ello partidario de uno de los tópicos más contestatarios de la contrarrevolución. En el mismo orden de ideas, lo vemos predicar, contra la filosofía humanitaria, el dogma del pecado original; acerca del Lamennais converso al humanitarismo, y que ya no atinaba a explicar los males del género humano por la voluntad divina, escribe lo siguiente: “M. de Lamennais se equivoca en esto: Dios quiso que fuera así, puesto que no podemos suponer que sucede algo en el mundo sin la voluntad de Dios; todos nosotros padecemos la pena del pecado del primer padre, expiamos la mancha original”.¹ Nos preguntamos, aquí y en otros casos: ¿en verdad creía esto? ¿O bien se trataba una vez más del lado atrabiliario del posromanticismo, que, aunque distinto en todo lo demás, prodiga regaños al unísono de las doctrinas de la extrema derecha? Téngase presente esta inclinación de Gautier, como sea que se le interprete; la encontraremos en la siguiente generación.¹⁷ Pero ¿es consecuencia de una elección filosófica o política consecuente? Escribía su defensa de la doctrina del pecado original en La Charte de 1830 [La carta de 1830], publicación felipista como su título lo indica, y parecía olvidar que ese mismo dogma había servido con creces a condenar las constituciones de origen humano y el régimen representativo. Él mismo no tenía este régimen en habitual veneración; sin

embargo, había felicitado, un año antes, en la misma publicación, al rey de los franceses por encargarse de la restauración de Versalles, demostrando con ello que el arte puede prosperar bajo un gobierno constitucional; llegó incluso a escribir: “El rey es uno de los más grandes artistas de la época”.¹⁸ En 1840 celebró las muertes de Julio glorificando la nueva dinastía en un gran poema de aire oficial.¹ Nada de esto va con el violento desdén de toda política que despachaba en otros textos. Tal parece que simplemente buscaba una decoración (que no consiguió sino dos años después); en privado, no ponía en sordina sus sarcasmos.² Sin embargo, Sainte-Beuve creyó verlo, después de 1830, en una procesión conmemorativa de los cuatro sargentos de La Rochelle; pero Gautier, bajo el imperio, rechazaba haber estado allí.²¹ Sólo había tenido, en 1848, un momento pasajero de optimismo; al menos siguió esperando, durante la Segunda República, un florecimiento del arte a favor de la libertad.²² Sobrevino el golpe de Estado, luego el imperio: volvió el ánimo, creyó ver algunas ventajas, con tal de que lo dejaran hablar libremente de Hugo tal y como lo entendía. Sus últimos años fueron más bien amargos; el régimen no le encantaba. En fin, la guerra, la derrota, la Comuna, que lo horrorizó. La nueva república, ciertamente, no le cayó en gracia; murió en 1872. A la sazón de su muerte Flaubert escribió: “Murió del asco de la vida moderna”. Agregaba: “Estamos demás. Se nos odia y se nos desprecia”.²³ ¿Odio y desprecio públicos, en la situación de Gautier? Había padecido, como tantos otros, la prolongada y agotadora servidumbre del folletín, pero su renombre brilló durante mucho más tiempo que cualquier otro. Su mal era de otra naturaleza: inmerso en el zenit del romanticismo, guardaba dentro de sí la idea de un alto rango de la dignidad de poeta, y de una superioridad natural de la poesía por encima de todo lo demás. Al ser desmentida esta convicción, se convertía en una fuente eterna de amargura: eso explica, de cara a los asuntos humanos, la reacción de rechazo absoluto, pero también la tentación contraria a la mínima apariencia de esperanza, y que con cada decepción, viniera una bocanada de despecho vuelta conservadurismo, y lo más común, una ofensiva indiferencia.

Los primeros poemas

En literatura, Gautier debutó escribiendo y publicando versos: su primer libro fue el volumen Poésies, publicado en París en 1830. La mayoría de sus primeros poemas²⁴ presentan, en cuanto a sensibilidad y estilo, el modelo romántico en boga; la originalidad de Gautier sólo se manifestó años más tarde; pero la marca Jeune-France ya se advierte en la viva inquietud que suscita el espíritu del siglo. Reténgase un tema en especial sobre el cual el joven Gautier se exalta con predilección: el lamento sobre las creencias perdidas. De este lamento, por entonces universal, sobre la fe en decadencia y la falta de ambición, ofrece una variante particular: su poesía, en 1831 y en los años siguientes, rememora con nostalgia la unidad de la fe y del arte, tal y como la concebía el catolicismo medieval. Discípulos de Lamennais, desde antes de 1830, alimentaban la esperanza de una resurrección moderna de la síntesis medieval.²⁵ Gautier parece abrazar esta corriente; pudo haber sido influido también por la doctrina sansimoniana de la excelencia de las épocas “orgánicas” donde la sociedad, la religión y la literatura están unidas en el mismo dogma.² Sin embargo, los designios para el futuro de los sansimonianos le son totalmente ajenos; si bien está dispuesto, como los católicos, a lamentar el pasado, su lamento no encierra ninguna esperanza de su resurrección o restablecimiento: el humor agrio y negativo del Jeune-France domina su discurso; le hace renegar de la fe romántica sin abrazar ninguna otra. Así, en 1831, en un poema sobre Notre-Dame,²⁷ exalta, al ejemplo de Hugo, la catedral y el arte góticos, con el fin de humillar, al ponerlos en comparación, el mundo y la vida modernos. Sube a las torres de Notre-Dame, con el libro de Hugo en la mano, y sentencia,

Las d’étouffer ma vie en un salon étroit, Avec de jeunes fats et des femmes frivoles Echangeant sans profit de banales paroles;

Las de toucher toujours mon horizon du doigt,

Pour me refaire au grand et pour m’élargir l’âme.

[Cansado de gastar mi vida en una sala estrecha, con jóvenes fatuos y mujeres frívolas que intercambian sin provecho palabras banales; cansado de tocar con el dedo mi horizonte,

para volver a ser grande y extender el alma.]

Termina por aplastar a los edificadores del presente, “albañiles del siglo, arquitectos ateos”. Mientras que Hugo, en el libro mismo que exaltaba desde lo alto de la catedral, consideraba como los gloriosos sucesores modernos al libro impreso y la prensa crítica, su discípulo, no quiere ver en su siglo más que futilidad e insipidez. En otros poemas de los mismos años se describe el tiempo presente como marcado por la degeneración y convaleciente. La decadencia de los modernos se le atribuye al exceso del espíritu de examen y de negación, que mata la poesía y la vida, según un motivo familiar a la contrarrevolución de 1800 y que el romanticismo desencantado resucita de buena gana. Es así como Gautier llegó a maldecir hasta los propios tipos del romanticismo: Werther y René, “venenos del corazón”; Byron, creador de una desesperanza sin remedio, y a definir su propio Albertus como un “cadáver sin ilusiones”.²⁸ Gautier, por esta obsesión de la decadencia y de la pérdida de la vitalidad, se parece mucho al Musset de la misma época;² más por la acusación, como autores de este mal, a los adeptos modernos del espíritu del análisis: esta inculpación se hallará en La Coupe et les levres y en Rolla; son pertinentes las citas del discurso que Gautier pone en boca de Raphaël, dirigido a los

“analizadores condenados, raza abominable”:³

Il est donc vrai! le ciel a perdu sa puissance, Le Christ est mort, le siècle a pour dieu la science, Pour foi la liberté. Adieu les doux parfums de la rose mystique; Adieu l’amour, adieu la poésie antique; Adieu sainte beauté!

[…] L’aiguille a fait son tour. Votre tâche est finie; Comme un pâle vieillard le siècle à l’agonie Se lamente et se tord. L’ange du jugement embouche la trompette Et la voix va crier: Que justice soit faite, Le genre humain est mort!

[¡Entonces es cierto! El cielo ha perdido su fuerza, Cristo está muerto, el siglo tiene como dios a la ciencia, la libertad por fe. Adiós los dulces perfumes de la rosa mística; adiós el amor, adiós la antigua poesía;

¡adiós santa belleza!

[…] La manecilla ha dado la vuelta. Vuestro deber ha terminado; como un viejo pálido el siglo en agonía se dobla y se lamenta. El ángel del juicio emboca la trompeta, y la voz a proferir: ¡Que se haga justicia, ha muerto el género humano!]

Esta pretendida diatriba de Raphaël, en boca de Gautier, su verdadero autor, condena al siglo XIX, incluido Gautier. La agonía del mundo es precisamente la misma de la que el acusador se cree aquejado. A tantos retratos de una época moribunda, hace eco un autorretrato; en él, el furor conlleva el gemido:

Je n’aime rien parce que rien ne m’aime, Mon âme usée abandonne mon corps; Je porte en moi le tombeau de moi-même, Et suis plus mort que ne sont bien des morts.³¹

[No amo nada porque nada me ama, mi alma desgastada abandona mi cuerpo; llevo en la tumba de mí mismo,

y estoy más muerto como no lo están muchos muertos.]

El catolicismo de Gautier, ya bastante incorporado al desencanto agresivo que es su verdadera pasión, no fue de una consistencia duradera. Acerca del capítulo del arte, que verdaderamente le importa, su simpatía por la escuela neocristiana sufrió fuertes vicisitudes, y no duró: “Notre-Dame”, que va en este sentido, es apenas contemporánea de la oda “À Jehan Duseigneur”, donde deposita toda su nostalgia en el Renacimiento italiano, que la estética del cristianismo estimaba en poco; en 1834, en Melancholia, prefiere a Albert Dürer y la pintura religiosa alemana; pero en 1834 o 1835, en el prefacio de Mademoiselle de Maupin, fustiga severamente la moda y la doctrina de la estética cristiana;³² y en el propio cuerpo de la novela comprobaremos la toma de una postura decidida a favor de la belleza y del sentimiento paganos. Tal parece que en los años siguientes se mantuvo en esta línea distante del cristianismo literario.³³ Hay que mencionar, con esta ocasión, el extraño poema, publicado en 1838, que se titula “Magdalena”.³⁴ Comienza, como tantos otros de la época, con una meditación en una vieja iglesia; se trata, sobre todo, de un retrato que representa un Cristo crucificado, acompañado de san Juan, de la Magdalena y de la Virgen. El poeta se apiada de Jesús,

Adorable victime entre toutes bénie,

[Adorable víctima, entre todos bendita,]

luego —aquí es donde viene la intención tan poco común del poema— supone que Cristo no pudo continuar su andanza en la tierra sin el apoyo del amor de una mujer, “sin tener un hombro —dice— donde posar la mano”,

Sans une âme choisie où répandre avec flamme

Tous les trésors d’amour enfermés dans ton âme.

[sin haber escogido un alma donde escanciar con ardor profundo todos los tesoros de amor encerrados en tu alma.]

Teme incomodar con semejante sugerencia; por ende, suplica a los espíritus religiosos no alarmarse; alega que su ángel guardián aceptó esta idea que se le ocurrió, y que los “poetas divinos” también profesan, especialmente en el crepúsculo, el privilegio de las intuiciones sobrenaturales. Excusándose de este modo, regresa a su idea:

Ô mystère d’amour! ô mystère profond! Abîme inexplicable où l’esprit se confond! Qui de nous osera, philosophe ou poète, Dans cette sombre nuit plonger avant la tête? […] Qui nous dira le nom de cette autre Éloa? Et quelle âme, ô Jésus, à t’aimer se voua?³⁵

[¡Oh misterio de amor! ¡Oh misterio profundo! ¡Abismo inexplicable en que el corazón se confunde! ¿Quién de nosotros se atreverá, filósofo o poeta, más allá de esta noche sombría sumergir la cabeza? […] ¿Quién nos dirá el nombre de esta otra Eloa?

¿Y qué al alma, oh Jesús, se consagró a amarte?]

Busca imaginar estos “amores divinos”, detallar líricamente cómo fue, para sugerirnos que está pensando en María Magdalena; la exalta tan profusamente, que hasta llega a poner en duda si es ella o María quien se merece el título de reina de los cielos. Da por hecho que el autor de este retrato tenía, al pintarlo, el mismo pensamiento que él, e invita a los poetas a ver el cuadro:

Peut-être un chérubin détaché de la toile, À vos yeux, un moment, soulèvera le voile, Et dans un long soupir l’orgue murmurera L’ineffable secret que ma bouche taira.³

[Quizá un querubín que se ha quitado el lienzo, a vuestros ojos, por un momento, se quitará el velo, y en un prolongado suspiro el órgano murmurará el inefable secreto que mi boca callará.]

El día en que Gautier escribió este poema, comprobó a qué azares se exponía una poesía de temática cristiana entre las manos de los hijos del siglo. ¿Qué pensaba él? Ciertamente que no hay malicia en este poema. Los episodios de la Escritura arreglados con toda libertad por los poetas abundan en la literatura de la época. Estas rehabilitaciones, desigualmente logradas, dan testimonio de la distancia que separaba de las antiguas creencias a la nueva poesía.³⁷

Tres prefacios

En los primeros prefacios de Gautier, en el de Albertus de octubre de 1832, el de Les Jeunes-France de agosto de 1833 y de Mademoiselle de Maupin de 1834, se encuentra lo mejor de sus paradojas y de sus cóleras. Antes que nada, el desprecio continuo de la política y de la sociedad en general: “El autor del presente libro […] sólo ha visto del mundo lo que se logra ver desde la ventana; no quiso ver nada más. No tiene ninguna tendencia política, no es ni rojo ni blanco ni mucho menos tricolor; para él no hay nada, no se da cuenta de las revoluciones hasta que las balas rompen los vidrios de las ventanas”.³⁸

¿Qué es una revolución? Gente disparándose con su fusil en una calle […] los que se quedan arriba dejan abajo a los otros; la primavera siguiente la hierba crece como nunca; un héroe manda cultivar los mejores guisantes […] El primer truhán que llega se sube furtivamente al trono, y se sienta en el lugar vacante. Sin embargo, no por eso deja de haber peste ni se dejan de pagar las deudas ni se deja de asistir a las óperas cómicas ni de hacer esto ni de hacer lo otro.³

“¡Qué importa si es un sable, una escobilla o un paraguas lo que os gobierna! — no deja de ser un garrote”.⁴ Lo expuesto aquí —mientras la literatura en boga, especialmente la romántica, se interroga gravemente sobre el presente y el futuro — se traduce menos en indiferencia que en decepción y repulsión. Del mismo orden de causas procede el artificio de la pretendida ineptitud a toda actividad y función social: el autor de este libro, escribe Gautier, “prefiere estar sentado que estar parado, estar acostado que estar sentado […] Escribe versos para tener un pretexto de no hacer nada, y no hace nada so pretexto de escribir versos”.⁴¹ Alega en su defensa no estar preocupado por haber plasmado ciertas posturas en su prefacio de Les Jeunes-France: “Detesto —dice— con todo mi corazón todo lo que se parece de cerca o de lejos a un libro: no concibo para qué

sirven”;⁴² mejor, no siente interés por nada, apenas si existe:

No soy nada, no hago nada; no vivo, vegeto […] Salvo por los gatos, no siento nada por nadie, no deseo nada; sólo tengo un sentimiento y una idea, que tengo frío y que estoy aburrido […] es por eso que, no siendo bueno en nada, me puse a escribir versos […] Os juro, en todo caso, que es un divertimento ruin […] Me han dicho varias veces que tengo que hacer algo, pensar en mi futuro. ¿No suena ridícula esa palabra en nosotros, nosotros que ni siquiera nos sentimos seguros ni una hora? […] Así, no siendo bueno en nada ni siquiera en esto de ser Dios, escribo prefacios y cuentos fantásticos; no es tanto como no hacer nada, pero se le asemeja y es casi un sinónimo […] A fuerza de concentración en mi ego, se me ocurrió la idea, muchas veces, de que me encontraba en el centro de la creación; que el cielo, los astros, la tierra, las casas, los bosques, sólo eran decoraciones.⁴³

Así la realidad del mundo tiende a desvanecerse con la del autor. Tal parece que el arte es el único remedio posible —en sí mismo fútil y subjetivo— al mal de la existencia; si el libro pasa desapercibido, el autor no se lamentará: “Esos versos le habrán costado inocentemente algunas horas, y el arte es lo que más consuela de vivir”.⁴⁴ No es que el arte tenga cierto valor intrínseco: “En cuanto a mi parecer sobre el arte —dice Gautier— creo que es puro malabarismo”.⁴⁵ Y narra cómo dos o tres de sus camaradas, hallándolo demasiado “insociable y maniático”, le dieron una oportunidad de convertirse en Jeune-France; aprovecha para hacer, en la historia de sus propios avances, una caricatura sin miramientos del personaje y anuncia que, ya como un completo Jeune-France, ahora quiere convertirse en un Don Juan universal. Vemos aquí que el Jeune-France de exuberante violencia, original y elaborado, de fuego y chispas en todos sentidos, puede tener un doble completamente distinto: inactivo, solitario, rebajando todo a nada e irónico consigo mismo hasta el punto de declarar su inexistencia; sin embargo, están muy hermanados entre ellos, pues los hermana la insatisfacción mordaz y la necesidad de escandalizar. El hecho de que no sirva de nada, agrega una tentadora gloria: la poesía y el arte llevan naturalmente esta corona de inutilidad. Gautier defiende de buena gana esta causa:

En cuanto a los utilitarios, utopistas, economistas, sansimonianos y otros que le⁴ pregunten para qué sirve la rima, responderá: —el primer verso rima con el segundo cuando la rima no es mala, y así sucesivamente: ¿Para qué sirve? — Sirve para que sea bello. —¿No basta con eso? […] En general, desde que una cosa se vuelve útil, deja de ser bella. —Entra en la vida positiva, de poesía se vuelve prosa, de ser libre se vuelve esclava. —Todo el arte está allí. —El arte es la libertad, el lujo, la eflorescencia, es el florecimiento del alma en la ociosidad.⁴⁷

Estas declaraciones tienen como modelo las pocas líneas donde Hugo, en el prefacio de la edición original de las Orientales, suponiendo que se le ha preguntado sobre el sentido de “este libro inútil de pura poesía” y sobre la razón por la cual lo escribió, responde que tan sólo lo escribió porque “fue una idea que se le ocurrió […] de manera ridícula, el verano pasado, mientras observaba la puesta de sol”. Gautier retoma el tono y la polémica del maestro. El prefacio de Mademoiselle de Maupin, con mucho el más memorable de nuestros tres textos, se extiende ampliamente sobre el punto. A los críticos enemigos del romanticismo que, precisamente durante estos años, retomaban la ofensiva en nombre de las costumbres,⁴⁸ Gautier les informa que la literatura y el arte no dependen de ninguna instancia ajena. Ni la religión ni la moral los gobierna; en cuanto a la utilidad, es una noción que no tiene sentido, si se reflexiona: “¿Es que acaso existe algo absolutamente útil en esta tierra, en esta vida en que nos encontramos? En primera instancia, es muy poco útil que nos encontremos en esta tierra, y que estemos vivos. Reto al más sabio de vosotros a que me diga para qué servimos”. Y, a propósito de las conveniencias de la vida positiva, que no tienen nada que ver con la belleza: “No hay nada más bello que lo que no puede servir para nada; todo lo que es útil es feo; puesto que es la expresión de una necesidad; y las necesidades de los hombres son innobles y repugnantes, como su pobre y baldada naturaleza”.⁴ Responde bien a la misantropía de Gautier; pero este asco de la naturaleza no es muy consecuente con él, que invoca de tan buen grado, como ya hemos visto, el placer del florecimiento como si se tratara de la suprema ley del arte.⁵ Esta crítica de la idea de utilidad, que desafía el sentido común, vale porque azora al adversario y perturba su lógica. ¿Pero cómo se puede creer que no existe ninguna diferencia, incluso en poesía, entre lo que da frutos y lo que no?

Quisiéramos al menos que Gautier lo explicase; se guarda la explicación porque necesita de la cólera del burgués. Pero ¿sólo es asunto del burgués? Apenas Gautier se ha percatado de las “críticas utilitarias” cuando confunde y parece identificar utilitarismo y humanitarismo, al mismo tiempo que parodia su discurso:

¿Cómo es posible, pone en boca de ellos, que en lugar de hacer la gran síntesis de la humanidad, y de seguir, a través de los acontecimientos de la historia, las fases de la idea regeneradora y providencial, se escriba poesía y novela que no sirven para nada, que no contribuyen a que la generación avance por el camino del futuro? […] La sociedad sufre, es presa de un gran desgarramiento interior […] La tarea del poeta es buscar la causa de este mal y curarlo. —El medio, lo encontrará, simpatizando en cuerpo y alma con la humanidad […] Este poeta, pues lo esperamos, lo invocamos con todas nuestras ansias. Cuando aparezca, será suya la aclamación de las masas, de él serán las palmas, las coronas, suyo el Pritaneo…⁵¹a

Después de la utilidad y la humanidad, viene la perfectibilidad, “¡nos machacan los oídos con eso de la perfectibilidad del género humano!”⁵² Este nuevo concepto evidentemente es inseparable de los precedentes: supone la existencia de una ley del progreso, fomenta las especulaciones sobre el futuro. La crítica ambigua de este espíritu es la “crítica prospectiva”, que aprecia los libros de hoy en día en función de los libros que vendrán en el futuro. Los autores, influidos por ella, “se vuelven sociales, progresistas, moralizantes, palingenésicos, míticos, panteístas, buchezistas”.⁵³b Este desfile de escuelas es significativo;⁵⁴ nos obliga a entender que Gautier en este prefacio, más allá del rechazo de las restricciones caducas de la moral y de la religión, finge estar rompiendo con la filosofía humanitaria, recién nacida y en plena invasión. Nos sentimos inclinados a definir hasta dónde llegará y qué significa esta ruptura en Gautier, sólo hasta saber el lugar que tuvo el humanitarismo en la obra de los primogénitos del romanticismo, desde estos años hasta el término de su carrera. El punto en cuestión en los prefacios de Gautier no es en absoluto una doctrina coherente; es más bien un estado de ánimo, completamente opuesto al reclutamiento de la poesía en un sistema ideológico. Ya vimos que imita a Hugo

en esto; pero Hugo complementaba en otras partes sus ocurrencias sobre la gratuidad del arte: un arte, explicaba, independiente de toda ley extranjera y basada en valores que le son propios, pero compatibles con el progreso humano, incluso hasta indisolubles de él. Semejante síntesis no se percibe en los prefacios de Gautier, que, en su fiebre Jeune-France, juzga a la humanidad de nimiedad y al arte mismo de “malabarismo”, como ya hemos visto.⁵⁵ No sabe cuál será su última palabra respecto del desencanto virulento del que ha partido ni del sacerdocio ridiculizado que cree estar viviendo⁵ —ni de la amargura ni del puro hedonismo, incluso burgués—; tampoco sabe si debe concluir en la revuelta o en el oportunismo. Aceptaría sin rechistar que se considerara el arte como el más grande de los valores; ¿pero cómo lo llevaría hasta ese rango si no quiere seguir a los filósofos espiritualistas que dignificaron lo bello haciéndolo precisamente solidario de lo bueno y lo verdadero? Siempre vivió inmerso en esta dificultad, como veremos, y siempre vivió esforzándose por superarla, al ver que se le imputaba por lo general un culto de la “forma pura” difícil de concebir, siempre defendiéndose de dicha imputación sin poder evitar que ganara lugar.

Les Jeunes-France En agosto de 1833, Gautier publica Les Jeunes-France, volumen de seis relatos, muy diversos en contenido y en tono. Jeune-France era, en estos años, una denominación imprecisa, no necesariamente relacionada con un medio literario; pero los artículos satíricos del Figaro, a partir de agosto de 1831, acuñaron la etiqueta particular del joven romanticismo. Esperaríamos ver a Gautier afrontar el desafío y celebrar, en retratos fraternales, la gloria del petit Cénacle. Sin embargo, lo que hace en este libro es completamente distinto: el subtítulo que le da, Romans goguenards [Novelas socarronas] es una advertencia al lector. Se observa que dos de los seis relatos que habían integrado el volumen, a saber “Onuphrius”⁵⁷ y “Élias Wildmanstadius”,⁵⁸ no traicionan en lo absoluto la intención del autor de componer un volumen Jeune-France con toda propiedad: en la primera redacción de estos dos relatos, la propia expresión de Jeune-France no se menciona, ni la palabra “romántico” ni la relación explícita entre los personajes y esta escuela; los dos relatos no serían adaptados al conjunto sino tiempo después.⁵ Onuphrius, obsesionado por lo sobrenatural y lo fantástico termina por volverse loco, y Élias Wildmanstadius, que imagina vivir en la Edad Media y que ignora hasta el último día del presente, indiscutiblemente son dos tipos románticos; pero su pintor los sitúa, a través de la ironía, sensiblemente

lejos de él. La misma ironía se despliega por los cuatro relatos que fueron publicados, el año siguiente, en el volumen conjunto, y se mueve con la misma soltura tanto entre el romanticismo como entre sus detractores. En la obra de un partidario de la nueva escuela tan determinado como Gautier, podríamos encontrar cosas dignas de sorpresa. Entonces podríamos caer en la tentación de explicarlo por el carácter mismo de la actitud Jeune-France; llevando lo anticlásico hasta lo escandaloso, el Jeune-France tiende naturalmente a dar la imagen de que no es víctima de su propia ultranza: aquel que busca no compadecerse de nada quizá lo que busque en realidad sea no protegerse a sí mismo, para desconcertar a la vez la imitación y la crítica. Toda forma de extrema negación, como la que tentó a los Jeune-France, puede ser llevada en esta dirección. Pero a la revuelta la sustituye el escarnio puro, y el riesgo de simpleza que va implícito. Los dos relatos que enmarcan el volumen, “Sous la table” [Debajo de la mesa] y “Le Bol de punch” [El tazón de ponche] son dos fragmentos de arrojo romántico tratados con ánimo socarrón: uno es un diálogo báquico sobre las mujeres; el otro una pintura de orgía en el gusto de la época. Pero hay algo más en Les Jeunes-France que sabiduría prudente, cuando la venia escandalosa no cuadra. Por ejemplo, si leemos, en las primeras versiones de “Onuphrius”, la conclusión que habla de su locura:

Esta bella inteligencia se había apagado para siempre, no había podido soportarse en soledad y se había devorado a sí misma por falta de alimentos […] A fuerza de ser espectador de su existencia, Onuphrius había olvidado la de los demás, y, desde hacía mucho tiempo, sólo vivía entre fantasmas […] su genio se consumió en fantasías delirantes; habría podido ser el más grande de los poetas; no fue más que el más extraordinario de los locos.

Al revisar esta conclusión para su libro, Gautier agregó las líneas siguientes:

Una vez que hubo descendido del arca de lo real, se había lanzado a las profundidades nebulosas de la fantasía y de la metafísica; pero no había podido regresar con la corona de olivas; no había encontrado tierra seca donde poner los

pies y no había sabido reencontrar el camino por el que había llegado; no pudo, cuando el vértigo lo llevó tan alto y tan lejos, descender como le habría gustado, y reanudar su relación con el mundo positivo. ¹

¿Amante de lo ideal inaccesible o apologista del sentido común? De estos dos papeles, el autor de Les Jeunes-France parece, en esta ocasión, escoger el segundo. La elección de este papel es mucho más manifiesta en los dos relatos de los que aún no hemos hablado: “Daniel Jovard ou La Conversion d’un classique” [Daniel Jovard o la conversión de un clásico] ² y “Celle-ci et celle-là ou la Jeune-France passionnée” [Ésta y aquélla o la Jeune-France apasionada]. El primero de los relatos principia con la descripción muy satírica de un joven burgués “de grandes esperanzas” con formación en letras clásicas; Daniel Jovard es la típica caricatura del literato antirromántico de la época: “volteriano como diablo, igual que su señor padre”, “espíritu fuerte” y “sacerdofóbico”, imprecando contra los “corruptores del gusto” y los “novadores retrógradas”. ³ Sin embargo, el personaje descrito de esta manera sufre una transformación repentina cuando se encuentra en el Teatro-Francés con un tal Ferdinand de C [***], camarada del colegio, “un joven maravilloso”, “un galán de la nueva escuela”, cuyos discursos son una deliciosa parodia de las profesiones de fe románticas. Le muestra a Jovard los procedimientos de fabricación y difusión de la nueva literatura; de tal suerte que el joven burgués, “de clásico pudibundo que era y que seguía siendo todavía la noche anterior, se convirtió por reacción en el más furioso de los Jeune-France, en el más endiablado romántico que jamás haya trabajado en el lustro de Hernani”. ⁴ Se manda hacer un atuendo romántico; asume los distintos estilos y especies del género Jeune-France; adopta un sinónimo; se deja pintar y esculpir por sus amigos; “emplea todos los recursos a su alcance para llamar la atención”. ⁵ Y por último, “antes incluso de ser alguien, gracias a las lecciones de Ferdinand, a su barba y a su atuendo, M. Daniel Jovard será una de las más brillantes estrellas de la nueva pléyade que ilumina nuestro cielo literario”. ¿Qué podemos pensar de semejante sátira? Leyendo esta alusión irónica al lustro de Hernani, podemos llegar a olvidar que Théophile había sido uno de los héroes de la memorable batalla; más adelante se lee que Daniel Jovard terminó en “la hugolatría más caníbal y feroz”: ⁷ ahora bien, sabemos que Gautier fue,

precisamente, un hugólatra constante de la adolescencia a la muerte. Entre 1832 y 1833, durante la misma época en que fueron escritas las piezas que componen el libro Les Jeunes-France, el petit Cénacle vivía su férvido y breve apogeo. ¿Es posible que Gautier pudiera darle la espalda al mismo tiempo al clasicismo y al romanticismo, como dos variantes de la vanidad literaria? ¿Juzgaba que la literatura era, de cierta manera, como lo afirma del arte en el prefacio del volumen, “puro malabarismo”? Sí, es posible; nos permiten suponerlo algunas líneas que dirige al lector al final del relato: “Lector, mi noble amigo, te he entregado en estas páginas […] la manera de volverte ilustre, y la receta de ser un genio o al menos para hacerte pasar por uno cómodamente […] Sólo depende de ti ser un gran hombre, ya sabes cómo lograrlo; en realidad, no es difícil, y si yo no lo soy, yo, quien te lo dice, es porque no lo he querido así; tengo demasiado orgullo para eso”. ⁸ ¿Ya en 1833, olvidado el ímpetu primero de Gautier, podríamos hablar de una grave amargura? Gautier anuncia, al final de Daniel Jovard, que hablará de la pasión según las relaciones de los Jeune-France: éste es el tema, al menos tentativo, de “Celle-ci et celle-là”. Rodolphe, el protagonista, piensa en el tipo de mujer del que le gustaría enamorarse, y en vano busca, en la calle, a una mujer que corresponda a su ideal; por fin la encuentra en el teatro, acompañada de su marido. Se imagina viviendo con ella algunas situaciones difíciles, “byronianas”, y se desvive ante la impotencia de encontrar la manera de pasar de la imaginación a la acción. Toda la narración que sigue a continuación desarrolla un cómico contraste entre la idea de la pasión Jeune-France, excéntrica, violenta, novelesca, y la realidad a la cual, a despecho de sus fuerzas, está sometido. Sus sueños de pasión no le impiden ser, cuando comienza el relato, el amante de su sirvienta y hacer la apología de este tipo de relaciones, mostrándonoslas como placenteras y dulces. Y el narrador hace la observación de que los preparativos de tocador que procura este personaje para agradarle a la ideal madame de M [***] “olían a burgués a una legua de distancia […] Nuestro poético personaje —agrega— chapotea en la prosa”.⁷ Logra conquistar a la dama, pero nada, en lo que respecta a este evento, ni en el propio evento, sale de lo ordinario; ni siquiera incita los celos del marido, feliz de que le quiten la carga de ocuparse de su mujer.⁷¹ Reflexionando sobre su conducta, el personaje siente una gran vergüenza y se dice:

¡Oh, Rodolphe! ¡¡Oh, Rodolphe!! ¡¡¡Oh, Rodolphe!!! Te revuelcas en la prosa como un puerco en el lodazal […] Entraste por la puerta como un hombre, te sentaste en el confidente como todo un burgués y triunfaste como un oficial segundo de ordenanza. Pero dejaste pasar la ocasión de servirte de tu jerarquía de seda, y de romper el cristal de la ventana con la mano envuelta en un fular […] Lo único que te habría quedado por hacer era meter a tu amada en un gabinete, donde la habrías violado con todo el gusto posible. Lo único que necesitabas para poner en práctica el Antonysmo⁷² era haberlo querido, pero no quisiste: por eso te desprecio y te condeno a pesar azúcar por toda la eternidad […] Decididamente veo que nací para ser un comerciante de velas y no para ser un segundo tomo de Byron. Es doloroso, pero es verdad.⁷³

Gautier finge compartir, arremetiendo en su contra, el desprecio de su personaje para consigo mismo:

Temo que [le dice] seguirás siendo burgués toda la vida […] pues tu pasión de artista no es más que, debo confesarlo, un menú de absurda cornudez mundana […] Si yo fuera tú, ya me hubiera colgado 20 veces […] Mi querido Rodolphe, te suplico de rodillas, hazme el favor de matarte. Un suicido […] no te vendría mal, a los ojos de mis lectores, que deben tenerte como un protagonista muy miserable.⁷⁴

Cuando regresa a casa, Rodolphe se encuentra con su sirvienta Mariette, que será quien dé una moraleja a la historia. Humilde y amorosa, digna cuando cree que su patrón y amante la desprecia, reconquistada cuando lo cree mortificado por sus aventuras y vuelve a ella,⁷⁵ todo el desarrollo tiene por tema la superioridad de ella por encima de la otra, y declara “ésta” es preferible a “aquélla”. Ésta es la lección que se insinúa a Rodolphe, una vez que ha sido convertido al amor de Mariette por su fiel amigo Albert “el hombre positivo”, siguiendo el consejo de Gautier.⁷ Celebra el encanto de lo doméstico y de los asuntos familiares y las historias cotidianas en busca de exóticas quimeras:

Te lo digo yo, amigo mío, la poesía, como hija del cielo que es, no es desdeñosa de las cosas más sencillas; si así lo quiere, abandona el cielo azul de oriente, dobla sus alas doradas a lo largo de su espada para venir a sentarse en la cabecera de algún camastro de una miserable buhardilla; la poesía es como Cristo: ama a los pobres y a los simples y los invita a acercarse a ella. La poesía está en todas partes: esta habitación es tan poética como el golfo de Baia.⁷⁷

Gautier, hablando a título propio, se expresa en el mismo estilo al final de su texto:

Mariette es la verdadera poesía, la poesía sin corsé y sin maquillaje, la musa que es buena muchacha, la que le conviene al artista, la que ríe y llora, la que canta y conversa, la que vibra y palpita, la que vive la vida de los hombres, nuestra vida […] Albert, que trajo a Rodolphe al buen camino, es la verdadera razón, amigo íntimo de la verdadera poesía, de la prosa fina y delicada que retiene con la punta del dedo la poesía que quiere alejarse de la tierra firme y real, los espacios nublados de los sueños y de las quimeras.⁷⁸

En este fragmento hay una poética y una moral. Una poética completamente opuesta a la de los Jeune-France; también la moral: es un romanticismo decepcionado y por los suelos, que finge estar entusiasmado. El repudio de la quimera es el primer artículo; el segundo es una suerte de epicureísmo, más o menos “sensible”. Tal parece que habiendo llegado demasiado alto y sin saber de dónde asirse en esas alturas, sienten respirar cuando tocan el suelo, y juran que se quedarán allí. Este indicio de fracaso nos deja pensando. Entonces ¿desencanto y rechazo son sinónimos? Es una pregunta que ni Nerval ni Baudelaire aceptarían. Quizá tampoco Gautier. Puesto que, curiosamente, en la misma proclamación de una sabiduría y una sensibilidad burguesa, el JeuneFrance se pone por encima de toda burguesía y no se reprime de gritarlo a voz en cuello. Le ha sido permitido, a él, poeta o artista, acostarse cómodamente con su sirvienta sin perder su marca distintiva, como se le permite comer a un aristócrata con los dedos sin dejar de ser quien es. Una conciencia idealista, alejada del ideal y convirtiéndolo en escarnio, decide llevar hacia la prosa sus

predilecciones: tal parece ser para Gautier, ya no la lógica, sino una de las lógicas, cómoda y piadosa, del desencanto. Con ocasión de una confidencia de semejante índole, sólo nos queda no menos que elogiar la sinceridad de Gautier.

Mademoiselle de Maupin Las obras de Gautier que hemos comentado hasta aquí merecían la lectura atenta que les hemos consagrado más por la luz que arrojan sobre las ambigüedades del espíritu Jeune-France desde sus orígenes, que por su valor intrínseco, que es, como lo hemos constatado, de un orden más bien menor. Por el contrario, henos aquí frente a una obra fuerte y curiosa, cuyo crédito no ha menguado en nuestros días, antes bien ha crecido.⁷ Resulta pertinente, para comodidad del lector, recordar al menos en resumen la intriga de esta novela antes de comentar lo esencial en ella. Un noble, de apellido D’Albert, escribiéndole a un amigo le explica que está obsesionado con un tipo femenino ideal, cuyo equivalente en la realidad busca en vano.⁸ A falta de algo mejor, se convierte en el amante de Rosette, joven viuda inclinada al amor, bella y digna de tomarse en cuenta en todos los aspectos, pero que ciertamente no corresponde del todo a la imagen que persigue; cierta lasitud comienza a dejarse ver en él, y Rosette lo lleva a un castillo que tiene en el campo, adonde invita también a ciertos amigos para divertirse con un juego de teatro.⁸¹ Entre los invitados de Rosette se encuentra cierto caballero Théodore, de quien siempre ha estado apasionadamente enamorada, pese a lo que le diga, sin nunca dejarle en claro que no puede corresponderle. Sin embargo, Rosette descubre, con ocasión de un incidente de caza, que el paje que acompaña a Théodore es una mujer disfrazada.⁸² Por otra parte, D’Albert, encontrando en este Théodore la absoluta perfección de su ideal, también se enamora perdidamente de él, a pesar del miedo terrible que siente ante la imposibilidad de resistirse a la pasión por un hombre, y se refugió en la idea que debe tratarse de una mujer travestida.⁸³ Aquí se abre una historia retrospectiva de Théodore: nos damos cuenta de que en efecto ese disfraz masculino esconde una mujer. Madeleine de Maupin⁸⁴ le cuenta por cartas a una de sus amigas cómo, joven y virgen, descontenta con la condición femenina, se vistió de hombre y adoptó el nombre de Théodore de Sérannes con el fin de recorrer el mundo y conocer más de cerca el carácter masculino, cuyos representantes le inspiran poca simpatía, en razón de sus mentiras y la tosquedad que les es propia. Un caballero al que conoció en una

pensión, de nombre Alcibíades, siente mucha simpatía por el seudomuchacho, y lo lleva a un castillo familiar donde viven su hermana y su tía. Ahora bien, la hermana es Rosette, que ya había quedado viuda, y ese castillo es el mismo en que, de un tiempo para acá, Rosette lleva a su amante D’Albert. Fue durante el transcurso de esta primera visita que Madeleine, travestida y llamada Théodore, despertó en Rosette una viva pasión. La joven mujer, cansada de tratar de seducir al supuesto Théodore, termina por llevarlo a una cabaña retirada, convertida en una lujosa recámara de salón, donde ella se le ofrece de manera apasionada; esta situación escabrosa, en la cual Madeleine, bajo su falsa identidad masculina, indiscutiblemente encuentra placer, se ve interrumpida por la irrupción de su hermano. Finalmente, la noche precedente a la partida del todavía supuesto Théodore, Rosette viene, semidesnuda, lo sorprende en su habitación, cuando de nuevo aparece el hermano y desenvaina su espada. Madeleine, sin descubrirse, lo hiere en un duelo y huye en su caballo. Sus aventuras bajo el atuendo masculino continúan, cada vez más absorta de la tosquedad de los hombres, y buscando en vano un hombre digno de ese título. Un día se ve obligada a rescatar a una jovencita que un sujeto despreciable estaba por seducir, y siente una gran simpatía por ella: es la jovencita que ha disfrazado de muchacho y que ha convertido en su paje. Se ha visto repetidas veces con Rosette en su castillo, quien la sigue amando en su disfraz de hombre. En la última de estas visitas es precisamente donde la vimos, con su vestimenta de hombre y el nombre de Théodore, inspirar el insólito amor de D’Albert, el nuevo amante de Rosette.⁸⁵ Pero volvamos a lo que nos atañe. Nos quedamos en que D’Albert sospechaba de la feminidad de Théodore. Siente estar seguro de su presentimiento, pese a que siga siendo incierto, cuando ve a Théodore hacer el papel de mujer de Rosalinda, en la representación de Commo il vous plaira [Como gustéis] de Shakespeare, organizado por Rosette entre sus invitados del castillo.⁸ Convencido de que en efecto se trata de una mujer, le escribe una larga declaración de amor.⁸⁷ Madeleine, que desde el principio adivinó la pasión que sentía por ella, decide iniciarse en el amor pese a que ella sepa de cierto que no podrá enamorarse de él.⁸⁸ Va a su habitación en la noche, vestida como Rosalinda, y se entrega, virgen, a él. En la mañana va a la habitación de Rosette y se queda varias horas con ella, cuyo motivo el narrador, pese a ser omnisciente, finge ignorar. Luego se va del castillo y desaparece. Una carta que recibe después le explica a D’Albert su partida, ante la negación de exponerse a la lasitud, amenaza de toda pasión, y le suplica consolar a Rosette.⁸ Los personajes en que radica toda la esencia de la novela son, evidentemente,

D’Albert y Madeleine. Rosette, encantadora si las hay, sólo es la víctima de un error que, de hecho, sólo le impide ser amada; si Théodore fuera hombre, todo indica que sería muy feliz; jamás la vemos convencida de la imposibilidad de la dicha. Para los otros dos la dicha sí es imposible, ya que están en pos de un bien inaccesible; D’Albert quizá haya llegado a creer que encontró lo que quería, pero es Madeleine quien tiene razón cuando le asegura que no se conformará con eso mucho tiempo: su obsesión por lo ideal, alma de toda la novela, excluye toda satisfacción. O dicho de otra forma: “Maupin es el punto de encuentro entre la realidad y la idea”. Pero este punto de encuentro que, para el romanticismo de los primogénitos, es un lugar de vida y de creación, se convierte, por poco que cambian los vientos, en un desierto de angustia. Estos vientos contrarios soplan a lo largo de la novela: todo lector se da cuenta. No podemos dejar de lado el aspecto que distingue esta novela, y al que debe, en buena medida, su seducción y su excepcional calidad entre la abundante literatura del ideal inaccesible: las intrigas de amor que la componen se hallan envueltas, de principio a fin, de una indecisión relacionada con el sexo del ser amado. El travestismo de Madeleine en Théodore es de una naturaleza lo suficientemente fuerte como para producir esta indeterminación general. ¹ El travesti como motivo de intriga era muy socorrido en tiempos de L’Astrée, y en la literatura de ficción de la época Luis XIII, época que Gautier admiraba mucho, según sabemos. El intercambio de sexos estaba entre los divertimentos preferidos de la imaginación barroca: daban lugar al desprecio de las severas susceptibilidades de la moral sexual, y a un juego de ilusión y desilusión, entre otros de distinta naturaleza, de los cuales se alimentaba entonces la imaginación literaria. En Mademoiselle de Maupin vemos, en punto al disfraz de Madeleine, cómo una enamorada enfrenta, sin rechistar, una relación sensible con una mujer que la tiene por hombre, mientras que un pretendiente, prendado a su vez de Madeleine, cree estar enamorado de un hombre y se inquieta. Ninguno de los dos se encuentra en la situación que cree estar; sin embargo, basta con este doble error para que el amor homosexual, masculino o femenino, se imponga en una narración donde ninguno de los personajes lo es. Amén de las costumbres barrocas, la revelación de la verdadera identidad acabaría con todo el vértigo, y restablecería el orden ansiado. Y eso no es precisamente lo que pasa aquí. La tentación del amor prohibido da la apariencia de existir, al menos en Madeleine, como consecuencia de su complacencia hacia su ciega adoradora, ² y parece también que, junto a su amiga, pasó de la tentación a la experiencia al final de la novela, pese a que ignoremos hasta dónde llegaron. En ese sentido, las secuelas del travestismo sobrepasan decididamente las libertades admitidas; porque,

además, el autor omitió en toda su novela los armónicos y el presentimiento obligados de esta transgresión. Al hacer esto, el autor romántico le fue indiferente al límite, que habían respetado sus predecesores barrocos, que separa, en este dominio, lo lícito de lo escandaloso, cosa que no es de sorprender: el rechazo a las convenciones es propio del romanticismo, sobre todo el JeuneFrance, y podríamos filosofar al respecto. Sin embargo, lo que nos interesa se resume, más específicamente, en esta pregunta: haciendo a un lado la libertad romántica ¿existe un vínculo particular entre la atmósfera erótica propia de Mademoiselle de Maupin y la filosofía del ideal inalcanzable que predomina en la novela? De hecho, estos dos aspectos de la obra parecen más bien provenir de una intención contraria: la libertad del amor en Mademoiselle de Maupin tiene como función menguar, mediante una envoltura de fantasía poética, tomada de una tradición literaria de cierto prestigio, ³ el pesimismo desmesurado que profesa toda la novela. Es este pesimismo el que tenemos que examinar más a fondo para averiguar sobre las intenciones de Gautier.

La mujer y el ideal

El ideal, en Mademoiselle de Maupin, es concebido, y sobre todo, buscado en el amor. La literatura del romanticismo negativo prefiere este dominio a cualquier otro: es en éste donde el infortunio y la insatisfacción son en general más experimentados y más susceptibles de sublimación literaria. Desde el inicio de la novela, se trata de un amor cuyo objeto, imaginado de tal manera que resulta incomparable con lo que es, bien podría no existir. Gautier depositó esta inconmensurabilidad del deseo sobre todo en su personaje masculino, sin duda porque una mujer metafísica no le habría parecido atractiva. Dicho lo cual, resulta indiscutible que su protagonista femenino está por encima de su protagonista masculino, si no en el discurso y la filosofía de la insatisfacción, al menos en la insatisfacción propia: nos da la impresión de que ni siquiera un instante, al entregarse a D’Albert, tiene la ilusión de haber encontrado lo que buscaba; mientras que él da la impresión de hallar en ella la ansiada plenitud, incluso sabiendo que tarde o temprano perderá el encanto. Por otra parte, el tormento del ideal altera en cierto grado, al mismo tiempo que el amor, la facultad misma de simpatía y comunicación: ahora bien, en este plano, Madeleine va tan lejos como su amigo; puesto que todo parte en ella de un hastío y un desafío hacia el sexo opuesto, que lucha contra la atracción: alejamiento inherente y soledad más dramática que el simple desprecio que D’Albert experimenta para con la humanidad común. En ese sentido, es muy acertado que sea Madeleine quien haya dado el título a la novela, que suyas sean las últimas palabras: su relación con el ideal es más negativa que la de D’Albert. La relación de D’Albert es más ambigua, y por ello más rica. Primero que nada, declara que está en busca de un bien innombrable, que oscila entre una agitación insensata y una vida puramente vegetativa. ⁴ Esta contradicción, que es ya la de René, es la fórmula madre del romanticismo: esboza un deseo insaciable, una pasión por definición frustrada, un bien cuya idea inaprehensible excluye la posesión. Una dicotomía sueño-realidad de esta naturaleza, fuente de pesimismo a primera vista y órgano de infinitos lamentos, es, con todo, susceptible de inspirar, en el plano de la vida, actitudes y disposiciones sensiblemente diversas. Es por eso que logró, usando la misma fórmula general, servir al romanticismo a

través de distintas variantes. Su registro se extiende del heroísmo a la angustia, del desafío a la amargura, del canto de la esperanza al canto del duelo. Entre Prometeo e Ícaro hay lugar para muchos personajes; la gran vitalidad romántica no acepta sino hasta el último momento, y cuando las circunstancias la traicionan, declararse vencida. El protagonista de Mademoiselle de Maupin, desilusionado desde un principio, proclama no saber lo que quiere; sin embargo, confiesa que quiere y busca a una mujer, y que espera encontrar la mujer que es el objeto de sus sueños: “Hasta este momento —dice— no he amado a ninguna mujer, pero he amado y amo el amor […] no he amado a ésta o aquélla, una más que la otra, sino una que no he visto jamás y que debe existir en alguna parte, y que encontraré, si Dios lo quiere así. Sé bien cómo es, y, cuando la encuentre, la reconoceré”. ⁵ Entonces inicia su búsqueda; cree haberla encontrado en Rosette, pero rápido se desengaña. No sabe qué reprocharle a Rosette, sino que no llena sus expectativas. Gautier bien podría habernos mostrado más experiencias de su personaje, presentándolo en busca vanamente del ideal a través de la mujer sin encontrarlo. Sin embargo, se encuentra con Madeleine, y de inmediato siente estar frente al objeto de su búsqueda. ¿O se equivoca? En la carta en que declara su amor a Madeleine, él mismo describe todos sus avatares. Le habla de la emoción que le inspiraban en su infancia los retratos de santas y de diosas:

Terminaba por juzgar que esas figuras tenían un vago parecido con la belleza desconocida que adoraba en el fondo de mi corazón […] Mientras crecía, el dulce fantasma me obsesionó cada vez más de cerca. Siempre se interponía entre yo y las mujeres que eran mis amantes […] Me hacía juzgar feas a mujeres […] que estaban hechas para hacer feliz a cualquiera que no estuviera poseído de esa sombra adorable cuyo cuerpo y existencia no me eran concebibles, y que no era más que el presentimiento de su belleza.

No creía que pudiese llegar a existir un cuerpo así, pero se equivocaba, y es preciso rectificar: “Desde que la vi, algo se desgarró en mí, cayó un velo, una puerta se abrió, sentí inundarme por dentro con olas de luz; comprendí que mi vida estaba frente a mí, y que por fin había llegado a la encrucijada decisiva”. Hasta aquí, no hay ningún presentimiento de imposibilidad; lo que predomina es

la existencia de una mujer real encarnando todo el ideal, y que es encontrada de manera maravillosa luego de haber sido anhelada desde la infancia. La frustración final del personaje radica en que no es correspondido: la bien amada primero le asesta el enigma de su sexo, ⁷ luego, tan pronto como se entrega a él, huye, sin compartir su optimismo. ⁸ El optimismo que presupone el ideal encarnado en una mujer real habita incontestablemente en el personaje de Gautier tal y como él lo quiso. Manifiesta cierta inclinación, profunda en el autor, a resolver en la posesión de la belleza, el tormento de lo infinito. D’Albert postula a su vez, en sus profesiones de fe generales sobre la condición del hombre y del artista, el divorcio radical entre lo ideal y lo real; presupone por definición fuera de nuestro alcance aquello a lo que aspiramos. En resumen, la novela une dos orientaciones diferentes. Debemos entender por eso, aparentemente, que el tratamiento del mal del ideal a través del goce de la belleza es un recurso frágil e incierto, pero que Gautier no puede y no sabe prohibirse ni como práctica ni como creencia. Madeleine es quien da solución al asunto, en el momento preciso, al universo de Gautier cuando la rechaza por razones que ningún buscador de absoluto sabría objetar, a saber, la inconstancia y la caducidad congénita al deseo.

El nuevo mal del siglo

A lo largo y ancho de las cartas de D’Albert se expresa una repulsión del mundo real y sus habitantes: “Esta gente —escribe— puede saciarse o distraerse; —a mí me es imposible—”. Se pueden encontrar por doquier, en sus declaraciones, las fórmulas y las metáforas de un pesimismo amargo; el ímpetu que podría hacer del alma humana la mediadora entre lo real y lo ideal está quebrantado, y ambos polos lo rechazan: “No puedo caminar ni volar; el cielo me atrae cuando estoy en la tierra; la tierra cuando estoy en el cielo; en las alturas, el aquilón me arranca las plumas; en la tierra, las rocas ofenden mis pies”.¹ Esta imagen del doble rechazo, tierra-cielo, realidad-idea, es una de las obsesiones del romanticismo desencantado; habla tanto de la tierra esclavizante, como del cielo enemigo, figura dramatizada del ideal inaccesible, por no decir inexistente. El Dios vacante incita a la blasfemia; y sus inventores, a la maldición: “Poetas, pintores, escultores, músicos, ¿por qué nos habéis mentido? […] Malditos seáis, ¡impostores!… y que el fuego del cielo consuma y destruya todos los cuadros, todos los poemas, todas las estatuas y todas las partituras”.¹ ¹ En ese sentido, Madeleine secunda a nuestro D’Albert: “¡El ideal! […] flor maldita, ¡cómo echaste ramas en mi alma, que se multiplicaron más que las ortigas en las ruinas! […] Planta del ideal, más venenosa que el manzanillo o el árbol upas,¹ ² me cuesta, a pesar de las engañosas flores y el veneno que respiramos con su perfume, arrancarte de mi alma”.¹ ³ En esta nueva celebración romántica del ideal, el himno se convierte en maldición.¹ ⁴ A decir verdad, todas estas lamentaciones son, al mismo tiempo, gritos de orgullo, la pasión de ese cruel y fugitivo ideal que sigue siendo el signo distintivo de las grandes almas. “Siempre me gustó lo imposible”,¹ ⁵ se dice sin humildad: se sobrentiende que la belleza está en ambicionar lo que nadie ambiciona. Vistos desde este ángulo, impotencia y fracaso pueden convertirse en los signos de excelencia de una nueva raza de espíritus, separados del vulgo y dignos de elogios:

¡Ah, si yo fuera poeta… [confiesa D’Albert]… ellos sí no tienen existencia; sus flechas no tienen dirección; ellos mueren con la palabra en la boca y sin estrechar la mano que les había sido destinada; a todo aquel que encontró truncado su camino y que pasó desapercibido, al fuego sofocado, al genio sin salida, a la perla desconocida en el fondo de los mares, a todo aquel que amó sin ser amado, a todo aquel que sufrió y no nos llegaron sus lamentos, a él es a quien consagraría mis cantos —sería una noble tarea.¹

El tormento del ideal, al adquirir un carácter más violento, tiende a la paradoja, tanto en la expresión como en el pensamiento. La noción misma de “imposibilidad”, llevando la noción de ideal casi hasta el título de sinónimo, denuncia esta novedad, y nos da autoridad para hablar de un “segundo mal del siglo”, sensiblemente distinto del primero.¹ ⁷ Si bien jamás habríamos puesto en duda las dificultades ni las pruebas que implicaba la senda que va de lo real a lo ideal, tampoco la habríamos calificado de impracticable. Precisamente es lo que comienza a suceder, mediante un fuerte quebrantamiento y modificación general de la construcción romántica. Se percibe una tentación a negar este ideal inalcanzable, declararlo extraño y enemigo. Sin embargo, el culto persiste, a falta del cual también se negaría el propio romanticismo. ¿Qué caminos tomará esta religión del ideal, animada y condenada a la vez por sus propios fieles? En efecto, lo que está en juego para la comunicación humana es un nihilismo perfectamente destruido; la diferencia entre el bien y el mal tiende a desaparecer, y la misantropía a invadir la existencia social: “En verdad, nada me parece ni loable ni execrable, y las acciones más extrañas apenas si me sorprenden. Mi conciencia es sorda o muda […] tengo la impresión de que podría traicionar a mis amigos sin el menor remordimiento”. El género humano es su enemigo:

Cuando ocurre una gran calamidad en el mundo siento el mismo sentimiento de goce agrio y amargo que se siente cuando por fin nos vengamos de un viejo insulto. ¡Oh, mundo! ¿Qué me has hecho para que te odie así? […] ¿Qué esperaba de ti para guardarte tanto rencor por haberme desengañado? ¿Sobre cuál gran esperanza mentiste? […] ¿Qué puertas debías abrir y dejaste cerradas, cuál de los dos fue el que falló?¹ ⁸

Estas últimas preguntas sugieren, bajo la apariencia de un comportamiento acusatorio, un secreto mea culpa, como si la incriminación del género humano por una sola persona y el encierro en sí mismo no pudieran, incluso estando fundados sobre argumentos sólidos, estar absolutamente exentos de falta. Responder con odio a la frustración de una exigencia desmesurada ¿qué no es haber escogido fallarle al mundo igual que él les ha fallado? También en el personaje de Gautier el odio es más frágil que la desesperanza. Cierta fraternidad, al menos, lo vincula con aquellos, cualquiera que sean su clase social o su talento, cuya existencia no llegó a realizarse. Como ya vimos, él mismo nos ofrece la lista de las distintas clases de víctimas: fraternidad del guignon,¹ como veremos en seguida. Por la cual finge darle sentido y dignidad al infortunio; y en el vacío desastroso de los valores, restablecer uno.

Narciso, Andrógino, Calígula

El buscador del ideal, al reflexionar sobre su insatisfacción, la explica a través de un repliegue hacia sí, que falsea su vida:

Quizá tenga que ver con que vivo demasiado conmigo mismo […] Me escucho demasiado, vivir y pensar […] —Si hiciera algo […] en vez de perseguir fantasmas, me enfrentaría a realidades; sólo le pediría a las mujeres lo que pueden darme: placer, y no buscaría besar no sé qué fantástica idealidad embellecida con vagas perfecciones. Esta tensión empecinada de los ojos de mi alma puestos en un objetivo invisible me falseó la mirada.

Agrega: “Quizá también, al no encontrar nada en este mundo que sea digno de mi amor, terminaré por amarme a mí mismo, cual Narciso difunto de egoísta memoria”.¹¹ Pero Gautier ya es Narciso, en tanto que es, como bien se lo reprocha, el objeto principal de su atención. A tal punto que, según nos dice, todo lo que es exterior a él carece, a sus ojos, de realidad:

Haga lo que haga, los demás hombres para mí son sólo fantasmas, y no soy sensible a su existencia […] La existencia o la inexistencia de una cosa o de una persona no me interesan lo suficiente como para afectarme de una manera sensible o convincente […]¹¹¹ No puedo conseguir que la idea de otro entre en mi mente, el sentimiento de otro en mi alma, el dolor o la dicha de otro en mi cuerpo. —Soy prisionero de mí mismo y toda evasión me es imposible […] también me es igualmente imposible dejar que alguien entre a mi casa como yo ir a la casa de alguien más.¹¹²

Declara que nunca experimenta tanto esa barrera como con el sexo opuesto. Su alma ya no participa de los deleites de su cuerpo; arrebatado por el ímpetu de un beso, “siempre retrocedió, huyendo tan pronto la soltaba”.¹¹³ Sólo una vez, cuando estaba con Rosette, en un solo beso, creyó haber amado, amó, durante un minuto, y celebra hiperbólicamente ese minuto divino: “En verdad sentía que era otro. El alma de Rosette había entrado por completo en mi cuerpo. Mi alma me había abandonado y yo llenaba su corazón como su alma llenaba el mío”.¹¹⁴ En esta celebración de un quimérico y fugaz absoluto de la comunicación amorosa, D’Albert intenta hacer que se olvide el profundo defecto que acaba de confesar: su enclaustramiento en sí mismo. Sin duda, a este respecto, es el portavoz de Gautier. La verdad aflora especialmente en el juicio que el novelista pone en boca de Rosette sobre su amante. Nos da a conocer dicho juicio en las confidencias que refiere a Théodore-Madeleine en una conversación íntima, y que nada en la novela desmiente. Dichas confidencias quizá reflejen la manera en que cierta mujer real juzgó a Gautier; si son producto tan sólo de su imaginación, son fiel testimonio de su clarividencia y equidad. Nos permiten, en todo caso, responder a la pregunta: ¿qué reacción femenina persigue con el carácter masculino que se da a sí mismo a través de su personaje? Lo que pone en boca de Rosette es la confesión, a su parecer, de jamás haberse sentido amada con verdadera pasión por ese D’Albert; que desde el primer día creyó que se trataba de una relación banal, y suponía que ella simplemente le gustaba.

Pero [explica] no era eso; sólo pasaba por mí para llegar a algo más. Yo era un camino para él, no un fin. Bajo la fresca apariencia de sus 20 años, escondía una profunda corrupción. Estaba marcado del corazón; era una fruta que sólo sabía a ceniza. En su cuerpo joven y vigoroso se agitaba un alma tan vieja como Saturno, un alma tan incurablemente desdichada como nunca hubo otra. Se lo confieso, Théodore, que me asusté y que el vértigo me asió cuando me precipitaba a las negras profundidades de la existencia […] Si hubiera estado más enamorada de él, lo habría matado.

Esta extraña confesión, que juzga sin piedad a nuestro Narciso, acusándolo de una suerte de decadencia íntima y senil de la vitalidad, es lo peor que una mujer

podría decir de un hombre así. Esto quiere decir que Gautier no se había hecho ilusiones sobre el resentimiento que podía causar su personaje; el pesimismo lo obliga a ser lúcido al respecto. Rosette responde al desdén con desdén, y se jacta de haber jugado el juego de su amante: “Quise, al darme cuenta que no podía curarlo […] darle al menos la dicha de creer que había sido amado con pasión”.¹¹⁵ Gautier admite con ello que Rosette estimaba poco y engañaba mucho a su personaje, y él mismo parece estar de acuerdo en que no se merecía mejor trato.¹¹ ¿Ésa es toda la moraleja de su historia? No, el espíritu general de Mademoiselle de Maupin no va en esta dirección. La severa diatriba de Rosette necesariamente nos hace pensar en los sermones que Nerval, muchos años después que Gautier, puso en boca de sus heroínas Corilla y Aurélie al despedir a sus respectivos pretendientes, ambos Narcisos del amor ideal, más amantes de sus sueños que de las mujeres.¹¹⁷ Sin embargo, los personajes en que el tímido Nerval se retrata aceptan entre sollozos la lección no menos severa, aunque menos ofensiva, que se les echa en cara, mientras que Gautier prefirió mezclar en la acusación, e incluso en boca de la honesta Rosette, algo parecido a una defensa: “Es uno de esos hombres —la hace decir— cuya alma no acabó de ser temperada por completo en las aguas del Leteo antes de ponerla en su cuerpo, y que guarda del cielo que proviene reminiscencias de eterna belleza que la agitan y la atormentan, que recuerda que alguna vez tuvo alas, y que ya sólo tiene pies”.¹¹⁸ Vemos aquí el lado glorioso de la miseria a la cual está sometido el amante del imposible único: ¿cómo reprocharle que descorazone a las mujeres y que nada en este mundo lo satisfaga? La estrella que lleva y el mártir que hay en él lo justifican todo, sin prometer nada a nadie, y mucho menos a él. Para ser Narciso no basta con estar encerrado dentro de sí; hay que agregar, al hastío y asco de todo, el amor de sí mismo. Pero entonces también resulta necesario encontrar dentro de sí, o incorporar dentro de sí, algún reflejo de ese ideal fuera del alcance; cuanto se busca en una mujer se llama belleza, y hay que aliar a esta belleza la imagen propia. De ahí nacen nuevos tormentos: “La eterna desesperanza —dice D’Albert— consiste en no poder conseguir que la belleza que sentimos sea palpable y estar dentro de un cuerpo que no es en absoluto la idea del cuerpo que creemos tener”. Y rememora la irritación que sintió antaño para con un mozo de belleza perfecta, pues, dice, “me pareció que me había robado la forma que debí haber tenido yo”.¹¹ Entendemos que, en virtud de la misma lógica de respuesta narcisista a la frustración, surja la imagen del hermafrodita, remedio a la división de los sexos y a su tormento, juntos en una

nueva criatura: “El hijo de Hermes y de Afrodita es una de las creaciones más sutiles del genio pagano. No puede concebirse mayor regocijo para el mundo que la unión de dos cuerpos perfectos, fundidos armoniosamente, dos bellezas iguales y a la vez diferentes que hacen una superior al estar juntas”.¹² D’AlbertGautier afirma estar hablando aquí en tanto que “adorador exclusivo de la forma”, y ciertamente éste es el espíritu de estas líneas. Sin embargo, nosotros sabemos que otra cosa muy importante está en juego, al menos en el origen de las extrañezas en cuestión: a saber, el sueño del yo, de incluir en su propio seno, unidos en plenitud, el deseo y algo de su inaccesible objeto.¹²¹ Henos aquí ante, según creo, el origen del erotismo ambiguo de Mademoiselle de Maupin: la confusión de los sexos se manifiesta en el texto como de inspiración narcisista, y no homosexual; al menos así lo es al nivel de la obra, el único que nos es accesible. Se relaciona, de manera orgánica y no sólo fortuita, con la doctrina del ideal inalcanzable, en tanto que resulta del repliegue hacia el yo de una búsqueda condenada hacia lo exterior; pero sólo es, en relación con esta doctrina general, no más que un motivo particular, una variante propia a Gautier, de índole menor: la indecisión de los sexos en tanto que elemento de poesía no prosperó; los continuadores de Gautier la ignoraron.¹²² A Narciso y a Hermafrodita, figuras del yo que se refleja a sí mismo, se agrega otra, más provocadora aún y más inesperada: la de Nerón y sus semejantes, con quienes el desgraciado D’Albert insiste en identificarse:

Tiberio, Calígula, Nerón, grandes romanos del imperio, oh vosotros los incomprendidos, a quienes el tumulto de retóricos hostiga con sus ladridos, sufro de vuestro mal y comparto vuestra pena con la piedad que me queda. A mí también me gustaría construir un puente sobre el mar y pavimentar las olas; soñé con quemar ciudades para iluminar mis fiestas; deseé ser mujer para conocer nuevos placeres […] Mis circos son más vergonzantes y más sangrientos que los vuestros, mis perfumes más amargos y más penetrantes, mis esclavos más numerosos y más compuestos; yo también procuro mi carroza de cortesanas desnudas, le he pisado los talones a hombres tan desdeñosos como vosotros. Colosos del mundo antiguo, late debajo de mis débiles costillas un corazón tan grande como el vuestro, y, de haber estado en vuestro lugar, lo que hicisteis vosotros lo habría hecho yo con creces.¹²³ ¡Cuántas Babeles no puse una sobre la otra para alcanzar el cielo, apagar las estrellas y escupir la creación! ¿Por qué entonces no soy Dios, yo, que no puedo ser hombre?

Se trata del tema del yo glorificado por el crimen y la destrucción.¹²⁴ Responde al sentimiento de una impotencia, tal y como la confesión tiene lugar ingenuamente un poco después, y busca responder a la miseria con una aspiración a la condición divina. D’Albert transfigura una amargura misantrópica en un colmo de grandeza, poder, lujo y crueldad. Sin embargo, este héroe del crimen, completamente imaginario, sabe que es un héroe del fracaso: “Nadie —dice— tuvo más aspiraciones ni ímpetu que yo hacia lo bello; nadie ha intentado con más obcecación que yo extender sus alas; pero cada intento ha traído una caída más severa, y lo que debía salvarme, me perdió”.¹²⁵ A buena hora nos hacemos la pregunta: ¿Es un Nerón como lo dice, o se trata más bien de un Ícaro?

¿En verdad Gautier reniega del ideal?

Hasta ahora, en Mademoiselle de Maupin hemos andado detrás de las ideas clave de Gautier. Hay quienes dudaron de que esta búsqueda grave y dolorosa correspondiese a su verdadera naturaleza; vieron en su lugar una fabricación literaria, una pose de escritor sobre temas de moda. Pero si es que hay moda, Gautier y otros la establecieron, no la imitaron; y una moda de pensamiento que crece y está en las propias raíces de dos o tres generaciones posteriores a la de los iniciadores, no puede ser llamada propiamente moda. Cierto es que lo imposible no es suficiente para nadie, y que todos los adeptos de este culto buscaron algunas diversiones; Gautier, ciertamente más que nadie: a menudo parece deshacerse del ideal como de una prenda inoportuna. El amante desengañado del imposible busca naturalmente su venganza en el sueño interior, repudiando el mundo real y la acción. Así, al viaje antepondrá la mediación inmóvil y vaga en un lugar cerrado, preferirá el Oriente imaginario al Oriente real, la literatura a la vida.¹² Sin embargo, en Gautier el rechazo de la acción gira, de manera prosaica, hacia la apología del sí mismo, de las costumbres, de las amistades familiares; toda idea de aventura o de búsqueda es desacralizada de inmediato, y el pensamiento mismo del ideal se evapora en el proceder de la sensibilidad más común. Una lógica paradójica vincula los dos polos opuestos; una lógica que se despliega con ingenuidad hacia esta aurora del desencanto; los maestros de la escuela, en su madurez, ya no la reconocerán. He aquí Gautier:

Empiezo a creerlo —estoy en un error—. Le pido a la naturaleza y a la sociedad más de lo que pueden dar. Lo que busco no existe, y no debo quejarme de no encontrarlo. Sin embargo, si la mujer con la que soñamos no se halla en las posibilidades de la naturaleza humana, ¿qué hace que amemos a esta mujer ideal […]? ¿Quién nos dio la idea de esta mujer imaginaria? ¿Con qué arcilla fabricamos esta estatua invisible?¹²⁷ ¡Razonablemente, no es posible tener la esperanza de encontrar la forma en que una mujer real […] pueda soportar ser

comparada con una criatura de esta naturaleza! Y sin embargo, tenemos esperanzas y vamos en su búsqueda. ¡Ceguera singular! Es sublime o absurdo.¹²⁸

Desengañado de la quimera, se torna hacia las formas comunes de la dicha; le da envidia su amigo, feliz y casado, sopesa la posibilidad de haber malogrado su destino: “Quizás fui amado oscuramente por un corazón humilde que ignoré o al que le hice daño […] Cometí un gran error: le pedí al amor más de lo que estaba en él otorgar”.¹² Escuchamos, incluso a estas alturas de Mademoiselle de Maupin, el eco de los amores del Jeune-France Rodolphe con su sirvienta Mariette. El debate sobre lo ideal y lo real, visto desde este ángulo, vuelve a aparecer en la obra de Gautier años más tarde, retomado profusamente en un relato con moraleja titulado “La Toisin d’or”.¹³ Gautier, tomando de uno de sus relatos de viaje anteriores¹³¹ el motivo de “la caza de lo rubio” femenino en Flandes, lo llevaba del nivel erótico-turístico a la dignidad de un símbolo de la búsqueda espiritual. La cabellera rubia se convierte en el vellocino de oro ideal, que busca, como nuevo Jasón, el pintor Tiburce. Se enamora de la Magdalena rubia de El descenso de la cruz de Rubens, y lo único que le atrae de la joven Gretchen, obrera amberina, es su parentesco con la santa de la pintura. Gretchen sufre porque no se le aprecia por lo que es, y Gautier toma la palabra para darle una lección a Tiburce: “Ve a comprar otro ramo de flores a Gretchen, que es una buena muchacha, bella y dulce; haz a un lado a los muertos y a los fantasmas y procura vivir con la gente de este mundo […] ¿Adónde te ha de llevar ese ímpetu insensato? No le exijas a la vida más de lo que puede dar”.¹³² Sin embargo, necesario es conciliar el prestigio de un culto sagrado con la suerte de apostasía que está predicando: “¿Y acaso el abismo no tiene su magnetismo y lo imposible su fascinación?” Además, Gretchen no busca convertir a su compañero: “¿Después de todo, no es cierto que no es tu culpa —dice— si no sabes amar, si sólo el imposible te atrae, si sólo deseas lo que no puedes alcanzar?”¹³³ Razón por la cual se casará con él y será, se nos dice, la mujer de un gran pintor. De esta manera prosperarán juntas la gran pintura y la sabiduría común. De paso, Gautier lleva al límite su pensamiento y dirige al artista una apología implícita del burgués: “Para ti, los hombres de esta condición están por debajo de los brutos —le dice a Tiburce—; sin embargo, hay burgueses cuya alma (porque tienen) es rica en poesía, que son capaces del amor y de la devoción, y que experimentan emociones que te son inaccesibles, a ti, cuyo

cerebro anuló tu corazón”.¹³⁴ Preguntémonos una vez más: ¿o es la Nave Argos lo que busca o más bien las alegrías del hogar?

Ideal y belleza

Verdad es decir de Gautier y de sus semejantes que “alcanzados en su juventud por el divino mal, nunca habrían de sanar”.¹³⁵ También, ellos mismos confesaban de buena gana que había otros remedios a su mal —si es que eso es confesar— más que la felicidad de todo el mundo. El remedio más cercano al bien con que habían soñado, y el más honorable, es aquel que sustituye al ideal inaccesible por la belleza visible, no la belleza de la naturaleza imperfecta, sino la del arte.¹³ Gautier afirmó en más de una ocasión que la imperfección de la naturaleza real lo obliga a preferir las creaciones de los artistas: “Prefiero el cuadro al objeto que representa”.¹³⁷ Desde su juventud, en el taller de Rioult, se decepcionaba por los defectos que encontraba en los modelos: “De acuerdo con esta impresión, siempre preferí la estatua a la mujer y el mármol a la carne”.¹³⁸ Semejantes declaraciones, que establecen una posición distante del artista en relación con la vida, reaparecerán en distintas ocasiones en la siguiente generación, y antes que en otro en Baudelaire. Son paradójicas e idólatras en apariencia si consideramos que sitúan al artista lejos de la masa, y por encima de la mujer, cuya existencia espiritual no se digna a reconocer: “Sólo busqué el exterior en las mujeres — dice D’Albert— y hasta hoy las que he visto están lejos de responder a la idea que me he hecho de la belleza; por eso he vuelto a las pinturas y a las estatuas”.¹³ Desde esta posición, el artista o el poeta pueden incluso sentirse superiores a Dios, cuyas creaciones ceden a las de éstos. Sin embargo, el arte, encerrado en los límites del sentido, según la lógica primera del ideal, no es más que un mal menor. Gautier, en tanto que pretende dar al arte una definición más que nada sensorial, no puede renunciar a la figura del ideal. De ahí el malentendido que se conoce con el nombre de “arte por el arte”. Gautier que, para definir la belleza, hace hincapié en atributos materialmente sensibles, considera que falta algo más: “El aire —dice en palabras confusas—, los gestos, el proceder, el aliento, el color, el perfume, todo lo que la vida es”; por nada del mundo diría: “el espíritu”, ni mucho menos “el alma”, incluso si es a eso a lo que, en mayor o menor medida, se refiere. Su solución ante este aprieto es ser, o llamarse, pagano, término que, a sus ojos, implica un culto de la belleza ideal, pero que excluye todo espiritualismo; y

reafirma esta posición cuando reniega con vehemencia del cristianismo: “Soy un verdadero pagano […] pese a que en el fondo no sea precisamente lo que suele conocerse como irreligioso, nadie de hecho es peor cristiano que yo. No entiendo esa mortificación de la materia que constituye la esencia del cristianismo”.¹⁴ Mejor aún:

El Cristo no vino para mí […] y el río profundo que fluye con la sangre del crucificado y envuelve de rojo el mundo no me ha bañado con sus aguas: mi cuerpo rebelde no quiere saber de la supremacía del alma, y mi carne no quiere que se le mortifique […] Cristo envolvió al mundo con su sudario […] Solo, un pensamiento tenebroso y lúgubre cubre la inmensidad del vacío.¹⁴¹

En 1835, ya había dado ejemplos de una denuncia semejante del cristianismo, particularmente respecto de su censura de la carne.¹⁴² Sin embargo, Gautier, buscando a través de una vía pagana y hedonista el remedio al tormento del ideal, se separa, indiscutiblemente, del espíritu romántico; llegó a esta conclusión a partir del postulado pesimista que presupone un abismo entre lo real y lo ideal: es necesario que renuncie a conciliarlos y pretenda menos que el infinito. En otra instancia, la afectación eufórica de Gautier en su paganismo no conseguiría engañar a nadie; la inconsistencia de este paganismo edénico en la Francia moderna, inseparable de la inquietud natal del siglo, es por demás evidente. El mito de la Grecia dichosa gozó, en la poesía del posromanticismo francés, no más que de un crédito limitado. Baudelaire, admirador y hasta cierto punto discípulo de Gautier, no lo siguió por mucho tiempo; fustigó con severidad la “escuela pagana”.¹⁴³ A decir verdad, la retórica de esta escuela y sus nostalgias hiperbólicas no son muy atinadas en tanto que respuesta a las angustias del idealismo y desencanto modernos. El propio Gautier lo confirma, volviendo constantemente al tema de la implacable insatisfacción:

Tenía en mí una idea predilecta, una especie de fin, de ideal […] Poco a poco, lo que había de incorpóreo en ella, se fue deshaciendo y disipando y sólo quedó en el fondo de mí un estrato denso de sucio légamo. El sueño se convirtió en

pesadilla y la quimera en súcubo; el mundo del alma cerró sus puertas de marfil frente a mí: ahora sólo me es dado entender lo que toco con mis manos; tengo sueños de piedra; todo se condensa y se petrifica a mi alrededor; nada flota, nada se mueve, no hay viento ni aliento; la materia me presiona, me invade y me aplasta; soy como un peregrino que se durmió un día de verano con los pies en el agua y que se despertó un día de invierno con las piernas cuajadas y hundidas en el hielo.¹⁴⁴

Así, ya no intentó, al menos no en un tiempo cercano, marcar su distancia con el ideal peleado con la materia: “¡Ah! A pesar de la gran fuerza con la que quise abrazar el mundo material a falta del otro, siento que nací mal, que la vida no fue hecha para mí, y que me rechaza”.¹⁴⁵ Esta oscilación entre la materia que lo oprime y el ideal que le rehúye engendra, a final de cuentas, en el personaje de Gautier, por una especie de soledad metafísica, el sentimiento de su propia irrealidad: “Todo lo que hago tiene la apariencia de un sueño; mis acciones parecen más bien el resultado de un sonambulismo que el de una acción libre”.¹⁴ Es de hecho, en esta posición de suspenso y vacío, en que falta la vida: “Sin duda seré un muerto excelente, pues soy un pobrísimo viviente, y el sentido de mi existencia se me escapa por completo”.¹⁴⁷ Es natural preguntarse en qué se convierte, ante condiciones como éstas, el ministerio humano del poeta. Su posición entre la tierra y el cielo parece ser no más que un cúmulo de exilios, e incluso también su único refugio, que es la esperanza de la belleza concretizada en la obra, parece no estar a su alcance. Escuchemos la siguiente confesión: “Deseé la belleza; no sabía lo que buscaba. Es como ver el sol sin pupilas, es como tocar una flama […] ¡Sin medios para comunicar ni compartir su sensación!”¹⁴⁸ “Hasta ahora, no he hecho nada, e ignoro si algún día haré algo […]¹⁴ Tengo bien presente la idea de la perfección que el desprecio hacia mi obra se me viene encima y me impide continuar.”¹⁵ Con todo, el sacerdocio no abdica a pesar de estas declaraciones. D’Albert se dice: “Aunque el universo nunca sepa nada, y mi nombre esté de antemano condenado al olvido, soy poeta y pintor”.¹⁵¹ Según nos dice, en su cabeza se hallan rubens, rafaeles, miguel ángeles y rembrandts a su manera; nadie, por supuesto, se lo cree: “¿Qué hacer? Todos nacemos marcados bajo un signo blanco o negro”.¹⁵² Una vez considerado esto sería falso afirmar que el sacerdocio de la belleza visible dignifica enteramente, según Gautier, la condición del poeta y del artista. Si fuera así, el poeta y el artista tendrían el

poder de desinteresarse del ideal en sí mismo. De hecho, acarician la posibilidad de un desinterés de esa índole, pero en realidad nunca lo consiguen.

La nueva condición del poeta

Los poemas de Gautier, escritos de 1836 a 1840, que tratan del papel del poeta, a menudo no hacen más que retomar las posturas del primer romanticismo. Como el extenso poema en tercia rima, que se titula “Le Triomphe de Pétrarque” [El triunfo de Petrarca], que lleva el mismo título de una pintura famosa por entonces, de Louis Boulanger, y que Gautier lleva a la poesía.¹⁵³ En las exhortaciones que hace a los poetas, y que concluyen con pompa la obra, exalta el papel reconciliador de la poesía, que celebra el mito griego:

Lorsqu’Amphion¹⁵⁴ chantait, du creux de leurs retraites Les tigres tachetés et les grands lions roux Sortaient en balançant leurs monstrueuses têtes;

Les dragons s’en venaient, d’un air timide et doux, De leur langue d’azur lécher ses pieds d’ivoire, Et les vents suspendaient leur vol et leur courroux.

Faire sortir les ours de leur caverne noire, En agneaux caressants transformer les lions, Ô poètes! voilà la véritable gloire;

Et non pas de pousser à des rébellions Tous ces mauvais instincts, bêtes fauves de l’âme, Que l’on déchaîne au jour des révolutions.

Sur l’autel idéal entretenez la flamme, Guidez le peuple au bien par le chemin du beau, Par l’admiration et l’amour de la femme.

[…] Que votre douce voix, de Dieu même écoutée, Au milieu du combat jetant des mots de paix, Fasse tomber les flots de la foule irritée.¹⁵⁵

[Mientras cantaba Anfión, desde la lejanía de su retiro los pardos tigres y los leones rojizos salían meciendo sus monstruosas cabezas; los dragones se acercaban, con un aire tímido y dulce, a lamer con su lengua de azur sus pies de marfil, y los vientos suspendían su vuelo y su irritación.

Hacer salir a los osos de su negra caverna, tornar leones en complacientes corderos,

¡oh, poetas! Aquí se encuentra la verdadera gloria;

y no en incitar a rebeliones a todos esos malos instintos, leonadas bestias del alma, que se desatan a la hora de las revoluciones.

Llevad al altar ideal la flama, llevad al pueblo al bien por el camino de lo bello, por la admiración y el amor de la mujer.

[…] Que vuestra dulce voz, de Dios mismo escuchada, en medio del combate, lanzando palabras de paz, cese el tropel de la multitud irritada.]

En esto, Gautier estaba un poco atrasado: esta imagen del “poeta en las revoluciones” estaba en su momento sobre todo en la década de 1820, y particularmente en el Hugo de las Odes. Después de 1830 se prefiguró un poeta que animaría la lucha y anunciaría el porvenir; pero la figura del “poeta santo” criticaba con la misma intensidad la demagogia. Esta cuerda siempre estará presente, al menos de manera secundaria, en la lira romántica, y precisamente ésta es la que, de preferencia, se percute. O quizá pregona, en contra de toda acción, la sola dicha del amor y de la poesía.¹⁵ Sin embargo, este Gautier no disimula el otro, el Gautier desencantado, inmerso en la nada de la vida, y para quien la función del poeta es proclamar la nada. En última instancia ¿sigue siendo una función? De frente a la belleza, contaba con el sentimiento de desempeñar un papel; de cara a la nada, sólo es un hombre, semejante a los

demás, que se encarga de expresar una condición común y fatal. Lo que escribió en el volumen de poemas titulado La Mort dans la vie:¹⁵⁷

Toute âme est un sépulcre où gisent mille choses,¹⁵⁸

[Toda alma es un sepulcro donde yacen miles de cosas,]

es la fórmula de esta poesía. Pintar el cuadro de la vida humana es descender por una espiral a los rincones malditos, con la muerte como guía. Este descenso ha sido ampliamente representado, con su guía y sus peripecias: Fausto, símbolo de la ciencia estéril; Don Juan, del amor insatisfecho; ambos desilusionados y ambiciosos; por último Napoleón, que proclama la insignificancia de la gloria.¹⁵ El poeta, sombra de sí mismo, busca doblegar a la muerte:

Laisse-moi vivre encor, je dirai tes louanges;

[…] Je te consacrerai mes chansons les plus belles: Pour toi j’aurai toujours des bouquets d’immortelles Et des fleurs sans parfum. J’ai planté mon jardin, ô Mort, avec tes arbres […]¹

[Déjame seguir viviendo, te ofrendaré tus alabanzas;

[…] te consagraré mis canciones más bellas:

siempre tendré para ti ramos de siemprevivas y de flores sin perfume. Planté mi jardín, oh Muerte, junto a tus árboles,]

y la búsqueda resulta vana. Después de una invocación inútil a la Naturaleza dadora de vida y a la musa griega, la “vieja infame” resurge, y su aparición cierra el poema. Resulta muy evidente que, en un universo concebido de tal manera, el mago romántico no tiene lugar. La poesía dobla sus alas; ya sólo canta la decadencia del mundo y la impotencia del poeta. De ahí surge esta nostalgia monacal de los hijos del siglo, que ya conocemos: recordemos a Nodier, a principios de siglo, reclamando monasterios para su generación. En Gauiter, este voto es aún menos religioso, de ser posible, que el de su predecesor; juzguémosle a partir de su plegaria de entrada a la soledad, en el poema titulado “Thébaïde”:

Donc, reçois dans tes bras, ô douce Somnolence, Vierge aux pâles couleurs, blanche sœur de la Mort, Un pauvre naufragé des tempêtes du sort! Exauce un malheureux qui te prie et t’implore, Égrène sur son front le pavot inodore […]¹ ¹

[Así pues, recibe en tus brazos, oh dulce Somnolencia, virgen de pálidos colores, hermana blanca de la Muerte, al pobre náufrago de las tempestades de la suerte, atiende al desdichado que te ruega y te implora,

desbaga sobre él la adormidera inodora]

Cuando dice “mi bello príncipe danés” está hablando de Hamlet, cuya preocupación, como él mismo lo dice, lo condujo “al embrutecimiento o bien, a la locura”:

C’est à ce degré-là que je suis arrivé. Je sens ployer sous moi mon génie énervé; Je ne vis plus; je suis vraiment une lampe sans flamme, Et mon cœur est vraiment le cercueil de mon âme.¹ ²

[Llegué hasta este punto, siento ceñirse sobre mí un genio enervado; ya no estoy con vida; soy en verdad una lámpara sin flama, y mi corazón es el sepulcro de mi alma.]

Y para presentarse a sí mismo, multiplicaba las metáforas más humildes: la del viejo mendigo, la del niño que quiere dormir. También, aún demasiado cercano al mundo y sus satisfacciones,¹ ³ soñaba más en una tebaida desolada que en un monasterio: es un desierto donde conviene vivir la decadencia universal:

L’univers décrépit devient paralytique, La nature se meurt, et le spectre critique¹ ⁴

Cherche en vain sous le ciel quelque chose à nier. Qu’attends-tu donc, clairon du jugement dernier?¹ ⁵

[El universo decrépito se torna paralítico, la naturaleza muere, el espectro crítico en vano busca bajo el cielo algo que negar. ¿Y tú qué estás esperando, corneta del juicio final?]

El heredero romántico de los profetas ya sólo desea anunciar el fin del mundo. Si, en el fondo de sí mismo, todavía tiene como glorioso este legado, finge destruir su valor al lamentarse de la miseria de un fracaso personal. Es esto lo que da a entender este himno a los “mártires del pensamiento”:

Ah! que de nobles cœurs et que d’âmes choisies, Vainement, à travers toutes les poésies, Toutes les passions, Ont poursuivi le mot de la page fatale, Dont les os gisent là sans pierre sépulcrale Et sans inscriptions!¹

[…] Leurs tourments ne sont point redits par le poète; Martyrs de la pensée, ils n’ont pas sur leur tête

L’auréole qui luit; Par les chemins du monde ils marchent sans cortège, Et sur le sol glacé tombent comme la neige Qui descend dans la nuit.¹ ⁷

[¡Ah, cuántos pechos nobles y almas selectas, en vano, a través de todos los poemas, de todas las pasiones, fueron detrás de la palabra, de la página fatal, y cuyos huesos yacen, allá, sin lápida en su sepulcro, sin inscripción alguna!

El poeta nada dice de sus tormentos; mártires del pensamiento, sobre su cabeza no llevan la aureola que ilumina; por los caminos del mundo van sin cortejo, y caen sobre el suelo helado como la nieve que desciende por la noche.]

Gautier aparenta hallarse entre estos desdichados:

Taisez-vous, ô mon cœur! taisez-vous, ô mon âme! En n’allez plus chercher de querelles au sort; Le néant vous appelle et l’oubli vous réclame.

Mon cœur, ne battez plus, puisque vous êtes mort; Mon âme, repliez le reste de vos ailes, Car vous avez tenté votre dernier effort.

[…] La pierre qui s’abîme en tombant fait son bruit; Mais vous, vous tomberez sans que l’onde s’émeuve, Dans ce gouffre sans fond où le remords nous suit.

Vous ne ferez pas même un seul rond sur le fleuve, Nul ne s’apercevra que vous soyez absents, Aucune âme ici-bas ne se sentira veuve,

Et le chaste secret du rêve de vos ans Périra tout entier sous votre tombe obscure Où rien n’attirera le regard des passants.¹ ⁸

[¡Callad, corazón mío, alma mía!

No busquéis más afrentas así; la nada os llama y el olvido os reclama.

Corazón mío, ya no palpites, pues estás muerto; alma mía, guarda lo que queda de tus alas, ya osaste tu último intento.

[…] La piedra que cae y que se rompe hace ruido; pero vosotros caeréis sin que una onda se mueva, en el abismo sin fondo adonde nos siguen los remordimientos.

No haréis ni siquiera un movimiento en el río, nadie se percatará de vuestra ausencia, acá, ningún alma se sentirá viuda,

y el casto secreto del sueño de vuestros años perecerá por completo bajo vuestra tumba oscura que no atraerá ni una sola mirada de los paseantes.]

Así Gautier se atribuye a sí mismo, míticamente en cierto modo, un destino completamente distinto del suyo. Esta especie de convención, por la cual un poeta se lamenta de su suerte más allá de la verdad y se descalifica a placer,

comporta, por contraste, la imagen de un poeta feliz y envidiado:

Que voulez-vous? hélas! notre mère Nature, Comme toute autre mère, a ses enfants gâtés, Et pour les malvenus elle est avare et dure.

Aux uns tous les bonheurs et toutes les beautés! L’occasion leur est toujours bonne et fidèle: Ils trouvent aux déserts des palais enchantés;

Ils tettent librement la féconde mamelle; La chimère à leur voix s’empresse d’accourir, Et tout l’or du Pactole entre leurs doigts ruisselle.

Les autres moins aimés ont beau tordre et pétrir Avec leurs maigres mains la mamelle tarie, Leur frère a bu le lait qui les devait nourrir.¹

[¿Qué deseáis? Ay, si nuestra madre Naturaleza, como toda madre, ha mimado a sus hijos, y es avara y dura para los inoportunos.

¡Para unos, todas las dichas y los deleites! La suerte siempre les es fiel y benigna: en el desierto hallan castillos encantados

y maman a placer de la fecunda mama; al sonido de su voz la quimera se apresta a acudir, y todo el oro del Pactolo entre sus dedos brilla.

En cambio los otros, menos amados, en vano exprimen y amasan con raquíticas manos la mama agotada, pues su hermano ha bebido la leche que habría de amamantarlos.]

Curiosamente, Gautier parece hallarse en condiciones de evocar el poder y la gloria poéticos no más que exteriormente, como si le estuvieran prohibidos, como si se encontrara entre los que, por naturaleza, están privados de ellos. Esta disposición pesimista se expresa en él en los mismos años en que, por el contrario, el romanticismo conquistador está en su apogeo; mientras que Lamartine, Hugo y Vigny alcanzan su cenit, y mientras que él aparentemente sigue sus huellas, con la imaginación abre un nuevo espacio para la casa donde habita la poesía: brillante para unos, para él es una casa invadida de tinieblas, como también para una nueva raza de poetas víctimas del infortunio. Esta idea se la transmitió de inmediato a Baudelaire, luego a Mallarmé;¹⁷ en cuanto a esto, es precursor, funda un nuevo dispositivo de la conciencia poética. ¿Cuál es el significado de este paraíso de poesía cuyo acceso está restringido al poeta que lo canta? ¿Sólo es una representación del bien añorado, pura antítesis del mal, y de lo puramente real? Sin embargo, el panegírico de los poetas dichosos y de su

gloria no aparenta ser, en ningún caso, un artificio; muy al contrario: manifiesta cierta nostalgia de la plenitud, tan fuerte como la aflicción experimentada describe el romanticismo de 1830 en su generación mayor. Baudelaire habría de proporcionar, mucho tiempo después, la expresión más nítida y vívida de este lamento en “Le Coucher du soleil romantique” [Crepúsculo del sol romántico]:

Courons vers l’horizon, il est tard, courons vite, Pour attraper au moins un oblique rayon!

Mais je poursuis en vain le Dieu qui se retire; L’irrésistible Nuit établit son empire […]

[Corramos hacia el horizonte, es tarde, corramos deprisa, para alcanzar al menos un rayo oblicuo.

Mas en vano persigo al Dios que se retira; la irresistible noche establece su imperio.]

La distinción entre dos clases de poetas, los favoritos de la fortuna y los desafortunados, se repite profusamente.¹⁷¹ Es preciso hacer hincapié en este paralelo, pues parece sugerir que la condición del poeta se reduce a una cuestión de éxito o fracaso; la idea de una misión desaparece, y, en el exceso de este lamento y las plegarias proferidas en nombre de la piedad, la figura del poeta se ve disminuida. Sólo le queda su dignidad de poeta y de pensador, familiar de las cosas espirituales, que lo mantienen por encima del común de los hombres.¹⁷² Lo que ha perdido, es decir, su función de inspirador y de guía, ha sido

reemplazado, aunque no compensado, por su nueva función de Casandra del género humano y anunciador del fin de los tiempos. Pues efectivamente, esta versión a la vez exasperada y deficiente de la misión del poeta desemboca en un apocalipsis; un nuevo diluvio, sí, pero sin renacer:

L’eau s’avance et nous gagne, et pas à pas la vague, Montant les escaliers qui mènent à nos tours, Mêle aux chants du festin son chant confus et vague.¹⁷³

[…] Le soleil désolé, penchant son œil de feu, Pleure sur l’univers une larme sanglante; L’ange dit à la terre un éternel adieu.

Rien ne sera sauvé, ni l’homme ni la plante; L’eau recouvrira tout: la montagne et la tour; Car la vengeance vient, quoique boiteuse et lente.

Les plumes s’useront aux ailes du vautour,¹⁷⁴ Sans qu’il trouve une place où rebâtir son aire, Et du monde, vingt fois il refera le tour;

Puis el retombera dans cette eau solitaire

Où le rond de sa chute ira s’élargissant: Alors tout sera dit pour cette pauvre terre.

Rien ne sera sauvé, pas même l’innocent. Ce sera, cette fois, un déluge sans arche; Les eaux seront les pleurs des hommes et leur sang.¹⁷⁵

[Las aguas se aproximan y nos alcanzan, paso a paso la marea, subiendo por las escaleras que la acerca a nosotros, une a los cantos del festín su canto confuso y vago.

[…] El sol desolado, cerrando su ojo de fuego, llora sobre el universo una lágrima de sangre; el ángel dirige a la tierra un adiós eterno.

Nada se salvará, ni el hombre ni la planta, el agua lo anegará todo: la montaña y la torre, pues viene la venganza aunque coja y torpe.

Las plumas del buitre se desgastarán, antes que encuentre un lugar donde aplacar su vuelo,

y al mundo dará veinte vueltas;

luego caerá al agua solitaria y las ondas de su caída se irán ensanchando: entonces esta pobre tierra lo sabrá todo.

Nada se salvará, ni el inocente. Esta vez vendrá un diluvio sin arca; las aguas serán las lágrimas de los hombres, y su sangre.]

La ruina del cielo cristiano consuma el desastre universal:

Le Christ, d’un ton railleur, tord l’éponge de fiel Sur les lèvres en feu du monde à l’agonie, Et Dieu, dans son Delta,¹⁷ rit d’un rire cruel.

Quand notre passion sera-t-elle finie? Le sang coule avec l’eau de notre flanc ouvert; La sueur rouge teint notre face jaunie.

Assez comme cela! nous avons trop souffert;

De nos lèvres, Seigneur, détournez ce calice, Car pour nous racheter votre Fils s’est offert.

Christ n’y peut rien: il faut que le sort s’accomplisse; Pour sauver ce vieux monde il faut un Dieu nouveau, Et le prêtre demande un autre sacrifice.

Voici bien deux mille ans que l’on saigne l’Agneau; Il est mort à la fin, et sa gorge épuisée N’a plus assez de sang pour teindre le couteau.

Le Dieu ne viendra pas. L’église est renversée.¹⁷⁷

[Cristo, con tono burlón, exprime la esponja de hiel sobre los labios en llamas del mundo en agonía, y Dios, en su Delta, ríe con crueldad.

¿Cuándo terminará nuestra pasión? La sangre corrió junto al agua de nuestro abierto costado; el sudor rojo tiñe nuestro rostro amarillo.

¡Basta ya, hemos sufrido bastante! Aparta de nuestros labios, Señor, este cáliz, que tu Hijo se ofreció para redimirnos.

Cristo no puede hacer nada: la suerte está echada; para salvar este nuevo mundo se necesita un Dios nuevo, y el sacerdote exige un nuevo sacrificio.

Desde hace dos mil años el Cordero se desangra; ha muerto al final, y su garganta desgastada ya no tiene sangre como para teñir de rojo el cuchillo.

El Dios no vendrá. La Iglesia se ha venido abajo.]

La imaginación romántico-humanitaria se place en reproducir la última representación de la suerte del hombre.¹⁷⁸ Gautier sacrifica su inclinación. Sin embargo, ¡cuánta distancia hay entre esta mitología desolada y los apocalipsis regenerados del humanitarismo! La humanidad es la que representa a Cristo en la cruz, y es precisamente Cristo-verdugo quien le tiende la esponja de hiel, ante la risa cruel del Padre. El poeta, sin embargo, dirige a ese Dios sin piedad la plegaria que Jesús profirió en el Monte de los Olivos, reclamándose el sacrificio del Hijo; con todo, su sacrificio, en lo sucesivo, carece de virtud, pues el Cordero, a través de los siglos, se desangró hasta morir.¹⁷

La obra y el ideal

Gautier, para representar la búsqueda del ideal, de los símbolos de la ascensión (en lo cual se apega a la usanza romántica) como también del empleo más generalizado de lo bajo y de lo elevado como figuras de lo material y de lo espiritual. La ascensión, en tanto que es imagen de progreso, puede manifestar o implicar una imaginación optimista, incluso otorgándose a sí mismo un objetivo asequible, aunque no accesible: el ascenso, en este caso, es un ascenso humanamente merecido y glorioso. Sin embargo, téngase en cuenta que, según otro postulado, también puede ser marca de impotencia y maldición la inaccesibilidad del objetivo: la ascensión en este caso está considerada no como progreso, sino como frustración eterna. Esta última posibilidad es la que le corresponde a Gautier, y pervivirá después de él. La variante simbólica más simple es la del ascenso a una montaña; escalador insaciable, no se siente conforme con escalar hasta la altura en que vuelan las águilas; necesita tocar el cielo:

Lorsque l’on est monté jusqu’au nid des aiglons Et que l’on voit, sous soi, les plus fiers mamelons Se fondre et s’effacer au flanc de la montagne, Et, comme un lac, bleuir tout au fond la campagne, On s’aperçoit enfin qu’on grimperait mille ans, Tant que la chair tiendrait à vos talons sanglants, Sans approcher du ciel qui toujours se recule, Et qu’on n’est, après tout, qu’un Titan ridicule.

On n’est plus dans le monde, on n’est pas dans les cieux, Et des fantômes vains dansent devant vos yeux.¹⁸

[Una vez que hemos ascendido hasta el nido del águila, y vemos que hemos visto bajo nosotros fundirse y esfumarse los cerros más altivos en el flanco de la montaña, y, como un lago, azular muy al fondo el escampado, sólo entonces nos percatamos que escalaríamos mil años, hasta que sangren nuestros talones, sin acercarnos al cielo que siempre se aleja, y que no somos, a final de cuentas, no más que Titanes ridículos. Entonces ya no estamos ni en la tierra ni en el cielo, y fantasmas vanos bailan frente a nosotros.]

Ya no escucha la canción de la tierra y, mucho menos, la música del cielo; pero sigue ascendiendo:

Votre guide, effrayé, redescend et vous quitte, Et, roulant une larme au fond de son œil bleu, La dernière des fleurs vous jette son adieu La neige cependant descend silencieuse,

[…] Et la mort, dans ses doigts tordant ce fil qui tombe, Vous tisse un blanc linceul pour votre froide tombe.¹⁸¹

[Vuestro guía, asustado, vuelve a descender y os abandona, y, derramando una lágrima desde el fondo de sus ojos azules, la última de las flores os dirige un adiós y sin embargo la nieve cae silenciosa, […] y la muerte, enrollando con sus dedos aquel hilo que pende, os teje una mortaja blanca para vuestra gélida tumba.]

En dos poemas publicados en 1838, la ascensión tiene lugar en la cima de una catedral. Gautier sigue preocupándose más por el ideal que por la obra, a través de un movimiento de repliegue hacia la belleza y hacia el arte: movimiento que ya conocemos y que imitarán sus sucesores. La catedral es la obra colosal por excelencia, la obra que toma mucho trabajo construir y que tiene un gran alcance espiritual. En uno de sus poemas, Le Sommet de la tour,¹⁸² una escalera en espiral conduce progresivamente de la región tenebrosa y espectral de los cimientos del edificio hasta zonas cada vez más luminosas: en esta ocasión vamos más allá de los techos de la ciudad; ahora el cielo está a la vista; desde una plataforma percibimos toda la ciudad y continuamos nuestro ascenso en la última y vertiginosa torre desde donde es posible abarcar todo el paisaje, el campo, los golfos, los barcos zarpando desde las extremidades del mundo. Aquí es cuando Gautier pasa de la ascensión a la cima del campanario, al símbolo que ésta representa, es decir, a la conclusión de la obra poética, y, al menos en primera instancia, le presta más importancia a la figura del ascenso infinito que a la figura del viaje infructífero:

Hélas! et vous aussi, sans crainte, ô mes pensées!

Livrant aux vents du ciel vos ailes empressées, Vous tentez un voyage aventureux et long.

Si la foudre et le nord respectent vos antennes, Des pays inconnus et des îles lointaines Que rapporterez-vous, de l’or ou bien du plomb?…¹⁸³

[¡Ay, vosotros también, sin miedo alguno, oh mis pensamientos! Arrojando a los vientos del cielo vuestras alas afanosas, ambicionáis un viaje largo y lleno de aventuras.

Si el rayo y el norte respetan vuestras antenas, de aquellos países desconocidos e islas lejanas ¿qué traeréis, oro o plomo?]

Sin embargo, la ascensión llega a su término, y su sentido simbólico se declara:

La spirale soudain s’interrompt et se brise. Comme celui qui monte au clocher de l’église, Me voici maintenant au sommet de ma tour.

J’ai planté le drapeau tout au haut de mon œuvre […]¹⁸⁴

[De pronto la espiral termina y se rompe, como la que sube al campanario de una iglesia, heme aquí en la cima de mi torre.

He izado la bandera en lo más alto de mi obra.]

Él, a su vez, ha construido una catedral, pero duda al respecto: ¿valdrá la pena proseguir y llegar hasta la cima?

Du haut de cette tour à grand’peine achevée, Pourrai-je t’entrevoir, perspective rêvée, Terre de Chanaan où tendait mon effort?

[Desde lo alto de esta torre concluida con grandes penas ¿podré avistar (anhelada perspectiva), la Tierra de Canaan a la que aspiraban mis esfuerzos?]

¿El campanario que construyó no podrá ir más allá de los techos de la ciudad? ¿Podrá ver desde allí los lejanos astros?

Et la gloire, la gloire, astre et soleil de l’âme, Dans un océan d’or, avec le globe enflamme, Majestueusement monter à l’horizon!¹⁸⁵

[Y la gloria, la gloria, astro y sol del alma, en un océano de oro, junto al globo incita, majestuosamente, a ascender al horizonte.]

Este final humilde, junto a la incertidumbre del éxito, y el temor de que le sea rechazada la gloria, nos traen de nuevo al tema del guignon. El otro poema que nos atañe, “Portail” [Portal], está escrito con el mismo ritmo (tercetos de la misma disposición que los de “Sommet de la tour”); además desarrolla un símbolo muy cercano: el autor dice haber construido una catedral, cuya entrada y primer cimiento y sus losas fúnebres y sombrías son el primer plano del poema. El “portal” de este poema es el mismo de su libro La Comédie de la mort, y “Portail” lo tiene como obertura:

Ne trouve pas étrange, homme du monde, artiste, Qui que tu sois, de voir par un portail si triste S’ouvrir fatalement ce volume nouveau.

Hélas! tout monument qui dresse au ciel son faîte, Enfonce autant les pieds qu’il élève la tête. Avant de s’élancer tout clocher est caveau:

[…] Mon œuvre est ainsi faite¹⁸

[Por más artista, hombre de mundo que seas, no encuentres extraño ver cómo se abre fatalmente este nuevo volumen por un portal tan triste.

¡Ay, todo monumento que dirija su remate al cielo, hinca los pies tanto como levanta la cabeza. Antes de emprenderse todo campanario es un panteón:

[…] mi obra está hecha de esta manera.]

Luego sigue una suntuosa y arquitectural descripción de dicho portal y de sus sepulturas; entonces se enuncia el símbolo:

Mes vers sont les tombeaux tout brodés de sculptures; Ils cachent un cadavre, et sous leurs fioritures Ils pleurent bien souvent en paraissant chanter.

Chacun est le cercueil d’une illusion morte;

J’enterre là les corps que la houle m’apporte Quand un de mes vaisseaux a sombré dans la mer;

Beaux rêves avortés, ambitions déçues, Souterraine ardeurs, passions sans issues, Tout ce que l’existence a d’intime et d’amer.¹⁸⁷

[…] Le flux jette à la côte entre le corps du phoque, Et les débris de mâts que la vague entre-choque, Mes rêves naufragés tout gonflés et tout verts;

Pour ces chercheurs d’un monde étrange et magnifique, Colombs qui n’ont pas su trouver leur Amérique, En funèbres caveaux, creusez-vous, ô mes vers!

Puis montez hardiment comme les cathédrales, Allongez-vous en tours, tordez-vous en spirales, Enfoncez vos pignons au cœur des cieux ouverts.¹⁸⁸

[Mis versos son los sepulcros adornados de esculturas; esconden un cadáver y bajo sus florituras

lloran a menudo aparentando cantar.

Cada uno es el ataúd de una ilusión muerta; allí entierro los cuerpos que el oleaje arrastra hasta mí, cuando uno de mis barcos ha zozobrado en la mar;

hermosos sueños abortados, ambiciones que decepcionan, ardores subterráneos, pasiones sin salida, todo lo que en la existencia hay de íntimo y amargo.

[…] La corriente arroja a la costa junto al cuerpo de la foca y las ruinas de mástiles que las olas destruyen, mis sueños naufragados ya hinchados y verdes;

para aquellos aventureros, buscadores de un mundo extraño y magnífico, Colones que no supieron hallar su América, en fúnebres panteones, desenterraos, oh, mis versos.

Luego ascended arduamente como las catedrales, abriros en torres, formaos en espiral, cimentad vuestros aguilones en el corazón de los cielos abiertos.]

Por último, el grito triunfal de la obra terminada, pero al mismo tiempo, junto a la conclusión de todo el poema, la duda esencial:

J’ai brodé mes réseaux des dessins les plus riches, Evidé mes piliers, mis des saints dans mes niches, Posé mon buffet d’orgue et peint ma voûte en bleu.

Le peuple est à genoux, le chapelain s’affuble, Du brocart radieux de la lourde chasuble; L’église est toute prête; y viendrez-vous, mon Dieu?¹⁸

[Adorné mis redes con los más acabados dibujos, calé mis pilares, puse santos en mis nichos, coloqué mi órgano y pinté mi bóveda de azul.

La gente está hincada, el capellán se viste de manera ridícula, con el brocado brillante de la pesada casulla; la iglesia ya está lista ¿pero estarás presente tú, Dios mío?]

En una obra tan acabada, por el hecho mismo de ser una obra tan acabada ¿qué tan seguro es que debe circular también el aire supremo? ¿Ha conseguido el

poeta edificar esta obra de tal manera que por sí sola dé cuenta de este absoluto fuera del cual toda belleza está vacía? Es precisamente en este grupo de poemas compuestos alrededor de 1838 que Gautier mostró, ya en su verdadera forma de pensar, toda su amplitud como poeta. Aquí se advierte que aquello que llamamos la forma estaba lejos de ser esencial para él, y que posicionaba la poesía, en tanto que referencia al ideal, más allá de toda belleza sensible. Y precisamente porque este más allá se le antojaba cruelmente inalcanzable, se hizo de la opinión de limitarse a disfrutar del arte en sus límites, y de la poesía como si sólo fuera un arte, haciéndola fraternizar con las demás, pintura, escultura, música. Baudelaire escribió de él: “Introdujo un nuevo elemento en la poesía, que yo llamaría la consolación a través de las artes”.¹ Esta frase se encuentra en un artículo en el cual encarna en Gautier, en tanto que idea fija, el amor exclusivo de la belleza. Téngase en cuenta, esencialmente, la palabra “consolación”, que instituye el arte como un mal menor en la imposible posesión de la belleza; sugiere que la pasión de lo bello es de por sí imposible de satisfacer. Justamente ésta es la opinión que Gautier tiene del arte en los poemas de esta época, y Baudelaire, como es natural, tiene la misma opinión. La ecuación que a menudo parece establecerse entre la belleza según el arte y el ideal no tiene por qué causar confusión en la coherencia de su pensamiento: esta pretendida equivalencia es una jerarquía; la belleza sólo vale en el arte como una referencia al ideal. La ambigüedad nace cuando se quiere separar lo bello de otras figuras constitutivas del ideal, en particular del bien, cosa que de hecho se hizo en la generación de Gautier y en las generaciones siguientes: desilusionados de todo lo demás, buscaron refugiarse por ende en el arte como en el único valor extranjero a los intereses humanos, cualesquiera que fuesen, y a la muchedumbre. Fue entonces que se profesó, a la vez, la belleza del arte como ideal único sin que se dejase de considerar inaccesible al ideal; en otras palabras, se afirmó al mismo tiempo la soberanía de la forma y su insuficiencia. El estetismo pesimista en el cual se habían instalado estaba necesariamente tentado por una doctrina de la forma soberana, que no se podía profesar sin renegar de sí misma, pero que se aceptó a falta de comprenderla. La poesía de Baudelaire, nunca sensorial ni plástica, siempre pensante, nos disuade de esta interpretación; también es el caso de la poesía de Gautier, en los poemas que acabamos de recorrer, aunque no siempre en el resto de su obra. En esto radica el valor de estos poemas; que se han rezagado en popularidad o han sido pobremente citados, mientras que Émaux et Camées consagrarían su vana reputación de poeta de la forma y el oficio puros.

Más del “arte por el arte”

Lo que hemos recorrido de la obra de Gautier después de 1830 nos basta para habernos dado cuenta que no hay por ninguna parte una doctrina como tal del “arte por el arte”, y que incluso la expresión en sí no aparece en ninguna parte. Por el contrario, las declaraciones tajantes abundan, sobre todo las que reivindican la independencia del arte en relación con la moral, a toda doctrina filosófica o social, a todo valor que no sea el arte mismo, y casi a cualquier otro pensamiento ajeno. Estas declaraciones, que no le dejan al arte otro objeto más que la belleza, y a la belleza ninguna otra definición más que ser la inspiradora del arte, dieron la impresión de que Gautier profesaba el culto exclusivo de las formas y de las sensaciones estéticas, y preconizaba bajo el nombre de arte y de poesía algo así como un hedonismo superior, agresivamente dirigido contra todo aquello que estuviera relacionado con su propia satisfacción. Hugo también padeció una interpretación semejante de su pensamiento, y respondió a ello: la autonomía del arte, lejos de expresar su nulidad en cuanto al orden del espíritu, al contrario, manifiesta su naturaleza espiritual original. Es cierto que en Gautier existe una tendencia de extraer del lado plástico y sensorial el culto del arte. En cuanto a esto, no hace más que exagerar una de las tendencias del Cenáculo y del propio Hugo, para quien la misión espiritual del arte se ejerce naturalmente a través de formas y de sensaciones liberadas de antiguas censuras. Gautier va más lejos; parece encerrar todo el arte en una experiencia sensorial: ritmos, color, perdurabilidad de la materia, destello, oficio de artista.¹ ¹ Sin embargo, estas predilecciones sólo se dan en Gautier debido a que él rechaza desde un inicio aquello que, en el romanticismo, acompañaba estrechamente a la renovación de las formas, y que resume la noción del apostolado humano, a través del arte y más allá del arte. La estética sin horizonte de Gautier es hija de su pesimismo, y es este pesimismo, aunado al hecho de que parece desafiar todo remedio, que lo separan de Hugo. Aquellos que dudan de la sinceridad de su mal y ven en La Comédie de la mort y los poemas de la misma época un ejercicio de pose literaria, los engaña este hedonismo simultáneo de su naturaleza, que parece hacerlo aceptar el arte como remedio y plenitud posible. Incluso terminó padeciendo, en alguna medida, el

contagio de la idea que se hacía de él y del “arte por el arte”; sin embargo, esto no sucedió sin reservas ni melancolía de por medio. En 1863, escribía a SainteBeuve: “Desde 1837 no he podido expresar lo que verdaderamente pienso”; se encontraba en aquel entonces, según sus palabras, entorpecido en la expresión de su pensamiento, especialmente en razón de las restricciones que para él representaba el periodismo: “arrojado en la descripción puramente física, ya no volví a conformar ninguna doctrina, y me guardé mis ideas en secreto”.¹ ² Al final de su vida todavía experimentaba la amargura de esta renuncia: “Sí, sí — decía—, es una táctica, ya la conozco, hacen de mí un sirviente descriptivo”.¹ ³ Entonces, ciertamente sentía que se le malinterpretaba cuando se le daba la etiqueta del arte por el arte tal y como se solía entender comúnmente. ¿En qué idea estaría pensando, cuya publicación lo hubiera absuelto de ser sólo un “descriptivo”? ¿En una poética Jeune-France donde el ideal absoluto pudiese tener lugar? No lo sabemos. En todo caso, ya había expuesto una concepción como ésta en Mademoiselle de Maupin, cuyo intérprete es D’Albert. Y exagera cuando afirma ya no haber “conformado ninguna doctrina” desde su juventud. Al menos lo hizo una vez en 1847, al discurrir, con donaire y ampliamente, sobre Réflexions et menus propos d’un peintre genevois [Reflexiones y minucias a propósito de un pintor ginebrino], de Rodolphe Töpffer.¹ ⁴ Sin embargo, todo parece indicar que hay que apelar a la estética de Hugo y de los puntos de vista comunes a todo el romanticismo humanista. Töpffer había desarrollado una doctrina idealista de lo bello en el arte: “Lo bello del arte —escribía— procede absoluta y únicamente del pensamiento humano que está absuelto de toda servidumbre salvo de la de manifestarse a través de la representación de los objetos naturales”.¹ ⁵ O aún más: “En el arte, los objetos naturales figuran, no como signos de sí mismos, sino esencialmente como signos de una belleza que tiene como creador absoluta y exclusivamente al pensamiento humano”.¹ Y esta libertad creadora no debe ser obstaculizada por la influencia de ninguna doctrina social, religiosa, política, ni por un deseo de verdad o de moral.¹ ⁷ La dignidad del arte se funda, de hecho, sobre una ontología de lo bello, es decir, sobre el espíritu humano comunicándose directamente con Dios a través de lo bello sin la intermediación necesaria de lo verdadero y lo bueno. “Dios es lo bello en su esencia absoluta”, escribe Töpffer.¹ ⁸ Esta doctrina es la misma que Cousin había formulado y esparcido en Francia desde el comienzo de la Restauración y que el romanticismo francés había adoptado en general.¹ Sin embargo, apoyándose sobre esta doctrina, Töpffer atacaba directamente el arte por el arte, según su opinión, pura devoción de la forma, que relacionaba con la filosofía materialista o panteísta.² Se advierte que Gautier, por el hecho de

haber intentado él mismo dar a conocer esta obra, nunca trata como adversario a ningún autor que rechace categóricamente el arte por el arte. Desde el inicio de su reseña podemos apreciar que desarrolla ideas análogas a las del crítico suizo, en especial en lo que concierne al origen verdadero de la obra de arte, que sitúa en el mundo interior del artista y no en el modelo;² ¹ y cuando trata de la misma fórmula del arte por el arte no es precisamente para defenderla tal y como Töpffer la entiende y la condena, sino para reprocharle a Töpffer no haberla comprendido; de hecho, él también la rechaza en el mismo sentido que Töpffer: “El arte por el arte —escribe— significa no la forma por la forma sino la forma por lo bello, abstracción hecha de toda idea ajena, de toda desviación al provecho de una doctrina cualquiera que sea, de toda utilidad directa”.² ² En el espíritu de Gautier, “la forma por lo bello” no es otra cosa que la forma por la idea, una vez admitido que “la forma no puede producirse sin una idea, y la idea sin forma”. Esto es Victor Hugo en toda su expresión; Gautier le recuerda al crítico ginebrino, demasiado filósofo, quizá, el papel que desempeñan las formas naturales en el arte: “Las formas del arte no son papel para envolver bombones más o menos amargados con moral o filosofía”.² ³ Existe un parentesco de generación recíproco, entre la forma y la idea a la cual está adherida, y es a través de esta notable relación que el arte se muestra agente del vínculo ejemplar entre lo real y lo ideal. Sólo debemos advertir que este punto de vista, ampliamente romántico en el sentido de los grandes poemas franceses que llevaron este título, es fundamentalmente optimista para con la función del artista, y ocupa, en el pensamiento de Gautier, otra vertiente más allá de la noción Jeune-France del ideal inaccesible y asesino. Así, existirá en él, y en todo el romanticismo desencantado, lado a lado, un optimismo del arte y un pesimismo del ideal, que no se llevarán bien nunca. Las generaciones de Baudelaire y de Mallarmé se mantuvieron más o menos indecisas entre una alta y trágica exigencia y una complacencia a veces llana frente a los objetos del arte. En lo que se refiere a Gautier, su optimismo estalla cuando, al desmentir sus propias afirmaciones (en los prefacios de su juventud) concernientes a la inutilidad de la poesía, escribe: “La poesía es más útil que las religiones, que las leyes, que las ciencias y todas las invenciones industriales; la poesía es la belleza, la inteligencia y la harmonía”.² ⁴ Es probable que Gautier siempre haya pensado eso, incluso cuando aparentaba excluir toda utilidad de la poesía. Convengamos en que hay en su espíritu, en cuanto al sentido que le otorga a la palabra “utilidad”, dos grados de elevación diferentes, y que sólo el más alto de los dos conviene, según él, a la

poesía. Esto también habremos de encontrarlo, como en Hugo, también en Cousin. Una opinión semejante podría nacer de aquello que, retomando la fórmula de Töpffer y haciendo acto de espiritualismo estético, no duda en poner por escrito: “Dios es lo bello en su esencia absoluta. Es tan imposible buscarlo fuera de la esfera divina, como imposible encontrar fuer