Kogon Eugen - El Estado de La SS [PDF]

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Zitiervorschau

Eugen Kogon nació en M únich en 1903, hijo de un diplomático ruso. Pasó gran parte de su juven­ tud en conventos católicos. Tras estudiar economía y sociología en Múnich, Florencia y Viena, se gra­ duó en 1927 en Viena con una tesis sobre «El es­ tado cooperativista del fascismo». Publicista y so­ ciólogo, su oposición al nacionalsocialismo le llevó a ser arrestado por la Gestapo en 1936 y de nuevo en 1937, acusado en tre otras cosas de trabajar para potencias extranjeras. En 1938 fue deteni­ do por tercera vez, encarcelado y en septiem bre de 1939 deportado al campo de concentración de Buchenwald, donde pasaría seis años. En 1945, después de su liberación, redactó, a instancias de los servicios de inteligencia aliados, un inform e sobre el sistema de los campos de concentración en Alemania que inm ediatam ente refundiría en un libro, El Estado de la SS. Publicada en 1946, y reeditada sin cesar desde entonces, la obra se utili­ zaría como referencia en los juicios de Nuremberg y se convertiría en un clásico. En 1951 Kogon fue nom brado profesor de la nueva cátedra de Cien­ cias Políticas de la Escuela Técnica de Darmstadt, donde impartiría clases hasta su jubilación en 1968. Antifascista, católico y apasionado europeísta, se le considera uno de los padres intelectuales de la República Federal Alemana. Otras obras suyas son Ideologie und Praxis der Unmenschlichkeit [Ideología y praxis de la inhum anidad], Europaische Visionen [Visiones europeas] y Die restaurative Republik [La república restauradora]. Kogon m urió en Kónigstein im Taunus en 1987. I

El Estado de la SS

El Estado de la SS El sistema de los campos de concentración alemanes

Eugen Kogon

traducción

Enrique Gimbernat

A l ba E d it o r ia l ,

.. .

s i u

Trayectos

Colección dirigida por Luis M agrinyá D e r SS-S t a a t . D a s S y st em

Título original: der d eutsch en

K o n z e n t r a t io n s l a g e r

Copyright © 1974 by Kindler Verlag GmbH, M ünchen published by perm ission of Rowohlt Verlag GmbH, Reinbek bei Ham burg © de la traducción-.

Enrique Gimbemat Ordeig © de esta edición: A l b a E d i t o r i a l , s.i .u.

Camps i Fabrés, 3-11, 4.9 08006 Barcelona www.albaeditorial.es © Diseño: M olí d ’Alba

Prim era edición: febrero de 2005

ISBN: 84-88730-248-1 Depósito legal: B-4 699-05 Impresión: L ib erdúplex, s.l. Constitución, 19 08014 Barcelona Im preso en E spaña

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier m edio o procedim iento, com prendidos la reprografía y el tratam iento informático, y la distribución de ejem plares m ediante alquiler o préstam o públicos.

Indice ✓

Prólogo a la edición de 1977___ _____________________ 1. El terror como sistema de dominio__________ ___ __ 2. Fines y organización del Estado de la SS ____ _______ 3. SS y campos de concentración_________ _________ 4. Clase y número de campos de concentración en Alemania 5. Categorías de prisioneros______ _______________ 6. La organización externa de los campos de concentración 7. La organización interna de los campos de concentración 8. El ingreso en el campo de concentración____ ______ 9. La rutina diaria en el campo de concentración_________ 10. El trabajo en el campo de concentración______________ 11. Los castigos__________________ __________________ 12. La alimentación de los prisioneros___________________ 13. Recibo de dinero y de correspondencia_______________ 14. Empleo del tiempo libre........ . .................................. ..... 15. Las condiciones sanitarias ___ ___________ ____ 16. Instalaciones especiales___________________ ______ Los crematorios como lugares de ejecución................... Las cámaras de gas_______________________ _____ El comando 99: el establo___________ ___ _______ Servicios de investigación-------- ---------------------------1. Los experimentos de fiebre tifoidea en Buchenwald 2. Los experimentos de malaria en Dachau_________ 3. Los experimentos con sulfamidas en Ravensbrück_ 4. La investigación sobre alta presión y los experimentos submarinos en Dachau --------------

11 19 41 59 65 75 85 95 109 119 131 147 161 171 181 189 223 223 224 227 229 231 238 239 241

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5. Los experimentos de esterilización en Auschwitz... 6. Otros experimentos en distintos campos de concentración ________________ _____________ 7. «Campos pequeños» y campos de tiendas ------Barracas de internamiento para personalidades----- -Burdeles en el campo de concentración ___ __ El cine como lugar de castigo_________________ Compañías de castigo y secciones especiales------------El Calabozo Negro de Buchenwald________________ El arresto en el campo de concentración----------------17. El destino de distintos grupos en los campos y las operaciones especiales______________________ La suerte de los judíos en los campos de concentración___________ ________ __________ El trato a los polacos........................ ................................ La liquidación de prisioneros de guerra rusos----------Transportes NN _________________________ Ejecución de paracaidistas aliados y agentes secretos Transportes especiales para la muerte por gas______ Eliminación de los tuberculosos ----------------------Exterminio de inválidos y débiles -----------------------Medidas contra mujeres embarazadas en los campos de concentración............................................................. El trato a los homosexuales---------------- - -----Los sufrimientos de los testigos de Jehová---------------Niños yjóvenes en los campos de concentración------18. Campos exteriores y tiempo de guerra---------------- _¡— 19. Duración temporal del cautiverio---------------------------20. La vida holgazana de la SS----- ------------------- -.... 21. La continua lucha entre la SS y las fuerzas antifascistas del campo----------------- ------- -------------------------22. El fin de los campos de concentración---------------------23. Psicología de la SS----------------------------

246 251 254 257 259 261 262 263 265 275 275 303 308 314 319 329 335 337 340 340 342 344 347 361 371 393 421 435

índice 9

24. Psicología de los prisoneros____________________ ____ 25. El pueblo alemán y los campos de concentración.... ......

457 485

Indice de siglas ..... _ ______________ _________ Indice onomástico __ ____ ___________ _ índice de los campos de concentración mencionados en el libro (a exepción de Buchenwald) ___ _________________ Planos de Buchenwald_______ _________________

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Prólogo a la edición de 1977

Durante varios años El Estado de la SS estuvo ausente del mercado editorial alemán. La gente me preguntaba si en mi opinión en la República Federal de Alemania el tema estaba ya «archivado»: accesible sólo para historiado­ res, pero, por lo demás, superado. El motivo de que no se hubiese editado de nuevo provenía de los cambios producidos en la editorial, Europáische Verlagsanstalt, que a lo largo de mucho tiempo había publicado el libro. Sin embargo, estaba justificada la pregunta de si se mantenía o no el interés por encontrar en las librerías de la República Federal una obra que expusiera el sistema de los campos de concentración alemanes. Los más jóvenes, que en la época del nacionalsocialismo o aún no iban a la escuela, o ni siquiera habían nacido, tienen una relación distinta con nuestro pasado histórico contemporáneo: aparentemente, muchos de ellos no quieren compli­ carse la vida y sólo les importa el presente. ¿Cuántos? ¿Hay que dejarles en paz? La historia es el arsenal de nuestras experiencias; hay que conocerla para ser reafirmado o advertido por ella. El juicio político, tanto en su nacimiento como en su aplicación, depende de comparaciones. Entretanto, el libro había vuelto a aparecer, sin modificaciones, en otra editorial, Kindler-Verlag. En el prólogo que escribí a esa edición decía que se trataba de un experimento cuyo resultado tendría un signifi­ cado informativo sobre la situación político-psicológica en la que nos encontramos, frente al capítulo más oscuro de la reciente historia alema­ na. El éxito registrado por la nueva edición permite concluir que en la República Federal la conciencia nacional no ha relegado del todo los acontecimientos de entonces. Parece que muchos juzgan correcto -tanto antes como ahora—proporcionar un conocimiento del sistema de terror

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que en su día fue planeado en el Estado de la SS: los más de treinta años que nos alejan constituyen un espacio de tiempo suficiente para extraer conclusiones de la inhumanidad del dominio nazi con mayor facilidad de lo que les fue posible a las personas de más edad inmediatamente des­ pués del final de la guerra y del régimen. Cuando en su día redacté el informe, me pregunté si era correcto ofrecerlo al público. En diciembre de 1945, en mi prólogo a la primera edición, escribí: Se encuentra en el límite de lo éticamente permitido, pues en su contenido no hay apenas nada bueno: no se puede referir nada bueno de la zona abis­ mal que yo he recorrido durante siete años, rodeado por cegados y condena­ dos que se revolvían como posesos contra toda huella de dignidad humana. Pero como se trata de un espejo de Ecce Homo que no refleja ningún mons­ truo, sino a ti y a míen caso de que cayéramos sometidos al mismo espíritu, es mejor sacarlo a la luz. Tal vez pueda contribuir a preservar a Alemania de una repetición de lo mismoy al mundo de algo parecido. [...] El libro, por tanto, para cumplir su finalidad humana y política, tenía que presentar la cruda verdad: todo tal comofue; nada se ha embellecido, nada se ha dispuesto ad usutn delphini, nada se ha callado. No partes, expe­ riencias, algo de aquí y de allá, sino todo el sistema. ¡Querría conocer a la per­ sona de la que no se apodere el horror al contemplar a esta Gorgona Medu­ sa! Habrá hombres y mujeres de corazón puro que se preguntarán en algunos capítulos si deben seguir leyendo el libro; muchos sufrirán una fuerte conmoción. No creo necesarias las contemplaciones al describir la degradación en la que se hundieron hombres y alemanes, en consideración a los trágicos vínculos que arrastran a personas, incluso completamente ignorantes, al terreno de una culpa colectiva que excede de los límites de Alemania. Sólo la verdad nospuede hacer libres. Como hombre, como cristiano y como político, tengo además a mi favor lajustificación del psiquiatra y del patólogo: éstos también desnudan el mal sin contemplaciones para que sea conocido, si es posible, curado y, en casos futuros, evitado. Para ellos cualquier otro punto de vista que no sea

Prólogo

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el de abarcar la realidad dada, está fuera de lugar. Y, sin embargo, esta reali­ dad no es buena, sino mala [....]. Los campos de concentración alemanes fueron un mundo aparte, un Esta­ do aparte; un orden sin Derecho al que fue arrojado el hombre, quien con todas sus virtudes y defectos -más defectos que virtudes- luchaba por la pura existencia y por la mera supervivencia. ¿Sólo contra la SS? De ninguna mane­ ra; igualmente, e incluso más, contra sus propios compañeros de cautiverio. Y todo ello detrás de los barrotes de hierro de una disciplina de terror: unajun­ gla de embrutecimiento a la que se disparaba desde el exterior, de la que se salía para ser ejecutado a la horca, en la que se envenenaba, gaseaba y golpea­ ba, en la que se torturaba hasta la muerte, en la que se intrigaba por la vida, por las influencias y por el poder, en la que se luchaba, se engañaba y se esta­ faba para conseguir una mejor posición material, en la que se formaron nue­ vas clases y estratos -prominentes, advenedizos y parias dentro de las filas de los esclavos-, donde los contenidos de la conciencia se transformaban, donde las escalas de valor moral se torcían hasta quebrarse, donde tenían lugar or­ gías y se celebraban misas, donde se mantenía la lealtad, se daban muestras de amor y se babeaba de odio; en pocas palabras: donde se ejemplificaba la tragedia humana de la manera más singular. De todas formas, el mal puede adoptar formas que la pluma se resiste a llevar al papel, y esto supone, ciertamente, una señal de advertencia. He visto o se me han descrito escenas que querría olvidar, no por su crueldad, sino por lo horripilante del mal que se manifiesta en ellas. Una de sus fuer­ zas misteriosas permite al mal vencer incluso la fantasía de quien se opone a él; la voluntad, llena de repugnancia, se defiende contra la locura, pero la mueca irónica del adversario fascina a veces nuestra capacidad de imagina­ ción, llevándola al abismo en el que habrá de hundirse. Dios me libre de haber favorecido en algún lugar esta acción diabólica. Ojalá haya consegui­ do decir la verdad, incluso en puntos críticos, siempre de tal modo que sirva al bien y no al mal. Puede observarse que soy consciente de haber sacado a la luz un lastre oscuro. Aveces pensé si no sería yo el que, en realidad, racionalizaba el siste­ ma del que aquí se da noticia, mostrando sus puntos fuertes y débiles, y deján­

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dolo listo para ser utilizado, por así decirlo, por un futuro tirano. Por este motivo estuve varias veces a punto de quemar el manuscrito mientras lo redac­ taba. Otras veces quería huir de la responsabilidad refugiándome en el anoni­ mato. Pero no debía hacer ninguna de las dos cosas. Pues, de los pocos que han salido con vida del infernal sistema, soy yo, como hombre religioso y polí­ tico, como sociólogo y escritor, uno de los poquísimos que tenía ya de antema­ no los datos necesarios y que, por especiales circunstancias, se encontró en situación -a pesar de haber sido degradado a un objeto vomitado- de conser­ var una posición interior autónoma, de vivir con sentido crítico lo que se padeció, de valorar el contomo y el significado de lo sucedido, de descubrir la estructura organizativa, de investigar las motivaciones y reacciones de las almas violentadas, enfermas, pervertidas, ciegas, y de reconocer lo típico en lo individual. Tenía que responder por ello, tanto si me apetecía como si no: una de las consecuencias inevitables de estas circunstancias es que mi nombre quede unido a un texto de problemática sombría. No admito el argumento de que este libro hace daño a Alemania, incluso aunque, como sospechoso, me lo planteen cientos de veces. Lo que pienso sobre la trágica culpabilidad del pueblo alemán en la existencia de los cam­ pos de concentración nacionalsocialistas figura en el último capítulo; reco­ miendo leerlo dos veces: antes del capítulo I y después de tenninar el relato. Por lo demás, la inmensa mayoría de los alemanes se encuentra todavía en la situación del rey que es el único que piensa -frente a todo el mundo, que le ve desnudo- que está vestido. La vergüenza alemana no se hará más manifies­ ta, pero el mundo puede ser preservado mediante el ejemplo alemán -huma­ no, aun habiendo sucedido en lo inhumano- de algo análogo. Para eüo se requiere que el mundo no seafariseoy queAlemania no sea obstinada. [...] Un informe objetivo sobre el sistema de los campos de concentración alemanes, sobre el comportamiento de todas las categorías de prisioneros dentro de aquéllos, y sobre la posición de la nación ante todo ello, puede, en determinadas circunstancias, alcanzar mejor el proceso de clarificación que cualquier otro tema -que en estos tiempos de cambio se ofrecen al político y al moralista- extraído del abundante material de lo sublime, de lo dudoso y de lo abyecto.

Prólogo

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Esto, como he dicho, es lo que escribí en diciembre de 1945. Junto con otros muchos, y con amigos míos, esperaba que, aunque fuera por primera vez en la historia, pudiera surgir la política de la moral colectiva, porque lo que se había hecho había sido monstruoso. Lo resumía así, en 1949, en el prólogo a una de las nuevas ediciones que continuamente se sucedían: En efecto, el Estado de la SS fue planificado, y los campos de concentración son una espantosa muestra de ello: las cámaras de ensayo alrededor del Circus Maximus del Imperio de los Mil Años, a cuya pista de carreras de la Gran Alemania, ante la mirada de una colectividad en parte entusiasmada y en parte coaccionada, fue arrojada la libertad, condenada a muerte bajo los cas­ cos de aquella terrible cuádriga que ha marcado las huellas sangrientas de esta época con la adoración al Führer, la locura racista, el nacionalismo y el militarismo. En todas partes estaban los uniformados de negro, marcados con la calavera o con la runa Sig, dispuestos a coger las riendas para obligar­ nos definitivamente a tomar su ruta.

Una vez terminada la tiranía del Tercer Reich y el período de las turbulen­ cias subsiguientes, la evolución discurrió de una manera completamente distinta a la que se esperaba: en la República Federal el pasado no se ha superado moral, sino políticamente, dentro de una constelación internacio­ nal de intereses y de fuerzas que obtuvieron lo que resultó más ventajoso. El hecho de que la universalización de las circunstancias haya aumen­ tado y de que la Humanidad se encuentre en el camino hacia un mundo o hacia ninguno, no es razón, sin embargo, para que nosotros debamos alejamos del problema de la moral en la política, entendido dicho pro­ blema en el mejor sentido imaginable: bajo el nacionalsocialismo la bar­ barie era cosmovisión y praxis, lo que, en mi opinión, supone un pode­ roso motivo para no perder la orientación, y para luchar por las condiciones para el humanitarismo cada vez que sea necesario. Sobre el origen de este libro hay que decir lo siguiente: El 16 de abril de 1945, cinco días después de la entrada de las prime­

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ras fuerzas acorazadas americanas, llegó al campo de concentración de Buchenwald un Intelligence Team [Equipo de Inteligencia] de la Psychological Warfare División (PWD) [División de Guerra Psicológica], con el fin de estudiar el estado de cosas y de presentar un amplio informe al Supreme Headquarters Allied Expeditionary Forcé (SHAEF) [Cuartel General Supremo de las Fuerzas Expedicionarias Aliadas] sobre cómo estaba organizado un campo de concentración alemán, sobre el papel que desempeñaba dentro del Estado nacionalsocialista, y sobre la suerte que habían corrido quienes, enviados al campo por la Gestapo, habían pasado allí a manos de la SS. Buchenwald era el primer gran campo de concentración que caía intacto en manos de las tropas aliadas occidentales. Podía convertirse en un ejemplo para conocer el sistema que había detrás de él. Bajo la dirección del teniente Albert G. Rosenberg, el Intelligence Team empezó a explorar qué presupuestos se requerían para la elabora­ ción de un informe objetivo que ofreciera una visión auténtica de lo suce­ dido. Pronto se dieron cuenta de que a las personas ajenas no les sería posible comprender ni valorar en su verdadero significado, ni siquiera aproximadamente, sus complicadas relaciones internas. Este trabajo sólo podía ser llevado a cabo en estrecho contacto con algunos antiguos pri­ sioneros dignos de confianza e imparciales. Mi nombre figuraba en una lista de personas recomendadas que había sido entregada a los norteamericanos por emigrantes que se encon­ traban en Estados Unidos. (El 12 de marzo de 1938, el día de la toma del poder en Austria por los nacionalsocialistas, yo había sido arrestado en Viena, y, después de haber estado detenido año y medio por la Gestapo, en septiembre de 1939 fui internado en el campo de concentración de Buchenwald.) El Intelligence Team me pidió que me hiciera cargo de la elaboración del informe. En continuo contacto con el campo y con los numerosos grupos de antiguos prisioneros, y tras haber superado considerables dificultades, se concluyó el primer informe en Weimar al cabo de cuatro semanas: qué clase de dificultades fueron aquéllas podrá deducirse de muchos de los

Prólogo

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capítulos de este libro. El informe comprendía unas 400 páginas mecano­ grafiadas a un espacio: un informe principal de 125 páginas, que yo mismo había dictado, y cerca de 150 informes de distintos camaradas a los que se les había pedido una opinión basada en sus experiencias sobre determinadas situaciones, acontecimientos, personas o circunstancias. Una vez concluido el informe, y a través de la PWD, se envió un ejem­ plar a la PWD-SHAEF, en París, y otro ejemplar al Cuartel General del Grupo XII del Ejército americano, en Bad Nauheim. (Mientras mi mujer, nuestros dos hijos y nuestra hija de 11 años permanecían en Viena, ya que todavía no estaba libre la ruta a través de la zona de ocupación soviética, el Intelligence Team me condujo a París, donde me integré en el grupo de trabajo que preparaba la ejecución de las medidas de reeducation en la zona de ocupación norteamericana de Alemania.) Richard Crossman, de Oxford, posteriormente miembro de la Cáma­ ra de los Comunes y ministro con el Partido Laborista, que en aquel tiem­ po trabajaba en la PWD, en París, para la British Broadcasting Corpora­ tion, fue el primero en recomendar la refundición del informe -que por su carácter estaba dirigido a una autoridad y no al público- en un libro. El jefe de la PWD, el general de brigada McClure, aprobó esta propuesta, e hizo posible -después de que volara a Francfort con la División, y de que me alojara en Bad Homburg con el Intelligence Team de Rosenbergque escribiera el libro. Aproximadamente la mitad la escribí en tres semanas. Interrumpí entonces mi trabajo y me traje a mi familia de Austria. En Oberursel/Taunus encontré un nuevo hogar. La segunda parte del manuscrito la escribí allí a lo largo de ocho semanas más. El libro se diferencia del informe originario en que en él se expone, en lugar de Buchenwald como caso concreto -a pesar de que se ha des­ arrollado a partir de él-, el sistema de los campos de concentración ale­ manes. El estilo se modificó, aunque conservando en lo posible la mayor objetividad y calma por las que me había decidido ya desde un principio, a fin de evitar —aunque a veces cueste trabajo—la polémica. Hay importan­ te material documental que se incluye por primera vez. Los antiguos

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informes individuales, que habían sido escritos por iniciativa mía, los he examinado, en su conjunto y uno por uno, con mentalidad crítica, y en algunos pocos casos destacados los he reproducido literalmente; además, cuando, con razón, he creído poder asumir la responsabilidad, los he valorado como pruebas. No existe ninguna contradicción entre aquel informe y el nuevo manuscrito. El resultado no es una historia de los campos de concentración alema­ nes, ni tampoco un compendio de todas las crueldades cometidas, sino una obra predominantemente sociológica, cuyo contenido humano, político y moral -que se ha constatado que era cierto- tiene una significa­ ción ejemplar. En 1948 antepuse a la obra el capítulo «El terror como sistema de dominio», una ponencia que había pronunciado en el Congreso Alemán de Sociólogos. El informe que dio origen al libro, y el propio libro, han sido fuerte­ mente atacados, y más teniendo en cuenta que los tribunales aliados y ale­ manes los utilizaron como referencia en los procesos de los campos de concentración. Por ello me parece importante destacar que sólo en muy pocas ocasiones tuvieron que realizarse en el texto correcciones de importancia: en ninguno de estos casos se modificó nada esencial sobre los acontecimientos y las conexiones de las que se informaba; las rectifica­ ciones afectaban a algunas personas. La única excepción fue el cuadro en el que efectué el cálculo del número total de víctimas mortales de los campos: aunque el resultado no difiere esencialmente del de mi primer intento aproximado, se han modificado no obstante muchas cifras de los distintos epígrafes como consecuencia de un error de método en el que, en su día, se incurrió, y sobre la base de documentación adicional que entretanto ha ido apareciendo. Kónigstein (Taunus), enero de 1977 E u g en Ko g o n

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El terror como sistema de dominio

La Ilustración, es decir, la creencia optimista, en el progreso ilimitado por medio de la razón, ha fracasado en Europa totalmente, a excepción de en el terreno de la ciencia. La han liquidado energías desencadenadas, movidas por mitos y por intereses. Ya desde un principio fue socavada por la constante división del hombre moderno -cada vez en mayor aumentoen «mano de obra», «consumidor», «miembro de un partido», «elector» y «persona privada» (con cosmovisión y con cuota de entretenimiento). El hombre europeo, al exigir la dictadura de la razón, se ha convertido en objeto de funestos vasallajes, recubiertos, en parte, con ropajes deslum­ brantes. Cargado de ciencia y de técnica, ha vuelto a un estado parecido al de la esclavitud. Los señores feudales y los príncipes del absolutismo no lo dominan ya, pero ahora es prisionero de numerosas necesidades -que se han despertado sin ser satisfechas-, una víctima desorientada, profun­ damente descontenta y a menudo desesperada, de Estados de termitas administrados burocráticamente. El miedo nos vuelve a rodear como a los hombres primitivos. El «con­ fort» de la civilización no puede desterrarlo; intentamos tan sólo engañar­ nos con su ayuda, pero esto lo conseguimos únicamente de modo tempo­ ral y fragmentario. Nada más lógico que el que minorías o individuos sedientos de poder se aprovechen de esta situación. El dominio por el miedo de hoy se diferencia del antiguo también por su racionalidad. Es cierto que sigue descansando ineludiblemente -como siempre ha sido- en una concepción cínica de la naturaleza del hombre. Coincide con las tiranías de períodos de la Historia ya superados en entender el hombre, tal como es, como un ser abyecto: según algunas tiranías el hombre es así y no cambiará, según otras llegará el día en que

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cambie; pero no hay ninguna que no crea que por lo menos ciertos gru­ pos de hombres son incapaces de evolucionar. Sin embargo, la tiranía moderna es, en la elección y en la aplicación de sus medios, completa­ mente hija de su tiempo: se sirve de muchísimas conquistas del ingenio humano que no hubiesen sido posibles sin su libre desarrollo y que, como la experiencia enseña, no son posibles sin tal libertad. Esta tiranía tiene en cuenta, además, cierta «ilustración» formal de las masas someti­ das y que están hechas a la medida de esos medios racionales. La raciona­ lidad se ha convertido en parte fundamental de nuestra vida moderna. ^ Por consiguiente, en nuestros días, el terror como sistema de dominio depende, hasta cierto punto, a diferencia de las tiranías de otros tiempos, de una fundamentación teórica que le da la apariencia, por así decirlo, de ser comprensible e incluso necesario. Para quienes detentan el poder y lo aplican sin límites contra otros o contra los otros, la cuestión de la «licitud» no representa, ciertamente, por lo general, ningún problema. Pero tienen que fundamentar la «excepción» que ellos, los detentadores, constituyen a la bajeza de la naturaleza humana. Así surgen, en ías formas totalitarias fascistas de manifestación del poder, las más extrañas mezclas de falsa mística y de relaciones de mando: mediante la fe, la obediencia, la devoción, los plebiscitos en los que todos dicen sí, mediante un consenso del popolo. En el sistema totalitario bolchevique se explica con el deber de lucha y de defensa de la «vanguardia de la conciencia» del grupo domi­ nante, desde el ejercicio «delegado» del poder hasta el terror organizado. Una vez sentada esta base de partida y una vez declarada ideario vigente, es decir, una vez desterrado el juicio verdaderamente crítico, el despotis­ mo puede servirse de una plétora de argumentos utilizables y de posibili­ dades, métodos y técnicas sumamente racionales; todo esto, en conjunto e individualmente, aumenta aún más la confusión sobre el simple hecho de la opresión. Con la razón se sistematiza la irracionalidad, con la cien­ cia la inhumanidad. Contra esta pérfida modalidad del terror moderno sólo nos puede ayudar la contemplación imperturbable de la verdadera naturaleza humana, la voluntad inquebrantable de salvaguardar los derechos del

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individuo y de los grupos sociales que emanan de esa naturaleza, y la inmutable medida de humanidad que da a conocer quiénes son los que la desprecian con sus prácticas; es decir, una vigilancia sólida en sus bases, extremada y constante. Hay que desenmascarar el terror en sus comienzos, en sus formas de manifestarse, en sus prácticas y en sus consecuencias. Pues hemos sido testigos -y lo seguimos siendo- de cómo se desarrolla en medio de las democracias actuales y de cómo llega al poder proclamándose democra­ cia, es decir, una forma de gobierno de libertades. Hay que separar el terror desde un principio de los móviles y de los fines de los agentes del terror. El terror es en sí, como método de violencia que quebranta el Derecho, malo. Y corrompe, e incluso destruye, móviles y fines idealistas (suponiendo que los móviles y los fines de los agentes del terror sean tan idealistas como ellos mismos proclaman). Raskólnikov, en la novela de Dostoievski Crimen y castigo, era un idealista y como tal se convir­ tió en un asesino; el gran inquisidor Torquemada era un idealista y como tal se convirtió en un matarife; muchísimos de los que combaten por una lucha de clases radical son idealistas, quieren «lo mejor para la sociedad humana», y se convierten, aplicando el terror, en demonios. Ni los moti­ vos ni los fines justifican nunca medios depravados; aparte de que la mayor parte de las veces están en consonancia los unos con los otros. Es significativo que el agente del terror que quiere conseguir el poder o mantenerse en él tenga presente no ciertos puntos fuertes, sino ciertas debilidades de la naturaleza humana. Dos de estos presupuestos tienen para él importancia decisiva: uno de psicología individual y otro de psicología social. El hombre no puede por lo común soportar un estado de excepción de su existencia, si se le coloca en él de forma repentina, radical y perma­ nente. En tales casos no puede desarrollar las fuerzas de defensa y de superación que posee por naturaleza. El pavor paraliza la capacidad de reacción de su entendimiento. Si el pavor tiene efectos totales, el miedo total a un perjuicio grave sitúa la capacidad imaginativa, de un golpe, en una perspectiva ciega en la que las consecuencias se acumulan como una

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reacción en cadena: pérdida del respeto a uno mismo, menoscabo social, temor al mal físico (desde el dolor hasta la destrucción de la existencia). Todo ello produce el estado de pánico en el que la persona se ahoga en un caos de sentimientos, agudizado por las manifestaciones fisiológicas que lo acompañan: congestiones repentinas (que pueden desembocar en un ataque al corazón), anopsias cerebrales, falta de oxígeno, disminución constante de la facultad de pensar. El pavor deja desamparado al hombre corriente y vence a menudo también a personalidades fuertes durante temporadas más o menos largas; es entonces cuando se crea la verdadera relación de superioridad e inferioridad. El segundo presupuesto es la experiencia de que las masas no reaccionan ante una ilimitada aplicación de violencia-sea ésta pasajera o perdurableunitariamente, ni, desde luego, rechazándola unánimemente; más bien reacciona cada uno según su situación de intereses. La rapidez en la identifi­ cación del interés depende del estado en que se encuentre la masa en el momento en que se produce el acontecimiento generador del miedo y, por supuesto, también de la intensidad y de la forma en que se manifieste este acontecimiento. Tanto en una repentina alarma de incendio en un teatro como en un atraco en la calle, la paralización del individuo dentro de la masa es, por lo general, más pequeña y más limitada que cuando se trata de un enfrentamiento a solas: el grupo todavía proporciona un sentimiento de protección, aunque tal vez sea sólo un resto de este sentimiento. Esto es así hasta tal punto que, ante ciertos acontecimientos que producen temor, el individuo huye hacia el grupo aunque sólo sea con el pensamiento, por ejemplo: el burgués al que en casa, a la hora de la comida, le sorprende la radio con la proclamación de una revolución no burguesa, o el trabajador que se entera de un golpe de Estado reaccionario. El instinto de conserva­ ción del individuo consigue, en medio de la paralización y desorientación de las masas, espacio libre donde encontrar protección, o quizá incluso, cuando se trata de acontecimientos político-sociales que desencadenan el miedo, espacio libre donde encontrar un acceso al grupo que ejerce el terror. La meta del terror, reconocible en alguno de sus signos, desdobla la igualdad objetiva de la masa dividiéndola en víctimas y partidarios del terror.

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Estos hechos psicológicos tienen importancia para la instauración, el mantenimiento y la superación de un régimen de terror. La base ideológica de la que el terror parte es la negación o relativización de los derechos que deducimos de la esencia y de las tareas del hom­ bre. El que persigue un despotismo monárquico o cesáreo se vería entor­ pecido en la aplicación del recurso al terror si quisiera reconocerle a todo hombre la autoridad y la libertad (las dos caras del mismo derecho funda­ mental). Excepto el déspota y todos aquellos a los que, como instrumen­ tos, él transmite el absoluto poder de ejercer la violencia, no hay nadie que posea derechos que emanen de su persona o de sus circunstancias. El que crea válida, también para la sociedad humana y sus ordenamientos, la ley de la «lucha por la existencia» de la naturaleza inferior, tiene que relativizar cualquier clase de derecho en la fórmula de la teoría del amigo-enemigo; esto le permite considerar justificados incluso los medios más bajos de violencia, siempre que dado el caso le parezcan más adecua­ dos para triunfar que la astucia, la persuasión o cualquier otro medio: la noción de que es una «ley de la naturaleza» -también de la comunidad humana- aquella que dice que sobrevive y debe sobrevivir el más hábil, el más fuerte e incluso el más brutal, que sólo él está llamado al poder, justi­ fica la violación del Derecho y llega a santificarla. La mayoría de los partidarios del terror actúan partiendo de estos con­ ceptos fundamentales, tanto si se dan cuenta críticamente de ello como si no. Por ello creen que el Derecho es o bien sólo una ficción, o bien sim­ plemente un instrumento de lucha en los conflictos históricos. Como en realidad todo lo que existe —incluso la verdad- puede ser y es utilizado para las luchas de intereses, un sector de la filosofía liberal del Derecho se ha dejado inducir a apoyar esta argumentación. Por supuesto que no que­ ría dejar paso libre al terror. Pero el positivismo jurídico absoluto, al rechazar como fuente de derechos (a los que corresponden esferas de poder) las prerrogativas que en la plétora de concreciones históricas mutables emanan de la esencia de las personas y del orden social, y al cali­ ficar de única fuente del Derecho el poder histórico real en el estadio de legalidad, cayó en un relativismo que indirectamente favoreció el terror.

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Con la transformación del Derecho en un conglomerado de formas lega­ les, sustancialmente disociadas y unidas tan sólo por una recopilación y exposición sistemática, se perdió su auténtica fuerza vinculante (o esta fuerza se consideró, ya desde un principio, una fantasía). Sobre tales bases no es posible levantar objeciones válidas cuando luchas radicales de razas, clases y sectores sociales se apoderan del Derecho para cubrir con el manto de la legalidad sus ideas preestablecidas de superioridad. La oposición no es entonces más que el interés opuesto de razas, clases o sec­ tores sociales; y si esta oposición quiere tener alguna posibilidad de impo­ nerse o de triunfar, tendrá que recurrir también a la violencia o al terror. Mientras una sociedad puede superar realmente las antinomias que encierra, parece como si pudiera permitirse el lujo de tener falsos princi­ pios filosóficos y concepciones fundamentales erróneas; después es sólo cuestión de tiempo y del crecimiento de las fuerzas enemigas que la socie­ dad se hunda mientras tales fuerzas sacan partido de los errores. La ocasión histórica para aplicar el terror dirigido a la conquista del poder depende tanto de los errores cometidos y de la obstinada omisión de reformas, como de la aparición de ideologías que sin el terror no podrían imponerse por estar en contradicción con las ideas fundamenta­ les, generales y permanentes de los hombres; propicias son, además, las situaciones de transición cuya confusión favorece a individuos decididos. El terror es un medio de mayorías o de minorías -según el caso- que se presenta como oposición activa (prescindamos ahora del móvil) con­ tra un sistema reinante para derrocarlo o conquistarlo. Pueden haberse visto impulsadas a métodos de terror por el tipo de sistema existente, pue­ den tender ellas mismas a tales métodos, o pueden caer en ellos en el curso de los acontecimientos. El terror de las mayorías tiene, por lo general, carácter de erupción. Es salvaje, desbocado y de duración relativamente corta, a no ser que sea sis­ tematizado por minorías o por individuos. Si es esto lo que sucede, enton­ ces se revuelve casi siempre, rápidamente, contra la misma mayoría que ha abierto la brecha hacia el poder. Un terror aplicado por una mayoría contra una minoría reinante durante largo tiempo y de modo sistemáti­

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co, podemos hallarlo casi exclusivamente en la invasión guerrera de una nación por otra, tanto en épocas pasadas como actualmente; pero tam­ bién en este caso pronto pasará a ejercer el terror delegadamente, por así decirlo, una minoría de los conquistadores. La minoría difícilmente puede acostumbrarse a la aplicación del terror, aun cuando éste se apli­ que fuera de su círculo inmediato de alcance y de experiencia; lo que per­ mite, a lo sumo, es que los agentes del terror se vayan renovando, autori­ zándolos con formas más o menos vagas (por lo general, después de haberlos instigado adecuadamente). En el caso histórico normal, quien emplea el terror para conquistar el poder es una minoría dirigente que se identifica (por lo menos en un plano ideal), justificada o injustificadamente, con la mayoría: actúa por delega­ ción real o supuesta. En ambos casos puede ganar rápidamente el apoyo de la mayoría si aplica el terror a un objeto, individuo o capa social verda­ deramente odiados de modo general, o si de ello se derivan ventajas pal­ pables. Numerosas revoluciones pueden servir de ejemplo a este caso. La minoría absoluta podrá renunciar sólo en casos extraordinariamen­ te raros de aspiración de poder a la aplicación del terror; tanto si se trata de un golpe al Estado que hay que valorar negativa o positivamente, como si se trata de una banda de ladrones en China o de una partida de gángsters en Estados Unidos organizada para el secuestro de niños, a las que no interesa la política, sino sólo un sector de poder en la vida econó­ mica o social. La minoría absoluta depende tanto más de métodos efica­ ces de terror cuanto que se juega el todo por el todo: no puede contar, como una minoría dirigente, con reservas o recursos, pues se lo está jugando todo a la carta de la inmovilización del contrario. La ejecución del terror para la conquista del poder se produce siempre por sorpresa. Se dirige a las posiciones clave, a los centros nerviosos; en el Estado, a la conquista de los medios esenciales de poder: policía, ejército, sistema de comunicaciones, transmisión de noticias, oficinas de los parti­ dos y de los sindicatos, intendencia nacional. Todos estos medios esencia­ les tienen que ser o bien tomados rápidamente para orientarlos en el sen­ tido de los que han empuñado la palanca, o bien, en caso de necesidad,

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paralizados. Sólo una acción de violencia rápida, que parezca completa­ mente segura y que combata y acabe sin titubeos con la más pequeña resistencia, suscita la impresión de fuerza arrolladora y de algo definitivo, y hace ver lo inútil de cualquier protesta. Cuantas más debilidades reales se hallen detrás de la ejecución de este terror, cuanto mayor sea, por consiguiente, la parte que desempeña el (conseguido con el terror), tanto más urgente será la necesidad de r proceder según el principio de «divide y vencerás»; para los seguidores y nuevos partidarios: ventajas, promesas, perspectivas, sobre todo de orden material y social; para los demás: miedo, miedo y más miedo. El que cola­ bora, el que se adhiere, consigue vida, seguridad, riqueza, honor e influencia, o sólo una de estas cosas, o todo lo que además le parezca deseable. El que se resiste está perdido, lo cual se le hace ver claramente con toda rapidez: se producen asesinatos, numerosas detenciones, regis­ tros domiciliarios, persecuciones, destierros, pérdidas de nacionalidad, difamaciones, descensos de clase social, «purgas»; se promulgan «leyes especiales» y se establecen «tribunales especiales». Los métodos técnicos y sumamente desarrollados de nuestro tiempo permiten al terror moderno derramar, en ocasiones, menos sangre, y disimular toda clase de violaciones masivas del Derecho e incluso, en un instante, legalizarlas. El dictador alemán había estado siempre orgulloso de haber conseguido el poder sin «derramamiento de sangre». Prescin­ diendo de que esto es mentira, ya que desde el primer día, e incluso antes, había corrido sangre suficiente -aunque la mayoría no lo hubiera percibido todavía-, no nos debe engañar sobre el carácter de terror de tales conquistas del poder la vieja idea de que en las revoluciones de masas siempre tiene que correr la sangre a raudales. Además, hoy en día, incluso las medidas más sangrientas se ejecutan como disposiciones buro­ cráticas, «de modo puramente técnico», por así decirlo; ése es el modo en que se decide en numerosos decretos de Heinrich Himmler la «liquida­ ción» de miles y de decenas de miles de personas; parecidos termini techniá figuran en las «órdenes de ejecución» sin que sea posible darse cuenta exacta de su carácter sangriento. Lo mismo sucede en el Estado del

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NKWD [Comisariado Nacional de Asuntos Internos: la policía secreta soviética]. Lo decisivo para formarse un juicio es sólo el modo en que se quebranta el derecho del individuo y de los grupos. Esto suele empezar en nuestros días dentro de la democracia de modo aparentemente muy legal, mediante difamaciones frenéticas y un totalitarismo de partido dirigido, desde sus paradójicas raíces, a la lesión de los derechos de los demás; este parado llega a formar un Estado dentro del Estado y continúa extendiéndose durante el tiempo necesario, hasta llegar a una situación de alta tensión, de confusión y de oposición de fuerzas en la que los individuos y la gran masa se dejan vencer por las consignas de libertad del partido único. El ciudadano opina entonces -acostumbrado poco a poco a este desorden integral (que esconde ya en su esencia la opresión de los derechos) como si fuese un orden salvador- que la toma del poder se ha realizado en el interior y en el exterior «ordenadamente». Demasiado tarde se da cuen­ ta, por no haberlo percibido al principio o por no haberse opuesto a ello, de que el terror ha pasado a ocupar el puesto del Derecho; o no se da cuenta nunca (mientras no le afecte a él directamente) y confunde al final, envuelto en el conjunto del desastre y en sus consecuencias, todas y cada una de las cosas: un estadio cuya superación mental dura años en el mejor de los casos. Existen dos formas de aplicar el terror que, aun sirviendo al estableci­ miento del dominio, representan casos especiales. Una forma es el terror contra una tiranía. Sirve a la restauración del Derecho y, aun siendo en casos concretos discutible y mejorable, es, desde el punto de vista del Derecho, su medio de salvación último, extremo y desesperado. Provoca­ do por la coacción -invencible de otra forma- de la dictadura despótica, es, en cierto aspecto, parte de esta dictadura, pero no está impulsado por ningún móvil tiránico; este terror -hijo de la violencia, su madre, y del Derecho, su padre- suprime sin contemplaciones el régimen de la arbi­ trariedad y se legitima en seguida retirándose y dando paso al Derecho y sólo al Derecho. La segunda forma especial es el terror contra el terror de un atacante en la guerra, sobre todo en la guerra total. Aquí también se trata de la conquista del dominio: traducido a grandes magnitudes, este terror

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es -tanto si se manifiesta como represalia o en forma de lluvia de bom­ bas^ un pariente de la lucha mediante el terror contra una tiranía; sólo que moralmente es mucho más discutible, mucho más peligroso, incluso para el que lo aplica como un medio que a él le parece último y necesa­ rio, pues aquí se cambia la cantidad en calidad y las consecuencias son apenas previsibles e imposibles de controlar. Esta arbitrariedad puede arrastrar con ella el Derecho hacia el abismo; por ello la guerra de terror por alcanzar la victoria, en esta época de racionalización y tecnicismo lle­ vado al extremo, habla en contra de la guerra, ya que todos los lastres del vencido, incluyendo los morales, afectan también al vencedor, impulsán­ dole al mismo camino de injusticia y calamidad en que se mueve el ata­ cante y en el que éste perece; al final los enemigos ya no se pueden dife­ renciar. No hay ninguna otra salida de esta trágica evolución que, trabajando afanosamente por la paz, buscar el camino para volver a las normas de la humanidad vinculantes para todos -una tarea en la que también nos puede ayudar la ciencia en muchas de sus ramas- y volver a vivir estas normas cada vez con más intensidad. Pues ¡a dónde iríamos a parar si teniendo el Derecho a nuestro lado actuáramos sirviéndonos del terror como lo hace la arbitrariedad! La tiranía, una vez alcanzado el poder y no habiendo sido derribada, no puede prescindir ya de los medios que utilizó para lograr el dominio. El terror tiene que organizarse ahora en sistema para conservar el poder: un sistema basado en la carencia total de Derecho o en la injusticia sistemáti­ ca contra individuos o grupos no puede prolongarse si no cuenta con enemigos activos; a ellos, por lo menos, temerá siempre el déspota y sus secuaces en el terror.r Platón cree que el tirano es, por este motivo, el más desgraciado de los hombres; lleno de odio, siente odio, a su alrededor, desprecia y teme al mismo tiempo a sus cómplices y, por ello, no soporta en su corte más que a pobres diablos. Montesquieu ha analizado los regí­ menes despóticos como formas de dominio que, corrompiendo el carác­ ter, se fundan en el miedo de los dominados y de los dominantes. Engels escribía a Karl Marx el 4 de septiembre de 1870: «Por dominio del terror entendemos el dominio por parte de hombres que están asustados. El

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terror consiste, en gran parte, en crueldades inútiles, cometidas por per­ sonas que tienen miedo, para tranquilizarse a sí mismas»! En Gewalt und Terror in der Revolution [Autoridad y terror en la revolución] (1931, pág. 108), de J. Steinberg, se dice: «A pesar de su dureza y a pesar de sus for­ mas de expresión externamente frías, el terror sigue siendo en su esencia un espejo de la intranquilidad y del miedo de sus propios agentes, que acaban temiendo la hoja que se mueve en el árbol [...]. Las atrocidades del terror se cometen sólo en un estado de pánico permanente. Por eso la dictadura del terror es, en cierto modo, la dictadura del pánico». El terror acaba convirtiéndose inevitablemente en un «establecimiento de educación para canallas» en el que muchos de ellos avanzan hasta las cimas de los órganos del Estado. Estos canallas pueden venir de todos los grupos, capas y clases sociales, pues el terror, a raíz de ciertas bases de la naturaleza humana, puede desarrollarse por degeneración. Por otra parte, no es necesario para que un dominio se convierta en un dominio por el terror que éste haya sido establecido con él. El poder puede haber sido también tomado subrepticiamente o de acuerdo con el orden y la legalidad y, sin embargo, defenderse contra una oposición importante con medios de terror. Después de «estados de excepción transitorios», la violencia puede seguir manteniéndose como método de arbitrariedad y convertirse, por la degeneración de la persona o grupo que se encuentra en el poder, en un sistema. El hombre se acostumbra al abuso del poder, cuando la organización y los conciudadanos lo permi­ ten, con la misma rapidez con que el automovilista se acostumbra a la velocidad; esto se produce, por decirlo así, por sí mismo. Sólo que en el primer caso está enjuego la felicidad y el bienestar de la totalidad de un pueblo, o de amplios sectores, o, frecuentemente, de la comunidad de los pueblos. El círculo de los objetos del terror dominante no se halla limitado por nada excepto por el poder contrario, o, parcial y temporalmente, según las circunstancias, por el sometimiento «voluntario». El terror en todas sus gradaciones se dirige contra individuos (contra oponentes reales sim­ plemente supuestos), contra grupos o contra la totalidad. No se detiene

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ni dentro ni fuera de las filas de quienes dominan. Fuera de las propias filas figuran todos aquellos que fueron predecesores en el poder, así como todo posible enemigo a los ojos del despotismo: miembros de razas, clases, confesiones o grupos de intereses. Dentro de las propias filas la precaución exige vincular con privilegios a un «fruto sano» de partida­ rios, con lo que se consigue un doble aglutinante de la fidelidad: el deseo de conservar, pagando con una obediencia ciega, lo que se tiene o lo que se ha recibido, y el agradecimiento por no haber sido afectado por una tschistka o una «purga». Los medios del terror para la conservación del poder parecen casi ilimita­ dos. Sirven al exterminio, a la opresión, al sometimiento y a la conquista de nuevos partidarios. Sí, también a la conquista de nuevos partidarios, ya que, con amenazas y la aplicación de métodos que van desde la violencia hasta el martirio, los hombres que viven bajo un régimen de terror se vuelven dóciles, se les mueve a abandonar a los demás, incluso a los ami­ gos, a abandonar los bienes materiales o las actitudes, y se les induce a servir a la tiranía como instrumentos permanentes (bien revestidos exteriormente de honores, ya como especialistas sigilosos, ya como confiden­ tes secretos). No sólo las tiranías, sino incluso los regímenes de libertad, aceptan para el mantenimiento de las relaciones de predominio medios de terror en una selección limitada y en forma debilitada, tolerándolos por lo menos de cuando en cuando. Aquí se trata siempre de salvaguardar privilegios a los que todos pueden aspirar teórica y formalmente, pero que, en realidad, se hallan en manos de unos pocos; de tal modo que, en caso necesario, se conservan, bajo el lema de libertades aseguradas constitucionalmente, con métodos similares a los utilizados por el terror y que, en sus efectos, acaban por desembocar en él. El desarrollo del sistema económico capi­ talista estuvo plagado de tales prácticas, tanto en las llamadas madres patrias, como, sobre todo, en los territorios coloniales. Los despidos arbi­ trarios, desde un punto de vista social, los cierres patronales arbitrarios o la amenaza de ellos, pueden, y en la Historia ha sucedido a menudo, tener efectos tan destructores sobre inocentes económicamente desam­

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parados como algunos de los medios de terror de las dictaduras políticas. La lucha económica, social, y, en fin, política, de clases -un peligro cons­ tante para la existencia de la democracia- no ha salido del cerebro de Karl Marx, aunque fuese él el primero en proclamarla principio de la evo­ lución histórica, opinando y confiando en que podía y debía ser superada con un último esfuerzo organizado del proletariado. El terror económico de quienes poseen privilegios, conquistados por vías de hecho y asegura­ dos formal yjurídicamente, ha sido el que ha llevado a ese otro terror que llega, en una cadena funesta de efectos recíprocos, hasta el sistema de la Unión Soviética. Y es bien sabido que no son sólo los sistemas de izquier­ das los que por su ideología y la necesidad inherente a ella -necesidad que a veces es también externa- se sirven del terror para triunfar o para conservar el poder; también lo hacen aquellos sistemas de derechas, que sólo tienen en común con el Derecho el nombre de su posición, pero que, en realidad, son magna latroána: sociedades de explotación organiza­ das estatalmente que manejan primero, como la cosa más natural, el terror económico, cuando la población general no puede sobreponerse a él a dempo y por los caminos normales de los conflictos políticos de inte­ reses, y que luego cultivan sistemáticamente el terror si les parece que sus privilegios amenazados no pueden salvarse de otra manera. La experien­ cia enseña aquí que una vez en el camino del terror es difícil detenerse si éste ha sido ya traspasado, aunque sólo sea en una «simple» escala prepolítica, y aunque formalmente esté «justificado», como acostumbraba a decir aquel gángster del Estado que se llamó Hermann Góring: la violen­ cia produce violencia (la sed de ella que tienen los detentadores, la defensa con ella de quienes se les oponen, y en la siguiente etapa aparece ya la «necesidad» a la que se ven sometidas, a partir de este momento, las dos partes). Lo que hemos visto y lo que vemos al final del camino del terror de los sistemas totalitarios debería conducir a los hombres pruden­ tes y de buena voluntad -es lo que uno querría creer- a repudiar la práctica y la teoría de la supuesta necesidad, que se dice inherente a la naturaleza de los hombres o de la Historia, de los conflictos violentos. Porque ¡cómo es en realidad la vida bajo el terror! Se puede caracterizar

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mejor que con los barrotes, los golpes y los miedos mortales, con las insti­ tuciones especiales que el terror produce para conservar su dominio arbi­ trario: para un control permanente y amplio, un sistema organizado de vigilancia de todos los sectores de la vida social; para la continua exclu­ sión, difamación y aniquilación de los enemigos, aparatos secretos de policía con poderes especiales, tribunales extraordinarios para «casos especiales» cuyas vistas públicas deben tener efectos intimidantes (estos casos especiales no deben ser confiados a los tribunales ordinarios ni aun cuando estos se hayan sometido ya al espíritu de la dictadura), campos de prisioneros de todas clases en los que la arbitrariedad -racionalizada desde arriba- llega hasta la desmesura más extrema y que gradualmente van sirviendo de semilleros de formación y práctica del terror; para el sometimiento de la oposición y el logro coactivo de colaboradores, pren­ dimiento de rehenes y responsabilidad familiar, con lo que se consigue que los hombres teman constantemente por la suerte y la existencia de sus mujeres e hijos, las mujeres por las de sus maridos secuestrados en lugares desconocidos, y los niños por las de sus padres o hermanos. Ciertamente: hoy no existe ningún sistema de terror que se pueda permitir y se permita mostrar abiertamente esta organización. Al miedo se añade la astucia y la hipocresía. El terror se reviste de un anonimato par­ cial que basta para, negándolo todo, despertar el miedo suficiente. El terror tiene que ser palpable, el ropaje del Derecho visible. Exteriormente todo está en el «mejor orden»; la dictadura se presenta en nuestra época como un sistema de Derecho positivo, querido por el pueblo, que encubre el abuso del Derecho y la carencia de él. Numerosos plebisrítos de «sí o no» sobre alternativas simplificadas, en parte completamente falsas, pero que se hacen comprensibles con mucho alboroto propagandístico, proporcionan a la dictadura, sea de un Führer, de un grupo o de una clase, los poderes formales para hacer o dejar de hacer lo que se tenga por conveniente. Como sucedáneo colectivo o individual de la libertad de control y de auténtica codeterminación, perdida con los votos emiti­ dos por el cuerpo electoral, se ofrecen ideologías del pasado o del futuro (o una mezcla de ambas), mitos utópicos y privilegios bien seleccionados; a

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veces, todo se reduce a un supuesto prestigio para las grandes masas y a importantes ventajas materiales para el círculo de los partidarios. Al esplendor de estos privilegios, ilusiones e ideologías, se aúnan las fuerzas, el vitalismo celebra en las fábricas -iluminadas artificialmente- victorias de una esclavitud laboriosa, y el terror parece al final una necesidad con­ tra los enemigos de la felicidad común o de la marcha común hacia un futuro de la libertad individual y colectiva supuestamente mejor. A la población general, como víctima -en parte real y en parte en todo momento posible-, se la acostumbra sistemáticamente al terror con bue­ nas dosis de él, sin que por ello decrezca ni un ápice su efecto atemorizan­ te sobre los casos concretos. Se cultivan ciertos instintos de terror en todos y se compensan con sentimentalismos-, se barbarizan costumbres sociales y se enmascara el deterioro de las fuerzas auténticas con refinamientos técni­ cos; contra los ataques de miedo y las neurosis se procura distracción con el defmte, con la electrización de las masas, con tam-tams de toda clase y con un fuerte nacionalismo. Si el terror, por culpa de acontecimientos extre­ madamente llamativos, no puede ser encubierto, se vuelve descarado y se presenta como un estadio transitorio necesario para la evolución general; siempre se encuentran suficientes personas que admiten esto crédula­ mente, que lo propagan con fanatismo, y suficientes científicos que pro­ porcionan una teoría retorcida de la Historia, del Derecho, del Estado o de la Sociedad. Las consecuencias del terror, como sistema para la conservación del poder, se hacen visibles en todo eso. De modo completamente general existe en un régimen de despotis­ mo un estado de inseguridad dentro de una aparentefirmeza y desarrollo defuer­ zas. El fondo del sistema es, mientras los hombres no se han convertido en robots o marionetas políticas creyentes, en fanáticos o jenízaros cre­ yentes, permanentemente revolucionario, de tal modo que los agentes del terror que dominan se ven obligados a una constante revolución desde arriba y a la provocación de las fuerzas enemigas, análogas a ellos, desde abajo. El dominio arbitrario depende políticamente de una centralización y

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coordinación extremas. Tiene que suprimir toda autonomía en las admi­ nistraciones políticas, en los sindicatos, en las organizaciones profesiona­ les, en las agrupaciones culturales, en las Iglesias. Si la permite por moti­ vos de oportunidad, lo hace sólo por tiempo limitado y bajo una vigilancia recelosa; cuando la vuelve a autorizar se ha convertido ya en un instrumento ejecutivo con poderes simplemente delegados que pueden ser revocados en cualquier momento. Sobre la suerte del Derecho bajo un dominio duradero del terror no hay más que decir: el poder legislativo se degrada hasta convertirse en una maquinaria; la actividad judicial se corrompe, ya que no hay juez que pueda conservar su puesto si no se inclina ante la voluntad dictatorial cuando ésta le aborda; la administración dejustida se convierte en una insti­ tución de esbirros, cuando no en algo mucho peor. El Derecho como ordenación para asegurar las libertades es el enemigo mortal de la arbi­ trariedad; ésta, en cuanto se pone en funcionamiento, lo desposee, dero­ ga algunas de sus disposiciones, otras las viola y mutila y, aunque lo deje intacto, abusa de él. Mucho más difícil es para un régimen de terror la economía. Pero no los financieros, pues la mayoría de ellos se hacen rápidamente adeptos, si se les deja en paz o se les incita a ello (cuando no, como ya indicamos, contribuyen en ciertas situaciones económico-sociales críticas a la finan­ ciación preparatoria del régimen de violencia). La economía trabaja con ciertas magnitudes y valores que no se dejan manejar a capricho. No obs­ tante, el terror intenta manejarlas porque necesita nuevos medios cons­ tantemente, tanto su sistema como quienes sirven de él. Del afán de dominio, del miedo y de la necesidad de seguridad surge, primeramente, la exigencia de una reglamentación total, con lo que se produce, en medida creciente, una economía burocrática, después, una política autárquica, y, más tarde, una economía de guerra, que, en su forma de productividad del traba­ jo a plazo fijo, no es más que destrucción diferida. Ningún sistema de esta clase puede, a la larga, cubrir sus gastos con sus propias bases materiales: se ve impulsado a la expansión, tanto más rápidamente cuanto más reduci­ da sea la base económica (de la que el sistema es parásito con todos los

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medios de la racionalización técnica). Por otra parte, es un error creer que el terror puede desaparecer directamente por culpa de dificultades económicas: la explotación de las modernas economías nacionales ofrece demasiado tiempo y demasiadas posibilidades de evasión. Y, antes de que un régimen de terror haya confesado su bancarrota económica, se abre paso ayudándose de sus conquistas. Los conflictos de tipo económico interior han de llegar primero a la esfera política para poder amenazar la existencia de un régimen de arbitrariedad; de otro modo, pasan años, o lustros, si existe cierta riqueza; e incluso, al final, la explotación, en el juego recíproco entre hombre y materia, puede dirigirse contra el hom­ bre que da tal vez lo que la materia ya no puede dar. El papel del hombre en un sistema de dominio por el terror es lamenta­ ble, independientemente de que su puesto esté arriba o abajo en la estructura de dominio. La desconfianza y la hipocresía, el fanatismo y el bizantinismo, llenan la sociedad. Un incesante flujo de propaganda ahoga el pensamiento crítico; la ostentación y los alardes de fuerza (unas veces con inventos, otras, con cifras de planes, otras con el ejército, con libros, obras de teatro o logros científicos) cubren la falta de verdadera conciencia de uno mismo que emana de la libertad y de la autodetermi­ nación y que sólo de ellas puede emanar. Si las masas han vendido a la autoridad de un individuo o de un grupo, a cambio de seguridad econó­ mica, su derecho de primogenitura política, o si han sido estafadas en su derecho político de libertad con la promesa de seguridad económica, buscan compensación en las atronadoras manifestaciones sociales y en las esperanzas utópicas que les ofrece la dictadura. La vida adquiere el carác­ ter de una laboriosidad tísica. No es ya necesario imprimir constantemen­ te en la conciencia de las masas la sombra de peligros amenazadores, ni obligarlas a existir según el lema «Vivir en peligro»: ya sin esto su existen­ cia no es otra cosa, bajo el dominio de la arbitrariedad, que una miseria que resplandece con la perspectiva de verse impulsadas, más pronto o más tarde, a aventuras históricas. ¿ Cómo podría existir o desenvolverse ahí la cultura, en un sentido superior'? Predomina lo cuantitativo, lo colosal, lo sopesado, medido y dirigido; y,

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aunque todavía sean posibles algunas divergencias -si lo son—en los espi­ rituales parques naturales y en los cuidados invernaderos que sirven a la dictadura de subterfugio y de propaganda disfrazada, el precio que cues­ tan se cubre de sobra con las víctimas exigidas a otras fuerzas de la cultu­ ra, pues lo que en este campo se produce retrasa la oculta decadencia general, pero no la compensa ni la detiene. Sólo en el terreno de los logros técnicos especializados y en sus trabajos preparatorios -que suelen presen­ tarse también, naturalmente, siendo productos accesorios, como hallaz­ gos de auténtico valor cultural-, es un régimen moderno, pues el terror, para la técnica, es menos obstaculizado^ e incluso puede favorecerla. No es que se pueda decir que el régimen, como conjunto, en contrapartida al fanatismo, al impulso, al despilfarro y al rendimiento inferior del traba­ jo forzado, pueda conseguir más que un régimen de libertad, pero es innegable que es capaz de alcanzar a grandes conquistas en las ciencias técnicas. El que crea que esto es suficiente desde un punto de vista cultu­ ral se dará por satisfecho. El que tenga una idea más completa del hom­ bre, de su bienestar y de su felicidad, verá precisamente en estas formas de civilización aisladas las características de una decadencia total. Y siem­ pre habrá que preguntar si vale la pena comprar fragmentos de auténtica cultura -que, al fin y al cabo, siempre se conserva en algún lugar o se impone y sigue desarrollándose, mientras algo quede en pie- con las víc­ timas en bienes y en hombres que impone un sistema del terror. La cues­ tión tiene validez, en mi opinión, incluso frente a los importantes avances artísticos de las épocas de terror del individualismo renacentista; aunque no hay que olvidar que éste diferenció las fuerzas de otra forma a como se hace en nuestros tiempos colectivistas, liberando el arte de ciertas cade­ nas para ponérselas a otras fuerzas. Pero ni el arte ni la ciencia, ni siquiera las dos juntas, son la cultura como está acostumbrado a concebirla el hombre libre. Ha habido, por el contrario, culturas basadas en la falta de libertad, y es posible incluso que el tirano haya contribuido a su evolu­ ción; puede ser que la tiranía actual lo haga aún así, pero no estamos dis­ puestos, después de haber conocido y desarrollado otras culturas, a renunciar a mejores y más ricas posibilidades sólo porque sus realizado-

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nes necesiten constantemente ser mejoradas, para obtener a cambio una arbitrariedad que conlleva riesgos para la existencia y unos experimentos culturales que en nuestro tiempo son más que discutibles. El movimiento circular de los presupuestos y consecuencias expuestos de los sistemas de dominio edificados sobre el terror puede, bien ser inte­ rrumpido por la oposición, bien conducir tras un largo período de tiempo, si el régimen no se destruye antes a sí mismo en un estallido general, a un afianzamiento cuando se dan los presupuestos materiales suficientes (pre­ supuestos que pueden ser creados también por el sometimiento de otros o por conquistas). Con la desaparición general de los sectores enemigos, bien sea por aniquilación, bien sea por debilitamiento, se estabiliza la nueva jerarquía política con relaciones de injusticia permanentes que después se convierten en costumbre y acaban por ser definitivamente legalizadas. El terror como medio de mantenimiento del régimen puede entonces ser atenuado y, en parte, limitado. Es difícil no advertir que el moderno desarrollo social lleva implícita la peligrosa tendencia a la forma­ ción de un Estado de termitas, o que en la actual mezcla conflictiva de ideales e ideologías opuestas se realiza frecuentemente una peligrosa asimilación de métodos: del mismo modo que según la ley de Graham el dinero falso desplaza al bueno, parecen extenderse por todas partes las tendencias totalitarias. Es necesario enfrentarse a ellas con todas las fuerzas y no esperar a que el terror se consume. El terror que ha conseguido el poder, independientemente del punto del que haya partido, puede ser quebrantado desde el interior, en caso de que eso sea posible, sólo con la violencia. Suprimirlo mediante una inter­ vención violenta exterior sería -siempre dependiendo de la debilidad de su posición general, de sus posibilidades de desarrollo y de sus reservasasimismo indicado y posible, pero únicamente si existiera una instancia jurídica superior que pudiera decidir, con autoridad y sin arbitrariedad ninguna, allí donde reina el terror. Pero, teniendo en cuenta el tremen­ do desarrollo técnico de nuestra época y el progreso que hemos hecho en el camino hacia un mundo, tal intervención estaña asociada hoy -es decir, después de esta segunda guerra mundial—al riesgo insuperable de

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una ruina general conjunta y, también, como ya se ha apuntado varias veces, al peligro de que el vencedor superviviente -suponiendo que éste fuese en realidad el que luchaba por la libertad- emergiese de la heca­ tombe no con una actitud progresista, sino como totalitarista extremada­ mente reaccionario; pues ¡cómo manejaría a todos los supervivientes y vencidos que tienen otra opinión, si no es simplemente matándolos! Pero de este modo se sometería al principio que combatía y habría que pre­ guntarse por qué se ha producido la intervención. No hay, en la actual situación, más posibilidad que ésta: oponerse enérgicamente a la propagaáán del tenor, asegurando, cuando ello sea posi­ ble, cualquier intervención pacífica que no conduzca a una guerra; prote­ giendo, además, los sectores propicios al contagio con victorias, durade­ ras y bien visibles, de la libertad y del Derecho. Una libertad formal dudosa, no asegurada materialmente, atrae al terror; una libertad real, en el sentido de una independencia y codeterminación aseguradas y mate­ rialmente cimentadas en un orden social satisfactorio y rico en perspecti­ vas para toda persona laboriosa, es la muralla de protección más fuerte contra las seducciones y aspiraciones de la arbitrariedad. Hay que proteger desde un principio y en todo momento la sociedad fundada en la libertad contra tendencias orientadas al terror. Esta protec­ ción se lleva a la práctica de tres maneras: mediante el Estado de Derecho y sus instituciones, ante cuya más pequeña lesión debe reaccionar la concien­ cia individual y comunitaria con la sensibilidad más extrema; mediante controles democráticos eficaces en un sistema de división de poderes y de auto­ nomías inviolables e invioladas, lo que asegura el equilibrio siempre diná­ mico de las fuerzas sociales; y mediante la satisfacción de las exigencias de libertad política y económica de todos, según la medida de la capacidad y el rendimiento de cada uno, es decir, mediante un desarrollo jerárquico escalonado. Sin embargo, no hay ningún sistema de libertad que pueda existir sin una voluntad de libertad, desarrollada y siempre despierta, de sus ciudada­ nos. La democracia no es nunca un estado, sino que es siempre una exi­ gencia. Esta voluntad es la que se enfrenta a toda ideología de suprema­

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cía en el momento en que se hace palpable en algún lugar, oponiéndose a ella enérgicamente, en la práctica de todos los días y en la del Estado, con el reconocimiento de la igualdad de las exigencias fundamentales de todos. No sé cómo sería posible en Europa vencer los extraordinarios peligros con que nos encontramos, y que nos amenazan desde dentro y desde fuera, sin la constante actividad del humanismo más noble de los que son humanistas, del socialismo más humano de los que son socialistas libera­ les, y de la religiosidad más auténtica de todos los que deducen de la reli­ gión una obligación también para este mundo. Pues nunca son las institu­ ciones solas las que nos pueden proteger: siempre es el espíritu el que en situaciones especiales de peligro decide cómo se puede hacer uso de ellas. Si aun así el terror vence a los libres, la sustancia de esta libertad, que no es simplemente formal y quebradiza, sino auténtica, luchará con­ tra él hasta asfixiarlo, o hasta que sea derrotado un día por sus espíritus de venganza, bien provengan de sus propias filas, bien de individuos osa­ dos, bien chocando con el resto del mundo donde la libertad es real.

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Afínales de otoño de 1937 tuve oportunidad de charlar extensamente en Francfort del Main, durante varias tardes, con un jefe de la SS del castillo Vogelsang. Sonthofen en el Allgáu bávaro, Vogelsang en los montes Eifel y Króssinsee en la Pomerania oriental eran los tres castillos de la Orden; situados en lugares apartados y pintorescos, estaban consagrados a la nueva generación dominante alemana. Las conversaciones, llevadas por ambas partes con la mayor franque­ za, tenían por objeto el estudio del sentido de la Historia alemana, el papel del Tercer Reich y las ideas racistas de la SS. Me proporcionaron, precisamente debido a la oposición extrema de las opiniones aducidas, una serie de interesantes conocimientos y alguna confirmación de cosas que ya conocía. De las manifestaciones de este jefe de la SS, bien informado, con senti­ miento de superioridad e inteligente, si bien completamente fanático, resalto estos tres notables pasajes. «Lo que nosotros, educadores de la nueva generación de jerarcas, queremos es un Estado moderno según el modelo de las ciudades-Estado helénicas. Estas democracias, dirigidas aristocráticamente y con su amplia base económica de esclavos, cabe considerarlas dentro de los grandes logros culturales de la Antigüedad. Del cinco al diez por ciento de la población, su mejor selección, debe dominar; el resto ha de trabajar y obedecer. Sólo de este modo se pueden alcanzar los supremos valores que debemos exigir de nosotros mismos y del pueblo alemán.» «La selección de la nueva capa social de jerarquías la realiza la SS de dos modos: positivamente, a través de los Establecimientos Educadores de Política Nacional -Nationalpolitische Erziehungsanstalten (Ñapóla)-, como grado previo, a través de las escuelas de cadetes y los castillos de la

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Orden, que desempeñan el papel de verdaderas universidades, así como a través de una práctica final político-estatal; negativamente, mediante la eliminación de todos los miembros inferiores desde un punto de vista de biología racial, y la supresión radical de toda oposición política incorregi­ ble que se niegue a reconocer la base ideológica fundamental del Estado nacionalsocialista y de sus instituciones fundamentales.» «En un espacio de tiempo no superior a diez años será posible, de este modo, dictar a Europa la ley de Adolf Hitler, a fin de contener la deca­ dencia, de otro modo inevitable, del continente, y edificar la verdadera comunidad de pueblos con Alemania, como poder dirigente ordenador, a la cabeza.» Podemos dejar aquí a un lado las consideraciones que opuse a estas tesis; fueron ellas, de todas formas, las que decidieron, en el caso de que se hubiesen necesitado contra mí aún otras «circunstancias agravantes», que tuviese el honor de figurar en seguida en la primera lista negra que trajo la Gestapo de Berlín, cuando los alemanes invadieron Austria el 12 de marzo de 1938. Aquí es relevante únicamente la extraordinaria preci­ sión con la que una jerarquía de la SS había expuesto en aquella conver­ sación los verdaderosfines del Estado naáonalsoáalista. La SS de Heinrich Himmler ha de ser considerada como la guardiana designada de las auténticas fuentes de energía, y como la auténtica selec­ ción de fuerzas del nacionalsocialismo destinadas a dirigir el Estado en el futuro. El mismo Heinrich Himmler, hijo de un funcionario de Baviera, con los lentes ante los cínicos ojos y el rostro bastante estúpido, estaba tan distante del modelo de la añorada -por inexistente- raza germanoalemana, como lo estaba Alfred Rosenberg, el hombre sin una gota de sangre alemana, que no obstante era presentado como Praeceptor Germaniae, tan distante como Joseph Goebbels, sobre cuya forma de cabeza, figura y pies no hace falta, a este respecto, malgastar ni una sola palabra; tan distante como el esponjado Hermann Góring y, sobre todo, como el señor y maes­ tro de todos ellos, el tipo de hombre de frente huidiza, sobre el color de cuyo pelo sólo supo decir su antiguo jefe de prensa, «Putzi» Hanfstaengel, en una ocasión, contestando a las preguntas de irónicos corresponsales

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extranjeros, que de todas formas, debajo de los sobacos era rubio: Adolf Hitler. Himmler, el Fouché de Adolf Hitler, reemplazaba con inflexible intransigencia lo que le faltaba de inteligencia. Considerada psicológica­ mente, esta combinación de propagandista y maestro de escuela fracasa­ do tenía, sin embargo, coexistiendo independientemente, dos cualidades alemanas características: brutalidad, y romanticismo. Podía intercambiarlas como se cambia de chaqueta; pensemos en las consagraciones de aspiran­ tes de la SS, a medianoche en la catedral de Quedlinburg, donde Himm­ ler, ante los huesos de Enrique I (que por cierto no eran los auténticos, aunque así se hubiera declarado precipitadamente), el fundador del poderío alemán oriental en la Edad Media, acostumbraba a desarrollar la mística de la «comunidad secreta», para luego, bajo un sol resplandecien­ te, presenciar en un campo de concentración cualquiera los latigazos pro­ pinados, sin orden ni concierto, a los prisioneros políticos. El camino de la cruz gamada conducía en línea recta del simbolismo de la rueda solar a los hornos ardientes de Auschwitz. Himmler procedía de las filas de los «artamanos». Eran éstos una rama poco conocida del movimiento juvenil alemán, que tenía el propó­ sito de renovar a los campesinos alemanes y de instaurar una autoeduca­ ción para su conversión en campesinos soldados. ¡Ya entonces sangre, tie­ rra y espada! A quien recuerda el rostro de este hombre no le parece extraño que pasase de discípulo a combatiente y, por último, a paladín de las alucinaciones de Adolf Hitler. La SS era, al mismo tiempo, una Orden y una agrupación para la consecu­ ción de determinadosfines. Como tal la había organizado Himmler desde un principio. Nunca se había pretendido hacer de ella un ejército de millo­ nes de soldados. Fue el desarrollo general del Tercer Reich lo que la impulsó en esta dirección. Pero Himmler intentó, hasta el último momento, conservar un cuadro de mandos básico que le permitiese vol­ ver alguna vez a la intención originaria: desarrollar un sistema de domi­ nio germano-racista y protegerlo con todos los resortes del poder. Que la SS tenía que proteger a la encamación mesiánica primigenia, al llamado Führer, era, sin más, evidente.

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Los requisitos que debía reunir un candidato a la SS eran ya desacostumbra­ dos: tenía que medir, por lo menos, 1,80 metros de altura (posteriormen­ te, esta exigencia se convirtió sólo en medida ideal, y durante la guerra se hicieron excepciones con personas que no tenían nada que ver con las ideas germanas de lo que debe ser un paladín); su árbol genealógico tenía que ser comprobable hasta 1750 y ser de pura «sangre alemana»; su carácter, irreprochable en sentido nacionalsocialista. Para el análisis de los planes que condujeron a un verdadero Estado de la SS no tiene mucha importancia discernir, teniendo en cuenta las relaciones de dominación que existían dentro de la SS, si la masa de gente de la SS que entró en la organización en el curso del tiempo lo hizo volun­ tariamente, engañada o a la fuerza, ni si sabía, sospechaba o adivinaba los verdaderos fines de Himmler y de sus colaboradores más próximos. En cualquier caso, lajerarquía perseguía la realización de estos planes, y esta­ ba dispuesta a todo por cumplirlos; todo se planeó consecuentemente paso a paso: cada fin parcial se persiguió con un rigor hasta tal punto inexorable que no puede encuadrarse dentro de los conceptos normales. Documentos que se han conservado y testimonios aducidos después de la caída del régimen nacionalsocialista muestran al mundo su bien organi­ zada estructura. El estudio de la participación y, sobre todo, de los móvi­ les de cada uno de los miembros de la comunidad de conjurados de la SS, constituye un capítulo distinto; como la vida misma, cambian y se diferen­ cian en miles de matices. La SS fue fundada en 1929 como guardia negra de corps de Hitler. Se denominó, «escuadra de protección» (Schutz-Staffel) y contaba entonces sólo con 250 hombres. Su jefe, Heinrich Himmler, dependía del jefe de los SA, esto es, de los llamados «grupos de asalto» (Sturm-Abteilungen), Emst Rohm. El hecho, entre otros, de la fundación simultánea, dentro de la agrupación de la SS, de los «Departamentos de Raza y Asentamiento», demuestra que la «escuadra de protección», ya desde un principio, no estaba destinada solamente a proteger al Führer, sino también a encauzar una amplia política en la línea de los «viejos artamanos» de Himmler. La propagación de la SS en el Reich, expresada ya en el título de Himmler

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«jefe del Reich de la SS», se realizó, si tenemos en cuenta el carácter espe­ cial de la SS, con relativa rapidez: la organización contaba en 1930 con 2.000 miembros y un año más tarde tenía ya 10.000. Para evitar los peli­ gros de tal crecimiento, que estaba, sin embargo, de acuerdo con los fines de poder del mando, y precisamente para afianzar éste, Himmler creó en 1931 el Servido de Seguridad (Sicherheits-Dienst) del jefe del Reich de la SS (SD). El nombre sonaba, hasta cierto punto, inofensivo; todavía no había en él nada del terror que propagó dos años más tarde en los círculos del Partido. Nada menos que el delegado de Hitler, el en aquel tiempo toda­ vía poderoso Rudolf Hess, con cuya colaboración se creó el SD, lo llamó «cerebro del Partido y del Estado». El planificador, organizador y dirigen­ te de este cerebro era -él mismo un cerebro diabólico- el joven primer teniente de marina retirado Reinhard Heydrich. Su primera actividad la desarrolló el SD dentro de las filas del Partido Nacionalsocialista, y no contra el pueblo alemán. Se estableció un extenso servicio de confidentes y de información conforme al principio de Heydrich: «Lo importante es saberlo; lo único que hay que hacer es saberlo». A los miembros del SD se les exigía todo aquello que Himmler esperaba de una Orden: incorruptibilidad, fidelidad incondicional, espíritu corporativo, inflexibilidad con uno mismo y con los demás y vida familiar limpia; en resumen: aquellas «virtudes prusianas»,, sin penetrante cristalización y sin profundo enraizamiento moral, que se han hecho tan famosas como tristemente célebres en la evolución de Alemania, porque, aun siendo en sí correctas o, por lo menos en parte, auténticamente morales, son, no obstante, susceptibles de ser utilizadas brutalmente para los fines sociales y políticos más ver­ gonzosos. Tribunales propios de honor del SD vigilaban enérgicamente el cumplimiento de los principios; contra los reticentes y los culpables entró en acción un comando secreto del SD que ejecutaba las sentencias de muerte pronunciadas, y que en aquella época se dictaban, sobre todo, contra los propios miembros. Sólo gracias al SD de Heydrich consiguió Himmler establecer real­ mente y conservar el poder de la SS. En aquella vertiginosa época que va de 1932 hasta el final de 1937, en la que dentro del Partido Nacionalsocia­

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lista bullían las intrigas, influencias, oposiciones, antagonismos, corrien­ tes y direcciones de evolución, no habría podido imponerse probable­ mente la unidad de la SS sin la fuerte red de las secciones superiores del SD que se extendían por toda Alemania. Daluege, por ejemplo, jefe supremo de policía de Prusia y del Reich desde 1933, general de Policía por la gracia de Góring, que figuraba en la jerarquía de la SS (aunque sólo nominalmente) inmediatamente después de Himmler, no se convir­ tió sin embargo hasta 1935-36 en instrumento incondicional de éste. Sólo relativamente tarde fue desposeído de sus cargos por el SD. Himmler quería convertirse inmediatamente después de la toma del poder en jefe de toda la Policía Política de Alemania. Pero esto sólo lo con­ siguió en Baviera. Prusia quedó dentro de la competencia de Góring. A su amenaza del 4 de marzo de 1933 («No tengo que ejercer la justi­ cia, sino aniquilar y exterminar»), siguió bien pronto la ampliación del sistema: la Policía Política se convirtió en la «Suprema Autoridad Territo­ rial del Estado de Prusia», y ésta, a su vez, en junio de 1933, en la Policía Secreta del Estado -Geheime Staatspolízeí (Gestapo)-, con sede en la calle Prinz-Albrecht de Berlín. Himmler estaba de acuerdo con el jefe de la Gestapo de entonces, Rudolf Diels, de 31 años -procedente de la poli­ cía de Severing, quien, aun sin ser miembro ni de los SA ni de la SS, era, sin embargo, el policía de confianza de Góring-, en combatir los actos de terror sin orden ni concierto de los SA. En apariencia, los SA fueron hasta el 30 de junio de 1934 mucho más salvajes y terroristas que la SS. Himm­ ler no se equiparaba a ellos, y trabajaba por su parte sistemáticamente en la sombra, junto con Heydrich y el delegado de éste a partir de finales de 1933, el doctor Wemer Best. De este modo, el mando de la SS consiguió ir tomando en Alemania, hasta mediados de 1934, una Iras otra, las Poli­ cías Políticas Territoriales. Sólo Prusia, con la Gestapo de Berlín, quedó fuera de su intervención, a pesar de que Heydrich tenía ya allí su gente de confianza del SD; esto hizo posible que pudiese apoderarse, en marzo de 1934, del corazón de la Gestapo: el departamento de la Policía Secreta del Estado -Geheimes Staatspolizei-Amt (Gestapa). Además del núcleo interno de poder, no se descuidó el desarrollo de

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la organización externa, ni tampoco el fomento del prestigio de la SS, rival de los SA en honor, fidelidad, camaradería e hidalguía, ni la forma­ ción simultánea de tropas de hombres emprendedores. Bajo la divisa de compañerismo y de vigilancia surgió la SS General, cuyos «miembros pro­ tectores» tenían que contribuir con el dinero preciso (siempre que éste no se obtuviera gracias a la generosa actividad chantajista del SD). Las vie­ jas escuadras de protección de los mítines políticos, transformadas en «piquetes políticos de prevención», fueron colocadas primeramente junto a la Policía regular, recibiendo el nombre de cuerpo de cazadores, y más tarde fusionadas formalmente con aquélla. En realidad, sin embar­ go, se reorganizaron, notablemente reforzadas, en las llamadas tropas de disposición de la SS y, sobre todo, en los estandartes de calaveras (tropas de disposición de la Policía). Fue nombrado su comandante el jefe de estan­ darte de la SS, Eicke, que dependía, a su vez, del entonces jefe de brigada de la SS, Heydrich, por ser éste «director de la Policía Política Bávara» (y jefe del Servicio de Seguridad del jefe del Reich de la SS). El 30 de junio de 1934, el ataque de la Generalidad del Reichswehr contra el jefe de Estado Mayor de los SA, Rohm, dio al trío Himmler-Heydrich-Best la anhelada oportunidad para, mediante una «purga» general, colocar la primera piedra para el establecimiento de su Estado de la SS. El pánico que, emanando de ellos, se propagó fuera y dentro del Partido fue el prerrequisito para la subsiguiente sistematización del terror. A partir del 30 de junio, en las semanas y meses que siguieron, se efectuó una lim­ pieza a fondo de los jefes de grupo de los SA, de los jefes de distritos y comarcas y de los demás oponentes o dirigentes políticos que no pudie­ ron ser sometidos. El comando central del SD y otros comandos similares de la SS, que habían sido creados entretanto, estuvieron trabajando hasta que se calentaron los cañones de los revólveres y los puños de hierro. Himmler, ahora ya independiente de los totalmente desposeídos SA, se trasladó, como inspector, a la Dirección de la Policía Secreta del Estado en Berlín; ésta dependía aún del jefe de Gobierno de Prusia, Góring, pero también de esta dependencia logró liberarse Himmler rápidamente cuando sobrevino la unificación del Reich. Heydrich fue nombrado jefe

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de la Gestapo. Con su ayuda socavó Himmler paulatinamente la influen­ cia del general de Policía, Daluege, que fue apoyado todavía durante una temporada por el ministro nacionalsocialista del Interior, Frick. En 1936 alcanzó Himmler su meta: se convirtió en jefe de la Policía de toda Ale­ mania, con un aparato de poder que no tenía igual. Para dar una idea de la importancia de la estructura del Estado de la SS que se impuso primero sobre el Partido, después sobre Alemania, y más tarde sobre Europa, y que estaba destinado a dar su auténtico carác­ ter al Reich milenario, exponemos a continuación brevemente la organi­ zación fundamental del conjunto. Para todos es importante conocerla, a fin de que todos sepan, por lo menos hoy, qué papel les había atribuido o destinado el cerebro del SD: a unos, el de dominar sobre los demás, como en los antiguos tiempos de los sátrapas orientales; a otros, la misión de luchar toda su vida por este sistema hasta una muerte heroica al calor de altas consignas idealistas; a unos terceros, un celoso servicio adminis­ trativo con cierta participación, según su rango, en los beneficios; a otros -y éstos eran el más amplio sector del pueblo alemán, hasta que tuvieran la posibilidad de ascender a señores domesticados de los pueblos extran­ jeros subyugados- el traba.jo ordinario; a unos últimos, a los millones de enemigos e «inferiores», la muerte mediante el martirio y la liquidación, rápida o lenta. Sobre todos ellos: Hitler, como inviolable personificación del mito de la «raza» al que probablemente un día habría que adorar. Cientos de miles de alemanes que no lo sabían entonces seguirán sin creer hoy que, más o menos inconscientemente, sirvieron a este Estado de la SS con su lealtad, su celo y todas sus virtudes y defectos. Ojalá encuentren una componenda moral, por lo menos a posteriori, con los hechos que conocen. Heinrich Himmler -jefe del Reich de la SS, jefe de la Policía Alemana y, desde agosto de 1944, también general en jefe del ejército alemán de reserva- estaba a la cabeza de todo el aparato; por él pasaban todos los conductos nerviosos de la extensa organización, cuyas partes estaban, ciertamente, sincronizadas, pero que, no obstante, eran a menudo com­ pleta o relativamente independientes las unas de las otras.

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A disposición de Himmler estaban: el SD, el Departamento Central de Seguridad del Reich, el Estado Mayor Personal del jefe del Reich de la SS, el Departamento Central de Dirección de la SS, el Departamento Central de la Administración Económica de la SS y las tropas de la SS. El SD, con Heydrich y su delegado Best, y más tarde, después de la muerte de Heydrich en Checoslovaquia, con Ernst Kaltenbrunner a la cabeza, se dividió primeramente en siete -después, hasta otoño de 1939, en doce- sectores superiores, cuyos territorios coincidían, la mayor parte de las veces, con los distritos militares: sector superior del SD oriental, sede en Berlín (territorio del III cuerpo del ejército); sector superior de Stettin (territorio del II cuerpo del ejército); sector superior de Kónisberg (territo­ rio del I cuerpo del ejército); sector superior occidental, sede Francfort del Main (territorio ¿del XIV, del XV o del XVI cuerpo del ejército?); sector superior sudoccidental, sede Stuttgart (territorio del V cuerpo del ejército); sector superior noroeste, sede en Hannover (territorio del VI cuerpo del ejército en Münster y del XI cuerpo del ejército en Hannover); sector superior de Hamburgo (territorio del X cuerpo del ejército); sector supe­ rior del Elba, sede en Leipzig (territorio del IV cuerpo del ejército); sector superior del Sur, sede en Munich (territorio del VII cuerpo del ejército en Múnich y del XIII cuerpo del ejército en Nuremberg); sector superior de la Marca Oriental, sede en Viena (territorio del XVII cuerpo del ejérci­ to en Viena y del XVIII cuerpo del ejército en Salzburgo); sector superior sudoriental, sede en Wroclaw (territorio del VIII cuerpo del ejército). Al comenzar la guerra, el SD y la Policía de Seguridad establecieron el Departamento Central de Seguridad del Reich. La actividad de los secto­ res superiores recaía en unos 50 sectores del SD. Hasta entonces, la oficina suprema administrativa material había sido el Departamento Central del SD de Berlín, con tres secciones centrales. A partir de ese momento, es decir, a partir del otoño de 1939, entraron a formar parte del Departamento Central de Seguridad del Reich el departamento III -noticias del inte­ rior—,el departamento VI —noticias del extranjero (ampliado en 1944 con el «servicio de defensa» militar)- y el departamento VII —archivo, investi­ gación-; todos ellos pertenecían exclusivamente al SD.

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Cada uno de los departamentos tenía numerosas subsecciones y nego­ ciados en Alemania y en el extranjero y un amplio servicio secreto que disponía de líneas telefónicas propias, números secretos y seudónimos inocuos para los hombres de paja. En contacto con la red del SD había anco categorías de colaboradores, que sólo en casos muy raros se conocían entre sí o conocían la importancia de los demás para el SD: personas V (personas de confianza, Vertrauensleute), personas A (agentes), personas Z (denunciantes, Zubringer), perso­ nas H (cómplices, Helfershelfer), que obraban, por lo general, por móviles especialmente turbios, y personas U (de poca confianza, Unzuverlássige), completamente corruptas, que, por ello, tenían que ser vigila­ das constantemente. Lo que el servicio de información averiguaba, día a día, año a año, del Estado, de la política, del Partido, de la economía, de la sociedad y de la vida privada, mediante sistema, acción individual o casualidad, pasaba a la central, que guardaba un ejemplar de la informa­ ción en el archivo secretor, otros dos ejemplares iban al director del sector superior del SD con competencia sobre el asunto; el director conservaba un ejemplar en su propio archivo, al que sólo tenía acceso su lugartenien­ te, mientras que el segundo tenía que ponerlo a salvo, junto con el mate­ rial secreto, en un lugar no conocido por nadie. Un profundo conocedor del SD ha descrito la institución del siguiente modo: «No existe nada (con algún significado político) que no haya figurado en este archivo. Se vigilaba a los ministros, se registraban todas las buenas y malas acciones de jefes de distrito, de jefes del Reich, de personas importantes, de nazis completamente desconocidos y de enemigos del nacionalsocialismo. Se anotaban los amoríos, costumbres, gastos y necesidades económicas de personalidades grandes y pequeñas, así como las ganancias y pérdidas de los capitanes de la industria y las veleidades, pequeñas debilidades huma­ nas, correspondencia y relaciones de todos los personajes del Partido y del Estado, de la sociedad, de la Iglesia y de las distintas agrupaciones. Se averiguaba documentalmente quiénes eran sospechosos o podían llegar a serlo; se desconfiaba de los amigos y correligionarios y no había corrup­ ción que no se pudiese probar en el archivo secreto del Departamento

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Central del SD. Diplomáticos, hombres de Estado y políticos extranjeros tenían sus expediente personales, lo mismo que aquellas personalidades prestigiosas del extranjero que habían desempeñado alguna vez un papel en política o podían ser tentadas a desempeñarlo». El círculo interno de miembros del SD era conocido sólo por la jerar­ quía; dentro del gran círculo externo, la mayoría no sabía nada de los demás. Cuando los «vengadores de Rohm» (Racher Róhms) asesinaron, en la segunda mitad del año 1934 y comienzos de 1935, a ciento cincuen­ ta y cinco jefes de la SS -cada cadáver llevaba una hoja de papel prendida con el signo «RR»-, se intensificó aún más el anonimato. El número de miembros era de muchas decenas de miles. Hasta el comienzo de las hos­ tilidades, según cálculos dignos de crédito, el número de miembros del SD, incluyendo el ejército de confidentes, agentes y denunciantes, era de 100.000 a 120.000 aproximadamente; durante los años de la guerra, la cifra se duplicó. Estos miembros tenían relación directa, o bien ocupaban cargos, en todos los centros de mando que tuvieran alguna importancia en el Estado, en la economía o en la sociedad; agrupados y dirigidos por Heydrich y, más tarde, por Kaltenbrunner, ejecutaban incansable y faná­ ticamente el plan de la SS para el jefe del Estado de la SS: Himmler, el ser­ vidor del Führer Adolf Hitler. Esta estructura no habría podido funcionar sin un omnipresente apa­ rato de Policía, independiente de toda influencia que tuviese algo que ver con el Estado de Derecho, y, sobre todo, independiente de las autorida­ des judiciales. Por ello la SS puso bajo su control, en corto espacio de tiempo, la relación de la Policía alemana con el ministerio del Interior del Reich (algo que dejaría de ser necesario cuando Himmler se convir­ tió por fin, durante la guerra, en ministro del Interior), destruyendo su vinculación -basada en el carácter de la policía de órgano auxiliar del ministerio fiscal- con los tribunales. El doctor Werner Best creó la base jurídica para este propósito al elevar a forma jurídica (digámoslo así), predicar e imponer la máxima, tan característica del Tercer Reich, con la que Goring «liberó», en marzo de 1933, a la Policía Política de Prusia de su dependencia del ministerio fiscal: «Derecho es lo que beneficia al pue­

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blo alemán»; Best, enviado a la recién creada Academia del Derecho Ale­ mán como director del departamento jurídico de la Gestapo, dio a la divi­ sa de Góring la siguiente formulación: «Derecho es todo aquello que beneficia al Estado». A partir de la entrada en vigor de este principio, se abrieron «legalmente» las puertas a la arbitrariedad policial de quienes tenían este poderoso instrumento en sus manos. La introducción de las llamadas «órdenes de prisión preventiva», también un consejo de Best a Heydrich que éste siguió inmediatamente, acabó con la inspección judi­ cial de las detenciones: estaba libre el camino para la liquidación de los enemigos del nacionalsocialismo. La Policía había tenido en la Alemania de la República de Weimar tres ramas que, en parte, se entrecruzaban: la Policía de Seguridad (Sicherheitspolizei), acuartelada y no acuartelada (Sipo), llamada en Pru­ sia Policía de Protección -Schutzpolizei (Schupo)-, que tenía la misión de mantener el orden y la seguridad en el Estado; la Policía administrati­ va (para tráfico, industria, sanidad, bomberos y similares); y, por último, la Policía Criminal -Kriminalpolizei (Kripo)-. Himmler dejó en manos del ministerio del Interior la Policía administrativa. Las restantes fueron puestas el 17 de junio de 1936 a las órdenes del Departamento Central de Policía de Seguridad, al que también estaba sometida la Gestapo, y, más tarde, en otoño de 1939, a las órdenes del Departamento Central de Seguri­ dad del Reich -Reichssicherheitshauptamt (RSHA)-. El RSHA estaba com­ puesto organizativamente por la Policía Secreta del Estado—Geheime Staatspolizei (Gestapo)-, por el Departamento de Policía Secreta del Estado -Geheimes Staaspolizeí-Amt (Gestapa)-, por el SD y por el Departamento de la Policía Criminal del Reich -Reichskriminalpolizei-Amt (RKPA)-. Hasta 1936 no pudo producirse abiertamente el completo desarrollo del apara­ to, ya que hasta entonces Himmler era «simple» inspector de la Gestapo dependiente del jefe de Gobierno de Prusia, Góring, señor ilimitado de la Policía alemana. A las órdenes de su «delegado», el general de policía yjefe superior de grupo de la SS, Kurt Daluege, quedó solamente la Policía de orden públi­ co. Pero también ésta se iría asimilando más y más a la SS, hasta que final­

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mente los «jefes superiores de la Policía y de la SS» dominaron, unifica­ dos, todos los sectores de mando de Alemania. Himmler entregó, desde un principio, la Policía de Seguridad a su íntimo hombre de confianza Reinhold Heydrich, jefe de grupo de la SS, jefe del SD y, desde entonces, director de la Gestapa de Berlín. La red organizativa de la Policía Secreta del Estado (Geheime Staatspolizei) se dividió a lo largo de toda Alemania en numerosos centros directivos de la Stapo. La central, la Gestapa, estaba dividida en tres seccionesprinúpales. La sección principal I, a la que estaban sometidos los centros directivos de la Stapo, tenía a su cargo la total admi­ nistración de la Gestapo, el departamento privado y el archivo; éstos no tenían un jefe propio, sino que recibían sus instrucciones de la «adjuntía de Heydrich». La sección principal II se ocupaba de la llamada «defensa interior del Estado»; se dividió en II A: oposición de izquierdas, IIB: Igle­ sias, judíos y masones, II C: oposición de derechas, IID: prisión preventi­ va, IIE: economía, IIF: registros, IIG: servicio de protección, II H: Parti­ do, II N: departamento de noticias, II S: homosexuales. La sección principal II ordenaba, por consiguiente, detenciones y libraba, entre otros, los tristemente célebres mandamientos de prisión preventiva; sus jefes de sección estaban sujetos directamente al jefe de la Gestapa. La sec­ ción principal III, a cuyo cargo estaban los asuntos de traición y contraes­ pionaje, tenía departamentos especiales para todos los países de Europa; su jefe fue durante largo tiempo Best, que representaba a Heydrich como jefe de la Gestapa. Después de crearse, en septiembre de 1939, el RSHA, la Gestapa actuó allí bajo la designación de oficina IV; la sección de prisión preventiva, fichero de prisión preventiva y administración de actas, recibió, en el transcurso del tiempo, el número 6 del departamento técnico del grupo A (de tal modo que, por ejemplo, los mandamientos de prisión preventi­ va no llevaban en los últimos tiempos el signo DII, sino el IV [DII]). El Departamento de la Policía Criminal delReich estaba a cargo del antiguo consejero de investigación criminal y, más tarde, jefe de grupo de la SS, Nebe; éste, que era ya nacionalsocialista con la Policía de Severing, luchó, más tarde, como especialista policial de confianza de Góring, contra el

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antiguo jefe de la Gestapo, Rudolf Diels, y sirvió, finalmente, a Heydrich y a Himmler; lo cual no fue óbice para que durante la guerra colaborase, a partir de determinado momento, con la oposición. De él tendremos que hablar todavía. El RKPA llevó a cabo, entre otras cosas, toda la política de prisión preventiva contra criminales reales o supuestos. Todos los departamentos del RSHA (I: «organización», II: «finanzas y técnica», III: «asuntos interiores del SD», IV: «Gestapo», V: «Kripo», VI: «servicio secreto de comunicaciones», VII: «archivo e investigación»), estaban ocupados por personas del SD de la Jefatura del Reich de la SS. La mayoría de ellos se hicieron cargo, en el curso de la expansión euro­ pea del Tercer Reich y, después de que el aparato fuese organizado con­ cienzudamente en Alemania, de funciones de terror en el extranjero. A disposición de Himmler estaba, por último, además del SD y de la Policía, el auténtico ejército de la SS. Se dividía en tropas de disposición delaSS (de las que formaron parte, durante la guerra, legionarios extranjeros de todos los confines del mundo) y en agrupaciones de calaveras. En 1936 su número ascendía a aproximadamente 210.000 hombres: 90 por 100 de tropas de disposición, 10 por 100 de agrupaciones de calaveras; y a fines de la guerra a un millón aproximadamente: unos 30.000 miembros de las agrupaciones de calaveras, casi otros tantos de legionarios extranjeros y cerca de 950.000 hombres de las Armas de la SS. Estaban divididos en divisiones y estandartes; cada estandarte tenía los efectivos de un regi­ miento, es decir, aproximadamente 3.000 hombres. Juntos formaban un ejército con armamento propio y, en parte, con arsenal propio: un con­ trapeso bien calculado del ejército regular que había alcanzado una importancia demasiado poderosa con la eliminación de los SA de Rohm y con la teoría de Hitler de las dos columnas (una columna del Tercer Reich era el Partido, la otra el ejército). Es significativo que el generalato del ejército se resistiera en cierto modo a reconocer a Himmler hasta 1944: a él, Himmler, el coloso de la SS, no le estaba permitido llamarse general, a pesar de que ya hacía tiempo que todos sus comandantes de división, con el rango de «jefe de grupo de la SS y general de las Armas de la SS», habían sido ratificados por el ejército, lo mismo que los generales

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de la Policía, en el rango de general. Nunca pudo olvidar esta posterga­ ción por parte del generalato: haría sentir amargamente su venganza a partir del 20 de julio de 1944, cuando se encumbró como «general en jefe del ejército nacional». Las tropas de disposición, llamadas más tarde Armas de la SS, y las aso­ ciaciones de calaveras dependían del Departamento Central de la SS en Ber­ lín. Hasta el estallido de la guerra estaba dirigido por el jefe superior de grupo de la SS Heissmeyer. En 1939 se agregaron a este departamento central general de la SS, bajo el mando del jefe de grupo, Pohl, el Departa­ mento Central de la SS para Administración y Construcciones y el Departamento Central de la SS para Economía. En 1942 dispuso Himmler la unión de los dos departamentos citados en el Departamento Central de la SS de Adminis­ tración Económica -SS-Wirtschaftsverwaltung-Hauptamt (SS-WVHA)-; Pohl fue nombrado su jefe. El SS-WVHA administraba, entre otras cosas, todos los campos de concentración. Las Armas de la SS se convirtieron en el instrumento especial de com­ bate de Himmler para la conquista de Europa. Esta misión la cumplieron con todos los medios a su alcance. Estaban orgullosas de ser la «élite del Führer»; ahora eran ya, más que escuadras de protección, regimientos de asalto. Tras sus victorias venía el SD con sus comandos de liquidación, lla­ mados «comandos de carga». ¡Cuánto ingenuo idealismo alemán -adulto e infantil- no se habrá empleado en las filas de las Armas de la SS, junto a un impulso salvaje al servilismo, a la propagación de la esclavitud general y del sistema del Estado de la SS! Himmler necesitaba también ideas de esta clase para retener un día, una vez cumplida la misión de los soldados, a aquellos hombres de entre sus filas que fueran aptos para la conversión del nuevo regimiento «germano» de dominadores en la «élite» nacional­ socialista. Las asociaciones de calaveras de la SS fueron formadas, por el contrario, desde un principio, como guardianes que sirviesen de «rompehuesos» en política interior. Su primer estandarte surgió, como ya se ha señalado, en 1933, procedente de los «piquetes políticos de prevención» de la Policía de Baviera, bajo el mando del jefe de estandarte de la SS, Eicke, que

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había sido oficial alemán y combatido en la guerra mundial de 1914 a 1915. Esta nueva formación de miembros de la escuadra de protección, caracterizados por su especial salvajismo, fue instruida primeramente como tropa de vigilancia en los campos de concentración. En 1934 se creó para Eicke el cargo de «inspector de los campos de concentración»; con este cargo empezó, con energía, sin escrúpulos y con éxito, a conver­ tir los estandartes de calaveras, ampliándolos, en asociaciones de calave­ ras de la SS. Después de estallar la guerra fue trasladado a las Armas de la SS; siendo general de ellas cayó cerca de Demjask (Rusia), en 1943. Himmler organizó y reorganizó frecuentemente, en el curso de los años, sus asociaciones y departamentos de la SS, a fin de adecuar los medios a las circunstancias cambiantes y mantener en forma su instru­ mento de poder. Pero no siempre pudo conseguirlo; en algunos sectores se desarrolló una burocraáa de la SS que no era favorable a los verdaderos fines de Himmler. Al final, acabó por casi no poder abarcar el conjunto, ya que la ambición personal de sus numerosos jefes y subjefes de seccio­ nes perjudicaba la efectividad del aparato. El mismo Himmler era, en cierto sentido, un burócrata que quería abarcar y regular el Estado de la SS como un sistema completamente organizado, controlable en todas partes y en cualquier tiempo, de señores y esclavos. Alrededor de su pro­ pia persona organizó la llamada Plana Mayor Personal delJefe del Reich de la SS; las tareas de dirección superior fueron reunidas en el Departamento Central de Dirección de la SS -SS-Führungshauptamt (SS-FHA)—,que cons­ taba de numerosas subsecciones. A menudo, las funciones se interferían y estorbaban recíprocamente. Sin embargo, no hay duda de que si Ale­ mania hubiera ganado la guerra, Himmler hubiese conseguido volver a deshacer estos numerosos enredos y asentar una firme; y efectiva malla de hierro sobre Alemania y sobre Europa: era un excelente calculador y organizador que se vio en dificultades, temporalmente, sólo por culpa del ritmo demasiado rápido del proceso de desarrollo. El Departamento Central de Raza y Asentamiento de la SS debía haber conservado pura la idea originaria de la Orden, mantenido el carácter de «élite» y de compañe­ rismo, y haberse ocupado de la permanente selección de quienes iban a

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dominar en la SS; además había de procurar a esta selección las bases de dominio, en Europa y Alemania, en colaboración con el restante aparato de poder, mediante el exterminio, el asentamiento y el reparto de tie­ rras.

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La SS, tal como Himmler la había pensado y creado, tenía un doble fin: estaba orientada, por una parte, a la formación de la nueva clase de dominadores, y, por otra, a la eliminación de toda oposición. El princi­ pio de uno de los peores emperadores romanos («Que me odien, con tal de que me teman»), era también el principio de Himmler; amor -aun­ que también bien cimentado con ciertas ideas de temor- sólo lo espera­ ba de la clase elegida de dominadores: de su SS. De este modo impuso en todo el país un sistema de «angustia ante el terror» que no tiene igual en la historia de los pueblos civilizados. Los campos de concentración —Konzentrationslager (abreviadamente: KL o, también, con frecuencia, por su sonido más áspero, KZ)- no eran sino la expresión más vigorosa de este sistema, que abarcaba múltiples sectores de la vida pública y privada y, al mismo tiempo, su medio más efectivo. Himmler no inventó los campos de concentración. Pero Heydrich los organizó según un punto de vista unitario. En manos de la SS se con­ virtieron en lo que se nos presenta como el capítulo más espantoso de la historia de Alemania. Elfin principal de los campos de concentración era la eliminación de los enemigos, reales o supuestos, del dominio nacionalsocialista. Apartar, difamar, deshonrar, quebrantar y aniquilar; éstas eran las for­ mas con las que el terror se hacía efectivo. Cuanto más drásticamente, mejor; cuanto más concienzudamente, más eficaz. La «justicia» no importaba; era mejor mandar diez inocentes tras las alambradas de espino que perder de vista a un enemigo real. Esto traía consigo, como consecuencia, el otro efecto que se perseguía: la atemorización del noventa por ciento. De este modo se podía esperar que toda clase de oposición fuera sofocada en su origen, que no pudiese siquiera alcan­ zar alguna forma de desarrollo organizado, y que se viera privada de

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toda posibilidad de expansión allí donde hubiese podido dar señales de vida. Los cerebros dirigentes del SD, con Heydrich y Best a la cabeza, lleva­ ron a cabo esta tarea con una minuciosidad verdaderamente alemana. Los móviles por los que se dejaron llevar no eran simplemente de carácter sádico; estaban completamente de acuerdo con una tendencia existente en los alemanes a partir de ciertas concepciones idealistas y justificaban con ellas toda clase de atrocidades. Si es cierto que Heydrich, mientras aguardaba la muerte en Praga, bajo los espantosos dolores que le produ­ cía su espina dorsal agujereada a balazos, después del atentado que sufrió en Checoslovaquia, fue asaltado por remordimientos de conciencia casi insoportables, que le llevaron a implorar perdón a Dios por el indecible sufrimiento que había infligido a cientos de miles de personas; si es cierto, no estaría en contradicción con lo dicho: el engañoso velo de supuestos ideales había caído, y quedaba sólo la maldad desmoralizante que les había servido de instrumento. Los «dominadores» eran personificaciones, rodeadas de orlas heroico-nacionales, de los más negros instintos. Guiados por ideas «germanas» de fuerza y virtud, reclamaban para sí el derecho de hacer y no hacer contra los demás lo que Ies parecía bien. Cualquier medio les parecía aceptable. Como los enemigos tenían que convertirse en inofensivos, se les exterminó: se les fue debilitando poco a poco con el trabajo, para enviarlos después a la muerte de mil maneras distintas: mal­ tratándolos, ahorcándolos, fusilándolos o gaseándolos. Con el establecimiento de los campos de concentración perseguía la SS distintos fines secundarios. En primer lugar, las asociaciones de calaveras de la SS recibían en ellos su educación de endurecimiento. A este fin se despertaron todos los instintos de odio, poder y opresión, excitándolos al máximo a través de la práctica y la experiencia en campos de concentración. Especialistas inexorables de la brutalidad a los que no era accesible ninguna emoción humana avanzaban como los derviches tras la bandera ondeante de su profeta, mientras a su izquierda y a su derecha caían a miles las víctimas de su fanatismo; esto era lo que Himm-

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ler necesitaba, pues lo importante era no sólo contener al pueblo alemán, sino también hacerse dueño del mundo con sus «razas inferiores». En la práctica, el entrenamiento psicológico de las asociaciones de calaveras no dejaba nada que desear. Primeramente, la mayoría de los jóvenes que iban a ser destinados al servicio de vigilancia de los campos y a las llama­ das «tropas estables de los campos de concentración», eran instruidos según todas las reglas del arte cuartelario prusiano hasta que «les hervía el agua en el trasero», como se decía en el argot de los suboficiales que conocían todos los soldados. «Para que lleguéis a ser hombres alemanes, duros como el acero, que estos infrahombres no os vean como unos blan­ dos», acostumbraba a decir el portador de la tradición, Eicke. Después de haber experimentado suficientemente en carne propia lo que podía lle­ gar a ser el cuartel, se les soltaba sobre los que estaban en prisión preven­ tiva. Sobre éstos se desahogaba su doble rabia: la rabia que sentían contra el reglamento de instrucción (reglamento que acababan de tener que soportar y que apenas superado ya les parecía modelo y compendio de virtudes varoniles), y la rabia contra los que se oponían al nacionalsocia­ lismo. El que se mostraba especialmente aplicado en la práctica de la dureza ascendía rápidamente. El que era demasiado blando, propenso a los «sentimentalismos», el que sentía humanamente, o bien era expulsa­ do, o, si había colaborado de alguna forma con los prisioneros, era degra­ dado ante todo el equipo, se le cortaba el pelo al rape, se le propinaban veinticinco bastonazos y se le enviaba junto a los «infrahombres». Esto sucedió más de una vez, sobre todo en los primeros años de los campos de concentración. La mayoría de los «jefes» de las tropas estables de los campos debían al desarrollo de su sadismo su rápida carrera. Antes de hacerse cargo de las «tareas de dirección» en sentido estricto, tenían que aprobar el examen de un curso especial que se celebraba siempre -siguiendo las instrucciones de Heydrich- en el campo de Dachau. Allí fueron instruidos también, en los años siguientes, todos los comandantes de campos de concentración. Se cuidaba que el entrenamiento fuera uni­ tario; en el curso de nuestra exposición mostraremos que nunca faltaron ocasiones para su ejercicio.

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Otro fin materialista secundario de los campos de concentración era la acumulación y utilización de los esclavos de trabajo propiedad de la SS', éstos debían servir sólo para las necesidades de sus señores mientras siguieran con vida. En el curso de esta exposición informaré al lector del alcance y de los métodos con que la SS hizo uso de esta posibilidad de explotación ilimitada. Superan en mucho las medidas de la Antigüedad, pues, como se sabe, Catón dijo que había que alimentar bien a los bueyes y a los escla­ vos, mientras que el sector de dominadores en Alemania se podía permi­ tir reclutar nuevas masas de esclavos para el trabajo cuando los que había no eran suficientes o estaban ya agotados. Incluso a tal efecto existía un adorno ético para adormecer completamente la conciencia alemana, ya, de todas formas, fuertemente narcotizada: la educación para el trabajo de los «reacios a trabajar» y la ocupación de «antisociales» políticos en traba­ jos provechosos. Ninguna brutalidad cometida por alemanes degenerados ha dejado nunca de verse asociada a ideales sublimes. Por ello Himmler y el SD aprovecharon también los campos para favorecer el supuesto progreso de la humanidad con experimentos científicos de envergadura. ¿Por qué no se podía descuartizar antes con provecho a seres que, de todas formas, estaban destinados a ser aniquilados? ¿No es una vieja ilusión poder tener en las manos criminales suficientes para experimentar en ellos el efecto dañino o curativo de ciertos venenos? Aquí se contaban los «criminales» por decenas de miles. Era un campo ideal de actividad cerrado herméti­ camente a cualquier «fantasía de sentimientos humanitarios», fuera del control de científicos celosos, libre de problemas de voluntad; ¿qué más necesitaba el prototipo de médico señor del siglo futuro, el médico de la SS? Cuanto más tiempo transcurría, más iba enejando la SS con los cam­ pos de concentración. Sólo así puede explicarse que -incluso antes de la expansión europea del nacionalsocialismo- aumentase constantemente el número de estos campos, en vez de disminuir o, por lo menos, de per­ manecer constante. Si la comunidad nacionalsocialista del pueblo ale­ mán se hacía cada año más auténtica y más fuerte, como Hitler y Goeb-

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bels continuamente afirmaban, no era posible que aumentase el número de enemigos en el interior. En realidad, los campos de concentración cumplieron a la perfección, junto con otros motivos y circunstancias, la misión que se les había encomendado: la oposición general de sectores reacios de la población fue debilitándose cada vez más. Los campos se habrían extinguido si la Gestapo se hubiese guiado en sus detenciones por el principio de oposición al régimen. Los llamados fines secundarios -atemorización de la población, utilización del trabajo esclavo y manteni­ miento de los campos como lugares de entrenamiento y experimenta­ ción de la SS- pasaron cada vez más al primer plano como motivos para el ingreso en ellos; hasta que la guerra europea, desencadenada y prepara­ da por Hitler, y que éste y la SS habían proyectado sistemáticamente, trajo consigo un mayor incremento de su número. Su abuso, sin embargo, tomó finalmente -como la misma guerra- una proporción que desbordó al régimen. A la larga, la SS, junto con sus campos de concentración, se dirigía a la catástrofe casi inconscientemente.

4 Clase y número de campos de _____ concentración en Alemania Los primeros campos de concentración erigidos en Alemania no perte­ necían aún al tipo de los establecidos por la SS. Fueron instaurados prin­ cipalmente por los SA, en 1933, en número de cincuenta aproximada­ mente. La mayoría se encontraban en Berlín y en sus alrededores; un número más reducido en la Alemania Central; sobre todo en Sajonia y Turingia-así: Lichtenburg, Sachsenburg, Hohenstein, Bad Suiza, Colditz-, y algunos en otros territorios de Alemania, como el campo Heuberg, cerca de Stuttgart, que fue establecido en 1933 aprovechando un antiguo campo de prácticas militares y que ya entonces podía admitir hasta 3.500 detenidos políticos en prisión preventiva. En los mismos ini­ cios del dominio nacionalsocialista, se ocuparon los SA de secuestrar, pre­ ferentemente, a enemigos políticos, sobre todo comunistas o personas a las que se calificaba de tales, y enviarlos a cuarteles, casamatas, edificios de fábricas abandonadas, almacenes apartados y viejos castillos, ensañándo­ se en toda clase de tormentos con sus víctimas. También la llamada Poli­ cía de campo de Góring, que fue su guardia privada hasta 1934, y en cuyas filas los más furiosos asesinos encontraban uniforme y tareas apropiadas para ellos, había establecido en su propio cuartel de Berlín, en la calle General-Pape, un campo de concentración para los enemigos del jefe de Gobierno prusiano. En el campo de concentración de la Columbia-Haus de Berlín se llevaron a cabo las peores atrocidades que puede imaginar la mente humana. Como en aquellos meses tempestuosos, cuando la mayoría del pueblo alemán se entregaba, con entusiasmo creciente, al auge nacionalsocialis­ ta, se detenía a personas a un ritmo cada vez mayor, sin que sus parientes pudieran averiguar el menor dato sobre el destino de los secuestrados, empezaron a llover en las oficinas centrales de la Policía berlinesa, de los

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tribunales y de ciertos sectores administrativos, demandas de informa­ ción, reclamaciones, intervenciones y ocasionalmente, incluso, protestas de los «círculos nacionales» afectados. (Los SA no obraban con demasia­ do primor en sus «acciones»; pronto acabaron odiando a la «reacción» tanto como a la izquierda, a veces, incluso más.) Rudolf Diels, el jefe de la entonces recién establecida Gestapo de Goring, convenció a su señor de que los métodos brutales, a la larga, sólo podían perjudicar el prestigio del Estado nacionalsocialista, llamándole además la atención sobre el hecho de que las cárceles ordinarias estaban repletas: había que estable­ cer campos regulares, confiarlos a la Gestapo, a la Policía y a las autorida­ des judiciales, y cuidar de su desarrollo «ordinario». Góring, que no abo­ rrecía los excesos contra los presos políticos -a no ser que se tratase de sus propios protegidos- pero a quien preocupaba el poder creciente de los SA, aprobó la propuesta. Diels se hizo cargo, uno por uno, de casi todos los campos de concentración de los primeros tiempos y los disolvió, con pocas excepciones -entre ellas el campo de la Columbia-Haus de Berlín-, antes de marzo de 1934. Siguieron funcionando, sobre todo, los campos de Oranienburg y Dachau. La SS había alojado en los dos lugares, donde sólo había unas pocas barracas, a sus «detenidos en prisión preventiva». Desde un princi­ pio, Heydrich llamó a estos lugares «campos de concentración». Allí envió, poco después de hacerse cargo en marzo de 1954, como delegado de Himmler, de la Gestapo de Berlín, a los detenidos de la Policía que le pare­ cían merecedores de un «tratamiento especial». A partir del 30 de junio de 1934 empezó a desarrollar sistemáticamente los dos campos, en especial el de Dachau. De esta manera, el campo de concentración de Dachau se convirtió pronto en un concepto para Alemania: el pueblo decía frecuentemente de los que eran enviados a los campos: «Está en Dachau», aunque hubiera sido enviado a algún otro. Sólo los llamados campos judiciales de los Pantanos de Oldenburg -Papenburg, Esterwege y algunos otros-, que formaban juntos una uni­ dad, quedaron fuera del poder directo de la SS, lo que no fue obstáculo para que algunos de sus miembros prestaran «servicios» en ellos, junto

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con funcionarios judiciales, de vigilancia y secuaces de los SA. Los campos de Emsland, así se llamaban, tenían para los prisioneros reputación de inhumanos. Formalmente, eran sólo para delincuentes comunes; sin embargo, también ingresaron en «Pantanos» un gran número de prisio­ neros políticos, en prisión preventiva, y de «culpables de traición y alta traición». El «control» de las autoridades judiciales alemanas no impidió tampoco que a veces un jefe de la SS se hiciese cargo del puesto de comandante del campo. Se mantuvo, no obstante, la apariencia de inde­ pendencia. Durante la guerra, la jurisdicción militar utilizó también estos campos para que sus prisioneros esperasen bajo condiciones de campo de concentración, a que el final victorioso de la guerra señalara para ellos, a indicación de Hitler, el verdadero comienzo de su condena. Al final se encontraban en los campos de los Pantanos cerca de 40.000 pri­ sioneros. En esa época, su separación respecto a la SS había perdido, ya desde hacía tiempo, significado real, pues toda la Policía alemana, de cuyas filas procedían los funcionarios judiciales de vigilancia, estaba sometida a Himmler. Si se trataba de delincuentes comunes, el ingreso en los campos judiciales se efectuaba a través del RKPA (Departamento de la Policía Criminal del Reich); éste, que tenía su sede originariamente en Berlín, fue trasladado más tarde a Fürstenberg (Mecklenburg); allí se encontraba también la escuela de instrucción de la Policía de Seguridad. Aparte de Dachau y de los campos de Emsland, los primeros campos de concentración no tuvieron nunca más de 1.000 ocupantes; por lo general, tenían sólo algunos cientos, con lo cual estaban aún más a mer­ ced de la arbitrariedad de sus verdugos. La vida en esos primeros campos era indescriptible. Los relatos de los pocos «concentrados» que sobrevi­ vieron a aquellos años coinciden en que no hubo apenas forma del sadis­ mo más perverso que no fuese practicada por la gente de los SA. Pero eran actos de bestialidad individual; no se trataba aún de un sistema de masas totalmente organizado y frío. Este trabajo fue llevado a cabo, por primera vez, por la SS. Las asociaciones de calaveras eligieron, a partir de 1936, lugares fijos cuyas instalaciones fueron concebidas, desde un principio, para ser esta­

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bles. Fueron planeados y construidos, como unidades inseparables, cam­ pos de concentración, cuarteles de la SS y colonias de la SS. Así nacieron los tres campos principales de la SS: Dachau, cerca de Múnich, que fue mantenido y ampliado; Buchenwald, en las cercanías de Weimar, estableci­ do en verano de 1937; y Sachsenhausen, en las proximidades de BerlínOranienburg. Se convirtieron -como puede apreciarse, en Alemania del Norte, Central y del Sur- en los tres grandes campos principales de la SS. Los campos más pequeños fueron disueltos en parte -trasladando a sus ocupantes a los mayores-, o bien anexionados como comandos exterio­ res. Más tarde vinieron los campos de concentración de Gross-Rosen, cerca de Striegau (distrito de Wroclaw), Flossenbürg, en los alrededores de Weiden en el Alto Palatinado, cerca de la frontera checoslovaca, Neuengamme, cerca de Hamburgo, Ravensbrück, en Mecklenburg, para mujeres, y, des­ pués de la conquista de Austria, Mauthausen, en las cercanías de Linz. La dirección y organización centralizada de todos los campos de concen­ tración de Alemania se llevaba a cabo desde Berlín. Ya en otoño de 1934 había creado Heydrich el cargo de «inspector de campos de concentra­ ción», que fue encomendado, como ya se indicó, a Eicke, el cabecilla de la asociación de calaveras ascendido a jefe de brigada de la SS. Tomó cargo de su puesto en el edificio de la Gestapo de Berlín, en la calle PrinzAlbrecht 7. Carecía de influencia sobre el «departamento de prisión pre­ ventiva» de la Gestapo; bajo su subordinación estaba tan sólo la adminis­ tración de los campos (a la cual competía el «tratamiento» de los enemigos del nacionalsocialismo ingresados en ellos). En 1939, el cargo de inspector de los campos de concentración fue incorporado al Departa­ mento Central de la SS para Economía, convirtiéndose en 1942, bajo el domi­ nio de Pohl, en el SS-WVHA. Las oficinas de este departamento, que entre tanto se había convertido en una central gigantesca, se hallaban en Oranienburg, cerca del campo de Sachsenhausen. El SS-WVHA dirigía toda la autonomía económica y financiera de la SS, mientras que todos los demás sectores -cuestiones personales, ocupación de puestos, instruc­ ción, sanidad, biología de raza y similares- estaban subordinados al SSFHA. Al final, la misma SS no sabía ya apenas cómo orientarse en su enre­

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do de competencias. Existía, por ejemplo, un «Departamento de Mate­ rias Primas del Estado Mayor Personal del Jefe del Reich de la SS» que no tenía nada que ver con el SS-WVHA. Lo que los jefes de la SS no podían alcanzar en un departamento, intentaban conseguirlo en el otro; en todo ello desempeñaban un papel importantísimo las relaciones personales. El director del SS-WVHA, jefe superior de grupo de la SS y general de las Armas de la SS, Pohl, era, en general, temido por su minucioso rigoris­ mo. Estableció su propio grupo oficial D que disponía sobre los campos de concentración y emitía todas las instrucciones centrales. (No se sabe si la designación «D» hace referencia a Dachau. Como los mandatos de pri­ sión de protección emitidos por la Gestapo también llevaban el signo «D II», había siempre cientos de detenidos en prisión preventiva que estaban convencidos de que serían llevados a Dachau. Muy pocos de ellos cono­ cían la relación con el departamento D del SS-WVHA; en general, hay que decir que no llegaba a un 0,5 por ciento el número de prisioneros que sabían algo del sistema de organización de la SS. Por esta razón la SS aparecía ante los ojos de la mayoría aún más enmarañada de lo que ya de todas formas era.) El departamento D estaba independizado de tal modo que se le anexionaban sectores que, entre sí, pertenecían al SS-FHA; así, por ejemplo, el de «médico dirigente de los Campos de Concentración»1 -una institución de sanidad- Nada podía suceder en los campos de con­ centración sin la orden o la autorización del departamento D. Su director fue, durante los primeros años, el jefe superior de batallón de la SS Liebehenschel, quien más tarde sería nombrado comandante del campo de 1 El nacionalsocialismo no sólo ha violentado a los hombres, sino también el idio­ ma. La mala costumbre de escalpar las palabras y unir los retazos que han quedado en expresiones artificiales, la mayoría de las veces incomprensibles, se había intro­ ducido, ciertamente, ya antes, y no es, de ningún modo, una especialidad alemana, sino que está también extendida en Rusia y en América. Pero los nacionalsocialistas han creado, además de esto, un verdadero galimatías con agudo sonido militar. «Jefe del Reich de la SS» (Reichsführer-SS), «médico del Reich de la SS y de la Poli­ cía» (Reichsartz SS und Polizei), «médico dirigente de los Campos de Concentra­ ción» (Leitender Artz KL), son expresiones imbéciles desde un punto de vista lin­ güístico; una especie de dialecto de cazadores de cabezas. Desde luego no me ha sido posible traducir a un alemán correcto todas las designaciones oficiales que se hicieron corrientes en este sistema. [Esta nota, como todas las numeradas, es del autor.]

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concentración de Auschwitz; su sucesor fue el jefe de estandarte de la SS Maurer. El tipo de losjefes de la SS activos en el departamento D del SS-WVHA se diferenciaba, por lo general, considerablemente del de los jefes y comandantes de los campos. En la central «sólo» se planeaba y se calcula­ ba; bien es cierto que con la vida y con la muerte; allí podía uno permitir­ se el lujo de ser elegante. Algunos de estos jefes de la SS daban personal­ mente la impresión de ser hombres y no bestias. Su papel era parecido al del Estado Mayor en el ejército: ¿qué tenían que ver aquellos señores con la sangre y la suciedad? Sin embargo, cualquier buen conocedor de fiso­ nomías podía apreciar en la cara de Pohl, el jefe, de qué clase de burócra­ ta de la muerte se trataba. En el jefe superior de grupo de la SS se detecta­ ba, a simple vista, la brutalidad sin límites. También él procedía del ejército de la primera guerra mundial: había sido tesorero de la marina. Para el lector no familiarizado es necesario, probablemente, que informemos aquí, por muy anticuado que haya quedado, de la serie de grados de la SS; pues van a aparecer continuamente, y el significado de algunas medidas y acciones individuales queda patente si se conoce la escasa graduación de los hombres que tenían que decidir sobre la vida y la muerte de cientos y miles de personas. La graduación se da de abajo a arriba (en paréntesis figura el grado correspondiente del ejército alemán, en caso de que existiese rango similar). No oficiales incluyendo los subjefes (suboficiales): hombre de la SS (sol­ dado) , asaltante (cabo segundo) Jefe de fila (cabo primero),jefe inferior de tropa (suboficial), jefe de tropa (sargento inferior), jefe superior de tropa (sargento), jefe principal de tropa (sargento superior), jefe mayor de tropa (sargento principal), jefe de asalto de tropa (sargento mayor). Jefes delaSS (oficiales):jefe inferior de asalto (alférez) Jefe superior de asalto (teniente), jefe principal de asalto (capitán), jefe de batallón (mayor), jefe superior de batallón (teniente coronel),jefe de estandarte (coronel), jefe superior (sin grado correspondiente), jefe de brigada (general de brigada) Jefe de grupo (general de división) Jefe superior de grupo (general de infantería, general en jefe de un cuerpo del ejército),

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jefe supremo de grupo (capitán general) .jefe del Reich de la SS. El título «y teniente general de las Armas de la SS» o «general de las Armas de la SS» apareció por primera vez durante la guerra, cuando se diferenció entre la SS nacional, que ocupaba cargos civiles, y las Armas de la SS, es decir, las tropas combatientes de la SS equiparadas al ejército. El SS-WVHA creó tres grados de campos de concentración. El grado I (campo de trabajo) representaba la forma más benigna; el grado II, un endurecimiento de las condiciones de vida y de trabajo; el grado III, los «molinos de huesos» de los que sólo en casos muy raros se salía con vida. La intención de la Gestapo, que no llegó a realizarse del todo, era colocar en el grado III a todos los criminales, homosexuales, judíos y detenidos políticos en prisión preventiva que pareciesen especialmente peligrosos, sin atender para nada a la nacionalidad. Pero la calificación a través de las oficinas locales de la Gestapo era distinta, y las direcciones de los campos no sólo no entregaban, a menudo, la mano de obra que les parecía espe­ cialmente valiosa, sino que obstaculizaban también las órdenes que no les convenían; por último, pareció conveniente mezclar a todas las catego­ rías de prisioneros, a fin de privar a los prisioneros políticos de la posibili­ dad de organizarse y de mejorar, de acuerdo con sus propósitos, las con­ diciones del campo. Pero el esquema del SS-WVHA sólo puede ofrecer una imagen muy general que no muestra, de ningún modo, el fondo de las cosas. Lo que realmente pasaba en los campos de concentración, que la situación fuese totalmente infrahumana o sólo brutal a grandes rasgos, era algo que dependía de una docena de circunstancias distintas de esta división. Dachau, por ejemplo, estuvo siempre incluido en el grado I, lo cual, a cualquier conocedor del campo, le produce una especie de escalo­ friante hilaridad. Buchenwald tenía, cuando era todavía del grado II -el 28 de abril de 1944 le fue asignado el grado I-, condiciones generales mucho mejores que Dachau. La única ventaja, apenas perceptible, que podía derivarse eventualmente de un grado más favorable era un reparto mayor de víveres para todo el campo. Pero sería completamente falso suponer, como mostraremos, que con ello se podía lograr una mejor ali­ mentación para los prisioneros. Lo único que se puede decir es que, en

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general, en los campos se hacía todo mucho peor cuando estaban asigna­ dos a un grado inferior, y que para los individuos la catástrofe era más espantosa cuanto más bajo era el grado con que se le había calificado desde un principio. Muy pocos prisioneros sabían que tal diferenciación existía. Lo único que se sabía era que «allí era mejor» y «allá peor», inde­ pendientemente de este esquema. Sólo los campos especiales de trabajo, creados en gran número por la SS fuera de las auténticas categorías de campos de concentración, constituían una excepción. En ellos el prisio­ nero disfrutaba de una ventaja extraordinaria: sabía que sólo tenía que permanecer seis semanas, a lo máximo ocho, y que después podría aban­ donar el infierno. Bastaba esta certidumbre para hacer más soportable gran parte de los tormentos. De mucha más importancia que el esquema de los grados era la anti­ güedad, de los distintos campos de concentración. La fase de fundación y organi­ zación de un campo era siempre la peor, tanto en el período entre los años 1933 y 1939, como en los años de la guerra. Después de la fase de organización acostumbraba, por lo menos, a consolidarse la miseria; entonces se sabía ya, por así decirlo, con qué posibilidades de peligro había que contar continuamente: el factor de inseguridad era, más o menos, constante. A veces, incluso se conseguía mejorar realmente las condiciones en uno u otro sector parcial. La adaptación individual podía llevarse a cabo entonces menos penosamente; había más ocupantes del campo que sobrevivían a la época difícil. Sin embargo, hay que decir, en general, que todos los campos, en los primeros meses que siguieran al estallido de la guerra, es decir, de septiembre de 1939 hasta principios de 1940, sufrieron un profundo bajón. La alimentación fue en aquel medio año catastrófica. No se ha podido comprobar si la situación obedecía a una campaña de guerra psicológica de la SS o bien a una política general alemana de creación de reservas. Lo único seguro es el hecho de que la subalimentación general de los campos amenazó entonces en convertirse en una hambruna catastrófica. Igualmente grave, y agudizada por el número de prisioneros, superior en mucho a la capacidad de los campos -lo que provocó, como en 1939-40, numerosas epidemias-, fue la sitúa-

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ción en los últimos tiempos de la guerra: de principios de 1944 hasta prin­ cipios de 1945. Habrá que tener, por consiguiente, siempre en cuenta, cuando se describan seguidamente las condiciones medias de los cam­ pos, esta marcha por oleadas en su evolución: malo por debajo de lo normal en los comienzos, más o menos consolidado en los años siguientes, casi catastrófico en el primer medio año de la guerra, mejora relativa en los años siguientes (lo que guardaba relación con el valor creciente de la mano de obra para la producción de la economía de guerra), catástrofe absoluta en los últimos meses (de los ocho a los cuatro últimos, según los campos). Esta evolución se dio en todos los campos de concentración, independientemente del grado en que habían sido calificados. Donde las condiciones de vida habían sido siempre escasas, estos descensos traían consigo, naturalmente, la muerte de mayores masas. Al comienzo de la guerra, la SS incrementó extraordinariamente el número de campos de concentración, principalmente por las razones que ya se han indicado, pero además también porque caían en sus manos nuevas clases y masas de enemigos en todos los países europeos. Ya anteriormen­ te existía la tendencia a fundar, partiendo de un campo base, un número más o menos elevado de campos exteriores. Todo el territorio de Alema­ nia se vio cubierto sistemáticamente por estos establecimientos de terror. Parece que en 1939, contando los campos exteriores, había más de 100 campos alemanes de concentración de una clase u otra, si bien sólo los grandes campos mencionados tenían una relevancia especial. La propa­ gación del nacionalsocialismo en Europa trajo como consecuencia un verdadero boom. Surgieron los tristemente célebres campos de Auschwitz, Lublin-Maidanek, Riga, Stutthof(en las cercanías de Danzig), Natzweiler (en los Vosgos), Bergen-Belsen (en las proximidades de Hannover), y algunos otros más pequeños. No se ha encontrado hasta ahora material fidedigno para determinar el número total depersonas enviadas a los campos por el régimen nacionalsocia­ lista. Cualquier cálculo, aunque sólo sea aproximado, se ve dificultado extraordinariamente por los constantes traslados de prisioneros. Por ello sólo es posible llevar a cabo estimaciones aproximadas. Pero no cabe duda

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El Estado de la SS

de que en el curso de los doce años de dominio nacionalsocialista pasaron por ellos millones de personas. Si se toma como punto de partida para un intento de cálculo el número de muertos de Auschvvitz, que parece situarse entre los tres millones y medio y los cuatro millones y medio, y el de otros campos parecidos, no parece exagerada la conclusión de que el número de prisioneros fue, por lo menos, de ocho a diez millones de personas. La pobla­ ción media constante, es decir, el número de prisioneros que en un determina­ do momento se encontraba en los campos, no debió de sobrepasar nunca el millón, pues los grandes campos base como Dachau, Buchenwald, Sachsenhausen, con sus campos exteriores, no tenían cada uno de ellos individual­ mente más de 100.000 ocupantes. Otro punto de apoyo en este sentido es una orden de Himmler al «médico del Reich, de la SS y de la Policía», de principios de marzo de 1945, en la que se disponía que se procurasen mejo­ res condiciones sanitarias a las 120.000 personas, de los 600.000 prisioneros que quedaban en los campos de concentración, que ya no eran capaces de trabajar; a raíz de esta orden, el higienista supremo de la SS,jefe superior de la SS, Prof. Dr. rer. naL Dr. med. Joachim Mrugowsky, de Berlín, se desplazó al tristemente célebre «campo de estancia» de Bergen-Belsen para poner allí en práctica medidas de saneamiento durante ocho días. En aquella fecha habían sido ya liberados por los aliados, y evacuados por la SS, los cam­ pos de Lublin, Riga, Stutthof, Auschwitz, Gross-Rosen, Natzweiler y algunos otros. No parece, pues, desacertado, suponer para los campos de concentra­ ción una población media constante de un millón de personas.

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Categorías de prisioneros

¿Quién debía estar, según la opinión de la Gestapo, en un campo de con­ centración? Preferentemente cuatro grupos de personas: los enemigos políticos, los miembros de «razas inferiores» y los «inferiores desde un punto de vista racial-biológico», los criminales y los «asocíales». Apenas existían dificultades para la Gestapo respecto al segundo grupo. Al él pertenecían, sobre todo, losjudíos y los gitanos. Originariamente, el nacionalsocialismo había querido asentar a los gitanos. Pero la realización de este proyecto se manifestó demasiado com­ plicada y demasiado gravosa. Los municipios y las delegaciones locales de Policía no encontraban sitios adonde trasladar a «la chusma»; ya no se les podía llevar de un lugar a otro, como antes, pues Himmler había suprimi­ do su derecho de llevar una vida nómada. Para poder verse definitiva­ mente libre de ellos, se decidió simplemente mandarlos a los campos de concentración: sólo un número reducidísimo consiguió sobrevivir. Los judíos fueron, desde un principio, el objeto preferido de la volun­ tad de exterminio de los nacionalsocialistas. La SS fue, a este respecto, aún más allá que la llamada Ley de Nuremberg de Protección de la San­ gre, al enviar a los campos de concentración también a los judíos de media y de un cuarto de sangre, equiparándolos allí, durante mucho tiempo, a los judíos de pura sangre. Por lo demás, los judíos fueron repar­ tidos en los campos entre las distintas categorías, es decir, se diferenció entre presos políticos, criminales, asocíales, etc. Permanecieron, sin embargo, unidos en bloques especiales de alojamiento y corrían conti­ nuamente el riesgo de ser exterminados. Por eso muchos de ellos busca­ ron refugio en las tareas más bajas de los campos. Frecuentemente, cons­ tituían el punto donde se desahogaba el cruel mal humor de la SS, con lo que los restantes ocupantes salían mejor parados. De ello surgieron estre­

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chas relaciones entre prisioneros políticos judíos y no judíos, que encon­ traron expresión en incontables actos de solidaridad. A esto y a una fortu­ na increíble se debe que hayan podido sobrevivir algunos de los judíos que ingresaron en los campos en los primeros años. Quién era criminal, era algo que, por lo menos para la Gestapo, resultaba también evidente con toda claridad. Diferenciaba entre prisio­ neros BV (los que habían tenido que cumplir ya, por hechos criminales, varias condenas) y prisioneros SV (los que estaban cumpliendo todavía una condena penal y que en realidad tendrían que haber ingresado en los campos judiciales). A los primeros se les llamaba «prisioneros en pre­ vención con plazo señalado» -Befristete Vorbeugungshaftlingen (BV)-, aunque esta designación, conservando las mismas letras iniciales, se con­ vertiría en la de «delincuentes profesionales» (Berufsverbrecher). Los segundos se llamaban «internados de seguridad» -Sicherungsverwahrte (SV)-. Tanto los unos como los otros eran entregados en toda Alemania a la Gestapo por el RKPA y sus delegaciones. Independientemente de la cuestión de si estabajustificado encerrar a los criminales en campos de concentración, hay que decir que apenas era apreciable el número de ellos que no mostraban predisposición criminal o no habían cumplido realmente penas graves; tales casos constituían sólo un reducido número de excepciones. El sector mayoritario de prisioneros BV y SV estaba for­ mado por elementos de mala -en parte de la peor- condición, que dis­ frutaban, en algunos campos temporalmente y en otros de modo cons­ tante, de una posición dominante y abusaban gravemente de los demás prisioneros. Entre éstos y los prisioneros políticos se entablaba una conti­ nua lucha por el poder, a veces más abierta y a veces oculta, que acababa con distintos resultados según la época y las circunstancias. Había jefes de la SS que, bien exclusivamente, bien con preferencia, solicitaban la colaboración de los criminales -pero siempre de los prisioneros BV, y nunca de los SV-, encomendándoles las funciones más importantes de los campos. De los criminales provenía también el mayor número de confidentes. Por último, se les hizo el honor de incorporarlos masiva­ mente a las asociaciones de la SS, cuando, después de Stalingrado, el

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ejército alemán se vio necesitado de hombres. De los restantes, salieron pocos con vida de los campos. Los llamados asocíales tenían cierta afinidad con los criminales, pero eran mucho más inofensivos. Bajo esta denominación entendía la Gesta­ po todo lo imaginable. Junto a verdaderos vagabundos, maleantes, pequeños rateros y bribones de feria, borrachos notorios, rufianes y hol­ gazanes, había también entre los detenidos asocíales suficientes personas a las que sólo se les podía reprochar que habían llegado alguna vez tarde al trabajo o habían hecho fiesta injustificadamente, que habían cambiado de lugar de trabajo sin la autorización de la oficina de empleo, o habían «tratado mal» a su sirvienta nacionalsocialista, que se habían ganado la vida como bailarines de profesión y otras «faltas» por el estilo. Cientos de patrones alemanes, camaradas cumplidores, denunciaron a miembros de su personal, que, por algún motivo, no les caía bien, como «reacios al tra­ bajo»; la denuncia traía como consecuencia su envío a campos de trabajo o de concentración. En consonancia con esta heterogénea composición, los «asocíales» no conferían a los campos ninguna nota especial. Como prisioneros, se les tenía por poco dignos de confianza y por inconstantes; eran poco apreciados porque introdujeron en los campos algunas cos­ tumbres de su vida anterior. Muchos de ellos no pudieron superar la dura lucha por la existencia. Representaban, tanto en las concesiones de liber­ tad, como en las llamadas a filas de prisioneros durante la guerra, el tanto por ciento más elevado. Tampoco se puede hablar de una completa uniformidad entre los pre­ sos políticos. Raro era el que no llevase la calificación de «político» en los campos de concentración. La mayor parte estaba formada, sin duda, por miembros de partidos políticos orientados contra el nacionalsocialismo y personalidades sin partido que perseguían fines parecidos. A su lado había siempre cierto número de personas que habían pertenecido al par­ tido nacionalsocialista y que habían ingresado en los campos por alguna falta disciplinaria. Había además miembros del ejército que habían come­ tido bien algún hurto entre camaradas o actos por el estilo, bien graves insubordinaciones o deserciones. Los legionarios extranjeros que regresa­

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ron o a los que se hizo regresar, fueron designados también como prisione­ ros políticos; del mismo modo que lo fueron, ocasionalmente, personas que habían contravenido la legislación alemana sobre divisas, oyentes de emisiones de radio extranjeras, ciudadanos descontentos y otros que por denuncias puramente personales cayeron bajo la maquinaria de la Gesta­ po. Todas las personas no alemanas que ingresaron después del comienzo de la guerra fueron consideradas, casi sin excepción, presos políticos. No sólo esta circunstancia, sino también las diferencias nacionales y de idioma, unidas a la falta de experiencia en campos de concentración, produjeron muchos y dolorosos conflictos. Era natural que semejante mezcla de presos políticos embrollase aún más las circunstancias y que agudizara considera­ blemente la desconfianza general entre los detenidos. A la oposición antinacionalsocialista se equipararon los enemigos ideológicos del régimen, especialmente los de las iglesias. Entre ellos hay que destacar, sobre todo, a los sacerdotes de las dos grandes confesiones y a los testigos de Jehová. Entre sacerdotes católicos y protestantes —muchos más católicos que protestantes, y dentro de los últimos casi exclusivamente pastores de la Iglesia Evangélica Luterana de la Confesión2-, debió de haber, en total, en los campos de concentración entre 4.000 y 5.000; la mayoría de ellos en Polonia. Solían encontrar la mayoría de las veces, cuando se sabía que eran sacerdotes, grandes dificultades, tanto por parte de la SS como por parte de los prisioneros. Su situación no mejoró hasta que, a partir de 1942, fueron reunidos en el campo de Dachau. Allí tuvieron, durante largo tiempo, ciertas facilidades que parece ser que se concedieron mer­ ced a una intervención del Papa. La Gestapo no envió nunca a campos de concentración a altos dignatarios eclesiásticos de Alemania. Cuando una vez fue elegido obispo auxiliar un canónigo del Capítulo de Olmütz, que se encontraba en el campo de Buchenwald, la SS le puso inmediatamente 2 Bekennende Kirche: movimiento oposicional surgido en 1934 en el seno de la Iglesia luterana en protesta contra la política eclesiástica del Tercer Reich y contra los heterodoxos y nazificados «Cristianos alemanes» (Deutsche Christen).

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en libertad. Muy otro fue el comportamiento de los nacionalsocialistas con los prelados franceses y belgas: de éstos fueron prisioneros en cam­ pos alemanes, sin distinción, obispos, abades y otros dignatarios eclesiásti­ cos. La testigos deJehová que, procedentes de Estados Unidos, se habían introducido en Europa en la década de 1880 y que después de la primera guerra mundial se habían propagado considerablemente en Alemania, fueron prohibidos por los nacionalsocialistas ya en el año 1933, por negarse a prestar juramento y a realizar el servicio militar, así como por considerar instrumento del diablo toda organización estatal. La mayor ola de detenciones contra los testigos de Jehová comenzó en la primavera de 1936, después de que ya en 1934 hubieran sido detenidos sus dirigen­ tes en Magdeburgo. De acuerdo con un decreto del ministerio del Inte­ rior del Reich, de jimio de 1937, todos los miembros fueron entregados a la Gestapo, y fueron trasladados por ésta a campos de concentración. Hasta el otoño de 1938 su número ascendía en Buchenwald a 270 aproxi­ madamente; el máximo se alcanzará en otoño de 1938 con 450. Más o menos el mismo número había en todos los grandes campos; las mujeres fueron reunidas en Ravensbrück. Los testigos de Jehová tenían a veces que soportar muchas penalidades, pero representaban, con su paciente espera del fin del mundo, una mano de obra siempre fiel y dócil, tanto para la SS como para los prisioneros, principalmente como obreros espe­ cializados, enfermeros y kalfaktoren (una especie de criados). Incluso desde el punto de vista del nacionalsocialismo era un escándalo destrozar sus familias, quitarles los hijos y mandarlos a campos de concentración de hombres y de mujeres. Junto a estas grandes categorías de prisioneros, la SS puso aún en práctica una serie de posteriores diferenciaciones. De ellas hay que desta­ car, sobre todo, la de los homoseocuales. La muy heterogénea composición de este grupo, en el que junto a hombres valiosos se encontraba un número de existencias patentemente criminales y chantajistas, hacía muy difícil su situación. Para la Gestapo era muy fácil señalar con la marca de homosexualidad a prisioneros políticos a los que no había manera de

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adjudicar otros cargos, y a sacerdotes católicos; sólo con la sospecha basta­ ba. Su suerte en los campos sólo puede ser calificada de espantosa. Si había algo que tal vez les podía salvar era el establecimiento de relaciones igualmente dudosas; pero esto tanto podía aliviarles la vida como ponerla en peligro. ¿Quién estaba en situación de ayudarles? Casi todos perecie­ ron. Todos los grupos de prisioneros de los campos de concentración te­ nían que llevar distintivos exteriores: un número y un triángulo equilátero de un determinado color que se cosían debajo del hombro izquierdo y en el pantalón derecho. En Auschwitz, los números de los prisioneros se tatuaban en el antebrazo izquierdo. El color de los prisioneros políticos era el rojo; los que ingresaban por segunda vez, los llamados reincidentes, tenían una raya transversal del mismo color en el ángulo superior. Los demás colores y distintivos eran los siguientes: verde para criminales -con una «S» impresa para los que estaban en intemamiento de seguridad, y de la cual procede la designación «delincuentes peligrosos» (Schwerverbrecher)-, violeta para testigos de Jehová, negro para asocíales, rosa para homosexuales, marrón, durante cierto tiempo, para los gitanos y asocíales ingresados tras ciertas redadas. Los judíos llevaban un triángulo amarillo que atravesaba sus marcas rojas, verdes, negras o de otro color, formando así una estrella de seis puntas. Los llamados «profanadores de la raza», judíos o no judíos, que habían infringido la Ley de Protección de la Raza de Nuremberg, llevaban, atravesando el triángulo amarillo o verde, el contorno de un triángulo en negro. A los extranjeros se les imprimía sobre el triángulo la letra inicial de su nacionalidad: una T para los checos (Tschechen), una F para los franceses, una N para los holandeses (Niederlánder), etc. Los alemanes en prisión política preventiva, ingresados en campos de concentración a principios de la guerra por ser considera­ dos personas poco dignas de confianza, y que eran llamados prisioneros de redada, llevaban el número atravesando el triángulo, a diferencia de los demás, que lo llevaban a dos dedos encima de éste. Desde que se inició la guerra empezaron a ingresar prisioneros en concepto de criminales de guerra (Kriegsverbrecher); a éstos se les marcaba

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una K sobre el triángulo. Eran asignados inmediatamente, de modo per­ manente, a las compañías de castigo. Los motivos de su detención eran frecuentemente minúsculos. Sucedía también, a veces, que prisioneros que llevaban mucho tiempo en el campo eran trasladados de repente a las «compañías K». Muy pocos sobrevivieron. Los llamados prisioneros en educación para el trabajo (Arbeitserziehungsháftlinge) llevaban una A blan­ ca sobre el triángulo negro. Por lo general permanecían apenas unas semanas en el campo. Los que se hallaban en las compañías de castigo te­ nían entre la punta inferior del triángulo y el número un punto negro del tamaño de una moneda de tres marcos. A los sospechosos de fuga se les cosía o pintaba sobre pecho y espalda una diana en blanco y rojo. La SS había creado incluso un distintivo para tontos: un brazalete con la palabra «tonto». Aveces, estas personas, dignas de compasión, tenían que llevar en una pizarra sobre el pecho: «¡Soy tonto!». Este procedimiento tenía efectos especialmente excitantes y ridículos si la persona en cuestión lle­ vaba un triángulo rojo, es decir, si se trataba de un detenido político en prisión preventiva al que por ello se le consideraba enemigo declarado del nacionalsocialismo. Los tontos disfrutaban en el campo -hasta que un día los mataban a golpes o con inyecciones- de esa especie de libertad que suele concederse a los locos. Pero, al mismo tiempo, eran objeto del abuso más frenético. Colores, marcas y distintivos especiales: todo el campo de concentra­ ción era, en este aspecto, una casa de locos. De vez en cuando aparecían verdaderos arcoiris de signos: se dio el caso de un testigo de Jehová judío, profanador de la raza, con el punto de la compañía de castigo y la diana por sospecha de fuga. Cabe recalcar que las marcas no ofrecían ninguna garantía absoluta respecto a las cualidades y verdadera índole de su portador. Entre los que llevaban distintivos verdes, por ejemplo, se podía encontrar siempre un número de hombres aprovechables, e incluso buenos camaradas, mien­ tras que algunos con distintivo rojo tendrían que haber llevado, realmen­ te, uno verde. Ocasionalmente se llevaban a cabo, con mayor o menor razón, cambios de marca.

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La proporción numérica de las categorías variaba considerablemente. Hasta el comienzo de la guerra -antes de que el ingreso de decenas de miles de prisioneros políticos extranjeros diera al triángulo rojo comple­ to predominio- había campos predominantemente rojos y campos pre­ dominantemente verdes. Dachau, Buchenwald y Sachsenhausen fueron durante mucho tiempo -los dos primeros hasta el fin- campos dirigidos por presos políticos; Mauthausen, Flossenbürg, Gross-Rosen y Neuengamme, por sólo nombrar algunos de los principales, tuvieron un domi­ nio verde. La Gestapo y la SS concedieron siempre la mayor importancia a la mezcla de categorías de prisioneros en cada uno de los campos. Nunca existió un campo en el que se encontrasen exclusivamente prisioneros de una sola de las categorías. Por una parte, se rebajaba así al enemigo más peli­ groso, al político, a la escala inferior; expulsado de la comunidad, tenía que sentir, al ser equiparado a criminales, asocíales, desviados e idiotas, que se había convertido en la «escoria de la sociedad». La intención de privarle de toda conciencia de valor era evidente; debía perder bajo sus pies el sostén de la personalidad: un criminal como eran los otros e inclu­ so peor, pues repudiaba las bases de la existencia del pueblo alemán (léase nacionalsocialismo). Eicke se expresó públicamente ante los ale­ manes -manteniendo la ficción de que los campos de concentración eran una especie de reformatorios- del siguiente modo: «Todo prisione­ ro en arresto preventivo posee la libertad de meditar sobre los motivos que le han llevado al campo de concentración. Ahí se le ofrece la oportu­ nidad de modificar sus convicciones íntimas sobre el pueblo y la Patria y de dedicarse a la comunidad sobre bases nacionalsocialistas; o si lo prefie­ re, puede dar su vida por la sucia Segunda o Tercera Internacional judía de un Marx o de un Lenin». El segundo motivo fundamental para la mez­ cla de categorías de prisioneros era el de fomentar constantes antagonis­ mos entre ellos, impedir toda formación de grupos o acciones unánimes y estar siempre en condiciones de dominar a muchos con pocas personas. Los campos de concentración estaban siempre dirigidos por un número muy reducido de miembros elegidos de las asociaciones de calaveras a las

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órdenes de la comandancia de los campos. Se servían alternativamente de las distintas clases de prisioneros para sus fines, enfrentaban a los unos con los otros, distribuían confidentes en los campos (que no eran difíciles de encontrar en una sociedad tan heterogénea), y podían así mantener a raya, ayudados también por el recurso a un terror despiadado, campos de concentración enormes. Sólo teniendo en cuenta estas circunstancias podrá apreciarse en todo su valor lo que los prisioneros políticos llevaron a cabo a lo largo de los años en los campos de concentración.

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La organización externa de los campos de concentración

La SS elegía para la instalación de los campos de concentración lugares apartados en lías proximidades de grandes ciudades. Con ello se perseguía un doble propósito: los campos debían estar aislados del mundo exterior, pero la SS seguía teniendo acceso a los abastecimientos y los alicientes de las ciudades. Además, el sector de la población nacionalsocialista o amiga del régimen podía obtener ganancias satisfaciendo las grandes necesida­ des de los campos, mientras que el resto de la población vivía bajo un sano terror. No se concedía ninguna importancia ni a la situación, ni a los medios de comunicación, ni a que hubiese fábricas en las proximidades, ni a factores por el estilo; pues o bien la producción era independiente de la SS, o bien se creaban comandos exteriores en los lugares importantes de producción. Las comunicaciones eran motorizadas; en cualquier momento se podían construir carreteras o tender vías férreas con la mano de obra prisionera, que nunca faltaba. Ni siquiera el abastecimien­ to de agua desempeñaba en los proyectos el papel que naturalmente le corresponde. Rápidamente se instalaban conducciones a la medida de las necesidades de la SS, por muy distante que se encontrase el agua y por muy potentes que tuviesen que ser las instalaciones de bombeo; los prisio­ neros podían esperar. La falta de agua contribuyó precisamente, en gran medida, a agravar las condiciones de los campos. No hace falta describir lo que significa no beber en días calurosos —ni siquiera una taza de algún sucedáneo de café-, no ducharse y no lavarse. Para erigir los campos de concentración se solía cercar un terreno de exten­ sión suficiente para acoger a la SS y a los prisioneros, en un número de 10.000 a 20.000. A los presos se les reservaba sólo una parte muy reducida. Primero se instalaban los alojamientos de la SS; los prisioneros, en cambio, eran lleva­ dos a las más burdas barracas de urgencia. Sólo mucho más tarde, cuando ya

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se había procurado lo necesario, lo útil y lo agradable para los señores domi­ nantes, se procedía a la construcción del campo de prisioneros. Todo campo de concentración tenía tres sectores: el campo rodeado por la alambrada de espino, el terreno de la comandancia y la colonia de laSS’. El sector de la comandancia comprendía los edificios de la administra­ ción, los cuarteles, las casas de los jefes -generalmente villas muy bien dispuestas con amplios jardines-, y una serie de lujosas instalaciones como parques de animales, invernaderos, jardines, picaderos y casinos, que daban al conjunto una simpática apariencia; además, en un lugar separado, las industrias necesarias o superfluas que, empezando por la agricultura y pasando por establecimientos de horticultura y granjas aví­ colas de animales domésticos, iban hasta armerías e industrias de arma­ mento. Las colonias de la SS se construían -con las manos de prisioneros escla­ vos, naturalmente- como una corona alrededor de los sectores del campo, en puntos apropiados y lo más hermosos posible, a una distancia de tres a seis kilómetros. Las bonitas casas, todas con su jardín, eran ocu­ padas por jefes de la SS, siempre que no pudieran encontrar sitio en los chalets, reducidos en número y reservados para las altas jerarquías del sector de la comandancia; también encontraban allí alojamiento los sub­ jefes de la SS, si se calculaba que permanecerían mucho tiempo en el lugar. Se trataba siempre de casas para una o dos familias. En profundo contraste con la comandancia y con las colonias figura­ ba el sector de la alambrada de espino. La impresión predominante era tris­ te y desoladora. Una superficie desnuda, en terrenos de bosques en que los árboles habían sido talados, se hallaba rodeada por una alambrada de varios metros de altura, electrificada. Cada setenta y cinco metros se levantaba una torre de vigilancia de madera o de piedra, en la que se hallaba un puesto circular cubierto, con una ametralladora que apunta­ ba al campo. Estaba atendida por centinelas que se relevaban cada tres 5Véase el plano del campo de Buchenwald en el apéndice.

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horas. Entre la alambrada y las torres discurría alrededor del campo, por fuera, una franja de terreno de varios metros de ancho, la llamada zona neutral; en ella se instalaban las ametralladoras. El portalón consti­ tuía la entrada al campo : una edificación lisa, alargada, por lo general de un piso, que tenía en medio una torre. También ésta tenía un puesto circular desde el que se podía observar todo el campo. En su balaustra­ da se habían colocado, además de un gran reloj, los reflectores que por las mañanas, las tardes o la noche iluminaban el sector de la alambrada. En una de las alas del edificio del portalón se hallaban las oficinas de los jefes de campo de servicio; en la otra, las celdas de arresto. Una instala­ ción de altavoces alcanzaba desde allí todos los sitios principales del campo. Del portalón partía una explanada que se adentraba profunda­ mente en el sector de la alambrada de espino: el patio de revista. Allí no crecía la hierba: sucio la peor mitad del año; agrietado, seco y polvo­ riento la otra mitad. Alrededor del patio de revista se hallaban las filas de barracas de madera de una planta y de los bloques de piedra de iguales características. Los servicios interiores indispensables, como hospital para prisioneros, lavandería, cocina, etc., se encontraban o bien a un lado, o bien entre los bloques. Las calles del campo -inimaginablemente suciaseran lo suficientemente anchas para permitir una marcha en filas de a ocho desde los barracones de alojamiento al patio de revista. Mientras que la SS se hacía construir preciosas calles de cemento y agradables veredas ajardinadas, se descuidaban conscientemente las calles del campo en el sector de la alambrada de espino. Los mismos prisioneros las habrían reparado con gusto, pero esto únicamente se permitió en raros casos excepcionales, y sólo mucho más tarde. Para el que, viniendo del mundo exterior, ingresaba en un campo así, a través de la comandancia, figuraba invisiblemente sobre el portalón la inscripción del infierno de Dante: Per me si va nella dttá dolente. Per me si va neU’etemo dolore. Per me si va alia perduta gente.

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Lasciate ogni speranza voi ch’entrate! (A través de mí se va a la ciudad doliente. A través de mí se va al eterno dolor. A través de mí se va al pueblo de los perdidos. ¡Abandonad toda esperanza, los que entráis!)

En vez de esta inscripción, la puerta del campo de concentración de Dachau tenía esta otra: «¡El trabajo hace libre!», y sobre el portalón de Buchenwald se leía: «Con justicia o sin ella, ¡mi patria!». Para experimen­ tar la hiriente y brutal ironía de estas palabras no basta conocer la descrip­ ción esquemática de la instalación exterior de un campo de concentra­ ción: hay que hacerse una idea, por lo menos aproximada, de la realidad de su organización. La historia de la primera época del campo de concen­ tración de Buchenwald puede transmitimos una viva noción de ella. Como precuadrilla llegaron el 19 de julio de 1937, procedentes del campo de concentración de Sachsenburg, ciento cuarenta y nueve prisio­ neros BV, bajo fuerte vigilancia de la SS, al monte Etter, situado a ocho kilómetros de Weimar. Les siguieron al día siguiente setenta prisioneros verdes. El 27 de julio ingresaron los primeros presos políticos, entre ellos siete testigos de Jehová; tres días más tarde se habían asignado ya al campo seiscientos prisioneros del campo de concentración de Lichtenburg. El 6 de agosto de 1937, tres semanas escasas después del 19 de julio, cuando apenas podía estar dispuesto ningún alojamiento, había en Buchenwald unas mil cuatrocientas personas en prisión preventiva: ver­ des, rojos y violetas, todos exclusivamente alemanes. ¿Qué es lo que encontraron? La SS había obtenido como regalo de la administración de la finca de un príncipe, en circunstancias que no se conocen con más detalle, un terreno de unas 150 hectáreas en medio de bosques de hayas, robles y pinos. El terreno era lo más desfavorable que imaginarse pueda para el

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alojamiento de personas. El monte Etter presenta todas las desventajas climáticas de las estribaciones montañosas de Alemania Central, agudiza­ das por la circunstancia de que se yergue directamente sobre la llanura al norte de Weimar. El punto más elevado se halla a 478 metros sobre el nivel del mar, el más bajo a 375 metros. Los frecuentes cambios de tempe­ ratura que se manifiestan en esos parajes se producen súbitamente en la ladera norte del monte Etter, donde estaba instalado el campo. La elección del lugar fue simbólica en grado sumo: Weimar, la sede de la cultura nacional alemana, la antigua ciudad de los clásicos que con sus obras habían dado la máxima expresión a la vida espiritual e intelec­ tual alemana; y Buchenwald: un áspero pedazo de tierra como sede del nuevo desarrollo espiritual germano. Una cultura de museo, custodiada sentimentalmente, y la voluntad ilimitada y brutal de poder crearon, así, la nueva y típica unión Weimar-Buchenwald. Las talas en la cima del monte Etter -rico en nieblas- empezaron aquel verano. El terreno era intransitable; por todas partes se encontra­ ban, desordenadamente, raíces y troncos de árboles. Un «roble de Goe­ the», conocido en todo el lugar, fue respetado piadosamente por la SS durante la tala, y se determinó que constituyese el punto central del campo. (Como puede verse, tanto en lo grande como en lo pequeño, siempre lo mismo: sentimiento y villanía, sentimentalismo y brutalidad, romanticismo cultural y barbarie pacíficamente hermanados.) Se insta­ laron barracas de madera en hileras de cinco, rodeándolas con una alambrada de espino corriente. La última hilera, que se hallaba fuera de la alambrada, la ocupaban las tropas de vigilancia de la SS. A su cabeza figuraban los tres jefes de la SS: el jefe de estandarte de la SS, Koch, comandante del campo; el jefe de batallón de la SS y miembro de la Orden de la Sangre, Ródl, primer jefe del campo; el jefe principal de asalto de la SS, Weissenbom, segundo jefe del campo. Koch había empe­ zado su carrera, que había de hacerse tristemente célebre, en el campo de concentración de la Columbia-Haus y en Dresde con la liquidación de los jefes de la SA durante el llamado putsch de Rohm; la había conti­ nuado en los campos de los Pantanos, adonde fue trasladado como casti­

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go (¿castigo para él o para los prisioneros?). Allí encontró a Weissenborn, antiguo guardián de prisiones, que sentía debilidad por los crimi­ nales, con los que tenía mucho en común. Ródl venía del campo de con­ centración de Sachsenburg. A Weissenborn se le puede caracterizar del modo más exacto con la máxima que la propia SS escribía en las garitas de los centinelas y en las barracas: «Dios, en su ira, creó al jefe principal de asalto Weissenborn». El número de cuadrillas de trabajo que ya existía entonces muestra el intenso ritmo al que se trabajaba. Había: dos canteras, leñadores, alma­ cén de maderas, comandos de minas I y II, excavadores para la casa del comandante y las casas de los jefes, comando de tala de la zona neutral, construcción de barracas, construcción de calles, desagües, riegos, alma­ cén de cables, almacén de construcción, cargadores, cuadrillas de aca­ rreo I y II, cuadrillas de transporte I, II y III, oficina de construcción, talle­ res, cuadrillas de obreros especializados: albañiles, carpinteros, alicatadores, fumistas, montadores, fontaneros, techadores, pintores, picapedreros; cocina de la SS y de los prisioneros, peladores de patatas para el campo y para la SS y personal doméstico (kalfaktoren). Por lo gene­ ral, se trabajaba diariamente catorce horas -sin que hubiese interrupcio­ nes los domingos-, desde las seis de la mañana hasta las ocho o nueve de la tarde. Durante el tendido de las conducciones de agua se trabajaba incluso, regularmente, y bajo reflectores, hasta las diez o las once de la noche; a veces hasta las dos o las tres de la madrugada. A mediodía había una pausa de una hora durante la cual tenían lugar dos revistas. Se efec­ tuaban cuatro revistas por día: la primera por la mañana antes de salir, la segunda al mediodía al entrar, la tercera al mediodía al salir y la cuarta por la noche después del trabíyo. Para comer y para el aseo personal no quedaba apenas tiempo; pero esto no le parecía muy importante a la SS. Desde el 15 de julio de 1937 hasta el 28 de febrero de 1938 inclusive, la cantidad que podía ser empleada para la alimentación diaria de un pri­ sionero era, ¡como máximo!, de 55 pfennig. A ello hay que añadir que, como castigo, la mayoría de los domingos no se daba comida. La SS fue, hasta muy avanzada la guerra, fiel a esta práctica. Las condiciones sanita­

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rias eran insoportables; el campo padecía, sobre todo, de una constante escasez de agua. Durante todo un año, la SS se limitó a improvisaciones que para ella bastaban, antes de emprender una verdadera solución del problema. Como en las inmediaciones del monte no había agua potable, hubo que instalar una conducción de 20 kilómetros de largo en la arenis­ ca al sudeste de Bad Berka. Pero fue calculada insuficientemente (250 milímetros de diámetro) y Buchenwald no superó nunca la escasez. Fue­ ron necesarios dos elevadores de agua y una instalación de alta presión para poner en funcionamiento, por fin, en 1942, la conducción, después de un gasto de unos tres millones y medio de marcos, y eso trabajando los prisioneros gratis. Pero, entre tanto, había aumentado de tal modo el número de prisioneros que la capacidad seguía siendo, con mucho, insu­ ficiente. La falta de agua subsistió; si bien no era tan tremenda como el primer año, cuando entre los barracones había sólo burdas cañerías en las que había que hacer agujeros para que el agua goteara y pudiera ser así utilizada. Análogamente deficiente era el desagüe. Al principio no había más que zanjas que servían de retrete. Tenían aproximadamente ocho metros de largo, cuatro metros de ancho y cuatro metros de profun­ didad. A lo largo y en cada lado se habían fijado dos tablas; en cada una de ellas había sitio para doce o quince hombres. Para la SS era un entrete­ nimiento caer a porrazos repentinamente sobre los prisioneros y disper­ sarlos cuando se hallaban en esta triste ocupación: una «diversión» que ejercitó durante años en los campos en construcción. El que no podía huir a tiempo era maltratado, arrojado a las cloacas. Sólo en Buchenwald en octubre de 1937, murieron de este modo entre los excrementos diez prisioneros. No es difícil de imaginar la huida -¡pero en qué estado!- que se producía en el momento en que un miembro de la SS aparecía aunque sólo fuese en las proximidades de las letrinas. Dentro de las barracas, los prisioneros tenían que hacer sus necesidades en viejos botes de mermela­ da, que por las noches, a las pocas horas, estaban ya llenos a rebosar. Hasta 1939 no se acometió la construcción de una depuradora. Se termi­ nó en junio de 1941, pero con una capacidad que era la mitad de lo que se necesitaba. A consecuencia de ello siguieron los trabajos hasta era-

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plear, sólo para el desagüe, unos cinco millones de marcos, sin que se consiguiese con esto realmente acabar con las dificultades. El período de construcción se extendió en Buchenwald hasta muy avanzado el año 1939. En la primavera de 1938, había sólo dos mil nove­ cientos prisioneros en el campo, que tenían que realizar un trabajo que aumentaba en medida creciente. En esta época el campo -donde hasta aquel momento había treinta y cuatro barracas de madera y se estaba empezando la construcción de la primera hilera de cinco bloques de pie­ dra, de la cocina y de la lavandería- fue rodeado por una alambrada elec­ trificada. El trato general de losprisioneros por parte de la SS no puede ser compren­ dido hasta que no se conozca la organización interna y los detalles del pro­ grama cotidiano en el campo de concentración. Sin embargo, una somera descripción de la primera época del campo puede damos una idea aproxi­ mada. Cada cuadrilla de trabsyo se desplazaba al lugar de trabajo, durante el período de construcción, con una sección de vigilantes de la SS. La SS se colocaba alrededor de los que trabajaban. Los actos arbitrarios de los vigi­ lantes estaban al orden del día. Faltaban muchas herramientas; el trabajo de los prisioneros se veía dificultado por vejaciones conscientes. Por ejem­ plo, cuando caían los árboles, las grandes raíces de haya, metidas profunda­ mente en la tierra, tenían que ser arrancadas trabajosamente con las azadas y las manos, mientras que las raíces de los pinos, mucho más sueltas, eran voladas. Las palizas y las vejaciones de toda clase parecían lo más natural del mundo. Se habían establecido primas en forma de permisos especiales, gratificaciones y ascensos rápidos, si se mataba a balazos a prisioneros en los llamados «intentos de fuga». Por ello la tropa de vigilancia de la SS se apli­ caba en provocar del siguiente modo «intentos de fuga»: se le arrebataba a un prisionero el gorro de la cabeza, supuestamente por llevarlo sucio, arro­ jándolo tras los vigilantes que se hallaban alrededor de la cuadrilla, con las siguientes palabras: «Recoge tu cochino gorro y preséntalo limpio maña­ na». Si el prisionero marchaba inconscientemente a recoger su gorro, se le abatía de un disparo por «sospecha de fuga»; si no iba, era maltratado hasta que decidía lo que era más conveniente hacer.

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Era relativamente raro que los prisioneros fueran azuzados hasta las alambradas de espinos electrificadas; mucho más frecuente era, por el contrario, que, por desesperación, se lanzasen contra ellas con intencio­ nes suicidas, encontrando la muerte. Con la instalación del cercado de la alambrada electrificada, se cierra la primera etapa de la organización exterior del campo de concentra­ ción. El cercado, con una longitud de tres kilómetros y medio, compren­ día en Buchenwald cuarenta hectáreas; el patio de revista tenía una hec­ tárea y media. El terreno total dentro de la línea de centinelas, comprendidos también, por consiguiente, los lugares de trabajo fuera de la alambrada, era de dos kilómetros cuadrados.

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La organización interna de los campos de concentración

La SS del campo estaba dividida en las siguientes secciones: sección I: comandancia, sección II: colaboradores de la comandancia (administra­ ción), y sección III: dirección del campo. Fuera de estas secciones se halla­ ban las tropas de la SS, de cuyas filas procedían las tropas de vigilancia. A la cabeza del campo estaban el comandante y su ayudante. No era necesario, en absoluto, que aquél tuviese un alto grado. Los campos pequeños estaban incluso al mando de jefes de tropa; en los grandes, el comandante era, por lo menos, jefe principal de asalto y, generalmente, jefe de batallón o jefe superior de batallón. Tenía total poder de disposi­ ción dentro de las directrices generales del SS-WVHA, y era responsable ante éste. Su ayudante se ocupaba de la ejecución de las órdenes de la comandancia y de la relación oficial con los superiores y con los subordi­ nados. El jefe de la administración estaba subordinado a la comandancia y tenía que regular todos los asuntos económicos del campo. Su importancia era considerable: de su favor dependía mucho para todos. En los campos grandes estaban a sus órdenes, como personal auxiliar, docenas de jefes de tropa. El campo de prisioneros estaba directamente subordinado a los jefes de campo; su número podía aumentarse hasta tres. Se relevaban diariamente en la dirección del campo de prisioneros y eran los que, bajo el control de la comandancia, determinaban las medidas que a la SS le parecían nece­ sarias. En la práctica eran los amos absolutos de los prisioneros. El miembro más importante de unión entre la dirección del campo y el campo mismo era el jefe departes, a través de cuyo despacho se transmi­ tían los asuntos de los prisioneros a los jefes del campo. Por lo general, había dos jefes de partes que se relevaban en el servicio.

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Al jefe de partes estaban subordinados los jefes de bloque. A excepción de muy pocas personas, que se sentían desgraciadas en medio de esta banda de malhechores y que eran pronto separadas del servicio por inep­ tas, se trataba de verdugos seleccionados sin escrúpulos, cuyo rango jerár­ quico llegaba hasta el de jefe superior de tropa -por lo general eran jefes inferiores de tropa o jefes de fila-, y que gobernaban los distintos bloques de alojamiento de los prisioneros. Aunque formalmente eran responsa­ bles ante la dirección del campo, no se les puso nunca impedimentos en su actuación: muy al contrario, recibían constantemente instrucciones para proceder con toda dureza contra los prisioneros. Vivían fuera del campo, pero podían entrar a cualquier hora del día o de la noche en los bloques; a menudo, solos o en grupo, permanecían entre los prisioneros, que en su presencia apenas se atrevían a respirar. Todos los campos de concentración tuvieron jefes de bloque que han quedado perennemente grabados en la memoria de miles. Casi siempre se les daban apodos o motes con los que eran mejor conocidos que con sus auténticos nombres. De las filas de losjefes de bloque procede el «verdugo de Buchenwald», el jefe principal de tropa Sommer, que durante muchos años tuvo a su cargo los arrestos del campo. Cuando entraba en el recinto con sus guan­ tes negros, que con tanto gusto llevaba, corría como una alarma parali­ zante entre las filas de los prisioneros. Los jefes de cuadrilla tenían la misma jerarquía que los jefes de bloque; les estaba encomendada la vigilancia de las cuadrillas de trabajo. Tam­ bién estos tenían poder ilimitado sobre la vida y la muerte de los prisione­ ros. Al jefe del servicio de trabajo correspondía todo el sector de trabajo del campo, su dirección y su organización; por necesidades de la guerra fue puesto, en época posterior, a las órdenes del jefe de asignaáón del trabajo. El jefe del servicio de trabajo podía someter a unas condiciones laborales que podían costarle la salud y la vida a cualquier prisionero que le fuera indicado por losjefes de cuadrilla o de bloque, o por alguna otra parte, o que a él mismo le llamara la atención durante los controles por cualquier motivo insignificante. El jefe del servicio de trabajo, y más tarde el jefe de

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asignación de trabajo, se cuidaban de la composición de los transportes destinados a la construcción de nuevos campos o a cualquier otro tipo de cuadrillas de trabajos externos; a estos transportes se les tenía un miedo cerval. El departamento político tenía la representación de la Gestapo en el campo, siendo, en parte, independiente de la dirección del campo. Entre ambos existía a menudo una relación tensa, debida principalmente a que la dirección de campo se sentía totalmente extraterritorial y no quería tolerar ningún gobierno de fuera por muy formal que fuese: quería ser la única usufructuaria del campo y evitar el peligro de un posible control sobre la constante y pavorosa corrupción. El ingreso y la puesta en liber­ tad de prisioneros, así como todo el movimiento de actas de la Gestapo y a la Gestapo, tenía lugar a través del departamento político. Los interrogatorios en el departamento eran un martirio espiritual, debido al misterioso terror que se desprendía de esta institución de la Gestapo; muchas veces los camaradas entraban para no regresar, desapa­ reciendo sin dejar huella. En el departamento político, además, eran fre­ cuentes los malos tratos corporales. Algunos prisioneros sufrían casi un ataque al corazón cuando, de pronto, eran llamados a él por el altavoz. De un ataque al corazón murió en Buchenwald el teniente coronel aus­ tríaco Heckenast, al no soportar la excitación producida cuando fue lla­ mado repetidas veces por el altavoz. No es necesario seguir exponiendo de qué condición eran las perso­ nas que pertenecían a la SS del campo: se manifestará de modo suficien­ temente claro a través de los hechos que referiremos en nuestro relato. A la larga, los hombres de la SS que alcanzaban triste fama en un campo se hacían también célebres en los otros: bien porque paulatinamente ascen­ dían de su grado de subjefes, bien porque, por su eficiencia como jefes de la SS, eran trasladados a nuevos campos para «poner orden». Así, por ejemplo, el ya mencionado jefe superior de batallón, Ródl, no era sólo conocido entre los concentrados de Buchenwald, sino también entre los de Dachau, Flossenbürg y Gross-Rosen. Lo mismo se puede decir del jefe de partes de Buchenwald en los años 1937-38, jefe principal de asalto,

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Hackmann, famoso en muchos campos de concentración bajo el seudó­ nimo de «Jonny». Procedía de Osnabrück; no era tonto, pero sí cruel y dotado de un humor cínico. En 1939 estuvo unos meses ausente de Buchenwald para unos cursos de instrucción y volvió de jefe superior de asalto y ayudante. Después de que en 1940 ocupara, como jefe principal de asalto, el cargo de segundo jefe de campo, fue trasladado en 1941 a Lublin y a Belgrado; posteriormente fue detenido con motivo del «proce­ so Koch», del que hablaremos más tarde, y condenado a dos penas de muerte. Con esto se puede uno imaginar qué calidad de héroes de la SS desarrolló Hackmann. Durante la época de la anteguerra los jefes de bloque, jefes de cuadri­ lla y tropas de vigilancia solían proceder de las tropas de calaveras de la SS estacionadas en los campos de concentración. Las tropas de vigilancia estaban agrupadas en batallones de vigilanáa. A partir de 1939, los jefes de bloque y de cuadrilla pertenecían a las tropas estables de los campos de concentración, mientras que las tropas de combate -ahora llamadas ya «Armas de la SS»-, de las que sólo procedían los centinelas de las torres del campo y de las cuadrillas de trabajo, se hacían independientes de la guarnición. Hubo períodos, sobre todo durante la guerra, en que el efec­ tivo de esta tropa ascendía a dos estandartes, es decir, a seis mil hombres. Los prisioneros construyeron cuarteles para ellos. Cuando las tropas esta­ bles del campo no bastaban se creaban los llamados refuerzos de campos de concentración, compuestos de cuatro compañías -hasta quinientos hom­ bres-, que se agrupaban en batallones de calaveras de la SS. Estos batallo­ nes de vigilancia estaban compuestos, en un principio, sólo por alema­ nes; pero con el paso del tiempo llegaron a pertenecer a ellos extranjeros de todas las nacionalidades posibles, sobre todo muchos croatas y ucra­ nianos. Por lo general, disparaban sólo cuando se les ordenaba y no mos­ traban ninguna actitud especialmente hostil a los prisioneros. En la medi­ da en que crecía la desmoralización de la SS, se produjeron muchos actos de desobediencia a favor de los prisioneros por parte de los batallones de vigilancia; la consecuencia fue que en los últimos tiempos los tribunales de la SS tuvieron que ocuparse muy a menudo de estos batallones. Ñor-

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malmente se unía una escuadra de perros al batallón de vigilancia. Los mas­ tines y perros lobo, especialmente amaestrados para que atacasen a hom­ bres con trajes a rayas, eran utilizados fuera de la línea de centinelas (por ejemplo, en las construcciones de ferrocarriles, etc.), y acarrearon muchas desgracias. El comportamiento de las tropas de vigilancia dependía enteramente de la índole de los comandantes de tropa. El primer comandante del bata­ llón de la SS de Buchenwald fue el jefe superior de batallón de la SS Kro­ ger. Ni él ni su sucesor, eljefe inferior de asalto Büscher, tuvieron especia­ les relaciones con los prisioneros. Su mayor interés lo constituían los «viajes de organización» hasta Holanda y jaranas externas de todo tipo. Con Büscher cobró importancia, sobre todo, la banda de música del bata­ llón; ésta tenía que ensayar continuamente en las calles del campo, a fin de estar preparada para desfiles y acontecimientos similares. En la prima­ vera de 1942, se hizo cargo del batallón el jefe principal de asalto de la SS Fórschner. En Buchenwald se comportó en todo momento correctamen­ te con los prisioneros, es decir, no hizo nunca nada en contra de ellos (si bien es cierto que tampoco hizo nada a su favor). Más tarde, cuando fue nombrado comandante del campo «Dora», cerca de Nordhausen, actuó duramente contra los prisioneros políticos; probablemente por la pre­ sión a que le sometía el SD. En 1943 fue relevado por el jefe superior de asalto de la SS Reimer, con el que la situación cambió fundamentalmente (a peor). Reimer procedía de la región de los Sudetes y era hijo de un maestro de Trautenau; con su arbitraria brutalidad contra los prisione­ ros, llamó rápidamente la atención de sus superiores y, cuando aún era un vulgar jefe de tropa, ascendió a grandes saltos en el escalafón median­ te un diligente «pedaleo» (arribismo de acuerdo con la máxima de adu­ lar a los de arriba y pisotear a los de abajo). Una de sus primeras medidas como comandante del batallón consistió en ordenar a las tropas de vigi­ lancia que disparasen contra los prisioneros cuando éstos, dentro de la cadena de centinelas, se aproximasen a ellos a una distancia de cinco pasos; hasta entonces sólo se había disparado cuando el prisionero so­ brepasaba la línea de centinelas. Para las investigaciones que habían de

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efectuarse después, el prisionero muerto tenía que tener la cabeza orien­ tada de tal modo que pareciese que había querido huir y tener en la espalda el disparo causante de la muerte. En las enseñanzas a los vigilan­ tes, que tenían lugar dos veces al día, Reimer azuzaba a las tropas de vigi­ lancia con toda dureza contra los prisioneros. Siguió siendo comandante del batallón de vigilancia hasta que en otoño de 1944 se hicieron cargo de éste antiguos oficiales del ejército; entonces se trasladó de Buchen­ wald al campo de concentración «Dora». Por el lado de los prisioneros la organización interna del campo de con­ centración estaba siempre basada en el principio de administración autó­ noma; tenía la siguiente estructura: A la cabeza estaba el decano de campo, que era designado por la SS. Con el tiempo llegó a conseguirse que las propuestas para esta importante función procediesen de los prisioneros y que fuesen atendidas. Si en los comienzos sólo había un prisionero que desempeñase la función de deca­ no de campo (Lagerálteste), su número subió a tres con las ampliaciones de los campos (designación: LA I, LA II, LA III). La misión del decano consistía en ser el representante responsable del campo ante la SS; ésta se dirigía a él siempre que tuviese que disponer alguna cosa. La función era sumamente delicada y peligrosa; hacerse cargo de ella exigía valor y senti­ do de la responsabilidad. Una persona inadecuada en este puesto signifi­ caba una catástrofe para el campo. La SS se cuidaba mucho, sobre todo al principio, de tener de decano a una persona que le fuese dócil y pudiese ser utilizada contra el campo. El primero de esta clase en Buchenwald fue, significativamente, un BV llamado Hubert Richter, que antes de su ingreso en uno de los campos de Emsland había pertenecido a la célebre compañía criminal 33 de los SA de Berlín. Era un instrumento sin escrú­ pulos de la SS, dotado de una increíble brutalidad. De algún modo había llegado a sus oídos la frase de Karl Kraus, y le gustaba aplicársela, con una ligera variación, a sí mismo y a sus prácticas: «Ya no estamos en el país de los poetas y de los pensadores, sino en el país de los jueces y de los verdu­ gos». A causa de la fuga de dos prisioneros verdes, que él encubrió por miedo, fue destituido a fines de 1937 y enviado al calabozo después de

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haber recibido un castigo corporal; más tarde fue puesto en libertad y tras un período de seis meses nombrado decano de campo para los asocíales, a los que tiranizó atrozmente; tuvo un final terrible en la primavera de 1939 a manos de la propia SS, tras haber sido nuevamente arrestado por un asunto de corrupción. Su sucesor fue también un criminal que no se diferenciaba fundamentalmente de él: Paul Hennig. Después de su rele­ vo, fue trasladado al campo de concentración de Mauthausen. El primer prisionero político que ocupó el cargo de decano fue Paul Mohr, de Wiesbaden; intentó, ciertamente, cambiar el curso de las cosas, pero esta­ ba tan complicado con los prisioneros criminales que no pudo enfrentar­ se a ellos con la suficiente energía. Fue asesinado a golpes por la SS tam­ bién a raíz de un asunto de corrupción. Después de él, la función de decano de campo en Buchenwald -a diferencia de otros numerosos cam­ pos de concentración- pasó a constituir algo así como un derecho de los prisioneros políticos (sólo hubo una excepción, desde luego muy amar­ ga, de la que nos tocará hablar dentro de otro orden de consideraciones): la dirección del campo de la SS llegó al convencimiento de que una regu­ lación distinta podía costarle muy cara. Lo que para la SS era el jefe de partes lo era para el campo el despacho. Sólo transitoriamente, y no en todas partes, estuvo sometido a la vigilan­ cia de la SS; su dirección corría exclusivamente por cuenta de los prisio­ neros. Regulaba toda la administración interna del campo, los archivos, la instalación en los bloques de alojamiento, la preparación para las revistas, el reparto de provisiones, etc. Su importancia para el campo era muy grande y su rendimiento, en general, puede ser calificado de positivo. No es exagerado decir que miles de camaradas, literalmente, se salvaron de la muerte, en el curso de los años, gracias a la ayuda del despacho; a otros se les evitaron graves daños en la salud trasladándolos a puestos ventajo­ sos. La llamada estadística de trabajo regulaba las relaciones de los prisione­ ros con el jefe del servicio de trabajo y con el de asignación de trabajo. En sus fichas por profesiones se hallaba toda la población del campo; ella era la encargada de calcular las horas de trabajo prestadas. Su importancia

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creció extraordinariamente con el tiempo, sobre todo a partir del momento en que el jefe de asignación de trabajo dejó de ser capaz de seleccionar los transportes para las cuadrillas exteriores. También aquí, a través de un puesto de poder, se ejercieron para los prisioneros muchas influencias benéficas y muchas funestas. Cientos de personas estimables pudieron salvarse sólo con la ayuda de la estadística de trabajo: bien por­ que se las tachaba disimuladamente de las listas de los transportes de la muerte, bien porque se las llevaba clandestinamente a las cuadrillas exte­ riores cuando su vida estaba en peligro en el campo base. No obstante, hubo también muchos camaradas que mediante maquinaciones e intri­ gas fueron conducidos a lugares situados fuera y dentro del campo, donde sufrieron graves daños o perecieron. La tarea que debía efectuar la estadística de trabajo -a veces en dos horas había que tener miles de prisioneros dispuestos- era difícil e ingrata. Algunos camaradas hicieron en ella una obra extraordinaria. Al frente de cada uno de los bloques de alojamiento figuraban, por parte de los prisioneros, los decanos de bloque; eran propuestos por el deca­ no de campo y confirmados por la dirección del campo. Respondían ante el jefe de bloque de todo lo que en éste sucediera. El decano de bloque elegía, por cada ala de alojamiento, para que le ayudasen en el trabajo, dos o tres ordenanzas de aposentos, que tenían que ser confirmados por el decano de campo. A éstos correspondía el mantenimiento del orden en el bloque, así como el suministro a sus ocupantes de las raciones de comi­ da que ellos mismos repartían. Esta institución era, dadas las circunstan­ cias, necesaria e incluso útil. Sin embargo, fue frecuente el abuso, en per­ sonas con complejo de inferioridad, del poder atribuido al decano de bloque y a los ordenanzas de aposentos. Es cierto que se hallaban bajo una presión considerable por parte de la SS, pero es que, además, algu­ nos de ellos no pudieron sobreponerse a la seducción que ofrecía la corrupción y la tiranía frente a sus compañeros prisioneros, tanto si se tra­ taba de rojos, verdes, negros como de cualquier otro color. Incluso en los bloques de los judíos no eran tan raras estas situaciones lamentables. Esta situación es psicológicamente explicable para toda persona que conozca

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la naturaleza humana y sepa lo que significa amontonar durante años a cientos de oprimidos de las más distintas clases y cualidades en un espacio reducidísimo y en condiciones casi insoportables. Por ella, en el fondo, el sistema nacionalsocialista es también responsable de los abusos que aquí se referirán. De todas formas, en algunos campos, las fuerzas de orden de los prisioneros consiguieron evitar algunos de los principales males. Buchenwald, por ejemplo, se distinguió frente a los otros campos por una más justa distribución de las raciones de comida. Hasta qué punto era deficiente la situación puede comprobarse, sin embargo, con un solo ejemplo, que no representa, de ningún modo, un caso aislado: una maña­ na fue encontrado ahorcado en un bloque un prisionero. El ministerio fiscal de Weimar tuvo conocimiento del asunto debido a un error de organización de la SS. Empezaron a hacerse averiguaciones, de las que resultaron que el «ahorcado» había sido asesinado a golpes y palizas y patadas inhumanas y que, más tarde, había sido colgado por el ordenan­ za de alojamiento, bajo la dirección del decano de bloque, Osterloh, para simular un suicidio. La víctima había protestado contra la venta clandesti­ na de pan y comida por parte del ordenanza de alojamiento. La dirección del campo de la SS consiguió echar tierra sobre el asunto, manteniendo al decano en su puesto; todo siguió como antes. Parecidas eran las circunstancias en relación con los llamados kapos (del francés caporal o del italiano capo, jefe, presidente). Se trataba de prisioneros con mando sobre las cuadrillas de trabajo, responsables ante eljefe de cuadrilla de la SS; éste era también el que les había hecho nom­ brar a través del jefe del servicio de trabajo. Los kapos disponían de capa­ taces, y no eran otra cosa que inspectores que repartían el trabajo, pero que no trabajaban. Únicamente cuando no había otro remedio, la SS nombraba para los puestos de kapo a personas especializadas. Por lo general, en los primeros años se trataba de hombres de naturaleza robusta -en aquellos tiempos sobre todo antiguos miembros de los SA, legionarios extranjeros y criminales-, acostumbrados a dar golpes; aun­ que, frecuentemente, eran ellos mismos los que eran maltratados por la SS. En algunas cuadrillas, especialmente en las de construcción, de zan­

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jas y de canalización, así como en las minas, no había para el prisionero corriente otro medio de conservar la vida más que el soborno, un méto­ do que llegó a alcanzar límites y formas inimaginables. Sobre la multitud de personas depravadas que actuaron de kapos, se elevan, resplande­ cientes, una serie de antiguos prisioneros que fueron un ejemplo de lim­ pieza, humanidad y valentía personal desde el principio hasta el final del campo, cuando pudieron sobrevivir. Considero un deber mencionar en este lugar los nombres de Robert Siewert, de Chemnitz, y Baptist Feilen, de Anchen. Los dos eran comunistas. (Siewert fue nombrado en 1946 vicepresidente del Gobierno de Sajonia; Feilen, director del control de patrimonios de Turingia.) Feilen era kapo de la lavandería y miembro de la dirección interna ilegal del campo; por su sentido justo, reposado y tranquilo, era igualmente querido por los presos alemanes y por los extranjeros. Siewert fue, en el curso del tiempo, kapo de diferentes cua­ drillas, y tuvo el valor de enfrentarse con los jefes de cuadrillas de la SS, a pesar de que cada vez que lo hizo podía haberle costado la vida. En 1939, al ver cómo el jefe de tropa, Abraham -un sujeto que gustaba de atacar a los prisioneros en las letrinas y que tenía cientos de vidas humanas sobre su conciencia-, empujaba a cuatro judíos a un profundo charco, impi­ diéndoles, a golpes, que saliesen de allí, al oír los gritos corrió hacia ellos con varios camaradas y logró salvar la vida de tres; Abraham, sorpren­ dentemente, se apartó, quizás porque ya tenía suficiente. Siewert tuvo el valor de informar al jefe de partes sobre la conducta del jefe de tropa y sólo con muchos esfuerzos pudo librarse del castigo corporal. Los jefes de partes parecían haberse ido acostumbrando poco a poco a los infor­ mes de este kapo -un caso aislado en la «praxis» del campo-, pues siem­ pre los admitían, aunque no les prestasen la menor atención. Pero Sie­ wert no cejó en su empeño. Durante el año 1943 el jefe de cuadrilla Schmidt, natural de Turingia, se dedicó a maltratar, con especial prefe­ rencia, a rusos, polacos y judíos durante la construcción de la GustloffWerke, una fábrica de armamento en Buchenwald. Acostumbraba a gol­ pear a los prisioneros desde el comienzo de la jornada, como un loco furioso, con porras, azadones y picos. Una de sus principales víctimas era

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un tal Schreiber. Casi todos los días era duramente maltratado por Schmidt. Tenía que desnudarse, trepar a un árbol y gritar desde allí: «¡Soy un sucio cerdo judío!». El hombre tenía a veces tal debilidad que no podía subir al árbol con rapidez; Schmidt le golpeaba entonces hasta que llegaba arriba. Siewert se presentó al comandante del campo en su calidad de kapo de la cuadrilla y le informó del asunto; esto era posible hacerlo, en algunas ocasiones, con el jefe superior de la SS Pister. Aun­ que el comandante dudó de la veracidad de la información, prometió prohibir al jefe superior de tropa Schmidt los malos tratos. Esta interven­ ción no tuvo efectos inmediatos, ya que el jefe de la cuadrilla continuó tranquilamente con sus infamias. Pero, de todas formas, el valor de Sie­ wert infundió a la SS cierto respeto por él; temían sus «constantes par­ tes», que, de algún modo, siempre les ocasionaban molestias. Una vez, por ejemplo, que el jefe de tropa Klinger, junto con otros dos de la SS, se había encerrado con dos rusos en un cobertizo, golpeándolos con porras y dándoles patadas hasta que les empezó a salir sangre por las narices, pudo apercibirse Siewert de lo que sucedía por los gritos proferi­ dos. Los tres secuaces de la SS les estaban destrozando sistemáticamente las puntas de los dedos. El kapo abrió violentamente la puerta, gritando con todas sus fuerzas: «¿Qué sucede aquí?». Klinger adujo en seguida que los dos rusos le habían querido atacar y que los podía matar a tiros si le apetecía. Sin embargo, interrumpió inmediatamente el martirio. Tampoco en este caso tuvo ninguna influencia el parte de Siewert al comandante del campo. Afínales de octubre de 1944, Siewert fue sacado del campo por la Gestapo, cruelmente maltratado y aislado en una celda; el 4 de abril de 1945 se le volvió a traer a Buchenwald, para ejecu­ tarle a la mañana siguiente, por peligrosidad política, junto con otros cuarenta y cinco presos, entre ellos el autor de este relato. Por motivos que luego se expondrán, la ejecución no llegó a tener lugar. No se debe suponer, sin embargo, que era posible oponerse en bloque a la SS. Habría sido interpretado, sin más miramiento, como rebelión y hubiera acabado en un baño de sangre. Siewert fue una excepción; linda con un milagro psicológico que no fuese suprimido por la SS como «ele­

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mentó incómodo». Pero, en una escala más modesta, todos los campos de concentración podían dar fe de algunos casos de kapos ejemplares. Los decanos de campo y de los bloques, los kapos y los capataces, se distinguían entre sí por los brazaletes negros con una leyenda en blanco que llevaban sobre el brazo izquierdo. A medida que gracias al trabajo metódico de los prisioneros políticos se consiguió, sobre todo en Buchenwald, que la SS se limitase a la autori­ dad disciplinaria, y a medida que la organización técnica y disciplinaria iba alcanzando una independencia cada vez mayor, se hizo más necesario tener un grupo encargado de mantener el orden que estuviera formado por prisioneros; éste, que en teoría debería haber sido algo así como la prolongación del brazo de la SS en el campo, sirvió, en realidad, a los fines bien planeados de los prisioneros. El peligro de que la organización pudiera ser utilizada contra los presos era ya muy reducido cuando se creó la Defensa del Campo en junio de 1942. La realidad mostró que el cál­ culo había sido correcto. Para conseguir la autorización se estafó literal­ mente a la SS; después de algunas vacilaciones fue concedido el permiso. A la Defensa del Campo se anexionó la institución ya existente de los ins­ pectores que constituían una especie de Policía del campo. Como los inspec­ tores se hallaban vinculados a través de este órgano ejecutivo, no se con­ virtieron en esbirros de la SS como sucedió en otros campos. (El inspector de Buchenwald, Hauptmann, fue hasta el final un sujeto equí­ voco; se arrogó el derecho de entregar a la SS, en virtud de la función que desempeñaba, a todo aquel que le parecía bien, aunque fuesen compañe­ ros de su propio Partido Comunista; actuó siempre de acuerdo con la siguiente máxima: el campo debe ser defendido de tal modo que siempre parezcan culpables los enemigos de mis prácticas y nunca yo.) La Defensa del Campo estuvo reservada, durante mucho tiempo, a los prisioneros alemanes, ya que a la SS le era más fácil entenderse con ellos; creía, y a menudo fue así, que podría utilizarla como instrumento y que la aliviaría en la tarea de control y de dominio del campo, siempre que tuvie­ se a su disposición un número suficiente de individuos de mediocre per­ sonalidad. La Defensa del Campo tenía que cumplir las siguientes fundo­

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nes: mantenimiento en el campo del orden exterior, control de la discipli­ na, vigilancia del almacén de víveres, de las cámaras y de cualquier otro objeto en cuya vigilancia estuvieran interesados los mismos prisioneros; además, por la noche se encargaban de la recepción de los nuevos prisio­ neros que llegaban, con lo que desaparecieron las rondas nocturnas de la SS. Todas tareas difíciles e ingratas. La Defensa del Campo acostumbraba a golpear en todos los terrenos, en algunos más y en otros menos. Los recién llegados a Buchenwald quedaban aterrorizados, en un primer momento, al ser recibidos por los individuos de la Defensa del Campo; pero después llegaban a saber apreciar lo beneficioso de su comporta­ miento. Naturalmente que hubo también miembros de la Defensa que, por sus modales, podían ser calificados de secuaces malogrados de la SS. Pero en muchos casos predominaba el efecto beneficioso: mantener una tropa de prisioneros contra la SS. ¿Qué habría sucedido con el campo en su conjunto y con miles de individuos durante los ingresos, en los trans­ portes, en las acciones de castigo y en los días anteriores a la liberación, si la Defensa del Campo no hubiese cubierto ante la SS las apariencias de un orden impecable? Este extraordinario mérito compensa, con mucho, algunas faltas cometidas. Por lo demás, los modales perdieron parte de su rudeza cuando se consiguió internacionalizar la institución. La dirección de la SS había rechazado varias veces este intento de los camaradas alema­ nes. Pero acabaron convenciéndola de la necesidad de ampliar la Defensa para salvar las dificultades idiomáticas; dificultades que se procuró siem­ pre exagerar conscientemente. Finalmente fueron incorporados a la organización franceses, belgas, luxemburgueses, checos, rusos, polacos, yugoslavos e italianos. En los últimos tiempos, estaba compuesta por cien hombres aproximadamente. No se conoce ningún otro campo de concentración de Alemania en el que funcionase tan bien como en Buchenwald la tropa encargada de mantener el orden.

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El ingreso en el campo de concentración

Había muy pocas personas en prisión preventiva que supiesen, antes de su primer ingreso en un campo de concentración, lo que les esperaba. A la mayoría les embargaba únicamente un miedo indeterminado, cuando no era que se encontraban, más o menos, desprevenidas. El que ya había oído hablar de los horrores de los campos de concentración procuraba prepararse para lo peor, sobre todo si ya había tenido alguna experiencia con la Gestapo. Pero estas ideas eran siempre nebulosas; la realidad siem­ pre las superaba. Uno era arrestado en casa, generalmente por la noche, y entregado a una prisión de la Policía. Allí había que permanecer días, semanas, a veces meses; en celdas individuales o con diez, veinte, treinta compañeros de cautiverio. El trato por parte de la Policía era moderado; se estaba a mer­ ced de los señores que habían prestado su juramento a todos los regíme­ nes alemanes y raramente tenía uno la suerte de encontrar algún vigilante amable o caritativo. Contemplado desde el punto de vista del prisionero de un campo, el trato dado por la Policía era soportable; desde un punto de vista general humano, era en muchísimos casos inaudito el comporta­ miento de la mayoría de los policías alemanes con los prisioneros políti­ cos, especialmente en los primeros años del dominio nacionalsocialista. Un día cualquiera, cuando le parecía bien al funcionario competente de la Gestapo, se procedía al interrogatorio. El que tenía suerte no era gol­ peado inmediatamente; incluso, a veces, no era golpeado. Lo normal era, en cualquier caso, una abundante vejación espiritual. El trato iba a veces mucho más allá. Los judíos no escapaban nunca a los malos tratos corporales. Después, otro día, se abría la puerta de la celda: el agente de Policía entregaba una nota roja. Había que firmarla. Era la orden d£prisión preven-

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tivae n cuyo extremo izquierdo figuraba: DII N°... Contenía los datos per­ sonales y un motivo de orden general: «... ingresará en prisión preventiva por ser sospechoso de actividades de traición y alta traición». O simple­ mente: «... ingresará en prisión preventiva por existir el peligro de que haga uso de su libertad contra el Estado nacionalsocialista y sus institucio­ nes». O fórmulas parecidas con una docena de variantes. Después, dos días más de espera -o también dos semanas- y el ingreso en el campo de concentración. Siempre en transportes colectivos de veinte, de cientos, de miles; entre ellos también se encontraban algunos que no habían visto en su vida una orden de prisión preventiva. El transporte podía durar doce horas o doce días o más; a veces se hacía escala en media docena de prisiones con estancias de varios días. Era siempre un suplicio, aunque las tropas de Policía acompañantes no fue­ sen crueles. Hambre, sed, estrecheces, sueño, calor, frío; esto por lo menos. La mayoría de los grandes transportes eran una serie de vilezas. En un solo vagón de mercancías se comprimían cien, ciento veinte, inclu­ so ciento cincuenta prisioneros, de tal modo que no era raro que a la lle­ gada, al volver a abrir el vagón, se desplomasen treinta o más muertos que habían perecido ahogados o aplastados. En los vagones de pasajeros de los Ferrocarriles del Reich había que estar sentado hasta treinta y seis horas con los ojos dirigidos a la luz artificial (las ventanas estaban tapa­ das); en cada compartimento iban de seis a ocho hombres amenazados constantemente por revólveres a los que se había quitado el seguro. Si de la prisión a la estación de ferrocarril o viceversa había una corta distancia y había que atravesar calles y plazas, se encadenaba a los prisioneros, los cuales marchaban entonces como criminales, escoltados por vigilantes armados hasta los dientes. Finalmente, se llegaba a la estación de destino completamente agotado. De la estación al campo de concentración se transportaba a los prisio­ neros en los famosos camiones de la Policía, o en camiones de carga, o a pie, formando largas filas de afligidos. La tercera forma era especialmen­ te penosa, porque no pocos de los prisioneros llevaban equipaje que te­ nían que arrastrar a paso ligero y bajo constantes golpes. Si se desploma­

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ban eran destrozados a golpes o se les mataba a tiros. Al que no llevaba equipaje se le oligaba a cubrir el último trecho con los brazos en alto. Millo­ nes de hombres han tenido que recorrer este camino por calles la mayo­ ría de las veces construidas por prisioneros. A la llegada seguía la ceremonia de recepción: una manada de desocupa­ dos jefes de tropa caía ávidamente sobre el nuevo botín. Llovían los gol­ pes y las patadas, se apedreaba a los «nuevos» y se les regaba con agua fría. El que llevaba el pelo largo o barba era arrojado al suelo tirándole de los pelos. Después había que pasar horas enteras haciendo el «saludo de Sajonia»: esperar ante el Departamento Político con los brazos cruzados detrás de la cabeza y, muchas veces, de rodillas; bajo el frío, la lluvia o el sol, sin poder comer, ni beber y sin que nadie pudiese hacer sus necesida­ des. Durante la espera cualquier hombre de la SS podía hacer con los agotados prisioneros lo que le viniese en gana. Un hombre llamado Heribert Froboess, detenido como monje franciscano, aunque no lo era, y que fue tratado siempre como tal en la prisión de protección, fue orinado de arriba abajo por el jefe inferior de tropa Kampe, cuando esperaba haciendo el «saludo de Sajonia» en el campo de concentración de Sachsenburg, para regodeo de los miembros de la SS que estaban presentes y, sobre todo, del miembro de la Orden de la Sangre, Ródl, que parecía que iba a sufrir una congestión de tantas carcajadas. Kampe ascendió tiempo después a jefe principal de asalto; fue un temido jefe de campo en todos los campos de concentración a que fue destinado. Si los transportes llegaban ya muy entrada la noche o la espera duraba hasta después de haber acabado la jomada de trabajo, los recién llegados no pasaban al sector situado tras la alambrada de espino, sino que cada diez o doce hombres eran encerrados toda la noche en celdas subterrá­ neas de 1,20 por 2 metros. A patadas y a golpes de porra se conseguía cerrar las puertas. Las ventanas estaban completamente cerradas y tapa­ das, de modo que no dejaban pasar la luz; la calefacción se ponía al máxi­ mo y no podía apagarse desde las celdas. A la media hora, el oxígeno era escaso; a la hora o a las dos horas la mayoría «caían» desmayados, mejor dicho, se desmayaban, pues no había espacio donde poder caer. Hasta

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después de la revista de la mañana no se abrían las puertas y el puñado de hombres, enormemente debilitado, podía salir otra vez. De este modo, los recién llegados, completamente extenuados, eran conducidos, con nuevas bofetadas y patadas de los jefes de tropa, al Departamento Político para la primera declaración de datos personales. El Departamento Político se ocupaba de la exacta inscripción de todos los prisioneros que se encontraban en el campo, de los que en él morían, de los que eran puestos en libertad o de los que eran enviados en los transportes. Por eso era importante que fuese correcta la declaración que se prestaba al ingresar. A cada prisionero se le extendía un formula­ rio personal; en él se debían registrar, además de todos los datos persona­ les, la descripción del individuo, el organismo que enviaba al prisionero, los datos sobre el servicio militar, las condenas anteriores y la clase de pri­ sionero que era. El «nuevo» debía ratificar con su firma que sus declara­ ciones se ajustaban a la verdad; las declaraciones falsas eran penadas con los más duros castigos. Los datos del formulario personal pasaban a una ficha; tanto el uno como la otra llevaban una fotografía del prisionero. Después se añadía al formulario personal la documentación restante (orden de prisión de protección, acta del interrogatorio ante la Gestapo, documentos, etc.); el conjunto formaba lo que se llamaba los expedientes del prisionero. Posteriormente se pedían a los registros civiles o a las parro­ quias las partidas de nacimiento y de matrimonio para comprobar si el prisionero había dado datos correctos en la declaración. De este modo la dirección del campo podía hacerse una idea bastante clara de su pasado. El comandante examinaba, en cada nuevo ingreso, los expedientes de los prisioneros; por lo demás, se encontraban, ordenados alfabéticamente, en las cajas de acero del Departamento Político, donde podían ser exami­ nados en cualquier momento. El prisionero no tenía acceso a ellas; po­ dían ser ciertas y auténticas o inventadas y falsificadas. Con las actas personales de los prisioneros se formaba un registro, en el que se podía averiguar inmediatamente el número, nombre y datos per­ sonales de cada preso. Losjefes de tropa aprovechaban la ocasión del primer interrogatorio, sobre

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todo en los primeros años de un campo de concentración, para los más crueles excesos. Uno de los métodos preferidos era preguntar al recién lle­ gado el motivo de su ingreso en el campo -lo que muchos ni siquiera conocían- y maltratarlos según la respuesta que diesen. A algunos se les asigna­ ban ya veinticinco bastonazos, que recibían al día siguiente «como pago». Los judíos recibían, casi sin excepción, cinco o diez bastonazos sobre el «potro de tormento», sólo por el mero hecho de ser judíos. Es difícil dar una idea del tono que se empleaba en el interrogatorio. Señalemos tan sólo un ejemplo entre muchos: contestación al epígrafe «padres». Pregunta del jefe de tropa, sentado junto a la máquina de escribir, al prisionero cuadra­ do ante él (mientras otros cinco secuaces de la SS dan voces en la misma habitación y teclean en las máquinas): «¿Quién es la puta que te ha cagado en el mundo?». El infeliz no conseguía entender nada por no haber vivido nunca en un ambiente de selección racista de la especie. Después de muchos gritos y algunas bofetadas se pudo poner en claro que el interroga­ do resultó ser uno de los seis hijos de una mujer a la que Adolf Hitler había concedido la llamada Cruz de Maternidad. Al interrogatorio en el Departamento Político seguía la marcha al campo propiamente dicho a través del famoso portalón en el que, además de la inscripción ya mencionada sobre el friso, figuraba la siguiente máxima escrita con letras de acero en la puerta de rejas: «A cada uno lo suyo». A los recién llegados se les dejaba durante horas con la cara vuelta al muro, haciendo otra vez el saludo de Sajonia, y se les dejaba a veces arrodillados dos horas, cinco horas, diez horas. Los jefes de tropa que pasaban casual­ mente tenían el derecho de tratar a los recién ingresados como presas de caza. Si les divertía, se dedicaban a perseguir a la gente -que, como ya hemos dicho, en parte llevaban su equipaje de mano- alrededor del patio de revista hasta agotarla por completo, obligándola a revolcarse en la suciedad con sus trajes de calle. La «instrucción» que seguía a cargo del jefe del campo o del jefe de partes o de uno de los directores del Departamento Político, y que tenía que consistir en una introducción elemental a la vida del campo, se limi­ taba a la amenaza, treinta veces repetida, de la pena de muerte para una

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serie sin fin de llamadas faltas. No puedo acordarme de que en esta «ins­ trucción» hubiese algo que estuviera permitido. Mientras en Buchenwald hubo un cadalso en el patio de revista, la «instrucción» tenía lugar signifi­ cativamente junto a él. Por último se iba a paso ligero a la ducha. Al desnudarse desaparecía ya una parte de los efectos que uno llevaba consigo; después se pasaba al peluquero, que pelaba a los prisioneros de arriba abajo, por delante y por detrás, con una maquinilla que no era precisamente de primera calidad. Seguía una ducha de agua fría o caliente, según el humor, y a continua­ ción se pasaba a los vestuarios para vestirse. No era extraño que para ir allí hubiese que dar un rodeo completamente desnudo, también en invier­ no, por las calles del campo y por el patio de revista; esto costó la vida a cientos de víctimas, bien inmediatamente, bien a consecuencia de una pulmonía contraída. En algunos campos la desinfección precedía al baño; y de tal forma que las personas que habían sido brutalmente rapadas te­ nían que introducirse en un gran recipiente que contenía una solución desinfectante, la cual poco a poco se volvía espantosamente sucia, y esco­ cía extremadamente en las partes lesionadas de la piel. Para el «control» cada prisionero tenía que inclinarse con la espalda hacia el jefe de tropa y las piernas abiertas; lo cual deparaba a los pervertidos un placer singular, sobre todo si entre los recién llegados había personas importantes. En el vestuario, sin tener en consideración la estatura, la corpulencia, ni las características físicas, se le arrojaba al ingresado su indumentaria a rayas. Consistía en unos calzoncillos, una camisa, unos pantalones, una chaqueta, un gorro, tal vez un par de calcetines, y un par de zapatos. Estos nombres con los que uno relaciona conceptos de la indumentaria de calle no dan, sin embargo, una idea del verdadero estado de las prendas de vestir. Algunos tenían la suerte de ingresar cuando acababan de llegar nuevas existencias. La mayoría recibía una tela completamente gastada y llena de remiendos que lo único bueno que tenía es que estaba recién lavada. Sólo después de algún tiempo, «organizado» trabajosamente, podía conseguirse alguna mejora. De Auschwitz se enviaban a los otros campos algunos cientos de miles de prendas pertenecientes a los que allí

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habían sido asesinados; empezando con ropa de niño, pasando por ropa interior de señora y acabando por camisas de caballero. La mitad era de­ sechada porque estaba llena de orificios producidos por las balas y tenía grandes manchas de sangre. El resto lo constituían, sobre todo, camiso­ nes y numerosas albas de sacerdotes. Esta ropa era la que los prisioneros llevaban en el campo. La situación era especialmente catastrófica con el calzado; había muchísimos camaradas, sobre todo aquellos a los que se entregaban zuecos, que después de unos días apenas podían andar. Los que peor lo pasaban eran los que recibían los llamados «zuecos holande­ ses», pues con ellos, si no se estaba acostumbrado, y sobre todo si no se tenían calcetines o trapos que llevar debajo, no se podía andar, ni mucho menos correr, debido a sus agudos cantos interiores. El número de lesio­ nes y llagas en los pies obligó finalmente a la SS -en un tiempo en que la mano de obra era importante por motivos de Economía de guerra- a per­ mitir a los prisioneros que les mandaran zapatos de casa. La siguiente estación en este primer calvario era la cámara de efectos. Allí se clasificaban los objetos personales que aún habían quedado, se registraban y se guardaban en un saco por el tiempo de duración del cas­ tigo. El dinero que se traía había que entregarlo, así como cualquier objeto de valor, tales como alianzas matrimoniales, relojes, etc. Era impresionante el comercio que se hacía con los objetos robados. La posi­ bilidad para el robo que se ofrecía en cada una de estas estaciones fue aprovechada del modo más vergonzoso tanto por la SS como también, desgraciadamente, por muchísimos de los compañeros de prisión. La bajeza de los prisioneros estaba en todos los campos en relación directa con el dominio de los BV. Pero hubo también otros camaradas que hicie­ ron todo cuanto estaba en su mano para ayudar a los nuevos, consolarlos y aminorar la dureza de este primer trayecto; por ejemplo, con consejos susurrados rápidamente que eran, a menudo, de gran valor. Con ello el recién llegado se alejaba de momento y de modo inmedia­ to de las garras de la SS. No había muchas personas que pudiesen superar este proceso de quebrantamiento de voluntad y de rebajamiento humano sin daño interno. Algunos podían conservar su valor íntimo sólo porque desdobla­

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ban su conciencia: abandonaban su cuerpo abúlicamente a la arbitrarie­ dad, pero su auténtico yo se apartaba de los acontecimientos observándo­ los psicológica y objetivamente. En el despacho de prisioneros se registraba el mismo día el ingreso en el archivo y se asignaba un bloque determinado. AI día siguiente tenía lugar el examen médico y se rellenaba un gran formulario para el archivo sani­ tario del hospital de prisioneros. En el bloque de alojamiento caía sobre cada preso, al comienzo, una plé­ tora de impresiones y experiencias confusas. Cada bloque de madera tenía dos alas, cada bloque de piedra dos pisos y cuatro alas (A-casi siem­ pre para los «importantes» del campo: el decano de bloque, el escribien­ te, los kapos-, B, C y D); cada ala constaba de un ala de día y del dormito­ rio y estaba ocupada por un número que oscilaba entre los cien y los doscientos prisioneros. Las camas del dormitorio estaban dispuestas, en número de dos o tres, la una sobre la otra. Tenían sacos de paja que en algunos campos estuvieron cubiertos hasta 1944 con ropa de cama a cua­ dros. Cada prisionero podía disponer de una o dos mantas finas. Una tri­ quiñuela de la SS era lo que se llamaba «hacer la cama»: los sacos de pjya, abombados o hundidos, tenían que quedar todos los días lisos como una tabla, la ropa a cuadros tenía que ser dispuesta de tal forma que las líneas coincidiesen, las deformes almohadas debían ser colocadas en ángulo recto, y demás bromas de instrucción cuartelaria prusiana agudizadas por las prácticas de la SS. Una sola arruga en una cama podía conducir a la cruel vejación de todo el bloque. Los ordenanzas de aposentos, responsa­ bles de que se hiciera «la cama» -en cada ala había un adulador oficial y dos o tres oficiosos-, aplicaban por ello, para dominar la indiferencia, indisciplina o falta de experiencia de muchos de sus compañeros de cau­ tiverio, una inflexibilidad y dureza que contribuyeron muy particular­ mente a agravar las condiciones de vida en el campo en medio de una atmósfera general de rudeza e injusticia. Las salas de día estaban ocupadas por una hilera de mesas con bancos y por los llamados armarios (cajas de madera subdivididas en las que se encontraban compartimentos para los cubiertos de cada uno -un plato

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de latón, un pote de latón y cuchara-). Había una lucha constante para guardar en ellos por lo menos algunas de las cosas de las que uno se podía proveer en el curso del tiempo; muy frecuentemente eran incauta­ das durante los controles. El prisionero no disponía de otro lugar para guardar sus pobres objetos personales. En estas habitaciones transcurría la vida de los ocupantes del campo fuera del tiempo de trabajo. Entre cada dos alas de alojamiento había -cuando el campo estaba completamente construido—, una habitación de aseoyuna. instalación de W. C. con retretes abiertos. Allí se fumaba secre­ tamente, cuando era posible, ya que estaba prohibido terminantemente fumar en los bloques. En algunos campos de concentración se crearon bloques de cuarentena, pues con los ingresos se introducían a menudo epidemias; allí tenía que permanecer el recién llegado entre siete y veintiún días, antes de ser enviado a su bloque de alojamiento. Esta medida no pudo ser mantenida en ninguna parte debido a las siempre crecientes detenciones en masa durante la guerra y a los traslados -que, poco a poco, se hicieron desorbi­ tantes- de campo a campo.

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Al amanecer, los pitos despertaban a los prisioneros: en verano, entre las cuatro y las cinco; en invierno, entre las seis y las siete. En treinta minutos había que lavarse, desayunar y hacer la cama; una tarea a veces casi impo­ sible. El jefe de campo Plaul -un individuo espigado, macilento y algo encorvado, que había empezado su carrera en los campos de concentra­ ción como jefe inferior de tropa de Sachsenburg, y que después de reco­ rrer algunos otros terminó de jefe inferior de asalto en los campos «■Laura», cerca de Saalfeld, y «Hasag», en las cercanías de Leipzig- intro­ ducía en todos los sitios adonde llegaba el llamado deporte matutino; en el campo de concentración de Buchenwald lo introdujo en los últimos meses del invierno de 1942. Plaul fue uno de los más brutales verdugos de prisioneros. Odiaba a los presos políticos y era con los criminales con los que más a gusto trabajaba. Media hora antes de la hora señalada para des­ pertarse tenían que estar todos fuera de los bloques para hacer gimnasia, a un ritmo frenético, durante veinte o treinta minutos; en la gimnasia se incluía un continuo levantarse y arrojarse sobre la nieve y la suciedad. A consecuencia de las pulmonías y de los casos de muerte este ejercicio no consiguió mantenerse en ninguna parte demasiado tiempo. El desayuno de los prisioneros consistía en un pedazo de pan, de la ración que cada uno recibía todos los días y, o bien medio litro de sopa clara, o bien medio litro de «café» sin leche y sin azúcar. Las raciones se repartían en los distintos bloques en distintos momentos: en algunos por la tarde, en otros por la mañana. El que la recibía por la tarde y la comía inmediatamente se quedaba sin pan para el desayuno, lo que tenía cierta importancia, como se verá en el capítulo «trabajo». Seguidamente se iba a la revista de la mañana. Los ocupantes de los blo­

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ques se reunían, a una indicación, en las calles del campo y marchaban en prietas filas de ocho al patio de revista. En el amanecer nebuloso, ilu­ minadas por los fuertes reflectores de las torres, miles de personas misera­ bles, vestidas a rayas, columna tras columna; para todo el que lo haya vivi­ do, un espectáculo inolvidable. En el patio de revista cada bloque tenía un sitio determinado. La revista de la mañana, en la que se contaba a todos los prisioneros, duraba, por lo general, una hora, hasta que se hacía lo suficientemente de día para poder empezar a trabajar. No tenía la misma importancia que la revista de la tarde, de la que hablaremos des­ pués. Si en el recuento no faltaba nadie, lo que era lo corriente, ya que en el campo podía haber todavía menos cambios durante la noche que durante el día -las muertes acaecidas entre la revista de la tarde y la de la mañana eran comunicadas oportunamente por el hospital de prisione­ ros-, retumbaba para el ejército de infelices pelados al rape la orden: «¡Quitaos los gorros!» y «¡Poneos los gorros!». Éste era el saludo mañane­ ro que dirigía por el altavoz el jefe de partes al jefe de campo que estuvie­ ra de servicio. Si las órdenes no se ejecutaban «resueltamente», tenían que repetirse una y otra vez. El requerimiento tenía, más o menos, la siguiente forma: «¡Malditos hijos de puta, si sois tan vagos para ventilar vuestras sucias calvas, os voy a obligar a hacerlo yo hasta que os hierva el agua en el trasero, perros cochinos!». Después venía la temida citaáán: «Los prisioneros que han de presen­ tarse, ¡al portalón!». Esta llamada se refería a todos aquellos a quienes la tarde anterior la oficina había enviado un volante. En Buchenwald se habían clavado seis señales delante del ala derecha del edificio del porta­ lón; allí los citados tenían que esperar el terror desconocido que les estu­ viera destinado. Cuando, poco a poco, los prisioneros conseguían averi­ guar cuál era la señal que correspondía al Departamento Político y cuál a castigos o cosas más inofensivas (informaciones, firmas, certificaciones notariales, etc.), se cambiaba de repente el orden de las señales. Ante estas tablas de madera hincadas en la tierra, en cada una de las cuales había un número, los citados tenían que esperar hasta que los recogie­ sen; muchas veces durante horas, y siempre con la incertidumbre del des­

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tino que les aguardaba. (¡Si los familiares desde sus casas hubieran sabido lo que ocasionaban con sus habituales peticiones de información, sus demandas, etcétera!) Desde luego, en el portalón nadie tenía la posibili­ dad de escaparse o de esconderse; estaban expuestos, por el contrario, a las crueles triquiñuelas de los secuaces de la SS que pasaran por allá. Pre­ guntaban con agrado a los citados por el motivo de su espera, que, natu­ ralmente, ninguno podía indicar. Por ello, no era posible que la respues­ ta, cualquiera que fuese, fuera convincente. En tales casos se «ayudaba» adecuadamente a la memoria del «obstinado». A menudo la tarde anterior no se había repartido ningún volante, en cuyo caso se daba a conocer directamente el número del afectado por el altavoz; puedo decir por propia y repetida experiencia que se sentía un agudo pinchazo en el corazón cuando uno oía de pronto su propio número, fuera lo que fuese de lo que se tratase. A la citación seguía inme­ diatamente la siguiente orden: «Cuadrillas de trabajo, ¡a formar!». Acto seguido, en una confusión salvaje, se corría, lo más rápidamente posible, al lugar de reunión indicado de las cuadrillas. A los compases de la banda de música del campo, que en invierno tenía que tocar los instrumentos con los dedos rígidos, se procedía a la salida en filas de a cinco disciplina­ damente formadas. Bajo el portalón había que volverse a quitar rápida­ mente los gorros y poner las manos en la costura del pantalón. A conti­ nuación, se partía, a paso ligero y cantando canciones, a los lugares de trabajo. Se trabajaba o bien hasta entrada la tarde, con una pausa al mediodía al aire libre de media hora-estuvo prohibido durante mucho tiempo llevar­ se pan—, o bien volvían las cuadrillas al campo durante media hora o por tres cuartos, para tomar el almuerzo. Esta única comida caliente del día consistía, por lo general, en un litro de un cocido con más o menos sus­ tancia. A partir de 1938, no se celebraron en Buchenwald más revistas al mediodía, pero no se descontaban ni el camino de ida ni el de vuelta del tiempo asignado a la pausa del mediodía. La distribución era distinta en cada campo de concentración, pero se movía más o menos dentro del marco indicado.

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Después de terminar el trabajo -en invierno alrededor de las cinco de la tarde, en verano alrededor de las ocho (la hora se adelantaba o atrasa­ ba media hora entre marzo y noviembre)- tenía lugar la marcha de regreso; de nuevo en filas de a cinco, los prisioneros se dirigían a la revista de la tarde, desfilando ante la banda del campo que tenía que tocar alegres cancioncillas junto al portalón. Las revistas de recuento eran en todos los campos el terror de los prisio­ neros. Después de trabajar duramente, cuando todo el mundo deseaba el merecido descanso, había que estar horas de pie en el patio de revista, a veces con un tiempo tormentoso, bajo la lluvia o con un viento helado, hasta que la SS acababa de contar a sus esclavos, comprobando que nadie se había escapado por el camino. Las preparaciones técnicas para la revis­ ta de recuento tenían que hacerlas muchas veces los prisioneros, ya que era raro que un secuaz de la SS fuese capaz de hacer una comprobación exacta del recuento. Uno se esforzaba siempre en evitar cualquier error, en especial acerca de los prisioneros «jefes», que no podían acudir al patio porque su trabajo no admitía interrupciones, pero que, por supues­ to, eran también objeto del recuento. La minuciosa comprobación de errores, aunque en realidad no faltase nadie, prolongaba terriblemente la revista y privaba a los cansados prisioneros del último resto de su men­ guado tiempo libre. Es obvio que con una población de cinco o siete mil hombres se nota rápidamente si alguien falta realmente. Pero las cosas son bien distintas si se trata de quince o veinte mil, y no digamos si son treinta o cincuenta mil. No había pocos prisioneros extranjeros que con­ sideraban el recuento simplemente un ejercicio prusiano del que había que escabullirse. Cuántas veces se ha pasado alguno el recuento metido en algún escondrijo, mientras decenas de miles acababan con los pies deshechos hasta que se encontraba al infractor. (Su suerte no era envidia­ ble, pero nadie tenía compasión de él.) Aunque sólo faltase un prisione­ ro, había que leer en voz alta, con ayuda de los intérpretes, cientos de nombres y de números de los distintos bloques -nombres extranjeros: polacos, rusos, franceses-. Uno se puede imaginar lo que esto duraba con los ucranianos y los tártaros, por ejemplo, que mostraban una asiática

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indiferencia. A esto había que añadir, a veces, los gritos y golpes de los furiosos secuaces de la SS. Por todo ello era raro que la revista de la tarde durara menos de una hora y media. Los patios de revista de todos los campos de concentración han pre­ senciado tragedias horrorosas. ¡Con cuánta frecuencia tenía que perma­ necer de pie todo el campo, cuando había huido un prisionero! La SS podía tardar horas y horas en volver a tenerlo en sus manos. En el caso de que se hubiese escondido previamente en el terreno de la comandancia, los centilenas se situaban alrededor de todo el territorio exterior del campo. Las acciones de búsqueda dentro de la cadena de centinelas tenían que ser llevadas a cabo por los decanos de bloque, por los ordenanzas de alojamiento, los kapos, los capataces y por la Defensa del Campo. En la revista de la tarde del 14 de diciembre de 1938 se echaron de menos en Buchenwald dos BV. A pesar del frío de 15 grados bajo cero y de la insufi­ ciente indumentaria, los prisioneros tuvieron que esperar de pie en el patio de revista diecinueve horas. Aquella noche murieron de frío veinti­ cinco; al mediodía siguiente el número de muertos se elevaba a más de setenta. En otoño de 1939 tuvo que estar de nuevo todo el campo de pie dieciocho horas consecutivas porque dos BV se habían escondido en la pocilga. ¡Qué fácilmente se escribe ahora lo de tener que estar de pie y sin comer toda la tarde y toda la noche hasta el mediodía siguiente, des­ pués de una jom ada de trabajo agotadora, y el número de muertes que esto costaba cada vez! Habría que añadir además las dolencias crónicas que contraían cientos de prisioneros, a consecuencia de las cuales muchos de ellos perecían más tarde. Fue una liberación cuando la guerra aérea impuso a la SS el deber de oscurecimiento y los reflectores tuvieron que apagarse durante la noche. A partir de entonces las revistas de las tar­ des tenían que interrumpirse después de cierto momento, tanto si se había encontrado a un fugitivo como si no: la SS no habría podido tener ningún control del campo en la absoluta oscuridad y además habría temi­ do a los prisioneros. De vez en cuando, los jefes de bloque eran encargados de «limpiar» en el patio de revista a todos los ocupantes del campo: había que vaciarse

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los bolsillos para que el contenido fuese examinado por la SS, con lo que por lo general desaparecía mucho dinero y mucho tabaco. ¡Un domingo de febrero de 1939, en una ocasión de éstas, tuvieron que permanecer de pie y desnudos tres horas en el patío todos los prisioneros de Buchen­ wald! La mujer del entonces comandante Koch vino a la alambrada, junto con otras cuatro mujeres de losjefes de la SS, para refocilarse con el espectáculo de las figuras desnudas. A la revista tenían que comparecer todos: tanto los vivos como los muertos, los que tenían alta fiebre como los que habían sido sanguinaria­ mente golpeados. Se exceptuaba sólo a los prisioneros «jefes» y a aquellos camaradas que se hallaban en el hospital. El que había fallecido durante el día, en el bloque o en su cuadrilla de trabajo, era arrastrado hasta el patio. En las épocas duras había siempre docenas de prisioneros muertos a golpes o por el frío, y docenas de desfallecidos y de moribundos, coloca­ dos ordenadamente «en formación» al borde de las filas de prisioneros. La SS guardaba el orden hasta el último suspiro. Sólo después de la revis­ ta los moribundos podían ser llevados al hospital y los muertos al depósi­ to del sótano. Cuando, por fin, acababa el recuento de la tarde y el jefe había profe­ rido el «¡quitaos los gorros!» y «¡poneos los gorros!», solía ordenarse acto seguido un: «¡Media vuelta a la izquierda!»; entonces se procedía a los cas­ tigos en público de los que hablaremos en capítulo independiente. Acaso alguno de losjefes de campo desease «¡una canción!». Cuanto más torren­ cial era la lluvia, de tal suerte que -después de un día así- uno sólo se podía sostener haciendo acopio de todo su estoicismo, tanto más estúpi­ da era la canción que había que entonar una, tres o cinco veces consecuti­ vas. Por ejemplo: «Un pájaro viene volando» o «Qué es lo que resplande­ ce al borde del bosque...». En la mayoría de los campos los presos tenían que componer canciones especialmente para ellos. Entre ellas se encon­ traban textos que se hicieron muy populares; así, por ejemplo, la canción «Los soldados de los Pantanos».

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Dondequiera que se dirija la vista, nos rodean los Pantanos y la estepa. No nos alivia el canto de los pájaros, los robles se encorvan sin hojas. Somos los soldados los Pantanos y marchamos con la pala a los Pantanos... Por la mañana las cuadrillas van al trabajo a través los Pantanos. Cavan bajo el fuego del sol, pero el pensamiento está en el hogar. Somos los soldados de los Pantanos y marchamos con la pala a los Pantanos... Los centinelas hacen la guardia, nadie, nadie puede pasar. Huir es perder la vida. La fortaleza tiene cuatro cercas. Somos los soldados de los Pantanos y marchamos con la pala a los PantanosPero para nosotros no existen las quejas, no siempre será invierno. Un día podremos decir alegremente: «¡Hogar, vuelves a ser mío!». Entonces los soldados de los Pantanos ya nunca marcharán con la pala a los Pantanos...

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A las últimas líneas de la cuarta estrofa les dábamos secretamente esta ver­ sión: «Entonces los soldados de los Pantanos / marcharán con las armas en vez de con las palas...». Afines de 1938, el primer jefe de campo de la prisión de protección de Buchenwald, jefe de batallón Ródl, manifestó: «Todos los demás cam­ pos tienen su propia canción. Quiero tener una canción de Buchenwald. El que componga una recibirá diez marcos». Se presentaron gran canti­ dad de proyectos y acabó siendo elegido el texto que figura más abajo. Firmaba como autor un kapo, prisionero verde, que en sus tiempos había tenido la profesión de maestro de ceremonias en un cabaret; mantenía buenas relaciones con la SS. La verdad era que la canción se debía a dos judíos austríacos: el texto era de Lóhner-Beda, el libretista de Lehár, y la música de Leopoldi, cantante de cabaret en Viena. (Lóhner-Beda murió después en Auschwitz; Leopoldi fue puesto en libertad y emigró a Amé­ rica.) Cuando despierta el día, antes de que ría el sol, las cuadrillas marchan al afán de todos los días, penetrando en la mañana que amanece. Y el bosque es negro y el cielo rojo, y en el saco llevamos un pedacito de pan y en el corazón, en el corazón las penas. ¡Oh Buchenwald!, no puedo olvidarte, porque eres mi destino. El que te abandona puede apreciar lo maravillosa que es la libertad. ¡Oh Buchenwald!, no gemimos ni nos quejamos sea cual sea nuestra suerte. Sin embargo, queremos decir sí a la vida, pues alguna vez vendrá el día, y entonces seremos libres.

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Queremos decir sí a la vida, pues alguna vez vendrá el día, y entonces seremos libres. Yla noche es calurosa, y la muchacha está lejos, y el viento canta quedo, y la quiero tanto, si me fuese, sí, si me fuese fiel. Ylas piedras son duras, pero nuestro paso es firme y llevamos con nosotros los picos y las palas y en el corazón, en el corazón el amor. ¡Oh Buchenwald!... (al estribillo:) Pero la noche es corta y el día tan largo. Y suena una canción que canta a la patria natal: ¡No dejaremos que nos arrebaten el valor! Mantén el paso, camarada, y no pierdas el valor, pues llevamos la voluntad de vivir en la sangre, y en el corazón, ¡en el corazón la fe! ¡Oh Buchenwald!...

El texto y la melodía tenían que ensayarse durante el tiempo libre, hasta que una tarde -era a fines de diciembre de 1938, el frío era terrible y había nevado mucho- llegó el momento: «¡La canción de Buchenwald!». Con siete mil hombres no es difícil imaginarse la algarabía de gatos que se produjo cuando se entonó la canción por primera vez. Ródl, completa­ mente borracho, estaba indignado de que no saliese bien inmediatamen­ te y ordenó que cada bloque cantase por separado hasta que la entona­ ción fuese correcta. Empezó un concierto infernal. Cuando Ródl se percató de que tampoco de este modo se conseguía nada, ordenó que todos juntos cantasen estrofa tras estrofa hasta que la canción fuese audi­

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ble. Después de esforzamos durante cuatro horas, pudimos volver a los bloques; pero antes tuvimos que desfilar en filas de a diez cantando la nueva canción ante él y ante otros jefes, ebrios, de la SS. Pobre del bloque que no venía bien formado o no cantaba bien del todo: tenía que empe­ zar otra vez hasta que saliese. A las diez de la noche habían salido todos del patio de revista, hambrientos y ateridos de frío. Se equivoca quien crea que al término de la jomada acababan el esfuer­ zo y el sufrimiento de cada día y que todos podían comer y descansar cómodamente. No era raro encontrarse al llegar al bloque con el resulta­ do de los controles de los bloques que efectuaban a lo largo del día los jefes de bloque: armarios derribados o brualmente registrados. Al volver a ordenarlos se producían escenas terribles entre los prisioneros, con los nervios a flor de piel en busca de sus cubiertos en aquellos bloques atesta­ dos. La comida que se daba por la noche, después de haber trabajado inin­ terrumpidamente todo el día, estaba fría tras una revista de tan larga duración. La ración del día, en caso de que se diese por la noche, consis­ tía en una porción de pan, un pedacito de margarina y un poco de embu­ tido o una cucharada de requesón. El ordenanza de alojamiento gritaba de pronto: «¡Atención! El bloque tal, ala B. ¡Ciento treinta y cinco prisio­ neros a comer!». Algún jefe de tropa se daba el gusto de aparecer. Toda­ vía bajo el umbral de la puerta gritaba: «¡No estáis aún todos bajo la mesa, cerdos!». Los bancos volaban, los platos caían con estrépito, y siempre quedaba alguno que, aún con su mejor voluntad, no encontraba sitio debajo de las mesas. Estos infelices eran los que tenían que pagar el pato. Los juegos de esta clase tenían sus variaciones. Otros jefes de bloque ha­ cían despejar los bloques en medio de la comida y ordenaban a todos los prisioneros que hiciesen un absurdo cualquiera, por ejemplo, hacer el pino con la cabeza metida en la nieve. ¿Quién podía hacer ya esto? Se exi­ gía de los viejos y de los enfermizos con la misma naturalidad con que se pedía una carrera gimnástica alrededor del bloque. Si no había manera de hacerlo llovían las patadas, las bofetadas y los golpes. Aunque después de la revista no pasase nada, era difícil apartar de la imaginación que en cualquier momento podía caer un rayo.

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Si la revista no había durado demasiado tiempo, algunos grupos de prisioneros tenían que seguir trabajando hasta bien entrada la noche. Los demás vagaban por las calles del campo, por delante de los bloques o por las habitaciones de aseo y los retretes; o se iban inmediatamente a la cama. Al sonar el toque de queda en el campo -que según la época del año era entre las ocho y las diez de la noche- tenían que estar todos, a excep­ ción de los que aún trabajaban, en los bloques; y media hora más tarde en la cama. Sólo se podía dormirén camisa, incluso durante los meses más duros del invierno, a pesar de que los dormitorios estaban completamente hela­ dos y sus húmedas paredes de piedra recubiertas de hielo en las esquinas y alrededor de las ventanas. A menudo los jefes de bloque organizaban controles nocturnos; ordenaban colocarse a todos los ocupantes al lado de las camas o incluso fuera del bloque, para sorprender a los que llevasen alguna otra prenda de vestir. El que, por ejemplo, era cogido con calzon­ cillos o con calcetines tenía que contar con los castigos más duros. A veces se obligaba a los prisioneros a correr alrededor del bloque, descalzos y con la camisa, durante media hora o una hora entera. Estos imprevistos golpes nocturnos de la SS no se daban regularmente, sino sólo de vez en cuando, por sorpresa; casi siempre cuando los jefes de bloque estaban borrachos. Pero como los controles podían efectuarse en cualquier momento y en cualquier bloque, la amenaza se dejaba sentir constante­ mente. Gracias a Dios todos estaban demasiado cansados y demasiado agotados para poder alimentar aún consideraciones inquietantes. La noche cubría la miseria durante pocas horas -demasiado pocas- con su manto de piedad. Sólo los viejos, los enfermos y los que padecían insom­ nio esperaban con el pensamiento afligido el dolor del día siguiente.

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La jomada se caracterizaba por el trabajo forzado. Esto era lo que impri­ mía su sello al campo de concentración. La selección de la mano de obra tenía lugar de modo sumamente sig­ nificativo. Los recién llegados tenían que presentarse a la mañana siguiente de su primera revista ante el jefe de trabajo. Cubrirse, alinear­ se... ¡y allá va!: «¡Los obreros especializados, que den un paso al frente!». El que estaba al tanto se adelantaba aunque apenas tuviera idea de un ofi­ cio. No había muchos que tuviesen el suficiente valor y presencia de ánimo para asignarse un oficio cualquiera y, después, superar las dificul­ tades que surgiesen con maña y cara dura. La mano de obra especializada era destinada a los talleres, lo que equivalía a una especie de primer segu­ ro de vida, ya que el resto era enviado -sin tener en cuenta la constitución corporal, la capacitación y los conocimientos que se poseían, y dejándose guiar sólo por las necesidades de mano de obra de las distintas cuadri­ llas-, a los trabajos más duros, como canteras y cuadrillas de zanjas. Los que tenían profesiones intelectuales, sobre todo los que llevaban gafas, se encontraban ya desde un primer momento en el camino del desastre: una «selección de los más hábiles» grotesca y espantosa. El traslado de Ja cuadrilla de trabajo a la que uno había sido destinado era un asunto muy difícil. Del kapo y de los capataces dependía totalmente el obtener un puesto mejor dentro de la cuadrilla. Por lo general se dejaban sobornar. Pero para abandonar una cuadrilla e ingresar en otra se necesi­ taban buenas y muy complicadas relaciones. En tales casos, había que ser reclamado, a través del jefe del servicio de trabajo, por el jefe de la SS de la nueva cuadrilla, ser autorizado por el jefe de la SS de la antigua y ser registrado de nuevo por la estadística de trabajo. Si todo esto sucedía sin el conocimiento y sin la participación del kapo, el interesado estaba per-

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dido, pues tal procedimiento ponía de manifiesto «colaboración con la SS». Por ello, en la práctica, el traslado sólo se efectuaba ilegalmente: los escribientes de la cuadrilla, de acuerdo con el kapo, o mejor aún, a indi­ cación de éste, trasladaban al prisionero y los camaradas de la estadística de trabajo se encargaban de modificar la ficha. Cientos de novatos inex­ pertos intentaban continuamente huir de su cuadrilla y pasar a otra. Pero nunca salía bien; eran «atrapados» inmediatamente (existía un control extraordinariamente riguroso de recuento y de nombres) y tratados «adecuadamente», no sólo por parte de la SS, sino también por parte de los prisioneros, ya que toda la cuadrilla podía ser castigada del modo más evidente si, de alguna manera, «llamaba la atención». ¿Quién estaba, pues, en condiciones de realizar un cambio de cuadrilla? El hecho es que eran raros los antiguos concentrados que no consiguiesen, en el curso del tiempo, ascender a puestos de trabajo más favorables e incluso más cómo­ dos. El que no podía conseguirlo, perecía: como esclavo corriente de tra­ bajo de la SS no había hombre capaz de sobrevivir. Para mejorar las con­ diciones individuales se necesitaba dinero para sobornar, o un amigo influyente, bien entre los verdes -si éstos dominaban en el campo-, bien entre los rojos. En el segundo caso tenían preferencia los comunistas, pues, cuando la situación interna del campo estaba dominada por los pri­ sioneros políticos, era siempre el Partido Comunista el que tenía el poder. A los demás presos políticos que no perteneciesen a dicho partido les era difícil mejorar de situación. De cuando en cuando, la SS invitaba a los prisioneros a presentarse voluntariamente a mejores cuadrillas. Pero siempre se corría el grave ries­ go de que se tratase de un peligroso engaño. A veces, lo que se conseguía era «llamar la atención» de un secuaz de la SS y entonces, además de ser rechazado, había que sufrir sus golpes. No era raro que, con tal motivo, se examinasen los expedientes del Departamento Político, con lo que el asunto podía acabar en una catástrofe. En el campo había trabajos con sentido y otros completamente sin senti­ do que sólo pretendían martirizar. Los segundos eran la excepción; se tra­ taba, más bien, de trabajos que los jefes de cuadrilla, «por diversión», f

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creaban «para variar»; así, por ejemplo, obligaban a los judíos a construir muros que al día siguiente tenían que derribar, después volverlos a cons­ truir y así sucesivamente. Considerado en conjunto, gran parte del traba­ jo exigido en los campos de concentración era ineficaz; organizado superficialmente o de modo miserable, había que repertirlo dos y tres veces. Las edificaciones había que construirlas también varias veces, pues no era raro que a consecuencia de una preparación defectuosa se vinie­ sen abeyo los cimientos. El interés de los prisioneros estaba dirigido, en todas las cuadrillas a dos aspectos fundamentales: trabajar bajo techado y en algún lugar calien­ te. En la peor época del año se producía una verdadera estampida hacia las cuadrillas que ofrecían estas ventajas. Se pagaban altos precios a los kapos y capataces sobornables por puestos de trabajo resguardados del frío, aunque se encontrasen al aire libre. Desde este punto de vista, y también desde otros, hay que distinguir fundamentalmente entre las cuadrillas que trabajaban dentro del campo y las que trabajaban fuera de él en el sector de la comandancia, pero den­ tro de la cadena de centinelas. Por lo general, las de dentro del campo tenían a su cargo las tareas más suaves. Las cuadrillas interiores más importantes eran: cocina, alma­ cén, lavandería, baños, cámara de efectos, cámaras de vestuario y de apa­ ratos, zapatería, sastrería, taller de reparación de tejidos de lana, carpinte­ ría, cerrajería y otra larga serie de talleres; serrería y almacén de maderas, pocilga, departamento de horticultura, hospital de prisioneros con su «sección de patología» y, desde 1943, con la «sección de fiebres tifoideas e investigación de virus», despacho de prisioneros, estadística de trabajo, oficina de correos de prisioneros, biblioteca, y la llamada cuadrilla del campo para la conservación. En 1942 se crearon el servicio de bomberos y la Defensa del Campo. En algunas cuadrillas interiores, como el taller de reparación de tejidos y la serrería, se daba empleo preferentemente a camaradas inválidos. A menudo había hasta dos quintos de los prisione­ ros del campo trabajando en cuadrillas interiores; incluimos en estos dos quintos a los numerosos ordenanzas de alojamiento y a los especialistas

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de las Industrias Alemanas de Armamentos (Deutsche Ausrüstungswerke, DAW, una industria berlinesa de la SS que tenía secciones en todos los campos de concentración). Como no es posible describir todas estas cua­ drillas, tomamos al azar, como ejemplo de lo que en ellas acontecía, la lavandería de prisioneros de Buchenwald. La cuadrilla comenzó a actuar, con diecisiete hombres, el 9 de septiembre de 1938, para poner en fun­ cionamiento la lavandería que había tardado más de un año en ser cons­ truida. El jefe fue, al principio, el jefe de tropa de la SS Kindervater. El más pequeño descuido que observase en el trabajo bastaba para poner al prisionero de pie de cara a la pared o a un poste, o para obligarle a hacer cincuenta o cien flexiones. Si estaba aburrido salía de la lavandería y bus­ caba un «haragán» cualquiera al que ponía encima de una mesa y le pro­ pinaba él mismo veinticinco bastonazos. La cuadrilla aumentó, después de corto tiempo, a sesenta y cinco prisioneros. Se trabajaba durante el tiempo fijado por la dirección del campo. Todos los prisioneros recibían semanalmente una camisa, un par de calcetines, una toalla y un paño de limpieza; cada catorce días unos calzoncillos y, hasta 1941, cada cuatro semanas ropa limpia de cama. La situación varió cuando empezaron a lle­ gar las grandes masas. De 1939 a 1940 se retiró en primavera-más tarde esto habría sido inimaginable- la ropa algo gruesa de invierno, cambián­ dola por una indumentaria fina de verano (con la que, cuando llovía, se pasaba bastante frío). Se lavaba la ropa de invierno, reparándola para su entrega a fines de otoño. Como los prisioneros no tenían más que un solo traje, la cuadrilla de la lavandería se declaró dispuesta a sacrificar todas las tardes libres de los domingos a fin de fabricar, por lo menos ocasional­ mente, uno de repuesto. Con el curso de los años, se llegó a lavar también la ropa interior personal de los prisioneros, cuyo envío fue autorizado durante la guerra. Los trajes y ropa interior que llegaban del campo de concentración de Auschwitz -más de medio millón de camisas y doscien­ tos ochenta mil calzoncillos con marcas de fabricación de todos los países de Europa- eran lavados en la lavandería antes de su utilización. En aquel tiempo la cuadrilla, que entretanto había aumentado a ochenta y cinco hombres, tenía que trabajar, regularmente, cuatro veces a la semana /

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hasta las doce de la noche. Hasta 1943 no se consiguió, tras muchas ges­ tiones de los kapos, aumentar la dotación a ciento veinte hombres; por último, cuando hubo que trabajar día y noche, en tumos casi ininterrum­ pidos, se aumentó a ciento ochenta y cinco. De 1942 a 1945 se lavaron en la lavandería, de promedio mensual, más de 300.000 piezas de ropa inte­ rior. La lavandería era, por así decirlo, una de las industrias modelo de las cuadrillas interiores; éstas solían ser menos duras, pero también había excepciones como el departamento de horticultura, la cuadrilla de pica­ pedreros de las calles del campo y la de retretes. En otras, como en la del hospital de prisioneros, había siempre una responsabilidad muy grave. El que trabajaba en el departamento de horticultura estaba siempre expuesto a las inclemencias del tiempo, trabajaba bajo un control conti­ nuo y tenía que transportar piedras o tierra a un ritmo y en unas cantida­ des que hubieran podido «liquidar» incluso a hombres robustos. En esta cuadrilla las condiciones no mejoraron en ningún momento; ni en Dachau, ni en Buchenwald, ni en ningún otro sitio. Hay que haber visto una escena típica para comprender lo que significaba trabajar como pri­ sionero en el departamento de horticultura de un campo de concentra­ ción. No tenía nada que ver con lo que en el mundo civilizado se entien­ de por trabajo de jardín: una actividad más bien agradable, incluso una actividad de recreo. El 1 de mayo de 1943 se tenía que (volver a ) «trans­ portar mierda» en Buchenwald, como sustitutivo del Día del Trabajo. El que se desplomaba bajo el peso de la carga era atacado por los perros. Dos rusos, Serguéi Nikolaiev (de Woronesch) y Fedia Fedorkim (de Stalingrado), transportaban juntos una caja de carga. Eran amigos y trataban de estar juntos siempre que podían. Para no «llamar la atención» trabaja­ ban con toda la fuerza que tenían. Pero no pudieron escapar a su destino. Fedia, totalmente desfallecido, tropezó y se desplomó; con él se volcó la caja, con su repugnante contenido, salpicando al jefe de fila de la SS, Fritz Schulz, que se encontraba cerca. Inmediatamente asesinó a tiros al ruso que yacía en el suelo, mientras los perros caían sobre su camarada destro­ zándolo. El secuaz de la SS, en un acceso de rabia, le pisoteó con las

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espuelas de sus botas militares; los perros se encargaron de desgarrar el resto. Nadie pudo, ni a nadie se le permitió, ayudar a ninguno de los dos. Por el contrario, muy cerca de allí se desarrollaba simultáneamente otra escena. Wladislaw Schezmit, un polaco, había sido destinado a un grupo de transportistas de piedras que tenían que llevar su carga, a paso ligero, del jardín a la depuradora. Un centinela de la SS le ordenó levantar una losa de considerables dimensiones, pero no le fue posible: no podía ni siquiera moverla de su sitio, y mucho menos levantarla. «¡Vamos!», gritó el centinela, arrojando un ladrillo al polaco. El prisionero se desplomó manando sangre. «¡Levanta la piedra, perro polaco! ¡Tienes que levantar la piedra!» Varios secuaces de la SS reanimaron al desvanecido, derra­ mando sobre él un cubo lleno de agua. Le levantaron violentamente, le apoyaron sobre un árbol y le ejecutaron por «sabotaje», al tiempo que les servía para hacer ejercicios de tiro al blanco. La misma noche murieron tres prisioneros a consecuencia de las palizas sufridas en el departamento de horticultura y de los mordiscos de los perros; otros seis habían muerto a golpes. La cuadrilla de limpieza de letrinas no era menos famosa, prescindiendo ya de lo repugnante del trabajo. Oportunamente fue bautizada por la SS y por los prisioneros con el nombre de «cuadrilla 4711», según la famosa marca de agua de colonia. Estaba reservada a losjudíos. En Dachau perte­ necieron durante largo tiempo a una cuadrilla similar los condes Max y Ernst Hohenberg, hijos del heredero al trono austríaco, Francisco Fer­ nando, de su matrimonio con la condesa Chotek. A los picapedreros de las calles del campo estuvieron destinados, entre otros, en Buchenwald, durante una temporada, el antiguo ministro de Justicia de Austria, doctor Winterstein, de sesenta años, y el jefe austríaco de la Juventud del Estado, barón Duval. Bajo la lluvia y la nieve, con calor o con frío, los prisioneros de esta cuadrilla se sentaban, en filas, sobre las losas que dividían con martillos en toscos adoquines para empedrar con ellos las calles. Naturalmente eran objeto propicio para las vilezas de los secuaces de la SS que pasaban por allí casualmente. Las cuadrillas exteriores del campo estaban sometidas a condiciones pare­

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cidas en lo desfavorable. Es difícil de decir qué era lo peor de todo: si las palizas de los jefes de cuadrilla, los métodos de tantos kapos y capataces o la clase de trabajo. Si las condiciones generales del campo no hubiesen bastado por sí mismas para hacer un infierno de la existencia, estas tres «condiciones especiales» lo habrían logrado. Las peores cuadrillas eran las de las canteras, pero las de zanjas y las de transporte no iban muy a la zaga. El comienzo del trabajo representaba ya para muchos prisioneros una tragedia grotesca: la lucha por las herramientas que sólo había en número limitado y con calidad variable. El que no conseguía ninguna herramien­ ta se hallaba expuesto al constante e inmediato peligro de «llamar la aten­ ción», es decir, a que se diese parte de él por trabajar deficientemente. Y ésta era, sin embargo, una de las dificultades menores. Hay que exponer algunos ejemplos prácticos para poner de manifiesto la casi inconcebible realidad. Cuadrilla de zanjas y de construcción de Buchenwald, primavera de 1944. Un grupo de judíos y de polacos está haciendo obras en un suelo pedre­ goso; un trabajo considerable para hombres corpulentos; para espectros enflaquecidos y hambrientos, casi imposible. Sólo el miedo impulsa a un supremo esfuerzo físico. Y el miedo está más que justificado: el jefe de construcción se fija en dos judíos a quienes les están abandonando las fuerzas. Se aproxima a ellos y ordena a un polaco (llamado Strzaska) que los entierre a los dos, que apenas se pueden tener ya en pie. El polaco se queda estupefacto y se niega. El jefe de tropa reacciona golpeando al polaco con el mango de una pala y le obliga a meterse en una de las zan­ jas en lugar de los judíos. Entonces ordena a los judíos que le cubran de tierra; éstos obedecen por el miedo mortal que les invade y con la espe­ ranza de poder escapar a tan horrible destino. Cuando lo único que queda ya visible del polaco es la cabeza, ordena el miembro de la SS: «¡Alto!». Dice que le desentierren. Ahora son los dos judíos los que tienen que meterse en la zanja, y Strzaska vuelve a recibir la orden de cubrirlos de tierra. Lentamente se va llenando la zanja. Cuando por fin está llena, es el mismo jefe de construcción el que, riendo, se encarga de pisotear la

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tierra para que quede firme sobre las dos víctimas. Mientras tanto, los demás prisioneros siguen trabajando febrilmente para no «llamar la aten­ ción» de la bestia por nada del mundo . Cinco minutos más tarde llaman a dos de ellos; tienen que sacar inmediatamente a los enterrados. Las palas vuelan, tal vez los camaradas aún puedan salvarse. A uno de los dos judíos, con las prisas del desenterramiento, una pala le desgarra el rostro, pero ya estaba muerto. El otro da débiles señales de vida. El secuaz de la SS ordena entonces: «¡Llevad a los dos al homo crematorio!». En la cuadrilla de zanjas I, en el año 1939, bajo el mando del kapo Heusgen, el capataz Tannenbaum sumergió la cabeza de un hombre -padre de más de media docena de hijos- en un charco de agua y ahí la retuvo hasta que logró ahogarle. Se procedió a una lenta investigación que duró más de un año; pero fue sobreseída al aportar Tannenbaum veinte testigos de la cuadrilla que declararon que nada de aquello había sucedido. Había cientos de personas que hubiesen podido testificar todo lo contrario, pero les habría costado la vida y por eso callaron. ¿Para qué sacrificar inútilmente la vida si en estas cuadrillas no podía cambiarse absolutamente nada? El cambio tenía que empezar en otro punto: con la lucha contra los verdes, y ello es lo que se puso en ejecución. Otro capataz de la misma cuadrilla golpeó a un prisionero de tal modo que se le rom­ pió el mango de un pico nuevo. No se trataba de casos aislados. El kapo Heusgen, que llevaba el triángulo rojo y era miembro del Partido Comu­ nista, murió en el campo por sus infamias, de muerte no natural, en 1942; el capataz Tannenbaum, también un «político», pudo escapar de su merecido destino por su inesperada puesta en libertad. Lo esencial de estas escenas no es que sucediesen ininterrumpida­ mente —si así hubiese sido no habría habido ningún superviviente de los campos de concentración-, sino que eran posibles en todo momento. ¡Con cuánta frecuencia los transportadores de piedras, de las cuadrillas de zanjas o de canteras, aun llevando sus pesadas cargas, eran obligados a pasar por las baquetas! (Estas cuadrillas estaban compuestas, sobre todo, por judíos, rusos y polacos.) Los peores matones de la SS se colocaban, lis­ tos para tales «diversiones», a derecha e izquierda. Ciento ochenta y un

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polacos que habían ingresado en Buchenwald el 15 de octubre de 1939 perdieron así a más de la mitad de sus camaradas en un plazo de diez días. Dieciséis no pudieron resistir el primer día, treinta fueron demoli­ dos a golpes el tercero, a docenas de ellos tuvieron que llevarlos en cami­ lla a la revista de la tarde el cuarto. Los judíos tenían que vivir un verdade­ ro infierno en las cuadrillas de zanjas, de construcción y de transporte. Después de verse obligados a restregar sus rostros contra zarzales, es lógi­ co que tomasen como un alivio ser empleados en los trabajos inútiles ya mencionados, como construir y volver a derruir muros. O tomemos, por ejemplo, las cuadrillas de transportes: quince o veinte hombres empleados como tiro de un carro cargado a rebosar, en el lugar de los caballos, sujetos con riendas y obligados a marchar a paso ligero. Un jefe de la SS marcha delante de ellos en una motocicleta para señalar el ritmo de marcha; ¡además, tienen que cantar! Los jefes de campo Plaul y Kampe designaban a esta cuadrilla, cuando aún eran jefes inferiores de tropa en el campo de concentración de Sachsenburg, con la expresión (que entusiasmaba a la SS) de «caballos cantores». Para dar una imagen fiel de la vida y de los sufrimientos de esta cuadri­ lla, transcribimos a continuación las indicaciones de algunos camaradas que pertenecieron durante años a la de Buchenwald. Son de los pocos que pudieron sobrevivir. En Buchenwald había ciento treinta judíos repartidos en cinco grupos de transporte. Kodicekjulius, número 6.452: «En 1940 trabajábamos, con una pausa de media hora, desde la seis de la mañana hasta la revista de las 14,30, y desde las cuatro de la tarde hasta el anochecer. Durante el camino, el jefe de tropa Chemmitz nos obligaba encima a hacer “deporte”: al suelo, en pie, seguir corriendo». Margulies, Leo, número 4.573: «En el verano de 1942 teníamos que transportar piedras de la cantera. Como sólo podían cargar cuatro hom­ bres, los restantes tenían tiempo para tomar un poco de aliento. Esto le pareció inadmisible al jefe de tropa, Greuel: ordenó a los demás transpor­ tar, entretanto, piedras a paso ligero». Filgur, Max, número 120.559: «El kapo Hill propinó en marzo de

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1940 a mi tío Tischler tal patada en los testículos que se desplomó allí mismo y tuvo que ser trasladado al hospital. Mi camarada de trabajo Brucker tropezó, por culpa de las continuas persecuciones, con el tronco de un árbol y se rompió un pie». Einziger, Hermann, número 6.932: «En abril de 1942 tuvimos que transportar troncos de árboles al campo, siendo acosados y maltratados por los jefes de tropa Chemnitz y Deuringer. Como el kapo Jakob Ganzer nos espoleaba cada vez más duramente y todos estábamos ya nerviosos, los tron­ cos no fueron apilados correctamente, y uno de ellos cayó sobre el camara­ da Friedmann (de Mannheim): le destrozó la caja pectoral y la columna vertebral. Otros seis camaradas tuvieron que ser llevados al hospital». Feingold, Max, número 8.448: «El kapo Jakob Ganzer nos hacía car­ gar, a veces, la arena y los trozos de piedra con las manos, de tal modo que nos desollamos totalmente los dedos. También era parte de nuestro trabajo llevar desde un cobertizo de la jardinería a la perrera de la SS el patíbulo desmontable». Einziger, Moses, número 6.933: «El 9 de abril de 1942 hubo, a pesar de la época del año, una tremenda nevada con una temperatura de 12 grados bajo cero. El transporte se efectuó durante todo el día sobre la nieve. Balance: Fránkel, un joven vienés, que se hallaba agotado, murió congelado; otros cuatro camaradas ingresaron en el hospital de prisione­ ros con graves congelaciones». Steiner, Franz, número 3.948: «En 1942 tuvimos que trabajar durante tres domingos en la colonia de la SS de Kleinobringen. El adjunto del campo ordenó paso ligero durante todo el día y que fuésemos golpeados por los centinelas. Durante el trabajo fuimos apedreados por los hijos de los miembros de la SS». A un viejo concentrado le parecerá extraño que resaltemos estos ejem­ plos. En el campo uno apenas se daba cuenta de ellos; estaban al orden del día. Para que uno prestase atención especial tenían que suceder cosas muy distintas; los acontecimientos de la cantera, por ejemplo. Las canteras eran en los campos de concentración las verdaderas cuadrillas de exterminio. Algunos campos, como Mauthausen, casi únicamente se componían, pres­

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cindiendo de las cuadrillas interiores, de canteras. Este trabajo ya es duro de por sí, sobre todo -si es que es posible destacar algo- el de subir las vago­ netas por el monte. Diariamente se llevaban al campo, en camillas y carros, los muertos, los heridos y los que habían quedado inválidos; algunos días su número ascendía a dos y a tres docenas. Los malos tratos son indescripti­ bles: pedradas, golpes, «accidentes», empujones voluntarios al abismo, balazos y toda clase de torturas, costaron en todos los campos la vida de miles de camaradas. Uno de los métodos favoritos de losjefes de tropa era obligar a empujar a los candidatos a la muerte vagonetas vacías, o incluso llenas, cuesta arriba; como era imposible que dos hombres pudiesen llevar a cabo este trabajo, perecían al desprenderse la vagoneta. En la cantera tra­ bajaban, sobre todo, las compañías de castigo y, además, todos los condena­ dos destinados especialmente a ella. Allí se encontraban los cotos de caza de jefes de tropa, kapos y capataces famosos. El mencionado 1 de mayo de 1943, en Buchenwald los de la SS apostaron seis cigarrillos contra dos vasos de cerveza a ver quién podía matar a un prisionero de un grupo de trabaja­ dores de castigo con piedras arrojadas desde arriba; si fallaban demasiadas perdían la paciencia y se ponían a disparar. Diecisiete muertos y heridos fueron el resultado de esta «diversión». «Muerto de un disparo en intento de fuga»: ésta era la fórmula legal de tales asesinatos en masa. El número de ellos es legión en todos los campos de concentración. Entre los más céle­ bres asesinos de Buchenwald figuran losjefes principales de tropa Hinkelmann y Planck. El segundo era un cazador furtivo y empleado forestal bávaro que se ahorcó en el calabozo en 1944 al verse envuelto en un affairede\ médico del campo doctor Hoven (asesinato de testigos). En su cuenta hay que cargar varios cientos de asesinatos; así el del doctor Winterstein, a quien sus fanáticas maquinaciones comunistas en el campo llevaron a la cantera, el del capitán austríaco Stahl, el del diputado comunista del Reichstag Wemer Scholem. Planck dio un paseo amistoso con Scholem de unos diez minutos, y después le disparó desde un lado. A Stahl le saltó la tapa de los sesos con una bala dum-dum. El prisionero político Rudolf Amdt, que había hecho mucho por sus camaradas en Buchenwald y que tenía ya a sus espaldas doce años de prisión y de campo de concentración,

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fue muerto de un disparo, también en la cantera, por iniciativa de Planck, a raíz de una denuncia presentada por un preso criminal judío varias veces reincidente. Hinkelmann era de la misma catadura. Estaba casi continua­ mente borracho. Una de sus preferencias era decir irónicamente a prisio­ neros golpeados sangrientamente: «¡Corred más de prisa que así llegaréis antes a la meta!». Era casi genial en el invento de tormentos. Obligaba a las personas de edad a subirse a los árboles, para entonces sacudirlos hasta que caían, bajo la risa satánica del secuaz de la SS, desnucados o con tan graves lesiones que morían en el hospital. Las cuadrillas de transportistas de pie­ dras tuvieron que transportar en Buchenwald una vez durante tres sema­ nas, a paso ligero, material desde la cantera al establo (una distancia de aproximadamente 400 metros): la construcción de la calle costó veintitrés vidas. La mayoría de los kapos de la cantera no eran mejores, a veces inclu­ so todavía peores. Vogel, un homosexual sádico, hallaba satisfacción sexual en maltratar a sus compañeros de cautiverio. El mismo condenaba y ejecu­ taba. En 1940, un tal Bemstein se manifestó críticamente contra los méto­ dos de Vogel. A consecuencia de ello se le condujo bajo pretextos a la can­ tera, donde fue aporreado personalmente por Vogel y después «muerto de un disparo en intento de fuga». Otra vez llamó la atención del jefe del campo Ródl, un polaco que apenas podía mantener el paso ligero, debido a la enorme piedra que tenía que transportar. Eljoven, llamado Podvysoka, tenía sólo veinticuatro años. Vogel le mató allí mismo a pedradas con sus propias manos. Los jefes de partes Kent, Petrick y Strippel entregaron a este kapo por lo menos cincuenta prisioneros políticos que les parecían peligrosos, para que fuesen «tratados especialmente». Vogel quiso obtener una vez 300 marcos del funcionario ministerial doctor Gerdes, quien por estar prometido a la hija del presidente austríaco Miklas tenía en el campo la mala reputación de ser yerno de éste (motivo suficiente para llevarle a la cantera). Gerdes no logró reunir la cantidad con la suficiente rapidez, por lo que el kapo encargó al capataz Wittvogel (los pájaros' armonizaban bien; *El autor hace un juego de palabras con los apellidos Vogel y Wittvogel y la palabra alemana Vogel (pájaro). [Esta nota, como todas las marcadas con asterisco, es del traductor.]

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nomina sunt omina) que procurase azuzar al «perro negro» hacia la línea de centinelas, lo que no tardó en hacer. En otra ocasión le dijo a un judío: «Ahora son las doce. A las doce y cinco estarás con Jehová». No tardó ni cinco minutos. El segundo jefe de campo de la SS, Gust, daba instrucciones al kapo de la cantera, Müller (al que visitaba casi diariamente y le regalaba cigarrillos y paquetes robados), sobre determinados prisioneros a los que había que matar. Como a consecuencia de ello se incrementó tremenda­ mente el número de «muertos de un disparo en intento de fuga», se crea­ ron, simultáneamente, pro forma, prisioneros centinelas que, en aparien­ cia, debían impedir que sus camaradas fuesen a la línea de centinelas. Müller era un hombre totalmente corrompido por su posición de poder. Su carácter veleidoso le había convertido en un horrible sádico. (Con otros cuantos se presentó, más tarde, a una cuadrilla exterior de Buchenwald para Renania, siendo ahorcado por sus propios compañeros.) Entre los centinelas y él existían pactos firmes: a cambio de tabaco de fumar y de mascar entregaba las víctimas que hicieran falta. Diariamente se empujaba a un prisionero, por lo menos, a la línea de centinelas; aveces eran dos. Así se proveía Müller de tabaco en aquella época de escasez. El relevo de centi­ nelas tenía lugar a las nueve de la mañana. Se pactaba que un prisionero sería entregado antes de las nueve y otro después de dicha hora. Los centi­ nelas decidían entre sí quién dispararía y recibiría, por ello, permiso y pre­ mio. Los métodos preparatorios de Müller eran diversos: o martirizaba a la víctima de tal modo que ésta iba voluntariamente a la muerte, o la enviaba a la línea a buscar leña, o bien llamaba a una persona a la que se había ago­ tado de cansancio y le decía que podía echarse a dormir al otro lado, al tiempo que rogaba a los centinelas que la dejasen pasar; después de pocos pasos éstos la derribaban a balazos. Una comisión de la SS, compuesta por el ayudante o un delegado, el médico del campo y un tercer miembro de la SS, se encargaba de determinar que otra vez «había intentado huir un pri­ sionero a galope de cerdo». Una vez, mientras la comisión estaba aún pre­ sente, se acercó un prisionero y se detuvo dubitativo tras una mata. Uno de los de la SS fue hacia él y le preguntó qué quería. A la respuesta del prisio­ nero de que quería que le matasen a tiros, dijo: «Espera todavía un par de

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minutos». La comisión se alejó un trecho con sus motocicletas y el prisione­ ro fue muerto a balazos; entonces la comisión volvió y constató de modo claro y objetivo el nuevo «intento de fuga». Un judío recién llegado, hom­ bre bien alimentado, que parecía proceder de altas esferas, fue entregado al kapo Müller por el jefe de cuadrilla y jefe de tropa de la SS Hóber. A Müller le hacía gracia, al parecer, tener por una vez en sus manos a una víc­ tima con aspecto de bien nutrida, perteneciente a una de las altas capas de la sociedad. Después de terribles tormentos, le obligó a ahorcarse con sus propios tirantes. Los tirantes se rompieron y Müller, después de reanimar a la víctima, le ordenó que los anudase con todo cuidado y que se ahorcase otra vez. Lo que el kapo hizo después con el muerto, en presencia de los centinelas de la SS, que se apiñaban curiosos, sólo puede ser descrito en cír­ culos de psiquiatras forenses. Karl Müller, número 4.549 (no se confunda con el kapo del mismo apellido), fue escribiente de la cuadrilla de la cantera de Buchenwald de enero de 1940 a marzo de 1941. Era el encargado de redactar los partes de defunción. Todos estaban concebidos en los mismos términos: «Muer­ to de un disparo en intento de fuga». Había un promedio de varios dia­ rios, incluyendo domingos y días festivos. En quince meses tuvo que regis­ trar cientos de nombres. Y esto sólo en la cantera de Buchenwald. Sí, a esto se llamaba trabajo en el campo de concentración... No era así siempre ni en todas partes. La situación de las cuadrillas de la comandancia era mejor que la de todas las exteriores. Y si en la coman­ dancia se daban a menudo, a pocos metros de distancia, escenas dantes­ cas, era muchas veces un paraíso en comparación con la vida de los otros camaradas. Disfrutaban de múltiples ventajas y, sobre todo, podían robar a la SS cosas apetecidas y provechosas. Muchos recurrían al robo sólo en propio beneficio, pero otros introducían clandestinamente en el campo todo lo que podían para sus camaradas. A ello iba unido un riesgo extre­ mo; alguno fue torturado y relevado de su puesto. El trabajo era estrictamente vigilado en la medida de las posibilidades de la SS, con las fuerzas relativamente escasas que tenía a su disposición. Pero, naturalmente, los jefes de cuadrilla y los kapos no podían estar al

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mismo tiempo en todas partes. (Sólo en la cantera podían ejercer una vigilancia constante, que no había forma de evitar, sobre todo el grupo.) Las cuadrillas de zanjas estaban formadas, a menudo, por más de mil hombres y estaban repartidas en distintos lugares de trabajo a distancias de dos y tres kilómetros. Todos los prisioneros procuraban reducir a la mínima medida el ritmo y rendimiento del trabajo en el momento en que desaparecía la vigilancia. Era importante, sobre todo, «trabajar con los ojos». En todas partes se había establecido un sistema secreto de aviso que entraba inmediatamente en funcionamiento al pasar de boca en boca la consigna «¡Dieciocho!» (palabra clave que significaba «¡Atención!»). Como, a diferencia de los campos de los Pantanos, la clase de trabajo en la mayoría de los campos de concentración no permitía una determina­ ción por cantidades, se trabajaba lo menos posible. Cuadrillas enteras de construcción y de zanjas permanecían inmóviles como santos en el altar, durante los desagües y las irrigaciones, si no se hallaba presente un miem­ bro del personal de vigilancia; y se ponían en movimiento como diablos en el momento en que llegaba el aviso. Un conocido mío, un librero vienés, que moriría más tarde en Auschwitz, limpió en un garaje en cons­ trucción de la SS de Buchenwald, en cinco meses de los años 1939 y 1940, una sola ventana. Empleando toda la inteligencia y todas las relaciones, con sobornos y con víctimas, había muchos que procuraban buscarse una cuadrilla especial donde poder escabullirse del trabajo. Cientos, impulsa­ dos por la penuria, encontraron las combinaciones más increíbles para poder hacerlo, y no movieron literalmente un dedo hasta que «llamaron la atención» (si acaso lo movieron, fue para asar al fuego, a escondidas, patatas robadas, mientras que tal vez a quinientos pasos de distancia o sólo a cien, si estaban dentro de una choza, otros prisioneros tenían que trabíyar hasta el agotamiento total). Con cualquier pretexto se engañaba a la SS con cuadrillas enteras que no tenían otra misión que facilitar a muchos camaradas escabullirse del terrible trabajo general. El sistema de esclavos de la SS era la mejor educación para la holgazanería. Sin duda uno de los mayores daños inferidos a los prisioneros por la SS fue que muchos de ellos olvidaron, de esta manera, para años y a veces para toda

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la vida, lo que es trabajar verdadera y consecuentemente. Con un sistema de trabajo razonable de estímulos, apoyados en bases humanas, se habría podido conseguir probablemente el doble y el triple de rendimiento con una quinta parte de la mano de obra. Pero a la SS no le importaba tanto el rendimiento como la tortura: las cuadrillas exteriores, sobre todo, no eran más que una ocasión para las «liquidaciones». Así como por la mañana el trabajo empezaba con la lucha por las herra­ mientas, acababa con la lucha por las piedras que todo miembro de las cua­ drillas exteriores del campo tenía que transportar al sector de la alambrada de espino. La cantidad prescrita era o una piedra de cinco kilos o cinco ladrillos. Pocos minutos antes de que acabase el trabajo, y con riesgo consi­ derable, había que localizar una piedra con aspecto de grande y pesada, que no fuese puntiaguda y que estuviese más o menos limpia, a fin de no echar a perder el traje. Cargados así, regresaban las cuadrillas de esclavos de «las penas y fatigas del día», al romper la noche, llevando con ellos los muertos y desfallecidos, para la revista de la tarde en el campo, que iba a durar horas. «Ser comandado», es decir, ser destinado a una cuadrilla cuyo trabajo no admitía interrupción para la SS -se trataba siempre de cuadrillas en las que se podía llevar la vida relativamente mejor (cocina de la SS, alma­ cén, cámara de efectos, hospital de prisioneros, despacho)-y, con ello, no tener que tomar parte en la revista de la tarde; ¡ése era el sueño dora­ do de miles de hombres que tuvieron que trabajar, años y años, en los campos de concentración en las condiciones descritas!

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Los castigos

El trabajo en los campos de concentración no era, como se ha mostrado claramente, ni la satisfacción normal del impulso humano de actividad, ni un medio de educación, ni, por supuesto, un descanso espiritual. Esta­ ba subordinado al fin principal de los campos y era, por ello, un castigo. Pero esto no debe llevar a suponer que el castigo se limitaba al trabajo. Por orden de Himmler, se habían instalado en los campos, por doquier, en todos los lugares posibles y aún en los imposibles, en los blo­ ques, en las calles y en los caminos, grandes tablones con la leyenda: «Existe un camino hacia la libertad. Sus etapas son: obediencia, aplica­ ción, honradez, sobriedad, limpieza, espíritu de sacrificio, orden, discipli­ na y amor a la Patria». Las etapas del verdadero camino, o sea, del camino al homo crematorio eran: el potro de martirio y el calabozo, la horca, la muerte de un disparo, por congelación, por hambre, a golpes y la tortura de toda clase. Para la SS eran pretextos para castigar: llevar las manos en los bolsillos en días de frío; llevar el cuello levantado en días de lluvia y viento; los más mínimos defectos de indumentaria, como manchas, falta de un botón y minúsculos rotos; zapatos no lustrados a fondo, a pesar de que el lodo lle­ gase a los tobillos (los domingos se celebraron con este fm, durante años, y en el tiempo libre, las temidas revistas de indumentaria); zapatos lustra­ dos impecablemente, como signo de que se había evitado trabajar; omi­ siones del deber de saludar, incluyéndose aquí la llamada «mala postu­ ra»; entrada en los bloques en horas de trabajo -aunque sólo fuese para usar el retrete-; cuando se había dado permiso para ir a orinar, ausencia demasiado prolongada de la cuadrilla, donde, durante un tiempo, estuvo prohibido ir al retrete antes de las diez de la mañana (y esto a pesar de lo flojo que era el café que se había tomado por la mañana); enderezarse,

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aunque sólo fuese una vez, cuando había que trabajar en posición incli­ nada; comer en horas de trabajo; fumar fuera de los tiempos libres o en el bloque; «pinchar colillas» (recoger restos de cigarrillos), lo que alguno de los asocíales tuvo que pagar con su vida; lo que se llamaba «hacer el rancho», es decir, el intento de mendigar alimentos aparte del rancho asignado; y cualquier forma de «organizarse». No es posible, ni aún por aproximación, enumerar exhaustivamente todos los pretextos que po­ dían servir a la SS para imponer castigos. No era raro que los jefes de tropa o los kapos y capataces envidiosos, y a menudo también los empleados civiles de las industrias de armamento, dieran parte de la llamada «holgazanería en el trabajo», que se interpreta­ ba tan generosamente como fuera posible. También eran frecuentes los cambios de número, de tal modo que el lugar de personas que apenas eran culpables pasaban a ocuparlo otras completamente inocentes. Eran imposibles las justificaciones: éstas habrían dado a entender, inmediata­ mente que un prisionero estaba acusando de mentiroso a un miembro de la SS. Un recién ingresado recibió una vez el número de un prisionero que había sido puesto en libertad, y del que se había dado parte; el des­ prevenido sucesor en el número recibió, en su lugar, veinticinco bastona­ zos. Lo que se entendía por sabotaje, amenazado naturalmente con casti­ gos terribles, lo puede mostrar el siguiente ejemplo: el cemento para la construcción era suministrado en grandes bolsas de papel que se coloca­ ban en los lugares de construcción. Al que se sorprendía utilizando un trozo de ese papel como apoyo para el transporte de piedras a fin de no estropear el tr^ye, o bajo la fina chaqueta de los prisioneros para proteger­ se de la lluvia, era inmediatamente denunciado, o recibía, en el sitio, una paliza. Otro ejemplo, sacado al azar de cientos de ellos: en julio de 1943 trabajaba en la cuadrilla exterior de Goslar un polaco de sesenta y seis años llamado Peterek (número de prisionero: 374). Los polacos que tra­ bajaban en el establo de aquel campo padecían un hambre lastimosa. Uno de los centinelas, movido por la compasión, dio permiso al viejo para que cogiese un puñado del pienso de los caballos. El pienso se com­

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ponía de remolacha, avena, cebada y guisantes. El polaco se arrastró a un rincón para machacar el grano con una piedra y después comerlo. En esta situación le sorprendió el jefe de cuadrilla yjefe principal de tropa de la SS Hóber. Cayó sobre él derribándole a golpes y puñetazos. Una vez en el suelo, se dedicó a darle patadas. Los días siguientes al incidente el pola­ co fue vigilado personalmente por el jefe de cuadrilla y tuvo que hacer los trabajos más duros. En noviembre de 1943 regresó a Buchenwald. Allí se encontraba un parte contra él por «sabotaje a la propiedad del Estado». Fue castigado con diez días de arresto, pero fue lo suficientemente afortu­ nado para sobrevivir a esta última etapa de su castigo. Verdaderos sabota­ jes, de los que nos tendremos que ocupar después, fueron descubiertos muy raras veces por las cabezas hueras de la asociación de calaveras de la SS. La tarea de hacer la cama en los bloques proporcionaba a los jefes de tropa múltiples pretextos para imponer castigos colectivos o individuales. No era sólo que deshiciesen las camas supuestamente «mal hechas», sino que, a veces, organizaban verdaderos asaltos en los dormitorios, destro­ zando sacos de paja, almohadas y mantas. Antes de repartir la cena, los prisioneros tenían que haber vuelto a poner orden, lo que no excusaba que se diese parte de todo el bloque o del ala afectada. Fueron innumera­ bles los malos tratos de que fueron objeto los ordenanzas de alojamiento y los decanos de bloque por parte de losjefes de bloque; con ello se azuza­ ba a los funcionarios prisioneros contra sus propios camaradas y se les obligaba a proceder más duramente con ellos. Después de lo dicho no es difícil de entender que el reglamento de blo­ que constituyese un filón casi inagotable de pretextos para castigar. Algunosjefes de bloque se subían a las mesas para comprobar con los dedos si había polvo en el tablero, o incluso inspeccionaban el interior de las estu­ fas en busca de restos de papeles o basura, de tal modo que los ordenan­ zas de alojamiento tuvieron que proceder a cerrar en verano las puertecillas de las estufas con un alambre. La revista era un verdadero espectro de posibilidades de castigo. Si el recuento de la primera fila del bloque no se producía con la suficiente

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rapidez o al hacerlo se deslizaba alguna falta idiomática, llovían las bofeta­ das y las patadas. Precisamente para proteger a los extranjeros tenían que hacerse cargo de la temida primera fila los prisioneros alemanes. Errores ridículos en la formación de las filas o en el alineamiento de los prisione­ ros según la estatura, los más ligeros movimientos, estornudos o toses, incitaban las más brutales intervenciones de la SS. Si no había verdaderos robos que castigar, la SS los inventaba. La mayoría de los robos reales tenían al hambre por causa. El robo entre pri­ sioneros era castigado radicalmente en las propias filas. Un ladrón de pan, por ejemplo, estaba perdido si se le sorprendía, pues no podía ser tolerado en el campo, aunque hubiese obrado por hambre; de otro modo, los camaradas, que al igual que él sólo tenían lo necesario, se habrían encontrado con más dificultades aún. Además, había algunos que no robaban por hambre, sino para adquirir con el pan tabaco de mascar o cigarrillos. Había, naturalmente, hechos por los cuales la SS tenía que imponer, desde su punto de vista, castigos radicales; así, por ejemplo, la propagan­ da política, la audición de emisoras extranjeras, las relaciones ilegales con el mundo exterior, la acción subversiva de los prisioneros contra miem­ bros de la SS, el sabotaje, la organización de reuniones antifascistas, toda clase de trabajo político, la introducción clandestina de correspondencia y los verdaderos intentos de fuga. La fuga de prisioneros tenía siempre, sobre todo en los primeros años, consecuencias terribles para todo el campo. Por ello los presos políticos la rechazaban como acción individual por ser inútil y decididamente desfavorable para la comunidad; sólo era aceptada en los poquísimos casos en que resultaba necesaria, debido a la aproximación de los frentes, para ciertas personas que actuaban de acuerdo con la dirección ilegal del campo. Significativamente, los prisioneros que maltrataban a sus camaradas o incluso llegaban a matarlos a golpes no fueron nunca castigados por la SS; la justicia de los prisioneros se encargaba de acabar con ellos. Esto era a menudo muy difícil y exigía un tiempo considerable, pues tales sujetos quedaban dentro del campo visual de la SS y disfrutaban de su especial

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protección. Muchos camaradas, que no tenían una visión profunda del engranaje del campo, no podían comprender en absoluto cómo «se seguía consintiendo» a esos asesinos. Incluso concentrados de mucha experiencia se preguntaban cómo era posible atravesar con vida la jungla de castigos del campo de concen­ tración. A veces, no había salida. En Buchenwald, por ejemplo, se prohi­ bió, a partir de cierto momento, entregar a los jefes de la SS leña para su uso particular. En contra de esta prohibición, facilitó el kapo de la serre­ ría un cesto lleno de leña a la mujer del entonces médico del campo, de cuyo estado de humor dependían, directamente, cientos de camaradas e, indirectamente, todos los ocupantes del campo. Debido a la enemistad existente entre la mujer del médico del campo y la mujer del comandan­ te, ésta dio parte a su marido del asunto; el kapo de la serrería fue castiga­ do con veinticinco bastonazos. Al día siguiente, la señora Koch mandó a buscar un saco de leña a la serrería. El kapo se negó a dársela, indicando expresamente la orden que existía y el castigo que acababa de recibir. A consecuencia de ello, Koch le hizo tenderse otra vez sobre el potro de martirio por haberse negado a ejecutar una «orden de la comandanta». Las clases de castigos que se imponían consistían en la supresión de la comida, permanecer de pie en el patio de revista, trabajo de castigo, ejer­ cicios de castigo, traslado a la compañía de castigo, traslado a una cuadri­ lla peor, bastonazos y latigazos, ser colgado de un árbol o de un poste, ser arrestado, morir a golpes o en la horca o a tiros, y toda una plétora de martirios escogidos. Para el castigo corporal e staba en vigor una orden central del SS-WVHA. Se ejecutaba sobre el llamado potro de martirio; éste consistía en una tabla de madera construida especialmente y parecida a una mesa, en la que el delincuente era atado, tendido sobre el estómago, con la cabeza colgando, el trasero levantado y las piernas estiradas hacia abajo. El potro de martirio era un instrumento de ejecución conocido en todos los cam­ pos. Los refinamientos practicados en Buchenwald tenían su origen en un prisionero que los había propuesto a la SS, recibiendo él personal­ mente, ¡el encargo de su elaboración!. Se propinaban de cinco a veinti­

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cinco golpes con un bastón, un látigo o un vergajo de buey; el castigo podía repetirse hasta cuatro veces en un espacio de tiempo de catorce días. El 4 de abril de 1942, el jefe del Grupo Oficial D emitió la siguiente circular: «Eljefe del Reich de la SS yjefe de la Policía Alemana ha ordena­ do que cuando en sus decretos sobre castigos corporales (tanto en los presos masculinos en prisión de protección y preventiva como en los femeninos) se añada la palabra “agravado”, la ejecución de la pena se habrá de llevar a cabo sobre las nalgas desnudas. En los demás casos sigue en vigor la actual ejecución dispuesta por el jefe del Reich». En realidad la dirección del campo tenía que solicitar la confirmación de Berlín cuan­ do imponía castigos corporales, y hacer que el médico del campo certifi­ case que el prisionero estaba sano. La «praxis» era muy otra: durante mucho tiempo en todas partes y en la última época en muchas el prisio­ nero tenía primero que «pasar por el potro de martirio» y recibir un número discrecional de azotes; lo cual se volvía a repetir después de lle­ gar la confirmación de Berlín, esta vez oficialmente. El interpelar o no a Berlín dependía de la gravedad de la «falta»; en las faltas menores la dirección del campo ordenaba, por propia autoridad, exactamente el mismo castigo. La ejecución del castigo corporal se encargaba a los jefes de tropa, cuando no eran ellos mismos los que con verdadero placer se ofrecían para ello. Si durante el castigo se mostraban sentimientos de compasión o insuficiente entusiasmo, eran reemplazados por un «espe­ cialista» de mano experta; el conocimiento especializado daba buenos resultados, sobre todo, en los golpes en los riñones. El médico del campo asistía al procedimiento. Se conocen muy pocos casos en que los médicos pusiesen fin a la administración de los golpes en provecho de los prisione­ ros. Lo que por el contrario sucedía más frecuentemente era que ¡pinta­ ban de yodo las desgarradas nalgas del atormentado! Después de la flage­ lación, el delincuente tenía que hacer de cincuenta a ciento cincuenta flexiones «para fortalecer la musculatura». Aveces, se obligaba a los prisioneros a ejecutar ellos mismos el castigo corporal sobre sus camaradas. Algunos no tenían valor para arrastrar las consecuencias de negarse a ello; en alguna ocasión había alguien que

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con gusto se mostraba dispuesto. Los prisioneros políticos se negaban en redondo o pegaban de una manera que no era del agrado de la SS. Entonces o eran condenados al mismo castigo o se les «ablandaba» de otra manera. Por lo general, el castigo tenía lugar por la tarde, en el patio de revista, delante de todos los ocupantes del campo de concentración. El potro de martirio era traído por cuatro hombres, alzado como si fuese un trono y colocado sobre un gran montón de piedras que tenían que subir el delin­ cuente, o los delincuentes, uno tras otro. Por los altavoces se daba a cono­ cer, del modo más brutal, el nombre, el supuesto motivo del castigo y la medida de la pena. Hubo cientos que no dieron ni un grito de dolor al ser golpeados, y otros cuyos aullidos y quejas resonaban a mucha distan­ cia. Si a la dirección del campo no le agradaban los gritos, ordenaba que la banda de música del campo tocase una marcha de acompañamiento. Eljefe de batallón Ródl llegó en Buchenwald incluso a colocar un cantan­ te de ópera junto al potro de martirio, al que hizo cantar arias para la representación. Aveces los jefes de la SS hacían del castigo físico algo así como un pla­ cer personal. El jefe de partes de Buchenwald Wehrle, que en general tenía fama de bueno, preguntó una vez a su compañero Hofschulte -uno de los secuaces de la SS más odiados, porque solía repetir hasta la sacie­ dad por el altavoz sus prolijas comunicaciones concebidas en un alemán presuntuoso- si tenía ganas de fustigar veinticinco veces a tres prisione­ ros. «Naturalmente, ¡para eso siempre tengo ganas!», respondió Hof­ schulte. Utilizaba indistintamente un bastón y un látigo. Una vez tuvieron que presentarse quince prisioneros ante él para ser castigados. Su pelu­ quero personal, al que había llamado para que le afeitase, presenció la escena. A pesar del frío intenso, Hofschulte y un segundo jefe superior de tropa llevaban sólo una camisa y un pantalón encima; y, sin embargo, los dos estaban empapados de sudor. «Los perros nos hacen trabajar con toda nuestra alma», dijo él. (Por cierto, que este jefe de partes era, como tantos otros secuaces de la SS, un antiguo maestro de primera enseñan­ za.)

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Cuando la SS colocaba a los prisioneros sobre la mesa y las sillas de sus «habitaciones de U'abajo» para obsequiarles con el látigo, no era, natural­ mente, posible hacer preparativos de autoprotección -es decir: ponerse unos calzoncillos gruesos o colocar algo amortiguante entre los calzonci­ llos y la camisa-, aunque en otros casos esto podía hacerse rápidamente. Si el prisionero era sorprendido con autoprotección, se le fustigaba sobre las nalgas desnudas. Los camaradas del hospital de prisioneros hicieron siempre cuanto estuvo en sus manos para lograr el restablecimiento y la curación de las víctimas terriblemente maltratadas. Ser colgado de un árbol era todavía más temido que el potro de martirio. Como los demás castigos, éste también se imponía de modo completa­ mente arbitrario. Por ejemplo, por sorprender a alguien que fumaba a escondidas o que había ido a orinar al bloque en horas de trabajo. El cas­ tigo se ejecutaba de la siguiente manera: las manos se ataban fuertemente con una cuerda a la espalda del prisionero; entonces se levantaba el cuerpor la atadura y se colgaba de un gancho, clavado de un árbol o de un poste a dos metros de altura, el cuerpo quedaba así suspendido en el aire. Todo el peso del cuerpo pendía, por consiguiente, de las articulaciones dobladas hacia atrás. La consecuencia era la dislocación de las articulacio­ nes de los hombros en medio de dolores espantosos. Las quejas, los gritos y los gemidos llegaban hasta las proximidades. No era raro que la desam­ parada víctima fuese, además, golpeada con porras o varas en los pies, en el rostro y en las partes genitales. Martirizadas hasta perder la razón, las víctimas llamaban a su mujer y a sus hijos, imploraban agua y pedían una bala que pusiese fin a su sufrimiento. A los que perdían el conocimiento se les hacía volver en sí con un chorro de agua fría. El suplicio duraba de media hora a cuatro horas. El que no perecía quedaba casi siempre con graves quebrantos para toda la vida. Muchos no pudieron soportar tampoco los ejercicios de castigo que, a veces, afectaban a cuadrillas y bloques enteros. Se llevaban a cabo en el patio de revista -un suelo accidentado, plagado de hoyos y cruzado por vertederos- y a menudo duraban horas; constituían una desgraciada combinación de la sádica disciplina cuartelaria prusiana y de las prácticas

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corrientes del campo de concentración. Los prisioneros habían inventa­ do para este castigo la expresión «geografía», ya que en su curso había abundantes oportunidades de estudiar la tierra de cerca. Incontables veces tuvo que hacer ejercicios de castigo, después de la revista de la tarde, todo el campo o todo un bloque o toda una serie de bloques por los motivos más nimios. «¡Encargaos vosotros mismos de educar a vuestra gente!», decía la dirección del campo a losjefes de bloque, dándoles carta blanca para la práctica del sadismo, cuando éstos daban parte de alguna falta. Cuerpo a tierra, arriba, en marcha; en marcha, salto, a rodar; todos a recorrer el campo de arriba abajo, otra vez para arriba. Entretanto, los jefes de tropa golpeaban y daban patadas con todas sus fuerzas, maltra­ tando con sus pesadas botas a los hombres tendidos sobre el suelo. Sobre todo a los débiles. El que no podía mantener el paso ligero y se tambalea­ ba y caía, estaba siempre en peligro de ser martirizado hasta la muerte. Durante muchos años hubo a la derecha del patio de revista de Buchen­ wald una gran montaña de piedras de las empleadas para la pavimenta­ ción de las calles. Era un lugar que se elegía, con especial agrado, para los ejercicios de castigo; en invierno, cuando estaba cubierto por una masa de nieve de considerable altura, había que trepar a gran velocidad, ten­ derse arriba y volver a bajar rápidamente por la pendiente más escarpada, arrastrándose sobre los helados guijos, con lo que ni decir tiene que las manos y el rostro quedaban desgarrados; en verano se prefería el otro lado, por ser allí donde se encontraban las zanjas de los cimientos, muchas veces llenas de agua. ¡Qué diversión para este o el otro jefe de tropa arrojar a un prisionero de un puñetazo o una patada en el agua sucia y volver a repetir el juego cuando el pobre diablo, jadeante, preten­ día salir! Había meses en los que apenas pasaba un día sin que no hubiese cuadrillas enteras de trabajo que no fuesen reprendidas por los jefes de tropa: o habían ido demasiado lentamente, o habían cargado piedras demasiado pequeñas o muy pocas tablas. Inmediatamente se les castigaba allí mismo con ejercicios de castigo. También el castigo de permanecer de pie en elpatio de revista era sazonado por la SS con sus apreciadas «variaciones». Era, como ya se ha indicado,

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una de las peores torturas que podían infligirse después del trabajo de la jomada. El castigo se imponía colectivamente o contra determinados blo­ ques o cuadrillas; fue aplicado regularmente, durante años, en la tarde del domingo, a la compañía de castigo. Si un prisionero había huido del campo -el propósito se lograba, tras muchas peripecias, sólo muy rara­ mente; en la mayoría de los casos fracasaba al cabo de unas pocas horastodos los demás prisioneros tenían que estar de pie a modo de castigo. Hubo casos en que llegó a durar diecinueve horas. A veces se convocaba a todas las cudrillas en el patio de revista por medio de sirenas, en el momento en que se descubría la huida; allí tenían que esperar la vuelta del fugitivo (cuya caza se emprendía inmediatamente con perros de presa) y su público castigo. En la primavera de 1938, el comandante Koch hizo meter a un «asocial» que había intentado huir en una caja de made­ ra, cubriendo con un alambre de espino la parte de la caja que quedaba descubierta. El fugitivo sólo podía sentarse completamente acurrucado. Koch ordenó entonces que se clavasen desde fuera largos clavos en las paredes de la caja, de tal modo que al menor movimiento de la víctima se clavarían en su carne. El hombre, un labrador, fue expuesto en estajaula ante todo el campo formado. No se le dio nada de comer, y estuvo ahí en el patio de revista dos días y tres noches. Sus terribles gritos no tenían ya nada de humano. En la mañana del tercer día fue liberado finalmente de su aflicción mediante una inyección de veneno. En el invierno de 1937, mientras todo el campo formaba, una situación que se prolongó diecio­ cho horas, hasta el mediodía siguiente, fueron convocados al portalón, alrededor de las nueve de la mañana, los prisioneros políticos Oskar Fischer y Hans Bremer. El comandante Koch, el jefe de campo Ródl, y algu­ nos otros miembros de la SS desaparecieron con ellos en el bosque. Minutos más tarde sonaron disparos. Sobre las doce del mediodía los dos fugitivos por cuya causa había sido impuesto el castigo de permanecer de pie, fueron capturados y muertos a tiros. Los cadáveres fueron mostrados, como ejemplo intimidante, de bloque en bloque, a todos los prisioneros, formados en el patio de revista. Algunas semanas más tarde, el kalfaktor del segundo jefe de campo, Weissenbom, vio, sobre la mesa de escribir

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de éste, una calavera. No fue difícil de reconocer, por los típicos dientes incisivos algo prominentes, que era la cabeza de Fischer: el trofeo de la victoria de un cazador de cabezas de la SS. Cuáles fueron los motivos que determinaron la «liquidación» de Fischer y de Bremer, mientras se estaba ejecutando el castigo a todo el campo, no ha podido averiguarse nunca. Para la tarde del día de Navidad de 1938, la SS de Buchenwald había preparado una sorpresa especial a los prisioneros. Sobre el patio de revis­ ta, cubierto de nieve, se había instalado un cadalso. Después del recuen­ to, comunicó el comandante por el altavoz que por orden del jefe del Reich de la SS iba a ser ejecutado el preso político Forster. Forster había huido en mayo de 1938, junto con otro prisionero, después de derribar al suelo de un golpe a un centinela de la SS. Al segundo le apresaron poco después y le llevaron al campo atado y colgado de un palo como si fuese una pieza de caza abatida. Forster, por el contrario, consiguió llegar a Checoslovaquia; ¡pero esta nación lo volvió a entregar al Tercer Reich por el asesinato de un hombre de la SS! Forster fue conducido ante los ojos de todo el campo, formado en castigo, y ejecutado. El cadalso siguió instalado todavía mucho tiempo en el patio de revista, como signo de inti­ midación y de aviso de que para un fugitivo no había ninguna posibilidad de escapar. El castigo de permanecer horas de pie, lo combinaba la SS también con el trabajo de castigo. Las dos cosas se cumplían, naturalmente, durante el tiempo libre. Por ejemplo, con toda regularidad, los domingos por la tarde, veinte minutos después del almuerzo, se ordenaba: «Los trabajado­ res de castigo, ¡al portalón!». Primero habían de permanecer de pie durante cierto tiempo y, acto seguido, transportar hasta la noche piedras, arena, tierra o excrementos; a paso ligero, por supuesto. En el recorrido estaban los secuaces de la SS, furiosos por haber tenido que renunciar a su tiempo libre; por ello apremiaban con porras y látigos de un modo y forma que no era posible descansar ni siquiera andar unos cuantos pasos con normalidad. Los que, por el contrario, tenían que descansar eran los jefes de tropa, sudorosos de tanto golpear. El holandés Aalt van Ramshorst, sorprendido una vez mientras fumaba, fue castigado con cinco días

158 £1 Estado de la SS

sin pan y cinco domingos de trabajo de castigo; ya el primer domingo pudo presenciar que siete muertos y varias docenas de heridos, más o menos graves, yacían sobre el camino del recorrido. El enorme montón de guijos, del que ya se ha hablado, era empleado con agrado por la SS como lugar preparatorio de ejecución, por así decir­ lo. Los fugitivos que eran capturados tenían que estar sobre la montaña de piedras con la cabeza descubierta hasta doce horas, bajo un sofocante calor de verano o una tempestad de nieve, mientras sostenían una tabla en la que se indicaba «de forma chistosa» su delito; así esperaban hasta que llegaba el tumo del potro de martirio; luego los conducían al calabo­ zo y allí los liquidaban. La pena de muerte adoptaba muchas formas en los campos de con­ centración. Si no se ejecutaba oficialmente mediante fusilamiento, estrangulación, horca o envenenamiento, la SS la disimulaba siempre con la declaración: «Muerto de un disparo en intento de fuga». Del 14 de junio al 14 de julio de 1940 hubo en Buchenwald, por lo menos, treinta y cuatro de estos «intentos de fuga» que acabaron con la muerte. Exami­ nando las actas de las autopsias, se observa, con asombro, que no eran los más fuertes y corpulentos del campo los que alimentaban planes de fuga, sino precisamente los débiles. De treinta y cuatro actas hay veintiocho (ochenta y dos por ciento) que empiezan con la observación: «Estado dis­ minuido -o agotado- de nutrición y de energías». Elijamos un caso al azar: prisionero Sally Cohén, número 622, folio 40, antiguo abogado. «Cadáver de un hombre de sesenta y un años en estado de nutrición y de energías disminuidas.» ¡Un anciano decrépito, judío, además, que quería huir y fue por ello muerto de un disparo! En seis meses, del 14 de junio al 14 de diciembre de 1940, fueron «muertos de un disparo en intento de fuga», en Buchenwald, setenta y ocho prisioneros; y hablamos sólo de los que constan porque se redactó un acta de la autopsia. Otras nueve se sui­ cidaron ahorcándose; probablemente la mayoría de ellos no sospecha­ ban, poco tiempo antes de cometer el hecho, sus propias intenciones. El mayor Hóffner ingresó en el campo de concentración de Buchenwald por estar casado con una judía y por sus actividades políticas. Le habían

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dicho: «Tienes que divorciarte». Pero él rechazó la propuesta a pesar de ser amenazado. Se trataba, por consiguiente, del típico perturbador del pueblo. El castigo nacionalsocialista vino como tenía que venir: «Muerto de un disparo en intento de fuga». Solamente un día estuvo prisionero Humer en el campo de concentración. Había sido director de la Policía de Munich y se sabía de él que era demócrata. «¡Muerto de un disparo durante la huida!» En la primavera de 1941 se dio en Buchenwald la inaudita excepción de que un prisionero se atrevió a proceder contra tales medidas de la SS. En la cuadrilla de trabajo «garaje de la tropa», el jefe de tropa Abraham había tirado a un charco al empresario cinematográfico Hamber, muy conocido en Viena, y con los pies le había impedido a su víctima salir -como castigo, por supuesto, pues era judío- hasta que murió. El herma­ no de Hamber denunció el asesinato al primer jefe de campo de la pri­ sión preventiva. Por consiguiente, toda la cuadrilla fue llamada al porta­ lón para que «dijese la verdad». Ninguno se atrevió a decir que hubiese visto algo. Se tomó nota de todos ellos y después los enviaron a sus blo­ ques. El hermano del asesinado se expresó así: «Sé que tengo que morir por esta denuncia. Pero estos asesinos tal vez se contendrán algo en el futuro si tienen que contar con la posibilidad de una denuncia. Si es así no habré muerto en vano». Alrededor de las nueve de la noche volvieron a llamar a Hamber al portalón; pero volvió al cabo de media hora en medio de la sorpresa de todos. Le habían interrogado el comandante Koch, el ayudante, el jefe de campo, el médico del campo y el jefe de par­ tes. Koch le había dicho lo siguiente: «Queremos saber de ti toda la ver­ dad. Te doy mi palabra de honor de que nada te sucederá». Hamber vol­ vió a repetir su declaración. A las once y media de la noche volvieron a convocarlo y ya no regresó. Cuatro días más tarde lo sacaron muerto del calabozo. La declaración de los testigos según la cual no habían visto nada no les ayudó a salvar su propia vida. El valeroso hecho de Hamber arrastró a todos los demás a la muerte. Tres días después llamaron a cinco de ellos al portalón y los arrestaron. Al cabo de una semana no vivía nin­ guno de ellos. Poco días después les tocó el turno a los cinco siguientes.

160 El Estado de la SS

Al cabo de tres semanas, la parte judía de la cuadrilla, veintinueve hom­ bres, había sido aniquilada «como castigo». Es curioso que uno de ellos pudiera salvar la vida: el zapatero Lówitus, un hombre de unos cuarenta años, que tuvo la suerte de no haber sido convocado aún al portalón cuando llegó la orden de su puesta en libertad; era natural de uno de los estados de los Balcanes y tenía listos sus documentos de emigración cuan­ do fue arrestado. La SS incurría a menudo en inconsecuencias de esa clase; se explican por la mala colaboración entre los distintos departa­ mentos, que carecían de una visión cabal del conjunto. Sobre la medida del castigo que podía imponer la SS no existían, como puede observarse, y con la excepción de la referida regulación del castigo físico, normas fijas. Dependía del humor y la arbitrariedad de la SS, inclu­ so cuando se trataba de castigos contra todo el campo, mejor dicho: espe­ cialmente en tales casos. Así, por ejemplo, cuando se castigaba a partes del campo o a todos los prisioneros con privación de la comida, ésta podía durar lo mismo veinticuatro horas que tres o cuatro días.

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La alimentación de los prisioneros

Cualquier dato estadístico, independientemente del campo al que se refie­ ra, es equívoco. Sólo puede ofrecer una pista para el conocimiento de la realidad. Esto es también válido para las cifras de que disponemos relati­ vas a las condiciones de alimentación de los campos de concentración alemanes. Hay que examinarlas críticamente. Tres mil calorías diarias no son lo mismo para un trabajador que tiene que realizar grandes esfuerzos físicos que para un trabajador intelectual, ni lo mismo para una mujer que para un hombre, distintas para un joven que se está desarrollando que para un anciano. Y existe una diferencia entre trabajar al aire libre y trabajar en habitaciones cerradas, o entre trabajar con buen y mal tiem­ po. Si lo que se reciben son sólo mil calorías diarias, esta relatividad se agudiza más aún. Y si un hombre está ya crónicamente subalimentado, no podrá restablecerse con una ración alimenticia que en condiciones nor­ males tal vez le bastase. Hay que considerar, además, la diferencia que existe entre los núme­ ros en el papel y la alimentación que realmente se dispensa. Los prisione­ ros no recibieron nunca, en la realidad, el mínimo que estaba previsto para ellos. En primer lugar, porque la SS se apoderaba de lo que le pare­ cía. Por otro lado, los prisioneros que se ocupaban de los almacenes y las cocinas se «organizaban» también su parte. Los ordenanzas de alojamien­ to también hacían lo que podían para ellos y para sus amigos más próxi­ mos. El resto pertenecía al prisionero normal y corriente del campo de concentración. Por último, no es irrelevante el modo en que los alimentos se prepa­ ran. Una de las llamadas «bazofias», mal condimentada y poco apetitosa, no tiene el mismo valor nutritivo que la misma sustancia preparada apeti­ tosamente, pues la digestión no es en los dos casos la misma.

162 El Estado de la SS

A ello hay que añadir las condiciones generales y, especialmente, las espirituales de los campos de concentración. Yla posibilidad o imposibili­ dad de conseguir, además de la alimentación asignada, alguna otra suple­ mentaria. Sólo el que considere todas estas árcunstancias podrá valorar correcta­ mente la especificación estadística que damos a continuación, y que regía para un campo de concentración de la escala II. Hasta el comienzo de la guerra se asignó una cantidad fija para la manutención de los prisioneros. Desde el 15 de julio de 1937 al 28 de febrero de 1938 estaba autorizado gastar por cabeza y día la cantidad de 55 pfennigs. Esto representaba ¡16,50 marcos al mes! No es difícil imagi­ nar cómo debía de ser la alimentación aún teniendo en cuenta la dismi­ nución del precio de las compras cuando se adquieren grandes cantida­ des. Como incluso para la administración de la SS la suma era demasiado baja, se acordó aumentarla, a título de prueba, en 10 pfennigs (0,65 mar­ cos diarios, por consiguiente) desde el 1 de abril de 1938 al 16 de abril. Pero esto le pareció ya demasiado caro al SS-WVHA, por lo que la suma se rebajó, desde el 17 de abril de 1938, a 60 pfennigs diarios. Así siguió hasta el comienzo de la guerra. Desde el mes de agosto de 1939 se racionaron en Alemania los ali­ mentos más importantes. La manutención empeoró en general. Se supri­ mieron las sumas fijas de dinero y la SS empezó a hacer en los campos lo que le placía. Sólo a partir del 1 de agosto de 1940 fueron introducidas cantidadesfijas de manutención, que estuvieron en vigor desde entonces. La tabla que se inserta a continuación informa de la evolución en los distintos períodos.

La alimentación de los prisioneros

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Cantidades semanales Época: Carne o derivados Grasa Margarina Sebo o similares Requesón o queso desnatado Pan Azúcar Mermelada Condimentos Harina o mezcla de harina Leche desnatada Sucedáneo de café Patatas Verdura fresca (nabos, etc.)

Del l-VIII-40 al 14-V-42

Del 15-V-42 al 27-IV-44

Del 28-IV-44 al 28-11-45

Desde el 1-III-45

400 gr 200 gr 150 gr 50 gr 100 gr

280 gr 170 gr 130 gr 40 gr 100 gr

200 gr 182,5 gr

250 gr 83,33 gr

100 gr

41,66 gr

50 gr 2740 gr 80 gr 100 gr 150 gr

50 gr 2450 gr ' 80 gr 100 gr 150 gr

2600 gr 80 gr 100 gr 255 gr

1750 gr — 250 gr —

225 gr —

125 gr

125 gr 0,251 diarios

— 0,251 diarios

84 gr 3500 gr

63 gr 5000 gr

62,5 gr 2800 gr

33,33 gr 3500 gr

2800 gr

2600 gr

4000 gr

375 gr



Suplementos para trabajadores que tenían que realizar grandes esfuerzos físicos Época:

Del l-VIII-40 al 14-V-42

Del 15-V-42 al 27-IV-44

Del 28-IV-44 al 28-11-45

Desde el 1-III-45

Carne o derivados Grasa Pan

400 gr 100 gr 1400 gr

280 gr 100 gr 1400 gr

280 gr 100 gr 1400 gr

350 gr 56,66 gr 1100 gr

Los prisioneros que eran trasladados de un campo a otro recibían en concepto de manutención de transporte, diariamente, 500 gramos de pan, 50 gramos de embutido y 60 gramos de margarina.

164 El Estado de la SS

El valor de estas raciones era, como ya dijimos, teniendo en cuenta todas las circunstancias, muy variable. Hay que hacer, sin embargo, aún algunas precisiones especiales de carácter crítico. La carne era en los campos de calidad ínfima. En los primeros años, es decir, mientras Alemania tuvo acceso a los puertos mundiales, la mayoría de las veces se trataba de carne de ballena; después, sobre todo, de carne de caballo. Se hervía en la cocina concienzudamente para sacar de ella la grasa para la sopa y el deshilacliado resto se arrojaba en la comida de los prisioneros. Lo que se repartía conte­ nía, por tanto, sólo una fracción de su verdadero valor nutritivo. El pan de munición que se recibía en los campos era a veces, si no estaba enmoheci­ do, mejor que el que comía la población en algunas regiones de Alemania. El azúcar, que tan importante habría sido para la alimentación, desapare­ cía casi siempre; si había que endulzar algo se hacía, cuando se hacía, con sacarina y materias alemanas artificiales. En los últimos tiempos de los cam­ pos no había casi mermelada. La leche desnatada que figura en la tabla estaba reservada para unas pocas cuadrillas escogidas. El sucedáneo de café era, desde el punto de vista del valor nutritivo, completamente inocuo; no es posible describir ni su sabor ni su color: podía lo mismo haberse hecho pasar por té o por cacao alemán de bellotas. El prisionero prefería con mucho el té alemán, pues además estaba endulzado; por desgracia lo daban muy raramente. Las patatas se repartían casi siempre cocidas sin pelar. Prescindiendo de que el prisionero muy rara vez tenía tiempo para pelarlas con calma y cuidadosamente -en medio de la terrible agitación en que se desarrollaban las comidas, iba a parar al cubo de la basura precisa­ mente la mejor parte de las patatas: la que está pegada a la cáscara-, esta­ ban, casi siempre, en gran parte, podridas. No creo que haya habido nunca de promedio, a lo sumo, más de dos tercios de la cantidad de patatas indica­ da en la tabla; durante épocas enteras hubo mucho menos. La designación «verdura fresca» tiene sólo valor estadístico. A un concentrado le puede únicamente producir hilaridad, pues si lo que a uno se le ofrecía como «verdura fresca» no consistía en «piña alemana», es decir, nabos, por lo general, insuficientemente cocidos o secos, entonces seguro que se trataba de hojas de remolacha y de repollo con gruesos tronchos. El suplemento

La alimentación de los prisioneros

165

para trabajos físicos duros era, si se recibía, una ayuda extraordinaria, sobre todo porque la morcilla que se daba era relativamente buena; por el con­ trario, el llamado embutido de hígado olía mal y era incomible; segura­ mente nunca fue de hígado, pues lo que en él se podía encontrar eran espinas molidas de pescado. Desgraciadamente sólo una parte de los pri­ sioneros recibía este suplemento; a fines de la guerra ya casi nadie. Para el hospital de los prisioneros existía en los campos una dieta de enfermos. Era muy apetecida como dieta suplementaria e iba a parar, por ello, en grandes cantidades, a las personas importantes entre los prisione­ ros: decano de bloque, kapos y demás altos señores. En cualquier campo de concentración podían encontrarse favoritos de esta clase que año tras año disfrutaban, además de otras ventajas, de la dieta de enfermos. Se tra­ taba, por lo general, de un asunto de relación con la cocina dietética, donde trabajaban exclusivamente personas del sector dominante en el campo, o de un negocio recíproco: los kapos de la sastrería de presos, de la zapatería o de la cámara de indumentaria entregaban, a cambio de la dieta, lo que los otros querían. Incluso, sobornando a algunos médicos de la SS de los campos, se «agenciaban» huevos para los enfermos; sólo que los enfermos rara vez podían verlos y menos aún comerlos. Sólo en el campo de concentración de Buchenwald se vendieron clandestinamente, en «círculos interiores», de 1939 a 1941, cerca de 40.000 huevos. Pero sería injusto no mencionar que hubo muchos que con la dieta de los hos­ pitales «financiaron» instituciones útiles para el conjunto de los prisione­ ros. Este aspecto del asunto será desarrollado en otro lugar. Partiendo, para juzgar la alimentación en los campos de concentra­ ción, no de los datos que figuran sobre el papel, sino de la realidad, obte­ nemos la siguiente situación: la mayor parte de los prisioneros estaba subalimentada y agotada. Los recién ingresados perdían, en los primeros dos o tres meses, hasta veinte y veinticinco kilogramos de su peso. Muchos tenían un peso total por debajo de los cincuenta kilogramos. La falta de vitaminas era extraordinaria y contribuyó en mucho a la propagación de enfermedades y epidemias en los campos. Una prueba bastante insobor­ nable de la verdad de lo dicho la ofrecen las actas de autopsias. Cierta­

166 El Estado de la SS

mente no se hacía la autopsia, ni mucho menos, de todo prisionero falle­ cido, pero el resultado de las actas existentes puede considerarse indica­ dor del promedio aproximado. Noventa autopsias de Buchenwald indi­ can, para el período de tiempo comprendido entre el 13 de febrero y el 30 de abril de 1940: Mal o muy mal alimentados Moderada o suficientemente alimentados Bien alimentados

63 casos = 70 % 14 casos = 15,5% 13 casos = 14,5%

Setenta y cinco autopsias ponen de manifiesto del 31 de mayo al 1 de sep­ tiembre de 1940 el siguiente estado de alimentación: Mal o muy mal alimentados Moderada o suficientemente alimentados Bien alimentados

44 casos = 59% 15 casos = 20% 16 casos = 21 %

En las actas los médicos de la SS decían la verdad sólo en los casos en que se indicaban enfermedades especiales que sugerían un estado alimenti­ cio deficiente, mientras que en los demás casos se calificaba de «bien ali­ mentados» incluso a cadáveres totalmente escuálidos. Hasta qué punto era inaudita la situación general de la alimentación en los campos de concentración alemanes lo muestra el siguiente frag­ mento de un escrito del SS-WVHA de 28 de diciembre de 1942 (se trata de una circular con el número secreto 66/42, rúbrica D 111/14 h/82. 42 Lg/Wy) dirigida a los médicos -y una copia a los comandantes- de dieci­ séis campos de concentración: ... Los médicos de campo habrán de vigilar, más de lo que se ha hecho hasta ahora, la alimentación de los prisioneros, y habrán de presentar a los comandantes de campo, de acuerdo con las administraciones, propuestas de mejoras. Éstas no deben quedar sólo sobre el papel, sino que han de ser controladas regularmente por los médicos de campo.

La alimentación de los prisioneros 167

En otro intercambio de correspondencia, fechado el 17-111-1945, entre el «médico dirigente de los campos de concentración» y el médico de distri­ to, doctor Schiedlausky, de Buchenwald, se dice: ... La dirección de construcción de la Organización Todt comunica que se ha llegado a la conclusión de que en las secciones [de prisioneros de una cuadri­ lla exterior de Buchenwald] existe un estado crónico de hambre que no es posible aclarar, ya que los prisioneros reciben suplementos por trabajo físico duro. En el escrito se manifiesta la sospecha de un fraude en la entrega de los alimentos que corresponden a los prisioneros. He comunicado el asunto al jefe de nuestra administración, jefe de batallón de la SS Bamewald, para dis­ cutir esta posibilidad. Se me informa, sin embargo, que la dirección de cons­ trucción de la Organización Todt se encarga por su propia cuenta de la manutención de los prisioneros; de modo que, por consiguiente, en caso de que ello sea posible, las malversaciones no se han cometido en nuestro depar­ tamento. Esto mismo se ha comunicado al médico de la Organización Todt, en carta de 10 de marzo de 1945, con el ruego de que efectúe una investiga­ ción de la situación.

La sugerida «investigación» en la Organización Todt no consistió, sin duda, más que en otro intercambio de correspondencia, suponiendo que -en marzo de 1945- éste llegara a producirse. ¿Cómo iba a haber sacado un cuervo el ojo al otro? Al que haya conocido a ese zorro de médico de campo -Schiedlausky- y a ese lobo de jefe de administración -Barnewald- le producirá un amargo sabor de boca esa flor de retórica, tan cal­ culadamente colocada como inciso, de «en caso de que ello sea posible»: ¡seguro que entre los animales feroces no ha habido nunca uno más hipócrita! Veían cómo miles morían, pero, ¡por Wotan!, no podían expli­ carse las causas. ¿Malversaciones? ¡No lo permita Himmler! Y ¿qué es eso en realidad, camarada médico del campo, de una malversación? (Hay que leer el capítulo «La vida holgazana de la SS» para comprender ente­ ramente lo grotesco de este intercambio de correspondencia entre dos fariseos de la SS.)

168

El Estado de la SS

En octubre de 1944 llegaron a Buchenwald más de mil novecientos policías daneses para la prisión preventiva; eran funcionarios del servicio activo y, por consiguiente, personas vigorosas, la mayoría de ellas jóvenes, en buen estado de alimentación y en la mejor forma. No tenían que tra­ bajar en el campo -o trabajaban sólo en casos excepcionales- y recibían paquetes de la Cruz Roja de su patria. A pesar de ello, murieron, durante los cuatro meses, aproximadamente, de su estancia en el campo, sesenta hombres; es decir, el 5,1 por ciento o casi el 10 por ciento si se hace un cálculo anual. Se han conservado cincuenta y cuatro actas de autopsias. De ellas se toman las siguientes cifras: en las primeras semanas, hasta el 20 de noviembre de 1944, se hizo la autopsia a nueve daneses. Había: Bien o muy bien alimentados Medianamente alimentados Mal alimentados

6 casos = 67% 3 casos = 33% 0 casos = 0%

Los otros cuarenta y cinco expedientes4muestran: Bien alimentados Medianamente alimentados Mal o muy mal alimentados

8 casos = 18% 0 casos = 0% 37 casos = 82%

Este fue el resultado de una estancia de dos o tres meses en el campo de concentración de Buchenwald en el último período de su existencia. No es, pues, difícil comprender que hubiese centenares de personas en el campo que intentasen constantemente, contra la vigilancia de las porras y contra la justificada defensa de los demás prisioneros que temían la propagación de enfermedades y las epidemias, hurgar en los montones de basura para apoderarse de restos de alimentos. Entre los ucranianos hubo incluso casos de ¡antropofagia con cadáveres! Una buena manera de concluir esta información sobre el panorama 4 Causas de m u erte p red o m in an tes: flem ones y erisipela.

La alimentación de los prisioneros

169

de la alimentación en los campos de concentración es describir la comida que se daba a los perros que la SS poseía. En todos los campos había perre­ ras de la SS destinadas al cuidado y amaestramiento de perros de presa. (Además, los jefes de la SS tenían perros de lujo.) Los animales tenían corrales con habitación para el día, dormitorio y espacio para pasear. Las comidas constaban de carne, leche, avena y patatas; los perros de lujo recibían, además, huevos frescos y vino tinto. Muchos prisioneros ham­ brientos aprovechaban cualquier oportunidad para trabajar en la cocina de los perros y para apoderarse de algo de su alimento. Al ser liberado el campo de Buchenwald, había aún en la perrera casi un vagón de los lla­ mados «pasteles de perro». Los prisioneros se abalanzaron sobre ellos en tropel para satisfacer su hambre. Por otra parte, en muchos campos los prisioneros mantenían ilegal­ mente perros y gatos que después eran devorados.

13

Recibo de dinero y de correspondencia

La necesidad de mejorar de alguna forma la deficiente alimentación brindó a la SS la oportunidad de hacer un lucrativo negocio: las llamadas compras en la cantina para prisioneros. Presuponía, naturalmente, que se tuviese dinero. Por ello fue autorizado que se enviase dinero de casa. El recibo de dinero estaba limitado, por prisionero y mes, a treinta marcos. Aproximadamente un tercio de los ocupantes de los campos de concentra­ ción estaba en situación de recibir dinero de sus parientes. El resto vivía, si era posible, a costa de los demás; lo que explica una parte de la corrupción que dominaba en los campos. El dinero era abonado al prisionero en una cuenta de la administración monetaria de los prisioneros. El pago tenía lugar una vez cada dos o cada cuatro semanas, a menudo de modo completa­ mente arbitrario. Había que hacer cola, soportando toda clase de abusos, horas enteras; sobre todo antes de días de fiesta importantes como Navi­ dad, en que el pago exigía una espera de dos o tres días bajo el frío. Tener que arrojarse a la porquería, estar echado media hora sobre el estómago, retroceder (de modo que las primeras filas que habían hecho cola ya durante cuatro y cinco horas se convertían en las últimas): éstas y parecidas eran las circunstancias que acompañaban al pago de dinero. Por supuesto que con la rapidez con que en la ventanilla se arrojaban al prisionero las cantidades, faltaba, a menudo, algún billete o alguna moneda de cinco marcos; así sucedió hasta que los prisioneros se hicieron cargo del pago. El jefe superior de asalto de la SS Driemel, que dirigió durante mucho tiempo la administración monetaria en Buchenwald, tampoco desdeñaba las pequeñas cantidades, por no hablar de las importantes. Una de sus «bro­ mas» preferidas era comunicar al decano del bloque de judíos, después de finalizado el pago: «Unjudío me ha estafado diez marcos», con lo que cada bloque de judíos tenía que entregarle inmediatamente diez marcos.

172 £1 Estado de la SS

En otoño de 1943, la SS introdujo el llamado «dinero del campo», que sólo tenía validez en el campo de concentración y que era repartido en forma de primas por rendimientos especiales en el trabajo. Como el intento de conseguir de este modo más productividad de los prisioneros fracasó completamente, la administración del campo se encargó de distri­ buir a las cuadrillas, semanalmente, el papel impreso en pequeñas canti­ dades (por ejemplo: ¡16 marcos para 65 personas!; no se intente descu­ brir el sentido lógico de la relación 16:65, no existe), cerrando por completo el pago de dinero normal a los prisioneros. De este modo, la SS se apoderó, en todos los grandes campos de concentracción, de algunos millones de marcos para sus transacciones financieras; éste fue el motivo de su generosidad con las primas. No me sorprendería en absoluto que si le preguntase a algún jefe de la SS, hoy criminal de guerra, el motivo de esta medida, respondiese que había que conservar unos fondos de garan­ tía regulares para el dinero de campo que se entregaba; es decir, se obra­ ba, más o menos, según el modelo de un ladrón que entrega a alguien un papel emborronado apoderándose a cambio, como «garantía de valor» de este papel, de su cartera repleta de billetes. Personas pudientes, empleando toda clase de trucos, conseguían que se les mandara más dinero de casa y engañar a la administración moneta­ ria -la SS participaba frecuentemente en la ganancia-, a fin de ayudar económicamente a docenas de camaradas. El que traía al campo mucho dinero tenía que contar con el robo, sobre todo por parte de los kapos verdes. El prisionero tenía sólo dos posibilidades de emplear el dinero: compra en la cantina y soborno. Algunos kapos no tenían cientos, sino miles de marcos. Llevaban una vida que estaba en consonancia con el dinero que poseían. A este respecto existían diferencias irritantes. Las cantinas de los campos de concentración fueron abastecidas centralmente, hasta 1943, por la administración del campo de Dachau. En la época de anteguerra podían comprarse en ellas bastantes cosas, incluso pasteles y conservas finas. Recuerdo un kapo que, cuando la cantina podía aún ofrecerlo, acostumbraba a comer lo siguiente para el desayuno: medio litro de leche

Recibo de dinero y de correspondencia 173

con galletas y pasteles, sardinas y carne en conserva con panecillos y mer­ melada de fresa con nata. El precio de este desayuno debía de estar entre los ocho y los diez marcos, es decir, de una cuarta a una tercera parte de lo que estaba permitido que recibiese mensualmente un prisionero. Para la mayoría de los prisioneros de los campos, las cantinas eran más o menos superfluas, pues, aunque hubieran tenido dinero para poder com­ prarse alguna vez algo verdaderamente bueno, para ellos no habría figu­ rado entre las existencias: los kapos de la calaña que ya hemos menciona­ do y los compradores de los bloques se encargaban de que así fuera. De todas formas, desde el comienzo de la guerra, las mercancías de la canti­ na se hicieron cada vez más escasas, hasta que al final no había más que algo de tabaco ocasionalmente y «ensalada vikinga»: un producto de la industria química alemana, difícil de describir y con muchos colorines, cuyos ingredientes básicos parecen haber consistido principalmente en patatas y espinas de pescado molidas. Las llamadas ventas acopladas, prohibidas terminantemente en toda Alemania, fueron practicadas por la SS, respecto a los prisioneros, como una verdadera especialidad. Como la escasez de artículos de fumar era extraordinaria, el tabaco, los cigarrillos en cantidades exiguas y el papel de fumar se «acoplaban» para su venta a un par de tirantes, a un kilo de mejillones de muy difícil venta, a arenques podridos, a remolacha o a la inevitable ensalada vikinga, y no se podía comprar tabaco sin comprar también lo otro. El mayor especialista de esta variedad era, en Buchen­ wald, el jefe principal de asalto de la SS Michael, un sobrino del coman­ dante Koch. De él procedía la máxima: «¡A cada uno lo suyo y a mí más!». Una vez hizo propaganda entre los prisioneros de una gran compra que iba a hacer en Holanda; hizo el viaje en primera clase y en coche-cama, llevando quince mil marcos consigo. Después de catorce días de vida pomposa, cuando ya nadie en el campo creía en su vuelta, regresó con algunos cigarros de papel de la peor calidad y una pastilla de chocolate para cada grupo de seis y de diez prisioneros, y una lata de leche condensada para cada tres. Pero cometió un desliz con el siguiente affaire: a pesar de estar terminantemente prohibido el alcohol en el campo, trajo, en

174

El Estado de la SS

1942, tres mil litros de sidra para la cantina, que allí fueron «mejorados» en nueve mil litros; el precio de compra había sido de 35 pfennigs el litro y el de venta fue de 1,20 marcos. Compañeros envidiosos de la SS le denunciaron por ello. Las compras que hacían los prisioneros en la cantina eran asunto del comprador del bloque. No es necesario perder tiempo en explicar las dos caras que esta función tenía. En 1942 se abrió en el campo de Buchen­ wald un local de cantina propio. En el de Dachau existía ya desde hacía tiempo. Muy pocos prisioneros consiguieron ver el interior de las lujosas naves de ventas. La administración de la cantina de prisioneros se hizo digna de encomio al conseguir que las distintas cuadrillas, pór medio de exten­ sos canales, recibieran ciertas cantidades de alimentos extra en forma de sopas nutritivas, etc.; de estos repartos especiales se aprovecharon tam­ bién los prisioneros que carecían de medios. A partir de 1944 fue posible, por iniciativa del kapo de la cantina de Buchenwald, vender con bastante regularidad cerveza ligera. Si los parientes de los prisioneros hubieran sabido lo miserable que era la alimentación en el campo para la mayoría, y si se hubiera permiti­ do, seguro que hubiera llegado a los campos un raudal de alimentos. Pero la admisión de paquetes estuvo prohibida a los prisioneros hasta 1941, si prescindimos de algunas pocas y ridiculas excepciones navideñas en uno u otro campo. Solamente en el invierno 1939-40 se permitió, por una única vez, enviar algún vestido de abrigo, de los que, naturalmente, se extraviaron muchos. El entonces segundo jefe de campo de Buchen­ wald, jefe principal de asalto de la SS Florsted, por ejemplo, se incautó de numerosos envíos destinados a los bloques de los judíos, y repartió su contenido entre la SS. La prohibición general de recibir paquetes fue derogada en otoño de 1941. En teoría estuvo permitido desde entonces recibir todo lo que un prisionero podía comer en un solo día; el resto era incautado por la SS. No es difícil imaginar la vida que podían llevar los ladrones de paquetes de la SS. Se apoderaban de lo que querían, en especial, naturalmente, de artículos codiciados, como tabaco, chocolate, jamón y té. Algunos de sus miembros, encargados de la inspección de

Recibo de dinero y de correspondencia 175

paquetes, mandaban a sus casas los bienes robados por cajas. Como es muy natural, los familiares mandaban a los prisioneros todo lo que po­ dían, quitándose muchas veces de la boca los comestibles racionados. De regiones rurales y también a raíz de acciones de solidaridad -sobre todo en las regiones de Bohemia y de Moravia a favor de los checos-, empeza­ ron a llegar cantidades considerables. A la larga, no fue posible un man­ tenimiento estricto del control. Había, pues, una parte de los campos que recibía íntegramente los comestibles enviados. Una consecuencia negativa de este proceso fueron los antagonismos, las enemistades y las psicosis nacionales de odio, ya que no era posible un reparto general, sino sólo acciones individuales de ayuda, aunque éstas tuvieron una envergadura considerable. Con el tiempo se fue haciendo regular la introducción ilegal de dinero y de noticias escondidas en los paquetes. En una repentina incautación de todos los paquetes, en verano de 1944, se encontraron en Buchenwald más de quinientas cartas ilegales que fueron llevadas al Departamento Político para su examen (muchas de ellas estaban escritas en lenguas extranjeras, sobre todo en checo); ame­ nazaba desencadenarse una catástrofe sobre el campo, cuando un ata­ que aéreo puso fin al peligro: las barracas del Departamento Político ardieron completamente. Cuando en 1941 había ya, en opinión de laSS, suficiente ropa interior de abrigo en los campos, se hizo extensivo a sus ocupantes, bondadosa­ mente, el llamamiento de Adolf Hitler para una colecta de lana en favor del ejército alemán del Este. La invitación fue transmitida a través de los decanos de bloque más o menos de esta manera: «Tenemos que contri­ buir voluntariamente con donativos de ropa de lana. El que entregue alguna cosa tendrá una anotación positiva en su expediente. El que no entregue nada pasará por el potro de tortura. ¡Haced lo que queráis!». Acto seguido, hubo algún camarada que entregó a otro prisionero del campo, aún más necesitado que él, ropa de lana de la que creyó poder prescindir, con estas palabras: «Este es mi donativo de lana. A los demás que les den por culo». No obstante, se pudo reunir con lo que entregaron las personas en prisión preventiva, que en aquel entonces ascendían a

176 El Estado de la SS

doce mil, un respetable montón; lo que fue destacado, con encomios, por el Dúmo Regional de Turingia como «el donativo de la SS de la coman­ dancia de Buchenwald». Clara y unánimemente, se negaron a entregar nada el bloque de los holandeses y el bloque de los testigos de Jehová. Mientras que la SS no procedió contra los holandeses, los testigos de Jehová fueron castigados todo el día de Año Nuevo, bajo el frío, a perma­ necer de pie en el patio de revista, a realizar ejercicios de castigo y a traba­ jar hasta muy entrada la noche. Además, fueron excluidos de todas las cuadrillas preferentes (orden que, sin embargo, hubo de ser revocada pocos días más tarde, porque se les necesitaba). A partir de 1942, empezaron a llegar a los campos, en medida crecien­ te, paquetes de la Cruz Roja. Eran sólo para aquellos extranjeros cuyos nom­ bres y números de prisionero eran conocidos por la Cruz Roja de su patria o por la Cruz Roja de Ginebra. A veces, recibieron también estos envíos alemanes, polacos y austríacos: si llegaban paquetes de la Cruz Roja cuyo destinatario había fallecido ya, lo que sucedía frecuentemente, su contenido a veces se repartía -la mayor parte se la quedaba la SSentre determinadas cuadrillas. Como el recibo tenía que ser confirmado en una taijeta impresa de la Cruz Roja, los prisioneros que recibían el paquete en sustitución de uno fallecido escribían en ella su bloque y su número. Alguna vez esto sirvió para que el nombre fuese registrado en las listas de la Cruz Roja de Ginebra. En 1944, mientras la alimentación en los campos no dejaba de empeorar, empezaron también los envíos en masa de la Cruz Roja a grupos nacionales, sobre todo franceses, daneses y noruegos. La SS se enriqueció desmedidamente con estas acciones de ayuda del extranjero. En marzo de 1944, la SS se hizo cargo en Buchenwald de la aduana de Weimar, establecida especialmente para el control de paquetes. Su direc­ tor, el jefe superior de batallón de la SS Brettschneider, natural de Ullersdorf, lugar cercano a Reichenberg (Sudetes), mandaba a su mujer sema­ nalmente por lo menos dos paquetes de un peso superior, cada uno, a los quince kilos; preferentemente café, chocolate, cacao, jabón, conservas y cigarrillos. A instancias de Brettschneider, fueron incautados sin excep­

Recibo de dinero y de correspondencia

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ción, del 11 al 22 de agosto de 1944, todos y cada uno de los paquetes diri­ gidos a los prisioneros. Todos los objetos robados, como jamón, embuti­ dos, conservas, huevos, cigarrillos, fueron repartidos entre la SS. Sólo en estos días se extraviaron de 5.000 a 6.000 paquetes de la Cruz Roja. Des­ pués del ataque aéreo del 24 de agosto del mismo año, Brettschneider trasladó su oficina, la aduana de la SS, a Weimar, con lo que los prisione­ ros dejaron de poder controlar exactamente los robos que se cometían. Sin embargo, a principios de marzo de 1945 fue arrestado el jefe de fila de la SS Visser, natural de Emmerich (o Kleve), por haberse presentado una denuncia anónima, a raíz del volumen de los robos, procedente de los círculos de la población de Weimar. No obstante, no estuvo encarcela­ do más de ocho días. En concreto, poca cosa podía haberse demostrado, ya que no existía ninguna clase de contabilidad. Aproximadamente en la misma época solicitó la Cruz Roja Internacional un informe de cuentas. Se supo por el miembro de la SS Lauten, de Düsseldorf, que faltaban por lo menos siete vagones con paquetes de la Cruz Roja, es decir, aproxima­ damente, de 21.000 a 23.000. Era divertido ver con qué ardor losjefes de campo limpiaban sus habi­ taciones de paquetes vacíos de la Cruz Roja, en abril de 1945, mientras se iba aproximando el frente, para que los aliados no vieran algo tan signifi­ cativo. Incluso entre los prisioneros, los envíos, con su magnífico contenido, produjeron al principio, como no es difícil de comprender, fuertes anta­ gonismos. Fue acogido con agradecimiento el acto de solidaridad de los camaradas franceses de declararse dispuestos a entregar una considera­ ble parte de lo que recibían a sus compañeros de cautiverio. El reparto, sin embargo, fue, durante semanas, un escándalo, pues, por ejemplo, por cada diez franceses de los llamados campos pequeños (la situación en estos campos pequeños era extraordinariamente mala, como se expon­ drá más adelante) se entregó sólo un paquete, mientras que los prisione­ ros encargados del reparto, con la colaboración de determinados france­ ses, se reservaron pilas enteras para sí mismos o para sus «amigos importantes».

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El Estado de la SS

Al contrario del recibo de paquetes, la correspondencia entre el prisio­ nero y sus parientes próximos estuvo siempre permitida, si bien sólo en una medida muy limitada. Se podía escribir dos veces por mes; en la mayoría de los campos alternativamente una carta y una postal con un número prescrito de líneas. Sólo estaba permitida la comunicación de asuntos familiares; desde luego ninguna palabra contra el campo ni con­ tra las condiciones de vida. Sobre las cartas y postales iba impreso un extracto de varias líneas -que hacía aún más reducido el espacio libre para escribir- del llamado «Reglamento del campo» (del cual no había nadie que hubiese visto alguna vez un ejemplar), en el que se indicaba que el prisionero podía comprar en el campo lo que desease y que, por tanto, estaba autorizado el envío de dinero (no se decía cuánto; como se ya se ha mencionado, a cada prisionero no se le abonaban más de treinta marcos al mes; con el resto, por lo general varios millones de marcos, pues los parientes creían que podían mandar lo que querían, operaba la SS). Durante meses no se permitió a los judíos escribir ni una sola vez; los que estaban en compañías de castigo podían hacerlo sólo una vez cada cuatro meses. De vez en cuando, y por cualquier motivo, se decretaba la interrupción de la correspondencia en todo el campo. A menudo, el pri­ sionero recibía del correo que había llegado sólo recortes o un sobre vacío, pues la SS había destruido su contenido. Esto era extraordinaria­ mente amargo. Telegramas o cartas urgentes podían tener consecuencias graves para el destinatario. Un amigo mío vienés fue llamado el día de Navidad de 1939 al portalón, sin saber, desde luego, de qué se trataba, y tuvo que pasarse allí, sin moverse, en medio de un frío congelador, dos días enteros -¡sin comer!- hasta que se le entregó un telegrama en el que se le comunicaba que había fallecido su padre. El jefe de partes Hackmann comunicó una vez a un prisionero la muerte de un hermano. A la pregunta de cuál de sus hermanos era, pues tenía varios, se le respondió: «¡Lo puedes elegir tú mismo!». El jefe de bloque de Buchenwald Kubitz llegaba a veces con todo el correo para el bloque 36, mostraba el montón, leía en voz alta los nombres de cada uno y tiraba todo el paquete en la estufa diciendo: «Bien, cerdos, ya sabéis que habéis tenido carta».

Recibo de dinero y de correspondencia 179

La censura del correo dependía del humor de los miembros de la SS encargados de ella, que en parte eran casi analfabetos. Toda carta y toda taijeta postal que fuese objetada en lo más mínimo no era devuelta -esto sucedía sólo en muy raros casos- sino que se destruía; de modo que el pri­ sionero que había redactado trabajosamente un texto apropiado, con una comunicación resumida lo más posible, se quedaba sin saber si había establecido contacto con su familia o no. Transcurrían entonces semanas de miedo terrible, llenas de dudas martirizantes sobre la suerte de los familiares, la fidelidad de la mujer -quien en bastantes casos era animada por la Gestapo, con sus mentiras más descaradas, a divorciarse de su mari­ do-, y la educación de los hijos, de los cuales ya no quedaba ninguna impresión viva. Esta espantosa guerra de nervios representaba una de las cargas más desmoralizantes del campo. No sorprende, por ello, que muchos intentasen continuamente, poniendo en peligro su vida, sacar ilegalmente correspondencia del campo. Si no era posible a través de los kapos que trabajaban en las cuadrillas exteriores y tenían cierta libertad de movimientos había que intentar entrar en contacto con algún camara­ da que tuviese sobornado a un hombre de la SS. De Buchenwald se cono­ ce sólo el caso de un miembro de la SS que, sin ninguna clase de contra­ prestación, estaba dispuesto, por pura humanidad, a cargar sobre sus espaldas todos los peligros de semejante empresa; en este terreno prestó extraordinarios servicios a un gran número de camaradas (no sólo era intachable en todos los aspectos, sino que mostró siempre el mayor altruismo); se trataba del jefe inferior de tropa de la SS August Feld, de Lummerschied (en las cercanías de Saarbrücken), que no pertenecía al campo de concentración, sino que estaba destinado, como correo, a una industria especial de Buchenwald. En los últimos días del campo arriesgó su vida por nosotros.

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Empleo del tiempo libre

La vida en el campo de concentración la ocupaban el trabajo de esclavos y la lucha por la pura existencia. ¿Tiempo libre? Desde luego que tam­ bién había tiempo libre en el campo, pero era miserable y había que gas­ tarlo en la limpieza de la indumentaria, de los zapatos, de los armarios. La SS recurría, además, a cualquier pretexto para reducirlo. Como tiempo libre pueden considerarse tan sólo algunas horas de la tarde y el domin­ go. Sin embargo, con bastante frecuencia, por lo general después de la cena, todos los prisioneros tenían que incorporarse otra vez para trabajar hasta muy avanzada la noche. Los reflectores iluminaban el campo a ñn de proporcionar claridad suficiente para el trabajo y para la vigilancia. A partir de 1939, el trabajo nocturno fue en Buchenwald un «privilegio» de los judíos, hasta que en 1942 la dirección interna de los prisioneros del campo presionó para que fuesen empleadas también otras categorías de prisioneros; desde entonces, los judíos sólo tuvieron que prestar este tra­ bajo de dos a tres veces por semana. El efecto del trabajo era, naturalmen­ te, casi nulo, pero el tiempo libre se había perdido ya; y no sólo el tiempo libre, sino también las horas de sueño. El trabajo dominical hubo que prestarlo, durante años, en algunos cam­ pos siempre, hasta el mediodía o hasta la tarde con interrupciones relati­ vamente cortas. Las especialidades de estos días eran el transporte de troncos de árboles y el acarreo de piedras. Los jefes de bloque con servi­ cio dominical —el trabajo regular de la mayoría de las cuadrillas cesaba, con lo que losjefes de éstas tenían libre- se vengaban por la pérdida de su tiempo libre con crueldades especiales. Las compañías de castigo no tenían realmente el menor tiempo libre. Por la noche, de repente, se anunciaba repetidamente por los altavoces: «Cincuenta prisioneros de la compañía de castigo inmediatamente al

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portalón. ¡A cargar cascotes!». Y si después de la vuelta del trabajo el domingo por la tarde, en caso de que entonces se les diera tiempo libre, no tenían que permanecer de pie, sin comer, horas en el portalón (las compañías de castigo no desaparecían porque constantemente se reem­ plazaba a los que fallecían), entonces seguro que al cabo de treinta y cinco o cuarenta minutos se ordenaba: «Ordenanzas de alojamiento, ¡atención! Los cubos de comida inmediatamente a la cocina. Compañía de castigo, ¡al portalón!». Lo que penosamente se podía reunir de tiempo libre, a veces diez minutos, de vez en cuando una hora, raramente una tarde (esto si acaso en invierno, pues entonces terminaba antes la jornada de trabajo), se aprovechaba de las maneras más diversas para el descanso. Si el tiempo era bueno se daba un «paseo» por las calles del campo, si es que estaba permitido (lo cual no sucedía siempre; en algunos campos no estaba permitido en absoluto). La palabra «paseo», mientras la escribo y recuerdo el campo, me produce una impresión atrozmente ridicula. Pero dejemos esto aparte: se iba a «pasear» solo o con camaradas, entre los blo­ ques, metido en la suciedad, pendiente siempre de los jefes de tropa, empujado por los compañeros de prisión que iban corriendo, sobresaltado por el brusco grito de alguien que llevaba la comida: «¡Cuidado, idiota!». O se echaba uno al sol el domingo por la tarde, en caso de que hiciese sol, lo que en la mayoría de los campos de concentración, por su emplazamiento, no sucedía con frecuencia, y en caso de que se pudiese encontrar sitio, y en caso de que se hubiese podido despachar todo lo urgente, y en el caso de que... y en caso de que... Hasta 1941 había en Buchenwald, dentro del campo, algo así como un arbolado, es decir, un «bosque», en el que uno se podía tender sobre el suelo algo escarpado (en caso de que...), o contem­ plar, más allá de la alambrada de espino, entre las torres de vigilancia, el campo de Turingia; en la lejanía, muy en la lejanía, se veían los contornos de la cordillera del Harz y, en días muy claros, el Kyffháuser. Y allí fuera los campesinos andaban por los campos, un par de caballos tiraba del arado, detrás había un pueblo con la torre de una iglesia, un humo azul subía en alguna parte entre los tejados... Allí fuera, sí, allí vivía, pues, el pueblo ale­

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mán. Hum. Hasta que un día sucedió lo siguiente: en 1939 un hombre de la SS, con el bonito nombre de Krautwurst*, apareció por el «bosque» y se indignó al ver a tantos prisioneros tumbados. Dio parte de 70 -de los cuales había por lo menos 50 que eran «culpables» en el sentido de no haberse «largado» a tiempo-, que tuvieron que «transportar mierda» en el departa­ mento de horticultura durante las tardes de varios domingos consecutivos. Tiempo libre en el campo de concentración. Es curioso que en el campo hubiera también algo así como deporte. Naturalmente, las condiciones físicas de los prisioneros no eran precisa­ mente idóneas para practicarlo. A pesar de ello, se veían jóvenes que creían tener todavía fuerzas remanentes. (Yalgunos, en ciertas cuadrillas, las tenían realmente.) Pudieron conseguir de la dirección de la SS permi­ so para jugar al fútbol. Parece ser que la SS lo consideró una especie de propaganda del buen estado y del magnífico humor de los prisioneros. Se formaron varios equipos, que acostumbraban a entrenarse y a organi­ zar torneos detrás de la última fila de bloques. Hubo un tiempo en que en Buchenwald jugaban doce equipos; al principio también un equipo de judíos, que después fue prohibido. La mayoría de los equipos se presentaban con una indumentaria deportiva impecable; las botas de fút­ bol estaban también en buenas condiciones. ¿De dónde procedían? Secretos de la corrupción del campo. Además del fútbol se practicaba balonmano, pelota y béisbol, hasta que el más mínimo palmo de tierra dentro de la alambrada fue requerido para la construcción de barracas. Posteriormente, a partir de 1943, cuando la SS ya no propinaba palizas tan frecuentemente como antes (¡aunque seguía haciéndolo en los cam­ pos en construcción!), fue introducido por los prisioneros el deporte del boxeo. Es absurdo, pero cierto: el campo de concentración tenía atletas que incluso hacían exhibición de su inquebrantable fuerza y de su habili­ dad. Ylos débiles, si es que podían caminar, los extenuados, los medio muertos sobre sus piernas tambaleantes y los hambrientos, lo contempla­ ban con agrado. Misterios de la naturaleza humana. ‘ Kraut significa «hierba» y Wurst, «salchicha».

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Había también, como ya se ha indicado, la banda de música del campo. Se había constituido en Buchenwald a fines de 1938 por orden de Ródl. Al principio eran gitanos con guitarras o armónicas que tocaban una música algo deficiente. Después se agregó un trombón, más tarde un tambor y una trompeta. Todos los instrumentos tenían que pagarlos los mismos prisioneros. Los miembros de la banda trabajaban durante el día en el almacén de maderas o en la carpintería, de modo que para los ensa­ yos les quedaba sólo el üempo libre. Era horrible ver y escuchar cómo los gitanos tocaban sus marchas alegres mientras los prisioneros, rendidos de fatiga, traían al campo, pasando por delante de la banda de música, a los camaradas muertos o moribundos; o cómo tenían que entonar la música para el llamado «pago», es decir para la fustigación de prisioneros. Para mí fue inolvidable la tarde del día de Año Nuevo de 1939, cuando aterido de frío, hambriento, poco antes del toque de queda, mientras caminaba por la calle entre la primera y la segunda fila de bloques, pasado el patio de revista -que estaba ya vacío y quieto, y todo envuelto en un extraño encanto: flores de hielo en las ventanas de las barracas, escarcha sobre los tejados, el suelo crujiendo por el frío, una tarde clara en la que incluso el sufrimiento y el terror estaban congelados por la helada-, oí un violín de gitano, cuya música provenía de un bloque y a mí me pareció que venía de muy lejos, de tiempos y regiones más felices: canciones de la Puszta, melodías de Viena y Budapest, canciones de la patria... En 1940, el jefe de campo Florstedt ordenó que se formase una banda reglamentaria con instrumentos de viento. Del pago de estos instrumentos se encargaría la administración económica. Pero cuando llegaron encontró una solución más simple: «¡La música la pagan losjudíos!». Yasí fue. Además se apode­ ró inmediatamente de doce de los instrumentos que habían llegado y los entregó a la banda de la SS. A partir de entonces los prisioneros de la banda de música fueron eximidos de trabajos físicos duros, de tal modo que se pudieron implantar horas de ensayo. Sin embargo, los jefes de blo­ que acostumbraban a disipar su aburrimiento en la habitación de ensayo de los músicos, a los que obligaban a tocar una tras otra las canciones de moda. Hasta tal punto se abusaba de la banda que incluso en esta aparen­

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temente cómoda cuadrilla hubo seis prisioneros que tuvieron que ser relevados por debilidad en los pulmones y por tuberculosis; uno murió de tuberculosis laríngea. Cuando venían visitas de fuera a inspeccionar el campo, la banda tenía que tocar melodías alegres. Para causar una impresión aún más espectacular, la SS la proveyó, en 1941, de uniformes de la guardia real yugoslava, que por sus colorines se había traído como «botín». Desde entonces los miembros de la banda de música, con sus disfraces y demás aparato, parecían directores de circo. Los domingos tocaban a veces en los bloques, individualmente o en grupos, para los camaradas; otras veces, daban un concierto en el patio de revista. La casi irreprimible voluntad humana de vida y de cultura hizo que se formasen en el campo incluso cuartetos de cuerda, que organizaron algunos recitales estimables. También esta institución necesitó mucho tiempo para establecerse: un judío decano de bloque, que en el invierno de 193940 autorizó la formación de un cuarteto y la audición de recitales, perdió su puesto y, finalmente, su vida. Además de la música del campo había radio. Los jefes de bloque de servicio en el portalón podían conectar cuando quisieran la instalación de altavoces a la red alemana de emisoras y llevar así a oídos de los prisio­ neros los programas oficiales. En algunos campos esto sucedía regular­ mente fuera de trabajo; en otros, nunca. Los campos en construcción, cuyo número aumentaba constantemente, sobre todo durante la guerra, no poseyeron nunca instalación de radio. Las emisiones -por lo general de música, pues los miembros de la SS no estaban interesados en confe­ rencias de ninguna clase (con lo que, afortunadamente, nos libramos casi por completo de la corriente propagandística de la máquina de Goebbels)- podían suponer una gran amenidad, pero también una gran molestia, especialmente para las personas de edad, si los jefes de bloque no desconectaban la radio hasta las once o las doce de la noche; muchos perdían así las pocas horas preciosas de sueño. Oír el domingo por la tarde, entre las seis y las siete, los conciertos filarmónicos de las emisoras alemanas era un descanso y un verdadero placer, turbado sólo por el

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barullo que naturalmente reinaba en los bloques, pues la mayoría se dedicaba a sus asuntos personales y había un continuo vaivén con table­ teo de zuecos y tintineo de platos de latón, etc., etc. Hoy, al recordar estos conciertos, no quiero pensar en las decenas de miles de víctimas que, al mismo tiempo, eran martirizados hasta la muerte o llevados a las cámaras de gas en tantos campos. (El problema existe de forma absoluta y general en este mundo de contrastes casi insoportables; pero la diferencia con los campos de concentración consiste en que ahí los polos coexistían estre­ cha y brutalmente, saltando a la vista de cualquiera.) Una parte de los ocupantes del campo utilizaban el tiempo libre para leer. En los campos había periódicos y libros. De los periódicos del día se permitían el Vólkicher Beobachter [Observador popular] -llamado simple­ mente VB o periódico de embrutecimiento'-, el periódico de la región en la que estaba emplazado el campo de concentración y el periódico local de cada uno, así como algunas revistas. De cuando en cuando se abrían bibliotecas para prisioneros. Para constituirlas, los prisioneros podían pedir libros a sus casas o entregar donativos en dinero, con los que la comandancia compraba obras nacionalsocialistas. La comandancia com­ pró en Buchenwald, con varias decenas de miles de marcos, en total, sólo 1.009 libros. De sus propios medios donó 264 libros; de ellos, 60 ejempla­ res de Mi lucha, de Hitler, y otros 60 de El mito del siglo xx, de Alfred Rosenberg. Se encontraban siempre en las estanterías bien conservados, fla­ mantes y sin haber sido utilizados. En el curso de los años, las existencias de libros subieron a 13.811 volúmenes y cerca de 2.000 obras sin encua­ dernar. Después del comienzo de la guerra se ordenó que se destruyesen todos los libros en lengua extranjera cuyos países de origen estuvieran en guerra con Alemania. Pero, como se aseguró que se trataba casi exclusiva­ mente de literatura científica (lo que no era, en absoluto, así), se permi­ tió que fuesen conservados, aunque se prohibió su préstamo. Natural‘ Las iniciales d e los d os vocablos d e q u e se co m p o n e la ex p resió n alem a n a «periódico d e em b ru tecim ien to » (Verblodungsblatt), co in ciden co n las iniciales de Volkischer Beobachter.

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mente, después de pocas semanas, fueron puestos otra vez a disposición de los camaradas que estuvieran interesados en ellos. Las bibliotecas te­ nían, en parte, libros muy valiosos. Yo mismo, cuando, en el invierno de 1942-43, debido a los continuos robos de pan, hubo que establecer una vigilancia nocturna en el bloque 42 del campo de Buchenwald, me pre­ senté voluntario durante varios meses para permanecer allí entre las tres y las seis de la madrugada. En esos momentos aquello estaba deliciosamen­ te tranquilo y tuve tiempo para estudiar los tesoros de la biblioteca del campo. ¡Qué experiencia sentarse a la luz amortiguada de una lámpara con El banquete, de Platón, o Swan Song, de Galsworthy, o con Heine, Klabund o Mehring, mientras la «comunidad», aveces casi insoportable, a la que uno estaba encadenado durante el resto del tiempo en todas las manifestaciones de la vida, roncaba en el dormitorio! ¿Heine, Klabund, Mehring? Sí, también había, ilegalmente, obras de ellos en el campo: pro­ cedentes del llamado «aprovechamiento de material viejo». Los nacional­ socialistas se incautaban en el país de muchas bibliotecas de «enemigos del Estado» para destruirlas. Parte de ellas llegaban al campo, en calidad de papel viejo, para ser utilizadas como papel higiénico. Los prisioneros seleccionaban cuidadosamente lo que podía interesarles. Se encontraron entre ellas las Pandectas de Justiniano, con frecuencia famosas obras jurí­ dicas y, muy a menudo, la Biblia en ediciones antiguas y recientes. A veces aún era posible salvarlas del retrete, sólo que, para impedir una revuelta de los prisioneros, había que procurar rápidamente un sustitutivo; lo que no era nada fácil, porque había una escasez considerable de papel. En Dachau tenían muchos volúmenes de la obra de Karl Kraus; una muerte compasiva salvó a tiempo a este escritor de tener que vivir y sufrir Los últi­ mos días de la humanidad en una nueva forma. Sólo en las condiciones excepcionales descritas se podía llegar a estar, en alguna ocasión, solo en el campo; si no, nunca. Y decir «nunca» no es moco de pavo. La mejor forma de descanso no era, por consiguiente, posi­ ble. Para miles de personas fue probablemente una buena cosa no dispo­ ner de la menor oportunidad de reflexionar, con lo que se salvaron de caer en la melancolía. Para los pocos restantes, esto volvía las cosas aún peores.

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En 1941, el áne trajo a Buchenwald un entretenimiento de índole especial. Fue el primero, y parece que el único, que llegó a funcionar en un campo de concentración alemán. El permiso para su establecimiento lo consiguió el kapo del departamento de fotografía, que propuso el asunto, lo más apetitosamente posible, a la SS: el beneficio neto era tan elevado -el precio de la entrada era de 30 pfennigs por cabeza, a lo que había que añadir una contribución conjunta de 35 marcos por cada pelí­ cula vieja y gastada- que la SS obtenía un beneficio espléndido permitien­ do una diversión a los prisioneros. Es preciso conocer bien a lo que había llegado, ya en aquel tiempo, la psicología de la SS del campo: su corrupta codicia había hecho desaparecer los antiguos ideales. En el primer semes­ tre pudieron entregarse a la caja de la comandancia, para gastarlos en bebidas y para despilfarrarlos, 23.000 marcos de beneficios netos. La pos­ terior rebaja del precio de la entrada a 20 pfennigs por cabeza siguió manteniendo la rentabilidad del negocio, pues con el crecimiento de la población del campo aumentó también el número de espectadores. No siempre era fácil conseguir las películas de la UFA de Berlín. Había que corromper a los miembros de la SS y emplear artimañas diplomáticas; continuamente había que mandar un enviado a la capital. Las películas, de entretenimiento o culturales se ofrecían todas las semanas o cada dos semanas, aunque a veces transcurría mucho tiempo sin que se proyectase ninguna. A la vista de las terribles condiciones generales del campo, hubo camaradas que no lograron nunca decidirse a ir al cine. A otros, que por motivos igualmente respetables deseaban obviar tales conflictos éticos, las pocas horas de ilusión les daban nuevas fuerzas.

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Ponerse enfermo en el campo de concentración era una catástrofe. Y hubo miles de personas que, arrancadas de las condiciones de vida a las que estaban acostumbradas y trasladadas de pronto a un medio misera­ ble, con todas las circunstancias que ello implicaba, caían enfermas. No sólo las duras circunstancias exteriores, sino también la conciencia de haberse convertido en un ser completamente superfluo y sin valor desem­ peñaba un papel considerable en el enfermo. En todos los campos se sabía, por una «praxis» que se llevaba a cabo constantemente a la vista de todos, cuál era el destino que aguardaba o le estaba reservado a toda per­ sona enferma: en cualquier momento podía caer sobre ella la sentencia de muerte, sobre todo en forma de la persona que en todo el resto del mundo acude al lecho del enfermo para curarle: ¡el médico! «En mi campo no existen enfermos. Aquí sólo hay sanos o muertos», acostumbra­ ba a decir Koch; y la mayoría de los médicos de la SS de los campos actua­ ban según este principio. Si el prisionero no conocía bien las instalaciones del hospital de pri­ sioneros -llamado «enfermería»- y carecía de buenas relaciones persona­ les en él -sólo muy pocos las tenían-, el horror general le impedía ya, a no ser que fuese muy ingenuo, entrar en contacto con él. En el hospital había un tratamiento ambulatorio, un tratamiento esta­ ble, el servicio dental y la llamada «convalecencia». El camino al tratamiento ambulatorio era en muchos campos un marti­ rio. La enfermería de Buchenwald, por ejemplo, se hallaba emplazada desde 1938 en el bosque que había quedado dentro del campo. El prisio­ nero, caso de que hubiese conseguido desembarazarse de su cuadrilla, se arrastraba a través de un fango que le llegaba hasta las rodillas, sobre troncos de árboles y sobre raíces, hacia las barracas de la enfermería. Un

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único camino, con el suelo de guijos, que conducía hasta ella estaba reservado para los médicos y para el personal de la SS. El .prisionero que lo utilizaba era arrojado de él a bastonazos. Una vez que el enfermo había llegado, tenía que esperar al aire libre, hiciese el tiempo que hiciese, guardando una larga cola. Como no era posible tratar a todos los enfer­ mos, y como además siempre había algunos que se mezclaban entre ellos con el comprensible propósito de escabullirse del trabajo, un robusto pri­ sionero que hacía de portero procedía a la primera radical selección de enfermos. Si en el curso de la mañana aparecía, compasivamente, el médi­ co de la SS del campo a desempeñar el «sucio» negocio, que despreciaba, del tratamiento de prisioneros, él mismo se encargaba de la segunda selección, repartiendo bofetadas y patadas a diestro y siniestro. El que entretanto no había huido voluntariamente o no había salido corriendo como un rayo, es porque estaba realmente enfermo y podía ser tratado. Antes de entrar en la barraca de la enfermería el enfermo tenía que quitarse los zapatos; en ocasiones se los robaban y, con cierta frecuencia, se producían confusiones, lo que significaba una catástrofe inimaginable. Una parte de los enfermos eran confiados a los prisioneros que hacían de enfermeros y el resto de casos especiales al médico de la SS para su reco­ nocimiento. Había que desnudarse en un pasillo expuesto a las corrien­ tes de aire -que desde luego no tenía calefacción- y esperar allí desnudo a ser recibido. Sólo naturalezas endurecidas podían soportar este trata­ miento previo: verdaderamente allí no era muy difícil ser víctima de una pulmonía. Del tratamiento ambulante se encargaban los mismos prisioneros. Se hacía lo que era posible dentro de los límites impuestos por los medios de que se disponía; a menudo según el conocido lema «por encima del ombligo, yodo; debajo del ombligo, aspirina». Una excepción honrosa la constituía en Buchenwald el tratamiento de las heridas, a las que los enfermeros-prisioneros dedicaban el mayor de los cuidados. El tratamiento dental de los prisioneros era muy diferente en los distin­ tos campos. La mayoría de las veces empezó a funcionar ya muy tarde; en algunos campos de concentración nunca. El personal de los hospitales,

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que generalmente carecía de todo conocimiento de medicina dental, tra­ taba a sus camaradas lo mejor que podía, es decir, según su buen criterio. Los dientes que dolían se arrancaban (¡si es que podían localizarlos!). No era raro que dientes sanos tuvieran que pagar las consecuencias. General­ mente no había inyecciones de anestesia. Muy a menudo los dientes enfermos no se extraían, sino que se rompían, de tal modo que, después de años enteros, había que extraer los dolorosos restos de raíces que ha­ bían quedado. El campo de concentración de Dachau tuvo muy pronto un servido dental En Buchenwald se estableció en junio de 1939 con una instalación muy moderna, pero sin personal adiestrado en la especialidad. El primer «odontólogo» de la SS fue allí el jefe superior de asalto Coldewey, que no tenía ninguna práctica y que hizo sus primeros experimentos con prisio­ neros. Su incapacidad estaba a la altura de sus inclinaciones sádicas. Por ejemplo: antes del tratamiento había que hacer ejercicios de castigo. Casi ninguno de sus intentos de extracción tenía éxito, de tal modo que des­ pués se hacían necesarias operaciones más importantes. Si descubría un diente de oro, lo extraía inmediatamente, indicando que el diente no estaba en condiciones. Naturalmente, no había posibilidad de oponerse a ello. En la entrada del servicio dental había un aviso en el que se prohibía expresamente al prisionero no seguir las indicaciones del dentista de la SS. De acuerdo con una orden del jefe del Reich de la SS Himmler, de 23 de septiembre de 1940 y de 23 de diciembre de 1942, los odontólogos de la SS debían extraer los dientes de oro de los prisioneros muertos y el oro de los dientes de los vivos que «no fuese apto para ser reparado». Según los partes mensuales que se conservan del médico de campo de Buchen­ wald, se aprehendían allí, de este modo, mensualmente entre 182 y 504 gramos de oro. El comandante Koch se hizo confeccionar de este oro, entre otras cosas, un dije de los que llevan los estudiantes alemanes para la cadena de su reloj, en el que se grabaron convenientemente las fechas de nacimiento de sus hijos. A los prisioneros vivos así expoliados se les ingresaba una ridicula canddad de dinero en su cuenta. El oro de los dientes de los muertos, con comprobantes precisos sobre la procedencia,

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el nombre y el número del fallecido, así como con el resguardo del peso, era enviado a la central de Berlín, donde se transformaba en nuevo oro para dentaduras. Las expoliaciones de los cadáveres se realizaban de un modo extraordinariamente correcto y burocrático. Paulatinamente fueron teniendo acceso al servicio dental prisioneros den­ tistas; con el dempo se llegaría a la situación de que los prisioneros no fue­ ran tratados por secuaces de la SS, sino, al contrario, los de la SS recibieran tratamiento de los prisioneros. Para la SS existían en Buchenwald, desde 1938, dos servicios dentales: uno, para la comandancia y el batallón de cala­ veras, otro, para las tropas y sus familiares. Los dos tenían modernas instala­ ciones. Existía una gran diferencia entre el tratamiento que se hacía a los jefes y el que se hacía a los soldados. Mientras que a éstos se les extraía todo diente enfermo, se intentaba por todos los medios salvar los de los jefes. Todas las prótesis dentarias de los jefes se hacían con oro procedente de la boca de los prisioneros muertos o asesinados. En la elaboración de prótesis se diferenciaba también rigurosamente entre soldados yjefes: los puentes sólo se confeccionaban para losjefes de la SS. El personal formado por prisioneros persiguió, desde un principio, ayudar a los camaradas todo lo posible. En todos los servicios se trabajó ilegalmente y con gran riesgo, de una forma que es difícil de imaginar. Se hacían dentaduras, prótesis y puentes para los prisioneros a los que la SS había roto los dientes o para quienes los habían perdido debido a la situa­ ción general del campo. El tratamiento se hacía sin dolor con los medios que para ello se habían ido reservando sistemáticamente, mientras que para los soldados de la SS, en los últimos años, no se disponía de ningún medio anestésico. No obstante, el camino al servicio dental de la SS, donde era posible un tratamiento preferente, no estaba abierto, ni mucho menos, a todos los camaradas. Pero sí el del servicio dental para prisioneros, emplazado en el hospital, y que con el tiempo fue trabajando cada vez mejor. Para la confección de una prótesis para prisioneros se habría necesitado un permiso especial del SS-WVHA. En los últimos tiem­ pos no había nadie en el campo que observase esta disposición; se trabaja­ ba siempre ilegalmente.

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El tratamiento estacionario en el hospital de prisioneros fue en todo momento una cuestión difícil. Debido al número de camas, siempre insu­ ficiente, sólo podían ser admitidos los casos más graves. El criterio decisi­ vo lo constituía el grado de fiebre. El derecho de admitir a alguien en tra­ tamiento estacionario correspondía sólo a los médicos del campo. Como frecuentemente no venían y carecían de una visión de conjunto, en algu­ nos campos, este derecho fue desplazándose, paulatinamente, a los kapos de la enfermería. En Auschwitz, la admisión en tratamiento estacionario se llevaba a cabo de la siguiente manera: los enfermos llegaban por la tarde al ambulatorio, donde eran reconocidos con toda rapidez por un médico prisionero. Si su estado era extraordinariamente grave, eran admitidos inmediatamente y llevados a la llamada sala de ingresos. El resto era rechazado. En la sala de ingresos estaban todos los enfermos mezclados; daba igual si lo que se tenía era tifus, colitis, pulmonía o una pierna rota. Una parte de ellos moría, por lo general, antes de que pudie­ sen verlos los médicos de la SS. A la mañana siguiente, estos enfermos graves y los rechazados el día anterior, pero que sin embargo habían sido admitidos como «enfermos que podían presentarse al médico», eran con­ ducidos al ambulatorio, donde tenían que esperar tendidos desnudos sobre el suelo de piedra -¡agrupados por nacionalidades y no según la enfermedad!-, hasta que el señor médico del campo había dormido a gusto y se dignaba aparecer. Cuando por fin venía, cada uno debía mos­ trarle su taijeta de enfermo. Según lo que decía ésta, el secuaz de la SS iba seleccionándolos: a la derecha, a la izquierda; a la derecha, a la izquierda. Una parte era admitida en el hospital, a los otros se les inyectaba un vene­ no mortal. Inmediatamente después de la «visita médica», el despacho recibía las tarjetas de enfermo de los asesinados con la advertencia: «dar salida». El derecho de los kapos de la enfermería de admitir indepen­ dientemente a los enfermos en tratamiento estacionario era, por consi­ guiente, de extraordinaria importancia. El trabajo en los servicios de enfermería de todos los campos era difí­ cil y, sobre todo, cargado de responsabilidad. Al principio, las instalacio­ nes eran en todas partes más que rudimentarias y durante años deficien­

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tes. Faltaban, sobre todo, los medicamentos necesarios. Cuando se podía eran robados a la SS de sus enfermerías o inmediatamente después de que llegasen las cajas del Campo Central de Sanidad de la SS. Las opera­ ciones no pudieron efectuarse en Buchenwald hasta 1939, año en que el médico de campo de entonces, el doctor Ding, creó una sala quirúrgica aséptica. En el invierno de 1939 a 1940 se instaló ilegalmente -lo que después apenas parecería concebible y que, sin embargo, es sumamente significativo de la situación del campo-, mediante la estrecha colabora­ ción de unas cuantas cuadrillas de trabsyo, una sala de operaciones que fue consentida tácitamente por el médico del campo, doctor Blies. La mano de obra que colaboró en esta instalación fue recompensada con comida de la cocina de la enfermería. La mayoría de los prisioneros, que no estaban al tanto de todas estas circunstancias, sabían de la mejora en la comida de sus camaradas y naturalmente en estos casos ponía el grito en el cielo contra la «corrupción». Lo que en realidad se hizo durante meses fue dar parte con retraso de los casos de defunción y seguir reci­ biendo la comida de los fallecidos. La instalación de esta segunda sala de operaciones se realizó de modo sumamente arriesgado: Kurt Leeser, natural de Colonia, conocido por miles de camaradas de Dachau y de Buchenwald, donde pasó diez años, el hombre que había sobrevivido a 249 bastonazos y a docenas de otras clases de castigos (incluyendo el ser colgado de un árbol) sin perder su humor y su energía, inagotable en su inventiva a la hora de planear arriesgadas maniobras contra la SS, maes­ tro indiscutible en «organizar» en provecho de unos y otros, de todos y de cada uno -¡en su propio provecho era lo de menos!-, Kurt Leeser, el que se atrevió a ordenar de malos modos, con la bata blanca de los médi­ cos de la SS (aunque él no era más que el encargado de la desinfección), como si fuera un jefe de la SS, a reclutas que no le conocían, que entre­ gasen inmediatamente en correos «el paquete ese» (paquetes ilegales para prisioneros, a consecuencia de lo cual cuando, debido a un regis­ tro, se descubrió lo sucedido, tuvo que trabajar, después de ser sometido a castigo físico, seis meses en una de las peores cuadrillas exteriores); este Kurt Leeser fue el que proporcionó todo el equipo necesario de una

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sala de operaciones. Había sido embalado en cajas para ser trasladado del ambulatorio de la SS en Buchenwald a la SS de Mauthausen. Leeser cambió las cajas por otras cuando las cargaban en los camiones, e intro­ dujo el instrumental en el campo. Durante tres años enteros se intercam­ bió correspondencia entre Mauthausen, Buchenwald, la «Oficina de Técnica Sanitaria» en el Instituto de Higiene de las Armas de la SS en Berlín, el Campo Central de Sanidad y el SS-WVHA, sin que nadie consi­ guiera encontrar ni rastro del equipo desaparecido (hay que señalar, sin embargo, que a ello contribuyó también la ayuda que prestaron algunos prisioneros, sustrayendo cartas, mutilando comunicaciones en teletipo, etc.); todo ello es una buena prueba de lo hipertrofiado que estaba el aparato de organización de la SS y de cómo se cruzaban los intereses dentro de sus propias filas: de otro modo los prisioneros no hubieran podido dar tales golpes de mano. Al médico director de la SS en el campo de Buchenwald se le comunicó que habían «llegado» los instru­ mentos y aparatos «encargados» y nadie se preocupó de confirmar en el hospital de prisioneros la veracidad de estas afirmaciones con compro­ bantes. La dirección médica de la SS estaba organizada del siguiente modo: a la cabeza figuraba el médico de distrito de las Armas de la SS. A él estaba subordinado el médico del campo. Ambos puestos estaban, a veces, uni­ dos. El médico de distrito era independiente de la dirección del campo, lo que, en ciertas ocasiones, permitía intervenciones e influencias de extraordinario alcance, así como un concierto entre los prisioneros de la enfermería de la SS y los del hospital de prisioneros. Este médico depen­ día del grupo oficial DIII del SS-WVHA: «médico dirigente de los cam­ pos de concentración». A las órdenes del médico del campo se coloca­ ban, si se consideraba necesario, un segundo y un tercer médico de campo y diversos grados del Servicio de Sanidad -Sanitatsdienstgrade (SDG)-, de los cuales algunos se hicieron, en cada campo, tristemente célebres. En Buchenwald, el SDG más conocido era el jefe principal de asalto de la SS Wilhelm (de casi sesenta años de edad, alto, robusto y muy borracho), al que correspondía, entre otras cosas, ejecutar, en represen­

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tación del médico del campo, la muerte de prisioneros mediante inyec­ ciones de veneno. Una palabra ahora sobre la calidad de los médicos de campo, pues su nom­ bre va a aparecer constantemente en relación con otras circunstancias. Su actividad se reducía raramente a un solo campo de concentración; se les trasladaba frecuentemente o tenían a su cargo el «cuidado» de varios campos exteriores; así, el jefe superior de batallón de la SS doctor Kirchert, el jefe de batallón de la SS doctor Ding, quien más tarde añadió a su nombre el de Schuler, el jefe inferior de asalto de la SS doctor Wagner, el jefe superior de asalto de la SS doctor Eisele, el jefe principal de asalto de la SS doctor Hoven, el jefe principal de asalto de la SS doctor Plaza, el jefe principal de asalto de la SS doctor Schiedlausky. Sus cualidades de carácter y dentro de su especialidad eran sumamente diferentes. Por lo general, entendían más de «organizar» que de curar y, normalmente, no les interesaba tanto el arte de salvar como el de matar. Hubo alguno que no pudo soportar las circunstancias y se alejó de los campos en cuanto le fue posible; así, sobre todo, el jefe principal de asalto de la SS doctor Hofer, al que le bastó su función como médico de campo delegado para pedir inmediatamente su traslado al frente. Entre él y el jefe de estandar­ te de la SS doctor Lolling, el jefe médico de todos los campos de concen­ tración, tuvo lugar en la enfermería de la SS, poco después de que Hofer tomase posesión de su cargo, en Buchenwald, la siguiente conversación: Hofer: «Estoy dispuesto a encargarme del campo como primer médico de campo, y le aseguro que el número de muertos descenderá a un míni­ mo, como ya está sucediendo». Lolling: «Precisamente por ello no será usted primer médico de campo». Hofer: «Entonces le ruego que me tras­ lade a una unidad en campaña». Así sucedió al cabo de pocos días. De los médicos de campo nombrados, los peores en Buchenwald fue­ ron Kirchert y Eisele. Con el doctor Ding-Schuler se mejoraron algo las condiciones sanitarias. El doctor Blies (de la reserva de la SS) se mostraba comprensivo con las necesidades de los prisioneros. El doctor Hoven tenía sus lados positivos, pero también algunos gravemente negativos. El doctor Schiedlausky traía una fama pésima del campo de concentración

Las condiciones sanitarias

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de mujeres de Ravensbrück. En Buchenwald desempeñó un papel en apariencia correcto, que en el fondo era, como se vio en los últimos días del campo, extrañamente oscuro. El personal de sanidad formado por prisioneros constaba en los primeros años de miembros completamente inexpertos. Pero paulatinamente fue­ ron adquiriendo una gran experiencia práctica. El primer kapo que tuvo la enfermería de Buchenwald tenía por verdadero oficio el de impresor; su sucesor, Walter Krámer, el de tornero. Krárner tenía una personalidad fuerte y valerosa, era tremendamente trabajador y muy dotado para la organización. Con el tiempo se convirtió en un excelente curador de heridas y en un buen cirujano. El puesto de kapo de la enfermería llevaba siempre aparejada una desacostumbrada influencia sobre la situación de todo el campo. Por ello, los prisioneros no destinaron nunca a él a un especialista, aunque eso hubiera sido posible en muchos sitios, sino siem­ pre a una persona que fuera un representante intachable del sector dominante en el campo. Cuando, por ejemplo, en noviembre de 1941 fueron fusilados por la SS el kapo Krámer y su colaborador más próximo Peix, la dirección del hospital de prisioneros no fue confiada a un médi­ co, sino al antiguo diputado comunista del Reichstag Emst Busse, quien se limitó, con su delegado Otto Kipp, de Dresde, al aspecto puramente organizativo y personal del siempre creciente sector de la enfermería, contribuyendo en mucho a consolidar la situación. Un especialista a la cabeza del hospital habría conducido irremisiblemente a una catástrofe, pues se habría visto desbordado por las intrigas que se fraguaban en todas partes y que muchas veces acababan con una muerte. Los médicos prisioneros fueron empleados en Buchenwald, primera­ mente, en la llamada «enfermería de los judíos». En 1938 había experi­ mentado un gran crecimiento el número de judíos en el campo y el de judíos enfermos. Un bloque que hasta entonces había servido de enfer­ mería fue destinado a enfermería para judíos, exclusivamente. Se consin­ tió que trabajaran los médicos judíos, porque los médicos de la SS, natu­ ralmente, no querían ocuparse de lo s judíos. El bloque 2 era insufrible para la dirección del campo, a pesar de que lo había autorizado. Ésta no

198 El Estado de la SS

podía conformarse con no martirizar a la gente ni siquiera allí. En una ocasión Ródl, en una inspección del bloque, encontró en el armario una ración de margarina normal, pero que a él le pareció demasiado grande. A consecuencia de ello ordenó a todos los enfermeros de la enfermería judía que se presentaran en el portalón, y castigó a cada uno de ellos con 25 bastonazos. Muchos de los prisioneros del campo, ignorantes de los desmedidos manejos de los ordenanzas de alojamiento, consideraron el castigo «sumamente justo»; pero en este caso lo justo era precisamente el modo ejemplar con que se repartía la comida en la enfermería de los judíos. En 1939 se disolvió la enfermería y se prohibió terminantemente el tratamiento de los judíos en el hospital de prisioneros. La prohibición se mantuvo durante tiempo. Se autorizó, en cambio, la admisión de médi­ cos prisioneros en el personal que prestaba cuidados en la enfermería. Hasta 1945, el número de médicos prisioneros de todas las naciones subió en Buchenwald a aproximadamente 70 de un total de 280 enferme­ ros. A partir de finales de 1944 hubo incluso médicos de bloque, que ejercían sus funciones gracias a la hábil organización de la dirección interna del campo. La enfermería no era sólo el lugar donde había que cuidar y curar a los enfermos, sino también un campo de experimentación para los médicos de la SS. En la mayoría de los campos de concentración se hacían vivisec­ ciones de prisioneros enfermos, y también de sanos. El doctor Neumann, del Instituto de Higiene de las Armas de la SS de Berlín, les seccionaba trozos del hígado para ensayar un «histotomo». Sus víctimas morían en medio de sufrimientos. El peor de los de esta clase fue, sin duda, el doctor Eisele. Los hechos que cometió de 1940 a 1943 superaron cualquiera de las villanías realizadas por los otros médicos de la SS. También ejecutaba, para su formación «científica» personal, vivisecciones con personas; des­ pués asesinaba a sus víctimas. Las cogía al azar de las calles del campo, lle­ vándolas al ambulatorio, donde les inyectaba una inyección de apomorfina regocijándose con sus efectos. Sin necesidad de ninguna clase efectuaba operaciones y amputaciones de miembros sin anestesiar a la

Las condiciones sanitarias 199

víctima. Uno de los pocos supervivientes de los que fueron conejos de indias de Eisele es el judío holandés Max Nebig, a quien le fue efectuada, a manos de Eisele, una resección del estómago (sin embargo, gracias a esto, Nebig fue el único que se salvó de un transporte de la muerte a Mauthausen, del que luego haremos mención). Finalmente, cuando iba a ser asesinado con inyecciones, el kapo de la enfermería le administró una inyección inofensiva de agua, trasladando al «moribundo», ante los ojos de Eisele, al servicio de tuberculosis, que el médico de la SS, por miedo al contagio, nunca visitaba. Allí permaneció Nebig escondido hasta 1945. Cierto día fueron llevados 30 enfermos que ya no podían andar, por orden de Eisele, al bloque 4. Allí hizo que les sirviesen té y en él mezcló una fuerte disolución de ácido clorhídrico. Los que tenían el corazón débil murieron en seguida; a los restantes los «roció» (es decir, los mató con una inyección). El asesinato consciente de pudentes en la enfermería era para la SS aún más corriente que la experimentación. Hubo campos de concentración, como el de Auschwitz, en los que se llevaba a cabo de modo sistemático. Cuándo el número de enfermos superaba determinada cifra, se «rociaba». Esto se llevaba a efecto con dos personas que sujetaban al prisionero e inyectándole directamente en el corazón una inyección de 10 cc de fenol. La SS era muy generosa en la determinación de «enfermedades» que a su entender privaban de valor para la vida a los prisioneros. En Auschwitz a menudo los recién ingresados, cuando se les preguntaba por su estado de salud, indicaban, sin sospechar nada, cualquier «dolencia» con el fin de que se les asignase un trabajo más suave. Poco a poco se les hacía presentar­ se en el hospital de prisioneros y allí se les envenenaba. Incluso se seleccio­ naban grupos enteros de víctimas entre prisioneros con plena capacidad para trabajar. En la revista de la tarde se decía simplemente: «¡Todo el mundo a remangarse los pantalones!»; y un SDG o un jefe de bloque reco­ rría las filas buscando a todos aquellos que tuviesen las piernas hinchadas. Tales «enfermos» tenían que dar un paso al frente; «¡media vuelta!, ¡de frente!», hacia el hospital. Allí eran conducidos directamente al depósito de cadáveres, en cuya entrada estaba ya el SDG con la inyección. Podían ser

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El Estado de la SS

cientos los que en una tarde de estas eran «rociados» de este modo. En Aus­ chwitz, uno de los que tenía más muertes de prisioneros sobre su concien­ cia, junto con los médicos de la SS, era el temido SDG Kláhr. En Buchen­ wald, una vez, el doctor Hoven, después de haber «tumbado» a una serie de prisioneros con inyecciones de evipan sódico, salió de la sala de opera­ ciones con un cigarrillo en la mano silbando la melodía: «Acaba un hermo­ so día...». Hoven, que por otra parte hizo mucho en favor del campo y de distintos prisioneros, ejerció su oficio durante un año y medio; había sema­ nas en que del modo descrito mandaba a docenas de prisioneros al más allá. El jefe principal de asalto de la SS doctor Plaza, su ayudante y, poste­ riormente, médico de campo en Nordhausen, Dachau y Ohrduf, colabora­ ba con Hoven en sus asesinatos. Al que había sido seleccionado para la «liquidación» lo llevaban a una sala determinada del hospital (durante un tiempo fue la sala 7). Allí había diez camas; ningún enfermo conocía la suerte que le aguardaba. Como la habitación tenía rejas en las ventanas, la mayoría creía que se trataba de una especie de arresto. Cuando llegaba la orden de «trasladarles» eran conducidos a la sala de operaciones. Todos acababan en el depósito de cadáveres. Sólo muy raramente se encontraban enfermos incurables entre las víctimas. De este modo, la sala 7 se «desaloja­ ba» tres o cuatro veces a la semana para volver a ser ocupada de nuevo. El jefe principal de asalto de la SS Wilhelm, de unos sesenta años, cabecilla de los SDG, a quien en la enfermería llamaban «el viejo Willem», procedía a veces de otra manera. Una vez un enfermero prisionero acompañaba a un enfermo al baño; Wilhelm los vio e increpó al enfermero: «¿Cómo se te ocurre ir a bañar a un cadáver así? ¡De éste vamos a hacer jabón!». Se apun­ tó el número del enfermo, que aquella tarde fue «trasladado». Se comprenderá que en tales circunstancias nadie se habría atrevido a ir al hospital de prisioneros en ningún campo, si... si la mayoría de los pre­ sos hubiesen sabido lo que sucedía. Esta ignorancia es uno de los hechos más horrorosos de los campos de concentración. Decenas de miles de recién llegados no sabían nada, absolutamente nada, y tampoco eran informados por los «viejos», cuando éstos estaban al tanto, porque los consideraban demasiado inexpertos e ingenuos; habrían contado a otros

Las condiciones sanitarias 201

lo que sucedía, como suficientes ejemplos trágicos demostraron, dicien­ do el nombre de su informante para demostrar la exactitud de sus afirma­ ciones y éste habría tenido que pagar las consecuencias. En el campo había sólo cuatro formas de escapar del peligro: primero, no ponerse enfermo; segundo, haber hecho algo por la comunidad ilegal del campo y representar políticamente algo contra la SS; tercero, mantener buenas relaciones con personas influyentes, y cuarto, pertenecer a la cuadrilla del hospital. Ninguna de estas cuatro cosas ofrecía una garantía plena de escapar al molino de la muerte, y las cuatro juntas podían no bastar para salvar la vida. Pero la seguridad era relativamente mayor si se cumplían estos requisitos. No hubo campo de concentración donde los prisioneros políticos tuvieran poder o influencia decisiva en el que no se hiciera del hospital de prisioneros -un atroz campo de actuación de la SS-, al mismo tiempo, una tabla de salvación para innumerables camaradas. No es sólo que se curara realmente a los enfermos cuando ello era posible, sino también que se inscribían como enfermas a personas sanas, expuestas al peligro de los transportes de la muerte o de sentencias de muerte, para ponerlas a salvo de una intervención de la SS. En casos excepcionales, cuando no cabía ninguna otra posibilidad, se hacía morir pro forma a los que estaban en peligro, que continuaban viviendo con el nombre de alguno de los que había fallecido. Así sucedió en la enfermería de Buchenwald con tres belgas, veintiséis prisioneros de guerra rusos, un alemán y varios judíos extranjeros. Otros eran inscritos como «enfermos» e «incapaces para el transporte» cuando el Departamento Político los reclamaba para los transportes de la muerte, hasta que de algún modo se lograba ponerlos a salvo. Para ello debían ser substraídos, naturalmente, del control médico de la SS; lo que por lo general no era demasiado difícil, ya que los médi­ cos del campo acostumbraban a ser celosos de su deber sólo a la hora de matar, pero no en lo demás, por lo que su presencia en el hospital no era muy frecuente. Los servicios de tuberculosis eran lugares especialmente apropiados para tener escondidos, durante meses e incluso durante años, a camaradas, ya que la SS tenía mucho miedo al contagio. Yo mismo me

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salvé gracias al servicio de tuberculosis, al igual que en otras ocasiones toda una serie de antiguos prisioneros las tres veces que se ordenó mi transporte al campo de concentración de Auschwitz para ser liquidado. Pero, por otra parte, en el servicio de tuberculosis había que tener cuida­ do de no ser «liquidado» allí, precisamente por estar enfermo. El jefe principal de asalto Wilhelm hacía semanalmente una visita y seleccionaba a los más débiles para su «traslado». Los enfermeros prisioneros se esfor­ zaban, naturalmente, en dar un informe lo más favorable posible de la enfermedad de cada uno. En caso de una visita de la SS había que hacer desaparecer a tiempo al que se hallara escondido. Los enfermeros prisioneros prestaron también grandes servicios a sus camaradas a través de la institución de la enfermería llamada convalecen­ cia. La convalecencia, que no existía en todos los campos de concentra­ ción, era considerada una cuadrilla de trabajo, si bien era el hospital de prisioneros el encargado de su composición. A esta cuadrilla se asignaban los prisioneros cuyas dolencias no eran tan graves como para ser admiti­ dos en tratamiento estacionario, así como a los convalecientes que ha­ bían sido dados de alta del hospital de prisioneros. Los médicos de campo y el jefe del servicio de trabajo o de asignación de trabajo limita­ ban el número en lo posible. Con una «tarjeta de reconocimiento» el prisionero podía permanecer unos días bien en el bloque, bien en una habitación de la enfermería. En los primeros años, la «convalecencia» consistía, muchas veces, en que los convalecientes transportasen madera, hiciera el tiempo que hiciera y al aire libre; posteriormente se recurrió a la cuadrilla de convalecencia incluso para el transporte de piedras, de bultos de ropa y para la carga de tierra en el ¡departamento de horticultu­ ra! En enero de 1942, de los siete mil novecientos sesenta y cuatro ocu­ pantes del campo de concentración de Buchenwald, había ochenta y dos en convalecencia; en marzo de 1945, cuando de los ochenta y dos mil cuatrocientos -más o menos- prisioneros del mismo campo, aproximada­ mente treinta mil se encontraban en el campo base, mil quinientos cua­ renta y dos estaban en convalecencia, es decir, un poco más del uno por ciento en la fecha primeramente indicada, y aproximadamente el cinco

Las condiciones sanitarias 203

por ciento de la población del campo en la fecha indicada en el segundo lugar. También aquí pudieron imponerse de modo creciente los tenaces esfuerzos de los prisioneros contra la SS. Por medio de la convalecencia se proporcionaba todos los años a algunos antiguos concentrados un cier­ to descanso. El peligro residía aquí también, naturalmente, en el control. Incluso llegó a suceder que en un instante hubo que sustituir al veinticin­ co por ciento de los enfermos convalecientes -que no estaban enfermos en absoluto- por los ocupantes de un bloque de inválidos. Los enferme­ ros del hospital trajeron rápidamente, en el momento en que el servicio de noticias de los prisioneros dio parte del control que se preparaba, el número necesario de inválidos; éstos no tenían idea de lo que se trataba y pasaron unos momentos de miedo cerval. Se les colocó durante la media hora necesaria en el grupo de los enfermos convalecientes, mientras que los prisioneros sanos que disfrutaban de sus vacaciones «se largaban» rápidamente. De la convalecencia no podía disfrutar, ni mucho menos, todo prisionero que realmente la hubiera necesitado. Sin «relaciones», normalmente, no era posible. Como es fácil de suponer, las condiciones generales higiénicas dejaban mucho que desear. La crónica escasez de agua en la mayoría de los cam­ pos no hacía sino empeorar la situación. En los últimos años de la guerra llegaban de todas partes transportes sucios y piojosos. Una desinfección a fondo se convirtió, por tanto, en necesidad imperiosa. Tal desinfección se fue estableciendo paulatinamente, después de conseguir trabajosamente los medios de desinfección, por iniciativa de los prisioneros mismos, y no por iniciativa de la SS; gracias a ello se pudieron prevenir grandes desgra­ cias. Los estrictos controles de piojos, efectuados dos veces a la semana por el observatorio de higiene de los prisioneros, contribuyeron en mucho a que, por ejemplo, en el campo de Buchenwald se declarasen relativamente pocas epidemias; mientras que otros campos, sobre todo los orientales, donde los controles no se organizaron en absoluto o no con suficiente efi­ cacia, fueron objeto de ellas, algunas espantosas. A partir de 1939 se vacu­ naba a todos los ocupantes de Buchenwald -lo mismo que en Dachau y Sachsenhausen- contra el tifus abdominal y la disentería; desde 1943 a

204 El Estado de la SS

todos los franceses de determinadas edades contra la escarlatina, a la que eran especialmente propensos; a partir de 1944 a todo el llamado «perso­ nal de prisioneros en funciones» con un producto contra el tifus exante­ mático, fabricado en el mismo campo. Algunos médicos de campo favo­ recían estas medidas, pues la SS temía que sus filas pudiesen verse contaminadas por las enfermedades infecciosas que brotasen; de todos era bien conocido que el tifus exantemático, el tifus abdominal y otras epidemias causaban cientos y cientos de víctimas en los campos. Aunque no fue posible, dadas las circunstancias, impedir brotes epidémicos en los campos de concentración, los prisioneros hicieron por su parte todo lo posible para protegerse a sí mismos. Uno de los grandes obstáculos era que la mayoría de los campos estaban infectados de tal modo de estafilo­ cocos y de estreptococos que ciertas enfermedades de la piel y de los ojos, procesos inflamatorios y supuraciones eran difíciles de limitar y más aún de extinguir. La subalimentación general contribuía además extraordina­ riamente a la predisposición de los prisioneros a las enfermedades. Los edemas originados por el hambre y los colapsos estaban a la orden del día. Es de destacar que los franceses introdujeron en los campos un agen­ te patógeno de erisipela facial que era mortal casi en el cien por cien de los casos, mientras que antes la erisipela se podía curar si se disponía de suficiente prontosil para terapias de choque. La SS abusaba de las medidas higiénicas para sus torturas sádicas -como lo hacía con cualquier otra medida- o incluso las utilizaba de pre­ texto para sus indignantes villanías; así se demuestra en el siguiente caso, comunicado por Heinrich Orb (facilitando los nombres), que, aunque destaca por su especial brutalidad, no puede sorprender a ningún prisio­ nero experimentado: Koch, en aquel entonces jefe superior de batallón, era en verano de 1935 comandante del campo de concentración de Columbai-Haus. Había ingresado un grupo de frailes franciscanos por «especulación con divisas». Para procurarse una diversión, ordenó que los monjes conservasen sus hábitos marrones y les imputó falsamente que tenían ladillas M^izo llamar al médico de la SS y ordenó que se les aplicase una pomada contra las ladillas -para lo que tuvieron que levantarse los

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hábitos y bajarse los pantalones-, mientras que un grupo de mozos de la SS profería indecencias, leía libros pornográficos en voz alta y enseñaba a las víctimas imágenes obscenas; el resto de la escena dio ocasión a Koch y a sus compinches de la SS para ultrajar a cada uno de los franciscanos lla­ mándolos «cerdos», mientras caía sobre ellos una lluvia de golpes y de patadas. La exposición de la situación sanitaria de los campos de concen­ tración podría inducir fácilmente una impresión falsa si no se trajesen a colación casos individuales de esta índole. El infierno tuvo también la higiene en sus garras y hay que conocer la realidad en todos sus aspectos para comprender el verdadero significado de la situación, de las medidas y de los puros datos. Una estadística de los hospitales de prisioneros de los campos de concentraáón sería de extraordinario valor en muchos aspectos. Desgraciadamente se llevó a cabo -cuando se hizo- de modo incompleto, y, sobre todo, sin un punto de vista crítico-científico. (Por otra parte, las personas encargadas de las estadísticas no habían llegado a ocupar sus cargos por sus cualidades téc­ nicas, sino por motivos puramente políticos y personales.) A esto hay que añadir que sólo se ha conservado una parte de los registros de todos los campos. Los mejores datos, relativamente, nos los puede ofrecer -aunque hay que interpretarlo con gran cuidado y someterlo aljuicio crítico de unos cuantos concentrados antiguos- el material estadístico recogido y centrali­ zado por el grupo oficial D III del SS-WVHA, en los casos en que no fue quemado por la SS, y ello debido a que los partes mensuales y cuatrimestra­ les de todos los médicos de campo eran transmitidos al «médico dirigente de los campos de concentración». Con el material fragmentario que se ha conservado puede empren­ derse el intento de calcular, aproximadamente, el número de muertos en los campos de concentración. La circular, ya citada anteriormente, del grupo oficial D III, de 28 de diciembre de 1942, firmada por el jefe de brigada de la SS y general de bri­ gada de las Armas de la SS Krüger ordenaba, por motivos de economía de guerra, que «había que disminuir las cifras de mortalidad en los distintos campos» y «elevar el número de prisioneros a la cantidad que ha ordenado

206 El Estado de la SS

el jefe del Reich de la SS. Los médicos primeros de campo han de trabajar para lograrlo con todos sus medios [...]. El mejor médico en un campo de concentración no es aquel que cree que ha de llamar la atención con inoportuna dureza, sino el que. mantiene lo más alta posible la capacidad de trabajo mediante la vigilancia y el traslado de un puesto de trabajo a otro». A la circular dirigida a los médicos de campo y comandantes de campo de Dachau, Sachsenhausen, Buchenwald, Neuengamme, Ravensbrück, Flossenburg, Lublin, Stutthof, Gross-Rosen, Natzweiler, Hinzert, Moringen, Herzogenbusch, Mauthausen y otros dos más designados con las abreviaturas «Bu.» y «Nied.» -que no he podido identificar- se acom­ pañaba un significativo cuadro estadístico de los meses de junio a noviem­ bre de 1942. He corregido las cuatro faltas de sumar del SS-WVHA (¡tén­ gase en cuenta el problema de las máquinas de calcular de los campos!) que contiene el cuadro y de las que resultaban diferencias de unos cuan­ tos miles de prisioneros, en más o en menos. Hay que llamar la atención especialmente sobre el hecho de que faltan las cifras de los campos de exterminio propiamente dichos como Auschwitz, Maidanek, etc. La apreciación estadística de este cuadro no es tan sencilla como ima­ ginó el SS-WVHA. Este escribe en el texto que acompaña al cuadro que de la especificación se deduce que «de ciento treinta y seis mil ingresos [debería decir: aproximadamente ciento treinta y siete mil] hay que res­ tar alrededor de setenta mil casos de muerte [habría que añadir: ¡sin con­ tar los ejecutados!]». Dicho así esto no es correcto, pues no murieron sólo los recién ingresados y los trasladados, sino también antiguos prisioneros que ya estaban en el campo. Para obtener los valores absolutos y relativos habría que conocer, por consiguiente, no sólo el número de altas, sino también el número mensual de prisioneros que se encontraban en los citados campos de concentración. De todas formas se deduce del cuadro que en seis meses de 1942, en dieciséis importantes campos de concentra­ ción alemanes:

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Cuadro estadístico de junio a noviembre de 1942 ALTAS MES

INGRESOS

TRASLADADOS

TOTAL

Junio Julio Agosto Septiembre Octubre Noviembre

10.322 25.716 25.407 16.763 13.873 17.780

2.575 6.254 2.742 6.438 5.345 4.565

12.897 31.970 28.149 23.201 19.218 22.345

TOTAL

109.861

27.919

137.780

BAJAS LIBERADOS

TRASLADADOS

FALLECIDOS

EJECUTADOS 5

TOTAL

Junio Julio Agosto Septiembre Octubre Noviembre

673 907 581 652 1.089 809

2.903 4.340 2.950 6.805 6.334 5.514

4.080 8.536 12.733 22.598 11.858 10.805

243 477 99 144 5.954 2.350

7.899 14.260 16.363 30.199 25.235 19.478

TOTAL

4.711

28.846

70.610

9.267

113.431

MES

5Este apartado se designa en el original, vergonzosamente, sólo con una «E»

208

El Estado de la SS

1.®ingresaron 109.861 personas, 2.a en el mismo espacio de tiempo fueron puestos en libertad sólo 4.711, 3.a de todos los ocupantes fueron ejecutados oficialmente 9.267, 4.2 alrededor de 28.000 fueron trasladados de un campo de concentra­ ción a otro, 5.a fueron registrados como fallecidos 70.610 prisioneros. Los casos de defunción estaban constituidos, con toda seguridad, en una parte considerable, por prisioneros que habían sufrido un traslado, pues pocos esfuerzos afectaban tanto al estado de salud de los prisioneros como el transporte de campo a campo. Si se admite que la mitad de los prisioneros transportados fallecieron en el mencionado espacio de tiem­ po (lo que representaría aproximadamente 14.000), tendremos que entre prisioneros antiguos y recién ingresados perecieron 56.000. En seis meses, y contando sólo algunos de los campos de concentración existen­ tes, casi 80.000 muertos frente apenas 5.000 prisioneros puestos en liber­ tad: un hermoso balance para el sistema nacionalsocialista del asesinato. Las ganancias netas en esclavos de la SS ascendieron, por consiguiente, dentro del limitado espacio de tiempo y de los campos de concentración que consideramos, a: Altas

109.861 nuevos ingresados 109.861

Bajas

4.711 9.267 70.610 84.588 25.273

puestos en libertad ejecuciones fallecidos altas netas

Las condiciones sanitarias 209

Naturalmente, contra este estado de cosas había que hacer algo, tenien­ do en cuenta la retirada en los frentes, que limitaba cada vez más el terri­ torio de donde se podían obtener nuevas masas de esclavos. Así nació la circular mencionada en la que se ordenaba a los médicos de los campos no ser «inoportunamente duros» y preocuparse de una mejora tanto de la alimentación como de las condiciones de trabajo. Los datos del SS-WVHA hay que completarlos con una estadística, bas­ tante bien llevada en general, del hospital de prisioneros de Buchenwald. No es posible publicar aquí detalladamente todo el material; además, hasta diciembre de 1939 sólo se hicieron registros bastante incompletos. Las cifras de defunción son conocidas a partir de fines de 1937. Comparándolas, como más arriba se ha hecho, con las altas, resulta el siguiente panorama; Año

Nuevos ingresos

Defunciones

1937 1938 1939 1940 1941 1942 1943 1944 19459

2.912 20.1227 9.553 2.525 5.890 14.111 42.177 97.866 43.823

48» 771“ 1.235 1.772 1.522 2.898 3.516 8.644 13.056

238.979

33.462

Número total:

6 Se em pezó en diciem bre co n u n sistem a d e registro poco seguro. 7 A co n se cu en cia de in g reso s tran sito rio s en m asa de ju d ío s e n n o v iem b re d e 1938. 8 D atos todavía incom pletos. 9 D el 1 d e en e ro al 3 de abril.

210 El Estado de la SS

Por consiguiente, desde el comienzo del campo de concentración de Buchenwald hasta su fin murieron, por lo menos, 33.462 prisioneros, sin contar los ejecutados, los enviados a los transportes de la muerte ni aque­ llos que, a menudo en el estado más miserable, eran trasladados a otros campos y morían por el camino o inmediatamente después de su llegada. No es, por tanto, exagerado, fijar el número total de muertos en Buchenwald en 55.000 en siete años y medio, es decir, un promedio anual de 7.300. Eso quiere decir que hasta 1941 inclusive, cada año moría un número de personas igual al total de la población, pues sólo a partir de 1942 ésta se elevó a más de 10.000 prisioneros. Si no hubiese habido constantemente nuevos ingresos, algún que otro año el campo se hubiera convertido, des­ pués de ocho meses, en un montón de cadáveres. Se han conservado las cifras, a partir de abril de 1941, de las personas tratadas en Buchenwald estacionariamente y ambulatoriamente, es decir, de los prisioneros enfermos. Suben y bajan de acuerdo con las circunstancias cambiantes; infinidad de causas determinaron que hubiese más o menos prisioneros en el hospital. Mientras que el promedio mensual de defuncio­ nes de toda la población penal del campo oscila entre el 0,5 y el 8 por cien­ to, el de los prisioneros tratados ambulatoriamente varía entre el 2,5 y el 14 por ciento y el de los tratados estacionariamente entre el 1,5 y el 8 por cien­ to. Al enorme aumento de la población penal a partir del otoño de 1942, debido a nuevos ingresos, no correspondió, naturalmente, un ritmo similar de crecimiento en el número de enfermos. Ciertamente se incrementaron las cifras absolutas, pero las cifras relativas disminuyeron, pues el hospital de prisioneros no podía admitir más que un número limitado de enfermos; el resto, por consiguiente, luvo que morir (de modo natural o no natural). Si se considera cada campo de concentración uno por uno, parece injusto echar la culpa de las altas cifras de defunciones sólo a las deficien­ tes instalaciones sanitarias y a los médicos del campo: al campo llegaban transportes con prisioneros tan debilitados por las fatigas pasadas que, después de su llegada, día tras día, iban muriendo casi como moscas. La SS acostumbraba a referirse en tales casos a las otras direcciones de cam­ pos diciendo: «Nos han vuelto a mandar toda la chatarra». Pero la sitúa-

Las condiciones sanitarias 211

ción era en todos los campos de concentración igual o parecida, de modo que había una culpabilidad colectiva de las direcciones de los campos y de los jefes supremos de la SS contra la que nada podía hacer el médico de campo, aunque tuviese, por una vez, buena voluntad. En mi opinión no se conseguirá nunca tener un balance totaZrealmen­ te digno de confianza de las víctimas de los campos de concentración nacional­ socialistas. A este respecto tiene una importancia menor averiguar el número de los enfermos, pues o bien lograron curarse o bien murieron (la mayoría de las veces, mejor dicho, les hicieron morir). La mayoría de los prisioneros dejaron los campos con alguna tara en su salud. Pero esto no tiene apenas trascendencia frente al monstruoso número de víctimas mortales. Sin duda el número de enfermos era, dentro del sistema nacio­ nalsocialista, de considerable importancia, pues influía directamente en el rendimiento del trabajo. Del ya citado escrito del «médico del Reich de la SS y de la Policía», dirigido al «higienista supremo» de la SS -que ha lle­ gado a nuestro conocimiento a través del jefe de batallón, doctor DingSchuler, de Buchenwald-, se desprende que en los últimos tiempos del nacionalsocialismo alrededor del 20 por ciento de los ocupantes de los campos de concentración no estaban en condiciones de trabajar (de 600.000 aproximadamente 120.000). No es posible que este porcentaje se refiera a la población de los hospitales de prisioneros, que tiene que haber sido mucho menor, pues en ninguna parte existía el suficiente espacio para admitir, aunque sólo fuese aproximadamente, a tantos enfermos. Es, por consiguiente, difícil de decir si el número de 120.000 de marzo es un cálculo superficial de la dirección suprema de la SS o si comprendía la totalidad de los enfermos de las enfermerías, de los conva­ lecientes, de los inválidos y de la «chatarra» que, según la costumbre de la SS, estaba predestinada a la aniquilación. Hay diversos puntos de apoyo para un primer cálculo crítico aproxima­ do del número total de víctimas mortales de los campos de concentración ale­ manes. Quiero destacar expresamente que en todos los casos se trata tan sólo de un intento de cálculo.

212 El Estado de la SS

1.° El número de campos de concentración era de 1933 a 1939 relativa­ mente limitado. Entre los campos bases con sus numerosos campos exte­ riores, hay al final de este período a lo sumo media docena con una población constante, cada uno, de más de 10.000 prisioneros. Los demás campos contaban con un número de prisioneros que oscilaba entre los 500 y 2.000. 2.° Desde fines de 1939 se elevó de modo considerable tanto el núme­ ro de campos como la población penal de los ya existentes. Los seis u ocho grandes campos, junto con sus destacamentos exteriores, acogieron desde entonces de 50.000 a 100.000 personas; la población penal de los más pequeños bajaba muy raramente de los 2.000. 3.° La tasa de mortalidad en los «campos normales» ascendía, como se deduce de los partes cuatrimestrales y semestrales de distintos hospitales de prisioneros, a aproximadamente el 10 por ciento anual; aunque en 1938 y 1939 era ya superior a ese número. A partir del comienzo de la guerra subió considerablemente, y a finales de ella representaba entre un 35 y un 40 por ciento de la población penal normal. 4.° En todos los campos se producía, mediante el envío recíproco de mano de obra, un relevo de población penal. Como estos transportes eran acontecimientos puramente internos que sólo indirectamente -al acelerar la muerte de los prisioneros- afectaban al contingente total, pue­ den obviarse en una relación estadística como la que aquí se intenta. Por consiguiente, los prisioneros o han fallecido o han sido ejecutados o han sido puestos en libertad; el resto continúa siendo la población constante. Asimismo no tenemos en cuenta aquí, por su poca importancia, el núme­ ro de los puestos en libertad. 5.° La lista del SS-WVHA ha mostrado que en seis meses de 1942, en dieciséis campos, hubo, frente a aproximadamente 110.000 altas, aproxi­ madamente 85.000 bajas de la índole indicada (77,3 por ciento). Calcula­ do para un año resultarían 264.000 altas y 204.000 bajas. 6.° En la historia de los campos de concentración alemanes se pueden distinguir los siguientes tres grandes períodos de desarrollo: a) De 1933 hasta el comienzo de la guerra, con aproximadamente tres

Las condiciones sanitarias 213

grandes campos de concentración con 20.000 prisioneros cada uno. Veinti­ cinco más pequeños con 1.000 prisioneros cada uno; en total, 85.000. b) Desde el otoño de 1939 hasta 1942, con aproximadamente dieciséis grandes campos de concentración con 20.000 prisioneros cada uno; cin­ cuenta más pequeños con 1.500 prisioneros cada uno; en total, 395.000. c) De 1943 hasta la primavera de 1945, veinte grandes campos de con­ centración con 25.000 prisioneros cada uno; sesenta y cinco más peque­ ños con 1.500 prisioneros cada uno; en total, aproximadamente, 600.000. En este cálculo se han tenido en cuenta los destacamentos exteriores del campo base; a veces comprendían tan sólo algunos cientos de hom­ bres. Si estos destacamentos se cuentan por separado, el número de cam­ pos de concentración será, naturalmente, más elevado, pero el número constante de los prisioneros seguirá siendo el mismo. En el Este hubo, a partir de 1940, campos de concentración que sólo pueden ser calificados de campos de exterminio; en primer lugar figura Auschwitz con, por lo menos, 3 millones y medio de víctimas mortales, probablemente 4 millones y medio. Media docena aproximadamente de campos más pequeños deben de haber costado la vida a un millón y medio o dos millones de personas; así, sobre todo, Maidanek, Treblinka, Skarzisko Kamienno y los «guetos» de Varsovia, Lemberg y Riga. Un cálculo sobre esta base nos lleva, aproximadamente, al siguiente panorama total10:

10 El cu adro h a sido calculado de nuevo respecto a la p rim era edición p o r dispo­ n erse d e d o c u m e n to s ad icio n ales d e co m p ara ció n y p o rq u e h a b ía q u e c o rreg ir d os e rro re s d e o bservación: los tan to s p o r cien to s m en su ales d e casos de d efu n ­ ción fu eron m ultiplicados, erró n eam en te, p ara o b ten er los resultados anuales, p o r 12; p o r o tra p arte, las tasas an u ales d e m o rtalid ad fu ero n calculadas sólo sobre la p o b lació n p en al, p e ro n o tam b ién sobre el n ú m e ro d e altas. T an to el tan to p o r cien to com o las cifras absolutas h an sufrido, p o r consiguiente, cam bios im p o rtan ­ tes; n o así el resu ltad o total, q u e se d iferencia en m uy p oco d el de la p rim e ra edi­ ción. R epito q u e el cu a d ro re p re se n ta sólo u n a ap reciació n llevaba a cabo con el m ayor cuidado posible y n o u n cálculo inatacable. El n ú m e ro d e m u ertos fue, con p robabilidad b ien fu n dam en tad a, considerablem ente m ayor.

214

El Estado de la SS AÑO

POBLACIÓN PENAL

ALTAS C^ ' 1

N ú m ero

VÍCTIMAS % "

+

+

215.800 30.830

50.000 56.250 65.850 71.150 76.850 83.050 132.900

12.500 25 16.900 30 13.200 20 14.200 20 100‘3 15.350 150‘4 83.050 199.350

TOTAI. PROMEDIO ANUAL

536.050 76.550

354.550 50.650

1940 1941 1942

265.800 279.100 334.900

40 106.300 60‘6 167.450 60 200.950

TOTAL

879.800 293.250

474.700 158.250

375.100 478.250 569.100 -159.350 409.750

70‘» 262.550 7018 334.750

25 30

159.400 243.900

+ +

103.150 90.850

113.800

40íl

273.150

-

159.350

1943 1944 194519

20“

6.250 1.300 7.900 8.500 9.200 33.200 66.450

6.250 9.600 5.300 5.700 6.200 49.850 132.900

1933 1934 1935 1936 1937 1938 1939

PROMEDIO ANUAL

10 10 10 10 10 20 20

MORTALES INCREMENTO O DISMINUCIÓN NÚMERO

138.800 19.830 25'» 25 30

93.000 111.650 160.750 365.400 121.800

1.263.100 421.050

711.100 237.050

676.450 225.450

+ AUSCHW ITZ, ETC.: POBLACIÓN

1.540.35 0

1.180.650 5.500.000

TOTAL PROMEDIO ANUAL TOTAL PENAL INICIAL

50.000

+

+ + + +

+

+

13.300 55.800 40.200

+

109.300 36.450

+ +

34.650 11.550

Las condiciones sanitarias 215 NÚMERO TOTAL DE MUERTOS

6.680.650

NÚMERO TOTAL DE INGRESOS EN CAMPOS DE CONCENTRACIÓN NORMALES

1.590.350

POBLACION CONSTANTE EN LOS CAMPOS DE EXTERMINIO

120.000

ALTAS EN LOS CAMPOS DE EXTERMINIO

5.500.000

NÚMERO TOTAL DE PRISIONEROS DE CAMPOS DE CONCENTRACIÓN

7.210.350

RESTO SUPERVIVIENTE’

530.000

Heinrich Himmler dispuso la cremación de los cadáveres de todos los cam­ pos de concentración. Pero las cantidades eran a menudo tan enormes que había dificultades para depositar los cadáveres hasta que se procedía a su calcinación. Mientras no hubo depósitos de cadáveres, se amontonaron los cuerpos de los fallecidos en las distintas estancias del campo -en parte en los retretes-; entre ellos no era raro encontrar, en los comienzos, per­ sonas que todavía daban señales de vida. Los muertos eran transportados por una cuadrilla de transponte de cadáveres, que al principio estaba formada en muchos campos por judíos y después, principalmente, por polacos. Por lo general, la cuadrilla era bien alimentada; tenía que prestar un tra­ bajo constante y duro en el que casi había que establecer «récords». A cualquier hora del día y, frecuentemente, por la noche, se podía oír por 11 T an to p o r ciento de la p ob lació n p en al co rrespo n dien te. 12 T an to p o r cien to d e la p o b lació n p en al in icial m ás las altas p ro d u cid a s e n el curso d el año. 13A cción co n tra austríacos, alem anes d e los Sudetes yju d ío s. 14 A cción c o n tra alem an es al co m ien zo d e la g u e rra , p ero , sob re to d o , co n tra polacos. 15 H am bres y epidem ias. 16A cción co n tra yugoslavos, u cranian o s y rusos. 11A cción co n tra franceses, belgas y holandeses. 18 A cción c o n tra los trab ajad o res ex tra n je ro s en A lem an ia y c o n tra los ju d ío s h úngaros. 18 P rim er cuatrim estre. 20 En el cuatrim estre. 21 L iquidaciones en m asa y tran sp ortes d e la m u erte e n las evacuaciones. 22 Incluyendo los q ue an te rio rm e n te h ab ían sido puestos en libertad.

216 El Estado de la SS

los altavoces del campo la llamada: «Portadores de cadáveres, ¡al porta­ lón!». Naturalmente no existía ninguna forma de trato piadoso con los fallecidos. Hay que haber visto lo que sucedía con las masas de cadáveres: un transportista cogía violentamente los rígidos brazos del fallecido, que se encontraba desnudo, otro agarraba los pies, un balanceo -a la una, a las dos, a las tres, ¡suelta!-, y el cadáver volaba a la carreta a unirse a otra docena. En marcha. Hasta 1940, los cadáveres de los prisioneros de Buchenwald eran calci­ nados en los crematorios de Weimar yJena. El cadáver debería haber lle­ vado una mortaja con el número y el nombre y haber sido depositado en un ataúd. Pero a menudo sólo se escribía su número sobre la piel con un lápiz de tinta y se le arrojaba desnudo en una burda y larga caja de made­ ra (y si eran lo suficientemente escuálidos, dos en una). El camión que transportaba los cadáveres perdió una vez, en medio de Weimar, frente a un café, un ataúd que reventó dejando sobre la calle los cadáveres de dos enflaquecidos prisioneros. En el invierno 1940-41 se consiguió para el campo un crematorio móvil que se había tomado prestado de alguna parte. Pero el número de cadáveres era tan elevado y la capacidad tan reducida que casi había que prensarlos. Por ello, había veces en que los miembros no se calcinaban y quedaban abandonados en el patio de revista. En aquel entonces el crematoriojijo de Buchenwald estaba, aún en construcción; fue terminado en 1941. La instalación constaba de una gran cámara de cadáveres, una sala de autopsias, dos cámaras de cremación con un pode­ roso homo y algunas habitaciones para el personal de servicio. Todo ello se hallaba en un espacioso patio rodeado de un alto muro. Otros campos de concentración tenían crematorios mucho mayores, a veces con seis y hasta doce hornos crematorios, sobre todo, por supuesto, Auschwitz. Estaba dispuesto que se debía efectuar la autopsia en todos los cadáve­ res antes de su calcinación y que sobre su resultado debía extenderse acta. Los prisioneros a los que estaba atribuida esta tarea eran cualquier cosa menos anatomistas. En Buchenwald, correspondió la dirección de la sala de autopsias, al principio, durante años, a un antiguo panadero, rufián y homosexual con antecedentes penales, que había ingresado en

Las condiciones sanitarias 217

el campo por seducir al hijo de un conocido fabricante alemán de auto­ móviles. Qué clase de tipo de los bajos fondos era puede calibrarse por el hecho de que una vez, en el invierno 1939-40, al aire libre bajo un frío riguroso, hizo bañar, según él para la desinfección, a unos prisioneros polacos recién llegados en un recipiente con una solución de ácido féni­ co. El elemento se llamaba Stóckel y encontró más tarde la muerte a manos de unos prisioneros. Su sucesor fue un antiguo carpintero. El últi­ mo año hasta el otoño de 1944, la sala de autopsias fue dirigida por un fraile premonstratense checo llamado Thyl, que por sus extraordinarias cualidades humanas y su espíritu desbordante de compañerismo pudo librarse constantemente de los transportes a Dachau. Los médicos de la SS efectuaban raras veces autopsias; en cambio, era más frecuente que viniesen estudiantes de medicina de las clínicas universitarias para hacer estudios en los cadáveres de los prisioneros. Las personas de la sala de autopsias no estaban, desde luego, en situación, ni aunque hubiesen teni­ do ganas y el suficiente sentido de la responsabilidad, de dar abasto a sus tareas. Las actas de autopsia eran simplemente fabricadas. Después servían de tapadera para las actas falsificadas del hospital de prisioneros, especial­ mente después de las liquidaciones. En la autopsia de los cadáveres se mostraba inmediatamente la clase de asesinato efectuado. A menudo se había inyectado aire que había producido embolias, o ácido fénico (cuyo típico olor se extendía en seguida por la sala) o evipan; se empleaba tam­ bién estricnina, morfina y otros alcaloides. Asimismo, se utilizaba ácido clorhídrico para «tumbar» a los prisioneros. De cuando en cuando, se lle­ vaban a la sala de autopsias en un solo día más de treinta cadáveres en tales condiciones. En todos estos casos tenía que coincidir el acta de la autopsia con el certificado extendido anteriormente por el hospital de prisioneros. Según el siguiente modelo, que en todos los campos era más o menos parecido: N ú m e ro d e l p risio n e ro ... N o m b re y ap e llid o ... falleció e l ... d e 19 ... e n el h ospital d el c am p o d e co n ce n trac ió n d e ... In g resó e l ... [u n a fe c h a p ru d e n ­ te m e n te a n te rio r a la d el fallecim ien to ] c o n fieb re y d o lo res p u n z a n te s e n

218 El Estado de la SS el co stad o izquierdo. U n cu id ad o so ex a m e n clínico y radiológ ico h izo ap re­ ciar p n e u m o n ía d e l ló b u lo in fe rio r izq u ierd o . A p esar d e la in te n sa te ra p ia n o se co n sig u ió m e jo ra r el esta d o d e l en fe rm o ; u n a in su ficien cia ca rd ía ca trata d a co n to d a clase d e card io tó n ico s co m p licó la e n fe rm e d a d , m u rie n d o el en fe rm o , d esp u és d e larg a ag o nía, e l ... a la s ... h o ras y ... m in u tos. C ausa d e la m u erte: insuficiencia card íaca d u ra n te la p u lm o n ía. F irm a d el m éd ico d el cam po.

En los que habían sido oficialmente ejecutados se decía, a pesar de los frecuentes signos de malos tratos: «No se comprueba ninguna otra señal de violencia, además de la más arriba indicada». La señal de violencia consistía en un orificio de entrada de bala disparada a bocajarro. Para el aprovechamiento científico de los cadáveres de prisioneros se incorporó a las enfermerías de los grandes campos de concentración un «departamento de Patología». De él dependía la sala de autopsias del cre­ matorio. Elaboraba toda clase de preparados patológicos que o bien eran enviados al Instituto de Higiene de las Armas de la SS en Berlín, o a la Academia Médica de la SS, con fines pedagógicos, o bien eran expuestos para su contemplación en la propia sala de exposición del departamento. La colección de Buchenwald fue enriqueciéndose con el tiempo. El departamento adquirió importancia científica, pues los especialistas que trabajaban en él -sobre todo el kapo austríaco Gustav Wegerer, que había trabEyado durante años como químico y minerólogo en la Rusia soviética, su delegado el matemático y físico checo, Kurt Sitte, así como el zoólogo checo profesor Vodicka- organizaban continuamente, para un círculo de camaradas interesados, cursos de Medicina, Fisiología y Biología. Los estudiantes de Medicina que había entre los noruegos que ingresaron en Buchenwald el año 1944 pudieron continuar así sistemáticamente su for­ mación universitaria. (Los estudiantes noruegos no tenían que trabajar; la cuadrilla de Patología pertenecía a los «comandados».) Pero, por lo general, la institución del «departamento de Patología» en los campos de concentración constituía un abuso, y muy pocas veces estaba en manos de especialistas. Qué tipo de investigación «científica» llevaba a cabo el per­

Las condiciones sanitarias 219

sonal médico de la SS queda patente en el siguiente caso: a partir de 1940, trabajó en el departamento de Patología el jefe principal de asalto Müller, quien más tarde fue trasladado al Obersalzberg. Müller colaboró con el médico de campo, doctor Wagner, que estaba escribiendo una tesis doctoral sobre tatuajes. Los dos buscaban en el campo personas con tatuajes y luego las fotografiaban. Los prisioneros eran después llamados al portalón por el comandante Koch, seleccionados según la magnificen­ cia de su piel tatuada y enviados a la enfermería. Poco después aparecie­ ron los mejores ejemplares de piel en el «departamento de Patología», donde debidamente preparados se mostraban durante años a los visitan­ tes de la SS como objetos de gran valor. También hubo que elaborar «artísticamente» una lámpara de mesa con huesos humanos revestidos de piel humana. El asunto fue tan del agrado de la SS que a Müller le llega­ ron normas de Berlín para que cuidase algún detalle concreto. Cientos de distintas pieles humanas preparadas fueron mandadas a Berlín a peti­ ción del «médico dirigente de los campos de concentración», jefe de estandarte de la SS doctor Lolling. Müller encargó además a Stóckel y a otro prisionero que elaborasen con piel humana curtida fundas de cuchi­ llos y otros objetos análogos. Lolling solicitó también un informe escrito sobre la preparación adecuada para reducir cabezas humanas al tamaño de un puño, tal como practican algunas tribus de indios. Sobre el método a emplear había algunos informes americanos que se encontraron y fue­ ron enviados a Lolling. Los médicos de la SS se encargaron entonces de preparar cierto número de cabezas según este procedimiento. En Buchenwald llegó a haber tres de estas cabezas, dos de las cuales se encontraron cuando fue liberado el campo. Los cadáveres a los que no se les había hecho la autopsia y el resto de los «preparados científicamente» eran entregados para su incineración. Al servicio de la sala de cremaáón había siempre prisioneros BV. Si las cre­ maciones no tenían lugar diariamente se amontonaban a veces impre­ sionantes montañas de cadáveres. En el crematorio se utilizaba carbón de cock. A veces la «impía llama de Buchenwald» sobresalía día y noche hasta un metro de la chimenea. Todos los días, durante un año, tuve que

220 El Estado de la SS

aguardar reflexivamente junto a ella, entre la niebla de la mañana, cuan­ do entre las cuatro y las cinco me dirigía con la cuadrilla de la sastrería de prisioneros (donde trabajé durante algún tiempo) al taller. Los pri­ sioneros contemplaban el espectáculo con horror y apatía al mismo tiempo. ¡Cuántos chistes no se hicieron en el patio de revista sobre el crematorio! Según el contorno de la columna de humo se deducía la categoría de prisionero que se estaba quemando. «Ahí serpentea un tes­ tigo de Jehová hacia el Cielo», «Vaya, el legionario extranjero sale pero que muy pesadamente de este lodazal terreno de pecados», «Tú todavía pasarás por la parrilla», «Muy pronto vas a hacer turismo por la chime­ nea»; todas estas expresiones eran constantes en el campo. Aveces, el jefe de partes llamaba por el altavoz a los prisioneros BV que trabajaban en la sala de cremación y no participaban en la revista: «Que asomen los pájaros del crematorio»; entonces los que allí trabajaban mostraban algunos cadáveres por la ventana. Con esto queda bien caracterizado el estado de ánimo en que se desarrollaba ante miles de personas este acto fúnebre. Y también con esto otro: el 18 de septiembre de 1941 trabaja­ ban el prisionero checo Janacek y un camarada holandés en el departa­ mento de horticultura para encontrar la causa de un atasco de la tubería en la conducción del desagüe. No tardó en averiguarse: una cantidad enorme de huesos humanos, algunos de ellos todavía con restos calcina­ dos de carne, que habían sido arrojados desde el crematorio a las cloa­ cas. El jefe inferior de tropa Dóring había ordenado que los restos de los cadáveres fueran esparcidos por el terreno para que se enterrasen durante la nivelación. Sin embargo, los dos prisioneros dieron tierra a los restos mortales del modo más esmerado que les fue posible. También el perito de la empresa depuradora Cremer, de Berlín, pudo constatar una vez que eran huesos y restos de cadáveres humanos medio quema­ dos la causa de los atascos de cloacas. Con el mismo poco respeto se verificaba el envío de cenizas que a veces solicitaban los parientes del fallecido. Uno de los prisioneros BV cogía un puñado del gran montón, lo arrojaba a una caja y lo mandaba al departa­ mento de correos. En Auschwitz, las cenizas de los calcinados sirvieron en

Las condiciones sanitarias 221

parte para esparcirlas por las calles del campo o fueron vendidas en los alrededores como abono químico. La incineración se participaba al Departamento Político, al que se entregaba también el certificado de incineración extendido por el médi­ co del campo. El Registro Civil extendía un certificado de defunción, pero no cuando se trataba de rusos, polacos o judíos no alemanes -en los últimos tiempos se extendía únicamente para los checos y los alemanes-, y algún miembro de la SS del Departamento Político redactaba la «carta de pésame», concebida siempre en los mismos términos: A preciad a S ra ....: Su esposo ... h a fallecido e n este h o sp ital e l ... P o r esta p é rd id a le partici­ p o m i sincero p ésam e. ... in g resó e n el h ospital e l ... co n graves señales d e ag o tam ien to , q u eján ­ d ose d e dificultades resp irato rias y d e d o lo res e n el p ech o . A p esar d e q u e le fu e ro n ad m in istra d as las m ejo res m ed ic in as y a p e s a r d e l a b n e g a d o tra ta ­ m ie n to m éd ico, n o fu e p osible, d esg raciad am en te, salvar su vida. El fallecido n o ex p resó n in g ú n ú ltim o deseo. El co m a n d a n te d el cam po.

Cuando, en los últimos meses de Buchenwald, el número de cadáveres se hizo demasiado elevado, sobrevino una extraordinaria escasez de carbón, y las ratas, que devoraban los cadáveres almacenados, amenazaban con propagar una peste en el campo. Entonces procedió la SS, según una autorización de Himmler, a efectuar enterramientos de urgencia en fosas comunes. Se siguió calcinando en medida reducida, generalmente sólo alemanes, pues, como expresó delicadamente el jefe de tropa del crema­ torio, no se podía exigir a éstos que compartieran tumba con judíos.

16

Instalaciones especiales

Todos los campos de concentración tenían dentro de su funcionamiento normal o, por así decirlo, al margen de él, instalaciones que servían a determinados fines especiales. A veces se utilizaban barracas o instalacio­ nes ya existentes para acciones especiales que tenían lugar ocasionalmen­ te. No es posible describir toda la gama de instalaciones en todos los campos de concentración; habrá que limitarse a algunos ejemplos deter­ minados.

Los crematorios como lugares de ejecución En una serie de campos de concentración, la SS, por motivos de «raciona­ lización», realizaba ejecuciones -ordenadas por el mismo Himmler direc­ tamente o a través del SS-WVHA- en el propio crematorio o en su inme­ diata proximidad. Los prisioneros eran estrangulados, muertos a palos o ahorcados. Con este fin se instalaban ganchos en las paredes de un depar­ tamento del crematorio; en Buchenwald había cuarenta y ocho. Después de la ejecución sólo había que llevar los cadáveres unos metros hasta el homo. El trabajo de verdugo lo desempeñaban jefes de tropa con la coo­ peración del kapo del crematorio. Constantemente se traían personas de fuera del campo o se llamaban prisioneros al portalón; desde allí iban directamente al crematorio, donde, siempre en presencia del médico del campo y un representante de la dirección del campo, eran degollados (sin diferencia de edad, sexo, estado o nacionalidad). Entre las víctimas se encontraban prisioneros de guerra franceses, mujeres alemanas, polacas, paracaidistas ingleses y fran­ ceses, trabajadores, comerciantes judíos, antifascistas italianos, prisione­

224 El Estado de la SS

ros de los campos de concentración. No se conoce el número exacto de víctimas. Pero el despacho de prisioneros de Buchenwald llevó en secreto una lista del propio campo desde el 28 de marzo de 1944 al 30 de enero de 1945 (diez meses), y desde el 28 de enero de 1944 al 11 de octubre de 1944 (ocho meses y medio) del campo de concentración «Dora», en Nordhausen, que hasta entonces dependía de Buchenwald. Esta lista se conserva y contiene toda clase de nombres de prisioneros con números, fecha de nacimiento, profesión, nacionalidad y día de la ejecución. Hay doscientos ochenta y ocho nombres; entre ellos diez checos, un yugosla­ vo, cuarenta y siete polacos, ciento sesenta y nueve rusos, un letón, un ita­ liano, cuatro alemanes, un holandés, doce belgas, veintidós franceses, nueve ingleses y un canadiense. En total, deben de haber sido ahorcadas en el crematorio de Buchenwald unas mil cien personas. A veces, un departamento de la Gestapo hacía todo el trabajo y envia­ ba solamente los cadáveres para su incineración, empaquetados en sacos de paja. Una vez, en el otoño de 1943, llegaron los restos de dos personas mayores, marido y mujer. En un trozo del vestido se podía leer: «Hirschmann, Amstadt». En este caso, por consiguiente, los funcionarios de la Gestapo de Weimar se habían permitido darse un gusto personal contra un matrimonio judío indefenso. La SS de Buchenwald utilizó también durante un tiempo las perreras como lugar de ejecución. Un cadalso transportable y desmontable permi­ tía despachar el asunto con rapidez.

Las cámaras de gas Sólo muy pocos campos de concentración tenían instalaciones propias para matar con gas. En esto, la SS se había especializado en el campo de de Auschwitz; allí mandaba generalmente a los prisioneros de los que deseaba desprenderse. Pero en caso de necesidad se servía de cámaras de gas móviles: camionetas que exteriormente eran parecidas a las furgonetas de la Policía y que por dentro estaban instaladas convenientemente. Pare­

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ce que la muerte por gas no tenía lugar en ellas muy rápidamente, pues solían dar bastantes vueltas hasta que paraban y sacaban los cadáveres. Las grandes instalaciones de gas en Auschuntz -más exactamente, en Birkenau, que pertenecía a Auschwitz- comprendían, en conjunto, cinco modernos crematorios y cuatro cámaras de gas construidas bajo tierra con una capacidad cada una de mil doscientas a mil quinientas personas. El quinto crematorio no tenía hornos, sino sólo una enorme fosa incan­ descente. Las víctimas eran colocadas allí delante, desnudas y derribadas a tiros por la SS, de modo que los cadáveres -¡o los heridos!- caían inme­ diatamente al fuego. El comandante del campo, jefe principal de asalto de la SS Kramer, no se perdía ninguna de estas ejecuciones en masa; esta­ ba allí presente con una cara radiante y en escenas especialmente excitan­ tes se daba golpes en los muslos ante la gran diversión. La cuadrilla de ser­ vicio comprendía mil prisioneros con exclusión de los judíos. La instalación de gases era sencilla y, sin embargo, refinada. Tenía el aspecto de un baño y eso se les decía a las víctimas que era. En un vestua­ rio figuraba escrito, en los principales idiomas europeos, que había que colgar cuidadosamente la ropa y atar un zapato a otro para que no se per­ dieran; se añadía que después del baño habría café caliente. El camino conducía directamente del vestuario al «baño», donde nada más cerrarse las puertas empezaba a salir gas de las duchas y de los ventiladores. A veces, cuando las cámaras estaban ya llenas a rebosar, se arrojaban aden­ tro, por las ventanas, niños pequeños. Según el gas que había, duraba la muerte por asfixia hasta cuatro y cinco minutos. Mientras tanto se oían dentro los terribles gritos de los niños, las mujeres y los hombres, que len­ tamente se iban apagando. Si después de abrir las cámaras algún cuerpo daba todavía señales de vida, se le inmovilizaba a fuerza de golpes de porra. Acto seguido, los prisioneros de la cuadrilla especial (a la que per­ teneció en 1944 un joven judío de Brünn,Janda Weiss, de quien proce­ den los datos -confirmados también por otros- que damos a continua­ ción) extraían los cadáveres, les quitaban los anillos y les rapaban el pelo, que, reunido en sacos, era mandado a fábricas para su manipulación. Entonces se procedía a apilar los cadáveres en montones de a diez. Tras el

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control a cargo del jefe superior de asalto de la SS Molí, que dirigía los crematorios de Auschwitz, se arrojaban los cuerpos en los hornos o en la fosa incandescente. A Molí le agradaba colocar a mujeres desnudas al lado de la fosa incandescente para verlas caer al fuego a consecuencia de los disparos que se les dirigían al abdomen. Una vez encontró a un prisio­ nero de la cuadrilla especial con un anillo; ordenó que se le echase gasoli­ na y que se le prendiese fuego. Otra vez colgó a un hombre de las manos y estuvo disparando contra él hasta que se desgarraron los brazos; des­ pués repitió lo mismo colgándole de los pies. El jefe de partes Schillinger obligó a una bailarina italiana a bailar desnuda ante el crematorio. En un momento propicio ésta se le acercó, le arrebató la pistola y le mató a tiros. En la refriega que siguió la mujer murió también víctima de un disparo, de modo que, por lo menos, se escapó de la muerte con el gas. De una familia con seis miembros, Molí mató primeramente, en presencia de todos, al más joven, después a los hijos mayores y, por último, al padre y a la madre. Las bestias asesinas de la SS de Auschwitz que vinieron a Buchenwald, a principios de 1945, después de la evacuación de aquel campo de con­ centración y tras haber volado las cámaras de gas, no hacían sino alabarse emborrachados por sus vilezas. Llevaban encima multitud de objetos de valor y añoraban vivamente la «desenfrenada vida» con sus «fuertes expe­ riencias» y los placeres del alcohol que allí continuamente se les ofrecían. En Auschwitz fueron asesinados con gas, sobre todo, judíos de todos los países europeos que habían caído bajo el dominio de Hitler; además, polacos, rusos, prisioneros viejos y decrépitos (también de todas las nacio­ nes) y una parte de los enfermos. El récord se estableció en treinta y cua­ tro mil hombres en un turno de día y de noche ininterrumpido. Sólo durante el período del comandante del campo Hóss -de 1942 hasta comienzos de 1944—murieron gaseadas en Auschwitz, según su propia confesión, aproximadamente dos millones y medio de personas.

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£1 comando 99: el establo En el campo de concentración de Buchenwald, la SS tenía una instala­ ción de liquidación propia junto a los picaderos, fuera del terreno de la alambrada de espino. En la comandancia, el comando era designado con el número 99. Los jefes de tropa eran destinados a él, cuando no se pre­ sentaban voluntariamente, sólo por una temporada. Una vez que las desprevenidas víctimas, casi únicamente prisioneros de guerra rusos, se encontraban en el establo, el oficial de la SS dirigente pronunciaba una corta alocución que era traducida: «Se hallan ustedes en un campo colectivo. Para evitar el peligro de contagio tienen que ser previamente reconocidos, desinfectados y bañados. Al desnudarse, quí­ tense primero la chaqueta y después los pantalones; pongan los zapatos al lado, metiendo en ellos el documento de identidad a fin de que no haya confusiones». Los jefes de tropa llevaban batas blancas para que creyeran que eran médicos. Después se ordenaba: «Los seis primeros que pasen a bañarse». Un altavoz emitía a toda potencia música de un gramófono; por otro se iban diciendo los nombres y los números. Al mismo tiempo se desarrollaba en las habitaciones de al lado la sangrienta tragedia. Las víc­ timas que iban al «baño» pasaban a una pequeña habitación con paredes y puertas insonorizadas; estaba instalada como si fuese un cuarto de baño: con azulejos en el suelo y en las paredes y con ocho duchas. En la puerta había una abertura de treinta centímetros de ancho por tres de alto. Un hombre de la SS cerraba bien la puerta y mataba a balazos a los que esta­ ban esperando el baño, con una pistola automática. Cuando todos ha­ bían caído al suelo, aunque a menudo no heridos mortalmente, eran arrojados a un camión recubierto con una plancha de cinc. Se abrían las duchas y se hacía desaparecer la sangre; ¡podían pasar los siguientes! Algunos días se «bañaba» de esta forma, desde las nueve de la noche hasta las cinco de la mañana, a quinientas personas. Al principio, la SS se servía de una máquina (que tuvo que ser suprimi­ da porque no funcionaba con la suficiente rapidez): sobre un estrado de madera había un listón para medir la altura del cuerpo con una cuña a la

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altura de la nuca. Cuando el desprevenido delincuente se había colocado sobre el tablado, la cuña salía bruscamente, y destrozaba la nuca o el crá­ neo. La máquina no mataba siempre, pero, a pesar de ello, a los que resultaban gravemente heridos también los metían en el camión de los cadáveres para llevarlos al crematorio. Allí recibían el golpe de gracia con una gran estaca de madera de roble. El ayudante del crematorio, Zbigniew Fuks, presenció cómo un prisionero de guerra ruso, que había llega­ do en un camión de cadáveres, le dijo: «Camarada, dame la mano». Como todos los demás, estaba desnudo y manchado de sangre y había via­ jado entre un montón de cadáveres desnudos. Lo mató de un disparo de revólver el jefe superior de tropa de la SS Wamstedt, director del crema­ torio de Buchenwald. Si los transportes de ejecución eran demasiado grandes, los presos tenían que desnudarse al aire libre frente al establo. Entonces se les lleva­ ba en grandes grupos a los picaderos; allí se les ponía en fila y se les liqui­ daba con una ametralladora. En los sitios que quedaban manchados de sangre se esparcía serrín fresco; después entraban las siguientes víctimas. Los asesinos disponían de alcohol a discreción. Los candidatos a la muer­ te no estaban siempre desprevenidos. A veces alguno se escapaba desnu­ do y corría directamente a la línea de centinelas extendida alrededor del establo. Hubo un caso en el que miembros ucranianos de la SS no dispa­ raron; desde entonces sólo se empleó como centinelas a hombres de la SS alemanes. En el establo también se liquidaba a personas civiles. Un día llegó un coche de la sociedad de transporte de Apolda con personas bien vestidas -alemanes- y algunos oficiales. Eran las cuatro de la tarde. Los ocupantes entraron en las caballerizas en animada conversación. Después de que entraran en las dependencias, la cadena de centinelas se desplegó rápida­ mente. Dos horas después el crematorio recibía a las nuevas víctimas. Todos los miembros de la SS del comando 99 recibieron la Cruz de Méritos de Guerra.

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Los bloques de aislamiento para los llamados «experimentos científicos», constituían una de las más temidas instalaciones especiales de los grandes campos de concentración. En ellos se llevaba a cabo, a gran escala, siste­ máticamente, y con pretensiones científicas, lo que los médicos de campo ya practicaban a su antojo, en el hospital de prisioneros. Sin embargo, los experimentos no se llevaron a cabo sólo en los servicios rigurosamente aislados de dentro del campo; también participaron en ellos los hospita­ les de prisioneros y algunos establecimientos especiales del exterior. Los experimentos médicos, efectuados directamente por la SS o por científicos alemanes o médicos de las Fuerzas Aéreas alemanas bajo su patrocinio, partían de la iniciativa de diversos departamentos centrales. Ninguna de estas series de experimentos se efectuó sin el conocimiento y la autorización expresa de Himmler. Su ejecución fue dispuesta, bien por él mismo, a sugerencia de interesados estatales, cuasiestatales o privados, bien por el «Departamento de Experimentos V», de Leipzig, que desarro­ lló muchas iniciativas -desde los ensayos con venenos de plantas naciona­ les y exóticas hasta el desarrollo de medios químicos profilácticos contra quemaduras y para la aplicación de glándulas artificiales-, bien por el Ins­ tituto de Higiene de las Armas de la SS en Berlín, o bien directamente por el SS-WVHA. La mayoría de los experimentos en personas -y también los más terri­ bles- tuvieron lugar en los campos de Dachau, Buchenwald, Sachsenhausen, Natzweiler, Ravensbrück y Auschwitz. A los departamentos del ejérci­ to alemán, a los grandes complejos industriales, como la I.G. Farben en Hóchst del Main y Leverkusen, la Boehring en Dessau y Marburg, a los científicos alemanes y a los institutos científicos, se les comunicaba, cuan­ do la colaboración con la SS se había realizado abiertamente o bajo cual­ quier camuflaje, en caso de necesidad -es decir: cuando los participantes averiguaban que se trataba de experimentos con prisioneros de campos de concentración-, que las personas con las que se hacían los experimen­ tos eran criminales peligrosos condenados a muerte y destinados a estos

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experimentos por el jefe del Reich de la SS. En mis dos años de actividad en Buchenwald como escribiente médico (de marzo de 1943 a abril de 1945), en los que pasaron por mis manos todas las listas secretas con los nombres de los prisioneros seleccionados para los experimentos, no supe de ningún caso en que alguien hubiera sido condenado a muerte por un tribunal antes de ser utilizado como conejillo de Indias; sé de fuentes fidedignas que tal trámite no se cumplía tampoco en otros campos. Nin­ guno de los departamentos alemanes ni de las personalidades se informó a fondo para averiguar si la dirección de la SS decía la verdad o no sobre esta cuestión; el hecho es que la práctica consistió, durante años, en que las direcciones de los campos elegían a las personas sobre las que se iban a realizar experimentos de acuerdo con principios «acreditados». Fueron seleccionados, sobre todo, prisioneros BV, homosexuales y una parte de los prisioneros políticos de todas las nacionalidades. A partir de otoño de 1943, la SS de los campos se negó a asumir la res­ ponsabilidad plena por tales empresas; la determinación de las personas con las que se iba a experimentar quedó entonces muchas veces a cargo del RKPA de Berlín y del ya mencionado jefe de grupo de la SS, Nebe“. No es posible dar en este lugar un informe detallado de todos los experimentos que se realizaron con personas en los campos de concen­ 23 E n diversas publicaciones im p o rtantes d e la p ostg uerra -so b re to d o en el libro d e H . B. Gisevius, Bis zum bitteren Ende [H asta el am argo final] y e n la o b ra de A lien D ulles, Germany ’s Underground [A lem ania bajo tie rra ]- y, adem ás, en el curso d e los procesos de N urem berg, se m en cion ó a N ebe com o u n o de los m ás activos colabo­ ra d o re s d e la o po sició n . El ré g im en le hizo ejecu tar, en efecto , d esp u és d e los acontecim ientos d el 20 de ju lio d e 1944. Yo, p o r m i p arte, le califiqué e n la p rim e­ ra edición del p resen te libro de u n o «de los fu n cio n arios d el ap arato de la SS m ás desconocidos, p ero tam bién m ás despiadados», y d ecía d e él q ue « posteriorm ente se ad h irió a la co n sp ira ció n d e l 20 d e ju lio de 1944, p e ro co m o u n o p o rtu n ista -ig u a l q ue el p resid en te de la P olicía d e B erlín, je fe su p erio r d e g ru p o d e los SA, co n d e H elldorf, el conocido asesin o- q u e q u ería saltar a tiem p o d el tre n nacional­ socialista cu an d o éste se dirigía al desastre». C orrijo este ju icio en lo que se refiere a la tipo lo gía y los m óviles d e este hom b re. N ebe tuvo, casi desde el principio, tre ­ m en d o s conflictos d e co n cien cia; cu a n d o , sob re to d o e n los ú ltim o s años, quiso escapar, h uyendo o suicidándose, d e la re d d e asesinatos y desgracias de to d o tipo que él m ism o en tretejía, fue siem pre disuadido de su decisión p o r sus am igos d e la o posición d e n tro d el P artid o, p ara ap ro v echar en el m o m en to o p o rtu n o las posi-

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tración; su exposición, acreditada documentalmente, necesitaría un libro entero. Debo limitarme a dar una idea suficiente de los experimentos principales y a mencionar algunos otros. 1. Los experimentos defiebre tifoidea en Buchenwald

A finales de otoño de 1941, el Instituto de Higiene de las Armas de la SS en Berlín inauguró un servicio clínico del «departamento para la investi­ gación de la fiebre tifoidea y de virus». El servicio fue instalado en 1942 en el bloque de aislamiento 46, rodeado de una doble alambrada de espino. La fundación corrió a cargo del entonces jefe del estandarte de la SS, y después jefe superior de grupo de la SS, profesor externo doctor Joachim Mrugowsky, después de entrevistarse con el Inspector alemán del Ejército de Sanidad y general médico de Estado Mayor profesor doctor Handloser, con el jefe de Sanidad del Reich, subsecretario yjefe de grupo de la SS doctor Conti, con el presidente del Servicio de Sanidad del Reich pro­ bilidades q ue ofrecía su im p o rtan te p uesto. H asta el am arg o final a m anos d el ver­ d u g o , d esem p eñ ó , p o r tanto, u n d o b le p ap el. Soy d e la o p in ió n - e n co n tra de lo q u e c re e n alg u n o s d e sus a m ig o s- d e q u e n o d e b e ría h a b e r h e c h o eso; yo, p o r ejem p lo , u tilicé m i in flu e n c ia so b re el d ire c to r d el servicio d e e x p erim en to s de B uchenw ald, je fe d e b atallón d e la SS d o c to r D ing-Schuler, co n stan tem en te y con resu ltad os positivos, p ara im p ed ir q ue fu esen en cub ierto s, asesin an d o a terceros, actos graves de oposición. El d ere ch o a la legítim a d efensa activa, in d e p e n d ie n te ­ m e n te d e lo q u e p u e d a afe c ta r al en e m ig o in m e d ia to , tie n e u n o d e sus lím ites in fran qu eables e n la vida d e las personas n o participan tes. N ebe n o d eb ía h aberse h e c h o cargo d e n in g u n o d e los llam ado s co m an d o s d e asalto d e la SS en el Este (es decir: d e u n co m an d o d e liq u id ació n ) - p o r m u ch o q u e con ello consiguiese evitar algunas d e las ó rd en es m ás te rrib les-, n i d eb ía h a b e r enviado a p erso nas a los servicios de ex p erim en to s d e los cam pos d e co n centració n. Estos hecho s n o se ju stifican co n u n a actividad sim u ltán ea en favor d e la oposición; n i tam po co con la in te n c ió n d e e n c u b rir así a la opo sició n o co n la p o sib ilidad a p a re n te d e libe­ rarse d e la fatalid ad de las consecuencias d e erro res com etidos an terio rm en te. De lo q u e hoy n o cab e d u d a, tam p o co p a ra m í, q u e h ab ía co n o cid o su n o m b re y su actividad tal com o se describió en la p rim e ra ed ició n d e este libro, es d e q u e N ebe n o fu e el d espiad ad o fu n cio n ario de la SS, n i tam po co sim plem ente u n o po rtun is­ ta; p o r el co n trario : su p erso n a n o d eja d e e n c e rra r cierta tragedia. En la m ed id a en q u e p u e d a h a b e r u n a au tén tica trag ed ia en u n asu nto tan feo p a ra u n h o m b re q u e llegó a ascen d er, y n o d e m o d o p u ra m e n te casual, a je fe d e g ru p o d e la SS y d irecto r d el RKPA.

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fesor Reiter’4y con el presidente del Instituto Robert Koch de Berlín (ins­ titución del Reich para la lucha contra las enfermedades contagiosas) profesor Gildemeister. La anotación en el acta dice lapidariamente el 29XII-1941: «Como el experimento con animales no permite una valora­ ción suficiente (de vacunas contra la fiebre tifoidea), los experimentos tienen que realizarse con hombres». Se encargó de su ejecución eljefe de batallón de la SS doctor Ding-Schuler. Hasta fines de 1944 se hicieron veinticuatro series de experimentos con un número variable de personas (de cuatro a -la mayoría de las veces- cuarenta o sesenta; una vez incluso con ciento cuarenta y cinco personas en un grupo). Los experimentos tenían como finalidad la valoración de vacunas contra la fiebre tifoidea de distintas procedencias: la vacuna de la Boehringwerke, fabricada con cultivos de membrana vitelina de huevos de gallina, según el procedi­ miento de Cox, Gildemeister y Haagen; la vacuna de Weigl elaborada a base de visceras de piojos, fabricada por el Instituto para la investigación de la fiebre tifoidea y de virus de la Comandancia Superior del ejército de Cracovia; la vacuna Durand-Giroud, de pulmones de conejos (Institut Pasteur, París); la vacuna de pulmón de perro, según el procedimiento de Cantacuzino, Bucarest; y una vacuna danesa de hígado de gato (estas dos últimas puestas a disposición por el profesor Rose, (director del departamento de medicina tropical en el Instituto Robert Koch de Ber­ lín) ; además: distintos medios terapéuticos contra la fiebre tifoidea, como nitroacridina y azul de metileno de la I. G. Farbenindustrie AG (profesor Lautenschláger), rutenol de la misma sociedad (en la anotación én el acta de 13 y 14 de abril de 1943 se dice: «Misión del jefe de batallón de la SS doctor Ding, a la I. G. Farbenindustrie AG, Hoechst. Conversación con el profesor Lautenschláger, el doctor Weber y el doctor Fussgánger sobre 24 El p ro fe so r R eiter, q u e fu e in te rro g a d o so b re este asu n to co m o testig o en N u rem b erg , d ec laró b ajo ju ra m e n to q u e sólo se c e le b ró u n a en trev ista d e ese tipo, y q ue q u ien p ro n u n c ió la p o n en cia inform ativa fue el p ro feso r G ildem eister. E n aq u ella sesión n o se llegó a n in g ú n acu erd o . C om o el d o c to r C on ti n o en c o n ­ tró el eco d e se a d o a sus «ideas», in te rru m p ió la sesión co n las p alabras: «En el fu tu ro trataré sólo con el p ro feso r G ildem eister».

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las series de experimentos con granulado de acridina y rutenol en el campo de concentración de Buchenwald»25) así como un medio llamado «Persicol», que el médico de la escuadra, profesor Ruge, estaba fabrican­ do y ensayando en Rumania. Al servicio de experimentos del bloque 46 fueron conducidos, en total, unos mil prisioneros. Una parte de ellos tuvieron la suerte de ser empleados sólo en los experimentos de conservación de sangre o en otros que, por motivos externos, tenían que ser interrumpidos antes de que se produjese la infección. El resto comprendía unas cuatrocientas cincuenta y ocho personas, de las que murieron ciento cincuenta y ocho; no incluimos aquellos grupos de tres o de cinco que ingresaban en el ser­ vicio para los llamados «fines de paso» (es decir: se les infectaba de sangre fresca de enfermos de fiebres tifoideas, a fin de conservar los bacilos del tifus). Casi todas las personas «de paso» perecieron. El resto adquirió taras en la salud para toda su vida, más o menos graves como puede con­ firmar todo especialista en fiebre tifoidea: insuficiencia cardíaca constan­ te, pérdida de la memoria, parálisis, etc. El valor científico de los experimentos era o bien igual a cero, o muy 25 Después de aparecer la primera edición de este libro, se dirigieron a mí los señores doctor Weber y doctor Fussgánger, asegurándome que habían sido enga­ ñados por la SS; se les dijo que se trataba de la administración de medios quimioterapéuticos de la I. G. Farbenindustrie (Departamento Químico-Farmacéutico y Suro-Bacteriológico de Hóchst del Main) a soldados enfermos de fiebres tifoideas en los hospitales de campaña de las divisiones de la SS. Cuando, por circunstan­ cias sumamente sospechosas, pudieron darse cuenta de que los experimentos se realizaban en el campo de concentración de Buchenwald, rompieron los contac­ tos de acuerdo con su jefe el profesor Lautenschláger. Del último aserto puedo decir, por razón de mi actividad con el doctor Ding-Schuler, que es cierto. Quisie­ ra, no obstante, dirigir a todos los científicos que estuvieron relacionados con experimentos forzados con personas, o que fueron llevados a ellos por la SS, la siguiente pregunta: ¿desde cuándo permite el código moral científico y médico administrar a soldados enfermos sin su consentimiento expreso medios quimioterapéuticos que han sido probados sólo con animales? Y ¿no es cierto que la repu­ tación de Himmler y la de la jerarquía de la SS era tan mala en un amplio sector del pueblo alemán que se imponía el más extremo cuidado para todo aquel que no quisiese tener nada que ver con ellos, y, sobre todo, para cualquier científico en el momento en que por algún motivo entrase en relación con ellos?

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escaso, pues el procedimiento de infección era completamente absurdo. Si se hubiese obrado razonablemente, se habría trabajado con la modali­ dad de infección más cercana a la realidad (es decir: la transmisión por el piojo de la fiebre tifoidea europea -llamada clásica-, el typhus exanthematicus) y que ya de por sí bastaba para ir volviendo poco a poco ineficaz la vacunación administrada anteriormente. Pero para los señores de la SS esto era demasiado trabajoso y difícil. Por ello, cuando en el primer cua­ trimestre de 1942 las familias de virus entregadas por el Instituto Robert Koch de Berlín dejaron de ser virulentas, se empezaron a inyectar -des­ pués de que no hubiera conducido a ningún resultado la infección en los músculos, debajo de la piel, mediante raspado de piel y mediante trans­ plantes de piel-, por vía intravenosa, 2 cc de sangre fresca de enfermos de suma virulencia. El efecto fue naturalmente radical y en casi todos los casos catastrófico. Apenas se introdujo esta clase de infección, la cuota de mortandad subió a más del 50 por 100, por no hablar de los llamados «controles», es decir, aquellas personas que no habían sido vacunadas, con el fin de determinar la virulencia de la infección; de éstas murieron casi todas. Más tarde se rebajó a 1/10 cc la masa infecciosa que se inyecta­ ba, sin que disminuyesen sus efectos mortales, por haber aumentado entretanto -debido a las personas de paso- la virulencia de los gérmenes patógenos humanos. Sólo en una de las series de ensayos pudo compro­ barse el considerable valor de una de las vacunas contra la fiebre tifoidea fabricada en el mismo Buchenwald: de veinte vacunados no murió ningu­ no y el desarrollo de la enfermedad fue mucho más benigno que incluso en aquellos casos en que los pacientes habían sido vacunados con la mejor vacuna de todas (la de Weigl, de visceras de piojos), mientras que de las veinte personas de control caían nueve víctimas de la traidora infec­ ción. Ninguno de los corifeos de la ciencia alemana que aceptaron estos experimentos humanos -e incluso las contaminaciones, como el profesor Gildemeister, que las presenció en los campos de concentración- se tomó nunca la molestia de meditar críticamente sobre los mencionados presupuestos y métodos, ni tampoco de considerar si estaba permitido humana y científicamente llevar a cabo tales experimentos y encomen­

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dárselos a la SS en los campos de concentración. Admitieron, sin rechis­ tar, los resultados y creyeron y valoraron las publicaciones -encabezadas por la ZeitschriftfürHygiene und Infektionskrankheiten- sobre el particular. Por lo que sé, el profesor Rose fue el único que en una ocasión declaró, con motivo de la Tercera Reunión de Medicina Militar en Berlín, que los resultados comunicados no añadían nada a los ensayos con animales y que, por tanto, no justificaban los experimentos con personas (lo que no le impidió promover y realizar un año más tarde tales experimentos con la vacuna de Ipsen del Instituto Estatal del Suero de Copenhague). ¿Qué es lo que pretendía realmente el señor consejero ministerial, doctor Christiansen, del ministerio del Interior del Reich, al permitir a la SS experimentar en el campo de concentración el efecto de un terapéutico de la serie Rhodan, la «otrhomina» (profesor doctor Lockemann, Institu­ to Robert Koch de Berlín)26, y contaminar a cuarenta prisioneros, treinta inmunizados y diez no inmunizados, administrando a cada uno, en la ensalada de patatas, 2 cc de emulsión de bacilos de tifus en una solución fisiológica de sal de cocina? Es evidente que nada; se limitaba a leer las curvas de fiebre y las historias clínicas que le enviaban regularmente de Buchenwald a través del Higienista Supremo de la SS, y a certificar que siete números habían enfermado ligeramente, veintitrés más o menos gravemente, seis de modo ambulatorio, y que cuatro no habían enferma­ do en absoluto. Un muerto. El número tantos. Si se trataba de un antiguo diputado del Reich, o de un compañero de profesión del consejero ministerial, o de un trabajador, o de un desgraciado al que se había califi­ cado de delincuente profesional, o de una madre, o de una esposa, si 26 El profesor Lockemann declaró bajo juramento que lo único que podía atri­ buirse a él y a sus ayudantes era la investigación científica que condujo a la fabrica­ ción de la «otrhomina»; al doctor Ding-Schuler, que acudió a él de parte del ministerio del Reich del Interior le proporcionó únicamente inform es técnicos; de los experimentos en campos de concentración que tuvieron lugar después no supo nada hasta que leyó los informes del ministerio al Instituto Robert Koch. Según esta declaración jurada, por consiguiente, el profesor Lockemann no fue, como decíamos en la primera edición de este libro, basándonos en las notas del doctor Ding-Schuler y las actas de la SS, el que originó los experimentos.

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había niños que lloraban cuando les llegaba el estereotipado escrito de pésame del comandante del campo de concentración..., ¿podía interesar todo esto a un médico al servicio del Tercer Reich, que permitía que se administrasen bacilos de tifus en las patatas cocidas? En el bloque 46 del campo de Buchenwald, que por lo demás era un modelo de limpieza y de buena instalación, no se llevaban a cabo sólo expe­ rimentos con personas, sino que también se aislaba a todos los enfermos de tifus que habían adquirido la enfermedad de modo natural en el campo o que habían ingresado ya con ella. Si lograban superar la terrible enferme­ dad, allí era donde se recuperaban. La dirección del bloque la ejercía, por parte de los prisioneros, Arthur Dietzsch, quien sólo con la práctica había logrado adquirir algunos conocimientos médicos. Dietz había estado ence­ rrado durante veinte años en arresto político, era una naturaleza endureci­ da y, como se puede comprender, uno de los personajes más odiados y más temidos de Buchenwald. La dirección de la SS del campo y los jefes de tropa no entraban nunca en el bloque 46, pues tenían un miedo extremo al contagio de fiebre tifoidea y creían que la infección podía producirse por contacto, a través del aire y por la tos. Por ello, los médicos de la SS, sobre todo el doctor Hoven, que frecuentemente sustituía durante semanas e incluso durante meses al doctor Ding-Schuler -muy a menudo de viaje-, podían hacer allí lo que quisieran. Esta circunstancia fue también aprove­ chada por los prisioneros con la ayuda del kapo Dietz: por una parte, des­ embarazándose la dirección ilegal de aquellas personas que colaboraban con la SS contra el campo (¡o que parecía que colaboraban o simplemente eran poco gratas!); por otra parte, sustrayendo de la SS a través del bloque 46 a prisioneros políticos importantes en peligro, lo que para Dietz era a veces difícil y peligroso por tener en el bloque de kalfaktoren y enfermeros casi exclusivamente a prisioneros criminales (a los que él, de todas formas, reprimía férreamente). Más adelante hablaremos de uno de los intentos de salvación más interesantes y arriesgados a través del bloque 46. Para hacer comprensi­ bles sus presupuestos tenemos que referimos aquí brevemente al bloque 50 del campo de concentración de Buchenwald, que pertenecía asimis­

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mo al «departamento para la investigación de la fiebre tifoidea y de virus», pero que, sin embargo, estaba unido al bloque 46 sólo a través de la dirección común en manos del doctor Ding-Schuler. En el bloque 50 se elaboraban vacunas de pulmón de ratones y de conejos, según el pro­ cedimiento del profesor Giroud de París. Fue fundado en agosto de 1943. Los mejores elementos disponibles del campo, entre ellos médicos, bacte­ riólogos, serólogos, químicos, sobre todo el profesor de Lemberg, doctor Ludwig Fleck (a quien el doctor Ding-Schuler había hecho traer de Auschwitz a través del SS-WVHA), fueron seleccionados para esta tarea. Una inteligente política de los prisioneros estuvo dirigida desde un prin­ cipio a llevar camaradas de todas las naciones en peligro a esta cuadrilla a la que la SS tenía tanto respeto como al bloque 46. Este miedo-tabú fue fomentado, por distintos motivos, tanto por el jefe de batallón de la SS, doctor Ding-Schuler, como por los prisioneros (por ejemplo, con tablo­ nes de aviso en la alambrada que rodeaba el bloque). Candidatos a la muerte como el catedrático holandés de Física van Lingen, el consejero imperial holadés para educación física Jan Robert, el arquitecto Harry Pieck y otros holandeses, el médico polaco doctor Marian Ciepielowski, que se convirtió en director de producción, el profesor doctor Balachowsky, del Instituto Pasteur de París, el autor de este libro como escri­ tor austríaco, y siete camaradas judíos encontraron allí refugio con el conocimiento y la aprobación del doctor Ding-Schuler y protección con­ tra acciones inminentes y transportes de la muerte, gracias a las pertinen­ tes solicitudes dirigidas al Departamento Central de Seguridad del Reich; solicitudes que yo insinuaba, redactaba y presentaba para que fuesen fir­ madas. Ultimum refugium, judaeorum (último refugio de los judíos): así lla­ maba humorísticamente, pero no sin razón, el doctor Schuler al bloque 50. La cuadrilla estaba formada por sesenta y cinco hombres, entre ellos doce rusos. Los valiosos instrumentos, aparatos y microscopios habían sido traídos de Francia, bien como botín, bien «comprándoselos» a com­ pañías francesas, sin pagarlos después. El cultivo de los bacilos de la fiebre tifoidea (Rickettsia Prowazeki) se efectuaba inyectando en cobayas 2 cc de sangre de enfermos de tifus del

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bloque 46. Oficialmente se fabricaban dos clases de vacunas: una vacuna normal para las tropas combatientes de las Armas de la SS, y otra, con un aspecto algo turbio, que se ponía aparte y se destinaba a los prisioneros. En la realidad, y sin conocimiento del doctor Ding-Schuler, existía una producción de primera calidad, en cantidades relativamente reducidas, que sólo se aplicaba a camaradas prisioneros en peligro por el arriesgado puesto que ocupaban, y otro producto de calidad inferior, del que había cantidades considerables, cuyos efectos no eran ciertamente dañinos, pero que tampoco los tenía favorables, y que se administraba a la SS. El bloque era una verdadera isla en el campo. Los prisioneros que trabajaban en él, excluyendo a los políticos, tuvieron hasta el final -si bien se hallaban en constante peligro de muerte por las infecciones del laborato­ rio y por estar a las órdenes de un jefe muy difícil- una vida preferente en muchos aspectos materiales: cada uno tenía una cama para él -algo de lo que no podía disfrutar la gran mayoría de los prisioneros-, ropa limpia de cama, dependencias de trabajo limpias y luminosas, suplementos de comida en forma de ochenta gramos de azúcar, sesenta y cuatro gramos de grasa y cuatrocientos gramos de pan semanalmente y, si no se rechaza­ ba, tenían ilegalmente carne de conejo infectada de tifus, calentada hasta ciento veinte grados, que, en realidad, debería haber sido quemada des­ pués de la extracción de los pulmones. Lo que es más importante: todos los ocupantes del bloque 50 figuraban dentro de los llamados «comanda­ dos» o presos privilegiados. 2. Los experimentos de malaria en Dachau

El jefe principal de asalto de la SS, doctor Brachtel, cuyo puesto ocuparía más tarde el jefe principal de asalto de la SS doctor Plóttner, empezó a buscar en enero de 1942, por iniciativa del profesor doctor Klaus Schilling, gente de buena salud y de una edad que oscilase entre los veinte y los cuarenta y cinco años. En marzo de 1942 tuvieron que presentarse en la enfermería los primeros cinco hombres. Después se continuó con vein­ te personas por semana.

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Los experimentos se efectuaban del siguiente modo: los mosquitos anofeles contaminados de bacilos de la malaria que se traían de los trópi­ cos, de Crimea y de las lagunas Pontinas se aplicaban a la infección de per­ sonas. Entre otras cosas, se quería investigar la relación entre los grupos sanguíneos humanos y la enfermedad de la malaria. La primera crisis se declaraba, normalmente, tres semanas después de la contaminación. El paciente volvía entonces a ingresar en el hospital, pues mientras tanto había tenido que seguir trabajando. Los ataques de fiebre se producían cada dos o tres días; en un estadio avanzado de la enfermedad, se observa­ ban todos sus conocidos fenómenos secundarios: insuficiencias cardíacas, ictericia, colitis graves y pulmonías. No conozco, en este caso, los medica­ mentos que se aplicaban, qué empresas alemanas los suministraban, ni si se consiguió algún éxito curativo. De todas formas, de doscientas personas en las que se experimentó murieron, en las primeras series, diecisiete; posteriormente la cifra de muertes se elevó considerablemente cuando dejó de atenderse a la salud y a la edad de las personas para efectuar la selección. Entre los sacerdotes polacos, que también fueron utilizados para los experimentos, se produjeron en Dachau gran número de pérdi­ das. Himmler visitó el establecimiento de experimentos en compañía del jefe médico del Reich, doctor Conti, y declaró después patéticamente a los supervivientes: «Muchachos, habéis prestado a la patria un servicio tan elevado como el de nuestros soldados en el frente. No os olvidaré cuando llegue la próxima acción de puestas en libertad». No hay ni que decir que ninguno de estos objetos de experimento fue puesto en libertad en Dachau. 3. Los experimentos con sulfamidas en Ravensbrück

El médico de la SS del Reich, doctor Grawitz, que intervino en casi todos los experimentos de la SS con personas, dispuso en 1942 la infección de prisioneros del campo de concentración de Ravensbrück con estafiloco­ cos, bacilos de gangrena, bacilos del tétano y cultivos mixtos de bacilos, a fin de determinar el efecto curativo de las sulfamidas. De su realización se

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encargó el catedrático numerario de Cirugía ortopédica de la Universi­ dad de Berlín y médico jefe del sanatorio Hohenlychen, profesor doctor Karl Gebhardt, amigo y médico de cabecera de Himmler. Ordenó la rea­ lización de las operaciones con mujeres -la mayoría de ellas polacas- a los médicos de la SS doctor Schiedlausky, doctor Rosenthal, doctor Emst Fischer y doctor Herta Oberheuser. No se siguió ninguna vigilancia real­ mente responsable. En todos los casos la infección de las mujeres, que no sabían los fines que con ellas se perseguían, se efectuó en las piernas. La incisión llegaba frecuentemente -como pudo comprobarse después en las heridas cicatrizadas de las pocas supervivientes y fue confirmado por testigos- hasta el hueso. A menudo, además de los cultivos de bacterias, se aplicaban en las heridas de las personas con las que se experimentaba, astillas de madera o pedazos de vidrio. Rápidamente supuraban las heri­ das de las pacientes. Las víctimas que no se seguían tratando y que eran infectadas simplemente para observar el progreso de la enfermedad, morían entre terribles sufrimientos; pero de las restantes tampoco sobre­ vivía más que una parte mínima. Cada una de estas series de experimen­ tos comprendía de seis a diez muchachas -por lo general, las más hermo­ sas-, seleccionadas de entre las que habían sido llamadas a la enfermería. Por lo menos se hicieron seis series de experimentos. Sobre el resultado informó el profesor doctor Gebhardt, en una ponencia titulada: «Experimentos especiales sobre el efecto de las sulfamidas», en el Tercer Congreso de Médicos Especialistas Consejeros de la Academia Médica Militar de Berlín (24-26 de mayo de 1943). (Gebhardt iba a Ravensbrück muy de tarde en tarde para que le informasen de los resultados y para examinar las heridas de las pacientes; las mujeres tenían que esperar algunas horas, sujetas a las mesas de operaciones, hasta que el señor profesor entraba.) A la conferencia asistieron, entre otros: el general médico mayor profesor doctor Siegfried Handloser, en su cali­ dad de jefe e inspector de sanidad del ejército; el general médico de la reserva, profesor doctor Paul Rostock, director de la Clínica Quirúrgica de la Universidad de Berlín, en su calidad de médico consejero del ejérci­ to yjefe del Servicio de Medicina Científica e Investigación; el general

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médico del Estado Mayor, doctor Oskar Schróder, jefe e inspector de sanidad de las Fuerzas Aéreas; el jefe médico del Reich, doctor Conti; el jefe de sanidad de las Armas de la SS, doctor Karl Genzken; el jefe del Estado Mayor personal del médico del Reich de la SS yjefe supremo de grupo de la SS Helmut Poppendieck; el médico de cabecera de Hitler y comisario del Reich para Sanidad y Salud, teniente general de las Armas de la SS, profesor doctor Karl Brandt; además, un grupo de conocidos y prestigiosos profesores alemanes. Gebhardt no ocultó en su conferencia que los experimentos se habían llevado a cabo con prisioneros de campos de concentración; se hizo incluso totalmente responsable de ello. Ningu­ no de los participantes protestó. 4. La investigación sobre alta presión y los experimentos submarinos en Dachau

El médico del Estado Mayor de las Fuerzas Aéreas, doctor Sigmund Rascher, posteriormente jefe inferior de asalto de la SS, un protegido de Himmler, obtuvo ya en 1941 -tras unas conversaciones con un médico de la flota aérea del «Departamento Nacional de Pruebas para la Investiga­ ción de Vuelos de Altura de las Fuerzas Aéreas» , de Múnich- el permiso del jefe del Reich de la SS para organizar experimentos en el campo de concentración de Dachau; en torno a su realización, se estableció una encarnizada competencia, llena de intrigas, entre los médicos chiles doc­ tores Wolfgang Romberg y Siegfried Ruff (director del Instituto de Medi­ cina Aérea del «Centro Alemán de Investigaciones del Transporte Aéreo»), por una parte, y Rascher por otra. Los experimentos tenían por finalidad comprobar la capacidad de reacción y de supervivencia del hombre en ascensos rápidos a grandes alturas (de veinte y más kilóme­ tros) , así como en descensos repentinos desde tales alturas. Las Fuerzas Aéreas alemanas llevaron a Dachau una cámara apropiada de presión. Se tuvieron conscientemente en cuenta, desde un principio -como se dedu­ ce de los informes que se han conservado-, las muertes de las personas con las que se experimentaría. Himmler puso a disposición para los expe­ rimentos -algo que en la práctica no fue observado, y de lo que se desistió

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por completo a partir de 1942- a «delincuentes peligrosos» (por ejemplo: ¡polacos y rusos del movimiento de resistencia!) condenados a muerte; si sobrevivían se les «indultaba» a prisión perpetua en el campo de concen­ tración (de esto estaban excluidos los rusos y los polacos). En la calle que había en el campo de Dachau entre el bloque 5 y la barraca inmediata se colocó un vehículo de experimentos. El lugar fue aislado del resto del hospital para que nadie pudiera observar lo que suce­ día. El vehículo consistía en una caja alta y cerrada sobre ruedas, en la que se habían montado aparatos para medir la presión, la temperatura y la altura. Con su ayuda se podía colocar a las personas con las que se experimentaba en el estado físico de un vuelo hasta las alturas indicadas y de un descenso como el que se ha señalado. El electrocardiógrafo indica­ ba la actividad del corazón del que era sometido al experimento. Después de sobrevenir la muerte («a veintiún kilómetros de altura no se produce aún la ebullición de la sangre», se dice en el informe final de 28 de julio del942 de los tres «expertos») se procedía inmediatamente a la autopsia de la víctima. Rascher pudo comprobar una vez que al realizar la autopsia el corazón del fallecido todavía latía. A raíz de ello organizó toda una serie de experimentos mortales sólo para averiguar cuánto tiempo conti­ nuaba activo el corazón del fallecido después de haberle provocado la muerte. El «coche de la ascensión» -como se llamaba en el campo a la cámara de presión- propagó entre todos los prisioneros, naturalmente, un terror pánico. Las primeras víctimas habían sido reclamadas por la oficina de disposición del trabajo para formar parte de una cuadrilla especial que tendría suplementos en alimentos. Se presentaron voluntariamente algu­ nos despistados. Pocos días después cundieron por el campo sombríos rumores. Nadie se volvió a presentar. A partir de entonces se sacaba a las víctimas de los bloques con los más diversos pretextos. Se prefería em­ plear a recién llegados. El «capitán», como se llamaba al doctor Rascher en el campo, salió varias veces personalmente en busca de prisioneros que le pareciesen apropiados. A un detallado informe del doctor Rascher a Himmler contesta este

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último, el 13 de abril de 1942, que el asunto le interesa muchísimo y que desea «que los éxitos se prolonguen en posteriores experimentos». (A continuación de esta frase figura en la carta la despedida: «Mis cordiales saludos para Vd. y para su estimada esposa. ¡Heil Hitler!».) Rascher res­ ponde, entre otras cosas, que «el productivo interés del jefe del Reich de la SS en estas investigaciones» fomenta extraordinariamente su «actividad y su inventiva». Unas ochenta muertes fueron las consecuencias del «inte­ rés productivo» y de la «inventiva» del doctor Rascher. El general médico del Estado Mayor, profesor Hippke, en aquel tiempo inspector de sani­ dad de las Fuerzas Aéreas alemanas, escribía el 10 de octubre de 1942 a Himmler: «Muy honrado señor jefe del Reich de la SS: Le agradezco con la mayor obediencia, en nombre de la Investigación Alemana para la Medicina Aérea, su gran ayuda e interés en los experimentos de investiga­ ción; estos experimentos representan para nosotros un complemento valiosísimo e importante [...]. En otro sentido, se están poniendo en curso actualmente en Dachau experimentos de congelación. Le ruego que me permita dirigirme a Vd. de nuevo, a través del médico del Estado Mayor, doctor Rascher, cuando los trabajos requieran su bondadoso apoyo. ¡Heil Hitler! Profesor doctor Hippke»27. En un escrito del jefe de sección de Medicina Aérea del ministerio del Aire del Reich, fechado el 8 de octubre de 1942, se indica que el profesor doctor Holzlóhner, de Kiel, había sido encargado el 24 de febrero de 27 El profesor Hippke me escribe que no sabía nada de las muertes; los informes que se le dirigieron fueron en parte incompletos y en parte falsos. Cuando el doc­ tor Ruff le adujo circunstancias sospechosas contra el doctor Rascher, ordenó reti­ rar la cámara de presión. Por lo demás, me indica el profesor Hippke, se trabajó con esta cámara sin salirse de los «experimentos reglamentarios» y «en la forma procedente» (me permito añadir: en el campo de concentración). El profesor Hippke opina que el párrafo precedente que incluí como nota a pie de página en la tercera edición de este libro no es suficiente. Aunque no estoy de acuerdo con todos los puntos de su argumentación, reproduzco, con extrema lealtad, el contenido de sus manifestaciones: 1. El comienzo de mi nota a pie de página debería tener la siguiente forma: «El profesor Hippke declaró como testigo en el proceso de Nuremberg, bajo jura­ mento, que...».

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1942 por el inspector de sanidad de las Fuerzas Aéreas de investigar «el efecto de los descensos de temperatura en animales de sangre caliente». Con ello se entendía, siempre en una jerga estrictamente científica, la situación de aviadores derribados en un mar de agua helada. Hasta que el doctor Rascher propuso a las Fuerzas Aéreas realizar experimentos con prisioneros de los campos de concentración, los ensayos se habían hecho siempre con animales. Así se estableció una colaboración entre el doctor Rascher y el profesor Holzlóhner, en la que este último llevó la dirección de los experimentos hasta finales de octubre de 1942; Rascher los conti­ nuó solo hasta mayo de 1943. Durante el primer período se colocaba a las personas con las que se experimentaba, vestidas o desnudas, en agua fría, a entre cuatro y nueve grados centígrados, hasta que se producían congelaciones. La temperatu­ ra se medía termoeléctricamente por vía rectal. Número de personas con las que se experimentó: de cincuenta a sesenta; víctimas mortales: de quince a dieciocho. Durante el segundo período, Rascher aplicó comple­ mentariamente otro método: los prisioneros tenían que pasar toda la noche desnudos al aire libre bzyo un frío invernal de veinte a veinticinco 2. El doctor Rascher ha de ser designado correctamente como «jefe inferior de asalto de la SS, posteriormente médico de Estado Mayor de las Fuerzas Aéreas». 3. La «cámara de presión» mencionada en la página 211, línea 13, [se refiere a la edición alemana] contando desde arriba, no era una instalación de las Fuerzas Aéreas alemanas, sino del «Instituto de Experimentos de Adlershof». 4. Por lo que se refiere al valor o a la falta de valor práctico de los experimentos de alta presión, el profesor Hippke propone, en interés de la objetividad históri­ ca, la siguiente redacción: «Para poder formarse un juicio de las medidas médicas a emplear con personas que habían sufrido congelaciones en el mar, fueron sufi­ cientes los 57 primeros experimentos de Holzlóhner y Rascher: experimentos de narcosis con personas que se habían prestado a ello voluntariamente. Como entre éstas hubo que lamentar 13 muertos, se prefirió ocultarle a las Fuerzas Aéreas incluso este informe parcial. Todos los demás experimentos y víctimas fueron completamente innecesarios». 5. El profesor Hippke es de la opinión de que los experimentos con animales de Holzlóhner y los experimentos sádicos personales de Rascher (acción del frío invernal y del calor animal) no pertenecen a esta serie de experimentos, por no tener nada que ver con las alturas aéreas ni con la congelación. Aunque científicamente esto sea así, en la realidad los «médicos participantes» estaban unidos unos a otros por las crueldades practicadas.

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grados bajo cero, mientras se derramaba agua sobre ellos cada hora. Como sus gritos de dolor producían demasiada intranquilidad, Rascher acabó por narcotizarlos. A los oficiales rusos que sacó del calabozo los metió Rascher desnudos, según la declaración de un testigo presencial -el antiguo prisionero Walter Neff-, en agua helada. A las cinco horas habían muerto. A las tres horas un enfermero polaco oyó cómo uno de ellos le decía al otro: «Dile al oficial que nos mate de un tiro». El segundo contestó que no tenía sentido esperar compasión de un perro fascista. El número total de personas sometidas a experimentos desde noviembre de 1942 a mayo de 1943 fue aproximadamente de doscientas veinte a dos­ cientas cuarenta; algunas fueron utilizadas dos y tres veces. Murieron pro­ bablemente unas sesenta y cinco o setenta. A Himmler le interesaba muy especialmente el procedimiento para que los cuerpos congelados de los que aún vivían volvieran a entrar en calor. En varias series de experimentos se utilizó a mujeres desnudas traí­ das del campo de concentración de Ravensbrück. «Creo personalmente -escribía el jefe del Reich de la SS a Rascher (que había ascendido ya a jefe principal de asalto)- que estos experimentos pueden proporcionar el resultado mejor y más eficaz; aunque, desde luego, puedo equivocar­ me.» No se equivocaba. Rascher pudo informar detalladamente de que con treinta y treinta y dos grados centígrados las personas reanimadas practicaban el coito, lo que equivalía -decía- a un «baño de agua calien­ te». La recuperación hasta el acto sexual del sujeto de experimentación no era tan rápida con dos mujeres desnudas como con una sola. «Esto lo atribuyó a que con una sola mujer desaparecen las inhibiciones persona­ les y a que, además, la mujer puede adaptarse mucho más íntimamente a la persona en cuestión (véase la curva 4).» La dirección de la SS afirmaba que estos experimentos eran de la mayor importancia para la aviación alemana, pero que los señores de las Fuerzas Aéreas no apoyaban el asunto con el suficiente entusiasmo. Con­ tra esta acusación se defendió el profesor Hippke en carta de 6 de marzo de 1943 dirigida al jefe del Estado Mayor Personal del jefe del Reich de la SS, jefe superior de grupo de la SS Wolf, del siguiente modo: «Sin embar­

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go, su idea de que yo he opuesto alguna resistencia, y con ello he retrasa­ do el desarrollo de los experimentos de congelación con personas, en mi calidad de director responsable de los trabajos médico-científicos, es equivocada; di inmediatamente mi aprobación a estos experimentos por­ que ya habían terminado los nuestros previos con animales y porque necesitaban un complemento. Es difícil creer que yo, que soy responsable del desarrollo de todas las posibilidades de salvamento de nuestros avia­ dores, no haya hecho todo lo posible por fomentar tales trabajos. Cuando Rascher me expuso sus deseos le di inmediatamente mi conformidad». De esta bárbara serie de experimentos no se derivó ningún resultado práctico para las Fuerzas Aéreas alemanas. Las Fuerzas Aéreas norteameri­ canas, por el contrario, desarrollaron con éxito -antes de finalizar la guerra contra el Japón y, al parecer, basándose en lo que averiguaron de los expe­ rimentos de Dachau- el método de reanimar mediante un repentino baño de agua caliente a aviadores víctimas de congelaciones sufridas en el mar; se contó para ello con la ayuda de verdaderos voluntarios. 5. Los experimentos de esterilización en Auschwitz

La dirección de la SS procedió a tres distintas series de experimentos, a fin de encontrar un procedimiento con el que poder esterilizar a grandes masas de personéis discreta, rápidamente y con efectos duraderos. El primer experimento de esta clase se basó en los resultados publica­ dos por una revista científica alemana sobre experimentos con animales verificados por la empresa Madaus & Co., de Dresde-Radebeul, con un extracto de una planta de caña venenosa de Sudamérica («Tierexperimentelle Studien zur Frage der medikamentósen Sterilisation», Zeitschrift für die gesamte experimenteüe Medizin, vol. 109/1). Inmediatamente, se llamó a Himmler la atención sobre esta publicación por dos conductos. En agosto de 1941 el jefe delegado de distrito del «Bajo Danubio» (Baja Aus­ tria) , escribía que el director de su departamento de distrito para política racial, doctor Fehringer, se había «ocupado» de la cuestión de la esterili­ zación puramente medicamentosa de hombres y mujeres. Proponía que

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se llevasen a cabo «las investigaciones y experimentos humanos que hicie­ sen falta, tomando por base los resultados de los experimentos hechos con animales por el doctor Madaus, por un grupo de médicos convenien­ temente seleccionados, en colaboración con el Instituto Farmacológico de la Facultad de Medicina de Viena. Para los experimentos podrían utili­ zarse los ocupantes del campo de gitanos de Lackenbach en el Bajo Danubio». Las «perspectivas» sólo podían ser insinuadas; «se haría facti­ ble la esterilización de un número de personas prácticamente ilimitado en el espacio de tiempo más reducido y del modo más sencillo». El espe­ cialista de Munich para enfermedades de la piel y venéreas, doctor Adolf Pokomy, fue a este respecto más claro; en octubre de 1941, tras la lectura del informe de Madaus, escribía a Himmler: «Si se consiguiese, como resultado de estas investigaciones, fabricar lo antes posible un producto con el que esterilizar rápida e insensiblemente, dispondríamos de una nueva arma plenamente eficiente. Sólo la idea de que los tres millones de bolcheviques que se encuentran actualmente en cautiverio en Alemania puedan ser esterilizados, con lo que se dispondría de ellos como trabaja­ dores sin el peligro de que se reprodujesen, abre las más amplias pers­ pectivas». Las «perspectivas» -tanto en la «Ciudad del Movimiento» como en el «Bajo Danubio»-fueron «ancladas» inmediatamente: 1. El doctor Madaus no debía publicar ningún artículo más de esta clase (¡el enemigo está a la escucha!). 2. Aumento de las plantas (fáciles de cultivar en inver­ naderos). 3. Inmediatos experimentos con personas (¡delincuentes!) para determinar la dosis y la duración del tratamiento. 4. Rápida averi­ guación de la fórmula de la constitución del eficaz cuerpo químico, para 5. Fabricarlo sintéticamente si fuera posible. Himmler puso inmediata­ mente en movimiento el aparato del SS-WVHA, por medio del jefe supe­ rior de grupo de la SS Pohl, y el aparato del médico del Reich de la SS y de la Policía, por medio del jefe superior de grupo de la SS Grawitz. Se estableció un invernadero para el cultivo de la caña venenosa (Caladium seguinum) y se ordenó que «a partir de las cantidades de que se disponía, se realizasen experimentos de esterilización en, los campos de concentra­ ción»; según las declaraciones del jefe de estandarte de la SS doctor

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Rudolf Brandt, jefe de la sección personal del jefe del Reich de la SS y director del despacho del ministro en el ministerio del Interior del Reich, los experimentos fueron llevados a la práctica (en qué campo no me es aún conocido). Pero las dificultades para cultivar el Caladium seguinum en suelo alemán y nuevas posibilidades que habían surgido entre tanto para­ lizaron esta iniciativa de la SS. Un tal doctor Horst Schuhmann, que trabajaba en 1939 en el progra­ ma de eutanasia de Hitler, como experto y director de un centro, se había dedicado también al estudio de los efectos de los rayos X en las glándulas germinativas humanas. En 1941, cuando la muerte por gas de enfermos mentales ya no ocupaba su tiempo, entró en contacto con el administra­ dor del Reich Bouhler, quien, según la declaración del jefe superior de la SS Victor Brack, jefe superior de servicio en la «cancillería del Führer», tenía la intención de «resolver la cuestión judía con esterilizaciones en masa». En 1942 se estableció el enlace con el SS-WVRA. Himmler apoyó personalmente los planes «poniendo a disposición el material oportuno del campo de concentración de Auschwitz». El doctor Schuhmann selec­ cionaba a judíos aptos para el trabajo, de edad entre los veinte y los veinti­ cuatro años, y les aplicaba en los órganos genitales los efectos de los rayos X durante quince minutos. Después tenían que volver al trabajo. El que «se desmayaba» a consecuencia de las quemaduras y de las supuraciones producidas, era muerto por gas. De dos a cuatro semanas más tarde se castraba a las víctimas para poder analizar y estudiar microscópicamente sus testículos. De vez en cuando, el doctor Schuhmann iba a Ravensbrück para esterilizar, sin anestesia, a niños gitanos. En un informe de Brack a Himmler sobre los experimentos previos se decía, algo precipitadamente: «Se puede considerar seguro y validado científicamente el siguiente resultado. Si se quiere esterilizar de modo permanente a una persona, se necesita la aplicación dosis de rayos X, capaces de producir una castración con todas sus consecuencias, pues las dosis altas de rayos X anulan la secreción interna de los ovarios y de los testículos [...]. Con un filtro delgado aplicado a más alta tensión y desde una distancia reducida, puede bastar un tiempo de radiación de dos

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minutos para los hombres y de tres para las mujeres. Hay que tomar en consideración el inconveniente de que -por no ser posible cubrir con plomo las restantes partes del cuerpo- sea dañada la piel y se produzca, con ello, la llamada resaca de rayos X. Cuando la intensidad de los rayos ha sido muy grande, aparecen en los siguientes días o semanas distintas quemaduras fuertes en las partes de la piel alcanzadas por los rayos. Un camino para la aplicación práctica sería, por ejemplo, llevar a las personas ante una ventanilla donde se les preguntase algo o tuviesen que rellenar formularios, cuidando de que permaneciesen allí dos o tres minutos. El funcionario que se encontrase detrás de la ventanilla podría accionar el aparato, poniendo en contacto mediante un interruptor los dos tubos, pues la radiación tiene que efectuarse desde ambos lados. Con una insta­ lación de dos tubos podrían esterilizarse, por consiguiente, de ciento cin­ cuenta a doscientas personas por día, y con veinte instalaciones de tres mil a cuatro mil por día. Según mis cálculos, no sería tampoco preciso un mayor número diario». Se podía empezar con dos o tres millones de «hombres y mujeres en buenas condiciones para el trábelo», pertenecien­ tes al judaismo europeo. «En estos momentos ya carece de importancia -continuaba Brack—que los afectados noten por los efectos, después de algunas semanas o meses, que han sido castrados. En caso de que Vd., jefe del Reich, se decida a elegir este camino, en interés de la conservación de nuestras fuerzas de trabajo, el administrador del Reich Bouhler está listo para facilitar los médicos y el personal necesarios para llevarlo adelante.» Pero poco después el doctor Schuhmann afirmaba, basándose en sus experimentos de Auschwitz y de Ravensbrück, que una castración de hombres por este procedimiento sería probablemente irrealizable y, ade­ más, muy costosa; la castración quirúrgica, según él, era más barata y no duraba tampoco más de seis o siete minutos. Pero con ella sería imposible privar de su capacidad reproductora, «discreta y rápidamente», a grandes masas de personas. Y precisamente era la esterilización en masa lo que interesaba a Himmler, el «comisario para el fortalecimiento de la indivi­ dualidad racial alemana». En 1942, el jefe de brigada de la SS profesor doctor Clauberg, de

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Kónigshütte (Alta Silesia), le sugirió una tercera posibilidad: esterilizar a mujeres inyectando excitantes químicos en la matriz. El 7 de julio de 1942 tuvo lugar, en presencia de Himmler, una conversación entre el profesor Gebhardt, el jefe superior de grupo de la SS Glücks, el delegado de Pohl en el SS-WVHA y el señor Clauberg. Se puso «a disposición de Clauberg, para sus experimentos con animales y personas, el campo de concentra­ ción de Auschwitz» (¡con estas palabras!). Se proyectó también llamar al especialista alemán en rayos X, profesor doctor Hohlfelder, director del llamado «batallón de la SS de rayos X», a fin de no quedar limitados sólo a la esterilización de mujeres. Tres días más tarde fue transmitido a Clau­ berg «el deseo del jefe del Reich de la SS» de que se trasladase a Ravensbrück para realizar allí, según su procedimiento, la esterilización de mujeres judías. «El jefe del Reich de la SS estaría interesado en que Vd. le comunicase, antes de que diese comienzo a su trabajo, el tiempo aproxi­ mado que se necesitaría para la esterilización de mil judías. En opinión del jefe del Reich de la SS podría Vd. administrar la inyección apropiada con ocasión de un reconocimiento general. Para averiguar la efectividad de la esterilización, habría que llevar a cabo experimentos concienzudos consistentes en comprobar mediante radiografías de la mayor parte de las personas esterilizadas, después de un cierto tiempo que Vd. determi­ naría, cuáles son los cambios que se han producido. En cualquier caso se debería llevar a cabo un experimento práctico, encerrando juntos por un cierto tiempo a una judía con un judío para observar el resultado de la unión.» Clauberg se puso manos a la obra. El 7 de junio de 1943 informa de que su método puede considerarse «ya poco menos que concluido»: «una sola inyección a la entrada de la matriz basta», y puede «ser adminis­ trada durante el reconocimiento ginecológico corriente, conocido por todos los médicos». Se puede contestar ya a la pregunta de entonces: «Un médico convenientemente instruido en un lugar convenientemente ins­ talado, y con unos diez hombres de personal ayudante (el número del personal ayudante puede elevarse de acuerdo con la rapidez que se desee), puede esterilizar probablemente varios cientos —cuando no mil-

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en un día». Para los últimos «afinamientos del método» hizo traer otras trescientas mujeres de Ravensbrück, con las que experimentó en Aus­ chwitz hasta ocasionar su muerte, y a las que no murieron a causa de los experimentos las hizo perecer después en las cámaras de gas. Radiogra­ fías de los experimentos previos en el campo de concentración de Ravensbrück han podido mostrar que las inyecciones de Clauberg «llega­ ban hasta el final del oviducto, y en muchos casos hasta la cavidad abdo­ minal». En 1944, en medio de la incipiente descomposición nacionalsocialis­ ta, todo el programa de esterilización de la SS quedó reducido a unos expedientes sobre fracasos no confesados y sobre proyectos en los que, no obstante, se seguía pensando. «Resultado práctico»: cientos y cientos de muertos, cientos de mutilados. 6. Otros experimentos en distintos campos de concentración

Creo que es suficiente enumerar simplemente los restantes «experimen­ tos científicos» de la SS con personas y prisioneros indefensos. En los campos de concentración de Buchenwald y Neuengamme a través del departamento de experimentos V: experimentos para curar la homosexualidad mediante glándulas artificiales y hormonas sintéticas. Estos experimentos fueron propuestos y verificados por el jefe de bata­ llón danés de la SS, doctor Vaernet, que tenía su sede de servicio en Praga. Los informes eran dirigidos al jefe superior de la SS Poppendieck. En Buchenwald fueron tratados en total quince prisioneros, de los que murieron dos. Vaernet hizo también experimentos con castrados. Los médicos de la SS bromeaban animadamente sobre el asunto; los prisione­ ros hablaban de «pedernales» que ayudarían a aquellos a quienes se las trasplantasen a volver al buen camino. No se logró ningún resultado posi­ tivo. En el campo de concentración de Buchenwald: experimentos sobre la fiebre amarilla (los resultados se comunicaban a la Boehringwerke de Marburg/Lahn y a la inspección de sanidad del ejército en Berlín); sobre

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la viruela, el tifus, el paratifus A y B, la difteria, gases asfixiantes, otros venenos y bombas de fósforo líquido; se estudió además la compatibili­ dad de viejas conservas de sangre de la Academia de Medicina Militar de Berlín, elaborándose para la SS suero de convalecientes de fiebres tifoi­ deas con sangre de los pacientes del bloque 46. Por último, se realizaron experimentos de «fisiología experimental de la alimentación» (jefe de batallón de la SS, doctor H. D. Ellenbeck) y para la obtención de reservas de sangre destinadas al hospital de sangre de la SS en Berlín: cada tres o cuatro semanas venían dos ayudantes sanitarios de la SS a realizar san­ grías con cientos de prisioneros del bloque de inválidos. Se ofrecía un pedazo de pan y otro de embutido por cada 200 cc de sangre. Pero se lle­ garon a extraer hasta 400 cc de sangre. En el campo de concentración de Natzweiler: experimentos sobre la fiebre tifoidea y la fiebre amarilla a cargo del catedrático numerario de Higiene de la «Universidad del Reich de Estrasburgo», profesor doctor Eugen Haagen. Actuó de intermediario entre él y el «Instituto para Inves­ tigación Científica Aplicada de las Armas de la SS» el anatomista de Estrasburgo profesor Hirt. Haagen se quejó cierta vez a Hirt de que de cien prisioneros trasladados a Natzweiler para los experimentos habían muerto dieciocho durante el transporte y que sólo había doce que se encontrasen en un estado apto para tales efectos28. El profesor Hirt había sugerido a Himmler a fines de 1942 la forma­ 28 En la edición popular de mi libro, aparecida en 1947 en la editorial Tempelhof de Berlín, se nombraba como «participantes» en este asunto -en razón de documentos que estaban en poder de las autoridades procesales de Nüremberg y de la documentación de Das Diktat der Menschenverachtung [La orden del desprecio a las personas] (Mitscherlich y Mielke, Heidelberg 1947)- al profesor Gutzeit, de Breslau, que fue internista consejero del inspector de sanidad del ejército, y al profesor Kalk, de la oficina del jefe de sanidad de las Fuerzas Aéreas. Ambos seño­ res tuvieron relación con el profesor Eugen Haagen, pero no con los experimen­ tos de fiebres tifoideas ni con los de fiebre amarilla. En el caso del profesor Gut­ zeit se trata de correspondencia sobre ictericia contagiosa; en el caso del profesor Kalk, de material que tuvo que examinar para comprobar si había en él agentes patógenos. Ninguno de estos profesores tuvo que ver, en ningún momento, con los experimentos humanos realizados por el profesor Haagen. Ninguno de ellos fue procesado en Nüremberg.

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ción de una colección de cráneos y esqueletos de «comisarios judeo-bolcheviques». El SS-WVHAdio inmediatamente instrucciones a Auschwitz para que se proporcionasen prisioneros con este objeto. Fueron seleccio­ nadas ciento quince personas: setenta y nueve hombres judíos, treinta mujeres judías, dos polacos y dos personas procedentes del Asia interior, y se les envió al campo de concentración de Natzweiler, donde fueron asesinados con sales cianhídricas, que el profesor Hirt puso a disposición del comandante del campo para este objeto; a algunos de los hombres se les amputó el testículo izquierdo (lo que, sin duda, fue cosa particular del campo de concentración de Natzweiler) y los cadáveres se enviaron al profesor Hirt para el Instituto Anatómico de la «Universidad del Reich», donde fueron apilados con una solución de alcohol al 55 por 100. Allí permanecieron durante un año, hasta que Hirt, al acercarse el frente alia­ do, ordenó descuartizar los cuerpos y quemarlos. En el campo de Sachsenhausen: a partir de 1944, obtención periódica de reservas de sangre para el hospital de sangre de la SS de Berlín (jefe de batallón de la SS doctor H. D. Ellenbeck); de 1943 a 1945, experimentos con diversos medios de combate venenosos. Con este objeto, el higienista supremo de la SS, el catedrático doctor Mrugowsky mató a tiros con balas envenenadas a algunos prisioneros rusos de guerra, cuando se encontra­ ba en compañía de otros oficiales de la SS. Además, a partir de 1939, experimentos con gas líquido de combate (gas de mostaza o gas vesican­ te) . Se embadurnaba con él la piel de los prisioneros y se seguía el proce­ so hasta que se producía la muerte. Los informes sobre el particular eran enviados a Himmler, quien hizo ejecutar los mismos y parecidos experi­ mentos en series mayores -de hasta ciento cincuenta prisioneros- en el campo de concentración de Natzweiler, encargando de su ejecución a los profesores Hirt y Bickenbach (internista en la Universidad de Estrasbur­ go). Una parte de las víctimas quedaba ciega y moría después en medio de dolores espantosos. En el campo de Dachau: producción en 1942 y 1943 de flemones arti­ ficiales para experimentar remedios alopáticos y bioquímicos. Para los experimentos se utilizaron principalmente sacerdotes católicos del clero

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secular y de órdenes religiosas, sobre todo polacos. Su selección corrió a cargo del jefe médico de la SS, doctor Wolter; el médico de la SS, doctor Laue, se encargó de realizar la infección. La tasa de muertes fue alta y no se alcanzó ningún resultado curativo; de un grupo de experimentos con 50 sacerdotes, un informe de 29 de agosto de 1942 dirigido a Himmler por el médico del Reich de la SS, doctor Grawitz, «un caso positivo y cua­ tro casos que con reservas se pueden calificar de positivos, frente a treinta y cinco negativos, de los cuales diez han tenido consecuencias mortales. Se proseguirá con los experimentos en Dachau». El resultado siguió sien­ do negativo. La mayoría de los sacerdotes, a consecuencia de las graves supuraciones, acabaron muriendo de intoxicación de la sangre. En el campo de Ravensbrück y en Hohenlychen: experimentos de regeneración de músculos y trasplantes de huesos. Se cortaba a las prisio­ neras, de cuando en cuando, un trozo de músculo de la pierna para determinar si y cómo se renovaba el tejido debajo de la escayola. A otras mujeres se les amputaba una pierna sana o un brazo o se les sacaba un omoplato; un médico de la SS llevaba el miembro en automóvil al profe­ sor Gebhardt, en Hohenlychen, y allí los médicos, doctor Stumpfegger y doctor Schulze, los trasplantaban a los pacientes del sanatorio. A las vícti­ mas del campo de concentración se las mataba con inyecciones. 7. «Campos pequeños» y campos de tiendas Para llevar a cabo acciones especiales o para alojar a los prisioneros durante los períodos de aglomeración, instaló la SS en la mayoría de los campos de concentración grandes, bien para una temporada, bien para siempre, los llamados «campos pequeños»: se separaba una parte del campo grande, se volvía a rodear de alambrada de espino y se instalaban allí barracas de urgencia. Los campos de tiendas surgieron también con este fin. En Buchenwald, por ejemplo, hubo uno de estos campos peque­ ños desde octubre de 1939 hasta la primavera de 1940; se hallaba en una parte del patio de revista, entre el edificio del portalón y la primera fila de bloques. Cuatro tiendas y un cobertizo fueron rodeados de una alta alam­

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brada de espino. Una parte del espacio libre servía de patio de revista independiente; en otro pedazo de terreno se arrojaba a los muertos. En un extremo se encontraba unajaula especialmente cercada, una «casa de alambradas de espino», llamada el «jardín de las rosas»: consistía única y exclusivamente en alambradas. Allí tenían que morir de hambre, a 30 grados bajo cero por las noches y 15 bajo cero durante el día, ciertas vícti­ mas seleccionadas, a la vista de sus camaradas, que no sabían si a ellos les tocaría el turno después. No muy lejos de allí estaba la letrina. En aquel campo pequeño no había ni estufas, ni lechos de paja, ni armarios, ni mantas. La suerte que corrieron sus ocupantes será expuesta cuando nos refiramos al destino de los polacos en el campo de concentración de Buchenwald. En julio de 1943, llegaron 2.000 prisioneros franceses de Compiégne a Buchenwald. Como todos los bloques estaban repletos, hubo que alojar­ los en un lugar vacío, rodeado de alambradas, situado más abajo de la última fila de bloques. A los dos días, la SS puso a su disposición cinco tiendas con una capacidad de 200 personas cada una. Con ello la admi­ nistración de la SS consideró el asunto liquidado. Faltaban camas, man­ tas, muebles para sentarse, agua para beber y para lavar la ropa más nece­ saria de vestir, platos, cucharas, ropa interior, medicinas, desagüe, letrinas; en pocas palabras: todo lo que es necesario para satisfacer las condiciones de vida más rudimentarias. Desde el primer día el fantasma de una epidemia se cernía sobre el campo de tiendas, y, con ello, sobre todo el campo de concentración. La dirección de prisioneros del campo buscó, por ello, febrilmente algún medio de hacer más soportables las condiciones en las tiendas. Con material sustraído de los almacenes de la SS se pudo construir, trabajando ilegalmente, una conducción de agua, canalización, una letrina y un almacén de pan; de todas partes se trajeron mantas, platos y cucharas. Los departamentos ambulatorios empezaron a trabajar. Se hicieron zanjas de desagüe; el patio de revista del campo de tiendas fue empedrado (se pasaban, por consiguiente, dos revistas dife­ rentes, una cuando terminaba la otra); el terreno era rociado continua­ mente con cloruro de cal. A finales de agosto vino a añadirse a las cinco

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tiendas una barraca construida con las tablas que se habían ido recogien­ do; en otoño, las tiendas fueron sustituidas por tres bloques edificados junto a ellas. Las tiendas fueron destruidas paulatinamente; la última de­ sapareció a principios de enero de 1945. La SS dejó de ocuparse por com­ pleto de este aspecto del asunto. La construcción de este «campo pequeño» se había iniciado en 1942, cuando empezaron a llegar a los campos las enormes masas de extranje­ ros. Con las construcciones que acabamos de mencionar llegó a constar, al final, de diecisiete barracas. En cada una de las filas de literas, dispues­ tas a muy poca distancia la una sobre la otra, que se hallaban a la derecha y a la izquierda de un pasillo central, estaban instaladas de seis a diez per­ sonas: sin luz adecuada, sin ventilación suficiente, con una manta cada una -si habían tenido suerte-, con las letrinas en el exterior. Mil qui­ nientas e incluso dos mil personas en un bloque que hubiera debido acoger como máximo a quinientos. Aquí se desarrollaron tragedias inde­ cibles. Lo más duro fue a partir del otoño de 1944. El número diario de muertos del campo pequeño aumentó enormemente; durante algún tiempo llegó a ser de ciento cincuenta y doscientos. Se veían cadáveres tendidos al aire libre, porque a los que quedaban con vida los arrojaban por la noche fuera de las barracas, para hacer sitio, sin que se tuviese tiempo de retirarlos. Las fuerzas del orden del campo se veían casi impo­ tentes ante estas muertes en masa. Los decanos de bloque que entraron en funciones se encontraron frente a una tarea muy difícil a causa del embrutecimiento al que el hambre y la miseria habían llevado a los pri­ sioneros. Sucedieron cosas que uno apenas puede comprender: los pri­ sioneros hacían sus necesidades sobre cadáveres desnudos; un joven judío húngaro pidió permiso a un decano de bloque para arrancar a su padre moribundo los dientes de oro, porque si no los iba a robar otro; estallaban brutales peleas a propósito del exiguo rancho diario, que a veces llegaban al homicidio, sin que los ordenanzas de alojamiento fue­ ran capaces de controlar los acontecimientos; los hambrientos prisione­ ros, que habían dejado tras sí unos transportes horrorosos, arrancaban las conducciones eléctricas en el momento en que entraban los cubos de

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comida y caían los unos sobre los otros; así, algunos obtenían algo más de comida y la mayoría nada en absoluto. En vez de ir a las letrinas, utili­ zaban muchos de ellos los platos, en parte por debilidad, cuando ya no tenían fuerzas para salir del bloque, en parte por miedo al tiempo que hacía fuera del bloque o a ser objeto de un robo durante su ausencia. Los que dormían en las literas de arriba trepaban a veces por la noche a los tejados, retirando las tablas y el cartón alquitranado del techo, y allí hacían sus necesidades. La fantasía humana alcanza difícilmente a imagi­ narse esta realidad.

Barracas de intemamiento para personalidades No todos los prisioneros de la SS eran alojados dentro de las alambradas de espino. A ciertas personalidades las internaban en barracas fuera del campo o en pequeñas casas con aspecto de chalets, pero muy sencillas; así ocurrió sobre todo en Sachsenhausen y en Buchenwald. Estos prisio­ neros no debían entrar en contacto con los demás; a la SS parecía intere­ sar, además, hacer frente a los rumores de que se encontraban en cam­ pos de concentración personas muy conocidas públicamente. De este modo pasaron varios años en Sachsenhausen el antiguo canciller federal austríaco, doctor Kurt von Schuschnigg, acompañado de su segunda mujer, que compartía voluntariamente el cautiverio con él, y diversos miembros del generalato alemán que habían caído en desgracia ante Hitler. La barraca de aislamiento para personalidades se hallaba en Buchenwald frente a las casas de los jefes de la SS. Estaba rodeada de una empalizada de tres metros, lo suficientemente alta para que no se pudie­ se saltar y para que no pudiera verse nada desde fuera; doce secuaces de la SS prestaban vigilancia. En los últimos tiempos, es decir, hasta que Himmler dio orden de que fuesen evacuadas a Baviera, recluía a cin­ cuenta y cuatro personas. Entre los prisioneros figuraba el antiguo jefe del Partido Socialdemócrata Alemán Rudolf Breitscheid, con su mujer, la princesa italiana Mafalda von Hessen, acompañada de su sirvienta

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Maria Ruhnau, testigo de Jehová; el gran industrial alemán Fritz Thyssen, uno de los principales mecenas del Partido Nacionalsocialista en los comienzos de éste, que, según sus propias declaraciones, llevaba ya cuatro años y medio en cautiverio -primero en un manicomio y des­ pués en Sachsenhausen-; el gran industrial Róchling, seis miembros de la familia condal von Stauífenberg, el general von Falkenhausen, cinco ministros de un gobierno húngaro de transición, familiares del embaja­ dor alemán von Hassel, la señora Goerdeler con sus hijos, la esposa del general Lindemann, ejecutado después del 20 de julio de 1944; el jefe del gobierno francés Léon Blum y las mujeres de algunos antiguos diri­ gentes sindicales alemanes con sus hijos. A finales de 1944 causó gran impresión el siguiente hecho: un avión Fieseler-Storch dio varias vueltas sobre la barraca de aislamiento, mien­ tras que la piloto, a quien se podía reconocer fácilmente, saludaba. Como empezase a correr por el campo el rumor de que el general Galland, de la aviación de caza en el Alto Mando de las Fuerzas Aéreas, se encontraba en la barraca de aislamiento, el prisionero electricista Armin Walter, un socialdemócrata muy popular en el campo y muy humorista, que, en oca­ siones, tenía acceso a la barraca, preguntó a Thyssen si la aviadora había traído tal vez saludos para Galland. Thyssen le respondió que la piloto se llamaba Millert y era de Viena y amiga de uno de los condes Stauífenberg, que estaban encerrados. Estuvo viniendo durante tres días, daba unas vueltas sobre el bosque y volvía a marcharse. Al lado de la barraca se encontraba el llamado «pinar»: un bloque compuesto por varias barracas de madera, en el que se alojaban entre ciento cincuenta y doscientos rumanos de la Guardia de Hierro. Originaria­ mente habían vivido en un bloque aislado del mismo campo de concen­ tración. En el pinar se ocupaban de trabajos de mecánica fina. Después del bombardeo de Buchenwald, en el que pereció un grupo de ellos, fue­ ron trasladados por orden de Himmler a Hohenlychen.

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Búrdeles en el campo de concentración En el verano de 1943, dictó Himmler un «decreto del Reich» en el que se disponía la instalación de burdeles en los campos de concentración. No me es conocido en cuántos campos fueron instalados realmente. En cual­ quier caso, Buchenwald tuvo el primero; siguieron Sachsenhausen, Dachau y Mauthausen. El burdel del campo fue designado con el honesto nombre de «cons­ trucción especial» y establecido en Buchenwald, significativamente, entre el bloque de experimentos número 46 y el hospital de prisioneros. La construcción hubo de acelerarse de tal modo que fue relegado el plan mucho más urgente de una ampliación de la enfermería. A todo burdel que se inauguraba se traían de dieciocho a veinticuatro muchachas del campo de concentración para mujeres de Ravensbrück, a quienes acom­ pañaban dos jefas de tropa de la SS, que a menudo se comportaban del modo más grosero. Las mujeres se habían presentado voluntariamente, acogiéndose a la promesa de que en seis meses serían puestas en libertad. Los historiales médicos que traían consigo hacían referencia, de todos modos, a ciertas enfermedades sufridas anteriormente, de las que se deducía una vida pasada no demasiado seria. Con muy pocas excepcio­ nes se adaptaron a su destino con bastante descaro. El tiempo de visita para los que no estaban bien relacionados era de veinte minutos; antes había que someterse a un reconocimiento en el hos­ pital de prisioneros; después se efectuaba el correspondiente saneamiento. Por parte de la SS el fin perseguido era corromper, vigilar y distraer de la política a los presos políticos, que eran quienes tenían preferencia. La dirección ilegal de prisioneros del campo de Buchenwald dio orden de no utilizar el establecimiento; no sólo por los motivos que acabamos de mencionar, sino también por consideraciones sociales: habría sido una vergüenza que el dinero mandado por las esposas y las madres de los pri­ sioneros, ahorrado frecuentemente con muchas privaciones, sirviera para que éstos pagasen la entrada de dos marcos en el burdel. Inmediatamen­ te después del establecimiento de éste, la dirección del campo de la SS

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obligó al que entonces era decano de campo a visitar la construcción especial. Si no hubiera cedido habría sido, por lo menos, destituido y eso habría podido tener graves consecuencias para todo el campo. Accedió después de haberse negado durante dos días, pero nunca más volvió a ir. En general, se puede decir que los presos políticos siguieron esta línea, frustrando así las intenciones de la SS. Sin embargo, la construcción espe­ cial trajo al campo toda clase de corrupción, incluso el robo de paquetes. Pues no era sólo el «amor» el que originaba el deseo de hacer regalos a las mujeres del edificio especial, sino también la posibilidad de conseguir así acceso al burdel fuera del tiempo reglamentario y de prolongar el tiempo prescrito de veinte minutos. Las personas con buenas provisiones y los kapos y capataces generosos -blusas de encaje, sostenes, zapatos y regalos similares- podían, siempre que lo deseasen, disponer de varias horas para esta clase de «empleo del tiempo libre». Yjunto a los miles de prisioneros extenuados que fluctuaban en la línea divisoria entre la vida y la muerte, había otros lo suficientemente robustos que, para irritación de los demás, podían además derrochar sus energías con actos sexuales, para contar durante el día detalladamente en sus cuadrillas lo que la tarde anterior habían vivido, real o imaginariamente. Y también había otros que empleaban sus últimas reservas físicas para llevar a efecto la máxima de san Agustín en la época de peste: «El ser humano ha de tener alguna alegría, y si no tiene ninguna alegría, ha de tener un ser humano». A veces por culpa del burdel se entablaban salvajes peleas: una noche entraron en él prisioneros criminales, que cayeron borrachos sobre las mujeres; la Defensa del Campo rodeó el establecimiento y, después de una terrible lucha, consiguió limpiarlo, por lo menos, exteriormente. Las dos vigilantes de la SS se comportaban peor que rameras. No es sólo que tuviesen relaciones estables con secuaces de la SS. Cuando llega­ ba un prisionero con media libra de mantequilla o con cualquier otra cosa comestible, no tenían incoveniente en acostarse, entusiasmadas, con él. Incluso hacían de celestinas entre las mujeres del burdel y los miem­ bros de la SS, aunque la visita de la SS estaba rigurosamente prohibida. Su corrupción alcanzó tal grado que perdieron toda autoridad ante los pri­

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sioneros. La dirección del campo acabó por destituirlas, reemplazándolas por hombres de la SS, que, desde luego, tampoco lo hicieron mucho mejor. Abusaron de todos los modos imaginables de las ocupantes del burdel, perdiendo asimismo rápidamente su autoridad. A fin de poder mantener más o menos bien el funcionamiento del burdel, hubo de intervenir la Defensa del Campo, a la que se asigna la misión de vigilar que los de la SS no tuvieran relaciones con las mujeres. En este ambiente fue introducida la princesa Mafalda, hija de los reyes italianos, después de que la barraca de aislamiento para personalidades fuera bombardeada el 24 de agosto de 1944 y la princesa, aunque con una herida grave en el hombro a consecuencia del ataque aéreo, se pudo salvar. El médico del campo, doctor Schiedlausky, le amputó el brazo, pero la paciente falleció a causa de la pérdida de sangre sufrida. Su cadá­ ver desnudo fue trasladado al crematorio con los cadáveres de los hom­ bres que habían muerto aquel día; el padre Joseph Thyl pudo sacarlo del montón, lo tapó y se encargó de que fuese rápidamente quemado. Cortó un rizo de su pelo, que fue sacado clandestinamente del campo, y que se conservó en Jena para remitirlo después a los parientes hessienses de la princesa.

El cine como lugar de castigo Sería sin duda falso pensar que todo lo malo que había en el campo era un producto intencional de la SS. El que la SS utilizase el cine de Buchen­ wald al mismo tiempo como lugar de castigo no es consecuencia de una perversidad sádica. Simplemente, el local del cine les parecía apropiado, práctico y cómodo. Era grande, espacioso y relativamente oscuro; es decir, un lugar excelente para el potro de castigo, pues éste era llevado al patio de revista sólo con motivo de aquellas palizas que debían servir de espectáculo. En el cine había un cadalso y diversos palos colocados en unos agujeros, que servían para colgar a los prisioneros. Era horrible sen­ tarse por la tarde ante la trémula pantalla y saber que horas antes, en el

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mismo lugar, se había golpeado y martirizado despiadadamente a camaradas. Seguramente que la SS había percibido este antagonismo de efec­ tos, aunque no hubiera sido ésa la intención en un principio.

Compañías de castigo y secciones especiales Sin excepción, todos los campos de concentración tenían una compañía de castigo propia o una sección especial. Se trataba de cuadrillas de traba­ jo en las que se aplicaban contra sus miembros medidas más duras en todos los aspectos. Se hallaban aislados en un bloque aparte, de tal modo que carecían de posibilidades de salir en su reducido tiempo libre. Las compañías de castigo trabajaban principalmente en las canteras, por lo general más tiempo que las otras y regularmente también los domingos. Su pausa del mediodía era más reducida, por lo que raramente llegaban a tiempo para la comida; su ración era a menudo menor, se les empleaba suplementariamente en toda clase de trabajos desagradables y duros y no les estaba permitido recibir dinero. Sólo podían escribir una carta cada cuatro meses; frecuentemente se les obligaba a hacer ejercicios de castigo. La vida en estas cuadrillas era literalmente un infierno. Si no hubiese sido porque muchos camaradas ayudaron a los miembros de las compañías de castigo, no habría podido sobrevivir ninguno. Una de las cosáis que hacía completamente insoportable la vida en las compañías de castigo era su composición. Estaban constituidas por prisioneros de todos los colores: testigos de Jehová, homosexuales y presos destinados a ellas como castigo; durante mucho tiempo pasaron a formar parte de ellas, por un espacio de seis a doce semanas, absolutamente todos los recién ingresados. También se destinaba a las compañías de castigo, para siempre o sólo para cierto tiempo, a algunos prisioneros como consecuencia de determinadas ano­ taciones en sus expedientes, inscritas por la Gestapo o por la dirección del campo; casi siempre con criterios arbitrarios. Los prisioneros políticos no desempeñaron en ellas, en absoluto, un papel preponderante, lo que favoreció aún más la disparidad de sus componentes.

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A principios de 1944 se disolvieron por orden de Berlín todas las com­ pañías de castigo. Es discutible si esta orden fue realmente ejecutada en todos los campos. Si a la SS le parecía necesario se añadían a las compañías de castigo secciones especiales que eran vigiladas constantemente. La sección espe­ cial de Buchenwald fue establecida en 1942, en el curso de la lucha desen­ cadenada en aquel entonces en el campo entre los prisioneros verdes y los prisioneros que descollaban políticamente. La sección especial tuvo una existencia de unos tres meses, de marzo a mayo, y estuvo formada por unas cien personas de la izquierda alemana, sobre todo comunistas. Los prisioneros BV habían promovido una gran campaña de denuncias con­ tra los políticos, escudándose en el tristemente célebre segundo jefe de campo Plaul. Sin duda existía la intención de liquidar a estas fuerzas diri­ gentes del campo en el momento que se presentase una oportunidad favorable. Pero entretanto, los BV habían ido perdiendo poder. Ciertos jefes de la SS se inclinaban más por los prisioneros políticos; así, por ejem­ plo, el médico del campo, doctor Hoven, que poseía considerable influencia. Uno tras otro fueron ingresando los prisioneros verdes desco­ llantes en la compañía de castigo, lo que aceleró aún más su desmorona­ miento. Con la influencia cada vez más considerable y, por último, triun­ fante de los prisioneros políticos, desapareció la sección especial.

El Calabozo Negro de Buchenwald El Calabozo Negro no fue inventado por la SS, sino por el ya mencionado decano de campo I Richter. El mismo Richter tuvo oportunidad, más tarde, de hacer en él sus propias experiencias. El establecimiento duró desde prin­ cipios de 1939 hasta el 20 de abril del mismo año. Un ala del bloque 3, que lindaba con el patio de revista, fue oscurecida y cerrada por completo; no había ninguna clase de calefacción y abundaban las visitas del vigilante del calabozo Sommer. El castigo físico era allí especialmente duro, por cuanto que era impuesto siempre colectivamente por el más pequeño reparo. Las

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raciones de comida estaban reducidas al mínimo. Los supervivientes salían del Calabozo Negro como si fueran esqueletos. Uno de ellos fue el testigo de Jehová Otto Leischnigg, del cual procede el siguiente relato: Trabajaba en la sastrería de la SS. El maestro, un empleado civil, me pre­ guntó un día si en mi libertad no habría tenido algún manual de sastre. Como así era, acordamos que me lo mandasen de casa. Con motivo de unas diferencias que tuvo con miembros de la SS se averiguó el modo en que había llegado el libro. Toda la cuadrilla de prisioneros -34 hombres- tuvo que pasar en la tarde del 23 de febrero por el potro del martirio. Cada uno recibió entre diez y veinticinco bastonazos. Durante la revista de la tarde del 24 de febrero, el decano de bloque me entregó una hoja: «Presentarse ¿inte el cartel 2». El potro del martirio estaba otra vez dispuesto. Cada uno reci­ bió veinticinco bastonazos. Después nos llevaron al Calabozo Negro. Todas las junturas y las rendijas estaban recubiertas de papel. Como no había nin­ guna clase de calefacción y estábamos herméticamente cerrados, la hume­ dad se acumulaba en las paredes. En el suelo se formaban charcos, que yo buscaba en la oscuridad, tanteando, para sentarme allí y aliviar algo el tre­ mendo calor de mi trasero y la insoportable tensión de la piel. Una noche se escaparon tres camaradas para proveerse de alimentos, pues pasábamos hambre continua. Los cogieron y volvieron a encerrar. Todos tuvimos que volver a pasar otra vez por el potro del martirio. Sólo nos podíamos lavar cada dos o tres días y afeitamos sólo cada catorce; desde luego, a un ritmo rapidísimo. La habitación estaba completamente vacía. Sólo en una esqui­ na había dos cubos para hacer nuestras necesidades. Había que ir hasta allí a tientas. Las heces fecales hacían el aire pestilente, insoportable. Dormía­ mos con los cuerpos pegados los unos a los otros sobre, las duras tablas. Los zapatos, cubiertos por los gorros, servían de almohadas; la chaqueta tenía que sustituir a la manta. Dormíamos estrechamente los unos contra los otros para no morir de frío. Ninguno podía cambiar de posición; allí todo se hacía siguiendo órdenes. Durante dos o tres horas aguantábamos así, y acabábamos completamente ateridos de frío. Entonces empezábamos a dar vueltas hasta entrar un poco en calor. Si alguno se desmayaba lo apartaban

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a un rincón. Si seguía ahí durante dos días lo sacaban fuera; la mayoría de ellos moría. Así pasaban los días y las semanas. Los muertos y los medio muertos eran arrojados fuera. No existía una determinada duración de la pena. Yo pasé cincuenta días y cincuenta noches en el Calabozo Negro; al final había llegado al agotamiento de mis fuerzas. Cuando salí, el campo de concentración me pareció como si fuese la misma dorada libertad.

La SS tomó como pretexto el 20 de abril -el día del cumpleaños de HiÜer- para suprimir el Calabozo Negro.

El arresto en el campo de concentración No es exagerado decir que sobre los arrestos del campo de concentración, ejecutados en el llamado «calabozo», se podría escribir todo un libro, que sería una atroz colección de documentos. Cada calabozo de los campos tenía sus matices; matices que me sería imposible exponer aquí, aun cuan­ do los conociese todos. Empezando con las «celdas de perros» de Dachau, en las que los prisioneros sólo se podían echar de lado y acurrucados -la comida se les daba como si fuese la de un perro y para obtenerla había que ladrar suplicándola-; pasando por las celdas oscuras, en las que los intelec­ tuales alemanes -para dirimir los antagonismos científicos entre ellos y los héroes nacionalsocialistas del «espíritu»- permanecían encerrados hasta que se producía la ceguera casi total; y por las celdas verticales de Sachsenhausen, con justo el espacio suficiente para que una persona se mantuviese de pie, mientras que una reja a la altura de la cara permitía escupir al prisio­ nero sin que éste tuviese posibilidad de limpiarse el esputo; para terminar con celdas en las que se cometían toda clase de atrocidades. Sucedía a veces, si bien sólo en casos sumamente raros, que alguien era encerrado en el calabozo sin sufrir malos tratos de ninguna clase; una de estas excepcio­ nes fue, por ejemplo, la del pastor Niemóller, en Sachsenhausen. Todo su tiempo de campo de concentración -más de siete años- lo pasó en un cala­ bozo individual, sin haber visto apenas nada del resto del campo. Cuando

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tenía que acudir al servicio dental, lo llevaban en una carretilla, sobre la que, después de que se subiera en ella, se colocaba una lona; una vez llega­ do al servicio dental, del que se había sacado a todos los prisioneros, salía arrastrándose para entrar en la estancia vacía. Después de ser tratado por el odontólogo de la SS regresaba a su calabozo por el mismo procedimiento. No obstante, se autorizó a Niemóller a recibir visitas de su mujer. Pero el hecho de que un arresto en aislamiento durase años enteros es ya lo sufi­ cientemente significativo. El calabozo se llamaba oficialmente «edificio celular». Se hallaba, por lo general, en un ala del edificio del portalón y estaba compuesto por una serie de pequeñas celdas de hormigón con una tabla por cama y con tra­ galuces situados a mucha altura. Existía calefacción central, pero, o no se utilizaba en absoluto, o se encendía a toda presión. El establecimiento, duro ya de por sí, adquirió un carácter horroroso y casi insoportable con el jefe principal de tropa de la SS Sommer, que allí desencadenaba su ira, y, en los primeros años, con el kalfaktor del calabozo, Fischermann, un antiguo secuaz de los SA, que más tarde fue trasladado a otra parte por la SS. El que ingresaba en el calabozo era dado inmediatamente de baja entre los camaradas del campo. Muchos no pudieron soportar el tormen­ to y acabaron por utilizar la soga que Sommer introducía con gran con­ tento en la celda después de algún tiempo. Un camarada que ingresó el domingo de Pascua de 1945, es decir, diez días antes de la liberación del campo, refiere su experiencia de este modo: En la celda 2 se encontraban ya un polaco y dos letones. La celda tenía dos metros de largo por uno de ancho. Dos de nosotros dormíamos sobre una tabla de madera, los otros dos sobre el suelo de cemento. Para hacer nues­ tras necesidades había una lata de mermelada oxidada. Teníamos, además, dos mantas completamente andrajosas y piojosas y un saco de paja sin paja. La diana era a las cinco de la mañana. Lavarse, vaciar el cubo y barrer tenía que durar, como máximo, de dos a tres minutos; si no, se nos golpeaba. Nos daban una sopa a las cinco de la tarde; después había pan, en ocasiones

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mermelada y muy raramente margarina. A menudo, los vigilantes de la SS se comían nuestra mermelada; con nuestra margarina se freían patatas. Al cabo de seis días, fui trasladado a la celda 3 y obligado a hacer de kalfaktaráe servicios. Esto me permitió comprobar quiénes eran los que se encontraban en las distintas celdas. En la celda 1 había una rusa que fue estrangulada uno de los últimos días por el jefe superior de tropa. Pude oír claramente sus gritos y, por último, su estertor. En la celda 4 se encontraban cuatro camaradas holandeses; en la celda 5, cuatro rusos; en la celda de al lado había también cinco camaradas rusos completamente esqueléticos. La celda 7 la ocupaban cinco prisioneros de distintas nacionalidades. Una celda en la que se encontraban dos camaradas no fue abierta nunca. Esto era un lado del pasillo. Las celdas de enfrente estaban ocupadas, en parte, por miembros de la SS. En la primera celda había dos miembros ucrania­ nos de la SS, en la segunda tres italianos. Al lado, un prisionero en aisla­ miento riguroso, al que sólo pude ver una vez a través de la mirilla de la puerta. En la noche del 9 al 10 de abril de 1945 todos los camaradas de este lado y los de las celdas 5, 6, 7 y 8 fueron asesinados por los vigilantes del calabozo. Aunque no vi el asesinato con mis propios ojos, hay suficientes pruebas de que se produjo. Por la noche oí claramente gritos sofocados y estertores. A la mañana siguiente todas las celdas mencionadas estaban va­ cías. En el suelo, cerca de los barrotes de entrada y en las paredes se veían huellas frescas de sangre que yo tuve que limpiar. En la pila del lavabo había esposas llenas de sangre, de las que todavía colgaban jirones de carne; en la cámara de aparatos colgaban sogas empapadas en sangre. Tuve que lavar dos uniformes de dril de personal de la SS manchados de sangre fresca y después colgarlos para que se secasen en la segunda y en la tercera celda del lado derecho del pasillo. Los cuellos de estos uniformes de dril estaban completamente desgarrados. La ropa interior de los asesinos de la SS estaba asimismo manchada en sangre; el día de la liberación se encontraba aún en el lavabo. Tuve que lavar también cuatro pares de calcetines totalmente ensangrentados. El 11 de abril, el día de nuestra liberación, metieron, muy de mañana, todos los instrumentos de martirio en un canasto y se los llevaron. Por la

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mañana desapareció, primeramente, el jefe superior de tropa de servicio. Dos secuaces más de la SS estaban delante de la puerta y esperaban órde­ nes. Cuando se dio la señal de aviso de que se acercaban los tanques, huye­ ron con toda rapidez. Todavía corrían cuando el teléfono sonó veinte o veinticinco veces. Así fue como la última orden de asesinato, que probable­ mente tenía que darse telefónicamente, no pudo ser ejecutada.

En estas habitaciones practicaron durante años los vigilantes del calabozo sus terribles aficiones. En Buchenwald fue el jefe principal de tropa Sommer. Sólo se le puede calificar de bestia con forma humana. (En casi cada campo de concentración podríamos encontrar un tipo parecido.) Marti­ rizaba y mataba, bien con ocasión del interrogatorio, en cierta conniven­ cia con el Departamento Político, o como «castigo», o por placer. Debe de haber habido pocos métodos imaginables que él no haya aplicado... Al final, la SS no le temía menos que los mismos prisioneros, pues era capaz de asesinar a cualquiera que cayese en sus manos. Los interrogatorios, en el calabozo se desarrollaban de la siguiente manera: el prisionero ingresado tenía que desnudarse; su vestimenta era registrada concienzudamente. Seguidamente se le llevaba a una celda oscura, donde se le ataba con unas esposas a la calefacción, de tal modo que le era imposible moverse. Por las noches, el kalfaktorYischermann hacía la ronda, calzado con unas zapatillas de fieltro. Si encontraba al pri­ sionero durmiendo le golpeaba con una porra de goma. Cuando el dete­ nido gritaba de dolor, venía Sommer con un látigo y le pegaba con él hasta que la víctima perdía el sentido. Mediada la noche venía el asistente criminal del Departamento Político, Leclaire. Después de reanimar al pri­ sionero con agua fría, le conducían a su presencia. Para refrescarle la memoria, Leclaire le propinaba, para empezar, dos golpes en la cabeza con un látigo. «Está perfectamente claro para ti que no sales de aquí con vida, ¿verdad? Y si mientes, te vamos a dar de bastonazos hasta que te rías.» Si el prisionero no respondía a lo que se le preguntaba, o si se calla­ ba, había que presentarse al comandante Koch para recoger el famoso volante que decía: «Interrogación hasta que declare». Sommer, en virtud

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de este volante, mandaba meter, por ejemplo, los testículos del prisione­ ro desnudo, alternativamente, en agua helada y en agua hirviendo, y, cuando la carne se deshacía en jirones, los pintaba con yodo, lo que, natu­ ralmente, producía unos dolores monstruosos. O bien ataba las manos del prisionero a la espalda con una cuerda y metía el pedazo de cuerda sobrante por unos aros colgados en el pasillo central del edificio celular, de tal modo que el prisionero, colgado de las manos, se balanceaba a una altura de treinta a cincuenta centímetros sobre el suelo. Sommer y Leclaire, juntos, rodeaban además el cuello de la víctima con otra cuerda y, de cuando en cuando, tiraban de ella balanceándole en el aire; seguidamen­ te se colgaban de las piernas del prisionero. Después de veinte minutos, a más tardar, el delincuente había perdido el sentido. ¡A bajar el cadáver y agua fría! ¡Yotra vez el mismo procedimiento! Con estos tormentos se arrancaron aveces confesiones que un hombre, en circunstancias norma­ les, no habría proferido nunca. Así y todo había prisioneros que no de­ cían palabra. Si el «balanceo» no servía de nada, se les dejaba sin comer y sin beber mientras continuaban «interrogándolos» diariamente. El balan­ ceo tenía lugar hasta tres veces por día; el ayuno se extendía hasta diez días. Si el prisionero no había declarado nada el décimo día, venía la últi­ ma prueba: balanceo con la cabeza abEgo. Kurt Leeser, que tuvo también que pasar por estas experiencias, aguantó, a pesar de todo, unos quince minutos. Si con todo esto no se llegaba a un resultado satisfactorio, Som­ mer ponía al delincuente ¡en libertad!, o le daba, si el Departamento Polí­ tico opinaba que el hombre era un «caso difícil», una taza de té que le adormecía y entonces le aplicaba una inyección mortal. A la mañana siguiente se oía a través del altavoz: «Los portadores de cadáveres, ¡al por­ talón!». El médico del campo escribía en el parte: «Muerte por trastorno de la circulación». Si el prisionero no se bebía el té, Sommer aparecía cada dos minutos en la mirilla de la puerta para ver si el hombre no se había dormido aún. Al día siguiente se llevaba a la celda comida caliente envenenada. Si tampoco esto daba resultado, entonces Sommer tenía un extraño capricho -aunque sólo cuando el prisionero no había compro­ metido a otro-: solicitaba la puesta en libertad de este ocupante del cala­

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bozo, que casi siempre (es decir, en los pocos casos en que se hubiese podido soportar la tortura) se concedía. Cuando salía libre del calabozo, Sommer ¡regalaba tabaco al prisionero! Fritz Mánnchen, de Dresden; Kurt Leeser, de Aachen, y los kalfaktores del calabozo Richard Gritz, de Antonienhütte (cerca de Kattowitz); Alfred Miller, de Leonberg (en las cercanías de Stuttgart), y Román Hádelmeyer, de Viena, todos ellos con amplias experiencias en el edificio celular, hicie­ ron constar en acta toda una plétora de hechos coincidentes. La clase de muerte «más simple» que Sommer elegía para un prisio­ nero era la de colocarle una soga alrededor del cuello y colgarle del radia­ dor o del crucero de la ventana. Hubo muchos prisioneros a los que Som­ mer golpeó hasta que les causó la muerte con un hierro de tres cantos. Se conoce un caso en el que colocó las sienes de la víctima en un torno al que estuvo dando vueltas hasta que el cráneo quedó machacado por la presión. Mirar por las ventanas de la celda significaba la muerte segura para el prisionero que lo hacía. Si Sommer le sorprendía, le mataba a golpes o le «rociaba». El mismo castigo amenazaba al que cogía leyendo un trozo de periódico de los que servían de papel higiénico. Así sucedió, por ejemplo, con un prisionero llamado Fischer, a quien sorprendió leyendo en el retrete. Estaba prohibido pasear por la celda; desde las cinco de la maña­ na hasta las diez de la noche había que estar en posición de firmes frente a la puerta. La mirilla de la puerta tenía un cristal de aumento, a través del cual se podían observar todos los movimientos. El que era sorprendi­ do recibía veinticinco bastonazos. Cuando había comida era, por lo gene­ ral, sólo media ración. En invierno era corriente derramar agua fría sobre el prisionero. La indumentaria tenía que «secarse» en el cuerpo mientras el preso dormía en el suelo de cemento. Una vez apareció Sommer con un bidón en una celda en la que había siete judíos y mató a golpes con él a dos de ellos; después arrancó un trozo de hierro del radiador y mató con él a los demás. De los cien judíos, por lo menos, que pasaron por el calabozo entre 1940 y 1941, no hubo uno solo que lo abandonase con vida.

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Era también corriente dar laxantes en las comidas a los arrestados, con lo que se provocaban deposiciones con sangre. Desde luego, no había astringentes. En el calabozo existían dos retretes: uno, para los pri­ sioneros, y otro, para la SS. Cuando un prisionero recibía veinticinco bas­ tonazos de Sommer, tenía que agacharse y meter la cabeza en el retrete lleno de excrementos de la SS. Después de ejecutado el castigo, no le esta­ ba permitido lavarse la cara. Sommer ató una vez con cadenas a las tablas sobre las que dormían a siete jóvenes prisioneros polacos. De comer sólo se les dio pepinos sala­ dos, y de beber sólo agua salada; así hasta que perecieron. Sus gritos y, por último, sus lamentos se metían horriblemente en los oídos del kalfaktor del calabozo, Gritz. Un comunista checo de la celda 11 estuvo una semana castigado por Sommer a no comer. El octavo día apareció éste en la celda y le dijo: «En tres días te habrás liberado de tus sufrimientos». Cuando al prisionero le preguntaron cuántos hijos tenía y respondió: «Siete», tuvo que oír este comentario de Sommer: «Son exactamente tan criminales como tú». Al cabo de dos días, lo mató con una inyección. Por lo demás, lo que prefería era la muerte por hambre para sus víctimas. El mismo acostumbraba a repartirles la comida y a irla quitando, total o par­ cialmente, a quienes él había designado, hasta que lentamente morían de hambre. El kalfaktor Gritz sigue refiriendo: «Una mañana había en el lavabo, debajo de la pila, una caja cubierta con un paño blanco. Al destaparla vi un cadáver de hombre con los brazos y las piernas separados del tronco. Una vez tuve que clasificar en el desván del calabozo los trajes de los asesi­ nados. Había prendas de vestir de muchos prisioneros». Algunos de los martirios que Sommer imponía no eran más que engendros de sadismo. Le gustaba estrangular con sus propias manos a los delincuentes. Le proporcionaba un especial placer meter a todos los prisioneros del edificio celular en un pasillo de 1,20 metros de ancho; allí tenían que arrodillarse y dar saltos hasta que caían extenuados; entonces les daba patadas en la cabeza con los tacones de sus botas, hasta que les empezaba a manar sangre de la nariz y de los oídos y había por lo menos

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algunos muertos. Una vez comprimió en una celda a quince prisioneros y les dio sólo un orinal para niños, prohibiéndoles que lo vaciasen durante diez días. El suelo de la celda nadaba en excrementos. Después, asesinó a los quince. En su estancia tenía una calavera iluminada. Por la noche se traía a veces a una víctima de las celdas y la «liquidaba» en su habitación con toda tranquilidad. Colocaba el cadáver debajo de la cama y se ponía a dormir sin inmutarse. A la mañana siguiente el transportista de cadáveres era llamado «al portalón», donde tenía que recibir el cadáver para llevar­ lo al crematorio. ¿Cuáles eran los motivos por los que uno podía ingresar en el calabo­ zo? Por cualquier falta posible, tanto grande como pequeña; también aquí dominaba la arbitrariedad, como en todos los asuntos del campo. Uno ingresaba, si era judío, por fumar durante el tiempo de trabajo; el otro, por supuesta holgazanería; un tercero, para ser registrado por la dirección del campo o por el Departamento Político. Un día invernal de mucho frío, tres prisioneros llevaban carbón a la caldera. Para poder calentarse, se quedaron allí dos minutos, Sommer los sorprendió; los llevó al calabozo, y allí los asesinó. Si un prisionero miraba, al pasar, a la mujer del comandante, Ilse Koch, cabía la posibilidad de que ésta anotase su número y el infeliz fuese a parar al calabozo por haber «mirado desver­ gonzadamente» a la «comandanta». Si salía de ello con una inyección mortal, casi se podía decir que había tenido suerte. Realmente, los médi­ cos de la SS tenían un derecho preferente a «rociar», pero Sommer no podía resistir la tentación de ejercitarse también en este terreno especial de la medicina de la SS. Sus medios preferidos eran el aire, el ácido clor­ hídrico y el evipan. De este modo mató a numerosos prisioneros; en enero de 1941, al polaco Wicziak, de Myslowitz; en julio de 1941, al sar­ gento polaco Pawel Zajac, después de haberle tenido durante días sin comer. Un sacerdote militar polaco, Galczynski, de Cracovia, sufrió en mayo de 1941 la misma suerte, y lo mismo un prelado de Bromberg, cuyo nombre se desconoce. A este último se le acusaba de haber incitado en Bromberg al asesinato de alemanes. También murió con ácido clorhídri­

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co el presidente de la fracción parlamentaria del Partido Socialdemócrata Alemán en el Landstag de Prusia, Emst Heilmann. Había sido traslada­ do en septiembre de Dachau a Buchenwald; el 31 de marzo de 1940 fue llamado al portalón, e ingresó inmediatamente en el calabozo. Todo el mundo sabía que no volvería a salir. La SS hizo que se propagase en el cam­ po el rumor de que a Heilmann le iba bien y de que disfrutaba en el ca­ labozo de todas las ventajas posibles; pero el 4 de abril su cadáver fue con­ ducido al crematorio. No hemos hecho más que aludir a unos poquísimos ejemplos de los muchos que hay. Para terminar este terrible capítulo, queremos mencionar el martirio en el calabozo del pastor protestante Schneider, porque muestra la cola­ boración de Sommer con los médicos de la SS y la profunda hipocresía que el sistema unía a su brutalidad. A finales de noviembre de 1937 ingresó en Buchenwald el pastor Schneider. Por no quitarse el gorro durante el desfile de banderas -es decir, durante la ceremonia de izar la bandera nazi- que se acostumbraba a hacer durante cierto tiempo, fue castigado inmediatamente con veinti­ cinco bastonazos y encerrado en el calabozo. Allí estuvo más de trece meses, hasta ser asesinado después de terribles sufrimientos. El comunis­ ta Fritz Mánnchen, que estuvo en la misma celda que el pastor una tem­ porada, refiere que Schneider era golpeado con un látigo cada vez que Sommer abría la puerta. Más tarde, su celda estaba siempre en tinieblas. Había cinco centímetros de agua sobre el suelo; las paredes estaban total­ mente húmedas. En todo el tiempo que pasó en el calabozo, el pastor no pudo lavarse nunca; tampoco lo llevaron nunca a las duchas como se hacía con otros arrestados. Por consiguiente, su traje estaba lleno de pio­ jos; en todo el cuerpo tenía huellas de los golpes, algunas inflamaciones del tamaño de un puño. Las heridas supuraban constantemente, pues desde luego no tenía vendas ni ningún otro medio parecido para tratar­ las. Es casi incomprensible que un hombre pudiera soportar tanto tiem­ po esta clase de martirio. A veces se llegaba a oír en el patio de revista cómo oraba en voz alta, sobre todo en las grandes festividades religiosas. Parece ser que esto irritaba a Sommer muy especialmente. No quería

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matar simplemente a sus víctimas, sino atormentarlas lentamente hasta su muerte. A Schneider se le daba de comer sólo de cuando en cuando y con intervalos de tiempo irregulares, con lo que cada vez aumentaba más su escualidez. Cuando Sommer se cansó de esperar su muerte, le puso en la comida un producto que producía la parálisis cardíaca. Pero no tuvo efectos, pues el pastor, como siempre que se le daba algo de comer, tomó muy poco. En vista de esto, Sommer hizo que, con el pretexto de una cura-a Schneider lo habían llevado, en los últimos tiempos, a menudo al hospital de prisioneros-, el médico del campo le administrase un produc­ to cardiotónico (estrofantina) en pequeñas dosis y, simultáneamente, compresas heladas; a consecuencia de ello sobrevino un colapso que le produjo la muerte. Todavía el día anterior a su muerte Sommer le había pegado con un látigo. Un telegrama del comandante del campo informó de la muerte a la viuda del asesinado. «El transporte del cadáver corre por su cuenta -se decía-; de otro modo será incinerado.» La señora Schneider partió inme­ diatamente para Weimar, junto con un acompañante, para poder ver por última vez a su marido. Después de algunas discusiones, fue autorizada a hacerlo. Entre tanto, un peluquero de la SS dio colorete al rostro y dos prisioneros le amortajaron en el garaje de las tropas; alrededor de la cabeza se colocaron adornos de flores. La señora Schneider fue recibida con exquisita delicadeza por el inspector del Departamento Político Schótt, por el doctor Ding y por el jefe de campo Ródl. Después de despe­ dirse por última vez ante el ataúd de su marido y después de que su acom­ pañante hubiera rezado un Padrenuestro, los jefes de la SS le aseguraron que su marido habría podido ser puesto en libertad en cualquier momen­ to con la condición de haber accedido a separarse de su parroquia en Renania. En el campo se supo en seguida que el comandante Koch había hecho decir a Frau Schneider que su marido «había sido su mejor prisio­ nero y que había sufrido el colapso precisamente cuando se le iba a comunicar la puesta en libertad».

17 El destino de distintos grupos en los campos y las operaciones especiales Los campos de concentración no sólo tenían establecimientos especiales que afectaban a la existencia, ya de por sí anormal, de los prisioneros: su historia es rica también, desgraciadamente, en operaciones especiales y en grupos que tuvieron que soportar un destino espantoso.

La suerte de los judíos en los campos de concentración Tengo que volver a recalcar que no es posible dar aquí un informe, ni siquie­ ra medianamente exhaustivo, de la tragedia en masa de los judíos. Una exposición amplia, apoyada en documentos, excedería el marco del presen­ te libro. El lector tendrá que contentarse con recibir una idea de la clase, extensión y desarrollo del destino judío en los campos (tanto en los campos de concentración en sentido estricto, como en los guetos del Este). Se pueden distinguir tres grandes períodos de la tragedia: operacio­ nes individuales, hasta otoño de 1938; operaciones de liquidación, a par­ tir de otoño de 1938; y la aniquilación sistemática de los judíos, sobre todo en el Este, que da comienzo en 1942. En los primeros años del régimen nacionalsocialista no hubo en Alema­ nia detenciones de judíos en masa; se seleccionó -siguiendo los puntos de vista de la SS- una parte de ellos y se los envió a campos de concentración. Su número debe de haber sido inferior a los 20.000. El trato que se les daba era en todos los campos aproximadamente igual y suficientemente misera­ ble, como se desprende de lo que hemos relatado hasta ahora. El 15 de junio de 1938 ingresaron 500judíos, procedentes sobre todo de Berlín y Breslau, en el campo de concentración de Buchenwald. Des­ pués de los usuales tormentos del principio, fueron alojados en el llama­

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do «redil». Éste era un bloque en el que no había ni mesas, ni bancos, ni camas; el suelo estaba cubierto, de modo apenas suficiente, con ramas secas de abeto. Como, a pesar de la calurosa estación del año, no había agua, se pagaba frecuentemente a un prisionero BV un marco por un trago. A cada cinco judíos se les daba un pan; esto constituía toda la comida junto con medio litro de sopa por persona. Los prisioneros BV que hacían de ordenanzas de alojamiento se apropiaban de la mayor parte de las raciones y luego las vendían. La diana era a las tres de la mañana y a las cinco la revista, que muchas veces duraba hasta las siete. A consecuencia de los pésimos zapatos, el camino sobre el barro, de apro­ ximadamente un kilómetro, hasta el patio de revista llegaba a durar cerca de una hora. Todos tenían los pies llenos de heridas; para ellos no había tratamiento en la enfermería. Hiciese el tiempo que hiciese tenían que comer al aire libre. A las cinco de la tarde volvían del trabajo y segui­ damente había revista; a continuación empezaba el trabajo nocturno hasta las once de la noche, para todos los que estaban ocupados en la construcción de los bloques de piedra. Los golpes y las patadas formaban parte, naturalmente, del pan de todos los días. Muchos morían rápida­ mente a consecuencia del agotamiento. Algunos se suicidaban, presos de desesperación. Después de dos meses habían muerto ciento cincuen­ ta y los demás habían quedado incapacitados para el trabajo. A los demás ocupantes del campo les estaba terminantemente prohibido prestar cualquier clase de ayuda a los judíos e incluso hablar con ellos. El enton­ ces segundo jefe de campo, Hackmann, amenazó, en una arenga espe­ cial contra los judíos: «Al que acepte algo de un judío, le costará la muer­ te». (El mismo aceptó dos días después, para la adquisición de «libros», 8.000 marcos, y catorce días después la misma cantidad como «donativo para faltos de recursos»; pero el dinero fue a parar a sus bolsillos y a los de la jerarquía de la SS.) El resto de los judíos fue trasladado, al cabo de dos meses, del redil a un bloque de madera, después de que un judío puesto en libertad y emigrado hubiera informado sobre tales condicio­ nes de vida a través de la radio inglesa. A partir de entonces comienza el martirio en masa de los judíos.

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En agosto de 1938 ingresaron en Buchenwald, procedentes del campo de concentración de Dachau, unos 2.200 judíos, en su mayor parte austríacos. En noviembre de 1938, el judío Grünspan atentó en París con una pis­ tola, contra la vida del secretario de legación alemán en aquella ciudad, von Rath; este atentado motivó en toda Alemania la llamada «operación Rath» contra los judíos. Sólo en el campo de concentración de Buchen­ wald ingresaron 9.815. En el cuadro que sigue indicamos su lugar de pro­ cedencia: Lugar de procedencia Offenbach Dessau Worms Nordhausen Meiningen Maguncia Friedberg Würzburg Eisenach-Gotha Halle a. d. Saale Aquisgrán Giessen Dresde Darmstadt Chemnitz Erfurt Leipzig Hannover Magdeburgo Bielefeld Kassel Oppeln Wroclaw Francfort del Main Otros lugares más pequeños de Turingia

Número 82 85 87 89 91 97 99 103 112 124 135 138 151 169 171 197 270 316 375 406 693 703 2.471 2.621 689

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Las detenciones se llevaban a cabo sin tener en cuenta para nada la edad. Junto a muchachos de diez años se podían ver ancianos de setenta y ochenta. Ya en el camino, desde la estación de ferrocarril de Weimar a Buchenwald, dispararon contra todos los que iban quedando rezagados; a los supervivientes se les obligó a llevar al campo los cadáveres ensan­ grentados. En el portalón, las masas quedaban atascadas -llegaban siem­ pre de mil en mil-, ya que la SS no abría la gran puerta de rejas, sino sólo un pequeño pasadizo que no dejaba pasar más que a una persona. Al lado del pasadizo estaban los jefes de bloque, que golpeaban a los que entraban con varas de hierro, con fustas y con porras; se puede decir que todo judío que llegaba quedaba lesionado. Lo que sucedió en el campo no se puede describir en pocas palabras. Mencionemos solamente que en la primera noche enloquecieron 68, que murieron a golpes -siempre de cuatro en cuatro- a manos de Sommer, como si fuesen perros rabiosos. En los célebres bloques del la al 5a, que más tarde fueron demolidos, había en cada uno 2.000judíos, a pesar de que estas barracas de urgencia habían sido calculadas para 400 personas y, en un caso extremo, para 500. La situación sanitaria no puede ni imaginarse. Los billetes de cien marcos eran empleados como papel higiénico (los judíos habían ido con mucho dinero al campo, algunos de ellos decenas de miles de marcos). Los jefes de tropa de la SS metían la cabeza de los prisioneros en los tone­ les de las letrinas, llenos a rebosar, hasta que las víctimas morían ahoga­ das. El campo de barracas, separado por una alambrada, ofrecía un aspecto terrible cierto día en que casi todos los ocupantes de las barracas de la la a la 5a enfermaron de colitis a consecuencia de haber ingerido carne de ballena en malas condiciones. Junto a las letrinas se amontona­ ban montañas enteras de sombreros, trajes y ropa interior que habían quedado inservibles a consecuencia de la colitis. Por ser demasiado elevado el número de los que ingresaron precipita­ damente, la SS no había podido, al principio, tomarles los datos persona­ les. El jefe de partes tuvo a bien anunciar por el altavoz: «Si alguno de los judíos se ahorca, que haga el favor de meterse una hoja en el bolsillo con su nombre, a fin de que sepamos de quién se trata». Un natural de Wro-

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claw, llamado Silbermann, tuvo que presenciar cómo su hermano era tor­ turado hasta la muerte por el jefe inferior de tropa de la SS Hoppe: pri­ meramente, Hoppe le había obsequiado con el tacón de sus botas hasta que quedó bañado en sangre; después le ató con cuerdas a un poste hasta que se desangró. Silbermann perdió la razón al ver el martirio de su hermano; por la tarde provocó un ataque de pánico vociferando: «¡Fuego en la barraca!». Cientos de prisioneros se precipitaron desde los pisos superiores; muchas camas quedaron destrozadas y, aunque la SS empezó a disparar contra la masa, sólo fue posible restablecer la calma después de muchos esfuerzos. El jefe de campo Ródl interpretó todo aquello como un motín: cogió siete rehenes de las barracas y los encadenó con esposas unos a otros. Tresjefes de bloque azuzaron seguidamente contra ellos unos perros adiestrados, que despedazaron a los infelices. Una noche glacial se derrumbaron dos barracas por el número excesivo de prisioneros que había en ellas; sus ocupantes fueron prensados en las tres restantes. Los prisioneros que en medio de las apreturas no pudieron encontrar la entrada fueron asesinados a tiros por la SS. La operación Rath fue aprovechada por la SS para hacer desvergonza­ dos chantajes de toda clase. Un día se oyó por el altavoz: «¡Todos los millo­ narios, al portalón!». Se exigió de ellos que firmasen grandes donativos de dinero, ¡hasta de varios cientos de miles de marcos! De repente, todos los judíos pudieron escribir a sus casas para que les mandaran dinero, según se decía, para pagar el viaje de regreso a camaradas pobres. También se llamó a los propietarios de automóviles y de motocicletas, y se les obligó a inscri­ bir sus vehículos a nombre de los jefes de la SS. Los nacionalsocialistas de Weimar no quisieron tampoco dejar pasar la ocasión sin llenarse los bolsi­ llos; en el jefe superior de tropa Michael tuvieron un buen intermediario. Traía de los comercios de Weimar todas las existencias inservibles -empe­ zando por viejos cuadernos y libros y acabando por chinchetas y horquillas para mujeres-y las vendía a losjudíos a precios fantásticos, acoplándolas a algunos cigarrillos o a alguna cosa para comer. Michael y sus compañeros sacaban los billetes del campo a cestos. En menos de tres semanas había cientos de muertos entre los judíos

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arrestados en virtud de la operación Rath. Linda con lo inconcebible lo que los médicos judíos, doctor Margulies y doctor Vera, que después lograrían emigrar a América, hicieron por los heridos y enfermos. De repente, y por motivos sólo conocidos por las autoridades del Reich, fueron puestos en libertad ¡la mayor parte de los judíos! Es más, los pusie­ ron incluso en las fronteras o en los barcos de emigración. ¿Temía lajerar­ quía nacionalsocialista la propaganda, basada en hechos, que se estaba haciendo contra ella en el extranjero? ¿O buscaba acaso nuevos pretextos para proceder contra los judíos que habían quedado en el país? En el campo, el anuncio de la puesta en libertad se hacía en los siguientes térmi­ nos: «¡Atención, barracas del número la al 5a! Los siguientes judíos que se presenten inmediatamente, con todos sus efectos, en el portalón...». Como el anuncio se podía oír día y noche se hizo famoso en todo el campo. Sólo se puso en libertad, sin embargo, al que tenía dinero para el viaje. A este fin se creó una «caja de viaje». El dinero se metía en una maleta azul que había que llevar todos los días al jefe de campo Ródl, y al jefe de partes Strippel; para reclamar la maleta había una llamada que también se hizo famosa: «¡Que se presente Herzog con la maleta de los diamantes en el portalón!». El periodista vienés Gustav Herzog, a quien se debe un relato detallado sobre la operación Rath, escribe al respecto: «Aunque todas las tardes entregaba la maleta con sumas que llegaban a varias decenas de miles de marcos, por la mañana estaba siempre vacía. Por último, una noche fue robada con el contenido de todo un día por un prisionero BV, que después fue encarcelado por ello». Se volvía a desplumar concienzudamente a los judíos cuando iban a ser puestos en libertad. Con cualquier pretexto -rotura de cubiertos, haber ensuciado las toallas (no se había entregado ningu­ na), etcétera-, los secuaces de la SS que estaban presentes en el momento de la puesta en libertad les arrebataban billetes de veinte, de cincuenta y de cien marcos. Cuando el 13 de febrero de 1939 se cerró este campo pequeño y los cincuenta judíos aproximadamente que quedaban de la operación Rath fueron trasladados al campo grande, el número de muertos de las cinco barracas ascendía a unos 6.000.

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Hasta septiembre de 1939 no volvieron a llegar nuevos judíos al campo de concentración de Buchenwald: unos 500 del protectorado de Bohemia y Moravia. Habían sido detenidos en el curso de una operación de grandes proporciones que tuvo lugar allí y que arrojó a miles de judíos a todos los campos de concentración. Les siguieron en octubre 200 ocu­ pantes del asilo judío de Viena y unos 2.000judíos austríacos y alemanes, emigrados de Polonia. En esta época los judíos de Buchenwald estaban alojados en siete blo­ ques. En la noche del 8 al 9 de noviembre de 1939 se produjo, en una cer­ vecería de Munich, el supuesto atentado contra AdolfHitler. En las primeras horas de la mañana del 9 de noviembre, los judíos fue­ ron llevados de las cuadrillas de trabajo a sus bloques, y los encerraron allí. Después de un rato, los jefes de tropa Planck, Jánisch y Wamstedt fue­ ron recorriendo bloque por bloque y eligiendo sin ninguna lista, sólo al azar, 21 judíos austríacos y alemanes; la mayoría de ellos, gente joven y robusta. Un joven de dicisiete años, que regresaba de la oficina de co­ rreos de los prisioneros, fue también elegido sin ningún comentario. La SS los sacó fuera del portalón y en la cantera disparó sobre ellos a bocajarro. Después de esto todos los judíos estuvieron encerrados en sus blo­ ques cinco días, en medio de la oscuridad y sin comer ni beber, con la constante y agotadora incertidumbre de lo que iban a hacer con ellos. El cuarto día se les puso a media ración. Esta operación contra los judíos se interrumpió debido a las medidas que se empredieron contra todo el campo por un supuesto robo de cerdos. En febrero de 1941 se inició una operación contra los judíos de Holanda. De ellos ingresaron en Buchenwald 389 de Amsterdam y de Rotterdam. La operación se justificó con la huelga general holandesa contra el poder alemán de ocupación. El riguroso clima del campo de concentración de Buchenwald sentaba muy mal a los holandeses. Ade­ más, el doctor Eisele les prohibió el uso de la enfermería. Todos los que en aquellos momentos se encontraban en el hospital fueron «rociados» o dados de alta por «sanos». En poco tiempo no vivían más que 341; una orden dispuso su traslado al campo de concentración de Mauthausen.

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Dos prisioneros políticos de Mauthausen, que más tarde fueron destina­ dos a Buchenwald, el polaco Adam Kuczinski y el alemán Ludwig Neumaier, refieren lo siguiente sobre el destino de los judíos holandeses: El transporte de los de Buchenwald llegó a medianoche. Los ocupan­ tes del campo recibieron orden de no abandonar sus barracas por la mañana. Cincuenta de losjudíos recién llegados salieron de la ducha des­ nudos y fueron obligados a arrojarse contra la alambrada eléctrica. Los demás pasaron a ocupar un bloque. Un prisionero político, Georg Glas, de Landshut (Baviera), era el escribiente de ese bloque. El primero y el segundo jefe de campo -este último se llamaba Emstberger- le comuni­ caron que el bloque tenía que estar vacío a lo más tardar en seis semanas. Glas respondió que prefería dimitir de su cargo antes que perjudicar de algún modo a los prisioneros. Fue inmediatamente destituido y recibió 35 bastonazos; se le destinó a la cuadrilla de zurcido de calcetines, en la que se acostumbraba a liquidar a sus miembros «siempre que había nece­ sidad». A este camarada se le pudo salvar trasladándole clandestinamente a otro campo. El lugar de Glas lo pasó a ocupar un escribiente de los pri­ sioneros verdes. Al segundo día de su llegada, los judíos fueron conducidos a la cante­ ra. Se les prohibió bajar los 148 escalones que conducían al foso; en vez de eso se les obligó a tirarse rodando de costado hasta el fondo, lo que a muchos les costó la vida o les produjo lesiones graves. Después se les colo­ caron sobre los hombros los tablones destinados a acarrear las piedras y se obligó a dos prisioneros a ir colocando sobre el tablón de cada judío una piedra enormemente pesada. Así tenía que subir cada uno, a paso ligero, los 148 escalones. Algunas piedras caían en seguida para atrás, con lo que a veces quedaban triturados los pies de alguno que venía detrás. Todo aquel al que se le caía la piedra era golpeado brutalmente; después se le volvía a cargar la piedra. El primer día ya se suicidaron muchos arro­ jándose al foso desde arriba. El tercer día la SS abrió la «puerta de la muerte»: se empujaba a los judíos, en medio de una paliza terrible, hasta más allá de la línea de centinelas para que los guardianes de las torres causaran una verdadera matanza con sus ametralladoras. Al día siguiente

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no era un judío sólo el que saltaba al foso, sino que se agarraban de la mano y el primero arrastraba hacia la atroz muerte a nueve o doce de sus camaradas. No fueron necesarias seis: en menos de tres semanas el blo­ que estaba limpio de judíos. Bajo las balas, con palizas u otros tormentos, con el suicidio, encontraron la muerte los 340 hombres. Los empleados civiles de la cantera de Mauthausen solicitaron que se impidiesen los suicidios, porque los trozos de sesos y de carne pegados a las piedras ofrecían un espectáculo repugnante. A raíz de esta solicitud, se limpió la cantera con mangueras de agua y fueron colocados centine­ las para impedir que los judíos se arrojasen voluntariamente al fondo; a los judíos que quedaban se les golpeaba para que traspasasen la línea de centinelas y, así, éstos los mataran. Cuando ingresaban nuevos transpor­ tes de judíos, la SS decía que había vuelto a llegar una «tropa de paracai­ distas». Del grupo de los judíos holandeses sólo se salvó uno: Max Nebig, de Amsterdam. Como ya indicamos, el médico de campo, doctor Eisele, le hizo una resección de estómago, encargando a un enfermero prisionero que le matase con una inyección. Nebig fue llevado al servicio de tubercu­ losis y allí estuvo escondido. En octubre de 1942 se empezó a transportar masivamente a los judíos a los campos de la muerte. Esto duró hasta el verano de 1943, creando un estado de excitación difícil de soportar, incluso para personas acostum­ bradas a sufrir duras pruebas. Los informes que llegaban y las experien­ cias anteriores no dejaban dudas sobre el carácter de estos transportes. Sólo un tanto por ciento reducidísimo pudo sobrevivir a ellos; muchas veces dependía la salvación de una extraordinaria habilidad, de presencia de ánimo y de rapidez; con estas cualidades existía la posibilidad de aga­ rrarse a un cable de salvación con cuya ayuda encontrar el camino a la solidaridad salvadora de algunos de los camaradas prisioneros. Con la excepción de 200judíos ingresados como obreros especialistas de la cons­ trucción -¡entre ellos había abogados, escritores, médicos y artistas!- que, como tales, fueron retenidos por la dirección del campo, todos los demás judíos de aquella época fueron sacados de Buchenwald. La operación se

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extendió a todo el Reich, ya que en esta época fueron evacuados también casi todos los guetos del sector oriental; así, entre otros, en julio de 1942, Kielce; el 22 de julio, Varsovia; en agosto, Lemberg, por sólo mencionar unos pocos. Simultáneamente eran trasladados a los distintos guetos y campos de concentración, como reserva de aniquilación, los restos de la población judía de Alemania y de los restantes países europeos bajo el dominio de Hitler. Estas operaciones continuaron hasta el momento en que el nacionalsocialismo tuvo que recurrir a las últimas fuerzas de traba­ jo; entonces se prefirió utilizar a los judíos como esclavos en vez de meter­ los en las cámaras de gas o de acribillarlos con las ametralladora^ A esta circunstancia deben su salvación, principalmente, judíos polacos y hún­ garos; otros, como, por ejemplo, 18.000 judíos búlgaros, fueron, aun así, entregados a las autoridades alemanas por el Gobierno de su país, y murieron en las cámaras de gas; igual sucedió con muchísimos judíos griegos. Todavía en verano de 1944 llegaron, sólo a Buchenwald, 6.115 judíos húngaros, y en enero del siguiente año, 5.745judíos polacos; todos ellos tuvieron que prestar, hasta el agotamiento, trabajo de esclavos en cuadrillas exteriores. La mejor fuente de información de la suerte de las masas judías durante esta época son los relatos de los pocos que, habiéndola vivido, pudieron escapar de ella. El catedrático doctor Ludwig Fleck refiere: El gueto de Lemberg se hallaba al principio en un sector de la ciudad que no constituía menos de la quinta parte de ella. En Lemberg había unos 140.000judíos, el 30 por 100 de la población. Cadajudío tuvo que comprar­ se una nueva vivienda en el gueto; hubo polacos y ucranianos que supieron aprovecharse bien de esta situación forzosa de los judíos. Por las viviendas que dejaban vacías y por el mobiliario no percibían absolutamente nada. Sólo estaba permitido llevarse consigo ropa de cama, batería de cocina y trajes para el trabajo; el resto quedaba de botín para la plebe. En este gueto había algunos comercios con los artículos más elementales, una casa comu­ nitaria, dos hospitales generales y un hospital para infecciosos. La vida era

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miserable. Todo estaba carísimo. El gueto duró desde otoño de 1941 hasta agosto de 1942. Diariamente estaba uno a merced de golpes bajos de toda clase. Se consideraba, por ejemplo, la cosa más natural del mundo que cuando la SS o el ejército necesitaban algo -mobiliario, vestidos, etc-, se dirigiesen a la dirección del gueto para obtenerlo completamente gratis. En agosto de 1942 empezó, bajo el mando del jefe de grupo de la SS y general de la policía Kazmann, la operación antijudía en masa. La primera etapa duró unos catorce días. Aproximadamente 50.000judíos, sobre todo viejos, enfermos y niños -entre ellos todo el hospital de infecciosos con todos sus médicos, enfermeros y enfermeras-, fueron llevados a Belzec, donde, como después supimos, fueron asesinados con gas. La operación, ejecutada por un servicio especial de la SS, se repitió cada dos semanas. El gueto se trasla­ dó a la periferia de la ciudad, donde apenas había casas de cemento y ladri­ llos. Para cada judío se calcularon dos metros cuadrados de superficie de alojamiento. No existían tiendas; sólo había comestibles introducidos clan­ destinamente. Las condiciones sanitarias eran terribles. Aproximadamente el 70 por 100 de la población judía enfermó de fiebres tifoideas. Diariamen­ te se producían robos y expoliaciones de la SS; por las noches, asesinatos. Se estableció un campo de trabajos forzados, donde ingresaron judíos jóvenes y sanos. Los viejos y los enfermos, las mujeres y los niños eran conducidos, para matarlos con gas, a un campo de concentración cerca de Belzec. En otoño de 1942 había aún unos 15.000judíos en el gueto -al que constante­ mente llegaban reservas de los alrededores- y cerca de 12.000 en el campo de trabajo. Sobre la suerte posterior del gueto de Lemberg se sabe de fuen­ tes dignas de confianza que sus miembros fueron consumiéndose en las mayores privaciones, hasta que en marzo de 1943 fueron asesinados todos y se prendió fuego a los edificios.

La brutalidad de estas operaciones es difícil de describir: caza del hombre con perros; traslado de enfermos graves, aunque, a menudo, estuvieran con las heridas abiertas o con los miembros rotos después de intervencio­ nes quirúrgicas; dislocación de brazos y piernas de niños pequeños al ser arrojados a los camiones de transporte como si fueran fardos. Todo el

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asunto estaba en manos del jefe de grupo de la SS y general de la policía Kazmann. Participaban en él un gran número de ucranianos; un antiguo coronel del ejército de Petljura, llamado Bisantz, había elaborado el «plan de política de población». El campo de trabajos forzados de Lemberg-Weststrasse fue establecido como campo de exterminio. El prisionero vivía allí un promedio de dos semanas, muriendo de hambre, enfermedad, golpes u otras torturas; de cuando en cuando se les mataba a tiros. A los enfermos se les llevaba regularmente «detrás de las alambradas» y allí se les asesinaba; algunos se presentaban voluntariamente para escapar de cosas peores. / Al poco tiempo de la liquidación del gueto fueron asesinados todos los ocupantes del campo de trabajo con ametralladoras. Parece ser que no se ejecutó a una cuadrilla especial de 100judíos y que éstos, lo que no deja de ser curioso, fueron después bastante bien tratados; no se sabe nada del destino que luego corrieron. El comandante del campo de tra­ bajo era el jefe superior de sección de la SS Willhaus. Oskar Berger, comerciante, vivía con su mujer y sus hijos en Kattowitz. Al principio de la guerra huyó hacia el Este; después de la ocupación de Polonia, ingresó en el gueto de Kielce. En julio de 1942, los judíos de allí fueron «asentados» en Treblinka. Berger refiere: Me separaron de mi mujer, a la que desde entonces no he vuelto a ver. Poco antes del asentamiento, fueron asesinados a tiros o con inyecciones todos los enfermos, tanto si estaban en sus casas como si estaban en el hospital -en total, unas 400 o 500 personas-, los ocupantes de los asilos para ancianos y los niños del orfanato. Como hombre fuerte y robusto, fui encargado de recoger los cadáveres y enterrarlos en un gran jardín de la calle Okrej. Este trabajo lo tenían que prestar unos 60judíos. Los cadáveres eran arrojados a la zanja con sus vestidos; sólo había que registrarlos para ver si tenían joyas, oro o dinero, y entregar esto a la SS. Cuando acabó la operación se nos reunió en la sinago­ ga; el jefe de la Gestapo Thomas dispuso que una parte de nosotros fuera transportada a Treblinka. El viaje fue horroroso. Ibamos prensados en los vagones; los niños llora­

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ban, las mujeres enloquecían. Llegamos al día siguiente sobre las tres de la tarde. En la estación de ferrocarril había un gran letrero: «Campo de traba­ jo de Treblinka». El tren fue conducido desde allí hacia el bosque por una vía especial; la distancia debía de ser de unos tres o cinco kilómetros. En el punto de llegada nos esperaba un terrible espectáculo: tendidos en el suelo, en medio del mayor desorden, entre maletas y vestidos, había cientos de cadáveres. Nos sacaron de los vagones mientras SS alemanes y ucranianos subían al techo de los vagones y disparaban contra la masa sin orden ni con­ cierto. Hombres, mujeres y niños caían bañados en sangre; gritos salvajes y sollozos se apoderaron de aquel lugar. A los que quedaron vivos los lleva­ ron, por encima de las montañas de cadáveres y heridos, a un sitio rodeado de una alambrada de espino. Fui destinado con otros, entre ellos un tal Gottlieb, de Kielce, a limpiar los vagones y a acarrear los cadáveres de los recién llegados a zanjas; allí había que arrojarlos tanto si estaban completamente muertos como si todavía se movían. Con el licor en una mano y la porra o la pistola en la otra, los secuaces de la SS vigilaban nuestro trabajo. Todavía hoy me espanta el recuerdo de los niños pequeños agarrados por los pies y estrellados contra los troncos de los árboles. (Había jefes de tropa que lleva­ ban en la cartera, como recuerdo, fotografías de estas escenas.) No se nos daba de comer, a pesar de que durante semanas tuvimos que realizar, como cuadrilla especial, un trabajo agotador. Todos los días llegaban dos o tres transportes. Nos alimentábamos de los comestibles que había en el equipa­ je de las víctimas. A veces llegaban transportes sólo de cadáveres. Supongo que las perso­ nas que venían en los vagones habían sido asesinadas con gas, ya que no pude ver en ellas ninguna clase de heridas. Los cuerpos estaban contraídos y el color de la piel era azul. No era corriente, pero a veces había entre los cadáveres niños de tres a cinco años que estaban con vida; entumecidos y con los ojos sobresaltados, no eran capaces de articular palabra. No los podíamos ocultar durante mucho tiempo. La SS los descubría y los ametra­ llaba. A veces venían transportes exclusivamente con niños o con viejos. Después de horas de estar acurrucados eran «liquidados» con fuego de ametralladoras.

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De cuando en cuando se sacaban del «campo de trabajo» de Treblinka grupos de entre 200 y 500 hombres, a quienes se conducía desnudos a tra­ vés del bosque. Se les colocaba entre las zanjas agarrados de las manos, como si fuesen a bailar al corro. Los secuaces de la SS hacían deporte matándolos de un tiro en la nuca. Después se dedicaban a dar patadas con sus botas a los que iban cayendo y discutían, entre voces y gritos, quién era el que había lanzado más lejos a los judíos. Durante las semanas que trabajé en Treblinka fue construido fuera del bloque un pequeño edificio de ladrillos. En el camino hacia esta casa se había colocado un cartel con la inscripción: «Al establecimiento de baños». Otro cartel ordenaba que se depositasen en la ventanilla el oro, el dinero, las divisas y las joyas. A partir de aquel momento los que ingresaban no morían a tiros, sino con gas. Una cuadrilla especial parecida a la nuestra se ocupaba del entierro o de la cremación de las víctimas. Con los prisioneros de esta cuadrilla llegamos al acuerdo de que, como ellos tampoco recibían la menor manutención, nosotros les procuraríamos comestibles de los que encontrásemos en el equipaje de los recién llegados. Alguno de nosotros intentó huir. Pertenezco al reducido número de los afortunados a los que salió bien la huida. Me escondí entre las mantas y los montones de vestidos y maletas que teníamos que cargar en los vagones, junto con un muchacho de trece años y mi amigo Gotdieb. Llevábamos joyas, oro y dinero -sobre todo, dólares americanos- en cantidad. Conse­ guimos huir en septiembre de 1942. Desgraciadamente, mi tiempo de «libertad» fue breve. El 5 de enero de 1943 volví a ser arrestado en Cracovia, como guerrillero, junto con Gotdieb. Después de ser brutalmente tortura­ dos, tuvimos que reconocer que éramos judíos. Fuimos llevados encadena­ dos a la prisión del gueto judío, donde permanecimos hasta el 14 de marzo de 1943. Después nos trasladaron en camiones, junto con otros 100 judíos, al campo de concentración de Auschwitz, y de allí a Birkenau. La mayoría fue apartada en seguida a la izquierda y asesinada con gas. Yo tuve la fortu­ na de ir a parar a la cámara de indumentaria. El 26 de octubre de 1944 se nos trasladó -sobre todo a los que tenían buenos cargos y las mejores condi­ ciones para trabajar- a Oranienburg, cerca de Berlín. Allí estuvimos duran-

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te dos semanas en la industria Heinkel, en cuarentena, pasando mucha hambre y vestidos miserablemente. Seguidamente nos llevaron a pie al campo de concentración de Sachsenhausen, y de allí, después de dos días, por ferrocarril, y formando parte de la famosa cuadrilla exterior de Buchenwald S III, a Ohrdruf. Después de poco tiempo, y a consecuencia del duro trabajo en las minas, había muerto más de la mitad de los prisione­ ros. Aproximadamente cada ocho semanas se seleccionaba a los débiles o los que habían quedado incapacitados para trabajar y eran transportados a Bergen-Belsen, cerca de Hannover. El destino de los supervivientes está lleno de peripecias. Motek Strigler, natural de Zamosc (Polonia), estuvo desde 1939 en guetos, campos de trabajo y campos de concentración: Buchenwald fue su ¡duodécimo campo de concentración! Pudo informar lo siguiente sobre el campo de exterminio de Skarzisko Kamienno: La tarde anterior al día de la expiación de octubre de 1943 vino a nosotros el jefe de la guardia, Schuhmann. Buscaba a mi camarada Mendel Rubin, un pocero de Cracovia. Se le acusaba de haber sacado clandestinamente un gorro hecho de paño para uniformes que parecía un gorro militar ruso. Esto fue considerado prueba de que Rubin estaba en contacto con guerri­ lleros polacos. Lo sacaron del campo, lo que solía significar que la persona en cuestión iba a ser ejecutada en el paredón. El paredón se hallaba al final del solar de la fábrica. Allí fueron enterradas miles de personas. Un día la fosa común le pareció a la dirección de la fábrica demasiado incómoda. Una comisión militar dispuso que se trasladasen los cadáveres a otro sitio. Rubin no fue conducido, sin embargo, al paredón, sino que fue transporta­ do fuera de allí. Pocos días después llegó un informe de la Gestapo de Radom en el que se disponía que Rubin fuese tachado de la lista, pues no regresaría; había sido puesto en libertad. Durante bastante tiempo no supi­ mos nada más. En abril de 1944 llegaron dos automóviles con agentes de Policía alemanes. Exigieron la paja que en principio debía extenderse sobre nuestras tablas de dormir y la llevaron al bosque que se hallaba cerca

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de las naves 96 y 97 de la industria C. Allí se entretejieron esteras con la paja; con estas esteras se hizo una pared de dos metros de altura, con la que se rodeó cierto sector, de tal modo que no era posible ver lo que sucedía dentro. Nosotros, sin embargo, pudimos averiguarlo a través de Mendel Rubin. Rubin era uno de los que estuvo trabajando allí durante cuatro semanas. El lugar estaba siempre rodeado de agentes de Policía alemanes. Un día vino uno de ellos y preguntó por mi camarada Henoch Edelmann, de Cracovia, que trabajaba de hojalatero con el maestro hojalatero alemán, Corosta. El agente entregó a Edelmann un pedazo de jabón. Dentro había un tubito de cristal con noticias de Rubin; decía que tenía informes impor­ tantes, pero que no los comunicaría hasta que no tuviese la certeza de haber establecido realmente contacto. Para confirmar el recibo de la pri­ mera noticia podíamos enviar las fotos de su mujer y de sus niños que había dejado olvidadas. Se las mandamos. Empezaron a llegar informes de Rubin. El agente alemán se los entrega­ ba a unas muchachas que trabajaban con nosotros: Regina Rabinowicz, de Varsovia, y Felá, de Zasmosc. Recibimos cuatro o cinco cartas. En una de ellas un amigo polaco de Rubin adjuntaba una hoja escrita desde Katyn. Henoch Edelmann se encargaba de enterrar todas las cartas que recibía­ mos. A grandes rasgos se nos comunicaba lo siguiente: Rubin se había convertido en Radom en miembro de una cuadrilla especial de 67 hombres que tenía la misión de quemar y hacer desaparecer las huellas de personas asesinadas por la Gestapo. El número de víctimas era diariamente de varios cientos. Recibimos también una lista de las perso­ nalidades asesinadas. Las cuadrillas especiales estaban compuestas total­ mente por candidatos a la muerte, es decir, personas que sólo vivirían hasta que dejasen de prestar estos servicios. Tenían que dormir con su indumen­ taria de trabajo, atados de pies y manos. Comían abundantemente. Del dinero y de las joyas que encontraban entregaban sólo una parte a la Gesta­ po; el resto lo entregaban a los agentes de Policía, quienes, en agradeci­ miento, proporcionaban a los prisioneros de la cuadrilla especial alimentos y bebidas. La conexión con Rubin se rompió porque el agente de Policía que

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hacía de mediador cayó en una escaramuza con guerrilleros. Por él supi­ mos que a los miembros de las cuadrillas especiales los trasladaban de un lugar a otro: allí donde había tarea por realizar. Donde nosotros estábamos, la cuadrilla se encargaba de desenterrar y de quemar a los miles de cadáveres enterrados cerca del paredón. A pesar de que las fosas comunes fueron bien tapadas y apisonadas y a pesar de que se plantó hierba encima, encontrábamos constantemente huellas bien cla­ ras: trozos de huesos, dedos cortados a los que se habían quitado los anillos, oro fundido... Los huesos desenterrados no se quemaban, sino que eran cargados en un camión y transportados a un molino de huesos. Los miembros de la cuadrilla especial eran fusilados y quemados gene­ ralmente pasadas unas semanas. Rubin, sin embargo, llevaba ya casi siete meses en la cuadrilla, y el polaco que nos mandó el informe con una lista de los nombres de las personalidades asesinadas, años. Los dos sabían perfecta­ mente que no verían el final de la guerra.

Existe una plétora de relatos sobre operaciones en la zona oriental, igua­ les o parecidas. La SS, la Policía Secreta del Ejército -Geheime Feldpolizei (GFP)- y algunos sectores del ejército no descansaban; en cambio nosotros podríamos cansar fácilmente al lector. En el distrito de Lublin causaba estragos el jefe superior de grupo de la SS Globocnig, un austría­ co que en 1933, después de asesinar a un joyero judío en Viena, huyó a la Alemania nazi, y que en 1938 volvió a Austria como jefe de distrito de Viena; en 1939 fue depuesto por tráfico ilegal de divisas, aunque la con­ dena no se hizo pública; entonces pasó a la SS. En su sector de exterminio cayeron en 1942, entre otros innumerables, 1.150 judíos vieneses, de los cuales sólo tres o cuatro pudieron sobrevivir al ¡«asentamiento»! Supon­ go que algún día la más aplastante serie de documentos de la historia mundial informará sobre el destino que el nacionalsocialismo deparó a las masas judías de Europa, dentro de la zona oriental de influencia de Alemania; aquí me limito, en consideración a los nervios de los que por suerte sólo tienen que soportar su lectura, a dos ejemplos finales. El joven judío alemán Hans Baermann, de Colonia, que tuvo que

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abandonar la escuela con catorce años, fue arrastrado hacia el Este el 7 de diciembre de 1941, junto con sus padres: La evacuación se nos comunicó tres semanas antes a través de la Gestapo de Colonia. Al mismo tiempo se nos comunicaba que nos quedaba prohibido vender cualquier clase de objetos; todo, con excepción de los muebles, tenía que ser embalado. Todas las familias que iban a ser evacuadas tenían que preparar un recipiente lleno de alimentos. Con seis maletas, tres mochilas, una cartera de mano y otra de documentos se presentó mi familia el día indicado en el campo de la feria de muestras de Colonia. El transpor­ te comprendía unas 1.000 personas. Se registró nuestro equipaje para ver si había objetos de valor, al tiempo que se incautaban de todas las joyas, relo­ jes y alianzas, y de nuestros documentos de identidad. Tras un nuevo regis­ tro, cada persona fue autorizada a quedarse sólo con diez marcos. Seguida­ mente se nos condujo a la nave principal de la feria, que había sido cercada ya con una alambrada de espino; allí tuvimos que estar veinticuatro horas tendidos en el suelo cubierto de virutas. El 8 de diciembre, a las cuatro de la mañana, y después de habernos autorizado a que cada uno llevase consigo sólo una maleta, nos condujo la SS a la estación de Deutz. El viaje duró ochenta horas y acabó en Riga. De camino no se nos dio nada para comer y sólo una vez agua para beber. En la estación de mercancías de Skirotava nos sacaron de los vagones bajo las porras y los golpes de la SS letona. Ya no había ni que pensar en llevar nin­ guna clase de objetos. Seguidamente tuvimos que emprender una torturan­ te marcha a pie en dirección al gueto de Riga, con una temperatura de vein­ ticuatro grados bajo cero. Este gueto había albergado dos días antes de nuestra llegada a 34.500 personas. Cuando llegamos sólo pudimos ver cadá­ veres y charcos de sangre y una espantosa desolación en todas las viviendas. A mis padres y a mí nos metieron, junto con 177 personas, en una habi­ tación de 140 metros cuadrados. Allí nos tuvimos que alojar. Por la tarde vinieron unos 4.500judíos letones: buscaban a sus parientes, pero no pudie­ ron encontrar a nadie: eran los supervivientes del gueto. A los 30.000 res­ tantes los habían conducido a un valle, donde fueron ametrallados. Des-

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pués de la matanza volaron las colinas situadas a los dos lados, y la tierra que se desprendió cubrió los cadáveres. Vivimos dos días comiendo de los alimentos que encontramos en la habitación. Entre tanto, había llegado otro transporte de Kassel con 1.000 judíos. Dos días después de nuestra llegada fueron trasladados al campo de Salapils, a 18 kilómetros de Riga, 200judíos, de unas edades que oscilaban entre los dieciocho y los cuarenta años. Entre ellos me encontraba yo. Ateri­ dos y hambrientos llegamos a un campo cubierto de nieve, en el que sólo había tona barraca de madera sin techo. Allí vivían ya 4.000judíos del sur de Alemania, que cayeron sobre nosotros como lobos buscando algo para comer o para beber. Se nos rapó el pelo y se nos distribuyó en literas de cua­ renta y cinco centímetros de altura, dos metros de largo y un metro y medio de ancho. Cada una de estas literas albergaba a tres ocupantes del campo. Con un frío riguroso, dormíamos en unas tablas cubiertas de hielo. Al ter­ cer día de nuestra llegada vimos el pan por primera vez; el mismo día llegó un trineo de caballos con mondas de patatas procedentes de la cocina de la SS en Riga. Un jefe superior de tropa, Nickel, se presentó como comandan­ te, repartió el trabajo y nos ordenó iniciarlo sin abrigos y sin fuego para calentamos. El programa comprendía la construcción de 45 barracas, en las que después se alojarían letones y rusos. Menos cinco barracas, cumpli­ mos el programa. Además, tuvimos que construir torres de vigilancia y ro­ dearlo todo con una alambrada de espino. En este campo de exterminio pasé hambre durante siete meses. Al final pesaba 36 kilos. Un pequeño grupo de secuaces letones de la SS hizo una vez ejercicios de tiro con catorce camaradas, elegidos al azar; después tuvi­ mos que llevar sus cadáveres acribillados a un bosque cercano. Los ejerci­ cios se hicieron para regocijo de unos oficiales invitados de la SS, entre los que se encontraba el jefe de batallón de la SS, Rudolf Lange, comandante de la Policía de Seguridad y del SD en Letonia, el jefe inferior de asalto de la SS Meiwald, y funcionarios de la Gestapo. En otra ocasión tuvimos que ahorcar, siguiendo las órdenes de Lange, a dieciséis camaradas por haber trabajado con abrigo a treinta grados bajo cero. Escuálido como un esque­ leto fui fotografiado para el Stürmer.

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Los 15.000 hombres que pasaron por este campo fueron aniquilados casi completamente. Sólo 192 quedaron con vida. Entre ellos me encontra­ ba yo cuando el 2 de agosto de 1942, después de haber construido el campo, fuimos conducidos al gueto de Riga. La manutención y el alojamiento en el gueto de Riga eran mejores. Pero las atrocidades no se diferenciaban mucho de los malos tratos y de los actos de arbitrariedad del campo. Se formaron también cuadrillas de hom­ bres jóvenes con la tarea de cavar fosas comunes de 16 x 4 x 3 metros en el bosque de Bickemick. Las fosas comunes estaban destinadas a transportes de Bielefeld, Dusseldorf, Hannover, Berlín, Viena, Dresde, Leipzig, Kassel, Dortmund, Stuttgart, Nuremberg, Munich, y otros de Checoslovaquia y Austria. Inmediatamente después de su llegada eran llevados al bosque en camiones de las Fuerzas Aéreas, del ejército, de la SS y del SD. La dirección de todas estas operaciones la tenía el mayor Arreis, de la SS letona. En las fosas se apartaba a veinte personas; seguidamente sacaban a 200 de los camiones, desnudas, sin diferencia de edad ni de sexo, y se las ametrallaba. Las veinte personas elegidas tenían la misión de empujar los cadáveres a las fosas; después sufrían ellas el mismo destino. Estas atrocidades eran bien conocidas: incluso algunos de los miembros de las Fuerzas Aéreas que ha­ bían sido testigos presenciales las contaban constantemente. Un grupo de treinta y ocho camaradas judíos, entre ellos el padre de Kurt Rosenthal, pri­ sionero en el campo de concentración de Buchenwald, fue empleado en echar tierra sobre las fosas comunes después de las ejecuciones. El grupo, al que se tuvo buen cuidado de aislar, fue alojado en la prisión central de Riga. A él pertenecían, además, el padre de un amigo mío, también prisio­ nero (Kurt Donnhart, de Colonia), así como Emst Kramer, también de Co­ lonia, y Bemhard Isaak, de Colonia-Deutz. Sólo dieciséis miembros de este grupo abandonaron al final la prisión central; los demás murieron de ham­ bre o de locura. En la celda en la que se encontraban se oía todos los días durante dos horas un disco que la SS ponía y en el que continuamente se repetía el siguiente texto: «No debo decir nada de lo que he visto ni de lo que he hecho; si no, seré fusilado». A los dieciséis supervivientes los devol­ vieron al gueto.

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A partir de noviembre de 1942 se eligió un método más sencillo para quitar a la gente de en medio. En camiones cerrados, con remolques, se metía a 200 personas. Durante el viaje, cuyo destino era el bosque de Bickernick, se abría un dispositivo de gas. Al cabo de una hora, poco más o menos, volvían los camiones sólo con la ropa. Los cadáveres eran enterra­ dos por el grupo de treinta y ocho hombres que ya hemos mencionado. La correspondencia con el mundo exterior y la posesión de dinero esta­ ban castigadas con la pena de muerte. En ocasiones, judíos hambrientos intentaron cambiar alguna prenda de vestir por un trozo de pan con man­ tequilla. Los ocupantes del gueto que eran sorprendidos recibían primero veinticinco bastonazos y después eran ahorcados. Entre ellos se encontraba el prisionero Kurt Becher, de diecinueve años, natural de Hannover; junto a él fue ahorcado Heidenheim, de Praga, y otros siete ocupantes más de la casa. No era raro que también fuesen condenadas a muerte otras personas o compañeros de habitación a quienes se acusaba de haber omitido dar algún parte a la comandancia. Frecuentemente, los secuaces de la SS violaban a muchachas jóvenes. A este respecto, el comandante no constituía una excepción. Se llamaba Krause, era un jefe superior de asalto de Wroclaw, y antes había sido funcio­ nario de la Gestapo en Berlín. Entre otras violó a Ellen Laumann, de Oelde (Westfalia) y a la peluquera Olly Adler, de Praga. Algún tiempo más tarde, el comandante seleccionó a todas las personas del gueto que tuvieran más de cincuenta años: 2.200 hombres y mujeres. Mis padres pudieron evitarlo, falsificando la fecha del día de su nacimiento. Se incluyó también a todos los niños de menos de trece años. Las madres que no quisieron separarse de sus hijos fueron añadidas al grupo de los que habían sido seleccionados. Como destino del transporte se señaló Dünamünde. Pero esto no era más que un engaño consciente: el transporte nunca llegó a su destino. Una semana más tarde, en noviembre de 1943, se disolvió el gueto. En él se dio alojamiento a refugiados rusos. Los 1.500 ocupantes que aún que­ daban fueron trasladados al campo de concentración de Kaiserwald, en las proximidades de Riga; entre ellos se encontraban mis padres. El coman­

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dante de allí era el jefe superior de batallón de la SS Sauer. Una parte de los presos fue destinada a acuartelamientos especiales; por ejemplo, al almacén de alimentación del ejército, al parque móvil, al departamento de indu­ mentaria del ejército, etc. Entre estos últimos me encontraba yo. Por orden de Berlín se cortó el pelo al cero a todas las mujeres. Dos meses después recibí, providencialmente, noticias de mis padres, que estaban padeciendo un hambre terrible. Pude ahorrar algo de mi comida y encontrar un medio de hacerles llegar, en cantidades modestas, algunos comestibles. Mi padre y mi madre trabajaban en el río Duna. Allí tenían que sacar troncos de árboles del río y transportarlos a una serrería. El transporte se llevaba a cabo empleando solamente energías humanas. El decano de campo I del campo de concentración de Kaiserwald era un pri­ sionero BV, de la banda berlinesa Sass, condenado a cadena perpetua: Xaver Apel, llamado en el campo «Mister X». A su lado había otro prisione­ ro verde: Hannes Dressler, de Ham burgo. Los dos estaban en muy buenas relaciones con el jefe superior de batallón de la SS Sauer, que aprobaba y apoyaba todas sus acciones. Una de las hazañas de «Mister X» era arrojar al Duna a todos los que quedaban incapacitados para trabajar, y frustrar a con­ tinuación sus esfuerzos por ponerse a salvo. Se les daba de baja con el diag­ nóstico de «ataque al corazón». Un camarada que había enfermado de disentería regaló su comida a otro camarada. «Mister X» se enteró y le arro­ jó a una gran olla con agua hirviendo que había de servir para preparar el café. El enfermo quedó escaldado; el café se hizo con la misma agua. Otro camarada llamado Rudi Haar, de Dresde, director de la Defensa del Campo, fue apuñalado por los dos prisioneros verdes y arrojado a la letrina. El jefe de batallón de la SS Krebsbach, Kóln, llevaba constantemente a cabo operaciones contra los enfermos y los débiles. En el curso de una de estas campañas, en mayo de 1944, fue seleccionado mi padre, a causa de una insignificante herida en la pierna. De nuevo se trataba aquí de un «transporte de Dünamünde». Mi padre me hizo llegar una hoja de papel con sus últimos saludos, en la cual me comunicaba que el camión de gas estaba muy cerca de él. Apelaba a mí para que siguiese ayudando a mi madre en la medida de mis fuerzas; en menos de una hora, me decía, habría superado su martirio.

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A principios de julio de 1944 me llevaron con 1.350 hombres y el mismo número de mujeres al campo de concentración de Stutthof. Allí íueron apar­ tados otra vez los enfermos y los débiles y llevados al crematorio, después de ser asesinados de un modo que no pude averiguar. Parece ser que mi madre ingresó también dos meses después en el campo de concentración de Stutthof. No he vuelto a saber nada más de ella. Poco tiempo después fui con­ ducido con otros camaradas al campo de concentración de Buchenwald.

Por último, un relato de la heroica lucha judía en Varsovia, tal como la refiere Wladimir Blumenfeld, quien, después de un transporte lleno de peripecias, llegó a Buchenwald el 5 de abril de 1945: Toda la población judía de Varsovia fue detenida inmediatamente después de la ocupación por las tropas alemanas. No dejarse registrar estaba amena­ zado con la pena de muerte. Por medio de traslados forzosos se erigió un gran gueto, que al principio comprendía alrededor de medio millón de judíos; con nuevos ingresos de los alrededores, el número se elevó a tres cuartos de millón. Allí pasaban hambre, comprimidos en una pequeña superficie, con muchas familias en una sola vivienda, sin posibilidad de ejer­ cer un oficio, sin contacto con su alrededor. Por último, se consiguió esta­ blecer contacto con Tropper, director del Joint en París. Tropper consiguió del gobernador general Frank, y a través de la Cruz Roja polaca, permiso para emprender una operación de ayuda a los judíos de Varsovia. En el gueto se nombró una comisión, a la que llegaban fondos de América, que eran repartidos entre los judíos en moneda polaca. Se creó un consejo judío bajo la presidencia del ingeniero Czemiaków; con la ayuda del Joint se crearon comedores económicos, establecimientos asistenciales para niños y enfermerías; los círculos ortodoxos fueron ayudados por el rabino Blumenfeld. Sin embargo, después de la entrada en guerra de los Estados Unidos, el Joint interrumpió su actividad. El comité judío de ayuda se esfor­ zó en continuar el trabajo con sus propios medios. No hubo ningún cambio fundamental en la situación hasta el 22 de julio de 1942, el día del comien­ zo del exterminio de losjudíos.

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El 20 de julio llegaron a Varsovia, bajo el mando del jefe superior de asalto de la SS Tumann, compañías del estandarte de la SS Reinhard Heydrich, procedentes del campo de exterminio de Lublin. El 22 de julio de 1942 la SS ucraniana rodeó los muros del gueto. Se colocaron carteles con la siguiente notificación: «Todos los judíos (hombres, mujeres y niños) que no trabajen en industrias alemanas, industrias de armamento o en la admi­ nistración del gueto, deberán abandonarlo». Iban a ser trasladados al Este, se decía, donde se les emplearía en la reconstrucción de los territorios des­ truidos. El cargo de comisario civil desapareció, y en su lugar entró en fun­ ciones un departamento de evacuación de la SS, que, bsyo el mando deljefe inferior de asalto Brand, se estableció en el gueto en la calle Eisengruber, 103. El consejo judío era responsable de la marcha normal de la evacua­ ción. Tenía que presentar todos los días a 10.000 personas. El ingeniero Czemiaków declaró que no se encontraba en situación de hacerlo. En represalia se arrestó a Abraham Geppner, a Rabbi Schapiro, al redactor Eckermann, al doctor Milejkowski y a otros veinte miembros del consejo judío; se les consideró como rehenes que respondían de la ejecución del plan. El ingeniero Czemiaków se suicidó junto con su mujer, tomando un veneno. Un judío bautizado, antiguo coronel de la Policía criminal polaca, Jakob Sczerinzky, fue nombrado director del consejo judío yjefe de la Poli­ cía del gueto. Comenzó la evacuación. Diariamente se cercaban algunos bloques; los que se hallaban presentes, tanto en las viviendas como en la calle, eran llevados a la estación y comprimidos en vagones de mercancías. Si a las seis de la tarde no se había logrado reunir el número de 10.000ju­ díos, intervenía la SS; es decir, se disparaba y se asesinaba hasta alcanzar la cifra exigida. Mediante carteles se apelaba a los judíos para que se presenta­ sen voluntarios para el transporte hacia el Este; la vida era allí mucho más fácil, se decía, que en las apreturas del gueto. Se rebajó la provisión de ali­ mentos en el gueto, mientras que, por el contrarío, se entregaba a cada per­ sona que partía tres kilos de pan y medio kilo de mermelada. Incluso se cortó el agua para hacer más dóciles a los judíos. Esta medida tuvo su efec­ to: losjudíos empezaron a presentarse voluntariamente. El departamento de la SS para la incautación de objetos de valor -direc-

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tores: el jefe superior de asalto de la SS Conrad, y el gobernador de distrito, doctor Fischer- tomó a su servicio a 2.000jóvenes judíos, liberándoles pro­ visionalmente de la evacuación. El mobiliario, los objetos de valor, los vesti­ dos, todo lo que se había dejado abandonado, fue recogido, clasificado y llevado al almacén de la SS en el 51 de la calle Wild (antes doctor Sonnenhofer). Los miembros de la SS de la comisión de evacuación se hicieron ricos con ello; el resto era enviado al NSV alemán. Muchos judíos trataron de ocultarse, pues sabían lo que les esperaba, a pesar de que llegaban postales de Maljinka, en las cercanías de Treblinka, en las que se comunicaba que los evacuados se encontraban perfectamente. Pero uno sentía instintivamente que lo que se decía en estas postales -lla­ maba la atención la similitud de los textos de todas ellas- no estaba de acuerdo con la verdadera realidad, sino que no eran más que la única posi­ bilidad que había de dar señales de vida. Pero no había manera de escapar del gueto; la evacuación proseguía. El 9 de agosto de 1942 se comunicó repentinamente de modo oficial que la operación había finalizado. El que en esa fecha no hubiera abando­ nado el gueto, continuaría en él. Se impuso como condición que todos los habitantes se dejasen registrar de nuevo y que para este fin se congregasen en las calles Ostrowska, Doctor Sonnenhofer, Mila y Nalewki. Se amenazó con la pena de muerte a los que no se presentasen. Una ligera esperanza se apoderó de todos nosotros. Unos 200.000 hombres, mujeres y niños se pre­ sentaron a la hora indicada. En filas de a cinco tuvieron que desfilar ante el jefe inferior de asalto, Brand, y su plana mayor. Seis días duró la inspección. ¡Se seleccionó a 50.000 nuevas víctimas! Tuvieron que partir hacia el Este. A los demás se les entregó un pase y pudieron volver a sus viviendas. La selec­ ción era para acabar con los nervios de cualquiera. No estaba permitido abandonar las calles acotadas. Día y noche había que pasarlo tendido en el suelo sin nada de comer ni de beber. El 14 de agosto le tocó el tumo a mi familia. Pasamos ante el señor que decidía sobre la vida y la muerte. De pronto, la mirada del jefe inferior de asalto cayó sobre mi padre. Con un gesto se le indicó que saliese de las filas. Antes de que me pudiese dar la mano y decirme algo, fue derribado al suelo de dos tiros por un secuaz de la

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SS. Por un momento quedé paralizado; después le tomé en mis brazos. Se originó un pequeño tumulto, mientras yo, acompañado de mi madre y de dos hermanas, retiraba al moribundo. De los que se habían ido, dejamos de tener noticias. Imaginábamos lo peor. Aisladamente llegaba algún refugiado que había logrado huir de Treblinka. Entre ellos se encontraba un joven periodista judío, Jakob Rabinowicz, hermano del rabino supremo de Munkacs. Hasta su evacuación había estado trabajando con nosotros en la cocina del Joint. En una reunión de jóvenes judíos, informó con todo detalle sobre lo que había visto y vivido en Treblinka como miembro de la cuadrilla de enterramiento sobre los asesi­ natos en masa, sobre los fusilamientos y sobre las muertes por gas. Nadie le creyó; nos parecía imposible; tomamos su relato por el producto de una fantasía enferma o, por lo menos, por exageraciones groseras. Se determi­ nó establecer en secreto contacto con militantes del partido socialista pola­ co. Sus miembros, el ingeniero Tepicin, el ingeniero Landau, Nososki y Majcharek partieron hacia Kossuw, en las cercanías de Treblinka, y nos con­ firmaron lo que Rabinowicz había contado: los trenes con los «evacuados» y el personal polaco de acompañamiento llegaban sólo hasta el portalón, allí se apeaban las víctimas y entraban en el sector cercado; desde la lejanía se podía apreciar la humareda y se olía el penetrante olor a quemado. Octavillas clandestinas, escritas en yídish, empezaron a circular infor­ mando de las «acciones culturales» de nuestros protectores. El partido nacional polaco se encargó de informar a los círculos polacos. Bajo la impresión de tan atroces noticias despertó una sola idea unánime: presen­ tar resistencia a la próxima selección, al próximo transporte. El doctor Isaak Schipper, dirigente de los sionistas de Polonia, se convir­ tió en el alma del propósito de resistencia. En una reunión secreta de jóve­ nes judíos manifestó: «Si el destino y la Historia han determinada nuestro exterminio, muramos por lo menos luchando. ¡No iremos voluntariamente a la muerte en el Este!». Con la ayuda del Partido Socialista Polaco pudimos procurarnos armas. Bajo la dirección de Laib Rodal de Kielce se creó un grupo de resistencia. El industrial metalúrgico Abraham Geppner encabe­ zó la lista donando un millón de zlotys para la compra de armas. Se consi­

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guieron reunir muchos millones. Por una pistola pagábamos 5.000 zlotys; por una ametralladora, 12.000. Adquirimos granadas de mano y construi­ mos refugios en los sótanos. Pudimos trasladar a algunas personas de edad a la Varsovia polaca; en el gueto quedaron, sobre todo, gente joven y aque­ llas mujeres y niños que estaban decididos a morir al lado de sus maridos y de sus padres. Mi madre y una hermana se quedaron. Mi hermana menor, Tolla, pudo pasar a la Varsovia no judía; era rubia y con ojos azules: allí no llamaría la atención. No la he vuelto a ver. Formamos pequeños grupos de combate que realizaron atentados contraJakob Sczerinsky, contra el aboga­ do Laikin, jefe de la prisión; contra Jurek Fürstenberg, jefe del comando de incautación de objetos de valor, y contra otros muchos colaboradores de la Gestapo. El 18 de enero se convirtió en hito de la trágica historia del gueto de Varsovia. La policía alemana recibe el encargo de vengar los atentados. De nuevo se rodea todo; la población del gueto recibe orden de presentarse. Nadie hace caso de la orden. El consejo judío se oculta. De boca en boca, se va transmitiendo la consigna de no presentar resistencia de momento. Los registros duran cuatro días. Algunos son sorprendidos con las armas en la mano y allí mismo ejecutados; lo mismo se hace con aquellos a los que se saca de sus casas y de sus escondrijos. Se asesina a 18.000 hombres, mujeres y niños. La «incautación de cosas de valor» tiene un nuevo campo de traba­ jo. El consejo judío ha de ocuparse del entierro de los «bandidos». Quedá­ bamos ya sólo unos 40.000 judíos en el gueto; la mayoría, jóvenes de las organizaciones juveniles judías organizados en pequeños grupos de comba­ te. Se aproximaba el Pésaj, el 19 de abril de 1943. Por amigos del campo polaco averiguamos que habían llegado a Praga, el arrabal oriental de Var­ sovia, algunas compañías de la SS. En el segundo día de la fiesta del Pésaj, a las cuatro de la mañana, rodearon el gueto. Nuestros jóvenes fueron de casa en casa anunciando que había que estar dispuestos para el combate. Todo el mundo se trasladó a los sótanos llevando armas y alimentos consi­ go. Grupos de la SS empezaron a entrar en el gueto. En la esquina de la calle Nalewki, junto a la casa número 42, un joven sale de la puerta y detie­

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ne a un grupo de 25 secuaces de la SS mandados por un jefe inferior de tropa. Señala en dirección al tercer patio y les dice que allí hay diez judíos escondidos. La SS le sigue. Apenas han alcanzado el tercer patio cuando el joven saca su pistola y mata al jefe inferior de tropa. Se ha dado la señal para la lucha. De las ventanas empezaron a caer tiros y granadas de mano, en medio de un ruido infernal. El joven que había disparado el primer tiro se llamaba Mordechai Nutkowicz, de Ripin. Cayó muerto, pero ninguno de los de la SS que entraron en el patio lo abandonó con vida. Todo el sector se rebeló; había enfrentamientos armados en cada esquina. La SS no había esperado una acogida así. Rápidamente abandonó el gueto. Hasta el día siguiente hubo calma. Después entraron los tanques incendiando las casas. Intentamos apagar los incendios y combatir contra los tanques con grana­ das de mano, pero éramos, con mucho, inferiores a ellos. Finalmente nos trasladamos a los refugios. Llegó la infantería de la SS. Fue recibida a tiros y con granadas de mano. Entonces se decidió atacarnos desde el aire. El gueto empezó a arder por todos los costados. El incendió duró cuatro días. Con minas y con granadas se destruyó el gueto. Después de catorce días acabó la operación de limpieza. Los que habían quedado con vida fueron trasladados al campo de con­ centración de Lublin. Yo estaba entre ellos, junto con mi madre y mi her­ mana. El transporte ofrecía el panorama acostumbrado: en cada vagón de mercancías, de 100 a 200 personas sin comer y sin beber. Nos apeamos de los vagones en el campo de concentración de Lublin; las mujeres y los niños a la izquierda, los hombres a la derecha. Veo todavía cómo mi madre y mi hermana, junto con otras personas, son conducidas entre el campo I y II. Las meten en una pequeña casa; no nos volveremos a ver; mueren asesina­ das con gas. Hasta el 24 de julio de 1943 estuve en el campo de concentración de Lublin. De allí fui trasladado a Auschwitz. Poco tiempo después, enfermo de tiña, una inofensiva erupción de la piel, fui seleccionado y conducido al bloque 20 para morir al día siguiente asfixiado por el gas. Debo mi salva­ ción aJusek Kenner, que consiguió hacerse con un anillo de brillantes para regalárselo al decano de campo. Este me sacó por la noche del campo. De

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Auschwitz a Turingia (al campo S III); después a Ohrdruf, y de allí, el 5 de abril de 1945, a Buchenwald.

Después de todo lo referido se entiende lo que significó para los pocos judíos que quedaban en Buchenwald el día en que el peluquero del comandante, un prisionero político llamado Franz Eichhorn, encontró en la mesa de trabajo, mientras estaba esperando, como todas las maña­ nas, a que el comandante saliese del baño, una instrucción con el siguien­ te texto: «A todos los comandantes de campo. La totalidad de los judíos de Europa deben ser enviados a Koch, en Lublin. Himmler». A pesar de ello, y por ser indispensables para construcciones de carácter estratégico, quedaron en Buchenwald doscientos «albañiles» judíos. Muchos judíos, sobre todo extranjeros, vivieron en el campo sin que la SS advirtiera que eran judíos. Aunque no estaban directamente en la línea de tiro, no tuvieron una existencia demasiado fácil: estaban constan­ temente expuestos al peligro de ser descubiertos o denunciados por algu­ no de los prisioneros. Originariamente, la SS calificaba de judío, en con­ tra de lo dispuesto en las Leyes de Nuremberg para la Protección de la Raza, a todo aquel que como mínimo tuviera un abuelo judío y no pudie­ se ocultarlo por las anotaciones que figuraban en las actas. En algunas operaciones, para la SS solamente era decisiva la nariz. El que no les gus­ taba era judío. Los «medio judíos» y los «judíos en una cuarta parte» fue­ ron más tarde convertidos en arios, y dejarían de tener que llevar el trián­ gulo amarillo. Para la mayoría era ya demasiado tarde.

El trato a los polacos Los polacos fueron considerados por la SS, igual que los rusos, y en virtud de instrucciones políticas de Himmler de carácter general, como inferio­ res, por lo que recibieron un trato en consonancia con ello. Inmediata­ mente después de la campañía de Polonia de 1939, ingresó en los campos de concentración una parte de los miembros de la minoría polaca en Ale­

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mania. En octubre les siguieron guerrilleros, y después grandes masas; y en agosto de 1944, después del levantamiento de Varsovia, volvió a haber grandes ingresos. De los polacos llegados a Buchenwald en octubre de 1939, fueron lle­ vados unos 1.700, junto con judíos polacos, al «campo pequeño» que antes describimos. A los partisanos se les dejó morir de hambre y de frío en el «jardín de las rosas». En la segunda mitad del mes de octubre se declaró entre ellos tal epidemia de disentería que la dirección del campo de la SS se vio obligada a suspender el trabajo de los prisioneros del campo pequeño y a imponer una cuarentena. Los jefes de la SS, encabezados por el comandante del campo Koch, por el entonces segundo jefe de campo, jefe principal de asalto de la SS Hüttig, así como por los delegados especiales para el campo pequeño, jefes principales de asalto de la SS, Planck y Hinkelmann, eran incansa­ bles a la hora de encontrar nuevos procedimientos despiadados para ocu­ par el tiempo libre de los prisioneros. Para recibir su comida tenían que formar todos en el patio de revista; después de esperar un promedio de dos horas, se les entregaba una sopa acuosa que durante la espera se había enfriado totalmente. El poco corriente cambio de ropa se efectua­ ba también en aquel lugar; allí, bajo un frío riguroso, los prisioneros te­ nían que despojarse de camisas, calzoncillos y calcetines para recibir la ropa limpia. La revista, que tenía lugar dos o tres veces al día, duraba cada vez unas dos horas. Planck no permitía, «como castigo» -sin que nadie supiese por qué-, que los prisioneros volviesen a sus tiendas, sino que tenían que quedarse en el patio el resto del día. Estar de pie ininterrum­ pidamente, con la tortura que esto ya supone, aumentada por las triqui­ ñuelas que la SS inventaba, es algo de lo que difícilmente se pueden hacer idea aquellos que no lo han vivido. Hüttig se ocupaba, de cuando en cuando, de las «diversiones adicionales». Hacía llevar el potro de tor­ mento al campo pequeño, se aproximaba acompañado de unos cuantos jefes de bloque, y mandaba propinar a cada décimo prisionero, elegido al azar, veinticinco bastonazos. En un caso en que un prisionero quiso que le diesen a él los bastonazos que el azar había destinado a su hermano,

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Hüttig mostró su reconocimiento mandando golpear a los dos hermanos. Al jefe principal de tropa, Hinkelmann, le divertía especialmente colocar en el patio de revista una olla llena hasta la mitad de sopa, y quedarse observando hasta que los hambrientos se aproximaban para poder tomar algo; entonces caía sobre el grupo y empezaba a golpearlos con una grue­ sa porra hasta que les sangraba la cabeza. La estación del año iba avanzando y hacía cada vez más frío; pero las condiciones del campo pequeño no variaban. Cada prisionero seguía teniendo sólo una manta. Naturalmente, la gente dejó de desnudarse; todo el mundo dormía vestido, y, a consecuencia de ello, se vieron ataca­ dos, en medida creciente, por parásitos. La comida se hizo cada vez más escasa y se redujeron las raciones de pan. La sopa se colaba de tal modo que era ya sólo un líquido; la cantidad se rebajó a menos de un litro. Pero ni siquiera esta alimentación recibían diariamente los ocupantes del campo pequeño: el jefe de estandarte Koch acostumbraba a castigar a todo el campo por las más pequeñas faltas -reales o supuestas- con días de ayuno; el campo pequeño no sólo tenía que observar los días de ayuno de todo el campo, sino que tenía los suyos propios cuando así lo ordena­ ba el jefe principal de tropa Planck. La situación llegó a tomar tales pro­ porciones que, por ejemplo, en el mes de noviembre de 1939, hubo doce días completos de ayuno, y, por consiguiente, sólo dieciocho días con ¡«manutención»! El grado de bestialidad que este bárbaro método pro­ ducía en las personas lo muestra el sistema -que se hizo costumbre gene­ ral- utilizado para quedarse con las raciones de otros. Cuando alguien moría en la celda, se guardaba en secreto, y el muerto era llevado entre dos, o a la espalda de un prisionero, al repartidor de pan. Éste entregaba entonces la ración de pan a los «auxiliadores». El cadáver se abandonaba luego en algún sitio del patio de revista. La indumentaria era la adecuada a las condiciones climáticas del mes de octubre, de modo que en los meses de frío riguroso de diciembre y enero no había en el campo pequeño ni abrigos ni jerséis, ni bufandas, ni orejeras, ni guantes. El tratamiento ambulatorio en la enfermería de los prisioneros cesó con la declaración de la cuarentena, de modo que las

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heridas producidas en los pies por el frío o cualquier otra enfermedad conducían inexorablemente a la muerte. En la revista de la mañana se podían contar diariamente, tendidos en la nieve, quince, veinte o veinti­ cinco cadáveres. A un parte diario sobre el número de muertos del campo pequeño, respondió el comandante con estas palabras: «Esto va muy lento. ¿No se podría hacer que la gente trabajase?». Pero no se podía, pues el miedo a la disentería era demasiado grande. Pero había otros medios. A principios de diciembre, el creciente problema de los piojos en el campo pequeño -que una persona tuviese 50 piojos no era mucho- le pareció a la dirección del campo demasiado peligroso y se ordenó una desinfección general. El 8 de diciembre se llevó a cabo la operación. Se proporcionó a los prisioneros una ducha reconfortante, pero la indumentaria fue retenida durante dos días y en vez de ella se entregó ropa de verano de dril fino. Naturalmente también se retiraron las mantas para su desinfección, sin que se facilitasen otras que las sustitu­ yesen. Hubo entonces una noche de tortura en la que nadie pudo dormir de frío. A la mañana siguiente, durante el camino, los prisioneros mira­ ban angustiosos para ver cuál había sido el resultado de la noche: en el suelo yacían, esmeradamente alineados, seis filas de diez y una de siete: 67 muertos sobre la nieve. En virtud de consideraciones que no son conocidas, la dirección del campo decidió, a mediados de enero de 1940, cerrar el campo pequeño y trasladar el resto que había quedado al campo general. De los 1.700 hom­ bres que habían ingresado en octubre, quedaban con vida sólo 600. Yaun así, éstos se encontraban en tal estado que una gran parte no tenía capaci­ dad para vivir durante mucho tiempo. El peso medio estaba por debajo de los 40 kilos y los cuidados del hospital de prisioneros no consiguieron salvar a casi ninguno. A un ritmo bastante rápido murieron en poco tiem­ po varios cientos de los que habían quedado. Se puede calcular que, en total, de las 1.700 personas que había al principio, sólo quedaron vivas 40; entre éstas se hallaba Félix Rausch, un testigo digno de crédito de los detalles que hemos relatado. Además de esta operación, que era parte del mal trato general dado a

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los polacos después del término de la campaña, se impusieron contra ellos, fundamentalmente, dos medidas. En 1938-39 se obligó a los judíos, sobre todo a los vieneses, a renun­ ciar notarialmente, en favor de camaradas del Partido y de amigos de éstos, a sus propiedades inmobiliarias rústicas y urbanas; los «precios de venta» eran ¡de 10 marcos para arriba! Con los polacos se hizo de modo mucho más simple: no se les abonó nada en absoluto. Se avisaba a los interesados para ponerles en conocimiento de que sus parientes habían tenido que abandonar las casas y las fincas. Negarse a firmar la confirma­ ción del cambio de propiedad equivalía a un suicidio. Por docenas de car­ tas de los parientes expulsados, averiguaron que los conquistadores ale­ manes y sus secuaces no habían dejado siquiera una hora de tiempo para desalojar las propiedades y que sólo se había autorizado a llevar una male­ ta por persona con objetos personales y 30 marcos. Cuando decenas de miles de polacos, identificados con señales difa­ matorias, fueron trasladados como trabajadores esclavos al interior de Alemania, sucedió, como era de esperar, que en los pueblos campesinos y en las ciudades hubo hombres polacos que se relacionaron con mucha­ chas alemanas. A los polacos se les ahorcaba, de acuerdo con un decreto de Himmler, mientras que las muchachas alemanas eran recluidas en el campo de concentración para mujeres de Ravensbrück y se les propina­ ba tres veces, una detrás de la otra, 25 bastonazos en el trasero desnudo; todo ello después de que en numerosos casos hubieran sido denigradas «espontáneamente» por la población, por iniciativa de miembros del Partido, cortándoles el pelo y llevándolas así por las calles de las ciudades o de los pueblos donde se habían desarrollado los hechos. En el año 1941 comenzó en Buchenwald, de repente, una campaña de investiga­ ción contra los polacos, que tenía por objeto el descubrimiento de estos «crímenes raciales», y en la que desempeñaron un gran papel las denun­ cias de fuera y de dentro del campo. A algunos polacos se les coaccionó para que hicieran el trabajo de verdugos contra sus compatriotas. Los «verdugos polacos» fueron utilizados después para los mismos fines, y teniendo como centro de acción Buchenwald, en un gran sector de

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Turingia. Con un cadalso de dos brazos en el que a cada lado se podía ahorcar a tres personas, vagaban por las ciudades y los pueblos de la pro­ vincia, acompañados de la SS, para efectuar las ejecuciones públicamen­ te y atemorizar así a los trabajadores procedentes del Este. Si en los alre­ dedores próximos o lejanos del campo los trabajadores polacos cometían algún hecho violento, se conducía inmediatamente a un número de sus paisanos -hasta treinta—del campo al lugar de la falta, para ahorcarlos allí como «ejemplo intimidatorio». Como los jóvenes polacos que hacían de verdugos forzosos estaban sometidos al más estric­ to deber de guardar silencio y como además no conocían, en absoluto, los alrededores del campo de concentración, no fue posible -aunque yo, por ejemplo, estuve trabajando meses en la sastrería de prisioneros de Buchenwald, muy cerca de uno de estos polacos- enterarse de datos seguros sobre los nombres de las ciudades y lugares donde se realizaron las ejecuciones.

La liquidación de prisioneros de guerra rusos A finales del verano de 1941, comenzaron en todos los grandes campos de concentración de Alemania los fusilamientos en masa de determina­ dos prisioneros de guerra rusos. Las primeras ejecuciones tenían lugar en Buchenwald, antes de que se crease el «comando 99», en un campo de tiro al lado del campo, en el terreno de la Deutsche Ausrüstungs-Werke, inmediatamente detrás de la sastrería de prisioneros. A fin de contrarres­ tar el ruido de los disparos, todo el campo tenía que presentarse en el patio de revista -a menudo, en plena hora de trabajo-y cantar canciones. La segunda vez ya sabían todos de lo que se trataba, pues una hora más tarde los cadáveres eran conducidos al crematorio. Pocas semanas des­ pués, se prescindió de este camuflaje, un tanto ridículo; todo ello hasta que el establo estuvo bien instalado. No había ninguna posibilidad de salvación para las víctimas, pues en el momento de su ingreso eran sometidas por el Departamento Político

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al «tratamiento especial», sin que tuviesen oportunidad de entrar en con­ tacto con los prisioneros del campo. Las ejecuciones tenían lugar de día y de noche. El número total fue, en Buchenwald, por lo menos de 7.000; probablemente más. Cálculos fundamentados señalan 9.500. Como des­ pués de cada liquidación los camiones conducían a las víctimas del esta­ blo al crematorio del campo, era posible hacer un cálculo aproximado. En los campos de Sachsenhausen y Dachau, el número de liquidados debió de ser de 10.000 en cada uno. La selección se hacía según las directrices del RSHA. Se destinaba a la liquidación, sobre todo, a oficiales, a dirigentes de la Agrupación Juvenil Comunista de la Unión Soviética y a personalidades rusas del Partido Comunista. Para este fin, había confidentes de la Gestapo en todos los Stalags (campos base de prisioneros de guerra) y en todos los campos de concentración donde ingresaban prisioneros de guerra. En Buchenwald se ocupaba de este triste trabajo un antiguo general, al parecer zarista, lla­ mado Kushmir-Kushnarev, del que tendremos que ocuparnos más ade­ lante respecto de otro asunto. En mis manos se encuentra el acta -califi­ cada de «asunto secreto del Reich»- de una conferencia pronunciada por dos funcionarios de Weimar, de la Gestapo, ante un grupo selecto, sobre su actividad como confidentes en el distrito del Stalag IV E Dresde, Altenburg, Halle, Lützen, Merseburg, Naundorf y Weissenfels. El acta se encontró entre los bienes sucesorios del juez del distrito de Weimar; posi­ blemente sea el único ejemplar que se ha conservado. Desgraciadamente no contiene el nombre del conferenciante; su cómplice se llamaba Pause. Los dos sujetos recalcan expresamente que las directrices y órdenes, según las cuales actuaron, habían sido establecidas «de acuerdo con el Alto Mando del ejército». En la introducción se dice: La captura hasta ahora de dos millones y medio de soldados de la Rusia soviética y el cuidado de ellos, así como su utilización para el trabajo en el territorio del Reich, ha colocado al Estado y al ejército alemán ante nuevas tareas. Por lo que se puede deducir de las órdenes y directrices dictadas

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hasta el presente, vamos a aprovechar para una actividad de colonización alemana una gran parte del territorio que hemos conquistado hasta ahora. Es obvio que necesitamos hombres para el territorio conquistado que, pri­ mero, sean aptos para realizar la reconstrucción, y segundo, puedan volver a poner en funcionamiento la maquinaria de producción y las fincas agríco­ las. Actualmente no disponemos aún de un excedente de ciudadanos ale­ manes que se pueda encargar de estas tareas. Nos vemos por ello obligados a acudir al hombre ruso. Pero es evidente que no todo ruso soviético puede considerarse apto para este trabajo: el ruso ha sido educado y fanatizado sis­ temáticamente, desde principios de los años 20 hasta ahora, en la ideología bolchevique. Es preciso, por tanto, buscar y apartar a aquellos elementos indeseables que se encuentran entre los prisioneros de guerra que van a ser destinados al territorio ocupado. Han de ser considerados elementos políti­ camente indeseables, sobre todo, los funcionarios importantes del Estado y del Partido, los revolucionarios de profesión y los funcionarios del Komintem, todos los funcionarios del Partido Comunista y de la Unión Soviética y de sus organizaciones auxiliares con influencia en los comités centrales, en los comités de distrito y en los comités de antiguos comisarios políticos del Ejército Rojo; las personalidades dirigentes de las instancias centrales y medias en las autoridades estatales, las personalidades dirigentes de la vida económica, la intetigentsia de la Rusia soviética, todos los judíos, y todas las personas de las que se compruebe que son agitadores y comunistas fanáti­ cos. Hay que poner además a buen recaudo a todos aquellos que puedan ser utilizados para dar por terminadas averiguaciones de cualquier clase o que sirvan para aclarar cuestiones de interés general.

A fin de realizar sus tareas rápidamente, el RSHA creó los llamados «comandos de intervención», de acuerdo con el Alto Mando del ejército y a través de los inspectores de la Policía de Seguridad y del Servicio de Seguridad, en casi todas las centrales de la Policía del Estado. Cuál fue la actuación de estos comandos se deduce de uno solo de los párrafos de la conferencia:

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No hay el menor motivo para dejarse llevar por sentimentalismos o por sen­ timientos de otra clase ante los rusos. Por ello se dará parte sin demora al RSHA, de acuerdo con las directrices dictadas por él el 17 de julio de 1941, de todos aquellos rusos soviéticos que sean calificados de sospechosos por los comandos de intervención; una vez que se reciba la confirmación de eje­ cución se procederá al fusilamiento. Presupuesto para esto es que el Alto Mando del ejército dé el visto bueno y que los rusos que vayan a ser ejecuta­ dos sean entregados a la Policía de Seguridad. Después de los acuerdos tomados entre las instancias competentes, este requisito se da en todos los casos. Una vez dictada la confirmación de ejecución, se iniciará en seguida la puesta en práctica de las medidas ordenadas. Se procurará evitar una cus­ todia de larga duración en los campos correspondientes de los rusos soviéti­ cos afectados. La ejecución no debe efectuarse ni en el campo ni en sus pro­ ximidades inmediatas; no deben tampoco admitirse espectadores. De acuerdo con las disposiciones dictadas por el inspector de Dresde, todos aquellos rusos soviéticos de los que se averigüe que son elementos con ante­ cedentes dudosos, serán llevados lo más rápidamente posible a un campo de concentración, donde se procederá a su ejecución.

Los prisioneros de guerra rusos tenían que soportar desde el momento de su captura toda una cadena de selecciones. El primer control se efectúa en los Stalags del frente, donde se realiza un análisis y una selección en todos los sentidos. En el primer campo del inte­ rior, y en los siguientes por los que pase el prisionero, prestan este servicio las correspondientes cuadrillas de trabajo. Naturalmente, en esta etapa de control de los rusos soviéticos, la mayoría de los elementos sospechosos ya han sido apartados. El Alto Mando del ejército acaba de dictar en los últi­ mos días disposiciones detalladas, que han sido dirigidas a los departamen­ tos del Estado interesados en esta cuestión, sobre el trato que se ha de dar a los prisioneros de guerra rusos en todos los campos de prisioneros de gue­ rra. Se subraya la importancia del control político y de otros controles, par­ tiendo de la idea de que los prisioneros rusos no pueden ser considerados

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prisioneros de guerra en el sentido corriente, sino que, como indicaba el Führer en su último discurso de apertura de la Operación de Socorro del invierno 1941-42 para los combatientes, en el ruso tenemos a un enemigo que se compone únicamente de animales y bestias. Es así como han de ser tratados.

Siguiendo estas instrucciones, en cuatro semanas, los dos agentes de la Gestapo que se presentaron a los rusos como delegados económicos para las cuadrillas de trabajo que destacaban por su excelencia, calificaron -entre 1.650 prisioneros de guerra- de «personas de confianza» a 3 «comisarios políticos, 5 elementos indeseables, 5 personas civiles, 3 asiáti­ cos, 7 miembros de pueblos turcos, 3 oficiales y 24 prisioneros no sospe­ chosos». La liquidación en masa de prisioneros de guerra rusos descendió pau­ latinamente -a consecuencia, sin duda, de complicaciones internaciona­ les- en 1943 y concluyó a principios de 1944. En el período de tiempo siguiente tuvieron lugar, sin embargo, de cuando en cuando, fusilamien­ tos de rusos aislados o de grupos reducidos. Independientemente de estas medidas, ingresaron en los campos de concentración, a miles, otros prisioneros de guerra rusos. A mediados de 1941, llegaron los primeros 3.000 a Buchenwald. Todo el campo estaba pendien­ te de cómo se comportaría la SS después de los infundios que había lanza­ do contra ellos. Casi toda la plana mayor de la comandancia, con el enton­ ces jefe del campo Plaul a la cabeza, esperaba en la entrada del campo. Cuando entraron los rusos todo fueron insultos y denuestos; las personas que iban entrando se hallaban en un estado más que lamentable. Llegaban a su lugar de destino, después de una marcha que había durado meses, de muchos cientos de kilómetros, y durante la que sólo habían recibido un mínimo de comida, completamente agotados, andrajosos y deshechos. Parecían náufragos cuando entraban tambaleándose por el portalón del campo; después de la ducha eran esqueletos que andaban. La intención de la SS y del ejército era hacer creer que los rusos venían ya de su patria mal alimentados y miserablemente vestidos; éste era el fin que se perseguía, de

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cara a la población, con la marcha de semanas a través de Alemania. En el campo de concentración los efectos fueron contraproducentes. Inmediata­ mente se produjo una acción espontánea de solidaridad de una envergadu­ ra que el campo no había conocido hasta entonces. Todo el que tuvo tiem­ po y posibilidad corrió a su bloque con comida y cigarrillos; muchos entregaron su último pedazo de pan. Cuando la dirección de la SS del campo tuvo noticia de ello, destituyó inmediatamente a tres conocidos comunistas decanos de bloque: Kurt Wabbel, Kurt Leonhardt y Josef Schuhbauer, que recibieron 25 bastonazos a manos de Sommer, y a los que mandaron después a trabajar a la cantera. Todo el campo fue castigado con un día de ayuno por esta manifestación de solidaridad. «Si alguno de los alemanes vuelve a dar a estos perros cochinos del Este...»: así vociferaba el entonces primer jefe de campo, jefe de batallón de la SS Schobert, a través del micrófono. Desde luego que, a pesar de todo, se siguió ayudando a los rusos, pero ahora ya en secreto. En los meses de marzo ajunio de 1942 ingresaron más de 6.000 rusos, en parte prisioneros de guerra y en parte secuestrados. La mayoría se encontraba también en un estado de completo agotamiento. Los prisio­ neros de guerra eran aislados del resto del campo por una alambrada de espino; la parte separada recibía el nombre de «campo de prisioneros de guerra». Esta designación era la única diferencia que tenía con el campo de concentración propiamente dicho. Uno se sentía impulsado a recor­ dar una representación teatral en la época de Shakespeare: a los especta­ dores se les muestra una tabla, con la inscripción «castillo», siendo asunto de su fantasía imaginarse apropiadamente el contenido del escenario vacío. En febrero de 1942, la gran masa de prisioneros fue enviada a Sachsenhausen, donde perecieron unos 4.200. A finales de 1942, quedaban en Buchenwald todavía unos 1.200 prisioneros de guerra rusos que paula­ tinamente se fueron reduciendo a 800 a consecuencia de ejecuciones, enfermedades y subalimentación. Estos 800 pudieron después afianzarse bien en el campo, desempeñando, sin que la SS lo supiese y contra su voluntad, un importante papel. Si todo hubiera dependido de las intenciones del nacionalsocialismo,

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ningún ruso habría salido con vida del período de cautiverio de guerra o de campo de concentración. «Hemos podido apreciar con nuestros pro­ pios ojos -se dice en la conferencia citada- que los rusos devoran en los campos hojas de remolacha, patatas y nabos crudos, gusanos y ratones. Según lo que nos relataban las tropas de vigilancia del aeródromo de Klausa, cerca de Altenburg, los prisioneros buscaban en los montones de basu­ ra restos de comida que después engullían.» ¿Solamente por gusto o por­ que se les hacía pasar un hambre espantosa? El confidente de la Gestapo da, impertinentemente, la respuesta: «La alimentación de los prisioneros rusos es peor que la de los demás presos. El motivo de ello es que Rusia no se ha adherido a la Convención de Ginebra sobre el trato a prisioneros de guerra y que, por consiguiente, no existe ningún motivo por el que tenga­ mos que tratar a los rusos de acuerdo con el Derecho internacional. No sabemos cómo los rusos tratan a nuestros prisioneros, pero es de suponer, por lo que se infiere de los informes de que disponemos hasta ahora, que sólo muy pocos saldrán con vida». Es de suponer..., la «suposición» basta­ ba para asesinar o hacer perecer a cientos de miles de personas de un pue­ blo extranjero, con lo que se exponía a medidas de represalia a los propios nacionales que habían caído en manos del enemigo.”

Transportes NN Además de contra los prisioneros de guerra rusos, hubo otras instrucciones centrales de la SS dirigidas contra holandeses y contra franceses. Estas ins­ trucciones se refieren a los llamados transportes NN. La SS tenía una mane­ ra inefable de etiquetar románticamente la muerte que imponía a los otros. «Operación espuma del mar» y «operación viento de primavera»; así se lla­ maban, por ejemplo, las batidas que la SS dispuso en Francia, para llevar secuestradas a sus víctimas a los campos de concentración alemanes. En ' En el original alemán, el autor se disculpa por tener que reproducir el lamenta­ ble alemán en que se pronunció la conferencia.

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verano de 1943, en la estación de Weimar, cientos de franceses -muchos de ellos muertos-, en parte completamente desnudos y en parte apenas vesti­ dos, fueron descargados de los vagones en los que habían sido encerrados en Compiégne; de Weimar los arrastraron hasta Buchenwald. Entre ellos había altos funcionarios del Estado, catedráticos de Universidad, oficiales -sobre todo, oficiales de la Policía francesa- e ingenieros. Pronto se propagó en el campo, procedente del Departamento Políti­ co, la expresión «transportes NN». Al principio se creyó que se trataba de una medida especial contra los holandeses (Niederlánder). Pero no tardó en conocerse el verdadero significado: los «transportes al amparo de la noche y de la niebla (Nacht- und Nebeltransporte)» comprendían holandeses, franceses y belgas; una parte de ellos era objeto de experi­ mentos especiales en otros campos de concentración, sobre todo en el tristemente célebre de Natzweiler, después de haber sido sometidos a un «reconocimiento biológico-racial». Los transportes NN eran una pura medida intimidante; sus víctimas se veían privadas de todo contacto con su patria. No obstante, los 150 rehenes holandeses de todas las tendencias que ingresaron en Buchenwald en febrero de 1941 tuvieron un trato pre­ ferente y fueron puestos en libertad después de un período de tiempo relativamente corto. Por el contrario, entre los 300 holandeses, más o menos, que ingresaron en abril de 1942 se encontraba un importante número de comunistas, de los que se seleccionaron 85 que pocos días después fueron trasladados al campo de concentración de Gross-Rosen para ser liquidados en su totalidad. Los prisioneros destinados a los transportes NN no podían escribir a sus parientes. La suerte que corrieron en el campo de Natzweiler fue, como paulatinamente se fue conociendo, bastante diversa. Para dar una idea de las condiciones generales que encontraron en Natzweiler, insertamos un informe del prisionero político Roben Leibbrand, de Stuttgart, que se apoya en datos de los enfermeros de la enfermería de Natzweiler. Veinte de ellos habían sido trasladados allí desde Dachau; ¡sólo tres abandonaron el campo de Natzweiler con vida! Con un clima extremadamente inhospitalario, 900 prisioneros, bajo la

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fusta de brutales prisioneros BV, que tenían a su cargo casi todas las funcio­ nes, tuvieron que erigir en un año el campo en forma de terraza en una pendiente de los Vosgos. El comandante era el jefe de batallón de la SS Zill, de Plauen; el primer jefe de campo, el jefe principal de asalto de la SS Kramer, de Augsburgo; el primer médico de campo, el doctor Eisele, traslada­ do allí desde Buchenwald -su sucesor fue el no menos famoso jefe superior de asalto de la SS Blanke- De los 900 prisioneros iniciales murieron 330; otros 300 tuvieron que ser trasladados a Dachau por invalidez. La cuadrilla de trabajo más temida era la cantera de Natzweiler. De los ocupantes del campo sólo había unos 100 que fuesen verdaderamente aptos para el traba­ jo, pero éstos formaban la masa dirigente de prisioneros verdes del campo ¡que no trabajaba! Como, sin embargo, la cuadrilla de la cantera debía tener, por lo menos, 200 hombres, muchos que ni siquiera podían andar eran llevados al lugar de trabajo en carretas. El 60 % de los prisioneros pesaba menos de 50 kilos. El hambre era tan enorme que a los más débiles los mataban a golpes compañeros de cautiverio desnaturalizados, que que­ rían apoderarse de la mezquina ración diaria de comida de los muertos. Sólo en una noche ingresaron en la enfermería nada menos que treinta hombres que habían muerto a golpes. El trato en el hospital de prisioneros supera todo lo que uno pueda imaginarse. El kapo era un prisionero BV; éste, junto con el decano del campo I Rosch, y los prisioneros BV Káserberg, Hósel y Liese, así como el kapo de cocinas Pollmann, un homosexual repugnante, tienen numerosos asesinatos sobre su conciencia. El 8 de julio de 1942, uno de los enfermeros fue testigo de la siguiente escena: «En el pasillo de la enfermería había seis cajas, una encima de la otra, hechas de tablones, que servían de ataúdes. De las rendijas goteaba sangre. De pronto, se oyeron unos golpes en el ataúd de más abajo. Una voz débil susurró: “¡Abrid! ¡Abrid! Vivo todavía...”. Los prisioneros verdes sacaron el ataúd y lo abrieron. Un prisionero, tendidó al lado de un muerto, con los miembros destrozados y la cabeza herida, nos miraba. Quise intervenir para liberarle de su terrible situación, pero los BV me apartaron de un empujón. Unos golpes sordos volvieron a clavar el ataúd para mandarlo al crematorio».

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A este ambiente llegaban los prisioneros NN. Ya durante su admisión en el Departamento Político recibían paliza tras paliza. Los que estaban en funciones recibían las órdenes más estrictas para que a los recién llega­ dos se les asignasen los trabajos más duros al aire libre. En un espacio de seis días, veinte de ellos fueron obligados a traspasar la línea de centinelas y «muertos de un disparo». Durante los trabajos en la pendiente del monte, bastaba un empujón brusco de uno de los de la SS o de uno de los verdes para que el prisionero cayese fuera de la línea de centinelas. Por cada tino que derribaban, los centinelas de la SS recibían de premio, tam­ bién allí, tres días de permiso y un suplemento de víveres y de tabaco. Des­ tacaron especialmente el miembro de la SS van der Mühlen, colocado allí únicamente para disparar, y un miembro alsaciano llamado Fuchs. El que más tarde fue médico de campo, jefe principal de asalto de la SS Schie­ dlausky y, a partir del otoño de 1943, médico de campo de Buchenwald, prohibió a los prisioneros que hacían de enfermeros tratar a los heridos graves en la enfermería. Por la noche, en circunstancias difíciles, los enfermeros políticos ayudaban, a pesar de ello, a sus camaradas NN. También en el campo de concentración de Natzweiler se produjeron en algunos sectores ciertos cambios, debidos, en parte, a que se fue des­ plazando a los prisioneros BV, y en parte, al cansancio y a la corrupción de la SS; por ello, y aunque siguieron muriendo muchos, el trato poste­ rior de los prisioneros NN, que habían llegado procedentes de los más diversos campos, no fue tan desastroso. Los experimentos con gas de combate planeados originariamente parece ser que dejaron de efectuar­ se con ellos. De todas formas, muy pocos logaron salir con vida de los transportes. Dentro de este orden de consideraciones se puede decir algo del desti­ no de los luxemburgueses, contra los que también se dirigieron medidas especiales nacionalsocialistas. Se trataba principalmente de jóvenes poli­ cías. Algunos centenares fueron arrestados por la Gestapo y llevados a dis­ tintos lugares de Alemania, para después ingresar en campos de concen­ tración en grupos de 30 a 60 hombres. La mayoría de los prisioneros políticos de Luxemburgo empezaron a llegar al campo especial de la SS

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de Hinzert, en las proximidades de Tréveris, a partir del verano de 1940; este campo había sido en un principio uno de los llamados campos de educación para el trabajo de «holgazanes», que tenían que sufrir allí un arresto limitado con un máximo de ocho semanas. Hinzert tenía siempre un número de prisioneros que oscilaba entre los 600 y los 800, con lo que se posibilitaba a la SS ejercer un control rigu­ roso. El comandante era un tal Sporenberg, que siempre estaba azuzan­ do a los de la SS contra los prisioneros. A su lado se hallaba el decano del campo, un suizo llamado Eugen Wipf, que golpeó a muchos prisioneros hasta matarlos o dejarlos lisiados. Las cuadrillas de trabajo eran, sin excepción, muy duras y casi todas se hallaban fuera del campo. Puede tomarse como ejemplo la cuadrilla Pleurig: los prisioneros tenían que ir corriendo a paso ligero hasta la estación de Rheinsfeld, a cuatro kilóme­ tros de distancia; desde allí iban en ferrocarril a Pleurig, y desde Pleurig a pie, y casi siempre cuesta arriba, a Pellingen. El trabajo era durísimo; con­ sistía en obras de terraplén y la SS vigilaba con todo rigor que no hubiese la más pequeña pausa en el trabajo. De alimentación recibían los prisio­ neros un pedazo de pan por la mañana y al mediodía una sopa de trigo triturado y de hojas de nabos. Parecido era el panorama en las cuadrillas de Thalfang y de Nonnweiler. Todas las tardes las cuadrillas regresaban tirando de un pequeño carro, en el que venían los camaradas que se ha­ bían desplomado; ante la barraca que hacía de enfermería, un jefe de bloque volcaba el carro y los enfermos caían al suelo. El «médico de la enfermería» era un jefe superior de tropa de la SS llamado Brendel, cuya verdadera profesión era la de albañil. Era un borracho notorio. El trata­ miento de los enfermos consistía frecuentemente en bastonazos o en gol­ pes con un atizador de chimenea sobre el cuerpo desnudo. No conozco el número total de víctimas mortales de los prisioneros luxemburgueses en el campo especial de Hinzert. Terminemos indican­ do que los franceses que ingresaban en este campo eran marcados con dos grandes letras; HN, nación de perros (Hundenation).

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Ejecución de paracaidistas aliados y agentes secretos El departamento de la Gestapo en París entregó en 1944 a los campos de concentración un determinado número de miembros de los servicios secretos aliados; de ellos, 43 -de nacionalidad francesa e inglesa- ingresa­ ron en Buchenwald. Llegaron el 17 de agosto y fueron alojados en el blo­ que de ingreso número 17. Su historia era rica en acontecimientos apasionantes, típicos en todo momento del servicio secreto y, en especial, en tiempos como los que entonces vivíamos; estos acontecimientos iban desde experiencias con el «maquis» francés hasta combates directos contra agentes de la Gestapo. En el campo de concentración de Buchenwald encontró un trágico final su vida aventurera. El 9 de septiembre, dieciséis de ellos fueron convocados de pronto al portalón, sin que en el campo nadie lo supiese antes, y ahorcados inme­ diatamente en el crematorio. Después de esto se intentó salvar al mayor número posible. El hospital de prisioneros no podía hacerse cargo del asunto, pues el médico del campo, Schiedlausky, no colaboraba con los prisioneros —a diferencia de su antecesor, el doctor Hoven- y, además, porque la SS estaba muy pendiente de este grupo. Algunos, como el mayor inglés Southgate, fueron admitidos, de todas formas, como enfer­ mos, a pesar de que en su caso esta circunstancia no podía ofrecer una seguridad verdadera. La salvación sólo era posible si se conseguía que muriesen formalmente, cambiando su nombre y su número por el de personas que realmente hubieran fallecido. Junto con mi amigo Heinz Baumeister, de Dortmund, que trabajaba conmigo en el bloque 50, me declaré dispuesto a llevar a cabo la transacción a través del bloque 46, a pesar de hallarme enemistado con el kapo de allí. A mi favor tenía que el jefe de batallón, doctor Ding-Schuler, estaba en mis manos, como más adelante detallaremos. Desde luego que sólo se podía intentar salvar a un número limitado de los que estaban en peligro. Fue un momento trágico cuando el jefe de escuadrón Dodkin, de la Royal Air Forcé, su jefe, tuvo que llevar a cabo una selección, de acuerdo con determinados criterios,

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mientras lo acuciaban sus camaradas, que querían destacar su propia importancia y por qué debían figurar a la cabeza de la lista. Los ingleses y los franceses dieron pruebas de un espíritu magnífico. Sólo pudieron sal­ varse tres de ellos: además de Dodkin, el capitán inglés Peuleve y el teniente Stéphane Hessel, del servicio secreto del general De Gaulle. En circunstancias dramáticas, se consiguió obtener la autorización del jefe de batallón de la SS doctor Ding-Schuler para la operación de salva­ mento. Produjimos en el bloque 17, proforma, una supuesta epidemia de fiebre tifoidea, y aislamos a los tres oficiales citados, procurando que no se supiese en el campo, ni siquiera en el bloque 50; en el bloque 46 Baumeister puso al tanto a su kapo Dietzsch en lo que fue necesario. «Desgra­ ciadamente», no había en aquel momento verdaderos enfermos de tifus que hubieran muerto y pudieran servir para el cambio. No podíamos tomar prisioneros BV sometidos a las series de experimentos de fiebres tifoideas; en primer lugar, por una cuestión de principios y, además, por el nuevo peligro al que habrían estado expuestos los salvados por el color verde de su triángulo; por último, porque sólo Stéphane Hessel sabía hablar alemán. A causa de esta dificultad con el idioma sólo los franceses podían entrar en consideración, pues tanto Dodkin como Peuleve habla­ ban el francés perfectamente. Pero ¿de dónde sacar franceses moribundos enfermos de tifus? El 5 de octubre convocaron a otros veintiún hombres del grupo, entre ellos Peuleve; de ellos, veinte fueron ejecutados. Aquel día la SS fue dos veces al bloque 46 para llevarse a Peuleve, de quien se le había dicho al jefe de partes que estaba enfermo. Una de las veces, Dietzsch, intenciona­ damente, no estaba presente, pues había sido avisado por nuestro servicio de noticias, que funcionaba a la perfección, y los de la SS no se atrevieron a entrar en el bloque a causa del supuesto peligro de contagio. La segun­ da vez, Dietzsch se negó a entregar a Peuleve aludiendo al doctor DingSchuler, sin cuyo permiso nadie podía entrar en el bloque 46. Mientras tanto, Heinz Baumeister y yo, después de haber administrado a Peuleve una inyección de leche para provocarle fiebre alta, habíamos hecho tan­ tos progresos con el doctor Ding-Schuler que éste estuvo nada menos que

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tres veces con el comandante para convencerle de que un enfermo con 41 grados de fiebre no podía ser ejecutado (el jefe superior de la SS, Pister, respondió: «Se le podría matar en la camilla de un tiro de revólver»), y después, para conseguir que, «con el fin de evitar llamar la atención en el campo», le fuese encargada a él, al jefe del bloque 46, la ejecución, una idea que Pister rechazó; la tercera vez -Baumeister no creía posible seguir utilizando aljefe de batallón de las Armas de la SS de un modo tan exage­ rado contra el comandante del campo-, para, en un último intento, con­ fiar la ejecución por medio de inyecciones al médico de campo, doctor Schiedlausky. Para todos los participantes era un juego peligroso e inse­ guro que había que intentar. Pister aprobó, finalmente, la última pro­ puesta sin llegar a desconfiar; enviamos a Ding-Schuler a hablar con Schiedlausky; de este último sabíamos que, desde que estaba en Buchen­ wald, había abandonado sus antiguas costumbres de otros campos y que personalmente no encontraba ningún placer en «rociar» personalmente. Ding-Schuler pudo convencerle, por ello, de que desplazase el asunto al jefe principal de tropa Wilhelm, al que conocíamos lo suficiente para saber que podíamos utilizarle, sin que él lo supiese, como instrumento. Estaba atardeciendo. Dietzsch preparó para Wilhelm una espléndida cena regada con licores; las noticias sobre cada una de las etapas del pro­ ceso debían llegar con toda exactitud y nadie, aparte de los cinco conjura­ dos, debía sospechar nada del asunto. Cuando el jefe principal de tropa estuvo lo suficientemente aletargado, Dietzsch le mostró un paciente moribundo, afirmando que ése era el delincuente y que como evidente­ mente iba a morir de un momento a otro, no valía la pena desperdiciar una inyección con él. Wilhelm acabó por irse y dio parte de la ejecución al médico del campo. Durante todo este tiempo, el capitán Peuleve estuvo escondido con sus compañeros en una habitación lateral del bloque 46, aguardando en cada momento la ejecución. A fin de evitar por anticipado toda desconfianza por parte de la central de la Gestapo, que había dado la orden de ejecución, teníamos que impe­ dir que se diese un parte especial sobre la ejecución de la orden contra Peu-

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leve, pues temíamos que algún miembro avispado del SD pudiese conocer de otros campos la práctica -aunque no fuese corriente—de cambiar vivos por muertos y recelar del parte de ejecución de un servicio de aislamiento. Bastaría entonces una revista de todos los convalecientes dados de alta en el bloque 46 durante el período de tiempo en cuestión para encontrar a la persona que había sida cambiada. (Pensé por ello, en algún momento, en efectuar un segundo cambio de documentos de identidad.) Pudimos, sin embargo, conseguir un parte conjunto de la ejecución, mandando al jefe de batallón doctor Ding-Schuler al comandante, quien envió por teletipo a Berlín un parte único de los veintiún delincuentes. Precisamente en estos días, «como caído del cielo», llegó a Buchen­ wald, desde Colonia, un transporte en cuyas filas se encontraban docenas de franceses enfermos de fiebres tifoideas. Casi inmediatamente murió el primero. ¿Podían acoplarse su edad, sus características personales y su origen a Peuleve? Sólo en parte. La transacción se verificó con toda rapi­ dez. Peuleve se llamó desde entonces Marcel Seigneur. Pero ya había transcurrido una semana y había motivos para temer que en cualquier momento podía llegar la orden de ejecución contra los otros dos. Tortuosos días de espera sobre si y cuándo morirían nuevos pacientes. A todo esto, Baumeister y yo teníamos que vigilar con el mayor rigor que ni Ding-Schuler ni Dietzsch tuviesen la ocurrencia de ayudar con veneno a que muriese alguno! Por fin se consiguió el cambio de Dodkin y de Hessel. Nos ocupamos -¡qué sencillo suena esto hoy!- de obtener en el Departamento Político los documentos de identidad de los fallecidos, a pesar de que ningún preso, exceptuando al kapo, tenía posibilidades de acceso a los expedientes. Nos ocupamos también de una «autopsia en regla» de los formalmente muertos, que se encargó de verificar el padre Joseph Thyl, e incluso mandamos preparados patológi­ cos de fiebres tifoideas de los cadáveres de los que en realidad vivían al Instituto de Higiene de las Armas de la SS en Berlín. Durante dos sema­ nas tuve sobre la mesa los recipientes de vidrio con la inscripción: «Dod­ kin, núm. 10.844, preparados: bazo, hígado, corazón, cerebro -fiebre tifoidea-». Después procedimos a trasladar clandestinamente a los ofi­

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cíales, en calidad de especialistas, a cuadrillas exteriores, pues eran cono­ cidos en el campo; así se convirtieron en un carpintero, un policía y un estudiante. ¡Lo que no habremos inventado para dar gato por liebre en el despacho, en la estadística de trabajo y en la cámara de efectos, para suprimir obstáculos y para desembarazarnos de posibles enemigos! Para transmitir al lector interesado una idea de la atmósfera en la que se des­ arrolló la operación, reproduzco algunos párrafos de comunicaciones que llegaron a pasarse clandestinamente -no era posible mantener un contacto regular y abierto-, en las críticas semanas de octubre de 1944, entre el bloque 46 y el bloque 50. He podido conservar parte de las noti­ cias, garabateadas en hojas sueltas y redactadas en inglés, francés o ale­ mán. El 6 de octubre, el día en que la SS había ido dos veces a buscar al capi­ tán Peuleve para ejecutarle, nos escribían a las 14,30 los oficiales: ¡Podéis imaginaros lo que sentimos! D. [Dietzsch] opinaba esta mañana que lo mejor sería infectamos inmediatamente de fiebres tifoideas para que estuviésemos realmente enfermos en caso de que nos llamasen. Después nos propuso cambiamos por dos franceses, que, según nos comunicó, están muriéndose aquí. La propuesta no se refería a P. ¿No se podría utilizar con él alguno de estos dos métodos para que estuviese bien seguro? El primero me parece el mejor. ¡Si pudiésemos hablar por lo menos cinco minutos contigo! Nos ayuda­ ría mucho poder ver la situación con más claridad y evitar errores tácticos con D. [A los tres les faltaba experiencia de campo y conocimientos perso­ nales, lo que dificultaba las cosas tremendamente, pues el más pequeño paso en falso podía significar el fin inmediato de todos nosotros.] ¿Qué sabéis de nuestros camaradas? ¿Significa la llamada de los que han ido al transporte que han sido también ejecutados? Es horroroso todo cuan­ to aquí sucede... Vuestro espíritu de lucha y vuestra tenacidad son admira­ bles; ¡tú bien sabes lo que significan para nosotros! St é ph a n e

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Quisiera agradeceros de todo corazón lo que estáis haciendo por nosotros. Si a pesar de todo tengo que partir, no será porque no hayáis hecho todo lo posible para salvarme. Con todo mi agradecimiento, vuestro H. P. ¡Cómo desearía Stéphane poder charlar contigo aunque fuese un par de minutos! Algunos puntos importantes deberíamos verlos con más claridad; y ello no es posible de esta manera. Muchas, muchas gracias por todos vues­ tros esfuerzos. No tiene sentido que empiece a deciros lo agradecidos que os estamos. D. [Dodkin]

Al día siguiente habíamos cambiado a Peuleve. Querimos amigos: No confío en encontrar las palabras apropiadas para deciros lo agradecido que os estoy por este magnífico servicio... Sólo deseo que llegue el día en que, por lo menos, os pueda pagar una muy pequeña parte de todo lo que os debo. Siempre vuestro, M a r c e l S e ig n e u r

El IB de octubre, escribía Hessel: D. ha muerto hoy, lo que para todos nosotros ha sido un alivio. A mí me tocará el tumo el lunes próximo si todo va bien. Sin embargo, para el caso de que llegara antes la orden de ejecución (las cosas se desarrollan con tal velocidad que debemos estar preparados todos los días), me pregunto si no sería razonable preparar una huida para mí que pudiese efectuarse en el momento en que llegase la orden de ejecución. Una solución así, que natu­ ralmente es mucho menos fácil, sería, de todas formas, más segura para todos nosotros, pues entonces no habría necesidad de dos casos iguales de muerte repentina antes de la ejecución y, además, en circunstancias tan sos­

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pechosas. Desde luego, dejo por completo a vuestro arbitrio tomar una decisión. Indicadme, por favor, lo que debo hacer. Me abandono con toda confianza en vuestras manos. St é p h a n e

Dos días más tarde: Como probablemente seremos transportados próximamente, tendríamos que saber urgentemente una serie de detalles sobre nuestra nueva existen­ cia. ¿Podríais averiguárnoslos? [La petición se cruzó con una comunicación nuestra, en la que se daban los datos que habíamos averiguado.] Los nom­ bres son, por consiguiente: Marcel Seigneur, número 76.635, y Maurice Chouquet, núm. 81.642. Tenemos que saber: ¿De dónde procedían? ¿Dónde han vivido? ¿En qué se ocupaban antes de venir a Buchenwald? ¿Ingresaron con un grupo pequeño o con uno grande? ¿Qué trabajo hacían en el anterior lugar de cautiverio? ¿Dónde y cuándo fueron detenidos? ¿Por qué? ¿Profesión, religión, lugar y fecha de nacimiento? Todo lo que se pueda averiguar sobre su vida pública y privada sería de gran valor para nos­ otros. Yo continúo esperando a ver qué es lo que sucederá conmigo. [Como no había ningún francés fallecido de muerte natural que viniera a propósi­ to, y como no permitíamos, de acuerdo con Hessel, que se matase a nadie para el cambio, transcurrieron muchos días angustiosos, mientras íbamos pensando en planes para su salvación.] Ya podéis imaginaros el efecto que me produce cada llamada que me hacen a través del altavoz.

Después de transcurrir otros tres días, pareció que el francés que tenía­ mos previsto para el cambio, y que estaba constantemente entre la vida y la muerte, iba a sanar. Además, el jefe de batallón, doctor Ding-Schuler, no tenía ya interés, después de los sobresaltos pasados, en seguir corrien­ do el riesgo que había echado sobre sus espaldas. Los dos ingleses salva­ dos le bastaban; Hessel, como francés, no le era tan simpático y quería excluirle. En el corto espacio de tiempo en que pude hablar con Ding-

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Schuler, sin llamar la atención del servicio de confidentes de prisioneros del bloque 50, que era sumamente desconfiado con los no comunistas por leales que éstos fueran, luché con toda tenacidad contra esta inclina­ ción de Ding-Schuler. El oficial de De Gaulle nos escribía: Parece ser que el hombre por el que me iba a cambiar se está reponiendo, gracias a Dios para él. No hay ningún otro francés moribundo. Opino, por tanto, ya que no tenemos tiempo que perder, que debo aprovechar la pri­ mera oportunidad que se presente para huir, aunque esto no parezca tan seguro ni idóneo como la solución que habéis pensado para mí reciente­ mente y que desde luego suena muy bien. [Queríamos llevar a Hessel, mediante muy arduos rodeos, al bloque 50, y tenerle escondido allí -sin que nadie lo supiese y simulando una huida que provocase la consiguiente acción de búsqueda y el consiguiente alboroto en el campo- en un lugar de la buhardilla durante todo el tiempo que durase la guerra.] Hoy es miércoles y hay muchas probabilidades de que la orden de eje­ cución llegue mañana (si no es que tenemos la «suerte» de que llegue hoy). Por favor, arregladlo todo para que pueda ser destinado a un transporte que abandone mañana el campo. [Sólo una persona con la muerte pisán­ dole los talones podía hacemos, sin tener en cuenta las enormes complica­ ciones del aparato del campo, una propuesta de este tipo a realizar en un plazo de veinticuatro horas.] Dadme también direcciones aprovechables de fuera del campo. Todo lo que además pudierais hacer por mí sería, desde luego, del mayor valor, pero aun así, temo que tendré que ser yo el que aproveche la primera oportunidad que se me presente. Sería una locura querer esperar más tiempo. Unido a vosotros de todo corazón y lleno de confianza en vosotros, S. H.

Hubo que superar la prueba de nervios; dos días más tarde moría el fran­ cés previsto para el cambio. El 21 de octubre nos podía escribir Hessel:

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Tus presentimientos no te han engañado. [Durante una visita nocturna a los tres les comuniqué que estaba seguro de que el asunto acabaría bien; Dios no abandona, les dije, a los que confían en El y, sin hacer nada malo, tienen despierto el corazón y el cerebro, para servir a un fin bueno e impor­ tante con toda su inteligencia y con la máxima disposición para arriesgar­ se.] Gracias a vuestros esfuerzos, todo se ha arreglado del mejor modo posi­ ble. Mis sentimientos son los de un hombre que se ha salvado en el último minuto. ¡Qué alivio! Y pasemos ahora al problema de nuestro transporte; Colonia nos pare­ ce muy ventajosa, porque podríamos emprender la huida desde allí -o incluso por el camino- y entrar en contacto lo más rápidamente posible con los aliados. Así podríamos acelerar también todo lo que se refiere a Buchenwald. Nuestro plan es atravesar desde allí el frente de combate. Desde Colonia serían unos 150 kilómetros; desde Hamm, si consiguiéramos evadimos en sus alrededores, sólo 90 kilómetros. Desde luego que todo el plan de evasión sería mucho más sólido y mucho mejor si tuviésemos algo de dinero, indum entaria civil y una dirección en el territorio del Ruhr o en Renania. ¿Podéis proporcionár­ noslo? Si desechamos el plan de huida, entonces creo que cualquier otro transporte sería tan bueno como el de Colonia, o incluso mejor por los bombardeos. Desde luego estamos completamente a favor de Colonia por una serie de motivos evidentes, de los que no todos son egoístas. Esperamos aún más detalles sobre Maurice Chouquet y Michel Boitel [el nuevo nombre de Hessel], ¡Dios mío, qué respiro cuando supe que no estaba casado! En la enfermería hay todavía diez miembros de la Royal Air Forcé. En caso de que alguno de ellos muriese, considerad, por favor, si hay alguna posibilidad de un nuevo cambio. Con ello seguiría abierto el camino de escribir a Inglaterra a través de la Cruz Roja, lo que también serviría para adelantar las cosas. Naturalmente, vosotros sois los que tenéis que deci­ dir. Los tres estamos ahora en excelente forma y muy optimistas después de

328 El Estado de la SS estas noticias del frente y de los discursos alemanes que son muy sintomáti­

cos de nuestra cercana victoria. Siempre vuestro,

S. H.

La operación de salvamento tuvo un buen fin. Yeo-Thomas y Peuleve viven hoy en Londres; Stéphane Hessel trabaja en la ONU en Nueva York. En la segunda mitad de octubre fue ejecutado otro miembro del grupo: un francés, padre de cuatro hijos, para el que no hubo modo de encontrar, como tampoco lo hubo para los demás, dadas las circunstan­ cias, ninguna posibilidad de salvación; especialmente si no se quería vol­ ver a poner en peligro a los que ya habían sido cambiados. Los tres hom­ bres que quedaban esperaron semana tras semana la llegada de la orden de ejecución de Berlín, que, normalmente, se recibía el miércoles y se eje­ cutaba el jueves. Afortunadamente no llegó nunca. De este modo, Southgate pudo salvar la vida; los dos supervivientes franceses fueron enviados a una cuadrilla exterior, y uno de ellos, llamado Guillot, huyó de allí a principios de abril de 1945; pero volvió a ser capturado y llevado al cala­ bozo de Buchenwald. Allí se encontraba cuando fiie liberado. ¡El 5 de abril de 1945 vino de la central de la Gestapo la orden de eje­ cución de Dodkin! El parte de su muerte de octubre de 1944 no había lle­ gado, por consiguiente, al departamento central competente. El jefe de partes apareció personalmente por la tarde en el despacho de prisioneros -nos había puesto en seguida sobre aviso nuestro hombre de confianza- y pidió información sobre todas las fichas de los ingleses que se encontra­ ban en el campo. Entre ellas estaban también las de los fallecidos. Sacó la hoja de Dodkin -en la que por cierto se había escrito incorrectamente Dodkins-, y siguió buscando hasta que encontró la ficha de un tal Perkins (un oficial inglés muy apreciado por todos, que llevaba ya un año y medio en Buchenwald y que no había pertenecido a aquel otro grupo); compa­ ró ambas fichas y, finalmente, se llevó las dos. Por todo ello, creimos que la Gestapo había descubierto de alguna manera el asunto Dodkin y que suponía que Perkins era, por cierta similitud de los nombres, el que ahora utilizaba Dodkin (s); creimos que se seguiría investigando la cues­

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tión. Perkins estaba por completo fuera de peligro, pues no sabía nada en absoluto y, realmente, no era Dodkin. Pero nos equivocábamos en nues­ tras suposiciones: lo que realmente había sucedido es que había llegado la orden de ejecución contra los dos; esto era aún más difícil de suponer, porque no sospechábamos ni remotamente que el parte de la muerte de Dodkin no hubiese llegado a Berlín o a Praga, donde entre tanto se había trasladado la central de la Gestapo. Por culpa de esta funesta confusión nadie pensó en llevar rápidamente a Perkins al hospital para «sumergir­ le» allí, lo que en aquel momento volvía a ser posible. El mismo día, ape­ nas una semana antes de la liberación del campo por los americanos, fue ejecutado. Durante varios meses de 1944, estuvieron en el campo de concentra­ ción de Buchenwald 167 pilotos anglosajones. Poco antes de Navidad fue­ ron transportados a un destino desconocido. Su jefe era el jefe de escua­ drón Lamason: un australiano que había estado siempre en estrecho contacto con Dodkin. Por qué trajeron los pilotos al campo, era algo que no sabía nadie (desde luego, tampoco ninguno de ellos). Vivieron bajo las condiciones más duras del campo pequeño.

Transportes especiales para la muerte por gas Al término de la campaña de Polonia, Hitler firmó, como es sabido, un decreto secreto, que llevaba la fecha ya pasada de 1 de septiembre de 1939, en el que se'disponía que se «otorgase una muerte clemente» a aquellos enfermos a los que se calificase médicamente de incurables. La «Cancillería del Führer» y un departamento especial en el ministerio del Interior del Reich se encargaron de su ejecución. Se temían, sin embar­ go, objeciones e intranquilidad en la población (como en efecto sucedió; Himmler decía en una carta de noviembre de 1942: «... pasarán por lo menos dos lustros hasta que hayamos podido arrancar estos prejuicios de nuestro pueblo»). Éste fue el motivo de que se diese vida, para poder exterminar la vida, a tres organizaciones destinadas a encubrir la opera­

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ción: la «Comunidad del Reich de Establecimientos de Salud y de Asisten­ cia», destinada a buscar las víctimas; la «Fundación de Interés General para la Asistencia en Hospitales», destinada a financiar los asesinatos; y la «Sociedad de Interés General para el Transporte de Enfermos, S.L.», des­ tinada al transporte de los candidatos a los lugares donde se realizaban los asesinatos. Pero el asunto no quedó en secreto; en Alemania se creó una gran inquietud cuando en 1940 fueron aniquilados sistemáticamente los ocupantes de asilos, según una selección «médica» efectuada a partir únicamente de cuestionarios. Se divulgó el temor, completamente justifi­ cado, por otra parte, de que se intentaba matar no sólo a los «enfermos incurables», sino también a otras personas «carentes de valor vital»: suje­ tos incapaces para el trabajo, enfermos, viejos y débiles, mutilados graves de guerra y, por último, a toda clase de enemigos del nacionalsocialismo. El «prejuicio» del pueblo alemán existía, sobre todo, por parte de sus sec­ tores cristianos y humanitarios; de todas formas, entrañaba tantos peli­ gros, que acabó amenazando con afectar a los esfuerzos comunes en favor de la guerra. Hitler se vio por tanto obligado, en agosto de 1941, a detener, en lo esencial, su programa de «eutanasia». Fue continuado, sin embargo, hasta el fin de la guerra, con niños, con «medio judíos» y con trabajadores orientales. Himmler, naturalmente, no dejó escapar la oportunidad de aplicar en este terreno especial su maquinaria de asesinato de la SS. En los campos de concentración la operación se enmascaraba con la designación:«14 f 13». En teoría, la operación sólo concernía a prisioneros enfermos mentales o incapaces para el trabajo y, naturalmente, a los judíos; pero en la práctica del campo caía dentro de ella todo aquel que no conviniese a alguno de los que tenían influencia. La comisión de médicos a la que se confió la selec­ ción -y que verdaderamente no se esforzó mucho en su traba.jo- estaba compuesta, en parte, por los mismos doctores en medicina que antes, como enviados de la «muerte clemente» de Hiüer, del amado «Führer», habían recorrido el país como ángeles exterminadores. En pocas horas confeccionaban una lista con nombres de prisioneros facilitados por las direcciones de los campos y estampaban al pie debajo su sello médico de

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muerte; así lo hicieron a principios de 1942 en los campos de concentra­ ción de Dachau, Sachsenhausen, Buchenwald, Mauthausen, Auschwitz, Flossenbürg, Gross-Rosen, Neuengamme y Niederhagen. Poco después partían los transportes con destino desconocido. No mucho más tarde -de seis horas a tres días, según cual fuese la distancia al campo de concentra­ ción-, se devolvían al campo los efectos de los prisioneros, incluyendo lo que tenían en los bolsillos, y las dentaduras postizas. No tardamos mucho en enteramos de que se estaban aplicando nuevos gases a los prisioneros. Antes se había experimentado con bueyes. Entre los primeros de Buchen­ wald que murieron por el gas con este procedimiento se encontraban numerosos prisioneros políticos en prisión preventiva(así, por ejemplo, el director de seguridad de Salzburgo: el doctor Bechinie). Se decía que los asesinatos con gas se ejecutaban en el «Establecimiento de Salud y de Asis­ tencia» de Bemburg, cerca de Kothen. Como más tarde se supo, la instala­ ción de exterminio estaba justo al lado del establecimiento, separada de él sólo por un muro. Algunas cartas que se han conservado dan una idea de la actividad que allí se producía: Campo de concentración de Buchenwald. El médico del campo. Weimar, Buchenwald, 2 de febrero de 1942. Relativo a: Judíos incapaces para el tra­ bajo en el campo de concentración de Buchenwald. Referencia: Conversa­ ción personal. Anexos: 2. Establecimiento de salud y de asistencia de Bem­ burg del Saale, apartado de cprreos 263. Con referencia a nuestra conversación personal, adjuntamos, por dupli­ cado, una relación de los judíos incapaces para el trabajo y enfermos que se encuentran en el campo de concentración de Buchenwald para su ulterior tramitación. (Firmado) Hoven, jefe superior de asalto de la SS de la reserva.

Una carta de contestación: Establecimiento de salud y de asistencia de Bernburg. Bernburg, 5 de marzo de 1942. Campo de concentración de Buchenwald, Weimar. Para

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entregar al señor comandante del campo. Referencia: Nuestro escrito de 3 de marzo de 1942, relativo a: 46 prisioneros, expedición número 12, de 2 de febrero de 1942. En nuestro escrito del 3 del corriente, les pedíamos que pusiesen a nuestra disposición los 36 prisioneros restantes, aprovechando el último transporte. Debido a la ausencia de nuestro médico jefe, que es a quien corresponde el dictamen médico de estos prisioneros, les rogamos que nos los entreguen no el 18 de marzo de 1942, sino con el transporte de 11 de marzo de 1942; adjunten también, por favor, sus expedientes, que les serán devueltos el mismo día. ¡Heil Hitler! (Firmado) Godenschweig.

El campo de concentración de Gross-Rosen había enviado una lista con los nombres de 214 presos en prisión preventiva. Los médicos de Bernburg contestaron: «Creemos que el 24 de marzo de 1942 es el día más apropiado para la llegada, pues entre tanto seguimos recibiendo ingresos de otros campos de concentración y, por motivos de trabajo, necesitamos un intervalo. Si les fuese posible entregar a los prisioneros en autobuses, les proponemos que la entrega se realice en dos transportes de 107 prisio­ neros cada uno a efectuar el martes, 24 de marzo, y el jueves, 26 de marzo de 1942. Les rogamos que nos den su opinión sobre nuestras propuestas y que nos hagan saber su decisión definitiva, a fin de que nosotros poda­ mos organizamos de acuerdo con ella». El doctor Eberl, y su cómplice Godenschweig estuvieron mucho tiem­ po en relación con la SS; estaban además dispuestos, cuando la SS lo necesitaba, y según se desprende de una carta del doctor Hoven sobre el campo exterior de Buchenwald Junkerswerke Schónebeck/Elbe, fechada el 19 de marzo de 1943, a incinerar los cadáveres de los prisioneros sin certificado de defunción. «A pesar de las obligaciones contraídas por médicos particulares y de las negociaciones con oficinas de cementerios, han surgido a menudo dificultades insuperables [...]. Por ello me puse inmediatamente en contacto con el médico jefe del Establecimiento de cura y asistencia de Bernburg-Saale, doctor Eberl, apartado de correos 252, teléfono número 3169. Es el mismo médico que ha llevado a cabo 14 f 13. El doctor Eberl ha mostrado una extraordinaria comprensión y

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buena voluntad. Todos los cadáveres de prisioneros de Schónbeck-Wemigerode serán transportados a Bemburg y quemados allí inmediatamente, aun sin certificado de defunción.» Habría que preguntar cuántos médicos incurrieron en Alemania en tales prácticas y qué responsabilidad tienen los médicos de distrito, a los que correspondía oficialmente la vigilancia de los establecimientos de cura y de asistencia, por los ingresos registrados en ellos y por los aconte­ cimientos que en ellos tuvieron lugar. En el campo de Buchenwald no hubo nunca asesinatos con gas. Es cierto que a finales de 1943 llegó a la dirección central de obras de las Armas de la SS, en Weimar, una orden disponiendo que se construyese una cámara de gas. Camaradas influyentes y valerosos retrasaron de tal manera el comienzo del proyecto, destruyendo las comunicaciones trans­ mitidas por teletipo y con otras maniobras, que se acabó desechando el plan de construcción en la segunda mitad de 1944, cuando el desarrollo de los acontecimientos fue tomando un matiz cada vez más negativo para la SS. Si la instalación hubiese llegado a construirse, es muy probable que entre marzo y abril de 1945 no hubiese quedado ni uno solo de los ocu­ pantes de Buchenwald con vida. El SS-WVHA quiso limitar, a partir de enero de 1943, la operación «14 f 13» exclusivamente a los enfermos mentales. Esto carecía, sin embargo, de importancia para los campos de concentración, pues en aquella época se organizaban constantemente, uno tras otro, y en todos los campos, transportes de condenados a morir por gas. Donde todo se desarrollaba con mayor facilidad era en Auschwitz, la central de Europa de la muerte por gas: a los candidatos a la muerte no había más que llevarlos a Auschwitz-Birkenau, donde incluso en los transportes normales se eliminaba inmediatamente al 90 %. La palabra «selección» se empleó para designar la muerte por gas en todos los campos y guetos del Este; es comprensible que se convirtiera en una palabra que dejaba a todos paralizados de terror. Las selecciones tenían lugar con intervalos de tiempo irregulares: a veces después de dos o tres meses, a veces al cabo de cuatro o cinco, para luego hacer dos en

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catorce días. Una de estas selecciones costó la vida a 1.200 víctimas en el campo de hombres BII d, en Birkenau, que tenía una población total de 4.000. En enero de 1944, había en Auschwitz y en sus alrededores unos treinta campos de hombres y dos de mujeres. De los primeros se extermi­ nó aquel mes aproximadamente al 40%; de los segundos, del 60 al 70%. Cuando empezaron a funcionar los campos exteriores se trasladaba a todos los enfermos graves a Birkenau, donde eran gaseados. Más tarde, cuando este método ya no bastaba y, además de los enfermos graves, había cientos de hambrientos que se derrumbaban en el campo, los médicos de la SS apartaban a todo el que padeciera debilidad física para enviarlo a Birkenau en transportes de 300 o 400 prisioneros. Cuando llegaba el médico de la SS con su plana mayor, todos se te­ nían que desnudar, eran examinados un momento por delante y por detrás y, según el humor que se tuviese, debían pasar a la derecha a dar su número de prisionero (esto significaba la sentencia de muerte), o a la izquierda (esto significaba el regreso al bloque: la prolongación de la vida). A veces también eran los mismos prisioneros los que entregaban a sus compañeros de cautiverio a la SS para que fuesen gaseados. En Monowitz, un campo exterior del campo de concentración de Auschwitz, los prisioneros colaboraron sobre todo con el médico de la SS, doctor Endres, uno de los que causaba mayores estragos”. También otros médi­ cos de la SS, como por ejemplo los jefes principales de asalto de la SS doc­ tor Fischer y doctor Kónig, se encargaban, de vez en vez, de preparar algunos de esos transportes mortales. En total fueron enviados a la cáma­ ra de gas, durante los veintiséis meses que existió el campo de Monowitz, unos 23.000 prisioneros. En Auschwitz se alojaba a los seleccionados conjuntamente en blo” Como único ejemplo se había indicado en anteriores ediciones el caso del pri­ sionero polaco Stefan Budziaszek, que fue, en 1943, kapo del hospital de Monowitz. Después de haber tenido conocimiento de esta publicación en 1947, negó, con toda energía, haber cometido tales crímenes. Stefan Heymann, de Mannheim, qu.e fue durante mucho tiempo escribiente de prisioneros en el hospital de Monowitz, y de quien procedía mi información, no se ha retractado de las acusaciones que dirigió contra Budziaszek. Yo, por mi parte, no estoy en situación de hacerlo.

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ques especiales y se les sometía a una estrecha vigilancia. Permanecían dos o tres días aislados y casi siempre sin comer, pues se les consideraba ya como «bajas». No es difícil imaginar el martirio espiritual que tenían que soportar. Un joven de diecisiete años, que había sido calificado de subalimentado, dijo una vez a un viejo ocupante del campo: «Esperamos que todo vaya rápido y que no haga sufrir. Es lo único a lo que tengo miedo». Todos sabían, naturalmente -al contrario de los recién llegados que eran conducidos inmediatamente a los crematorios-, lo que les aguardaba, y que los últimos sufrimientos de la muerte por asfixia podían prolongarse hasta cinco minutos si había escasez de gas. No todos los pri­ sioneros estaban tan derrotados física y espiritualmente para quedarse contemplando cómo los acontecimientos seguían su curso. Había perso­ nas que recorrían su camino hacia la muerte cantando canciones de com­ bate y gritando a los de la SS: «¡Hoy nosotros, mañana vosotros!». Lo que sucedía en el fuero interno de los otros muchos que no se habían vuelto letárgicos, ni tenían espíritu de combate, no lo sabe nadie.

Eliminación de los tuberculosos A cualquier conocedor de los verdaderos fines nacionalsocialistas y de las intenciones del Estado de la SS, le habría sorprendido que los dirigentes no hubiesen incluido en su programa de exterminio a los enfermos de tuberculosis. Para Polonia se había calculado que había unos 35.000 tuberculosos declarados y unos 120.000 respecto de los cuales se podía pensar en un tratamiento para su curación. Para el primer grupo, el jefe de distrito de Posen, Greiser, y Heydrich propusieron a Himmler, en el verano de 1942, el «procedimiento radical». El director delegado de la «Oficina Central del NSDAP para la Salud Popular», profesor doctor Blome, estaba también a favor de un procedimiento de corta duración; sin embargo, en un informe de 18 de noviembre de 1942, opinaba: «Me imagino que el Führer, que hace ya tiempo que detuvo la operación con­ tra los manicomios, no considera en estos momentos políticamente con­

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veniente someter a “tratamiento especial” a enfermos sin posibilidades de salvación. En la operación de eutanasia se trataba de enfermos heredita­ rios de nacionalidad alemana. Ahora se trataría de enfermos hereditarios de un país sometido. No cabe duda de que el camino en el que se ha pen­ sado representaría la solución más simple y radical. Si se tuviese la garan­ tía de un secreto absoluto, las objeciones -de la clase que fuesen- po­ drían dejarse a un lado. Pero un secreto absoluto lo considero imposible». Por ello proponía otra solución: «El aislamiento total de los tuberculosos infecciosos sin ninguna posibilidad de volver a sanar». «Esta solución conduciría a una muerte relativamente rápida de los enfermos. Con un suplemento conveniente en el personal de médicos y enfermeros polacos se conseguiría aminorar, en cierto modo, el carácter de un campo de agonizantes.» Teniendo esto en cuenta, Himmler ordenaba a Greiser el 3 de diciembre de 1942 «buscar un lugar apropiado para man­ dar allí a enfermos incurables de tuberculosis». Ignoro lo que llegó a ser de este plan. En los campos de concentración parece ser que, desde un principio y mediante algún procedimiento, el número de enfermos de tuberculosis: tenía un límite marcado por un departamento central en Berlín; igual que en el campo de concentración de Auschwitz se limitaba el número de enfermos de la enfermería, que no podía superar el 10 % de la población total del campo, por lo que todo el que se hallaba por encima de este tanto por ciento pasaba automáticamente a las cámaras de gas. De todas formas, el doctor Eisele llegó a la conclusión, en el verano de 1941, de que en Buchenwald había «bastantes enfermos de tuberculosis». Pronto procedió a matar grupos enteros con inyecciones intravenosas de evipan sódico. Un miedo cerval se apoderó de todos los enfermos, sobre todo cuando el médico del campo empezó a reunir los tuberculosos para lle­ varlos a su exterminio. Es difícil hacerse idea de la cantidad de operacio­ nes de salvamento que se desarrollaron entonces. Los que, sin sospechar nada, se presentaban en la enfermería para ser tratados (en aquel extra­ ño pueblo con sus enrevesados senderos, con sus castas y cuadrillas relati­ vamente encerradas en sí mismas y con sus paseantes solitarios, era siem­

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pre posible, a pesar de todo, encontrar a personas que no estaban en absoluto al tanto de lo que sucedía), eran rechazados, a veces violenta­ mente, por los enfermeros, precisamente para salvarlos. Como no se podía indicar el motivo, la «rudeza y brutalidad de los enfermeros» crea­ ba a veces los más terribles malentendidos. En el curso de esta operación, Eisele mató por lo menos a 300 personas. Las víctimas, que a veces eran salas enteras de enfermos, recibían un soporífero antes de la inyección mortal. Algunos pacientes con el corazón más fuerte superaban la prime­ ra y la segunda inyección y no morían hasta la tercera. Como algunas otras medidas de la SS, la operación contra los tubercu­ losos fue contradictoria, con lagunas y limitada a intervalos temporales. El escuadrón de rayos Xde la SS que recorría toda Alemania bajo la direc­ ción del profesor Hohlfelder, a fin de conseguir las bases científicas para una lucha radical contra la tuberculosis en el pueblo alemán, visitó tam­ bién los campos de concentración. Se hacían radiografías de pulmón de todos los prisioneros; pero no sólo no se mataba inmediatamente a aque­ llos que tenían la enfermedad, sino que, muy al contrario, eran tratados terapéuticamente (aunque había que andar siempre con cuidado con las acciones aisladas de los médicos del campo o de cualquier clase de ins­ trucción central de signo contrario). Muchos prisioneros, sobre todo los rusos, murieron de tuberculosis de pulmón. Las autopsias demostraron en todos los campos que la tuberculosis era una de las enfermedades más difundidas; entre los rusos había un 70 % de enfermos de tuberculosis pulmonar.

Exterminio de inválidos y débiles La sección D del SS-WVHA tenía el capricho de enviar, de cuando en cuando, prisioneros inválidos o que habían quedado incapacitados para el trabajo, a campos especiales donde tenían que trabajar muy poco o nada en absoluto. El campo de concentración de Dachau tuvo durante mucho tiempo uno de estos campos de inválidos. Sólo después del tercer

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año de guerra empezó la aniquilación -primero, aislada; luego, sistemáti­ ca- de presos viejos o débiles, quizás con la promesa de un alivio de la situación alimenticia. En los campos en los que había cámaras de gas, se les liquidaba en ellas; en los otros, con inyecciones. En Bergen-Belsen, al que, desvergonzadamente, no sólo se llamaba «campo de residencia», sino en ocasiones también «campo de reposo», morían de hambre. A finales de 1944 se recibió en Buchenwald una providencia del SS-WVHA, en la que se indicaba que debían interrumpirse los transportes a BergenBelsen y que el campo de concentración de Buchenwald (igual que otros campos) tenía que «solucionar por sí mismo su problema de conges­ tión». La solución que se adoptó fue la siguiente: En el campo pequeño había un bloque, el 61, una barraca de madera, que después de una larga lucha con la SS, había sido destinado a hospital. El bloque 61 estaba ocupado por 800 enfermos, todos ellos del campo pequeño. El jefe principal de asalto de la SS doctor Schiedlausky, dispuso que todos los débiles e inválidos que llegasen en los nuevos transportes debían ser trasladados allí. Desde comienzos de 1944 a abril de 1945 pasa­ ron unos 100.000 prisioneros por el campo pequeño; de ellos, a partir de otoño de 1944, había constantemente unos 20.000 en las 17 barracas, mientras que el resto iba a campos exteriores. Los decanos de bloque del campo pequeño recibieron orden de seleccionar a «quienes no estuviesen en condiciones de poder seguir viviendo». Por lo general, eligieron a aque­ llos de los que se suponía que ninguna clase de ayuda médica podía salvar­ les la vida. Unos cuantos miles de hombres fueron las víctimas de estas selecciones que, desde noviembre de 1944 a marzo de 1945, se llevaron a cabo dos o tres veces por semana. No es posible determinar el número exacto, porque eran arrojados al crematorio junto con los demás muertos del campo. Se les conducía fuera de la alambrada especial del bloque 61; allí tenían que desnudarse para entrar después en el pabellón. Una vez que entraban eran, o bien conducidos al departamento de la enfermería, donde se les daba tratamiento normal de enfermos, o bien a la puerta B que llevaba a una pequeña habitación en la que se encontraba eljefe prin­

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cipal de tropa de la SS Wilhelm, o un prisionero, que se encargaba de «rociar» a cada uno de los que entraban. Incluso la barraca 61 (enferme­ ría), estuvo entregando enfermos durante estas operaciones al jefe princi­ pal de tropa Wilhelm, con el fin de «solucionar el problema del espacio». Los cadáveres eran apartados y llevados en carros por la tarde, durante la revista, al crematorio. A veces, la selección la realizaba Wilhelm ya en las duchas del campo cuando llegaban los transportes. Las fuerzas ilegales del campo salvaron a cientos de camaradas de todas las naciones del bloque 61; los comunistas eran los que tenían más probalidades. Pero hubo también docenas de personas que no estaban enfermas de muerte, e incluso algunas completamente sanas, que fueron eliminadas a través del bloque 61 cuando tuvieron la desgracia de caer en la red de intrigas personales o políticas del campo. Para los prisioneros encargados de la selección había siempre posibilidad de dar el cambio; pero no todos los calificados por sus compatriotas de «traidores» o confi­ dentes de la SS lo eran en realidad. Se ha podido comprobar, sin lugar a dudas, que una serie de personas que fueron enviadas de este modo a la muerte no habían cometido otro crimen que el de no entenderse perso­ nalmente con los comunistas dirigentes de su grupo nacional o el de haber expresado reparos políticos contra el Partido Comunista. Ejemplos típicos de esta clase lo fueron el barón belga Grainel, muerto en la terce­ ra semana de enero de 1945, y, por parte francesa, el abogado Valenci y algunos otros: Louis Birets, Marsals (número 127.667), Massas (núm. 49.445), asesinado el 28 de febrero de 1945; Muquans, un francés de 25 años, asesinado el 12 de febrero de 1945. Los prisioneros encargados de la selección no eran tan culpables -si es que lo eran siquiera- como los intrigantes dictatoriales de los bloques y de los grupos nacionales, que se servían, sin escrúpulo alguno, para sus fines egoístas, del aparato de poder interno erigido por los prisioneros contra la SS para su protección. El número «normal» de muertos del bloque 61 oscilaba diariamente entre los 15 y los 30; el «extraordinario» llegaba hasta los 500 por semana. A partir de 1943, en la mayoría de los campos de concentración se «resol­ vió» del mismo modo el problema de los inválidos.

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Medidas contra mujeres embarazadas en los campos de concentración En los campos de concentración, y en virtud de disposiciones generales, se ponían en práctica medidas contra mujeres embarazadas. Cuando en una cuadrilla exterior de mujeres se notaba el embarazo de alguna de ellas, ésta era enviada, si era judía, a Auschwitz para ser asesinada con gas, y si no era judía, a Ravensbrück para hacerla abortar. Se les hacía creer que lo que había allí eran clínicas apropiadas para parturientas y guarde­ rías. El siguiente ejemplo muestra de qué clase de guarderías se trataba: un médico, holandés yjudío, estaba casado con una no judía y tenían una hija de cinco años. Hallándose en el campo de Vught, en las cercanías de Herzogenbosch, se recibió la orden de su traslado a Auschwitz. Sin sospe­ char lo que eso significaba, preguntó si le podían acompañar su mujer y su hija. La SS dio su aprobación con agrado, ensalzando «la guardería». La mujer declaró inmediatamente que estaba dispuesta; partió con su hija en el primer transporte, antes de que se efectuase el traslado de su marido. Cuando el médico llegó a Auschwitz, su primer pensamiento fue informarse del hogar de mujeres y del jardín de infancia. Entre carcaja­ das, los de la SS le señalaron la cámara de gas: la mujer y la niña habían muerto ya. Pocos días después les seguía el marido. Cuando pensando ya en la evacuación del campo, se suspendieron las muertes con gas en Auschwitz, se procedió a trasladar a las mujeres judías embarazadas, y después a todas las demás, al «campo de residencia» de Bergen-Belsen para matarlas de hambre. Como todas estas cosas no podían guardarse en secreto, se acudía a ocultar por todos los medios el embarazo. Si se producía el nacimiento, la madre y el niño seguían el mismo camino.

£1 trato a los homosexuales La SS combatió a los homosexuales de modo parecido a como combatió a los judíos, si bien en menor escala, por lo que no fue tan notorio; la

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razón fue probablemente que la homosexualidad estuvo muy extendida originariamente en los círculos de los militares prusianos, en los de los SA y en los de la SS; por ello debía ser desterrada y extirpada sin contempla­ ciones. En los campos de concentración bastaba la simple sospecha para declarar a un prisionero homosexual y dejarle expuesto así a la difama­ ción, a la desconfianza general y a perder su vida. Aunque las prácticas homosexuales estaban muy extendidas en los campos, los prisioneros boi­ coteaban sólo a aquellos que habían sido marcados por la SS con el trián­ gulo rosa. Los prisioneros homosexuales fueron aislados a menudo en bloques independientes y en cuadrillas de trabajo cerradas. Precisamente este ais­ lamiento fue el que facilitó a personas sin conciencia la oportunidad de aprovechar la ocasión para los más desvergonzados chantajes, malos tra­ tos y violencias. Hasta el otoño de 1938, los homosexuales estuvieron en Buchenwald en los bloques de prisioneros políticos, donde llevaban una vida bastante discreta. En octubre de 1938 pasaron todos ellos a la compa­ ñía de castigo; tenían que trabajar en la cantera. Con ello formaron parte de la casta más baja del campo, precisamente en los años más difíciles. En los transportes a campos de exterminio, como los de Nordhausen, Natzweiler y Gross-Rosen, constituían, en relación con el número que había de ellos, el tanto por ciento más elevado, pues el campo tenía siempre la tendencia a ir eliminando aquellos sectores menos importantes o valio­ sos, o que como tales eran considerados. En otoño de 1944, apareció en el campo de concentración de Bu­ chenwald -como ya hemos mencionado brevemente en el apartado 6 del capítulo «Instalaciones especiales» (pág. 251)- el jefe danés de asalto de la SS doctor Vaemet, que tenía su sede en Praga. Con la autorización de Himmler y del médico del Reich de la SS y de la policía, jefe de grupo de la SS doctor Grawitz, así como con la del jefe superior de la SS Poppendieck -que era el responsable ante el jefe del Reich de la SS del departa­ mento de experimentos V y de Leipzig-, Vaernet comenzó una serie de experimentos para curar la homosexualidad. Se intentaba conseguir una

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modificación en los instintos transplantando al lado derecho de la ingle hormonas obtenidas sintéticamente. De las 15 personas con las que se experimentó, incluyendo algunos castrados que fueron añadidos al grupo, murieron dos; uno de ellos, sin duda, a consecuencia de la opera­ ción, que le produjo una enorme infección; el otro murió semanas más tarde a consecuencia de debilidad general. Los cobayas humanos de esta serie de experimentos no recibieron mal trato; de todas formas, tampoco se alcanzó ningún resultado positivo. En el campo de concentración de Auschwitz se hicieron experimen­ tos de castración con mujeres, sobre todo con judías griegas escogidas por su belleza. Según las indicaciones del catedrático doctor Ludwig Fleck, que trabajó como prisionero en el Instituto de Higiene de las Armas de la SS y de la Policía del Sudeste, el bloque 10 del campo de con­ centración de Auschwitz sirvió para estos experimentos. Se aplicaron rayos X y distintos productos químicos; el director de esta serie de experi­ mentos fue el profesor Clauberg, propietario de una clínica privada, que iba a Auschwitz con frecuencia.

Los sufrimientos de los testigos de Jehová También los testigos de Jehová tuvieron que soportar penas sin cuento en los campos de concentración en un principio. Los «violetas» fueron destinados en todos los campos, prescindiendo de algunos trabajadores especializados, a la compañía de castigo. Les estaba prohibido mantener correspondencia y efectuar compras; a partir de 1939 pudieron escribir mensualmente una carta de 25 palabras a sus familiares. El 6 de septiem­ bre de 1938, la SS les ofreció la posibilidad de abjurar de sus principios, sobre todo de su negativa a prestar juramento y a hacer el servicio mili­ tar, y de comprar así su libertad. Sólo muy pocos fueron incapaces de resistir la tentación. Contra todos los demás se inició desde entonces una salvaje presión para someterlos. El primer día de Pascua de 1939, el jefe de partes de Buchenwald llevó a cabo otro intento para convencer a los

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testigos de Jehová de que reconociesen al «Estado y al Führer». Fueron recibidos con apelativos cariñosos, como «cómicos del Cielo», «gusanos de la Biblia» y «jeques del Jordán». El resultado fue igual a cero. Para Pentecostés tuvo que presentarse de nuevo todo el bloque de testigos de Jehová en el patio de revista. Después de un discurso de Hackmann, empezaron unos terribles ejercicios de castigo. El revolcarse, saltar, arrastrarse, correr, duró una hora y quince minutos, mientras los jefes de bloque contribuían con los tacones de sus botas y con bastones. Al empezar la guerra, en el campo de concentración de Sachsenhausen se exigió a los testigos de Jehová que prestasen el servicio militar. Por cada negativa se fusilaba a diez de ellos. Después de cuarenta víctimas la SS tuvo que darse por vencida. En Buchenwald la intimidación se puso en práctica el 6 de septiembre de 1939. El primer jefe de campo, Ródl, mani­ festó: «Sabéis que la guerra ha empezado y que el pueblo alemán está en peligro. Nuevas leyes entran en vigor. ¡El que se niegue a luchar contra Francia y contra Inglaterra tendrá que morir!». En el portalón había dos compañías de tropas de la SS, con armamento completo. Ningún testigo de Jehová se declaró dispuesto, después de ser requerido por el jefe de campo, a luchar por Alemania. Después de un rato de silencio llegó la orden: «¡Manos arriba! ¡Vaciad los bolsillos!». Los de la SS cayeron enton­ ces sobre los «violetas» y les quitaron hasta el último pfennig: una escena grotesca en comparación con lo que todos esperaban que sucedería. De todas formas, los testigos fueron trasladados a la cuadrilla de la cantera y en todo ese tiempo no se les admitió en la enfermería para ser tratados. El día de Año Nuevo de 1942 volvieron a convocarlos al portalón, por haberse negado unánimemente a contribuir con donativos de lana para las tropas alemanas en el frente del Este. La sentencia deljefe de partes era del siguiente tenor: «Criminales contra el Estado, perros del Cielo, hoy vais a trabajar con veinte grados bajo cero hasta que empiece a oscurecer. ¡Qui­ taos inmediatamente toda la ropa interior!». Así se hizo. Cuando el bloque regresó por la tarde, tuvieron que entregar además los zapatos de piel y cambiarlos por los incómodos zuecos. El 15 de febrero de 1942 eljefe de partes leyó en el portalón, ante todos los testigos de Jehová, que habían

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vuelto a ser convocados, un escrito de acusación en toda regla: «Se acusa a veinte testigos de Jehová de rebelión por no haber observado el reglamen­ to del campo, por soborno del decano de bloque y por desconectar la radio en los discursos del representante del Gobierno del Reich». Resultado: no ejecución, sino «deporte de invierno» con una nieve de 20 centímetros de altura, hasta que todos estuvieron totalmente desfallecidos. Una acción parecida tuvo lugar en mayo de 1944. A Buchenwald se trasladaron representantes de la Gestapo para someter a todos los testi­ gos, congregados en el patio de revista, a un registro concienzudo con el fin de encontrar escritos en los que se atacase al Estado (¡en el campo de concentración!); con el mismo fin se husmeó en los lugares donde traba­ jaban. Resultado después de días de espera: nada. Uno no puede por menos de sacar la impresión de que la SS no llegó a resolver nunca, psicológicamente, el problema de los testigos de Jeho­ vá. No los acabó de tomar nunca en serio y se dedicó, más bien, a come­ ter crueles abusos con ellos: una especie de juego del gato y el ratón.

Niños yjóvenes en los campos de concentración No quiero cerrar el capítulo «El destino de distintos grupos en los cam­ pos y las operaciones especiales» sin referirme a los niños y a los jóvenes que ingresaron en los campos de concentración. El nacionalsocialismo predicó y fomentó en toda Alemania la prole numerosa para sus fines imperialistas pero, bajo la consigría de «La juven­ tud será educada por la mismajuventud», les arrancó del maternal suelo de la religiosidad, de la relación de confianza con padres y maestros y del res­ peto a los semejantes, para entregarlos a la locura racista, a la borrachera de poder y, en gran parte, a la desmoralización; el nacionalsocialismo separó en todas direcciones a los miembros de decenas de miles de familias alema­ nas y exterminó a cientos de miles de familias extranjeras. Bajo su dominio, millones de menores quedaron a merced de los horrores de la época. No son menos los que con sus padres, o arrancados de ellos, ingresaron en los

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campos de concentración, donde tuvieron que vivir experiencias extrema­ damente dañinas para su normal desarrollo externo e interno. Aproxima­ damente un 15 por 100 de los menores que ingresaron tenían menos de doce años, el 85 por 100 entre los doce y los dieciocho. En Buchenwald había al final 877 jóvenes; el menor era un niño polaco de tres años y medio en cuya ficha figuraba, realmente, la calificación «guerrillero». El primer grupo de niños llegó a Buchenwald en 1939 con los prisione­ ros polacos. Fueron apartados en un bloque independiente y al principio no tuvieron que trabajar. Después de un corto espacio de tiempo, una parte considerable de ellos fue pervertida abominablemente, igual que sucedió con los niños rusos y ucranianos que ingresaron posteriormente. La «miseria sexual» de los hombres confinados durante largo tiempo, de sobra conocida por las numerosas publicaciones sobre el problema, no pudo tampoco ser suprimida en los campos de concentración. Prisioneros de poca voluntad, entre ellos bastantes de los políticos, establecieron rela­ ciones repugnantes, primero de carácter homosexual y luego, después de la llegada de los jóvenes, de carácter pederasta. Los denominados «muñequitos», seducidos con halagos -¡buena comida!-, o por la violencia de decanos de bloque y de kapos degenerados, llegaron pronto a desempeñar un papel pernicioso, que alcanzó su punto álgido en Buchenwald en 1943, bajo el decano de campo I WolfF, un antiguo campeón de carreras de caba­ llos y nacionalista alemán, que abusó gravemente de su posición; más tarde sería eliminado, debido a que cada vez trabajaba más y más a favor de la SS y en contra de sus camaradas. De las filas de los jóvenes polacos que llega­ ron al campo en 1939 salieron, a consecuencia de esta corrupción, los más desvergonzados gamberros y rowdies; auténticos haraganes, como los que infectaron la Rusia soviética a cientos de miles después de los difíciles años de 1919 a 1923. Por ello, fue aun más digno de alabanza el ejemplo de los camaradas que generosamente ayudaron a los jóvenes y a los niños del campo, siem­ pre que pudieron, preservándolos de caer en manos de los pederastas. Cierto número de jóvenes pudo disfrutar de la enseñanza bajo la vigilan­ cia y dirección de prisioneros, y se les encomendaron trabajos ligeros

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apropiados y adecuados, en espíritu de verdadera camaradería. De los relatos de sus experiencias se deduce que habían comprendido lo trágico y espantoso de su suerte, pero que se enfrentaban a ella impotentes y des­ concertados, hasta que encontraron un camino bajo la tutela de los camaradas mayores. No hubo pocos que por ello, y a pesar de las terribles con­ diciones del campo, salieron bien librados de la prueba, llevando mucha alegría a los comandos de trabajo. Incluso a hombres endurecidos se les partió el corazón cuando la SS, en otoño de 1944, capturó de improviso a niños judíos y a todos los niños gitanos apuntándolos con fusiles y ametra­ lladoras, mientras ellos lloraban y gritaban -una parte quería volver a toda costa junto a sus padres y junto a los prisioneros que les habían pro­ tegido-, para transportarlos a Auschwitz y a las cámaras de gas. Para un pedagogo sería una valiosa tarea investigar el destino poste­ rior de estos jóvenes que lograron salir con vida de su época en los cam­ pos de concentración, y estudiar sus relaciones con el mundo circun­ dante, en especial con otros camaradas mayores que hayan vivido en circunstancias completamente diferentes.

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Campos exteriores y tiempo de guerra

El sistema de los campos de concentración estaba bien pensado: estaba en eficiente consonancia con el fin que debía cumplir. Su evolución, sin embargo, forzó algunos cambios: en parte se produjo un empeoramiento (que no se pudo controlar) y en parte una mejora (que no se deseaba). Prescindiendo de las causas que residían en las profundidades —siempre difíciles de analizar- de la naturaleza humana, se pueden señalar dos motivos principales que condujeron a tales desviaciones: el enorme creci­ miento de los campos y la influencia de las circunstancias de la guerra. Ya desde un principio los trabajos que había que prestar en los cam­ pos de concentración para la SS traspasaron el estrecho recinto de la alambrada de espino. Algunos se llevaban a cabo, como ya se ha indicado, en el territorio de la comandancia; otros, en cuadrillas exteriores que abandonaban el campo por la mañana a pie, en camiones, o en el tren, y no regresaban hasta la noche. Si las distancias eran demasiado grandes o las circunstancias del trabeyo en fábricas, minas o talleres especiales así lo exigían, estas cuadrillas se independizaban limitadamente: tenían que construirse un campo exterior propio, pero seguían unidas organizativa­ mente al campo base. Si la población penal era demasiado grande, y lo permitían las demás circunstancias dentro de las disponibilidades del SSWVHA -existencia de personal para realizar las funciones, provisión del aparato de organización necesario, oportunidad política de la erección de un campo de concentración en el lugar en cuestión, etcétera-, se sepa­ raban estos campos exteriores completamente del campo base y se convertían en punto central de nuevos campos exteriores. El crecimiento adquirió importancia, sobre todo, durante la guerra, a partir del momen­ to en que la SS empezó a prestar decenas de miles de trabajadores escla­ vos a las empresas industriales alemanas para la construcción y explota­

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ción de instalaciones industriales. Al final se llegaría a mandar brigadas de construcción de Buchenwald hasta las Islas Anglo-Normandas; en el Rin había miles de camaradas que trabajaban en la construcción de trin­ cheras o en las fábricas; en el norte, los campos exteriores se extendían hasta Magdeburgo; en el este, hasta pasado Leipzig. La mayor parte de estos campos se creaban en los llamados territorios de bloqueo de la SS, que frecuentemente tenían una extensión de varios cientos de kilómetros cuadrados. El territorio de bloqueo B, por ejemplo, se hallaba en el sector de Nordhausen, a unos 70 kilómetros al norte de Buchenwald. Sólo allí trabajaban unos 150.000 hombres, contando la mano de obra extranjera y los empleados alemanes civiles, para construir almacenes subterráneos para la Junkerswerke Dessau y algunas otras empresas industriales alema­ nas. Las condiciones en los territorios de bloqueo sólo pueden calificarse de inhumanas. Se encontraban, además de en el Hartz, sobre todo en Baviera, Sajonia y Bohemia. Todos estos campos estaban sometidos al jefe de grupo de la SS y teniente general de las Armas de la SS, doctor en Ingeniería Kammler, que tenía su sede en Berlín y recorría desde allí, jugando a ser Atila, todo el país. Los grandes campos base tenían que suministrar constantemente nuevos esclavos. Sachsenhausen acabó teniendo varias docenas de campos exteriores; Dachau, cerca de 50; Auschwitz, unos 40; Buchenwald, 70 (50 para hombres y 20 para mujeres). La lista de los campos exteriores de Buchenwald (véase infira págs. 350-351), con el número de prisioneros ocupados en ellos y el campo de producción que abarcaban, nos da una idea de la fuerza expansiva de la economía de la SS y de la colaboración entre la SS y la industria alemana. La lista se ha confeccionado teniendo en cuenta la situación de 25 de marzo de 1945, es decir, en un momento en que ya se habían disuelto muchos de los campos exteriores occidentales de Buchenwald. La colaboración de los campos de concentración con la industria alemana no se debió tan sólo a la sed de poder de la SS, sino también a las peticiones de la industria, que sufría de escasez de mano de obra y que no reparaba en medios para ade­ lantar definitivamente -y esto se conseguía pudiendo disponer de los tra­ bajadores necesarios- a los competidores; sólo de este modo le era posi­

Campos exteriores y tiempo de guerra 349

ble cumplir con su «deber para con la patria»: prestar su contribución máxima a la economía de guerra. Todo el trabajo de los prisioneros de los campos de concentración en las cuadrillas exteriores era dirigido por el SS-WVHA. Las empresas priva­ das o estatales que querían prisioneros como trabajadores tenían que presentar una solicitud en Oranienburg. Si era aprobada, se encargaba al jefe de disposición del trabajo del campo de concentración más próximo -o de un grupo de campos de concentración, si la población de un solo campo no bastaba- que examinase la situación sobre el terreno donde se había de realizar el trabajo. Estos exámenes no los hacía siempre gente experta; en Buchenwald, por ejemplo, se encargaba de ellos a veces, por delegación, el director de la banda de música de la SS, jefe superior de tropa de la SS Schenk. De acuerdo con los informes, el SS-WVHA admitía o rechazaba la soli­ citud. Si lo que se pedía era mano de obra especializada, los mismos inge­ nieros de las industrias iban a los campos a buscar a los prisioneros conve­ nientes. Las empresas tenían que pagar al campo del que procedía el prisionero 4 marcos de jornal por un trabajador, y entre 6 y 8 marcos por un trabajador especializado. En estas cantidades se incluían los seguros sociales; los campos de concentración habrían estado, por consiguiente, obligados a satisfacer, por ejemplo, el seguro de invalidez. Si la empresa no estaba en condiciones de proporcionar alojamiento a los prisioneros, el campo base enviaba una de las llamadas cuadrillas previas para construir barracas. Una vez construidas, el campo exterior era ocupado por el número aprobado de prisioneros. La selección se hacía a través de la estadística de trabajo del campo base, según las órdenes del jefe de asignación del trabajo. El requisito funda­ mental era que el prisionero tuviese buen estado de salud; pero en la práctica su cumplimiento era una farsa. A veces sucedió que los médicos de la SS reconocieron a 1.100 prisioneros en dos horas (es decir, ¡casi a diez por minuto!), declarando sólo a dos docenas de ellos no aptos, a pesar de que cientos padecían desnutrición crónica.

350 El Estado de la SS NOMBRE DE LA CUADRILLA Gustloff-Werke Weimar

CAMPO DE PRODUCCION DOTACION EN HOMBRES 1.453 Cañones, cañones para tanques, cañones antitanques, artillería antiaérea, trabajos previos para la construcción de arm as y de aviones. Construcción de pozos subterráneos a 600 Gustloff-Werke Billroda 501 m etros de profundidad, m ontaje de las máquinas de Weimar. Mittelbau Weimar 21 Aparatos de dirección para la V-l y la V-2. 1.466 Construcción de aviones. «Erla» Leipzig 83 Granadas y bombas de m ano antitanques. «Hasag» Leipzig 461 Granadas y bombas de m ano antitanques. «Hasag» Taucha 200 Granadas y bombas de m ano antitanques. «Hasag» Altenburg «Hasag» Colditz 644 Granadas y bombas de m ano antitanques. «Hasag» Meuselwitz 328 Granadas y bombas de m ano antitanques. «Hasag» Schlieben 1.468 Granadas y bombas de m ano antitanques. 1.389 Munición. Chr. Mansfeld Wansleben Chr. Mansfeld Rothenburg 76 Munición. Junkerswerke Schónebeck 1.158 Construcción de aviones. 569 Construcción de aviones. Junkerswerke M ühlhausen Junkerswerke Halberstadt 442 Construcción de aviones. Junkerswerke Aschersleben 425 Construcción de aviones. Junkerswerke Niederorschel 527 Construcción de aviones. 1.240 Construcción de aviones. Junkerswerke Lagensalza Junkerswerke Westerregeln 560 Construcción de aviones. Junkerswerke Leopoldshall 163 Construcción de aviones. 853 Construcción de aviones, minas. Malachit A. G. Halberstadt N ationale Radiatoren-W erke Schó­ nebeck 400 Piezas electrotécnicas para la V-2. Siebenberg G.m.b.H. Hadm ersleben 1.154 Construcción de aviones. Wemigwerke Hasserode 502 Armaduras. H einrich Kalb D om dorf 483 Construcción subterránea de galerías para la Bayerische Motorenwerke (BMW). 684 Explotación por galerías. «Laura» junto a Saalfeld Construcción de motores. Bayerische Motorenwerke Abteroda 226 Reparación de locomotoras. 909 Waggon-Ausbesserungswerkejena 2.246 Hidratación de carbón vegetal. «Bragab» Tróglitz 613 Planchas para tanques. Gusstahlwerke Annen b. Witten 1.185 Bombas de mano antitanques. flossberger Metallwerke

Campos exteriores y tiempo de guerra 351 NOMBRE DE DOTACIÓN CAMPO DE PRODUCCION LA CUADRILLA EN HOMBRES «Leopard» Plómnitz Bem berg 1.081 Munición de cañones. «Polte» Magdeburg 585 Granadas. G.E. Reinhardt Sonneberg 469 Accesorios de aviones. Cuadrilla Reh Stassfurt 387 Accesorios de tanques. G. Málzer & Co. Stassfurt 235 Accesorios de tanques. «Kalag» Stassfurt 47 Accesorios de tanques. L. Renntier, Bad Salzungen 720 Trabajos preparatorios para la producción de armamento de la Bayerische Motorenwerke (BMW') a 300 metros de profundidad. Fa. Stein, Nachershausen 600 Instalaciones subterráneas. Waggonfabrik Dessau 339 Reparación de vagones. Bruns-Apparatebau, Gandersheim 524 Armaduras para aviones y tanques. Cuadrilla «Gazelle» W eferlingen (cerca de Helmstedt) 451 Pavimentación de la Organización Todt. Cuadrilla «Hecht», Nachershausen 495 Pavimentación de la Organización Todt. Deutsche Erd- und Steinwerke, Berlstedt 211 O bra de ladrillos, fabricación de ladrillos. Bauleitung Hadm ersleben 270 Construcción de galerías y naves subterrá­ neas. Bauleitung Wansleben 570 Construcción de galerías y naves subterrá­ neas. Bauleitung B II Halberstadt 4.819 Construcción de galerías y naves subterrá­ neas. Bauleitung S III O hrdruf 9.943 Construcción de galerías y naves subterrá­ neas. Cuadrilla «Schwalbe V» Berka-Elster 1.781 Construcción de galerías y naves subterrá­ neas. Bauleitung Giessen 77 Construcción de barracas para la alta jerar­ quía de la SS y de la policía. Bauleitung Kassel 151 Construcción de barracas para la alta jerar­ quía de la SS y de la policía. Bauleitung Sennelager 34 Construcción de barracas para la alta jerar­ quía de la SS y de la policía. Cuadrilla «Tannenwald» 31 Construcción de refugios de m ando para la jerarquía de la SS. 30 Reparaciones en la escuela de caballería de Bauleitung Góttingen Góttingen. Escuela de jefes de la SS de Arolsen 126 Trabajo en los cuarteles.

352 El Estado de la SS

En algunos casos los prisioneros eran enviados como castigo a campos exterio­ res especialmente desfavorables, siguiendo órdenes del Departamento Políti­ co o de otros departamentos del campo. Algunas cuadrillas estaban compuestas sólo por judíos; otras, por los llamados asocíales o por de­ lincuentes profesionales. Los prisioneros destinados a desempeñar fun­ dones en los campos exteriores (decano de campo, decano de bloque, personal de cocina, despacho, etc.), eran propuestos por el decano del campo base y aprobados o rechazados por la dirección del campo o por el jefe de disposición del trabajo. El jefe de la SS de una cuadrilla exterior tenía que informar diaria­ mente sobre las horas de trabajo que se habían prestado. Estos partes se guardaban en la estadística de trabajo y servían de base para los honora­ rios mensuales que la SS pedía a las empresas de esclavos por el trabajo prestado por los prisioneros. Los empresarios privados tenían que abonar las sumas en una cuenta corriente bancaria de la SS; las empresas estata­ les giraban estas cantidades. En Buchenwald, los ingresos totales de la SS por la cesión de mano de obra ascendían, en los últimos tiempos, a una cantidad que oscilaba entre el millón y medio y los dos millones de marcos men­ suales. No hace falta mencionar que los prisioneros no veían ni un pfennig de este dinero. Las condiáones de vida y de trabajo en las cuadrillas y en los campos exteriores eran, casi siempre, infames; la alimentación, miserable. Frecuentemente, los prisioneros no se cambiaban de ropa en seis semanas; las epidemias hacían cosechas abundantes entre los trabajadores esclavos; sólo en casos muy raros había cierto bienestar. (También aquí todo dependía del pues­ to que le correspondiese a cada uno y de si pertenecía o no al reducido sector de «personalidades».) No digamos nada de cuadrillas de castigo, como, por ejemplo, en las industrias de ladrillos y los yacimientos de tie­ rra arcillosa de la Deutsche Erd- und Steinwerke, pertenecientes a la misma SS, donde todos los días tres prisioneros, a menudo con el agua hasta las rodillas, tenían que transportar y triturar, hiciese el tiempo que hiciera, 30 vagonetas de material arcilloso, mientras que otros tenían que tirar de las vagonetas para subirlas por una pendiente hasta el horno de

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ladrillos. No hacía falta ser golpeado por los kapos: el trabajo bastaba para «liquidar» a casi todos, con pocas excepciones, en corto espacio de üempo. Las fábricas de cerámica, anexionadas a casi todas las industrias de la Deutsche Erd- und Steinwerke, elaboraban toda clase de objetos prácticos y de lujo para la SS. En Ohrdruf, cerca de Weimar -donde se instaló, entre otras cosas, uno de los numerosos cuarteles generales de Adolf Hitler, con puestos de mando subterráneos, salas de conferencias subterráneas, etcétera-, hubo que cavar galerías en las montañas. Diez mil prisioneros trabajaron a ritmo rapidísimo en tres turnos, azuzados convenientemente por la SS, la Ayuda Técnica de Emergencia y los empleados civiles de vigilancia. El camino que había que recorrer hasta los lugares de trabajo era ya considerablemente largo. Se facilitaban zapa­ tos y vestidos sólo en cantidades insuficientes. En cinco meses de 1944 los prisioneros se ducharon y fueron despiojados sólo una vez, y eso sólo por­ que en un campo contiguo se había declarado el tifus. De 1.000 hombres de un solo transporte de Buchenwald, únicamente 200 volvieron con vida; de 1.500 de otro transporte de Flossenbürg, que ya se encontraban en malas condiciones físicas, tan sólo una pequeña fracción. Cuando las distancias hasta los lugares de trabajo acabaron por ser de diez kilómetros y más -por lo que los prisioneros habrían tenido que ser transportados en autobuses-, la SS hizo erigir, debido a la escasez de gasolina, dos nue­ vos campos: Crawinkel y un campo de tiendas. Las condiciones eran allí aún más desfavorables; la alimentación, extremadamente escasa. Para los numerosos enfermos que regresaban a Ohrdruf faltaba en el hospital de allí casi todo: asistencia médica, medicamentos e incluso combustible para la calefacción. De cuando en cuando, partían «transportes de inváli­ dos» en dirección a Bergen-Belsen. Los muertos eran llevados en su mayor parte, para su cremación, al campo base. De Ohrdruf llegaban a Buchenwald remesas de cadáveres dos veces por semana; del campo exterior «Dora», cerca de Nordhausen, que a partir de octubre de 1944 se convirtió en campo base del llamado Proyecto B de la SS, estuvieron llegando a Buchenwald, durante un tiem­ po, 100 muertos diarios, por lo menos, de los 15.000 prisioneros que

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habían sido trasladados allí en dos meses de otoño de 1943. Los cadáveres estaban desmedidamente sucios, llenos de piojos y corruptos; su peso medio raramente pasaba de los 40 kilos; habían sido amontonados en masa y ya no era posible separarlos. En los meses de diciembre de 1943 a mayo de 1944, la mortandad en el campo de concentración «Dora» no bajaba nunca de las 1.500 personas mensuales; aveces, era considerable­ mente superior. Las autopsias indicaban un grado tal de consunción que probablemente había bastado un resfriado para acabar con ellos. El precio que había que pagar en vidas para conseguir el rendimiento deseado le interesaba muy poco a la SS; y no le importaba nada en absolu­ to cuando de lo que se trataba era de establecer un récord que luego trae­ ría condecoraciones, ascensos u otras ventajas. A este respecto, brindó la oportunidad de prestar un servicio magnífico la orden dictada por Himmler, el 18 de marzo de 1943, de construir un enlaceferroviario entre Weimar y Buchenwald, como arteria de comunicación para la GustloffWerke, que había instalado una sucursal en las inmediaciones del campo de concentración. Se calculó una línea de unos 13 kilómetros de longi­ tud. Himmler hizo saber que la fecha del viaje de prueba tenía que ser, a toda costa, tres meses más tarde (el 21 de junio de 1943). A todo el mundo le parecía evidente que, teniendo en cuenta la constitución del suelo -arcilla con mucha mezcla de piedras- y la diferencia de altitud, que casi alcanzaba los 300 metros, no iba a ser posible cumplir la orden en el tiempo señalado. El director de obras que había sido nombrado, el jefe inferior de tropa de la SS Bertram, comunicó esta imposibilidad. La respuesta de Berlín consistió en convocar a uno de los más famosos ver­ dugos de prisioneros, el jefe superior de tropa de la SS Alfred Sorge, a quien se encomendó la construcción de la vía férrea; se trataba de un hombre cuya mala reputación hacía ya años que había traspasado los límites del campo de concentración de Sachsenhausen. Sorge trajo consi­ go a dos de sus principales colaboradores: a los jefes principales de tropa de la SS Baumann y Sohn. Con dos tumos, uno de día y otro de noche, de doce horas cada uno, con un regimiento encargado de repartir golpes, y acuciados por los perros de presa del escuadrón de perros, sin domingos

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ni días de fiesta, los prisioneros iniciaron los trabajos a ritmo desconocido hasta entonces. El número de accidentes diarios superó rápidamente la docena. Pero eso no importaba; lo único que seguía contando era que el 20 de junio por la tarde tenía que estar terminado el tendido de la vía. De acuerdo con lo dispuesto, el 21 de junio de 1943, en presencia del jefe de grupo de la SS y teniente general de las Armas de la SS, doctor en Inge­ niería Kammler, y de un gran número de nazis importantes, el primer tren hizo el viaje de prueba. Llovieron condecoraciones y ascensos; los miembros de la SS y los empleados civiles, que recibieron además pre­ mios en metálico, lo celebraron con cerveza y licores. También los prisio­ neros tuvieron un «buen día»: por fin, pudieron volver a ducharse. El trabajo se había realizado, pues, en el término señalado. Pero el éxito fue efímero: el tendido no duró más que un día. Nada más pasar la locomotora se hundieron los cimientos. La verdadera construcción duró seis meses más. Es una lástima que no se haya conservado ninguna rela­ ción de las sumas que ganaron las empresas nacionalsocialistas de Weimar con este proyecto de la SS. Las ofertas que tenían que entregar se presentaron, «para el buen orden», nueve meses después de haberse ini­ ciado los trabajos, es decir, exactamente cuando habían terminado. Todo el «trabajo de guerra» inspirado por la SS fue puesto en escena, como casi todo lo que emprendía, con gran lujo de organización: se cons­ truyeron en todas partes instalaciones industriales; se trajeron máquinas de toda Europa; los directores y los oficiales de la SS iban de un lado para otro, mandando y señalando plazos; se espoleó al ejército de esclavos. Con todo ello, aparte del número de muertos, heridos e inválidos, se con­ siguió relativamente poco cuando no se consiguió nada en absoluto. El aumento de las cuadrillas y campos exteriores, que trajo consigo un movimiento muy fluctuante en las masas de prisioneros, que estableció relaciones entre los distintos campos y que proporcionó a muchos prisio­ neros la posibilidad de entrar en contacto con el mundo exterior, contri­ buyó de modo decisivo a que la SS fuese perdiendo más y más la visión y el control estricto sobre el conjunto. En consecuencia, yjunto a un sensi­ ble empeoramiento de las condiciones de vida, se produjeron también

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ciertas mejoras, que lograron alcanzarse porque, a raíz de la guerra, no pudieron ejecutarse convenientemente las intenciones y las órdenes de los cerebros dirigentes del SD. Se puede decir de modo completamente general que la guerra, en contra de lo que la mayoría esperaba, no contri­ buyó a que siguiese empeorando la situación de los viejos campos de con­ centración, sino que más bien la mejoró en parte. Esto fue así hasta el verano de 1944. (A partir de entonces se inició de nuevo una evolución en descenso que, más que mala, fue espantosa.) Una serie de circunstan­ cias, sobre todo las dificultades crecientes en todos los sectores, trajeron consigo que la SS no pudiera proceder, en muchos casos, con la falta de escrúpulos y la brutalidad de los primeros años. Con ello no sólo se ami­ noró la constante presión ejercida sobre los prisioneros, que había contri­ buido, en parte, a hacerlos dóciles, sino que también aumentaron las posibilidades de excluir a elementos perjudiciales de las propias filas y de suprimir o paliar situaciones insoportables. Una parte considerable de las «atrocidades normales» que hemos descrito en este libro poco a poco fueron disminuyendo en los campos base a partir de 1941. A parte del castigo físico «oficial» no se golpeaba tanto; el ingreso de nuevos prisione­ ros llegó a realizarse de modo tolerable; las duchas, la desinfección y las cámaras funcionaban aceptablemente (es cierto que seguían siendo luga­ res de degradación humana, pero sin los tormentos y bajezas que durante tanto tiempo habían sido característicos); en los bloques se nombró a un decano de bloque delegado por cada una de las nacionalidades; los jefes de bloque dejaron de preocuparse por ciertas cosas; los viejos jefes de cuadrilla desaparecieron o se fueron amansando. Estas dos últimas cir­ cunstancias, sobre todo, eliminaron de los viejos «campos consolidados» gran parte de sus horrores. La verdad exige que se mencionen estos cambios. Pero no por ello se debe creer que los campos de concentración se convirtieran en casas de reposo. Ni mucho menos; la suerte corrida por los distintos grupos ya mencionados lo prueba con creces. Lo que en algunos campos fue de­ sapareciendo cada vez más fue aquella desmesura en el horror a la que uno apenas podía sobreponerse durante los primeros años. Pero conti­

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nuó la dureza «normal» en la existencia de 12.000 a 35.000 personas que tenían que vivir en un kilómetro cuadrado en circunstancias inhumanas, aunque éstas no fueran agravadas, además, por cerebros diabólicos. Tal vez lo dicho es sólo comprensible desde el punto de vista de un viejo concentrado que en el curso de los terribles años fue adaptándose a un nivel ínfimo y que consideraba un alivio todo lo que no atizase este infierno. Los extranjeros y los demás que ingresaban por primera vez se horrorizaban, sin embargo, también ante estas circunstancias modifica­ das, cuyo origen y desarrollo no conocían. Por otra parte, en la gran masa de campos de concentración recientes, campos exteriores y cuadrillas exteriores no se podía hablar, en absoluto, de ninguna clase de desaho­ go. Por lo demás, el cambio se produjo en algunos de los campos base sólo muy poco a poco, de modo irregular en los diversos sectores, y acom­ pañado muchas veces de serios retrocesos. Así, aunque fueron volviéndo­ se más raras las crueldades contra individuos, abundaron las operaciones en masa. Las ventajas especiales favorecían principalmente -y tampoco esto puede obviarse- a los prisioneros procedentes de naciones de habla ale­ mana, pues casi todos ocupaban puestos favorables en el momento que ponían el pie en los campos y no morían en las luchas internas por el poder; la SS no pudo nunca llegar a solventar el problema de los extranje­ ros, que ella misma había creado. En el campo de concentración de Buchenwald, por ejemplo, había en 1945 súbditos de por lo menos ¡trein­ ta naciones! Las ventajas que uno podía conseguir en el curso de los años como «viejo concentrado» podían desaparecer en cualquier momento si lo sacaban del campo en un transporte. A medida que se iba necesitando más mimo de obra en los campos en construcción, fueron desaparecien­ do las posibilidades de poder llegar a ahorrarse el terrible camino: tener que volver a empezar otra vez «desde un principio» en otro campo. Todo el que no era «indispensable» para el campo base, o que no disfrutaba de relaciones firmes, podía terminar en un transporte y perder de una vez para siempre todas las condiciones favorables. A finales de la guerra, los

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recién llegados tenían cada vez menos posibilidades de permanecer en los campos base; para los «viejos residentes» -a cuyas manos había ido pasando poco a poco, a medida que aumentaba la confusión en la SS, el poder interno- los recién llegados constituían el material de transporte, y los trasladaban rápidamente, por la sobreocupación de los campos base, a alguno de los numerosos campos que había en construcción. Cuanto más duraba la guerra y cuanto más desfavorable era el rumbo que tomaba para los nacionalsocialistas, más caótica se iba haciendo la situación para la SS. A esta dirección en la marcha de las cosas contribuyó la fuerza aérea aliada con sus bombardeos a las industrias de armamento de la SS. Los grandes campos, como Sachsenhausen, Dachau, Buchenwald y Auschwitz, fueron duramente atacados en 1944 (¡no el sector de la alam­ brada de espino, sino, y bien concienzudamente, las instalaciones indus­ triales que lo rodeaban!). Los bombarderos norteamericanos y la Royal Air Forcé hicieron en la mayoría de los casos un verdadero «trabajo en masa». De la Gustloff-Werke, el «esfuerzo industrial de construcción» de la SS, y precisamente cuando tenían que empezar a rendir de verdad, no quedó literalmente piedra sobre piedra, cuando Buchenwald fue bom­ bardeado el 24 de agosto de 1944. En el campo se produjeron solamente dos grandes incendios a causa de dos bombas incendiarías que un fuerte viento del Este había desviado de su dirección. No obstante, y como en aquel entonces todavía no les estaba permitido a los prisioneros regresar al campo cuando sonaba la alarma aérea, hubo entre ellos, a consecuen­ cia, sobre todo, de algunas bombas que cayeron en la cantera, y que, en realidad, iban dirigidas a los cuarteles de la SS, 384 muertos y 1.462 heri­ dos, de ellos 600 graves; por parte de la SS fueron 80 los muertos, 238 los heridos y 65 los desaparecidos. El bombardeo produjo en la SS una impresión extraordinariamente profunda. A partir de aquel momento actuaba bastante acobardada, huía inmediatamente a las trincheras a la más pequeña alarma aérea y consideraba el campo una especie de refu­ gio cuando se producían los ataques. En los prisioneros todas las visitas de aviadores aliados despertaban una sensación de confianza; además, durante la alarma se concedía tiempo libre, lo que siempre era bien reci­

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bido. Por otra parte, la conducción de agua empezó a funcionar mejor que antes, ya que las industrias de armamento habían dejado de ser con­ sumidoras. Lo único que se veía con una gran desconfianza eran los avio­ nes alemanes que en ocasiones sobrevolaban el campo, ya que se temía que Himmler diese un día tal vez la orden de liquidarlo de este modo, para echar luego la culpa, ante la opinión pública, a los aliados. De Thálmann, el dirigente del Partido Comunista alemán detenido en 1933, dijo Goebbels que había muerto a consecuencia del ataque aéreo a Buchen­ wald, el 24 de agosto de 1944, cuando lo que en realidad había sucedido es que aquel mismo día había sido asesinado a tiros. Los prisioneros de Buchenwald sufrieron considerables pérdidas durante el ataque aéreo a Weimar, del 9 de febrero de 1945, en el que fue bombardeada la GustlofFWerke de aquella ciudad; de los 2.000 que trabajaban allí, y que habían sido obligados a dormir en las naves o al lado de ellas, murieron más de 300 camaradas y resultaron heridos varios cientos. La fuerza de la SS para mantener el sistema de los campos de concen­ tración según los viejos moldes, que se había visto ya duramente afectado por el rumbo de los acontecimientos, sufrió su golpe de gracia con los bombardeos. Lo que sucedió en los últimos nueve meses fue más que el derrumbamiento de la institución -un derrumbamiento terrible, sin duda-, acompañado de una serie de circunstancias que la desbordaron por completo.

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La mayoría de los prisioneros llegaba al campo con la ilusión, creada por la Gestapo o por la Policía, de que sólo estaría en el campo un tiempo limi­ tado, unos tres o seis meses, «según su comportamiento». Nada más falso. Por lo general, la muerte imponía un límite mucho más rápidamente que la Gestapo. No vale la pena desperdiciar muchas palabras sobre la «priva­ ción de libertad limitada», si se tiene en cuenta que de los ocho millones de prisioneros de campos de concentración murieron unos siete millones y sólo fueron puestos en libertad unos 200.000 en los doce años de domi­ nio nacionalsocialista. Himmler declaró una vez públicamente, en 1936, que iba a mandar a miles de enemigos políticos detrás de las alambradas para toda su vida. Dependía de la arbitrariedad, de la casualidad o del soborno, el que una persona, una vez arrestada, pudiese escapar del sistema de la Gesta­ po; es decir, que pudiese eludir el campo de concentración o que, ya en él, fuese puesta en libertad. Yo mismo he vivido cómo, en los edificios de la Gestapo, los funcionarios de la Policía del Estado comentaban, riendo, la gran cantidad de reclamaciones que habían llegado y que después se habían «extraviado»; y cómo charlaban sobre las sumas de soborno que había que abonar para conseguir que una persona fuese liberada: en un caso, 6.000 marcos (el «jefe de sección» de la Gestapo había empezado pidiendo 10.000 marcos, pero el abogado había conseguido rebajar la suma); en otro caso se pagaron 250.000 marcos en libras esterlinas —la víc­ tima era un judío que después emigró-; en un tercer caso, fueron 50.000 marcos de «donativo para el Partido» y 20.000 marcos de «honorarios». A veces les placía a los señores tomar en la mano un puñado de expedientes de personas en prisión preventiva, coger uno de ellos al azar y solicitar la libertad para el elegido. Pero, por lo general, sucedía lo contrario: los

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expedientes permanecían sin resolverse hasta que enmohecían. Uno de mis conocidos, mecánico de precisión de oficio y socialdemócrata, inten­ tó conseguir de la oficina de la Gestapo en Viena, para la empresa donde trabajaba, el «certificado de no peligrosidad política» que se exigía. Des­ pués de haber ido dos veces a ver al «jefe de sección» competente y no haber sido recibido, se impacientó y llamó la atención sobre la urgencia de su asunto. Resultado: acabó crispándole los nervios íil jefe de sección. Sin más comentario fue conducido a la prisión de la Policía, donde per­ maneció dos meses, y de allí a un campo de concentración, si bien, de todas formas, fue puesto en libertad después de siete meses «por deten­ ción errónea». Los familiares de muchos prisioneros iban de un lado a otro para soli­ citar que se liberase al marido, al hijo, a la mujer o a la hija del campo de concentración. La mayoría de los funcionarios de la Gestapo eran muy generosos en las promesas a corto plazo. Mi mujer hizo que se me entrega­ se clandestinamente, a través de un policía benévolo, en los primeros meses de mi arresto, la llave de mi casa, a fin de que pudiese entrar en la vivienda en el caso de que no se encontrase nadie en ella: se le había ase­ gurado que sería liberado, sin lugar a dudas, en los próximos días. En ochenta y cinco meses tuvo ocasión de aprender a no prestar ningún cré­ dito a tales promesas de la Gestapo. El caso más increíble que conozco es el de un general austríaco antinazi, a cuya mujer, enferma del corazón, el «jefe de sección» comunicó que debía estar a las cuatro de la tarde a la puerta de la prisión para recoger a su marido, pues éste sería puesto a esa hora en libertad. A las tres, un camión de la Policía, con una docena de prisioneros, entre ellos el general, abandonaba la prisión en dirección a la estación, donde estaba aguardando el tren para Dachau. Los viejos concentrados se mofaban de los recién llegados, que toda­ vía creían en el «plazo corto». «Bueno -se decía-, son sólo los primeros quince años, después ya no es tan doloroso.» La solicitud para la puesta en libertad y la misma puesta en libertad se desarrollaban formalmente de la siguiente manera: En espacios de tiempo que oscilaban entre cuatro meses y medio año,

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las oficinas de la Gestapo solicitaban de las direcciones de los campos, si les apetecía, los llamados informes sobre el comportamiento de los prisioneros. Estos informes constituyen un triste capítulo. El prisionero del que se pedían informes era reclamado para un «interrogatorio», si es que uno de los jefes de campo tenía ganas, para el día siguiente. «¡Al portalón los prisioneros convocados!» (No se olviden los sentimientos que esta llama­ da durante la revista tenía que despertar en los prisioneros.) Los «interro­ gatorios», a los que naturalmente iban unidas largas horas de esperar de pie, consistían, por lo general, en tres preguntas: «¿Cuánto tiempo llevas en el campo? ¿En qué cuadrilla de trabajo? ¿Has sufrido algunos casti­ gos?». Fueran las que fueran las respuestas, el resultado era casi siempre golpes, insultos y el traslado a una cuadrilla peor. La información que la dirección del campo daba a la Gestapo era completamente arbitraria. Tanto si había habido interrogatorio como si no, la SS comunicaba a sus compañeros de la Gestapo que la persona en cuestión -a la que casi nunca se conocía- era insubordinada, incorregible y que no reunía apti­ tudes para ser puesta en libertad. Las consecuencias eran cartas de acusa­ ciones y de reproches de los familiares al prisionero, especialmente de las madres, así como numerosos divorcios, sin que el prisionero tuviera la más pequeña posibilidad de tratar del asunto en sus cartas de contesta­ ción, lo que agravaba aún más la situación. Johann Stürzer, de treinta y dos años, modesto vinicultor y socio de un gimnasio cristiano, fue acusa­ do el 8 de abril de 1938, cuando Adolf Hitler se dirigió al pueblo austría­ co para que aprobase unánimemente la ya realizada anexión a Alemania, de haber entorpecido en su pueblo de la Baja Austria la transmisión radiofónica del discurso. Stürzer estuvo en Dachau y en Buchenwald dos años en una compañía de castigo. Como contrajo una grave ciática, tenía­ mos que llevarle frecuentemente de los brazos entre dos al patio de revis­ ta cogido por debajo. Siempre estaba muy inquieto por la suerte de su anciana madre y de sus hermanas, que tenían que administrar sin él, que tan a gusto las habría ayudado, la pequeña heredad de la región vinícola. Un día recibió de su casa una de estas cartas cargadas de reproches: hacía ya tiempo que habría podido estar en casa si hubiera querido «portarse

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mejor», tenía que «ser un buen chico» y no entristecer a su madre «no obedeciendo a los superiores», etc.; la carta continuaba en el tono de una vieja madre candorosa, bien intencionada y sencilla, a la que la Gestapo había engañado miserablemente. Stürzer quedó afectadísimo y empezó a pasear de un lado para otro verdaderamente preocupado. El decano de bloque, que le tenía una profunda antipatía, le hizo llevar a la enferme­ ría, afirmando que se «había vuelto loco», para matarle con una inyec­ ción por «imbecilidad». Cuatro hombres tuvieron que sujetar al joven, que se defendía con todas sus fuerzas contra la muerte, para poderle poner la inyección en las venas. ¡Éste fue el resultado de una intervenríón de los parientesl La Gestapo podía disponer que un prisionero fuese puesto en libertad sin ninguna clase de «informe de conducta». El Departamento Político de un campo de concentración cualquiera recibía instrucciones por tele­ tipo y el asunto estaba solucionado. También podía inclinarse por no dar ningún valor en absoluto a la información pedida al campo. A veces suce­ día que se mandaba a la Gestapo un informe completamente desfavora­ ble y que, sin embargo, al cabo de pocas semanas, el prisionero era pues­ to en libertad. En tales casos, el jefe de sección competente de la llamada Gestapo Nacional presentaba en la central de Berlín, con o sin «informe de conducta» del campo de concentración, una soliátud depuesta en liber­ tad. La decisión dependía entonces del jefe de negociado ministerial en Berlín, el cual acostumbraba a preguntar a otras tres instituciones (el RSHA, el departamento II del SS-WVHA y la dirección de la SS del campo) si tenían objecciones. No es sorprendente, por tanto, que hubie­ se muy pocos prisioneros que consiguiesen superar esta estrecha red de obstáculos. Más frecuente era que, de cuando en cuando, se produjesen acciones depuesta en libertad con fines propagandísticos. El jefe de distrito de Franconia y editor de la publicación nacionalsocialista Stürmer, Streicher, acos­ tumbraba a liberar todos los años, por Navidad, a dos docenas de comu­ nistas del campo de Dachau, a los que después festejaba solemnemente en Nuremberg como «ciudadanos admitidos de nuevo en la sociedad».

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La necesidad de propaganda repugnantemente sentimental y falsa de los nacionalsocialistas utilizaba a los comunistas supuestamente arrepentidos como adornos para el árbol de Navidad de la comunidad nazi. No sé si los liberados eran vueltos a detener antes o después, para ingresar como «reincidentes» en los campos de concentración; pero lo creo posible, e incluso, en una serie de casos, probable. La mayor operación de puesta en libertad fue con motivo del cincuenta cumpleaños de Adolf Hitler, en 1959, cuando en Buchenwald, por ejemplo, fueron devueltos a sus hoga­ res unos 2.300 prisioneros, la mayoría de ellos de los llamados asocíales. El prisionero que abandonaba el campo tenía que pasar, después de recibir su traje de calle, por el Departamento Político, en donde se le entregaba el certificado de libertad, donde figuraban sus datos personales. Se le comunicaba también en qué oficina de la Gestapo tenía que presen­ tarse a su regreso. Si carecía de medios, se le facilitaba un vale con el que podía recoger en la estación de ferrocarril más próxima un billete hasta su lugar de destino. Antes de ser puesto en libertad tenía que firmar una declaración en la que constaban nueve puntos sobre su futuro comporta­ miento. Destaquemos entre ellos: silencio absoluto sobre la situación en el campo, ninguna relación con antiguos compañeros de cautiverio, y deber de denunciar. No observar cualquiera de los nueve puntos estaba amenazado con represalias adecuadas. Es comprensible que casi todos los prisioneros, bajo la impresión de lo vivido y de la constante amenaza a que estaban sometidos -a la mayoría se les imponía además el deber de pre­ sentarse regularmente ante la Gestapo o la Policía-, viviesen después de su libertad como hombres políticamente acabados. Sólo muy pocos de los prisioneros políticos liberados volvían a su antigua actividad; lo que ya era difícil para otros lo era para ellos mucho más, pues estaban estrechamen­ te vigilados, y los otros enemigos del régimen los miraban con miedo y desconfianza, por ser personas que habían estado «ya una vez en el campo de concentración». Era raro que la Gestapo sacase a prisioneros del campo para utilizarlos como confidentes y personas de confianza. Es curioso que la SS del campo no «liquidara» después a todos aquellos a los que hizo una proposición

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semejante y la rechazaron. Los prisioneros a los que se hacía una sugeren­ cia de este tipo quedaban en una situación verdaderamente difícil; había que tener gran firmeza de carácter, pues en tales casos no sólo se exponía uno con la negativa a una muerte posible, sino que abandonaba toda esperanza de llegar a ser puesto alguna vez en libertad. Más de uno creyó que una vez en libertad podría burlarse de la Gestapo hasta que la guerra acabase y se derrumbara el régimen nacionalsocialista. Conozco dos casos de Buchenwald en los que uno después de seis meses, y el otro des­ pués de ocho, fueron devueltos al campo «por falta de pruebas de que hubieran cambiado su pensamiento». Evidentemente, la Gestapo cose­ chó tan malas experiencias con sus intentos que por fortuna sólo utilizaba el medio en casos extremos. Parece que en los últimos años de guerra fueron puestos en libertad algunas decenas de miles de prisioneros alemanes de los campos de con­ centración para incorporarles al ejército. La mayoría de los prisioneros políticos rechazaron este procedimiento de vuelta a la libertad; pero no estaba en sus manos impedir el reclutamientoforzoso. Si la dirección de la SS aprobaba la solicitud del ejército, lo que no sucedía siempre, ni mucho menos, no se concedía a los liberados ni permiso siquiera para ver por lo menos a sus familiares -a los que muchas veces no habían visto desde hacía años-, sino que tenían que partir directamente del campo al desta­ camento al que habían sido destinados. No pocos ponían en esta posibili­ dad todas sus esperanzas de poder escapar del infierno de los campos de concentración. Incluso había algunos que creían que dentro del ejército podrían desplegar una actividad política contra el nacionalismo, al con­ trario que en los campos, donde su papel se limitaba, por lo general, al de ser víctimas pasivas de la arbitrariedad. No obstante, pronto se hacía evi­ dente que esta esperanza de poder desplegar una actividad tal no era más que una ilusión: la mayoría iba a batallones de castigo. En ocasiones, se concedía permiso a los prisioneros. Se trataba, desde luego, de excepciones reducidísimas. En todo el tiempo que existió el campo de concentración de Buchenwald, no pasaron de las dos docenas los prisioneros que tuvieron la posibilidad de hacer una visita a sus

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parientes. Los motivos eran enfermedades graves, muertes y asuntos de negocios. Esta enumeración de los motivos da una falsa idea: la concesión del permiso dependía en realidad de la suerte o de tener alguna buena relación con la dirección de la SS del campo o con algún funcionario de la Gestapo. Transacciones comerciales que podían reportar algún benefi­ cio económico a alguna de las instancias competentes para dar el permi­ so tenían más probabilidades de éxito que la muerte de un padre o de una madre. Las visitas al campo de concentración en principio no estaban permitidas. Se hicieron escasas excepciones: así, con intervenciones extranjeras de las que era difícil escabullirse, con permisos especiales de la central berlinesa de la Gestapo y, en los últimos años de la guerra, con soldados que habían destacado extraordinariamente en el frente y que tenían parientes en los campos de concentración. El visitante era llevado por algún secuaz de la SS al Departamento Político; entonces se llamaba al prisionero y se per­ mitía una conversación de una hora de duración más o menos, en idioma alemán, y bajo vigilancia (vigilancia que, en la mayoría de los casos, corría a cargo del director del Departamento Político). Llamaba la atención por su ridiculez la delicadeza con que eran atendidos los visitantes por los secuaces de la SS. La mayoría de los prisioneros habrían renunciado a tales visitas si se les hubiese dejado elegir; no sólo por la desagradable «lla­ mada» unida a ella y por el camino penoso que había que recorrer a tra­ vés del portalón hasta el Departamento Político, sino también por las gro­ tescas circunstancias que acompañaban a lo que allí se desarrollaba. ¿Sobre qué se podía hablar en aquellas habitaciones en treinta o en sesen­ ta minutos, después de años de separación y ante la vigilancia de la SS, vestido el uno con traje de calle y el otro con traje a rayas? En los campos eran frecuentes las visitas de la SS. Durante estas visitas la dirección del campo desarrollaba una práctica curiosa: por una parte, escondía una serie de hechos; por otra, mostraba las piezas especialmen­ te interesantes. Se pasaba de largo por los establecimientos que podían indicar las torturas de los prisioneros y se escondían los objetos que ser­ vían para ello. Si, por ejemplo, «el potro de tormento» se encontraba en

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el patío de revista, lo retiraban de allí y lo llevaban a una barraca hasta que los visitantes se habían vuelto a marchar. Una vez se olvidaron de tomar esta medida de precaución; a la pregunta de uno de los visitantes que quiso informarse sobre la clase de instrumento que era aquello, respon­ dió uno de los jefes de campo que se trataba de un modelo de banco de carpintero para elaborar contornos especiales. También se retiraban los patíbulos y las estacas que se empleaban para colgar de ellas a los prisione­ ros. A los visitantes se les acompañaba, sobre todo, a los «establecimientos modelo»: enfermería, cinematógrafo, cocina, biblioteca, cámara, lavande­ ría y establecimiento agrícola. En caso de que llegase a visitar algún blo­ que de alojamiento, éste era siempre el de los llamados «comandados», donde vivían los peluqueros de la SS y los kalfaktoren, así como prisioneros privilegiados; el bloque estaba por ello siempre limpio y nunca demasiado lleno. En el departamento de horticultura o en los talleres de artesanía, los visitantes recibían siempre regalos como «recuerdo». Había visitas en grupos e individuales. Las visitas individuales eran fre­ cuentes sobre todo en época de vacaciones; los jefes de la SS mostraban entonces el campo a sus parientes y conocidos. La mayoría de las veces, los visitantes eran también miembros de la SS o jefes de los SA; más rara­ mente oficiales del ejército o de la Policía. Las visitas en grupo eran de diversas clases. Frecuentemente venían cursos de agentes de la Policía Secreta de alguna escuela próxima; otras veces eran cursos de aspirantes a oficiales de la SS. De vez en cuando venían también personas civiles. El campo de concentración de Buchenwald fue visitado una vez por delega­ ciones juveniles de países fascistas que asistían a un «congreso cultural» en Weimar. Las visitas de personalidades, como el jefe de distrito Sauckel; el presidente de la Policía de Weimar Hennicke; el .príncipe heredero Waldeck-Pyrmont; el ministro italiano de Asuntos Exteriores, conde Ciano; el jefe de Sanidad del Reich, doctor Conti, etcétera, se quedaban por lo general hasta la revista de la tarde. Después subían todos juntos, con los jefes de campo a su lado, al pasillo que había en la azotea del edifi­ cio del portalón, y desde allí contemplaban el desfile del ejército de mise­ rables y el desarrollo de la revista, que «desde allí arriba» debía tener un

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aspecto bastante impresionante. Después de la revista había que cantar para mejorar aún más la buena impresión. Uno de los números favoritos era hacer dar unos pasos al frente a losjudíos y hacerles cantar la llamada «canción de los judíos»: una autodifamación de la peor especie, que comenzaba así: Durante siglos hemos engañado al pueblo, no hubo fraude que nos pareciese demasiado grande, no hemos hecho más que chanchullear, engañar y estafar, lo mismo con la corona que con el marco,

y acababa con las estrofas: Ahora el alemán nos ha visto el juego y nos ha llevado detrás de la segura alambrada de espino. A nosotros, estafadores del pueblo, nos había espantado siempre lo que ahora, de pronto, en una noche se ha hecho realidad. Hoy se afligen nuestras corvas narices judías: en vano hemos sembrado odio y discordias. Se acabaron ya los robos, las comidas suculentas y el libertinaje, ahora es ya demasiado tarde, para siempre demasiado tarde.

Este noble producto de la cultura nacionalsocialista había sido compues­ to por un prisionero asocial, que lo había puesto a disposición de los ase­ sinos de masas. Ródl, que tenía mucho aguante para la estupidez, hizo que los judíos lo cantasen dos veces; incluso a él le pareció estúpido y lo prohibió. Los jefes de campo Florstedt y Plaul, que odiaban a los judíos con toda su alma, lo volvieron a introducir para honra nacionalsocialista. Durante su mandato, que duró años, no era raro que después de la revista de la tarde se oyese: «¡Los judíos, que sigan firmes!». Hasta la mediano­ che podía oírse ininterrumpidamente la difamante canción, mientras que los señores jefes de campo, en sus habitaciones, vertían un vaso tras otro en sus germánicos gaznates de héroes. Uno se pregunta qué es lo

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El Estado de la SS

que habrán pensado los oficiales del ejército alemán, mientras que a sus pies unos cientos de judíos derrengados, extenuados y con la muerte pisándoles los talones, les cantaban: El Paraíso ha tenido un fin inesperado, pasaron ya la suciedad y los timos. Nuestras deformadas manos de negociantes tienen que ocuparse ahora con el primer trabajo de verdad. Somos los Kohns, los Isaacs y los Wolfensteiner, conocidos de todos por nuestra grotesca figura. Si es que existe una raza más baja, entonces seguro que está emparentada con nosotros.

Estos oficiales, representantes de las tradiciones militares de la Prusia ale­ mana, ¿estaban orgullosos de oír, al lado de los pretorianos de Adolf Hitler, esta variación, procedente de la arena del campo de concentra­ ción, de aquel famoso grito: Ave, Caesar, morituri tesalutant?

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La vida holgazana de la SS

El polo opuesto a la vida de los prisioneros de los campos de concentra­ ción era la vida de la SS. Allí, escasez de espacio, hambre, esclavitud, tor­ tura, miedo y muerte; aquí, lujo, hartazgo, holgazanería, debilidad y vicios de todas clases. ¡Qué tremenda diferencia entre los «ideales» de Himmler y la vida holgazana de su «selección de calaveras»! A fin de dar una idea, se han destacado y reunido sólo unos cuantos de los infinitos casos que hubo. El hecho de que el campo de concentra­ ción de Buchenwald aparezca siempre en primer plano no debe llevar a la conclusión de que éste fuese un caso excepcional respecto a otros cam­ pos. La corrupción de los señores de la SS era en Auschwitz, Lublin y Gross-Rosen, a veces, aún peor que en Buchenwald, y en todos los demás campos de la Gran Alemania, por lo menos, de la misma envergadura. Empecemos por los talleres de escultura. Allí trabajaban arquitectos, escultores de piedra y de madera, tallistas, orfebres y plateros, pintores, tapiceros y dibujantes. Todos ellos realizaban los interiores artísticos de las viviendas de los jefes de la SS, confeccionaban los innumerables rega­ los con que recíprocamente se obsequiaba la camarilla, y creaban la sun­ tuosa fachada del campo detrás de la cual se iba extendiendo la miseria. El material y las herramientas de que disponían los talleres de escultura eran de primera calidad. Los «barcos vikingos» que tenían que confeccio­ nar se convirtieron en artículos muy solicitados en todos los círculos de la SS. A partir de 1941 hubo alfareros artísticos en la Deutsche Erd- und Steinwerke de Berlstedt, en las proximidades de Buchenwald, y pintores de porcelana en la fábrica de porcelanas de la SS, Allach, en Baviera, que dependían del campo de concentración de Dachau. Los departamentos defotografía, que habían sido establecidos originaria­ mente para la identificación de prisioneros, servían casi exclusivamente

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para hacer copias de fotografías de la persona amada, así como para con­ feccionar magníficos álbumes para familiares, amigos y conocidos de miembros de la SS. Esta cuadrilla era bastante peligrosa para los prisione­ ros, pues la dirección de los campos tenía pánico de que pudiese llegar al mundo exterior alguna fotografía de las atrocidades que se cometían. Una vez que esto sucedió en Buchenwald, en 1939, el kapo de entonces, un prisionero político llamado Rudolf Opitz, de Leipzig, fue arrojado a los calabozos y estrangulado por Sommer, después de haber sido martiri­ zado. De los pintores arrestados exigían los jefes de la SS cuadros de todas cla­ ses. A cambio no se les abonaba nada o sólo un puñado de cigarrillos. Lo que no impedía que los «compradores» vendiesen los cuadros en su círculo de conocidos. Del pintor holandés Harry Pieck poseían los jefes de la SS de Buchenwald, por lo menos, dos docenas de obras valiosas, sobre todo retratos. El artista tuvo de todas formas la ventaja de no morir en la cantera o en la cuadrilla de trincheras; pudo seguir ejerciendo su profesión, aunque fuese como esclavo de aquellos cursis, y pudo conse­ guir relaciones que más tarde le sirvieron para salvar la vida, cuando por orden de Berlín fue destinado a un transporte NN. De las imprentas y talleres de encuademación de los campos salían, sobre todo, encuadernaciones de lujo, toda clase de tarjetas de felicitación, el diario ilustrado DerPelikan, para las tardes de camaradería de la SS, pan­ cartas e inscripciones artísticas. Sus trabajos eran tan conocidos que cuan­ do un jefe de la SS entregaba en Berlín un informe bien encuadernado, era siempre acogido, por parte de la SS que no podía disfrutar de estas ventajas de los campos de concentración, con la frase: «¡Trabajo típico de prisioneros!». Pero no acaban aquí los fines para los que eran utilizados los prisione­ ros. Los nuevos señores, cuyo origen era por lo general de naturaleza oscura, tenían el orgullo de proveerse de largas series de antepasados y de brillantes escudos. Para ello formaron cuadrillas de investigación de árboles genealógicos. En Buchenwald consistía en un equipo formado principal­ mente por antiguos funcionarios checos, a los que se encomendó la tarea

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de confeccionar, en contacto con los Registros Civiles de la SS, árboles genealógicos y crónicas de familia. Los blasones de la guardia de Himm­ ler eran diseñados por prisioneros, e inscritos por la Oficina Genealógica de Berlín en el Registro Oficial de Blasones. El jefe de batallón de la SS Max Schobert, nombrado en 1940 segundo jefe de campo, se hizo con­ feccionar un blasón del tamaño de una persona, que regaló a su ciudad natal, donde fue colocado en el museo local. La cuadrilla de genealogistas tenía que enfrentarse frecuentemente con tareas casi insolubles: las huellas de esta «élite» germánica se perdían a menudo, a consecuencia de los numerosos antepasados de filiación ilegítima, en los amplios paisa­ jes del oriente eslavo. Las industrias de bienes agrícolas servían a la faceta nutritiva de los intere­ ses de la SS. Comprendían pocilgas, establos para caballos de carreras y de labor, corrales de ovejas, granjas avícolas, criaderos de conejos de Angora, departamentos de horticultura y amplios campos de cultivo en las proximidades de los campos de concentración. Los criaderos de cone­ jos de Angora y las granjas avícolas constituían una fuente constante de provisiones y de ingresos para la jerarquía de la SS, sobre todo durante la guerra. En qué medida puede apreciarse por el siguiente ejemplo: al comandante Koch se le reventaron una vez 200 frascos de conserva de carne de pato. Como temía que la carne se pudiese estropear, vendió a los prisioneros los patos -sólo una fracción de sus existencias- en racio­ nes que costaban dos marcos cada una. Los departamentos de horticultura de la SS eran, junto a las canteras, las cuadrillas más temidas. En Buchenwald estaban bajo el mando del jefe superior de asalto de la SS Dumbóck, natural de Salzburgo, que asesinó con sus propias manos por lo menos a cuarenta prisioneros políticos y que perseguía con especial saña a sus compatriotas austríacos. Hubo más de un prisionero que se ahorcó, entre las plantas decorativas, en las vigas del invernadero. Una mañana, mientras paseaba meditabundo a lo largo de la cerca del departamento de horticultura, poco antes de iniciar el desfile hacia el patio de revista, vi cómo un gitano pendía entre las altas flores. Se había suicidado de esta manera durante la noche. De un ángulo de la

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boca le colgaba, a este hombre de tez terrosa oscura, que procedía de algún lejano país, un cigarrillo apagado. Así había perecido: en medio de flores maravillosas, que crecían en un suelo empapado de sangre y de sudor. De cuando en cuando, sobre todo en las semanas que precedían a la Navidad y a las fiestas especiales de la SS, la jerarquía de la SS se apodera­ ba, para sus intereses privados, de partidas enteras procedentes de las industrias del campo. La llamada «chapuza» -es decir: actividad ilegal para fines privados- llegaba a ocupar hasta la mitad del tiempo de trabajo de los prisioneros en los talleres, incluidos los de armamento, como las Deutsche Ausrüstungswerke (DAW). Constantemente se entregaban a losjefes de la SS, en grandes cantidades, maderas nobles, cobre y bronce, plata, oro, toda clase de hierros forjados y un buen número de materias primas esenciales para el armamento. Los prisioneros no se oponían a estas prácticas, que se habrían llevado a cabo de todas formas por la fuer­ za; es más: incluso las fomentaban, pues servían para corromper aún más a la SS, y representaban, por otra parte, un sabotaje a la economía de gue­ rra. Los más variados artículos de lujo, algunos de ellos de gran valor artís­ tico, muebles corrientes y repujados, objetos de metal trabajado, bustos, esculturas, etc., por los que no se había pagado nada o, si acaso, algunos cigarrillos, no quedaban en el campo, sino que muchas veces eran envia­ dos a amigos y conocidos en Alemania e incluso en el extranjero euro­ peo. Los prisioneros con dotes artísticas eran «prestados» a Berlín o a otros lugares o campos, para que allí pudiesen satisfacer la necesidad de lujo de la SS. En la Navidad de 1939, Himmler recibió todo un escritorio de mármol verde, elaborado por el taller de escultura de los prisioneros de Buchenwald, por un valor de unos 15.000 o 20.000 marcos. También en este terreno los grandes señores emulaban a los pequeños: durante años estuvimos haciendo trajes civiles y uniformes con telas robadas, por orden del jefe superior de tropa de la SS Henschel, para los jefes de las cuadrillas del taller de cerrajería, de la cocina y del departamento de hor­ ticultura. A cambio de ello, Henschel recibía de uno verduras «en masa» (durante todo un verano fui uno de los prisioneros encargados de desgra­

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nar guisantes y cortar judías verdes para él); del otro recibía los botes de hojalata para conservas; el tercero se ocupaba de confitarlas. Durante mi actividad para este urgente fin económico de la SS se elaboraron 1.000 botes de conserva. Henschel apostaba a unos cuantos prisioneros para que avisasen de las visitas por sorpresa de los jefes de la SS no gratos, es decir, de aquellos que «hacían rancho aparte»; cuando se oía el aviso toda la brigada se trasladaba con los trajes y las telas al sótano -donde el jefe de cuadrilla con sus compañeros de la cuadrilla de construcción I y de la carpintería se habían hecho instalar un criadero de conejos-, y allí ocultaba los «géneros prohibidos»: la cueva de ladrones de Alí Babá basa­ da en la explotación de esclavos. Por lo general, los jefes y subjefes de la SS consideraban todos los ar­ tículos utilizables que se encontraban en sus almacenes o talleres como una especie de posesión privada ilegal. Cuando las existencias y posibili­ dades de las propias industrias de la SS no alcanzaban, se cubría el resto de las necesidades con artículos de industrias y tiendas privadas. Era muy raro que una empresa se atreviera a rechazar los deseos de un alto jefe de la SS. Los señores habrían seguido con sumo agrado el ejemplo de Góring, que solía «comprar» pieles, joyas y todo lo que le apetecía sin pagar. Al final, a consecuencia de la guerra, el dinero pasó a un segundo plano: todo dependía ahora de que las mercancías deseadas se pudieran encontrar. El jefe superior de grupo de la SS y general de las Armas de la SS, príncipe heredero de Waldeck-Pyrmont, jefe supremo de la SS y de la Policía en la región de Fulda-Werra, con sede en Kassel, se proveía de lo que necesitaba a través de un prisionero que mandaba a la ciudad. Este prisionero, un antiguo comerciante muy trabajador -que, aún siendo un prisionero de los verdes, era una persona decente-, iba a las tiendas con su traje de presidiario y conseguía mucho más de lo que habría consegui­ do un secuaz de la SS, porque les caía muy simpático a todos los comer­ ciantes. Si a pesar de todos sus esfuerzos el príncipe heredero no podía conseguir el material deseado, acudía a otros métodos: necesitando en 1944 cierto material de instalación, ordenó a unas cuadrillas de prisione­ ros del comando de Buchenwald en Kassel, que, bajo la dirección de

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miembros de la SS, desmontasen de las casas de ciudadanos que habían sido bombardeadas las tuberías de conducción necesarias y los objetos especiales requeridos para que él pudiese utilizarlos para sus fines priva­ dos. La delegación de la conocida empresa alemana Linde’s Eismaschinen recibió a través del Instituto de Higiene de las Armas de la SS, depar­ tamento de fiebres tifoideas e investigación de virus (bloque 50 de Buchenwald), el encargo de construir, con el mayor grado de urgencia -el señalado para los asuntos que afectaban a la defensa militar-, una ins­ talación frigorífica para que el jefe de la SS y de la Policía pudiera conser­ var los corzos cobrados durante sus cacerías. Fundamentación de la urgencia: ¡producción de vacunas para las tropas combatientes! Piezas maestras de la vida holgazana de la SS en Buchenwald fueron una casa de campo para la práctica de la cetrería, que se regaló a Hermann Góring, y un picadero para la mujer del comandante del campo, Ilse Koch. La construcción de la casa de campo para la práctica de la cetrería con hal­ cón se inició en 1938 y finalizó en 1940. Solamente el coste de material fue de unos 135.000 marcos. Comprendía un terreno en el que se encontra­ ban los siguientes edificios: la auténtica casa de campo de estilo germáni­ co antiguo, hecha con madera de encina con artísticos relieves; un pabe­ llón de caza con muebles de madera de encina trabajada, grandes chimeneas y trofeos; una pérgola y otra casa de campo (en ella fueron custodiados más tarde, cuando se dejaron de organizar cacerías con hal­ cón, el primer ministro francés Léon Blum y otras personalidades). Había además un coto de caza mayor con gamos, corzos yjabalíes, zorros, faisanes, pavos y otros animales, y varias jaulas con gatos monteses. Fuera del coto, en el llamado jardín zoológico, había cinco monos y cuatro osos encerrados enjaulas. En los primeros tiempos hubo incluso un rinoce­ ronte. Si moría algún animal, los judíos aportaban un «donativo volunta­ rio en dinero» para sustituirlo por otro. Un lobo costaba cerca de 4.000 marcos, y lo mismo una ardilla. Un placer neroniano de la SS durante el mandato de Koch era arrojar prisioneros a las oseras para que fuesen des­ pedazados. Las fieras eran alimentadas excelentemente. Incluso en el

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año 1944, cuando había en el campo gran escasez de alimentos, los osos, monos y aves de rapiña comían diariamente carne procedente de la coci­ na de prisioneros. A los osos se les daba, además, miel y mermelada, y a los monos puré de patata con leche, copos de avena, bizcochos y pan blanco. Toda la instalación era cuidada por jardineros profesionales. La cuadrilla de prisioneros encargada de la casa de campo constaba de seis a diez hombres. El campeón de cazadores del Reich, Góring, no puso nunca los pies en el regalo que le habían hecho. La SS, por su parte, se encargaba de repartir folletos de propaganda en Weimar y sus alrededo­ res, cobrando un marco por cada persona que quería visitar la instala­ ción. El picadero de la «comandanta» Use Koch tenía 40 x 100 metros de exten­ sión y unos 20 metros de altura. Dentro había una pista con las paredes recubiertas de espejos. La construcción tuvo que realizarse con tanta rapi­ dez que unos treinta prisioneros tuvieron accidentes mortales o fueron asesinados durante el trabajo. Los gastos de construcción ascendieron al cuarto de millón de marcos. Una vez terminado, la señora Koch daba allí, varias veces por semana, sus paseos matutinos a caballo, que duraban entre un cuarto de hora y media hora; la banda de música de la SS tocaba sobre un tablado especial la música de acompañamiento. Después del encarcelamiento de la señora Koch en 1943, en la prisión de la Policía de Weimar, en el curso del proceso que el jefe superior de grupo de la SS príncipe Waldeck entabló, por enemistad personal, contra su marido, el picadero sirvió de cámara de trastos viejos y de almacén. En la ladera sur del monte Etter, la de clima más benigno, los prisio­ neros hubieron de construir una carretera de asfalto, que fue llamada la calle Eicke. A lo largo de ella se erigieren las llamadas «casas de los jefes». En los últimos tiempos había allí diez chalets de lujo con toda clase de confort. Las elegantes construcciones de madera ofrecían una vista pre­ ciosa del campo de Turingia; tenían amplios sótanos, garajes propios y enormes terrazas. Grandes brigadas de prisioneros habían transportado desde las canteras las piedras que se emplearon para los cercados. En las casas de los jefes vivían con sus familias y sus ordenanzas el comandante

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del campo, los jefes de campo, los comandantes de las tropas y otros jefes de la SS. En cada casa había destinados además kalfaktoren, la mayoría de ellos hombres y mujeres de la secta de los testigos de Jehová. Las instala­ ciones de calefacción y agua caliente eran también atendidas por prisio­ neros. En estos «hogares íntimos» se desarrollaba la vida familiar que Himmler exigía con tanta energía de los jefes de la SS. Casi todos ellos estaban casados y tenían hijos, pero también amaban la promiscuidad. No siem­ pre era tarea fácil para los prisioneros -cuya suerte dependía del humor de sus señores- distinguir quién tenía relaciones ilícitas con quién y quié­ nes estaban enemistados. El kalfaktorKurt Titz tuvo frecuentemente serias dificultades por este motivo. Después de haber despertado a los niños en la casa Koch a la hora prescrita, de llevarlos al baño, lavarlos y vestirlos; después de haber preparado el café y llevarlos a la cama de la «señora» -que solía estar destapada en la cama-, acostumbraba a venir, cuando el comandante estaba ausente, el médico de campo doctor Hoven, llamado «el hermoso Waldemar». Y cuando Titz no estaba ojo avizor, le pasaba desapercibido que por la noche eljefe de campo Florstedt se escapaba de su propia esposa para irse con la comandanta. Una falsa alusión al jefe de campo en presencia del médico de campo, podría haber hecho caer rápi­ damente en desgracia al prisionero y haberle costado la vida. (Titz acabó «cayendo», pero pudo sobrevivir al calabozo y al campo de concentración de Flossenbürg.) En estas casas de jefes fluían durante todo el año, en cantidades enor­ mes, los productos de las corruptelas. La manutención de la SS estaba dividida originariamente en tres categorías: comida de la tropa, comida de la comandancia y comida de los jefes. Los jefes superiores se habían reservado, además, el derecho de alimentarse por su cuenta. Una repara­ ción en el sótano de la casa del comandante de Buchenwald sacó a la luz, por ejemplo, treinta jamones enteros, más de cincuenta salchichas ahu­ madas, cientos de frascos con finta en conserva y unas seiscientas botellas de vino francés especial. Hitler y Himmler estaban decididos a continuar la guerra hasta los últimos víveres de los ciudadanos honrados. Pero,

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naturalmente, no regía el mismo principio para los capitanes de la empresa; el jefe de distrito Sauckel, por ejemplo, guardaba en Weimar 50.000 botellas de coñac Hennessy para Hermann Goring (fueron saca­ das en camiones militares diez días antes de la entrada de las tropas ame­ ricanas) . Los jefes de la SS no despreciaban, en absoluto, el almacén de los prisioneros como fuente de provisiones. Jan Robert, encargado de dar masajes a los señores cuando éstos perdían las fuerzas, tenía que entregar diariamente al ayudante del jefe principal de tropa Hans Schmidt, por orden del doctor Hoven, buen amigo de aquél, huevos, mantequilla y leche, procedentes de la cocina del hospital de prisione­ ros. El ayudante exigía también jabón y comestibles de los paquetes de la Cruz Roja; Robert únicamente acertaba a escabullirse de tales exigencias haciendo uso de toda su astucia e inteligencia. Entre las distintas clases de manutención oficial de la SS había consi­ derables diferencias respecto a la cantidad y a la calidad. En el hogar de jefes, por ejemplo, una generosa industria de restauración, había diaria­ mente para los jefes de la SS en activo, pollos y filetes de gran tamaño, excelente café, buenos vinos y licores de las mejores marcas extranjeras, mientras que los reservistas, muy cerca de ellos, tenían que rebañar el rancho oficial, a no ser que disfrutasen de buenas relaciones. Pagando de 60 a 75 pfennigs, los ordenanzas llevaban las suculentas comidas a los familiares que vivían en las casas de losjefes de la SS; éste era el motivo de que muchas esposas no tuviesen, porque no los necesitaban, cacharros de cocina. Las cantidades de carne y de grasa que se necesitaban para el hogar de losjefes se conseguían a través de compras y matanzas clandesti­ nas; a este fin, la cuadrilla de las pocilgas de Buchenwald tenía ilegalmen­ te, en todo momento, de 300 a 500 cabezas de los llamados «cerdos de la comandancia» y medio millar de gansos, patos y gallinas. Los animales eran alimentados con los «desperdicios» del campo de concentración. En el año 1941 desaparecieron formalmente las diferencias en la ali­ mentación, al relevar el jefe de batallón de la SS Barnewald al antiguo jefe de la administración de Buchenwald, jefe principal de asalto de la SS, Weichseldórfer. A raíz de ello se intensificó aún más la «organización pri­

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vada» de la jerarquía de la SS. El mismo Bamewald recibió, por ejemplo, con motivo de sus bodas de plata, a fines de 1944, junto a masas enormes de finísimas pastas de té, nada menos que dieciocho tartas, cuyos ingre­ dientes habían sido sacados de la cocina de prisioneros por el administra­ dor del almacén, jefe principal de tropa de la SS Paak. Un nido de corrupción sin igual era la administración de la cantina de la SS, dirigida por el jefe principal de tropa llana Schmidt. Esta administra­ ción conocía ya una larga tradición de malversaciones y fraudes. Eljefe de grupo de la SS Eicke había fundado personalmente, en sus tiempos, la Comunidad de Cantinas de los campos de concentración y de las agrupa­ ciones de calaveras de la SS, que se ocupaba de las compras y de las ven­ tas. De ella procedía la administración de la cantina de la SS de Buchen­ wald, que fue llevada durante mucho tiempo por una de las personas de más confianza del jefe de estandarte Koch: el prisionero 13V Meiners, que anteriormente había cumplido diversas penas por dieciocho robos y estafas. Había hecho de la administración una empresa privada de lucro. Meiners hacía compras todos los meses con fondos procedentes de los prisioneros, que a veces llegaban hasta los 120.000 marcos; aunque era un prisionero podía viajar libremente, llevar trcyes de calle y dejarse crecer el pelo, por pertenecer a los llamados prisioneros preferentes. En su capaci­ dad «para chanchullear, engañar y estafar, lo mismo con la corona que con el marco», no tenía nada que envidiar el jefe principal de tropa Hans Schmidt. A éste sólo es posible estudiarle patológicamente; orinaba, por ejemplo, con especial agrado, en las copas de «champagne». Este perso­ naje, «relacionado» con todas las oficinas administrativas de la SS de Ale­ mania, no tenía ningún reparo en sustraer, a mansalva, parte de las mer­ cancías destinadas a las tropas. Mientras que, por ejemplo, para las tropas corrientes se hacía una distribución rigurosa de tabaco y de vino -¡una botella de vino para cada seis hombres!-, el «champagne» corría a rauda­ les entre la jerarquía de la SS. La señora Koch, que antes había sido taqui­ mecanógrafa en una industria de cigarrillos, tomaba en ocasiones baños con la bañera llena de vino de Madeira. Una vez que el comandante se hizo cargo, por las buenas, de unos camiones cargados de limones, y dio

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sólo algunos de ellos a altos jefes de la SS, surgió el rumor entre las tropas de la SS de que la señora Koch se hacía frotar la piel con zumo de limón; tarea que tenía que realizar su peluquero, un prisionero del campo, que la «trataba» todos los días. El rumor carecía de fundamento, pero indica hasta qué punto habían desmoralizado con su corrupción los jefes de la SS a sus propias filas. Los jefes de administración les facilitaban cientos de miles de cigarrillos para su uso personal. Su ansia insatisfecha no se dete­ nía ni ante el chantaje de las tropas de centinelas de croatas, húngaros y transilvanos (las llamadas tropas de alemanes nacidos en el extranjero); a estos soldados se les ofrecían permisos especiales y servicios agradables a cambio de la entrega de los jamones, grasas y embutidos que recibían en los paquetes que les mandaban desde sus pueblos. El hombre de la SS Ortner, de Rumania, miembro de la segunda compañía de Buchenwald, estuvo dos años sin prestar ninguna clase de servicio precisamente por haber sido servicial con sus superiores del modo indicado. Un capítulo especial lo constituyen las llamadas veladas de camaradería de la SS, que empezaron en Buchenwald en 1938 con una aparatosa fiesta al aire libre y que desde entonces se celebraban, más o menos todos los meses, para el Estado Mayor de la comandancia. Eran comilonas que so­ lían acabar en orgías salvajes. Para cada plato había de seis a ocho vinos diferentes. Las bebidas necesarias las procuraba, durante la guerra, con intervalos regulares, trayéndolas de Francia y Holanda, el jefe principal de tropa de la SS Rieger, en otro tiempo jefe de estación. El «experto» en la organización de las veladas era el ya varias veces mencionado jefe prin­ cipal de tropa de la SS Michael. Cuando el príncipe heredero de Waldeck-Pyrmont o algún otro alto jefe de la SS hacían una visita, se llegaban a organizar a lo largo del día hasta seis «desayunos». Los que mejores beneficios sacaban de estos banquetes eran los tenderos de Weimar. La financiación de los gastos de la SS se realizaba de los modos más diversos. Las fuentes más beneficiosas eran las estafas en elprecio de los artícu­ los de la cantina de prisioneros-la «ensalada vikinga» costaba 2,60 marcos la libra, diez veces su valor- y las sustracciones de las comidas de todos los ocupantes del campo de concentración. El primer método llegó a propor-

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donar en Buchenwald, en el curso del dempo, probablemente un benefi­ cio de cerca de dos millones de marcos, además de procurar numerosos regalos personales a la jerarquía de la SS. Para este fin, el comandante Koch mantenía una «caja clandestina», en la que Meiners ingresó, como consta en el único libro de caja que se ha conservado, 52.000 marcos; las sumas no asentadas en los libros representaban un múltiplo de esta canti­ dad, según las propias declaraciones de Meiners. Este honró una vez a la señora Koch con un anillo de brillantes que tenía un valor de 8.000 mar­ cos. Otra vez compró al ayudante Hackmann un automóvil nuevo con las «ganancias» de la cantina de prisioneros; incluso llegó a donar el dinero para la construcción de una quinta a orillas del lago Erder, cerca de Bad Wildungen, que no llegó, sin embargo, a ser edificada por oposición del príncipe heredero de Waldeck-Pyrmont. Con el dinero facilitado por Mei­ ners, Koch se compró, entre otras cosas, una lancha motora en el mencio­ nado lago. Los recargos en los precios, que normalmente suponían de.un 100 a un 300 por 100, sirvieron también para compensar las pérdidas del hogar de oficiales. De todo este embrollo financiero pudo sacar el jefe superior de tropa de la SS Schmidt 65.000 marcos. El segundo método para obtener dinero: apoderarse departe de los ali­ mentos destinados al rancho de prisioneros, proporcionaba cada vez, en inter­ valos de tiempos regulares, de 6.000 a 10.000 marcos. Había todavía, además, una plétora de maniobras fraudulentas, corre­ rías, chantajes, «castigos», «colectas voluntarias», «donativos y regalos», que servían para espabilar las cajas que constantemente se estaban vacian­ do. Los pretextos pitra volver a conseguir dinero eran muchas veces de la más miserable especie. Así, por ejemplo, se afirmaba que los «caballos de tiro» habían roto la lanza de un coche, o que algunos prisioneros habían dejado impresas las huellas de sus pies en la acera recién cementada que había enfrente de alguna de las casas de los jefes, o que se habían robado flores del departamento de horticultura; coste, de 200 a 400 marcos, que había que entregar antes de media hora. En marzo de 1939 Ródl compro­ bó que los judíos habían destrozado toallas y platos: cada uno de los ocho bloques de judíos tuvo que aportar inmediatamente 500 marcos. Hack-

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mann tuvo que pagar una vez, por reparaciones en su propio automóvil, 186 marcos. Hizo llamar al decano de bloque de los judíos, Wolf, y le comunicó que si no recibía antes de una hora esa cantidad daría parte de él por comportamiento indisciplinado. Naturalmente que el entonces jefe superior de asalto de la SS tuvo su dinero. En invierno de 1939 se quemó la estufa del bloque 42. Ródl exigió de cada uno de los bloques de alojamiento -en aquel entonces eran cerca de 40- que pagasen 50 mar­ cos para la reparación; pero al mismo tiempo hizo saber al decano de campo I que todo bloque que pagase solamente 50 marcos tendría que hacer ejercicios de castigo el domingo siguiente. La mayoría de las barra­ cas abonaron cantidades que llegaron a los 100 marcos. Durante la opera­ ción Rath, de 1938, el jefe de cuadrilla de la cámara de aparatos de los pri­ sioneros, jefe principal de tropa de la SS Bayer, vendió a los judíos escudillas, vasos y cucharas a 5 y 10 marcos la pieza. El dinero iba a su bol­ sillo particular. Con el pretexto de no tener cambio desaparecerían a menudo los billetes de 20 y de 50 marcos; de todas formas, era lo suficien­ temente listo para repartir una parte de las ganancias con el comandante. La codicia de este último iba tan lejos que había hecho instalar un puente detrás del conmutador eléctrico, que le permitía estafar continuamente al Estado en el suministro de energía eléctrica. Bayer cobró una vez 750 marcos de los judíos por «pintar la escalera de la cámara de efectos»; al comandante le dio sólo parte del ingreso de 600 marcos, que se repartie­ ron a medias entre los dos. Para la desinfección de uno de los bloques de los judíos se exigieron 500 marcos; Bayer ordenó que mientras se llevaba a cabo los judíos se quedasen en la cama; la desinfección se realizó con tales cantidades de Super-Tox que sólo puede ser calificada de verdadero suplicio. El jabón duro fue vendido clandestinamente en grandes canti­ dades durante todos los años que duró la guerra; para ocultarlo hubo que falsificar constantemente la contabilidad. Por lo menos tres veces se rehí­ zo el libro de entradas y salidas; el jefe de la cuadrilla destruía gran núme­ ro de documentos y se metía el dinero en su bolsillo. ¿Cómo habría sido si no posible que en abril de 1945 hubiera en Buchenwald cerca de 3.000 kilogramos de jabón duro -que no había sido utilizado ni contabilizado-

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de los que se «desembarazaron» en igual medida la SS y los prisioneros? Otra buena fuente de dinero para la financiación de la vida zángana de la SS eran las industrias de armamento. Los ingresos del negocio de cesión de prisioneros proporcionaron a la administración de la SS de Buchenwald, en 1944, mensualmente, entre un millón y medio y dos millones de mar­ cos; además, había muchos jefes de la SS que tenían puestos directivos en estas industrias y obtenían grandes beneficios con los pedidos masivos de la Oficina de Armamento. El jefe superior de la SS Pister, por sólo men­ cionar un ejemplo, no era únicamente comandante de Buchenwald, sino también, al mismo tiempo, director de las Deutsche Ausrüstungswerke (DAW), con sueldo y participación en las ganancias, y, además, director de la Deutsche Erd- und Steinwerke y de la Gusüoff-Werke. La falta de control de la administración de la SS desembocó en un ver­ dadero hábito de latrocinio. En 1942 marcharon a París tres jefes del Ins­ tituto de Higiene de las Armas de la SS, encabezados por el jefe de bata­ llón de la SS doctor Ding-Schuler, con el fin de comprar instrumental para el «Departamento de Técnica Sanitaria» de Berlín. Se les giraron 30.000 marcos en francos franceses. En París encargaron una serie de aparatos especiales cuyo precio excedía en mucho a esa cantidad, pero al mismo tiempo se gastaron alegremente todo el dinero recibido en locales nocturnos. Los instrumentos fueron enviados a Alemania, pero su precio no fue abonado a las casas francesas. Una de ellas estuvo intentando durante dos años abrirse paso en la intrincada jungla de organizaciones de la SS desde París a Berlín para conseguir sus 225.000 francos. A pesar de todas las negativas y dificultades, no cejó en su empeño y llegó a recu­ rrir incluso al RSHA. En el curso del largo intercambio de corresponden­ cia, que pasó por mis manos, el doctor Ding-Schuler hizo constar abierta­ mente que el coste de vida en París en las tres semanas pasadas allí había sido demasiado elevado por culpa del mercado negro, de modo que no había quedado dinero para pagar los instrumentos; al mismo tiempo, hizo saber al propietario de la empresa francesa, a través de un amigo de la SS en París -el médico del Estado Mayor doctor Günther Fritze, que estaba a las órdenes del general de Policía, jefe superior de grupo de la SS

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Oberg-, que le haría meter en un campo de concentración si seguía insis­ tiendo en reclamar lo que se le debía. A partir de entonces hubo tranqui­ lidad: la empresa pareció haber puesto por fin la suma en la cuenta pour le roí dePrusse. Ya que estamos hablando otra vez de médicos de la SS, no quiero dejar de mencionar otro aspecto de la vida zángana de la SS que, excep­ cionalmente, no tiene que ver nada con el dinero: me refiero a la explota­ ción de prisioneros para todos losfines privados imaginables de un modo que recuerda a la utilización de sabios griegos por los advenedizos de la anti­ gua Roma. El doctor Hoven hizo que los prisioneros Wegerer y Sitte le escribieran su tesis doctoral sobre la curación de la tuberculosis pulmo­ nar con polvo de carbón; tres días antes del examen del doctorado grabó en su memoria el contenido y aprobó con buena calificación en la Uni­ versidad de Friburgo de Brisgovia. En los dos últimos años que pasé como escribiente médico en el bloque 50, escribimos el doctor Ciepielowski y yo, con sospechosa ironía, media docena de artículos sobre las fiebres tifoideas para la ciencia nacionalsocialista, que luego publicó el doctor Ding-Schuler, con su nombre, en la Zeitschriftfiir Infektionskrankheiten, en la Zeitschrift fürHygieney en otros órganos científicos. Lo original en la contribución del doctor Ding-Schuler consistía, sobre todo, en la inser­ ción de material estadístico, que muchas veces era una completa mentira de cabo a rabo. Así, por ejemplo, afirmaba una vez, en una comunicación titulada «¿Infección por instilación en las fiebres tifoideas?», que había experimentado con 10.000 preparados bacterianos sin haber descubierto ninguna Rickettsia Prowazeki; no se había hecho, ni, desde luego, mucho menos experimentado, ningún preparado. Como yo tenía que despachar una gran parte de la correspondencia personal del jefe de batallón -incluyendo cartas de amor y de condolencia-, quiero aludir aquí, de paso, a este extremo. Muchas veces no leía las respuestas, sino que se limi­ taba a pasarme las cartas cerradas, diciendo: «Despache usted esto, Kogon; ya sabe lo que hay que escribir: alguna viuda que necesita consue­ lo». Durante meses estuve escribiendo, por encargo de Ding-Schuler, car­ tas de aliento, que firmaba Schuler, a la mujer, a los hijos y a la madre del

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doctor Hoven, mientras éste permanecía arrestado. Las mujeres no com­ partían en absoluto, por lo que yo sabía, la línea política de Hoven, pero le tenían un cariño ciego y no querían creer que hubiera sido capaz ni de matar a una mosca. Muchas veces no sabía yo lo que era más angustioso: las ilusiones de las mujeres respecto al marido, padre y médico Hoven, la impertinencia de Schuler, o mi «epistolario de fantasmas» al que trataba de llevar todos los valores humanos que me eran posibles. Por otra parte, el doctor Hoven acostumbraba a viajar en automóvil por el país, cuando era aún médico del campo, acompañado de un prisionero a quien envia­ ba a los campesinos para que le diesen comestibles, pues Hoven opinaba que éstos darían algo antes a una «víctima del nacionalsocialismo» que a él, un jefe de la SS. El prisionero recibía siempre algo del botín. Más importante era, sin embargo, la influencia que éste podía ejercer sobre el médico del campo, aprovechando esta ocasión para conseguir de él medidas en favor de la comunidad de prisioneros o de alguno de ellos que estuviese en peligro. Nadie encontrará extraño que los usufructuarios permanentes de un sistema tal no tuviesen la menor gana de abandonar su vida de derroche, borracheras, hartazgo y fornicación para marchar, por ejemplo, al frente y luchar por la glorificada patria alemana. Los campos de concentración se convirtieron en una verdadera base de miembros de la SS que no que­ rían combatir. ¡Lo que no habrán hecho estos héroes para evitar tener que empuñar las armas e ir a las trincheras! Se estableció negociado tras nego­ ciado con el fin de demostrar, con todos los pretextos posibles, la insustituibilidad de estos señores del mundo. Para Rusia organizaron todo un plan de negociados que llevaba el nombre de «Inspección de Obras para Rusia de las Armas de la SS y de la Policía». Se crearon los siguientes departamentos: Inspección de Obras de Moscú, con sede en Kiev, del mismo Kiev, de Riga, de Pleskau, de Astracán, de Bakú, de Voroshilovgrad, de Rostov, de Voronesch, etc. A la Inspección de Obras de Moscú se destinó al jefe principal de asalto de la SS Drosch; a la Dirección Central de Obras de Astracán, al jefe superior de asalto de la SS Schlachter. El plan se dio a conocer ya en octubre de 1941, en un momento en que la

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mayor parte de las ciudades mencionadas no habían sido ocupadas por el ejército alemán. Después de la batalla de Stalingrado se cambió el nombre de las Inspecciones de Obras; desde entonces se llamaron: «de Rusia del norte, en Riga» «de Rusia del sur, en Kiev»; «de Rusia central, en Mohilev»; de «Caucasia, en Voroshilovgrad». Incluso cuando las tro­ pas alemanas se habían retirado ya mucho más allá del Dnieper, los de la SS de retaguardia se negaban a desprenderse de sus cargos y siguieron con sus departamentos en ciudades próximas a Alemania. El jefe supe­ rior de grupo de la SS príncipe Waldeck creó su propio «Departamento para la Germanización de los pueblos orientales», con sede en ¡Kassel!, para allí poder ocupar a los de la SS que no querían combatir y a las mujerzuelas del harén de la SS. Todo el que venía a Buchenwald proce­ dente de otros campos de concentración informaba sobre las mismas prácticas de la jerarquía de la SS. Los apóstoles y militaristas alemanes habían entablado una dura lucha para escaparse del destino que ellos habían reservado a la nación. Hubo muy pocos que perecieran en el lodazal de corrupción de la SS antes de que sobreviniera el hundimiento general del régimen. El caso más destacado fue, sin duda, el proceso del comandante Koch, de Buchenwald. El affaire fue tan significativo en la concatenación de causas y en su desproporción que bien merece que le dediquemos una atención especial para finalizar este capítulo. Por alguna aversión de tipo personal, Waldeck y Koch no se llevaban bien. Mientras Eicke, que recibía -lo mismo que el «insobornable» jefe superior de grupo Pohl, del SS-WVHA- regalos de Koch de hasta 10.000 marcos, fue inspector de los campos de concentración, Waldeck no tuvo ninguna posibilidad de liquidar a su enemigo. Pero en 1941 Eicke pasó al frente como general de las Armas de la SS. En otoño del mismo año las autoridades fiscales de Turingia empezaron a interesarse de repente por la gestión de la administración de la cantina de Buchenwald, alegando que no se habían pagado impuestos por una circulación de millones de marcos (lo que naturalmente era cierto). Una investigación como la que amenazaba habría puesto al descubierto una parte de la corrupta admi­

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nistración de la SS con el comandante a la cabeza. Se quemaron entonces todos los documentos, al tiempo que empezaba una reñida lucha de com­ petencias sobre la cuestión de si autoridades extrañas estaban autorizadas a inmiscuirse en un campo de concentración. Waldeck, que probable­ mente fue quien incitó el repentino interés de las autoridades fiscales, tenía, como alto jefe de la SS y de la Policía y como supremo señor juris­ diccional del territorio, poder para intervenir. Dio impulso al asunto, pero tropezó bien pronto con la oposición del SS-WVHA y del SS-FHA de Berlín; Himmler le insinuó finalmente que no eran deseables más averi­ guaciones sobre el asunto y que las acusaciones contra Koch estaban injustificadas. De todas formas, éste fue trasladado de la comandancia de Buchenwald a la de Lublin; su ayudante, Hackmann, le acompañó. Los dos genocidas emprendieron el viaje en un coche blindado y por temor a ataques de guerrilleros en el Este hicieron instalar a derecha e izquierda del coche ametralladoras automáticas. El día de la partida, la banda del campo tocaba marchas mientras las tropas del campo formaban a ambos lados de la carretera. Waldeck se sintió despechado por esta forma de resolver el caso Koch; quería demostrar a Himmler que su actitud contra el comandante de Buchenwald estaba justificada por los hechos. Con esta intención se dedicó a estudiar los distintos documentos de Buchenwald. Entre otras cosas examinó la lista de muertos del campo, tropezando con los nom­ bres de Walter Krámer y Karl Peix, «muertos de un disparo en intento de fuga». El kapo de la enfermería Krámer, había asistido una vez al prínci­ pe heredero, a su entera satisfacción, de una forunculosis; el señor juris­ diccional conocía, por consiguiente, al prisionero. No tardó mucho tiempo en averiguar que el siguiente motivo había costado la vida a Krá­ mer y a su delegado: Koch, que como tantos jefes de la SS prefería a los prisioneros que hacían de enfermeros a los médicos de la SS, había sido asistido por Krámer de una sífilis. El kapo de la enfermería tenía, ade­ más, conocimiento de las expoliaciones de Koch a judíos ricos que pasa­ ron por Buchenwald en el curso de la operación Rath de 1938. Como el comandante no deseaba que salieran a la luz estos dos hechos en el

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curso de unas investigaciones del tribunal de la SS que habían comenza­ do ya, encargó al jefe principal de tropa de la SS Planck, en noviembre de 1941, que los dos kapos -que habían sido arrestados y enviados al calabozo- «murieran de un disparo en intento de fuga» en la cuadrilla exterior de Goslar, lo que se cumplió con toda prontitud. Waldeck puso manos a la obra, pero sin conseguir ningún resultado, pues los que se sentían amenazados procedieron a «suprimir» sistemáticamente a todos los posibles testigos, tanto de las filas de los prisioneros, como de las de la SS. En toda la red de campos de concentración, de sus cuadrillas exterio­ res y de sus establecimientos especiales, empezó a intrigarse activamente para hacer desaparecer entre Lublin y Buchenwald, en todos los lugares donde se habían cometido asesinatos, robos, fraudes, orgías y adulterios, los documentos y testigos comprometedores. En 1943 las cosas tomaron tal cariz que Himmler admitió una investigación oficial: las fechorías de Lublin y Belgrado habían llegado a convertir a Koch en una persona que comprometía públicamente a la SS. Por otra parte, la cantidad de prue­ bas de corrupción que habían conseguido aportar entretanto secuaces de la SS envidiosos había aumentado de modo impresionante. Ultima­ mente se había comprobado, además, con ocasión de una evasión en masa de prisioneros de guerra rusos del campo de concentración de Lublin, que Koch descuidaba completamente sus obligaciones como comandante de campo para poder entregarse sin freno a sus vicios priva­ dos y a su codicia personal; siempre que desaparecían prisioneros del campo, ordenaba detener a civiles de los alrededores que luego eran retenidos en el campo como «contingente de prisioneros clandestino» para casos de necesidad. (De modo similar se procedía en otros campos de concentración del Este.) Por último, se detuvo a Koch, a su mujer Ilse y a su ayudante Hackmann; les siguieron poco después Planck, Sommer y el doctor Hoven: el motivo de la detención del médico de campo y del vigilante del calabozo de Buchenwald fue que habían matado rápida­ mente a un jefe superior de tropa de la SS llamado Kóhler, que amena­ zaba con hacer declaraciones comprometedoras. Los dos afirmaron que Kóhler se había suicidado, pero la autopsia demostró que había habido

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un envenenamiento con alcaloides. En vista de que no se podía compro­ bar qué medio específico había sido aplicado, el jefe de batallón de la SS doctor Morgen -director de la investigación de este asunto y al mismo tiempo miembro del tribunal de la SS- hizo un «pequeño experimento» en el bloque 46 en presencia de los jefes de campo: administró distintos productos de la familia de los alcaloides en una sopa de fideos a cuatro prisioneros de guerra rusos que nada sospechaban50. Como no murieron de resultas de ello, fueron finalmente estrangulados en el crematorio. No creo que haya ningún hecho que sea más significativo del especial carácter de este proceso de la SS. El resultado de una investigación y de un procedimiento judicial que duró casi dos años -en el curso de los cuales se movieron toda clase de hilos de intriga, incluso algunos que llegaban hasta Himmler, y los expe­ dientes llegaron a alcanzar cerca de 10.000 páginas- fue el siguiente: Planck se ahorcó; Sommer, según se dijo, también; Koch y Hackmann fue­ ron condenados cada uno de ellos a dos penas de muerte, si bien con la posibilidad de un «período de prueba en el frente», que, si cumplían a satisfacción, conmutaría la condena (Waldeck, como supremo señor juris­ diccional del territorio, impidió, sin embargo, tal posibilidad, haciendo fusilar a Koch pocos días antes del fin del campo de Buchenwald); la seño­ ra Koch fue absuelta y el doctor Hoven fue puesto en libertad de improvi­ so el 2 de abril de 1945, lo que le permitiría desempeñar en el campo, durante la última dramática semana, un papel de confidente, que no llegó, a adquirir plena intensidad porque los acontecimientos se desarro­ llaron demasiado deprisa y porque Hoven era demasiado inteligente para 50 Según las declaraciones del doctor Ding-Schuler, participó también en este experimento el jefe principal de asalto de la SS doctor Wehner. Así lo indicaba yo en las anteriores ediciones de este libro. El doctor Wehner me ha demostrado con­ vincentemente que él, que precisamente había recibido el encargo de Berlín de hacer indagaciones en el asunto Kóhler, rechazó la propuesta del doctor Morgen de llevar a cabo tal experimento; éste, por otra parte, había pedido permiso a Ber­ lín para realizarlo, y le fue concedido por el entonces jefe de la Gestapo, Müller. Todo esto ha sido confirmado por otros testigos dignos de crédito. El doctor Weh­ ner no tom ó parte en el experimento.

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arriesgarse después de un arresto de veinte meses que, probablemente, podía ser bien aprovechado ante los vencedores. Se ha especulado mucho sobre los motivos que pudieron impulsar a la jerarquía suprema de la SS a iniciar el proceso Koch. En mi opinión, no fue en modo alguno una operación iniciada conscientemente con deter­ minados fines políticos, ni se trató tampoco de una verdadera necesidad de limpieza. Fue simplemente que la anárquica red de intereses persona­ les de los jefes de la SS llegó a quebrarse una vez en un punto, que reven­ tó una de las pústulas de un cuerpo podrido por todas partes. Aunque el ambicioso jefe de las investigaciones, doctor Morgen -un personaje psico­ lógicamente interesante-, llegó a un juicio demoledor sobre el sistema y la práctica de los campos de concentración, en virtud de su experiencia en Buchenwald, Lublin, Auschwitz y otros, no se produjo ningún cambio. Las mejoras en el sistema que se pusieron en práctica aquí y allí en los últimos años no fueron una consecuencia de los hechos comprobados y expuestos en el curso del proceso, sino consecuencia de otra serie de hechos ya mencionados de la evolución en conjunto. El affaire Koch, por consiguiente, no fue otra cosa, por su origen, su desarrollo y su significa­ do, que un reflejo de la vida holgazana de la SS: no supuso ni un correcti­ vo, ni una marcha atrás.

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La continua lucha entre la SS y las fuerzas antifascistas del campo

El norte de los prisioneros políticos en todos los campos de concentra­ ción era el de apoderarse del aparato administrativo, o conservarlo, a fin de poderse imponer con todos los medios disponibles frente a la SS, y no sólo conformarse con salir airosos de la dura lucha por la supervivencia, sino intentar también, siempre que fuese posible, prestar una contribu­ ción al desmoronamiento y vencimiento general del sistema. En más de un campo los prisioneros políticos dirigentes realizaron una tarea tenaz y temeraria de esta clase. El principio base de la lucha consecuente e inflexible era el de erigir un muro impenetrable contra la SS; un muro invisible, pero que entraba en acción allí donde aparecía un miembro de la SS. Las direcciones de los campos podían controlar a las decenas de miles de subyugados sólo exteriormente y con intervenciones repentinas, pero desconocían lo que real­ mente sucedía detrás de la alambrada de espino. Lo sospechaban, lo pre­ sentían y lo temían en las oscuras horas de la lenta decadencia, pero no lo podían palpar: lo anónimo no se dejaba coger. Por ello trataron de averi­ guar mediante confidentes los acontecimientos internos, sobre todo acon­ tecimientos de organización y de ánimo oposicional. Hubo incluso jefes de la SS que se introdujeron con tríye de prisioneros. Un intento infantil de hacer averiguaciones, pues había toda una plétora de pequeñeces típi­ cas de la vida de los prisioneros que no dominaban; en seguida fueron identificados y vigilados. La consecuencia fue sólo una atención más agu­ dizada por parte de los prisioneros y una desconfianza aún más extrema. Tampoco tuvieron éxito ni la Gestapo ni la SS con la utilización de prisio­ neros nacionalsocialistas. Antes de que los recién llegados hubieran entrado en el verdadero campo, es decir, en el sector de la alambrada de espino, la dirección interna del campo y los hombres influyentes, habían

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recibido ya por parte de los prisioneros, los datos personales de todos los nuevos ingresados que pertenecían a círculos nacionalsocialistas o rela­ cionados con éstos. Siempre había desde el primer momento oídos y ojos dirigidos a los nuevos, que tenían aún por delante largas horas y días en que los prisioneros tendrían oportunidad de examinarlos a fondo. Los nacionalsocialistas quedaban aislados en el campo hasta que eran liquida­ dos o hasta que se demostraba que, sin ningún lugar a dudas, eran inofensivos por completo (esto último era una gracia que a muy pocos fue concedida). La SS sólo obtuvo resultados con confidentes sacados del mismo campo: prisioneros BV, prisioneros asocíales e, incluso, algunos de los políticos. La colaboración con la SS se producía, bien paulatina­ mente por ocupar el prisionero un puesto que requería contacto cons­ tante con la SS, bien por motivos personales de venganza; el ansia de poder y el afán de figurar desempeñaron también un papel importante. Otros prisioneros se convirtieron en confidentes por chantaje de la Gesta­ po o de la dirección de la SS del campo. En Buchenwald se produjo el caso más famoso de denunciante voluntario, en 1941, cuando el emigran­ te Grigori Kushnir-Kushnarev, un bielorruso, que se hacía pasar por un antiguo general, empezó a delatar a la SS -después de haberse ganado durante meses sistemáticamente la confianza de amplios sectores- a toda clase de camaradas, pero en especial a prisioneros de guerra rusos. Este agente de la Gestapo, por cuya causa fueron asesinados cientos de prisio­ neros, no tenía tampoco inconveniente en denunciar de la manera más vil a todo aquel con el que hubiese tenido alguna disputa, aunque ésta hubiera sido de lo más insignificante. Una de sus tareas principales con­ sistía, como ya indicamos dentro de otro orden de consideraciones, en seleccionar a los prisioneros de guerra rusos que se hallaban en el campo, de acuerdo con las directrices secretas del RSHA. Durante mucho tiempo no fue posible sorprenderle a solas y tener así la oportunidad de hacerle desaparecer, porque la SS le había prestado su especial protección. Dis­ frutando de tal posición, no sólo pudo derribar a todo aquel con el que no congeniaba, sino que además impidió en muchos casos que pudieran aprovecharse positivamente los establecimientos de la administración

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autónoma de los prisioneros. Por último, en los primeros días del año 1942, acabó sintiéndose enfermo; fue lo suficientemente torpe para insta­ larse en el hospital de prisioneros. Con ello él mismo se puso a merced de sus enemigos. Con el permiso del médico del campo, doctor Hoven, que había sido ya «cultivado» durante mucho tiempo en lo que a este asunto se refiere y que estaba de parte de los prisioneros dirigentes del campo, Kushnir fue declarado inmediatamente enfermo infeccioso, aislado y, al cabo de muy poco tiempo, muerto con una inyección de veneno. Recuer­ do todavía el respiro de alivio que recorrió todo el campo cuando, con la velocidad del rayo, se propagó la noticia de que Kushnir-Kushnarev había muerto a las cinco y diez de la tarde en la enfermería. El peligro de que por medio de confidentes y denunciantes se produ­ jeran consecuencias imprevisibles para el conjunto de los prisioneros era tan grande que incluso se prevenía la posibilidad de traición. Algunos de los que inconscientemente entraron en contacto con personas de confianza de la SS, acabaron por encontrarse en un círculo de verdadero peligro de muerte; sólo en casos muy raros se conocía el carácter real de la relación y a dónde podía conducir, incluso contra la voluntad del interesado. Aquí se cometieron errores que, considerados en sí, no habrían sido nunca dis­ culpables, pero que se hacen comprensibles si se tiene en cuenta la situa­ ción total del campo. A veces eran necesarias mediaciones trabajosas y comprometidas para liberar a una persona verdaderamente inocente de la red mortal. Algunos se convirtieron en «chivatos» sólo después de haber sido objeto de persecuciones injustas; su desesperación e inexpe­ riencia no vio otra salida que el camino a la SS, pero ésta misma se encar­ gaba, más pronto o más tarde, de abandonar a los que la habían servido, cuando ya habían sido suficientemente explotados. El muro elástico de separación frente a la SS sólo podía mantenerse con una dirección del campo unánime y disciplinadamente organizada por parte de los prisioneros. Sólo así podían ser contenidos y, por otra parte, protegidos, aquellos elementos que estaban fuera de la organización, que incluso no sabían nada de ella, o que eran indisciplinados. Para cumplir estas tareas los comunistas alemanes presentaban las mejores condiciones. Al

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contrario de los que tenían concepciones liberales, estaban ya acostumbra­ dos desde antes a la obediencia incondicional al Partido y eran casi los úni­ cos que estaban a la altura de los medios y de los métodos del enemigo. El que hubiesen excluido, sobre todo en los primeros tiempos, a valiosas per­ sonalidades antifascistas de otras direcciones, fue un hecho lamentable e incluso poco ventajoso, pero imposible de cambiar en la práctica. Los moti­ vos para la exclusividad de los comunistas en el poder había que buscarlos en parte en viejas costumbres y convicciones, y en parte en sus característi­ cas especiales para la lucha. La mayoría de los comunistas alemanes del campo se habían quedado, por su falta de relación con la realidad del mundo exterior, en el estado de su pensamiento político táctico de la época anterior a 1933. Seguían teniendo sus concepciones del siglo pasado heredadas de la burguesía positivista, sus máximas tradicionales, que creían que eran artículos de fe, basadas en las antiguas instrucciones de la línea general moscovita, y su llamado esquema dialéctico, que les permitía hacer pasar sus propias opiniones cambiantes por el resultado inmediato de las pretendidas exigencias de la realidad. De este modo, simplificaban la com­ plicadísima situación del campo; un proceso que se veía favorecido por la necesidad de disponer continuamente de una fuerza de ataque contun­ dente. Dentro de sus propias filas no había unanimidad, pero reprimían los antagonismos con toda dureza y llegaron incluso al asesinato de los camaradas oponentes. Desconfiaban sobremanera de todo el que pensase distinto de ellos y sólo les interesaba favorecer a los que seguían incondicio­ nalmente la línea del Partido Comunista. Sólo muy paulatinamente llegó a surgir un sector dispuesto a colaborar con los demás, si bien los actos de colaboración fueron siempre muy escasos, aunque a veces de característi­ cas curiosísimas. El segundo sector de los comunistas del campo, que repre­ sentaba la gran masa y que era incorregiblemente intransigente, desaprobó siempre de modo absoluto una solidaridad individual de esa clase. El tercer sector comunista lo formaban los advenedizos y los compañeros de viaje, que, como es frecuente en esta clase de personas, eran en su mayoría extre­ mistas cien por cien. Los servicios que los comunistas prestaron a los prisioneros de los campos de

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concentración pueden difícilmente ser valorados en todo su alcance. En algunos casos les deben todos los prisioneros de un campo la salvación, si bien los motivos no eran casi nunca exclusivamente altruistas, sino que la mayoría de las veces provenían del instinto de conservación del grupo, cuyas consecuencias positivas favorecían, sin embargo, de rechazo, a veces, a un campo entero. El principal reproche que se puede hacer a la actuación del Partido Comunista en los campos de concentración se refiere a la resistencia a eliminar de sus filas a elementos dañinos, mien­ tras que, por el contrario, estaban dispuestos en todo momento a «excluir» cuando se trataba de personas de otras ideas. Sólo en casos excepcionales se eliminó a los decanos de bloque o kapos comunistas que eran verdaderos tipos criminales de un modo distinto al de enviarles a cuadrillas exteriores, en las que podían seguir haciendo de las suyas, ahora ya sin control de ninguna clase; se les alejaba simplemente del campo base y se ponía en sus manos a cientos e incluso a miles de prisio­ neros cuya situación ya era de por sí suficientemente desastrosa. Con ello, los comunistas perdieron muchas de las simpatías que habían ganado con su tenacidad en la lucha contra la SS y oscurecieron o eclipsaron totalmente la fama que correspondía a aquellos de sus miembros que no eran ni presuntuosos, ni brutales, ni corruptos. La lucha por la subsistencia de las fuerzas antifascistas tenía como pre­ supuesto que el poder del campo estuviese a toda costa en manos de los pri­ sioneros políticos. El principio de la SS de mezclar a las distintas catego­ rías, de mantener despiertos los naturales antagonismos y de crear otros artificiales, tenía que ser atacado y reprimido en lucha constante. Aparte de los prisioneros políticos y de los prisioneros BV, no hubo nunca nin­ gún otro grupo que intentara apoderarse de la dirección interna del campo. Los motivos que impulsaban a los prisioneros políticos eran claros; los que impulsaban a los prisioneros verdes eran de toda índole, menos de índole política: querían paso libre para sus prácticas acostumbradas: para la corrupción, el chantaje y las ventajas materiales. Cualquier control, pero especialmente los que provenían de dentro del campo, les parecía

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intolerable; creían que se las podían componer con la SS, dentro de los límites posibles, por lo menos tan bien como se las podían componer con los prisioneros políticos. La barrera infranqueable que existía por moti­ vos políticos entre los prisioneros del triángulo rojo y el enemigo y opre­ sor declarado, no existía para los del triángulo verde. Siempre que la dirección del campo estuviera ocupada por algún cabecilla de la SS que tuviera preferencia por los BV, existía el peligro de un cambio interno de poder. En un principio, como ya se ha indicado, el campo de concentra­ ción de Buchenwald estuvo predominantemente, al igual que otros cam­ pos, en manos de los verdes. Las circunstancias fueron mejorando pau­ latinamente a partir del transporte de la mayoría de ellos para la construcción del campo de Flossenbürg, en 1938-39. Pero al estallar la guerra volvieron a ingresar de nuevo en el campo miles de BV, a conse­ cuencia de una gigantesca redada de la Policía alemana. En 1942 volvie­ ron a dominar la situación en Buchenwald, siendo primer decano de campo Ohles. Las consecuencias fueron suficientemente drásticas. Ohles, kapo del departamento de construcción antes de ser destinado a decano del campo I por la SS, había establecido un sutil sistema con setenta y seis confidentes de los prisioneros verdes, que funcionaba de la siguiente manera: en un pozo de canalización debajo del despacho de prisioneros se instaló un receptor secreto de onda corta. Noche tras noche se ocultaba allí el electricista del departamento de construcción, escuchando emisoras extranjeras y comunicando al día siguiente las noti­ cias a los confidentes verdes del campo. Éstos se ocupaban de que las noticias se propagasen entre los prisioneros políticos. Una vez que Ohles hubo reunido suficiente material, dio parte al jefe de campo de que los prisioneros políticos propagaban en el campo noticias de radios extranje­ ras y que, por consiguiente, era evidente que escuchaban ilegalmente emisoras enemigas. El Departamento Político, que por motivos de orden policial controlaba las noticias extranjeras, hizo sus comprobaciones y éstas fueron concluyentes. Como no fue posible encontrar una prueba inmediata de la escucha clandestina, Plaul destituyó a cincuenta de los más conocidos prisioneros políticos de sus funciones en el campo, los

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mandó a compañías de castigo y trabajó celosamente con vistas a su «liquidación» en la cantera. Mientras tanto, un camarada político descu­ brió en la cuadrilla de electricidad la maniobra de los verdes. Comunicó sus averiguaciones a algunas personas dignas de confianza. Poco después, el peluquero del comandante aprovechó una oportunidad para dar a conocer el asunto al jefe superior de la SS Pister. Al mismo tiempo, se llamó la atención del jefe de campo Florstedt sobre el hecho de que Ohles había escrito lo siguiente debajo de un anuncio de la dirección del campo para los decanos de bloque, que figuraba en el tablón del despa­ cho: «Certifico la autenticidad del documento. Ohles». Esta ridicula pequeñez, junto con la influencia que se había estado ejerciendo sobre el comandante, bastó para acabar con el intervalo de dominio de los verdes. El decano de campo I fiie destituido y enviado a la cantera. Al día siguien­ te había muerto ya. Incluso prisioneros con triángulo verde ayudaron a su «liquidación», pues la pandilla de Ohles no había tenido inconveniente en enviar a compañías de castigo a prisioneros BV que no habían coope­ rado en sus intrigas. Después del decano de campo I cayeron rápidamen­ te, uno tras otro, todos los demás miembros del grupo. El trágico interludio tuvo aún consecuencias posteriores. No fue posible conseguir que un comunista ocupase inmediatamente la posición de deca­ no de campo I. Por ello los prisioneros políticos se sirvieron de un antiguo oficial del Reichswehr, Wolff, que no parecía fuese sospechoso a losjefes de la SS. Pero Wolff era homosexual. Muy pronto surgieron enfrentamientos entre él y la dirección ilegal del campo. A fin de conseguir apoyo entre los prisioneros, buscó establecer contacto con los polacos a través de uno de sus «muñecos». El hecho de que precisamente acabaran de llegar a Buchenwald, procedentes de Auschwitz, algunos prisioneros de mala repu­ tación, con fuertes deseos de disfrutar de poder, hizo que los comunistas empezaran a temer una subversión interna. Esta preocupación se agudizó con las amenazas abiertas del decano de campo I. Wolff sabía que un comunista alemán de Magdeburgo iba a ser puesto en libertad. A su ame­ naza de que él podría impedir la liberación con un parte por actividad polí­ tica en el campo, se le respondió con la contraamenaza de que si lo hacía se

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informaría a la SS de que era un pederasta. Los antagonismos acabaron agudizándose de tal manera que la dirección ilegal del campo finalmente denunció a la SS que el decano de campo I había puesto en marcha un complot polaco ¡para provocar un levantamiento! Las consecuencias fue­ ron catastróficas para una serie de polacos que, en mi opinión, eran com­ pletamente inocentes: fueron «rociados» por el doctor Hoven. Entre el kapo comunista austríaco del «Departamento de Patología», Gustav Wegerer, y yo conseguimos salvar al médico polaco doctor Marian Ciepielowski -después jefe de producción del bloque 50-, interviniendo ante Hoven y el doctor Ding-Schuler. Wolff fue enviado a una cuadrilla exterior del Mar Báltico, donde moriría poco más tarde. Desde entonces no hubo en Buchenwald ningún otro intento de derrocar el claro dominio de los prisioneros políticos. Esto equivalía al dominio del Partido Comunista; sin embargo, a partir de entonces, los comunistas empezaron a admitir a prisioneros políticos de otras tenden­ cias, ya que, por una parte, se habían visto muchas manifestaciones indivi­ duales de solidaridad, y, por otra, empezaron a filtrarse noticias del exte­ rior, según las cuales Moscú preconizaba la consigna de la «política de Frente Popular». Pero entre la gran masa de los comunistas del campo tardó aún bastante en imponerse esta nueva política: estaban convenci­ dos de que la alianza circunstancial Unión Soviética-democracias capita­ listas occidentales sólo se mantendría mientras durase la guerra. Muchos incluso temieron hasta el final que se harían realidad los rumores de la propaganda nacionalsocialistas de que Inglaterra y Estados Unidos aca­ barían luchando junto al Tercer Reich contra la URSS, en el caso de que los victoriosos rusos avanzaran demasiado hacia el Oeste. El famosísimo pensamiento dialéctico -se les llenaba la boca cada vez que hablaban de él- no estaba desarrollado en estas personas: eran partidarios sombríos de viejos dogmas políticos en los que creían -excluyendo por completo la inteligencia práctica- con tanta fidelidad como fanáticamente odiaban los dogmas religiosos. Donde hubieran debido pensar, creían, y donde pensaban, hubieran debido creer: por ello eran sólo mejores que los nacionalsocialistas en el punto en que la causa de éstos era peor que la

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comunista. El trabajo con la mayoría de ellos no era ni fácil ni agradable. Los comunistas más honrados e inteligentes reconocían esto en privado; pero no lo hacían ni lo harían nunca públicamente, pues en ello veían una traición a los intereses de la «vanguardia del proletariado», y, ade­ más, tenían miedo de ser afectados por el rayo anatematizador de su pseudoiglesia. No me atrevo a decidir, considerando las circunstancias anormales y realmente difíciles de los campos de concentración, la cues­ tión de si habríamos tenido mayores éxitos contra la SS en el caso de que los comunistas hubieran sido desde un principio completamente demo­ cráticos. Lo cierto es que muchas cosas positivas se lograron con gran número de víctimas y que algunas cosas se habrían podido alcanzar con menos derramamiento de sangre y, sobre todo, de un modo mucho más justo. De todas formas, ninguno de los métodos, prácticas ni costumbres que se desarrollaron en este infierno pueden ser transplantados a la nueva y distinta realidad, ni ahora ni más tarde, con la más pequeña apa­ riencia de justificación. (Esto es también un asunto de la dialéctica, cuan­ do no de la ética, cuya existencia muchos de ellos no quieren reconocer.) Una lucha activa directa contra la SS era, en el campo de concentra­ ción, completamente imposible. Por ello había que concentrar la aten­ ción en los siguientes fines: autoafirmación, defensa, actividad general antifascista y preparativos para el final del campo. Para la autoafirmación había toda una serie de medios efectivos, que tenían dos presupuestos fundamentales: la posesión del poder en el campo y un servicio de información que funcionase bien. La tarea más urgente era siempre ocupar todos los puestos importantes con antifascistas irre­ prochables. Ya se mencionó, cuando tratamos la administración autónoma de los hospitales de prisioneros, que lo decisivo para llegar a alcanzar puestos dominantes en las cuadrillas, en el campo o en los bloques de alo­ jamiento, no eran las cualidades técnicas, sino las políticas. Los intrusos y las personas que les habían sido impuestas a los prisioneros por la SS se mantenían, por lo general, sólo por un corto plazo; el aparato de los vie­ jos concentrados era demasiado poderoso para no ser capaz de derribar, más pronto o más tarde, a elementos poco gratos. En el mismo sentido

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actuaban conjuntamente las arduas condiciones de una lucha sin piedad por la existencia, el egoísmo de los grupos y el afán de los individuos por el poder y por una mejor posición. Una cohesión eficiente la aseguraba el buen funcionamiento del servi­ do de informadón de los prisioneros. Fue organizado en todos los campos de concentración desde un principio. Sistemáticamente, a veces después de sordas y tenaces luchas, se fueron colocando personas de confianza del sector dominante -o del sector que se esforzara por conseguir el poder— en todos los puestos decisivos; allí podían averiguar cualquier aconteci­ miento de la SS o de los prisioneros, cualquier cambio de personal, cual­ quier proyecto sobre el desarrollo futuro y todo lo que se murmuraba. Se observaba constantemente lo que podía ser de importancia en algún sen­ tido. Los partes no se comunicaban sólo por las tardes, cuando se regresa­ ba al campo después del trabajo, sino que en los casos importantes se hacía inmediatamente. En todas las cuadrillas existía la institución oficial de los llamados «corredores»; a éstos correspondía mantener el contacto entre sus cuadrillas y numerosas secciones de la SS, pero en realidad tra­ bajaban en sus tres cuartas partes por los intereses de los prisioneros. En los puestos de importancia excepcional -como, por ejemplo, el Departa­ mento Político, el hospital de prisioneros, la comandancia, etc - se colo­ caba a kalfaktoren hábiles y de apariencia inofensiva que estaban en conti­ nuo contacto con corredores de determinadas cuadrillas. Ahí, por ejemplo, barría un corredor tranquilamente, concienzudamente, ensi­ mismado en su trabajo, una habitación o un pasillo: ¡los secuaces de la SS no sospechaban que estaba atento a todo menos a la escoba que tenía en sus manos! Bien se puede decir que no había nada de importancia en un campo de concentración, incluyendo los asuntos secretos, que no llegase al conocimiento, inmediatamente, o, por lo menos, muy pronto, de los prisioneros. Todas las noticias pasaban por la dirección ilegal del campo y por el círculo que la rodeaba. Pero sólo muy pocos tenían una visión de conjunto. Mientras algunos sabían cualquier pequeñez de la situación interna del campo, la gran masa de prisioneros vivía de consignas, rumo­ res y palabrería.

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Se tardó algo más de tiempo en llegar a tener conocimiento de las noti­ cias de las radios extranjeras. Era de gran importancia no caer ni en un injus­ tificado desaliento ni en vanas ilusiones: para ello había que tener idea de la situación en Alemania y en el mundo. Las noticias caleidoscópicas que llegaban a los campos de concentración a través de los nuevos ingresados de todas las naciones y todas las capas sociales eran recopiladas y valora­ das por las fuerzas políticas dirigentes y transmitidas a los hombres com­ petentes; con ello se conseguía muchas veces una noción más exacta que la que podían tener la mayoría de los alemanes en el país, que era conve­ nientemente completada con la audición de emisiones de radios extran­ jeras. La organización de este servicio ilegal de noticias era, desde luego, extraordinariamente difícil y peligrosa. Los órganos centrales eran, en la mayoría de los campos, las oficinas de construcción y los talleres de elec­ tricidad. Los prisioneros que se dedicaban a la tarea de escuchar con regularidad estaban en continuo peligro de muerte. En Buchenwald, sin embargo, no hubo nadie que fuera asesinado por audiciones clandesti­ nas; pero en otros campos, como «Dora» y Sachsenhausen, hubo docenas de camaradas que fueron ahorcados por ello. De todas formas, se intentó conseguir ciertas garantías para que los escuchas clandestinos no pudie­ ran ser identificados fácilmente por la SS: los prisioneros que escuchaban transmitían las noticias sólo a uno o dos camaradas, y éstos, a su vez, las comunicaban a un círculo más amplio. Yo mismo, junto con algunos pocos más, estuve sentado muchas noches junto a un aparato de cinco lámparas, propiedad del doctor Ding-Schuler, del que había conseguido apoderarme para su «reparación en el campo», escuchando La Voz de América en Europa y la Emisora para los Soldados del Oeste, y tomando taquigráficamente las noticias de interés; eso fue en las últimas y críticas semanas del campo, cuando todo dependía de conocer exactamente la situación en el frente, a fin de poder tomar a tiempo las medidas adecua­ das. Para que todos y cada uno pudieran seguir viviendo, teníamos que aplicar los mismos medios que la SS utilizaba contra los prisioneros: divi­ dir y vencer. Por ello, las fuerzas dominantes del campo dirigían constan­

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temente su atención a la desmoralización de la SS, sobre todo mediante la corrupción. En la primera etapa, el prisionero que intentaba la corrup­ ción sacaba un provecho material, si bien tenía que afrontar también el peligro que eso acarreaba; después, la corrupción de los secuaces de la SS en los que se había despertado el interés sentaba las bases para que se tambaleasen sus ideales, si es que tenían alguno, o para arrumbar definiti­ vamente con ellos a medida que iba aumentando la desfavorable posición en los frentes. El fin primordial era siempre el de llegar a tener tal poder sobre ellos que tuvieran que tolerar ciertas operaciones, sobre todo las de salvamento de vidas humanas. La inclinación de la SS a la corrupción fue fomentada y explotada por los prisioneros políticos del campo con toda habilidad. Con ello fue pasando más y más -ayudado por otras circuns­ tancias, como la guerra y el problema de los extranjeros- a manos de los prisioneros, en los campos dominados por los políticos, el verdadero poder, es decir: la conformación interna del campo y de su engranaje. De todas formas, la influencia no fue nunca lo suficientemente fuerte para poder impedir la ejecución de las órdenes provenientes de la Central de la SS; la influencia se limitó tan sólo al desarrollo organizativo normal, lo que ofreció numerosas oportunidades para impedir cosas peores y para mejorar la situación en algunos sectores. En los últimos años había en algunos campos de concentración una administración de prisioneros tan perfecta que la SS carecía por completo de visión en algunos importantes asuntos del sector interno del campo. La SS, cansada ya, se había acabado acostumbrando a que las cosas «se desarrollaran por sí mismas», consin­ tiendo en muchos aspectos en la administración autónoma de los prisio­ neros. Algunos jefes estaban casi por completo en las manos de los prisioneros —que, por su parte, sabían muy bien cómo fomentar siste­ máticamente los antagonismos en las filas de la SS-, pues sus numerosos deseos personales, a los que ya no podían renunciar, habrían quedado insatisfechos sin la ayuda de los prisioneros. A veces un jefe de campo a quien el prisionero administrador de la cantina de la SS tardaba en sumi­ nistrar un pedazo de embutido o a quien se le decía que no era posible servirle alcohol por haberlo prohibido el segundo jefe de campo, levanta­

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ba el mismo día medidas tomadas por su colega que eran desfavorables para los prisioneros. De este modo se derogaban castigos, se movía a los médicos del campo a realizar intervenciones en sentido positivo o negati­ vo y se excluían controles. Los que sacaban mayores beneficios de esta situación eran, por supuesto, los que pertenecían al sector dominante, que en los campos principales estaba más o menos identificado con las fuerzas antifascistas activas; la gran masa de prisioneros disfrutaba tan sólo de las ventajas directas y generales que en ocasiones se conseguían. Aveces se consiguió hacer de altos jefes de la SS un instrumento de los prisioneros, recurriendo no sólo a la corrupción, sino también a la influencia política directa. Estos casos eran extraordinariamente raros y entrañaban un gran riesgo. El intento podía triunfar sobre todo con una determinada clase de médicos de la SS. Uno de los ejemplos más impre­ sionantes fue, seguramente, el papel que desempeñó en Buchenwald el jefe de batallón de la SS doctor Ding-Schuler. En 1943, cuando iban a enviarme a morir a Auschwitz, coincidiendo con la apertura del bloque 50, se me eligió para secretario del temido jefe del bloque 46. De acuerdo con el kapo Wegerer, decidí desde un principio no limitarme a actuar pasivamente, sino enfrentarme al peligro atacando: «Agarrar al toro por los cuernos». Después de ocho días, durante los cuales el doctor DingSchuler y yo nos estuvimos «olfateando» mutuamente, me empecé a inte­ resar, con toda precaución, por sus preocupaciones personales, sin excluir sus asuntos familiares. Antes de cuatro semanas ya tenía conversa­ ciones políticas con él; él mismo me había dado la primera oportunidad preguntándome cuáles eran mis convicciones; yo le respondí, a pesar del peligro que esto representaba en un principio, que no podía esperarse de un hombre con mi pasado y en la situación en que me encontraba que fuese amigo del nacionalsocialismo. Esto impresionó a Ding-Schuler. Dos meses más tarde no había ningún acontecimiento de la vida política, y aún menos del frente, sobre el que él no me pidiera opinión. Poco a poco, le fui haciendo ver que Alemania iba a perder esta guerra, que el nacionalsocialismo tenía que desaparecer y que contra él, el responsable del bloque 46, se iniciaría un proceso del que su posición sólo podría salir

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algo airosa si desde aquel momento empezaba a ayudar a los prisioneros todo lo que pudiera. Muchas noches nos quedábamos en su habitación hasta las once o las doce: conversábamos, se dejaba aconsejar por mí, y escuchaba lo que yo le contaba sobre el otro mundo -el nuestro- del espí­ ritu, de la decencia, de la humanidad y de la grandeza humana. (Me pre­ ocupaba, de todas formas, lo que mis enemigos en el bloque podían pen­ sar sobre estas conversaciones nocturnas secretas con un jefe de batallón de las Armas de la SS, aunque siempre tuve cuidado de no derribar «el muro elástico de separación» que tenía que seguir existiendo entre él y yo.) Ding-Schuler hizo, o por lo menos permitió, muchas cosas que nos favorecieron. Si hay algo de lo que estoy orgulloso de mi época en el campo de concentración es de haber podido desempeñar este puesto tre­ mendamente difícil, que nadie se había atrevido a aceptar, y de no haber empleado mi gran influencia ni una sola vez en contra de ningún camara­ da, por muy grande que fuera mi enemistad con él: siempre la utilicé a favor de los que estaban en peligro, o a favor de la comunidad del bloque 50, o de la totalidad del campo. Eso era a veces extraordinariamente difí­ cil, pues el pasado de Ding-Schuler era de lo más turbio31, y sus cambios de humor, frecuentes. Mantenía continuamente informados, y pedía su consejo, a mis amigos Heinz Baumeister, socialdemócrata y experimenta­ da «liebre de campo»; Werner Hilpert, antiguo político de Sajonia, de orientación centrista; Franz Hackel, poeta de extrema izquierda; Walter Hummelsheim, un renano, y Ferdinand Rómhild, poeta socialdemócrata que era el primer escribiente del hospital de prisioneros. Baumeister opi­ naba a veces que no valía la pena derrochar tantos nervios, tanta pacien­ cia y tanta atención con Ding-Schuler. Estoy contento de haber seguido insistiendo, pues no sólo algunas docenas de personas valiosas tienen que agradecer la vida al contacto que no dejé de mantener con el médico de la SS: en los últimos días de Buchenwald, el trabajo «con y contra DingS1 Sobre esto in fo rm a W alter P oller, escribiente d el hospital d e prisioneros cu an ­ d o el d o c to r D in g-S ch uler e ra m éd ico d el cam po, e n su lib ro Ais Artzschreiber in Buchenwald. [C om o escribiente m édico en B uchenw ald.]

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Schuler» produjo unos beneficios que no habría soñado ninguno de nos­ otros. Me esforcé en influir humanamente en Ding-Schuler para que estu­ viese dispuesto a responder, con dignidad y purificación moral, de las consecuencias de su culpable desvío, después del desmoronamiento del sistema. «No podría soportar una existencia como la que usted soporta desde hace años», me decía a veces, especulando siempre con la idea del suicidio. Yvolvía a no hacer caso de los signos que anunciaban la catástro­ fe. «No podrá usted negar, Kogon, por mucho que esté en contra del nacionalsocialismo, que es una verdadera hazaña enterrar un imperio que ha de durar mil años en cinco», y riendo saltaba sobre su motocicleta para ir a sus tareas cotidianas. Detenido como criminal de guerra, se suici­ dó en septiembre de 1945 sin esperar mi justo testimonio en su favor, ni las declaraciones de los oficiales del servicio secreto que él había salvado. El poder que en todos los campos de concentración ejercían los pri­ sioneros sobre algunos jefes y subjefes de la SS fue utilizado siempre -a no ser que recayese en traidores o aprovechados materialistas- para proteger o salvar a camaradas, o para mejorar la posición de alguno o de la totali­ dad. En el presente libro se han referido ya suficientes ejemplos de ello. De todas formas, queremos hacer aún referencia a dos posibilidades de las que se hizo uso en considerable medida. Una de ellas fue el aprovecha­ miento de las listas de los transportes. Como ya se sabe, la oficina de prisione­ ros de la estadística de trabajo dirigía la distribución de la mano de obra en los campos, bajo el control y las órdenes de los jefes del servicio de tra­ bajo y de disposición del trabajo. En el curso de los años, la SS se vio des­ bordada para cumplir estas tareas. En Buchenwald, el jefe principal de asalto de la SS Schwartz intentó sólo una vez confeccionar él mismo una lista de transporte de 1.000 prisioneros. Después de haber tenido de pie a casi todo el campo durante medio día en el patio de revista, a fin de exa­ minarlo, pudo reunir a 600 hombres. Los seleccionados, que habían teni­ do que salir de las filas, volvieron a desaparecer en seguida por todos los lados; nadie prestó su auxilio ni a Schwartz ni a sus dos ayudantes de la SS. Por una parte, pues, estaban desbordados por las enormes masas de pri­

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sioneros, y, por otra, no podían estar pidiendo ayuda continuamente para estos fines a la dirección del campo y a los comandantes de tropa. A partir de entonces, el jefe de disposición del trabajo encargó de todas las cuestiones de la distribución del trabajo a los prisioneros de la estadística de trabajo. Estos actuaban según los siguientes criterios: los antifascistas -en su opinión, por consiguiente, sobre todo los comunistas- debían con­ tinuar en el campo; las personas hábiles para cometer sabotajes debían ser introducidas clandestinamente en los transportes; los elementos dudosos y los físicamente débiles debían ser sacados fuera del campo. Entre los indeseables había que contar, sobre todo, a quienes se habían comportado en el campo sin espíritu de compañerismo (ladrones de pan, chanchulleros, acaparadores, etc.). La selección de este grupo corría a cargo de las representaciones comunistas de los distintos países, y ellas eran también las que determinaban quiénes eran los «elementos positi­ vos» que en ninguna circunstancia debían ser transportados. Para llevar a cabo correctamente esta selección se creó en Buchenwald, dentro de la estadística de trabajo, un departamento propio que se encargaba de los preparativos para confeccionar las listas de transportes según las propues­ tas de los representantes nacionales. A veces, sobre todo cuando las empresas alemanas solicitaban obreros especializados, venían ingenieros para realizar personalmente la selección de prisioneros. A pesar de que en tales casos era casi imposible tachar a alguien de las listas de transpor­ tes, en casos de suma importancia, sin embargo, pudo hacerse. Si la empresa afectada reclamaba, se le decía que el prisionero estaba incapa­ citado para el transporte o que había muerto. Por orden de la dirección de la SS del campo, dos clases de prisione­ ros no debían ser enviados, en ninguna circunstancia, a las cuadrillas exteriores: los llamados prisioneros DIKAL -una abreviatura del Departa­ mento Político, que se escribía en la ficha de los prisioneros: «No debe ser trasladado a ningún otro campo» Darfin kein anderes Lager-, y los lla­ mados «huidizos», es decir, aquellos que habían huido ya alguna vez de algún campo o prisión o que eran sospechosos de fuga. A pesar de ello, a estos prisioneros se les enviaba fuera cuando se trataba de salvarles la

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vida. Una vez que Schwartz armó un alboroto porque se habían enviado fuera algunos prisioneros DIKAL, la estadística de trabajo procedió a aprovechar el antagonismo existente entre la dirección del campo y el jefe de disposición del trabajo, y alegó que la orden para confeccionar el transporte se había dado con muy poca antelación y que por ello no había habido tiempo para controlar todas las anotaciones de las fichas de los prisioneros que había que enviar. El resultado fue que el primer jefe de campo, jefe de batallón de la SS Schobert, llamó «hijo de puta» al jefe de disposición del trabajo, jefe principal de asalto Schwartz, con lo que la cuestión quedó liquidada para los prisioneros. Las cosas eran más difíci­ les con los huidizos. Un día llamaron a ochenta y cinco de ellos. Todos debían recibir como castigo veinticinco bastonazos. Pero en el campo sólo quedaban veinte: los demás habían sido enviados, con buen acierto, a cuadrillas exteriores. La tormenta que se desencadenó acabó también por desvanecerse y sesenta camaradas se ahorraron la paliza que les espe­ raba. La segunda posibilidad de hacer uso del «poder mediante la corrup­ ción» era el enriquecimiento privado o colectivo a costa de otros. En algunos campos, incluso en los que dominaban los políticos, tomó proporciones escandalosas. Algunos, aprovechando sus posiciones de poder, llevaban una vida de marqueses, mientras que sus camaradas morían a cientos. No cabe duda que no puede calificarse de justificado sustraer, en colabora­ ción con secuaces de la SS, cajas de alimentos con grasas, embutidos, con­ servas, harina, azúcar, etc., destinadas al campo, para enviarlas a las fami­ lias de los prisioneros participantes en la sustracción. Aún más irritante era que los miembros del reducido sector de prisioneros importantes se pavoneasen como magnates, vestidos a la moda, elegantes, ¡algunos incluso paseando perritos!, en una época en la que ni siquiera la SS Nacional llevaba botas altas, porque las había tenido que cambiar por zapatos del ejército. Todo ello en medio de un caos de miseria, suciedad, enfermedad, hambre y muerte. Aquí el «instinto de conservación» había traspasado todas las fronteras razonables para acabar en un fariseísmo ridículo y duro como la piedra, que estaba tan en consonancia con los

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ideales políticos y sociales predicados como una guitarra en un entierro. No es que pueda decirse que tales manifestaciones fuesen características de los campos, pero desgraciadamente existieron. Los prisioneros de los campos de concentración pasaban a veces de la simple defensa justificada de sus vidas a la resistencia activa contra las medi­ das de la SS. La más señalada oportunidad para ello la ofreció el intento de coaccionar a los prisioneros alemanes a prestar el servicio militar. Dirlewanger, un delincuente reincidente, se ofreció a Himmler durante la guerra para convertir prisioneros de campos de concentración en «volun­ tarios para el frente». Este hombre fue más tarde condecorado con la Cruz de Caballeros y ascendió a jefe de grupo de la SS. Era uno de los peores perros sanguinarios del distrito de Lublin; cometió personalmen­ te brutalidades tales que por su bajeza no pueden ser descritas aquí. En algunos campos, como Sachsenhausen y Dachau, se mandó a la fuerza a prisioneros políticos al frente en el curso de la operación Dirlewanger. En otros campos, como Buchenwald, todo quedó en una exhortación a presentarse voluntariamente; esta invitación fue seguida sólo por un número reducidísimo de prisioneros con triángulo rojo, pero tuvo, por el contrario, cierto éxito entre los de triángulos verdes y negros. El último intento se hizo en 1945 con los homosexuales, pero éstos no respondie­ ron al honor que se les hacía. Los BV que se presentaron por solidaridad con las Armas de la SS -en Buchenwald fueron unos 500- contribuyeron en no pequeño grado a incrementar la fama de matarifes de la SS. Se les destinó a los territorios orientales para luchar contra los guerrilleros y en 1944 se les utilizó para reprimir el levantamiento polaco de Varsovia. Si no morían en ocasiones se les devolvía, después de una larga «prueba en el frente», a los campos de concentración, donde, desde luego, no les aguardaba una suerte muy envidiable. Era divertido para los prisioneros e irritante para algunos de la SS, cuando uno de esos prisioneros BV, que hacía poco había recibido en el campo una paliza de su jefe de cuadrilla o que había tenido que pasar «por el potro», mandaba una tarjeta postal de campaña al que le había golpeado, que acababa con las palabras: «Un saludo de tu camarada...». Los prisioneros políticos comentaban irónica­

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mente que los combatientes de la operación Dirlewanger tendrían que haber llevado, como signo distintivo, sobre su uniforme de la SS, un trián­ gulo verde. En otoño de 1944, se recibió un escrito condescendiente de Himmler, animando a todos los prisioneros políticos alemanes a presen­ tarse como voluntarios; se dio la consigna de boicotear la operación. La consecuencia fue que se presentaron a examen unas 100 personas, la mayoría recién llegados que andaban desorientados. El mismo coman­ dante Pister se dio por enterado con mucha indulgencia de la amable autorización de Himmler para que los prisioneros lucharan por él y por el nacionalsocialismo después de cinco o diez años de encierro en el campo de concentración. Pister, que se hacía cargo de lo imposible del caso, no estaba muy interesado en perder a los prisioneros alemanes: era con su ayuda, en definitiva, como esperaba la SS ser capaz de dominar el problema de los extranjeros en el campo, que había llegado a ser casi insoluble. En 1942 en Buchenwald también fueron instruidos los voluntarios rusos que se habían presentado en el «Stalag» para luchar contra los gue­ rrilleros. Una defensa activa como la que se manifestó con ocasión de la opera­ ción Dirlewanger presuponía una organización, cimentada durante lar­ gos años, del poder colectivo interno de los prisioneros. En Buchenwald no se consiguió nunca, ni por parte de la SS ni por parte de la Gestapo, imponer medidas susceptibles de seccionar los tendones políticos. Con gran desagrado por parte de la dirección del campo, que se sintió censu­ rada, molestada y entorpecida, lo volvió a intentar una vez más la Gestapo en el verano de 1944. A raíz de una denuncia de un tal Duda, que se había presentado a Dirlewanger y que después abandonó el campo, así como de un individuo de nombre checo, Stmad, que era mitad austríaco y mitad inglés, fueron arrestados unos treinta prisioneros políticos, entre ellos personas importantes de la izquierda, que después de pasar semanas en el calabozo fueron sacados del campo. La investigación no condujo a la Gestapo a ningún resultado utilizable, a pesar de que no faltaron tortu­ ras. Así, por ejemplo, el varias veces mencionado kapo Wegerer fue meti­

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do con las manos atadas a la espalda en una celda de 1,5 metros cuadra­ dos con una temperatura de unos 50 grados; allí estuvo cinco días sin agua y sin alimentos. Otro kapo del campo, el comunista Bleicher, tuvo que desnudarse de cintura para arriba durante el interrogatorio, en el que los funcionarios de la Gestapo se dedicaban a quemarle la piel con cigarrillos encendidos. A pesar de todos estos métodos de tortura, nadie puso en peligro al campo con sus declaraciones. A excepción de unos cuantos, de los que se desconoce la suerte que corrieron, los demás camaradas fueron puestos después en libertad. El mismo Wegerer consiguió huir en los últimos días, cuando era transportado hacia el Este; volvió al campo cuando éste fue liberado. En los meses que duró esta operación hubo una sorda presión general sobre el campo, que hizo casi imposible la actividad política durante las primeras semanas. Las fuerzas políticas se retiraron a sus escondrijos nuevamente organizados. La actividad antifascista de los prisioneros de los campos de concentra­ ción abarcaba también la organización e instrucción política, así como el sabotaje. La creencia, muy extendida en Alemania, de que los ocupantes de los campos recibían enseñanzas políticas naáonalsoáalistas, a fin de que cuando fuesen puestos en libertad ingresasen en la «comunidad» como «hom­ bres mejorados», es completamente falsa. La SS no introdujo nunca, ni mucho menos llevó a cabo -prescindiendo de los primeros tiempos de Dachau-, una «instrucción política». Lo único que se parecía algo a eso eran las transmisiones de la radio alemana. Al principio los prisioneros tenían que escuchar los discursos de Adolf Hitler de pie en el patio de revista. Eran tan interminables como la lluvia que chorreaba por las cabe­ zas rapadas; su efecto era el mismo: había que sacudirse. Más tarde, cuan­ do fue posible quedarse en los bloques durante los discursos del Führer, Hitler estaba ya tan coronado por la derrota que hablaba más brevemen­ te y con menos frecuencia; lo que era de lamentar, pues la mayoría de los prisioneros se echaban una sana siesta durante sus alocuciones. Las iniciativas y medidas para mantener la fuerza moral y política de resis­ tencia eran preparadas y elaboradas con mucha diligencia y entrega. La

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organización de partidos estaba bien desarrollada en las izquierdas, tanto por parte de los comunistas como por parte de los socialdemócratas; regularmente se llevaba a cabo, en células pequeñas, trabajo de instruc­ ción. Cuando no había ningún confidente actuando y reinaba claridad sobre las relaciones de poder, se hacía muchísima política en los campos. Como se podían leer periódicos, se formó algo así como un ministerio ile­ gal de Propaganda que reunía y propagaba las escasas noticias con algún significado que Goebbels dejaba publicar a veces en periódicos fronteri­ zos. Agudas cabezas políticas analizaban la situación y proporcionaban a los camaradas interesados claridad y perspectiva, sobre todo en los tiem­ pos en que parecía que los árboles de Hitler iban a llegar hasta el cielo y bastantes camaradas estaban completamente desmoralizados. Es curioso, pero probablemente no había en Alemania ningún otro lugar donde se pudiese hablar tan claramente de política como en los campos de con­ centración. Los enlaces permanentes con el mundo exterior —tanto de dentro hada juera como defuera hada dentro- se cuidaban con todo esmero. En parte habían sido creados por prisioneros puestos en libertad y en parte discurrían a tra­ vés de las cuadrillas exteriores y de los trabajadores civiles. De este modo, se podía complementar y corregir constantemente la imagen que ofrecían los informes de los recién llegados sobre la situación del país. Las noticias del campo de importancia política eran transmitidas al exterior. En Buchenwald, y con observancia de las medidas de seguridad nece­ sarias, se celebraron repetidas veces actos antifasdstas. A ellos se invitaba, desde luego, sólo a prisioneros irreprochables que llevaban muchos años en el campo. Los actos constaban normalmente de una parte seria y de otra en broma con sátiras políticas bien cargadas. Había también lecturas literarias de signo antifascista. Se buscaba de entre las obras que había en la biblioteca del campo todo aquello que fuera utilizable, en especial de las obras de los clásicos alemanes; el resultado era siempre eficaz. ¡Qué gran efecto el que producía la lectura en voz alta de escenas de La muerte de Dantón, de Georg Büchner! Los programas pudieron enriquecerse extraordinariamente con una adecuada valoración del viejo material. Así

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es como las poesías satírico-revolucionarias de Heinrich Heine volvieron a tener vigencia y a dar frutos. Sin embargo, la capacidad de resistencia de la mayoría de prisioneros se habría visto reforzada, mejor que con estos actos ocasionales, con la influencia religiosa. No me parece inconveniente hablar, a este respecto, de la total carencia de consuelo espiritual en los campos de concentración. La SS no toleraba, desde luego, cosa semejante. Había también excelentes camaradas de orientación izquierdista que habrían considerado ridículo y reaccionario el consuelo espiritual, basándose en sus idearios ya supera­ dos, enraizados en viejísimas concepciones. Algunos de ellos, sin embar­ go, mostraron una gran comprensión en los últimos años, y contribuye­ ron constantemente desde sus puestos importantes a retener a sacerdotes en el campo, es decir, a protegerlos de los transportes. La influencia de estos sacerdotes fue, sin embargo, secreta y, por tanto, muy limitada. No cabe duda de que una ayuda espiritual habría impedido -sobre todo a los polacos- mucho desamparo, muchas vilezas y muchos dolores, habría consolado a miles de prisioneros, habría fortalecido a cientos de ellos en los últimos minutos y habría dado nueva fuerza a incontables enfermos e impedidos, incluso para su curación física. Pero esta bendición estuvo limitada a un reducidísimo número de hombres valerosos que ya de por sí tenían fortaleza suficiente. Sólo a los franceses y a los holandeses les fue posible tener en los últimos tiempos de Buchenwald una ecclesia abscondita, que permitió que cayera un rayo de luz sobre los moribundos antes de emprender el camino hacia el crematorio. Una verdadera excepción -aunque fuera también ilegal- la constituyó el campo de concentración de Dachau, donde, como ya se mencionó, habían sido reunidos en barra­ cas independientes miles de sacerdotes católicos y un. número considera­ ble de pastores evangélicos. Algunos desarrollaron una gran actividad espiritual entre sus camaradas prisioneros. Allí se celebró, una vez, incluso la consagración de un sacerdote católico. En Navidad de 1943 celebró misa en Buchenwald, en una reducidísima cocina que lindaba con la sala donde estaban los prisioneros BV del crematorio, para seis camaradas que habían ido en secreto, el padre Joseph Thyl; otra vez, en Pascua de Resu­

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rrección, la celebró en el laboratorio químico del profesor francés Suard del bloque 50. Los elementos necesarios para la celebración se consiguie­ ron, después de trabajosos y largos preparativos, con la ayuda de un fun­ cionario de correos holandés, que trabajaba en Jena, y de un vicario de esa ciudad llamado Labonté, que era catedrático de Teología moral. Jan Robert se atrevió a introducir clandestinamente en el campo la maleta que contenía la «mercancía prohibida», así como literatura religiosa, bajo el rótulo de «material altamente infeccioso». Esta relación con Jena nos hizo sospechosos, por la infamia de un camarada católico, que hacía de confidente para un grupo de comunistas, de coleccionar sistemáticamen­ te material contra el Partido Comunista que enviábamos ¡al Vaticano! a través de Jena. Jan Robert y yo -ya había hecho posible el viaje de Robert, en compañía del jefe inferior de tropa de la SS Feld, pretextando ante Ding-Schuler que necesitábamos literatura científica sobre fiebres tifoi­ deas del Instituto de Higiene de la Universidad de Jena- nos encontramos sometidos a toda una red de vigilancia y fuimos inscritos por un grupo de miembros del Partido Comunista en una lista de personas que no debían abandonar el campo con vida. La única posibilidad que teníamos de defendernos contra las fuerzas que permanecían en el anonimato -aunque sabíamos quiénes eran por informaciones que habíamos consegui­ do- era preparar una adecuada defensa de urgencia para los días en que se aproximase el fin del campo. El asunto se olvidó, sin embargo, en la penuria común de nuestros últimos días de vida en él. No cabe duda de que se podría haber hecho más en contra de la SS si no hubieran existido estas terribles luchas internas. Pero tal deseo era una ilusión teniendo en cuenta cuáles eran las fuerzas de hecho. En el terreno del sabotaje se alcanzaron éxitos considerables. Esta labor no quedó limitada a Buchenwald, ni mucho menos, pero las únicas cifras que conocemos -las recopilaron los prisioneros que trabajaban en las distintas industrias de armamento de ese campo de concentración- se refieren a él. Hasta el gran ataque aéreo de 24-VTII-1944, trabajaban unos 9.000 pri­ sioneros en las Deutsche Ausrústungswerke (DAW), en la Polte-Werke,

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en las fábricas de la Mitteldeutsche Baugemeinschaft, en la GustloffWerke, en la Optische Werkstátte y en la división de abastecimiento de munición. En las prensas hidráulicas de la Mitteldeutsche Baugemeinschaft, el rendimiento normal de un trabajador civil en la fabricación de bobinas era, en un día de trabajo de diez horas, de 720 piezas; el rendimiento de un prisionero, en once horas, de 350 piezas. En el proceso de embobina­ do y soldadura, el rendimiento normal de una trabajadora civil era de 20 a 30 piezas en nueve horas y media de trabajo; el rendimiento de un pri­ sionero, en once horas, de 8 a 10 piezas. Las prensas, bombas y bobinadoras eran «reparadas» de tal forma que no funcionaban durante días ente­ ros. Sólo en casos especiales era posible el sabotaje directo (deterioro de máquinas o armas). Por lo general había que aplicar métodos difíciles de reconocer. La primera posibilidad la ofrecía la distribución del trabajo entre los prisioneros. Los especialistas del campo eran destinados a indus­ trias que no tenían que ver directamente con la producción de armamen­ to, y a éstas eran destinados no especialistas. Especialistas acreditadamen­ te antifascistas pasaban, sin embargo, a ocupar posiciones desde las cuales podían prestar un trabajo planificado de sabotaje. Los capataces, jefes e ingenieros civiles alemanes a los que correspondía la vigilancia de los pri­ sioneros y la organización de la producción eran casi sin excepción nacio­ nalsocialistas disciplinarios, lo que quería decir que sus conocimientos técnicos y organizativos dejaban mucho que desear, por lo que muchas veces dependían de los prisioneros especialistas. Se podía realizar, por tanto, un gran trabajo de sabotaje mediante planificaciones y proyectos erróneos, mediante demoras en la provisión de máquinas, herramientas y material, y mediante la exageración de las disputas internas de competen­ cia y la aplicación rigurosa de los preceptos reglamentarios y de las dispo­ siciones sobre controles. En verano de 1942 había que montar en Buchenwald, con piezas procedentes de firmas extranjeras, 60.000 carabi­ nas K98 k. A este objeto se encargaron 1.800 máquinas con toda clase de accesorios. Nueve meses más tarde, hubo que reconocer la inviabilidad del proyecto en la forma prevista. Por fin, al cabo de dos años, el montaje

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alcanzó la mitad de lo previsto por mes. Se había calculado la fabricación de cañones de carabina en 10.000 piezas por mes; las máquinas encarga­ das y entregadas eran suficientes para una producción de 15.000 piezas. Después de año y medio la producción máxima alcanzaba 8.000 piezas, y el gasto de herramientas de gran valor, de cuatro a diez veces más de las cifras prescritas por el ejército. La producción de culatas de carabina debía alcanzar 55.000 piezas mensuales. ¡En seis meses se produjeron en total 33.000 piezas! Las herramientas que se utilizaron habrían sido sufi­ cientes para producir 280.000 piezas. Para el montaje de carabinas auto­ máticas K 43 se había previsto un ritmo mensual de 55.000 piezas. De enero ajulio de 1944 se suministraron, en total, 28.000; a partir de mayo, sobre todo, la producción fue decreciendo rápidamente, por lo que al final sólo salían de los talleres 600 mensuales. El ejército devolvió miles de carabinas defectuosas. Comisiones de la empresa, ingenieros y comisio­ nes del ejército y de la Oficina de Armamento estuvieron buscando durante meses, infructuosamente, el origen de los defectos. La proyecta­ da fabricación de 10.000 piezas mensuales de pistolas de 7,65 milímetros no pudo siquiera ser puesta en marcha; cerca de 100 prisioneros trabaja­ ron durante dos años en reparar máquinas y herramientas y en produccir piezas de muestra. La producción de vehículos de infantería (IF 14), de vehículos de enlace (NF 6) y de avantrenes de artillería (AF18), represen­ taba un 50 por ciento de lo previsto. En febrero de 1945 la producción de IF 14 era sólo una cuarta parte de la cantidad exigida. La ayuda más importante para el trabajo de sabotaje la suministraba la fabricación de herramientas. Con 150 máquinas especiales y 300 prisione­ ros y trabajadores civiles se podrían haber producido cómodamente las cantidades exigidas. En realidad, sin embargo, sólo se cumplían de un 15 a un 20 por ciento de los encargos, por lo que a fines de 1944 había más de 2.000 pedidos retrasados; las herramientas y los aparatos se fabricaban para sectores de la producción que ya habían sido suspendidos hacía tiempo; otros instrumentos eran inútiles por no haber considerado los cambios en la construcción que se habían operado entretanto. La aplica­ ción de materiales inadecuados, los dibujos técnicos incorrectos e inexac­

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tos realizados por especialistas experimentados, los defectos difíciles de controlar precisamente cuando con más urgencia se necesitaban las máquinas, todo ello hizo que la producción de herramientas paralizase todas las demás industrias. A la larga, no pudo pasar inadvertido a la dirección de la Gusdoff que en Buchenwald había algo que no funciona­ ba. Hubo investigaciones y acusaciones, pero siempre se consiguió recha­ zar los cargos: ante la dirección de la empresa se echaba la culpa a las malas condiciones alimenticias y sanitarias de las que era responsable la SS; y los partes de la dirección de la empresa a la SS contra prisioneros carecían de eficacia cuando salía a la luz del día la corrupción y la inepti­ tud de la dirección de la empresa. El trabíyo de sabotaje no se limitaba de ningún modo sólo a las indus­ trias de armamento, sino que se impuso en toda la estructura de los campos de concentración. Cuando consistía en trabajar poco, se veía ayu­ dado por la inclinación que ya existía en los prisioneros de hacer lo menos posible, con lo que llegaron a alcanzarse considerables récords de falta de actividad y de morosidad. A fin de poder realizar y mantener toda la actividad ilegal, hubo que crear un eficiente servicio de autoprotecáón de los prisioneros. Éste sirvió, al mismo tiempo, una vez que se hubieron cumplido los demás requisitos de unificar y agrupar a las fuerzas del campo, para preparar el fin del éste. En Buchenwald, todos los grandes grupos nacionales -checos, yugosla­ vos, polacos, rusos, franceses, belgas y holandeses- crearon organizacio­ nes secretas coordinadas por los camaradas alemanes y austríacos. Para cumplir toda clase de fines y con todos los pretextos posibles, se creaban constantemente nuevos equipos de auxilio y nuevas instituciones, que en caso de necesidad podrían ser de utilidad: servicios de bomberos, servi­ cios de vigilancia de incendios, equipos de sanidad, de salvamento, etc. En Buchenwald llegó a haber, al final, 1.000 hombres duramente discipli­ nados a las órdenes de la dirección de prisioneros del campo. La SS no llegó nunca a darse cuenta de esta estructura de poder que se iba forman­ do poco a poco, ni pudo percibir su verdadera importancia. No cuesta mucho apreciar el valor, el enérgico sentido de responsabilidad ante los

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prisioneros, la inteligencia y la minuciosidad que había que poseer para crear esta eficiente protección de las fuerzas antifascistas, en medio de una constante lucha contra la SS. La influencia y la ejemplaridad fueron tan grandes que los camaradas políticos de otros campos, que sufrían bajo el terror de los prisioneros verdes, solicitaron ayuda; se les enviaron, mediante transportes, fuerzas organizadas de Buchenwald, que, si bien no pudieron cambiar la situación en sus lugares de destino, sí pudieron, por lo menos, hacerlas más soportables. Aunque el final llegó de modo distinto a como se había previsto, los preparativos efectuados fueron tan útiles que la situación pudo superarse en Buchenwald mucho mejor que en la mayoría de los demás campos de concentración.

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El fin de los campos de concentración

Los prisioneros competentes de todos los campos de concentración pro­ curaron prepararse con bastante antelación a las distintas posibilidades del fin del campo. El prisionero medio esperaba el acontecimiento, que en todo momento se podía producir, con una considerable psicosis de miedo. Estaba bastante generalizada la opinión de que Himmler daría, en su momento, orden de que fuesen liquidados todos los ocupantes de los campos. Se pensaba en el envenenamiento, la muerte por gas, el fusi­ lamiento y el bombardeo con aviones alemanes. Si se meditaba sobre estas posibilidades, se llegaba a la conclusión de que si se quería que tales medidas se cumplieran su ejecución no iba a ser tan fácil. Un envenenamiento general podía impedirse sin ningún lugar a dudas; quedaba sólo el problema de cómo seguir alimentándose. El intento de un fusilamiento en masa, con ametralladoras o con lanzalla­ mas, por ejemplo, habría conducido en muchos sitios a levantamientos; la alambrada con carga eléctrica habría sido derribada; caerían cientos, quizá miles, pero serían más los que podrían escapar. La suerte que cada uno correría en libertad por el país parecía, de todas formas, muy insegu­ ra. Contra un bombardeo por parte de la aviación alemana, la protección era escasa; los temores disminuían -aunque no se conseguían disipar totalmente- con consideraciones de carácter general, como la reacción de la población civil, la resistencia de las Fuerzas Aéreas a ejecutar tales órdenes, etcétera. La medida ante la que se estaba más indefenso era la muerte por gas, tanto si se ejecutaba en el propio campo, si éste tenía las instalaciones adecuadas, como si había que ser transportado para su eje­ cución. La huida individual y colectiva durante el transporte y la resisten­ cia activa en inmediata presencia de las cámaras de gas eran los únicos medios de defensa que quedaban, si bien su valor era bastante escaso.

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Una minoría exponía un argumento que al final fue el que decidió la cuestión, pero que en aquellos momentos no convencía a nadie: que no parecía posible una orden de exterminio, porque los campos de concen­ tración -en un estado de desorganización general- estaban alejándose del campo de visión de Himmler y de su Estado Mayor, y porque el apara­ to de mando no funcionaría con plena efectividad. A este respecto, era interesante observar los yerros, de la clase más burda, que cometían algunos «materialistas históricos» por no tener en cuenta los factores psicológicos que, en definitiva, fueron los decisivos. En los campos no era ningún secreto que la SS Nacional, a consecuen­ cia de su descomposición, no suponía ya ningún órgano ejecutivo vigoro­ so contra las masas. Pero esta circunstancia era demasiado insegura para confiar en ella. Los secuaces de la SS, que renegaban ya de sus jefes como cocheros y que en su mayoría había dejado de creer en una victoria nacio­ nalsocialista, podían aún poner los dedos en los gatillos de las ametralla­ doras para aniquilarnos, con fidelidad típicamente alemana, con tal de que se diese la orden en un tono suficientemente enérgico. Había, por ello, que tomar medidas contra esta eventual posibilidad. Eso fue sólo factible en algunos pocos campos: por lo que me es conocido se tomaron en Buchenwald, Sachsenhausen, Dachau, Mauthausen y Lublin. El primer campo que cayó en manos de los aliados fue Lublin. Supimos por medio de los prisioneros que llegaban en los transportes que la SS había huido cuando se aproximó el frente ruso y que había tenido que dejar en el campo a los prisioneros que no pudieron ser evacuados (irnos 6.000 que, al parecer, habían logrado organizar una defensa adecuada). Empezaron a circular rumores de que los rusos, después de la toma de Lublin, habían ahorcado o dejado a merced de la venganza de sus compañeros de cautive­ rio a los kapos y capataces que habían abusado de los prisioneros. A partir de aquel momento, algunas «personalidades» empezaron a temer por su pro­ pia suerte; los comprometidos empezaron a considerar plan tras plan para encontrar un modo de preparar un fin discreto, en los últimos días, a los tes­ tigos de sus anteriores actos heroicos. Poco después de la liberación de Lublin, se inició una enorme comen­

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te de evacuaciones de los campos orientales, cuyos prisioneros eran trasladados al interior de Alemania. La SS fue desalojando los campos uno tras otro. Los que quedaban con vida eran empujados hacia el Oeste -cuando no había suficientes medios de comunicación, a pie-, después de que la SS hiciera desaparecer todos los instrumentos de horror que pudo. Se entre­ garon armas a los prisioneros alemanes para que tuviesen a raya a sus compañeros de cautiverio extranjeros, pues la jerarquía de la SS huía con la suficiente antelación por tren o por carretera, y las tropas de vigilancia que dejaban atrás no bastaban para vigilar a los miles de prisioneros pues­ tos en marcha. En filas interminables echaron a andar las infelices comiti­ vas: día tras día, a veces durante semanas, sin alimentos, sin vestidos sufi­ cientes. Al que no podía seguir lo mataba a tiros la SS o alguno de los prisioneros esbirros a los que se había armado; después los abandonaban en el camino. Algunos se evadían, y, según las circunstancias, se escon­ dían, volvían a ser apresados por la Policía Militar alemana o por fanáti­ cos de la población civil, ingresaban de nuevo en alguna parte, eran fusi­ lados. Otros conseguían huir: hacia Alemania, hacia Polonia, detrás de las líneas rusas. Los que llegaban a los campos centrales -que cada vez tenían que acoger a más masas- podían contar toda clase de horrores. Así surgió un panorama de caótica disolución, preñado de hechos horrorosos, de cuya realidad daban testimonio las figuras fantasmales que llegaban a las regio­ nes del interior desde todas partes -entretanto se había dado la orden de desmantelar también los campos y cuadrillas exteriores del Oeste. Prime­ ramente, se trasladaron las brigadas de obras de prisioneros desde la costa adántica a la Bélgica occidental; después, en verano de 1944, los condujeron, junto con los ocupantes de los campos occidentales, más allá de la orilla derecha del Rin; por último, durante el invierno y la primave­ ra, fueron retrocediendo palmo a palmo hasta reunise con los evacuados del Este en Dachau, Sachsenhausen, Neuengamme, Buchenwald, Flossenbürg, Mauthausen. A partir de febrero y marzo, se agudizaron espantosamente las condi­ ciones en todos los campos de concentración. En los que se habían hecho los preparativos pertinentes, los prisioneros pudieron recoger, por fin, los

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frutos de los esfuerzos de años. Como ejemplo más significativo referire­ mos a este respecto la historia delfin del campo de concentración de Buchenwald, que fue de todos los campos el que de modo más claro estuvo bajo el dominio de los prisioneros políticos. Ya se mencionó en el capítulo anterior el establecimiento de las tropas de autoprotección. Durante el bombardeo del 24 de agosto de 1944 se procedió al aprovisionamiento de armas. La confusión general de aquel día fue aprovechada para sacar del arsenal de la SS fusiles, pistolas, carabinas, granadas de mano y todo lo que fue posible. Las existencias fueron pues­ tas a seguro en el campo, enterrando y tapiando algunas de ellas en luga­ res conocidos sólo por muy pocas personas de confianza. El arsenal obte­ nido fue complementado después en la medida de lo posible. Pero toda esta parte de los preparativos no habría podido llevarse a cabo si la orga­ nización interna no hubiese funcionado irreprochablemente y si no se hubiera limpiado sistemáticamente el campo, tras largas luchas, de todos los elementos verdaderamente dudosos o traidores. La posesión de las armas creó una primera sensación de seguridad. Por lo menos, ya no habría que morir sin lucha, ya no habría que dejarse dego­ llar. Con esta confianza reforzada era más fácil tranquilizar a los camaradas. Pero no había que ignorar lo extraordinariamente difícil de la situación: había que luchar contra la SS y también, casi en igual grado, en el momen­ to decisivo, contra los débiles y los cobardes, y contra el inevitable pánico. Después de llegar a Buchenwald las primeras grandes masas de los campos evacuados, se formó una curiosa situación transitoria: la SS, que veía desde el exterior que el final se aproximaba, tenía miedo de la anónima masa com­ puesta por decenas de miles de prisioneros; la masa de prisioneros tenía miedo de la SS; los habitantes de los alrededores, sobre todo los de Weimar, temían el campo como al diablo en los últimos días. Los tres grupos, cada uno por distintas consideraciones y en virtud de situaciones de hecho diferentes, tenían todas las razones para estar seriamente preocupados. La mayor preocupación la tenían, sin duda, las personas civiles empleadas en industrias de la SS (su comportamiento había sido muy a menudo escanda­ loso): temían ser pura y simplemente degollados cuando «llegase el

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momento». La sed de venganza era grande entre los prisioneros políticos, sobre todo contra la ciudad de Weimar, que por múltiples conductos había sacado dinero y ventajas del «molino de huesos», sin haber dado nunca muestras de compasión, ni siquiera de comprensión, ni mucho menos prestado ayuda activa. Pero las fuerzas del orden del campo estaban intere­ sadas en su prestigio político y querían evitar todo caos procedente de Buchenwald: por el país y por el futuro. Por ello se hizo todo lo necesario para dominar los acontecimientos que se aproximaban. A medida que la situación fue madurando se sometió a discusión, meses antes del verdadero final, la cuestión: ¿Levantamiento armado o seguir esperando ?Sólo tras muchos esfuerzos se decidió la línea a seguir: no provocaremos, no les daremos ningún pretexto, pero nos defenderemos cuando sea necesario. Los preparativos se trabajaron aun más a fondo, entre las constantes dificultades que creaban la SS y los prisioneros que no estaban al tanto. En todos los bloques se nombraron personas de con­ fianza de las distintas naciones. Las tropas de protección fueron aun mejor organizadas. Por último, todo se redujo a esta cuestión: ¿qué es lo que ordenará Himmler? Pues ya se habían tomado desde hacía tiempo todas las medidas para que la SS del campo no emprendiese nada por su cuen­ ta. Dos grupos, independientemente el uno del otro, trazaron un plan para la toma del campo después de la derrota de la SS y de la entrada de los aliados: el Partido Comunista y un grupo no comunista bajo el mando del capitán inglés Burney. Los planes se diferenciaban muy poco entre sí, como se puso de manifiesto después de la liberación, ya que ambos esta­ ban basados en la misma experiencia del campo. La diferencia consistía, en lo fundamental, en que el Partido Comunista, partiendo de su poder real sobre el campo, había elegido exclusivamente para las nuevas funcio­ nes a miembros del Partido por una vieja costumbre y por el comprensi­ ble motivo de guardar el secreto, mientras que el otro grupo había proce­ dido únicamente según el principio de aptitud, por el cual una buena tercera parte de los nuevos funcionarios previstos iban a ser comunistas. Los dos grupos trabajaron con criterios internacionales.

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Ya a mediados de marzo de 1945 estaba totalmente claro que serían los aliados occidentales los que ocuparían Alemania Central. Las esperan­ zas del campo se dirigían, sobre todo, aunque habría habido que comba­ tir duramente, a la ayuda aérea. Para el caso de una operación de aterriza­ je en la llanura al norte de Buchenwald, se había decidido intervenir activamente desde el campo, pese a las dificultades que esto podría haber supuesto. De todas formas, todo el mundo esperaba que la SS intentaría antes una evacuación. A principios de abril se hicieron los preparativos a tal efecto; la división de municionamiento desalojó el campo. El campo se encontraba en constante estado interno de alarma, sin que la situación permitiese aún llegar a una solución concreta. Se sabía que el comandan­ te jefe superior de la SS Pister tenía mentalidad de funcionario y que no tomaba ninguna decisión por propia iniciativa. Sabíamos a través del jefe de batallón de la SS doctor Ding-Schuler, que el 2 de abril Himmler había «dejado al buen arbitrio» del comandante del campo de Ohrdruf, jefe principal de asalto de la SS Oldeburhuis, después de una conferencia telefónica, eliminar a los prisioneros BV y a los «políticos considerados especialmente peligrosos». Himmler había ordenado, sin embargo, expresamente, que no debía pasarles nada a los judíos: una paradoja que sólo se explica por curiosas esperanzas internacionales de la jefatura del Reich de la SS. El resto del campo debía ser trasladado. Así se hizo en un transporte de la muerte de 12.000 hombres desde Ohrdrufa Buchenwald; cientos de ellos encontraron la muerte en el camino. Sólo en la carretera de Weimar a Buchenwald, el último trecho de camino, había el 5 de abril 74 pri­ sioneros bañados en sangre; antes habían muerto a tiros cientos de ellos a manos de miembros de las Juventudes Hitlerianas e incluso de mujeres. El número de víctimas mortales en el SIII ascendía a más de 1.500. Había ya 47.000 personas prensadas detrás de la alambrada de espino de Buchenwald; la cuestión de la alimentación se había hecho problemáti­ ca y la miseria era inaudita. Mientras tanto, los tanques norteamericanos, al oeste de Erfurt -de allí provenían los estampidos de los cañones-, espera­ ban para consumar su avance. Fueron días de máxima tensión. El 4 de abril fueron convocados de improviso losjudíos del campo. ¡Nadie

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apareció en el patio de revista! Nada parecido había sucedido nunca en un campo de concentración. La idea era tan inconcebible que la SS no se atre­ vió a reaccionar inmediatamente con la mayor violencia para obligar a cumplir sus órdenes. Hizo correr el rumor de que a los judíos únicamente se les iba a mandar a un campo de intercambio, desde donde los traslada­ rían fuera de Alemania: el jefe del Reich de la SS estaba negociando por este motivo con el extranjero. Desde luego nadie se lo creyó; una cosa así parecía psicológicamente imposible. (Después se averiguó que algo había en ello de cierto: Himmler había tanteado en Suecia, bajo los efectos de su creencia patológica en el «poder judaico mundial», si era posible realizar un «negocio de salvamento de vidas» con los judíos.) Las vacilaciones de la SS supusieron el beneficio de una valiosa noche, en la que cientos de camaradas judíos de la «Vieja Guardia del campo de concentración» tuvieron oportunidad de «sumergirse». Se cambiaron los nombres, los números, las señales de identificación y las cuadrillas; se les pasó de un bloque a otro. A la mañana siguiente, la SS hizo presentarse a los ocupantes del campo por pabellones. «¡Que se adelanten los judíos!». Una parte siguió la orden; la SS tuvo que buscar el resto «liándose de las facciones», pues desde el bom­ bardeo de Buchenwald no poseía documentación suficiente. Se produje­ ron escenas brutales; losjefes de tropa del campo de Buchenwald se desem­ barazaron del asunto como pudieron, pero los carniceros de Auschwitz que estaban presentes empezaron a dar vueltas por el campo pequeño, fumando cigarrillos, con porras, y agarraron a aquél que les vino en gana. Pero la Defensa del Campo, sin la que ya no podían trabajar, no hizo nada que pudiera favorecer sus prácticas, e incluso ayudó a desaparecer a aque­ llos que fueron lo suficientemente despiertos. De los 6.000 judíos del campo se consiguió reunir unos 1.500, cifra que aumentó al día siguiente con losjudíos húngaros llegados de Ohrdruf. El 5 de abril, se filtró la noticia de que se intentaba liquidar a los ingle­ ses del campo (eran en total 20, si contamos a dos americanos). Algunos camaradas los «sumergieron» rápidamente entre ellos; los escondieron en una cavidad de 60 cm de altura que había sido excavada debajo del bloque 56 del campo pequeño. Cuando bajaron al hueco, hallaron allí a

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un judío que había encontrado el día anterior, casualmente, un agujero en el suelo de madera debajo de una cama; los prisioneros de guerra rusos que vigilaban el escondrijo no dejaron salir al infeliz de allí por temor a que se llegase a descubrir el lugar. Tuvo que seguir aún cuatro días enteros en tan terrible situación: sin luz, inmóvil en la húmeda sucie­ dad, oyendo continuamente el ruido de 1.500 zuecos sobre su cabeza, y apenas sin alimento. A fin de mitigar la situación extremadamente tensa, se había convenci­ do el 3 de abril a cuatro personalidades de importancia entre los extranje­ ros del campo -el ministro belga Soudain, el subsecretario de Estado fran­ cés Marie, el capitán Bumey y el oficial de la marina holandesa Cool- para que dirigiesen un escrito al comandante en el que de forma hábil se le pidie­ ra una actitud correcta y leal, expresándole la confianza de que los firman­ tes encontrarían la oportunidad de manifestar este extremo a la opinión pública de sus países cuando regresaran a sus patrias. El peluquero del comandante entregó la carta. Y ésta produjo su efecto; Pister la consideró un documento de seguridad para él y su familia. «En caso de necesidad se puede dejar pasar cierto espacio de tiempo entre una orden y su ejecu­ ción», dijo, sin que, naturalmente, ninguna de las dos partes llamara abier­ tamente a las cosas por su nombre. Vaciló, y esto era lo que importaba. Se oían los cañonazos, los aviadores norteamericanos sobrevolaban el territo­ rio: había que ganar tiempo. Si se hubiese sabido que la liberación había de tardar aún ocho días no se habría podido perseverar en la táctica de ir demorando las cosas, y menos teniendo en cuenta que el comandante no había tomado una actitud clara a favor de los prisioneros, sino que tam­ bién se inclinaba por la de la jefatura de la SS. El 5 de abril fue el día de la prueba decisiva. Los días anteriores losjefes de la SS habían destruido los papeles más importantes. El jefe de bata­ llón, doctor Ding-Schuler, volvió una vez más al campo y me comunicó -lo sabía por el doctor Schiedlausky- que la Gestapo de Weimar había dictado orden de ejecutar a la mañana siguiente, antes de evacuar el campo, a 46 prisioneros políticos. ¡Una repetición de Ohrdrufl DingSchuler sólo conocía cuatro nombres: el kapo de la enfermería y su dele­

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gado, el kapo del bloque 46 y yo. El aviso fue de incalculable valor, pues concedía casi ocho horas de ventaja. Inmediatamente se dio la alarma a todo el aparato de la dirección interna del campo. Se decidió hacer fren­ te a la situación y negarse a entregar los 46 hombres aunque hubiese que llegar a la lucha abierta. Pero ¿quiénes eran los 46 aparte de los cuatro que ya se conocían? Por la tarde llegó la lista a través del jefe de partes; a la mañana siguiente: «¡Al portalón!». La confección de la lista era bastan­ te desigual y no concordaba en todos los aspectos con el verdadero signi­ ficado de las personas; faltaban nombres importantes y había otros de poca trascendencia: una auténtica medida de la Gestapo que tenía su base, evidentemente, en una denuncia que nos era conocida: meses antes se había «chivado» un tal Duda a Dirlewanger. Ahora era cuando se des­ cubría que había dado todos los nombres que le habían parecido impor­ tantes, en parte con razón y en parte sin ella. Probablemente había com­ pletado la lista el doctor Schiedlausky: se le había visto dos días antes entregando un escrito en propia mano al director de la Gestapo de Wei­ mar, en el momento de abandonar éste el campo. Además: ¡la informa­ ción de Ding-Schuler provenía de Schiedlausky! El hecho de que ni uno solo de los funcionarios de la nueva dirección ilegal del campo figurase en la lista, demuestra, de todos modos, que se había realizado un buen trabajo secreto. La misma noche se habían «sumergido» ya todos los amenazados -con excepción del fabricante francés Bloch, del que nadie sabía cómo había ido a parar a la lista- en escondites seguros. Cuando a la mañana siguiente se oyó la llamada con la relación de los nombres, no apareció nadie en el portalón con la excepción de Bloch. Al cabo de un rato, devolvieron a Bloch al campo por motivos tácticos, evidentemente con la intención de calmar a las otras víctimas. Después de la segunda negativa del campo a seguir las órdenes de la SS, el comandante convocó al deca­ no de campo I y le exigió que buscase a los que faltaban con la ayuda de la Defensa del Campo. Ésta estuvo «buscando» durante ocho horas, por supuesto, sin poder encontrar a ninguno de los sumergidos. Surgió entonces el peligro de una revista general de recuento. La dirección

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interna resolvió no presentarse tampoco a ella, aunque se ordenase. ¡El campo de concentración sin revista! Con ello desaparecía el control más importante de la SS. A partir de entonces nadie acudía al portalón cuan­ do se llamaba a algún grupo o personalidad y se temía que había peligro. Era una abierta declaración de guerra. Cuando caía la noche, la SS sólo se atrevía a ir al campo armada hasta los dientes; había visto que los prisione­ ros políticos estaban decididos a luchar. Los responsables del campo tenían ideas muy claras sobre las probabili­ dades de éxito de un conflicto armado entre la SS y los prisioneros. La lucha se resolvería en unas horas, como máximo, en contra de los prisioneros. Pero se contaba con la llegada de las tropas de liberación, que eran espe­ radas en cualquier momento. A fin de evitar el peligro de que hubiese que evacuar en el último instante, se decidió enviar clandestinamente un emisario del campo que debía alcanzar a las tropas aliadas desde Weimar, en caso de que los norteamericanos sorteasen el importante punto estratégi­ co del monte Etter con su campo de concentración; al mismo tiempo se dirigiría inmediatamente un escrito al comandante del campo de Buchenwald. Cuarenta paracaidistas con trajes civiles, había informado la emisora de la Policía (y el servicio de información del campo lo había divulgado), se habían lanzado la noche anterior a ambos lados de la auto­ pista al sur de Weimar sin haber sido capturados. De uno de estos paracai­ distas procedía la carta que llevaba el siguiente texto: Comandante: Transportes abandonan Buchenwald. Son transportes de muerte. ¡Como el de Ohrdruf! La horrorosa tragedia de Ohrdruf no se debe repetir. Hemos visto con nuestros propios ojos a las víctimas de las tropas de acompañamiento y de una población azuzada. ¡Ay de los responsables, ay de Turingia si esto se repite! Usted -como todo el país- está en un aprieto, y cree que sólo lo podrá dominar quitándo­ se miles de personas de en medio. ¡Basta! ¡Basta inmediatamente! Nuestros

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comandantes de tanques se acercan para presentarle la cuenta. ¡Tiene toda­ vía una oportunidad! J a m e s M c l e o d , mayor

Ministerio de Guerra, Londres

El 6 de abril habían abandonado el campo más de 3.000judíos a pie. La huida del emisario del campo sólo podía realizarse por un procedimien­ to, pues aparte de los transportes no salía nadie del campo: a través del bloque 50 y del doctor Ding-Schuler. Salí de mi escondite, a pesar de que las patrullas de la SS estaban registrando el campo, me presenté al doctor Ding-Schuler, que había sido puesto al corriente por el jefe inferior de tropa Feld, y me puse de acuerdo con él sobre la arriesgada empresa. Al día siguiente, 8 de abril, iba a ser enviado un camión de la Policía de Weimar para recoger valiosos instrumentos y vacunas para el grupo de com­ bate del jefe de estandarte de la SS Schmidt; yo me tenía que introducir en una de esas cajas y llegar dentro de ella a la casa de Ding-Schuler en Weimar. El comandante había pedido 14.000 hombres para evacuarlos de Buchenwald el 7 de abril. Se pusieron a disposición de la SS, después de muchas demoras, 1.500 hombres y luego otros 4.500 -después de haber entrado en el campo 200 secuaces de la SS armados con ametralladoras-, para facilitar el inminente combate dentro del campo. Pues una de las mayores dificultades era la situación alimenticia y la masa de prisioneros del campo -prisioneros BV, asocíales, etc-, que podían caer sobre las espaldas de quienes combatiesen o entorpecer la lucha. No había otra solución. Los dos transportes partieron rumbo a un destino desconocido. Entretanto se ha podido averiguar lo que con ellos sucedió; como es característico de lo que ocurría aquellos días, lo referiremos brevemente. El transporte más pequeño estaba destinado al campo de concentración de Flossenbürg; allí llegaron, sin embargo, sólo 170 hombres: el resto pereció a consecuencia de las fatigas del viaje, fue tiroteado o huyó. El transporte mayor marchó al campo de Dachau a través de Sajonia. Sólo se

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dio manutención para un día. Los 40 vagones de ferrocarril, que conte­ nían cada uno de 100 a 120 prisioneros, fueron a parar, dando innumera­ bles rodeos para poder viajar por las vías férreas que aún no habían sido destruidas o que habían sido reconstruidas con toda urgencia, a Checos­ lovaquia; de allí marcharon, a través de los bosques bávaros, hasta las pro­ ximidades de Passau, donde quedaron atascados en un pequeño pueblo -Nammering-, que debido a su industria de piedra tenía buenos aparta­ deros. Según el relato del sacerdote Johann Bergmann, que entre el 19 y el 23 de abril tuvo una valerosa actuación, ejemplar humana y cristiana­ mente, a favor de los hambrientos prisioneros de Buchenwald -entre otras cosas, obtuvo de la población campesina de los alrededores, horro­ rizada por los acontecimientos, cerca de doscientos quintales de patatas, varios quintales de pan y otros víveres, y consiguió también que los prisio­ neros pudieran recibir la comida-, en Nammering fueron quemados, con fuego de leña y en una parrilla hecha con vías de ferrocarril, unos 270 cadáveres de los que habían muerto por el camino; 700 cadáveres más fueron arrojados a un barranco. Eljefe superior de asalto de Buchen­ wald Merbach, que quedó espantado durante la ejecución del hecho y que hizo algunas concesiones al sacerdote y a su gente, se emborrachó con licor para, según dijo, «olvidar el horror por lo menos durante la noche». El 23 de abril partieron los vagones con los 3.000 más o menos que habían quedado en dirección a Múnich, para desde allí seguir a Dachau. En la mañana del 8 de abril, después de una prolongada alarma aérea, fue convocado todo el campo de Buchenwald para partir a las doce del mediodía. El camión de Weimar que esperábamos para trasladar el mate­ rial sanitario del bloque 50 no había llegado todavía. Por fin llegó a las 12,45 con cuatro secuaces de la SS que no sospechaban nada. El carga­ mento de las cajas, verificado bíyo la dirección de Feld, transcurrió sin incidentes. Cuatro horas más tarde, en Weimar, se entregaba la carta al comandante. También ésta produjo sus efectos. Pister vaciló aún más. El 10 de abril, después de que entretanto hubieran salido del campo otros 4.800 camaradas el 9 de abril, y 9.820 más en la mañana del día 10 -la mayoría de ellos procedían del campo pequeño: unos se habían presenta­

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do voluntariamente para el transporte y otros habían sido obligados bru­ talmente- el comandante no pudo seguir oponiéndose a poner en prácti­ ca medidas amplias y enérgicas: eljefe superior del grupo de la SS y gene­ ral de las Armas de la SS príncipe heredero de Waldeck-Pyrmont, alto jefe de la Policía del distrito militar IX, había venido personalmente a Buchenwald para -fue su expresión— «leerle la cartilla a Pister». El comandante, de todas formas, a pesar de su doble juego, había procedido sin contemplaciones en operaciones parciales, pero hasta entonces no había ordenado ninguna medida de carácter general contra el campo para ejecutar las órdenes dadas. Cuando intervino Waldeck personal­ mente era ya demasiado tarde: el 11 de abril trajo la decisión. Entretanto la operación contra el resto de los judíos y los 46 prisione­ ros políticos se había esfumado en medio de la confusión general. A los 45 que quedaban sólo los habrían podido encontrar y asesinar al pasar por el portalón durante la partida de los evacuados; pero ninguno de ellos pasó. Habían decidido quedarse en el campo con los enfermos y los prisioneros que desempeñaban funciones; para evitar el riesgo de morir al final (Waldeck había expresado el propósito de volar el resto del campo) se habían procurado seguros refugios subterráneos. El miércoles, 11 de abril, había todavía en el campo 21.000 prisione­ ros. Se daban las condiciones para llevar a cabo una operación efectiva con las armas. Pero la SS no atacó. A las diez y media de la mañana, el pri­ mer jefe de campo comunicó al decano de campo I que el campo iba a ser entregado. Esta declaración tenía cierto valor; pero también se sabía que, por otra parte, la SS había pedido a la aviación del cercano aeródro­ mo «Nora» que destruyese el campo. Las fuerzas del campo siguieron por ello en completo estado de alarma. La crítica espera alcanzó su punto cul­ minante cuando una hora y media más tarde se hizo saber a través de los altavoces que todos los miembros de la SS debían acudir a sus puestos de servicio fuera del campo. Poco después la SS empezó a retirarse. La suerte estaba echada. Atrás quedaron tan sólo los centinelas en las torres de vigi­ lancia, que acabaron retirándose a las tres de la tarde al bosque que ro­ deaba el campo, a medida que iba acercándose el fragor de la batalla; fue

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entonces cuando los camaradas armados de la Defensa del Campo, que habían estado hasta entonces a cubierto, cortaron la alambrada de espi­ no, ocuparon las torres, tomaron el portalón a la entrada del campo e iza­ ron bandera blanca sobre la torre 1. Así fue como los primeros tanques norteamericanos que llegaban del noroeste encontraron un Buchenwald liberado. Ya no hacía falta ninguna operación de ayuda desde Weimar; la ciudad fue tomada por los americanos aquella misma tarde. El entusiasmo de los 21.000 hombres salvados fue enorme. El sistema de organización preparado por el Partido Comunista para la toma del campo entró en seguida en acción: un comité internacional del campo y diversos comités para las distintas naáones: unos 5.000 franceses, 3.500 pola­ cos y judíos polacos, 2.200 alemanes, 2.200 rusos, 2.000 checos, 2.000 ucranianos, 600 yugoeslavos, 400 holandeses, 500 austríacos, 200 italia­ nos, 200 españoles y unos 3.000 súbditos de otras naciones. A estos comi­ tés correspondía colaborar con los oficiales liberadores del Tercer Ejérci­ to Americano. Ahora faltaba tan sólo devolver formalmente la libertad a aquellos que el 12 de abril de 1945 se presentaron a revista por primera vez no como esclavos de la SS, sino voluntariamente y, por fin, como hombres. El campo de concentración de Buchenwald, el hediondo lugar de barracas llenas de miseria y dolor, había dejado de existir después de casi ocho años en los que cientos de miles de personas habían llevado una sangrienta vida de esclavos. Pero mientras el júbilo de los liberados inundaba el aire, moría de hambre en 50 vagones de ferrocarril, muy cerca del campo de Dachau, un resto de los 26.000 prisioneros que habían sido transportados por la SS de Buchenwald durante las últimas semanas. Anónimas, inmortales víctimas...

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Psicología de la SS

Lo que ocurría en los campos de concentración está lleno de curiosida­ des psicológicas, tanto por parte de la SS como por parte de los prisione­ ros. En general puede decirse que las reacciones de los prisioneros pare­ cen más comprensibles que las de los opresores, pues aquéllos seguían, por así decirlo, en el terreno de lo humano, mientras que éstos llevaban el sello de lo inhumano. La psicología de la SS es, en realidad, más sim­ ple. Se diferencia poco de la psicología de los pretorianos o de los prime­ ros sucesores de Mahoma, de las tropas mongólicas escogidas de Gengis Kan, de los jenízaros, o de otros fenómenos históricos similares de los derviches de Mahdi. Políticamente y por su modo de «formación» inter­ na son casi iguales, pero el origen social de la SS añade un moderno ele­ mento al análisis. Los primeros voluntarios de la Escuadra de Protección hitleriana que se sintieron atraídos espontáneamente, consciente o inconscientemente, por los ideales de la SS pertenecían por lo general a un tipo de hombre que responde a este simple esquema psicológico: unos cuantos contenidos de la conciencia (poco precisos, dogmáticos, sin elaborar y simplificados) forman como una tabla de madera que recubre el cerebro, bajo la cual se comprime un cúmulo de emociones. En estos hombres no hacen efecto ni los razonamientos auténticos ni los ideales auténticos: buscan instinti­ vamente escapes para descargarse dentro de los cauces fijados. Todos los secuaces de la SS que hemos conocido mis amigos y yo eran, en este senti­ do, unos bárbaros, y no poseían ningún elemento de auténtica cultura, es decir, de capacidad para confrontar críticamente y de modo constante el espíritu y el instinto uno con otro, con el mundo circundante y con nor­ mas de validez general, y llegar de este modo a una unidad espiritual más alta. El único control «crítico» que se les sugería constantemente y que

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ellos ejercían invariablemente seguía estando dentro del mismo esque­ ma: comprobar si la orientación instintiva se ajustaba a los fines prescritos de la SS. A esto lo llamaban, siguiendo cierta tradición prusiana, vencer el «puerco interior». Con ello no se entendía la superación de inclinaciones que estamos acostumbrados a valorar -basándonos en idearios válidos para todos los hombres o basándonos en idearios cristianos- como regu­ lares, malas o especialmente malas; los ideales de la SS no tenían nada que ver con tal mundo de normas, aunque a veces pareciera que en algu­ nos aspectos lo rozaban. Para ellos, la única cuestión necesaria era exclu­ sivamente la de si los instintos o los sentimientos (por muy malos o muy buenos que fuesen conforme a los demás criterios) eran útiles o dañinos a los fines de la SS. Si se consideraba que la crueldad, la crueldad inhuma­ na, era útil o necesaria -a esto se le llamaba «dureza necesaria contra los demás»-, la compasión -«tonterías humanitarias»- no era entonces más que una agitación del «puerco interior» que había que reprimir. El honor, la fidelidad y una sana vida familiar dentro de la SS no excluían, cuando era ventajoso para sus fines, o parecía conveniente por otras razo­ nes, toda clase de vileza, de traición, o de libertinaje sexual en relación con otras personas o con otros sectores; es decir, exigían -así solemos denominar los demás a tal comportamiento- una «doble moral». La refe­ rencia a los «altos ideales» de la SS tal como se predicaban en sus escritos y discursos no refuta nada de lo que decimos; con los ideales de la Huma­ nidad y del Cristianismo tenían sólo en común el nombre, pues única­ mente tenían una validez condicionada como código para el «sector de señores»; era una especie de autoprotección moral corporativa, como la tienen también los delincuentes profesionales cuando castigan con el cuchillo la estafa y el robo entre ellos. No estoy afirmando que cada uno de los miembros de la SS se diese cuenta de estos hechos. La mayoría era demasiado poco crítica. Odiaban, por principio, toda clase de inteligencia objetiva, es decir, no puramente condicional, toda inteligencia, por así decirlo, no condicionada técnica­ mente. Se sentían simplemente atraídos por el ideal de la SS como el esti­ lo de vida que les agradaba y que les correspondía. Y como éste no reque­

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ría de ellos ninguna exigencia espiritual considerable, sino que daba paso de sobra a los instintos, aceptaban, de mejor o peor grado, los diques de una forzosa y dura disciplina dentro de la cual podían correr los instintos; esto deparaba, además, el placer adicional de poder resarcirse de la coac­ ción que a veces se ejercía sobre ellos aplicándola por su parte sobre otros, incluso sobre los suyos, más «reciamente» y más «virilmente» aún: el «puerco» pasaba así definitivamente a otro y era «combatido» en este otro con un gozo que a veces llegaba hasta el sadismo. Es consustancial a una comunidad de esta clase que se vayan adhirien­ do a ella, desde un principio y en el curso de su desarrollo, en medida creciente, miembros cuya falta de cultura no les permite llevar una exis­ tencia satisfactoria dentro de la vida normal de la sociedad. Una investiga­ ción sobre el origen de los miembros de la SS muestra que casi en cada caso se trataba de personas profundamente insatisfechas, fracasadas, postergadas por cualquier circunstancia, de personas poco dotadas y de otras cuya vida había sido un fracaso social. En este aspecto la SS fue el espejo ustorio de todo el nacionalsocialismo. Lo que decimos es aplicable tanto a los fundadores Himmler y Heydrich, cuyo profundo sentimiento de inferio­ ridad estaba más que compensado por un orgullo desmedido, como a las tropas estables de las agrupaciones de calaveras. Procedentes del pueblo alemán, del Partido Nacionalsocialista y de los militares de profesión, aca­ baron reuniéndose voluntariamente en el Korps Negro -después de haber pasado por la SS General y las tropas de disposición- todos aque­ llos que tenían unas características espirituales y sociales parecidas. Este núcleo era la auténtica SS. La mayor parte de los demás volvieron al cabo del tiempo a circunstancias normales, o fueron expulsados, o se queda­ ron simplemente en los grados inferiores; una pequeña minoría acabó siendo presa de dificultades internas para las que no encontró ninguna salida. La mayoría de los miembros que llegaron a las Armas de la SS durante la guerra se limitaron a realizar sólo un aspecto del ideal de la SS: dureza y arrojo. Ahí se agotaba para ellos el ideario de la SS; de las demás cosas relativas al Estado de la SS o a los fines de la SS, sabían muy poco o nada. Sin embargo, también en sus filas se efectuó una selección: los que

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según nuestro criterio eran los peores -pero según el criterio de la jefatu­ ra de la SS los mejores- pasaron al SD y a las tropas estables de los campos de concentración. Una victoria en la guerra habría podido mostrar quién era, entre los cientos de miles de miembros de las Armas de la SS, el que había seguido siendo o se había convertido en un auténtico hombre de la SS, es decir, en un auténtico miembro de una casta cuyo comportamien­ to espiritual no se exteriorizaba individualmente, sino siempre típica­ mente. Examinemos brevemente los distintos grupos de la SS desde estos puntos de vista. La Escuadra de Protección originaria era, como se sabe, una protección de sala a la que correspondía la tarea de mantener el «orden», es decir, tenía que reprimir a los enemigos políticos durante la celebración de mítines. Para este fin se necesitaban matones y pendencieros fanatizados. Su capacidad de reacción no alcanzaba a distinguir más que entre «Führer» y «enemigo»: uno era el símbolo personificado de un mundo res­ plandeciente (no deja de ser significativo que no les molestase lo más mínimo que ni su ídolo ni ellos mismos tuviesen nada que ver con los cánones idefiles de la raza germánica); los otros eran los judíos, los marxistas, los masones, losjesuítas (imágenes indiferenciadas de enemigos de una ridicula simplicidad). Esta tropa se componía principalmente de per­ sonas en paro de todos los sectores sociales, que habían abandonado ya toda esperanza de un empleo seguro y ordenado, y para los que era ahora mucho más cómodo (y encontraban mucho más sublime) servir a la pros­ peridad nacional con el puño de hierro y con el revólver. La SS General constituía la gran reserva que Himmler se había procura­ do. Servía a numerosos fines. La captación se dirigía principalmente a nobles, intelectuales e hijos de familias burguesas ricas. Con ello no es que se intentase hacer de la SS un mundo de señores de club. La SS General había de procurar a la jerarquía de la SS solamente buenas rela­ ciones, dinero, y un conveniente prestigio ante el pueblo alemán, con lo cual serían más fáciles de alcanzar los verdaderos fines. Era un estadio transitorio; una vez que hubo cumplido su finalidad fue apagándose pau­

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latinamente hasta que a partir de 1939, y sin haber sido suprimida nunca formalmente, pasó a desempeñar un papel sólo en la medida en que gran número de sus miembros pasaron directamente a la SS y, como tales, fueron destinados a la reserva de aquellas agrupaciones de la SS que tenían escasez de oficiales o de tropas; de este modo hubo muchos que tuvieron que pagar las ventajas sociales de entonces participando como antiguo miembro de la SS General en el desastre que alcanzó a toda la SS. En los comienzos todo era muy distinto: entonces parecía algo magnífico poder pertenecer a la pretendida «élite» nacional. La jerarquía de la SS les había puesto las cosas muy fáciles a los nuevos miembros; los miem­ bros activos apenas tenían que prestar algún servicio: se consideraban simplemente señores que practicaban deportes elegantes (Caballeros de la SS); los «miembros protectores» no tenían más que pagar una contri­ bución mensual a cambio del derecho de llevar la insignia de la SS con la doble runa Sig. No había el menor indicio de dura instrucción teórica y política en la «Orden». Esta táctica aprovechó hábilmente tendencias existentes: los «miembros protectores» veían en la contribución en metá­ lico una oportunidad barata de escabullirse de todas las demás formas forzosas de contribuir, así como de las organizaciones nacionalistas, y de ser, sin embargo, y además de un modo elegante, «participantes»; los miembros activos, que tenían horror a los SA como masa, podían distin­ guirse ventajosamente de los ciudadanos corrientes gracias al fabuloso uniforme negro, que no se suministraba, sino que cada uno tenía que procurárselo -a un precio, por cierto, lo suficientemente caro para no ser asequible a todo el mundo-, haciendo ostentación del tradicional espíri­ tu militar alemán. El auge general nacionalsocialista ofreció, sin embargo, muy pronto, tales posibilidades de hacer carrera -económica y socialmente- en la administración, en la diplomacia, en el ejército, en la economía, etc., que no se pudo llegar a hablar de un afianzamiento interior de la SS General en el sentido de los ideales de la SS como orden. El 30 de junio de 1934 y el posterior desarrollo del terror hizo que algunos rompiesen, exteriormente también, el lazo con la SS. La mayoría, sin embargo, continuó per­

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teneciendo a ella formalmente; pero esta pertenencia no era más que la participación en una especie de asociación para el mutuo favorecimiento de ambiciones sociales y profesionales (una asociación, por lo demás, que era grata a la necesidad de información del jefe del SD Heydrich y a la necesidad de dinero de la jefatura del Reich de la SS). De la SS General pasó a las agrupaciones de la SS una selección negativa constituida por aquellos miembros de la nobleza, la intelectualidad o la burguesía que no habían podido medrar apoyándose en la SS General, ni en el Estado, ni en la economía, ni en el ejército. Himmler fue lo suficientemente inteligente para sentar en seguida, en 1933, las bases de su verdadera guardia: las asociaciones de calaveras de la SS. En aquel entonces el encargado de organizarías, Eicke -un funcionario del ejército de la primera guerra mundial sin empleo que se había conver­ tido, como Rohm y muchos otros, en un conspirador contra la Repúbli­ ca-, no estaba en condiciones de ofrecer ninguna compensación material: ni dinero, ni uniformes, ni armas, ni ninguna otra clase de pertrechos. Todo ello lo tuvo que organizar Eicke; el cómo era asunto suyo. Eicke cumplió la tarea encomendada. Tanto en las tropas como en la oficialidad se admitió a desplazados sociales, sobre todo a refugiados nacionalsocialis­ tas de Austria y de los Balcanes (es decir, matones y pistoleros que habían perdido los asideros sociales), a artesanos, peluqueros, empleados, estu­ diantes y carceleros fracasados; para la oficialidad se recurrió también a antiguos combatientes del Báltico y del cuerpo de voluntarios, a oficiales del ejército o de la policía que se habían quedado estancados o que por cualquier motivo habían tenido que abandonar el servicio, y a campesinos que tuvieran algo parecido a experiencia y conocimientos militares. Todos ellos instruyeron y fueron instruidos a lo Federico el Grande. ¿Dónde? En campos apartados que muy pronto se fusionaron con los campos de con­ centración que habían pasado a depender de los SA. Como no bastaba la desmedida organización de gorroneo, pillaje y chantaje para satisfacer las necesidades materiales, Eicke acudió a los campos de concentración para hacer de ellos la base financiera de esta SS. Siempre que era posible y con­ veniente, Himmler facilitaba subvenciones de la SS General.

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La mayor parte de los medios de que disponía los aplicaba a la prepa­ ración de las tropas de disposiáón de la SS. El que pretenda que esta gente tenía cultura porque realizaba con ciegas ideas nacionalsocialistas tareas de soldados profesionales, ignora completamente lo que es verdadera cultura de la razón, del corazón y del carácter. Si quienes glorifican ciega­ mente todo lo militar supiesen algo de las auténticas virtudes del soldado y de los rigurosos valores éticos con que los grandes soldados de todos los tiempos contrarrestaron los agudos peligros de su profesión (el tan alaba­ do compañerismo en la guerra y en la paz no basta por sí solo para contrarrestrarlos), no habrían visto en las Armas de la SS -así se llamaron las tropas de disposición de Himmler desde el comienzo de la guerra- única­ mente un modelo de soldado. El fanatismo en el combate no es, ni mucho menos, una justificación cultural; ni siquiera en la guerra. Me gus­ taría saber por qué la abnegación nacionalsocialista de agrupaciones como la «División de la SS de las Juventudes Hitlerianas», que en su mayor parte estaba formada por voluntarios, ha de ser conceptuada, sólo porque se consideraban élite, en más alto lugar que el desprecio a la vida de los seguidores del Mahdi. La pertenencia a la élite de un sector social, de una clase o de un pueblo, no lo decide uno mismo según los criterios de su propia y caprichosa conciencia (con la que también puede coexistir cierto idealismo: un idealismo, por lo demás, mutilado, unilateral y funes­ to por ser parcial o totalmente ciego); sobre esa cuestión deciden, por el contrario, ideas de valor y normas de validez general que llevamos en nos­ otros mismos y que en nosotros mismos tenemos que desarrollar (entre otras cosas también con la finalidad de no ser víctimas de seducciones, ofuscaciones o desorientaciones valorativas). ¿De dónde sacaron enton­ ces las tropas de disposición de la SS su conciencia de élite? De la SS General, que lo único que tenía de tal era una piel, pero no contenido: sacaron sólo un uniforme especial. ¿Yde dónde la «dureza militar»? De las agrupaciones de calaveras. Con ambas cosas -las dos con carácter agudo- se intentó aventajar al ejército. Así surgieron los regimientos -más tarde convertidos en divisiones- «Escolta de Adolf Hitler», «El Reich» y «Germania». Eran, en efecto, en sentido himmleriano, élite.

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Hitler estaba muy orgulloso de ellos y les tenía gran afecto. Cuando por fin llegó la guerra se convirtieron en la cabeza ejecutiva de su estrategia de sorpresa. (El ejército entregó a Hitler, después de la campaña de Polo­ nia, un volumen de documentos sobre las atrocidades cometidas por la SS que fue contestado por las Armas de la SS con varios volúmenes de las mismas características contra el ejército.) El arrojo y la falta de compasión de las Armas de la SS tuvieron dos consecuencias: sufrieron bajas enor­ mes y el enemigo, por su parte, no tuvo con ellas el menor miramiento. Himmler contrarrestó las bajas con el reclutamiento de legionarios extran­ jeros de la SS procedentes de todos los países europeos y con el reclutamiento for­ zoso de personas alemanas de nacimiento y residentes en el extranjero, para lo que le ayudó su cargo de «comisario para el fortalecimiento de la individualidad social alemana». Puede que fuese entonces cuando Himmler concibiese la bárbara idea de la responsabilidad familiar: no fue raro que hiciese objeto, sobre todo en los Balcanes, de represalias a los familiares de sus legionarios. Tanto su carácter de legión extranjera, aun­ que tuviese una orla germánica y europea, como lo despiadado de la lucha, hicieron de la SS «un puñado de desesperados» a los que a la larga sólo se pudo tener a raya mediante la aplicación de una disciplina durísi­ ma por parte de jefes que sobresalían en malas cualidades. De esta selecta sociedad pasaron en gran número a las tropas de los campos de concentración y a las agrupaciones de calaveras quienes ha­ bían acumulado suficientes experiencias de crueldad y que sabían bastan­ te de la «maravilla del frente», es decir: ¡otra vez los peores! (Por lo demás, en muchos casos, el paso a los campos se consideraba como casti­ go, degradación o separación de algún servicio.) La evolución en el SD y en la Gestapo se consumó de acuerdo con el mismo esquema social y psicológico de las otras tropas de la SS. Sus cabe­ cillas supremos eligieron a menudo para los puestos importantes a hom­ bres que ya habían tenido tropiezos con la ley; otras veces provocaron conscientemente estos tropiezos, a fin de que su fidelidad recibiese una «sana base» a través del desplazamiento social, a fin de que para ellos no hubiera «ningún retorno posible». Las tropas del aparato estaban forma­

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das en su mayor parte por personas que no habían podido ascender den­ tro del servicio normal de la Policía, y por un sinfín de vidas fracasadas que por lo general carecían de toda preparación de carácter y técnica. (La paga era en los puestos inferiores tan miserable que sólo por este motivo las personas realmente dotadas habrían buscado otras posibilida­ des mejores.) En los servicios de confidentes y denuncias acabó encon­ trándose toda la escoria que habían escupido la nobleza, la burguesía, la clase burocrática y la clase trabajadora. La intelectualidad de ciertos miembros del SD y de la Gestapo no excluía su tosquedad cultural y polí­ tica; la preferencia no la tenía el raciocinio ponderado y crítico, sino la «firmeza de carácter» y la fidelidad a las órdenes; el intelecto de los que eran intelectuales quedó limitado íntegramente a impulsar de forma efectiva el sistema del Estado de la SS y a ejecutar medidas adecuadas a este fin. Es indudable que hubo también miembros de la SS idealistas, es decir, generosos y de elevados sentimientos. Pero, por lo general, sus conoci­ mientos políticos y su capacidad de ver y pensar estaba en relación indi­ recta con la fuerza de su ánimo idealista. Se requería una considerable medida de necedad para seguir creyendo en las ideas generales predica­ das por Himmler cuando la práctica vivida contrariaba estos ideales. El verdadero idealista de la SS, que por lo menos se fue dando cuenta paulati­ namente de las cosas, desesperado, tenía sólo tres salidas: salirse de la SS, aunque fuese recurriendo al suicidio (como hicieron algunos), empren­ der una lucha quijotesca por el Derecho y los ideales, lo que rápidamente acarreaba conflictos y muertes, o marchar al frente y morir allí. En 1944 no quedaba ya ningún antiguo miembro de la SS que fuese un idealista convencido y espontáneo. El natural sentimiento de inferioridad de los socialmente desplazados, incre­ mentado en no pocos casos por la ilegitimidad de origen -que no les per­ mitía aducir lo que los ideales de la SS pedían: un largo e «irreprochable» árbol genealógico-, les hacía desde un principio sumamente propicios, a odiar a las personas de verdadero prestigio social, de sólido convenci­ miento polídco y de amplia cultura. Los «intelectuales» de las filas de la

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SS que por un motivo u otro no habían podido terminar sus estudios -había, por cierto, en proporción exagerada, muchos maestros descarria­ dos- reaccionaban fácilmente contra su fracaso con un sentimiento de superioridad, el barniz del odio. Lo dicho hasta ahora se puede ilustrar con algunos ejemplos sacados de cientos y cientos de historiales personales de miembros de la SS: Jefe principal de asalto de la SS doctor Hoven. Nacido en 1903, hijo de un ayudante superior de Correos. Suspendido en el bachillerato, mar­ cha con dieciséis años a Suecia, donde trabaja en una granja lechera. Con dieciocho años emigra a Norteamérica, donde su primer oficio es vigilan­ te en una granja lechera. A los veintiuno se hace amante de una mujer rica que le proporciona un contrato en Hollywood de 500 dólares sema­ nales. En 1925 vuelve a Alemania para trabajar en la oficina de un sanato­ rio de Freiburg, que su hermano había fundado con gran éxito; más tarde se convierte en jefe de public relations del sanatorio de moda. En 1930 marcha a París con un tal barón de Maier y allí escribe para éste soáety-news por un sueldo mensual de 2.000 marcos. Al irrumpir el nacio­ nalsocialismo regresa a Alemania, entra en la SS General, hace rápida­ mente, con treinta y dos años que ahora tiene, el examen de Estado y empieza a estudiar Medicina para poder convertirse en sucesor de su her­ mano -que ha muerto—como médico y director del sanatorio. El curso selectivo de la carrera lo aprueba a la segunda vez. Pero su ingreso en las Armas de la SS le permite en 1939, ya durante la guerra, aprobar el exa­ men de licenciatura de Medicina con carácter de examen de urgencia. Dos años más tarde su capacidad es tal que le nombran delegado del médico dirigente de todos los campos de concentración; sin embargo, al cabo de otros dos años, declaran los peritos del proceso Koch-Hoven que «por su conocimiento y su capacidad difícilmente se hace acreedor del nombre de médico...». Jefe de batallón de la SS Fassbender. Origen desconocido, hijo adopti­ vo del propietario de la famosa industria alemana de chocolate Fassben­ der, haragán, borracho y despilfarrador. Casado al parecer con una tal condesa Stolberg. Conoce al jefe de los llamados Caballeros de la SS, jefe

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de grupo de la SS Fegelein, presta ayuda económica, y se convierte en jefe de batallón del Primer Regimiento de Caballeros y, junto con Fegelein, en uno de los peores asesinos de la SS en Varsovia. Entre otras cosas «con­ virtió en aria», reduciendo el capital -de cerca de 40 millones de marcos a 50.000 marcos-, la industria de pieles Apfelbaum, con la participación de la secretaria del antiguo propietario, que había huido, Slawa Mirowska. Deja embarazada a su amante y hace que Fegelein y la Gestapo arresten a su marido, un oficial polaco; pocos días después, el marido es asesinado en la celda, de acuerdo con la arpía polaca, que horas antes aún le había obligado a firmar un poder general para disponer del patrimonio. Mar­ cha a París y allí comete..., etc., etc. Jefe de estandarte de la SS Koch. Nacido en Darmstadt en 1897, hijo de un funcionario del Registro Civil. Aprendiz comercial de 1911 a 1914, y contable hasta 1916. Durante la guerra combate en el frente dos veces durante catorce días y una vez durante seis semanas. Empleado comercial en 1920; de 1922 a 1930 cambia siete veces, por lo menos, de empresa, y en 1924 se casa y tiene un hijo, Manfred, que más tarde tiene que ser ingresado en un sanatorio del Estado por imbecilidad notoria, y que des­ pués pasa a la Escuela de Música de Braunschweig de las Armas de la SS. En 1931 se divorcia: Koch es la única parte culpable. Ese mismo año ingresa en el Partido Nacionalsocialista y poco después en la SS. En 1932 es expulsado del Partido por un asunto poco claro. Nuevamente admiti­ do, es procesado en 1935, en Darmstadt, por deslealtad y apropiación indebida; no obstante, es nombrado comandante de campo por la SS, primero del campo de concentración Columbia-Haus, de Berlín, y des­ pués del de Esterwege. En 1937 se casa con la que más tarde sería «comandanta de Buchenwald», donde Koch inicia el mismo año su triste­ mente célebre carrera. Que tales personajes llegaran a hacer carrera en las filas de la SS, en especial de la SS de los campos de concentración, es más que comprensi­ ble si se tienen en cuenta los valores espirituales y de carácter que exigía la «Guardia Negra del Führer». De los derviches del nacionalsocialismo se exigía únicamente fe ciega

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en tesis simples, voluntad política incondicional para la ejecución de las órdenes del Führer y una «actitud» fuerte y nacional. Cada una de estas exigencias no representaba para ellos ningún sacrificio que exigiese dominio sobre uno mismo: era, por el contrario, un fin que se perseguía con agrado e incluso con placer. Fe, voluntad y actitud, esta trinidad de carácter, que para ser valiosa tiene que costar sudores, la habían hecho -conservando su apariencia- ridiculamente fácil: la fe ciega, la voluntad dirigida contra los demás, y la actitud vigorosa (cualquier mozalbete podía presumir así de carácter). No tenían más que ejecutar lo que se les decía, y no se les decía nada que fuese «a contrapelo»; todo estaba enton­ ces bien dispuesto y el orden mundial alemán en perfecto equilibrio. Los titulares del futuro milenio alemán no necesitaban ni ciencia ni cultura. Lo militar es, por lo general, enemigo del espíritu, pues el pensa­ miento incita a la crítica y la crítica peijudica a la obediencia (a la obedien­ cia que carece de valores éticos). En la misma dirección actuaba la presun­ ción de estar realizando una gran obra y de ser un elegido. Unos cuantos literatos heroicos sacados del asfalto, que escribían en el Schwaner Karps, el órgano de la SS, dieron consagración histórica al culto de la estupidez (una consagración de la que los demás no habrían oído hablar): según estos autores, ya los señores góticos de Italia habían despreciado a todo aquel que empuñaba, en vez de la espada -con la que se inscribían sus nombres en la Historia de Occidente-, la pluma. Los nuevos germanos de las botas de caña no entendían nada de Historia, pero se emborrachaban de ella. Creían que ésta justificaba la holgazanería del imbécily el manteni­ miento de su ínfimo nivel cultural. El desarrollo intelectual de los miem­ bros de la SS, incluyendo a muchos de sus altosjefes, estaba muy por deba­ jo del normal; sus conocimientos políticos eran los de un escolar de enseñanza primaria; su afán de formarse -cuando quedaban algunos res­ tos de él- estaba dirigido a aumentar sus conocimientos en asuntos milita­ res, sobre todo, si podían favorecer su carrera. En los exámenes para pasar al cuadro de jefes de tropa de la SS, los «tests de inteligencia» estaban con­ cebidos en los siguientes términos: «¿En qué se diferencia un niño de un enano?»; «¿En qué se diferencia una escalera de mano de una de piedra?»;

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«¿Cuántos miembros de las Armas de la SS han sido condecorados con la Cruz de los Caballeros?»; «¿Quién fue el primer condecorado con las hojas de roble del Ejército alemán?». ¿Qué es lo que leían los jefes de la SS? Apenas nada; si acaso, a lo sumo, alguna novela policíaca, lo que no impedía que entre ellos se regalasen libros caros. Tampoco leían los «cua­ dernos de instrucción de la SS», y la mayoría de ellos ni siquiera el Schxuarzer Korpsr, se limitaban a los titulares de los periódicos y, de vez en vez, a medio editorial... al menos mientras todo «siguiera adelante». Para los fines de la SS no eran necesarios conocimientos, sino sólo con­ ciencia: conciencia de señores, conciencia de élite -incluso dentro del mismo Partido Nacionalsocialista-, conciencia de pretorianos, concien­ cia del binomio amigo-enemigo. Todo esto proporcionaba respeto que podía aún incrementarse más, fácilmente, con dureza y brutalidad en el comportamiento, con una actitud orgullosa, con inflexibilidad y con amedrentamiento. El pensamiento crítico, que presupone capacidad de comparar y de diferenciar y, por consiguiente, también conocimientos crecientes, habría mermado la contundencia, habría «ablandado»: les habría parecido destructor, peligroso, desleal, «judío». No era necesario para la conciencia; para ésta bastaban los principios políticos de fe. No dudaban de que lo que la jerarquía les decía era correcto (y lo que les decía era muy agradable y cómodo); la duda habría sido traición; su «honor era la fidelidad» y siempre fueron fieles a sí mismos (hasta que llegó el desastre: entonces habrían preferido escapar de sí mismos). Si indagamos en todas estas conexiones psicológicas, veremos que los motivos de la SS no fueron nunca de índole heterónoma -es decir, no fue­ ron nunca auténticamente culturales-, sino que nunca salieron del terre­ no de los propios deseos y de las propias aspiraciones. Dudo, por lo menos por lo que se refiere al SD, a la Gestapo y a las agrupaciones de calaveras, de la autenticidad de su amor a la patria, pues este amor lo identificaban con la jerarquía alemana y con todas sus ventajas. Su con­ ducta, considerada individualmente y en conjunto, estaba dirigida a darse importancia, y detrás de esta importancia atribuida se escondían, más que fines, emociones: sentimiento de fuerza política y sexual -«los

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tipos ideales de virilidad del nacionalsocialismo»-, vanidad, orgullo de casta, sadismo en la instrucción y masoquismo cuartelario en sus formas más burdas y retorcidas, tal como lo habían producido doscientos años de prusianismo. Este revoltijo de instintos no estaba clarificado ni refre­ nado por ningún orden ético de valores. Lo que lo tuvo a raya durante cierto tiempo fue la nueva teoría alemana del «puerco interior» y el miedo al «rigor inflexible» de Himmler. La influenáa de la personalidad deljefe del Reich de la SS es lo único de la SS difícil de comprender. Ese hombre era ridiculamente poco militar y la SS lo sabía. Era un dechado de virtudes, como se dice en los libros: orde­ nado, pequeño burgués, trabajador y minucioso; no era un jefe de ejérci­ to, ni un hombre de Estado, ni un pensador, ni un libertino, ni un loco. ¿Qué es lo que a la SS le imponía de él? En la SS apenas se le conocía por otro nombre que el de «Reichs-Heini». Y, sin embargo... Lo que les unía a él no era en absoluto -al menos yo así lo creo- su persona, sino su obra, sin ocuparse de meditar (¡naturalmente que no!) sobre sus presupuestos espirituales; aceptaron sin reservas, como correspondía a su modo de ser, la contradicción irresuelta que él reprensentaba. Pero la obra de Himm­ ler les venía a la medida: un sistema total de poder. Les preocupaba bien podo que el hombre que había ordenado las peores medidas de terror y los peores asesinatos en masa de la historia de Alemania viviera su peque­ ño fanatismo -al que él procuraba dar, con su inclinación sentimental a la historia germana primitiva, algo así como una pincelada de entusiasmo místico, con la iluminación de antorchas en catedrales y castillos- buro­ cráticamente o entregado al libertinaje. Les bastaba tener vía libre para sus instintos. A cambio de ello aceptaban ciertas severidades: la -para nos­ otros paradójica- ambición de justicia de Himmler. Éste castigaba inexo­ rablemente y agravaba casi siempre las sentencias de los tribunales de la SS. Hizo degradar y condenar a muerte a su propio sobrino, Hans Himm­ ler, por la divulgación, cometida en estado de embriaguez, de algunos secretos de la SS; después lo envió al frente como paracaidista para some­ terlo a un período de prueba con el que podía conseguir la conmutación de la pena; posteriormente volvió a hacerle encarcelar por algunas decía-

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raciones despectivas; fiie por último «liquidado» en el campo de concen­ tración de Dachau por homosexualidad. Una especialidad de Himmler era castigar a alguien duramente y luego «indultarle mandándole al fren­ te», o bien destituirlo para volver a llamarlo después de un tiempo, depo­ sitando en él mayor confianza y estima. Tengo, sin embargo, la impresión de que Himmler debió de leer en alguna parte que éste había sido un principio educativo de algunos personajes históricos que llegaron a ser jefes y que decidió aplicarlo burocráticamente; el principio surtió sus efectos, pero por sí mismo y no por el señor Himmler. El afán de poder lleva en sí ciertas tendencias formales de índole espiri­ tual y social que lo mismo se manifiestan en personas que son unas posesas que en personas que son unas burócratas. No cabe duda de que el afán de poder fue lo que impulsó a los Himmler, Heydrich, Best, Kaltenbrunner, Müller (jefe de la Gestapo bajo Kaltenbrunner), a crear el sistema y a man­ tener su efectividad. Lo único que estos hombres querían era poder: poder sobre personas, sobre instituciones, sobre Alemania, sobre pueblos y, si se podía, sobre el mundo y sobre el futuro. Todo tenía que suceder según su voluntad. Quizá querían el poder, más que conscientemente, ins­ tintivamente, con el pretexto de que era para Alemania; y probablemente se sirvieron de este revestimiento nacional para engañarse a sí mismos, a los que estaban a su alrededor y a los ciudadanos, pues la violencia por la violencia no habría sido tolerada. Así como el nacionalsocialismo se orga­ nizó un Estado dentro de la República para socavarla, así se lo organizó la SS dentro del nacionalsocialismo: para ocultar sus inclinaciones y sus pro­ pósitos, empezó siendo autónoma, autárquica y exclusivista. Había otros personajes, como Eicke y Pohl, que eran de otro cuño, si bien se unieron a los demás como el hierro al imán; tipos como Eicke y Pohl -señores para los de abajo y vasallos para los de arriba- fueron los que proveyeron de todo cuanto se necesitaba para el establecimiento e instalación del castillo feudal universal: material, dinero, esclavos y arméis. De modo insuperable concurrían en ellos los principios -irreconciliables según el Schwarzer Korps- del mercader y del héroe. Ninguno de los superjudíos de que hablaba Streicher habría llegado nunca a conseguir lo que

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consiguió el jefe superior de grupo de la SS Pohl: la racionalización del aprovechamiento de cadáveres en proporciones masivas. El esclavo del campo de concentración -adquirido sin haber tenido que invertir capital alguno- proporcionaba vivo, si era cedido para que trabajase en indus­ trias, la siguiente ganancia: Sa l a r io

d ia r io p o r c o n c e s ió n d e l p r is io n e r o :

ENTRE 6 Y 8 MARCOS, PROM EDIO Ga stos

6 MARCOS

a d e d u c ir :

1 por

o ,6 o m a r c o s

a l im e n t a c ió n

2 p o r a m o r t i z a c i ó n DE INDUM ENTARIA

0,10 m a r c o s l íq u id o

5 ,3 0

m arcos

Por tanto, y admitiendo un promedio de vida por prisionero de nueve meses multiplicado por 270 = 1.431 marcos. Esta ganancia se eleva mediante el aprovechamiento racional del cadáver del prisionero, des­ pués de los nueve meses, con el valor de \

1. Dientes de oro, 2. Indumentaria privada. La indumentaria personal era empleada, en parte, para vestir a los prisio­ neros de otros campos de concentración, con lo que no era necesario hacer nuevas adquisiciones, y, en parte, para uniformes de la SS, 3. Objetos de valor 4. Dinero. Los objetos de valor y el dinero se devolvían, hasta los primeros años de la guerra, sólo a los familiares de prisioneros pertenecientes a la minoría alemana.

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De estas cantidades había que deducir los costes de incineración, cuyo promedio era, por cadáver, de 2 marcos, con lo que la ganancia neta directa e indirecta, por cadáver, ascendía, por lo menos, a 200 marcos, y en muchos casos a miles de marcos. La ganancia total que proporcionaba un prisionero, partiendo de un promedio de vida de nueve meses, era, por lo menos, de 1.630 marcos. Esta cantidad se veía aumentada en algunos campos de concentración por los ingresos especiales derivadas del aprovechamiento de los huesos y de las cenizas. No se crea que este cálculo procede de mí: procede de la SS. Pohl cuida­ ba con gran celo de que nadie «se entrometiese en su negocio». El SSWVHA mandaba constantemente vigilantes para cortar de raíz el peligro de que se crease competencia, grande o pequeña, como constantemente intentaba, por ejemplo, en el Este, la Policía alemana con los «campos de trabajo» y los «campos policiales de detención». Es una paradoja sin igual que la razón de ser de esta misma SS -y de toda la «jerarquía» nacionalsocialista- hubiese sido originariamente la de «acabar con la servidumbre de los intereses pecuniarios», la de liberar a la humanidad de la «maldición del oro». Lo que su práctica precisamente demuestra es que nunca se tomaron en serio estas exigencias o que, en el mejor de los casos, se engañaron a sí mismos; es decir, que durante cierto tiempo -hasta que lograron el poder- se engañaron sobre sus propias aspiraciones egoístas con consignas nacionales, humanitarias y antisemi­ tas. No cabe duda de que algún día se habría hecho evidente ante todos su sed de poder y su codicia. En los primeros años y durante la guerracuando todavía había que cumplir con ciertas conveniencias- eso no fue posible. El sistema se había recubierto de una espesa red encubridora de secretos. Había pocas cosas en la SS que no fueran «secreto». Lo más secre­ to era la «praxis» de los campos de concentración: desde un punto de vista político general servían sólo a la propagación de un terror anónimo. De a qué paradojas condujo este sistema es indicio, entre otros, el hecho

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de que ni siquiera los funcionarios de la Gestapo tuvieran derecho a entrar en los campos sin el permiso especial del RSHA, departamento IV, a pesar de que eran los que mandaban a miles de personas a ellos. (No está de más decir que muchas veces los enviaban por miedo a la responsa­ bilidad que les había impuesto el RSHA de la seguridad policíaco-estatal en su territorio: el jefe local de la Gestapo respondía de ella con su vida.) Había, por consiguiente, muy pocos funcionarios de la Gestapo que supiesen cómo era el infierno. Las preguntas que dirigían a los que ha­ bían sido puestos en libertad eran, más que preguntas capciosas, pregun­ tas curiosas. La Gestapo era una de las formas de organización; el SSWVHA era la otra. Las dos tenían, ciertamente, un fin común, pero caminos y medios distintos que había que guardar en secreto en la medi­ da de lo posible. A todo esto hay que añadir una proliferación de organis­ mos casi incomprensible para hombres normales y que lo convertía todo en algo completamente inabarcable. A la Gestapo le importaba bien poco si el sistema de los campos de concentración del SS-WVHA podía absorber a las masas que a menudo se le enviaban de improviso; no le preocupaba si había sitio suficiente, ni si se disponía de vestido, alimenta­ ción o medicinas. En cualquier caso, era muy raro que el SS-WVHA devol­ viese a un esclavo de la Gestapo al que se había empezado a explotar. Estas dos formas de terror se unían en el afán de poder y de explotación de los jefes supremos: Eicke-Pohl por una parte, Müller-Kaltenbrunner por otra; y sobre cada grupo el señor y maestro: Himmler. Hacia abajo se desplegaba el sistema nervioso, lleno de ramificacio­ nes, de la transmisión de órdenes, que se entremezclaba, de modo notable, con la libertad personal de decisión y, por consiguiente, con la responsa­ bilidad. La jerarquía de la SS esperaba de los subordinados obediencia e independencia al mismo tiempo. El mejor miembro de la SS era aquel que «sabía de lo que se trataba» y que no esperaba demasiado tiempo a que llegasen las órdenes, sino que actuaba «de acuerdo con las ideas del jefe del Reich de la SS». Estas «ideas» no eran difíciles de adivinar cuando se trataba de medidas contra «enemigos del Estado». Eické, por ejemplo, decía que «antes se debe matar a tiros a un prisionero de un campo de

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concentración que dejar que ponga en peligro la seguridad del Reich con su huida»; a fin de que los centinelas «no se sintiesen inseguros» (es decir, por tanto: ¡para que se sintiesen seguros!) ordenó que «se prescin­ diese en lo posible de interrogatorios» cuando matasen a algún prisione­ ro «en intento de fuga». Estas insinuaciones para que se disparase contra prisioneros -una medida que, además, era recompensada, dados los apu­ ros espirituales y de otro orden que podía traer consigo- eran, en reali­ dad, una orden. Y ¿qué era la famosa consigna de la SS: «Hay que subsa­ nar los errores de los tribunales», sino también una invitación que ponía formalmente en manos del funcionario de la Gestapo las órdenes de ingreso en el campo de concentración y en manos del médico de campo la inyección de veneno? El oficial judicial del SS-WVHA, jefe superior de batallón de la SS doctor Schmidt-Klevenow, un oscuro personaje del cír­ culo más íntimo de Pohl, dijo una vez en el curso de una investigación que era cierto que el jefe del Reich de la SS había dictado una orden pro­ hibiendo que se matara a prisioneros cuando no hubiera sido así dispues­ to; sin embargo, ¡había que considerar «si se puede apreciar en ello su reserva mental (reservatio mentalis) de estar de acuerdo con la no observan­ cia de la orden»! Uno cree que está leyendo un pasaje de un escrito calumnioso contra la Compañía de Jesús y lo que realmente tiene ante los ojos es a un adorador de Wotan de Berlín-Lichterfelde, calle Unter den Eichen, 125. Más tarde, cuando muchos empezaran a reparar en que no estaban protegidos contra todos los conflictos que se planteaban con este modo de actuar, se llegó a lo opuesto: el miedo ante la responsabilidad, que hacía que no se ejecutase nada que no viniese por escrito. Pero antes se desarrolló una curiosa mezcla de culto a la obediencia y defalta de control Si se ordenaba algo se obedecía ciegamente; pero si no había ninguna orden se actuaba «debidamente». Se podría comparar a los auténticos miembros de las agrupaciones de calaveras de los tiempos de esplendor con un perro sanguinario adiestrado para atacar a hombres: durante la caza sigue sus instintos, pero está atento a los silbidos de su amo, bien sea para quedarse quieto, bien sea para atacar. Lo que los miembros de la SS hicieron en los campos de concentra-

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ción, tanto individual como colectivamente, no es, por consiguiente, desde un punto de vista psicológico, nada que no pueda ser explicada, fueron las acciones de hombres amaestrados y colocados en un terreno propicio para ello, que reunían ciertas condiciones intelectuales, emocionales y sociales. Se les enseñó a cazar «enemigos del Estado», a «tratar adecuada­ mente» a las «alimañas» y a «liquidar» a los «enemigos del Führer». No hay nada nuevo en la brutalidad, en el sadismo, en la codicia, en la corrupción, en la saciedad, en la cobardía, en la holgazanería, o en todos los tipos de locura que emplearon para cumplir su cometido. Del mismo modo, completa o parcialmente, han obrado todos los bárbaros de la His­ toria del mundo, todos los asesinos de masas, todos los asesinos que asesi­ nan por placer, todos los fanáticos. Que hubiera médicos de la SS de cam­ pos de concentración que realizaran perversos experimentos con mujeres, vigilantes de calabozo que no conocieran crueldad que no hubieran cometido, jefes de tropa que caminaran por senderos de san­ gre, y que después regresaran a sus hogares para jugar honradamente con los hijos que no sospechaban nada, o para abrazar a sus engañadas esposas, todo eso no son más que conocidas manifestaciones patológicas del alma humana: la naturaleza se crea -a fin de poder soportar la pre­ sión de lo antinatural, es decir antes de que sobrevenga el desdoblamien­ to de la conciencia, la locura o las tinieblas espirituales- un sistema de comportamientos estancos de experiencias, y huye, o se escabulle, o pasa, llena de orgullo, de la cámara del terror a la del candor, de la estancia del miedo a una morada de paz, amor y bondad. ¿No ha habido acaso muchos criminales, homicidas y verdugos que han amado a niños inocen­ tes? ¿Por qué no podía entonces Góring dictar una ley contra la vivisec­ ción, y Hitler sentir predilección por recibir ramos de flores de niñas pequeñas, y Himmler alabar la vida decente de la familia alemana, y cual­ quier hombre de la SS experimentar un tierno sentimiento por sus hijos y por sus perros? Todo esto es extraño, enfermo, perverso, es el fariseísmo objetivo de conciencias violentadas, disimuladas, reprimidas, pero no es nuevo: es tan poco nuevo como la corrupción que va aumentando inexo­ rablemente en todo grupo que, sin tener convicciones morales profunda­

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mente arraigadas, goza, sin embargo, de la libertad de realizar, sin con­ trol de ninguna clase, sus sacrosantas inclinaciones. «No encuentro nin­ guna explicación a mi modo de obrar -decía el comandante Koch, de Buchenwald, al jefe de la SS encargado del sumario durante su procesocomo no sea la de haber sido mal acostumbrado por mis superiores. Todo lo que yo proponía y hacía encontraba su beneplácito. No coseché más que alabanzas y elogios. Nadie me analizó críticamente. Todo esto se me subió a la cabeza. Me convertí en un megalómano...» De tal palo tal astilla; ¿o es que Hitíer era de otra manera? No estamos ante secretos des­ conocidos de la naturaleza humana, sino ante infracciones de simples leyes psicológicas fundamentales en el desarrollo de personas mediocres. La mediocridad, tanto si residía en la inteligencia, en el espíritu, en la voluntad, en la fantasía como en la múltiple socialización de las cualida­ des del alma humana, llevó a esas personas a la SS, y allí, afirmando su superioridad, encontró cobijo; la mediocridad las mantuvo en la SS y las empujó de vicio en vicio, de crimen en crimen. El comportamiento de cada uno de los miembros de la SS, independientemente de su gradua­ ción, era característico de este comportamiento básico y del sistema.

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Un día del riguroso invierno de 1939 a 1940 -muchos de nosotros había­ mos enfermado en Buchenwald de disentería o por lo menos de colitis aguda- estaba sentado a mi lado, en el banco de las letrinas, un antiguo exilado que había vuelto a caer en las garras de la SS. Como muchos de los que se habían abandonado al cuidado y a los buenos sentimientos de sus camaradas, no llevaba papel para limpiarse a pesar de la extensión de la enfermedad. Como vio que yo tenía algunos pedazos de papel de periódico, se dirigió a mí en tono grosero, a la manera del campo: «¡Trae un pedazo!». No le contesté; he odiado siempre, incluso en el campo, este modo de pedir las cosas. Pero, cuando terminé, pasé por su lado, le puse tres hojas sobre las rodillas y le dije sin detenerme: «Siempre la vieja historia: la cigarra y la hormiga...». ¿Cómo se cree que reaccionó este pobre diablo? Tal como estaba se puso en pie de un salto, arrojó el papel a la porquería y empezó a pisotearlo furiosamente al tiempo que gritaba: «¡No necesito tu papel! ¡No necesito tu papel!». ¿Histeria? Por supuesto. Pero ¡qué desmoronamiento tan terrible tenía que haberse producido antes en ese hombre! Este hombre sensible, en vez de alimentar indife­ rencia a las humillaciones y agravios del campo, había perdido todo bar­ niz protector; la consecuencia era que «perdía los estribos», contra toda razón práctica, por un insignificante sermón de ironía bien intencionada, y eso a pesar de que él había sido cualquier cosa menos amable. (Su inso­ lencia provenía también del mismo trastorno espiritual.) Los campos de concentración trituraban las almas de sus víctimas como piedras de molino. ¿Quién era el que podía salir inmune de este proceso? No hubo nadie que saliese igual que entró. A diferencia del mundo de la SS, la psicología de sus prisioneros es rica en diferencias, en sorpresas, en fascinantes experiencias del laberin­

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to de las reacciones (lo que yo he llamado una vez, recordando un frag­ mento de Novalis, la múltiple socialización de las cualidades del alma humana, que no se agota, ni mucho menos, en el esquema simplista de inteligencia, voluntad y espíritu). Mientras que, como se ha mostrado, los hombres que encontraron el camino a la SS tenían iguales o parecidos rasgos sociales y de carácter, los prisioneros de los campos de concentra­ ción se diferenciaban por su origen, su predisposición personal, su condi­ ción política y su calidad espiritual y moral. Ciertamente que los campos eran crisoles de «estandarización», pero no porque produjesen uniformidad en las opiniones. La mayoría de los prisioneros abandonaba los campos con las mismas convicciones que tenía antes; si acaso incluso se habían afianzado. Lo que en los campos era uniforme era el modo igual o pareci­ do de reaccionar. El nuevo estado espiritual se formaba en tres períodos de desarrollo: el shock del ingreso, el «proceso selectivo» de los primeros meses, y, por últi­ mo, un período de habituación que duraba años y que producía el tipo del «concentrado». Este tipo tenía características especiales y propias, tanto por lo que se refiere a sí mismo, como por lo que se refiere a su acti­ tud ante los prisioneros, ante la SS y ante el mundo exterior del que esta­ ba excluido. Todas las personas y todas las personalidades fueron toman­ do de las experiencias comunes ciertos elementos que crearon una similitud e incluso igualdad. Los que menos cambiaron en los campos fueron los asocíales y los delin­ cuentes profesionales. El motivo hay que buscarlo en su parentesco espiritual y social con la SS; eran desplazados sociales con una cultura limitada, con un mundo en el que predominaban los instintos, y con convicciones poco elaboradas. La diferencia consistía en que los miembros de la SS desarrollaban una presunción de clase tan rigurosa que en ella no había lugar para la más pequeña variación individual; el secuaz de la SS, o bien quedaba interiormente estancado, o bien se iba volviendo, de grado en grado, cada vez más basto espiritualmente: el tipo se convirtió en estereo­ tipo. Sobre los asocíales y los supuestos o auténticos delincuentes profe­ sionales no se ejerció desde fuera ninguna influencia para hacer de ellos

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una clase; había, por consiguiente, espacio para la aspiración personal, y cierta posibilidad de evolución; el que quería podía esforzarse en salir paulatinamente del terreno de un pequeño egoísmo enemigo de la socie­ dad (asocialidad), o del terreno de lo criminal. El comportamiento espiri­ tual de este grupo de prisioneros era, por consiguiente, más rico. Sin embargo, en ellos no se podía dar tampoco un proceso especialmente interesante de transformación, porque el medio ambiente en que habían vivido anteriormente no se diferenciaba en lo fundamental, sino sólo en extensión y en intensidad, de este otro en el que ahora se encontraban. Todos los que llevaban un triángulo negro o verde, aunque no pertene­ ciesen interiormente a esas categorías o aunque no hubiesen caído en ellas tan hasta el fondo como para no sentir el deseo de volver a encon­ trar algún día el camino a un grupo social digno, no podían desprender­ se en el campo de su marca. Les quedaba sólo la posibilidad de llevar una vida modesta, discreta, a menudo humillante. Cualquier separación demasiado clara de su grupo les habría acarreado la hostilidad de los pri­ sioneros BV, e incluso, a veces, les habría puesto en peligro de muerte al privarles del grupo de protección -durante algún tiempo fue el más importante- contra la SS que, naturalmente, de modo puramente instin­ tivo, habían formado también los negros y los verdes. Los auténticos aso­ cíales y delincuentes profesionales siguieron alimentando los hábitos que ya tenían. Ambos tipos eran enemigos de la sociedad: los asocíales, con su inclinación al aislamiento, establecían contacto social únicamente por necesidades físicas, para canjear algún objeto, para estafar, o por curiosi­ dad; los criminales, por su parte, tendían a una actividad moral que en el campo de concentración era aún más llamativa, tanto interior como exteriormente: encontraron un terreno interesante para el desarrollo de sus inclinaciones. Aunque por su origen, carácter y formación asocíales y criminales se parecían a la SS, con lo que queda dicho que les estaba cerrada la entrada al desarrollo de la cultura personal, sus relaciones con la SS no eran las mismas. A menudo los jefes de la SS se aliaron con los criminales; muy raramente con los asocíales. ¿Por qué? El delincuente profesional, conse­

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cuente y activo, tenía también, a su modo, una «conciencia de clase». Sen­ tía cierto orgullo profesional y estaba inclinado, precisamente por el hecho de que la «sociedad normal» le había expulsado, a desarrollar una virtud de grupo con «fidelidad», «camaradería», «honradez» e incondicionalidad. Entre el proscrito que se había colocado fuera de la ley y el grupo de desesperados que había dejado tras de sí todos los principios de humanidad, se establecía inmediatamente una comunidad de intereses casi forzosa en el momento en que las circunstancias lo recomendasen. Por el contrario, los miembros de la «Guardia Negra» tenían en común con los prisioneros del triángulo negro sólo un bajo y materialista indivi­ dualismo; por lo demás los asocíales no tenían ni conciencia de clan, ni ninguna clase de inclinación a un activismo desenfrenado, ni ninguna manía de grandeza. No entremos a considerar si el símbolo común del negro no era algo que repugnaba a la SS en el subconsciente: seguro que no sabían lo que hacían cuando eligieron ese color precisamente para esa categoría de prisioneros. Para encontrar complicaciones espirituales de importancia tenemos que llegar a los individuos, grupos, sectores, o clase, de calidad humana. Aquí figuran, sobre, todo, los enemigos ideológicos y políticos del régimen nacio­ nalsocialista. Personas de relieve se vieron envueltas en acontecimientos y situaciones infrahumanas: el resultado fue un sinfín de destinos diferentes. Desgraciadamente, no me es posible examinar cada una de las catego­ rías: tengo que limitarme a analizar las manifestaciones psicológicas de tipo general o que, por lo menos, podían ser de tipo general. ¡Qué suges­ tivo sería, por ejemplo, escribir una psicología de los testigos deJehová! Aunque por lo general procedían de sectores profesionales de la clase media con un modo simple de razonar y de sentir, formaron en el campo de concen­ tración un verdadero arco iris -que se extendía del polo de la esperanza en el más allá al polo del apetito por comer e incluso por devorar- de reacciones espirituales y de conductas externas. La investigación de su espectro espiritual nos llevaría a conclusiones sobre algunos de los moti­ vos de sus virtudes -que no residían en las estrellas, sino en el estómago-, pero, al mismo tiempo, nos enseñaría que tenían la capacidad no sólo de

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dar la vida —lo que a veces no era tan difícil de hacer, colectivamente-, sino también de renunciar a la larga cadena de pequeñas ventajas cotidia­ nas a las que muchas veces tiene más apego nuestro pobre corazón huma­ no. La limitación de espacio y de propósitos de este libro no nos permiten este trabajo de filigrana psicológica por muy interesante que sea. La formación espiritual de tipos se realizaba por el camino de la asimi­ lación del nuevo mundo circundante. Ya he indicado en el capítulo sobre el ingreso en el campo de concentración que todo recién llegado tenía que atravesar inmediatamente por un proceso de la más profunda humilla­ ción y degradación personal. Desnudo, era perseguido por el abismo insalvable que separaba el «mundo de fuera» de este «mundo de dentro». El efecto inmediato de este espantoso acto de fuerza decidía en cada pri­ sionero el proceso, válido para todos, de selección: al cabo de tres meses, como máximo, en un proceso casi incontenible, se había desmoronado uno espiritualmente, cuando no también físicamente, o empezaba a «asi­ milar» el campo de concentración. El desmoronamiento, producido por la falta de fuerza de resistencia, sobrevenía en forma de un decaimiento rápido o paulatino que acababa en muerte por agotamiento o en el suici­ dio. El que no estaba a la altura de las condiciones de vida del trabajo, o del ambiente, se derrumbaba rápidamente. Quien caía en la desespera­ ción no veía ningún motivo para considerar la vida algo digno de seguir viviendo. Si el resto que quedaba de capacidad de resistencia, después de la destrucción del mundo de los antiguos valores, era aún suficiente, el espíritu, sumido en las sombras más profundas de la existencia, acababa por desembarazarse también del cuerpo, al que no había fuerza que lograra mantener por encima de la miseria cotidiana. Pero si la piltrafa que la SS había hecho de uno seguía vegetando, pronto aparecía en algún lugar alguien que se cruzaba en la «lucha por la existencia» y que había que eliminar. Si la degradación del principio había matado lo bueno de una persona y destacado fuerzas tenebrosas que antes estaban sometidas, el nuevo hombre consumaba su adaptación a la degeneración del campo, rápidamente o paso a paso, adoptando alguna de sus múlti­ ples variedades degeneradas.

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Conseguir la asimilación espiritual del campo no dependía de la proce­ dencia ni de la posición social que uno tenía antes, sino casi exclusivamen­ te de la firmeza de carácter y de la exigencia o falta de ideas religiosas, políticas o humanitarias. En esta cuestión se mostraban completamente antagónicos los requisitos para el desarrollo en la SS, los asocíales y los criminales, por una parte, y en los prisioneros políticos e ideológicos, por otra. Mientras que en los primeros el origen social insinuaba -cuando no era que lo determinaba- la posterior evolución, en los segundos el origen no favorecía, debido a su superior calidad humana, la asimila­ ción, sino que más bien la impedía. La persona de carácter podía llegar a dominar la situación -aunque trabajosamente—, sólo cuando había superado el recuerdo de sus antiguos patrones sociales, y acudía a sus cualidades primigenias. El intento de trasladar los criterios sociales, anteriormente válidos, al ambiente del campo de concentración -lo más opuesto que imaginarse pueda a un orden social firmemente asen­ tado- era siempre vano. Bien porque estos criterios eran machacados al principio, durante la etapa de degradación, de tal modo que había que reconocer forzosamente su falta de valor hic et nunc (¿qué es lo que que­ daba, visto desde este ángulo, de un ministro, de un juez, de un catedrá­ tico de universidad, de un sacerdote, de un empleado de banco, a los que se¡ desnudaba sobre un estrado, en medio de un grupo de infelices tan maltratados como ellos, para ser rapados de arriba abajo, por delan­ te y por detrás, por prisioneros BV?); bien porque el enérgico y ridículo intento de hacer valer en ambiente semejante, en vez de la personali­ dad, la superioridad social acababa en un rápido ocaso. El que al campo de concentración no traía otra cosa que una conciencia, reconocida «fuera», de grupo, de clan, de casta o de clase no proletaria, estaba per­ dido. Los corsés sociales eran destrozados radicalmente el primer día: si eso era el único espinazo de repuesto que alguien traía, se le podía ya ir descartando. Yo conocí a un alto funcionario ministerial alemán que no se atrevía a mirar a nadie a los ojos la tarde de su ingreso en el campo de Buchenwald, después de las humillaciones padecidas. Su reserva de valores humanos pudo devolverle poco a poco la confianza en sí mismo

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que había perdido; pero ya se había convertido en otro distinto del que había sido antes. Los hijos del heredero de la corona austríaca Francisco Femando, asesinado en 1914, los dos duques de Hohenberg, transporta­ ban «mierda» en Dachau como si no hubieran hecho otra cosa en su vida; pero su firmeza personal de carácter les hizo ganarse el respeto de muchos prisioneros, incluso de aquellos que tenían prejuicios. Lo mismo podríamos contar de otras personas de prestigio social. Pero también quienes no habían alcanzado una alta posición social en el período pre­ vio al campo de concentración, tenían que poseer considerables valores de carácter para superar las dificultades con que se encontraban y el inconveniente adicional de no ser «proletarios». Un amigo mío, Willi Jellinek, pastelero de Viena, puede servir de ejemplo. En Buchenwald era portador de cadáveres; su categoría, igual a cero. Como judío, como joven alto y robusto y como hombre con firmeza de carácter, tenía muy pocas posibilidades de sobrevivir en la época de Koch. Y, sin embargo, ¿qué le ocurrió? Llegó a ser nuestro mejor experto en tuberculosis, un practicante excelente, un internista que ayudó a muchos camaradas, y, además, un bacteriólogo en el bloque 50. Aunque en el fondo era pesi­ mista, consiguió escabullirse de los múltiples escollos mortales con los que topó en el campo. ¿Casualidad? Sí; pero sólo en la medida en que la «suerte» es un componente de la aptitud. Hubo bastantes directores de empresas y altos funcionarios del Estado que en el campo de concentra­ ción, aun sin necesidad, caían sobre los cubos repletos de cáscaras de patatas para apoderarse de los restos de comida, o que llegaron incluso a convertirse en ladrones de pan; en casos no tan graves, pero muy nume­ rosos, hubo quienes, sin ninguna consideración con sus compañeros de cautiverio, aprovechaban la menor oportunidad para beneficiarse egoís­ tamente de la más pequeña ventaja. Tales sucesos no fueron, sin embargo, tan frecuentes como les pareció a algunos apóstoles de la su­ perioridad del proletariado en su tendencia a la generalización propa­ gandística. Desde luego, se prestaba más atención a la ruina humana de una «persona culta», o de otra que había ocupado antes un alto puesto social, que a la de un hombre en el que nadie había puesto nunca

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muchas esperanzas. (Hay que señalar, de todas formas, que la «persona culta.» no había sido educada para la existencia en un campo de concen­ tración, sino para una vida social normal.) De todas formas, hay que reco­ nocer que estos casos no eran raros y demuestran, tanto como los casos positivos, que en el campo lo decisivo no era la condición social, sino el valor personal de cada uno. Después del shock del ingreso, que determinaba el rumbo que iba a seguir el recién llegado, y después de que éste se hubiera decidido, lleno de la indignación y desesperanza que seguía al horror del principio, por ir distanciándose interiormente -es decir, por la posibilidad de asimilar espiritualmente la nueva existencia-, o por perecer en poco dempo, des­ pués de todo esto, empezaba, en el primer caso, el proceso de habitua­ ción, la transformación individual del carácter. El camino para llegar a la «normalidad de lo anormal» era más rápido y más fácil cuanto más cons­ ciente y decididamente se hubiera propuesto uno alcanzar el fin de esta segunda etapa. Este período de primera adaptación estaba repleto de peligros. En todos los rincones donde uno caía se le decía que al alma tenían que salirle callos como a las manos. Pues la «comunidad» del campo sólo empezaba a tener consideraciones con los nuevos prisioneros -esto era trágico, pero comprensible-, cuando éstos se habían ajustado a la comunidad. Era trágico, porque cuando más se necesitaba la protec­ ción y la deferencia era precisamente en los primeros tiempos; y era com­ prensible, porque se trataba de una comunidad, en lucha constante con­ tra la SS, que era martirizada en la medida de sus débiles y de sus endebles, es decir, en la medida de sus debilidades y de sus endebleces. Era un espantoso «proceso natural de selección». ¡Que Dios libre al mundo en el futuro, después de semejantes ejemplos, de. todos los profe­ tas que nos hablan de la «lucha por la existencia», esto es, de trasladar la ley de la selva a la sociedad humana! El mejor modo de introducirse en el interior, sin ser devorado en el camino, era oír fielmente los consejos de camaradas bien intencionados. Siempre se encontraban algunos que no recibían al recién llegado con brutalidad, sino con una conveniente obje­ tividad. Con la ayuda de estos conocidos, camaradas, o amigos, había que

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palpar la propia experiencia con todo el valor y toda la discreción que fueran posibles. ¡Ay del que no tenía a nadie que le tendiese un poco la mano! Después de medio año, más o menos, empezaba uno a convertirse en un «concentrado», es decir, a desarrollar un especial tipo espiritual que aca­ baba por completarse en dos o tres años más. No por casualidad los «vie­ jos» no le dejaban figurar a uno hasta que no hubiera transcurrido ese período: realmente se necesitaba mucho tiempo para que el espíritu, arrancado de un mundo firme, pudiese hallar su punto de gravedad interno en el mundo salvjye, a vida o muerte, en el que había sido arro­ jado. La situación espiritual modificada no marcaba, en absoluto, la dife­ rencia valorativa entre el bien y el mal; la modificación incumbía a los dos extremos. Su característica principal era la simplificación espiritual. La riqueza de sentimientos quedaba casi automáticamente disminuida. El espíritu se fabricaba una costra protectora, una especie de blindaje defen­ sivo, que no permitía el paso de ninguna impresión fuerte a la membrana del sentimiento. El dolor, la compasión, la tristeza, el horror, el miedo y el aplauso, en su carácter inmediato normal, habrían hecho saltar la capa­ cidad de asimilación del corazón humano; el terror que reinaba en todas partes lo habría inmovilizado. Uno se hacía duro; muchos se insensibiliza­ ron. Sucedía lo mismo que en la guerra. Una risa brutal, un chiste cruel, no eran más que la autoprotección de las almas expuestas al peligro de sumirse en la sombra o en la histeria. En los campos de concentración había, ciertamente, muchos mártires moribundos, pero muy pocos san­ tos vivientes (¡a pesar de que los campos hubieran sido un terreno propi­ cio de actuación!); así es como nosotros, pobres infelices, reíamos para no tener que congelamos de espanto y para no tener que morir. Algunos se endurecieron para poder ayudar -igual que el médico que siente como hombre, pero que no siente como curador-, y otros se hicieron crueles hasta el sadismo bajo los efectos de los instintos sexuales reprimi­ dos. Algunos alimentaban su optimismo hasta alcanzar una especie de fe ilusionada que exhalaban ávidamente en cada palabra, y otros convertían

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su capacidad crítica de diferenciación en una desconfianza pesimista. La disposición para luchar podía acabar en el espíritu aventurero, y la cobar­ día en la equiparación absoluta a una existencia de esclavo. ¿Cómo se habrían comportado ustedes, hombres y mujeres, si hubieran sido llama­ dos, de improviso, entre un grupo de decenas de miles de prisioneros, y los hubieran colocado sobre un montón de piedras, a la vista de todos, para ser allí desnudados y azotados? ¿Habrían gritado o gemido, o ha­ brían callado mordiéndose los labios hasta hacerse sangre? ¿Habría des­ aparecido toda vergüenza de la humillación recibida al caer en ese estado lastimoso, o les habría herido aún, con dureza sobrehumana y orgullosa, la última patada de una bota de la SS que les devolvía a la comunidad de prisioneros? En cualquier caso: si quería uno sobrevivir tenía que volverse impermeable. Entonces los camaradas te acogían con un chiste grosero, que escondía la compasión, y te cuidaban secretamente, sin darle mucha importancia, hasta que te devolvían la salud. Sin embargo, en no pocos se desarrolló, detrás de la coraza protectora del espíritu, una depuración de la conciencia que en algunos casos llegó a alcanzar grados extraordinarios. La conciencia moral y la auténtica reli­ giosidad -ambas tienen su sede en el núcleo más íntimo de la personali­ dad- salieron reforzadas por la fuerte llamada que salía de la humanidad y la inhumanidad de los campos de concentración, siempre, naturalmeni la persona en cuestión fuera ya de por sí moral o religiosa. Dadas te, que las condiciones del campo, su existencia y su efectividad podían manifes­ tarse sólo muy raramente de modo abierto, y menos aún si tenemos en cuenta que precisamente los sectores dominantes de los campos no fue­ ron nunca religiosos: lo más que llegaron a ser fue políticos y, en casos excepcionales, escrupulosos conforme a altos criterios morales. No falta­ rán concentrados experimentados que negarán que la religiosidad y la conciencia moral hayan desempeñado un papel considerable. Pero tan poco sabía el prisionero corriente de los verdaderos acontecimientos del campo en que vivía, como poco -e incluso menos—sabían los funciona­ rios del campo del mundo interior de los miles que les estaban someti­ dos. No había momento en que eso me pareciese más evidente que cuan­

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do los veía, desconcertados, ante el cadáver de alguno de sus camaradas más importantes, que se había suicidado después de siete, ocho o diez años de cautiverio, ya cerca de obtener la libertad. Como no conocían las profundidades de la vida humana espiritual, no podían ni siquiera sospe­ char lo que se desarrollaba en la conciencia de tantos católicos, de tantos cristianos evangélicos, de tantos judíos ortodoxos y de tantos otros que habían sido educados en las mejores tradiciones humanitarias. Para algu­ nos, la tensión entre la progresiva simplificación de sentimientos y la cre­ ciente sensibilidad de la conciencia sólo podía hallar una solución en una religiosidad más enérgica, fuese ésta ingenua o ilustrada. Huían, llenos de confianza, de su propia oscuridad a la luz de la bondad divina, luz que el ojo creyente podía reconocer con claridad incluso en ese trágico mundo de errores y confusión. La pérdida de esta certeza acababa en un desconcierto neurótico o en un activismo que subjetivamente no poseía ningún valor ético. Los más íntegros eran los anima candida: todo lo ha­ cían del mejor modo posible, no había nada que les enfadase, y aparta­ ban, impertérritos, el mal de sí. De estos hombres hubo en el campo; de ellos se puede decir con las palabras del Evangelio: pertransiemnt benefaciendo (su paso fue beneficio y luz para los demás). Pero había que tener cuidado de no destinarlos a ningún puesto donde hubiese que tomar decisiones de importancia para el campo. Cuando la SS exigía de los pri­ sioneros políticos que seleccionaran a las personas «incapaces de subsis­ tir» para enviarlas a la muerte -la negativa habría significado el fin del dominio de los prisioneros del triángulo rojo y el principio del de los ver­ des-, había que estar dispuesto a cargar con la culpa. No había otra alter­ nativa que colaborar activamente o eludir -pero ¿era verdad que se eludía?- la responsabilidad; la experiencia enseñaba que la segunda actitud acarreaba cosas aún peores. Cuanto más tierna fuese la conciencia, más difícil era tomar una decisión. Pero como había que decidir, y además rápidamente, los puestos tenían que estar ocupados por caracteres recios. Muchos de ellos sobrevivieron; no todos fueron mártires. ¿Quién se atre­ vería a condenar a estos camaradas? Como ya ha podido apreciarse de lo que hemos referido hasta ahora,

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la transformación individual del carácter no era un proceso que se de­ sarrollara exclusivamente en el interior del prisionero del campo de con­ centración. Sobrevenía bajo el continuo efecto redproco con el nuevo mundo circundante. Los que estaban más cerca del prisionero eran los propios compañe­ ros de cautiverio. Uno estaba encadenado a ellos, dependía de ellos, esta­ ba a su merced. Las fuerzas espirituales dominantes que determinaban la vida eran el egoísmo y el razonamiento oportunista, agudizados por múl­ tiples sentimientos de aversión. La solidaridad, de la que tanto se habló después del fin de los campos de concentración, no fue más que un lazo de unión hecho del mismo material espiritual endurecido que a veces se ablandaba por la inclinación de una persona por otra o de un grupo por otro. Pero no puede decirse, de ningún modo, que la solidaridad consti­ tuyera el sello característico de la vida de los prisioneros de los campos de concentración. Hubo destacados ejemplos de solidaridad hasta la muerte y de conciencia de responsabilidad ante la comunidad, en los que se llegó hasta las últimas consecuencias. Cuando los grupos de prisioneros políti­ cos se dejaban ejecutar sin oponer resistencia, lo hacían por considera­ ción a los demás prisioneros: si los candidatos a la muerte se hubieran defendido para morir por lo menos luchando, se habría interpretado inmediatamente como una revuelta que hubiese tenido que pagar con durísimas medidas de represalia toda la comunidad de prisioneros. Esta cuestión fue discutida en el campo muy a menudo. Pero estas muestras de extrema solidaridad entre camaradas no eran más que actos aislados de víctimas que se hallaban ante una muerte inevitable. En la lucha, no por la vida, sino por la vida cotidiana, sucedía todo lo contrario. Todo el que ha pasado por un campo de concentración conoce el dicho: «El peor enemigo del prisionero es el prisionero». Aunque eso no era realmente así, uno tenía esa sensación debido a la constante proximidad de un egoísmo desconsiderado. La SS llegaba como un rayo o como una tor­ menta que pasa, como un huracán que tal vez dura días. A ella se oponía un frente cerrado si era posible (a no ser que uno se viese obligado a intentar la salvación por su propia cuenta): se ayudaba, se protegía y se

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salvaba a los demás en la medida de las posibilidades y de las fuerzas dis­ ponibles. Por el contrario, la terrible lucha de intereses entre compañe­ ros de cautiverio tenía que resistirse en un espacio reducido y sin inte­ rrupción. La torturante impresión que producía la imposibilidad de escabullirse se veía agudizada por las formas indescriptiblemente grose­ ras en medio de las cuales todo se desarrollaba. Muchísimos prisioneros estaban orgullosos de esta especialidad de la barbarie y hacían lo posible por dar una expresión provocadora a esta falta de cultura. Incluso esta­ ban mal vistas las pequeñas fórmulas de cortesía -como «por favor», «gra­ cias», «me permites»- que aunque hayan perdido ya su primitivo sentido moral sirven para hacer la vida más agradable. Los numerosos austríacos que ingresaron en los campos en 1938 eran odiados precisamente por el uso de estas expresiones de cortesía que el austríaco lleva en la sangre. Si decían «gracias», se les contestaba con un «chúpame el culo»; sus «por favor» eran ridiculizados según todas las reglas de la grosería. En este sistema creado por la SS había que introducirse en grupos per­ sonales más o menos delimitados. En realidad, sólo había tres formas de solucionar la cuestión: seguir siendo un solitario, adherirse a un grupo o hacerse miembro de un partido. El solitario en el sentido que aquí le damos no tenía una inclinación asocial, sino individual, a apartarse de los demás para sacar provecho de ello sin peijudicarlos. Frecuentemente eran personas de altos valores y de juicios sopesados, que ayudaban cuando era necesario, pero que no de­ seaban una unión más íntima. Extraían su capacidad de aguante de su soledad, en la medida en que la soledad era posible en el campo. Había muchos prisioneros que no podían resistir a este tipo de compañero: se burlaban de ellos y los martirizaban todo lo que podían (en parte por el impulso natural del mediocre a hacerlo todo uniforme y en parte, creo yo, por un miedo instintivo al carácter de estos solitarios, que era como una advertencia pero que ellos buscaban desacreditar calificándolo de arrogancia). Tales personas estaban, por consiguiente, en peligro, a no ser que tuvieran algún admirador callado que poseyese poder e influen­ cia. Algunos adquirían, en su apartamiento de la «comunidad» que les

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rodeaba, alguna «manía», es decir, algún modo característico de reaccio­ nar. Si esta peculiaridad se convertía en un comportamiento continuo, la persona moría si tenía algún enemigo atento a la oportunidad (recuérde­ se la mención de Johann Stürzer en el capítulo «Duración temporal del cautiverio»), o era tolerada como un tipo estrafalario e inofensivo: se le tomaba el pelo, pero no se le hacía daño. El tipo se convertía en una per­ sona insignificante, en una bagatela para hacer chistes, en un pararrayos del mal humor de los demás. La pertenencia a un grupo era siempre una relación con la comunidad: con unos pocos amigos, con personas de iguales ideas religiosas, con hombres que acudían a las discusiones o a las reuniones de tipo «club» -se celebraban en las habitaciones del hospital de prisioneros o en algún agujero de los sótanos- con parecidos presupuestos espirituales. En estos grupos volvía uno a ser hombre, después de que el día y el trabajo y los castigos, la revista y el bloque y todas las demás cosas del campo hubieran humillado la conciencia individual de cada uno. Uno veía en los demás el rostro, a pesar del traje de cebra y del cráneo rapado, y se consolaba, y veía el mismo sufrimiento y el mismo orgullo; se volvían a concebir espe­ ranzas y se volvía a estar dispuesto a andar, paso a paso, el camino que el destino había señalado. El grupo era la mejor y más bella experiencia del campo de concentración. Valdría la pena hacer una película sobre ellos, tomando/algún caso ejemplar. En el campo la pertenencia a un partido también era una colectividad con un fin determinado, de gran utilidad para todo hombre de izquier­ das, sobre todo para los comunistas, pues en él encontraba una ayuda y un apoyo que le hacía infinitamente más fácil la asimilación de la nueva existencia. Por parte alemana no existían en los campos más partidos que el comunista y el socialdemócrata. Los polacos, los checos y los holande­ ses organizaron también otros partidos que no estaban orientados hacia la izquierda; pero, como la dirección interna del campo estaba siempre en manos de prisioneros comunistas, estas otras organizaciones o no pudieron nunca cobrar importancia, o tras duras disputas fueron someti­ das. Los partidos izquierdistas fueron la única cosa de la estructura social

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del mundo exterior al campo de concentración que pasó a él sin experi­ mentar transformaciones; sus miembros encontraban, por consiguiente, un pedazo de tierra espiritual conocida en el que se podían salvar. La consecuencia era un mejor comienzo material y la rápida recuperación de la conciencia individual perdida; pero también existía el peligro del abotargamiento y de una adaptación tan a fondo que dejaba de ser pro­ tección para convertirse en algo pernicioso. Había concentrados miem­ bros de partidos que se habían resignado por completo, espiritual y mate­ rialmente, a la vida del campo, que ni conocían otro mundo ni lo querían conocer. El campo de concentración, con sus posibilidades de poder y de beneficios, se había convertido en su mundo. A través de los grupos y de los partidos corrían las nuevas clases que se habían formado en el campo y los lazos nacionales; lo cual contribuía a la variedad de tipos de prisioneros con otras características de naturaleza favorecedora o inhibitoria. Las clases de los campos de concentración no eran nuevas por su estructura social, pues éstas se basaban, como en el mundo exterior, en una situa­ ción económica igual o parecida y en el desempeño de cargos similares. Los prisioneros dominantes formaban la aristocracia del campo, las «per­ sonalidades». Un buen número de ellos -igual que los nobles de todos los pueblos y de todos los tiempos- formaba un sector de parásitos que no servían para nada. Debajo de ellos estaban los soldados rasos y los parias. Lo que era nuevo era la pertenencia concreta a una clase determinada del campo de concentración. La situación que había tenido el prisionero antes de entrar en el campo no era decisiva, si bien en los campos domi­ nados por prisioneros políticos los antiguos funcionarios del Partido Comunista tenían muchas probabilidades, y los burgueses notorios muy pocas, de llegar a ser miembros de la clase destacada. En general se puede decir que la pertenencia de un individuo a una clase determinada, con todas sus ventajas e inconvenientes, era el resultado de las condicio­ nes de capacidad de lucha e inflexibilidad o de debilidad y docilidad, de capacidad de adaptación o de candidez y falta de habilidad, de pertene­ cer a una camarilla o de ser una persona reservada. Presuponía estar dis­

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puesto a hacerse cargo de cierta responsabilidad, aunque a menudo ésta consistiese sólo en participar en la corrupción que sacaba provecho de la colectividad de prisioneros; la pertenencia a una clase se reforzaba a menudo con garantías recíprocas, de buena o de mala naturaleza, entre personas que ocupaban puestos iguales o parecidos. La ayuda de camari­ lla dentro del sector de los kapos, por ejemplo, tenía preferencia sobre la ayuda entre los camaradas de una cuadrilla o de un bloque. La clase tenía, en virtud de la posición de quienes pertenecían a ella y en virtud de la experiencia de campo que sus miembros tenían que poseer, su «con­ ciencia» especial, que se manifestaba en distintas costumbres y, sobre todo, en la de no dejar subir al novato durante el mayor tiempo que fuera posible. Mientras que la entrada en un grupo o partido se conseguía de modo relativamente rápido, no sucedía lo mismo con respecto a las cla­ ses: al greenhom se le rechazaba despreciativamente; con meditada osten­ tación se hacía referencia a las penalidades pasadas de esas «que ya no hay». «¿Qué es lo que sabéis vosotros de campos de concentración?», era una de las frases corrientes. «En el año..., cuando nosotros...» « ¡Tendríais que haber visto al jefe de tropa fulano de tal!» «El que no haya estado en este o en aquel otro campo no tiene ni idea.» Con estas y otras frases por el estilo se vanagloriaban groseramente, con la única finalidad de rebajar a los nuevos para así conservar su superioridad de clase. Forma parte tam­ bién de los trucos psicológicos del hombre en tales y parecidas situacio­ nes querer ocultar los propios defectos morales resaltando lo endurecido que uno está. Estos trucos no eran, en absoluto, una especialidad de los campos de concentración: todo prisionero de guerra ha tenido experien­ cias parecidas; sólo que en medio del aislamiento y del clima de crueldad de los campos estaban más agudizadas. Las particularidades nacionales, que corrían también a lo largo de los par­ tidos y grupos, tenían, sin embargo, por una parte, dentro de una agrupa­ ción nacional, una tendencia igualatoria, y una tendencia exacerbante, por otra, en lo que se refiere a la relación de los distintos grupos nacionales entre sí. La importancia de la pertenencia a un partido se contrapesaba con la conciencia nacional, aunque a veces era la primera la que predominaba:

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un comunista francés estaba, por lo general, si lo juzgamos por su compor­ tamiento práctico, más cercano a un comunista alemán que a un compa­ triota burgués. (Sin embargo, ¡no hay que pasar por alto que precisamente los comunistas alemanes formaban el sector dominante en los campos que estaban en manos de los prisioneros políticos! Me parece dudoso que un comunista o un socialdemócrata francés se sintiera más unido a un correli­ gionario checo que a un compatriota corriente.) Este es el momento apropiado para decir algunas palabras sobre cómo se comportaron las distintas grandes organizaciones de extranjeros en los campos de concentración alemanes. Los franceses tuvieron que sufrir más que otros las penalidades de la vida del campo, debido a su temperamento y a su constitución física que era, de ordinario, poco robusta. Su pronunciado individualismo y la alta espiritua­ lidad que, por lo general, poseían, les sometió a muchas dificultades, que en sí habrían podido ser evitadas, y por las que desde otros sectores no se mostró ninguna comprensión. Cierto número de personalidades francesas disfrutó en el campo de las mejores relaciones. Pero, vista en conjunto, su situación fue mala. Debido a que políticamente estaban increíblemente dispersos, no fue posible unificar sus filas a fin de hacerlos así más aptos para prestar resistencia y más valiosos para la «comunidad de subyugados». En Buchenwald, solamente el grupo minoritario de los comunistas france­ ses tuvo estrecho contacto con la dirección interna del campo. Pero, al igual que sus camaradas alemanes, no supieron armarse de la fuerza nece­ saria para librarse de los criminales políticamente enmascarados, ni de los demás elementos dudosos; por ello, la protección que el grupo pudo otor­ gar fue muchas veces unilateral. La mayoría de los franceses del campo -dejando a parte a sus médicos, que consiguieron alcanzar posiciones apreciables en los hospitales de prisioneros-, se hallaban desamparados y a mer­ ced de todas las inclemencias. Los holandeses se comportaron muy valientemente. Sus desavenencias, que al principio eran muy acusadas, se fueron atenuando y allanando con el transcurso del tiempo. Eran personas liberales que odiaban cualquier clase de coacción viniera del lado que viniera. Su habilidad les permitió

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siempre sobreponerse a todas las dificultades que fueron surgiendo. Entre ellos y las demás naciones hubo siempre una relación no sólo lim­ pia, sino muchas veces también cordial. Los casi 2.000 daneses, la mayoría de ellos funcionarios de la Policía, que ingresaron en Buchenwald en 1944 formaron una unidad cerrada que vivía para sí misma reservadamente y en condiciones más favorables que el resto de los prisioneros. No hubo nunca conflictos con ellos. Rechaza­ ron toda colaboración en actividades ilegales contra la SS, probablemen­ te también por desconfianza. Prestaron continuamente ayuda, en cierta extensión, con las provisiones de la Cruz Roja, que siempre tuvieron a su disposición en cantidades relativamente abundantes. Todavía con más razón se puede hablar de la buena voluntad de los 350 estudiantes noruegos que estuvieron en Buchenwald también largo tiempo: hombres magníficos y buenos camaradas, trajeron consigo un espíritu deportivo. Durante medio año aproximadamente -hasta finales de 1944- vinie­ ron 167 pilotos anglosajones a Buchenwald. Organizados con disciplina militar, tuvieron contacto estrechísimo con las personalidades dirigentes no comunistas del campo, se comportaron lealmente con los dirigentes alemanes del Partido Comunista, y establecieron contactos útiles con los prisioneros de guerra rusos. Por lo demás, y al igual que los daneses, los anglosajones eran reservados, lo que no sólo estaba en consonancia con su carácter, sino también con su especial profesión. Algunos acertados planes de acción para el final del campo de Buchenwald estaban basados en la garantía de su cooperación. Los checos —los que no habían sido exterminados en Auschwitz- ingre­ saron en los campos de concentración, en un principio, con ciertos dere­ chos de preferencia por pertenecer a los llamados «prisioneros del pro­ tectorado». Vivían en bloques independientes, llevaban el pelo largo y no necesitaron trabajar durante meses. Esto dio pie a muchas envidias y muchos prejuicios. Pero su altruismo, sobre todo a la hora de repartir la comida que les sobraba y entregar parte de su tabaco, calmó algunos con­ flictos. Como poco a poco, y cada vez en mayor número, fueron presen­

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tándose voluntariamente para trabajar, tuvieron la oportunidad de bus­ carse buenas cuadrillas antes de que se despojara al resto de sus derechos de preferencia. A la larga, hubo muy pocos checos que ocuparan puestos de trabajo difíciles; presentaron un frente unido y favorecieron a sus com­ patriotas todo lo que les fue posible. Una vez que superaron sus diferen­ cias de política de partido vivieron con las demás naciones en relaciones que en parte fueron amistosas y en parte correctas. Los polacos se adaptaron a la situación relativamente bien. Su posición no era fácil, ya que en algunos campos no se mostraba demasiada inclina­ ción por ellos. La mayoría estaban deseosos por este motivo de ayuda mutua. En el transcurso de los años de guerra llegaron a ocupar en algu­ nos campos orientales, y, parcialmente, en otros, funciones importantes en la administración autónoma de prisioneros. Su posición era muy fuer­ te en las oficinas y, a menudo, en las cuadrillas preferentes, ya que sus grupos practicaron también, sistemáticamente, una política personal. En sus filas hubo buenos y valientes camaradas. Tenían, por lo general, un sentimiento nacional y religioso fuertemente desarrollado, que entre ellos estaba mucho más extendido que el comunismo. Con todos sus defectos y sus virtudes, los polacos de los campos de concentración daban una imagen bastante fiel de su realidad nacional conjunta. Los rusos estaban divididos en dos grupos radicalmente separados: los prisioneros de guerra y los paisanos rusos, de una parte, y los ucranianos, de otra. Estos últimos estaban en mayoría. Mientras que los prisioneros de guerra formaban un equipo bien disciplinado, pendiente siempre, con mucha habilidad -y también con mucha razón-, de su provecho colectivo (la selección que se trajo a los campos del Stalag estaba formada por comunistas que defendían conscientemente su causa), la masa de los ucranianos constituía un pueblo heterogéneo. Al principio fueron favo­ recidos de tal modo por sus correligionarios alemanes que era casi impo­ sible formular la más pequeña protesta contra un «ruso». El descaro, la holgazanería y la falta de compañerismo de muchos de ellos condujo, de todas formas, a un cambio rápido y sustancial que les impidió seguir en puestos dirigentes. En el último año de Buchenwald, los prisioneros de

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guerra rusos, junto con algunos destacados miembros ucranianos de la Agrupación Juvenil Comunista de la URSS, se entregaron a la tarea de educar y de incorporar al conjunto al sector aprovechable de los que no conocían ningún freno. En ocasiones se pudo llevar a buen término, par­ cialmente, la difícil tarea. Realmente, sería interesante y necesario para completar nuestra rela­ ción dar algunas indicaciones psicológicas sobre el comportamiento de los alemanes entre sí y en relación con las otras naciones; lo mismo debe­ ríamos hacer con los judíos. Pero no me parece posible exponer en pocas palabras, aunque sólo sea de modo aproximado, todos sus complicadísi­ mos matices. La imagen que resultaría de los dos grupos sería necesaria­ mente parcial y deformada. Los alemanes y los judíos eran poco aprecia­ dos en los campos, aunque en muchos casos individuales sucedió todo lo contrario. Los dos grupos nacionales presentaban muchos aspectos; ambos se llevaban mal entre sí; los unos, a pesar de ser los «preferidos» forzosos de la SS -¡también para los castigos!-, los otros a pesar de ser continuamente martirizados. Habría que escribir, para ser justos, un libro independiente sobre el papel de ambos en los campos de concentración, aportando muchos ejemplos que habrían de ser sopesados según su signi­ ficación. No cabe duda que de él se desprendería que la mayoría de lo publicado hasta ahora en la bibliografía extranjera sobre los campos de concentración está cuajado de parcialidades, simplificaciones yjuicios erróneos. En mi opinión, no existe ningún otro país cuyo papel en los campos sea tan difícil de comprender como el que desempeñaron los ale­ manes y los judíos; con esto, de todas formas, estamos insinuando ya aspectos fundamentales. Los lazos nacionales, de clase, de partido, o de grupo, influyeron deci­ sivamente en el comportamiento individual y colectivo de los prisioneros. Pero todas las diferencias se fundían en una unidad de combate, con ape­ nas algunas sombras insignificantes (mejor dicho: las diferencias desapa­ recían detrás de algo así como un muro de contención), en el momento en que el campo se hallaba frente a la SS. Psicológicamente considerada, la relaáón de los prisioneros con sus sojuzgadores era sencilla. Lo habría sido

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aún más si hubiese sido posible una lucha activa. Pero, como lo caracterís­ tico de la situación de los prisioneros era la indefensión, se desarrollaron algunas particularidades espirituales que merecen ser mencionadas. El prisionero del campo de concentración conocía todo un sistema de transformación mimética frente a la SS. La fórmula para disimular era: «Todo está en regla» (exteriormente y, por tanto, también, en apariencia, interior­ mente) . Ningún miembro de la SS podía ver detrás del muro. El engaño iba desde el seco: «¡A la orden!», hasta la sonrisa complaciente. Alguno, en casos muy raros, iba un poco más lejos con algún miembro de la SS que estuviera ya desmoralizado o corrupto, pero nunca se iba hasta el fondo: en ninguna circunstancia se llegaba a una verdadera confianza. La enemistad fundamental continuaba, como continuaba sin olvidarse lo que sucedía y lo que había sucedido. La mayor parte de los prisioneros estaban poseídos de una inimaginable sed de venganza: la reacción espiritual del desamparo. Los torturados se rompían la cabeza buscando torturas nuevas, mucho peo­ res, que infligirían un día a los que ahora desahogaban en ellos su cruel humor. La sed de venganza estaba dirigida contra todo el régimen nacio­ nalsocialista y sus partidarios, pero siempre se concretaban en un secuaz determinado de la SS. La inhumana práctica de los campos de concentra­ ción y esta reacción espiritual contra ella, acabaron creando en muchos vie­ jos concentrados, sobre todo en los que ejercían funciones, un curioso ajus­ te amigo-enemigo. Los tipos antagónicos produjeron analogías por lo que se refiere al burdo modo de pensar, de sentir, al comportamiento cuartelario exterior, al tono y a la corrupción; sólo que con signos inversos. Así se llega­ ba paradójicamente, en algunos casos de fuerte aproximación -como, por ejemplo, entre médicos de campo de la SS y prisioneros-, cuando la cola­ boración dispensaba alivio a algunos o al campo, a una curiosa escisión en el agradecimiento: se odiaba a los miembros de la SS, uno se sabía separado de ellos por un mundo, y, sin embargo, no deseaba que aquel con el que cola­ boraba fuese incluido en el plan general de venganza. Esta escisión espiri­ tual conducía casi siempre, cuando el individuo era consciente de ella, o bien a un cálculo frío que consideraba al otro como un mero instrúmento, o bien a un repudio aún más intenso -si cabe- de todos los demás miem­

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bros de la SS. Aunque estos sentimientos o meditaciones revolvían todo el interior del prisionero, eran sólo conmociones transitorias sin duración y sin fuerza para imprimir carácter. Pues el hecho es que después de la libera­ ción de los campos no se produjeron en casi ninguna parte excesos salvajes contra los miembros de la SS detenidos; más bien fueron entregados triun­ falmente a los soldados aliados; por otra parte, los prisioneros se «ocupa­ ron» de las «excepciones» con las que uno se sentía vinculado en algún grado sólo, como máximo, en conversaciones. En el comportamiento de los prisioneros con la SS hubo sólo una manifestación púcal/ígicamente enigmá­ tica, o, por lo menos, muy difícil de explicar, que conviene considerar por su carácter general: dejando a un lado excepciones escasas, insignificantes, los prisioneros, tanto individualmente, como en grupos, como en masas, no se defendieron nunca cuando eran llevados a ser ejecutados cualquiera que fuera la modalidad de la ejecución. Ya hemos señalado que es comprensi­ ble que no lo hicieran hombres con conciencia política de responsabilidad. También se entiende respecto de aquel sector, relativamente importante, de los que habían perdido hacía ya tiempo la auténtica voluntad de vivir. En el campo se les llamaba «musulmanes», es decir: personas con un fatalis­ mo sin condiciones. Estaban dispuestos a morir no por un acto de volun­ tad, sino porque su voluntad estaba aniquilada. Dejaban que sucediese con ellos lo que sucedió, porque todas sus fuerzas estaban paralizadas o habían sido destruidas. Haber esperado resistencia de ellos habría sido desconocer su estado espiritual; simplemente, no podían más. Pero había miles que no habían caído en la inactividad mortal y que, sin embargo, marchaban cons­ cientemente hacia la muerte, en las liquidaciones en masa, sin caer sobre el enemigo en un último respingo para, por lo menos, morir luchando. ¿No contradice esto la esencia, que a todos nos es conocida, de la naturaleza humana? ¿Ysi hubiese sido la religiosidad lo que les hizo aceptar su destino con energía interior y con resignación externa? El hombre religioso no desea luchar contra el enemigo cuando se halla ante una muerte inevita­ ble, es decir, ante su separación de lo terreno para comparecer ante el Señor yjuez divino. Tampoco desea llevarse a su enemigo criminalmente al más allá, donde, según el convencimiento que proporciona la fe, tienen

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validez criterios distintos a los de este valle de lágrimas, de luchas y de culpa. Se mancharía sus manos de condenado a muerte con la sangre que derramase en el último momento. Ante las puertas de la Eternidad no diri­ ge sus sentidos a la política de la ávitas terrestris, aunque ésta tome la forma de cámaras de gas o de cañones de ametralladoras -todo esto lo deja atrás, aceptando los inescrutables designios de la Providencia-, sino a la entrada en la luz eterna, donde las imágenes oscuras de todo lo que aquí nos pare­ ce importante dejan paso a la verdadera realidad. Pero, naturalmente, no todas las masas de los que fueron asesinados por la SS eran religiosas en el sentido expuesto. Y, sin embargo, no se defendieron. Inténtese imaginar la siguiente escena: la dirección de un campo de judíos del sector de Lublin se veía amenazada por parte del tribunal central de la SS con una investiga­ ción sobre un asunto de corrupción. Ante esta amenaza, los jefes de la SS exterminaron en un solo día a los 40.000 ocupantes del campo. Según las declaraciones del jefe de batallón de la SS doctor Morgen, losjudíos se iban colocando en filas sobre los montones de los compañeros ya asesinados y allí se dejaban matar a tiros. Ellos mismos se encargaron de facilitar el trab