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Imágenes y representaciones de la mujer en la Gobernación de Popayán

UNIVERSIDAD ANDINA SIMÓN BOLÍVAR, SEDE ECUADOR Toledo N22-80 Teléfonos: (593-2) 556405, 508150 Fax: (593-2) 508156 Apartado postal: 17-12-569 Quito, Ecuador E-mail: [email protected] http: //www.uasb.edu.ec

Isabel Cristina Bermúdez

Imágenes y representaciones de la mujer en la Gobernación de Popayán

CORPORACION EDITORA NACIONAL

Quito, 2001

Imágenes y representaciones de la mujer en la Gobernación de Popayán Isabel Cristina Bermúdez

VOLUMEN

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Primera edición: Corporación Editora Nacional Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador Quito, agosto 2001 Coordinación editorial: Quinche Ortiz Crespo Diseño gráfico y armado: Taller de la Corporación Editora Nacional Cubierta: Edwin Navarrete Corrección de textos: Grace Sigüenza Impresión: Fausto Reinoso, Av. América Oe 414 y Mañosca, 3er. piso, Quito ISBN: Corporación Editora Nacional 9978-84-250-0 (serie) 9978-84-276-4 (número 13) ISBN: Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador 9978-19-001-5 (serie) 9978-19-017-1 (número 13) Derechos de autor: Inscripción: 014751 Depósito legal: 001730 CORPORACIÓN EDITORA NACIONAL Roca E9-59 y Tamayo • Teléfonos: (593-2) 554358, 554558 Fax: (593-2) 566340 • Apartado postal: 17-12-886 • Quito, Ecuador

Título original: Imágenes y representaciones de la mujer en la Gobernación de Popayán Tesis para la obtención del título de Magíster en Letras Programa de Maestría en Letras, 1997 Autora: Isabel Cristina Bermúdez Tutora: Rosemarie Terán Najas Código bibliográfico del Centro de Información: T-0080

Contenido

Prólogo / 7 Introducción / 11 Capítulo I La mujer como objeto del discurso canónico: la represión del instinto natural y la lucha por la castidad y el celibato / 19 Discurso canónico: la expresión del conocimiento del cuerpo y del deseo / 20 La represión del instinto natural y la imposición del instinto cultural / 27 Las representaciones de mujer: la imagen de María santa y doncella y la imagen de Eva pecadora y maliciosa / 28 La creación del discurso del pecado como delito / 32 Capítulo II Los discursos del Estado y de la sociedad civil: la mujer y el teatro del honor social / 37 Honor y desvergüenza / 38 Transgresión y legalidad: una alianza basada en el recato / 42 Sociedad-Estado-Iglesia: el ojo vigía / 45 Las formas de control: de la libertad al orden / 47 La mujer en los espacios públicos coloniales / 50 Capítulo III La pragmática en contravía del discurso: un estudio de casos en la sociedad payanesa colonial / 55 Los roles de las mujeres payanesas: señoras, encomenderas y cacicas / 56 Mujeres, haciendas y ganados / 59 Sacadoras de aguardiente, tenderas y vendedoras / 63 Mujeres y minería / 66

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Mujeres, mercancías y comercio / 72 La mujer en el sector crediticio: capellanías y censos, prestamistas y garantes / 75 Representaciones e imágenes: las mujeres payanesas y el discurso oficial / 80 El papel de la Iglesia y del Estado / 80 Mujeres y transgresiones: las mujeres ante el juzgado / 80 A manera de conclusiones / 95 Bibliografía / 99 Universidad Andina Simón Bolívar / 103 Títulos de la Serie Magíster / 104

Prólogo

Esta obra es una reflexión acerca de cómo se relacionaron discursos y prácticas en un momento de la historia colonial y en un contexto particular del mundo andino. El escenario es la sociedad payanesa del siglo XVIII y los actores principales las mujeres que formaban parte de ella, mujeres que forjaron sus existencias en medio de la tensión que suponía, de un lado, la sujeción a roles y definiciones preconcebidos asignados socialmente y, de otro, sus propias prácticas sociales que, muchas veces, terminaron transgrediendo los mecanismos destinados a regular sus acciones. Sin embargo, el análisis no se agota en el estudio de esa tensión. La autora descubre las modificaciones recíprocas que se operan en la relación discursos y prácticas, a partir de la agencia de las mujeres y de las estrategias que adoptan frente a las políticas del sistema colonial. En todo caso, ellas aparecen como sujetos activos y demandantes, en un primer momento desempeñando roles reservados a los hombres, en el marco de una sociedad todavía poco institucionalizada y, en un segundo momento, demostrando su capacidad para apelar a las instancias judiciales y manejarse en sus intrincados mecanismos con fines reivindicatorios, esta vez en el ámbito de una sociedad mucho más configurada y menos permeable. La obra es, de otro lado, el resultado de una confluencia de aproximaciones teóricas y metodológicas que provienen tanto de la historia como de los estudios de la cultura. Es precisamente en la reflexión sobre los discursos, sus universos simbólicos y sobre la forma en que la agencia de los actores sociales va moldeándolos que se produce ese encuentro interdisciplinario que ha sido felizmente propiciado por el Programa Estudios de la Cultura que lleva adelante la Universidad Andina Simón Bolívar, programa que contó con Isabel Cristina Bermúdez entre los primeros estudiantes promocionados. Tanto por la temática innovadora de la obra, referida al tema aún inexplorado de las mujeres en una sociedad premoderna, como por las relaciones que la autora logra establecer entre los resultados de la investigación histórica y el análisis de textos ideológicos, este libro constituye un paso importante en los nuevos derroteros de los estudios históricos y culturales. Rosemarie Terán Najas

Para Mite…

Introducción

Dentro del proceso histórico del desarrollo de la sociedad occidental, las representaciones y los símbolos que conforman la moral y la ideología juegan un papel determinante. Ambos se ligan a las prácticas y matrices más antiguas del pensamiento y tienen como primer sustento unificador la ideología del cristianismo. Dicha ideología se ha dirigido a múltiples sectores, sus manifestaciones han sido diversas y han producido formas de conciencia y personalidades específicas; tanto los sectores populares como los de elite o sus intermediarios han recreado sus prácticas morales con particulares formas de obedecer, resistir, respetar o soslayar el conjunto de sus valores. Dentro de esa transmisión ideológica se enmarca todo un cúmulo de temores y concepciones alrededor de la sexualidad y la producción de relaciones sociales. El estudio de las representaciones e imágenes de la mujer y los roles de las mujeres en la sociedad colonial de la antigua Gobernación de Popayán pasa, en este trabajo, por hacer un esbozo del origen del pensamiento y del discurso fundador de las representaciones que sobre la mujer predominaron, por describir las alianzas y las instituciones que se encargaron de ejercer el control y por establecer la circulación, aceptación y/o transgresión que del discurso oficial hizo la sociedad. Con esta idea se ha estructurado el presente trabajo en la siguiente forma: En el primer capítulo veremos la existencia de un primer discurso: el de la santidad, la castidad y la perversión, originado desde la teología cristiana antigua que impone a las mujeres representarse consecuentemente con los modelos de mujer de dicho discurso. En él se hará un esbozo de los orígenes del conocimiento canónico sobre el cuerpo y la sexualidad, y se planteará cómo se impuso una dicotomía que dividía a las mujeres entre santas y pecadoras, hecho fundado en el seguimiento o el extravío de los modelos de imágenes y símbolos que debían las mujeres adoptar como representaciones en la sociedad. Igualmente, se esboza cómo este discurso logró circular en la sociedad colonial a través de la literatura religiosa cristiana entre las que se destacan las guías espirituales, los catecismos y guías para párrocos y los confesionarios. El segundo trata sobre el discurso estatal que mediante las leyes civiles aplicó la Corona española en sus colonias. Veremos cómo el surgimiento de una nueva sociedad con características particulares como la colonial, impone cambios de fon-

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do en el discurso oficial. Esta resemantización permitió la aplicación de nuevos modelos de representación de la sociedad, especialmente de las mujeres, donde ganarán peso las categorías de honor, recato y desvergüenza; y en cuyas estructuras se enmarcaron todas las manifestaciones de la sociedad colonial. El capítulo tercero está dedicado a mostrar cómo dichos discursos son refundados, por no decir transgredidos, en la praxis cotidiana colonial. Se tratará de ver la aplicación de ellos en la antigua Gobernación de Popayán; se presenta una ejemplificación de las actividades que realizaban las mujeres en dicha sociedad, que hemos llamado la pragmática colonial. Allí podremos ver que, aunque el discurso oficial prohibía a las mujeres ejercer actividades en los espacios públicos de la política, la economía y la cultura, dichas actividades estuvieron permanentemente administradas y dirigidas por ellas. Finalmente, podemos decir que los roles que cumplieron las mujeres en la sociedad colonial les permitió matizar las concepciones y modelos que sobre su «deber ser» imperaban; la transformación, aunque no radical, sí nos muestra que las mujeres asumieron más carácter individual y, por tanto, mayor grado de identificación personal y social. Abordar el estudio sobre las imágenes y representaciones sobre la mujer del suroccidente colombiano de la época colonial, obliga a realizar un balance que nos indique el punto de partida. Haciendo un inventario bibliográfico, constatamos que la literatura existente resulta bastante reducida. Esto debido a que la historia regional en la zona de estudio solo cobró auge a partir de la década de los setenta, y a que hasta ese momento ni los investigadores ni las investigadoras se habían propuesto la tarea de estudiar la participación de las mujeres en la construcción histórica de estas sociedades. Encontramos una producción bibliográfica reciente en forma de compendios u obras colectivas que se caracterizan por contener artículos provenientes de diversas disciplinas y que solo se relacionan en la medida que tienen como objeto común de estudio temáticas relacionadas con la mujer. Esta historiografía sobre la mujer en el suroccidente colombiano se resume en tres libros. El primero, Mujer, familia y educación en Colombia,1 surgió del «IV Encuentro Nacional de Historiadores»; de los artículos que contiene solo uno trabaja la época colonial «Relaciones ilícitas en la Gobernación de Popayán: siglo XVIII»; su autora, María Teresa Pérez, hace un estudio sobre los pecados y delitos en la vida cotidiana colonial del siglo XVIII. Sus fuentes, los juicios criminales, registran las complejas relaciones familiares y sexuales de la época. Resalta el hecho de que los implicados aparecen sin nominación racial, lo que indica que eran mulatos, pardos o negros y habitaban generalmente los barrios populares y las zonas rurales. Un aspecto central del artículo es el hecho de que, a través de análisis casuísticos, la autora nos muestra la fragilidad del ejercicio de la autoridad frente a un desarrollo

1.

Mujer, familia y educación en Colombia, «Memorias del IV Encuentro Nacional de Historiadores, Pasto 1994», Pasto, Academia Nariñense de Historia, 1997.

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de relaciones ilícitas: las mujeres de estratos inferiores interactuaban fácilmente con los señores blancos y criollos, estimulando el mestizaje y la ilegitimidad. El artículo nos confirma la pragmática transgresora en diferentes casos de amancebamientos, adulterio, maltrato físico, hijos naturales y solicitudes de divorcio. La segunda es la obra coordinada por la Consejería Presidencial para la Política Social, Las mujeres en la historia de Colombia;2 en ella se analiza cómo la confluencia de distintos grupos étnicos y sociales permitió un mestizaje irrefrenable que marcó el curso del establecimiento de la sociedad colonial. La obra, aunque pretende estar orientada al espacio geográfico de la Nueva Granada, se centra especialmente en Antioquia y Bogotá. En esta obra es importante revisar el tomo II, especialmente los cuatro primeros artículos sobre mujeres indígenas, negras, mujeres y crimen, y control sexual y catolicismo. Los artículos de esta obra –relacionados con la zona y el período de estudio– son los mismos –con algunas ligeras variaciones de estilo– que los presentados en la obra de Beatriz Castro, quien con mejor acierto edita la tercera obra a referenciar: Historia de la vida cotidiana en Colombia.3 En ella se abordan aspectos de la vida cotidiana en los viajes de los conquistadores, como su dieta alimenticia, sus trajines, viajes y peligros; las faenas propias de la vida diaria en las minas, haciendas, en las ciudades coloniales, espacios donde la presencia de las mujeres se hizo necesaria; los autores nos presentan mujeres en los roles tradicionales en los que la historia las han enmarcado: las de clases media y alta acostumbraban a tejer, bordar, algunas tomaban clases particulares de literatura, música, pintura y hacían obras de beneficiencia social; y las de clases inferiores y populares, en su sometimiento en esclavitud, dedicadas unas, a las más duras tareas en todos los espacios productivos; las otras al servicio doméstico, a la elaboración de artesanías como cigarros, tejidos, sombreros, encajes, costuras y comestibles. Un autor que cruza las anteriores obras es el historiador Pablo Rodríguez; sus diferentes artículos y libros se constituyen en el estado de la cuestión de este estudio. Rodríguez se ha dedicado fundamentalmente a estudiar a las mujeres antioqueñas del período colonial a partir de documentación relacionada con la ruptura de normas. Es precisamente este autor quien nos aporta en su más reciente investigación valiosos datos e interpretaciones sobre las mujeres en Cali. En su libro Sentimientos y vida familiar en el Nuevo Reino de Granada,4 Rodríguez hace una completa revisión bibliográfica sobre el tema de la familia en Colombia y Latinoaméri2.

3. 4.

Las mujeres en la historia de Colombia. Mujeres, historia política, tomo I; Mujeres y sociedad, tomo II, y Mujeres y cultura, tomo III, Bogotá, Editorial Norma / Consejería Presidencial para la Política Social, 1995. Beatriz Castro Carvajal, edit., Historia de la vida cotidiana en Colombia, Bogotá, Editorial Tercer Mundo, 1997. Pablo Rodríguez, Sentimientos y vida familiar en el Nuevo Reino de Granada, Bogotá, Editorial Ariel, 1997.

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ca, y enfoca su estudio en cuatro ciudades colombianas: Cartagena de Indias, Tunja, Medellín y Cali. Esta obra se considera pionera puesto que da inicio al análisis histórico de nuevos objetos de estudio en Colombia como la viudez, los hombres, los ancianos, las beatas y los niños. Los cinco capítulos que componen el libro se centran en una temporalidad de fines del siglo XVIII; el primero nos muestra que en dichas ciudades se habían establecido familias nucleares, muchas de ellas en cabeza de madres solteras y viudas que con su trabajo se convertían en sostén de sus familias; el segundo es un estudio pionero sobre las condiciones de niños, ancianos y viudos; el tercero compara la legislación civil con la eclesiástica en torno al matrimonio y a algunos hechos específicos de su ejecución; en él los disensos por desigualdad racial y económica y el ideal del matrimonio católico son las principales líneas de tratamiento del tema, en tanto que son los casos que más abundan en los archivos. Esto se complementa con el capítulo cuarto, donde se estudia la vida conyugal, el maltrato y el divorcio. Anota el autor la difícil tarea de analizar este tema, pues la vida conyugal en la Colonia desaparece del ámbito público y solo se evidencia en momentos críticos. Finalmente, en el quinto se describen diversos elementos y espacios de la cultura material como viviendas, mobiliario, géneros y mercancías, característicos de la sociedad colonial. Una obra individual de gran importancia para este estudio es la del historiador Mario Diego Romero,5 que permite detallar los destacados roles que jugaron las mujeres negras, esclavas y libres, en la construcción de modelos alternativos de núcleos familiares característicos de la etnia negra que se trasladó al pacífico colombiano. Allí, a partir de los distritos mineros, se originaron relaciones de convivencia y núcleos poblacionales mediados por importantes roles de las mujeres negras. El Estado español en las Indias,6 de José María Ots Capdequí, es otro libro de gran importancia para comprender el proceso de interacción e integración cultural en el «nuevo continente». En éste se exponen las bases jurídicas, las instituciones sociales, económicas y político-administrativas europeas que los españoles trasladaron a sus colonias. En general, los temas que atraviesan las obras referenciadas son la familia, el matrimonio, el divorcio, los hijos naturales, la herencia, las uniones desiguales, el concubinato, la brujería, el amancebamiento, aspectos enmarcados entre lo pecaminoso y deshonesto y entre el honor y la virtud. Son estudios dedicados a presentar ensayos que agrupan casos organizados por tipo de transgresión, entre los cuales los más desarrollados son los que tratan de las irregularidades en el proceso de compromiso y matrimonio (la palabra de matrimonio, las relaciones prematrimo5. 6.

Mario Diego Romero, Poblamiento y sociedad en el Pacífico colombiano. Siglos XVI al XVIII, Cali, Editorial Facultad de Humanidades, Universidad del Valle, 1995. José María Ots Capdequí, El Estado español en Indias, México, Fondo de Cultura Económica, 1965.

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niales, el incumplimiento); el control sexual que se trataba de regular desde la Iglesia a través de la confesión; la categorización de los individuos entre honorables y pecaminosos; y las modas y costumbres, aspectos a los que generalmente se reduce la vida cotidiana. Las mujeres son vistas como sujetos importantes en tanto que cumplen unas tareas domésticas y reproductivas; como transgresoras o como sufridas y resignadas frente a un trato violento y agresivo del marido, la autoridad y la ley. Respecto a las fuentes que han trabajado los autores, se debe aclarar que son del mismo tipo: documentos de los juzgados coloniales, demandas civiles y demandas criminales, especialmente. El interés del presente estudio es detectar qué imágenes y qué representaciones contiene el discurso oficial traído a las colonias acerca de las mujeres, identificar qué pasa con él en la realidad colonial; más que ello, observar qué roles desempeñaron las mujeres en su sociedad, y tratar de ver cómo ellas se identificaron o se resistieron ante esas dominaciones legales y oficiales; para esto las anteriores obras constituyen aportes teóricos y metodológicos limitados, y aportan una precaria información empírica sobre la zona. Aunque en ellas se reflejan dos tipos de mujeres, las transgresoras y las sumisas, ello me llevaría a sesgar el estudio hacia las mujeres transgresoras, es decir, aquellas que actuaron al margen del discurso legal eclesiástico y estatal; o al contrario, nos dibujan una vida cotidiana donde las mujeres solo se dedican a las manualidades y al hogar. No hay preguntas que guíen el estudio casuístico, sobre todo no hay porqués; no porqués frente a un caso determinado sino porqués generales, por qué tanta transgresión, por qué no se obedece el discurso legal y moral, por qué las mujeres no son tan sumisas, por qué no funciona el control. De lo que se trata ahora es de observar en la fuente otros aspectos más relacionados con la mujer como sujeto de un discurso oficial al cual ella apela, cuestiona y se enfrenta, de estudiar a las mujeres como seres activos y promotores del desarrollo económico y político de la sociedad colonial. En este trabajo se aplicarán algunos conceptos y categorías que aún despiertan polémica en algunas disciplinas como imágenes, representaciones, símbolos; por ello se debe aclarar que se les ha dado un significado muy sencillo. Así, al hablar de imagen estaremos hablando de un modelo ideal o transgresor de lo ideal, una figura creada que contiene determinados signos y/o símbolos, en este caso, nos referiremos a las imágenes que, de la y sobre la mujer, crearon los discursos oficiales del clero y el Estado que imperaban en España y que trajeron a sus colonias. Al hablar de las representaciones debemos entender que estamos hablando de concepciones del universo y de la vida, son «[…] el hábito o costumbre mental, conjunto de esquemas inconscientes, de principios interiorizados que otorgan unidad a las maneras de pensar de una época, sea cual fuere el objeto pensado».7 Así, en este tra-

7.

Roger Chartier, El mundo como representación. Historia cultural entre práctica y representación, Madrid, Editorial Gedisa, 1996, p. 21.

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bajo, al hablar de representaciones se hará referencia a las diferentes formas a través de las cuales las personas, partiendo de sus diferencias sociales y culturales, perciben y comprenden su sociedad y su propia historia. Están intrínsecamente ligadas a las imágenes, son labradas en el conjunto de rituales religiosos, políticos, culturales, festivos, privados, en el respeto o la transgresión que reglamentan las conductas ordinarias, en las relaciones que entablan los individuos, sumisa o violentamente.8 En las reflexiones que se expresarán aquí se usarán las categorías «mujer» y su plural «mujeres», y no las de «hembra» o «fémina». «Mujer» hará referencia al ser ideal, abstracto, al ser pensado, y especialmente se hará énfasis en las imágenes y representaciones que se quieren imponer; «mujeres» tiene un carácter más general y hace referencia al sujeto, al ser social, muy preciso y definido. Esto se observará desde el discurso expresado en el derecho canónico, pues en el repertorio de obras eclesiásticas los religiosos hacen referencia a las «mulhieres» y a los «hommes»; un análisis de los códigos que conforman el derecho canónico nos lleva a reconocer que la Ley9 divide la sociedad en dos grupos, hombres y mujeres, y que, como lo afirma Cristina Segura hablando de las mujeres castellanas del siglo XVI y XVII, en la ley hay pocos elementos en que ambos grupos tengan igualdad.10 Pero lo que se debe rescatar es que el derecho canónico nos indica los modos de pensar, de sentir, de vivir y de actuar que son expresados tanto en los discursos impuestos en las leyes como en las normas establecidas desde la costumbre. Según esto, las representaciones e imágenes del hombre y la mujer pertenecen al orden de las construcciones ideológicas impuestas por las normas o por la costumbre, y tautológicamente, la ideología se compone de un conjunto de representaciones socialmente compartidas cuya función es reproducir a la misma sociedad. Para desarrollar este trabajo se tomarán diversos casos encontrados para la antigua Gobernación de Popayán, en ellos se tratará de confrontar el discurso oficial con la pragmática propia de la vida colonial, con el objetivo de observar cómo dichas imágenes y representaciones son o no asimiladas, subvertidas y/o transformadas. En este trabajo la disciplina histórica ha sido fundamental, no solo por apor8. 9.

Ibíd., pp. I-II. La Ley es entendida como una regla de conducta o de acción establecida por una autoridad a la cual se debe obedecer; o bien una declaración solemne del poder Legislativo que tiene por objeto el régimen interior de la nación y el interés común. Es la «Leyenda en que yace enseñamiento et castigo que liga et apremia la vida de home que non faga mal, et muestra et enseña el bien que el home debe facer et usar». Cfr. Joaquín Escriche, Diccionario razonado de legislación y jurisprudencia, París, Librería e Imprenta de la Viuda de Bouret, 1912, p. 1116. 10. Cristina Segura Graíño, «Las mujeres castellanas de los siglos XV y XVI y su presencia en América», en Las mujeres en la historia de Colombia. Mujeres, historia, política, tomo I, p. 45. Bogotá, Editorial Norma / Consejería Presidencial para la Política Social. También véase, en esta misma obra, Magdala Velásquez Toro, «Aspectos de la condición jurídica de las mujeres», p. 179.

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tar los marcos referenciales acerca de las sociedades estudiadas, sino también por el tratamiento documental e interpretativo que respecto a la casuística colonial ofrecieron los archivos de Popayán, Cali y Quito. Por otra parte, los estudios culturales me ofrecieron otras herramientas teóricas para interpretar con mayor amplitud los fenómenos históricos. Se hace necesaria una referencia al tipo de documentos utilizados en este trabajo, casi todos provenientes de juicios civiles y eclesiásticos, registros de minería y alcabalas, padrones para cobro de tributos de encomiendas, actas y autos de los cabildos coloniales de Cali, Popayán y Buga. Son documentos de origen colonial que registran peticiones, decisiones de los cabildantes en cuestiones de policía y orden; demandas instauradas por mujeres o contra mujeres tomadas por el escribano de turno, y cartas y anexos escritas de puño y letra por las protagonistas de los casos escogidos. La lectura paleográfica fue dispendiosa y en ocasiones defraudante por el deterioro natural de los folios y porque la polilla había disfrutado largas cenas con ellos; sin embargo, debo reconocer que fue la parte más fascinante del proceso investigativo; no podría transmitir las alegrías y admiraciones que producen las lecturas de los discursos de estas mujeres luchando contra pretendidos y mal fundados órdenes; solo puedo afirmar que tengo otra idea, más real y más digna de las mujeres en la Colonia. Solo espero que los resultados obtenidos sean como realmente deben ser, parciales, debatidos, que abran preguntas y caminos que conduzcan a nuevas formulaciones que contribuyan a ver a las mujeres como seres que en medio del sometimiento han logrado, en mucha medida, hacerse valer como individuos con derechos, capacidades, sentimientos y pasiones. Quisiera expresar mi gratitud a los amigos y compañeros Eduardo Mejía y Rosángela Valencia, con quienes el trabajo de archivo en Popayán se convertía en una fascinante expedición al mundo colonial, y compartiendo amenas y muy productivas charlas sobre estas formulaciones. A los colegas compañeros de la investigación de la cual este trabajo hace parte, Alonso Valencia y Fabiola Estrada, las sesiones de trabajo, discusión de informes y planeación fueron ejes fundamentales. Muy especialmente este trabajo ha sido posible gracias a la beca de estudios de maestría que generosamente me concedió la Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador en rectoría del doctor Enrique Ayala y al apoyo en la Universidad del Valle del señor rector Jaime Galarza y del doctor Alberto López, director del Instituto de Estudios del Pacífico. En Quito fueron de vital importancia dos ilustres académicos: Alejandro Moreano, quien en sus charlas logró motivarme aún más en la exploración de estas temáticas sobre la mujer y la vida cotidiana, y Rosemarie Terán, quien tuvo la paciencia de dirigir el trabajo de grado e hizo los aportes intelectuales que permitieron desarrollarlo. Mis agradecimientos a Martha Moscoso por sus sugerencias, sus comentarios y su gran apoyo académico. Mil gracias a todo el personal de la Universidad Andina Simón Bolívar: a los

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profesores de la Maestría en Letras, especialmente a Bolívar Echeverría, Guillermo Mariaca, Alejandra Ciriza, Arturo Andrés Roig, Fernando Balseca, Iván Carvajal, John Beverley, Miriam Merchán; fueron de vital apoyo académico y administrativo, Quinche Ortiz, Mónica Izurieta, Ana María Canelos, Virginia Alta y Sandra Avilés. A mis compañeros de estudio de la Maestría en Letras; a mis amigas Teresa Cerón y Patricia Urquieta. Siempre añoraré los lindos tiempos en las aulas y pasillos de la antigua sede en la Avenida 12 de Octubre. Solo me queda agradecer el apoyo de la Vicerrectoría de Investigaciones de la Universidad del Valle y de COLCIENCIAS por la aprobación y el financiamiento de la investigación «Historia de la mujer en el suroccidente colombiano», de la cual este trabajo hace parte.

CAPÍTULO I

La mujer como objeto del discurso canónico: la represión del instinto natural y la lucha por la castidad y el celibato «…pues el tacto de ellas es contagioso como veneno, que quita la vida a las almas; como el que toca al fuego, se quema al punto, así el tacto de la mujer al hombre abraza, y ésta es la causa de que en los corazones de los mancebos se levante gran fuego de concupiscencia». Juan Paulo Oliva, Pláticas domésticas y espirituales, Bruselas, 1680.

Desde el siglo XII la mayor parte de Europa era cristiana católica, una sociedad clerical y jerarquizada que se movía en las afirmaciones de teólogos y legisladores estatales, quienes a través de predicadores o tratados didácticos hacían conocer lo que los clérigos célibes pensaban de las mujeres. Estos hombres formaban la clase social más culta y producían la mayor parte de la literatura, su discurso era aceptado como la regla a seguir, era el canon establecido, es decir que ejercían un amplio campo de poder.1 A las colonias españolas en América llegaron estos discursos que imperaban en la sociedad y, por intermedio de las órdenes religiosas y los oficiales reales, se pretendió establecer una sociedad semejante a la española. En Occidente los primeros padres del cristianismo, desde el siglo II d.C., habían construido y alimentado un discurso donde se regulaban el pensamiento, la actuación, las relaciones sociales entre los individuos y la forma como debían pensar hombres y mujeres. Este pensamiento se había plasmado en obras como las de Tertuliano (¿155-222?), San Jerónimo (¿347?-420), y Agustín (354-430) en base a las cuales se fue conformando el discurso canónico expresado en las resoluciones de los concilios, los decretos o decretales de los papas, y las sentencias u opiniones de los santos padres recogi-

1.

Percibían a las mujeres como una amenaza a su castidad, «… tenían en consecuencia una visión atemorizada de la fuerza de la sexualidad femenina y albergaban una actitud hostil hacia el matrimonio». Cfr. Margaret Wade Labarge, La mujer en la Edad Media, España, Editorial Nerea, 1989, p. 14.

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das y adoptadas en los libros llamados del derecho canónico recopilados por Graciano en 1140 en la obra Concordia de las Leyes Contradictorias.2 Es un largo período de casi diez siglos, de fuertes conflictos entre los dos poderes clerical y estatal, y donde tendía a prevalecer el religioso sobre el civil, el primero daba prioridad a refrenar los impulsos de la carne y la sexualidad y encauzarlos en estrictos límites, y el segundo trataba de preservar generacionalmente el patrimonio territorial, el capital, los bienes, la gloria y el honor de una familia, y el modo de producción característico de una sociedad ruralizada. Esta situación se trató de superar mediante el perfeccionamiento de la institución matrimonial cuyas normas y significaciones se resumieron en las Leyes de las Siete Partidas de Alfonso el Sabio (1221-1284), y posteriormente se expresó en las resoluciones del Concilio de Trento (1542-1563). En los siglos XVI y XVIII, se iniciará la edición y publicación de libros y catecismos que ayudarán a la socialización y regulación del pensamiento cristiano. Entre otras tenemos obras como: Catecismo del Santo Concilio de Trento (1563), Varón de Deseos (1663), la Guía de Pecadores (1676), Falacias del Demonio (1714), La Familia Regulada (1738), Manual de Confesores (1743), Cuestiones Morales (1752), Pláticas Domésticas y Espirituales (1762), El Clamor de la Verdad contra la Seducción (1784), las cuales llegaron a las colonias españoles en América a través de los frailes, las órdenes religiosas y los oficiales reales.

DISCURSO CANONICO: LA EXPRESION DEL CONOCIMIENTO DEL CUERPO Y DEL DESEO Las imágenes y representaciones creadas y expandidas mediante el discurso canónico se originan en un conocimiento, más aún, en un saber: el del cuerpo, el de las sensaciones y el deseo. Es fruto de una larga experimentación de y con los sentidos; surge de esa experiencia de la fuerza que desencadena el estímulo y del poder que genera el deseo y se verá matizado, revalorizado, subvalorado, en ese largo camino que existe entre el pensamiento, el lenguaje y la praxis.3 Ese lenguaje en

2.

3.

El derecho canónico contiene seis colecciones: El Decreto de Graciano, Los Decretales de Gregorio IX, El sexto de Bonifacio VIII, Las Clementinas, Las Extravagantes comunes y Las Siete Partidas. Cfr. Ana María Bidegaín, «Control sexual y catolicismo», en Las mujeres en la historia de Colombia, tomo I, op. cit. El planteamiento quizá sea apresurado y atrevido, pero ¿de dónde más puede surgir el discurso?: ¿de la imaginación erótica u onírica? ¿o de la experimentación erótica vivencial? Al respecto, Foucault opinaba que «si es verdad que entre el conocimiento y los instintos –todo lo que hace, todo lo que trama el animal humano– hay solamente ruptura, relaciones de dominación y subordinación, rela-

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el que las personas construyen relaciones constitutivas consigo y con los demás, experiencia en la que el sujeto se disocia y/o asocia, donde quiebra la relación consigo mismo para entablar un reconocimiento. Se trata de experiencias límite, donde se exponen verdades, historias, donde se construyen discursos y a la vez se practican discursos, son juego de discursos, de verdades que corren su suerte y su destino.4 Las preguntas que surgen aquí son: ¿por qué se afirma dicho conocimiento? y, ¿cómo, por qué vía, llegaron los canonistas teólogos a este saber-conocimiento del cuerpo? Un claro ejemplo del conocimiento del cuerpo y del deseo constituyen los sermonarios, catecismos, diarios, guías espirituales, manuales de confesión, guías para pecadores, guías para párrocos, poesías, discursos morales, códigos y leyes producidos por los teólogos cuyo pensamiento evidenciado en dicha literatura fue la forma más sofisticada del control de la sexualidad. Esta literatura también nos puede conducir a responder en parte la pregunta sobre cómo se obtiene este conocimiento del cuerpo y del deseo. Los manuales para confesionarios y las guías para pecadores, especialmente, parecen estar impregnados de la puesta en escena de vivencias. Los autores no solo se basaban en las confesiones de feligreses, en la experiencia que lograron vivir muchos frailes de la época, sino también en ir más allá, en presunciones de lo que podría pasar.5 Esto se puede ver en las Pláticas Domésticas y Espirituales de Juan Paulo Oliva, obra que fuera publicada en Bruselas en 1680. En ellas se afirma que la deshonestidad tiene todos sus principios en los sentidos del hombre, por ello debe cuidarlos sin exceso, resguardándose en la oración, la concentración, el retiro y la austeridad. Según el predicador, para no caer en pecado, o para curarlo, se debía lacerar el cuerpo, maltratarlo para que «no caiga», darle poca comida, lecho duro. Es decir, la vía de los tormentos y las laceraciones que «debilitan el cuerpo» evitaría la vitalidad que despierta el deseo. Dice Oliva que la debilidad humana obliga al hombre y a la mujer a estar separados. Incluso, sus argumentos le otorgan mayor debilidad al hombre, pues advierte del suficiente peligro que encierra siquiera hablarle a una mujer: […] los peligros con que acecha Satanás son torcidos. Pues aunque ambos mu-

4. 5.

ciones de poder». Cfr. Michel Foucault, La verdad y las formas jurídicas, 4a. ed., Barcelona, Editorial Gedisa, 1995. Michel Foucault, De lenguaje y literatura, Introducción de Angel Gabilongo, Barcelona, Editorial Paidós, 1996, pp. 13-20. Era también una literatura dirigida a los frailes pecadores conocidos como «solicitantes» en tanto que establecían una relación carnal con alguna(s) de su(s) confesante(s). Situación parecida ocurría con las monjas, mujeres a las que quizá se les había escogido su destino desde niñas siendo internadas en conventos y monasterios y que, llegada una etapa de su vida, establecían relaciones con frailes o laicos. Excelente trabajo al respecto hace María Elena Sánchez Ortega, La mujer y la sexualidad en el Antiguo Régimen, Madrid, Editorial Akal Universitaria, 1992, pp. 11-30.

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jer y hombre sean virtuosos, la hermosura de una mujer es suficiente para caer en el vicio […] el hombre y la mujer son fuego y estopa, y si muchas veces se juntan a hablar, qué pueden esperar, sino abrazarse en fuego de deshonestidad. […] Mayor cuidado deben guardar los jóvenes que se deben abstener de juntarse con mujeres, pues están más propensos a las deleitaciones de la carne y la vanidad […] el remedio es la continua mortificación de la vista, y en particular para no mirar mujeres.6

Para este autor, cada uno de los sentidos humanos se recubre de peligros que inducen al estado pecaminoso de cuerpo y alma: El principio de la deshonestidad, es el sentido del tacto, y este es más dañoso, porque como está difundido por todo el cuerpo, así en cualquiera parte del que haya tocamientos, puede haber ese peligro […] Bueno y provechoso es para conseguir victoria sobre la sensualidad, no tocar a las mujeres […] pues el tacto de ellas es contagioso como veneno, que quita la vida a las almas; como el que toca al fuego, se quema al punto, así el tacto de la mujer al hombre abraza, y ésta es la causa de que en los corazones de los mancebos se levante gran fuego de concupiscencia. [Igual atención se debe tener con el sentido del oído] …que percibe palabras poco honestas, y no muy recatadas, o cariñosas de las mujeres, porque éstas recibidas en los oídos, después hacen cruel guerra.7

En este mismo marco de concepciones había escrito el obispo Juan de Palafox, haciendo referencia al sentido del gusto localizado en la lengua; decía que sobre éste recaía el terrible pecado de la gula8 y por ello debía ser mayormente mortificado, pues el comer en demasía provocaba dos fenómenos que hacen del hombre persona vil y pecadora. Primero, hace que el cuerpo se exceda de energías que, a la vez, desencadenan pasiones y deseos de concupiscencia; segundo, el comer, acto de «por sí» muy «natural y animal», llena el cuerpo de basura, que lo hace recinto de inmundicias y vilezas, propias de los seres más ínfimos, cual gusanos.9 La comida era generadora de calor y lo que era caliente era asociado con el sexo, la comida y el vino despertaban ardiente deseo; así, dar calor y satisfacción al cuerpo era doblemente un acto sexual y aunque el glotón se abstuviera de tener relaciones sexuales no era casto porque su cuerpo experimentaba las sensaciones corporales de la carne.10 El discurso de la sexualidad, sus definiciones y representaciones, su satani-

6. 7. 8.

Oliva, op. cit., p. 299. Ibíd., pp. 302-306. La gula, considerada como uno de los siete pecados capitales que más se tenía que controlar, pues se consideraba que por sí sola desencadenaba los demás pecados. 9. Obispo Juan de Palafox, Varón de Deseos, tomo I, Madrid, 1663. 10. Joyce Salisbury, Padres de la Iglesia, Vírgenes Independientes, Bogotá, Tercer Mundo Editores, 1994, pp. 32-33.

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zación y condena, se centraba particularmente en el estudio del sexto mandamiento, que se encargaba especialmente de la lujuria, considerado el vicio más peligroso, pues hace que el hombre no repare en la pérdida de la honra: […] que es el freno que en ocasiones detiene a las doncellas. Quien se halla preso de este vicio queda como embriagado, que en nada repara, todo lo atropella, vuélvese bruto; olvídese de sí, del cielo, y de Dios, y se deja llevar por la pasión, ni hace reparo de los daños que se le siguen.11

El jesuita Juan Martínez de la Parra, en uno de sus tratados doctrinales, explicaba con un lenguaje incitador de culpa los pecados mortales cometidos mediante la lujuria y que estaban directamente relacionados con los comportamientos prohibidos: «Así pues sucede en los ardores infernales de la lujuria, y por ello se deben distinguir en el confesionario, expresando el estado del cómplice los horribles monstruos que resuenan»;12 el hombre había sido creado con el deseo interno llamado lujuria, que era condición de su naturaleza divina, pero debía entenderse que Dios lo hizo así con el único fin de llevarlo a la procreación, por eso el hombre tenía que luchar contra su naturaleza si pretendía llegar a la espiritualidad. Como una consecuencia de esto, los cristianos debían reprimir el ímpetu de la concupiscencia del cuerpo, la carne y sus apetitos a través de la predicación y aplicación de los preceptos religiosos impartidos por los párrocos: El primero es, que reinará en el alma el pecado con suma fuerza y poder; porque rindiéndose a estos apetitos, se despoja de su reino al señor y se coloca al pecado en su lugar. El segundo daño, es que de la fuerza de codiciar fluyen todos los pecados como Santiago dice (Jacob 1), y San Juan también: «Todo cuanto hay en el mundo es codicia de la carne, codicia de los ojos y soberbia de la vida». El tercero es que con estos antojos se oscurece el recto juicio de la razón. Y en este estado, «todos los hombres juzgan santo y bueno todo lo que desean». La concupiscencia natural es pecado, cuando después del impulso de los apetitos desmandados, se deleita el ánima en las cosas malas y consiente en ellas, o no las resiste […] Cada uno es tentado de su concupiscencia, atraído y halagado. Luego habiendo la concupiscencia concebido, pare el pecado, y el pecado en siendo consumado engendra muerte.13

El mundo ofrecía al hombre muchas tentaciones originadas en la distracción del alma, «[…] que alejan y distraen de la oración son obra del demonio que a causa de la fragilidad del hombre les llena el pensamiento de tentaciones usando de pa-

11. Oliva, op. cit., p. 298. 12. Salisbury, op. cit., p. 30. 13. Catecismo del Santo Concilio de Trento para párrocos. Ordenado por disposición de San Pío V, parte 2, número 22: «La carne: sus apetitos».

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siones mundanas como mujeres, fábricas y cenas»;14 por eso el remedio para dichas enfermedades era el retiro, la soledad, pues así no se era preso del deseo. Debía reprimir el sentido de la vista, pues se creía que la mirada inducía al pecado, pero como ello no bastó, también se debió reprimir el objeto observado; se debía huir del demasiado atavío de las mujeres: […] del adorno excesivo que arrastra en gran manera tras sí el sentido de los ojos, da muchas veces ocasión no pequeña de lascivia. Por eso amonesta el Eclesiástico: «Aparta de tu rostro la mujer peinada. Ya que las mujeres ponen tanto cuidado en este atavío, no será de extrañar que aplique el párroco alguna diligencia, para amonestarlas y reprenderlas con aquellas gravísimas palabras que sobre este punto pronunció el apóstol San Pedro: «La compostura de las mujeres no sea exterior en rizos del cabello, ni aderezos de oro y preciosos vestidos» (1 Pet., 3), Y el apóstol San Pablo: «No en cabellos crespados, oro, perla, ni vestidos costosos» (1 Tim., 2). Porque muchas adornadas de oro y pedrería, perdieron el adorno del cuerpo y del alma.15

Creían los clérigos que el demasiado adorno, el pelo rizado, la risa, el canto afeminado, el baile, el demasiado aseo del cuerpo –es decir, las formas y olores–, los libros amatorios, inspiraban la imaginación y conducían a situaciones «obscenas» y a «pláticas torpes» que «corrompen las buenas costumbres», es decir, la austeridad, el retiro, la meditación, la santidad. Estas actitudes y comportamientos se llevaban de la mano «…con la pereza en el obrar, la tibieza en la oración, la frialdad en el celo, la inmodestia en las costumbres, el distraimiento en las palabras, el apetito de lucimientos, la voluntad de desusadas recreaciones, precipitan al alma a la perdición».16 […] todo ello se debe prohibir y desechar, como las imágenes que representan alguna especie de deshonestidad. Porque tiene gran fuerza para inflamar los ánimos juveniles con el fuego de cosas indecentes. Pero ponga el párroco particular cuidado sobre que se guarden con toda puntualidad las cosas que acerca de esto están piadosa y religiosamente decretadas por el Santo Concilio de Trento. Si se evitasen con cuidado y diligencia debida todas las cosas que hemos mencionado, se quitaran casi todos los cebos de la liviandad.17

Las mujeres también fueron acusadas de provocarse placeres sexuales me-

14. Fray Félix de Alamin (predicador apostólico capuchino), Falacias del Demonio y de los vicios que apartan del camino real del cielo, en que se descubren muchos engaños del demonio, con que oculta los caminos verdaderos, y propone los falsos y sus remedios generales y particulares, tratado IV, Madrid, Editorial Blas de Villanueva, 1714, pp. 286-287. 15. Ibíd. 16. Oliva, op. cit., Plática XVIII, p. 136. 17. Catecismo del Concilio de Trento, parte 3, No. 7, «Costumbres».

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diante sensaciones orales que se producían al hablar; San Jerónimo, que al parecer las había observado muy bien, recomendaba a los hombres que: […] no sigan por cultura el gusto enfermizo de las damas casadas que, ora apretando los dientes, ora manteniendo los labios muy separados, hablan con un balbuceo, y a propósito, cortan las palabras […] Pues ellas encuentran placer en lo que yo llamo adulterio de la lengua.18

Así, se establecía que reprimiendo los cinco sentidos, los ademanes y las formas de expresión de hombres y mujeres, la humanidad cristiana daba muestras de cultura, de abandono de los instintos naturales y acercamiento a los instintos espirituales. Pero estas represiones eran asumidas desde opciones muy individuales y debieron aplicarse a través de métodos que controlaran a un mayor número de población; se trataba sobre todo de reglamentar, por vía de la palabra escrita como ley, y mediante la creación de normas, todas aquellas manifestaciones generales que de los sentidos naturales se derivaban. La reconocida debilidad que plasma el hombre en estos discursos le llevaron a buscar mecanismos de control de aquellas tentaciones que distraían su pensamiento y su actividad espiritual, que lo llevaba a argumentar que mujer y pasión eran la «Puerta del Diablo»: No es la ramera ni la adúltera de quien se habla; es el amor de la mujer en general el que es acusado de ser siempre insaciable; se le hace brotar y arde en llamas; se le da en abundancia y nuevamente siente necesidad; enerva la mente del hombre y nubla todo pensamiento, excepto el de la pasión que lo alimenta.19

La debilidad del hombre para controlar los instintos naturales –debilidad de la carne demostrada desde la caída de la humanidad en el Edén, pues el pecado de Adán y Eva había sido sexual, habían dejado de tener control sobre su propio cuerpo, por eso había que alejarse de cualquier vínculo carnal para alcanzar el estado asexual y espiritual– lo llevan a buscar protección y fortaleza, elementos que consigue solo en la palabra impuesta y solo en la medida en que ella se arraigue en la ideología, solo allí encuentra el semillero preciso que asignará roles y posición a los sexos; de esta forma, la palabra que discurre crea una praxis donde la debilidad se transfiere a la mujer, y el hombre se asume como fortaleza. ¿Qué nos dicen los anteriores enunciados? ¿Acaso no nos confirman que ese 18. Citado por Salisbury, op. cit., p. 27. 19. San Jerónimo, citado en Salisbury, op. cit., p. 39. El subrayado es mío. Argumentos similares pueden consultarse entre otros autores a Fray Luis de Granada, Guía de Pecadores, tomo 1, Madrid, 1676; Fray Antonio Arbiol, La Familia Regulada, Granada, 1738; Juan de Ascargorta, Manual de Confesores, Sevilla, 1743; Benedicto XIV, Cuestiones Morales, tomo 1, Mónaco, 1752; Palafox y Mendoza, Dictámenes espirituales y políticos, tomo 10, Madrid, 1762; Marqués de Caracciolo, El clamor de la verdad contra la seducción, Madrid, 1784.

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saber, a través del cual crearon el discurso a imponer, parte de experiencias y no solo en el aislamiento y la reflexión? ¿No es la teoría producto de cierta práctica? Lo ideal y lo material no son elementos puros que un sujeto independiente y libre pone en relación; éste y aquellos son a la vez constituyentes y constituidos por un saber que los recorre. La imposición de estos discursos también implicó una comunidad de personas que no tuvo, o no compartió, dicho conocimiento, es decir, que implica también una comunidad de intereses y oposiciones como los de teólogos más permisivos; por ejemplo, tempranamente San Agustín creía y predicaba que la sexualidad no era imperfección, era parte del plan de Dios; para él las mujeres tampoco representaban la perdición, pues la sexualidad lujuriosa la llevaba el hombre mediante la erección; son reflexiones, posturas diferentes u oposiciones que no logran ser obstáculo para la institución de un ideal «saber» supremo regulador que «[…] gracias a la combinación estratégica entre el orden retórico de la creación de normas y el orden pragmático de su aplicación», se encargaba de crear y aplicar las normas y las leyes,20 en este caso las del derecho canónico que fue el mecanismo que articuló los intereses y discursos heterogéneos y que se convirtió en la expresión de conciliación de productores del discurso, consumidores de preceptos e ideología, de representaciones y de imágenes.21 Aún en el siglo XVI la sexualidad era nítida expresión del pecado natural, de toda forma de deseo, de éxtasis, estaba rodeada de una mística profunda y una anhelada espiritualidad en cuya procura los párrocos se tenían que responsabilizar. El «catecismo para párrocos» del Concilio de Trento recomendaba a los párrocos particular cuidado en hacer conocer a los fieles que la causa de «las comunes miserias» era el pecado y pena de Adán con los cuales había marcado a toda su descendencia. Esta institucionalización del pecado, fundado sobre el deseo sexual, vino a ser resemantizado con la sumatoria de otros elementos y sentidos del orden cultural.

20. Mauricio García Villegas, La eficacia simbólica del derecho, Bogotá, Editorial Universidad de los Andes, 1993, p. 61. 21. Aunque no sea nuestro tema de estudio, al ingresar aquí al campo del ejercicio del poder, no debemos olvidar uno de los aspectos más importantes del fenómeno, ni debemos obviar las siguientes preguntas: ¿cómo logra el discurso teológico crear consenso y credibilidad?, ¿cómo logra imponerse como ideología? Se hace entonces preciso recordar que fue a través de las instituciones y estructuras eclesiásticas y laicas, especialmente la Iglesia, la escuela y la familia, que se moldearon y perpetuaron las ideas y los valores a seguir.

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LA REPRESION DEL INSTINTO NATURAL Y LA IMPOSICION DEL INSTINTO CULTURAL El conocimiento de la sexualidad y el deseo originó un discurso oficial que al imponerse por la vía de la ideología religiosa, creó una realidad donde las relaciones sociales entre hombres y mujeres se regularon a través de la imposición de unas imágenes y unas representaciones a imitar y seguir. Ello se origina en la dicotomía eclesiástica: instintos naturales / instintos culturales, los primeros vistos como «apetitos de la carne» y los segundos creados para superar el estado natural, es decir para conducir a la humanidad a una vida más espiritual, donde los instintos fraternales del bien común imperen. Por eso vemos en el discurso canónico la significación de «mujer» como naturaleza; la naturaleza es sexualidad, acto simple e impersonal en el que el individuo es una especie más; ser «hombre» significaba ser logos, individuo que sabe, ser cultivado, ser social. La canalización de esos instintos naturales y sociales, la represión y dominación de los primeros, dan nacimiento a la concepción del erotismo como la unión de la naturaleza y la cultura, superponiéndose como un gran mecanismo que involucra un sistema de prohibiciones y reglas, de tabúes que van desde el incesto hasta el matrimonio, y que tiene como objetivo principal regular aquellas relaciones no sometidas a la vigilancia de Dios y sus representantes. Así, el erotismo pasaba a ser […] sexualidad socializada, sometida a las necesidades del grupo, fuerza vital expropiada por la sociedad. Inclusive en sus manifestaciones destructoras –la orgía, los sacrificios humanos, las mutilaciones rituales, la castidad obligatoria– el erotismo se inserta en la sociedad y afirma sus fines y principios. Su complejidad –rito, ceremonia– procede de ser una función social.22

Esta llamada socialización, función social, es aplicación de la escisión entre el mundo animal y el mundo humano, y la naturaleza y la sociedad, funda también la asignación de ámbitos en tanto ambientes de convivencia, es así como el espacio privado será el espacio natural para representar el ideal de mujer: productora de lazos familiares, reproductora de la especie; y el espacio público, el espacio cultural donde el hombre representa su papel de productor de relaciones políticas-socialeseconómicas. La sexualidad humana sin perder su «esencia natural» reproductiva es conducida y llevada a través de canales sociales que la regulan en un proceso histórico cultural en el que se pretendió controlar las manifestaciones del hombre para el ejercicio del poder, del poder para controlar. Creada la primacía del erotismo sobre la sexualidad, nos encontramos con

22. Foucault, op. cit., pp. 127-128, 141.

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esa doble faz que lo alimenta: de un lado se conforma como un conjunto de prohibiciones mágicas, morales, legales, económicas y políticas, con el objetivo de impedir que el instinto natural sexual sumerja al instinto social cultural e iguale las jerarquías y divisiones sociales y someta a la sociedad; y de otro, ese conjunto de reglas estimulan y excitan la naturaleza sexual. Es decir, por un lado, permite armar un ámbito social «unido» por dichas regulaciones y, por otro, permite que dicho conglomerado en su unión no sea homogéneo, y que por el contrario se impongan deberes y derechos que lo dividen y asignan imágenes, símbolos, representaciones que deben poner en escena por un lado los hombres y por otro, las mujeres.

LAS REPRESENTACIONES DE MUJER: LA IMAGEN DE MARIA SANTA Y DONCELLA Y LA IMAGEN DE EVA PECADORA Y MALICIOSA Todo discurso busca imágenes que ayudan no solo a su construcción sino que sobre todo ayudan a fijar el significado de sus enunciados, son imágenes cargadas de símbolos que se constituyen en todo un lenguaje donde las denotaciones y connotaciones que se desean imponer se articulan con el receptor del mensaje. Imágenes que son asumidas por la sociedad en la medida en que son coherentes y complementarias de saberes culturales de significación general. En este sentido, el universo discursivo canónico, compuesto por las reglas establecidas por la Iglesia sobre puntos de fe o de disciplina eclesiástica, albergó dos imágenes de mujer, una en contraposición de otra: una mujer portadora del mal y una mujer portadora de redención. De esta forma, a través de la imagen de Eva […] se hallaba la explicación mítica para el complejo problema del mal. Tempranamente, Tertuliano había expresado la base sobre la que se demonizó a la mujer: «[…] Deberías llevar siempre luto, ir cubierta de harapos y abismarte en la penitencia, a fin de redimir la falta de haber sido la perdición del género humano […] Mujer, eres la puerta del diablo. Fuiste tú quien tocó el árbol de Satán y la primera en violar la ley divina».23

La imagen de Eva contenía los símbolos que no se debían seguir; estos símbolos los encontramos en forma de defectos: desobediencia, uso de la palabra, curiosidad, ambición; y a la vez, por contraposición, modelaba los símbolos a seguir en la otra imagen –la Virgen María–, en este caso símbolos en forma de cualidades: sumisa, callada, recatada.

23. Salisbury, op. cit., p. 116.

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Desde las reformas gregorianas de los siglos XI y XII, los canonistas habían luchado por imponer el celibato, lo que ayudó a acentuar la imagen de Eva como la imagen general natural de las mujeres «seductoras y tentadoras», al tiempo que se impuso la de la Virgen María como el ideal a conseguir. Se estableció la ya mencionada dicotomía que perduraría sobre las mujeres, y se llegó incluso a exponer el caso de una novicia acosada por el demonio, quien la llamaba «mujer», lo que les permitió establecer que «mujer» era «apelativo de corrupción natural».24 La imagen de Eva era el signo del mal; la imagen de la Virgen María era el signo del bien; juntas había consagrado la conocida dualidad del cristianismo en detrimento de la sexualidad. Las cualidades que guardaba la imagen de la Virgen, como la virginidad y la castidad se convirtieron en el ideal cristiano. Entre ellas vino a mediar la relación matrimonial, presentada como el último grado de continencia, aunque posteriormente el matrimonio fue mayormente aceptado por los canonistas bajo el pretexto de ser medio de una sexualidad moderada25 regida por el principio de la procreación, única justificación para que hombre-mujer tuvieran una comunicación sexual. A partir del siglo XIII, Santo Tomás agregará una cualidad más: la santidad, que será adoptada con beneplácito por las autoridades eclesiásticas. En la Summa Theológica la santidad supera la castidad y será el estado superior del hombre y la mujer, incluso dentro del matrimonio, en cuyo seno era de total responsabilidad de la mujer.26 Sin embargo, las Siete Partidas27 acusaban al hombre de ser el corruptor de la castidad de las mujeres: Castidad es una virtud que ama Dios y que el hombre debe también amar. Son los hombres los que corrompen a las mujeres honradas viudas o de orden religiosa a caer en este pecado. Pueden ser acusados todos los hombres del pueblo y si les es probado, perderán la mitad de sus bienes, y si es hombre vil debe ser azotado públicamente y desterrado por cinco años. Si la mujer sonsacada no es virgen, ni viuda honesta, ni religiosa, sino una mujer vil, entonces no debe dársele pena a dicho hombre, a no ser que haya sido tomada por la fuerza.28

24. Margaret Wade Labarge, La mujer en la Edad Media, España, Editorial Nerea, 1989, p. 51. 25. Ibíd. 26. María Elena Sánchez Ortega, La mujer y la sexualidad en el Antiguo Régimen. la perspectiva inquisitorial, Madrid, Editorial Akal Universitaria, 1992, p. 24. 27. El rey Alfonso con un equipo de jurisconsultos, escribió el Libro de las Leyes que fue llamado Las Siete Partidas; éste se comenzó a escribir en el año 1256 d.C., y se terminó en 1265. Entraron a regir solo en el año 1348 como derecho supletorio. Su utilización sistemática en los juicios hizo que fuera acatada en las diferentes regiones de España y en las colonias españolas americanas en los siglos XVI y XVII. Cfr. Pablo Jaramillo Arango, Al margen de la legislación española en Indias, Bogotá, Editorial Aguila, 1937. 28. Las Siete Partidas de Alfonso El Sabio, Imprenta Benito Monfort, 1767, Partida VI, Ley XVI, título XIX.

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Pero, ¿qué significaba ser mujer vil? Las partidas no dicen exactamente qué entienden por mujer vil, pero rastreando el término vil en ese mismo discurso se puede decir que se usa para calificar a las personas que viven fuera de los mandatos de la Iglesia; por ejemplo, al hablar de las mujeres barraganas, se dice que son aquellas que desde su nacimiento son libres de servidumbre, «nacidas de vil linaje y vil hogar», por ello eran catalogadas como «malas de cuerpo»; por el contrario, la otra calidad de personas, las honorables, eran nacidas sagradas, «[…] son hechos sin mala estancia, e sin pecado, son ciertos e conocidos […] que nacen de padre y madre que son casados verdaderamente según la Iglesia».29 Estas imágenes se vieron enriquecidas, dada la polisemia producida por el discurso en la mentalidad general, se llenaron de símbolos de pecado y perdición, de santidad y castidad. El pecado de Eva, la violación de la ley divina, fueron el fundamento utilizado por el discurso canónico para condenar a las mujeres a la obediencia al hombre y ayudaron a consolidar la imagen de María como mujer perfecta, casta, santa, obediente a los designios impuestos. Las representaciones, que las mujeres debían adoptar o repudiar, son expresadas en la abundante literatura ya referenciada párrafos antes, que en Europa proliferó en los siglos XVI a XVIII. Estas, aunque con las deformaciones que conlleva la expresión de la libre imaginación, nos dibujan momentos reales de la vida en sociedad, por eso dicha información está mediada por las características de cada autor y las condiciones específicas de su vida y de su inspiración. Fray Luis de León, en su obra La perfecta casada, dedicada a su sobrina por ocasión de su matrimonio, se convirtió en una obra de obligatoria consulta para todas las jóvenes que pensaban en el matrimonio. Allí no solo plasmó consejos tomados de la realidad, sino que propuso un prototipo de esposa, cuyo estado y oficio la consagraban a «servir al marido» y a «la crianza de los hijos»; en su modelo de lo que debe ser la esposa están las siguientes cotidianidades: «[…] levantarse temprano, ser aseadas y poco gastadoras, que no despilfarren en vestidos, que acrecienten la hacienda del marido. […] su virtud debe ser la dulzura, la apacibilidad, y el silencio».30 La educación de las mujeres fue bastante rígida, pues incluso hasta en el comer se les restringía. Se les enseñaba a mortificar los sentidos para combatir la sensualidad, a comportarse como sordas, ciegas o mudas frente a la música que no fuera eclesiástica, o frente a conversaciones «no propias de su condición». El discurso que daban las madres a sus hijas indicaba que solo con la obediencia y el estricto seguimiento de sus consejos podrían llegar a ser mujeres virtuosas, aptas para el matrimonio:

29. Ibíd., título XIII. 30. Wade Labarge, op. cit., pp. 91-92.

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Tu padre y yo te hemos criado y educado para que vivas bien entre otras mujeres y puedas tener marido, y añadían: nuestra labor en este mundo es trabajar con diligencia para provechar los bienes necesarios para la vida, que los dioses nos envían, por ello no debes ser perezosa, ni descuidada, ni desordenada, antes trabajadora, cuidadosa, ordenada, honesta, acomedida, diligente, oye el buen consejo, haz el bien, no aborrezcas, no menosprecies a nadie, ayuda a todos los que puedas, no seas avara de lo que tienes, no seas envidiosa de los bienes de otros, no te envanezcas, sé humilde y no causes pena a nadie.31

Y advirtiendo de los peligros del mundo les decían: Huye de las malas compañías y vive recogida en tu casa, pues en los mercados o plazas y en los baños públicos, donde otros se lavan, tu virtud puede perderse. Cuida tu buena fama y no entres nunca a casa de hombre alguno. Los hombres son peligro cuando con deshonestidad buscan a las doncellas en las calles, en cambio tendrás marido cuando tus padres te lo den.32

La educación comprendía lo que era preparación para representar a la señora de su casa, esposa y madre, lo cual se denominaba «regir la casa», cargo que se le establece en el modelo oficial desde el canon de la Iglesia y del Estado, el cual visualiza una mujer consciente del papel que le ha sido asignado; si quiere ser aceptada socialmente se cuidará de representar los símbolos de la santidad y el honor: o es monja o es esposa; si quiere representar los símbolos del pecado y la malicia, será mujer de tratos carnales no santificados: adúltera, amancebada, concubina, prostituta, mujer de los ámbitos públicos alejada del ambiente que por naturaleza le tocaba. Cada uno de estos papeles tiene un escenario, el espacio del monasterio, el del hogar y la vida cotidiana, y el espacio de la calle y la vida pública. En el espacio del hogar deberá obedecer y ser sumisa y para ello el conocimiento de las matemáticas elementales, la doctrina cristiana y la administración de la casa son suficientes, incluso en ello no deberá excederse, y en el monasterio deberá consagrar su formación intelectual a las cuestiones religiosas. Además los otros espacios fuera del hogar, como las calles y plazas, no eran propicios para la mujer esposa, «no debe salir de allí por recreación, pues experimentará heridas, golpes, será gritada, será desvestida y llenada de vergüenza».33 Los párrocos debían cumplir su labor pe-

31. Josefina Muriel, Las mujeres de Hispanoamérica. Epoca colonial, Madrid, Editorial Mapfre, 1992, p. 29, citando a Fray Jerónimo de Mendieta en su obra Historia Eclesiástica Indiana, tomo I, capítulo III, México, García Icazbalceta, edit., 1970, pp. 128-129. 32. Ibíd., pp. 310-311. 33. Oliva, op. cit., plática XIX, p. 287. Sobre esta mentalidad en las culturas orientales puede consultarse a Rosa Signorelli, La mujer en la Historia. La mujer en el mundo antiguo, Argentina, Editorial La Pléyade, 1970.

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dagógica con las mujeres enseñándoles que debían estar sujetas a sus maridos, tener buen porte, casta conversación, y que […] sea también su principal cuidado educar los hijos en el culto de la religión, y cuidar con diligencia las cosas de la casa. Estense con mucho gusto recogidas en casa sin salir de ella, si no las obliga la necesidad, y nunca se atrevan a salir sin licencia de su marido. A más de esto tengan siempre presente, que después de Dios a nadie deben amar ni estimar más que a su marido, pues en esto señaladamente está afianzada la unión matrimonial, y asimismo condescender con él y obedecerle con muchísimo gusto en todas las cosas que no son contrarias a la piedad cristiana.34

Esto nos hace regresar al punto planteado de los espacios donde se ponen en ejecución las mencionadas representaciones; es necesario aclarar que las actividades y manifestaciones consideradas públicas son la política, la economía, la cultura y el ejercicio de la religión, vistos como el ejercicio burocrático. Decir o hacer en otro espacio es romper el modelo, dañar la imagen, ir contra Dios, contra el Estado, contra el orden, supone una transgresión: pecado y delito a la vez.35

LA CREACION DEL DISCURSO DEL PECADO COMO DELITO Con las decisiones del Concilio de Trento (1545-1563) que reformó a la Iglesia católica frente al protestantismo, el pecado no solo sería expresión de la naturaleza incontrolada del hombre, de la falta de control de su pensamiento y de la malformación de su conciencia, sino que sería desentendimiento y falta de acato a la ley; atentado contra el bien común; es allí donde asistimos al nacimiento del pecado como delito, transgresión del precepto cultural, de los límites impuestos por el discurso a la sexualidad, límites que él mismo transgrede. [La transgresión…] no es al límite como el negro es al blanco, lo prohibido a lo permitido, lo exterior a lo interior, lo excluido al espacio protegido del resguardo […] la transgresión no opone nada a nada […] no busca quebrantar la solidez de los fun-

34. Catecismo, op. cit., parte 2, No. 27, «Mujer: de los oficios de la mujer». 35. En la sociedad colonial payanesa del siglo XVI, como veremos más adelante, apenas se iniciaba la tarea; los modelos de mujer que llegaban de Europa debían seguirse, pero en la práctica fueron superados en tanto que las mujeres, sin dejar de ser castas y honorables, ejercieron actividades e incursionaron en los espacios prohibidos.

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damentos […] nada es negativo en la transgresión […] sólo es la afirmación de aquello que se limita y reconformación de la existencia de lo inventado.36

La sexualidad no solo será pecado, es desde este momento, delito, en tanto que no solo afectará al individuo sino a la sociedad. Fue la Iglesia como comunidad promotora del discurso quien dominó el lenguaje del sexo y lo hizo sentir como pecado, constituyéndose en eje instaurador y restaurador de la gracia mediante la confesión y el posterior perdón. Se crea así el cuerpo integrador Iglesia-Estado: la Iglesia mediante el discurso canónico –recogido en el derecho canónico–, y el Estado, mediante las leyes oficiales reales, más destinadas a la pragmática cotidiana en relación a los bienes materiales y a las normas de convivencia, con sus ordenamientos jurídicos sostenedores del orden colonial, el derecho castellano y posteriormente el derecho indiano, construirán el eje normativo de cohesión social y político. Así unidos las estructuras de poder y de intereses de Iglesia, Estado y sociedad, los pecados serán delitos y los delitos, pecado. El paradigma legitimador del discurso se sustentó en la concepción de naturaleza: las leyes son presentadas como leyes naturales, de tal forma que la naturaleza de la razón que debía ser común a todo sujeto pensante y era razón de fe, no podía cuestionarse, hacerlo sería cuestionar a Dios. Ello llevaba a que la ley natural se constituyera en consenso y eje ordenador. La Ley Divina se presenta como causa de todas las leyes, la natural es la misma razón natural; el derecho natural abraza todos los preceptos morales, los cuales obligan en conciencia, aunque son diferentes del derecho de gentes. Por eso la Ley Positiva, creada por los hombres para su bienestar, debía ser entendida como un precepto general, de carácter permanente, dado por potestad pública en orden al bien común, y que por esencia debía ser promulgada y obedecida.37 En estas leyes, el concepto de «mujer» es entendido como «todas las solteras, las casadas y las viudas, desde la mayor de 12 años»; a ellas se adjudicará el espacio semántico e ideológico de la naturaleza, pues será percibida como reproductora de la especie. Por su parte, al hombre se le dará el espacio de la cultura, aquel ser que rompe, se sale del orden natural y se pone sobrenatura. Así, la mujer debía ajustarse a la naturaleza divina y por ende a la Ley Divina, creadora primero del hombre y segundo de la mujer, ley no objetivable, el orden cultural en el que se incluía al hombre, era la ley del logos, del discurso articulado, escrito por sí, era la ley humana proveedora de cultura. El discurso oficial impuesto mediante el cuerpo integrador: Iglesia-EstadoSociedad, unidos para el ejercicio del control social, hicieron del matrimonio el es-

36. Condorcet, De Gouges, De Lambert, y otros, La Ilustración olvidada. La polémica de los sexos en el siglo XVIII, Madrid, Editorial Anthropos, 1993, p. 21. 37. Escriche, op. cit.

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tado ideal para las mujeres. El estado religioso, ensalzado por algunos teólogos, terminó siendo secundario frente a este sacramento. A lo largo de diez siglos, los canonistas pulieron una legislación que trataba de ajustarse a las cambiantes realidades sociales a través de un conjunto de normas y preceptos que concluyeron en las resoluciones del Concilio de Trento en el siglo XVI y de algunos concilios provinciales en Hispanoamérica en los siglos XVII y XVIII; el estado matrimonial fue codificado –quiénes, cómo, cuándo, dónde y en qué forma podían vivir en matrimonio–, todo fue señalado en normas detalladas para que los pastores e individuos las hicieran cumplir.38 Fue desde el siglo XVI, en que Iglesia y Estado ahondaron en su preocupación por el mal, por la realidad de las imágenes y la representación. El Concilio de Trento dio los postulados teológicos a los dogmas que todo cristiano debía creer; la disciplina se conservó como un cuerpo modificable a la mejor observancia de la doctrina; condenó el divorcio, la poligamia, la poliandria, la bigamia, el adulterio. Negó la disolución del matrimonio consumado por motivos de herejía, cohabitación molesta y maltrato, aunque la Iglesia conservaba el derecho de separar una pareja por un tiempo determinado o indeterminado. Por su parte, las Leyes de Toro en 1505 estatuyen la emancipación de los hijos al casarse, las Leyes de Indias en 1680 se orientaron a controlar los casamientos, especialmente de funcionarios reales, en las colonias españolas en América. Allí, dio libertad a los indígenas para casarse con quienes quisieran, libertad negada a los negros. La Pragmática Real de 1776 se orientó a regular matrimonios con el consentimiento de los padres. La diversidad de argumentos legales, más la primacía de la confluencia de distintos grupos sociales, hizo que la decisión matrimonial fuera un asunto delicado. Fue precisamente en el Catecismo para Párrocos, que promoviera el Concilio de Trento, donde se expusieron las causas por las que se debía contraer el matrimonio: La primera es la misma compañía de ambos sexos, apetecida por instinto de la naturaleza y, conciliada por la esperanza del auxilio recíproco, de que ayudado el uno por el favor del otro, puedan llevar más fácilmente los trabajos de la vida, y soportar la flaqueza de la vejez. La segunda, la de procreación, no por dejar herederos sino por educar seguidores de la verdadera fe y religión.39

Estos preceptos unían las dos majestades, Dios y el Rey, el buen ciudadano no podía ser ni mal feligrés ni mal súbdito, pues faltar a la ley era faltar a Dios y viceversa. El orden político se controlaba entonces desde la unión de estas dos es-

38. Cfr. Muriel, op. cit. 39. Op. cit., p. 73.

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feras de poder, pero en una unión establecida desde un universo discursivo homogeneizador de ideales de moral y conciencia.40 Habíamos visto párrafos antes, la unión de Iglesia-Estado bajo la razón de un cuerpo discursivo que asigna, a cada asociado, feligrés, individuo, la representación de un papel en ese gran teatro de la vida en sociedad, un espacio al que se denominó cultural, pues allí en ese nuevo espacio se cultivarían, la razón sobre el deseo, la ciudad como el lugar del control social, sociedades e individuos consumidores y promotores de orden, valores morales y policivos. Elementos característicos de un espíritu cultivado que, condujo a aquel afán civilizatorio del que nos hablara Norbert Elías para el caso europeo:41 el camino hacia una vida superior, –el de la cultura–, cultivarse, educar al pueblo para que viva en cultura, vigilancia de la vida en sociedad para que lo culto permanezca y trascienda, esta fue la tarea expresa de una sociedad que asistió al nacimiento del gran escenario de las apariencias, escenario donde la mujer fue vista como el sujeto disipador, el camino que extraviaba al hombre del camino espiritual cultivado hacia la senda perdida de la naturaleza inculta del deseo terrenal.

40. Este discurso generó polémicas en el ámbito de los pensadores ilustrados, primero porque fue condicionante inmediato del modo como se pensó y categorizó a la mujer, y segundo porque fue condicionante mediato en las relaciones sociales generalizadas. Para ello léase la obra de Condorcet, De Gouges, op. cit. 41. Norbert Elías, El proceso de civilización, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1988.

CAPÍTULO II

Los discursos del Estado y de la sociedad civil: la mujer y el teatro del honor social «…y como estos hechos me sean sumamente gravosos y ofensivos a mi notorio honor y escándalo de la vindicta pública deseando dar más sincera satisfacción y que no quede impune el atrevido orgullo, y novedad y malicia reconocida de dicha mi mujer». Apelación de un demandado ante la solicitud de divorcio impuesta por su mujer. Archivo Central del Cauca, en adelante ACC, Popayán (Eclesiástico Judicial) 1780.

El Estado colonial acogió las diferentes categorías de leyes que desde la teología se habían difundido, aprovechando así un terreno cultural abonado por el discurso canónico, que permitió la reproducción de las creencias y la fe. Imperaba la Ley Divina, considerada como todos los preceptos mandados por el mismo Dios y promulgados al linaje humano por medio de la recta razón llamado derecho natural y de gentes;1 y el promulgados por la revelación, esto es por la Sagrada Escritura y la tradición, llamado derecho positivo, el cual se subdividió en universal, que es el que es dado a todo el género humano, y el particular, que es el que se había dado a la nación hebrea.2 En el discurso estatal, la ley positiva debía ser entendida como un precepto general de carácter permanente, dado por potestad pública en orden al bien común. Estas leyes conformaban el cuerpo del Derecho, entendido como la reunión o el conjunto de reglas que dirigían al hombre en su conducta para que viviera conforme a la justicia, como el arte de «[…] lo equitativo y razonable, esto es el arte que contiene los preceptos que nos enseña a distinguir lo justo de lo que no lo es, para

1.

2.

La oposición a lo legitimado únicamente por la tradición y la importancia acordada al derecho natural y la fe, presentó grandes e influyentes polémicas de los llamados pensadores ilustrados, quienes pedían cambios de políticas educativas y cambios en las leyes a favor de las mujeres. La noción de razón como fuerza que ha de aplicarse a todos los campos, se convierte en este pensamiento filosófico en un pensamiento crítico. Cfr. Condorcet, op. cit. Escriche, op. cit., p. 544.

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que en los diferentes negocios que ocurren todos los días podamos dar a cada uno lo que es suyo».3 Igualmente, en el discurso constituyente del derecho civil, establecido para cada pueblo para arreglo de los derechos y deberes de sus individuos, se reflejaban los textos hechos por el rey Alfonso X en el siglo XIII, las ya mencionadas Siete Partidas compuestas por 2.802 leyes,4 y en los Decretales,5 compuestos de cinco libros escritos por Gregorio IX, coleccionadas por el dominico Raimundo de Peñafort, cuyo objetivo era prescribir reglas a los hombres para conducirlos a la eterna bienaventuranza y buen obrar, no por fuerza de castigo sino de agrado y buena voluntad; al decir de los demandantes y demandados a «razón de justicia», y al decir de los legisladores se trataba de que lo justo fuera que el delito, «el hecho», sea horrorificado al punto que no se cometa más, y que quien cometió la falta tenga conciencia de ella al punto de ser limpiado de culpa. Estas formas jurídicas, sus símbolos, representaciones y modelos, constituyeron un sujeto que las asumía como preceptos morales que debía perseguir y mantener para no perder el honor y no caer en la desvergüenza.

HONOR Y DESVERGÜENZA La conjunción del cuerpo legislativo anterior, acogido uno y otro en la alianza de la Iglesia y el Estado, encontró su tercer pilar en la creencia, aceptación y apoyo que de él hizo la sociedad, estamento que vendría a cumplir un papel preponderante, pues no solo era esencia de aquel cuerpo, sino vía y motor de su vigencia. Sucede que en la práctica social, los actores sociales no hacen crítica a los enunciados impuestos; eso hace posible el progreso social de la comunicación de dichos enunciados, es decir que los actores sociales confían espontáneamente en el sentido del discurso, hecho al que Tvestan Todorov llama «principio de pertinencia», pues aquel estaría motivado por el bien y utilidad no del enunciador, es decir del cuerpo Iglesia-Estado, sino de un tercero, la sociedad y cada individuo feligrés; éstos –los actores sociales– confían en que dichos enunciados son fundamentales para el or3. 4.

5.

Ibíd. La Primera Partida trata de las fuentes del Derecho, la Ley, los usos, costumbres y fueros; la Segunda Partida se ocupa del derecho eclesiástico y sus fueros; la Tercera Partida es la fuente de la actual legislación general en cuanto al derecho administrativo y de procedimiento civil se refiere; la Cuarta Partida reglamenta lo relativo al derecho procesal y de familia; la Quinta Partida trata sobre el derecho mercantil y civil; la Sexta Partida sobre el derecho penal entendido como derecho público; la Séptima Partida contiene las leyes del procedimiento penal por apéndices. Tratan sobre la Santísima Trinidad, del Estado Teocéntrico, del Derecho Canónico, del Patronato, los Diezmos, el Matrimonio, los esponsales, los impedimentos para casarse, los crímenes cometidos por los eclesiásticos, las penas, censuras y cánones.

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den necesario, como algo natural y objetivo,6 es la obligación de cumplir «el pacto», en nuestro caso una sociedad esperanzada en que, de su «buen» comportamiento en su efímero paso por la mundanal tierra obtendría el tiquete a la eterna felicidad celestial. El sistema discursivo normativo, en nuestro caso conformado por las leyes del derecho canónico y las leyes del derecho castellano e indiano, se trasladó a las colonias del «nuevo mundo». A la naciente sociedad colonial llegaron y se trataron de aplicar las leyes mencionadas, sus ideales de mujer, sus prohibiciones, recomendaciones, su modelo de individuos y sociedad; pero se encontraron con una realidad diferente a la europea, que poco a poco fue asimilando, rompiendo y/o instaurando nuevas normas. En este hecho podemos observar dos fenómenos complementarios: el primero es la subestimación oficial a la «resistencia de la realidad», factor que se debe a la estructura tan dogmática del saber jurídico. Por otra parte, también vemos la confianza en la capacidad de regulación de esa realidad mediante la constitución de ese discurso en un conjunto de enunciados en forma de normas. Dichas normas imponen representaciones en los individuos que se instrumentalizan, creando un puente entre lo simbólico y lo político que cada quien utiliza y entiende a su interés.7 Esta es una realidad que se nos evidencia mediante el estudio del uso que de dicho discurso se hizo, en las «expresiones realizativas», ese más allá denotativo, que le confiere al discurso un poder disuasivo y lo dota de la cualidad polisémica del lenguaje: … a través del estudio pragmático del lenguaje, Wittgenstein descarta la teoría referencial, según la cual palabras nombran objetos y los objetos que representan las palabras son sus significados. Hay algo más allá de la función denotativa del lenguaje, algo que sólo se percibe a través del estudio del uso, algo que siendo lenguaje, está en los hechos. Las palabras también son actos, dice Wittgenstein en las Investigaciones filosóficas.8

Es en este contexto en el que nos podemos explicar cómo nuevos tipos y juegos del discurso aparecen, y otros se vuelven obsoletos o se resemantizan. Estos juegos del lenguaje son dados por distintas formas de vida, por nuevas experiencias, por factores institucionales, políticos, económicos, religiosos, demográficos, contactos con otras culturas.9 6. 7. 8. 9.

Cfr. T. Todorov, Simbolismo e Interpretazione, Nápoles, Editorial Guida, 1986. García Villegas, op. cit., p. 3. Wittgenstein citado por García Villegas, op. cit., p. 30. «El sistema llamado cristiandad (fusión cuasi indisoluble entre la sociedad civil-política y la institución eclesial-católica) se deshizo en pedazos sin que la Iglesia supiera a tiempo hallar nuevos caminos». Cfr. Carmiña Navia, La Poesía y el Lenguaje religioso, Cali, Editorial Facultad de Humanidades, Universidad del Valle, 1995, p. 55.

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Aunque los preceptos, categorías y papeles asignados en los discursos legales repercutieron en el comportamiento de hombres y mujeres de la sociedad colonial y en el tratamiento de las demandas judiciales, las relaciones sociales se regularon, principalmente, por una categoría que resemantizaba los modelos occidentales de mujer de la santidad y la perversión. Estamos hablando de la categoría «honor», que pasó a ser la norma que ordenaba a todo hombre o mujer no hacer: «[…] cosa alguna que repugne a las buenas costumbres y al decoro público, aunque no esté prohibida expresamente por las leyes».10 El honor es entonces un bien de pertenencia colectiva, pero especialmente corresponde a los hombres en la medida en que son ellos los que responden ante la sociedad por los comportamientos de las personas a su cargo; las extralimitaciones y desvergüenzas eran vistas como deficiente control familiar, y el deshonor de un individuo recaía en el desprestigio de todo su núcleo familiar. El atributo del honor, es estrictamente del (los) hombre(s), la desvergüenza de la mujer,11 ahora bien, como el espacio del hombre es el público, debe defender su honor de la vergüenza pública. Así lo argüía en 1780 don Cristóbal Josep García, vecino de Cali, en la defensa que hacía con ocasión del divorcio que contra él había instaurado su mujer, doña María Ignacia Cortés: «[…] y como estos hechos me sean sumamente gravosos y ofensivos a mi notorio honor y escándalo de la vindicta pública deseando dar más sincera satisfacción y que no quede impune el atrevido orgullo, y novedad y malicia reconocida de dicha mi mujer».12 El ofendido solicitaba a las autoridades oficiales que obligaran a su mujer a restituirse a su casa, y a las autoridades religiosas a que le dieran excomunión mayor si ella no obedecía. Su honor tenía que ser restablecido ante la sociedad, sobre todo ante los demás hombres; por el contrario, el orgullo y la malicia de su mujer debían ser castigados. Pero no solo era deber de los hombres mantener el honor de su casa y su familia, una mujer viuda madre de familia debía asumir la tarea; en Popayán en 1793, María Aleja Domínguez, una madre agraviada (al parecer viuda pues no se especifica en el documento) se ve en la obligación de asumir la defensa de su honor; solicitó ante las autoridades que se obligara a Miguel Certuche, padre de Miguel Felipe –agresor de su hija– a dar el consentimiento para que éste se casara con su hija Bárbara: […] que sin embargo a la buena educación que he observado de dar a mis hijas, celando continuamente de cuidarlas de los riesgos que atrae en sí misma la vida licenciosa y disipada, no he logrado estar a cubierto de las asechanzas y [roto] una de

10. Escriche, op. cit., p. 823. 11. Sergio Ortega, edit., De la Santidad a la Perversión. O por qué no se cumplía la ley de Dios en la sociedad Novohispana, Barcelona, Editorial Enlace Grijalbo, p. 263. 12. ACC, Eclesiástico-Judicial, sig. 10.215, año 1780-1781. Proceso de divorcio instaurado por María Ignacia Cortés.

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ellas llamada Bárbara Conrado, pues en estos días la arrebató de mi casa Josep Felipe Certuche y la llevó a la de Camilo Beltrán, bajo la prenda de casarse con ella [y sin] otra deligencia en el particular la negó a restituirla a mi lado. Pero eso no bastaría reemplazarme del agravio y deshonor […]

El agravio cometido a la madre cabeza de familia solo se borraría si se efectuaba el matrimonio. Los padres de Miguel se negaban a dar el consentimiento argumentando que el joven tenía una personalidad rebelde y desjuiciada. Lo habían puesto en cuartel por los malos tratos de palabra que le hacía a su madre y a sus hermanos, además sus deseos de matrimonio no eran de […] inspiración divina […] sino por una precipitación en la juventud y apetencia de un libertinaje que no le dan lugar a premeditar […] que son impulsos como provenidos solamente del desenfrenado ardor de la concupiscencia y escasez de reflexión […] Alegaron diferentes motivos: el que su hijo tenía escasamente «16 o 17 años», que había contraído un mal de «demencia» que trataron de comprobar con certificados médicos, que la pobreza en la que se hallaban no permitía contraer obligaciones y, finalmente, que Felipe no había agraviado ni tenido comercio ilícito con la mencionada Bárbara.13 Este último recurso difamatorio era al que más se recurría, pues le quitaba peso a la demanda al poner en duda la decencia, honor y buenas costumbres morales de la mencionada Bárbara. En la medida en que el honor es el primer precepto que debe guardar cada individuo, las instituciones encargadas de la conducción de la sociedad colonial, la Iglesia y el Estado, afrontaron la forma, método y discursos mediante los cuales se promulgarían los fallos; ello nos permite establecer, que aparte de la concepción ética del «honor», esta categoría tiene mayor fundamento en su significado cívico, y que no es principalmente una cuestión de naturaleza sino de cultura. De esta forma las autoridades trataron de controlar al vecindario con las disposiciones de orden y policía, y el vecindario a su vez empezó a ejercer cierto control no solo sobre sus semejantes sino sobre las autoridades en defensa de la moral pública, la justicia y el llamado bien común.14

13. ACC, Judicial Civil, sig. 10.220, año 1793. Demanda de María Aleja Domínguez. 14. Sobre esta labor oficial ante las peticiones sociales, véase el libro de Margarita Garrido, Reclamos y Representaciones. Variaciones sobre la Política en el Nuevo Reino de Granada. 1770-1815, Bogotá, Banco de la República, 1993.

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TRANSGRESION Y LEGALIDAD: UNA ALIANZA BASADA EN EL RECATO Occidente puso en la escena colonial su discurso sexual, con el cual se pretendía imponer orden y moral en todas las ciudades y colonias del imperio español cristiano. Orden y policía, constituyeron un discurso moralizador que tuvo dos vertientes: el primero, dirigido a los asuntos materiales del orden urbano como las obras, la sanidad y los servicios públicos;15 la segunda, dirigida al orden social civilizado a través de varios mecanismos: 1o. mediante el control de los espacios y los tiempos dedicados a los juegos de azar y diversiones; 2o. mediante el trabajo confesional en arreglo de los desórdenes de la integridad personal y espiritual para el cumplimiento de los roles asignados a hombres y mujeres; 3o. mediante el control de la permanencia en los espacios asignados a los diferentes estamentos sociales, sus actitudes y el trato público; 4o. mediante el control de los saberes.

Con ello el Estado reforzaba y legitimaba su poder, santificaba una falsa realidad y regulaba, mediante la legislación, las otras caras de la realidad colonial. El orden dado en el que se incluían las representaciones de mujer imaginadas por las leyes, la Iglesia y la sociedad, las «imágenes» construidas a las que debían asemejarse las mujeres de toda condición, se fracturaron en una realidad donde las mujeres adoptaban los comportamientos y las actitudes que les permitieran subsistir. Por diversas circunstancias, por decisión individual, por necesidades específicas de la vida colonial, las mujeres rompieron el orden establecido al asumir otros roles en la esfera pública (ver el capítulo siguiente de este trabajo). En la Colonia, este afán ordenador moralizador, asumió el modelo de mujer a imagen de santa, pero lo adecuó hacia un modelo de mujer honorable y recatada. Mujeres solteras, casadas, viudas, jóvenes doncellas, veían el castigo del juicio popular solo cuando su conducta rayaba en escándalo público; antes de esto, podían pasar años en situación de «pecado», amancebamiento, adulterio, prostitución, haciendo transacciones comerciales sin licencia ni autorización, solo el escándalo recordaba a la sociedad la senda que la Iglesia y el Estado le obligaban seguir: moralidad y orden. ¿En dónde quedaban la castidad, las imágenes de santidad, las representaciones a seguir? ¿Por qué antes del escándalo la sociedad actuaba y transcu-

15. Al respecto, se ha elaborado un excelente estudio para la ciudad de Quito, véase: Cristina Larrea Killinger, La cultura de los olores: una aproximación a la antropología de los sentidos, Quito, Colección Biblioteca Abya-Yala, No. 46, 1997. También mi libro Hospital San Juan de Dios. Remedio y Júbilo Eterno para Santiago de Cali, Cali, Colección de Autores Vallecaucanos, Imprenta Departamental, 1997.

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rría en completa normalidad como si tales situaciones no se estuvieran presentando? Veamos por ejemplo el caso de doña Mariana de los Reyes Prieto de la Concha, vecina de la ciudad de Popayán, quien se vio excomulgada en 1739 por desacato a la autoridad y por tener tratos ilícitos con don Francisco de Salazar. Las autoridades prohibieron a Mariana comunicarse con él: «que no tenga trato, ni comunicación ni por interpuesta persona, directa o indirectamente bajo ningún pretexto, causa, ni motivo», pues de hacerlo tomarían el hecho como un «desacato a los mandatos de su ilustrísima, «queriendo hacer público su delito»; ¿podían entonces estar en pecado con tal de que no lo hicieran público? Para que enmendara su conducta Mariana y Francisco fueron excomulgados y amonestados públicamente, mediante boletones pegados en todas las iglesias.16 Mariana había llegado ante las autoridades por una demanda de desacato a la autoridad, motivo completamente diferente al de concubinato; sin embargo, pese a que su pecado-delito era ampliamente conocido, como lo evidencia el seguimiento del caso, solo se trató de corregir cuando ella, en defensa de sus bienes, puso en cuestionamiento la autoridad de su hermano y la de los oficiales reales. ¿Qué significaba, entonces, ser recatada, seguir las normas verdaderamente, aparentar su seguimiento, lo que implica que se puede romper la norma y la ley sin abusar de los límites establecidos? El recato se constituye en un orden aparente, norma social, pues los hechos clandestinos regulaban las relaciones sociales y la moral sexual. Entonces un chisme, un rumor, un desafío fortuito al recato, se convertían en situaciones que afectaban el bien común, pues al transgredir la norma social se promovía el escándalo –valga decir desorden– se generaba el momento adecuado para que la censura pública buscara la «vindicta» y se manifestara en declaraciones de testigos cercanos y lejanos que confirmaban o negaban el conocimiento de dichas transgresiones.17 Todos los actos, las palabras, gestos y actitudes que no correspondían al consenso establecido por la sociedad, se convertían en contradicción dentro del mismo núcleo social.18 A esta sociedad, que en estos casos debemos llamar público, calificaba o descalificaba el papel, la actuación, la representación de sus actores –los individuos hombres y mujeres–, en ese gran teatro del ho16. ACC, Eclesiástico-Judicial, sig. 9.697, año 1739. Demanda del presbítero Ignacio Prieto de la Concha contra doña Mariana Prieto de la Concha. 17. Estos aspectos de las diferentes esferas sociales y espaciales que llevan un rumor a la conversión de un chisme y un escándalo han sido estudiados por Alonso Valencia Llano, «El chisme y el escándalo en la sociedad colonial», en revista Estudios Sociales, No. 3, Medellín, FAES, 1988, pp. 35-48. 18. Así, la mujer que evidenciaba su secreto se convertía en transgresora. Transgresión a la que se imponía un castigo que se basaba en una moral-jurídica que sobrevaloraba la castidad y el matrimonio, montada sobre proposiciones teológicas que la mujer y la sociedad aceptaban. Cfr. Jaime Humberto Borje, «Sexualidad y cultura femenina en la Colonia. Prostitutas, hechiceras, sodomitas y otras transgresoras», en Las Mujeres en la Historia de Colombia. Mujeres y cultura, tomo III, Bogotá, Editorial Norma, Presidencia de la República, 1995, pp. 57-58.

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nor social. Allí, la mujer tenía la difícil tarea de mantener y dinamizar procesos sociales, económicos y culturales, y a la vez mantener el ideal de honestidad y virtuosidad. El papel de las mujeres tuvo matices y rupturas, dependiendo del estamento social y de la etnia a la que pertenecía, y aunque no es objetivo de este trabajo ahondar en este aspecto, es de suma importancia aclarar que, aunque a las mujeres en general se les pedía asumir el tipo ideal de imágenes y representaciones antes mencionado, las mujeres de alto, medio y bajo estatus social tuvieron circunstancias diferentes para enfrentar sus roles en la sociedad. Mientras las de altas esferas se proyectaron en los espacios públicos porque asumían sus papeles de dueñas y administradoras de bienes, las del «común» se vieron en contacto con las esferas públicas comerciales y laborales por ser el espacio de sus labores cotidianas. Sin embargo, ambas se desempeñaron como madres y esposas –si era su elección el matrimonio– y todas debieron cuidar el honor de su casa,19 puesto que la Iglesia, el Estado y la sociedad colonial siempre hicieron énfasis en la necesidad de guardar honorabilidad. El contacto directo de las mujeres de esferas medias o «del común», con esferas públicas comerciales y artesanales, fue causante de especial control; dada la cercanía y el trato diario que debían mantener con forasteros y comerciantes de paso, los estudiosos de la Colonia piensan que ello producía amancebamientos, adulterios y escándalos. La aseveración también se funda en las disposiciones que dejaran escritas los cabildos municipales coloniales, quienes se vieron obligados a expedir continuos pregones expulsando a los forasteros, vagos y personas sin oficio que se encontraban en las ciudades por «[…] las inquietudes que causan al vecindario con que se vicia la plebe en sus malas costumbres que introducen».20 Efectivamente, era más fácil y benéfico para las pequeñas ciudades en pro del mantenimiento de su orden moral y civil, expulsar a los vagos y forasteros que prohibir a las mujeres dueñas o atendientes de chicherías el ejercicio de sus labores. De hecho, evitaban el aumento de avecindados pobres, mendigantes, pordioseros, el arribo de malas costumbres, y la difícil tarea de meter en cinturón de ley a estas gentes. Por ejemplo, en 1765 el alcalde de Cali, don Fernando de Cuero, exponía el caso de Gertudris de Espinoza: «[…] natural de la de Popayán [quien] mantiene pulpería en esta ciudad en la cual continuamente alberga gente esclava y otros de

19. Sin embargo, como lo confirma Pablo Rodríguez, la estructura familiar se basaba en un control relajado «[…] en los hogares neogranadinos no existía una figura masculina a la que los hombres debieran obedecer y seguir al trabajo. Acá las mujeres cumplían un rol visible y, en ocasiones, dominante en la dirección de la casa. Finalmente, parece que no existía un control extremadamente rígido sobre la nupcialidad de las mujeres secundonas de la casa». Rodríguez, op. cit., Sentimientos y…, p. 71. 20. Archivo Histórico Municipal de Cali, en adelante se citará AHMC, tomo 22, folio 244-244v.

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malos y perversos procedimientos así de día como de noche por lo cual han resultado varias quejas».21 Las quejas del vecindario pretendían remediar la situación, antes de pasar a la demanda, en este caso, ante la desobediencia a las amonestaciones que se le hicieran, la pena impuesta a Gertrudis por los diversos «desafueros» que se cometían en su pulpería fue que «[…] dentro del término de ocho días salga de esta ciudad y su jurisdicción bajo la pena de que se sacará a la vergüenza y será arrojada ignominiosamente sin volver a ella con pretexto alguno en ningún tiempo». El destierro era una de las más duras penas y castigos; expresión de la ruptura de las normas de convivencia que no podía tolerarse: Gertrudis y su pulpería eran foco de «vicios y malos procedimientos». Solo el acabar con el foco daba cierta tranquilidad a las autoridades, se destierra el agente social y se cierra el locus social motivo de peligro. En estos casos también se impone la norma social del mantenimiento del recato; las chicherías son necesarias en la vida de las nacientes ciudades, las mujeres que las atienden también, quizá los forasteros también lo sean en la medida que están de paso en actividades comerciales, pero lo que no es tolerable, ni se debía dejar establecer como una práctica común, eran los escándalos y las inquietudes que provocaban en los vecindarios. Cuando esto sucede la sociedad se queja y el cabildo actúa, cada estamento cumple con su parte del pacto.22 Sociedad-Estado-Iglesia: el ojo vigía Las relaciones entre hombres y mujeres se debatían entre los dictámenes de la ley y la religión y sus propias tendencias y puntos de vista. Las leyes, por un lado, tratando de instaurar un orden que solo se concebía en el espacio de la monogamia y la heterosexualidad y, por otro, hombres y mujeres, tachados de causadores de escándalo y abuso, viviendo en mancebía y procreando hijos mal habidos; esto llevó a que, tempranamente se tomaran medidas como la prohibición de los matrimonios secretos, problema estudiado en el Concilio de Trento (1542-1563), que promulgó el sacramento del matrimonio como un acto público registrado oficialmente, hecho que trajo consigo que tanto la Iglesia como el Estado se unieran para la vigilancia de las costumbres ciudadanas. Las leyes del derecho canónico y las leyes civiles españolas se siguieron aplicando para controlar que las relaciones entre hombres y mujeres no cayeran en la deshonestidad. Aún en los siglos XVI y XVII, la legitimidad o no de las relacio21. Ibíd., tomo 23, folio 15r. 22. El proyecto ordenador moralizador se expresó sobre todo en el hecho de que cada año, luego de la elección de los alcaldes ordinarios y demás funcionarios de los cabildos municipales de las ciudades coloniales, el mismo cabildo reglamentaba la vida en la ciudad mediante la estipulación de los hechos delictuosos posibles de ser cometidos y se dictaban algunas normas tendientes a prevenirlos. Ver, por ejemplo, las actas del Cabildo de Cali, tomo 23, folio 18, 1764.

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nes sexuales desde el punto de vista religioso era un tema de debate público. La moral popular imperaba «[…] por transcurrir a través de cauces más tolerantes que los establecidos por los teólogos y las autoridades eclesiásticas […] la visión pecaminosa del sexo había ya ganado mucho terreno en la sociedad».23 La mayor parte de la población había interiorizado tanto las normas morales y religiosas, que cada vecino y habitante se convertía en censor de los demás, reduciendo la vida cotidiana a un pequeño resquicio donde todos observaban, analizaban, comentaban y delataban cuando sentían peligro de desestabilidad del aparente orden. En los sectores populares era más difícil la observación, debido quizá al margen de tolerancia en que vivían, situación que trató de corregirse pues se argumentaba que vivían sin Dios ni Ley. Lo cierto es que cada uno de los miembros que creía pertenecer al colectivo social, operaba como un mecanismo de control. De esta manera, el colectivo social se convertía en «[…] una verdadera máquina colectiva que funcionaba a la manera de un gran ojo, algo cercano, por lo menos en el papel, a lo que sería el sueño de la más terrible utopía pedagógica: la aspiración al control social».24 Aunque la sociedad vigilaba y denunciaba el cumplimiento de los preceptos morales y religiosos, esta tarea se cumplía con la estrecha colaboración y supervisión de las autoridades y los oficiales reales. Ningún fenómeno de la sociedad colonial escapaba al filtro religioso; aun las prácticas económicas se cruzaron con conceptos y concepciones teológicas, la religión fue el hecho cultural y de masa por excelencia. Religión e Iglesia funcionaron como ideología e institución de Estado, el celo y la desconfianza entre las dos instituciones (Estado / Iglesia) les permitía trabajar unidas.25 De tal forma, la sociedad se vio sometida a una triple vigilancia, en ocasiones en clara competencia y discordia. Por un lado, Iglesia y Estado, queriendo imponer cada cual su modelo de sociedad y de individuo, tratando de crear hombres y mujeres de acuerdo a una imagen que –en el fondo– solo correspondía al antiquísimo modo como unos cuantos representaban el mundo. Por otro, el colectivo social auto vigilándose en una clara estrategia de sobrevivencia, permitiendo el desarrollo de una realidad diferente y frenando los abusos a esa permisión. Lo que queda bien claro es que quienes se atrevieran a hacer «pública y notoria» su transgresión a los discursos oficiales y a las normas sociales, se verían inmersos en largos y penosos juicios que podían llegar a durar años e incluso quedar irresueltos, creando un clima de zozobra y tensión para los acusados o acusadores.

23. Sánchez Ortega, p. 223. 24. Renán Silva, Saber, cultura y sociedad en el Nuevo Reino de Granada, siglos XVII y XVIII, Bogotá, 1984, p. 53. 25. Ibíd., p. 59.

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Las formas de control: de la libertad al orden El matrimonio, como principal forma de control de la sexualidad, fue objeto de legislación especial para las colonias. Los matrimonios entre españoles y mujeres de las distintas comunidades indígenas estuvieron reconocidos y sancionados por la ley desde los primeros años de la conquista y, en realidad, puede decirse que el problema del matrimonio desigual no llegó siquiera a plantearse en la temprana época colonial. Fácilmente los españoles se unieron con mujeres indígenas en simples concubinatos que acabaron en legítimos matrimonios. Por su parte, en España, la tarea del legislador se limitó a reconocer y sancionar los hechos producidos y también se trató de fomentar estas uniones mixtas: [que] los dichos indios se casen con sus mujeres en haz de las Santa Madre Iglesia, e ansí mismo [se] procure que algunos cristianos se casen con algunas mujeres indias, y las mujeres cristianas con algunos indios, [en 1515 el Rey advertía]: «que las dichas indias e indios tengan entera libertad para se casar con quien quisieren, así con indios como con naturales destas partes».26

A partir de 1530, por la necesidad de establecer políticas poblacionales en las colonias, la Corona impuso el comportamiento cristiano entre los nativos y españoles; pero ello no impidió la unión consensual entre blancos, negros e indígenas, lo que causó dificultades, más que para el Estado español, para la Iglesia católica. En Trento se buscó controlar las uniones pecaminosas y la creciente población étnicamente difícil de reconocer y por ende difícil de gobernar y de tasar sus impuestos y tributos. El Concilio definió entonces el matrimonio católico como vía de normalización de las relaciones entre hombres y mujeres; en el rito se establecía la palabra de casamiento, el contrato de enlace reglamentado en las siete partidas y el carácter público con testigos, posteriormente reforzado con la confesión y el sermón.27 Pero la consolidación de la sociedad colonial, el aumento de la población mestiza, las dificultades para administrar y controlar la variedad de castas, la competencia por cargos, tierras y bienes, fueron a la vez factores que contribuyeron al establecimiento de límites, pues aquellos individuos de la sociedad civil con poder de ser escuchados y de imponerse y que veían en peligro su estatus, empezaron a controlar el cumplimiento del matrimonio y exigieron la expedición de leyes que

26. Para ampliar este tema véase José María Ots Capdequí, El Estado español en Indias, México, Fondo de Cultura Económica, 1965. 27. Un excelente estudio sobre el matrimonio en la Colonia se puede consultar en Daysi Ripodaz A., El matrimonio en Indias. Realidad social y regulación jurídica, Buenos Aires, Fundación para la Educación, la Ciencia y la Cultura, 1977.

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regularan en las colonias dicha institución. Así, el consentimiento paterno para el matrimonio se empezó a exigir en aquellos donde alguna de las partes era blanca, pues de la norma «se exceptuaba a negros, mulatos, coyotes y otras castas», y solo a partir de 1777 se hizo extensiva a éstos, ya que de hecho las castas habían asumido la norma a su favor y presionaban con demandas donde disentían de matrimonios que les parecía inconvenientes. Por otro lado, el control ejercido desde la tarea pastoral de la Iglesia por los frailes y sacerdotes en su contacto con los feligreses era de suma importancia para el mantenimiento del discurso oficial. Estos hechos eran también efectos tardíos de la crisis social que vivían algunos estados españoles en el siglo XVI y solo podía resolverse mediante la jerarquización y exclusión, la regulación de los grupos que ponían en peligro el orden social, y la clasificación por género y edad que se convertían en categorías de control y censo, especialmente en una época como la de la contrarreforma que buscaba el «orden»; con ello el nuevo modelo de mujer, la madre, hacendosa, recatada, educada, vendría a ser un sujeto esencial que complementaba la difícil tarea del naciente Estado moderno.28 En esta labor pastoral la confesión y la penitencia no solo eran el medio de reparar el error y el pecado, sino que principalmente eran los vehículos que cumplían dos funciones: detectar los hechos y pensamientos más cotidianos y privados de hombres y mujeres, y deteriorar lazos y relaciones interpersonales ilícitas. Tradicionalmente, en los confesionarios se analizaban las debilidades de los hombres y mujeres y se establecía límites entre lo permitido y lo prohibido. En este papel, la Iglesia adquiere el lugar de una instancia oficial donde se delataban hechos y personas en contravía de las leyes. Se crearon distintas normas para el matrimonio según la etnia. Para los indios, por ejemplo, se «corrigió» el hecho de que tenían varias mujeres, reglamentándose que debían casarse mediante el ritual católico con la primera mujer con la que hubieran tenido acceso carnal. Ante la norma, los indios decían no recordar quién había sido la primera para así poder elegir; la Corona, facultó a los más viejos de las comunidades indígenas para que dijeran quién había sido la primera, a las demás se les proveía para su sustento y el de sus hijos. Por otra parte, al matrimonio entre españoles también se le agregaron otras normas: [que] los casados y desposados en España e Indias que están ausentes de sus mujeres y esposas… sean remitidos con sus bienes y las justicias los ejecuten… que no se den licencias ni prorrogaciones de tiempo a los casados en estos reynos… que los enviados por casados y mercaderes que tienen término limitado, no se queden en el viaje… que los casados en España, no se excusen […]29 28. Lola Luna, Leyendo como una mujer la imagen de la mujer, Barcelona, Editorial Anthropos, 1996, p. 98. 29. Ots Capdequí, op. cit.

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Con esta legislación se buscaba remediar el hecho que estaba siendo denunciado tanto en España como en sus colonias: muchos españoles que vivían en Indias habían abandonado a sus esposas residentes en la península. Por ello la Corona ordenó que en un plazo preciso fuesen conminados para recoger y llevar consigo a sus mujeres. Esto se complementó con la prohibición de que ningún español casado podía pasar a las Indias si no llevaba a su mujer. Por otra parte, en las colonias también sucedía que los hombres casados salían en campañas pacificadoras o de exploración a los distritos mineros, donde pasaban años sin dar señales de vida a sus esposas, a quienes prácticamente abandonaban en pueblos y ciudades. En la temprana Colonia se consintió que los hombres vinieran solos, dejando una fianza que garantizaba que su ausencia no sería mayor a dos años; posteriormente, solo se expidieron licencias para varones emigrantes a Indias cuando las mujeres concedían por escrito el permiso. Finalmente, en 1618 se estableció que para conceder estas licencias debían primero informarse de la edad del emigrante, de la de la mujer, el número de hijos, los medios con que subsistiría y se ampararía la mujer durante la ausencia del marido. Estas reglamentaciones se expidieron más por la carga y los problemas que para el Estado español estaban causando estas mujeres abandonadas, que por un carácter humanista y de protección. Expedidas las disposiciones que daban un plazo de dos meses para que los colonos trajesen a sus mujeres, estos comenzaron a escribir a sus esposas pidiéndoles que vinieran a acompañarlos; utilizaron argumentos de persuasión, como por ejemplo que aquí eran muy ricos y tenían esclavos, ganados y tierras; que en estas tierras eran importantes mientras en España no serían sino simples peones y labriegos; que si venían a acompañarlos serían tratadas como reinas y tendrían esclavas a su servicio. Otro argumento utilizado fue recordarles su juramento ante Dios de hacerles compañía hasta la muerte y que si no lo hacían caerían en pecado mortal. Pero, pese a estas promesas y amenazas, no todas las mujeres, quisieron venir a las Indias. En estos casos su decisión era respetada y se amparaba en la ley bajo el argumento de tenerle miedo al mar o simplemente de no querer venir; ellas no podían ser obligadas. El asunto se arreglaba obligando al marido a que enviara constantemente determinada cantidad de dinero para sustento de su esposa e hijos.30 Otro de los problemas planteados en España ante la colonización de las Indias respecto a las mujeres, fue el de determinar si la mujer tenía o no capacidad para pasar a los nuevos territorios. En el orden jurídico familiar se absorbía su personalidad y en muy pocos casos podía destacarse de manera individual como soberana de sus actos. Si una mujer quería venir a las Indias debía presentar la autorización de sus padres o de quien ejerciera su tutela, y si era casada la licencia de su es-

30. Al respecto, pueden consultarse las cartas transcritas que recoge la investigación de José Luis Martínez en su libro El mundo privado de los emigrantes en Indias, México, Fondo de Cultura Económica, 1992.

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poso. Se prohibió el paso a «mujeres de vida airada y a las mujeres hijas, criadas de los gitanos». Más rigurosa fue la norma respecto a las mujeres extranjeras residentes en España que querían venir a las colonias, pues no solo se les declaraba incapaces, sino que se llegó a ordenar que quienes habían pasado burlando la ley y estuvieran en las colonias, deberían ser expulsadas negándoles el derecho a que legitimaran su situación mediante el pago del derecho de residencia. Así como se controlaban los actos de los forasteros, con igual desconfianza se controlaban las mujeres que los acompañaban, hasta el punto que don Antonio de Azpiazu, visitador general del gobierno de Popayán, en 1772 informaba a todos los habitantes y traficantes de la Gobernación, que en adelante: […] prohibe absolutamente el que ninguna mujer sea de la clase que fuera pasar por ningún título ni pretexto a residir, ni traficar desde este paraje para adelante exceptuando solamente aquellas que son casadas con los mineros, o con otras personas honradas, sin que en esta clase se entiendan los cargueros, porque a estos se les prohibe también el que traigan a sus mujeres […] a los vecinos que mantienen relaciones con estas mujeres, además de ser apresados […] se les mandará dar doscientos azotes por las calles públicas y se procederá en su contra con todo rigor de justicia.31

Esto por cuanto en la provincia había graves desórdenes, escándalos públicos causados por mujeres a las que llamaban «bandidas», –quizá por el hecho de que no andaban solas sino que se movilizaban en grupos y bandas– causando daños, robos y bullas, lo cual llevó a que se nombrara a una persona para la vigilancia y apresamiento de todas aquellas mujeres que entraran a las ciudades sin sus esposos y a quienes las conducieran. Estas prohibiciones no fueron aplicadas con rigurosidad por las autoridades encargadas y la misma Corona debió ceder en ocasiones por razones estrictamente políticas y económicas, como por ejemplo cuando se trataba de fomentar el poblamiento de algún lugar donde nadie quisiera residir; en esos casos se les permitía pasar sin licencia. La mujer en los espacios públicos coloniales Se presentaron disposiciones reales específicas como la Recopilación de las Leyes de Indias de 1680, originada por la variedad de casos y particularidades que se presentaban en estos reinos; en ella se reglamentó la presencia y participación de la mujer en los espacios públicos. Se decía por ejemplo, que los hombres residentes en las colonias que gozaban de algún puesto público, no podrían contraer matrimonio con mujeres de las comunidades que tenían a cargo. Estas medidas tendían a frenar los desmanes que por abuso de poder se estaban presentando. La Recopilación determinó que las mujeres de los presidentes, ministros, oidores y otros de 31. AHMC, Acta del Cabildo Municipal, tomo 23, folios 25r y 25v, noviembre 7 de 1763.

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altos cargos, no tendrían estrado de madera al lado de sus maridos en las catedrales mayores, debían sentarse en la peana de la capilla mayor en la parte de afuera, salvo en las catedrales donde tuvieran asiento propio y donde la costumbre no hubiera causado novedad. Estas mujeres de la llamada «nobleza» no debían llevar mujeres indias, negras o mulatas como acompañantes. De igual forma se prohibió que se inciensara a su lado y se les diera la paz. La pregunta que nos queda es, ¿por qué este tipo de prohibiciones? ¿por qué las mujeres no podían estar en la peana mayor –metafóricamente tan cerca de Dios–, tan cerca del lugar «sagrado» reservado al sacerdote? La respuesta podría fundarse en la siempre dudosa «limpieza» de su cuerpo, porque imperaba aún en el clero la imagen de la mujer como símbolo de pecado, carne corrupta. Igualmente, cabría preguntarse por las disposiciones de no incenciarlas, ¿para quiénes se reservaba este acto? ¿por qué no se les podía dar la paz?, ¿sería la persistencia del miedo al contacto con la mujer? Pero, en un espacio más político y de menor alianza con la Iglesia, se concibió que a las mujeres esposas o descendientes directas de conquistadores y colonos, se les permitiera gozar de encomiendas y socorros, todo ello en medio de una larga discusión sobre si las mujeres estaban en capacidad o no de recibir encomiendas de indios o para suceder a sus padres o maridos en ellas. Antes de que se regulara por ley, consuetudinariamente, el problema se había resuelto en favor de las mujeres. El derecho penal solo afectaba a la mujer en cuanto su proceder afectara el bien común, es decir a lo que podríamos llamar delitos contra la honestidad «rigurosidad para la mujer y flexibilidad para el hombre», que no se aplicó con entereza para las mujeres indígenas. La legislación de 1748, acogida después en la Recopilación de 1680, expresaba que la mujer que cometiese adulterio sería entregada al ofendido para que tomara venganza y restableciera el honor perdido ante la vecindad. Por el delito de bigamia cometido por indios cristianizados se les imponía penas no muy severas, pero primero se les amonestaba tres veces. Igualmente, para controlar las condenas por calumnias se ordenó que no se pudiera prender a ninguna mujer a pretexto de ser tachada de manceba de clérigo, fraile u hombre casado, sin que se presentara la información veraz, pues una acusación de estas podía dar inicio a una contra demanda por injuria y a largos pleitos sin posible solución. En cuanto a la vigilancia de las costumbres, el legislador se preocupó por amparar a las indias que en muchas ocasiones eran víctimas de la violencia de los soldados y colonizadores. En la recopilación de 1680 se prohibió a caminantes y navegantes llevar consigo mujeres «casadas ni solteras». También se ordenó que se hicieran y construyeran casas de recogimiento para que se críen las indias y que en determinados sitios se construyeran casas donde se recogieran de noche las indias solteras. La legislación se complementa con la orden de que las amancebadas se vayan a servir a sus pueblos, y que las mujeres esclavas no vivieran fuera de sus casas «ni andasen desnudos de ningún sexo». Estas tendencias de orden moralizador

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no impidieron que desde la temprana Colonia se diera la prostitución, debiendo reglamentarse su ejercicio. Desde 1526 se comenzó a dar licencia para que se construyeran casas de mujeres públicas en sitios convenientes, alejados de los núcleos sociales, pues dichas casas se hacían necesarias para «… excusar algunos daños». Al respecto, la actitud de teólogos y moralistas no era muy contraria a la existencia de mancebías ni a la práctica de la prostitución. San Agustín decía que la ausencia de las prostitutas causaría males peores a la sociedad. Santo Tomás también ratifica este punto diciendo que mejor es tratar con estas mujeres carnalmente, que caer en «vicios más viles»: […] Cuándo se ha visto disolución más desenfrenada? acontecimientos más locos en los mozos? menor recato y mayor soltura en las mujeres? agrada ahora baile que no tenga movimientos lascivos? tiénese comúnmente conversación por discreta que no pique en deshonestidades?, los moños, cabelleras, copetes, afeites y otras cosas así que el decirlos es asco. Viéronlas en las mujeres los santos con menores pronuncios y escogieron este mal menor, en reparo de abominaciones mayores.32

En casos excepcionales se aplicaba mayor rigurosidad al criterio condenatorio de la prostitución y se llegó a ordenar «[…] que se castigase rigurosamente a las mujeres prostitutas». Fue el mismo Felipe IV quien prohibió los burdeles por primera vez en la Pragmática de 1623: Ordenamos y mandamos que de aquí adelante en ninguna ciudad, villa, ni lugar de estos reynos se pueda permitir ni permita mancebía ni casa pública, donde mujeres ganen con sus cuerpos; y las prohibimos y defendemos y mandamos que se quiten las que hubiere, y encartamos a los del nuestro Consejo, tengan particular cuidado en la ejecución, como de cosa tan importante, y a las Justicias, que cada una en su distrito lo ejecute, so pena que si en alguna parte las consintieren y permitieren, por el mismo caso, les condenamos en privación del oficio y en cincuenta mil maravedís aplicados por tercias partes, Cámara, Juez, y Denunciador.33

El estudio de las posteriores legislaciones de este monarca nos deja ver su verdadero interés; en realidad, su preocupación no se reduce a las prostitutas sino al control de grupos de ociosos como malhechores y gentes de «mal vivir», gentes sin oficio, hecho que se refleja en los ya mencionados continuos comunicados que, en las ciudades coloniales, los alcaldes y procuradores expedían haciendo un llamado a los forasteros, vagos y personas sin oficio que estuvieran en la ciudad. La situación y preocupación por controlar la vida moral y económica de las ciudades no se modificó sustancialmente a lo largo del siglo XVIII, pues en 1704 aún se seguía 32. María Elena Sánchez Ortega, Pecadoras de verano, arrepentidas en invierno, España, Alianza Editorial, 1995, p. 133. Las cursivas son mías. 33. Ibíd., pp. 133-135.

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ordenando que los alcaldes recogieran y encerraran en las cárceles a las «mujeres mundanas». Tanto en el siglo XVI como en el XVII, muchas mujeres se vieron obligadas a ejercer este oficio en las calles, tratando de atraer al paseante o camuflándose en la oscuridad nocturna de las ciudades; los funciones municipales eran los encargados de poner remedio a la situación, mediante pregones públicos que prohibían a las mujeres indígenas o esclavas andar desnudas en las calles, y conminándolas a que se recogieran en sus casas en la noche; igualmente se reglamentaba el modo y la calidad del vestuario que debían llevar, prohibiendo a las mujeres de castas inferiores usar los vestidos o telas de las mujeres consideradas nobles o de condición superior. La resemantización de las imágenes y las categorías a que conllevaba el discurso oficial, dieron vía a cauces «naturales», es decir, no creados por el poder, que permitieron que las madres solteras salvaran su deshonor con el tiempo, mostrando «recato», absteniéndose de tener relaciones sexuales después de su embarazo, viviendo honestamente recogidas en su casa, sin contacto ilícito con otros hombres. En Cali, en 1797, las madres solteras llegaban a 203 (112 mulatas, 49 mestizas, 22 esclavas, 16 negras y 4 blancas). También hubo cierta permisividad ante las relaciones prematrimoniales entre comprometidos, aceptándola como una demostración de la virginidad antes del matrimonio y en caso de presentarse embarazo, o se efectuaba un ligero matrimonio o las mujeres afrontaban su estado y vivían con su pareja creando una situación que podía durar muchos años. Como afirma Pablo Rodríguez: Si sólo las dos terceras partes de la población tenían hijos legítimos, es necesario empezar a considerar esta realidad que se impuso en la mayoría de la población que vivió su cotidianidad muy característicamente, pero que no dejó de amar, de unirse, de dejar descendencia, a pesar o como consecuencia de las leyes civiles y eclesiásticas.34

Lo mismo sucedía con el resto de pecados-delito. En la sociedad colonial, el concubinato, la amancebía y la bigamia, eran muy comunes y de amplio conocimiento, sin embargo solo salen a relucir en momentos de tensión social y por causas diversas, como por ejemplo, solicitudes de divorcio por maltrato y solicitudes de entrega de bienes y dotes; por su parte, las seducciones, estupros, incumplimientos de promesa de matrimonio, también son muy comunes pero más sancionados, son casos en que sociedad e interesados directos prestan mayor cuidado de sancionar y remediar. Fue en este mismo marco histórico donde la palabra y promesa de matrimonio de los hombres se devaluó como argumentación de la mujer que cedía su honra y virginidad al solicitante, y el Estado no reconoció más dicha prueba de34. Rodríguez, Sentimientos…, p. 92.

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bido a la cantidad de demandas instauradas por este delito; esto llevó a que la Corona expidiera en 1804 una Orden Real donde prevenía que no se aceptaran en ningún tribunal demandas de esponsales o por incumplimiento de palabra de matrimonio, pues en adelante para que dichas promesas fueran valederas se debían tramitar mediante registro en escritura pública.35 La sociedad colonial cumple con el deber de recibir el mensaje del discurso oficial –canónico y estatal–, pero se guarda también la potestad de interpretar o utilizar el sentido de sus enunciados. Aquí, el significante de dichos discursos es solo referente de las imágenes y representaciones de santidad, pecado, honor y sumisión, por eso hace de estos discursos, campos simbólicos. En la pragmática cotidiana colonial se pierde el sentido directo de ese discurso, solo hay sentido figurado, indirecto, hay «nebulosidad del contenido»,36 los símbolos y valores al conjugarse y encadenarse en relaciones fundacionales propias como las de la vida colonial, produjeron una comprensión del mundo diferente. La pragmática cotidiana nos relata el desarrollo e instauración de una sociedad flexible, donde se cumple la ley por petición de particulares, y no por su deber ser.

35. Ibíd., p. 180. 36. Sobre este sentido nebuloso, cfr. Umberto Eco, Trattado di semiotica generale, Milán, Bompiani, 1975.

CAPÍTULO III

La pragmática en contravía del discurso: un estudio de casos en la sociedad payanesa colonial «…y que así mismo en ningún caso por ningún motivo, título o pretexto se desiste, ni es ni será su ánimo desistirse ni se aparta, ni se apartará jamás, ni renuncia, ni es su voluntad renunciar al sólido derecho que le asiste para promover la justa instancia del divorcio…» ACC, (Col.-Ecl-J), Popayán, 1739.

En esta parte se pretende, más que analizar, describir cómo, a pesar de que existían unos discursos oficiales regentes en la sociedad colonial que prohibían a las mujeres la participación en actividades públicas y que imponían unas imágenes y modelos de mujer que debían representar, seguir o imitar, ellas tuvieron una dinámica, variada e importante actividad económica, política y social. Para ello se ha tomado como zona y objeto de estudio la Gobernación de Popayán y la sociedad colonial que en ella se desarrolló. Estaba constituida por los departamentos que conforman el suroccidente colombiano: Nariño, Cauca, Valle del Cauca, Risaralda, Quindío, Chocó y parte de Caldas y Huila, lo mismo que los territorios amazónicos correspondientes a la República de Colombia (aunque para efectos de este estudio solo se trabajaron archivos y fuentes de los seis primeros departamentos). Integraba una gran parte de la Real Audiencia de Quito mientras que una porción mucho menor pertenecía a la de Santafé. Su situación en medio de dos audiencias puede ayudar a entender que en ella se estableciera una sociedad con muchas facilidades para burlar la aplicación de las leyes a pesar de los esfuerzos de los gobernadores y autoridades oficiales coloniales. El funcionario oficial, Francisco Silvestre, en 1789 hace una descripción demográfica de la gobernación: Hay en el Distrito de Popayán 14 poblaciones o partidos que comprenden como los pastos, varios pueblos de indios y sitios o parroquias de libres, y entre aquellas diez ciudades de que algunas sólo tienen el nombre. Hay en su distrito 17.665 matrimonios. Los 3.603 de blancos, los 6.022 de indios, los 4.793 de libres, y los 3.247 de esclavos. Componen almas 64.463: a que deberán agregarse 6.000 más o menos, que habrá en la Provincia de Barbacoas cuyo padrón me falta. Blancos son 13.351. De ellos 6.076 varones y las 7.275 mujeres, que se comprenden 570 eclesiásticos, secu-

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lares y regulares. De ellos clérigos 297, frailes 157 y 116 monjas. Indios 15.692 de ellos varones 7.172 y 8.520 mujeres. Libres 22.441, de ellos los 5.726 varones y las 6.715 mujeres. Y de estas son todo 34.874 y varones 29.589. Es del Distrito de la Audiencia de Quito.1

En este trabajo se entiende por roles de las mujeres, las actividades ejercidas por éstas en los espacios públicos coloniales. No se rastrearon sus actividades en torno al hogar, pues las fuentes consultadas no dan suficientes luces al respecto; sin embargo, algunos discursos permitirán hacer algunas observaciones. La idea general es que, en la dinámica y compleja vida colonial, las mujeres sostuvieron relaciones sociales y ejercieron roles en las esferas públicas, pese a que los discursos oficiales impuestos pretendían mantenerlas «alejadas» de estos roles. De tal manera, las hallamos en ámbitos como el comercio, la administración hacendataria y la administración minera, principales renglones económicos de la sociedad colonial del suroccidente colombiano. Se debe aclarar que no solo se trata de destacar los roles no estereotipados que desempeñó la mujer, sino también cómo las mujeres apelan estratégicamente al discurso para lograr sus propósitos.

LOS ROLES DE LAS MUJERES PAYANESAS: SEÑORAS, ENCOMENDERAS Y CACICAS Aunque en España se puso en discusión si podían o no las mujeres suceder a sus padres y maridos en las encomiendas o cacicazgos, y si podían o no administrarlos, lo cierto es que a las mujeres esposas o descendientes directas de conquistadores y colonos, se les permitió gozar de éstos. El problema se había resuelto a favor de las mujeres porque: «[…] no la hallamos falta de ejemplares de cargo, oficios y dignidades de mucho porte […] pues vemos que son capaces de heredar reynos, estados y señoríos, feudos y mayorazgos».2 Pese a esto, algunos juristas interpelaron argumentando la incapacidad de las mujeres para desempeñar cumplidamente los deberes sobre sus encomendados, en consecuencia, se anularon las encomiendas concedidas a mujeres. Tempranamente en España se encontraban muchas mujeres que por herencia o viudez tenían encomiendas, las leyes de partida ordenaban que las encomiendas y señoríos podían ser heredadas en sucesión por dos vidas, sea en hijo o hija, o esposa y que: «[…] si alguno se casare con mujer que por 1.

2.

Francisco Silvestre, «Apuntes reservados particulares y generales del estado actual del Virreinato de Santafé de Bogotá, 1789», en Germán Colmenares, Relaciones e informes de los Gobernantes de la Nueva Granada, tomo II, Bogotá, Banco Popular, 1989, p. 42. Juan de Solórzano, Política Indiana, Madrid, 1646, p. 226.

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sucesión esté gozando de encomienda, se haga de nuevo título y se ponga a nombre del marido, aunque éste solo la disfrute mientras viva la mujer».3 Este mecanismo es notorio durante el siglo XVI y XVII y se puede explicar por las condiciones internas del proceso de exploración, conquista y colonización del llamado Nuevo Reino. Después del acto jurídico que implicaba la fundación de las ciudades, de la instalación del cuerpo cabildante, del repartimiento de tierras y encomiendas y de la instalación de un reducido número de vecinos, las huestes conquistadoras conformadas por los grupos masculinos, debían continuar el proceso de ampliación de las fronteras mediante la exploración de otras tierras y el sometimiento de las poblaciones aborígenes. Ello condujo a que, de hecho, las mujeres quedaran encargadas de la administración de tierras y de indígenas encomendados. Al ejercicio de dichas actividades contribuyeron factores como el escaso número de hijos varones que nacían que permitía que las hijas de los primeros colonos adquirieran por derecho y/o por herencia el manejo de propiedades y encomiendas. Entre los casos a citar, tenemos en 1599 el de Ana de Gaviria, dama payanesa, quien a la muerte de su padre era menor de edad, por lo que no pudo recibir la encomienda hasta que cumpliera mayoría de edad o contrajera matrimonio. La segunda opción le llegó primero y se casó con Juan Ortiz, quien no dudó en reclamar la encomienda ante el gobernador de la Villa de Timaná.4 El caso de doña Isabel de Tamayo en 1615, también nos ilustra las dos situaciones: por una parte, solicita su encomienda y, por otra, aclara que lo hace personalmente por estar su marido ausente «[…] y porque le conviene […], pide que se le haga traslado de su encomienda de los indios seynas».5 Aquí podemos ver que aún las mujeres no tienen manejo directo de la actividad administrativa, aunque el pedir el traslado a su nombre indica su ingreso al ejercicio de un nuevo rol, pues su nuevo estado la ampara para que se encargue de la encomienda. Otra realidad nos muestra los documentos de fechas posteriores. Desde finales del siglo XVII, el discurso legislador paulatinamente iba perdiendo fuerza debido a las circunstancias propias de la vida colonial y a que quizá había un mayor número de mujeres herederas, a que la población había aumentado considerablemente, y a que las mujeres propiamente españolas eran escasas; lo podemos inferir de la lectura de las fuentes en una relación directa de las mujeres con las encomiendas y los cacicazgos; las mujeres blancas y criollas, así fueran casadas administraban sus encomiendas a nombre propio, y las mujeres indígenas recibían y administraban cacicazgos. Se debe anotar que no se trata de un ejercicio ilegal, tampoco es una transgresión violenta de la norma, pues la pragmática hizo tolerables estas actividades al

3. 4. 5.

Las Siete Partidas, op. cit. ACC, Colonia, sig. 4 (Col. J I-1 cv), Popayán, 1599. Ibíd., sig. 1252 (Col. J I-1 cv), Popayán, 1615.

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punto de que encontramos comunicaciones directas entre la administración colonial y las encomenderas. Por ejemplo, en 1624, Brígida de Prado y Zúñiga, encomendera de los indios nulpes en la zona minera de Barbacoas, pedía a la Real Audiencia una cédula de amparo para proteger los bienes suyos y de su hijo. Viuda de conquistador y poblador de la zona, se le habían encomendado desde hacía más de 15 años los indios pyujez y nulpes, aclara que estos «están de buena paz», pero no le habían pagado tributo. El caso es que el capitán de la provincia había metido a sus oficiales a la encomienda y se los había llevado a trabajar en unas minas donde los maltrataban, «y por eso huyen hacia la mar»; la Audiencia le proveyó su petición.6 Similares casos tenemos en el juicio que desde 1661 hasta 1668, procesó el cabildo de Pasto contra Sebastiana de Narváez y su fiador Agustín de Mesa Guerrero, por el no pago de tributos de las encomiendas de Muellamas y Chachaquis;7 y en la carta que enviara desde Carlosama en 1672, don Rodrigo de Villavicencio a doña Juana Daza Ladrón de Guevara, informándole sobre los asuntos y tributos de las encomiendas que éste le administraba;8 también en la escritura de fianza presentada por Elena Muñoz de Ayala para garantizar el pago de la 1/2 annata de su encomienda de Carlosama y la restitución de tributos en caso de que el Rey no confirmara el goce de la encomienda en el término de cinco años.9 También tenemos el caso de las hermanas Catalina, Lorenza, Francisca, y María Cárdenas Colón y Portugal, a quienes el Rey les había concedido las encomiendas de Cumbal, Pastás, Nacate, Mayascuer y Buenretiro, en Pasto y Popayán.10 Pese a la crisis demográfica indígena, aún en 1720 hallamos datos de mujeres encomenderas; en este año, Juana Portocarrero, vecina de Popayán, gozaba en segunda y última vida de 18 indios encomendados entre grandes y chicos más los que estaban ausentes que no se habían reportado al padrón.11 En 1722 en Pasto, María Burbano de Lara, encomendera de los indios de Males y sus anexos en Ipiales, reportaba 152 indios a cargo de la cacica Francisca Chaquel, heredera de Antonio Chaquel y María Pastos, y del cacique Domingo García Acpaz.12 Las mujeres encomenderas debían aportar trabajadores indígenas para el repartimiento forzoso y servicio de la mita urbana, y cada vez que el cabildo lo solicitara para eventos especiales, preparación de castillos y adorno de las ciudades en celebraciones como las de Corpus Cristi, el nacimiento o cumpleaños de los reyes o de un heredero real. A estos servicios convocaba el cabildo de Cali, en abril de

6.

Archivo Nacional Histórico de Quito, en adelante se citará ANH/Q, Fondo Popayán, Barbacoas, 1630. 7. Ibíd., sig. 2204 (Col. JI-3 cv), Pasto, 1661-1668. 8. ACC, sig. 2352 (Col. PI-2v), Popayán, 1672. 9. Ibíd., sig. 2756 (Col. J I-3 cv), Pasto, 1710. 10. Ibíd., Colonia, sig. 604, Popayán, 1698. 11. Ibíd., (Col. cv tributos), sig. 2978, Popayán, 1720. 12. Ibíd., sig. 3032, Pasto, 1722.

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1673, para el aporte de dos mitayos a doña María de Rojas, encomendera en Cañasgordas, y en el mes de junio a María Jiménez; María Luisa de Villalobos, encomendera de Jamundí; Inés Tello de Calatraba; Magdalena Quintero, junto con dos vecinos más, so pena de 10 pesos de multa para las encomenderas y cárcel para los indígenas y caciques.13 Aunque hallamos encomenderas en los diferentes sitios y ciudades del suroccidente colombiano, se debe anotar que las de mayor número y de mayor pervivencia fueron las de las ciudades del sur de la región, donde los indígenas no eran sacados de sus ambientes naturales ni usados en trabajos forzosos como la minería o la roturación de la tierra en las haciendas. La información que podemos obtener de los documentos no es homogénea, algunos registran el nombre de la encomendera, el número de encomendados a su cargo, y el nombre del pueblo. Por ejemplo, tenemos a Juana Portocarrero de los indios Guapis, María Burbano de Lara de los indios de San Bartolomé de Males, Manuela Catharina González de los indios de La Vega, Gertrudis Zambrano, quien al morir deja 53 indios en el pueblo de Chachagui en Pasto, Jerónima Hurtado deja una encomienda «vaca»14 de 142 indios en Buesaquillo; Manuela Erazo con 94 indios en Pagendino.15 Es también en esta zona sur donde hallamos los casos de mujeres cacicas, de cuya actividad no se puede inferir más que se trataba de una alianza que, desde la conquista, se había establecido entre las autoridades indígenas y las españolas. De tal forma que los caciques conservaban su autoridad al interior de su comunidad –autoridad que era heredable– pero rendían informes y cuentas de tributos a las autoridades españolas. Era un compartimiento de autoridades para el ejercicio del poder y para garantizar el pago del tributo, pues la única información que hay son documentos en los que los oficiales de la Caja Real piden cuentas a los caciques o cacicas de los tributos que debían recaudar. Entre los documentos consultados encontramos a Juana Basón, cacica de los indios de Carlosama; María Tulcana, del pueblo de Tulcán; María Zudnem Putismán, del pueblo de Ipiales; Rafaela Yaramal, también del pueblo Ipiales con 40 indios; Melchora Putag, de los pueblos de Pastas y Mallamues con 20 indios; Tomasa Sapatan, del pueblo de Chalpud e Imues.16 Dado que no hay otro tipo de documentos notariales ni de juzgado que nos den mayor información de esta actividad, es apresurado sacar mayores conclusiones. Mujeres, haciendas y ganados Al igual que lo sucedido con las encomiendas y los cacicazgos, las haciendas fueron heredadas por mujeres, estableciéndose en un temprano ejercicio de po13. AHMC, folios 121r de abril 22, y folio 124v del 4 de junio de 1673. 14. Término usado en la época, significa vacante. 15. Ibíd., sig. 2978, 3022, 3060, 3065 y 3068, respectivamente. No sobra recordar que los indios mencionados conformaban pueblos de diferentes posiciones geográficas del suroccidente colombiano. 16. Ibíd., sig. 3039 (Col. cl-17t), Popayán, 1722; sig. 3030; sig. 3034, 3036, 3038, 3050, respectivamente.

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sesión y administración de propiedades y unidades productivas. Ello generó una dinámica donde ni la sociedad ni la Iglesia ni el Estado reclamaron la transgresión por el hecho de que una mujer fuera administradora de bienes; esta labor conllevó a un proceso de traspaso y perpetuación de la propiedad en manos de la mujer, sobre todo de las casadas con descendencia, quienes por vía de testamento y de dote, permiten que la propiedad de la tierra permanezca en la familia. Los documentos consultados nos permiten visualizar la actividad de las mujeres en las labores administrativas de la hacienda. La hacienda es –como bien sabemos– de vital importancia en una sociedad –como la del suroccidente colombiano– que desde finales del siglo XVI sufría permanente escasez de alimentos, sobre todo de carne para el abastecimiento urbano y para la formación de negocios comerciales de hatos ganaderos. La crisis, originada en el estancamiento productivo de las estancias –antiguas unidades de producción–, se reflejó también en la falta de alimentos para los entables mineros; los cabildos de las ciudades tuvieron que buscar el mecanismo para controlar el poco ganado existente en sus áreas de competencia, de tal manera que tuvo que recurrir a la adjudicación de abastecimiento obligatorio por días, semanas o meses, con el agravante de que si el vecino no cumplía le ocasionaba una multa cinco veces mayor al valor estimado de la adjudicación. En tiempos de normalidad, otras eran las circunstancias para el abastecimiento se convocaba a los abastecedores mediante pregones y se adjudicaba por remate a quien ofreciera mejor calidad del ganado y mejor «prometido» [dinero que se daba al erario público por cada cabeza sacrificada]. Es notorio cómo en períodos críticos, el cabildo de la ciudad hace una sistemática y periódica adjudicación del abasto de carne a mujeres hacendadas ganaderas o propietarias de pequeñas cantidades de reses; este hecho nos puede indicar que son ellas las que manejan el negocio de cría y levante de ganado en sus haciendas. Por ejemplo, el abastecimiento de Cali, desde el año 1675 hasta el de 1691, estuvo en manos de Andrea Vaca de Calatrava, Magdalena Quintero, Andrea Sunza, María de Rojas y Micaela de la Espada. Aunque esta última señora parece que tenía alguna sociedad con su hijo, pues en los documentos son citados los dos, el negocio era de ella, ya que después de su muerte, el abastecimiento no vuelve a recaer en su hijo.17 Al morir doña Micaela de la Espada, se le adjudica el abasto a doña María Núñez de Rojas, de quien se especifica que es viuda. Ella y doña Leonor Vaca tendrán que abastecer la ciudad en marzo de 1702.18 El ser postor era indicativo de poder económico y de prestigio, pero se debe aclarar que no siempre el abastecedor obligado es una persona de dichas cualida17. AHMC, año 1673, folio 159; año 1676, folio 198v; año 1685, folio 288; año 1686, folio 9; año 1688, folio 85; año 1689, folio 118; año 1691, folio 195. 18. Los repartimientos forzosos u obligatorios como los anteriores se presentaban cuando no habían postores voluntarios debido a la escasez de ganado; la adjudicación se hacía por meses o por semanas. Ibíd., año 1694, folio 23; año 1701, folio 144.

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des; para muchos postores solo indicaba solventar sus necesidades al no tener más bienes que unas cuantas reses. Esto argumentó doña Angela Calzado: «… doña Angela Calzado, viuda, vecina desta ciudad, ante usted como más haya lugar en derecho parezco y digo, que hallándome pobre, viuda, desamparada y con unos cortos novillos de seba para el socorro de mis necesidades, ocurro al amparo de ustedes para que se sirvan hacerme de concederme cuatro semanas de pesa en la carnicería…».19 La petición de doña María de Saa y Vivas, quien generalmente se postulaba como abastecedora, nos presenta otras circunstancias de vida: «… Ha llegado a mí noticia estarse pregonando el abasto de carnicería de esta ciudad, para el año venidero de 1765 y hallándome como me hallo con ochocientos novillos poco más o menos, ya en sazón, para el dicho año como es público y notorio, desde luego hago postura al dicho abasto».20 Argumentado condiciones especiales que obligaban a las autoridades a socorrer a los «desamparados» (niños y mujeres), es decir haciendo uso del discurso oficial, doña Juana Betancourt pide ser admitida en el abasto de ese mismo año: … que en méritos de justicia se ha de servir vuestra señoría y como rendidamente lo suplico de concederme licencia para poder hacer dos días de matanza de ganado en la carnicería… pues como pobre viuda, me hallo falta de medios para poderme mantener con mi familia, por lo que ocurro a la piedad de vuestra señoría en solicitud de mi alivio…21

El mismo uso, pero con fines contrarios, presentó en 1796 doña María Feliciana de Arrachategui al verse en la obligación de abastecer de carne a la ciudad de Cali: He leído el papel que vuestra merced me ha mandado y yo no tengo en mi corta hacienda, unas cortas vacas y unos terneritos, en esa virtud y que no tengo con que matar, se lo aviso a vuestra merced para que lo avise a los señores del cabildo, suplicando a esos señores vean que soy una señora viuda y que me debe mirar con alguna atención, quedando para servir a vuestra merced, de esta haciendita de Meléndez.22

Mujeres evidentemente con poder económico, mujeres pobres, mujeres que apelan al derecho de ser abastecedoras, mujeres que se refugian en los discursos dominantes para conseguir favores, mujeres moviéndose en las duras, poderosas, aza19. Gloria Amparo Marulanda, «Abasto de carnicería de la ciudad de Cali: 1760-1803», Cali, tesis de grado Licenciatura en Historia, Departamento de Historia, Universidad del Valle, 1982, p. 18. 20. Ibíd., p. 146. 21. Ibíd., p. 155. 22. Ibíd., p. 95.

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rosas tareas de la hacienda, son estas mujeres de la Colonia, con pequeñas propiedades o grandes haciendas, las que encontramos dinamizando, perpetuando, fraccionando y protegiendo la propiedad heredada o comprada. Quizá podríamos estar cometiendo el error de generalizar la relación entre la propiedad de ganado y la propiedad de la tierra, pero lo cierto es que en los documentos consultados lo están.23 Para mencionar las más referenciadas, tenemos a Leonor Vaca, María Manuela Pérez Sotelo de Berrío, Clara Núñez, Juana Betancur, Juana Salazar, Ana de los Reyes, Ignacia Piedrahíta, Mariana Lasso, Antonia de los Arcos y Ríos, María Quintero Príncipe, Marcela Caicedo, Isabel Escobar Alvarado, Inés Cobo de Figueroa, Francisca Javiera Caicedo, entre otras, tenían grandes hatos en zonas cercanas a Cali; Ignacia Piedrahíta tenía en 1721 en su hacienda de Amaime 280 reses y doña Manuela Pérez en su hacienda en el Municipio de El Cerrito tenía una inversión de $8.000 entre ganado y esclavos. Es notorio el caso de Isabel Rivedeneira, nuera de uno de los encomenderos-terratenientes más grandes de la banda oriental del Valle del Cauca; había heredado hacienda y trapiche en producción, inició el negocio de cría y levante de ganado y estableció un pie de cría por edades, pronto empezó a registrar en la notaría de Cali varias promesas de venta de ganado vacuno y mular en pie a ciudades como Santafé de Antioquia e Ibarra, al tiempo que se asoció con su hijo para poner en producción el ingenio que había heredado de su marido. Ella aportaría las suertes de caña y los esclavos, y él los utensilios y menaje necesarios para la producción.24 Las grandes haciendas de la banda occidental del Valle del río Cauca característicos del siglo XVI, se fragmentaron a lo largo del siglo XVII y comienzos del XVIII gracias a la ya mencionada crisis económica. En este proceso es importante observar la importante participación de las mujeres, viudas o jóvenes herederas, quienes se vieron en la obligación de efectuar estas transacciones, pues de esta forma no solo superaban las continuas crisis financieras propias de la economía minera y agraria, sino que reactivaban, en cierta forma, el comercio de la tierra, permitiendo así el acceso a la propiedad territorial –hasta entonces supremamente concentrada– a otros sectores e individuos; por otra parte, reactivaban la economía interna de la hacienda, haciendo inversiones en ella. Veamos, por ejemplo, el caso de la Hacienda de Arroyohondo, que fue de las más grandes y activas del norte de Cali. Germán Colmenares dice que fue comprada por Clemente Jimeno de la Hoz en 1725 por 1.812 patacones, estas tierras provenían de la familia de su esposa doña María Rosalía Peláez, quien después de la muerte de Jimeno, compra más tierras y 23. AHMC, año 1705, folio 253v; año 1706, folio 283; año 1708, folio 70; año 1709, folio 93; año 1710, folio 98; año 1711, folio 123; año 1712, folio 166; año 1716, folio 66; año 1721, folio 231; año 1723, folio 259v; año 1725, folio 15v. 24. Isabel Cristina Bermúdez, «Evolución de la propiedad rural en El Cerrito. Siglos XVII-XVIII», en Región, Revista del Centro de Estudios Regionales, No. 1, Cali, Universidad del Valle, 1993, pp. 2526.

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amplía su hacienda. Para 1743 las vende por la considerable suma de 29.025 patacones, acrecentando el capital heredado. En su trabajo, Colmenares, también nos documenta dos casos importantes de señalar: el de las hermanas Ruiz Calzado, Josefa, Agustina y Angela, quienes en 1755 llegaron a ser las dueñas de los tres grandes latifundios donde se hallaban las haciendas más productivas de la época entre Cali y Buga. Y el de doña Mariana Pérez Serrano, albacea del maestro Miguel Vivas, quien arrendó en 1780 la Hacienda El Cabuyal por 15 años en un canon del 3% sobre el avalúo de la hacienda; el caso es interesante, como lo anota Colmenares, por ser éste «… uno de los raros casos en que aparece protocolizado este tipo de operaciones».25 Entre 1720 y 1770, aparecen mencionados en los archivos unos 150 propietarios; entre ellos figura un significativo número de mujeres, entre las que se destaca Ana María de los Reyes, dueña entre otras haciendas de la de Cañasgordas con 70 esclavos a cargo. De 71 transacciones referentes a haciendas que reseña Colmenares para el suroccidente colombiano en el siglo XVIII, 31 mujeres aparecen como vendedoras, compradoras, propietarias de tierras colindantes, etc. Esto sin poder establecer el número de pequeñas propietarias de las zonas rurales. La relación mujeres / haciendas no solo se da por el vínculo de la tierra y el ganado, en la hacienda como unidad productiva existían mujeres indígenas y esclavas que se encargaban no solo de los oficios domésticos –cocina, planchado, costura, limpieza, acarreo de agua y leña, y cultivo y cuidado de las huertas–,26 sino también de crear lazos sociales con la familia hacendada en tanto nodrizas o sirvientes que podían pasar toda su vida al lado de sus amos, e incluso lazos amorosos con sus amos. Sin embargo, estas actividades y relaciones son tan poco documentadas y se prestan a una generalización geográfica tan amplia que es difícil precisar las especificidades para la zona de estudio. Sacadoras de aguardiente, tenderas y vendedoras No solo las mujeres de sectores sociales altos o medianos ejercieron actividades importantes en la vida colonial. Es necesario destacar a las numerosas mujeres de sectores populares de las ciudades y las zonas rurales de poblaciones campe-

25. Germán Colmenares, «Cali: terratenientes, mineros y comerciantes. Siglo XVIII», en Sociedad y Economía en el Valle del Cauca, tomo I, Bogotá, Banco Popular, 1983, pp. 41-42. Aunque no nos explica el porqué le parece raro, podríamos inferir que se refería al arrendamiento tan a largo plazo y al monto del canon, más no creo que se refiriera al hecho de que fuera una mujer la que protocoliza el acto, pues su libro está colmado de nombres de mujeres que de una u otra forma están relacionadas con los factores económicos coloniales. 26. Cfr. Pablo Rodríguez, «El mundo colonial y las mujeres», en Mujer, familia y educación en Colombia, Academia Nariñense de Historia, Pasto, 1997.

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sinas quienes cumplían funciones diversas como oficios, el abastecimiento y venta de verduras, alimentos y utensilios artesanales de vital importancia en la vida cotidiana. Precisamente, la crisis económica y escasez de alimentos a que se hacía referencia párrafos más arriba, obligó a que las autoridades pusieran sus ojos sobre las poblaciones campesinas que mantenían una relativa producción para el autoconsumo y pequeñas ventas en la ciudad. En 1694, el alcalde de Cali, don Nicolás de Caicedo, se quejaba de que se había perdido la antigua costumbre que tenían las indias de los pueblos comarcanos que venían cada semana a la plaza a vender: […] carne de pescado y otras legumbres y en las cuales más para el socorro de los vecinos y gente popular y comúnmente pasaban todos y compraban los dichos mantenimientos para sus casas y el sostenimiento de sus hijos y de sus familias, además las indias los viernes se ocupaban de barrer y de asear las casas capitulares, las cárceles y los portales […] se le manda notificar al corregidor de naturales de los pueblos y distritos mandasen a las indias a que siguieran vendiendo en las plazas públicas y no en casas particulares so pena de castigos, azotes y cárcel para los caciques y para las indias que encuentren vendiendo en casas particulares y multa y cárcel para quienes los sustenten.27

El incumplimiento de importantes obligaciones como abastecer de alimentos la ciudad, se convertía en un grave caso de desorden en detrimento del bien común, desobediencia, desconocimiento de la autoridad y libertad de actuación que debían corregirse; por eso se amenaza a los diferentes individuos involucrados: las autoridades indígenas por el no ejercicio de su autoridad, las indias implicadas y los vecinos que rompían la costumbre mediante la compra particular que hacen con las indias y que impiden la venta libre en la plaza. Las unidades campesinas generalmente contaban con pequeños trapiches y alambiques para sacar pan de azúcar, miel y aguardiente, que producían ya no solo para el autoconsumo y el contrabando, sino para el abastecimiento de los mercados urbanos cercanos. El principal producto de estas pequeñas economías era el aguardiente. Esta actividad de destilación y producción del licor era considerada tarea de «gente de baja esfera» y estuvo casi exclusivamente en manos de mujeres; del censo efectuado en la jurisdicción de Buga, en 1779, sobre haciendas, trapiches y sacadores de aguardiente, se obtiene que de un total de 86 personas en el oficio, 67 eran mujeres.28 Como lo hace anotar el historiador Eduardo Mejía, es bien interesante observar cómo ocho de estas mujeres son llamadas con el título de «doña», referencia que obedece a condiciones económicas, pues son de «poca comodidad», «tiene trapichito, medio almud de caña […]», tratamiento que denota posición so27. AHMC, año 1694, folio 22. 28. Cfr. Eduardo Mejía Prado, Origen del Campesino Vallecaucano, Cali, Centro editorial de la Facultad de Humanidades, 1993, p. 21.

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cial y ganancia de espacios sociales, mientras que a la mayoría de ellas con menores posesiones se les llama como «La Estefana que vive en Guacarí», «la mujer de»; «la Catarina viuda de», tratamiento que para nuestro ambiente cultural es despectivo. En el mismo censo también se pueden observar diez mujeres en el oficio de trapicheras con el título de «doña», aunque el dato no está desagregado del total de trapicheros que son 182, 110 no tienen título alguno, lo que nos deja el interrogante del número total de mujeres en el oficio con respecto al total poblacional.29 La actividad de producción y venta ilícita de aguardiente de caña se llevaba a cabo mediante un rudimentario y pequeño instrumental consistente en un alambique de destilación, y pese a que tanto las autoridades civiles como las religiosas sancionaban la destilación con cárcel, multas y excomunión, esta práctica proliferaba al punto de ser considerada uno de los más «grandes males que afligen a la población». Así, se creó un tribunal (conformado por médicos, teólogos y representantes civiles) para que estudiara lo benéfico o perjudicial de la bebida y su consumo; en su decir, lo perjudicial no era el licor «en sí mismo» sino que solo lo era el abuso que de él se hacía. Las ventajas económicas que vislumbraba el producto llevaron a que en 1736 la Corona española permitiera su destilación y consumo, reguladas ambas con el establecimiento del estanco. La saca de contrabando continuó su rumbo y demanda, lo que hizo que las autoridades aumentaran su vigilancia sobre las zonas rurales, los solares de las casas y las mujeres sacadoras. En 1744, en Popayán, el guarda mayor de renta de aguardiente remitió un auto de detención contra Josefa Marín a quien apodaban la Melcocha, registraron su casa y encontraron «una limeta de licor clandestino y una tinaja (de aguardiente) revuelto». Josefa fue llevada a prisión pues no tuvo con qué pagar la multa, además tenía el agravante de ser reincidente. En 1752 el asentista del Real Estanco de Popayán remitió al Alcalde una petición para cobrar una multa a doña Francisca Fernández de Belalcázar, a quien le habían encontrado un contrabando grande de aguardiente de «siete u ocho vasijas grandes y que por su tamaño no procedieron a llevarlas a la fábrica de aguardiente, sino que hicieron quebrar las ollas y alambiques, además que tal acción no se puede ocultar o disimular por ser casa principal y poderosa». La multa, que era de la considerable suma de 200 pesos, fue rebajada a 66. Lo mismo sucedía en el resto de poblaciones. En Roldanillo, al norte de Cali, en 1796 fue acusada doña Mariana Lemus por la destilación ilícita de aguardiente: se le encontró en su casa «una botija de aguardiente de contrabando colgada de un árbol», se le embargaron sus bienes y se estudio el caso, pues ella argumentó que lo tenía para hacerse un remedio.30 29. Ibíd., pp. 21-22. El censo de 1781 realizado para la ciudad de Buga, nos permite establecer el porcentaje de mujeres en dicha jurisdicción: el 54,1% del total poblacional son mujeres. Más detenidamente podemos ver que de 6.936 mujeres, 1.567 son negras esclavas, 3.823 son libres, 81 son indígenas y 1.465 son blancas. 30. Todos estos casos pueden confrontarse y ampliarse en la tesis de Marco Aurelio Martínez, «Aspec-

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Los casos nos permiten observar diferentes formas de sancionar la práctica ilícita: multas, rompimiento de los instrumentos, derramamiento del líquido, embargo de bienes, prisión; por otra parte, la rebaja de multas, el trato de doña, del alias, o del simple nombre, nos llevan a identificar categorías discriminatorias para el trato y aplicación de las normas. Estos hechos permitían a la vez el sostenimiento de monopolios y fraudes contra el fisco; quizá por ello el virrey Sebastián Eslava estimuló las denuncias ofreciendo como pago parte del producto decomisado. Esta actitud / estrategia podría ser leída como una medida de quiebre de lazos sociales, en tanto que la población delatora a la que se apela son sectores de escasos recursos que por necesidad denuncian, específicamente la población negra esclava a quien se llega a ofrecer su libertad.31 El estancamiento del producto, la persecución del contrabando y la pobreza de la población condujeron a una situación de malestar, robos y penuria que llevaron a que la población y las mismas autoridades locales dijeran que el caos se debía al estanco. Mujeres y minería Las actividades de las mujeres en la administración de minas y esclavos no es muy fácil de percibir, pues esta actividad no está tan documentada en el sentido de que aunque fueran las mujeres las dueñas de las minas y las cuadrillas de esclavos, generalmente ellas no manejaban directamente la producción minera. Quizá ello se deba a la rudeza que implicaba el trabajo de controlar y hacer trabajar las cuadrillas de esclavos casi siempre comandadas por capataces; quizá se deba a la lejanía de las minas de las ciudades, a los intentos de rebeldía de los negros esclavos, o por la productividad que se esperaba de una mina. Pero es precisamente a través de algunos documentos de compraventa, de registro o de demanda entre dueña de minas, esclavos, capataces o tutores, que nos damos cuenta de algunos aspectos. Los documentos encontrados nos permiten ver cómo las mujeres registraban sus minas sin autorización alguna o consideración a ser amonestadas; las registraban en su nombre y no como lo establecía la ley en el de su esposo o hijos. Por ejemplo, en 1724 Jerónima Rosa de Olarte registraba una mina de oro en su nombre y en el de su marido y sus hijos «[…] a fin de poderla laborar sin contradicción con el agua de las quebradas de Hato Viejo y Gualimbio».32 Igual lo hicieron entre 1738 y 1739, Isabel Torijano y Manuela Rojas y Velasco, quienes registraron minas en Hato Viejo y en Chisquino.33 En 1731, las payanesas Antonia y Ana Arboleda de Salazar, viudas, enviaban una comunicación al contador Felipe Uzuriaga solicitantos de la economía del aguardiente de caña de azúcar en la jurisdicción de Cali colonial. Siglo XVIII», Licenciatura en Historia, Cali, Departamento de Historia, Universidad del Valle, 1985. 31. Ibíd., p. 57. 32. ACC, sig. 3114, Popayán, 1724. 33. Ibíd., sig. 3761 y 3803 (Col. c a-21 mn).

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do se les registrara unas minas que habían descubierto sus mineros en el río Cauca «[…] desde la quebrada del Chontaduro hasta la de Gelima la alta, que desagua en Inguitó y juntos desembocan en Cauca». Ellas piden licencia legal para trabajarlas con todas sus aguas, la que se les da con el correspondiente registro.34 Como se mencionaba unos párrafos arriba, quizá la productividad esperada de una mina hacía que ésta recayera en manos de administradores y capataces que ejercían a su antojo. Ilustra la cuestión, la demanda puesta en Popayán en 1627 por la viuda doña María Jácome de Obando, acusando nada más y nada menos que al fiscal de la Real Audiencia de asesinato y abuso. María Jácome vivía en Barbacoas, una de las zonas mineras más productivas de la región en estudio; pide justicia por los «excesos, nulidades y atentados cometidos contra su esposo […] quitándole la vida, bienes y hacienda a mi parte y lo demás deducido». Ella no solo demandó y acusó al oficial, sino que también pidió que se le devolviera «[…] el número de libras de oro, joyas y demás alhajas» y el dinero recaudado de la venta que el oficial había hecho de «[…] una cuadrilla de esclavos negros, plata labrada y otras piezas» y la restitución del oro obtenido del laboreo de las minas, molinos y demás cuadrillas desde el tiempo que se le habían quitado. Los jueces de la Real Audiencia pusieron preso al acusado y la proveyeron de lo pedido; mientras se aclaraba el juicio, los bienes mencionados fueron puestos en manos de un representante de la Corte.35 Situación parecida vivió en Popayán, en 1739, Mariana de los Reyes Prieto de la Concha, quien por defender a sus negros esclavos se vio envuelta en un largo pleito con su albacea. Este, que administraba sus bienes con la libertad que le confería el cargo, llegó a tal punto de demandar y hacer excomulgar a Mariana. Resulta que Mariana, dueña de mina y esclavos junto con su hermano (presbítero), pretendió resguardar su patrimonio y el de sus hijos pidiendo a las autoridades que sacaran unos negros ajenos que había introducido su hermano y su albacea y que estaban causando revuelta, y habían apresado a sus legítimos esclavos. Como la autoridad no atendió su demanda, Mariana rompió las cadenas con que se apresaba a sus esclavos; pues quería evitar un alzamiento. Sus esclavos eran maltratados, y sus mujeres eran objeto de abuso sexual por parte de los negros recién introducidos en las minas. Sin embargo, se vio perjudicada por los fallos judiciales, pues en este caso, como en muchos otros, de un pleito por causas económicas que lesionaban los intereses de las cajas reales, se derivaban acusaciones del orden moral como la de amancebamiento, y la posterior excomunión que se le hizo. Tres años después doña Mariana aparece firmando una escritura pública de venta de sus minas de la quebrada de Calambás en la ciudad de Caloto a favor de don José Carvajal; era dueña de un conjunto de minas por compras dispersas a doña Agustina Gómez, a su her-

34. Ibíd., sig. 3475 (Col. c 1-21 mn). 35. ANH/Q, Fondo Popayán, 28 de marzo de 1627.

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mano Ignacio Prieto y a los herederos de Agustín Belalcázar.36 Aunque los motivos de la venta no se exponen, es quizá presumible que el escándalo en que se había visto involucrada, la excomunión y la consiguiente pérdida de respeto social, la llevaran a vender estas posesiones. Este tipo de abusos como el que se presentó con Mariana y María Jácome, era muy común en la Colonia, cuando la mujer heredera de grandes fortunas era menor de edad y se le asignaba un albacea que administrara sus bienes mientras adquiría la mayoría de edad o se casaba. Igual sucedía con las viudas con hijos menores, cuando no se le daba a ella el tutelaje de los bienes. Lo interesante es observar la actuación jurídica que nos indica dos importantes hechos: por un lado la pervivencia del discurso oficial, con el cual la mujer no debía desobedecer la autoridad impuesta, en este caso la de su hermano presbítero; y la de los oficiales implicados en el contrabando de negros esclavos. En la zona costera del Pacífico colombiano encontramos varios ejemplos de mineras, entre ellas a las hacendadas caleñas María Peláez Sotelo; Bárbara de Saa, dueña de dos minas; Manuela Ruiz de Castro, también con dos minas; Juana del Campo Salazar; la payanesa Catarina de Chaus; la pastusa Juana Portocarrero; y doña Zicilia de Lucero de Barbacoas; también doña María de Quiñónez y Cienfuegos, que tenía además encomienda y negros en Guapi, Timbiquí y Barbacoas.37 Una relación más directa entre mujeres y minería podemos encontrarla en las negras esclavas que habitaron los entables mineros. Como afirma Diego Romero, un estudioso del Pacífico, en un primer momento en la conformación de las cuadrillas el esclavista procuraba no integrar mujeres debido a que en esta frontera selvática «… las mujeres tenían altos riesgos de mortalidad sobre todo en los momentos de partos; las crías igualmente morirían con mayores posibilidades que si nacieran en las haciendas y latifundios del interior de la Gobernación de Popayán…»;38 sin embargo, se ha demostrado que ya para el siglo XVIII la totalidad de la población esclava y negra libre en cuanto a grupos por género se había equilibrado; igualmente, el comercio de esclavos comprendía por igual ambos sexos. Al hablar de las mujeres esclavas, Pablo Rodríguez afirma que cumplían labores de subsistencia tales como cocinar, cultivar, mantener los ranchos, atender los enfermos y ancianos, hasta las de reproducción,39 situación aplicable no solo a la que vivían en los espacios urbanos, sino también a la que vivían en los entables mineros, con la notable diferencia que la rudeza, violencia y condiciones específicas de éstos espacios van a hacer que las esclavas de minas y entables tengan que desarrollar otras formas culturales. Precisamente Romero dice que en las cuadrillas de esclavos negros la familia se centra en la mujer «… el ego de poder y autoridad era 36. ACC, sig. 9697 (Col. Ec-j) de 1739 y sig. (Col.-mn) 3874 de 1742. 37. Mario Diego Romero, Poblamiento y sociedad en el Pacífico colombiano. Siglo XVI a XVIII, Cali, Editorial Facultad de Humanidades, Universidad del Valle, 1995, pp. 43-46. 38. Romero, op. cit., p. 64. 39. Rodríguez, op. cit., p. 116.

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ejercido por la gran madre con mayor número de parentesco con el mayor número de unidades familiares…».40 Por ejemplo, en 1717 en la cuadrilla de Phelipe Orobio en Iscuandé Real de minas de San Lorenzo había: […] dos mujeres madres solteras que habían formado una familia extensa matrilineal y matrilocal. María, de sesenta años, se habría iniciado en la cuadrilla como cocinera (desde aproximadamente 1680, año en el que las explotaciones en la costa tuvieron mayor auge y se realizaron establecimientos definitivos), y atendía en actividades domésticas a muy pocos esclavos (quizá a dos que en 1717 tenían 50 y 30 años respectivamente, o a algún anciano que en esta época ya hubiera muerto). Ella tuvo tres hijos (dos mujeres de 14 y 26 años y un hombre de 10 años) y a juzgar por las edades de sus compañeros de raza, todos hombres (uno de 50 años, uno de 30 y los restantes entre 26 y 16 años), su primera hija, la negra Baltasara, de 26 años, la tuvo con el esclavo de 50 años, pero no había formalizado una unión conyugal con él. Por su parte Baltasara, hubo de procrear sus tres pequeños hijos con algunos de los integrantes de la cuadrilla, ya que ellos (sus hijos de 3, 8 y 10 años) no tenían padre reconocido, y había 7 esclavos solteros entre 16 y 50 años.41

En los entables mineros, las mujeres esclavas negras tuvieron un doble papel: «… hacia los esclavistas por la importancia económica, mientras que hacia los esclavos adquiría un sentido fundamentalmente social».42 Pero lo que interesa resaltar aquí, aparte de observar las actividades de estas mujeres, es la importancia que tienen ellas en la formación de grupos sociales, familiares y poblacionales al margen del modelo colonizador. ¿Cómo subsistió y dominó el grupo «familia extensa» matrilineal para el siglo XVII y XVIII en una Colonia? ¿a dónde se traslada e impone un modelo de familia patrilineal y nuclear?, ¿a través de qué tipo de pactos? Podríamos intentar respuestas argumentando varios factores: 1. El factor geográfico, ya que se trata de una zona de frontera de muy difícil acceso y duras condiciones climáticas, por lo tanto aislada, y cuya incorporación a la sociedad colonial es sumamente lenta y difícil. 2. La ausencia de control oficial por la nula o esporádica presencia de los funcionarios oficiales y la Iglesia católica, que en otros espacios intentaban «meter en ley» a los vecinos y pobladores a través de sus discursos de orden y moral. 3. La especialización del espacio, pues un entable minero es un espacio especializado de explotación metalífera; es decir, es un espacio de trabajo esencialmente y no un espacio para el establecimiento de sociedad; lo que sucede es que para la población esclava es además su espacio de vida, es allí y en los alrededores donde los esclavos mineros construirán sociedad. 40. Romero, op. cit., p. 65. 41. Ibíd., pp. 67-68. 42. Ibíd.

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4. La ausencia de otras etnias y poblaciones cercanas propicia desarrollos autónomos.

Pese a estos factores, los centros urbanos desde donde se miraba el surgimiento de poblaciones alejadas en las zonas mineras, y las formas de convivencia y «relajación de las costumbres» evidenciadas en comportamientos culturales diferentes a los occidentales, se acusó a estas mujeres de «incestuosas», «aberrantes», «amancebadas», las trató de «putas» al «… conocerles varios compañeros de vida sexual durante su vida, y a los hijos de éstas como desnaturalizados».43 Estamos hablando de un encubrimiento de las tradiciones culturales africanas que tenía la población esclava bozal y criolla, tradiciones en las que «un matrimonio de un hombre y una mujer no significa el comienzo de una nueva familia, sino la ampliación de una familia extendida, base principal de muchas sociedades tradicionales africanas».44 Las relaciones sociales que se establecen en estos espacios económicos son flexibles y complementarias, las mujeres garantizan la formación del núcleo familiar, garantizan el aumento demográfico necesario, no en función del esclavista sino en beneficio de la minoría étnica. Hasta aquí, un entable minero parecería un espacio idílico si en el fondo no estuviera la dura realidad de que las mujeres son esclavas, condición jurídica que acompaña a sus hijos independientemente de que sus padres sean libres. Podían acceder al derecho de cambiar de amo demostrando el mal trato; de hecho, la mayoría de los documentos coloniales en que aparecen las mujeres esclavas son peticiones de cambio de amo por maltrato. Podían también buscar la compra de su libertad o la de alguno de sus parientes, situación restringida solo a aquellas que tuvieran la forma de ahorrar dinero. Utilizaron también dos recursos difíciles, peligros y violentos: el de la fuga y el del infanticidio. La fuga era un «… recurso extremo y sin embargo uno de los más usados». Uno de los casos rescatados por Romero en que se combina la fuga, la entrega, la denuncia de maltrato y la adopción estratégica del discurso legal para lograr el cambio de amo, es el de la negra Valeira Piñeiro, esclava de Manuel Piñeiro: en 1794 en Barbacoas, Valeira, de 21 años, se fugó y luego se entregó a las autoridades arguyendo maltrato de su amo a quien servía como cocinera desde que era niña:

43. Ibíd., p. 70. 44. Mónica Espinoza y Nina de Friedemann, «Colombia: la mujer negra en la familia y en su conceptualización», en Astrid Ulloa, edit., comp., Contribución africana a la cultura de las Américas, Bogotá, coedición Proyecto Biopacífico Instituto Colombiano de Antropología / Colcultura, 1993, p. 102. Las autoras seleccionaron dos ámbitos socio-económicos de desenvolvimiento de la mujer negra: el palenque y el de la minería de oro en la selva húmeda tropical, y otros espacios en las desembocaduras de algunos ríos.

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… Ha procurado reducirme triste víctima del furor… largando enteramente las riendas del rencor y la ira… siendo el primer castigo el de doscientos azotes atada de pies y manos, hallándome recién embarazada pues me hizo malparir… que puede decirse con verdad y sin ninguna exageración que este es el real y efectivo manjar con que en dicho tiempo me ha alimentado y vestido sin otro motivo que el dar parto a su género, propenso a la sevicia y al ultraje. El último (castigo) es el más atroz que me ha inferido… es la cruel rotura de la cabeza que finalmente me ocasionó con un fuerte palo, lleno de la mayor impiedad y sin ningún temor de Dios… siendo al mismo tiempo vilmente tratada de puta sin reflexión a mi estado (de matrimonio con que se encontraba con el negro libre Francisco Caicedo) solo por la vía de ser mi señor.

Valeira fundamentó su denuncia como fruto de «… las reflexiones cristianas que me sugirió dicho mi marido» sin las cuales no habría logrado deponer «… el ánimo de la mal premeditada temeridad mía, (y) me resolví acompañarme de las justicias de aquel territorio… pidiendo que se cumpliese a que cediera para buscar otro señor».45 El infanticidio generalmente iba de la mano con el suicidio, una reacción de las esclavas contra la condición de esclavitud con que nacían sus hijos, contra la violencia ejercida por el propietario o el capataz. Para dar un ejemplo, en Barbacoas Mónica de la Cruz había faltado a su trabajo en la mina, por lo que su pequeña hija fue golpeada por el capitán de su cuadrilla. La reacción de Mónica fue coger un machete y matar a la hija de otra esclava que por casualidad por ahí estaba. Mónica sabía que sería condenada a muerte «… que más vale morir en manos de la justicia». Seguido el juicio fue condenada a la pena de muerte, lo que ocasionaba igualmente una pérdida económica para su dueño. Su pena capital estuvo rodeada de simbologías con las que se pretendía mostrar la fuerza de la justicia, producir escarmiento para evitar actitudes semejantes, es decir para dar ejemplo: fue «… arrastrada a la cola de una bestia, con una soga al pescuezo atada de pies y manos y voz de pregonero que publique su delito y así sea llevada por las calles públicas acostumbradas (de Barbacoas) a la horca en que será colgada por el pescuezo hasta que muera naturalmente…».46 Las mujeres esclavas superaron su condición y se convirtieron en el factor social fundamental para crear unos grupos étnicos cuya permanencia se mantiene hasta hoy. Al decir de Zulia Mena, «Estas mujeres jugaron un papel muy importante en la construcción de nuestra cultura; por un lado, se negaron a ser asimiladas por la cultura del amo, y por otro, reconstruyeron la identidad y diversidad étnica y cul-

45. Romero, op. cit., p. 81. El caso de las fugas para la provincia de Antioquia, puede consultarse en Beatriz Patiño Millán, Criminalidad, ley penal y estructura social en la provincia de Antioquia 1750-1820, Medellín, Instituto para el Desarrollo de Antioquia, 1994. 46. Ibíd., p. 111. El libro citado trae más ejemplos, sobre todo de la violencia de que eran víctimas los niños.

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tural que hoy nos caracteriza… pudieron conservar los rasgos característicos de la economía, la organización social y el folclor…»47 Mujeres, mercancías y comercio Las operaciones comerciales son difíciles de rastrear en los archivos notariales, pues generalmente se utilizaban sistemas de vales o escrituras privadas, o simplemente se llevaban libros personales de caja. Ocasionalmente, las operaciones mayores se registraban ante el escribano y los datos que se consiguen son solo una pequeña muestra de la verdadera actividad; por otra parte, en los documentos de juzgado solo se encuentran los pleitos por cantidades considerables de mercancías.48 Lo que sucedía es que era una actividad muy riesgosa empezando por la demora de los pedidos a España, por la demora en llegar a Cartagena, por la demora en llegar a la región, y las frecuentes e impredecibles pérdidas por accidentes; así es que el capital invertido era recuperado con buenas ganancias pero muy lentamente. Estos factores hicieron que desde finales del siglo XVII, los comerciantes de la gobernación prefirieran comerciar solo con los géneros que llegaban a la ciudad de Cartagena. Pese a la dificultad de la labor, el comercio permeaba todas las capas sociales. Esta era una sociedad rural, pero con ciertos aires señoriales que llevaban al surgimiento de «[…] necesidades engendradas en el extrañamiento» que llevaba al tráfico de géneros europeos. Los comerciantes eran de aquellas pocas personas que manejaban dinero líquido, lo que las asociaba a espacios políticos de poder.49 El consumo de géneros procedentes de Europa era el de mayor categoría, pero a la vez su consumo era restringido, pues eran bienes que solo satisfacían costumbres: telas, paños, aceite, vino, lozas, etc. En este mundo de las mercancías y el comercio también las mujeres payanesas participaron activamente. Así nos lo dejan ver los documentos consultados: juicios civiles, registro de mercancías y cobro de impuestos que nos muestran las diferentes formas de participación. En 1575 hallamos a Catalina Moreno, vecina de Popayán quien registra una relación de mercancías que le había traído Alonso Her47. Zulia Mena García, «La mujer negra del Pacífico de reproductora de esclavos a… Matrona», en Astrid Ulloa, edit., comp., Contribución…, p. 90. 48. Lo primero que se legisló para el Nuevo Mundo fue lo referente al comercio; en 1493 se creó la Aduana de Cádiz, luego se erigió la Casa de Contratación de Sevilla en 1503, y como normas generales se aplicaron las de la Quinta Partida sobre derecho mercantil y civil, el cual se recopiló durante el reinado de Carlos III y conformaba nueve libros con 6.377 leyes. Cfr. Rafael Suárez Pineda, Los caballeros conquistadores y sus ejecutorias. Comentarios críticos sobre la conquista, transcurridos quinientos años del descubrimiento, Santa Fe de Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura Hispánica, 1996, p. 131. 49. Germán Colmenares, Historia económica y social de Colombia. 1537-1719, tomo I, 3a. ed., Bogotá, Tercer Mundo Editores, 1983, p. 400.

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nández en su barco por Panamá. Allí figuran todo tipo de géneros que nos dan cuenta de la habilidad y la visión de la comerciante; dos cualidades que implican un conocimiento de las necesidades y los gustos de los vecinos, y de los productos que mayor consumo podrían tener; por ejemplo, en su mercancía tenemos: […] telas, razo de Florencia, paños de varios colores, bayeta de varios colores, telas de Granada, de Damasco, razo de Granada, medias, sedas de colores, tafetán, guantes, jabones, camisas de varios tipos de tela y colores, balones de papel por resmas, agujas, una silla jineta, baras de Holanda cruda, espadas con seis vainas, fruteros de ruan con rosas, fruteros blancos, pesas para oro con sus manos de a libra, organzas, botijas de aceite de media arroba, 6 quintales de jabón, sayas, manteca, pimienta, almendras amargas, una jeringa, ajonjolí, canela, clavos, jengibre, todo en cantidades de varas, docenas y libras reducidos en plata ensallada de a 450 pesos.50

Se pueden notar géneros especializados como las resmas de papel y las pesas para oro que nos indican contacto y trato con actividades oficiales, y no solo con situaciones del ámbito más cotidiano como las ropas, el jabón y los alimentos, aunque de ellos vale la pena destacar que son artículos suntuarios, de altos precios y de codiciada adquisición. En Popayán, en 1592, don Juan Díaz Manso firmó una carta de obligación a favor de doña Mariana de Velasco (vda.), por lo siguiente: «115 pesos de oro de 20 kilates, fundido y marcado, más otro medio peso por concepto de 7 pesos por siete varas de holanda blanca, 10 pesos por dos camisas, 5 pesos por siete varas de ruan, dos pesos y un tomín por una cuarta de tamenete, 4 tomines de limosna al ermitaño, 87 pesos 4 tomines por 35 mantas de algodón».51 En este caso podríamos decir que la condición de viuda le confería el derecho a realizar las transacciones, pero las preguntas son por aquellas mujeres que sin tener la condición efectuaban estas actividades, y por la vigilancia de las autoridades en el cumplimiento de la norma. El hecho de que la administración colonial regulara la vida en las ciudades con cierta laxitud, permitiendo que las mujeres negociaran por sí, sin la intermediación de sus esposos, padres o hijos, se nos evidencia en la visita que debía realizar en 1692 a la ciudad de Cali el oidor y visitador general de la Real Audiencia de San Francisco de Quito, don Pedro de Salcedo y Fuenmayor, quien debido a quebrantos de salud envió a Tomás Lozano; éste reportó entre las anomalías encontradas «[…] la celebración de contratos de mujeres casadas sin licencia o autorización de sus esposos o de la real justicia, por lo cual recibirán perjuicio».52 No hay documentos que nos ilustren acerca del perjuicio que allí se habla, pero ello nos da pie a inda50. ACC, sig. 1225, (Col. C1-10m), Popayán, 1575. 51. Zamira Díaz López, La ciudad colonial. Popayán: política y vida cotidiana (siglo XVI), Cali, Fondo Mixto para la Promoción de la Cultura, Departamento del Cauca, Editorial Unidad Gráfica Facultad de Humanidades, 1996, p. 160. 52. Ibíd., folio 210 a 224, Cali, 1692.

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gar por la obediencia que los oficiales reales cumplían, pues el llamado de atención a seguir la ley y a prohibir que las mujeres cumplieran estas actividades lo hace un visitador, un individuo ajeno al seno cotidiano de la sociedad colonial y a su dinámica. Tal disposición no tuvo mayores repercusiones o pronunciamiento oficial o social alguno y las mujeres siguieron actuando como comerciantes, así lo inferimos de los documentos encontrados. En Cali hallamos en el registro de los repartimientos de alcabalas que se hiciera en los años 1687, 1689 y 1691 a María Quintero Príncipe, a Catalina de Caicedo, a Isabel Serrano y a Juana Girón, por adeudar los impuestos de sus respectivos negocios en la ciudad, los cuales no habían pagado y el Cabildo de Cali se veía en la necesidad de cobrar.53 En 1743 encontramos a Mariana Prieto de la Concha registrando una demanda contra Cayetano Alvarez, por efectos de comercio. Especial mención se debe hacer del caso de Isabel Gil del Valle, vecina de la ciudad de Buga, pues aunque el documento consultado es una solicitud de divorcio, en él podemos ver la actividad comercial que desempeñaba la demandante. En el juicio que va desde 1773 a 1777, Isabel dice que su marido Joseph «[me] maltrata de palabras y de obras, poniéndome las manos y expulsándome de mi casa a la calle…» por lo que pide «… se ha de servir su magestad admitir mi demanda poniéndoseme en depósito y que se aseguren mis bienes dotales que el dicho mi marido tiene, porque no los acabe de disipar», teme que su marido haga sustracción de los bienes que ella tiene «… en la tienda y los demás que tiene en Ibagué, Cártago, Toro y Roldanillo, deben las autoridades inventariar todo y ponerlos en custodia». Aceptada la petición de Isabel se enumera una impresionante cantidad de géneros: […] en su casa tiene 1.500 arrobas de sal, en Ibagué tiene 49 mulas, en los Chancos y otros que todos suman 75, en Ibagué, 14 piezas de listado del reyno que miden 14 varas c/u, más otros 7 pabellones de la misma tela, 6 tarros de tabaco en polvo, 6 piezas de encajes de Barcelona y 37 varas más, tres ruanas negras, 7 pares de calcetas ordinarias del reyno, dos sierras braseras grandes, un tejo de plomo de once libras, una romana corriente, 29 pares de zapatos, dos ponchitos blancos, 8.5 libras de azufre, 4.5 cordobanes, 1/2 resma de papel, una libra de hilo, 22 virretes de algodón, 4 onzas más de hilo, 81 varas de riata, 6 libras de cañafístola, 58 diademas de zapatero, dos sillas de montar vaqueras, $97 y 1 real que consta en un libro, una herramienta de zapatería de 34 piezas, 8 barrenas medianas, un barretón viejo, un cajoncito de cerdas españolas, un par de botiques con sus espuelas, almocafres, 48 lazos, 4 escobas, 2 arrobas y 15 libras de sal. Tiene en Roldanillo una carga de listado, 3 sobretoldos en Tuluá.54 53. AHMC, folio 65, año 1687; folio 133, año 1689; folio 197, año 1691. No se especifica qué tipo de negocio es. 54. ACC, sig. 10.212, folio 10 a 12v, Popayán, años 1773-1777 en que terminó el juicio. El caso contiene un total de 210 folios.

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Todo queda embargado, puesto que Isabel presenta la carta dotal que comprueba que dichos bienes hacen parte de su dote o provienen de ésta. Por su parte, Josep se asesoró de un abogado, quien haciendo una lúcida argumentación de las leyes logra que finalmente que se falle a su favor. Mejor suerte en el fallo de los jueces tuvo Teresa de Ante y Mendoza, en juicio que se tramitó entre 1740 y 1751. El documento consultado no es interpuesto por ella, sino por su demandado Francisco Ayerbe y Aragón, a quien se le pedían cuentas de plata y mercancías que le habían sido depositadas y encargadas por su suegra. Francisco demandó a su suegra por querer quitarle el dinero que consideraba suyo. Después de largas demostraciones con facturas y cuadernos, y teniendo Teresa todas las pruebas a su favor, suegra y yerno llegaron a un acuerdo que no perjudicaba a Ayerbe. Del caso quedan preguntas sin responder: ¿por qué las autoridades no castigaron a Francisco, habiéndose comprobado la alteración de facturas?, ¿por qué no se le hizo ninguna amonestación por su intento de fraude? Otra situación frente al comercio y las mercancías tenían las mujeres de sectores populares como las indígenas urbanas, las mestizas, mulatas y negras libres que se ocupaban del comercio de otros géneros de la tierra, de ventas al menudeo, o en pequeñas tiendas en los marcos de las ciudades y villas. Allí vendían utensilios de uso doméstico, tabaco, telas y ropas que cosían, dulces y panes, como señala Pablo Rodríguez «estos oficios determinaban que su presencia en las calles y plazas fuera un hecho cotidiano. Hacían parte del paisaje urbano»,55 pero desafortunadamente esta labor no ha quedado mayormente documentada en los registros oficiales, y se sabe de su actividad por disposiciones de otro orden como el expuesto en el subtítulo «Mujeres, haciendas y ganados» (pp. 59-63). La mujer en el sector crediticio: capellanías y censos, prestamistas y garantes Las capellanías, instituciones organizadas para rendir tributo a una santidad en especial, tenía además de cultivar devoción, un fundamento de subcomunidad étnica regional o profesional, pero especialmente se imponían para beneficiar el alma del testador y sus descendientes –expresiones de la pervivencia de la mentalidad medieval–. El aspecto que nos interesa resaltar aquí es que la mayoría de las capellanías eran establecidas por mujeres, hecho que las hacía ingresar en un ámbito prohibido para ellas como era el de las rentas y los créditos, pues el capital impuesto en capellanías cumplía además del beneficio espiritual, cuatro importantes funciones de desarrollo social: uno, el sostenimiento de los presbíteros del clero secular y regular; dos, el sostenimiento del patrón que la impone; tres, se inmoviliza la propiedad sobre la cual está fundado el capital; y cuarto, este capital podía ser so55. Pablo Rodríguez, El mundo colonial…, p. 123.

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licitado por personas ajenas a través de censos que funcionaban como préstamos con un interés del 5% respaldados en un soporte material a manera de hipotecas sobre tierras, ganados o dotes. Durante la segunda mitad del siglo XVII y comienzos del XVIII, aumentaron en la Gobernación de Popayán la imposición de capellanías, convirtiéndose en una presión extraeconómica sobre las haciendas, que dada la crisis que se presentó en la región, llevó a la quiebra a muchos propietarios deprimiendo el valor de la tierra y obligando a la venta de porciones de terreno para poder cubrir los réditos o redimir los censos. Lo interesante de observar es que son también las mujeres quienes sirven de fiadoras ante los censos. Mentalidad empresarial, estrategias de acumulación, tácticas frente a futuros inciertos, la verdad es que el hecho de imponer un capital en capellanía le reportaba tres beneficios directos: aliviar las penas del alma y abrir el camino de la salvación, evitar el desgaste de la herencia y acrecentar el dinero y los bienes mediante los intereses y los bienes de quienes no pudieran pagar el préstamo. El capital impuesto no era muy alto, pero es significativo en la medida en que la escasez de dinero líquido en la sociedad colonial es una constante económica. Esto nos indica que la mujer como depositaria de dinero –en esta sociedad con permanente crisis económica debido a las fluctuaciones de los ciclos mineros– desempeñó un papel líder en el sistema crediticio. Al imponer el capital en capellanía se dejaba estipulado quién(es) lo gozaría(n); las mujeres casadas siempre lo hacen a favor de sus hijos y sus descendientes, pues con ello garantizaría el futuro bienestar de su familia y permitía además que el dinero a censo reactivara haciendas o negocios en crisis. Por ejemplo, en 1629 en el sitio de Llanogrande, doña Luisa de Salazar impuso una capellanía a nombre de su hijo Andrés del Campo Salazar y estableció que después de su muerte debían gozarla sus nietos y sus descendientes; sobre esta capellanía hacen préstamo por $450 don Diego del Castillo y su esposa María de Aguirre, hipotecando para ello sus casas de habitación en Buga, 300 yeguas y 2 burros.56 Este es un claro ejemplo de la iliquidez, dado que el monto de los bienes que se hipotecan son de mucha mayor cuantía que lo prestado. Las mujeres solteras sin parentela dejan la capellanía a algún párroco, a los pobres del lugar, a algún hospital o beaterio: en 1716 Ignacia Piedrahíta impuso 4 capellanías, una a favor de los pobres de Cali, otra a favor del «vicario Rodrigo», otra a favor de los santos lugares de Jerusalén, y otra en favor del Convento de San Agustín. Todo ello con capital fincado en su hacienda, su casa y la cuantiosa suma de 16.732 pesos que tenía de dote y ganancia.57 Grandes fortunas pasaron a engrosar las arcas de las ánimas del purgatorio,

56. Bermúdez, op. cit., p. 17. 57. AHMC, sin folio. Capitular 7, octubre 3 de 1716. La suma anotada se constituye en toda una fortuna, baste comparar capellanías impuestas de 100 pesos.

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entre ellas tenemos los 11.738 pesos de la capellanía impuesta por Teresa Calvo en 1738, más las minas, platanares y estancias que tenía en la provincia de Citara. Y la impuesta en 1752 por Manuela Bejarano, también a las ánimas, un capital de 1.000 pesos más su hacienda en Llanogrande avaluada en 2.000 pesos de tierra, 2.000 reses, 500 yeguas, 32 piezas de esclavos, caseríos, trapiches y cañaduzales. Esta costumbre había producido un grave problema para el fisco real; así lo expresaba el gobernador don Pedro Messía de la Cerda en 1772 al denunciar que el Estado eclesiástico y secular era dueño de la mayor parte las posesiones, haciendas y tierras o bienes raíces del reino, incluso las que poseían los seglares reconocían parte a los monasterios, capellanías y obras pías, lo que ocasionaba perjuicio al Estado. Aún en 1803 Pedro Mendinueta decía que las capellanías y bienes de jure devoluto eran tantas que sería difícil para el gobierno hacer una: … exacta noticia de cuántas sean estas capellanías, quiénes sus poseedores, las que están vacantes y de las fincas en que consisten y parajes en donde se hallan, la prohibición para proveerlas ulteriormente, el cuidado de recoger los títulos de las que fueren vacando por el fallecimiento de los capellanes y por otros motivos, y entre ellos por el de su colocación en beneficios y prebendas y la prolija indagación de sus cargos.58

Terminaba diciendo que estos capitales se podían usar en la instrucción pública, específicamente en la fundación de la universidad pública y estudios generales. También acostumbraron las mujeres imponer capellanías como una forma de garantizar el pago de dineros que le adeudaban: así, Francisca Ramos Morales impuso una de 2.000 pesos fincado sobre los bienes que constaban en una escritura que le había dado Pedro Benso como garantía al préstamo de dicho dinero. Igual hizo Isidra Guevara, con 500 pesos que le había prestado a «[roto] Rodríguez», quien debía presentarse a hacer el reconocimiento.59 Un caso muy ilustrativo que nos corrobora este rol, y otros varios de los diferentes ejercidos por las mujeres coloniales en la zona de estudio, es el de la payanesa María de Lenis Gamboa; en su mortuoria declara que de las capellanías que tiene fundadas «… que faltando los llamados vengan a gozarlas los de mi sangre, el que estuviere más pronto» o que si no había ninguno ordenado pasaran a los padres de Santo Domingo. Que de los 3.000 pesos dejados al convento de Santo Domingo saque para cercar la cuadra del convento. Y que del sobrante después de pagar todas las mandas, se reparta entre los mendicantes de la ciudad. En su mortuoria vemos cómo reparte los esclavos que tiene, su casa y hacienda, deja una gran fortuna en dinero líquido que asciende a $32.000. María, a diferencia de otras mu58. Germán Colmenares, Relaciones de mando…, pp. 89-90. 59. Ibíd., folio 275, sin fecha; folio 45, de 18 de febrero de 1752; folio 156, de 28 de julio de 1749.

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jeres que dejaron su fortuna a las ánimas, deja testada la forma como se debe repartir su caudal, pues no tiene hijos. Con este caso iniciamos la observación de las mujeres en su rol de prestamistas. María había servido de prestamista a varios ilustres personajes de la región, había promovido el desarrollo urbano de Popayán, financiando la construcción del convento de Santo Domingo, cuidando incluso de dejar dinero para cuando éste se cayera. Declara que tenía 2.000 pesos prestados al capitán Hilario González, 4.000 al capitán Joseph de Aguirre, 4.000 a don Juan de Rojas, 2.000 a don Pedro Rengifo de Lara, 1.000 que tiene Pedro de Lenis, 1.000 a don Lucas de Escobar […] […] 2.000 en don Antonio Gil del Valle que pertenecen a capellanía a favor del hijo de don Thomás; 2.000 a don Juan Andrés de Alderete para que se pueda ordenar y cualquiera de sus hijos. Lo mismo para don Antonio Rengifo, a don Nicolás de Lenis le tiene 1.000 patacones en capellanía que los tiene don Joseph de Lenis estos a don Joseph en quien posan otros 1.000 también de capellanía. Mando que se les cobre por los instrumentos públicos que tengo.60

El resto del dinero lo reparte entre sus hermanas, sobrinos, cuñados, monjas, vecinas, niños, el Señor de los Milagros de Buga, etc. María de Lenis no descuidó un solo detalle de la forma como se debía dividir la fortuna que dejaba; el registro de los dineros que le debían, de las capellanías que tenía, de sus objetos personales, y la minuciosa repartición de sus bienes, nos perfilan una mujer de conocimiento y entendimiento administrativo, con enorme poder de gestión en los asuntos públicos de la ciudad de Popayán. La capacidad de acumular y acrecentar dinero por dote, por negocios, ventas, etc., lleva a una situación bastante paradójica, ya que las mujeres ingresan al delicado campo de servir como fiadoras o garantes de los aspirantes a cargos públicos, es decir, uno de los campos en que las mujeres no tenían ejercicio directo –los del ayuntamiento municipal–; sin embargo, muchos de los hombres que ocuparon dichos cargos tuvieron que ser respaldados por la palabra y bienes de las mujeres. En esta labor encontramos a Manuela Peláez Sotelo, quien otorga una escritura de fianza para asegurar el manejo de su yerno como teniente de gobernador, justicia mayor, corregidor de naturales y alcalde mayor de minas en la ciudad de Cali, cuyo título le había dado el gobernador Eugenio de Alvarado y Colomo.61 Entre otros ejemplos de transacciones donde también fueron las mujeres garantes, en Cali en 1734 tenemos como fiadora y pagadora de 500 pesos a la señora Rosalía Núñez a favor de Luis Alderete, quien pone como garantía su hacienda de Meléndez con todos sus aperos.62 En 1756, a las hermanas Petrona Ramírez, Balta60. ACC, sig. 10.199 (C-Eclesiástico), años 1740-1752. Mortuoria de María de Lenis Gamboa. 61. Ibíd., sig. 2794 (Col. C 1-12 nt), 1713. 62. AHMC, folio 26, Cali, junio de 1734.

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sara y Manuela Crespo, que sirvieron de fiadoras por 305 pesos a Manuel Crespo, pastoral de una capellanía «[…] que con propiedad sirve el dicho ilustrísimo […] las fiadoras obligan sus bienes habidos y por haber».63 En 1781, la señora María Josefa Llamas, vecina de Buga, demanda la testamentaria del presbítero Domingo Sanjurjo y Montenegro, porque a su muerte éste le adeudaba 73 pesos –más los réditos– que le había prestado del dinero que manejaba como curadora de los hijos menores habidos en su primer matrimonio. Josefa se había casado nuevamente con el notario de dicha ciudad.64 Esta necesidad de dinero que se puso frente a las leyes y a los discursos oficiales, permitió a las mujeres su actuación como apoderadas y representantes. Parecería fácil establecer por qué hubo mujeres que llegaron a esta labor, se podría presumir la influencia de factores como la posición social, la acumulación de dinero por medio de la dote, el reconocimiento de seriedad y responsabilidad, lazos consanguíneos o de linaje; sin embargo, todo quedaría en un terreno especulativo de «se podría decir» que no eran mal vistas las mujeres por estar en estas labores tan propias de los hombres y que no eran sancionadas ni por la Iglesia ni por las leyes civiles, pues los documentos no traen mayor detalle que nos ayuden a inferir con mayor seguridad comportamientos y actitudes en estos aspectos, hace falta un mayor trabajo de archivo que ayude a explicar estas sospechas. Las ideas esbozadas hacen referencia a que el ejercicio de actividades como el comercio, especialmente, pero también las otras actividades como la hacienda y la minería, permitían que las mujeres tuvieran determinada influencia en los personajes que ejercían los cargos públicos, pues muy a menudo servían de fiadoras, es decir, respaldaban a los candidatos a cargos oficiales, pagaban su insolvencia o garantizaban el pago de la fianza necesaria para ocupar dichos cargos. Igualmente, los párrafos anteriores nos dejan avizorar cómo, tanto mujeres de elite como mujeres de estratos medios y bajos, cumplían funciones de relevante importancia para el sostenimiento de la economía y la sociedad colonial. Relacionando estas actividades cotidianas a las que he llamado la pragmática de la vida colonial, con los discursos legales que prohíben a las mujeres actuar en nombre propio, y con la ayuda de los documentos de archivo, podemos perfilar cómo en las colonias el discurso oficial –que imponía unos roles determinados a las mujeres basados a la vez en unas imágenes que ellas debían representar ante la sociedad–, se vio superado. Esta superación es transgresión no violenta del discurso, no programada, no pensada, sino impuesta en el transcurrir cotidiano. Es una superación con la negación comprobada de la lógica que lo sustenta, es decir, las mujeres resultaron tener el pensamiento y la capacidad que se les negaba y a la vez demostrar y demostrarse a sí mismas que la incursión en los espacios públicos no la

63. Ibíd., folio 156, Cali, 22 de junio de 1756. 64. ACC, sig. 10.202, Buga, 1781-1784.

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convertían en deshonesta y desvergonzada. Por otro lado, el uso que hace del discurso legal ante las autoridades, podrían ser signos de una apelación intencional en tanto que lo usa como arma, como instrumento de poder.

REPRESENTACIONES E IMAGENES: LAS MUJERES PAYANESAS Y EL DISCURSO OFICIAL El papel de la Iglesia y del Estado En la colonización de Hispanoamérica y del nuevo mundo se plantearon problemas específicos para el Estado y la Iglesia Ibérica, puesto que implicó la interacción de tradiciones europeas con las culturas nativas, entre las cuales existían diferencias abismales tanto en las normas conductuales como en los hábitos y costumbres. Por tal motivo, la época de la Colonia se caracterizó por una enorme red de restricciones en las relaciones sociales que generaban así mismo una gran tensión en el desarrollo social y personal y que se expresaron en procedimientos implantados desde Europa y en códigos morales y legales que regían el comportamiento de hombres y mujeres de las diferentes sociedades étnicas. Esa tensión, que se evidencia en la continua transgresión a las normas y además en la adopción estratégica de los códigos de la dominación por parte de muchos sujetos que rompieron y restauraron el pretendido orden social y a la vez en la apelación a las leyes, permitió la formación de una sociedad híbrida, con vida propia. Hemos podido observar, mediante algunos ejemplos, que las mujeres también participaban en las esferas públicas en actividades caracterizadas por ser dominio de los hombres. Ese solo hecho nos hace pensar en una transgresión no violenta del discurso legal oficial en el cual se asumía a las mujeres como sujetos caprichosos, menores de edad e incapaces de hacer política, es decir, de concebir y gestionar proyectos para el desarrollo social. Pero así como vemos mujeres actuando en el horizonte público sin restricciones o impedimentos, también podemos ver las actitudes verticales por las cuales se vieron afectadas, lo que las obligó a recurrir a la demanda o responder a ellas, hecho que también nos delata la transgresión no violenta de que hablamos en este estudio. Mujeres y transgresiones: las mujeres ante el juzgado La administración de justicia en la Colonia estaba en manos de las reales audiencias de Santafé y de Quito, en los corregidores, alcaldes ordinarios y pedáneos

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y los jueces inferiores. Su deber consistía en asegurar la posesión de la honra, vida y hacienda, «purgar a los pueblos de malhechores y facinerosos», vindicar «al público de la injuria y el escándalo que recibe con los delitos» y velar particularmente «sobre la observancia de las leyes»,65 específicamente las del Ordenamiento Real publicadas durante el reinado de los Reyes Católicos (1474-1516), posteriormente las de la Recopilación de Leyes de Indias que contenía las leyes desde la formación de las Siete Partidas y El Fuero Real que se hicieron durante el reinado de Felipe II (1556-1598) y se publicaron en 1680, y finalmente las de la Novísima Recopilación en 1806.66 El rey don Felipe II lo había sustentado así: Porque siendo de una corona los reynos de Castilla, y de las indias, las leyes y orden de gobierno de los unos, y de los otros deben ser lo más semejantes y conforme que ser pueda, los de nuestro consejo en las leyes y establecimientos, que para aquellos Estados ordenaren, procuren reducir la forma y manera del gobierno de ellos al estilo y orden con que son regidos y gobernador los reynos de Castilla y de León, en cuanto hubiera lugar, y permitiere la diversidad y diferencia de las tierras y naciones.67

La diversidad de leyes fue un obstáculo en la aplicación de justicia en la administración colonial, pues dejaba al arbitrio de los jueces las decisiones penales,68 lo que «daba lugar a la impunidad de los delitos o a que un mismo delito se castigase con diferentes penas, según la diversidad de jueces y en el mismo tribunal, de acuerdo al momento».69 Partiendo del conocimiento de los hechos que se estaban dando en el seno mismo de la sociedad, la Iglesia y el Estado español habían dispuesto una serie de actos considerados como transgresores de la moral y el orden social (expresados en el discurso canónico y en las leyes oficiales) que al ser asumidos ideológica y estratégicamente por la sociedad, comenzaron a ser denunciados ante la justicia. Personas de todos los estamentos sociales incurrían en estos pecados-delito, y tanto hombres como mujeres, funcionarios oficiales y clericales coloniales, vivieron una cotidianidad donde las circunstancias condujeron a la transformación del discurso, de sus modelos y símbolos, transformación que en muchas ocasiones se expresó mediante la modificación de las leyes, en la fortificación de un derecho consuetudinario que crecía a medida que crecía la sociedad colonial y que en la mayoría de los casos también causaba cambios en el orden mental. 65. Germán Colmenares, Relaciones e informes…, p. 400. 66. Beatriz Patiño, op. cit., pp. 48-49. 67. Recopilación de Leyes de los Reinos de las Indias, ley 13, título 2, libro 2, Madrid, 1941, edición facsimilar. 68. La obra más referenciada en la que se critica este problema de la administración de justicia en la Colonia es la de Cesare Beccaria, De los Delitos y las Leyes, publicada en 1764. 69. Patiño, op. cit., p. 50. Citando a Manuel de Lardizábal y Uribe, Discurso sobre las penas, México, Editorial Porrúa S. A., 1982, pp. XXVIII y XXXI.

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La obediencia entendida como el seguimiento de las normas de control social, y el pecado, como la ruptura de los preceptos morales fundados por la ideología cristiana, fueron condicionantes del comportamiento individual en público y en privado, entablan una relación intrínseca entre el mundo –lo terrenal– y el espíritu; la información que encontramos en los documentos judiciales nos evidencia la tensión producida por esta relación, es un debatirse entre la obediencia y la transgresión, entre el pecado y el perdón, entre aparentar y ser, es una continua ruptura de las normas morales y civiles que nos facilita conocer un poco el tipo de representaciones colectivas que impera y el tipo de representaciones individuales adoptadas (¿o es el simple devenir del individuo en sociedad, del individuo dependiente de las normas y las leyes sociales y divinas?). Hasta el momento hemos visto mujeres actuando en espacios que supuestamente les estarían prohibidos sin que se les haya promovido juicio o demandado por ello; no encontramos grandes cartas o litigios en que las mujeres expresen sus actividades en esos campos, tampoco expresiones de los demás sobre ellas al verlas en esas actividades; eso nos permite decir –volvemos a repetir– que es una transgresión no violenta del discurso; ahora bien, los documentos que sí nos permiten observar el tipo de imágenes y representaciones que se le pide a la mujer que asuma, las formas con que ella se expresa de sí y la forma como apela por sí, son los miles de legajos de los juzgados coloniales. Generalmente las transgresiones en las que se ven involucradas las mujeres en los documentos consultados son del orden sexual, aunque faltaría un estudio mucho más amplio para complementar esta visión; sin embargo podemos tipificarlas según la clasificación70 que había hecho Santo Tomás de Aquino, quien divide los delitos sexuales en tres tipos: 1. Delitos sexuales de carácter lujurioso: adulterio, amancebamiento, bigamia, desfloramiento, estupro, incesto, prostitución, seducción, violación. 2. Delitos sexuales contra la naturaleza: aborto, bestialidad, sodomía. 3. Delitos conexos relacionados indirectamente con algún aspecto sexual: agresión, celos, incumplimiento de matrimonio, rapto, homicidio, injurias, licenciosos, uxoricidio.

Un sondeo realizado según esta clasificación en el Archivo Histórico Nacional para la Gobernación de Popayán muestra como resultado 1.100 casos entre el período 1620-1810 (23.230 folios): 63,5% para los del tipo 1, 1% para los del tipo 2, y 35,4% para los del tipo 3.71 70. Una clasificación de este tipo realiza la historiadora María Teresa Pérez en su estudio sobre Popayán «Relaciones ilícitas en la Gobernación de Popayán: siglo XVIII», en Mujer, Familia y Educación en Colombia, Pasto, Academia Nariñense de Historia, 1997. 71. Boris Corredor, William R. Sierra, «El adulterio, un delito de lujuria», Cali, tesis de Licenciatura en Historia, Departamento de Historia, Facultad de Humanidades, Universidad del Valle, 1990, pp. 3335.

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Veamos algunos casos que nos pueden ayudar a pensar la situación colonial y el discurso que subyace en ellos. El caso de la ya mencionada Mariana de los Reyes Prieto de la Concha, dueña de minas y esclavos, que por salir en defensa de sus esclavos se vio excomulgada y acusada de amancebamiento, es muy ilustrativo. En el documento Mariana pide: […] absolución de la excomunión mayor en que el día 16 del corriente me declaró por incurso por públicos boletones que en las iglesias de esta ciudad se fijaron mandar vuestra ilustrísima por decreto proveído el día 20 y 6 de marzo […] solo se dirige este pedimento a suplicar a vuestra ilustrísima se sirva en nombre de nuestra santa madre iglesia de suspender y alzar dicha censura, atento a lo que tengo alcanzado en mi antecedente que en hacerlo así recibiré justicia.72

Mariana había sido excomulgada por su hermano, el presbítero Ignacio Prieto de la Concha, cuyo apoderado había solicitado «[…] pública excomulgada vitanda y que se graven y reagraven las censuras y se despache mandamiento de prisión». El transcurso del litigio nos hace ver que la pena de excomunión no se originó por el delito de amancebamiento sino en el de «contumacia» y delirios, pues se le tenía notificado, «[…] so pena de excomunión mayor no se entrometa ni propase en cosa alguna sobre los bienes del dicho presbítero Concha», ya que había roto los cepos de los negros de una mina que compartía por herencia con su hermano, y los había incitado a que no trabajaran. Sin embargo, el problema que se mostró al público fue el del amancebamiento, pues ello permitía desviar el asunto de los negros esclavos que los oficiales y el cura estaban introduciendo de contrabando. Para centrar toda la atención en los pecados de Mariana habían pegado boletones en todas las puertas de las iglesias, pretendiendo incitar la censura pública. La alianza autoridad religiosa / autoridad civil pactada en la unión pecado / delito, confluía en un solo objetivo: magnificar el daño hecho a la sociedad y unir mecanismos de castigo para quienes rompen el pacto fundado en las leyes. Los boletones públicos utilizados frecuentemente en casos como éste son uno de esos mecanismos de reparación de la perturbación hecha al bien social. Mariana no asumió la excomunión como el peor mal que le pudiera pasar, parecería que esa fabulosa idea de la vida eterna en el reino de todos los santos no estuviera en sus planes, no le aterra el pecado de no seguir el modelo de una mujer sumisa, recatada y obediente, tampoco le preocupa la desvergüenza y el deshonor que se le impone mediante los boletones públicos; su reacción es clara muestra de una mujer consciente de que su acción es la correcta. En la apelación que hizo demostró conocimiento del discurso legal: 72. ACC, (Col. Ecl-J). Todas las citas de este caso están contenidas en los folios 1 al 33 de la signatura 9697, Popayán, 1739.

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[…] porque he salido condenada en las penas capitales y tan graves y a mi entender sin causa, porque no lo es usar de mi libertad y del derecho natural que no lo prohiben ni las divinas leyes y porque justamente me recelo en que no se me ha de negar el testimonio que pido me quedo contentando con este escrito […]

El uso de este discurso hizo que los oficiales dieran a este argumento justa razón, y que se iniciara un juicio con presentación de testigos; de todas formas el notario le advirtió que sería responsable de todos los perjuicios, daños y pérdidas que se ocasionaran, además que si se fallaba en su contra no se le miraría con la piedad que se le había tratado. Doña Mariana se defiende diciendo que actuó así porque se introdujeron a la hacienda unos negros que no sabe cuál es su procedencia y que ponen en peligro su propiedad: «[…] que dichos negros intrusos estaban aprovechándose de las negras casadas a vista de sus propios maridos con el riesgo del alzamiento de que como bozales y torpes cometan algunos homicidios […]». Tenía a su favor haber apelado al juzgado antes de obrar de hecho, y no se le había recibido su queja; además que lo hacía porque tenía «[…] derecho natural y del que puedo tener en dicha hacienda de considerable cantidad, para mi manutención y la de mis hijos menores». A qué se debe la actuación de Mariana ¿solidaridad con las mujeres esclavas que estaban siendo violadas? ¿temor a un alzamiento de los esclavos? ¿temor a ser involucrada en el contrabando de negros esclavos? ¿temor a perder los derechos de su propiedad? Es en esta última declaración que los demandantes se dieron cuenta de que Mariana, aun excomulgada, no desistiría de pelear por sus derechos. Es aquí cuando solicitan al procurador que se compare la letra de la última apelación de Mariana con las anteriores que había escrito. De ello resultó la acusación de que había sido escrita por Gonzalo Salazar, con quien se decía ella tenía tratos ilícitos. Se despachó prohibición de que estos dos tuvieran trato, o comunicación ni por interpuesta persona, pues de hacerlo sería «un desacato a la ley y harían público su delito de amancebamiento». El caso también nos ayuda a confirmar el hecho de que el delito solo se da cuando afecta al público; aquí no se habla de pecado, sino de mal ejemplo y de «cizaña», es decir, como un vicio que se mezclaría entre las buenas acciones y costumbres. Las imágenes de mujer obediente y sumisa y la representación que de ellas deben hacer las mujeres ante la sociedad, se transgreden por completo en este caso. Además ni en la petición de excomunión ni en las declaraciones de testigos, ni en los fallos parciales, se le hace llamado a ello. El terrible hecho de ser excomulgada la inquieta, pero no tanto como para dejar de cuestionar el papel de la Iglesia y de los representantes de Dios. Por eso, al referirse al presbítero dice: […] me niega el consuelo de dicha absolución, tan extraño de la piedad que nuestra santa madre iglesia acostumbra, que me hace creer (aunque con error) se desea la

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perdición de mi alma, procurándose [roto] a que en mí se eternice esta tan gravosa pena.

Mariana no desistió en su defensa, presentó testigos y argumentó sus derechos y la injusticia que se cometía. De tan penoso pleito, y pese a todos los argumentos expuestos por Mariana, su hermano sale triunfante y, aunque la condena no es mayor, ella debe pagar una pena pecuniaria en obras pías. Hay casos en los que se cruzan variables de diverso origen, donde se combinan argumentos que nos muestran mujeres que han asumido conscientemente el papel que deben representar, en tanto que se muestran más sumisas, pero con la seguridad de alcanzar «justicia». Este es el caso de la ya mencionada Isabel Gil del Valle, quien instaura divorcio en Popayán en 1773 y acusa a su marido por maltrato físico y de palabra que le causaba «[…] sin otro motivo que su mal natural y colérico proceder, con irrespeto a la conservación del matrimonio […]».73 Para el efecto solicita: […] se ha de servir su magestad admitir mi demanda poniéndoseme en depósito y que se aseguren mis bienes dotales que el dicho mi marido tiene, porque no los acabe de disipar, como lo está haciendo […].

Efectivamente, fue puesta en depósito y se procedió a estudiar el divorcio; resultado de ello fue la petición que debió hacer el «marido agraviado» al pedirle al juez que le ordenara a su esposa «[…] me dé alimentos correspondientes para poder yo consistir en el litigio, y mantenerme pues no tengo con qué, mediante haberme quitado el manejo de dichos bienes […]». Un año después, el marido agraviado es asesorado por un abogado de la Real Audiencia, quien solicita a los oficiales reales se le restituyan todos los bienes que venía manejando su representado; alegó que se había transgredido la ley al no haberse probado en primera instancia la disipación de los bienes, con lo cual logra el fallo a su favor; se le entregan los bienes y se ordena al vicario y juez eclesiástico que proceda a la unión del matrimonio. Esta era una de las mayores exigencias que se le hacían a los vicarios, quienes tenían por todos medios que tratar de unir a la pareja, pues con ello se evitaban los largos pleitos, los trámites de juzgado, pero por sobre todo, se lograba la permanencia del «aparente» orden social. El vicario citó a las partes, aquel prometió tratar con amor y vehemencia a su mujer, Isabel siguió negándose a restituirse a su casa; el vicario comunicó a las autoridades que todo había sido en vano y que «la terquedad de ella» se debía no a querer desobedecer sino a los agravios que su marido le hacía. Interesante como el vicario excusa a Isabel –ella no quiere desobedecer–, uno esperaría a que el cura

73. Ibíd., sig. 10.212, Popayán, 1773-1777. El caso completo consta de 210 folios.

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acepte los golpes siguiendo las doctrinas de los teólogos «… en el ejercicio de esta función (el matrimonio) puede el varón hacerse obedecer contra la voluntad de la mujer, corregirla con palabras o azotes si fuera necesario».74 El abogado que defendía al marido de Isabel justificaba los golpes como actos legales sustentados en autores, tratadistas y abogados de las cortes reales, en este caso se hizo cita del Libro 50, y las disposiciones 45 y 46 de las leyes sobre divorcios del jurista Tomás Sánchez: «los azotes, o verberación leve no dan justa causa de divorcio ni prueban sevicia aunque sean sin justa causa […] además las causas que pueden llegar a dar divorcio es si hay verberación grave sangrienta en el rostro o la cabeza que dejen de cama a la mujer…». Con ese argumento legal las autoridades no tenían otra salida que obligar a Isabel a vivir con su marido y restituirle los bienes a éste. Isabel siguió apelando, no dudó en hacer uso de la sanción popular, la opinión social que la beneficiaba al conocerle su comportamiento en sus dos matrimonios anteriores: Público y notorio es señor vicario que con mis dos anteriores consortes gocé de [roto] paz y vida envidiables, dando no ruidos en mi casa, no escándalos, no causas para litigio. [Pide que] se reflexione con el más prudente y maduro acuerdo que corresponde hallará la perita comprensión de vuestra señoría ser irregular la entrega de mi persona a un hombre cuyas calidades y costumbres tengo expuestas en el cuerpo de los autos en el juzgado […] con suficientes comprobantes y fundamentales razones que me amparan para conseguir la separación coatfhorum et avitacionem, de mi mal logrado estado, pues no puedo por menos que llamarlo así […] y entre tanto suplico a vuestra señoría no se me inquiete del recogimiento honesto y separación que tengo.

Su marido sigue sin aceptar el divorcio, pide la excomunión para Isabel, que se le retire del depósito, lugar donde recibía malas influencias y que se le prohibiera hablar sus familiares, y que solo se le dejara salir para ir a misa y a la confesión: […] y si en el intermedio de los quince días no se conviniese voluntariamente a la cohabitación se servirá vuestra señoría según derecho llevarme y dejarme en su compañía que mío sería el cuidado que ella descuide de sus temores mediante la caución que tengo hecha […] que no vuelva a separarse, que sino obstante lo hiciese se dignaría vuestra señoría proceder a las penas eclesiásticas usando de la temida espada de la iglesia que es la excomunión.

En esta apelación hallamos los verdaderos motivos que perseguía: los bienes de la citada Isabel, pues manifestó que la familia de su mujer no quería que se verificara nuevamente el matrimonio para así gozar y disfrutar «del caudal de mi mujer». Dice que la familia de Isabel se había empeñado en ponerla en su contra aún ridiculizando su conducta, afearle los modales, el hablar, el caminar, la estatura, el 74. Alamín, op. cit.

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cuerpo, el rostro «… cosas que hacen impresión en un pecho mujeril para desarraigar de éste cualquier afecto aunque fuese excesivo al marido, y aún para convertir en odio su memoria: ninguno ha ignorado lo poderosas que son para un amor y ánimo femenil hablillas de tal naturaleza». Palabras y expresiones del abogado, sentimientos de uno en palabras del otro, un marido, un hombre, convertido en víctima buscando solidaridad del gremio masculino, lo cierto es que ellas reflejan el modo de ver a las mujeres, superficiales, afectuosamente maleables, débiles de espíritu, sin criterio propio. Con este argumento se condena a Isabel a pagar los costos del litigio. La excomunión no se verificó, lo mismo que la unión de la pareja, pues hasta el final Isabel se negó a volver a su casa junto a su marido. En todo el proceso, solo una vez intervino directamente el juez vicario, quien ante el juzgado habló a favor de Isabel. Argumentó que la única pretensión del marido de Isabel era recuperar los bienes que administraba y que en ningún momento del proceso había dado muestras de amor; hizo a un lado el papel que le correspondía como miembro del clero, no hostigó a Isabel para que obedeciera los preceptos religiosos o para que se comportara como la perfecta mujer casada, y mucho menos hizo escándalo ni sancionó la decisión de la excomunión. […] está resignada a sufrir constantemente todas las penas que se le pueden imponer aunque fuese la de último suplicio, y la que es más horrible que todas, que es la excomunión mayor que sujetarse a las inquietudes de su conciencia, molestias, extorsiones, y fatigas corporales a que la sujetará la unión con el dicho don Joseph Maná y que así mismo en ningún caso por ningún motivo, título o pretexto se desiste, ni es ni será su ánimo desistirse ni se aparta, ni se apartará jamás, ni renuncia, ni es su voluntad renunciar al sólido derecho que le asiste para promover la justa instancia del divorcio […]

Después de tres años de litigio, sin lograr el divorcio y cuando ya se había fallado a favor de su marido, Isabel justificó que no se le uniría jamás: […] ni con los maridos de la condición de Joseph Maná queda asegurada la mujer, ni yo lo quedaría con la caución juzgatoria, que se les hace otorgar y que decretó el ilustrísimo señor obispo, la que no debe tener lugar ni es suficiente para contener a un hombre, que labora en algún vicio que le haga olvidar la obligación que contrajo en virtud y fuerza del juramento.

Con el ánimo de promover nuevamente el litigio, lo acusó de adulterio pues andaba con «negras, chinas y mulatas […] que como gente perdida, que por lo mismo, nada tenían que perder, ni estaban sujetas, ni tendrían respetos humanos a que atender […]»; lo acusó además, de lascivia, puesto que pretendía engañar a una joven «[…] hija de familia, de recámara y recogida, si hasta allí asestó sus tiros, queriendo vencer los fuertes e inexpugnables muros de la virginidad y el recogimiento, y de que tenía padres y hermanos…».

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Quizá con estas últimas exposiciones, Isabel se salvó de ser excomulgada y encarcelada por no reunirse con su marido, quien ganó el caso. Era mujer respetada en su sociedad, conocido su buen comportamiento como esposa, pues había enviudado dos veces y poseía el temple necesario para no doblegarse ante la amenazadora fuerza de la ley y la temible espada de la Iglesia. Este es el único caso en el que se habla de la mujer como el ser superfluo de espíritu débil y es también el único en que se le amenaza por no acatar las órdenes del marido. La diferencia radica en que el abogado que representó al señor Maná (el demandado), utilizó, nombró y citó todos los argumentos legales imperantes en la época. Es decir, fue la expresión del saber legislativo y la fuerza del discurso escrito en la ley lo que condujo el caso a estos cauces, pues aunque son muchos los casos que se instauran en pedimento de divorcio, pocos son los que hacen explícita la citación de párrafos, parágrafos e incisos de las leyes, pero este, además, es uno de los más significativos por la calidad discursiva del abogado. En la última argumentación de Isabel, también observamos la imagen que una mujer podía tener de otras mujeres. Podemos concluir que Isabel es blanca por la forma en que habla de las negras, chinas y mulatas, son gente que no tiene que perder, un decir que les niega a dichas castas y estratos las categorías de virtud y decencia, las cuales sí defiende cuando se refiere a la joven «de familia» «recogida» que intentaba engañar su marido, jovencita que a todas luces también es blanca. ¿Qué imagen, cuál sería el decir de las mujeres de estas castas frente a las blancas?, es una de las preguntas que quedan por responder. Otro tipo de argumentación vemos en la demanda de anulación del testamento de María Cobo, presentada en Cali en 1745 por sus dos hermanas Antonia y Petrona; las demandantes piden que se vea el testamento, que se haga el inventario de bienes y que el marido de la difunta, don Francisco de Saa, no pueda salir de la jurisdicción sin que cumpla el proceso. En diligencias que se llevaron a cabo en Buga, se dijo que doña María y su esposo vivían en Llanogrande –hoy la ciudad de Palmira– lugar donde se había casado y muerto. Las demandantes pretendían comprobar que su difunta hermana no tenía la capacidad mental para testar razonadamente. Preguntados los testigos sobre cómo era María dicen que era: […] tenida por mujer simple de ánimo, sumamente sencilla y tímida, y nunca aunque le preguntasen alguna cosa respondía a la pregunta, sino un adefesio muy desproporcionado y que por su suma simpleza era tenida por incapaz de todo, pues sólo por celebrar sus disparates solían venir algunos sujetos a preguntarle algunas cosas y todo su razonar era tan disparatado que provocaba a risa y el mayor anhelo era el querer casar con todos cuantos venían a su casa sin exceptuar el que fuese persona de baja esfera o de dignidad eclesiástica.75

75. AHN/Q, Real Audiencia de Quito, 28 de marzo de 1745, folio 17v.

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Con ello las demandantes querían dejar sentado que su hermana no tenía juicio ni raciocinio que hiciera valedero el testamento en el cual legaba todos sus bienes a su marido; negaban las cualidades de María. En sus testimonios dicen que era: […] mujer de tanta simplicidad y de ninguna experiencia ni discurso, sus respuestas eran llorar y en tratándola de que la habían de casar se alegraba y en viendo alguno decía con aquel me quiero casar y esto hasta el tiempo en que se casó que tendría más de 28 años y cuando se le divulgó el casamiento fue tan notable admiración de todos porque aunque cuando vivía don Felipe Cobo su padre, tendría más de 20 años, nunca la quiso poner en estado conociendo su simpleza y incapacidad, aunque puso en estado a las demás de sus hijas tirando solo mantener a la dicha doña María como simple a su lado […]

Quizá la simpleza característica de la personalidad que se le adjudica a María, tenga en este argumento el significado de falta de locuacidad y viveza, lo que se confirma con las declaraciones de testigos que dicen que era sumamente tímida. Lo que subyace al argumento de las hermanas es evitar que el viudo se quede con la buena fortuna que había heredado según el testamento dejado por María. Así, negando la capacidad mental, invalidan el matrimonio y el testamento. María había muerto de parto, sus hermanas dijeron que era maltratada por su marido y su suegra, y que debido a la proximidad del parto se hizo el testamento en forma apresurada «y todo dictado por su marido», lo que hacía que el documento no fuera de libre voluntad; aunque esto fue confirmado por los testigos, la Real Audiencia de Quito falló la demanda a favor del marido de María, quien no solo negó la demencia de su mujer, sino que aportó testigos que declararon el ejemplar matrimonio de la pareja. Los testigos acogiéndose a los modelos de mujer, defendieron al marido de María, ella si «era tímida», «era risueña» pero no coqueta, «era recogida» y no «se daba a las miradas públicas», todas éstas eran cualidades en una mujer, no defectos, incapacidades o irracionalidades. Otro caso en el que una mujer se asumió capaz de hablar por sí misma, por su esposo e incluso en nombre de la sociedad se presentó el 17 de marzo de 1778, cuando María Teresa López de Ospina, vecina de Buga, escribió directamente al virrey Manuel Antonio Florez, para que conociera los desmanes y atropellos del alcalde de su ciudad don Pedro de Escobar. El virrey ordenó al Gobernador de Popayán para que contuviera dichos excesos. María Teresa se veía directamente perjudicada por el Alcalde. Sus palabras son una clara muestra de una posición más horizontal en la sociedad, pues el solo hecho de dirigirse al Virrey son indicios de conocimiento de las instancias administrativas y políticas de poder, y además el hecho era también una intromisión en los asuntos del ejercicio político, de los cuales las mujeres debían estar apartadas: […] por fuerza de la verdad, justicia y razón que me asiste pues si como me ha-

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llo en el centro de ella, no hubiera pisado sus umbrales cuando era posible que mi pequeñez, y lo débil de ser mujer me permitiera y animara a poner visible a vuestra señoría, el ordenar las fatigas y trabajos, perjuicios y menos cabos, que a mi persona, marido de honor, e hijos, nos ha causado, y está causando el teniente don Pedro de Escobar, tanto por su empleo de teniente, como de su profesión de abogado, pues con este defiende injustamente por el fin del interés, gobierna y dirige al juez que conoce de la causa, y con el otro atropella con sus palabras y acciones y acusaciones pues ni los sacerdotes se le escapan; de modo su excelentísimo, que este sujeto llenado de tener el empleo conferido por vuestra excelencia no repara ni tropieza en herir y vociferar hasta lo más oculto, aun lo que no es ni se ha pensado, con cuyos hechos tiene consternada esta pobre república y por consiguiente sus moradores, siendo yo de estas acciones la más participante y perjudicada, por cuya causa me veo despojada injustamente de la clausura de mi casa, de la que violentamente y sin oírme se me ha despojado de ella por el desamor, tan crecido, que contra mí y mi marido y familia vierte cada instante el dicho teniente, y para que más bien se me haya hecho dicho agravio, ha procurado como presidente del cabildo atraer a su intento todos los más vocales, y sacar como sacó alcalde de su facción para que haya cogido mi causa y por consigo este dirigirlo; por no ser el dicho alcalde sujeto que tiene la práctica necesaria, por cuya elección han reclamado varios vecinos de esta para ante la piedad de vuestra excelencia, para que se digne proveer este empleo en otro sujeto en quien debidamente tenga los requisitos necesarios, esto es lo primero excelentísimo señor. Y lo segundo y último que puedo hacer constar lo temerariamente que precede del señor teniente don Pedro de Escobar […]76

De la situación ya se había dado cuenta al Gobernador, quien no había arreglado el asunto, y por ello recurría a él por ser máxima autoridad. Termina su carta diciendo que teme por su marido, de quien desde hace días no sabe nada, y por su casa, de la cual se le ha sacado y en la cual tiene su dote. Solicita se suspenda del cargo al alcalde y jura «por Dios y la señal de la cruz que todo lo que ha dicho es verdad». No sabemos de qué sirvió la carta, o la efectividad del argumento expuesto, lo interesante es que María Teresa estratégicamente reconoce su condición: «… mi pequeñez y lo débil de ser mujer» pero justifica su osadía poniendo por sobre ello dos soberanas razones: «la fuerza de la verdad, justicia y razón», y «el bien común», se mete de lleno en el mundo político, opinando sobre el ejercicio del mismo Virrey y del Alcalde de su ciudad, llegando incluso a pedir que se remueva el cargo de alcalde, hace una apelación directa a los deberes y al ejercicio de la autoridad, gran táctica frente a una autoridad como la del virrey a quien convenía que la Colonia que bajo su mando permaneciera en paz y en orden, pues el temor a los levantamientos sociales siempre fue una de las mayores preocupaciones del Estado colonial.

76. ACC, (Col. Cv-Gr), sig. 8532, Buga, año 1778.

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En esa preocupación el Estado colonial había especificado el control de los desórdenes y escándalos tanto del conglomerado social como de las autoridades: … les ordenamos y mandamos, que nos avisen especialmente si hay quien con mano poderosa haya excedido, o exceda en estos límites de la razón, y si ha hecho algún agravio, de que no haya sido castigado, y la causa porque lo haya dejado de ser, y orden que se podrá dar que las repúblicas gocen de toda quietud y sosiego.77

Los alcaldes de barrio, o los alcades de crimen, habían sido creados para evitar los abusos de ambas partes, y las rondas que tenían que hacer se constituían en estrategias para potenciar la vigilancia de aquellos que la voz pública sindicaba como transgresores; sin embargo, las rondas que éstos hacían se prestaban para abusos contra las mujeres, convirtiéndose en una pesadilla para ellas que se veían obligadas a denunciarlos y a enfrentarse en fragosos pleitos. Uno de estos casos es el de Leonarda Solano, vecina de la zona minera de Almaguer, quien se vio afectada por el destierro que le hizo el alcalde a su marido. Leonarda viajó a Popayán donde se presentó al juzgado solicitando que se le aceptaran testimonios para poder obtener la orden de entrada de su marido a dicha ciudad, pidió que se llamaran testigos y se les preguntara: […] si éste [su marido] ha causado en esta ciudad y distrito o si ha tenido alguna osadía con algún vecino o si al contrario se ha portado en mucho que habita en esta dicha ciudad, y sus contornos hombre más político y afable con todos, sin dar nota de su persona, y si por este medio ha sido amable de todos.78

Leonarda logró reunir y llevar los testigos para demostrar que el Alcalde del sitio, por celos políticos, había engañado a su marido ordenándole que lo acompañara a las afueras de la ciudad a capturar unos presos para luego abandonarlo allí y poder acusarlo de reo y desterrarlo. En el discurso de Leonarda podemos ver una argumentación bastante convincente, en tanto que hace uso del discurso oficial. El alcalde hizo todo aquello: … sin tener en cuenta que [aquel] era casado y que […] siendo nosotros pobres desvalidos y que no tenemos arbitrios para podernos avecindar en otra parte pues a lo menos tengo en mi patria una choza propia en donde podernos albergar, pues desde aquel entonces andamos fugitivos y sin que mi dicho marido pueda salir a parte alguna.

77. Cita de la Novísima recopilación, libro 3, título 14, ley 14, y libro 7, título 2, ley 1, en Boris Corredor, et al., op. cit., p. 45. 78. ACC, (Col. J-Cv), sig. 10.213, Almaguer, año 1754.

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Demostró la honradez de su marido y el abuso de autoridad del Alcalde, el juzgado falló en su favor y se le levantó el destierro a su marido. En Cali, doña Antonia de León denunció al alcalde Manuel de Herrera por los azotes que le dio acusándola de vivir en concubinato adulterino con Francisco Sandoval en la misma casa de éste y su mujer Angela. Dirigió múltiples comunicados al Gobernador pidiendo castigo para el Alcalde por el abuso cometido contra ella «siendo noble», reclamó el uso de la ley para aplicar la justicia y no la aplicación de castigos a golpes como lo había hecho el Alcalde.79 No hay evidencias de que se tomaran las medidas del caso contra el Alcalde, ¿por qué no se le dio curso a su demanda? ¿la condición de noble hizo que no se le siguiera juicio por la acusación de concubinato adulterino? Un caso semejante pero con un tratamiento contrario fue el que instauró en Cali María Serafina de los Santos Serrano, quien demandó al alcalde de barrio don Francisco Micolta por ir a su casa en su ausencia, entrar a la fuerza por las ventanas con sus hombres, quitarle el buen nombre y honor y dejar las puertas abiertas por lo que se le perdieron mercancías de su tienda y aderezos de su pertenencia. El Alcalde había hecho la ronda movido por las denuncias de particulares que decían que un mulato esclavo huido, propiedad del regidor de la ciudad, permanecía allí en las noches. Para Serafina el hecho se tenía que castigar más aún en cuanto que «un ministro de justicia» era el agresor, pues «… debió respetar mi estado que aunque separada de mi matrimonio con audiencia del juez competente no por causa mía como es público y notorio, debió atender a mi ejemplar modo de vida, cuya conducta ha sido irreprensible». En el proceso el Alcalde sale al Chocó, Serafina lo acusa de desertor, solicita que lo traigan y no se le deje salir de la ciudad. Devuelto el Alcalde, consigue los testigos que acusan a la pobre Serafina, quien no sale muy librada con acusaciones tan duras como la siguiente: Ella hace hoy el papel más inmundo y asqueroso. Es verdad que nada ha perdido porque su vida voluptuosa y brutalmente entregada a la sensualidad ha sido tan pública y escandalosa que apenas sabrá quién hablando de verdad, la ignora. Ocho años de torpezas y abominaciones ha sido la cadena que ha arrastrado. Lo peor, que desde recién casada dio motivos de queja y sentimientos de su marido, quien por caridad, compasión y otro motivo más bien quiso abandonarla que convencerla en juicio de su iniquidad.80

El caso fue enviado a Popayán y luego por apelación de Serafina a la Real Audiencia en donde se confirma la decisión tomada en Popayán, se obliga a la de79. Cfr. María Teresa Pérez, op. cit., p. 69. 80. Confróntese todo el caso en Milbany Vega, «Apuntes para una lectura de historia social. Cali, 17781808», Cali, tesis de Licenciatura en Historia, Departamento de Historia, Facultad de Humanidades, Universidad del Valle, 1996.

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mandante al pago del costo de todo el proceso y se le prohíbe salir de la ciudad, pues se suponía que iba a la hacienda de San Antonio a buscar a su «mancebo», el mulato mencionado. No solo en su favor apelaron las mujeres, también lo hicieron en representación de personas cercanas como, por ejemplo, el marido. En Popayán, en 1746, María Trinidad Alvarez de Rojas se presentó ante el cabildo municipal como apoderada de su marido, para que se estudiara el embargo que se le había hecho de unas botijas de vino y una mina; aceptado el proceso, consiguió y presentó testigos que comprobaron la injusticia cometida contra su esposo, y logró que los bienes le fueron devueltos.81 En Cali, en 1707, Juana de Escobar y Alvarado, mujer de Antonio Agustín de los Reyes, se presentó ante el alguacil mayor y regidor perpetuo para demostrar que su marido «[…] por quien presto voz y caución de rato grato como más haya lugar en derecho», no tenía deuda alguna con las cajas reales, y solicitaba además que: «[…] ninguna persona, así justicia como regidores de dicha ciudad, le impidan que entre libremente a votar así el día primero de enero para las elecciones del año próximo venidero».82 Resulta interesante ver aquí, cómo esta mujer no solo alega el derecho a que tiene lugar, en tanto que es la esposa del agraviado, sino que se propone demostrar la inexistencia de la deuda. Pero por sobre los demás pedimentos, parece que el objetivo final es el hecho de que a su marido no se le obstaculice la participación en el acto electoral que se aproximaba. Desafortunadamente no se halló otro documento que nos mostrara como hizo estas diligencias, pero lo que sí sabemos es que logró obtener paz y salvo demostrando que su marido no tenía deudas y la autorización para que participara en las elecciones. En 1754, Petronila Burbano de Lara, vecina de Túquerres, se presenta ante el Gobernador y oficiales reales de Popayán en representación de su marido Alejandro de Benavidez, para demostrar que a éste se le había «deducido un alcance mayor del legítimo», el cual se le debía restituir. La Junta de la Real Hacienda aceptó lo representado por Petronila y ordenó que se le restituyera el dinero que demás había pagado su marido.83 La justicia también socorrió a Pascuala Vázquez, quien había sido demandada por su hijo José Collazos, quien pretendía que su madre le devolviera unas varas de tierra que ésta le había vendido a su esposo estando vivo. Muerto el padre, el hijo quería las tierras. En la declaración, Pascuala hace referencia a la maldad de su hijo que quiere echarla a la calle estando inválida y con dos hijas menores hermanas del demandante:

81. ACC, sig. 4041 (Col. JI-4 cv), 1746. 82. AHNC, capitular 12, folio 49, Cali, 1707. 83. ACC, sig. 4512 (Col. II-10h), Túquerres, 1754.

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[…] no sabía que en vez de criar un hijo para mi alivio alimentaba una víbora en mi propio seno para mi ruina […] él ha vivido en la casa más cómoda y yo con mis dos hijas en un estrecho e infeliz tugurio y cocinando en un estrecho alar como que todo está a la vista […] él ha disfrutado todo el solar, sin permitirme sembrar una col, sino que él lo tiene sembrado de cañas para emplearlas en obras de su oficio, que todas son razones muy poderosas para que se le conceda plazo aún al más extraño con que con superioridad de razón serán muy exuberantes para que se le otorguen a una madre que clama con justicia.84

La demanda es fallada a favor de Pascuala, quien podrá seguir viviendo en dichas tierras. Este es el único caso encontrado de un hijo demandando a su madre; éste y los abundantes casos de maltratos entre cónyuges y demandas entre hermanos merecen un detenido estudio sobre la fragilidad de las relaciones familiares en la Colonia. Los anteriores casos nos hacen reflexionar sobre varios aspectos tales como el tipo de formación de las mujeres, pues el hecho de que rompieran los modelos establecidos y se enfrentaran decididamente a las autoridades oficiales, o de que no temieran el castigo divino, nos indican el modo como directa o indirectamente expresaban su conciencia de sí, sus derechos; la puesta en escena de sus peticiones nos reflejan una forma más liberal de representarse a sí mismas ante la sociedad y ante el Estado. Igualmente, la lectura de los procesos de los juzgados nos ayudan a identificar las maneras como la sociedad y sus individuos le dan diversos sentidos a los discursos de orden y moral, en últimas nos delatan partecitas de la vida, sufrimientos y anhelos de las mujeres coloniales.

84. Ibíd., (Col. J-Cv), sig. 10.476, Popayán, año 1784.

A manera de conclusiones

A las colonias americanas llegaron los discursos imperantes en España que contenían las representaciones e imágenes de mujer que éstas debían seguir. Estas se basaban primordialmente en el juicio de los teólogos que desde las reformas gregorianas de los siglos XI y XII habían impuesto el celibato y habían acentuado el «retrato de las mujeres» como «seductoras y tentadoras», estableciendo una dicotomía en los modelos de mujer que perduraría en la mentalidad cristiana y que guiaría el control y la actuación de ellas; estas son: Eva la pecadora y María casta y pura, estatuyendo así el símbolo ideal a seguir y el símbolo a repudiar. En el discurso clerical expresado en el derecho canónico se dio el canon: el lenguaje y el acto a seguir, lo permitido y lo prohibido, mediante él disociaron y/o asociaron a los individuos; en él percibieron las representaciones de hombres y mujeres ideales que convertidas en modelos pasaron de lenguaje a constructores de sujetos. Entre los siglos XVI y XVIII el proceso civilizatorio europeo produjo cambios radicales en las normas conductuales individuales, se entablaron nuevas formas de control de los afectos, las pulsiones y el pudor, y se normatizaron los gestos y comportamientos lícitos e ilícitos. Fue un proceso de «invención de sentidos» que definió reglas y espacios de comprensión y de acción. Transformación que dio nuevas formas de organización y de ejercicio del poder, resemantización de los rígidos discursos canónicos como una forma de no perder el control social y pactos de poder entre Iglesia católica y Estado oficial. Así, tanto la sociedad en general como las mujeres en particular, ingresaron en lo que hemos llamado el espacio del «teatro cotidiano» de las representaciones de mujeres sumisas y recatadas. A las colonias en América llegaron no solo los rígidos discursos canónicos en boca de los frailes y clérigos, también llegaron los sermonarios, las guías espirituales; llegaron y se aplicaron los discursos oficiales del Estado español, su derecho y sus leyes que regían para todos los reinos de Castilla, y se profirieron normas especiales para las colonias que se denominaron derecho indiano. Para el caso de la Gobernación de Popayán, podemos diferenciar dos etapas en la vida colonial; la primera, con una periodización que va desde fines del siglo XVI a fines del XVII correspondiente a la sociedad de conquista, sociedad que se está fundando en una rápida mezcla de etnias, costumbres y saberes, en la que las incursiones de las mujeres en los espacios públicos no eran vistas como transgre-

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siones simplemente porque no eran «observadas» con los ojos del discurso oficial, ya que las condiciones de desarrollo de esta etapa no permitían una presencia efectiva ni de autoridades ni de los hombres en los hogares. En estas circunstancias la participación de las mujeres en las empresas económicas eran actuaciones benéficas para el establecimiento de la sociedad y el Estado colonial. Aquí el elemento femenino no solo es factor reproductivo de la raza, lo es de la propiedad, de los cargos administrativos, del poder. Esto se podría explicar por las características de un nuevo tipo de sociedad, que lleva a que las leyes sean más elásticas, a una cierta flexibilidad legal; no se reparaba en la transgresión por la necesidad de que las mujeres adoptaran actividades propias de los hombres que están dedicados a la exploración e incorporación de más súbditos y vasallos de Dios y del Rey, y más espacios geográficos para la explotación económica. Por eso en la temprana Colonia y hasta bien avanzado el siglo XVII, la mirada vigilante no está sobre las relaciones sociales y sexuales, como lo demuestra el hecho de que las demandas por amancebamiento y concubinato son muy escasas, sino que está fijada en el establecimiento de las autoridades, las órdenes religiosas, los oficiales reales, en el manejo y fiel cumplimiento del tributo, los impuestos, el registro de oro, etc. La segunda etapa es la correspondiente a la sociedad colonial del siglo XVIII caracterizada, ya no como la anterior, por una preocupación por dominar el espacio y someter a la población aborigen, sino por crear ciudades y sociedades al estilo español, en ciudades, pueblos (de indios en nuestro caso), Iglesia católica, cabildo municipal, leyes, etc. En esta etapa predominará el sentido ideal de orden y moralidad, hecho que consolida una alianza institucional para la autovigilancia Iglesia-Estado-Sociedad; esto se traduce en un aumento de demandas en las que se ven involucradas las mujeres, sea como demandadas o como demandantes, en casos que van desde las relaciones ilícitas de concubinato y amancebamiento, hasta el rapto, el estupro, el abandono, el maltrato, el divorcio, el incesto, el adulterio, y una variedad de combinaciones entre delitos y pecados. Hay varias características en el comportamiento de las demandas instauradas por mujeres. Por ejemplo, por causa de maltrato son muy pocas en el siglo XVII; por el contrario, en el siglo XVIII, aumentan considerablemente. Quizá esto puede explicarse con el regreso de los hombres al hogar, con su permanencia en él, por la consolidación de la presencia y el discurso de las autoridades religiosas y civiles. Igual sucede con las demandas en pedimento de divorcio éstas no siempre unidas a las anteriores, aumentaron en esta centuria, pero con la diferencia de que las mujeres solicitantes del divorcio reúnen una serie de argumentaciones que favorecen su pedimento; generalmente la demanda se inicia con una denuncia de malgaste y aminoración de la dote, a ella se agregan el maltrato físico y de palabra y el amancebamiento. Esta reunión de «vicios» y delitos no son presentados al azar, aquí nos hallamos frente a una mujer que ya tiene conocimiento del «derecho natu-

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ral» que le asiste, que busca su defensa porque «es de justicia» y que acude a la justicia con apoderado o en su nombre porque es de «razón» y «en derecho». Es también característica de las demandas el hecho de que las mujeres soliciten ser puestas en «depósito»; aunque parezca difícil de creer, las mujeres tomaban la iniciativa de pedir ser llevadas a un monasterio, a una iglesia, a la cárcel de divorcio, a la casa de alguna autoridad o de algún familiar, antes que regresar al lado del marido. Este hecho nos deja la idea de unas mujeres que en desgaste de su honorabilidad y buen nombre, prefieren el cruel castigo de la «temible espada de la iglesia que es la excomunión» –causada por la separación del cónyuge sin el debido permiso de la Iglesia–, antes que seguir afrontando el castigo corporal y la humillación de palabra. La sumisión y el recato que supuestamente debían seguir en bien del orden social y moral, son abandonadas tras una decisión individual, madura, progresista y rebelde. Los casos estudiados nos muestran una sociedad colonial donde las mujeres fueron dinámicas, tuvieron roles en los espacios públicos y privados que les permitieron forjar otras imágenes de sí, formar nuevas representaciones de ser mujer.

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Isabel Cristina Bermúdez

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Universidad Andina Simón Bolívar Sede Ecuador

La Universidad Andina Simón Bolívar es una institución académica internacional autónoma. Se dedica a la enseñanza superior, la investigación y la prestación de servicios, especialmente para la transmisión de conocimientos científicos y tecnológicos. La universidad es un centro académico destinado a fomentar el espíritu de integración dentro de la Comunidad Andina, y a promover las relaciones y la cooperación con otros países de América Latina y el mundo. Los objetivos fundamentales de la institución son: coadyuvar al proceso de integración andina desde la perspectiva científica, académica y cultural; contribuir a la capacitación científica, técnica y profesional de recursos humanos en los países andinos; fomentar y difundir los valores culturales que expresen los ideales y las tradiciones nacionales y andina de los pueblos de la subregión; y, prestar servicios a las universidades, instituciones, gobiernos, unidades productivas y comunidad andina en general, a través de la transferencia de conocimientos científicos, tecnológicos y culturales. La universidad fue creada por el Parlamento Andino en 1985. Es un organismo del Sistema Andino de Integración. Tiene su Sede Central en Sucre, capital de Bolivia, sedes nacionales en Quito y Caracas, y oficinas en La Paz y Bogotá. La Universidad Andina Simón Bolívar se estableció en Ecuador en 1992. Ese año suscribió con el gobierno de la república el convenio de sede en que se reconoce su estatus de organismo académico internacional. También suscribió un convenio de cooperación con el Ministerio de Educación. En 1997, mediante ley, el Congreso incorporó plenamente a la universidad al sistema de educación superior del Ecuador, lo que fue ratificado por la constitución vigente desde 1998. La Sede Ecuador realiza actividades, con alcance nacional y proyección internacional a la Comunidad Andina, América Latina y otros ámbitos del mundo, en el marco de áreas y programas de Letras, Estudios Culturales, Comunicación, Derecho, Relaciones Internacionales, Integración y Comercio, Estudios Latinoamericanos, Historia, Estudios sobre Democracia, Educación, Salud y Medicinas Tradicionales, Medio Ambiente, Derechos Humanos, Gestión Pública, Dirección de Empresas, Economía y Finanzas, Estudios Interculturales e Indígenas. En conjunto con la Escuela Politécnica Nacional ofrece programas en Informática y en Ciencias (Matemáticas y Física). Realiza también programas de intercambio académico.

Universidad Andina Simón Bolívar Serie Magíster

1 Mónica Mancero Acosta, ECUADOR Y LA INTEGRACION ANDINA, 1989-1995: el rol del Estado en la integración entre países en desarrollo 2 Alicia Ortega, LA CIUDAD Y SUS BIBLIOTECAS: el graffiti quiteño y la crónica costeña 3 Ximena Endara Osejo, MODERNIZACION DEL ESTADO Y REFORMA JURIDICA, ECUADOR 1992-1996 4 Carolina Ortiz Fernández, LA LETRA Y LOS CUERPOS SUBYUGADOS: heterogeneidad, colonialidad y subalternidad en cuatro novelas latinoamericanas 5 César Montaño Galarza, EL ECUADOR Y LOS PROBLEMAS DE LA DOBLE IMPOSICION INTERNACIONAL 6 María Augusta Vintimilla, EL TIEMPO, LA MUERTE, LA MEMORIA: la poética de Efraín Jara Idrovo 7 Consuelo Bowen Manzur, LA PROPIEDAD INDUSTRIAL Y EL COMPONENTE INTANGIBLE DE LA BIODIVERSIDAD 8 Alexandra Astudillo Figueroa, NUEVAS APROXIMACIONES AL CUENTO ECUATORIANO DE LOS ULTIMOS 25 AÑOS 9 Rolando Marín Ibáñez, LA «UNION SUDAMERICANA»: alternativa de integración regional en el contexto de la globalización 10 María del Carmen Porras, APROXIMACION A LA INTELECTUALIDAD LATINOAMERICANA: el caso de Ecuador y Venezuela 11 Armando Muyulema Calle, LA QUEMA DE ÑUCANCHI HUASI (1994): los rostros discursivos del conflicto social en Cañar 12 Sofía Paredes, TRAVESIA DE LO POPULAR EN LA CRITICA LITERARIA ECUATORIANA 13 Isabel Cristina Bermúdez, IMAGENES Y REPRESENTACIONES DE LA MUJER EN LA GOBERNACION DE POPAYAN