El Algoritmo de La Felicidad (Spanish Edition) [PDF]

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Zitiervorschau

Índice Portada Portadilla Sinopsis Dedicatoria Introducción Parte I Capítulo 1. Creando la ecuación Capítulo 2. 6-7-5

Parte II. Grandes ilusiones Capítulo 3. Esa vocecita en tu cabeza Capítulo 4. ¿Quién eres tú? Capítulo 5. Lo que sabes Capítulo 6. ¿Alguien sabe qué hora es? Capítulo 7. Houston, tenemos un problema Capítulo 8. Yo también podría saltar

Parte III. Ángulos muertos Capítulo 9. ¿Es verdad?

Parte IV. Verdades últimas Capítulo 10. Aquí, ahora Capítulo 11. El vaivén del péndulo Capítulo 12. Amor es todo lo que necesitas Capítulo 13. VEP (vive en paz) Capítulo 14. ¿Quién hizo a quién?

Epílogo. Una conversación con Ali Agradecimientos Notas Créditos

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SINOPSIS

Durante muchos años, Gawdat estuvo interesado en diseñar una fórmula que le permitiera desarrollar un verdadero estado de felicidad permanente. Después de incontables horas de investigación, por fin descubrió una ecuación basándose en la comprensión de cómo el cerebro absorbe y procesa la alegría y la tristeza. Años más tarde, el algoritmo de Mo fue sometido a una durísima prueba cuando su hijo, Ali, murió de manera repentina. Él y su familia pusieron en práctica la ecuación y pudieron salir de la desesperación y recuperase de la tragedia. Después de vivir esta experiencia, Gawdat decidió que compartiría su algoritmo con el mundo y ayudaría al mayor número de personas posible a ser más feliz. En El algoritmo de la felicidad, el autor nos explica las razones subyacentes al sufrimiento y nos enseña, paso a paso, cómo despejar la fórmula para lograr una felicidad para toda la vida enseñándonos a disipar las ilusiones que nublan nuestro pensamiento.

El algoritmo de la felicidad ÚNETE AL RETO DE LOS 10 MILLONES DE PERSONAS FELICES

Mo Gawdat

La gravedad de la batalla nada significa para los que viven en paz.

Para Ali

Estoy seguro de que eres feliz dondequiera que estés

Introducción Diecisiete días después de la muerte de mi maravilloso hijo, Ali, empecé a escribir y no pude parar. Mi tema era la felicidad; una cuestión improbable, dadas las circunstancias. Ali era realmente un ángel. Mejoraba todo cuanto tocaba y hacía más felices a las personas que conocía. Siempre estaba en paz, siempre era feliz. No podías dejar de percibir su energía o cómo se preocupaba amorosamente por todos los seres que se cruzaban en su camino. Cuando nos dejó, todo conspiraba para que nos sintiéramos infelices, incluso desgraciados. Entonces, ¿cómo su marcha me indujo a escribir lo que estás a punto de leer? Bueno, es una historia que empezó en torno al día de su nacimiento, quizá incluso antes. Desde el día en que empecé a trabajar, he disfrutado de un gran éxito, riqueza y reconocimiento. Sin embargo, a pesar de todo, mi descontento era permanente. Muy pronto, en mi carrera con gigantes tecnológicos como IBM y Microsoft obtuve una gran satisfacción intelectual acompañada de una gratificación del ego y, sí, gané dinero. Pero descubrí que cuanto mayor era mi fortuna, menor era mi felicidad. No era solo porque la vida fuera más complicada; ya sabes, como esa canción de rap de los noventa, «Mo’ money, mo’ problems» («Más dinero, más problemas»). La cuestión era que, al margen de las recompensas financieras e intelectuales, no era capaz de encontrar alegría alguna en mi vida. Ni siquiera mi mayor bendición, mi familia, me aportaba la dicha que podría haberme dado porque yo no sabía cómo recibirla. La ironía era que, de joven, a pesar de la lucha por encontrar mi camino en la vida y llegar a fin de mes, siempre fui muy feliz. Sin embargo, en 1995, cuando mi esposa, nuestros dos hijos y yo nos

mudamos a Dubái, las cosas habían cambiado. Eso sí, no tengo nada contra Dubái. Es una ciudad notable cuyos generosos habitantes, los emiratíes, nos hacían sentir como en casa. Nuestra llegada coincidió con el estallido del explosivo crecimiento de Dubái, que ofrecía asombrosas oportunidades laborales y muchas formas de hacerte feliz, o al menos de intentarlo. Sin embargo, Dubái también puede parecer surrealista. Recortado contra un deslumbrante paisaje de arena ardiente y agua turquesa, el skyline está saturado de edificios de oficinas futuristas y torres residenciales donde un constante flujo de compradores de todo el mundo adquiere apartamentos multimillonarios. En las calles, Porsches y Ferraris compiten por los aparcamientos con Lamborghinis y Bentleys. La extravagancia de la riqueza concentrada resulta cegadora, pero al mismo tiempo te hace preguntarte si, comparado con todo eso, en realidad has logrado algo. Cuando llegamos a los Emiratos Árabes, yo ya había adquirido la costumbre de compararme con mis amigos multimillonarios y siempre me encontraba en desventaja. Sin embargo, esta sensación de inferioridad no me envió al loquero o al ashram. Me hizo esforzarme más. Me limité a hacer lo que siempre había hecho, en tanto cerebrito y lector obsesivo desde la infancia: compré un montón de libros. Estudié análisis técnicos de la tendencia de las acciones de la bolsa buscando las ecuaciones básicas que definían cada gráfico. Al conocerlas, fui capaz de predecir fluctuaciones a corto plazo en el mercado, como un profesional. Volvía a casa después de acabar mi jornada laboral justo cuando el NASDAQ abría en Estados Unidos y aplicaba mis destrezas matemáticas para ganar mucho dinero como operador diurno (o, más exactamente, como operador nocturno). Y sin embargo —supongo que no soy la primera persona que te cuenta esto—, cuanto «más dinero» ganaba, más desgraciado me sentía. Lo que me llevaba a trabajar más duro y comprar más artilugios con la errónea suposición de que, más tarde o más temprano, todo este esfuerzo me compensaría y encontraría el caldero de oro —la felicidad— supuestamente al final del arcoíris de

alto rendimiento. Me convertí en un hámster atrapado en lo que los psicólogos llaman la «rutina hedónica». Cuanto más tienes, más quieres. Cuanto más te esfuerzas, más razones encuentras para esforzarte. Una tarde entré en internet y en dos clics compré dos RollsRoyce vintage. ¿Por qué? Porque podía. Y porque intentaba llenar desesperadamente un agujero en mi alma. No te sorprenderá oír que cuando llegaron esos dos hermosos clásicos del estilismo automovilístico inglés, mi ánimo no se levantó ni un ápice. Si repaso aquella fase de mi vida, no había nada divertido a mi alrededor. Mi trabajo se centraba en expandir el negocio de Microsoft en África y Oriente Medio, lo que, como puedes imaginar, me hacía pasar la mayor parte del tiempo viajando en avión. En mi constante búsqueda de más me volví agresivo y desagradable incluso en casa, y era consciente de ello. Apenas me detenía a apreciar a la estupenda mujer con la que me había casado, apenas pasaba tiempo con mis maravillosos hijo e hija, y nunca disfrutaba del día que se desplegaba ante mí. En lugar de ello, pasaba casi todo el tiempo estresado, nervioso y criticando a los demás, exigiendo éxito y rendimiento incluso a mis hijos. Pretendía, irreflexivamente, que el mundo fuera como yo creía que tenía que ser. En 2001, el ritmo vertiginoso y el vacío me habían arrojado a un lugar muy oscuro. Llegado a ese punto supe que no podía seguir ignorando el problema. Esa persona agresiva e infeliz que me devolvía la mirada en el espejo no era realmente yo. Había perdido al joven feliz y optimista que siempre había sido y estaba cansado de asumir el papel de este tipo agotado, miserable y violento. Decidí afrontar mi infelicidad como un desafío: aplicaría mi técnica de cerebrito al estudio de mi propio ser, junto a mi mente analítica de ingeniero, para hallar una salida. Crecí en El Cairo, Egipto, donde mi madre era profesora de literatura inglesa, y empecé a devorar libros mucho antes de mi primer día de colegio. A partir de los ocho años, cada curso elegía

un tema de interés y compraba tantos libros como mi presupuesto me permitía. Pasaba el resto del año aprendiendo las palabras de todos esos libros. Esta obsesión suscitaba las burlas de mis amigos, pero la costumbre siguió conmigo como una forma de afrontar todos los retos y ambiciones. Cuando la vida me pone trabas, leo. Me enseñé a mí mismo carpintería, mosaicos, alemán y a tocar la guitarra. Leí sobre relatividad especial, estudié matemáticas y teoría de juegos, y aprendí a desarrollar una programación informática sofisticada. Siendo un niño de edad escolar, y luego como adolescente, me acercaba a mi pila de libros con una dedicación única. Cuando crecí, apliqué esa misma pasión a aprender la restauración de coches antiguos, a la cocina y a los retratos hiperrealistas con carboncillo. Adquirí un razonable nivel de competencia en negocios, gestión empresarial, finanzas, economía e inversión, fundamentalmente a través de los libros. Cuando las cosas se ponen feas, tendemos a sumergirnos en lo que mejor sabemos hacer. Por lo tanto, en la treintena, cuando me sentía abatido, leía sobre mi delicada situación. Compré todos los títulos que pude encontrar sobre el tema de la felicidad. Acudí a muchas conferencias, vi muchos documentales, y analicé con diligencia todo lo que había aprendido. Sin embargo, no abordé la cuestión desde la misma perspectiva que los psicólogos que habían escrito libros y realizado experimentos, y que habían convertido la «investigación sobre la felicidad» en una disciplina académica candente. Ciertamente, no seguí la estela de todos los filósofos y teólogos que abordaron el problema de la felicidad humana desde los albores de la civilización. Siguiendo mi formación, descompuse el problema de la felicidad en sus componentes más ínfimos y apliqué un análisis técnico. Adopté un enfoque basado en hechos, extensible y replicable. En el camino, puse a prueba todos los procesos que supuestamente tenía que aplicar sin pensar, comprobé el ajuste de cada pieza y observé atentamente la validez de todo input mientras trabajaba para crear un algoritmo que produjera el resultado

deseado. Como programador informático, me fijé la meta de encontrar un código que pudiera aplicarse reiteradamente a la vida de cualquier persona a fin de producir, invariablemente, la felicidad. Curiosamente, después de todo este esfuerzo hiperracional digno del señor Spock, mi primer descubrimiento real tuvo lugar durante una conversación con mi madre. Ella siempre me había pedido que trabajara duro y que priorizara el éxito económico frente a cualquier cosa. Invocaba frecuentemente un proverbio árabe que en una traducción libre dice así: «Come frugalmente durante un año y viste frugalmente otro año más, y encontrarás la felicidad para siempre». Siendo joven seguí religiosamente ese consejo. Trabajé duro, ahorré y alcancé el éxito. Había cumplido mi parte del trato. Así que un día le pregunté a mi madre: «¿Dónde está toda esa felicidad que ahora tengo derecho a reclamar?». Durante la conversación, de pronto descubrí que la felicidad no es algo que tengamos que esperar y buscar como si se tratara de una realidad que hubiera que ganar. Además, no debería depender de condiciones externas, y menos aún de circunstancias tan inconstantes y volubles como el éxito laboral y la adquisición de patrimonio. Hasta entonces mi camino había estado sembrado de éxito y progreso, pero cada vez que avanzaba en ese campo era como si la meta se hubiera desplazado más lejos. Descubrí que jamás alcanzaría la felicidad si me aferraba a la idea de que en cuanto consiguiera esto o aquello o llegara a tal meta sería feliz. En álgebra, las ecuaciones se pueden resolver de muchas formas. Si a = b + c, por ejemplo, entonces b = a – c. Si intentas resolver el valor de a, buscarás los valores de los otros dos parámetros (b y c), y si intentas hallar b, tu camino será diferente. La incógnita que eliges resolver altera drásticamente tu forma de afrontar la solución. Lo mismo ocurre cuando decides resolver la felicidad. Empecé a darme cuenta de que durante todos mis esfuerzos había estado intentado resolver el problema equivocado. Me había fijado el reto de multiplicar el estatus y la riqueza material de modo

que, eventualmente, el producto de todo ese esfuerzo fuera... la felicidad. Lo que en realidad tenía que hacer era saltarme los pasos intermedios y simplemente resolver la felicidad en sí misma. Mi viaje me llevó casi una década, pero en 2010 ya había desarrollado una ecuación y un modelo simple, bien diseñado y replicable de felicidad y cómo sostenerla que concertaban a la perfección. Puse el sistema a prueba y funcionó. El estrés de perder un trato comercial, las largas colas en el control de seguridad en el aeropuerto, un pésimo servicio al cliente: nada de todo ello podía atenuar mi felicidad. La vida diaria en tanto que marido, padre, hijo, amigo y empleado tenía sus inevitables euforias y bajones, pero al margen de cómo evolucionara cada día, tanto si era bueno como si era malo —o una mezcla de los dos— descubrí que podía disfrutar del viaje en la montaña rusa. Por último, recuperé a la persona feliz en la que reconocía a mi propio «yo» cuando empecé y permanecí ahí por un tiempo. Compartí mi riguroso sistema con cientos de amigos, y mi algoritmo de la felicidad también funcionó con ellos. Su feedback me ayudó a refinar el modelo todavía más. Algo que resultó ser muy bueno, porque no sabía hasta qué punto lo iba a necesitar. Mi padre fue un distinguido ingeniero civil y un hombre excepcionalmente bondadoso. Aunque mi pasión siempre fue la informática, estudié ingeniería civil para complacerle. Mi campo de estudio no fue la mayor contribución a mi educación porque, como creía mi padre, el aprendizaje tiene lugar en el mundo real. Desde mi llegada a la escuela secundaria, mi padre me animó a pasar cada período de vacaciones en un país diferente. Al principio exprimía cada céntimo para pagarme esas experiencias, y lo disponía todo para que visitara a la familia o a los amigos durante mis viajes. Más tarde trabajé para pagarme los viajes yo mismo. Estas experiencias en el mundo real fueron tan valiosas que prometí ofrecérselas a mis hijos.

Por suerte, la universidad que elegí me ofreció los mayores beneficios y bendiciones que un estudiante podía desear. Conocí a una encantadora e inteligente mujer llamada Nibal. Nos casamos un mes después de su graduación, y un año después se convirtió en Umm Ali, «madre de Ali» , tal como se llaman las mujeres en Oriente Medio cuando nace su primer hijo. Dieciocho meses más tarde, nuestra hija Aya nació para convertirse en la luz del sol y la irreprimible fuerza energética en el seno de nuestra familia. Con Nibal, Ali y Aya en mi vida, mi buena fortuna no conocía límites. Mi amor por mi familia me indujo a trabajar duro para proporcionarles la mejor vida posible. Asumí los retos de la vida como un rinoceronte en plena embestida. En 2007 me uní a Google. A pesar del éxito de la empresa, su alcance global era limitado en ese momento, por lo que mi función era expandir nuestras operaciones a Europa del Este, Oriente Medio y África. Seis años más tarde pasé a Google X, ahora una entidad independiente conocida como X, donde finalmente alcancé el puesto de director ejecutivo. En X no intentamos conseguir mejoras graduales en la línea de cómo funciona el mundo; por el contrario, pretendemos crear nuevas tecnologías para reinventar la realidad. Nuestro objetivo es ofrecer una mejora radical, multiplicada por un factor diez, 10X. Esto nos lleva a trabajar en ideas aparentemente relacionadas con la ciencia ficción, como cometas de fibra de carbono autónomas que operen como turbinas eólicas aerotransportadas, ordenadores en miniatura alojados en lentes de contacto que capturan datos fisiológicos y se comunican inalámbricamente con otros ordenadores, y globos para transportar tecnología de telecomunicaciones a la estratosfera a fin de proporcionar el servicio de internet a todos los seres humanos en cualquier parte del mundo. En X, a estas ideas las llamamos «lanzamiento lunar». Cuando pretendes mejorar lo que ya existe, trabajas con las mismas herramientas y suposiciones previas, el mismo marco mental en el que se basa la vieja tecnología. Pero cuando el desafío es avanzar en un factor diez, empiezas con una pizarra en blanco. Cuando te involucras en un lanzamiento lunar, te enamoras del

problema, no del producto. Te comprometes con la misión antes incluso de saber que tienes la capacidad de cumplirla. Y defines objetivos audaces. La industria automovilística, por ejemplo, se ha centrado en la seguridad durante décadas. Ha realizado avances progresivos añadiendo mejoras al diseño tradicional de un coche: el diseño al que nos hemos acostumbrado desde principios del siglo XX. En X, nuestro planteamiento empieza por preguntar: «¿Por qué permitimos que suceda un accidente?». Entonces nos comprometemos con el lanzamiento lunar: el coche autodirigido. Entretanto, con mi modelo de felicidad plenamente operativo, y mientras obtenía un gran placer de mi carrera contribuyendo a inventar el futuro, mi hijo y mi hija aprendían y crecían y, en la estela de la tradición de mi padre, viajaban a un nuevo lugar cada verano. Tenían muchos amigos a los que visitar en todo el mundo, y siempre exploraban ámbitos nuevos. En 2014, Ali era estudiante universitario en Boston, y ese año tenía planeado un gran viaje a través de Norteamérica, por lo que no esperábamos que volviera a casa, a Dubái, para su visita habitual. Por lo tanto, fue para mí una agradable sorpresa que en mayo llamara para decir que sentía un imperioso deseo de pasar unos días con nosotros. Por alguna razón sentía urgencia, y me pidió que le reservara un vuelo tan pronto como acabaran las clases. Aya también planeaba visitarnos, y Nibal y yo éramos increíblemente felices. Lo arreglamos todo y esperamos con impaciencia la alegría de reunir a la familia en julio. Cuatro días después de su llegada, Ali sufrió un intenso dolor en el vientre y fue ingresado en un hospital local, donde los médicos prescribieron una apendectomía rutinaria. No me preocupé. De hecho, me alivió pensar que había pasado mientras estaba en casa y podíamos ocuparnos de él. Las vacaciones tal vez no serían como se las había imaginado, pero sería fácil asimilar el cambio de planes. Cuando Ali estaba en la mesa de operaciones, le insertaron una jeringa para introducir dióxido de carbono y expandir la cavidad abdominal, a fin de ampliar el espacio para el resto del procedimiento. Sin embargo, la aguja cayó unos milímetros

demasiado lejos y perforó la arteria femoral de Ali, uno de los mayores vasos sanguíneos que transportan sangre desde el corazón. Entonces las cosas fueron de mal en peor. Transcurrieron momentos preciosos hasta que alguien se percató del error, y luego hubo una serie de errores adicionales y con fatales consecuencias. En unas pocas horas, mi querido hijo se había ido. Antes de que pudiéramos empezar a asimilar la enormidad de lo que había sucedido, Nibal, Aya y yo nos vimos rodeados de amigos que nos ayudaron con los asuntos prácticos y nos apoyaron mientras luchábamos por comprender el giro abrupto que habían dado nuestras vidas. Dicen que perder a un hijo es la experiencia más dura que una persona puede padecer. Ciertamente, sacude a cualquier padre hasta el tuétano. Perder a Ali en la plenitud de su vida fue aún más duro, y perderlo inesperadamente debido a un error humano evitable quizá fue lo más duro de todo. Pero para mí la pérdida fue aún peor porque Ali no solo era mi hijo, sino también mi mejor amigo. Nació cuando yo era muy joven, y sentía que habíamos crecido juntos. Jugábamos a videojuegos, escuchábamos música, leíamos libros y nos reíamos mucho juntos. A los dieciocho años, Ali era considerablemente más sabio que muchos de los hombres que he conocido. Era un apoyo y un confidente. A veces llegaba a pensar: «Cuando crezca, quiero ser como Ali». Aunque todos los padres consideran que sus hijos son excepcionales, con sinceridad creo que Ali lo era. Cuando nos dejó recibimos mensajes procedentes de todo el mundo, transmitidos por cientos de personas que describían cómo ese joven de veintiún años había cambiado sus vidas. Algunos eran adolescentes, otros tenían más de setenta años. Nunca sabré cómo Ali tuvo el tiempo y la sabiduría para influir en la vida de tanta gente. Era un modelo de serenidad, alegría y bondad. Y tenía una presencia que irradiaba estas características en su camino. Una vez vi, desde lejos, cómo se sentaba junto a una vagabunda y le hablaba largo tiempo. La reconoció como un ser humano que merecía atención, y a continuación vació sus bolsillos y le dio todo lo que tenía. Cuando se

alejaba, ella le alcanzó, buscó en su bolsa y le entregó lo que para ella seguramente era su posesión más preciada: un pequeño frasco sin abrir de crema de manos. Ese regalo se convirtió en uno de los tesoros más preciados de Ali. Ahora es uno de los nuestros. Sin embargo, ahora, debido a un error médico, lo había perdido en un santiamén. Todo lo que había aprendido acerca de la felicidad iba a ser puesto a prueba. Pensé que si podía salvarnos a mí y a mi familia de las profundidades de la depresión, podría contarlo como un gran éxito. Pero logramos mucho más que eso. Cuando Ali abandonó nuestro mundo de forma tan repentina, su madre y yo, y también nuestra hija, sentimos un profundo dolor. El dolor de su pérdida aún permanece, por supuesto, y de vez en cuando lloramos porque no está ahí para abrazarle, conversar o jugar a un videojuego. El dolor que nos embarga nos impulsa a honrar su memoria y desearle todo bien. Sin embargo, sorprendentemente, hemos sido capaces de mantener un estado constante de paz, e incluso de felicidad. Tenemos días tristes, pero no sufrimos. Nuestro corazón está contento, incluso dichoso. En otras palabras, nuestro modelo de felicidad nos ha ayudado. Aun en los momentos de más intenso dolor por el fallecimiento de Ali, no nos sentimos enfadados o resentidos con la vida. No nos sentimos engañados o deprimidos. Vivimos el acontecimiento más difícil imaginable tal como lo haría Ali: en paz. En el funeral de Ali, cientos de personas visitaron nuestro hogar para presentar sus condolencias, mientras que una enorme multitud esperaba fuera, bajo los cuarenta y tres grados del verano de Dubái. No se marcharon. Fue un funeral excepcional que orbitó en torno a la felicidad que Ali irradió durante su vida. La gente lloraba, pero pronto se vio sumida en la energía positiva del acontecimiento. Lloraban en nuestros brazos, pero cuando hablábamos y comprendían nuestro punto de vista y conocían nuestro modelo de felicidad, enjugaban sus lágrimas. Paseaban por la casa admirando los cientos de fotografías de Ali (siempre con una gran sonrisa) en

cada pared. Probaban alguno de sus snacks favoritos, servidos en mesas, o se llevaban algo suyo como recuerdo, y recordaban todos los momentos felices que les había aportado. Había tanto amor y energía positiva en el ambiente, tantos abrazos y sonrisas, que al acabar el día, si desconocías las circunstancias, podías pensar que se trataba de un feliz encuentro entre amigos, tal vez una boda o una graduación. Incluso en estas circunstancias sombrías, la energía positiva del Ali impregnaba nuestro hogar. En los días posteriores al funeral, me preocupaba el pensamiento de qué haría Ali en esa situación. Todos los que lo conocíamos, le pedíamos consejo con regularidad, pero él ya no estaba con nosotros. Yo quería preguntarle desesperadamente: «Ali, ¿cómo afronto tu pérdida?», aunque conocía su respuesta. Él diría: «Khalas ya, papá. Ya pasó, papá. Ya he muerto. No hay nada que puedas hacer para evitarlo, así que vívelo de la mejor manera posible». En los momentos de silencio, podía oír en mi mente la voz de Ali repitiendo estas frases una y otra vez. Así pues, diecisiete días después de su muerte, empecé a escribir. Decidí seguir el consejo de Ali respecto a hacer algo positivo e intentar compartir nuestro modelo de felicidad con todos aquellos que sufren innecesariamente en todo el mundo. Cuatro meses y medio después levanté la cabeza. Tenía un primer borrador. No soy un sabio ni un monje que se oculta en un monasterio. Voy a trabajar, peleo en las reuniones, cometo errores, grandes errores que hieren a quienes amo y que me hacen sentir dolor. De hecho, no siempre soy feliz. Pero he descubierto un modelo que funciona: un modelo que nos ha ayudado en nuestro dolor, el modelo que la vida de Ali contribuyó a crear con su ejemplo. Esto es lo que quiero ofrecerte en este libro. Mi esperanza es que al compartir el mensaje de Ali —su forma de vida pacífica— pueda honrar su memoria y continuar su legado. He intentado imaginar el impacto positivo que puede crear la difusión de este mensaje, y me he preguntado si tal vez no es inútil mi trabajo como alto ejecutivo de alcance global. He asumido una

misión ambiciosa: ayudar a ser más felices a diez millones de personas, un movimiento (#10millionhappy) al que te pido que te unas para crear juntos, a pequeña escala, una pandemia global de la alegría propia del estilo de Ali. La muerte de Ali fue un golpe que no esperaba, pero al mirar atrás, siento que de algún modo él lo sabía. Dos días antes de su inesperada muerte, nos sentó a todos como un abuelo sabio reuniendo a sus hijos y nos dijo que tenía que compartir algo importante. Dijo que comprendía que parecía extraño que él ofreciera consejo a sus padres, pero que se sentía obligado a hacerlo. Normalmente, Ali hablaba poco, pero entonces se tomó su tiempo para decirnos a Nibal, a Aya y a mí lo que más amaba en nosotros. Nos agradeció bondadosamente todo lo que habíamos hecho por él. Sus palabras reconfortaron nuestros corazones, y luego nos pidió una serie de cosas específicas. Su petición para mí fue: «Papá, nunca debes dejar de trabajar. Sigue marcando la diferencia y escucha a tu corazón más a menudo. Tu trabajo aquí no ha concluido». Hizo una pausa de unos segundos, se reclinó en su asiento —como diciendo «pero ahora mi trabajo aquí ha terminado»— y dijo: «Eso es. No tengo nada más que decir». Este libro es mi intento por cumplir la tarea que me asignó mi ídolo de la felicidad. Mientras viva, haré de la felicidad global mi misión personal, mi lanzamiento lunar para Ali.

Parte I

En el mundo moderno, la felicidad está rodeada de mitos. Gran parte de nuestra comprensión de lo que es la felicidad y dónde encontrarla está distorsionada. Cuando sabes lo que buscas, la búsqueda es más fácil. Tal vez lleve tiempo desprenderse de los viejos hábitos, pero si mantienes el rumbo, llegarás.

Capítulo 1

Creando la ecuación No importa si eres rico o pobre, alto o bajo, hombre o mujer, joven o viejo. No importa de dónde vienes, cómo te ganas la vida, qué lengua hablas o qué tragedias has tenido que soportar. Donde quiera que estés, quien quiera que seas, quieres ser feliz. Es un deseo humano tan básico como el impulso de la respiración. La felicidad es esa gloriosa sensación en la que todo parece correcto, cuando los tiras y aflojas y los bordes irregulares parecen ajustarse a la perfección. En esos destellos de genuina felicidad, a veces muy breves, todo pensamiento es agradable y no te importaría que el mundo se detuviera y el instante presente durara para siempre. En última instancia, lo que hacemos en la vida es un intento por encontrar esta sensación y hacerla durar. Algunas personas la buscan en el amor; otras, en la riqueza o la fama; y otras, en algún tipo de autorrealización. Sin embargo, todos conocemos a personas que son profundamente amadas, logran grandes cosas, recorren el mundo, adquieren todos los juguetes que el dinero puede comprar, disfrutan de todos los lujos y, sin embargo, siguen anhelando el elusivo objetivo de la satisfacción, la alegría y la paz, también conocido como felicidad. ¿Por qué algo tan sencillo es tan difícil de encontrar? Lo cierto es que no lo es. Ocurre que la buscamos en los lugares equivocados. Pensamos en ella como un destino que hemos de alcanzar, cuando en realidad es donde todos hemos empezado.

¿Alguna vez has buscado tus llaves solo para descubrir que estaban en tu bolsillo? ¿Recuerdas cómo removías el contenido de tu escritorio, buscabas bajo el sofá y te sentías cada vez más frustrado al no encontrarlas? Obramos igual al esforzamos por encontrar la felicidad «ahí fuera», cuando, en realidad, la felicidad está donde siempre ha estado: en nuestro interior, como un elemento de diseño básico de nuestra especie.

Nuestro valor predeterminado Observemos nuestro ordenador, nuestro smartphone u otros aparatos. Todos vienen con preferencias predeterminadas por los diseñadores y programadores. Disponemos de cierto nivel de brillo en la pantalla, por ejemplo, o de un determinado idioma para la interfaz del usuario. Una máquina recién salida de fábrica, diseñada según los criterios de sus creadores, se presenta con un «valor predeterminado». Expresado en palabras sencillas, en los seres humanos el valor predeterminado es la felicidad. Si no me crees, pasa un tiempo con un ser humano recién salido de fábrica, un niño o un bebé. Obviamente, hay muchas lágrimas y mucha inquietud asociadas a la fase temprana de los pequeños humanos, pero el hecho es que, una vez satisfechas sus necesidades básicas —ausencia de hambre inmediata, ningún temor, falta de soledad aterradora, ningún dolor físico o insomnio persistente—, viven en el momento, perfectamente felices. Incluso en rincones empobrecidos del mundo podemos ver a niños con caras sucias usando guijarros como juguetes o sosteniendo un plato de plástico roto como si fuera un volante de un deportivo imaginario. Quizá vivan en una chabola, pero mientras dispongan de comida y de un mínimo de seguridad, los verás corriendo y aullando de alegría. Incluso en la cobertura informativa de los campos de refugiados, donde miles de personas han sido arrojadas por la guerra o los desastres naturales, los adultos frente a la cámara

tendrán un aspecto sombrío, pero al fondo seguiremos oyendo reír a los niños mientras juegan al fútbol con un montón de harapos enrollados como pelota. Pero no se trata solo de los niños. A ti también se te aplica un valor predeterminado. Examina tu propia experiencia. Recuerda un momento en el que nada te inquietara o preocupara, en el que nada te molestara. Eras feliz y estabas tranquilo y relajado. La cuestión es que no necesitabas una razón para ser feliz. No necesitabas que tu equipo ganara la Copa del Mundo. No necesitabas una gran promoción o una cita importante o un yate con plataforma para helicópteros. Todo lo que necesitabas era no tener ninguna razón para ser infeliz. Otra forma de decir:

La felicidad es la ausencia de infelicidad.

Es nuestro estado de reposo, cuando nada enturbia la imagen o provoca interferencias.

La felicidad es tu valor predeterminado.

Al utilizar un artilugio programado, a veces cambiamos sus valores predeterminados sin querer, en ocasiones hasta el punto de que algunas funciones son más difíciles de usar. Instalas una app que te conecta frecuentemente a internet, y la vida de tu batería disminuye. Lo mismo ocurre con el valor predeterminado humano para la felicidad. La presión familiar o de la sociedad, los sistemas de creencias y las expectativas innecesarias surgen y se sobrescriben a la programación original. El «tú» que empezó emitiendo felices grititos en su cuna, jugando con los dedos de los pies, queda atrapado en un frenesí de ilusiones y falsas ideas. La

felicidad se convierte en un objetivo misterioso que persigues, pero no puedes alcanzar, en lugar de algo que simplemente se despliega ante tus ojos cada mañana.

Si tuviéramos que representarlos, los momentos de infelicidad equivalen a estar sepultado bajo un montón de rocas fabricadas con ilusiones, presiones sociales y falsas creencias. Para alcanzar la felicidad tendrás que apartar esas rocas una tras otra, empezando con algunas de tus creencias más fundamentales. Como cualquier persona que haya llamado al soporte técnico sabe, a veces el primer paso para devolver a un aparato su funcionamiento correcto consiste en restaurar los parámetros de fábrica. Sin embargo, a diferencia de nuestros artilugios, los humanos no disponemos de un botón de reinicio. A cambio tenemos la capacidad de desaprender y revertir los efectos de aquello que nos ha salido mal.

¿De dónde hemos sacado la idea de que hemos de buscar la felicidad en el exterior, luchar por ella, conquistarla, dominarla o incluso ganarla? ¿Cómo perdimos el norte y aceptamos que la

felicidad solo roza nuestra vida brevemente? ¿Cómo nos desprendimos de nuestro derecho de nacimiento a la felicidad? La respuesta quizá te sorprenda: tal vez es lo que nos han enseñado a hacer.

El algoritmo de la felicidad Tal vez hayas recibido consejos tan sólidos como los que me brindó mi madre: yo tenía que trabajar duro, ahorrar y posponer ciertas formas de gratificación en aras de conquistar determinados objetivos. Su consejo, sin duda, fue una gran contribución a mi éxito. Pero lo malinterpreté. Pensaba que ella me pedía posponer la felicidad. O que la felicidad sería el resultado de la conquista del éxito. Algunas de las comunidades más felices del mundo están en los países más pobres de América Latina, donde la gente no parece pensar mucho en la seguridad financiera o lo que consideramos éxito. Trabajan cada día para ganar lo que necesitan. Pero más allá de eso, priorizan su felicidad y pasan el tiempo con su familia y amigos. No quiero idealizar una vida que parece pintoresca y animada, pero que sigue cayendo por debajo del umbral de la pobreza. Sin embargo, podemos aprender de una actitud que crea felicidad diariamente, al margen de las condiciones económicas. No tengo nada contra el éxito material. El progreso humano siempre ha sido impulsado por la curiosidad innata, pero también por el deseo perfectamente razonable de acumular recursos suficientes para sobrevivir al invierno o a una sequía o a una mala cosecha. Hace miles de años, cuanto mayor era el territorio que controlaba tu tribu o tu familia, mayores eran tus posibilidades de supervivencia. Por lo tanto, la idea de sentarse ocioso bajo un mango cedió paso a la idea de innovar y apresurarse un poco, ampliar el propio territorio y acumular un excedente, por si acaso.

A medida que la civilización se desarrollaba, más territorio y una riqueza mayor se traducían normalmente en mejores condiciones de vida y en la perspectiva de una existencia más larga. Por último, surgió el capitalismo, reforzado por la ética protestante, que convirtió la prosperidad en signo del favor de Dios. El esfuerzo y la responsabilidad individual permitieron el auge de lo que ahora llamamos la desigualdad de renta, lo que reforzó el incentivo para trabajar aún más duro, aunque solo fuera para evitar ser adelantados y desplazados por los demás. Y una vez que has prosperado, evidentemente no quieres volver atrás. Porque a medida que aumentaba la competitividad, se debilitaba el apoyo tradicional que ofrecía seguridad a través de la familia o la aldea. La época inmediatamente anterior a la nuestra vivió la Gran Depresión y dos guerras mundiales en rápida sucesión, durante las cuales incluso quienes ocupaban posiciones privilegiadas tuvieron que preocuparse por sus necesidades básicas. Como resultado, la privación dio forma a las prioridades de toda una generación, que subrayó la idea de que lo más importante en la vida era no volver a soportar tales privaciones. La «póliza de seguro» más adoptada y difundida se llamó «éxito». A medida que el siglo XX daba paso al XXI, progresivamente, la clase media educó a sus hijos para creer que la única secuencia lógica era pasar años en instituciones educativas a fin de adquirir destrezas que se aplicarían a una vida de trabajo duro con la esperanza de alcanzar cierta seguridad. Aprendimos a priorizar este camino aunque nos hiciera infelices, contando con la promesa de que cuando por fin alcanzáramos lo que la sociedad definía como éxito, entonces, al fin, seríamos felices. Ahora, plantéate esta pregunta: ¿has percibido que esto suceda con cierta frecuencia? Por el contrario, ¿cuántas veces has visto a un banquero opulento o a un directivo nadar en dinero, pero parecer hundido en la infelicidad? ¿Cuántas veces has oído hablar de casos de suicidio de aquellos que aparentemente «lo tienen todo»? ¿Por qué crees que ocurre esto? Porque la premisa básica es errónea: el éxito, la riqueza, el poder y la fama no conducen a la felicidad. En realidad:

El éxito no es un prerrequisito esencial para la felicidad.

El trabajo de Ed Diener y Richard Easterlin sobre la correlación entre el bienestar subjetivo y los ingresos sugiere que, en Estados Unidos, el bienestar subjetivo aumenta proporcionalmente a los ingresos, pero solo hasta cierto punto. Sí, suena terrible tener que trabajar en dos sitios diferentes para poder permitirse un apartamento minúsculo y un Honda cascado mientras se devuelven los préstamos por estudios. Pero una vez que tu renta alcanza el ingreso medio anual per cápita —que en Estados Unidos es de setenta mil dólares en la actualidad—, el bienestar subjetivo se estanca. Es cierto que ganar menos puede atenuar tu sensación de bienestar, pero ganar más no necesariamente te hará más feliz.1 Lo que sugiere que todos los productos caros que los anunciantes nos dicen que son fundamentales para nuestra felicidad —un teléfono móvil mejor, un coche deslumbrante, una casa enorme, un vestuario digno de cierto estatus— en realidad no son tan importantes. No solo la felicidad, el poder y muchos artilugios no son prerrequisitos para la felicidad; en todo caso, la cadena de causa y efecto en realidad actúa en la otra dirección. Andrew Oswald, Eugenio Proto y Daniel Sgroi, de la Universidad de Warwick, descubrieron que ser feliz hace que la gente sea en torno a un 12% más productiva y, por consiguiente, tenga más probabilidades de salir adelante.2 Por lo tanto:

Aunque el éxito no lleva a felicidad, la felicidad contribuye al éxito.

Y, sin embargo, seguimos persiguiendo el éxito como nuestro objetivo primordial. Uno de los primeros psicólogos en prestar atención a los individuos felices y su trayectoria psicológica fue

Abraham Maslow. En 1933 resumió nuestra búsqueda del éxito en una frase profunda: «La historia de la raza humana es la historia de hombres y mujeres que se subestiman». Aunque un razonable nivel de éxito es común en nuestra sociedad, quienes alcanzan los niveles de éxito más altos suelen tener algo en común, algo que los diferencia de los demás. Todos aman, casi compulsivamente, aquello que hacen. Muchos atletas, músicos y emprendedores reputados han alcanzado el éxito porque aman tanto lo que hacen que se convierten en expertos solo porque la actividad los hace felices. Como afirma Malcolm Gladwell en Fueras de serie, si inviertes diez mil horas en hacer algo, te conviertes en uno de los mejores del mundo en esa materia.3 ¿Y cuál es la mejor manera de pasar tantas horas concentrados en una sola cosa? ¡Empleándolas en lo que nos hace felices! ¿No será mejor que pasarse toda la vida intentando alcanzar el éxito con la esperanza de que este conduzca a la felicidad? En el trabajo, en nuestra vida personal, en las relaciones, en la vida amorosa, independientemente de lo que hagamos, deberíamos:

Resolver nuestra felicidad.

¿Qué es la felicidad?

En mi punto más bajo, en 2001, descubrí que nunca podría restaurar la felicidad que me correspondía por derecho de nacimiento si al menos no conocía qué estaba buscando. Así pues, en tanto ingeniero, me propuse desarrollar un sencillo proceso para recopilar los datos que necesitaba para determinar qué me hacía feliz. Sin embargo, al principio dudé porque la técnica me parecía tan simple que era casi infantil. Pero luego pensé: si nuestro modelo para la condición por defecto de la felicidad humana es el niño pequeño o el bebé, tal vez pueril, o al menos infantil, no era tan malo.

Empecé documentando las ocasiones en las que me sentía feliz. Lo llamé mi lista de la felicidad. Tú también puedes hacerla. De hecho, ¿por qué no tomarte un momento ahora mismo, sacar un lápiz y una hoja de papel, y anotar todo lo que te hace feliz? Es una tarea sencilla. La lista puede estar compuesta por una serie de oraciones breves, enunciativas, que vayan directas al grano y completen la frase... «Me siento feliz cuando _______________»

No seas tímido. No hay razón para sentirse cohibido porque nadie tiene por qué ver tu lista. Puedes incluir cosas obvias, como acariciar a tu perro o contemplar una hermosa puesta de sol, y cosas sencillas como hablar con tus amigos o comer huevos revueltos. No hay respuestas equivocadas. Anota todo lo que se te ocurra. Cuando acabes, al menos la primera tanda, repasa la lista y subraya algunos elementos que, si te obligaran a fijar prioridades, ocuparían la parte superior de la lista de cosas que te hacen más feliz. Conformarán una lista valiosa que te resultará útil más adelante. Tengo una buena noticia que contarte: el mismo acto de crear tu lista de la felicidad constituye una experiencia muy feliz, hasta el punto de que, cuando la hayas acabado, deberías sentirte activo y renovado. Yo trabajo en mi lista al menos una vez a la semana, añadiendo nuevas cosas. No solo hace que aflore una sonrisa a mi rostro, sino que me ayuda a cultivar algo que los psicólogos dicen que contribuye a la felicidad a largo plazo: una actitud de gratitud que se manifiesta al reconocer la verdad sobre nuestra vida moderna y el hecho de que después de todo hay muchas razones para ser felices.

Así pues, adelante y disfruta. Me haré una taza de café y te esperaré (¡por cierto, me siento feliz cuando disfruto de una buena taza de café!). El algoritmo de la felicidad

Sospecho que tu lista está casi por completo formada por momentos de la vida cotidiana: la sonrisa en el rostro de tu hijo, el olor del café caliente por la mañana, el tipo de cosas que suceden cada día. Entonces, ¿cuál es el problema? Si aquello que produce los momentos felices es tan cotidiano y accesible, ¿por qué «encontrar» la felicidad sigue siendo un desafío tan grande para tanta gente? ¿Y por qué, cuando la «encontramos», desaparece tan fácilmente? Cuando los ingenieros nos encontramos con un conjunto de datos en bruto, lo primero que hacemos es elaborar gráficos e intentar encontrar tendencias. Apliquémoslo a tu lista de la felicidad y descubramos el patrón común entre los diferentes ejemplos de felicidad que aparecen en ella. ¿Puedes ver la tendencia? Los momentos que te hacen feliz pueden ser muy diferentes a los momentos que me hacen feliz, pero la mayoría de las listas coincidirán en torno a esta proposición general: la felicidad acontece cuando la vida parece seguir el camino que tú deseas. Te sientes feliz cuando la vida transcurre tal como tú deseas. No en vano, lo opuesto también es verdad: la infelicidad se manifiesta cuando tu realidad no se adecúa a tus esperanzas y expectativas. Si esperas que luzca el sol el día de tu boda, una lluvia inesperada representa una traición cósmica. Tu infelicidad ante esta

traición puede perdurar para siempre, esperando a ser evocada cada vez que te sientas triste u hostil hacia tu cónyuge. «¡Debería haberlo sabido! ¡Llovió el día de nuestra boda!» La forma más sencilla para que un ingeniero exprese esta definición de felicidad es una expresión matemática: el algoritmo de la felicidad.

Lo que significa que si percibes los acontecimientos como algo equivalente o mejor que tus expectativas, eres feliz; o, al menos, no eres infeliz. Sin embargo, aquí está el quid de la cuestión: no es el acontecimiento lo que nos hace infelices; es la forma en que pensamos en él. La felicidad en un pensamiento

Hay una prueba sencilla que utilizo para reafirmar este concepto. Lo llamo el test de la mente en blanco. Es muy simple. Recuerda un momento en que te hayas sentido infeliz, por ejemplo, «me sentí infeliz cuando mi amigo fue antipático conmigo». Tómate tu tiempo y profundiza en el pensamiento, dejando que tu mente lo rumie y te provoque toda la infelicidad posible. Déjalo actuar tal como a menudo hacemos cuando permitimos que pensamientos así nos arruinen el día. Por favor, tómate un minuto para encontrar uno de estos pensamientos —y acepta mis disculpas si te pido que pienses en algo que te perturba—. Ahora aplica la prueba de la mente en blanco: sin cambiar nada en el mundo real, elimina el pensamiento, aunque solo sea por un instante. ¿Cómo puedes hacerlo? Deja que tu mente se concentre en otro pensamiento (lee unas pocas líneas de un texto, como estás haciendo ahora) o pon un poco de música y tararéala. O prueba la teoría del proceso irónico, en la que acabas pensando en algo intentando no pensar en ello. Repite sin cesar: «No pienses en helados, no pienses en helados...», hasta que no seas capaz de pensar en otra cosa que no sean helados. ¿Cómo te sientes ahora? Durante el breve instante en el que has dejado de pensar en el comportamiento de tu amigo, ¿te has sentido molesto? Creo que no. Aunque nada cambió salvo tu pensamiento, hubo un cambio en cómo te sentías al respecto. Tu amigo siguió siendo antipático, pero ya no te sentiste tan mal. ¿Entiendes lo que esto significa? ¡Una vez que el pensamiento se eclipsa, el sufrimiento desaparece! Cuando una persona maleducada te ofende, en realidad no puede hacerte infeliz a menos que conviertas el acontecimiento en pensamiento y permitas que se aloje de forma permanente en tu cerebro y te perturbe.

Es el pensamiento, no el acontecimiento real, lo que te hace infeliz.

Sin embargo, los pensamientos no siempre son una representación adecuada de los acontecimientos reales. Por lo tanto, un ligero cambio en nuestra forma de pensar puede ejercer un gran impacto en nuestra felicidad. Lo sé porque uno de los momentos más felices en mi vida tuvo lugar cuando mi hermoso y clásico Saab quedó completamente destrozado en un accidente. Amaba ese coche. Era un Turbo 900 de color verde y capota beige, y un día en que Nibal lo conducía chocó frontalmente con un camión. Mi juguete desapreció, pero me sentí terriblemente feliz porque los airbags, los cinturones de seguridad y el resto de los elementos de seguridad por los que Saab era conocido funcionaron exactamente como debían, y Nibal salió del coche sin un arañazo. Perdí mi coche, pero ¿y qué? ¡Mi amada esposa salió ilesa! Ahora piensa en esto: si mi coche hubiera quedado destrozado mientras estaba aparcado en algún lugar, sin nadie dentro, yo me habría quedado hecho polvo. Los resultados habrían sido los mismos —un coche destruido y Nibal ilesa—, pero mi experiencia habría sido muy diferente. El hecho en sí mismo era irrelevante. Lo importante era mi forma de mirarlo. Por lo tanto, aquí tenemos la pregunta del millón: si los acontecimientos siguen siendo lo que son, pero cambiar nuestra forma de verlos altera nuestra experiencia, ¿podremos ser felices alterando nuestra forma de pensar? ¡Claro que sí! De hecho, es lo que ocurre constantemente. Cuando una persona maleducada se disculpa, la disculpa no borra el acto, pero te hace sentir mejor, simplemente porque el gesto cambia la forma en que piensas en lo que ha sucedido. Facilita que tu mundo emocional interior y el mundo de acontecimientos externos se concierten y equilibra tu algoritmo de la felicidad. Empiezas a estar en sintonía con el mundo. El modo en que la vida se despliega comienza a parecerse más a cómo tú quieres que sea la vida, y eso te hace sentir feliz otra vez, o al menos dejas de ser infeliz. El mismo giro tiene lugar cuando descubres que la persona maleducada no quería decir lo que dijo o que tú malinterpretaste lo que dijo. No se altera ni una de las sílabas que se pronunciaron,

pero tu forma de pensar en ello equilibra la ecuación y despeja las razones para ser infeliz. Hay muchas evidencias de que realmente podemos controlar nuestros pensamientos. Lo hacemos cuando nos piden que completemos una tarea específica (como lo que estás haciendo ahora al dar instrucciones a tu cerebro para que lea estas líneas de texto). Le decimos a nuestro cerebro qué hacer y él obedece. ¡Completamente! Dolor versus sufrimiento

Así como nuestra lista de la felicidad consiste en su mayor parte en elementos cotidianos, hay muchos momentos en nuestra vida diaria y normal que no son de nuestro agrado. Incluso los bebés, que son nuestro modelo para la felicidad por defecto, tienen muchas razones para sentirse irritados: los pañales mojados, quedarse solos mucho rato, el hambre, la falta de sueño. Estos momentos de incomodidad pueden ser efímeros, pero contribuyen a un propósito práctico y crucial. La incomodidad del pañal mojado induce al bebé a llorar, lo que lleva a la madre, al padre o a quien se encargue de él a cambiarle el pañal, con lo que el problema se soluciona antes de provocar una irritación. Tan pronto como la incomodidad inmediata desaparece, el bebé vuelve a ser feliz. De modo similar, la mayoría de las incomodidades cotidianas de la vida adulta no solo son efímeras sino útiles. Las punzadas de hambre te inducen a comer. La irritabilidad provocada por un descanso insuficiente te lleva a echarte en la cama. El pinchazo de una espina te hace retirar el dedo, y el dolor de un esguince de tobillo te hace descansar para que pueda curarse. Incluso el dolor físico intenso existe como una forma importante de comunicación entre nuestro sistema nervioso y nuestro entorno. Sin un dolor que nos ayude a evitar los peligros, haríamos inconscientemente todo tipo de cosas para herirnos a nosotros mismos, y no habríamos sobrevivido.

¡Aunque lo odiemos, el dolor y las incomodidades de la vida son útiles!

Tal como son las cosas, nos herimos, nos curamos. Te quemas el dedo, te pones un poco de hielo y sigues adelante. Una vez que el tejido empieza repararse a sí mismo y la inflamación o irritación se desvanece, el dolor ha cumplido su propósito. El cerebro ya no siente la necesidad de proteger la zona herida, por lo que suprime las señales y adiós al dolor. Razón por la que, salvo una herida grave o una enfermedad crónica, normalmente el dolor físico no es un impedimento para la felicidad. Tal vez resulte menos obvio, pero el dolor emocional cotidiano es similar en el sentido de que contribuye a la función de la supervivencia. Que lo dejen demasiado tiempo solo puede ser peligroso para un bebé, por eso un largo período de soledad resulta aterrador y el bebé llora para atraer a su cuidador. Como adultos, la dolorosa sensación de aislamiento, también conocida como soledad, indica que hemos de cambiar nuestras rutinas, acercarnos más e intentar comprometernos. Las dolorosas sensaciones de ansiedad pueden ser útiles si nos impulsan a prepararnos bien para un futuro examen o presentación. Los sentimientos de culpa pueden resultar útiles si nos inducen a disculparnos o a rectificar, restaurando importantes vínculos sociales. Cuando experimentamos incomodidad emocional, nos sentimos un poco magullados durante unos minutos, horas o días, dependiendo de la intensidad de la experiencia. Pero una vez que dejamos de pensar en ello, la sensación de dolor se desvanece. Cuando pasa el tiempo y el recuerdo se debilita, podemos reconocer y aceptar lo que hemos experimentado, extraer lecciones de ello y seguir avanzando. Una vez que el dolor no es necesario, desaparece naturalmente. Sin embargo, esto no ocurre con el sufrimiento.

Si lo dejamos a su suerte, el dolor emocional, incluso del tipo más trivial, tiene la capacidad de perdurar y resurgir una y otra vez, mientras que la imaginación recrea infinitamente las razones que lo justifican. Cuando elegimos que eso suceda, sobrescribimos nuestra felicidad por defecto y reseteamos la preferencia por el sufrimiento infinito. La intensidad de la imaginación también te permite magnificar el sufrimiento, si así lo eliges, añadiendo tu propio dolor simulado: «Soy un idiota por herir a mi amigo. No valgo para nada. Merezco ser castigado y sufrir». El avance progresivo del diálogo interno no hace más que profundizar y alargar el sufrimiento dando vueltas al asunto hasta que nos hace sentir desgraciados. Pero no te confundas: la infelicidad que sientes entonces no es el producto del mundo circundante: el acontecimiento ya ha concluido y tú sigues sufriendo. Esto es obra de tu propia mente. En ese sentido:

Permitimos que nuestro sufrimiento se perpetúe como una forma de dolor autogenerado.

Hasta que no se transforma en acción, todo el pensamiento del mundo no ejerce impacto alguno en nuestra vida. No altera los acontecimientos en modo alguno. Su único impacto es interior, en la forma de sufrimiento y tristeza infinitos. Anticipar horribles acontecimientos futuros o angustiarnos por momentos terribles del pasado no equivale a la experiencia útil, instructiva e inevitable del dolor cotidiano. Esta prolongada extensión del dolor es un grave error en nuestro sistema, porque...

El sufrimiento no ofrece ningún beneficio en modo alguno. ¡Ninguno!

Lo interesante es que, así como tenemos la capacidad para hundirnos a voluntad en nuestro sufrimiento, también podemos depurar nuestro sistema de dolor si nos lo planteamos en serio.

Pero no siempre tomamos ese rumbo. Imagina que necesitas una endodoncia y el dentista te ofrece: a) el procedimiento estándar con unos pocos días de recuperación; o b) una endodoncia con unos días extras de dolor atroz. ¿Por qué diablos tendríamos que escoger la opción b? Es triste decirlo, pero todos los días millones de personas hacen justo eso: en efecto, eligen la endodoncia con días extras. Todo empieza cuando se acepta el pensamiento que atraviesa nuestra mente como la verdad absoluta. Cuanto más nos apegamos a ese pensamiento, más tiempo prolongamos el dolor. El día en que mi maravilloso hijo nos dejó, todo se volvió oscuro. Sentí que me había ganado el derecho a sufrir durante el resto de mi vida, que no se me dejaban más opciones que cerrar la puerta y pudrirme. En realidad disponía de dos opciones: a) podía elegir sufrir durante el resto de mi vida y esto no traería a Ali de vuelta; o b) podía elegir experimentar el dolor, pero detener los pensamientos desgraciados, hacer cuanto pudiera para honrar su memoria, y esto tampoco traería a Ali de vuelta, pero haría que el mundo fuera un poco más fácil de soportar. Dos opciones. ¿Cuál elegirías tú? Elegí la opción b. Por favor, no me juzgues mal. Echo de menos a Ali todos los días. Echo de menos su sonrisa y su abrazo reconfortante en los momentos en que más los necesito. Este dolor es muy real, y espero que perdure. Pero no me opongo a él. No tengo incesantes pensamientos dolorosos para magnificarlo. No maldigo a la vida ni actúo como una víctima. No me siento engañado. No siento ira u odio hacia el hospital o el médico, y no me culpo por haberle llevado allí. Tales pensamientos no servirían para nada. Elijo no sufrir. Me ayuda a poner mi vida en perspectiva y avanzar positivamente, enviando a Ali mis deseos de ternura y conservando un recuerdo feliz de él cuando vivía. Y tú ¿elegirías ese camino en tiempos duros? Asumiendo que pudieras y que es posible, ¿decidirías detener tu propio sufrimiento? Soy consciente de que habrás pasado por dificultades insoportables en tu vida, el dolor de la pérdida, la enfermedad o la

ausencia. Sin embargo, no permitas, por favor, que esos pensamientos te convenzan de que estás condenado a sufrir, que no mereces ser feliz.

La felicidad empieza con una elección consciente.

La vida no hace trampas; tan solo es dura a veces. Pero incluso entonces siempre se nos conceden dos opciones: hacer lo mejor que podamos, asumir el dolor y suprimir el sufrimiento, o sufrir. En cualquier caso, la vida seguirá siendo dura. Tenlo presente. Ahora sabes qué hacer. Y ahora te mostraré cómo hacerlo.

Capítulo 2

6-7-5 Un pensamiento puede arrastrar a quien lo piensa a años de sufrimiento. Las semillas del pensamiento crecen y crecen hasta convertirse en monstruos terribles. Y, sin embargo, creemos en nuestros pensamientos y dejamos que tomen el control. La felicidad depende por completo del modo en que controlemos todo pensamiento. Sin embargo, contrariamente a la creencia habitual, no experimentamos dos únicos estados de ánimo: felicidad y tristeza. En función del tipo de pensamientos que generamos, podemos caer en un rango más amplio de estados anímicos: • Si permites que las ilusiones influyan en tus pensamientos, caerás en un estado de confusión. • Si albergas pensamientos negativos, acabarás en un estado de sufrimiento. • Si suspendes tus pensamientos divirtiéndote, te encontrarás en un estado de evasión. • Si tienes pensamientos positivos, aceptarás los acontecimientos de la vida y alcanzarás un estado de felicidad. • Si te alzas sobre el desorden del pensamiento, comprenderás la vida como es en realidad y vivirás permanentemente en un estado de dicha.

Comprender las diferencias entre estos estados y las razones por las que acabas en uno u otro te ayudará a construir un sólido modelo de felicidad, que te llevará a la felicidad cada vez que lo apliques. Investiguemos cada uno de estos estados, empezando por el último y abriéndonos camino hasta la dicha. El estado de confusión

¿A veces sientes que la tristeza te engulle como si estuvieras atrapado en arenas movedizas? ¿A veces sientes que eres incapaz de desprenderte de la niebla que te rodea, empaña tu visión y confunde tu juicio? Cuando crees que la vida está contra ti y que mereces ser desgraciado, has caído en el estado de confusión. Nuestra confusión está provocada por ilusiones que hemos aprendido a aceptar desde la más temprana infancia. Hemos aprendido a abrirnos paso en el mundo creyendo que las ilusiones son reales. Si permites que estas ilusiones permeen tu interpretación del mundo que te rodea, tu juicio estará desprovisto de objetividad, tus intentos de encontrar la felicidad siempre

producirán resultados incorrectos y la confusión resultante te hundirá en un profundo sufrimiento. ¿Por qué aprendemos a vivir con estas ilusiones desde el principio? Imagina que te invitan a dar una vuelta en un circuito de carreras. Lo más probable es que tú, como la mayoría de los conductores, te las apañes bien sin comprender los fundamentos de la mecánica del automóvil ni la fuerza G que afecta a las curvas. El comportamiento desinformado deja de ser suficiente cuando las cosas van mal. Si la pista está ocupada por conductores rápidos y la única salida es alcanzar la meta, necesitarás comprender cómo funciona el coche en un nivel fundamental si quieres tener una oportunidad de salir vivo de la pista. Un ejemplo que ayuda a ilustrar por qué las cosas van mal es la ilusión del tiempo. La mayoría de nosotros estamos estresados por la naturaleza ilusoria del tiempo. Nos quedamos sin él, lo malgastamos, sentimos cómo cada día va más rápido, corroyendo nuestras vidas estresadas mientras somos incapaces de ralentizarlo o detenerlo. El ritmo implacable nos abruma. Realmente parece que estamos en una pista abarrotada de conductores locos. Cuando estamos atrapados en una ilusión, no tiene sentido intentar resolver el algoritmo de la felicidad. La vida se torna tan confusa que ni siquiera nos preocupamos por ello. Empezamos a aceptar que estamos condenados a la infelicidad. Entonces nuestro sufrimiento se hace más hondo y duradero. El estado de sufrimiento

Cuando un pensamiento triste arraiga, sufrimos. Dejamos que perdure. ¿Por qué permitimos que los pensamientos prolonguen nuestro dolor cuando en realidad queremos ser felices? ¿Por qué nos preocupamos por el resultado de un examen si la preocupación no influirá en el resultado final? ¿Por qué recordamos obsesivamente un acontecimiento del pasado, atormentándonos con

el remordimiento, si nuestro sufrimiento no influirá en lo que ya ha sucedido? ¿Por qué dejamos que nuestros pensamientos nos priven del estado por defecto típico de nuestra infancia: ser felices? Al parecer, mantener vivos nuestros pensamientos negativos forma parte del diseño original de nuestro cerebro humano. Los ciclos infinitos de pensamiento incesante están ahí para contribuir a nuestro instinto más básico: la supervivencia. En los entornos hostiles habitados por nuestros ancestros, estos necesitaban respuestas de enfrentamiento o huida para sobrevivir. Estas eran las reglas básicas: es más seguro marcar algo como una amenaza cuando no lo es que marcar algo como seguro cuando es una amenaza. Y es mejor hacerlo rápido. Como resultado, su cerebro procesaba la información que el mundo real les ofrecía de modo que bastara para la supervivencia, aunque no era un reflejo adecuado de la verdad. La herencia de nuestro programa de supervivencia perdura todavía hoy. Al evaluar un acontecimiento pecamos de precavidos. Tendemos a considerar la peor hipótesis posible y nos preparamos para ella, y tendemos a transformar la verdad para que nuestra limitada capacidad cerebral la procese rápida y eficazmente. Esto está bien y es necesario hasta que nos damos cuenta de que conduce a la infelicidad. Aunque algunos acontecimientos no se ajustan a nuestras expectativas, a menudo prestamos una atención excesiva a cosas que no la merecen. La mayoría de los acontecimientos, si los observamos como realmente son, son absolutamente coherentes con lo que deberíamos esperar de la vida. En esos acontecimientos, nada, absolutamente nada, es en realidad erróneo, salvo tal vez nuestra forma de pensar en ellos. Mantenemos esos acontecimientos vivos y cargados de dolor, y nos quedamos atrapados, sufriendo, creyendo que nuestras percepciones imaginarias han incumplido nuestras expectativas. El diseño original del cerebro humano incluía elementos que aseguraban la supervivencia de nuestra especie. Esos mismos elementos se han convertido en ángulos muertos que engañan el

modo en que nuestro cerebro opera hoy. Distraído, nuestro cerebro rara vez nos dice la verdad y arruina constantemente nuestro algoritmo de la felicidad. Cuando nuestra conversación revele los ángulos muertos y muestre cómo sortearlos nos divertiremos mucho. El estado de evasión

Hablando de diversión, el pasatiempo favorito del mundo moderno, he aquí un gran mito que nos aparta de la anhelada felicidad: ¡a menudo lo que parece felicidad en realidad no lo es! No podemos obviar la diferencia entre felicidad y diversión. Cambiamos la verdadera felicidad por armas de distracción masiva: salir de fiesta, beber, comer, comprar o practicar sexo compulsivamente. Desde un punto de vista biológico, sentirse bien representa un papel importante en nuestra máquina de la supervivencia. Nuestro cerebro lo utiliza para impulsar conductas de supervivencia no relacionadas con amenazas inmediatas. Para lograrlo, nuestro cerebro inunda nuestro cuerpo con serotonina, oxitocina y otras sustancias químicas euforizantes durante una serie de actos que pretende que realicemos más a menudo. La reproducción, por ejemplo, es vital para nuestra especie, pero vivir sin hijos no representa un peligro inmediato para los padres potenciales. Sin el placer asociado al sexo, esta importante función para la supervivencia habría sido ignorada. Las relaciones sexuales nos dan placer, y eso anima a nuestra especie a reproducirse y propagarse. Por lo tanto, la diversión es útil, pero algunas personas la buscan por desesperación, para evadirse, porque temen sus pensamientos desoladores. En ese sentido, la diversión que buscan es como un calmante que atenúa el sufrimiento. La diversión es un calmante efectivo porque imita a la felicidad desconectando, por un momento, el pensamiento incesante que abruma nuestro cerebro.

Sin pensamientos, volvemos al estado por defecto de nuestra infancia: ¡la felicidad!

Sin embargo, tan pronto como el placer inmediato se desvanece, los pensamientos negativos regresan y restauran el sufrimiento. Por eso volvemos a por más. Como ocurre con los calmantes, cuando el efecto de uno desaparece, nos tomamos otro hasta que, al final, la ingesta regular de calmantes acaba por no influir en el dolor. Entonces intentamos introducir placeres más extremos en nuestra vida: deportes de riesgo, fiestas salvajes y todo tipo de caprichos excesivos. Cuanto más intensa sea la subida, más rápido desaparecerán los efectos y más hondo nos hundiremos en el sufrimiento. Cuando ya no se puede soportar el ciclo, algunos recurren a medidas desesperadas para insensibilizar químicamente su cerebro utilizando alcohol o drogas reales en un intento final por encontrar el silencio en su interior. Al recurrir a la diversión para evadirnos, dejamos sin resolver nuestro algoritmo de la felicidad e ignoramos los aspectos esenciales que nos hacen infelices. A pesar de las breves sacudidas de júbilo, la diversión pasa a ser entonces un inhibidor de la verdadera felicidad. Pero no toda diversión es mala. De hecho, la diversión en sí misma no es mala en absoluto. Un uso inteligente de la diversión consiste en recurrir a ella como botón de desconexión de emergencia para permitir intervalos momentáneos de paz que relajen tu voz interior, mientras interpones alguna razón en la infinita corriente de conciencia. Si percibes que los pensamientos que invaden tu mente se tornan negativos, disfruta de un placer saludable —por ejemplo, algo de ejercicio, música o un masaje—; esto siempre desconectará el interruptor.

Un uso de la diversión aún más inteligente consiste en programar dosis regulares de placeres saludables, que defino como placeres que no causan daño a los demás ni en última instancia a ti mismo. Entonces la diversión puede ser menos un calmante adormecedor y más un «suplemento de felicidad» que tomas regularmente para mantenerte saludable. Como hombre de negocios he aprendido que solo podemos mejorar aquello que controlamos. Así que crea tu propia cuota de diversión. ¡Yo lo hago! Programo una dosis diaria de música y una cuota semanal de comedia, ejercicio físico y otras actividades agradables. Con una dosis suficiente de placer en tu vida, los dilatados intervalos de tranquilidad harán difícil que tu mente secuestre tu día con su ininterrumpido parloteo. Pero recuerda siempre: el placer y la diversión, en cualquiera de sus formas, solo constituyen un estado de evasión temporal, un estado de ignorancia. Nunca te quedes ahí mucho tiempo. Aléjate todo lo rápido que puedas en tu camino hacia una felicidad verdadera y perdurable. El estado de felicidad

La felicidad está en un pensamiento —el pensamiento correcto—, ese que se alinea con la vida y resuelve positivamente el algoritmo de la felicidad. Está muy bien, pero no hablaremos de la felicidad en este libro. Nos centraremos en cómo detener el sufrimiento, lo que restaurará nuestro estado de felicidad por defecto. Cuando descubras la verdad de tu vida y la compares con las expectativas realistas de cómo es la vida en realidad, eliminarás las razones para sentirte infeliz y descubrirás que todo está bien, y te sentirás bien. En cada acontecimiento de nuestra vida pasajera, resolvemos correctamente el algoritmo de la felicidad cuando derribamos las ilusiones y solucionamos los ángulos muertos. Pero para permanecer felices independientemente de los avatares de la vida, hemos de alcanzar un estado superior.

El estado de dicha

Quienes alcanzan la dicha no solo aceptan la vida tal cual es, sino que están profundamente inmersos en ella. Son como los artistas y los escritores —y los ingenieros— sobre los que escribe el psicólogo Mihály Csíkszentmihályi, que están en una armonía tal con el instante presente que ingresan en un mundo de bendición atemporal al que llama flujo: se limitan a fluir con cualquier ínfimo elemento que la vida pone en su camino, independientemente de su naturaleza. Alcanzan un estado de felicidad ininterrumpida que doy en llamar dicha.1 Utilizo aquí el término dicha de forma libre porque por desgracia la lengua castellana no tiene un término que describa este estado con precisión. Paz interior, quietud, calma: todos ellos se acercan. Quizá lo más próximo sea una mezcla de todos ellos, pero ninguno captura el verdadero significado por sí solo. Una amiga mía nació sin sentido del olfato. Un día me pidió que le describiera cómo era oler una rosa. Me esforcé por encontrar las palabras. ¿Qué podemos decir? ¡Una rosa huele, bueno, como una rosa! La única forma de experimentar el olor de una rosa es experimentarlo. Otro tanto ocurre con la dicha. Todo lo que puedo hacer es ayudarte a experimentarla una vez, y entonces sabrás lo que es. Cuando recorremos un vecindario desconocido, buscamos constantemente nuestra ubicación en el mapa para encontrar nuestro camino. Manzana a manzana, comparamos el mapa con la disposición del vecindario. Se trata de un proceso similar al que llevamos a cabo al resolver nuestro algoritmo de la felicidad, pensando en cada uno de los acontecimientos que se suceden a medida que transcurre nuestra vida. Sin embargo, cuando el camino es conocido y te resulta familiar, no te hace falta un mapa. Todo lo que necesitas es orientarte en función de unos pocos puntos de referencia y seguir tu instinto hasta tu objetivo, sin pensar mucho en ello.

Y esto es lo que ocurre con la dicha. Emerge ante todo de una profunda comprensión de la topología exacta de la vida. Es el resultado de haber analizado el algoritmo de la felicidad desde una cima y haber comprendido plenamente que la vida, con su imponente dinamismo, siempre acontece como siempre lo ha hecho y siempre lo hará. Como resultado, creas expectativas realistas; entonces, aunque la vida sea dura, ya no te pilla por sorpresa, porque siendo realista esperabas cierta dureza a lo largo del camino. Cuando recorres un camino conocido también surgen baches molestos; no son agradables, pero son predecibles, por lo que los dejas atrás sin estrés. La larga cola que te espera en la caja del supermercado es lo que deberías esperarte, y también deberías esperar que el trabajo sea exigente, que tu jefe sea desagradable y que el dinero se agote a fin de mes. Así es como son las cosas: baches en el camino de la vida. Ninguna sorpresa. Si la diversión suspende tus pensamientos, y la felicidad surge cuando tu mente está en sintonía con los acontecimientos de tu vida, entonces la dicha se da cuando los pensamientos ya no son necesarios porque el análisis ha concluido y el algoritmo ha quedado resuelto para siempre.

Mi maravilloso hijo Ali tenía en su espalda un tatuaje que le servía de guía: «La gravedad de la batalla nada significa para los que viven en paz». Ese tatuaje le describía plenamente. Con esa

creencia vivió su vida, como un sabio antiguo. Nada podía perturbar su calma ininterrumpida. Dominó su pensamiento y descubrió la dicha. El mayor mito sobre la dicha es que está reservada a monjes que han renunciado a la velocidad de la vida. Pero no es cierto. Podemos integrar la dicha en todo lo que hacemos, incluso en los estilos de vida más estresantes. Cuando operaba en bolsa, la primera pérdida me pilló por sorpresa. Pasé días sufriendo, lamentando mis acciones y culpándome a mí mismo. Sin embargo, seguí operando durante años y a veces tuve pérdidas considerablemente mayores sin perder la calma y la compostura. Una vez que conoces la verdadera naturaleza del mercado y de las pérdidas ocasionales, «ondulaciones», como solía llamarlas, abandonas el sufrimiento localizado y te concentras en la imagen de conjunto. Aunque la vida del corredor de bolsa rara vez es dichosa, la capacidad para formarse expectativas realistas sobre el riesgo inherente en el mercado y la capacidad para sobreponerse a las ondulaciones cuando se manifiestan es la destreza necesaria para alcanzar la dicha.

La verdadera dicha consiste en estar en armonía con la vida tal como es.

Pero ¿cómo encontramos la dicha? Avanzando en la vida tal como lo haríamos por un camino conocido. Encontrando los puntos de referencia que nos servirán de guía; encontrando la verdad.

Un modelo para la felicidad Cada día de tu vida sucederán nuevos acontecimientos. Se crearán nuevas expectativas, y nuevas ecuaciones de la felicidad exigirán solución. La mayoría de nosotros pasamos aleatoriamente a un

estado diferente con cada acontecimiento. Hemos dado unos pasos hacia la felicidad... antes de desplomarnos en la confusión. Hemos encontrado un atajo mientras nos divertíamos por un breve momento..., antes de experimentar un período de sufrimiento. Ya has tenido suficiente, ¿verdad? Un estado de felicidad ininterrumpida está al alcance cuando así lo decidas. Y por lo tanto...

No deberías aspirar a algo menos que la dicha.

Sin embargo, lograr la felicidad ininterrumpida no es tan fácil como pasar una noche con los amigos, ir a clase de yoga o comprarse un coche nuevo. Hay ilusiones que superar, ángulos muertos que dejar atrás, calmantes que rechazar y, por último, verdades que comprender y asimilar. Es hora de empezar tu entrenamiento para la felicidad. Como ingeniero te lo impartiré de forma sucinta: en modo alguno con el tono impresionante con el que en la actualidad hablan los gurús de la felicidad. No estamos ante una tecnología aeroespacial. Todo lo que necesitas es recordar tres números: 6-7-5. Así es como funciona. Existen seis grandes ilusiones que te mantienen en un estado de confusión. Cuando recurrimos a estas ilusiones para dar un sentido a la vida, nada parece computar. El sufrimiento se ahonda y perdura. Además, siete ángulos muertos nublan tu juicio respecto a la realidad de la vida. La imagen distorsionada resultante te hace infeliz. Elimina las seis ilusiones, supera los siete ángulos muertos —y deja de intentar escapar— y alcanzarás la felicidad en un gran número de ocasiones. Sin embargo, si quieres que la felicidad perdure, has de asimilar las cinco verdades últimas. Súmalo todo y tienes el modelo de la felicidad:

Rompe las

grandes ilusiones

Supera los

ángulos muertos

Asimila las

verdades últimas

Tu entrenamiento empieza mañana. Te veo en

Parte II

Grandes ilusiones

grandes ilusiones nos hunden en la confusión y dificultan nuestra capacidad para dar un sentido al mundo. La vida se convierte en una lucha. La mayoría de los intentos por resolver el algoritmo de la felicidad fracasan porque usamos las ilusiones como inputs, incapaces de comprender el mundo tal como es, y nos preguntamos por qué la vida es tan cruel. Cuando identificamos esas ilusiones nos liberamos de un lastre, nuestra visión se despeja y la felicidad nos visita con frecuencia.

6

Capítulo 3

Esa vocecita en tu cabeza

Escucha. ¿Oyes esa voz? ¿La que está justo ahí, en tu mente?

Deja de leer por un minuto y disfruta de un momento de silencio. Espera a ver cuánto tarda la voz en surgir en tu mente y decirte todo lo que tienes que hacer con tu día, recordarte la persona antipática con la que tropezaste ayer y angustiarte con la idea de que no vas a conseguir el ascenso que esperabas. Los elementos específicos pueden diferir, pero todos compartimos la misma interminable corriente de pensamiento. Nos denigra, nos castiga, discute, pelea, debate, critica, compara, y rara vez nos deja respirar. Día tras día oímos cómo nos habla. Aunque tener una voz interior es completamente normal, eso no la convierte en algo bueno. No deberíamos ignorar la infelicidad, el dolor y la pena que la provocan. ¿O sí deberíamos? Tal vez merezca la pena invertir un poco de tiempo en comprender esa voz. Empecemos por lo más básico: ¿quién habla? ¿Esa voz eres tú hablándote a ti? ¿Por qué tendrías que hablarte a ti mismo si eres tú quien habla? La voz no eres tú

¡Si hay algo que cambiará tu vida para siempre es reconocer que la voz que te habla no eres tú! Piensa en ello por un instante. Es tan sencillo que ni siquiera necesita demostración. Un punto de vista es un requisito previo para la percepción; para observar algo necesitas estar fuera. No podemos observar el planeta Tierra si no salimos de él. Solo pudimos contemplar el planeta cuando los astronautas nos enviaron fotografías de la Tierra. No podemos ver nuestros propios ojos porque forman parte de nuestro aparato perceptor. Su imagen reflejada en un espejo es solo un reflejo. No son tus ojos. Oyes a alguien hablar en la radio, alguien que no eres tú. Análogamente, para percibir una voz hablando en tu mente, la voz y tú tenéis que ser dos entidades separadas.

¿No te convence? Entonces piensa en esto: ¿qué ocurre cuando dejas de pensar durante unos segundos? Todos lo hacemos a veces. ¿Significa eso que durante esos breves momentos dejas de existir? ¿Que ya no eres tú? ¿Quién disfruta del silencio entonces? La respuesta es que eres tú. Tu yo real. Cuando abres los ojos por la mañana durante ese breve instante anterior a que empiece la corriente de pensamiento y miras al despertador, ¿quién mira? ¿Quién percibe la luz del sol en el exterior antes de que el pensamiento asuma el control y empiece a narrar el día? La misma persona que tiene que escuchar el parloteo incesante de la vocecita interior durante el resto de la jornada. En breve, este concepto te resultará más evidente, cuando expliquemos quién es la voz. Pero por ahora la verdad es sencilla:

¡La vocecita en tu cabeza no eres tú!

Aunque este aspecto parezca sencillo, debería revolucionar el modo en que te relacionas con tus pensamientos. La cultura moderna sobrevalora la lógica y el pensamiento. Hemos llegado incluso a equiparar nuestro propio ser con nuestros pensamientos. El célebre aserto de René Descartes «pienso, luego existo», parece encontrar una gran aceptación en la cultura occidental, dominada por la mente; sin embargo, ¿es esto cierto? Cuando crees que eres tus pensamientos, te identificas con ellos. En otras palabras, si tienes un pensamiento malévolo, pensarás que eres una persona malévola. ¿Lo pillas? Pero los pensamientos malévolos no equivalen a una persona malévola. Los pensamientos malévolos se presentan ante ti para tu consideración; eso es lo que hace el cerebro. Lo que hagas con esos pensamientos depende de ti. No tienes que obedecer. Cuando al fin descubres que no eres tus pensamientos, habrás identificado la más profunda de las ilusiones: la ilusión del pensamiento. No eres tus pensamientos. Esos pensamientos existen para servirte.

Lo que Descartes tendría que haber dicho es:

Existo, luego pienso.

Pero si la voz no eres tú, ¿quién es? En los dibujos animados se representa como una discusión entre un pequeño demonio a tu izquierda y un angelito a tu derecha: cada cual susurra su propio plan en tus oídos. En Una nueva tierra, Eckhart Tolle llama a esa voz «el Pensador»; algunas religiones la conciben como el mal urdiendo sus planes tortuosos. Otros la han llamado «el que Susurra» o «el Compañero». Lo único que todos estos nombres tienen en común es que identifican la voz como una entidad independiente que intenta convencerte para hacer cosas que no harías si no te convencieran.1 Una amiga mía llama «Becky» a su voz interior. Cuando le pregunté por qué, me dijo que era el nombre de la chica que peor le caía en el instituto, la que siempre la obligaba a hacer lo que no quería. Por favor, siéntete libre de llamarla como quieras. La naturaleza exacta de esa voz es irrelevante para el resto de nuestra conversación. Lo importante es que reconozcas su existencia, admitas que no eres tú y comprendas cómo funciona. Sigamos avanzado y llamémosla «cerebro», porque eso es exactamente lo que es. El cerebro

Compuesto por más de 200.000 millones de neuronas y cientos de billones de conexiones entre ellas, el cerebro es, con diferencia, la máquina más compleja del planeta. Si contamos cada neurona como un pequeño ordenador, tu cerebro posee treinta veces más neuronas que los ordenadores y servidores que configuran todo internet.2 Interactúa con tus sentidos y controla tus funciones musculares, tus movimientos, actos y reacciones. Es capaz de

realizar complejos análisis, cálculos matemáticos y lógicos, pero también el tipo de parloteo incesante que te aleja de la felicidad. Es el instrumento más valioso que nos ha sido concedido. Por desgracia, no viene con manual de instrucciones, y por ello muy pocos saben realmente cómo utilizarlo de forma óptima. Imagina el desperdicio que sería que te entregaran el coche de carreras más veloz del mundo y lo único que usaras fuera su equipo de sonido. O imagina que lo utilizas como un vehículo todoterreno y se atasca porque no ha sido concebido para eso. O aún peor, que no has recibido instrucción como piloto de carreras y lo conduces como un maníaco, con lo que te haces daño a ti mismo y a quien se cruza en tu camino. Todos cometemos estos tres errores al utilizar nuestro cerebro. Lo usamos por razones equivocadas, no utilizamos sus mejores capacidades y permitimos que los pensamientos derrapen sin control, arruinando nuestra vida y la de los demás. Podemos hacerlo mejor, pero primero es necesario que comprendamos por qué usamos así nuestro cerebro. Para comprender por qué esta compleja máquina habla tanto, volvamos al momento en que no decía nada en absoluto y observemos al niño recién nacido. Antes de aprender a hablar, nuestro cerebro permanece en silencio. Nos limitamos a estar ahí, observando e interactuando con el mundo. A medida que nos hacemos mayores descubrimos que nuestros padres utilizan palabras para transmitir mensajes: botella, comida, pañal, baño. Nos elogian cuando repetimos estas palabras, lo que nos lleva a desarrollar la habilidad de llamar a cada cosa por su nombre, aunque no haya nadie cerca para oírlo. Las palabras se convierten en nuestro único medio para comprender y comunicar conocimiento. Empezamos a narrar lo que observamos para contribuir a que las cosas tengan sentido. De niños lo hacemos en voz alta; luego, cuando resulta socialmente incómodo, desplazamos la narración al interior. A partir de entonces, no para nunca. En los años treinta, el psicólogo ruso Lev Vygotski observó que el discurso interno se acompaña de pequeños movimientos musculares en la laringe. Basándose en esto, sostuvo que el

discurso interno se desarrolla interiorizando el discurso en voz alta. En los años noventa, los neurocientíficos confirmaron este punto de vista; utilizaron la neuroimagen para demostrar que áreas del cerebro como el giro frontal inferior izquierdo, activas cuando hablamos en voz alta, también se activan durante el discurso interno. La voz en tu interior es realmente tu cerebro hablando, aunque tú eres el único que puede oírla. Descripción de tareas

Ahora sabemos quién habla, pero ¿por qué lo hace? Como otros órganos, tu cerebro está ahí para realizar una función específica. En su expresión más básica, la tarea fundamental del cerebro es asegurar la seguridad y la supervivencia de tu cuerpo. Parte de este trabajo tiene lugar sin que seas consciente de ello. Si tu visión periférica recoge la imagen de un coche lanzado a toda velocidad en tu dirección, tu cerebro les ordenará a tus piernas que salten. Ocasionalmente, cuando la amenaza requiere algo más que un reflejo, el cerebro libera adrenalina a fin de que estés listo para dar una respuesta de enfrentamiento o evasión. Todas estas reacciones de supervivencia son de naturaleza mecánica; suceden sin la mediación de una decisión consciente. ¡Muy impresionante! El pensamiento añade una capa extra de protección cuando el cerebro planea mantenerte alejado de un posible peligro. Comprueba cada cueva, árbol, roca o cualquier lugar en el que pueda ocultarse un tigre. Cuando disfrutas de una vista espectacular, la primera función de tu cerebro no es relajarse y disfrutar, sino evaluar cada aspecto que no parezca en orden y pueda suponer una amenaza. También está condicionado para considerar los peligros a largo plazo, lo que nos lleva a hacer planes para el invierno, ofrecer cobijo para proteger a nuestros hijos y analizar constantemente cada uno de los innumerables elementos que pueden ir mal.

Cuando las amenazas externas nos rodeaban en los primeros años de la humanidad, ambas formas de funcionalidad cerebral eran extremadamente necesarias para nuestra supervivencia como individuos y como especie. El miedo nos mantuvo vivos, y nuestro cerebro se encargó de todo. En cuanto a las reacciones reflejas, ni siquiera nos consultaba, y tampoco lo hace hoy. El cerebro hace lo que supuestamente tiene que hacer. Sin embargo, cuando se trata de decisiones que no suponen una amenaza inmediata, nuestro cerebro evalúa el desafío más concienzudamente, utilizando dos planteamientos diferentes: uno rápido e intuitivo y otro lento y deliberativo, que deriva en una suerte de diálogo. —Eh, tío, ¿recuerdas a Tommy, aquel buen tipo que fue despedazado por un tigre? No queremos que eso nos pase a nosotros, ¿verdad? —No, claro que no. —Bien. ¿Ves ese árbol de ahí? Se parece a aquel desde el que saltó el tigre que despedazó a Tommy. Mejor bajamos por la orilla del río. ¿Te parece bien? —No, es más rápido a través de la jungla, y además en el río no hay nada que cazar. —Mira, tío, Jessica volverá a la cueva esta noche y prefiero estar ahí haciendo cualquier cosa que despezado, así que hoy mejor vamos por el río. —Sí... Jessica... Vale.

Este tipo de diálogo es el intento del cerebro por llegar a la mejor decisión posible. Daniel Kahneman, ganador del premio Nobel de Economía, explica este proceso de forma brillante en su best seller Pensar rápido, pensar despacio.3 Explica la dicotomía entre dos formas de pensamiento: el «sistema 1» es un modo de pensamiento rápido, instintivo y emocional; el «sistema 2» es un modo más lento, lógico y deliberativo. En su libro cita con frecuencia ejemplos de errores o juicios incorrectos y rápidos realizados por el sistema 1 y corregidos por el sistema 2. La presencia de estos dos sistemas es lo que explica la presencia de dos voces en tu cabeza. Simplemente son dos formas de pensar que observan la cuestión desde diferentes perspectivas y con diversas destrezas operativas, y la discuten desde el escenario central de tu mente. Sonríe, después de todo no estás loco.

¿Quién es el jefe?

Desde el inicio de la humanidad, nuestro cerebro ha asumido la plena responsabilidad por nuestra existencia, y como la supervivencia era mucho más frágil al principio, aceptamos que nuestro cerebro fuera el líder indiscutible. Pero ese liderazgo, ¿sigue estando justificado? Es indiscutible que tu cerebro hace muy bien algunas cosas, pero no debería concedérsele la libertad para deliberarlo todo. Cuando gestiona los reflejos y las funciones mecánicas, lo hace sin pensar. Esto se aplica a todas las funciones vitales; el pensamiento queda completamente descartado. El trabajo de tus pulmones, glándulas, corazón, hígado y otros órganos es gestionado mecánicamente por tu cerebro, pero no es el resultado del pensamiento consciente: no pasas horas analizándolo y ni siquiera puedes gestionar su funcionalidad. Si el cerebro tuviera que controlarlo, habría errores masivos. Por ejemplo, en un momento de gran dolor emocional, tomarías la decisión aparentemente lógica de acabar con tu vida desconectando tu corazón. Por suerte, esta capacidad ha sido excluida de nuestro diseño porque el pensamiento no siempre produce los mejores resultados.

Cuanto más importante es algo, en mayor grado el pensamiento incesante está excluido de ello.

¿Te has dado cuenta alguna vez? Bueno, piensa en ello: la felicidad importa realmente. ¿Por qué dejamos entonces que nuestros pensamientos nos lastren y nos priven de ella? Acepta tu cerebro como líder indiscutible en lo relativo a las operaciones mecánicas, pero en cuanto al pensamiento, tú debes mantener un control pleno. La tarea de tu cerebro es producir lógica que habrás de someter a consideración. Cuando aparecen los pensamientos, nunca debes perder de vista la pregunta ¿quién trabaja para quién?

Tú eres el jefe. Eres tú quien elige.

Esto significa que tú le dirás a tu cerebro lo que hay que hacer, no al revés. Así como ahora estás ordenando a tu cerebro que se concentre en las palabras de esta página, siempre podrás decirle en qué ha de concentrarse. Necesitas asumir el control y actuar como el jefe. Corrige las palabras de Descartes:

Soy, luego mi cerebro piensa.

Pensamiento útil

Para desenvolverte bien en el mundo moderno necesitas diferenciar lo que opera a tu favor de lo que opera en tu contra. Aunque a veces parece que nuestros pensamientos son una incesante corriente de palabrería inútil, la realidad es que nuestros pensamientos más útiles suelen ser silenciosos. Nuestro cerebro produce tres tipos de pensamiento: operativo (utilizado para la resolución de problemas), experiencial (centrado en la tarea actual) y narrativo (parloteo). Estos tipos son tan inequívocamente distintos entre sí que cada uno tiene lugar en una zona diferente del cerebro. Un estudio del MIT de 2009 reveló cómo funciona el pensamiento operativo.4 Se registraron las señales cerebrales de los participantes mientras resolvían acertijos verbales. Se pidió a los individuos que dijeran la respuesta en voz alta después de encontrar la solución. El resultado mostró que dos regiones del cerebro, ambas en el hemisferio derecho, se activaban al resolver el acertijo. Una región del cerebro trabaja en segundo plano, pero somos conscientes de la respuesta, en forma de pensamiento, en la otra región, unos ocho segundos más tarde. Y lo que es más curioso, las zonas donde se activa este tipo de pensamiento útil son muy diferentes a las zonas donde tiene lugar el pensamiento incesante. Esto se demostró en un estudio realizado

en 2007 en la Universidad de Toronto, en el que los investigadores monitorizaron las funciones cerebrales de dos grupos de participantes: un grupo inexperto con un pensamiento incesante muy activo y otro grupo que había acudido a un curso para aprender a concentrar la atención en el presente.5 El estudio descubrió que los pensamientos incesantes del primer grupo activaban las regiones medias del cerebro, mientras el segundo grupo (acostumbrado a prestar atención al instante presente) activaba el hemisferio derecho del cerebro y zonas distintas a las utilizadas para el pensamiento operativo. Y aquí están las buenas noticias: al ser una mera función cerebral, el pensamiento incesante ofrece una poderosa evidencia de que nuestros pensamientos no constituyen nuestro ser, que no nos definen. Una vez más, no eres tus pensamientos. El cerebro produce pensamientos para servirte. Y descubrir que cada uno de estos tipos de pensamiento tiene lugar en zonas del cerebro completamente separadas significa que podemos adiestrarnos en el uso de uno de los tipos en detrimento de los demás. Cuando realizamos tareas nos urge concentrar la atención en el momento presente y necesitamos la resolución de problemas. Se trata de funciones muy útiles. Lo que en realidad no nos hace falta es el componente narrativo del pensamiento, el parloteo inútil e interminable: la parte que nos hace sentir un poco locos y nos mantiene atrapados en el sufrimiento. El ciclo del sufrimiento

Cuando nuestros ancestros reconocían una amenaza en los entornos hostiles que habitaban, se desencadenaba una respuesta de enfrentamiento o de evasión. En el mundo moderno, la mayoría de los acontecimientos que nos suceden representan una amenaza solo para nuestro ego o para nuestro bienestar psicológico. Es frecuente que ningún mecanismo de supervivencia nos proteja de

esas amenazas. En ausencia de una respuesta satisfactoria, nuestro cerebro tiende a reavivar constantemente la amenaza no resuelta en una corriente infinita de pensamiento incesante. En cuanto al algoritmo de la felicidad, el bucle repetitivo del pensamiento sobre un hecho, desfavorablemente comparado con nuestras expectativas, conduce al sufrimiento. Nuestra incapacidad para actuar provoca la reactivación sistemática del pensamiento en un interminable ciclo del sufrimiento. Sin embargo, podemos interrumpir este ciclo del sufrimiento neutralizando su negatividad en cada uno de sus nódulos.

Adoptar la mejor acción posible, independientemente del resultado, es una forma obvia de romper el ciclo. Una vez que se emprende una acción, nuestra mente se concentra en los elementos ejecutivos que hay que implementar, se activa una parte diferente del cerebro y nuestros pensamientos pasan a supervisar el resultado de la acción en lugar de centrarse exclusivamente en el mismo pensamiento. Otra forma es evitar que el pensamiento se convierta en sufrimiento. Esto se logra superando los ángulos muertos para asegurar que el acontecimiento se perciba como realmente es, no como nuestro cerebro pretende hacernos creer que es. Abordaremos este tema en el capítulo 9. Sin embargo, ¿por qué empieza el ciclo? ¿No sería mejor bajar el volumen de esa voz diminuta?

Controlar la voz Si piensas en el grado de control que ejerces sobre tu corazón y tus pulmones, descubrirás que hay una diferencia entre los dos. Tu corazón siempre latirá; detenerlo está fuera de tu control. Es un órgano autónomo. Por otro lado, tus músculos caen parcialmente bajo tu control. Aunque los reflejos obligan a tus músculos a actuar de una forma que tú no has premeditado, eres capaz de ordenar a tu brazo transportar un peso cuando te resulte conveniente. Si te resulta pesado, puedes obligar a tus músculos a esforzarse un poco más. Tu cuerpo alberga muchos sistemas así. Los llamo órganos controlables. Se trata de una diferencia fundamental. Tu cerebro pertenece a la categoría de órganos controlables porque puedes ejercer un control parcial sobre él. Puedes decirle qué pensar, cómo pensar e incluso que deje de pensar. Tan solo necesitas practicar este control hasta dominarlo. Es factible. ¿No es una noticia increíble? El control cerebral puede sonar a tema de película de ciencia ficción, pero lo ponemos en práctica cada día de nuestras vidas. Concentrarnos en los deberes o llevar a cabo una planificación financiera o hablar de un tema específico con un amigo son ejemplos de control sobre nuestro cerebro, en el que le decimos lo que hacer. Podemos practicar este control sobre nuestra voz mental. A continuación, te ofrezco cuatro técnicas para conseguirlo. Cada una se basa en la anterior, por lo que conviene dominarlas en orden. Son sencillas, pero requieren disciplina. Las iremos asimilando con la práctica. Si dejas de practicarlas durante un tiempo, tu cerebro intentará volver a sus viejas costumbres, y a veces lo logrará. No te alarmes. Limítate a decirle suavemente: «Veo lo que pretendes. Sé que es difícil para ti. Si perseveras, al final será mejor para los dos». Observa el diálogo

En primer lugar, tómate tu tiempo para conocer bien a la bestia que pretendes domesticar. La mejor manera es sentarse en silencio y observar lo que sucede. Observa los pensamientos que genera. Esta técnica recibe el nombre de observación del diálogo. No te opongas a los pensamientos que surjan. Por el contrario, mantén la observación a medida que se manifiesten. Observa el pensamiento, luego déjalo ir y recuérdate que el pensamiento no eres tú. Los pensamientos van y vienen. No tienen poder sobre ti a menos que tú les concedas ese poder. Cuando domines la técnica de observación del diálogo será como si vieras Seinfeld (mi comedia estadounidense favorita de los noventa), un pasatiempo. La seguirás atentamente, te reirás con frecuencia y no tendrás que participar. No juzgarás lo que se dice ni interrumpirás para comentar un fragmento específico del diálogo. Deja que tu cerebro hable como los personajes de una comedia. Ahora que sabes que los pensamientos no son tú, es mucho más fácil evitar que nos molesten o perturben. Observa cada pensamiento tal y como se presenta, y deja que desaparezca. Hazlo en tus desplazamientos diarios, cuando tengas que esperar para tu próxima cita o cada vez que dispongas de unos minutos libres. Conviértelo en tu pasatiempo favorito, tu propia comedia privada, tu espectáculo lúdico. Y aquí viene lo mejor: tan pronto como domines el arte de observar una idea y dejarla marchar, tu mente se quedará sin temas. Solo funcionará cuando te aferres a una idea. Te sorprenderá lo pronto que tu cerebro queda domesticado. Reducirá la corriente salvaje, agresiva e incesante. Cuando esto ocurra, pasa a la siguiente técnica. Observa el drama

Nadie es capaz de liberarse de todos los pensamientos. A veces, una idea será difícil de extirpar. Reconocerás los signos: te sentirás plenamente absorbido por el pensamiento y menos consciente del

resto del mundo. Cuando adviertas que esto sucede, tendrás tu oportunidad para observar el drama. Empieza admitiendo cómo te sientes, la emoción desencadenada por el pensamiento. No te resistas a ella. Déjala estar. Tal vez te apetezca profundizar en ella, no para resolver el problema, sino para intentar comprenderla mejor. Pregúntate por qué te sientes enfadado o nervioso. ¿Qué pensamiento te ha llevado hasta aquí? Durante un tiempo me molestaba el sonido de los niños llorando o jugando cada vez que iba a un café a disfrutar de cierto silencio. Daba la impresión de que aparecían dondequiera que yo estuviera. Lo creas o no, incluso ahora, mientras escribo estas líneas estoy en un café casi vacío, salvo por unos niños que gritan en la mesa que hay justo detrás de mí. En el pasado, mi mente habría sido un hervidero de pensamientos irritados. «¿Es que los padres no van a hacer nada? ¿No tienen un sentido de la responsabilidad o del respeto hacia los demás?» Cuando más perduraban estos pensamientos, mayor era mi enfado, hasta que un día aprendí a observar el drama. En lugar de centrarme en los niños ruidosos, aprendí a observar los pensamientos que despertaban mi enfado. Entonces me pregunté a mí mismo: «¿Por qué me dejo llevar por estas emociones intensas?, ¿por qué me enfado así?, ¿por qué me molestan los gritos de los niños y no la música alta?». (Soy un gran fan del heavy metal. Los niños no arman más jaleo que eso.) Y entonces comprendí. Siendo yo un padre joven, la luz de mi vida, Aya, rebosaba energía (aún lo hace). Cuando salíamos, ella era la que armaba jaleo. Recuerdo lo avergonzado e incómodo que me sentía. Ser el padre incapaz de «controlar» a su hija hería mi ego. Me hacía sentir culpable porque no quería arruinar la tranquilidad de nadie. Ahora yo era el otro personaje de mi incomodidad, la figura cuya paz yo estaba arruinando. Años más tarde mi cerebro aún asociaba los gritos de un niño pequeño con esas sensaciones de culpa y vergüenza. ¡Bingo!

Después de descubrir las razones de mis sentimientos, fue más fácil sobreponerme a ellos. Los niños ya no me molestan. Gritan y arman jaleo, y yo permanezco en calma. El jaleo de estos días me recuerda lo increíblemente talentosa que Aya era de niña, y sonrío. Recuerdo cómo ha utilizado toda esa energía para convertirse en la artista que ahora es y cómo creció para recorrer el mundo como resultado de su curiosidad. El mismo acontecimiento que antes me irritaba ahora despierta mi felicidad. Redefinir el pensamiento redefine la emoción. Ahora otra familia empuja el cochecito junto a una mesa cercana a la mía. Juro que no me lo estoy inventando. Aquí llega el ruido, y aquí mi sonrisa. Te echo de menos, pequeña Aya. Empieza a observar el drama. El simple acto de intentar remontar la emoción hasta el pensamiento que la origina nos aporta el respiro necesario para relajarnos. Centrarse en la conexión utiliza la capacidad de resolución de problemas de nuestro cerebro. Cuando lo observas con claridad, con frecuencia descubrirás que no es correcto y que ciertamente no merece la pena pagar el precio para permitir que siga consumiéndonos. Cuando te acostumbres a esta práctica, descubrirás los patrones repetitivos de tu cerebro. Podrás detectar sus trampas y leer en él como en un libro abierto, y cuando recurra a ellos sonreirás y dirás: «¡Ja, ja, cerebro estúpido! ¿Por qué no me ofreces un pensamiento mejor?». Ofréceme un pensamiento mejor

Una vez que arraiga un pensamiento negativo, erradicarlo puede resultar difícil. Un cerebro no domesticado necesita un pensamiento al que aferrarse. Y es frecuente que eliminar un pensamiento deje un vacío rápidamente ocupado por otro, perteneciente al mismo espectro emocional: otro pensamiento negativo. Esta es la razón por la que al encontrarnos en un lugar oscuro nos da la impresión de que el mundo entero va a desplomarse. Tendemos a dejarnos

consumir por un pensamiento negativo tras otro. ¡Si tan solo lográramos romper el ciclo! Llenar el vacío con un pensamiento feliz nos asegura que no habrá espacio para otro pensamiento negativo. Y ahora empieza la diversión. Es fácil. Mira la palabra elefantes. Tómate unos segundos para concentrarte plenamente en ella.

¿Puedo preguntarte en qué estás pensando ahora? ¿Tal vez en un elefante? Independientemente de aquello en lo que pensaras antes, te garantizo que tu pensamiento cambió al leer la palabra elefantes.

¡Podemos influir en nuestro cerebro!

Por sencillo que parezca, se trata de una poderosa laguna en los ciclos de pensamiento de tu cerebro. Los efectos de esta puerta trasera secreta son extremadamente predecibles. Cada vez que tu cerebro sea tentado con un pensamiento, morderá el anzuelo. ¡No

puede evitarlo! Podemos usar esto a nuestro favor. Podemos preparar a nuestro cerebro para que se concentre en lo que deseamos simplemente trayéndolo a la conciencia. Al disponer de infinitas opciones, ¿qué deberíamos pedirle pensar a nuestro cerebro? En efecto, ya lo tienes:

Pensamientos felices.

Si pudieras predisponer a tu cerebro para que pensara lo que quieres, ¿por qué ibas a persuadirlo para hacer otra cosa? Una vez, cuando Aya tenía cinco años, lloraba mientras yo intentaba explicarle por qué aquello que la molestaba no tenía que hacerle llorar. Con su mirada más encantadora, y todavía cubierta de lágrimas, me miró a los ojos y me dijo: «Papá, cuando llore no me hables de las cosas que me hacen llorar. Si quieres hacerme feliz, hazme cosquillas». ¡Claro! Esta simple perla de sabiduría se quedó conmigo. Creemos necesitar una solución para que nuestra infelicidad desaparezca, pero a menudo la razón para ese estado no está justificada, y por lo tanto no hay una solución real para ello, como no la habría para una falsa premisa. Por lo tanto, la forma más fácil de ser feliz consiste simplemente en ser feliz. Elimina el pensamiento infeliz, sustitúyelo por uno feliz, y deja que el resto se ocupe de sí mismo. A partir de ahora, en cuanto surja un pensamiento doloroso, predispón a tu cerebro a pensar en otra cosa. ¡A veces la vida no se merece nada más! Sin embargo, hay un detalle importante que conviene recordar: los pensamientos más profundos tienen lugar en la parte subconsciente del cerebro. A diferencia de tu mente consciente, que trabaja con palabras, tu mente inconsciente se desarrolló mucho antes de que hablaras, por lo que su moneda de cambio son las sensaciones y las imágenes visuales. Esto es importante porque no hay imagen que corresponda a la palabra no. Tu cerebro inconsciente no puede procesar una negativa. En tu mente

consciente puedes simplemente negar un concepto, como al afirmar «nada de sufrimiento». Pero tu mente inconsciente tomará ese concepto y pensará solo en la palabra que comprende, esa palabra que quieres negar: sufrimiento. En lugar de negar el concepto, tienes que sustituirlo por un concepto opuesto. En lo que respecta a tu mente inconsciente, no puedes pensar en el no sufrimiento; solo puedes pensar en la felicidad. En lugar de pensar en abandonar un trabajo que te disgusta, piensa en otro trabajo. En lugar de pensar en acabar una relación, piensa en la nueva relación que quieres empezar. Es la manera de transformar tu mente en pensamientos felices.

La felicidad siempre se encuentra en el aspecto positivo de cada concepto.

La forma más fácil de disponer de un arsenal de pensamientos felices consiste en usar tu lista de la felicidad (capítulo 1). Un pensamiento feliz no tiene por qué estar relacionado con el tema oscuro que te ha desestabilizado. Todo pensamiento feliz de la lista puede cortocircuitar la corriente de negatividad mental colmando el vacío. Una vez interrumpida la corriente de pensamiento negativo, podrás reanudar el pensamiento desde una perspectiva positiva. Si esta técnica te parece difícil, anota tu lista de la felicidad en una ficha y llévala siempre contigo. O ¿sabes qué funciona aún mejor? Lleva imágenes de tus pensamientos felices en el teléfono móvil; así las tendrás a mano cuando las necesites. Durante años iba a todas partes con una carpeta que incluía diecinueve pensamientos felices. Ahora ni siquiera necesito abrirla; la imagen correcta surge automáticamente en mi cerebro para contrarrestar las imágenes negativas. Al recuperar una actitud positiva, empiezo a concentrarme en el reto que tengo entre manos, especialmente en los aspectos que inequívocamente están bajo mi control, y aplico energía positiva y pensamientos útiles para que todo vaya mejor.

Una forma más positiva de utilizar tu lista de la felicidad consiste en recurrir a ella de forma proactiva y no a la defensiva. Busca tu lista muchas veces al día y concéntrate en ella. Podrás hacerlo tan bien que no tendrás que esperar a que surja un pensamiento negativo. Cuanto más tiempo mantengas tu cerebro en la zona positiva, más difícil será que se sumerja en la negatividad. Con la práctica podrás llevar este proceso un paso más allá. Aprenderás a predisponer a tu cerebro a los pensamientos felices relacionados con el tema respecto al que has estado pensando negativamente. Todo lo que necesitas es crear una serie de preguntas que examinarán el aspecto positivo de cualquier cuestión. Tomemos, por ejemplo, el pensamiento «odio mi trabajo». Si permites que se instale en tu mente, el pensamiento se extenderá y abarcará todos los aspectos que te hacen desgraciado en el trabajo. Por el contrario, predispón a tu cerebro con una pregunta como: «Tiene que haber algo que me guste en este trabajo, ¿qué es?». Al principio, tu cerebro no cooperativo seguirá en su sendero original y producirá otro pensamiento negativo: «Odio la forma en que mi jefe me pide las cosas». En respuesta a ello, insiste tranquilamente (como si le hablaras a un niño de seis años): «Pero ¿qué es lo que me gusta del lugar?». Solo entonces obtendrás algo parcialmente positivo, como «la recepcionista es agradable, pero el lugar es un infierno». Sigue así y la positividad fluirá. «Me gusta la cafetería de la planta baja. El desplazamiento hasta el trabajo es fácil. El sueldo no está mal.» Aférrate a esos pensamientos. Al fin está funcionando. Ahora estás viendo el vaso medio lleno.

Normalmente, las cosas no son absolutamente malas. Entrena a tu cerebro para encontrar lo bueno y conviértelo en el foco de tu pensamiento. Tal y como elaboraste tu lista de la felicidad, confecciona una lista de preguntas genéricas que pueden estimular lo positivo, como «¿qué hay de bueno en esta situación?, ¿qué es lo que me gusta de ella?». O puedes reducirla a una simple pregunta: «¿Qué hay en el vaso medio lleno?». Cuando lo domines, te convertirás en un maestro en encontrar el lado positivo de las cosas. Siempre está ahí, pero hasta ahora no lo has buscado. Tu cerebro aprenderá que los pensamientos negativos no llevan muy lejos y que la única forma de conseguir tu atención es pensar en cosas positivas. Conseguirás domesticarlo. Cuando te resulte fácil redirigir la conversación, estarás listo para agilizar aún más el proceso. La próxima vez que detectes un pensamiento negativo en tu mente, responde con un simple «consígueme un pensamiento más feliz». Es todo lo que tendrás que decir. Como es habitual, al principio tu cerebro intentará evadirse de la tarea, pero si insistes, te obedecerá, y a partir de entonces todo lo que tendrás que hacer es repetir las palabras «consígueme un pensamiento más feliz» hasta que obtengas uno. Quienes dominen este recurso, habrán alcanzado el «control mental». ¡Felicidades, ahora el eres

Jefe

Tú, y no tu cerebro!

Cerrarle el pico al pato

Si has observado el diálogo interior durante un tiempo, podrás anticiparte a lo que estoy a punto de decir. A veces, ¿no percibes un patito en tu cabeza? ¿Oyes cómo no para de graznar? Rara vez te da un momento de paz. El pato siempre grazna. Después de aprender qué hacer para que mi cerebro pensara positivamente, en

una ocasión oí cómo Pete Cohen, autor de Life DIY, decía que el constante graznido afectaba a los atletas de primer nivel que entrenaba, y me puse a pensar: «Ahora sé cómo hacer para que el pato grazne positivamente, pero Pete tiene razón. ¡A veces me gustaría que cerrara el pico!».

Existen muchas técnicas de meditación bien conocidas y que pueden ayudarte a lograr esa paz. A menudo implican centrar la mente en algo exterior al ámbito del pensamiento: la belleza de una rosa, la llama titilante de una vela o tu propia respiración. Sin embargo, la meditación no es un estilo de vida. Es una práctica que te prepara para un estilo de vida. ¿Es buena la práctica si regresas a tu habitual «mente saturada de pensamiento» una vez concluida la meditación? El objetivo final es vivir en un estado de conciencia expandida fuera de la sala de meditación, de modo que ese sea tu estilo de vida durante todo el día. Otra particularidad del modo de funcionamiento de tu cerebro puede ayudarte a lograrlo. El cerebro es lo que en informática se conoce como un procesador serial, lo que significa que puede centrarse en un único pensamiento cada vez. Aunque a veces tengamos la impresión de que nuestra mente está atravesada por mil pensamientos, lo que nuestro cerebro hace es pasar de unos a otros a una gran velocidad. Tómate un minuto para disfrutar del siguiente juego. Intenta pensar en dos cosas al mismo tiempo. Intenta pensar en la diversión del último fin de semana mientras tienes en mente la discusión de ayer. Inténtalo. Sigue intentándolo. Es difícil, ¿verdad? Ahora intenta leer en voz alta mientras cuentas hacia atrás desde 643. Advertirás que cuando lees, la cuenta cesa, y cuando cuentas, dejas de leer.

Es lo mismo que ocurre con tu diálogo interno. Todo lo que esta magnífica máquina puede hacer es ocuparse de una sola cosa cada vez.

¡Para el cerebro, la multitarea es un mito!

Podemos utilizar esta especificidad de nuestro cerebro a nuestro favor. Mi técnica recomendada para cerrarle el pico al pato es inundarlo de elementos que no pueda pensar, evaluar o juzgar; cosas que solo pueda observar. Este es el procedimiento: dirige tu atención al exterior. Observa la luz en la habitación, presta atención a lo que hay encima de tu escritorio, huele el aroma a café que se filtra desde la cocina, percibe la veta de madera de la mesa o escucha el sonido distante de los coches en la calle. No dejes nada sin observar. Percibe cada pequeño elemento a tu alrededor. Es lo que solías hacer cuando eras un recién nacido. Tan solo observar. Como alternativa, puedes recurrir a las técnicas de meditación y prestar atención al interior. Céntrate en tu cuerpo. Percibe los músculos doloridos del ejercicio de ayer o el dolor de espalda originado por una mala postura al sentarte. Observa tu respiración o siente cómo la sangre fluye por todo tu cuerpo. Abárcalo todo: los infinitos estímulos que tu cerebro ha estado filtrando para liberar los ciclos mentales que necesita para obsesionarse con sus propios pensamientos. Decide que lo que puede procesar sea algo más que un pensamiento. Inúndalo con señales del mundo físico para que deje de vivir en su propia y diminuta burbuja. Cada filtro que eliminas ofrece a tu cerebro algo que procesar y reduce su capacidad para comprometerse en pensamientos inútiles. En esta ocasión no predispones a tu cerebro a los buenos pensamientos: ¡lo predispones a que no albergue ningún pensamiento! Así es como se instala el silencio. ¡Una amplia y pacífica sonrisa!

Pero ten cuidado. Puede ser una zona incómoda para tu cerebro. Después de todo, está acostumbrado a ser el jefe, y tu capacidad para conectarlo y desconectarlo puede ser percibida como una amenaza a su existencia. Contraatacará enviando más pensamientos. La mejor respuesta es permanecer en calma y observar tranquilamente el mundo interior y exterior. Sigue eliminando los filtros hasta que se imponga el silencio. Gracias a esta técnica he aprendido a desenchufar el cerebro, a pesar de llevar años como directivo de una empresa de alta tecnología. A veces permanezco sentado largas horas, durante un vuelo, con una sonrisa boba en mi rostro y fantasmas de pensamiento —o ningún pensamiento en absoluto— en la mente. Es el cielo. Un interruptor para desconectar el cerebro a voluntad. Le digo con firmeza: «¡Quiero que te calles, ahora!», elimino los filtros sensoriales y disfruto del mundo sin comentarios mentales. Inténtalo. No hay otra felicidad como esta.

Aprende a cerrarle el pico al pato.

El Elegido En la película Matrix, de 1999, una simulación creada por máquinas inteligentes se utiliza para someter a la población humana. Keanu Reeves interpreta a Neo, conocido como el Elegido, cuyo objetivo es liberar a la humanidad. Cuando al fin ve más allá de las imágenes y pensamientos ilusorios que Matrix ha plantado en su cerebro, todo se convierte en hileras de unos y ceros. Mi mente de programador lo entendió como la absoluta claridad mental de Neo, que le permitió asumir el control total de su entorno. Ya nada podía dañarle. Los enérgicos y raudos movimientos de los «agentes» de Matrix pasaban a ser gestos a cámara lenta y era capaz de evitar sus golpes y esquivar sus balas sin esfuerzo.

Este es el nivel de destreza al que empiezas a acceder en cuanto descubres la «ilusión del pensamiento». Buena parte de la felicidad no depende de las condiciones del mundo circundante, sino de los pensamientos que produces a partir de ellas. Cuando aprendes a observar serenamente el diálogo y el drama, empiezas a ver los unos y los ceros. Observas tus pensamientos, consciente de que el único poder que tienen sobre ti es el poder que les concedes. Como Neo, notarás cómo tus pensamientos avanzan con más lentitud. Los observarás uno a uno y esquivarás su ataque. Y lo más importante, una vez que aprendas a ordenar a tu cerebro que busque pensamientos mejores y más positivos, alcanzarás la fase de pleno control. Podrás decirle qué hacer con el mundo que lo rodea. Una de las cosas que siempre me han sorprendido de Matrix es el rostro indiferente de Neo cuando por último logra ver el mundo tal como es. Mientras los agentes están física y emocionalmente implicados en su ataque, Neo permanece impávido e inconmovible a lo que Matrix le arroja a la cara. Hace lo que tiene que hacer, consciente de que la pelea ya está ganada. Está en paz. Tú también puedes ser el Elegido. Puedes detener el vuelo de las balas de tu mente y observarlas en calma, en su forma original, mientras silban a tu alrededor. Tal vez necesites tiempo para llegar a ese estado. Hasta que lo consigas, no deberías tener otro objetivo. Es el cinturón negro del control mental. Es la paz completa. Por favor, no permitas que la ilusión te engañe.

No eres la voz de tu mente.

¿Quién eres?

Cuando explico lo que significa que no somos nuestros pensamientos, la mayoría de la gente sonríe aliviada. Comprende que no tiene que escuchar al pato nunca más. Sin embargo, poco después surge una nueva confusión. Su mente reacciona con el modo de hiperalerta, planteando una pregunta fundamental: «Si no soy la voz que hay en mi cabeza, entonces ¿quién soy?». Buena pregunta. Piensa en ella unos minutos antes de pasar la página.

Capítulo 4

¿Quién eres tú?

Sin duda, esta es una de las preguntas más fundamentales que llegarás a plantearte nunca. Te pasas toda la vida trabajando para ti mismo. Compras cosas, discutes, argumentas, amas, comes, practicas ejercicio, ganas dinero y aprendes a satisfacer las

necesidades de una imagen de ti mismo, un personaje que no tiene ni el más remoto parecido con tu yo real. No es de extrañar que tus verdaderas necesidades jamás queden satisfechas, tal vez ni tan siquiera las has abordado o identificado. La «ilusión del yo» es una de las más profundas y complejas que la humanidad ha intentado descifrar. Filósofos, teólogos y psiquiatras han intentado escrutar esta ilusión. Y, sin embargo, casi todos nosotros seguimos llevando máscaras encima de otras máscaras. La ilusión empieza con la creencia de que eres tu forma física. Una capa más abajo, te identificas con un personaje al que consideras tu yo (tu ego), y luego, en un nivel más profundo, te engañas respecto a tu lugar en el mundo. Como las matrioshkas rusas, quien eres en realidad permanece oculto bajo capas de ilusión que han de ser desmanteladas una tras otra.

Una vez destapadas, lo primero será descubrir quién no eres. A continuación, seguirás desprendiéndote de capas hasta alcanzar la que sea sólida y real, aquella que resistirá las pruebas de percepción y permanencia. El test de la percepción se basa en una sencilla relación sujetoobjeto. Si eres el sujeto capaz de observar los objetos que te rodean, entonces no eres los objetos que observas. Si estás

observando este libro, entonces, por definición, no eres este libro. La única forma de ver el planeta Tierra es desde un punto de vista exterior a ella. Fácil, ¿verdad? Por otro lado, el test de permanencia se basa en una mera cuestión de continuidad. Si un rasgo o descripción que puedes asociar contigo mismo cambia mientras tú permaneces inmutable, entonces ese rasgo no eres tú. Si antes eras profesor y ahora eres escritor, ambos son estados cambiantes y no tu yo permanente. En el capítulo anterior, en un claro abandono de la creencia moderna, establecimos que tus pensamientos no te definen; que tú no eres tus pensamientos. Las pruebas así lo demuestran. Tus pensamientos no sobreviven al test de percepción. Si fueras tus pensamientos, ¿cómo podrías observarlos? Surgen en tu mente como imágenes en una pantalla. Tú no eres la imagen ni eres la pantalla. El hecho de que los observes es una evidencia de que se trata de entidades diferentes. Tus pensamientos tampoco sobreviven al test de permanencia: no dejas de existir en los breves momentos en los que logras dejar de pensar. Los momentos en que ellos dejan de existir mientras tú existes y los momentos durante los que ellos cambian mientras tú permaneces inalterable constituyen la evidencia de que son entidades independientes de ti. Los pensamientos fracasan en ambos test, y por esa razón no son tu yo verdadero. Apliquemos estas sencillas pruebas a las otras identidades que la gente asocia consigo misma.

Este es un capítulo largo y lleno de ideas nuevas, por lo que te sugiero que prepares una bebida refrescante, un asiento cómodo y una mente abierta.

¿Quién no eres tú? Antes de llegar a lo que eres, lo más fácil es quitar aquellas capas que obviamente «no eres». Tu cuerpo es la forma que todo el mundo identifica contigo. Tus rasgos faciales, tus huellas digitales y tu ADN te identifican en exclusiva. Todo lo que tú eres se asocia con este cuerpo. Tienes que ser tú; ¡sin duda no puede tratarse de otra persona! Ahora, seamos sinceros: ¿alguna vez te has mirado en el espejo y has sentido que quien te devolvía la mirada no eras tú? A mí me ha pasado. Y me sigue pasando. ¿Alguna vez te has mirado en un vídeo y has pensado: «Qué pinta tan extraña» o «Soy incapaz de reconocerme en esta persona»? ¿Alguna vez has oído tu voz en una grabación? ¿Sonaba como tú? Hasta el día en que mi editor me pidió que grabara la versión audio de este libro, siempre pensé que mi voz sonaba como la de una niña. Todos rieron ante estas palabras, porque resulta que tengo una voz muy profunda. Aunque aún no te hayas relacionado contigo mismo de esta manera, no cabe duda de que lo acabarás haciendo a medida que envejezcas o cuando tu forma física cambie mientras continúas percibiendo lo mismo en tu interior. Piensa en el test de permanencia. Si el cuerpo que ahora ves en el espejo eres tú, ¿quién era cuando te mirabas a los seis años de edad? ¿No eras tú? ¿Qué ocurre cuando ganas unos kilos de más? ¿Eres más tú? Si debido a un desafortunado accidente perdieras uno de los dedos junto a esa huella dactilar única, ¿dejarías de ser tú? ¿Acaso las uñas que recortas son pedazos minúsculos de ti mismo? ¿Y si necesitas un trasplante de riñón? ¿Serás en parte tu donante y en parte tú?

Tu cuerpo físico está compuesto por una cantidad que oscila entre los cincuenta y los setenta billones de células, y cada segundo dos o tres millones de ellas son sustituidas.1 Los glóbulos rojos viven unas cuatro semanas y los glóbulos blancos en torno a un año. Las células de la piel unas dos o tres semanas; las células del colon lo tienen peor: mueren a los cuatro días. Tu forma física ha sido sustituida casi por completo, puede que muchas veces, en pocos años.2 Por lo tanto, ¿cuál de estas formas cambiantes eres tú? Piensa en el test de percepción. Si tu cuerpo no eres tú, ¿cómo puedes contemplarlo y observarlo? Si es el objeto, ¿quién es el sujeto? Identificar la ilusión solo cuesta unas pocas líneas...

¡No eres tu cuerpo!

Por favor, concédete unos minutos para pensar en ello y asimilarlo. Mientras tanto, no pienses en quién eres. Aún estamos elucidando quién no eres. Este cuerpo, aunque no seas tú, requiere mucha atención. Muchos de nosotros pasamos toda la vida cuidándolo. Bronceándolo, tonificándolo y aceptándolo. Algunos se pasan la vida deprimidos porque quieren que su aspecto sea diferente: ser más altos, más delgados o más fuertes. Algunos se centran en una parte

minúscula —la nariz, el color de la piel, una marca de nacimiento— y la convierten en un tormento que soportarán cada día de su vida. Algunos lo encogen, lo estiran e introducen silicona en su interior. Algunos lo atiborran de comida y bebida, y otros se privan de las necesidades básicas en nombre de un culto, una religión o una moda. El cuerpo siempre obtiene más atención de la que merece. Si alquilas un coche para un viaje, ¿empiezas creyendo que el coche eres tú? Si posees el coche durante muchos años, ¿cambia algo? Tu cuerpo es el avatar físico que te transporta en el mundo físico, un vehículo, un contenedor. Nada más. Ese vehículo, sin embargo, no es una insignificancia. Es importante. Si solo se te permitiera poseer un vehículo durante toda tu vida, resulta obvio que lo cuidarías, lo mantendrías a punto, en perfectas condiciones, y te asegurarías de que no se estropea o no te causa problemas durante un largo viaje. Lo mantendrías limpio y reluciente, y agradecerías los años de servicio y la relación de toda una vida que el coche te ha ofrecido. Sin embargo, hagas lo que hagas con él e independientemente del período que lo hayas utilizado, nunca pensarás que el coche eres tú. Como si la ilusión del cuerpo físico no nos distrajera lo suficiente, distorsionamos las cosas añadiendo más máscaras, hasta que tu verdadero yo desparece más allá de todo reconocimiento. Sigamos la pista de la ilusión un poco más. Porque hay más. Mucho más. ¿Qué otras cosas no son tú?

No eres tu cuerpo ni tus pensamientos. ¿Qué otros elementos no pasan el test de la percepción y la permanencia? Si seguimos tachando elementos, al final encontraremos tu verdadero yo. Tal vez seas tus emociones, como cuando dices: «Estoy enamorado». Es gracioso. ¿Quién eras antes de enamorarte? ¿Y si el amor crece? ¿Crecerá tu yo? Y si se acaba, ¿te desvaneces? No eres tus emociones.

Tal vez seas tus creencias: «Soy hindú, cristiano, musulmán, judío, ateo...». O: «Soy espiritual, pero carezco de religión». ¿Qué significa eso? Si adoptas una nueva creencia, ¿estás produciendo un nuevo yo? ¿Quién eras a los dos años de edad, antes de adoptar algún sistema de creencias? No eres tus creencias. Cuando te preguntan quién eres, respondes con un nombre: «Soy Mo». Pero, obviamente, mi nombre no soy yo. Nuestro nombre muta en apodos y, en algunos países, los apellidos cambian al desposarse, pero nosotros seguimos inmutables. No eres tu nombre. Algunos se identifican con el grupo al que pertenecen: «Soy egipcio» o «Soy hincha de cierto club de fútbol». Pero esos estados transitorios también cambian. No eres la tribu a la que perteneces. «Soy el hijo de tal y cual.» No, no lo eres. Quienes descubren que mamá guardaba un secreto y papá no es realmente papá no desaparecen de la faz de la Tierra. «Soy la mujer de Tom.» Vale, pero ¿quién eras antes de conocer a Tom? No eres tu familia. A continuación, tengo que ser lo que he logrado. «Soy inventor de aquello» o «Soy autor de esto otro». ¿Quién eras antes? «Soy un millonario que empezó desde abajo.» Y si perdieras todo el dinero, el exmillonario que empezó desde una posición humilde, ¿dejarás de ser tú? No eres tus logros. «Soy el orgulloso propietario de un Rolls-Royce Phantom Drophead Coupé de color negro magnolia.» ¿A quién quieres engañar? ¿Acaso el coche que conduces o la marca de ropa que vistes determinan quién eres? Si te roban el Rolls-Royce, ¿el ladrón se convierte en ti? No eres tus posesiones. Seguro que ya te has acostumbrado a este planteamiento, por lo que podemos acelerar. No eres el autobús que has tomado esta mañana para ir al trabajo y no eres el conductor del autobús. No eres la hormiga que has pisado ni la mariposa que ayer te dejó sin aliento. No eres las páginas de este libro ni el ordenador en el que se están escribiendo. No eres tu gato, ni el sol ni los átomos que componen todo el universo. Todo lo que has observado alguna vez

no eres tú, y todo lo que ha cambiado en tu presencia tampoco eres tú. Si no eres ninguno de los billones de cosas que te rodean, ¿qué es lo que eres? Tu yo real

Basta solo con un instante de plena conciencia para descubrir tu verdadero yo, un instante en el que te sientas en silencio y contemplas lo que te rodea u observas lo que hay en tu interior. Intenta percibir los pensamientos en tu mente, el aire que respiras, la sensación de tus dedos tocando el papel de este libro. Intenta sentir la sangre fluyendo hacia tus pies. Percibe los sonidos a tu alrededor, la luz en tus ojos. Intenta percibir los pequeños detalles, los sonidos distantes de los coches que pasan cerca y el olor de la cena que tu vecino está cocinando. No eres nada de lo que acabas de observar.

Tú eres el observador.

Tú eres quien es consciente de lo que acontece a tu alrededor. Sé que puede sonar frustrante, pero jamás te has visto a ti mismo. No podemos vernos a nosotros mismos.

Eres aquel que observa.

Me gustaría describirte al yo real de modo que tu mente pueda comprenderlo, pero por desgracia no estamos dotados con el equipamiento adecuado para hacerlo. Todos nuestros instrumentos humanos están afinados para observar el mundo físico, y tú —tu yo real— no eres un objeto físico. Dime

Un pequeño juego de preguntas te ayudará a comprender por qué es tan difícil describir el yo real. Empecemos con una ronda sencilla. Dime, por favor, qué aspecto tiene el océano a sesenta metros bajo la superficie y a trescientos veinte kilómetros al sudeste de la costa de Nueva York. ¿Puedes decirlo a ciencia cierta? No puedes, porque no lo has visto. Vale. ¿Puedes, por favor, decirme qué están transmitiendo las ondas de radio que te rodean en este mismo instante? ¿Sin un aparato de radio? ¿Puedes? Claro que no. Aunque las ondas te rodean, no son perceptibles, porque no tienes los instrumentos para recibirlas. Por último, una difícil. ¿Podrías decirme qué aspecto tiene el olor de las galletas recién horneadas? ¿Puedes? ¿Por qué no? Porque el olor no es una propiedad visual; no podemos verlo. Ahora sigue adelante y dime qué aspecto tiene tu yo real. ¿Eres capaz de hacerlo? Como la profundidad del océano, tu yo real es algo que jamás has visto. Como las ondas de radio, no tienes los instrumentos para percibirlo. Y lo que resulta más importante, debido a su naturaleza no física, no puedes verlo. Solo podemos ver los objetos del mundo físico. El hecho de que no puedas entender tu verdadera naturaleza no significa que no exista. La profundidad del océano, la ubicuidad de las ondas de radio y el olor de las galletas existen independientemente de nuestra capacidad para comprenderlos. Para ampliar nuestra imaginación un poco más, considera esto: si no eres un objeto del mundo físico, entonces debes estar observando el mundo físico desde una perspectiva ajena a este. Es una idea con un gran potencial creativo. Películas como Matrix y Avatar desarrollan estos conceptos al máximo. Los personajes de estos filmes controlan su forma física desde la distancia. Del mismo modo, si no formas parte del lugar en el que se despliegan las escenas de tu vida, o si no te identificas con el cuerpo del avatar que utilizas para vivirlas, entonces la realidad representada en esas películas no está tan alejada de la verdad.

Hagamos una pausa para pensar en lo que acabamos de explicar. Cuando lo comprendí me pareció un concepto realmente interesante. La razón es la siguiente. Si no eres tu riqueza, entonces la carencia o la abundancia de dinero no puede influir en tu yo real. Si un ladrón te arrebata parte de tus pertenencias, esto puede influir en tu forma física y en tus pensamientos —quizá te harán sufrir—, pero el yo real no perderá nada. Observarás esos cambios mientras permaneces inmutable. La ilusión que te impulsa a proteger todas las posesiones de tu vida es un intento de tu forma física por controlar el mundo físico a tu alrededor. El yo real no se ve influido por esa capa física y todo lo que contiene. Una repentina pérdida de estatus, por ejemplo, no supondrá mayor molestia; te identificarás con el yo real y no con la ilusión temporal del yo. Sin temor a la pérdida y sin preocuparte por el futuro, comprenderás que en realidad nada puede hacerte daño. Ahora déjame provocar a tu pensamiento un poco más. Hemos establecido que no eres tu cuerpo sometido a los cambios, el envejecimiento y la muerte. Imagina entonces que pierdes los brazos y las piernas en un accidente. Tu forma física se reducirá a la mitad. Te provocará sufrimiento, y tus pensamientos y tu conducta cambiarán. Sin embargo, no perderás la mitad de tu yo real. Tu yo real permanecerá sin cambios. Ahora llevemos este concepto hasta el extremo. Imagina que pierdes el cien por cien de tu forma física y plantéate esta interesante pregunta: ¿qué sucede con tu yo real cuando todo tu

cuerpo desaparece? ¿Deja de existir? Cuando tu cuerpo muere y se descompone, adónde va el «yo» real? Según mi creencia personal, la respuesta es: al «yo» real no le ocurre nada. Simplemente dejas de estar conectado a tu forma física. Seguirás siendo tú y dirás: «¡Guau! ¡Ha sido divertido!». Esta creencia me ayuda a comprender que aunque la forma física de Ali haya desaparecido, su verdadero y maravilloso yo sigue vivo, y que un día yo también abandonaré mi forma física y todo estará bien. Es una maravillosa idea para un tiempo difícil. Soy consciente de que esto supone un salto de fe para quienes se identifican poderosamente con su yo físico, pero una vez que lo comprendemos realmente, ya no podemos volver atrás. Para alcanzar el estado de dicha ininterrumpida hemos de aceptar que todo lo que vive en el mundo físico de desvanecerá y se descompondrá, pero que el yo real permanecerá inmutable y en calma. Conectar con ese yo real para identificar las ilusiones del mundo físico proporciona la experiencia definitiva de paz y felicidad. Sigamos explorando. Al final todo se integrará armoniosamente.

¿Quién crees que eres? Al intentar establecer quiénes no somos, hemos eliminado muchas máscaras que portamos para crear una identidad. Estas máscaras representan la siguiente capa de la ilusión del yo. Pueden resumirse en una palabra que ha atormentado a la humanidad desde el día en que se transformó en sociedad. Esa palabra es ego. Ego no se emplea aquí para aludir a un carácter arrogante, sino más bien a un sentido de la identidad, a un personaje, al modo en que te percibes a ti mismo y crees (o deseas) que los demás te perciben. Todos nacemos sin ego. Empezamos la vida sin un sentido de nuestro propio yo como una entidad independiente del resto del mundo. Pasamos nuestras pocas horas despiertos plenamente inmersos en el momento presente. Cuando empezamos a jugar,

aferramos tranquilamente un juguete y luego otro sin un solo pensamiento en nuestra mente. La serenidad se interrumpe temporalmente cuando estamos hambrientos o mamá sale de la habitación, pero una vez eliminado el malestar, la calma regresa. Sin embargo, la siguiente fase de desarrollo implica un cambio fundamental. Empieza cuando descubrimos que mamá, o quien se ocupa de nosotros en ese momento, asocia nombres con cosas. Se refiere a sí misma como mamá, a tu juguete como Dolly y a ti con algún nombre tierno, por ejemplo, Bichito.

Tan pronto como consigues controlar tu procesador de discurso para producir tu primera palabra, balbuceas ma-má. Mamá corre hacia ti riendo, abrazándote y cubriéndote de besos. «Sí, pequeño, soy mamá. Te quiero y vendré corriendo cada vez que me llames.» «Bueno, esto es interesante», piensas. La abrumadora excitación que recibes como resultado de esta primera palabra le enseña a tu cerebro que nombrar las cosas recibe elogios, lo que lleva a acelerar el proceso. Eto, ezo, ete, oche y ñeko. Como tu forma de pronunciar es muy graciosa, recibe más elogios, lo que te induce a ampliar tu vocabulario hasta que dices la palabra que cambiará tu vida para siempre y se convertirá en tu identidad y en el foco central de tu cerebro mientras vivas: ¡Bichito!

A juzgar por la forma en que los acontecimientos se suceden a continuación, ese momento debe considerarse como uno de los más importantes de tu vida. Tienes una identidad. Al principio te referías a ti mismo en tercera persona: «Bichito hambre». Luego Bichito se convierte en yo, transformando esas dos letras en el centro absoluto de toda la existencia; poco después añades mí, mío y mi, y el proceso se completa. Ha nacido tu ego. Bichito se torna posesivo. Te asocias a objetos del mundo exterior a fin de crear una identidad más completa. El niño inocente que era completamente feliz al jugar con cualquier cosa empieza a tener un juguete favorito. «Mi muñeco.» Y si «mi muñeco» desaparece, Bichito sufrirá y llorará. El juego se convierte en un espacio de construcción de identidad y deja de ser un mero pasatiempo. Ciertos juguetes son ahora necesarios para hacerte feliz no porque sea más divertido jugar con ellos, sino porque son parte de una identidad que te hace sentir completo. La cosa empeora cuando aprendes a comparar tu identidad, configurada por yo, mí, mi y mío, con otras identidades cercanas. Ser «menos» que otros nos hace daño. Aunque tengas tu juguete favorito, no poseer el de tu amigo te hace sentir inferior a él. Tu juguete empieza a disgustarte; le pides a papá el otro juguete, y te quejas si te lo niega. Pides y suplicas hasta que lo consigues, solo para abandonarlo tan pronto como deseas alguna otra cosa. ¿Qué le ha pasado al niño dichoso y tranquilo que se limitaba a disfrutar del momento con lo que tenía más a mano? Ha desaparecido. Engullido por el constante impulso de definir una identidad en constante evolución. Las cosas se vuelven aún más interesantes cuando el cerebro va más allá del mundo físico de los juguetes y se sumerge en lo intangible. El simple acto de abandonar la mesa para sostenerse sobre los propios pies y luego dar un paso antes de caer sobre las propias nalgas, excita mucho a mamá. Grita: «¡Bravo, Bichito!», corre a recogerte, te besa. Está feliz y ríe como si hubieras conquistado el mundo. Y tú piensas: «Bueno, está muy bien. Quizá debería hacer más de estos sencillos trucos para recibir tan increíble atención y elogios».

Durante semanas gritas: «¡Mamá, mira, Bichito anda!». «¡Sí!», responde ella. «Mamá, mira, Bichito escaleras.» «¡Ohhhhhh!», grita ella. «Mamá, mira, Bichito encuentra juguete.» «¡Bravo, Bichito!» «Mamá, mira, Bichito dedo en nariz.» «No, no, Bichito. Bichito malo.» Mmmmm. Descubres que algunos actos son socialmente aceptables; con ellos obtienes aliento y reconocimiento. Otros actos son recibidos con desaprobación. Como eres listo, repites unas conductas y evitas otras. Empiezas a construir un personaje, una imagen de cómo quieres ser percibido a fin de encajar y ser aceptado. Ya no importa quién eres realmente en tu interior; lo importantes es lo que pareces ser. Durante el resto de tu vida, tu atención se alejará de tu realidad interior para centrarse en tu imagen. Tu adicción a mantener tu imagen se entremezcla entonces con una adicción a la atención. Pronto descubres que hurgar en la nariz recibe más atención, mientras que esconder los juguetes pasa desapercibido. Y lo que buscas es atención. Ha nacido el rebelde. El «luchador por la atención» toma el relevo. «Tengo que hacerme notar —dice—, cueste lo que cueste.» Estas crisis de identidad se intensifican durante la adolescencia, cuando nuestras inseguridades y la presión para encajar alcanzan su punto más alto. Nos alejamos cada vez más de nuestra verdadera naturaleza y nos acercamos a la naturaleza aceptada de nuestros coetáneos. Si practicar el sexo a los catorce hace que nos acepten, algunos lo harán. «Bravo, Bichito.» Si jugar al fútbol es más guay que unirse al club de ciencias, olvídate del club de ciencias. «Bravo, Bichito.» Y si alejarnos de las drogas, el tabaco y el alcohol nos hace parecer pusilánimes, consumámoslos. «Bravo, Bichito.» Y, por último, la edad adulta. Vamos a trabajar, vestimos a la moda y repetimos palabras sin sentido: sinergia, brecha, ecosistema, escisión y estar en la onda. ¿Qué tipo de lenguaje es

este? Ni siquiera parece castellano, pero lo usamos porque nos permite ser aceptados. Nuestro semblante se torna serio y no permitimos que nuestras emociones afloren en nuestro trabajo. Algunos aprendemos a jugar al golf, acudimos a cenas de negocios y vamos a las fiestas del equipo. Encajamos. «Bravo, Bichito.» A medida que progresamos, algunos compramos ropa de marca o coches caros para que nuestro personaje siga creciendo. Todo lo que obtenemos del personaje lo invertimos en su mantenimiento, pero nada de eso nos hace realmente felices. Nunca nos paramos a reconsiderar lo que hacemos mientras mantenga nuestro ego intacto. Los roles que interpretamos

Una vez que empezamos a llevar máscaras para reforzar nuestro ego, pasamos el resto de nuestra vida interpretando roles. Este es el papel de un ejecutivo poderoso: profesional, bien vestido, sosegado e insensible. El papel de una mamá: utiliza el lenguaje infantil con sus hijos, viste zapatillas y por la mañana toma el café con otras mamás. El papel de un artista: estilo excéntrico, rebelde y misterioso. El papel de un patriota: orgulloso, comprometido y partidario de matar al enemigo. El papel de un caballero sofisticado: siempre crítico, aparente conocedor del arte y la cultura, entre dos frases introduce un momento de silencio y de honda reflexión. El papel de una seductora: vestido sexi, tacones altos y una voz hechicera. El papel del chico malo y viril: tatuajes, arrogancia y una mirada despectiva e indiferente. Toda identidad se convierte en un rol, incluso la más básica. Nacer chico o nacer chica, por ejemplo, inicia una corriente de conductas basadas en expectativas sociales que se extienden a lo largo de toda la vida. Rosa o azul, muñecas en lugar de balones de fútbol, faldas en lugar de pantalones. El rol se convierte en la imagen que se espera de ti, y si te sientes diferente a lo que el rebaño espera, la vida puede ser un infierno.

Hay roles para los viejos y para los jóvenes, definidos por las expectativas sociales según las cuales se considera que al hacernos mayores hemos de comportarnos de un modo distinto a cuando éramos jóvenes y traviesos. Cuando llega la hora de que los niños se enfrenten al «mundo real», todo el mundo pide que sean «serios». Se les exige que permanezcan horas atentos en la escuela: sin hablar, moverse o jugar. Priorizamos los deberes al descubrimiento y la aventura. Esperamos que los niños dejen de ser frívolos y empiecen a ser puntuales y conformistas. Algunos se resisten durante un tiempo, pero tarde o temprano la mayoría obedece. ¿Qué ocurriría si todos nos desprendiéramos de las máscaras y nos esforzáramos sin fingir que somos lo que no somos? ¿Cerraríamos menos tratos o seríamos menos inventivos? No lo creo. Nuestro trabajo, y no las máscaras que exhibimos, es lo que nos permite avanzar. En un mundo sin ego en el que no importara cómo los demás nos perciben, nos dedicaríamos a dar lo mejor de nosotros mismos y conseguir los mejores resultados independientemente de cómo nos vieran los otros. Aunque el ego del profesional se basa en aparentar que el trabajo es duro, a menudo los mejores resultados se alcanzan con muy poco esfuerzo. Los mejores gestores, por ejemplo, contratan a personas con talento y gestionan muy poco. En cuanto se aparta la necesidad de fingir, los mejores profesionales suelen ser aquellos que no interpretan un rol en absoluto. La mascarada

Para cada rol hay una mirada, un código de vestimenta, una jerga, un grupo, un enemigo al que odiar, temas de conversación, expresiones faciales que simular y preocupaciones comunes. Es fácil aprenderse el papel. Aparece en la televisión todos los días. Corta y pega, y todos nos convertimos en actores. Llevamos diferentes máscaras y ocultamos nuestra realidad a los demás, incluyéndonos a nosotros mismos.

Nuestra identidad asumida pasa a ser toda nuestra vida y empezamos a creer en ella, en mayor grado que los demás. A veces ellos perciben anomalías en nuestro comportamiento. Comparan el rol que interpretamos con su imagen correspondiente en los medios. Perciben que es una actuación y acaban por rechazarla. Cuando la imagen que tenemos de nosotros mismos es atacada o amenazada de alguna forma, nuestro instinto actúa para proteger nuestro ego. Nuestra respuesta de enfrentamiento nos induce a discutir y pelear, y nuestra respuesta de evasión hace que nos retiremos y nos deprimamos. Las primitivas herramientas del hombre de las cavernas han evolucionado para ajustarse al moderno mundo del ego. La lanza se ha convertido en ropa de marca y coches caros. Los gestos de los cazadores han mutado en jerga y nuestro mejor camuflaje para adecuarnos al entorno se ha convertido en los «me gusta» de Facebook. Con el paso del tiempo, el algoritmo de la felicidad fracasa por completo porque nuestra expectativa de que los demás crean en nuestra falsa imagen nunca se ve satisfecha, y nos sentimos infelices. Puedo hablar en mi nombre. Viví la experiencia en la cima de mi depresión. Durante años me obsesionaron los coches. Su ingeniería artística me intrigaba, pero, sobre todo, alimentaba mi ego. Elegí el personaje de un coleccionista sofisticado y exitoso, y lo asumí con desdicha. Aunque en la actualidad sigo amando los coches, he perdido la necesidad de poseerlos. Descubrí que mi pasión estaba contaminada por el deseo de satisfacer mi ego. Antes de tener éxito, los coches que compraba eran una mentira para fingir y ocultar el hecho de que aún no lo había conseguido. Y cuando de verdad alcancé el éxito, no necesité un coche para demostrarlo. En ambos casos, los coches no me hicieron feliz. Ningún pilar para el ego lo hará nunca. La cultura popular árabe nos cuenta la historia de un viejo maestro que visita a muchos de sus alumnos años después de darles clase. Hablan del éxito que han logrado en la vida y muestran gratitud hacia su amado maestro. Luego explican las presiones a las que hacen frente, el estrés en el que viven para estar a la altura de las expectativas. El éxito no los ha hecho más felices.

El maestro se incorpora para preparar una gran jarra de café y regresa con una bandeja que contiene diversas copas. Algunas son de cristal, otras de plata y otras de plástico barato. Pide a sus estudiantes que cada cual se sirva su café. Todos eligen la copa más bella y cara entre las disponibles. Cuando toman asiento, el maestro admira las copas más hermosas, pero señala que lo que en realidad querían era tomar café. Al margen de la copa, el café era el mismo. Si el estatus social, la moda, la imagen, las posesiones y la aceptación social son como la copa, explica, la vida es el café. ¿Por qué nos esforzamos tanto en beber de una bella copa cuando todo lo que deseamos es un buen café? Si quieres vivir una vida sin estrés, dice, ignora la copa y...

Disfruta del café.

El aspecto más oscuro del ego

El ego no siempre tiene que ver con la vanidad. A menudo, la imagen que la gente construye de sí misma es negativa. Creen sinceramente que son peores de lo que son. La «víctima», por ejemplo, es un tipo de ego muy común. Cree que el mundo está contra ella y que está condenada a sufrir. Si se le lleva la contraria, se ofende. «¿Qué quieres decir con que todo está bien? —dice—. Nunca hay nada que esté bien. Me he ganado el derecho a ser infeliz y he pagado por ello con mis experiencias dolorosas. Si el sufrimiento es una elección, entonces elijo sufrir. Eso es lo que soy.» Los personajes negativos se alimentan de sentimientos relacionados con la culpa, la vergüenza, la autocompasión o una autoestima degradada. «Estoy gordo.» «Soy horrible.» «Soy bajita.» «Soy estúpido.» «No merezco ser amado.» «Soy una pecadora que merece ser castigada.»

Otro de los roles negativos comunes que la gente interpreta es el de padre afligido. Uno de los primeros pensamientos que surgió en mi mente cuando Ali murió fue «la muerte me ha arrebatado a mi hijo». Podría haber actuado como víctima. Era fácil caer en esta trampa, porque Ali no era solo una parte integral de mi vida, sino también el pilar que la sostenía. Ni siquiera puedo recordar con claridad la vida antes de asumir el papel de padre de Ali. Es una ilusión engañosa y que lleva a mucha gente a hundirse en el sufrimiento durante muchos años. El pensamiento, sin embargo, es falso. Ali nunca fue mío. Ali se pertenecía a sí mismo. Vivió una vida que le llevó a diferentes lugares. A veces, yo era parte de su historia y a veces, no. Cuando quiso irse de casa y viajar miles de kilómetros para asistir a la Universidad Northeastern de Boston, apoyé su decisión aunque me doliera separarme de él. Yo era feliz de que él siguiera su camino, porque era su vida y no la mía. Ahora que ha emprendido un nuevo camino, ¿por qué tendría yo que reaccionar de otra forma? Aunque le echo de menos, sé que se trata de su camino. Nunca fue el mío. Muchos de nosotros recorremos un camino cuando dejamos que nuestro ego nos haga sufrir. ¿Qué pasó con el pequeño Bichito, la única identidad verdadera que alguna vez tuvo? Tranquilo, feliz, inmerso en el momento presente, desnudo en su pañal y sin preocuparse por el mundo, sin la sensación de tener una identidad, desprovisto de los pensamientos relacionados con un «yo». Sin pensamientos relativos a su imagen, lo que representa, lo que la gente piensa de él o incluso lo que piensa de sí mismo. Bichito era feliz con lo que la vida le ofrecía, no era posesivo, estaba listo para pasar a otra cosa, dispuesto a aferrar el próximo juguete sin apego alguno. ¿No te gustaría volver ahí? Bien, en realidad nunca nos hemos ido. Tú nunca te fuiste. El niño sin ego aún permanece en calma dentro de cada uno de nosotros. Enterrado en capas de mentiras, egos y personajes. Y, sin embargo, feliz. Esperando a ser descubierto. Encontremos a nuestro Bichito.

Desnudarse

Como una matrioshka rusa, tendrás que eliminar las capas una a una, intentando distinguir tu yo real de los roles que has asumido con los años, hasta que encuentres a tu yo puro. Hasta entonces, desnúdate. Elimina todas las máscaras del ego. Cuando hablo de «desnudarse» me refiero a algo bastante literal. Este ejercicio puede parecer un poco extraño, pero es muy eficaz. Al llegar a casa de noche, cierra la puerta y en la intimidad de tu habitación ponte frente al espejo. Observa todo lo que vistes, usas o llevas contigo. Si cualquiera de estos elementos tiene una función más allá de su utilidad básica, quítatelo. Está ahí para alimentar tu ego. Observa esa camiseta, esa chaqueta o ese vestido. ¿Lo has comprado para cubrirte y mantenerte caliente o también contribuye a crear tu autoimagen? Si no quisieras parecer hermoso, elegante, informal o alternativo ante ti mismo y los demás, ¿habrías comprado algo diferente? Mira esos pantalones vaqueros. Si no quisieras que te hicieran parecer sexi, ¿habrías comprado una talla superior? ¿Y esos zapatos? Si no quisieras parecer profesional, ¿habrías comprado algo más cómodo? Mira tus joyas. ¿Tienen alguna utilidad? ¿Te sirven de algo aparte de la imagen que transmiten? ¿Llevas un anillo porque tu amor te lo ha entregado o solo para que el mundo sepa que eres amada? ¿Habrías comprado un reloj diferente si todo lo que quisieras es que te dé la hora? Si todos esos accesorios están ahí por su mera utilidad, déjalos en su sitio. Si no es así, quítatelos. Y colócalos lejos de ti. Observa tu maquillaje, el color de tus uñas, tu corte de pelo. ¿Tienen alguna utilidad? Mira ese tatuaje. ¿Está ahí porque querías conservar un recuerdo o querías que te vieran conmemorando ese recuerdo? Aunque no puedas eliminar físicamente el tatuaje, elimínalo mentalmente. Despréndete del impulso de enviar ese mensaje o construir esa imagen para que el resto del mundo la vea.

¿Comprendes cuántas cosas vestimos cada día que solo contribuyen a reforzar nuestro ego? ¿Eres consciente de lo poco que queda si te desprendes de todas las imágenes que constantemente nos esforzamos por mantener? ¿Compruebas lo ligero que te sientes sin todo eso? Contempla ahora ese cuerpo desnudo, despojado de todos los accesorios del ego. Has regresado al estado del pequeño Bichito, solo con su pañal. Ahora puedes ir incluso más allá. Tanto si tu cuerpo está en forma como si tiene sobrepeso, pregúntate a ti mismo: «¿Eso me hace encajar en un papel u otro?». ¿Has estado haciendo ejercicio para mantenerte en forma o para parecer atlético y atractivo? Si fuera solo para mantenerte en forma, ¿te habrías ejercitado menos? ¿Acaso tu cuerpo eres tú? Músculos, cabello, sangre y sudor: ¿todo eso eres tú? No, tú eres quien observa todo eso. Aquel que seguiría consciente aunque ganaras o perdieras cincuenta kilos. Ese yo puro en tu interior es Bichito. Lo has encontrado. ¡Bravo, Bichito! Una batalla perdida

Intentar conseguir una constante aprobación a la imagen que de nosotros mismos hemos elegido es una batalla perdida porque nuestro yo real no es lo que el ego finge ser. Esto nos hará infelices porque siempre buscaremos el próximo elemento para completar la imagen, con la esperanza de que los demás crean que nosotros somos eso. Es algo que nunca funcionará, por dos razones. En primer lugar, los demás rara vez aprobarán tu ego, porque están más preocupados con el suyo propio. La supervivencia de su ego depende de la comparación con el tuyo. Para que ellos tengan razón, tú has de ser percibido como equivocado; si tú eres menos, ellos son más. Desaprobar a otro es la forma más fácil de sentirse superior. No requiere la dura labor necesaria para mejorar. Basta con pensar mal de otra persona.

Todo el mundo lo hace. Algunos juzgarán en silencio; otros en voz alta y en público, criticando o maldiciendo. La gente te desaprobará no porque te evalúen, sino porque se valoran a sí mismos. No hay forma de ganar. Es triste, pero cierto. Una fábula captura esta idea. Es la historia de un hombre y su joven hijo que viajan hasta un mercado. Solo tienen un asno, por lo que el hijo, en señal de respeto, sugiere a su padre que lo cabalgue él. Un transeúnte comenta: «¡Qué padre tan cruel! ¿Cómo puede cabalgar en el asno y permitir que su hijo padezca?». Para ganarse la aceptación de los demás, intercambian sus posiciones: ahora el hijo monta el asno y el padre camina. Poco después oyen cómo otro transeúnte murmura: «¡Qué hijo tan irrespetuoso! ¿Cómo es capaz de subirse al asno mientras su anciano padre camina?». El hijo sugiere a su padre que ambos suban a lomos del asno, y al poco oyen: «¡Qué familia tan cruel! ¿No tienen compasión por el pobre asno?». Por lo tanto, deciden demostrar su piedad cargando ellos con el asno; al llegar al mercado los llaman locos y los expulsan a patadas.

La segunda razón por la que intentar ganarse la aprobación de los demás siempre fracasará es porque los demás no te aprobarán a ti. Aprobarán a tu personaje. Ya no será «¡bravo, Bichito!», sino «¡bravo, ego irreconocible y vagamente parecido a Bichito!». Y así lo sentirás. En lo más hondo de ti sentirás que tu esfuerzo solo ha servido para obtener elogios para otro ser. La victoria dejará de

tener sentido y te hará sentir que tu yo real no merece la pena. ¿Qué sentido tiene invertir tanto esfuerzo por conquistar la acepción de alguien que no eres tú? ¿No es mejor concentrarte en ti? Ali poseía un talento admirable para no buscar la aceptación. Siempre le hacía sentirse sereno y confiado. Ha sido el joven más feliz que jamás he conocido. Nunca se arrepentía de seguir su propio ritmo. De forma muy inteligente, creía que en lugar de fingir ser alguien que no era para complacer a todo el mundo, era más fácil buscar a aquellos a quienes les gustaba el tipo de persona que era en realidad. En primer lugar, era muy selectivo con sus contactos, y cuando encontraba el ajuste correcto, sus amigos amaban su verdadero yo. Eso le daba la confianza necesaria para ser él mismo. Más tarde se abría y dejaba entrar a todos, pero dejaba claro que «lo que ves es lo que hay». Todos se sentían atraídos por la luz de su verdadero y puro yo.

Nunca complacerás a todos. Busca a aquellos a quienes les guste tu verdadero yo e invítalos a acercarse. Los demás no han de importarte. La sabia madre de Ali solía recitarle un verso de la canción de Sting «Englishman in New York»:

Sé tú mismo, sin importar lo que digan.

Y lo más importante, ama lo que eres. Tu yo real es maravilloso y sereno, como Bichito. Las versiones de ti que no te gustan en realidad son esos personajes creados por tu ego. Tú eres todo lo que alguna vez necesitarás, y todo lo que tendrás.

Desnúdate. Despréndete de todas las versiones y ama tu yo real. ¡Bravo, Bichito!

Ahora es un buen momento para hacer una pausa y reflexionar. Aún nos queda una última capa de la ilusión del yo por descubrir. Requiere una mente despejada, así que tómate tu tiempo.

La estrella de la película El aspecto más profundo de la ilusión del yo es quizá lo que nos provoca un dolor más hondo. Es la parte que con mayor frecuencia nos impide que resolvamos correctamente el algoritmo de la felicidad. Empieza con la creencia de que somos el centro del universo, que lo bueno sucede porque lo merecemos y lo malo tan solo para perturbarnos.

Sumerjámonos en los pensamientos de Tom. Penetraremos en su mente un sábado por la mañana, mientras disfruta tranquilamente de un capuchino ante la admirable vista del puente de la Bahía de San Francisco.

Este tiene que ser el mejor café que existe —piensa—. La camarera lo ha preparado con mucho mimo, y ha añadido esas maravillosas figuras en la espuma. Seguro que sabe lo que me gusta un buen café. La experiencia le recuerda a Tammie. Me enseñó este lugar el primer fin de semana en que me mudé aquí para estar con ella. El mismo día que nos encontramos con Timmy. Hablamos de los viejos tiempos antes de que él mencionara que la empresa emergente para la que trabajaba buscaba personal. Sin duda, me hizo un gran favor al recomendarme para el empleo. Me gusta Timmy. Tamo, mi primer jefe, era duro, pero me enseñó mucho. En realidad, no sé si debería caerme bien o mal. También fue muy generoso con las acciones. Eso hizo que mis inicios aquí fueran muy diferentes. Por supuesto, nunca le perdonaré haberme engañado con Tammie, pero vamos, eso tampoco fue mal. Soy mucho más feliz con Tamar. Soy muy afortunado al tener tantos actores secundarios en mi vida. Si esta vida se convirtiera en una película, sería una historia de amor y de suspense, acción y drama. Todos interpretan un pequeño papel que conduce hasta mí, sentado aquí y ahora, disfrutando de este capuchino. Me gusta mi película. Tiene sus momentos difíciles, pero los entiendo. ¿Cómo podría ser la estrella si no tuviera que afrontar algunos desafíos y salir triunfante al final? Debe de

ser una película importante si tantos actores secundarios trabajan en ella. Ha de estar destinada a la grandeza. Es la película. Bueno, al menos eso es lo que me parece.

¡Bueno, seguro que es lo que nos parece a todos!

Te haré una pregunta: si tú eres la estrella en tu película, entonces, ¿quién es la estrella en la de Tammie? Si ella lo es en la suya, ¿en qué te convierte eso? ¿Tal vez en un actor secundario? Aplica esta lógica un paso más allá. Apareces como actor secundario en las películas de Timmy, Tamo y Tamar. Has actuado en la película de la camarera, de la señora a la que sostuviste la puerta y de la pobre hormiga que has aplastado mientras entrabas en el edificio. Si eres un actor secundario en miles de películas, pero la estrella de una sola, ¿en qué sentido eso te convierte en una superestrella? ¿Alguna vez has considerado que quizá tu comportamiento es lo que hizo que Tammie te engañara? ¿Acaso tu comportamiento también introdujo tensión e infelicidad en su vida con Tamo, lo que le llevó a engañarla e influyó en su hija cuando se separaron? Y ¿te has dado cuenta de que has cambiado tu forma de pensar en la última fracción de segundo, al entrar en el café? Decidiste acercarte a la camarera de la izquierda. Eso hizo que la persona que venía detrás de ti se dirigiera a la otra camarera en una coincidencia trascendental, gracias a la que se conocen, se enamoran perdidamente, se casan y tienen un hijo que crecerá y se convertirá en un célebre cirujano que salvará la vida de tu nieta dentro de cuarenta años. ¿Se te ha pasado por la mente que la propina de dos dólares que entregaste al taxista ayudó a su padre a comprar el fertilizante orgánico que necesitaba para su plantación de café, la misma que produce ese increíble café de libre comercio que disfrutarás la próxima vez que acudas al mismo establecimiento? Quizá el beneficio obtenido por el granjero salvará la vida de su hijo, que se

convertirá en un científico loco y acabará con nuestra civilización tal como la conocemos. Nunca lo sabrás. Tu película solo es una de las infinitas películas entrelazadas. ¡Miles de millones de ellas! Vivimos en una compleja red de conexiones. Todos los días, cada uno de nuestros pasos y cada uno de nuestros movimientos influye —a veces de forma minúscula— en la vida de cuantos nos rodean y tal vez, en ocasiones, en la vida del planeta en su conjunto.

Lo bueno versus lo malo Esta intrincada red de vidas te obliga a afrontar un concepto desconocido: lo bueno no siempre es bueno y lo malo no siempre es malo. El punto de vista de la historia puede ofrecer una impresión muy diferente. Y como hemos descubierto, hay innumerables puntos de vista. Un mal acontecimiento para el personaje principal de una película puede resultar el mejor acontecimiento para otro personaje en una película superpuesta. Como dice el refrán: no hay mal que por bien no venga. Permíteme utilizar un ejemplo muy personal.

El día en que nos dejó, Ali ayunaba, observando el mes de ramadán. Al ingresarlo, el hospital pidió que siguiera ayunando para la preparación de la operación, lo que significa que el último sorbo de agua que tomó antes de dejarnos fue un día antes de su muerte. El día de sed que pasó nos llevó, a mí y a sus preocupados y generosos amigos, devastados por el choque de su pérdida, a donar en su honor por la noble causa de proporcionar agua potable a las comunidades pobres en todo el mundo. Como resultado, miles de personas que padecen la falta de esta preciada necesidad recibieron agua. Mientras escribo estas líneas, tal vez prestes atención a la causa y también te ofreces a donar, con lo que juntos alcanzaremos a millones de personas. Y ahora surge la pregunta: el sufrimiento de Ali, ¿fue bueno o malo? Bien, depende del punto de vista. Para él fue malo. El sufrimiento físico de pasar todo un día sin beber tuvo que ser duro. Y sin embargo, Ali vivía para ayudar a los demás. Dada la oportunidad, sin duda habría accedido voluntariamente a pasar sed por un día si ello implicaba que miles de personas pudieran beber. Para mí, su padre amoroso, el sufrimiento fue horrible. Pero me consuela saber que a él le habría gustado la siguiente escena de la película. Ayudar a los demás habría hecho aflorar una lágrima de felicidad a sus ojos. Para las miles de personas cuya vida cambió y que desconocen la causa de su bendición, sin duda fue una época feliz en sus películas. Lo cierto es que...

Todo es bueno y malo a la vez. O tal vez ni una cosa ni la otra.

Incluso a título individual, con el paso del tiempo nada es absolutamente malo. ¿Cuántas veces algo que en tu vida al principio ha resultado malo ha acabado por ser bueno? Ese dolor muscular después de correr quizá te ayudará a evitar un ataque al

corazón dentro de veinticinco años. Por otro lado, tal vez el placer de conducir tu coche a toda velocidad hará que, pocos segundos después, ese sea el último coche que conduzcas. Amplía tu punto de vista para percibir el mismo acontecimiento desde diferentes ángulos. Comprar ese coche nuevo es bueno, pero gastar el dinero es malo. El dolor al tocar una plancha ardiendo es malo, pero salvar tus dedos es muy bueno. Lo bueno y lo malo no son más que etiquetas que aplicamos cuando nuestra mente no logra abarcar la película infinita y total que se extiende a lo largo de miles de millones de vidas y épocas diversas. Si pudiéramos comprender la complejidad de la red de perspectivas que componen nuestras experiencias, descubriríamos que todo es lo que debe ser, otro acontecimiento en el interminable flujo de la gran película que interpretamos entre todos. Más tarde abordaremos por extenso los conceptos de lo bueno y lo malo. Por ahora, observemos más allá del único punto de vista de un único fotograma de tu película individual, y siempre encontraremos lo bueno dentro de lo malo. Todo acontecimiento contendrá algún elemento que cumpla tu expectativa y procure que el algoritmo de la felicidad funcione. Esta perspectiva optimista te hará feliz. Nuestro ego nos hace atravesar la vida con la sensación de que todo tiene ver «conmigo». La vida me da o me quita. Puedes llegar a pensar que el tráfico de camino al trabajo o la cola en el supermercado están ahí solo para frustrarte. Tal vez pienses que el universo asumió el esfuerzo de construir la carretera e inventar los coches, vender millones de ellos y concentrar a todos los conductores en esa carretera esa mañana en concreto con el único fin de irritarte. Evidentemente, ¿cómo iba a ser de otra manera si tú eres el protagonista de la película? Eres uno de los más de 7.200.000.000 habitantes. Uno de los billones de otros seres que viven en un planeta sólido y diminuto en comparación con el tamaño del sistema solar, a su vez una parte insignificante de una pequeña galaxia, de las que hay miles de millones en nuestro universo infinito. Todo ser humano, átomo o rayo de luz sigue de manera diligente un camino que ocasionalmente se superpone al tuyo.

¡Despierta! No eres la estrella de la película. La mayor parte de lo que acontece a tu alrededor no tiene que ver contigo en absoluto. Hay un número infinito de películas. Si por casualidad apareces en ellas, lo haces como actor secundario. Serías más feliz si empezaras a considerar tu vida desde este punto de vista. Contempla el cielo nocturno y recuerda que su belleza reside en sus miles de millones de estrellas brillantes. De esos miles de millones, tú solo eres una.

¡No eres la estrella de la película!

Capítulo 5

Lo que sabes

Si tuviera el poder de realizar un cambio que dejara el impacto más profundo y duradero en la humanidad, elegiría eliminar la arrogancia. Específicamente, eliminaría nuestra obsesión por «tener razón». Eliminaría la ilusión del conocimiento.

La arrogancia nos rodea. Consideremos todos los debates y controversias en la política y la cultura popular. Todos llegan a la mesa con confianza y convicciones. Se pronuncian y sostienen con firmeza su posición, confirmando que saben. Su confianza parece convincente, pero ¿saben realmente? Nuestra búsqueda del conocimiento ha impulsado nuestra civilización. Nos ha llevado desde tallar piedras a la luz de una hoguera a apresurarnos en nuestras bulliciosas calles hablando a través de smartphones. El conocimiento es el combustible de la civilización. Pero al mismo tiempo, nuestra convicción de que en realidad sabemos nos provoca sufrimiento. Es la ignorancia última. Antes de abordar hasta qué punto influye en nuestra felicidad, evaluemos la magnitud de la ilusión.

La entrevista Si vas a entrevistar a alguien que se presenta como experto, le formularás preguntas con el objetivo de descubrir la profundidad y el alcance de ese conocimiento. Intentarás evaluar la corrección de sus respuestas y lo que sabe del tema en comparación con todo lo que se puede saber al respecto. Si sabe mucho y su información es correcta, se considerará que esa persona es experta. Sin embargo, si sabe poco y parte de que lo que sabe es erróneo, desacreditarás su supuesto conocimiento y te marcharás con cortesía. Pues bien, avancemos y entrevistemos a toda la humanidad (incluyéndonos a ti y a mí). Veamos hasta qué punto es experta. La profundidad del conocimiento

Lo más importante no es cuánto sabes, sino el grado de precisión de tu conocimiento. Saber algo equivocado es peor que no saber nada en absoluto. ¿Correcto?

En una sesión informativa en febrero de 2002, a Donald Rumsfeld, entonces secretario de Defensa de Estados Unidos, se le preguntó por los servicios de inteligencia y su relación con las hipotéticas armas de destrucción masiva en Irak, cuya supuesta existencia era la razón principal para empezar la guerra. Su respuesta fue críptica: «Los informes que aseguran que algo no ha sucedido siempre me han interesado, porque como sabemos, existe el conocido conocido; es decir, lo que sabemos que sabemos. También sabemos que existe lo conocido desconocido; es decir, lo que sabemos que no sabemos. Luego tenemos lo desconocido desconocido, lo que ni siquiera sabemos que no sabemos. Y si alguien recorre la historia de nuestro país y otras naciones libres, la categoría más difícil resulta ser esta última».1 Las consecuencias de esta última categoría se han cobrado un enorme número de víctimas; un número asombroso, en realidad. Increíblemente, la exactitud de la mayor parte del conocimiento —incluso el conocimiento científico— padece por nuestra ignorancia de lo desconocido desconocido. Tomemos, por ejemplo, la física. Isaac Newton descubrió la gravedad y publicó sus leyes del movimiento en 1687, dando lugar a los cimientos de lo que hoy conocemos como mecánica clásica. Esas leyes se debatieron intensamente hasta que se demostraron y aceptaron sin discusión. Una vez demostradas, los científicos las aceptaron como hechos que gobiernan la realidad, desde la caída de una manzana hasta la órbita de la Luna y los planetas. Quien se atrevía a discutir su fiabilidad era considerado un ignorante. La arrogancia del debate era sustituida por la arrogancia del conocimiento. Sin embargo, esta actitud carecía por completo de fundamento, porque las leyes de Newton ignoraban muchos desconocidos que más tarde fueron descubiertos. En 1861, la termodinámica clásica de James Clerk Maxwell reveló que las leyes de Newton eran insuficientes. En 1905, Albert Einstein declaró que las suposiciones de Newton sobre el tiempo eran falsas. A mediados de los años veinte, la física cuántica demostró que el mundo de las partículas más diminutas no se comporta como Newton esperaba. En los años sesenta, la teoría de

cuerdas expuso el carácter incompleto de la teoría cuántica y, a su vez, fue considerada incompleta por la teoría M en los años noventa; y parece llegado el momento de que pronto otra teoría la declare incompleta. ¿Te das cuenta de lo confundidos que podemos llegar a estar? Algo tan básico como las leyes elementales de la física, que parecieron funcionar con exactitud y precisión durante más de doscientos años, resultaron ser, en el mejor de los casos, una aproximación.

DDAA En el mundo moderno, nuestro acceso al conocimiento se ha disparado. Cada respuesta que buscamos está a solo una búsqueda en internet. Miles de millones de páginas pueblan la red, listas para responder a cualquiera de nuestras preguntas. Es difícil imaginar que haya algo que los seres humanos no sepan. Pero no nos dejemos deslumbrar por las grandes cifras. La verdadera pregunta es qué porcentaje de ese conocimiento es fidedigno y qué parte es una mera suposición. La razón por la que obtenemos millones de resultados en cada búsqueda se debe a que cada tema se presenta desde innumerables puntos de vista. Algunos están investidos por la sabiduría de la multitud y son considerados más relevantes, pero nadie puede confirmar más allá de toda duda que aquello que lee es cierto. Toda pregunta que formules estará gobernada por un proceso de refinamiento que llamo DDAA: descubrimiento, debate, aceptación y arrogancia.

Durante miles de años, los seres humanos han planteado preguntas sobre nuestro universo: preguntas sobre quiénes somos, qué estamos haciendo aquí y cómo funciona todo. Una y otra vez tropezamos con descubrimientos increíbles. El nuevo conocimiento suscita debate y desacuerdo, hasta que se demuestra que una de las partes tiene razón a partir de lo que parecen evidencias innegables. Esto lleva a la aceptación del nuevo conocimiento como un hecho. Recrearnos en nuestro conocimiento conduce inevitablemente a la arrogancia. Creemos que nuestro conocimiento se ha confirmado más allá de toda duda y discutimos orgullosamente con quienes lo contradicen, solo para advertir —en la próxima oleada de descubrimientos— que lo que sabemos no es completo y a veces ni siquiera es correcto. Este ciclo —DDAA— ha definido nuestro periplo, con un conocimiento siempre incompleto e inexacto. La razón por la que creemos tan arrogantemente en nuestro conocimiento se explica porque a menudo nuestra observación lo valida. Por ejemplo, nuestra capacidad para desenvolvernos en nuestro entorno inmediato nunca se vio afectada por nuestra falsa creencia de que la Tierra era plana. Es difícil imaginar algo nuevo hasta que nuevas observaciones contradicen nuestra comprensión anterior: el casco de un barco se desvanece antes en el horizonte, por ejemplo. Solo entonces revisamos lo que conocemos y

empezamos a preguntarnos cómo es posible que alguna vez pensáramos cómo lo hacíamos. ¿Cómo éramos incapaces de ver lo que ahora parece tan absolutamente obvio? El tipo de conocimiento que resulta incompleto es la ilusión de que vivimos cada día rodeados de ciencia, política, historia e incluso inmersos en nuestra vida personal. Podríamos pensar que alguien es esnob, solo para descubrir que en realidad es tímido; esperamos que nuestro banco nos ayude y descubrimos que nos está estafando; pensamos que un par de zapatos nos harán felices y descubrimos que nos hacen daño en los pies. Incluso nuestros hábitos alimentarios sufren: el conocimiento aceptado respecto a qué vitaminas y minerales son buenos para nosotros se transforma cuando los científicos cambian de opinión y nos piden que nos alejemos de las sustancias que unos años antes nos animaban a tomar. ¡Es un bucle interminable de DDAA! El descubrimiento lleva al debate, luego a la aceptación y por último a la arrogancia; antes de ser descartado por nuevos descubrimientos. A pesar de todo, los seres humanos seguimos asumiendo que poseemos el conocimiento último. Nos comportamos como si nosotros, los seres más inteligentes del planeta, lo supiéramos todo. Rechazamos la posibilidad de no saber algo, y menos aún de estar equivocados. La amplitud del conocimiento

Incluso en los pocos instantes en los que sabemos algo con certeza, todo cuanto sabemos es realmente insignificante comparado con lo que nos queda por conocer. Por ejemplo, el universo está compuesto en más de un 96% de energía y materia oscura, la sustancia transparente que antes llamábamos vacío y de la que sabemos muy poco. Aquí, en la Tierra, más del 90% del volumen de los océanos continúa sin explorar. Godzilla podría estar nadando en alguna parte mientras lees esto, y no tendríamos ni la más remota idea. Incluso en el interior de nuestros cuerpos, comprendemos el propósito de un 3%

del ADN y llamamos al resto ADN basura. Lo llamamos basura porque somos demasiado arrogantes como para admitir que no comprendemos para qué sirve. Cada día se realizan nuevos descubrimientos que nos ayudan a entender un poco más. Sin embargo, hasta obtener todos los detalles, lo humilde sería considerar a la humanidad ignorante al menos en un 90%. ¡Demasiado lejos del conocimiento! El reto de la amplitud no se limita a la ciencia. Se aplica a cada aspecto de nuestra vida. ¿Hasta qué punto sabes lo que pasa en la vida de tu amigo antes de sentirte molesto porque no te devuelve la llamada? ¿Conoces las duras situaciones por las que pasa un dependiente antes de juzgarle por no devolverte la sonrisa? ¿Cuántas veces has decidido seguir una nueva dieta presentada como revolucionaria cuando en realidad no sabes casi nada de cómo funciona tu cuerpo? Porque en realidad sabemos muy poco. Sin embargo, para reunir la convicción que necesitamos para creer en nuestros actos, nos convencemos a nosotros mismos de que nuestro conocimiento es completo cuando, en realidad, faltan muchas cosas.

¿Qué falta? No se trata solo de arrogancia. A veces, nuestro conocimiento está limitado en el nivel más fundamental: nuestros sentidos y los ladrillos básicos que utilizamos para formar pensamientos y conceptos. Nuestros propios sentidos nos limitan

En lo que respecta a nuestros propios sentidos, nos mostramos arrogantemente seguros de lo que percibimos, aunque resulta evidente lo poco que podemos fiarnos de nuestra percepción. Al tocar una roca la sentimos como sólida, cuando en realidad está casi por completo compuesta por un espacio vacío. No podemos

percibir los ultrasonidos que sí oyen los perros, ni la luz infrarroja que perciben los mosquitos, los peces y algunas serpientes. Si vives en Moscú, tu percepción del «frío» será muy diferente a si has nacido y te has criado en Dubái. ¿Estás seguro de que lo que ves en la imagen es un caballo? ¿O es una rana? Un simple sesgo de tu mente te hace percibir la realidad de otro modo, un modo que parece tan real que es difícil obligar a tu cerebro a rechazarlo. Debe de haber billones de bacterias a tu alrededor, influyendo sobre ti mientras lees. En tu cuerpo hay más bacterias que «yo», pero no puedes verlas. Si alguna vez has hablado con un daltónico, habrás descubierto que se desenvuelve tan eficazmente como tú, aunque su visión del mundo es completamente diferente a la tuya. Es prudente asumir que incluso en lo relativo a nuestras propias percepciones, no estamos seguros de lo que «sabemos».

Nuestras palabras nos incapacitan

Otra limitación fundamental de nuestro conocimiento reside en los propios ladrillos que utilizamos para pensar y comunicarnos. Usamos palabras para definir conceptos, pero no hay forma de que las palabras puedan abarcarlos por completo. Tomemos, por ejemplo, mango. La palabra es una construcción mental que se refiere a «una fruta dulce y aromática, jugosa, carnosa y de color dorado». La palabra te ayuda a comprender a qué me refiero, pero ¿acaso pronunciar la palabra mango crea la experiencia de oler o saborear uno? ¿Acaso los términos carnoso y aromático ofrecen un conocimiento exacto de lo que se siente al hundir los dientes en un mango maduro y jugoso, y disfrutar de su intensa dulzura, sabor y

aroma? ¿Puedes usar esas palabras para establecer la diferencia entre un mango y un melocotón, especialmente si no los has probado antes? La limitación inherente a las palabras se extiende a todos los aspectos del conocimiento. Hay un color maravilloso al que todos llamamos azul cielo. Y sin embargo, no hay forma de demostrar que la imagen visual que atraviesa tu mente al ver el color es la misma que la mía. El lenguaje no nos ayuda a sincronizar esa comprensión. Por lo que sabemos, la forma en la que realmente percibes el azul cielo podría asemejarse visualmente a la forma en que yo percibo el color rosa. Ambos estamos de acuerdo en que se trata de un color agradable y nos mostramos conformes en cuanto a su nombre y longitud de onda, pero no podemos saber si en realidad vemos lo mismo. Distorsionamos el conocimiento cuando resumimos capas de complejidad en una sola palabra. Rascacielos envasa innumerables diseños sofisticados, miles de materiales diferentes y el trabajo de millones de personas en una descripción extremadamente lacónica. Sugiere erróneamente que, al menos en ciertos aspectos, todos los rascacielos son iguales. En cuanto disponemos de una palabra para describir un concepto, asumimos que conocemos ese concepto independientemente de lo superficial que resulte nuestro conocimiento. ¿Cómo podemos envasar conceptos como amor, devoción, divino o sociedad en una única palabra? Piensa en la magnitud del conocimiento que intentamos introducir en las palabras filosofía, psicología y sociología. ¿Acaso los ateos y los pragmáticos son tan parecidos que una única palabra puede describirlos a todos? ¿En qué grado es exacta la descripción que ofrece la palabra muerte en comparación con el concepto que describe? ¿Las palabras autocracia, meritocracia y democracia capturan todo aquello a lo que aluden? ¿Se aplican como han sido descritas? En su ruda pero divertida película El dictador, Sacha Baron Cohen interpreta a un dictador de Oriente Medio obligado por los acontecimientos a transformar su país en una democracia. En un discurso describe los beneficios de una dictadura:

Chicos, ¿por qué estáis en contra de los dictadores? Imaginad que América fuera una dictadura. Podríais dejar que el 1% de la población poseyera toda la riqueza de la nación. Podríais ayudar a que vuestros amigos ricos fueran más ricos reduciendo sus impuestos y rescatándolos cuando apuestan y pierden. Podríais ignorar las necesidades de los pobres respecto a la sanidad y la educación. Vuestros medios de comunicación parecerían libres, pero estarían secretamente controlados por una persona y su familia. Pincharíais los teléfonos. Podríais torturar a prisioneros extranjeros. Amañar elecciones. Mentir sobre las razones para ir a la guerra. Podríais llenar las prisiones con un único grupo racial y nadie se quejaría. Podríais usar los medios para asustar a la gente e inducirla a apoyar políticas contrarias a sus intereses.

¿Está confundido acerca del sentido de la palabra dictadura, o nosotros estamos confundidos respecto al significado de democracia? ¿O ambas palabras se usan a la ligera? Debido a esta ligereza, cuando intentamos transferir nuestro conocimiento a otros, parte de lo que decimos se pierde en la traducción. Lo que decimos a veces no se comprende. Sin embargo, seguimos llamándolo conocimiento. Las palabras son la única herramienta con la que puedo comunicarme contigo en este libro. Intentaré usarlas de la forma más precisa posible, pero sé que me quedaré corto. Por esta razón, a menudo planteo preguntas y te pido que pienses en los conceptos que abordamos en profundidad. Solo entonces encontrarás el conocimiento real. Saborea tu propio mango. No me creas. En tanto especie, construimos todo nuestro conocimiento en torno a estos confusos ladrillos. Un edificio es tan resistente como los materiales con los que está construido y, tristemente, nuestro conocimiento es tan limitado como nuestras palabras. Cuando reunimos la profundidad, la amplitud y las limitaciones, descubrimos el único conocimiento que parece ser cierto:

Después de todo, en realidad no sabemos tanto.

Conocimiento real

Cuando Ali tenía once años, compró un libro titulado The Ultimate Book of Useless Facts [El asombroso libro de las cosas inútiles]. Durante semanas, lo llevó consigo en nuestras salidas de fin de semana y leía en voz alta las cosas más extrañas. «Cada vez que lames un sello, consumes 1/10 calorías.» «La mayoría de los cláxones estadounidenses suenan en la nota fa.» «La mayoría de los baños descargan en mi bemol.» Líneas de «conocimiento» inútil e insustancial, pero que se ganaron el derecho a estar incluidas en un libro. Se reía con tanta intensidad que todo su cuerpo era presa de las sacudidas, y decía: «¡Los humanos somos tan estúpidos!». Y realmente lo somos, soy el primero en admitirlo. Yo fui un adicto al aprendizaje durante mi juventud. Idolatraba el conocimiento. El saber me volvía arrogante y lo defendía orgullosamente..., hasta que empecé a trabajar en Google. Los primeros meses rompieron mi ilusión del conocimiento. La novedad de internet me reveló todo lo que no sabía a pesar de mis años de experiencia y me obligó a reexaminar lo que creía que funcionaba. Recorrer los pasillos de un lugar en el que todo el mundo sabía más que yo cuestionó mi fe en la idea de una «única respuesta correcta», tal como aprendemos en la escuela. Muchos miembros de nuestro variado equipo concebían el mundo desde ángulos muy diferentes y a menudo debatíamos cuestiones en las que muchos puntos de vista eran correctos. Por otro lado, la toma de decisiones, fuertemente basada en un planteamiento gobernado por los datos, exponía frecuentemente la poca validez de ciertas perspectivas. A veces, ideas que en un principio se habían defendido apasionadamente resultaban erróneas. Pero la apertura animaba a la gente a exponerlas y aportaba una enorme diversidad a la conversación. Era frecuente que un veinteañero contradijera la opinión de un vicepresidente experimentado y resultara que tenía razón. Después de un año en Google, descubrí lo poco que conocía en comparación a todo lo que me quedaba por conocer. De hecho, sabía tan poco que creía no saber nada. Afortunadamente, mi pasión por aprender superaba el deseo de mi ego de tener razón. Esta revelación me colmó de dicha mientras abandonaba la lucha infinita por defender mi punto de vista y disfrutaba del viaje del

aprendizaje interminable. Esa dicha me guía, incluso en la escritura de este libro, a detenerme con frecuencia y preguntar si lo poco que sé coincide con tu percepción. Me lleva a pedirte que cuestiones su validez y descubras tu propia verdad. Si algo de lo que lees resulta ser erróneo, por favor, perdóname. Errar de vez en cuando forma parte de la naturaleza del conocimiento. Comunícate conmigo e infórmame, y juntos aprenderemos un poco más. Si estás a salvo de la ilusión del conocimiento, entonces eres uno de los pocos afortunados. Me costó años aprender a reconocer que al margen de la pasión con la que creía que mi conocimiento era verdadero, este podía revelarse falso. Siempre existía la posibilidad de descuidar un detalle importante, y siempre hay algo importante que desconozco. No siempre tengo razón: eso sí lo sé a ciencia cierta. El físico ruso y ganador del Premio Nobel Lev Landáu dijo una vez: «A veces los cosmólogos se equivocan, pero nunca dudan». Se trata de una declaración admirable, sobre todo procediendo de un estudioso tan célebre. La historia de su campo confirma esa verdad. En cosmología, primero asumimos que la Tierra era plana; cuando admitimos que era redonda, estábamos convencidos de que era el centro del universo, en torno al cual giraban el resto de los objetos celestes. En cada paso de este camino, quienes se equivocaban jamás mostraron atisbo alguno de duda. Einstein, brillante como era, nunca asumió el conocimiento último. Una vez dijo: «En teoría, la teoría y la práctica son lo mismo. En la práctica, no lo son». Cuando cometió un grave error al intentar «arreglar» sus ecuaciones introduciendo una constante para explicar los efectos de la gravedad, concedió y admitió que se había equivocado. Extrañamente, más tarde descubrió que se había equivocado respecto a estar equivocado, cuando los científicos descubrieron que su corrección arbitraria, la constante cosmológica, en realidad era una de las verdades fundamentales del universo. Sin embargo, no debemos culparnos por proteger lo que creemos saber. ¿Cómo seguiríamos haciendo lo que hacemos si creyéramos que se basa en falsas suposiciones? ¿Cómo podría

alguien apasionarse por algo si creyera que se equivoca? Todo el mundo, incluso los delincuentes, necesita encontrar cierta lógica para justificar lo que hace. Cuanto más sabemos, sin embargo, más conscientes somos de que hemos observado tan solo una fracción de la verdad. Confucio dijo:

«El verdadero conocimiento consiste en comprender la inmensidad de nuestra ignorancia.»

Sé sabio para ser feliz El conocimiento es la ilusión que nos impide ver la realidad que hay detrás del resto de las ilusiones porque nos hace pensar: «si hemos logrado llegar tan lejos en la vida, nuestro conocimiento no puede ser del todo erróneo». En realidad, hemos llegado tan lejos en la vida a pesar de las seis grandes ilusiones y eso elimina el impulso de debatir su validez. Pero, por favor, procura ser prudente. Cultiva la idea de que aquello que te has pasado toda la vida aprendiendo puede no ser enteramente cierto. El conocimiento en modo alguno es un requisito previo para la felicidad. Tu estado por defecto, antes de poseer ningún conocimiento, era la felicidad. De hecho, el falso conocimiento es la causa subyacente de buena parte de la infelicidad. Nuestra convicción de que todo lo que sabemos es verdad nos lleva a utilizar ese conocimiento como input en nuestro algoritmo de la felicidad. Cuando descubrimos que lo que sabemos en realidad es falso, la ecuación ya es disfuncional y ha empezado el sufrimiento. Si examinamos las formas de pensamientos que nos hacen infelices, nos daremos cuenta de que la mayoría surge del apego a ilusiones y falsas creencias. Los conceptos que ejercen un impacto más profundo son aquellos que más intensamente consideramos como ciertos, cuando normalmente no lo son.

Apegarse a falsos conceptos equivale a comportarnos como el avestruz: hundir la cabeza en la arena creyendo que estamos a salvo mientras somos vulnerables al sufrimiento. No es una estrategia inteligente. ¿Por qué lo hacemos? Por el ego. La ilusión del conocimiento se apoya fuertemente en la ilusión del yo, en especial en el ego. Nos identificamos con nuestro conocimiento. Defendemos lo que sabemos y nos ofendemos cuando es atacado. Como lo que creemos cierto suele diferir en otras personas, los ataques se tornan frecuentes. Intentar defender el ego se convierte en una lucha constante. Desnúdate. Abre tu conocimiento a los ataques. Sé sabio. Defínete a partir de la apertura a quienes contradicen lo que «sabes». Conviértete en explorador, en buscador de la verdad, siempre listo para admitir que te has equivocado a fin de continuar la búsqueda. Por favor, piensa en ello durante un minuto. Piensa en ello unos instantes cuando algo que creías verdadero resulta ser lo más lejano a la verdad. Descubrirás que puedes recordar algunos ejemplos. Por favor, no sigas leyendo hasta recordarlos. Es importante admitir el alcance de tu conocimiento ante ti mismo antes de poner el punto final a esta cuestión. ¿Están listos los exploradores?

El empujoncito Nuestra convicción de lo que está bien y lo que está mal complica gravemente nuestra capacidad para resolver el algoritmo de la felicidad. Cuando consideramos la ilusión del yo, descubrimos que no actuar como si fuéramos la estrella de la película nos ayuda a comprender que la distribución de lo bueno y de lo malo se equilibra con el resto del reparto. Aún nos queda camino para comprender los conceptos de bueno y malo. Evidentemente, siempre queremos que la vida nos aporte cosas buenas, pero es frecuente que recibamos cosas malas. Si el algoritmo de la felicidad se resuelve incorrectamente, parece que el mundo no ha cumplido nuestras expectativas. Cuando eso sucede,

pensamos que los acontecimientos actuales son malos y nos sentimos infelices. Sin embargo, a veces es necesario que la vida nos dé un empujoncito para alterar nuestro camino. La vida utiliza las situaciones difíciles para conducirnos hacia algo bueno. En 1990, una mujer escocesa de veinticinco años llamada Joanne quiso viajar en tren entre Mánchester y Londres, y el tren se retrasó cuatro horas, un acontecimiento que normalmente consideraríamos malo. Durante la espera, la idea de un relato acerca de un chico que acude a una escuela de magia «tomó plena forma» en su mente. Empezó a escribir en cuanto llegó a casa. Sin embargo, dos años después, solo había redactado tres capítulos. La vida se impuso y la llevó a un trabajo como profesora de lenguas extranjeras en Portugal, donde conoció a un hombre que se convirtió en su marido y padre de su hija, y luego la arrastró a una dolorosa separación. Tuvo que regresar a Escocia. En ese momento, el mundo entero parecía estar en su contra. Su matrimonio había fracasado y estaba desempleada y con una hija a su cargo. El mundo no estaba contra ella. Le estaba dando un empujoncito. El mundo la alejaba de una vida normal y la acercaba a la grandeza. Lo sabemos porque llegó a escribir la saga de Harry Potter firmando como J. K. Rowling y asombró a millones de lectores en todo el mundo. Más tarde, ella describió ese período de su vida como liberador, ya que le permitió concentrarse en la escritura. La vida, con todo su poder, bloqueó el resto de los caminos, dejándole libre solo uno; y ella lo siguió. Lo aprovechó al máximo y dos años después concluyó el primer manuscrito. La saga completa, traducida a sesenta y cinco lenguas, ha vendido más de 400 millones de copias, y se ha convertido en uno de los mayores best sellers de la historia.

A veces, cuando nos desviamos de nuestro camino, la vida nos empuja fuerte... ¡Y eso no está mal!

El test de la goma de borrar La vida no es selectiva en lo que respecta a los empujoncitos. Aunque puede empujarnos intensamente si hay un bien mayor en una fase posterior del camino, también nos extravía en muchos desvíos. Estoy seguro de que incluso tú te has visto arrastrado por esos desvíos.

Aquí tienes un test muy simple para reconocer cuándo recibes un empujoncito. Se trata de la prueba de la goma de borrar. Imagina una nueva tecnología que te permite elegir cualquier acontecimiento pasado que no te gusta y simplemente borrarlo como si nunca hubiera sucedido. Borrarlo de tu memoria y del actual flujo temporal. La tecnología logra identificar ese acontecimiento exacto en el continuo espacio-temporal y utiliza un algoritmo de borrado, escrito en unas pocas miles de líneas de código C++, para limpiarlo todo. La tecnología también rastrea los efectos del acontecimiento a lo largo del tiempo y borra automáticamente todas sus consecuencias hasta el momento presente. Como eres uno de mis estimados lectores, voy a dejar que pruebes esta nueva tecnología. Elige cualquier cosa que quieras borrar. Podrás borrar una tediosa conferencia junto a todo lo que oíste en ella; al hacerlo así, eliminarás toda interacción con quienquiera que conocieras en ese momento, las veces que después llamaste a esas personas, cada fragmento de información que se quedó dentro de ti: todo. El borrador también te devolverá el tiempo que gastaste allí, de modo que tendrás la impresión de haber llegado a casa una hora antes a través de un camino diferente, escuchando un programa de radio diferente, etc. Tu camino vital será alterado para corresponder con un sendero en modo alguno

afectado por el acontecimiento que has elegido borrar. Con suerte, en este nuevo camino serás más feliz, pero la prueba del borrador no te lo garantiza. Adelante: selecciona un acontecimiento que quieras borrar y considera los giros y desvíos que borrarás con él. Ahora, pregúntate cuántos acontecimientos querrías borrar si esta tecnología existiera de verdad. Pregúntate cuántos acontecimientos conservarías aunque en la época en la que sucedieron te parecieron malos. Casi todas las personas a las que he planteado este test hipotético están de acuerdo. Aunque no pocos encontraron un puñado de acontecimientos que lamentaban profundamente y querían borrar, la mayoría decidió conservar sin cambios algunas de sus experiencias más duras. Conscientes de que borrar un acontecimiento elimina la huella que creó, la mayoría de los individuos que entrevisté eligieron conservar el empujoncito, agradecidos por el camino hacia el que los había llevado. Algunos incluso afirmaron que considerar esas experiencias como empujoncitos evidenciaba que tal vez eran algunas de las mejores cosas que les habían pasado nunca, aunque en el momento no era fácil percibirlo así. Retrospectivamente, veo con claridad en qué sentido mi propio camino vital fue ayudado por empujoncitos espectaculares. Sin embargo, utilizaría el borrador una vez si me fuera posible. Admito que me encantaría borrar la muerte de Ali. No hay nada que me gustara más que otro abrazo suyo. Comprendo que esta desaparición fue el mayor empujón de mi vida: me ha llevado a escribir este libro y hacer un bien mayor para los demás, pero aun cuando controlo mis pensamientos, mi corazón siempre lo echa de menos. Supongo que el tiempo —mucho tiempo— curará lo que el pensamiento positivo no puede. La cultura popular árabe cuenta la historia de un anciano sabio cuyo hijo fue al pozo un día de calor extremo. Para su sorpresa, allí encontró un hermoso y dócil caballo árabe. Todos en la aldea envidiaron al joven, que empezó a ganar todas las carreras con su nuevo caballo. Los aldeanos le dijeron al anciano sabio: «Tu hijo ha

sido bendecido con la buena fortuna». A lo que el anciano respondió: «Nunca se puede estar seguro». Una semana más tarde, el chico se cayó del caballo y se rompió las piernas, por lo que los aldeanos visitaron al anciano y dijeron: «¡La buena suerte de tu hijo se ha convertido en mala suerte!». A lo que respondió: «Nunca se puede estar seguro». Una semana después, una aldea rival atacó por sorpresa: los jóvenes disponibles acudieron al combate y muchos perecieron. El hijo del anciano se salvó.

Nunca se puede estar seguro.

Ahora sé honesto, por favor: ¿cuántas de las peores cosas que has afrontado resultaron con el tiempo lo mejor que podía haber pasado nunca? ¿Cuántas contribuyeron a convertirte en quien eres? ¿Cuántas hicieron posible que conocieras a alguien a quien quieres o te enseñaron algo que tenías que aprender? Sé que muchas de esas experiencias fueron duras, y que algunas todavía duelen, pero cuántas fueron malas hasta el punto de desear borrarlas? Al comprender que todo acontecimiento aparentemente malo te lanzó a un camino sembrado con muchas cosas buenas, te replanteas tus definiciones de bueno y malo. Las nuevas definiciones te ayudarán a modificar el algoritmo de la felicidad. Descubrirás que tus expectativas a veces se precipitan y que la vida puede sorprenderte conspirando a tu favor. Lo ha hecho a menudo en el pasado. ¿Por qué iba a ser diferente ahora?

Cualquier acontecimiento en tu vida no es ni bueno ni malo. Si despejas tus pensamientos y miras más allá de la ilusión del conocimiento, te darás cuenta de que aquello que decía Shakespeare era cierto:

«Nada es bueno ni malo, pero el pensamiento lo hace así.»

Capítulo 6

¿Alguien sabe qué hora es?

Ninguna otra ilusión es tan envolvente como el tiempo. Constantemente lidiamos con él y lo damos por sentado. Aprendemos a vivir con sus reglas, pero jamás llegamos a comprender realmente su naturaleza. Esta falta de comprensión nos

hace sufrir, y nuestra lucha por otorgar un sentido al pasado y al futuro bloquea nuestra felicidad. Romper esta ilusión te hará interrumpir sustancialmente el ciclo del sufrimiento en su mismo origen, lo que te permitirá resolver correctamente tu algoritmo de la felicidad. Para hacerlo no tenemos que preguntar «¿qué hora es?», sino «¿qué es el tiempo?».

Un experimento atemporal Imaginemos que te has ofrecido voluntario para una misteriosa misión de investigación. Solo se te dice que permanecerás confinado en una pequeña cápsula esférica impulsada a lo largo de una pista entre dos ciudades. Nadie dirá cuánto tiempo tardarás en llegar a tu destino, pero pararás en determinado número de estaciones; el equipo de investigación te informa de que te detendrás aproximadamente cada diez minutos. En la cápsula no hay nada más que tu asiento: ni ventanas, ni salpicadero, ningún entretenimiento. Tan solo un interior pulido, vacío, de aluminio liso. Mientras te abrochan el cinturón, un investigador te quita el reloj y el teléfono móvil. Intentas preguntarle por qué, pero te frena en seco. «¡Hora de partir! —dice mientras la puerta se cierra—. ¡Nos vemos en el otro lado!»

Sin nada más que hacer, te limitas a contar el número de veces que tu cápsula frena y acelera. Cuando la puerta de la cápsula se abre, has sentido el tirón de la fuerza G una docena de veces. A razón de diez minutos entre cada estación, tu viaje ha durado dos horas. Todo parece correcto. Sin embargo, tras salir de la cápsula, te informan de que los investigadores que han supervisado el experimento han cometido un error: el tiempo de viaje entre estaciones era de cinco minutos, no de diez. Lo que pensabas que era un viaje de dos horas solo ha durado una. No obstante, los primeros investigadores parecían muy seguros de la información que te dispensaban. ¿A qué equipo de científicos deberías creer? Te estrujas la mente, pero no encuentras ninguna respuesta. Sencillamente, no la hay. De haber permanecido en la cápsula el tiempo suficiente, al final habrías sentido hambre, sed y cansancio. Pero se trata de marcadores del tiempo biológico. Seguirías sin saber exactamente cuánto tiempo ha transcurrido según el reloj, porque el tiempo mecánico es una construcción puramente humana. Las antiguas civilizaciones utilizaban el arco del sol a través del cielo para medir el tiempo del día, el ciclo lunar para calcular los meses y las estaciones para determinar el paso de los años. Hemos creado relojes solares, obeliscos, relojes de agua, relojes de arena y, por último, artilugios mecánicos, digitales y atómicos. Hoy medimos el tiempo con tanta precisión que hemos llegado a pensar que existe independientemente de las medidas arbitrarias que hemos establecido. Pero no es así. Incluso los relojes atómicos, responsables de la sincronización del tiempo en buena parte de nuestra tecnología, incluyendo la red eléctrica, el GPS y el reloj de nuestro smartphone, necesitan ajustes para estar en sincronía con la naturaleza. A lo largo de miles de años, el día acabaría convirtiéndose en noche si cada cuatro años no insertáramos lo que se conoce como «segundo intercalar» en el tiempo universal coordinado. Todos los instrumentos que hemos inventado hasta ahora trabajan para decirnos qué hora es, pero en realidad nadie sabe qué es lo que estamos midiendo. Usamos movimientos mecánicos para registrar el paso del tiempo, porque es un método que nuestros

cerebros pueden aprehender. Sin embargo, la propia naturaleza del tiempo sigue siendo ilusoria. Tu experiencia en la cápsula del tiempo es un claro indicio de lo arbitrarias que pueden ser nuestras medidas. Ahora demos otro rápido paseo, pero esta vez vamos a eliminar todas las paradas. Será un viaje tranquilo con una aceleración al principio y sin movimiento perceptible después: el viaje concluirá al llegar a destino. En esta segunda ocasión no tendrás forma de decir cuánto tiempo ha transcurrido cuando la puerta vuelva a abrirse. Esta vez, sin un movimiento mecánico para medirlo, tu viaje será «atemporal».

¿Quién es tu jefe? Durante los últimos siglos, el tiempo ha evolucionado para convertirse en el supervisor de la cultura moderna. Realizar más tareas en las limitadas horas de trabajo ha significado una mayor producción y mayores beneficios desde el inicio de la Revolución Industrial, y donde van los beneficios, va la sociedad. Vivimos pendientes de nuestros relojes. Cuando suena la alarma, nos despertamos y empezamos el día. Cuando suena el timbre, pasamos de una clase a otra. A la hora señalada vamos de una reunión a otra, de una conversación telefónica a un recado y de ahí a una cena con amigos. Nos vamos a la cama después de revisar dos veces la alarma, conscientes de que responderemos a su llamada al despertar por la mañana. El tiempo se inmiscuye en todo plan y toda acción. Dependemos del tiempo, y nos inquietamos bajo su presión.

Sin duda alguna, me lo aplico por completo. El tiempo siempre ha sido uno de mis principales desafíos. En parte tiene que ver con mi trabajo, ya que me gusta imponerme objetivos ambiciosos para la jornada. Y aunque podría contactar con mis clientes en línea, prefiero verlos cara a cara, así que soporto el retraso en los vuelos, los atascos de tráfico y las prisas para llegar a tiempo a las reuniones. En el pasado, el tiempo me provocaba mucho estrés y una enorme infelicidad. Así que me propuse mejorar mi relación con él. En primer lugar, aprendí trucos y recetas para gestionar las tareas y el calendario a fin de ser más eficiente. Pero esto no era más que arañar la superficie. Necesitaba una comprensión más profunda de lo que estaba intentando controlar, y aquí las cosas adquirieron un cariz más interesante. La primera clave de la ilusión del tiempo que me fascinó fue el hecho de que sea tan subjetivo a título personal. Su paso parece diferente en función de la situación en que te encuentres. ¿Alguna vez has vivido la experiencia de un accidente de coche grave? Una vez me estrellé contra un puente. Espero que nunca te pase, pero lo que observé fue extremadamente interesante. El tiempo se ralentizó terriblemente a medida que mi vehículo se aproximaba al lugar del impacto. No puedo evitar llamarlo movimiento a cámara lenta . Los soldados en combate hablan del mismo fenómeno. Y estoy seguro de que te habrás dado cuenta de que una tediosa conferencia de dos horas transcurre mucho más lentamente que una tarde con buenos amigos. Esta sensación de relatividad en nuestra forma de experimentar el tiempo me recordó una de mis mayores pasiones de la adolescencia: la teoría de la relatividad general de Einstein. Así que volví a los libros para descubrir qué podía enseñarme la ciencia.

La ciencia del tiempo Nuestra comprensión científica del tiempo dio un gran salto adelante a principios del siglo XX. Antes de eso, la física newtoniana clásica enseñaba que el tiempo siempre tiene un valor absoluto. Los

matemáticos lo introducían confiadamente en sus ecuaciones hasta que el brillante descubrimiento teórico de Einstein fue publicado en 1905. Su teoría de la relatividad especial y, más tarde, de la relatividad general representaron un cambio drástico en nuestra relación con el tiempo. Einstein afirmó que el tiempo y el espacio no son dos entidades separadas, sino que se combinan para crear una estructura tetradimensional conocida como espacio-tiempo. Einstein también explicó que la atracción de la gravedad ralentiza el tiempo. Por lo tanto, si fueras un astronauta embarcado en un largo viaje interestelar y tu nave pasara cerca de un agujero negro (donde la fuerza de la gravedad es masiva), el tiempo se frenaría significativamente. Al volver a la Tierra, quizá habrías envejecido algunos años, pero tu mujer y tus hijos serían ancianos. Podemos observar este efecto en una escala mucho menor aquí, en la Tierra. Si vives en la planta superior de Burj Khalifa, en Dubái, la torre más alta del mundo, el tiempo pasará ligeramente más rápido que si vives en la planta baja, porque la gravedad te influirá de forma diferente. Aunque esta variación es demasiado pequeña como para que el cuerpo humano pueda detectarla, podemos medirla con la tecnología actual. Las cosas son aún más extrañas. Las matemáticas indican que en el espacio-tiempo, el pasado, el presente y el futuro forman parte de una estructura tetradimensional integrada en la que todo el espacio y todo el tiempo existen perpetuamente. Imaginemos el espacio-tiempo como una hogaza de pan, en la que cada rebanada representa todo lo que sucede en el universo en un instante específico. Los seres humanos podemos movernos en diferentes direcciones en el espacio, pero experimentamos la dimensión del tiempo solo rebanada a rebanada, a medida que avanzamos a través de él. Si tuviéramos la capacidad de percibir el tiempo como hacemos con el espacio, podríamos saltar adelante y atrás en el tiempo como si subiéramos y bajáramos en cualquier estación que nos gustara. Subes al tren en 2015 y visitas el período jurásico —no es que lo recomiende—, que puedes disfrutar en la película épica y real llamada espacio-tiempo. Hombre, después de años estudiándolo, todo esto aún hace que me estalle la cabeza.

¿Suena difícil de creer? Debería. Cuesta creerlo. Pero las matemáticas son elocuentes. Y si el tiempo realmente es tan extraño y exótico, ¿por qué creemos conocerlo instintivamente? La hogaza de pan espacio-temporal no se parece al tiempo que conocemos cada día, el tiempo que nos estresa. De hecho, el tiempo nos parece aún más extraño y desconocido cuanto más lo observamos. La razón por la que normalmente estamos limitados a nuestra rebanada específica de espacio-tiempo se explica por el fenómeno que los físicos llaman la flecha del tiempo. Es la razón por la que tenemos la libertad de movernos por cualquier parte en las tres dimensiones del espacio, pero solo podemos existir en la rebanada espacio-temporal del ahora. Es un concepto difícil. Será más fácil de comprender si pasamos de las rebanadas a los trenes. Imaginemos que introducimos todo el universo en un tren: cada galaxia, estrella y planeta y cada grano de arena y ser viviente. El tren emprende viaje no de una ciudad a otra, sino un viaje a través del tiempo. En tanto pasajero, puedes desplazarte adonde quieras, pero no puedes cambiar ni la dirección ni la velocidad del tren, restringida por una vía conocida como flecha del tiempo. Te limitas a viajar sin poder controlar ni la posición ni la orientación, saltando de una rebanada de ahora a la siguiente a lo largo de la dimensión del tiempo.

El tiempo no se mueve; tú eres quien se mueve a través del tiempo.

Por lo tanto, estamos preparados para experimentar la rebanada actual del ahora, pero incluso eso es relativo. Según Einstein, la velocidad a la que te mueves influye en tu experiencia del tiempo. En su viaje de regreso a la Tierra, el astronauta que mencioné antes se desplazaría a una velocidad tan astronómica que le llevaría a cortar la hogaza espacio-temporal en ángulo. Como resultado, su percepción del ahora sería muy diferente a la de su esposa en la Tierra. Como el resto de nosotros, ella experimentará una rebanada temporal que incluya acontecimientos en diferentes lugares del mundo, todos los cuales ocurren simultáneamente. Podría dar de comer a su hijo mientras ve imágenes de la guerra en Siria por televisión y oye cómo un amigo en la otra habitación celebra que los New England Patriots hayan ganado la Super Bowl. Estos acontecimientos suceden simultáneamente tal como los percibimos aquí, en la Tierra, dentro de su rebanada temporal. Sin embargo, la velocidad astronómica de su marido le hará ver diferentes puntos en el espacio en diferentes momentos. Como su velocidad deforma el espacio-tiempo, su percepción de los puntos más cercanos en su viaje llega hasta él más rápido que los puntos más lejanos, por lo que acaba cortando la rebanada en ángulo. ¡Como resultado, su rebanada temporal puede incluir la destrucción del Muro de Berlín en 1989, la muerte por cáncer de su madre en Estados Unidos en 2016 y el descubrimiento de una cura contra el cáncer en Japón diez años más tarde! Tendrá la impresión de que todos estos acontecimientos suceden al mismo tiempo porque ocurren en un «lugar» diferente de su rebanada espacio-temporal. ¡Oh, me vuelve a doler la cabeza!

La razón por la que abundo en los complejos aspectos científicos del tiempo se debe a que cuanto más sepamos del tiempo, en mayor medida descubriremos que no es lo que creemos que es. El tiempo tal como normalmente lo concebimos es una ilusión envolvente que tiene muy poco que ver con lo que es en realidad o cómo se comporta. El tiempo que creemos conocer no existe (como descubriste en el experimento de la cápsula). Nada en la forma en que experimentamos el tiempo individualmente es absoluto.

El tiempo es diferente para cada persona.

Como el tiempo cambia y se transforma de una persona a otra y de una situación a otra, solo podemos concluir que no es real. El tiempo no supera el test de permanencia. El tiempo es una ilusión porque, curiosamente:

¡El tiempo no supera el test del tiempo!

La perspectiva temporal del gato Teorías aparte, el tiempo nos estresa constantemente. Tienes una importante fecha de entrega para un proyecto laboral y el estrés te vuelve malhumorado. O tu soltería te sienta mal porque tu reloj biológico hace tictac y quieres tener una familia. O maldices el tráfico porque tu hija te espera después de una clase extraescolar y llegas tarde. ¿Por qué tu perro o tu gato no pierden el sueño por estas cosas? Ninguna otra forma de vida conocida responde al tictac de un reloj o cuenta los días, los meses o los años. Como te habrás dado cuenta, los animales solo responden a acontecimientos. ¿Hambre? Comamos. ¿Está oscuro? Durmamos. ¡Es una forma de vivir que tiene más de un atractivo!

Incluso en el seno de nuestra propia especie, las culturas humanas difieren ampliamente en su perspectiva del tiempo. Yo, por ejemplo, crecí en un ambiente más pendiente de los hechos que del reloj. Por lo tanto, me extraña mucho que en los países occidentales valoren tanto que una reunión empiece y acabe a tiempo. He estado en reuniones en Estados Unidos donde todo el mundo empieza a recoger sus papeles y prepararse para salir cuando se acerca la conclusión programada, incluso aunque unos pocos minutos más desembocaran en un avance más sustancial. Retrasar la próxima reunión para centrarse en una gran oportunidad presente es algo que ocurre rara vez, si es que llega a pasar. Por contraste, en Oriente Medio y en América Latina, los acontecimientos tienden a tener un inicio menos programado y continúan mientras merece la pena. Si una reunión va bien, durará el tiempo que sea necesario. Igualmente, si se planea una reunión social, los amigos estarán de acuerdo en encontrarse después del trabajo, pero algunos aparecerán a las siete, otros a las ocho y algunos a las once, y nadie se sentirá ofendido ni estresado porque todos disfrutarán de la compañía de quien esté presente mientras están allí. En cierto modo, se parece a la actitud de un gato hacia el tiempo.

Quizá te sorprenda saber que las culturas basadas en el acontecimiento son más comunes a nivel global que las culturas basadas en la hora. Aunque pueden parecer despreocupados en comparación con sus colegas occidentales, centrados en la eficiencia, los empresarios en muchas partes de América Latina, Oriente Medio, el sur de Europa, el subcontinente indio y África son

increíblemente hábiles a la hora de establecer vínculos sociales y trabajar juntos. Resuelven su propia definición de éxito. Y, mientras lo hacen, resuelven la felicidad. Aunque indudablemente no defiendo llegar tarde, la pereza o la holgazanería, te pediría que consideraras los méritos de ser un maestro en la materia en lugar de ser un esclavo del reloj. Las culturas asiáticas que definimos como atemporales, entre las que el budismo es la más conocida, aún se alejan más de Occidente. Los relojes funcionan y los acontecimientos vienen y van, pero el budista permanece plenamente concentrado en el momento presente. Este estado de atemporalidad es fundamental para alcanzar el nirvana. La habilidad para vivir plenamente en el instante presente aporta la serenidad de vivir en un paraíso eterno, especialmente cuando descubres que aunque la eternidad se entiende como un dilatado período de tiempo, en realidad es la ausencia de tiempo. Es la atemporalidad.

Las culturas humanas experimentan el tiempo de forma muy diferente. Nuestra forma de afrontar el tiempo no tiene por qué ser la mejor.

El tiempo tal como lo comprendemos desempeña un papel fundamental en la creación —y perpetuación— de la infelicidad. Cuando alimenta el ciclo del sufrimiento, el tiempo nos influye mucho. Para liberarnos de sus grilletes, introduzcámonos en el cerebro y en los pensamientos que genera en relación con el tiempo.

Pasado y futuro En el capítulo 3 descubrimos la voz de tu mente y fuimos conscientes de que somos algo más que la ininterrumpida corriente de pensamientos generada por nuestro cerebro. Esto es importante para resolver la felicidad, porque a menudo esa voz es la mensajera

de pensamientos que producen dolor y aflicción. Al observar los pensamientos en sí mismos, advertirás que pocos de ellos tienen algo que ver con el momento presente. Casi siempre se mezclan con el pasado o intentan predecir el futuro. Algo especialmente cierto en los pensamientos infelices. Sin embargo, casi todas las emociones ancladas en el instante presente son felices (ten presente que el dolor físico no es una emoción). ¿Interesante, verdad? A fin de ponerlo a prueba en mí mismo, me senté y clasifiqué todos los estados emocionales que he sentido en mi vida diaria. Luego les asigné un tiempo (pasado, presente, futuro) y una valencia (positiva o negativa). Esto es lo que descubrí:

¡Espera! ¡Espera! No te saltes la tabla. Tómate el tiempo que necesites para estudiarla con detalle. Aunque todas las emociones se perciben en el presente, tienden a estar ancladas en el pasado o en el futuro. El remordimiento, por ejemplo, se percibe en el instante presente, pero

se centra en algo que ya ha pasado. Tómate un momento para examinar el cuadro positivo-negativo, por favor. Lee las listas de sentimientos vinculados al pasado y al futuro, y luego compáralos con los sentimientos relacionados con el presente. Hay una diferencia significativa, ¿no crees?

Las emociones felices están fundamentalmente ancladas al presente.

Ahora plantéate esta pregunta: ¿alguna vez has experimentado algo que suceda fuera del momento presente? Sé que a primera vista esto puede sonar estúpido, pero tómate algo de tiempo y piensa antes de responder apresuradamente. El pasado, que consideramos un aspecto tan importante de nosotros mismos, en realidad no es más que un registro de momentos que llamamos recuerdos. Solo es una colección de pensamientos en tu cerebro, una colección poco fiable. Pese a la tentación de ver el pasado como real, no lo es. El único momento que realmente existe es el que experimentas como ahora, y una vez que ese momento ha sido sustituido por el siguiente, lo llamamos pasado. Esto se aplica al instante en que lees estas palabras. «Quiero decir esta palabra. No, esta otra.» Una vez que desaparece el momento presente (¡y no tarda mucho!), deja de existir. Se ha ido. Para siempre. Tampoco hay nada que suceda en el futuro. ¿Cómo podría suceder? El futuro aún no ha ocurrido, y solo ocurrirá si todas sus infinitas posibilidades colapsan en un momento que tiene lugar en el instante del ahora. ¡Podemos decir entonces que cuando nuestros pensamientos y emociones permanecen atrapados en el futuro, estamos imaginando cosas! Además, no tenemos modo alguno de garantizar que de todas las posibilidades infinitas en que pueden manifestarse los acontecimientos, ocurrirá aquella que estamos

imaginando. ¿Cuáles son las probabilidades? ¡Como alguien a quien le gustan las matemáticas, puedo decirte que no son muy altas! Desgraciadamente para la felicidad, tu cerebro se ha vendido a la idea de que el próximo momento es más importante que aquel en el estás ahora mismo. Por otro lado, el momento que ya ha pasado es más conocido —y quizá por eso más tranquilizador— que el instante actual. Estos sesgos del cerebro nos inducen fácilmente a confusión y nos llevan a rumiar el pasado o bucear en un futuro imaginado a la vez que nos negamos a detenernos y vivir en el presente, aunque el presente es todo cuanto existe.

Al centrarnos en el pasado o en el futuro, vivimos en nuestros pensamientos y no en la realidad.

El impacto de vivir en el pensamiento es muy profundo. ¿Te has dado cuenta de lo pronto que tu vida ha pasado de largo? ¿No tienes la impresión de que los últimos veinte años se han evaporado sin que te des cuenta? Hay una buena razón que lo explica. Si no estás en el aquí y el ahora, vives en tu mente. No puedes estar en ningún otro lugar. Si los últimos veinte años te parecen una semana, quizá es porque solo has experimentado la verdadera vida durante una semana, con la conciencia de habitar plenamente el presente. Durante el restante millón y medio de minutos has estado vagabundeando mentalmente. ¡Qué desperdicio! ¿Estoy diciendo que todos tus recuerdos son inútiles? En absoluto. Hay recuerdos maravillosos fundamentados en estados en que habitabas el ahora. Los momentos a los que aludía antes son aquellos que pasas preocupándote por el pasado o el futuro. No recuerdas esos pensamientos porque no son memorables. ¡Se han desaprovechado porque podrían haber arraigado en el ahora y construir recuerdos!

Cuando pienso en la forma en que desperdiciamos nuestra vida, no puedo evitar recordar la letra de una canción de Pink Floyd, apropiadamente titulada «Time». Específicamente estos versos: «Y un día descubres que han pasado diez años. / Nadie te dijo cuándo echar a correr, no oíste el pistoletazo de salida».

Tu cerebro es adicto al tiempo Si el pasado y el futuro te hacen infeliz y pueden arruinar grandes parcelas de tu vida, ¿por qué resulta tan difícil concentrarse en el ahora? ¿Qué defecto en nuestro diseño hace que sea tan difícil escapar a nuestra preocupación por el pasado y el futuro, aunque aumente nuestro sufrimiento? Es este: el tiempo es el fundamento del que emerge el propio pensamiento. Para entenderlo mejor, probemos mi ejercicio favorito. Lo llamo el test de la conciencia plena. Toma asiento, respira profundamente, relájate y cierra los ojos. Mantenlos cerrados durante un minuto aproximadamente. El tiempo no tiene por qué ser exacto; tan solo estás despejando tu paladar visual. Ahora abre los ojos durante unos segundos y mira alrededor. Limítate a observar lo que cae dentro de tu entorno inmediato. Luego vuelve a cerrar los ojos. Ahora, con los ojos cerrados, describe silenciosamente lo que has visto. No es una prueba de memoria; tan solo buscamos una descripción de lo que has observado. Aporta todos los detalles que recuerdes y procura ser tan objetivo como sea posible. Intenta que los pensamientos no se entrometan e interpreten lo que has visto. Apégate a descripciones como la siguiente: «Miro por la ventana de mi apartamento de noche y veo cómo el agua se extiende hasta un horizonte bajo de palmeras y edificios de dos plantas mezclados con enormes y rutilantes rascacielos. La luz diurna aún desaparece en el horizonte, donde vislumbro hilachas de nubes. Más arriba, el cielo es mucho más oscuro y sembrado de estrellas». ¿Te das cuenta de que puede llevarte varios minutos describir lo que has observado en apenas unos pocos segundos? El acto de observación requiere una conciencia despierta, pero su descripción

introduce procesos de pensamiento más dilatados. Sin embargo, siempre están en tiempo verbal presente porque limitas los pensamientos a lo que acabas de ver. Carecen de indicaciones temporales pasadas o futuras, y como resultado son más fluidas y serenas de lo que serían de otro modo. ¿Lo ves? Conectar con el presente no requiere un excesivo esfuerzo mental. Si tu cerebro se limitara a describir lo que sucede a tu alrededor en este instante, no tendría mucho que decir. La voz en tu mente sonaría así: «Sofá azul al frente. Dos fuentes de luz. Una lámpara de suelo y una vela. La llama de la vela tiembla por la brisa. Olor a pan recién horneado». No da para una conversación, ¿verdad? Esto es así porque no hay pros y contras. No hay conflicto hasta que nos sumergimos en el pasado y en el futuro. Recurro frecuentemente a este ejercicio para anclarme en el momento presente. Me serena y me recuerda dos aspectos importantes de la conciencia: no necesitamos los pensamientos para ser conscientes, solo la presencia; y aun cuando introduzcamos pensamientos, centrarnos en el momento presente nos estresará mucho menos. Someter tu cerebro a la tarea de describir su entorno apacigua y suaviza los pensamientos y evita la incesante corriente mental que nos arranca del aquí y el ahora. Prueba de nuevo el ejercicio. Con la práctica no necesitarás cerrar los ojos. Observa la taza de café en la mesa, pero resiste la tentación de etiquetarla como buena o mala, caliente o fría, ni te preguntes si dejará una marca en tu mueble de madera. Limita tu pensamiento a lo que ves en este momento: una taza de cerámica blanca medio llena con café negro y colocada sobre una mesa de pino decolorada. Cuando sintonizas con el instante presente lo aceptas tal como es. No lo comparas ni lo juzgas, y no te preguntas si podría ser diferente en el futuro o mejor y peor de lo que fue en el pasado. Estás al cien por cien en armonía con el algoritmo de la felicidad. Los acontecimientos cumplen con tus expectativas si observas el mundo tal y como es. ¡Qué tranquilidad!

Sin embargo, la mayoría de nuestros pensamientos se producen con una marca temporal. Se basan en el pasado o en el futuro, lo que multiplica las posibilidades de arrastrarnos a la infelicidad. Para formular un juicio necesitas comparar una observación actual con otra realizada en el pasado. Para sentir ansiedad tienes que pensar en el futuro y anticipar que será peor que el presente. Para aburrirte tienes que anhelar un estado diferente al actual. Para avergonzarte has de [re]crear un momento que ya no existe. Para ser infeliz necesitas centrarte en aquello que deseas y aún no tienes. Con la excepción del dolor, nunca nadie ha sufrido con lo que ocurría en el presente. Piénsalo un poco. Es cierto. También para ti. Sin tiempo, el ciclo del sufrimiento se interrumpe en su origen. Elimina el tiempo y el pensamiento original no surgirá. Todo pensamiento estresante o infeliz existe fuera del aquí y el ahora, mientras que la observación del aquí y el ahora te inunda de serenidad. El tiempo y la mente son inseparables. Al eliminar las marcas temporales de tus pensamientos, no quedará nada desdichado en lo que pensar.

Si quieres ser feliz, vive en el aquí y el ahora.

Utiliza el tiempo: no dejes que él te utilice a ti En esta fase de la conversación, he descubierto que mucha gente empieza a defender la importancia del tiempo. Preguntan: «¿Cómo podré vivir si no planifico el futuro? ¿Quién seré sin mi pasado? Todo el mundo se rige por el reloj, ¿cómo esperas que yo ignore el paso del tiempo? ¿Y qué pasa con el hecho de que mañana he de estar en el trabajo a las nueve en punto?». ¡Buenas preguntas!

Para el propósito de esta conversación, digamos que hay dos tipos de tiempo: el tiempo del reloj, que tiene ciertos usos prácticos, y el tiempo mental, que carece de ellos. El tiempo del reloj tiene que ver con un acontecimiento específico situado en unas coordenadas específicas en el tiempo mecánico. Los pensamientos asociados al tiempo del reloj son prácticos y viables, como: «Me pregunto cuánto tardaré en llegar a la cita con el médico». Nos llevan a respuestas precisas, como: «Normalmente se tarda veinticinco minutos, pero mejor añado otros quince por la hora punta». La emoción no los lastra ni los complica, y no perduran. Planear acudir a tiempo a una cita o recoger a los niños en la escuela y buscar el tiempo necesario para las cosas que te resultan importantes son ejemplos de tiempo del reloj. Son benignos y tienen que ver con la logística. Nos ayudan a cumplir con nuestras obligaciones. Nos permiten llegar a tiempo. Sin embargo, el tiempo mental tiende a quedar atrapado en pensamientos vinculados al pasado y al futuro. Se pierde en hipótesis interminables —e improbables— respecto a cómo se desarrollará un acontecimiento futuro. El tiempo mental se obsesiona con acontecimientos pasados que no resultaron tal como esperábamos. En el tiempo mental pasamos rápidamente de un pensamiento a otro. No conducen a una acción específica y, como los sueños, son amorfos. Cuando quedas atrapado en el tiempo mental, tal vez te sorprenda descubrir que, según el tiempo del reloj, el reloj de arena de tu vida se ha vaciado mucho más de lo que suponías.

Mientras que tus pensamientos describan acontecimientos en el instante presente o se orienten hacia el tiempo del reloj como medio para cumplir con tus necesidades prácticas, todo está bien. Por lo tanto, vigila tus pensamientos para descubrir si tienen un sello temporal. Si es así, se han desviado del presente y probablemente no contribuyen a resolver ningún problema práctico. Tus pensamientos vagan por la infinita confusión del pasado y del futuro. Permanece en el momento presente y habrás logrado superar una de las seis ilusiones más extendidas, la ilusión del tiempo.

Pero ¿y si el ahora no es feliz? Cuando hablo con la gente de la cuestión del tiempo y la felicidad, un comentario que oigo con cierta frecuencia es el siguiente: «Para mí, estar en el momento presente no funciona. Soy infeliz justo aquí y ahora». Sin embargo, cuando nos paramos a explorar por qué las cosas no van bien ahora mismo, la conversación suele desarrollarse así: «Me avergüenza haber pasado el año anterior de fiesta y no haberme centrado en mis estudios. Mis notas han sido terribles y ahora todos creen que soy estúpido». Respondo señalando que ese pensamiento doloroso tal vez ocurra ahora, pero está anclado en el pasado. Nada va a cambiar lo que pasó el año anterior. Eso ocurrió entonces. Estamos en el momento presente, y todo lo que puedes hacer ahora es centrarte en tus estudios y trabajar duro para mejorar ahora. Otra persona me dirá: «Soy infeliz ahora porque todos los chicos que conozco son unos cretinos. Estoy segura de que nunca encontraré al adecuado, y si no lo encuentro me pasaré el resto de

mi vida sola». ¿Mi respuesta? Tu infelicidad se vincula con pensamientos anclados en el futuro. ¿Cómo sabes que el amor de tu vida no está sentado solo en un café a la vuelta de la esquina? ¿O que casarte en un impulso no te hará más infeliz de lo que eres ahora? Disfruta de este momento, y encontrarás a mucha gente que querrá unirse a ti. Otra persona objetará: «No he conseguido la promoción por la que he trabajado tan duro. ¡No puedo creer que vaya a pasarme el resto de mi vida en este punto muerto laboral!». No puedo dejar de señalar que este pensamiento está anclado tanto en el pasado como en el futuro, no en el presente. Entonces pregunto: «¿Cómo puedes estar tan seguro? El próximo empleo que se te presente tal vez te resulte más conveniente. Sí, puede ser frustrante no conseguir el trabajo que anhelabas, pero el esfuerzo realizado pertenece al pasado. Gracias a esa dedicación eres más capaz, más competente y más experimentado ahora mismo». Cada vez que examines tus pensamientos descubrirás que lo que te molesta ancla sus raíces en un pasado que no puedes cambiar o en un futuro que puede ser completamente diferente a lo que esperabas. Es conveniente dejar a un lado el pasado o el futuro, y dar lo mejor de ti en lo que estás haciendo ahora. Este es el momento, el único con el que puedes contar. Vívelo plenamente y el resto velará por sí mismo. A veces es difícil apegarse a este planteamiento. Por ejemplo, un amigo me dijo una vez: «Para mí, el momento presente del que me hablas es una pesadilla. Acabo de hablar por teléfono con el médico y la biopsia ha revelado que tengo cáncer en fase 4. El médico no recomienda cirugía y me ha dado entre seis y dieciocho meses de vida». A lo que respondí: «Es una noticia terrible. Siento mucho, muchísimo, lo que me cuentas. Me gustaría que no tuvieras que vivirlo. Entretanto, quizá es mejor no añadir sufrimiento a un diagnóstico tan terrible. Mientras buscamos el mejor tratamiento, me gustaría recordarte que ahora mismo estás vivo, así que disfruta de cada segundo de dulzura con tu familia y tus amigos. Esto es lo único que realmente puedes controlar. Sé que no te sientes así, pero no olvides que no eres diferente al resto de nosotros.

Cualquiera puede abandonar este mundo en los próximos dieciocho meses, o en los próximos dieciocho días. La única diferencia es que el resto de nosotros no piensa en ello, y por eso no sufre. En cuanto al futuro, sé optimista, pero vive ahora. Aparta el pensamiento de lo que ocurrirá, y no te hará sufrir».

En este preciso momento no pasa absolutamente nada malo.

Vive aquí y ahora El título de este capítulo plantea la pregunta: «¿Alguien sabe qué es el tiempo?». Es una pregunta con trampa. Independientemente del lugar en el que leas este libro, el tiempo es ahora. Nunca habrá otro tiempo. Cualquier otra interpretación del tiempo es un desvío que desemboca en la ilusión. Antes de acabar este capítulo, te pediré volver a la cápsula para realizar un último viaje. En esta ocasión, el investigador te informará orgullosamente de que la cápsula se desplaza instantáneamente entre estaciones. No consume tiempo en llegar al otro lado. «En cada estación hemos creado diversas experiencias —dice—, por lo que algunos voluntarios se han quejado de que el viaje pasa desapercibido cuando les habría gustado disfrutar de él. Por eso hemos añadido un nuevo elemento, un botón que el usuario puede presionar cuando desee avanzar hasta la próxima estación. Si no se presiona, la cápsula avanzará automáticamente a la siguiente estación a media noche. Puedes presionar el botón setenta y cinco veces para llegar al otro lado o experimentar el viaje completo de setenta y cinco días. Tienes que elegir.» Luego añade: «¿O eran setenta y cinco años? No lo recuerdo. No importa, pasarán en un santiamén de todos modos».

«La decisión es fácil —respondes—. Vamos a ello. Nos vemos en el otro lado.» Mientras cierra la puerta, el investigador dice: «¡Ah, olvidé mencionarlo! No podré reunirme contigo allí. Al llegar al otro lado, morirás. El viaje es todo cuanto tienes». Presiona el botón de inicio, cierra la puerta y te envía de camino.

Ahora que tienes el control (hasta cierto punto), ¿presionarás rápidamente el botón para llegar a la meta o disfrutarás de cada día aprovechando cada estación en toda su plenitud? ¿Te pasarás todo el tiempo pensando en el día 75? ¿Lo pasarás lamentando los días que se fueron? ¿O pasarás el tiempo experimentando ese día concreto y todo lo que tiene que ofrecerte? Decide.

La vida es ahora y ahora es maravilloso.

Capítulo 7

Houston, tenemos un problema

Dejas el bolígrafo con una gran sonrisa en el rostro. «Ha sido un trabajo duro —piensas—, pero ha merecido la pena el esfuerzo.» Tomas un sorbo de la taza de café, te reclinas en tu asiento y lees las notas una vez más. «Este porcentaje de mi sueldo mensual va a

mi plan de pensiones, y este otro porcentaje a la cuenta de ahorro. El cargo automático pagará la tarjeta de crédito y la hipoteca. Tengo el seguro del coche, el seguro de vida, el seguro sanitario, el seguro de discapacidad, el seguro del hogar, el seguro contra un fraude en la tarjeta de crédito y, por encima de todo, el seguro a todo riesgo.» «¿Me falta algo? No. Parece completo», dices con orgullo y en voz alta, aunque no hay nadie que pueda oírte. Te inclinas hacia delante, alcanzas la calculadora y repasas los números otra vez. Clic, clic, comprobado. Todo está en orden. Dejas la libreta en la mesa del café con un confiado movimiento de muñeca y te estiras, poniendo las manos en la cabeza. «¡Muy bien! Lo tengo todo bajo control.» Esos son los mejores momentos, ¿verdad? Cuando sentimos que hemos cumplido con todas nuestras obligaciones, hemos pensado en toda hipótesis posible, hemos seguido el consejo de los expertos y hemos planeado un camino despejado. Tenerlo todo bajo control nos aporta paz mental y la sensación de haberlo hecho todo bien.

La verdad sobre el control Muchas de las personas que conozco en diversas partes del mundo estaban exactamente en esta situación en 2008. Creían haberlo resuelto todo, hasta que estalló la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos, desencadenando la mayor crisis económica que el mundo ha afrontado desde la Gran Depresión. El hundimiento de la bolsa acabó con buena parte del capital de sus empresas; las compañías para las que trabajaban quebraron; algunos no pudieron pagar sus deudas e incluso vieron cómo sus hogares eran embargados. En el transcurso de pocos meses muchos pasaron del «¡todo controlado!» a «¿qué ha pasado?». Algunos se recuperaron y otros aún lo pasan mal, pero todos aprendieron que a veces las cosas pueden ir mal. Muy mal.

Nuestra necesidad de seguridad y control es instintiva. En otras especies, la supervivencia tiene que ver con huir del tigre cuando este aparece, pero los seres humanos cargamos con el lastre de ser mucho más sofisticados. Podemos prever los riesgos y planificar nuestra huida mucho antes de que nazca el tigre. Podemos examinar el terreno e identificar toda posible amenaza, incluyendo las extremadamente hipotéticas. Podemos adoptar medidas preventivas, levantar vallas y añadir cámaras de vigilancia. Además, ampliamos nuestros planes para incluir a quienes amamos porque nos preocupamos por ellos y porque su seguridad forma parte de nuestra tranquilidad emocional. Este conjunto humano de destrezas para la supervivencia explica en parte por qué estamos aquí mientras tantas otras especies se han extinguido. Somos capaces de asumir el control —o al menos, creer que tenemos el control— mientras que lo mejor que otros seres pueden hacer es reaccionar apropiadamente cuando empiezan los problemas. Desde el inicio de la Revolución Industrial, la humanidad ha llevado el control a un nuevo nivel. Construir una línea férrea, edificar rascacielos y producir masivamente un iPhone requieren una planificación y un control especialmente intrincados. Centros de atención al cliente donde cada palabra ha sido programada, servicios de entrega a domicilio con seguimiento en tiempo real: el límite hasta el que podemos llegar para eliminar la incertidumbre parece no tener fin. Nuestra capacidad para estar al día en el entorno simulado e hiperregulado llamado trabajo nos hace creer que también podemos controlar meticulosamente nuestra vida personal. Y yo no soy una excepción. Aunque la vida me ha ofrecido más de lo que necesito y me ha asegurado un futuro de independencia económica, sigo planificando con meticulosidad. Tengo mi carrera trazada hasta el más mínimo detalle con cinco años de antelación. Planeo mis inversiones, mis ahorros, dónde viviré, planes que naturalmente también incluyen a mi familia. He comprado propiedades para asegurar nuestra prosperidad, he planeado la educación de los niños y contratado planes de inversión y seguros para que mis seres queridos tengan lo que necesiten incluso cuando yo ya no esté.

Tenía páginas de planes exhaustivos y luego..., bueno, ya sabes lo que pasó. A cuatro días de nuestras (bien planificadas) vacaciones, Ali fue ingresado en el hospital «equivocado», donde un error de apenas unos milímetros nos lo arrebató. ¿Dónde queda el control? Este acontecimiento trágico y sorprendente no formaba parte de mi plan. Decimos que no podemos planear un giro tan dramático de los acontecimientos porque es algo completamente inesperado, pero ¿lo es en realidad? ¿Con qué frecuencia ocurren este tipo de acontecimientos? ¡Constantemente! Sé que no te va a gustar oírlo, pero solo en Estados Unidos los errores médicos son la tercera causa de muerte, con varias estimaciones que varían entre un cuarto y medio millón de muertes al año. En países donde las demandas por mala praxis no están tan avanzadas, esas cifras se multiplican por millones. Otros errores humanos, como los errores de conducción y la violencia, se llevan millones de vidas más. Aunque la muerte inesperada nos rodea, elegimos pensar en ella como algo extremadamente improbable. Del mismo modo, decidimos ignorar la mayor parte de los acontecimientos perturbadores que suceden cientos, miles y millones de veces al día. Desastres naturales, crisis económicas, fraudes al consumidor, bancarrotas: acontecimientos que cambian la vida y alteran todos los planes suceden en todas partes constantemente. Llamo a estos acontecimientos desvíos, porque nos llevan por una carretera que no esperábamos tomar. Y nuestro camino por la vida parece atravesado por frecuentes desvíos.

Cisnes y mariposas En su best seller El cisne negro: el impacto de lo altamente improbable, Nassim Nicholas Taleb demuestra que los acontecimientos raros e improbables ocurren más a menudo de lo que nos atrevemos a pensar. Entre sus ejemplos, incluye el estallido

de la Primera Guerra Mundial, los ataques del 11 de septiembre y el nacimiento de internet. Las repercusiones de estos imprevisibles «cisnes negros» han influido en toda la vida individual del planeta.1 Piensa por un momento en cuántos acontecimientos similares han ocurrido en tu vida y cuántos cisnes negros personales han dado forma a tu existencia. Taleb afirma que nuestra ceguera ante el azar, especialmente en lo relativo a las grandes desviaciones, va mucho más allá de lo que nuestra mente consciente puede abarcar. Eso se combina con lo que el meteorólogo Edward Lorenz llamó el efecto mariposa: la posibilidad de que acontecimientos minúsculos y remotos produzcan grandes cambios. Lorenz propuso una serie de modelos climatológicos en los que, tras disponer las condiciones iniciales, introdujo pequeños cambios en la velocidad del viento. Aunque se trataba de cambios casi imperceptibles —los comparó con la turbulencia generada por una mariposa al mover las alas—, el resultado final variaba significativamente, lo que derivó en la especulación de que el aleteo de una mariposa en Brasil podría desencadenar un huracán en Florida.2 Billones de efectos mariposa nos zarandean cada minuto. Influyen en nuestro camino más de lo que podemos imaginar. Tomando la vida de Ali como ejemplo, el cisne negro fue el error médico, pero muchos efectos mariposa también contribuyeron a la tragedia de su pérdida, como la proximidad de nuestro hogar a ese hospital específico, la reincidencia de sus dolores abdominales, fácilmente tratables, y el germen que inició la inflamación de su apéndice. Todo eso pasó meses o años antes. ¿Acaso yo podría haberlo controlado o planeado todo? No. El control es una ilusión.

Entre los cisnes negros y los efectos mariposa, nada está bajo tu control.

El alcance de tu control

Antes de saltar a aguas más profundas, me gustaría subrayar que no es mi intención deprimirte. Como cualquier hombre de negocios de éxito te dirá, el éxito (que en nuestro caso es la felicidad) no procede de ignorar realidades desagradables. Procede del realismo y la objetividad en la comprensión de la vida con todas sus imperfecciones. La felicidad proviene de nuestra capacidad para abordar una realidad basada en hechos, no en ilusiones. Reconocer nuestro control limitado no debería llevarnos a la desesperación. Si lo abordamos de frente, debería situarnos en un camino realista hacia la felicidad. Todo empieza comprendiendo la verdadera naturaleza de nuestro control. Creemos controlarlo todo: nuestro dinero, nuestros amigos, nuestra carrera. Pero sinceramente, ¿hasta qué punto controlas realmente las cosas a las que te aferras? Tomemos cualquier ejemplo, como tu dinero. ¿Acaso controlas plenamente tu dinero? «Claro —dices—, me ha costado mucho ganarlo. Puedo hacer lo que quiera con él. Puedo gastarlo, entregarlo a obras benéficas, invertirlo o ahorrarlo.» Sin embargo, ¿realmente puedes hacerlo? ¿Y si tu banco quiebra? Ha pasado antes. ¿Y si suben los impuestos? ¿Has pensado en lo que la inflación resta a tu dinero, a tu poder adquisitivo, sin que puedas hacer nada? Tampoco tu carrera cae bajo tu pleno control. Tu empresa podría cerrar o despedir a su personal. Tampoco controlas tus posesiones, tus amigos o tu salud. Todos perdemos cosas y seres a los que amamos, y a veces caemos enfermos. Lo que tendría que hacerte pensar: ¿acaso hay algo bajo nuestro control absoluto? Sí, hay dos cosas: nuestros actos y nuestra actitud. Tus actos

En tanto ingeniero, alto ejecutivo y hombre de negocios, soy lo peor en lo que respecta al control. Durante años reivindiqué un pleno control sobre cada aspecto de mi vida. En el trabajo, pretendía que toda persona, todo sistema y todo dato de mi organización cumpliera plenamente mis expectativas. En mi vida personal, intenté

controlar a mi esposa, el progreso de mis hijos e incluso el número de lavadoras que aseguraban un uso óptimo del agua y la electricidad en el hogar. Sin embargo, por mucho que lo intentara, los acontecimientos del mundo real me ponían a prueba. ¿Y qué hacía yo? Lo intentaba con más ahínco. Me sumía en un estado de sufrimiento constante, y me llevó años de rechazo, ira y frustración ver la luz y aceptar la verdad: yo no controlaba nada. Cuando caí en ello, sentí como si me quitaran un peso enorme de los hombros. Me comprometía con mis actos, pero el apego al resultado se desvanecía por completo.

Mi primer avance tuvo lugar cuando un amigo me habló del concepto hindú de desapego, cuando te esfuerzas por alcanzar tus objetivos consciente de que los resultados son imposibles de predecir. Cuando sucede algo inesperado, el concepto del desapego nos pide que aceptemos la nueva dirección y lo intentemos de nuevo. No hay tristeza ni remordimiento, y la pérdida de control no provoca dolor. Inicialmente, me resistí a esta enseñanza. Era difícil entregar mi destino a lo que parecía el puro azar. Pero luego encontré una historia maravillosa. Para practicar el abandono del control, los musulmanes antiguos dejaban sus caballos sin atar. Pero solo hasta

que aprendían a «atar el caballo y luego abandonarlo» renunciaban verdaderamente al control. Entonces aprendí lo que di en llamar aceptación comprometida.

Primero adopta la acción responsable, luego prescinde de la necesidad de control.

La belleza de la aceptación comprometida reside en que no elimina tus oportunidades de éxito. Muy al contrario: tus expectativas de éxito no son lo que produce resultados; es tu acción diligente la que los produce. He aquí un pequeño enigma que transmite la misma lección. En mi camino de casa al trabajo no hay semáforos. Cuando conduzco al límite de velocidad tardo exactamente once minutos. El lunes esperaba llegar al trabajo en nueve minutos; el martes, esperaba tardar quince; el miércoles, mantuve el control y llegué a tiempo a mi primera reunión; el jueves me sentí estresado, agobiado y llegué tarde; el viernes disfruté mucho conduciendo. Cada día actué como debía y conduje exactamente a la velocidad límite. ¿Cuánto tardé en llegar al trabajo cada día de la semana pasada? ¡Once minutos! Si sigues exactamente los mismos pasos, siempre alcanzarás el mismo resultado independientemente de tus expectativas, frustraciones, presiones o alegrías. La calidad de tus actos no debería variar, y tampoco tu persistencia ante los desafíos. La práctica de la aceptación comprometida se ha convertido en mi prioridad. Me concentro en hacerlo lo mejor que puedo cada minuto y en cada situación. Seguía apuntando alto, pero permanecía emocionalmente desapegado del resultado. Si fallaba en un objetivo, echaba la vista atrás, aprendía y lo intentaba de nuevo como si no hubiera pasado nada: porque en realidad nada se había perdido. En el trabajo descubrí que no podía controlar a cada uno de mis empleados, especialmente a los muy inteligentes. No podía obligar a un cliente a comprar mi producto, y no podía forzar a los ingenieros a construir según mis especificaciones, o financiarme

al precio deseado, o conseguir unos términos fáciles en el ámbito legal. Todos tenían un objetivo diferente, y yo necesitaba reunirlos a todos. Aprendí a hacer lo que podía sin ejercer o esperar ejercer un control pleno. En mi vida personal es aún más simple: planifico, pero no intento controlar nada más allá del momento presente. Como Ali, he aprendido a dar lo mejor de mí mismo en cada situación y confiar en que todo irá bien. Tu actitud

Aunque los actos son la palanca del éxito, la actitud es el verdadero punto de inflexión. Pensemos en la historia de Tim y Tom. A la hora de despertar, Tim pulsó dos veces el botón del despertador, y luego se dio cuenta de que llegaría tarde a su cita de las nueve. Saltó de la cama aterrado, solo para darse cuenta de que llovía tan fuerte que seguramente llegaría todavía más tarde. Se saltó el café y corrió hacia el coche, sintiéndose triste e irritado. «Va a ser un día deplorable», pensó. Tenso, permitió que el estrés se apoderara de él y empezó a cambiar de carril, golpear el volante y gritar: «¡Vamos!». Y entonces —¡BAM!— el coche de atrás chocó con el suyo. No fue más que un golpe en el parachoques, pero saltó de su asiento, cargó contra el otro coche y golpeó violentamente la capota, gritando y aullando de ira. El comportamiento de Tim se descontroló tanto que se pasó la noche en una celda. «Sabía que iba a ser un día deplorable», pensó. E ignorando el impacto de su propia actitud, siguió pensando: «Todo porque llovía». Ahora retomemos la misma secuencia de acontecimientos — dos toques al botón del despertador y lluvia—, solo que en esta ocasión es Tom quien advirtió que no llegaría a las nueve. Se preparó una buena taza de café, se duchó, se afeitó y se puso su camiseta favorita, luego buscó en un CD de Tina Turner la canción «I Can’t Stand the Rain», porque sabía que el trayecto hasta el trabajo iba a ser largo. «Me gusta la lluvia. Voy a disfrutar el día de hoy», pensó. Llamó a su cita para disculparse y descubrió que

también estaba atrapada en un atasco de tráfico. Le dio un sorbo al café mientras avanzaba lentamente, siguiendo el ritmo de la música con los dedos y sintiéndose muy bien. Entonces —¡BAM!— el coche de atrás chocó contra su parachoques trasero. Curioso, salió del vehículo y vio que no era gran cosa. Sonrió a la otra conductora y dijo: «¿Estás bien?». Aliviada, ella salió del coche y era impresionante. «¡Hola, encantado de conocerte!», dijo él. Ella rio y dijo: «¿Encantado? ¡Si he chocado con tu coche!». «Pero ¡ha sido un buen choque!», replicó él. Entonces ella rio y dijo: «Me encanta la canción que has puesto». Y así sucesivamente. Parecía una escena de comedia romántica. La lluvia se sumaba al romance, y poco después ambos supieron que iba a ser un día memorable, solo porque llovía. ¿Qué tiene que ver la lluvia con todo esto?

¡Elige tu actitud!

Una vez participé en un curso de formación sobre gestión de crisis en el que pasamos la mayor parte del tiempo viendo la película Apolo 13, en la que Tom Hanks interpreta al astronauta Jim Lovell, cuya misión era aterrizar en la Luna hasta que un tanque de oxígeno explotó dos días después del despegue. De pronto, el éxito ya no consistía en aterrizar en la Luna, sino en que la tripulación lograra volver a la Tierra. Hay un largo momento de silencio en el que crece la tensión, y entonces el silencio se rompe con la voz tranquila, confiada y casi alegre de Lovell: «Houston, tenemos un problema». No hay rastro de pánico. De haber estado allí, podrías pensar que se había desinflado un neumático. Entonces describe lo que ha sucedido y pide consejo para gestionar la situación. Paso a paso, la tripulación inventa una solución ingeniosa y, por último, logran regresar a casa. Así concluyó la formación. El instructor no tenía nada más que decir porque la actitud sosegada y tranquila de Lovell era todo lo que teníamos que aprender.

A veces, la vida te servirá algunas malas cartas. No tienes que convertir cada inesperado giro de los acontecimientos en una tragedia. Quizá tengas que rehacer tu camino, pero nada se habrá perdido hasta que decidas abandonar. Ármate con la actitud correcta. Como dijo Oscar Wilde:

«Al final todo irá bien. Si aún no va bien, aún no estamos en el final.»

Aferrarnos al control No hay nada malo en planificar e intentar asumir el control. Nuestra forma de reaccionar ante un acontecimiento inesperado es lo que nos hace descarrilar. Cuando las cosas cambian, reaccionamos intentando ejercer más control en un intento por volver a nuestro camino. Lo que deberíamos hacer es observar la situación actual con una perspectiva nueva y refrescante e intentar utilizar los nuevos acontecimientos a nuestro favor, a pesar de que han sucedido al margen de nuestro control. En álgebra, si un parámetro es irrelevante para la solución de una ecuación, lo eliminamos. Por ejemplo, si a + c = 2b + c, para resolver la ecuación en realidad no importa el valor de c: a siempre será igual a 2b, así que tratamos c como si no existiera y resolvemos el resto de la ecuación; c representa los parámetros que no podemos controlar. En la película La vida es bella, Roberto Benigni interpreta a un padre judío arrestado junto a su hijo durante la Segunda Guerra Mundial y enviado a un campo de concentración. En lugar de la miseria, la enfermedad y la muerte que los rodea, el padre convence a su hijo de que en realidad el campo es un complicado juego en el que realizar determinadas tareas les hará ganar puntos, y quien reúna primero mil puntos ganará un tanque. Desde el contexto del juego, los guardias son rudos porque quieren ganar el tanque, y el

escaso número de niños (en realidad, asesinados en las cámaras de gas) se explica porque se ocultan para obtener más puntos. El padre se da cuenta de que el sufrimiento al que está expuesto su hijo es inevitable; lo mejor que puede hacer es ser feliz y alegre para ayudarlo a sobrevivir.

De vez en cuando, todos afrontamos dificultades ineludibles. Si no podemos hacer nada para cambiar las circunstancias actuales, elimina el entorno de tu algoritmo de la felicidad y resuélvela recurriendo al resto de tu vida. Cuando la vida se torna dura, algunos sentimos que hemos perdido el juego y que la vida ha ganado. Pero la vida no intenta derrotarnos. La vida ni siquiera participa: el juego es tuyo.

A todos nos entregan un conjunto de cartas: algunas buenas y otras no tan buenas. Concéntrate en las malas y no pararás de maldecir el juego. Utiliza las buenas y las cosas mejorarán: tu mano cambia y sigues avanzando. Mi ídolo de la felicidad, su santidad el dalái lama, es un ejemplo deslumbrante de este tipo de compromiso. Fue exiliado de su país. Su pueblo ha sido sometido a la violencia y ha soportado años de carestía. Sin embargo, con paz y sabiduría, ha hecho lo que puede en función de lo que controla, a la vez que acepta aquello que no puede controlar. Al actuar así se ha convertido en un embajador de la felicidad en todo el mundo.

Mi actitud En mi caso, nada me ayudó más en la tragedia de la pérdida de Ali que la comprensión de la ilusión del control. ¿Puedo hacer algo para traerlo de vuelta? ¿Pude hacer algo para salvarlo? ¿Hay alguna forma de pasar juntos un minuto más? ¿Acaso cierto grado de aflicción será recompensado con la posibilidad de volver a verlo? ¡No ! Defino las expectativas de mi algoritmo de la felicidad basándome en esta verdad: Ali se marchó. Todo lo que ahora puedo controlar son mis actos y mi actitud. Elijo ser positivo y agradecer los años en que nos bendijo con su presencia. Elijo honrar su vida con mis actos. Eso cae dentro de mi control. Transformaré la tristeza en felicidad y haré lo que pueda para continuar su vida a través de la vida de quienes obtendrán los beneficios de las contribuciones que haré en su honor. Regalaré las inversiones que planeaba para él y los bellos coches que nunca disfrutará. Convertiré la tragedia en sonrisas. Cuando me siento deprimido o desmoralizado, le oigo cantar un verso del tema principal de nuestro videojuego favorito: «No tiene sentido llorar por cada error. Sigue intentándolo hasta que se agote la tarta». Así es como se gana el juego de la vida. Esto es todo lo que puedo controlar.

Capítulo 8

Yo también podría saltar

Nunca he conocido a nadie que no tuviera miedo a algo. ¿Tú sí? Algunos lo disimulan bien bajo una fachada imperturbable, y otros ni siquiera saben que la motivación de buena parte de sus actos es el

miedo. Pero todo el mundo tiene al menos un temor que gobierna su vida y limita su libertad. Por esta razón el miedo es el abuelito de todas las ilusiones, lo que las gobierna a todas. Incluso si eres el presidente de Estados Unidos, la persona más poderosa del mundo, hay algo que temes (dicho sea de paso, sería estupendo que leyeras mi libro, POTUS* ). Creo que puedo ayudarte a vencer tus miedos, pero tienes que ser abierto y honesto contigo mismo. El camino es complicado, pero te guiaré a lo largo del proceso, paso a paso, para que puedas vivir liberado de las ansiedades que te retienen.

Admite que tienes miedo Muchas personas no comprenden la verdadera dimensión de sus miedos, hasta tal punto están arraigados y ocultos. Ningún problema puede ser resuelto hasta que lo identifiquemos con precisión, por lo que el primer paso para tratar tu miedo es admitir que estás asustado.

Imagina que tomas todo lo que tienes que hacer la próxima semana y decides no hacerlo. ¿Puedes dejar de ir a trabajar? ¿Por qué no? ¿Es por miedo a perder tu fuente de ingresos? ¿O te preocupa qué puedan pensar de ti? ¿Puedes dejar abiertas las puertas? ¿Por qué no? ¿Temes que alguien entre y te robe el televisor? ¿Temes por tu propia vida? ¿Puedes dejar de hablarle a ese amigo molesto? ¿Puedes dejar de tomar tus vitaminas? ¿Eres capaz de cancelar tu seguro sanitario? ¿Puedes sacar a los niños del colegio? ¿Puedes desprenderte de todo tu dinero? ¿Por qué no? ¡El miedo! Es normal tener miedo. Lo malo es comportarse como si no lo tuvieras, porque lleva a tomar malas decisiones. Tendemos a encontrar razones para explicar por qué las decisiones que tomamos no están gobernadas por el miedo. Si tu relación no funciona pero eres incapaz de ponerle fin, encontrarás una razón perfectamente justificable para persistir en tu sufrimiento: «Quiero seguir con mi compañero por amor». Pregúntate qué harías si apareciera alguien rico, famoso e increíblemente atractivo, maduro y bondadoso, que te amara de verdad y te diera todo lo que necesitaras. ¿Y si no hubiera nada que temer? ¿Mantendrías la relación? Si no, no es amor; es miedo a perder lo que tienes y miedo a la soledad. El miedo no siempre es tan obvio. Se presenta bajo muchas formas. La ansiedad es un derivado directo de los temores que viven en nosotros. Es el producto de pensamientos o proyecciones de acontecimientos imaginarios. La frustración deriva del temor a que intentos posteriores no alcancen nuestro objetivo y que ello suponga algo más que un mero fracaso. El disgusto es el temor a la interacción con algo que representa un desagrado o un daño futuro. El duelo surge en parte por el temor a cómo será la vida después de la pérdida, miedo por la seguridad del ser amado ante el misterio de la muerte y miedo a la propia muerte. La vergüenza es el temor al rechazo debido a las propias acciones pasadas. La envidia y los celos son producto del miedo a ser menos que los demás. El

pesimismo es el miedo a que la vida nunca te satisfaga, a que el futuro sea peor que el presente. Toda emoción negativa que sientas alguna vez presentará algunas trazas de miedo. Sea lo que sea, siempre hay algo que nos asusta —o que al menos nos preocupa— lo suficiente como para mantenernos anclados a una rutina, lo que nos hace perder los diferentes sabores de la vida. Sin embargo, no lo admitimos. Creemos que el miedo es una señal de debilidad. Nos hace sentir vulnerables. Nos hacemos los fuertes, hinchamos el pecho y ocultamos nuestros temores. Practicamos nuestro disfraz mientas creemos en él. Piensa en ello: ¿cuándo se hincha del todo un pez globo? Estar inflado no es señal de valor, sino de que se tiene miedo, mucho miedo. Cuando te resulte difícil admitir tus temores, plantéate una pregunta diferente: ¿eres libre? Esta pregunta me ayudó a revelar mis temores uno a uno. Y había muchos. Ya no me avergüenza admitirlo: forman parte de ser humano. Con los años he logrado superar algunos miedos, pero aún he de luchar con otros. Uno de los más poderosos es el miedo al fracaso. Me lleva a sacar las cosas de sus casillas y disponer objetivos poco realistas para mí mismo. En mis relaciones personales, me esfuerzo por asegurarme de que mis seres queridos tienen lo que necesitan y son visiblemente felices todo el tiempo. Si no lo son, mi temor toma las riendas y lo considero un signo de mi fracaso. Durante años me convencí de que era un perfeccionista y es mentira. Temo el fracaso.

Ya está, lo he dicho. Admito que tengo miedo. Ahora te toca a ti.

No es ingeniería aeroespacial: si hay algo que quieres hacer, pero no eres capaz, entonces no eres libre aunque no estés es una prisión física. Piensa en los muros invisibles de tu cautiverio. Llámalos como quieras; o nómbralos, simplemente, como miedo.

Comprende qué es el miedo Todo miedo se origina en una respuesta condicionada. Generalmente, nuestro condicionamiento presenta una dosis de miedo sutil, pero suficiente, que nos impide ser completamente libres, aunque la razón original para el miedo ya no exista, y a pesar de que la realidad subyacente de la amenaza se haya tornado insignificante. En la primera mitad del siglo XX, la psicología estuvo dominada por el estudio de las respuestas condicionadas. En 1924, el padre de la escuela conductista, John B. Watson, dijo estas palabras célebres: «Dadme doce bebés sanos y mi propio mundo para criarlos, y garantizo que seleccionaré al azar a cada uno de ellos para convertirle en el tipo de especialista de mi elección: médico, abogado, artista y, sí, incluso un mendigo y un ladrón».1 Para Watson, eran algo más que palabras. En 1920 dirigió un experimento para demostrar el «condicionamiento clásico» en un bebé de nueve meses. Al pequeño Albert le mostraron una rata blanca, un conejo, un mono y varias máscaras. Sin haberle inoculado un miedo condicionado, Albert interactuaba positivamente con todos ellos. Su favorita era la rata blanca, hasta que Watson empezó a golpear una barra de acero con un martillo cada vez que el animal aparecía ante el bebé. El repentino y abrupto sonido hacía que el pequeño Albert rompiera a llorar. La secuencia se repitió siete veces durante siete semanas; para entonces, a Albert le bastaba con ver la rata para mostrar inmediatamente signos de miedo. Lloraba e intentaba alejarse incluso en ausencia del sonido agresivo. Se había creado un miedo para toda la vida.

Yo mismo he visto cómo se originaba una fobia en mi encantadora hija. Aya debía de tener un año y jugaba tranquilamente en el suelo en una noche de verano. Habíamos dejado la puerta abierta y una cucaracha voladora entró y se posó frente a ella. Sin un condicionamiento previo para temer a las cucarachas, Aya la cogió como si se tratara de cualquier otro juguete. Miró a Nibal y sacudió su mano, del todo feliz con su «nuevo juguete». Sin embargo, para Nibal las cucarachas son más peligrosas que una detonación atómica. Y su reacción fue más alarmante que el martillo que golpeaba la barra de acero detrás del pequeño Albert. Gritó horrorizada, empezó a llorar y gritó mi nombre pidiendo ayuda. Segundos después, el visitante no invitado se había marchado. No hubo bajas humanas, pero Aya sufrió un condicionamiento. Años después, cuando intenté gastarle una broma relacionada con cucarachas, su miedo había aumentado. Gritó, lloró y salió corriendo. Aún hoy lo recuerda como una de las veces en las que peor me comporté con ella. Lo siento, mi querida Aya.

Nombra tu miedo Los acrofóbicos tienen miedo a las alturas; los claustrofóbicos, a los espacios cerrados; los nictofóbicos, a la oscuridad; y los tripanofóbicos temen las inyecciones o agujas médicas (uno de mis terrores). Como estos temores son tangibles, y en gran medida visibles, son fáciles de detectar, pero ¿qué ocurre con el miedo al rechazo social? Con algunos miedos hay una definición mucho más fluida de lo que tememos, y eso facilita su identificación. Hay muchos miedos ocultos. Vivimos con ellos mientras nos devoran desde el interior. Algunas personas temen carecer de los recursos para comprar lo que necesitan; quedan atrapadas en un esfuerzo constante por acumular todo cuanto pueden, pero nunca se sienten seguras, al margen de la riqueza que logren reunir. Otros temen perder su libertad; entre otras cosas, la libertad de movilidad física, la libertad

de expresar libremente la propia opinión o la pérdida de la capacidad de tomar decisiones libres debido a controles externos, como un jefe, una estructura empresarial o una relación comprometida, como el matrimonio. Algunos temen lo desconocido, el fracaso, no cumplir las expectativas. Algunos temen perder el control; otros temen la soledad, el rechazo social o el ridículo. Todos tememos a la muerte, y por lo tanto muchos tememos envejecer. Y la lista sigue interminablemente. ¿Cuáles son tus miedos? Si te resulta difícil admitirlos, tal vez se deba a otro miedo dominante: el miedo a afrontar tus miedos. En un plano fundamental, muchos de nosotros tememos descubrir quiénes somos en realidad y qué hemos de arreglar respecto a nosotros mismos. La negación nos permite retrasar toda acción, mientras aprendemos a limitar nuestra vida para lidiar con nuestros temores. ¿Es este uno de tus miedos? Si lo es, es hora de afrontarlo. Es hora de admitir que eres humano. Y como en todos los seres humanos, siempre habrá que afrontar algún miedo.

Comprende los juegos mentales del miedo El miedo a afrontar tu miedo es uno de los muchos juegos de tu cerebro para asegurarse que eres completamente obediente y estás bajo control. En cuanto empieza el juego, tu cerebro intenta erigir una construcción lógica que oculta la fuente real de tu miedo, que más tarde descubrirás que tiene su origen en otro dolor muy bien oculto y profundamente enterrado. Nuestros miedos son difíciles de descubrir porque se ocultan y cambian. En su forma más pura, el miedo es un mecanismo de defensa que se activa para advertirte de la proximidad de un peligro. El miedo te alerta a fin de que adoptes las acciones necesarias para evitar un dolor o un sufrimiento potencial, físico o psicológico. Sin embargo, el propio dolor no es más que un mecanismo controlado por tu cerebro. El dolor de tocar una estufa ardiente no sucede en tu mano. Por el contrario, una señal se transmite a tu cerebro y este la

etiqueta como dolor. Por lo tanto, los científicos pueden simular la experiencia del dolor estimulando ciertas partes del cerebro. Esto convierte al dolor en otra forma de pensamiento. En ese sentido, podrías considerar que el dolor no es real porque un acontecimiento idéntico —tocar una estufa ardiente— podría producir una respuesta completamente diferente. La tolerancia individual al dolor varía en función de la situación. Cuando el bebé se convierte en niño, por ejemplo, es capaz de tolerar el hambre durante más tiempo. Estudios clínicos publicados en el Journal of Psychosomatic Medicine pidieron a los participantes que sumergieran sus manos en agua helada y descubrieron que la promesa de una compensación económica era capaz de inducirlos a suprimir el dolor y mantener las manos sumergidas mucho más tiempo que los que carecían de la perspectiva de una recompensa.2 Como el dolor solo es un pensamiento, tu cerebro puede ignorarlo y puedes aprender a suprimirlo. Es lo que hacen los corredores de fondo. A veces, incluso serás capaz de aprender a disfrutar del dolor. El dolor muscular después de un buen día de ejercicio es algo de lo que aprendemos a disfrutar porque es una sensación que asociamos al crecimiento y la mejora.

Si te concentras, puedes superar el dolor.

Todo lo que se aplica al dolor físico, también se aplica al dolor emocional. Toleramos el dolor emocional de otro modo, en función de las circunstancias, pero la mayoría de nosotros podemos aprender a suprimirlo o incluso a usarlo en nuestro propio beneficio. El dolor al rechazo, por ejemplo, es mucho peor para un adolescente que para alguien mayor y menos inseguro. Por lo tanto, ¿por qué no solemos suprimir el dolor emocional? Porque, como ocurre con el dolor físico, nuestro cerebro utiliza el dolor emocional para mantenernos alejados de algo que nos puede causar daño. La diferencia consiste en que nuestro cerebro no

puede producir dolor físico a petición, y en cambio puede regenerar el dolor emocional recurriendo a pensamientos incesantes. Y eso conduce al sufrimiento. Nuestro cerebro reproduce indefinidamente cada recuerdo doloroso del pasado y cada posible escenario aterrador del futuro, como haría una compleja simulación informática, en un intento por alejarnos de las amenazas antes de que se produzcan e independientemente de la probabilidad de que, en efecto, acontezcan. Cada vez que nuestro cerebro descubre una posible amenaza en nuestra simulación, la asociamos con una forma de miedo, y aunque el propio dolor no sea muy significativo, nuestro cerebro exagera el miedo. Imagina que temes hablar en público. Si te preguntan la razón de ese miedo, tu respuesta inicial tal vez sea «porque sí». Pero si profundizas y dejas atrás los mecanismos de defensa del cerebro, descubrirás de dónde surge realmente el miedo. —¿Qué es lo que temes en realidad? —Temo decir algo estúpido delante de mucha gente. —¿Y por qué te asusta eso? —Temo ser juzgado o ridiculizado. —¿Y por qué te asusta eso? —Porque como consecuencia de ello puedo sufrir un rechazo. Sigue hasta que no quede nada por descubrir. Habrás desenterrado las capas de miedos innecesarios que padecemos debido al mecanismo cerebral que yo he aprendido a llamar el modelo de seguridad.

Para evitar un miedo específico, tu cerebro tiende a buscar toda posible amenaza que pueda desencadenarlo: toda experiencia dolorosa del pasado y toda posible hipótesis que pueda preocuparnos en el futuro. Registra las amenazas que encuentra como otras tantas cosas que hay que temer. «Es más seguro así», piensa tu cerebro, pero ¿lo es? Cada nuevo temor suele provocar más inseguridad. En lugar de un temor al que hacer frente, ahora tenemos muchos. El efecto compuesto se intensifica significativamente. Cuantos más temores haya que abarcar, tu cerebro se esforzará más por mantenerte a salvo. Como resultado, el círculo vicioso continúa: más miedo exige más capas de protección.

En un intento impotente por mantenerte tan alejado del daño como sea posible, tu cerebro construye lo que cree que es un modelo de seguridad, una elaborada estructura con un gran número de escenarios aterradores de los que preocuparse y más barreras —miedos— para defenderse de ellos. Intentamos llenar cada agujero y cubrir cada grieta. Pero lo que erigimos es una estructura desvencijada. Cuanto más la levantamos, más amenazados nos sentimos y más puntos débiles exponemos. Es una cuestión de simple matemática: cuanto mayor sea el número de puntos vulnerables, nos veremos afectados con más frecuencia. Capa tras capa, nuestra estructura defensiva se convierte en la principal fuente de nuestra fragilidad. El dolor creciente se torna desproporcionado en relación con la razón subyacente de nuestro miedo original. Todo se hace insoportable, el miedo pasa a ser una forma de vida. Cuando intentamos estabilizar y expandir nuestro modelo de seguridad, fracasamos porque algún acontecimiento

aleatorio está condenado a amenazar un aspecto u otro. Cada vez que esto sucede, actúa como confirmación de que teníamos una buena razón para estar asustados, y así se perpetúa el círculo vicioso. La vida se convierte en una verdadera y dilatada película de terror, sin pausas publicitarias.

No hay modelo de seguridad. Cuanto más te esfuerces, mayor será tu fracaso.

Una vez construido nuestro modelo, nos costará mucho librarnos de él. Lo convertimos en la base de nuestras expectativas en el algoritmo de la felicidad y comparamos nuestra vida con él a medida que esta transcurre. Las dos no coinciden jamás. Nos sentimos decepcionados, sufrimos, y el hecho de que nada esté nunca a salvo pasa a ser un motivo de ansiedad.

Hechos simples pueden convertirse fácilmente en grandes amenazas porque, al final, a través de todas esas barreras protectoras, conducen a tus mayores temores. «Si hablo delante de toda esa gente, tartamudearé. Si tartamudeo, no me tomarán en serio.» «No me gusta el calor. Estropeará mi maquillaje. Eso hará que me miren mal. Si me miran mal, me rechazarán.» Algo tan benigno como un día cálido pasa a ser parte del temor al rechazo. Todo se convierte en una invasión de tu modelo de seguridad.

Somos perpetuamente infelices no porque la vida sea injusta, sino porque nuestras expectativas se ven del todo perturbadas por la «ilusión del miedo». Yoda, el sabio maestro Jedi de La guerra de las galaxias, lo resume en estas palabras: «El miedo es el camino al lado oscuro. El miedo lleva a la ira. La ira lleva al odio, y el odio lleva al sufrimiento». Me encanta Yoda. La única forma de escapar al círculo vicioso es destruirlo en su centro y lograr que se desmorone por completo. Afrontar tus miedos uno a uno puede parecer duro, pero es más fácil de lo que piensas.

Haz la promesa Muchos de nosotros nos conformamos con sufrir y llegamos a creer que así es la vida. Soportamos sufrir atemorizados, en gran medida desconociendo exactamente qué es lo que tememos. El primer paso para una vida libre consiste en mirar a nuestros miedos a la cara y reconocerlos. En lugar de ocultarlos, tenemos que afrontarlos. ¿Sabes cómo se mantiene en cautividad a los elefantes? Con una cadena endeble. Esos gigantes de cuatro mil kilos podrían romper la cadena sin ningún esfuerzo, pero no lo hacen porque llevan las cadenas desde que eran crías y han sufrido el condicionamiento. Siendo pequeños intentaron romperlas, pero fracasaron y por eso dejaron de intentarlo. Nosotros nos comportamos del mismo modo. Exageramos nuestros miedos y dejamos de intentar liberarnos. Ahora estoy casi seguro de que tu cerebro te está diciendo: «Pero el miedo puede ser bueno. No te creas a este tipo llamado Mo. Nuestros miedos son los que nos mantienen alejados de todo daño. Hay aspectos positivos en el miedo». ¡No! No hay ninguno. Lo que nos mantiene vivos y nos hace seguir adelante son nuestras acciones, no nuestros miedos. El miedo, en todo caso, nos paraliza. Confunde nuestro juicio y nos impide tomar las mejores decisiones posibles.

El miedo al fracaso no preside nuestras mejores actuaciones. Tan solo añade ansiedad. Lo que en realidad nos lleva al éxito es nuestro trabajo duro. Y no necesitas temer al trabajo duro. Al volver la vista atrás descubro que cuando conseguía algún tipo de éxito, a veces mi temor al fracaso asumía las riendas y me hacía temer el siguiente tramo del viaje, y nunca me concedía la oportunidad de disfrutar de los mejores momentos de mi vida. Mi miedo disipaba mi felicidad durante el viaje e incluso cuando llegaba la ocasión de celebrarlo.

No hay aspectos positivos en el miedo. Lo que te mantiene a salvo son tus actos, no tus miedos.

Los pensamientos que conducen al miedo siempre están anclados en el futuro. Tu cerebro intenta hacerte creer que el próximo minuto será peor que el presente a menos que hagas algo para protegerte. Cuando sucumbes al miedo, crees que la vida intenta engañarte y que estás en peligro a menos que hagas algo para permanecer a salvo. Sin embargo, ¿realmente piensas que la vida, con toda su grandeza, con sus infinitos recursos, concibe su próximo movimiento solo para engañarte? ¿Crees sinceramente que el orbitar del planeta y los ciclos vitales de más de 7.000 millones de personas están aquí solo para aterrorizarte? Si la vida tuviera el propósito de engañarte, ¿crees que tu frágil protección te mantendría a salvo? Bueno, te engañas a ti mismo: estarías acabado.

Lo único que la vida quiere es ser experimentada.

La vida quiere que pruebes cada uno de los sabores que te ofrece. Lo amargo no es peor que lo dulce; tan solo es diferente. La vida intenta llamar tu atención mientras tú te esfuerzas en

bloquearla. La vida te ofrece experiencias, algunas para disfrutar y otras para aprender mientras creces y te desarrollas, pero tú permaneces encerrado dentro de tus miedos, negándote a vivirlas. Sé sincero ahora: ¿con qué frecuencia se han materializado tus peores temores, y en qué grado no han sucedido? ¿Con qué frecuencia un giro afortunado del destino te ofreció más de lo que esperabas? El futuro será mejor de lo que esperas. Siempre ha sido así. No estarías aquí si tu presente coincidiera con tus temores pasados, ¿no es cierto? A medida que los ciclos de angustia sobre el futuro se apoderan de nosotros, olvidamos que el propio miedo es una prueba de que estamos bien. Piensa en ello: si permites que los ciclos mentales se preocupen por el futuro, entonces, por definición, ahora mismo no tienes nada que temer.

Ahora mismo estás bien.

Muchos niños lloran el primer día de guardería. Patalean y gritan porque están asustados. Luego, horas o días después, están bien. Incluso les gusta. ¿En qué consiste esa transformación mágica? ¿Acaso la guardería se ha adaptado a sus expectativas? En absoluto. Nada cambia. Pero cuando afrontan su miedo descubren que jugar con otros niños durante todo el día no es algo malo en absoluto. Lo hacemos una y otra vez. A algunos nos da miedo enfrentarnos a un acosador; a otros, hacer nuestra primera presentación en público; a otros, abandonar una mala relación; otros temen acercarse a un extraño y saludar. Sin embargo, cuando actuamos a pesar de nuestro miedo, descubrimos que no había nada que temer. Era un desafío al principio, pero una vez superado nuestro temor, descubrimos que mereció la pena. ¿Estás listo para asumir el reto?

Salta Para superar tu miedo, necesitas ponerte frente a él. La mejor manera de cortocircuitar tus juegos mentales del miedo es la siguiente: una vez descubierto tu miedo, comprométete a mirarlo a la cara. Si tu miedo es hablar en público, encuentra la primera oportunidad y preséntate voluntario para hablar ante los demás. Sitúate en el punto de no retorno. No pienses. Tan solo actúa. Todo irá bien. Te lo prometo. Ahora te presento una serie de sencillas preguntas que te guiarán en tu camino para superar tus miedos. Ya que te ayudarán a descubrir lo que tu cerebro te oculta, llamo a esta lista «el interrogatorio». ¿Qué es lo peor que puede suceder?

En cuanto formules esta pregunta, tu cerebro se volverá hiperactivo y empezará a imaginar mil y una historias de miedo. No te resistas. Déjalas estar. Permite que tu cerebro las represente. Luego redúcelas a una única cosa realmente mala. No nos interesan los otros mil escenarios catastróficos, sino tan solo esta única situación absolutamente mala, pero realista. Utiliza este temor como un ejemplo: «¿Qué es lo peor que puede suceder si hablo en público?». —Puedo ser extremadamente aburrido y hacer que todos se duerman. —Eso no es tan malo. ¿Qué otra cosa puede ocurrir? —Puede que se rían. —¿Eso es lo peor? —No, podrían abuchearme y pedirme que me marche. —Vale, eso puede ser malo. ¿Podría ser peor? —Claro. Mi jefe podría estar entre el público y yo podría perder el trabajo. —Ajá, ya tocamos hueso. ¿Puedes pensar en un escenario peor? —Sí, un francotirador loco oculto en el público podría dispararme. —Seamos realistas. En serio, ¿qué es lo peor que podría pasar? —Te lo he dicho, podrían abuchearme y que mi jefe estuviera allí y me despidiera.

—Bien. Creo que ya lo tenemos.

Esta pregunta te permite visualizar el peor escenario para tu miedo. Sé que ahora te dolerá haber pensado en ello; te ruego que me perdones. Pero tengo buenas noticias para ti. Identificar el peor escenario te ayuda a tocar fondo.

Y a partir de ahí todo consiste en subir. Empecemos a ascender. La siguiente pregunta tal vez te sorprenda. ¿Y qué?

Esta pregunta es el punto de inflexión que nos aleja del miedo y nos acerca a la valentía. ¿Y qué si pierdo mi trabajo? ¿Acabará ahí mi vida? ¿Me moriré de hambre? ¿Y qué si me abuchean en el escenario? ¿Dejaré de existir? Al margen de un pensamiento llamado vergüenza, ¿el hecho de que me abucheen me hará algún daño? Si este es el peor escenario, ¿te das cuentas de que si eres capaz de ignorar el dolor asociado a él, podrás sobrevivir? Sigamos subiendo. ¿Es probable que suceda?

Sinceramente, ¿cuáles son las probabilidades de que tenga lugar el peor escenario posible? ¿Alguna vez te ha sucedido? ¿Cuán a menudo lo has visto materializarse en otras personas? ¿Cuántas veces has presenciado a terribles oradores en un escenario, y cuántas veces los han abucheado? Haz cuentas. Sigue subiendo. ¿Hay algo que pueda hacer ahora para evitar este escenario?

Esta, querido amigo, es mi pregunta favorita. En este punto conviertes tu miedo en acción. Ponte a trabajar y prepárate meticulosamente. Pronuncia el discurso delante del espejo, delante de tu pareja y ante tu perro un centenar de veces. Practica hasta que te sientas del todo cómodo. Luego, repítelo. Como mínimo, estar preparado limitará las probabilidades del peor escenario y te ayudará a sentirte tranquilo al haber dado lo mejor de ti. Por lo demás, este es el momento en el que tu cerebro empezará a contraatacar, preguntando: «¿Por qué me haces esto? Mi vida era muy sencilla antes de que empezaras a leer este libro». Ignóralo. Ya casi has llegado. Continúa. ¿Puedo recuperarme?

Aún es más interesante cuando te preguntas: ¿qué pasa si la ínfima probabilidad de mi peor escenario se materializa, y me abuchean y pierdo mi trabajo? ¿Puedo recuperarme de esa situación? ¿Quizá podrás reducir tus gastos durante los próximos meses? ¿Acabarás por encontrar otro trabajo? Lo harás, y será un trabajo con un jefe mejor, espero. Será un tanto desagradable, lo admito, pero pasará, como han quedado atrás otras experiencias desagradables. ¿Te sientes algo mejor? Hemos seguido el proceso mental correcto y de paso hemos desenmascarado el miedo en el que te encierra tu mente. Bajo esa máscara aterradora no hay más que un gatito inofensivo. El resto lo pone nuestra imaginación. El escenario

más aterrador no supondrá el fin de tu vida. Cuando actúas, aún reduces más su posibilidad. Y si llega a suceder, encontrarás la manera de recuperarte. ¡Qué alivio!

Pero espera, la cosa sigue mejorando. ¡Aún queda escalera! Tu cerebro está predispuesto a pensar en lo que puede ir mal. Así es capaz de anticiparse a las amenazas y asegurar tu supervivencia. Otras dos preguntas te ayudarán a alejar tu pensamiento de lo que te aterra y acercarte a todo lo bueno que te espera, para que puedas dar el gran salto que te aleje del miedo. ¿Qué ocurrirá si no hago nada?

Esta es una buena pregunta. ¿Cuál es el precio del statu quo? ¿Es un precio que estés dispuesto a pagar? ¿Qué precio pagarás si mantienes esa relación abusiva? ¿Cuál es la mejor manera de vivir? ¿Vivir en soledad, aunque sea el resto de tu vida (el peor escenario) o recibir maltratos? ¿Qué sucedería si conservas un trabajo que te está destruyendo? ¿Qué precio tendrás que pagar si no te enfrentas a ese acosador o no admites que tienes que revisar tus finanzas? Puedo prometerte esto: lo que sufres cuando permaneces anclado a tu miedo siempre es más perjudicial que afrontarlo. Es la razón por la que tu mente exagera tanto tus temores: para convertirlos en una amenaza mayor que el dolor que sientes en este momento. Tiene que hacerlo: ¡de otro modo te liberarías de ellos fácilmente!

La siguiente es la mejor pregunta de todas. ¿Cuál es el mejor escenario posible?

¿Conoces esas escenas en las películas de acción, en las que el agente secreto acciona un interruptor y toda la guarida del villano se derrumba y explota en un espectáculo pirotécnico? Es lo que hace exactamente esta pregunta con la fortaleza de tu miedo mientras tu cerebro observa con consternación, confundido por cómo has logrado aislarlo en esta esquina, y repentinamente asustado por su falta de recursos. Golpéalo mientras está contra las cuerdas. Gana este combate. ¿Qué es lo mejor que puede suceder? Esa es la pregunta que hay que formular. ¿Y si dejas tu trabajo y vuelves a tocar el piano? ¿Y si enfrentarse al acosador hace que se marche? ¿Y si todas las estrellas se alinean? ¿Escribirás el próximo libro de Harry Potter? Y lo que es más importante: ¿serás feliz? A veces las cosas funcionan. ¿Por qué deberías perderte los aspectos positivos? El coste de no hacer nada a menudo es más elevado que el coste de afrontar tu miedo. Y cuando las cosas funcionan, el aspecto positivo merece del todo el riesgo. Comprender que tu miedo es exagerado facilita la decisión de afrontarlo. Imaginar lo que te aguarda al otro lado te aporta la energía necesaria para levantarte y actuar. Te ofrece la resistencia necesaria para soportar el dolor asociado al proceso, con la esperanza de un futuro mejor. ¡Adiós a los escenarios mentales apocalípticos! Recházalos de una vez. Vive cada minuto de tu vida siendo plenamente optimista respecto al próximo instante. Afronta tus miedos, uno a uno, y bórralos de la existencia. En cualquier caso nunca fueron reales.

Es la hora

He descubierto que cuando evitas tus miedos, estos salen a tu encuentro. Como un maestro sabio, la vida te pone a prueba, miedo a miedo, para comprobar si estás listo para la próxima lección. Una vez que superas un miedo, la prueba desaparece y nunca tienes que volver a enfrentarla. Pero si te escondes, la prueba —el miedo — sigue aflorando para perseguirte durante tu camino. Como todas las personas que conoces, me negué a admitir mi temor ante los demás, incluyéndome a mí mismo. Fingí ser valiente y me mentí. Temía el fracaso. Por lo tanto, seguí metiéndome presión. Tener éxito como hombre de negocios era una respuesta a mi miedo. Cierra un gran trato y tienes éxito; yerra al cerrar un trato y eres un fracasado. Pasé la mayor parte de mi tiempo trabajando y fui un paranoico respecto a la posibilidad de cometer un error. Mantuve mi miedo vivo, y la vida —el último maestro— se hizo cargo y me puso a prueba. Tuve que hacer frente a mi miedo cuando en una ocasión mostré un desacuerdo total con uno de mis jefes. La situación no tenía vuelta atrás y estuve a punto de abandonar, o de que me echaran. El dolor fue muy real. Que me echaran del trabajo es la forma definitiva de fracaso que yo más temía. Y entonces descubrí que un cambio podría ser bueno. Decidí adentrarme hasta el centro de mi miedo. Encontré felicidad en la libertad que me ofrecía mi voluntad de dejarlo. Supe entonces que si perdía mi trabajo, la vida seguiría su camino. Así que lo dejé, y eso es lo que hizo la vida. Una vez desaparecido mi temor, la prueba también desapareció. Tras un salto en el tiempo, hoy amo el trabajo que hago. No había nada que temer. Quise lo mejor para mi familia y no abrigaba mayor temor que no cumplir con sus expectativas. Me gustaba la comodidad que el dinero les brindaba, y también temí perderlo. Aprendí a ahorrar y a invertir. Casi idolatré esta actividad, hasta que un día cometí un gran error de inversión y estuve a punto de ser borrado del mapa. La vida me colocó delante de mi miedo y descubrí que no estaba tan asustado. Descubrí que necesitaba mucho menos dinero del que había imaginado, que las expectativas de mi familia respecto a mí eran muy inferiores a las que había supuesto, y que si todos mis

recursos desaparecían, la vida encontraría su camino. Me sentí liberado. Una vez abandonado el temor, la prueba se extinguió y nunca tuve que volver a preocuparme por el dinero. Prueba tras prueba, mis miedos se desvanecieron hasta que, por un tiempo, sentí que vivía sin temor. Tenía mucho que perder, pero nada que temiera perder. No había nada que me importara y que alguien pudiera arrebatarme. Era increíble. Y entonces Ali se marchó. Nunca hubo un mayor temor. No hubo nadie ni nada en la vida a quien yo protegiera más. Lo mantuve oculto en mi interior, pero perder a uno de mis hijos siempre fue una de mis verdaderas pesadillas. Una última vez, la vida me arrojaba al centro de la arena para enfrentarme a mi peor pesadilla. El dolor fue insoportable. Sigue siéndolo, pero en el proceso la vida se llevó mi último miedo. No queda nada que me puedan arrebatar. Con ese último movimiento en el tablero, gano, o tal vez pierdo. En todo caso, no volverá a haber otro miedo. Aunque rezo por el bienestar de Aya, la luz de mi vida, espero que la prueba haya sido superada. No hay necesidad de someterme a una prueba de valor porque ya la he pasado. La muerte es el mayor temor, y aprender a enfrentar nuestra propia muerte es la forma suprema de afrontar nuestros miedos. Cuando Ali se marchó, yo morí, y lo digo en el más positivo de los sentidos. Finalmente, la vida ha cobrado perspectiva. Me embarga una inmensa sensación de paz. No hay nada más que perder; no hay nada más que temer. Eckhart Tolle dice que esto es «morir antes de morir», vivir la vida consciente de que como un día todo habrá desaparecido, en realidad no poseemos nada, y, por lo tanto, no tenemos nada que perder. Como un corredor de maratón, alcancé el umbral de mi dolor cuando Ali nos dejó. Ahora sé que el próximo paso no es más que otro paso en el camino, hasta llegar a la meta en paz. Lloro cada vez que recuerdo que el precio de mi libertad fue su vida. Pero también Ali ha encontrado su camino. También él está en paz.

Sé que eres feliz dondequiera que estés, Ali. Aún quedan algunos días gloriosos hasta que pueda darte el abrazo que tanto echo de menos y oírte decir nuestro saludo habitual, ezayak ya aboya. Hasta entonces intentaré vivir sin miedo. Solo entonces habrá concluido el viaje. En la vida, no merece la pena vivir un solo día con miedo. La vida te pondrá frente a tus miedos a menos que decidas pasar la prueba antes de que te sea presentada.

Aprende a morir antes de morir. Es la hora de afrontar tus miedos.

Parte III

Ángulos muertos

7

ángulos muertos influyen en el modo en que tu cerebro procesa la información y confunden nuestra percepción de la realidad. Para asegurar nuestra supervivencia, los siete ángulos muertos se combinan con la tendencia cerebral al pesimismo. Esto interfiere en nuestra capacidad para resolver el algoritmo de la felicidad, haciéndonos sufrir innecesariamente.

Capítulo 9

¿Es verdad?

En la base de nuestra desafiante relación con nuestro propio cerebro está el hecho de que es un órgano que se formó, se puso a prueba y se completó (en su mayor parte) hace cientos de miles de años, en un entorno completamente diferente y con exigencias

radicalmente distintas. Elementos que antes eran ventajosos ahora suponen un lastre para nuestra capacidad de ser felices. A pesar de su inmenso poder de procesamiento, el cerebro humano aún produce soluciones para ecuaciones que tienen poco que ver con nuestro mundo moderno, y menos aún con la felicidad. Debido a sus orígenes evolutivos, el mundo con el que trata tu cerebro es antiguo, tenebroso y aterrador. Y también lo son sus estrategias. Si queremos utilizar este órgano apropiadamente, tenemos que adaptar su programación para ajustarla a su nuevo entorno operativo. Pero primero veamos cómo empezó todo.

El origen de los ángulos muertos Una rama en un arbusto, apenas unos pasos detrás del cazador cromañón, tiembla ligeramente. El sonido atrapa la atención del habilidoso cazador. Hace una señal a su grupo, pidiéndole que permanezca inmóvil hasta que investigue la fuente del ruido. Entrecierra los ojos, agudiza el oído y elimina cualquier otro estímulo sensorial. El arbusto concentra toda su atención. Todo lo demás pasa a un segundo plano. El viento sopla detrás de él en dirección al arbusto. Advierte que esta es la razón por la que no puede oler a la fiera que teme. Es el plan que siguen estos animales cuando atacan. Es evidente que se trata de un depredador inteligente, tal vez un tigre, y a juzgar por la altura de la rama que se ha movido supone que será un animal grande. En la calma mortal, los cazadores contienen el aliento. El arbusto deja de moverse, un indicio de que la bestia sabe que ha sido localizada. En su mente, el cazador de la Edad de Piedra predice una batalla inminente. Imagina con precisión el ángulo y la velocidad del ataque. Está seguro de que se desencadenará en unos segundos, por lo que hace una señal a sus compañeros para que retrocedan unos pasos.

Su cautela se basa en dolorosas experiencias pasadas. Desde que entró en la jungla por primera vez para cazar junto a su padre, muchos diestros cazadores se han convertido en la presa de bestias salvajes en momentos de descuido. Aunque han pasado muchas lunas, evoca recuerdos de cómo las fieras se abalanzaban, arrojaban a sus víctimas al suelo y desgarraban sus músculos hasta el hueso. Vive esos recuerdos como si ocurrieran ante sus ojos y su corazón se acelera. No hay tiempo que perder. Intentar procesar los detalles sutiles para analizar la situación eliminaría sus posibilidades de escapar. El riesgo es demasiado alto. Tiene que tomar una decisión rápida, por lo que etiqueta la situación como un peligro evidente e inminente. Cuando su vida depende de ello, la velocidad es más importante que una investigación exhaustiva. Siente una abrumadora emoción de pánico. Su cerebro impone este estado, llenando su cuerpo de adrenalina a fin de prepararlo para una reacción de enfrentamiento o evasión. Cuando el pánico se desata, su cerebro exagera y concibe cada posible escenario como mucho más peligroso de lo que en realidad es. «Podría tratarse de una manada de tigres», piensa. Podrían rodearlos. «No tiene sentido intentar luchar; vamos a morir todos.» Otras ramas se sacuden con violencia. En una décima de segundo, instintivamente da la espalda al arbusto y se prepara para correr, y unos pájaros echan a volar. Tímidamente, el cazador alza la vista al cielo y descubre que su tigre no era más que una bandada de pájaros. «Y qué importa si los últimos minutos han sido un poco estresantes —piensa su cerebro—. Al menos seguimos vivos.» Durante milenios, nuestros cerebros han estado equipados con las siete increíbles características que acabo de subrayar: filtros, suposiciones, predicciones, recuerdos, etiquetas, emociones y exageración. Sí, estas tendencias han podido asegurar la supervivencia de la especie hace mucho tiempo. Y nuestros ancestros no renunciaban a la incomodidad que estas características despertaban en ellos porque vivían en un entorno extremadamente hostil. Para ellos, tenía sentido suponer lo peor porque sucedía con frecuencia.

A medida que nuestra civilización ha alejado a los tigres de las ciudades, ha cambiado los terrenos de caza por la jungla de los centros de trabajo, clubes y centros comerciales, hemos seguido dependiendo de estas siete características. Sin embargo, apenas nos preguntamos hasta qué punto son eficaces en este entorno «extraño». Así como un destornillador puede servir para apretar un tornillo o para pincharnos en el ojo, estos rasgos propios de la supervivencia pueden convertirse en ángulos muertos que trabajan contra nosotros y nos hacen infelices, especialmente cuando se combinan con otra antigua tendencia que resulta ser la característica central del cerebro.

La tendencia al malhumor La forma en la que opera tu cerebro me recuerda a mi primer coche, un automóvil viejo, maltrecho y usado que era todo lo que podía permitirme. Era frecuente que sufriera averías mecánicas: las bujías se estropeaban, las bobinas de encendido fallaban y el radiador goteaba. Además de eso nunca iba recto porque las ruedas necesitaban ser alineadas. El coche era una ruina. En cualquier momento se producían uno o varios errores mecánicos, lo que me ponía en serios apuros. Cuando el radiador perdía agua, el coche se sobrecalentaba, y cuando las bujías fallaban, el motor brincaba. Y aunque arreglara esos fallos mecánicos, el alineamiento siempre se inclinaba hacia la izquierda mientras conducía. Lo mismo ocurre con nuestro cerebro. Es frecuente que uno o varios de los ángulos muertos distorsionen nuestra percepción. Cada uno nos afectará de forma diferente mientras nuestro cerebro intenta dar un sentido a la vida. Sin embargo, además de los ángulos muertos, persiste una tendencia general: la tendencia a estar malhumorado y desequilibrar nuestros pensamientos. Después de un tiempo era peligroso conducir el viejo coche a menos que arreglara la alineación de las ruedas. Solo cuando eso se solucionara podría atender los defectos mecánicos uno a uno.

Como haría un buen mecánico, el mío realizó una minuciosa inspección del coche para evaluar el alcance del problema. Hagamos lo mismo con tu cerebro.

La inspección de tu cerebro Vamos a poner a prueba tu cerebro con dos rápidas experiencias, «mira» y «registra». Mira

Mira esta imagen y atiende a lo que observas en un rápido vistazo.

[¿Has reparado en el osito de peluche en las manos de la niña, en el libro que cae de su mochila o en el parquímetro vacío? ¿Qué has observado? ¿El semáforo en rojo, el niño corriendo, el coche avanzando o la niña en peligro? ¿Has advertido el accidente que está a punto de ocurrir? La mayoría de nosotros lo hacemos. Ahora retirémonos y contemplemos una imagen mayor. Te darás cuenta de que todo está bien. En realidad, el coche está estacionado, hay un policía que controla el tráfico y todos están a salvo. ¿Por qué no es el escenario que has anticipado?

Intenta aplicar la estrategia de «mirar» como parte de tu vida cotidiana. Advertirás que en cualquier situación tu cerebro tiende a descubrir aquello que anda mal y puede representar una amenaza. Solo en contadas ocasiones reparará en lo que está bien o resulta habitual. En cierto modo, es un proceso análogo al vivido por nuestro amigo cazador, que infería la presencia de tigres y no de pájaros a partir del movimiento de una rama. Registra

Dobla una hoja de papel por la mitad y marca un lado con la señal de más (+) y el otro lado con la señal de menos (–). Ahora, observa el diálogo que tiene lugar en tu mente; registra cada pensamiento cuando aparezca a lo largo de la jornada y añade una marca en el lado de la hoja en función del tipo de pensamiento. Ejemplos de pensamientos que merecen una marca positiva son «la vida me trata bien»; «me amará para siempre»; «soy atractivo». Ejemplos de pensamientos que merecen una marca negativa son «no me gusta este trabajo»; «siempre me pasan cosas malas»; «es un completo idiota»; «estoy gordo». Ahora cuenta las marcas. ¿Tu cerebro produce pensamientos fundamentalmente optimistas o pensamientos pesimistas, censores o críticos (negativos)?

La mayoría de las personas no necesitan mucho tiempo para darse cuenta de que buena parte de nuestros pensamientos son negativos, recelosos, críticos y pesimistas. ¿También ocurre en tu caso? No te sientas mal por ello. Todos estamos en el mismo barco. Una investigación exhaustiva ha demostrado que tendemos a tener pensamientos negativos —autocríticos, pesimistas y temerosos— con más frecuencia que pensamientos positivos. El psicólogo Mihály Csíkszentmihályi utiliza el término entropía psíquica para indicar que la preocupación es la predisposición natural del cerebro.1 Raj Raghunathan y sus compañeros de la Universidad de Texas realizaron un estudio similar a la prueba «registra». Se pidió a una serie de estudiantes que mantuvieran un registro «radicalmente honesto» de sus pensamientos cotidianos durante un período de tres semanas. El cómputo reveló que entre el 60% y el 70% de los pensamientos del estudiante medio eran negativos, un fenómeno conocido como predominio de la negatividad.2 Estas cifras no deberían ser tomadas a la ligera. Basándose en el post del blog de Deepak Chopra «¿Por qué meditar?», la suma puede ascender a unos vertiginosos 35.000 pensamientos negativos al día.3 Además, nuestra propensión a la negatividad no se limita al mero número de pensamientos. También tendemos a conferir un mayor peso a los pensamientos negativos cuando tomamos decisiones. El trabajo de Roy F. Baumeister, Ellen Bratslavsky, Catrin Finkenauer y Kathleen D. Vohs demuestra que las personas son más propensas a tomar decisiones basándose en la necesidad de evitar experiencias negativas que en el deseo de alcanzar resultados positivos, un fenómeno conocido como teoría de las perspectivas.4 Esta es la razón por la que si un restaurante recibe dos puntuaciones en TripAdvisor, la primera de un solo punto y la segunda de cinco, lo más probable es que otorguemos más importancia a la valoración negativa y decidamos no ir, aunque estadísticamente la puntuación de cinco también podría ser cierta. Asimismo, dedicamos más recursos cerebrales a la información negativa. Felicia Pratto y Oliver P. John, de la Universidad de California en Berkeley, dirigieron un estudio en el

que se pedía a los participantes que observaran una serie de palabras que aparecían secuencialmente en una pantalla de ordenador. Las palabras aparecían en diferentes colores, y cada una era el nombre de un rasgo de personalidad positivo o negativo. Estos rasgos eran irrelevantes para la tarea, que consistía en nombrar el color tan rápidamente como fuera posible. Sin embargo, los participantes eran mucho más lentos al nombrar el color cuando el rasgo mostrado era negativo. Esta diferencia en la demora de la respuesta indica que los participantes prestaban más atención al procesar el rasgo si este era negativo.5 Otro hallazgo interesante fue que los participantes mostraron una mayor memoria incidental de los rasgos negativos que de los positivos, independientemente de su proporción en el conjunto. Esto implica que tendemos a recordar con más facilidad los rasgos negativos. Como resultado, recordamos los aspectos negativos con más frecuencia. Cuando nos piden que evoquemos un acontecimiento emocional reciente, tendemos a mencionar hechos negativos con más frecuencia que los positivos. También tendemos a subestimar la frecuencia de nuestras experiencias positivas porque las olvidamos con más rapidez que las negativas.6 Socialmente, tendemos a respetar más a las personas negativas que a las positivas. Clifford Nass, de la Universidad de Stanford, afirma que consideramos que las personas con una perspectiva negativa sobre el mundo son más inteligentes que aquellos que tienen una visión positiva.7 Incluso disponemos de más palabras negativas en nuestro vocabulario (elementos que utilizamos para construir nuestros pensamientos): en el diccionario de la lengua inglesa, el 62% de los vocablos relacionados con las emociones son negativos. Ninguno de estos sesgos negativos es una coincidencia. Quedan claramente reflejados en el diseño del cerebro. Por ejemplo, la amígdala utiliza aproximadamente dos terceras partes de sus neuronas para detectar experiencias negativas, y una vez que el cerebro empieza a buscar malas noticias, las almacena inmediatamente en la memoria a largo plazo, mientras que las emociones positivas tienen que permanecer en nuestra conciencia

durante más de doce segundos para ser transferidas desde la memoria a corto plazo a la memoria a largo plazo. Rick Hanson, profesor emérito del Greater Good Science Center en UC Berkeley, afirma: «El cerebro es como velcro para las experiencias negativas y como teflón para las positivas».8 La evidencia es abrumadora y podría seguir, pero la conclusión es esta:

La mayoría de las personas tienden a ser negativas la mayor parte del tiempo.

Así pues, ¿por qué nuestro cerebro se muestra tan gruñón? Para descubrirlo, tendremos que dejar la teoría y bajar al mundo real.

Un abogado diligente Tu cerebro tiende a buscar amenazas potenciales. ¿Por qué tendría que actuar de otro modo si su propósito en la vida es protegerte? Imagina que la conversación en la mente de nuestro antiguo cazador fuera como sigue: «Tranqui, no hay tigres cerca. Ni te molestes en comprobarlo. Entra en esa cueva, todo irá bien». Este tipo de optimismo habría permitido una vida menos estresante, pero probablemente mucho más corta. Cuando la pura supervivencia está en juego, es mejor estar a salvo que triste. Tu cerebro no está ahí para animarte; intenta protegerte. Por eso, a veces se comporta como lo haría un abogado diligente. Dada la tarea de proteger tus intereses de todo posible ataque, los buenos abogados redactan cientos de páginas de contratos y documentos legales para anticipar cualquier mínimo aspecto que pueda ir mal. La mayor parte de estas cosas nunca sucederá, pero en el caso improbable de que ocurran, no querrán ser recordados como aquel que no lo tuvo en cuenta y puso en riesgo tus intereses.

Debido a que prioriza nuestra supervivencia sobre nuestra felicidad:

Nuestro cerebro tiende a criticar, juzgar y quejarse con frecuencia.

También tiende a ignorar los acontecimientos felices, ya que no ofrecen beneficios para la supervivencia. ¡Eso hace que la mayor parte de las conversaciones que atraviesan nuestra mente sean, bueno..., malhumoradas! Este malhumor representa una forma de desacuerdo con la vida. Ofrece una visión en la que los acontecimientos contradicen las expectativas de una vida segura y sin amenazas. Introduce ese desacuerdo en tu algoritmo de la felicidad y el resultado será la infelicidad.

Con la ciega obsesión de tu cerebro por mantenerte vivo, este ignora oportunamente lo que resulta descaradamente obvio: que los aspectos negativos que afrontamos son una excepción que interrumpe la norma de elementos positivos que fluyen constantemente. ¿No me crees? Entonces responde a esto: cuál es la norma, ¿la salud o la enfermedad? ¿El buen tiempo o los tifones? ¿Cuántas veces tienes que abrirte paso en un terremoto en lugar de pisar suelo firme?

La vida está compuesta casi por completo de cosas positivas.

Ignorar los acontecimientos positivos induce a un juicio pobre. Como la tinta negra en este papel blanco. Nuestros ojos están entrenados para reconocer el negro —la tinta— pero la mayor parte de lo que miramos —el papel— es blanco. Si eliges centrarte en el blanco en lugar de hacerlo en el negro, descubrirás ángulos y perspectivas diferentes que también están ahí, tal vez en mayor número. Detén el malhumor.

Concéntrate en el blanco de la página, no en el negro de la tinta.

Toda la verdad y nada más que la verdad Ahora volvamos a los siete ángulos muertos. ¿Recuerdas cómo reaccionó el cazador ante el movimiento de una rama? Comparémoslo con el siguiente escenario de la vida cotidiana. Mientras entras en tu oficina y colocas tus cosas, sin darte cuenta, empujas un lápiz, que cae del escritorio al suelo. Ese acontecimiento, en sí mismo, es insignificante. Sin embargo, tu cerebro puede desencadenar la siguiente conversación: He perdido el lápiz. No lo encuentro por ningún lado (filtro).

Me encanta ese lápiz (emoción). No puedo vivir sin él (predicción). Es mi lápiz de la suerte (etiqueta). Hemos vivido tantas reuniones exitosas juntos (recuerdo). Sin ese lápiz fracasaré. Mis hijos no tendrán nada que comer (exageración). Alguien lo ha robado (suposición). Seguro que ha sido Emily (suposición). Es mala (etiqueta). Si dejo que pase una vez, seré el idiota de la oficina (predicción). Hoy el lápiz, mañana mi empleo (exageración). Al sentarte para preparar tu plan de ataque, Emily pasa junto a ti y dice: «Eh, se te ha caído el lápiz».

Todos hemos experimentado escenarios similares. ¿Alguna vez has reaccionado exageradamente al comentario de un amigo, solo para descubrir que no quiso decir lo que te pareció oír? ¿Alguna vez has predicho un futuro desastre que carecía de una base que lo sostuviera? En el escenario anterior, solo es un lápiz, ¿verdad? Pero tu mente lo convirtió en una condena. Si nuestro pensamiento puede convertir un acontecimiento insignificante en un drama tan serio, tal vez necesitamos formular una pregunta obvia aunque rara vez planteada:

¿Qué porcentaje de la constante corriente de pensamientos en mi mente es cierta?

No hay mejor lugar para responder a esta pregunta que uno dedicado por entero a encontrar la verdad: un tribunal de justicia. Pero en esta ocasión no permitiremos que tu cerebro se quede en su zona de seguridad y actúe como un abogado gruñón y conservador. Por el contrario, tu cerebro será el sospechoso. Por otra parte, tú interpretarás el papel del jurado cuya tarea es encontrar la verdad. La definición de verdad en un tribunal, recuerda que es «la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad». Según esa definición, me atreveré a decir que nada del interminable parloteo en nuestra mente es «completamente» cierto. Sí: ¡nada! «Eso son palabras mayores, Mo. Demuéstralo», replicas. Lo haré. En primer lugar, me gustaría llamar a un experto al estrado para explicar en detalle los siete ángulos muertos. Filtros

La imagen que percibimos del mundo siempre es incompleta porque nuestro cerebro omite parte de la verdad para centrarse en lo que considera prioritario. Lo que percibimos está en su mayor parte filtrado, lo que nos deja una diminuta porción de la verdad. El mundo te inunda de información durante cada segundo de cada día. A través de tus sentidos tienes la habilidad de observar cada variable. La temperatura de la habitación, el brillo de la luz, los sonidos de fondo, el movimiento de una mosca, las palabras de un amigo y millones de otros estímulos. La mayor parte de esta información no es relevante para las decisiones que tienes que tomar en un momento determinado. Y tu capacidad cerebral, aunque aún no ha sido equiparada por la mayor supercomputadora que hemos sido capaces de crear, sigue siendo limitada. Como resultado, tu cerebro optimiza sus recursos eliminando cuidadosamente los detalles irrelevantes de la situación presente. Esto le permite centrarse en los datos esenciales que resultan cruciales para la decisión que hay que tomar.

Cuando intentas cruzar la calle, tu visión te proporciona información sobre los coches que se acercan, y anticipa su velocidad y dirección. Tu cerebro calcula la distancia que necesitas para cruzar. Con un conocimiento instintivo de dinámica y trigonometría, evalúa un posible punto de colisión. Ordena a tus ojos concentrarse y comprobar que no hay luces rojas o señales de tráfico, y afila tu oído para detectar el claxon de conductores que pretendan alertarte. Coordina tus movimientos musculares para mirar a la izquierda y a la derecha como precaución extra; y entonces decides dar un paso al frente. Hacemos todo esto en una fracción de segundo. Pero si intentáramos programar esta funcionalidad en un robot, pronto advertiríamos lo difícil que es conseguirlo. Evitar obstáculos requiere un cálculo espacial muy complejo con una operación de coordinación muscular muy avanzada. Esto exige una gran potencia de procesamiento. Y como incluso el menor error puede costarte la vida, tu cerebro se toma esta tarea muy en serio y centra en ella toda su atención. ¿Cómo lo hace? Filtra la información. Al cruzar la calle, no prestarás ninguna atención a los olores que te rodean. Escucharás los cláxones y sirenas, pero obviarás la mayoría de los sonidos irrelevantes, como el piar de los pájaros en el árbol de la esquina y el llanto de un bebé a tu espalda. Si los coches que se aproximan se mueven a una velocidad suficiente como para atrapar toda tu atención, incluso una chica bonita en minifalda o Brad Pitt cruzando la calle pasarán inadvertidos. Sí, el filtrado es así de eficaz. Después de leer esta oración completa te darás cuenta de de que el cerebro humano a veces no te informa de de que la palabra «de» ha aparecido repetida cuatro veces y filtrada en cada ocasión.

Daniel Simons y Christopher Chabris inventaron el test de atención selectiva para demostrar cómo funcionan estos filtros. Pidieron a los participantes que observaran un vídeo en el que dos equipos vestidos con camisetas blancas o negras se pasaban una pelota de baloncesto. Se pidió a los participantes la tarea de contar el número de pases realizados por el equipo blanco, algo no demasiado complicado. Sin embargo, el cerebro humano se toma estas cosas muy en serio y se concentra a fondo. Antes de seguir leyendo, prueba tú mismo el test; puedes buscar «test de atención selectiva» en YouTube. La mayoría de los observadores cuenta correctamente el número de pases. Pero cuando les preguntan por el gorila (sí, un hombre disfrazado de gorila atraviesa la pantalla agitando los brazos a mitad del vídeo), más de la mitad responde: «¿Qué gorila?».9 Experimentas este tipo de filtrado cuando vas al cine. Al principio eres consciente de los asientos vacíos, de la gente, del olor de las palomitas y de la molesta luz de la señal de salida. Sin embargo, en cuanto empieza la película, eliminas todos los elementos superfluos y te sumerges en la ficción. Ignoras tu entorno, y si la película es lo suficientemente buena, incluso olvidas el paso del tiempo. Los filtros se usan para reducir nuestro dolor o reacciones emocionales cuando lo que estamos enfrentando es más de lo que podemos soportar. El dolor extremo se filtra en el caso de un hueso roto, por ejemplo, para permitir al cerebro concentrarse en conseguir ayuda. En el caso de la pérdida de un ser querido, la primera fase del proceso de duelo empieza con la negación, en sí misma un mecanismo utilizado por el cerebro para gestionar la desesperación filtrando el acontecimiento y negando la pérdida como si nunca hubiera ocurrido.

Cuando llevamos el filtrado hasta el extremo, nuestra capacidad para concentrarnos se vuelve contra nosotros. A veces nos obsesionamos con algo que nos hace infelices e ignoramos todas las señales positivas que podrían cambiar nuestro marco mental. Al hacerlo, dejamos que afloren más señales que se ajustan a nuestro filtro y confirman nuestras razones para sentirnos desdichados. Cuando filtras la verdad, los inputs de tu algoritmo de la felicidad se distorsionan. Sufres, no porque la vida no te haya ofrecido lo que esperabas, sino porque no has logrado descubrir lo que la vida te ha dado ya. Si haces cuentas y descubres lo que descartas a través del proceso de filtrado, el resultado te dejará boquiabierto. A cada instante las cosas que filtras son órdenes de mayor magnitud que aquello que dejas estar. Pruébalo. Deja el libro por un minuto y mira a tu alrededor. Percibe la dimensión intrincada de los detalles en los que no has reparado —que has filtrado— mientras te centrabas en las páginas de este libro. Cuenta el número de objetos que empiezas a percibir, los colores, los olores y los sonidos que has omitido hasta que eliminaste tus filtros. Ahora calcula rápidamente el porcentaje de la verdad que todo eso representa y descubrirás que, debido a los filtros:

La historia que te cuenta tu cerebro siempre es incompleta.

Suposiciones

Para tomar sus decisiones, el cerebro necesita un conjunto coherente y comprensible de información. Tras filtrar la mayor parte de la verdad, el cerebro completa la información que parece haberse perdido. Leer palabras mal escritas es una demostración de esas habilidades. N es d-fí-l p-ra el c-rebro ent-der el m-ns-je y l-r la or-ci-n.

Las suposiciones distorsionan la verdad incluso en la percepción física. La expresión que uso aquí, ángulo muerto, se emplea cuando alguien no logra observar algo importante. Pero en términos anatómicos, los ángulos muertos son las partes del campo visual que no podemos ver porque nuestra retina carece de las células necesarias en la conexión con el nervio óptico. Sin células para detectar la luz, no se percibe una parte del campo de visión; apenas veríamos un agujero negro de no ser por la habilidad del cerebro para suplir esa carencia. El cerebro rellena el ángulo muerto utilizando los detalles circundantes y la información disponible del otro ojo, de modo que la ausencia de visión es sustituida por la imagen que probablemente contendría. Aunque la imagen resultante parece perfecta, no es del todo cierta, ya que en parte ha sido generada por tu cerebro. Intentar asumir lo que falta tal vez es bueno, pero forzar lo que realmente vemos para adecuarnos a las propias expectativas del cerebro es llevar las cosas demasiado lejos. Un célebre experimento de Edward Adelson, del MIT, demuestra cómo actúa el cerebro recurriendo a la imagen de un tablero de ajedrez. ¿Cuál de los cuadros, A o B, es más oscuro? La respuesta es evidente, ¿verdad? A es claramente más oscuro que B.

Pero ¡es la respuesta equivocada! Mira la misma imagen tapando los laterales de los cuadros en cuestión (puedes hacerlo tú mismo cubriendo partes de la imagen). ¿Qué cuadro es más oscuro ahora? Al ver la imagen así descubres la verdad. La sombra del cilindro oscurece el cuadrado blanco (B) hasta el punto de igualar la sombra real del cuadrado bien iluminado (A). Sin embargo, debido a nuestra familiaridad con el patrón del tablero de ajedrez, nuestro cerebro supone cómo «debería» ser la sombra correcta de B y así es como lo acabas viendo.

El aspecto más increíble de este truco cerebral es que aunque ahora conoces la verdad —que ambos cuadros son igual de oscuros — si echas otro vistazo a la primera imagen tu tozudo cerebro te ofrecerá la imagen falsa y «supuesta». ¡Pruébalo! Ahora traslada el concepto desde la visión y aplícalo al pensamiento en general y descubrirás que formulamos supuestos durante todo el día. Suponemos que un hombre es más fuerte que

una mujer, que el cabello gris es señal de sabiduría, que la riqueza significa éxito, que el color de la piel... No me hagas hablar. Constantemente somos víctimas de estos supuestos erróneos. Y en nuestros círculos sociales modernos, los supuestos se multiplican y deforman nuestra percepción de la realidad. Este es un mundo en el que las amenazas ya no proceden de los tigres, pero se manifiestan en forma de malos compañeros de trabajo, amantes infieles y crisis económicas. Estos acontecimientos son tan complejos que comprender los infinitos e intrincados detalles que los configuran está más allá de la capacidad de cualquiera. Al rellenar los espacios en blanco de escenarios tan complejos, los acontecimientos se metamorfosean en relatos elaborados que modifican una parte significativa de la verdad. Si la realidad presentada ante tu cerebro es «mi jefe no cumplió sus objetivos el último trimestre», tal vez supongas que está sometido a una gran presión y teme que tus logros le desplacen. Eso te llevará a suponer que quiere fastidiarte, y por lo tanto, y sin ningún fundamento, que intenta hacerte fracasar. Como conclusión, supondrás que tu jefe es tu enemigo y actuarás en consecuencia. En cambio, si adoptas una actitud más positiva, observarás el mismo hecho, «mi jefe no cumplió sus objetivos el último trimestre», y elaborarás un relato muy diferente. Asumirás que es necesario que tu equipo lo consiga este trimestre, y supondrás, por lo tanto, que tu jefe hará todo lo que pueda para que tengas éxito. Como conclusión, deducirás que tu jefe es tu aliado y actuarás en consecuencia. Los dos escenarios son plausibles, pero ninguno de ellos constituye una verdad irrefutable. Ambos derivan de una secuencia de supuestos que tendrán que ser verificados en cuanto haya más datos disponibles. Docenas de situaciones similares ocurren cada día. Para mantener el ritmo, nuestro cerebro establece cada vez más supuestos, y a mayor velocidad, y sigue adelante. A veces esto produce relatos que contienen más supuestos que hechos reales.

Por desgracia, como el cerebro gruñón está diseñado para priorizar tu supervivencia, es más probable que elabore una historia malhumorada que te preocupe o entristezca. Pero atento, estas historias no son ciertas, porque...

Una suposición no es más que un relato producido por el cerebro. ¡No es la verdad!

Predicciones

Nuestro cerebro elabora suposiciones para llenar los huecos. ¿Y cuál es el mayor hueco de todos? El futuro. Desconocemos por completo lo que acontecerá. El futuro puede adoptar un millón de formas diferentes. No hay nada seguro en él, pero eso no detendrá nuestro cerebro. Seguirá llenando descaradamente los huecos. Nuestro cerebro puede conectar dos o más conjuntos de datos del pasado y del presente para establecer algún tipo de tendencia y proyectar así futuros escenarios ficticios basados únicamente en la extrapolación. Por ejemplo, si el novio de tu mejor amiga la engañó, y si el tipo atractivo del culebrón de la mañana engañó a su novia, tu cerebro es capaz de conectar ambos puntos y establecer una posible tendencia: que todos los hombres son infieles. Y a continuación extrapola esa tendencia y supones que tu novio va a engañarte. Tu motor predictivo elabora entonces un relato: recuerdas que la semana anterior tu novio saludó a la vecina, esa que hace justo un año intentó flirtear con él. «¡Qué mentiroso!» Adivinas hacia dónde conduce todo esto. Consideras que tu predicción es cierta más allá de toda duda y pronosticas el fin de la historia. ¿Es esto exacto? En absoluto, pero al menos el relato se completa. Y entonces se pone más interesante.

Cuando predices que tu novio va a engañarte, empiezas a actuar como si ya lo hubiera hecho. Si lo hace, le dirás: «¿Lo ves? Te dije que esto iba a pasar. ¡Victoria! ¡Mi predicción era correcta!». Pero ¿ha sido una predicción o una causa? ¿Y cuán a menudo nuestro miedo al futuro contribuye a crear la realidad que tememos? Nunca lo sabremos. Esto es lo que sé:

Predecir que algo va a suceder a menudo abre el camino para que suceda.

Extrapolamos, pronosticamos y predecimos todo el tiempo y, en la medida en que nuestros pronósticos alteran nuestra conducta, frecuentemente sucede lo que hemos predicho. Cuanto más sucede, más creemos que nuestras predicciones son correctas. Tu astuto cerebro deja de presentar las predicciones como posibles

escenarios futuros que pueden suceder o no. Por el contrario, presenta el futuro escenario como un hecho que ha de ser considerado en tu evaluación de los acontecimientos actuales, y tu esperanza de felicidad se desvanece. Pero las cosas son así:

Tus predicciones no son más que posibilidades futuras producidas por tu cerebro. No han sucedido. ¡No son la verdad!

Recuerdos

Entonces nuestro cerebro echa la vista atrás para mezclar nuestra percepción de los acontecimientos presentes con recuerdos de nuestro pasado. Por ejemplo, en el trabajo supondremos que algo no funcionará porque lo intentamos en el pasado y no fue bien. Este sesgo ignora la posibilidad de que las circunstancias del anterior intento hayan cambiado drásticamente. Negar la predisposición actual con recuerdos de un esfuerzo anterior lleva a tomar decisiones que no se basan enteramente en la realidad de la situación actual. Todos realizamos estas combinaciones. En nuestra vida personal, a menudo nos creamos una primera impresión de una persona que acabamos de conocer a partir del recuerdo de alguien que nos parece similar. Mezclamos nuestros recuerdos con nuestra realidad presente para crear una perspectiva aumentada y teñida por el pasado. Si mezclamos medio litro de agua con un chorro de tinta, el líquido resultante, por diluido que esté, ya no será puro. Los recuerdos son como ese chorro de tinta. Mezclarlos con la realidad presente crea una historia más rica, más familiar y detallada, pero que deja de ser un reflejo puro de la verdad. Y entonces empeora.

Si mezclas una sustancia invisible y contaminada —por ejemplo, un virus— en medio litro de agua, el riesgo que afrontas está en cierto modo contenido. Pero si echas el agua contaminada al depósito que suministra a tu hogar, puedes estar seguro de que cada gota de agua estará contaminada durante mucho tiempo. Por desgracia, eso es lo que hacemos cuando mezclamos los recuerdos con las realidades presentes. Concebimos los recuerdos como archivos de acontecimientos pasados, un registro de lo que realmente ha sucedido. Pero en realidad los recuerdos no son más que descripciones de lo que creemos que sucedió. Y como lo que pensamos siempre está distorsionado por los ángulos muertos de nuestro cerebro, muchas veces no es cierto. Por inexactas que sean, reforzamos esas historias del pasado con la pura realidad de los acontecimientos presentes, lo que produce una peligrosa mezcla que consideramos la verdad. Tu novia y tú visitáis un hermoso lugar por primera vez, pero acabáis discutiendo, por lo que tu recuerdo del lugar queda teñido de tristeza. La próxima vez que lo visites tu percepción del lugar estará contaminada por el recuerdo y tu valoración de este tenderá a la tristeza. Aquí tienes tu agua contaminada. A continuación, todo empeora. Registras la nueva experiencia —compuesta por una realidad presente reforzada por una pasada experiencia desoladora — como un nuevo recuerdo triste y listo para ser reciclado en una nueva historia. El margen de error de tu percepción se multiplica con cada repetición del ciclo que consiste en mezclar el pasado con el presente. Este ciclo interminable desfigura progresivamente tu percepción en ciclos consecutivos y te aleja cada vez más de la verdad. No contamines tu percepción de las realidades actuales.

Tus recuerdos no son más que el registro de lo que crees que pasó. ¡A menudo resultan no ser ciertos!

Etiquetas

Los recuerdos refuerzan la verdad con una serie de acontecimientos del pasado. Las etiquetas también proceden del pasado, pero son más poderosas. Adoptan la forma de una simple marca sin el recuerdo asociado de un acontecimiento específico. Nuestro cerebro lo juzga y etiqueta todo, y luego convierte los resultados de estos análisis en sucintos códigos mediante la eliminación del contexto y los detalles. Recurre a estas etiquetas para tomar decisiones rápidas, pero al actuar así sacrifica la precisión. Un hombre de Oriente Medio con una larga barba negra es inmediatamente etiquetado como terrorista. Un día gris y lluvioso es etiquetado como triste, y un coche de aspecto exótico se considera rápido. Tales etiquetas son el resultado de asociaciones reiteradas. Si la gente con determinado aspecto aparece repetidamente en tu noticiario habitual con un presentador nervioso que reitera la palabra terrorista, entonces tu cerebro asociará fácilmente una cosa con la otra. Esto le permite a tu cerebro ser mucho más rápido. No necesita rehacer todo el análisis y la asociación; en cambio, con un rápido acceso a su base de datos, puede tomar decisiones en una fracción de segundo basándose en la etiqueta disponible. Podría ser útil echar un vistazo alrededor la próxima vez que estés en un lugar abarrotado y advertir la cantidad de juicios que emitimos en forma de etiquetas. «Es bajita.» «Ese tipo da miedo.» «Demasiado brillante.» «Es muy caro.» «Menuda ganga.» Esas expresiones condenan a algo o a alguien a una categoría —elogiosa o crítica—, al impedirte mirar más de cerca y observar la realidad desnuda. Etiquetar es tan instintivo que hasta los monos lo hacen. En un célebre experimento, se colocó a muchos monos en una gran jaula con un racimo de plátanos colgando de lo alto de una escalera. Cuando uno de ellos descubría los plátanos y empezaba a trepar por la escalera para alcanzarlos, un investigador le rociaba con un chorro de agua fría. También procedía a rociar a los otros monos. El mono de la escalera dejaba de trepar y los otros se quedaban en el suelo, mojados, con frío y muy infelices. Sin embargo, pronto la

tentación de los plátanos se apoderaba de uno de ellos y empezaba a subir por la escalera. Una vez más, el investigador los rociaba a todos con agua fría. No pasaba mucho tiempo hasta que el grupo aprendía el guion; cuando el próximo mono atrevido intentaba acercarse a la escalera, el resto lo apartaba y le pegaba para evitar el agua fría. Aquellos monos asociaron el acto de trepar por la escalera con una experiencia desagradable y crearon una etiqueta. Incluso al cesar los chorros de agua fría, continuaron evitando los plátanos, porque para ellos la asociación era evidente: escalera = agua fría. Lo dejaban pasar porque las etiquetas ocultan una parte interesante de la realidad. Las etiquetas evitan un mayor análisis, lo que nos induce a perdernos el contexto. Cuando trepar por la escalera provocaba los chorros de agua fría, tenía sentido evitarla, pero cuando el contexto cambia, la etiqueta tan solo mantiene a los monos innecesariamente hambrientos. Y nos perdemos buena parte de la realidad porque el contexto de las etiquetas varía en función del telón de fondo cultural, los grupos de edad y un millón de otras variables. En Occidente, por ejemplo, se supone que una mujer delgada y bronceada es rica y es etiquetada como tal. Esos elementos parecen indicar que dispone del tiempo suficiente para cuidar de su figura y tomar el sol. Por el contario, en muchas partes de África, las mujeres ricas tienden a estar más rellenitas y a tener una piel más clara; estos elementos indican que tienen mucha comida y que no necesitan pasar el tiempo trabajando bajo el sol. Una mujer africana delgada y de piel muy oscura probablemente sería etiquetada como pobre. Todo lo que inhiba nuestra habilidad para estar en contacto con la verdad también inhibe nuestra destreza para resolver nuestra felicidad. Al etiquetar, reducimos las diversas posibilidades de los acontecimientos a una aproximación, en el mejor de los casos; un juicio apresurado que puede no reflejar la verdad. Y cuando utilizamos falsos inputs en nuestro algoritmo de la felicidad, no lo resolvemos correctamente y sufrimos. Aparte de eso, etiquetar nos arrebata el placer de vivir una vida plena, reduciéndola a un puñado

de nombres y colores cuando, en realidad, el mundo es un mosaico infinitamente diverso. Al etiquetar, reducimos la riqueza que la vida tiene que ofrecer. Conozco profundamente la fuerza de las etiquetas porque siempre fue el ángulo muerto que más desagradaba a Ali. En su trabajo de admisión para la universidad, relató cómo, siendo un adolescente con unas rastas estupendas, viajar entre Oriente y Occidente le hacía sufrir. En Occidente, era etiquetado por su nombre, su raza y su religión, y en Oriente era etiquetado por su apariencia culturalmente inaceptable. Escribió: «¿Cómo podrá alguien conocer la verdad sobre quién soy, si no deja a un lado mi religión y mis rastas?». Sin embargo, las etiquetas nunca le cambiaron. Cuando tenía catorce años, el padre de la chica de la que estaba enamorado le pidió que se alejara de su hija por su origen oriental. Como era honesto, estuvo dieciocho meses sin llamar ni enviar mensajes a la chica, hasta que esa honestidad hizo que el padre comprendiera que había juzgado mal a Ali. Por último, el padre cambió de opinión y les permitió estar juntos. Ali vivió fiel a sí mismo al margen de las etiquetas que tan a menudo recibía. Cuando dejó nuestro mundo, su profesor de inglés le describió como «el chico que no se disculpaba por seguir su propio ritmo». Además, yo le recuerdo como el chico que me enseñó a ver la verdad de muchas formas, una de las cuales era:

En ausencia de contexto, a menudo las etiquetas ocultan la verdad.

Emociones

Las emociones nos hacen humanos, pero cuando las mezclamos con la lógica, pueden alterar nuestro juicio. Aunque la mayor parte de nuestras decisiones están (idealmente) impulsadas por la lógica, la mayoría de nuestras acciones están motivadas por las emociones. Trabajamos duro por ambición, amor y deseo. Nos

escondemos por miedo o timidez. Incluso políticos y ejecutivos aparentemente fríos encuentran motivación en emociones como el orgullo, la ansiedad o el miedo. Nuestras emociones son omnipresentes porque representan un componente crítico de nuestra máquina de la supervivencia. Si el tigre que aterrorizó a nuestra especie durante los años cavernícolas acaba por manifestarse, una emoción extrema —el pánico— se apoderará de ti. Tu cerebro activará una alerta plena y no habrá tiempo para cháchara. Suspenderá tu proceso habitual de pensamiento y dedicará todos tus recursos físicos a la situación presente. La adrenalina fluirá por todo tu cuerpo, y entonces tendrá lugar el milagro. ¡Zas!, huyes del peligro o atacas al tigre y le cortas el cuello con una cuchillada certera. Para desatar este tipo de superpoderes, las emociones tienen que asumir el control. En la actualidad, y pese a la ausencia de amenazas físicas, nuestro moderno cerebro no nos permitirá permanecer inactivos. Se mantiene ocupado involucrando a las emociones en amenazas imaginarias. Acontecimientos que jamás habrían pasado por la mente de nuestro ancestro cavernícola ahora parecen fundamentales para nuestro bienestar emocional. Si pudieras preguntarle a un hombre de las cavernas por sus «ingresos», te miraría sorprendido y respondería: «Mañana salimos a cazar». ¿Y si no atraparas nada? «Volveríamos al día siguiente.» ¿Y qué pasará cuando seas viejo y ya no puedas cazar? «La tribu seguirá cazando.» ¿Y qué hay de tu seguro médico, el dinero para las tasas universitarias de tus hijos y el plan de pensiones? «¿Eh?» Compara nuestro moderno estilo de vida con el pasado y comprenderás por qué la vida ha llegado a ser tan estresante. Aunque más dura, la vida entonces era más sencilla; por esa razón las emociones de nuestros ancestros estaban más en armonía con las leyes del reino animal. El antílope, como nosotros, puede experimentar el miedo. Si un tigre supone una amenaza inminente, el antílope pasará de la calma al miedo y al pánico. Su corazón bombeará más rápido y sucederá una reacción milagrosa: correrá como el viento. En la persecución, el antílope gira en ángulos agudos y salta barrancos, superando al poderoso tigre. Unos

minutos después, consigue alejarse del peligro, y entonces, tan repentinamente como echó a correr, vuelve al estado de calma y se detiene para comer hierba fresca como si nada hubiera pasado. Por su parte, el tigre tampoco insiste si la presa escapa. No se culpará por ser demasiado lento en la última curva y no sentirá vergüenza ante otros tigres. En cuanto la presa escapa, el tigre también regresa a su estado de calma y se sienta tranquilamente, imperturbable ante las moscas que se posan en su hocico. ¡Inspirador! Los humanos modernos nos comportamos de otra forma. Es habitual estar inmersos en algún tipo de emoción y frecuentemente en muchas al mismo tiempo, a veces contradictorias entre sí. Muchas de estas emociones nos mantienen en un estado de infelicidad. Sin embargo, las mantenemos activas —a veces durante toda la vida—, aunque no siempre admitimos su influencia. Esta interminable corriente de emociones humanas plantea la cuestión de si somos racionales, como solemos pensar. En uno de los diálogos de Platón, Fedro describe la razón como un auriga que contiene las emociones de sus furiosos caballos. Esta imagen refleja la propensión de Occidente a desconfiar de la emoción, lo que ha contribuido a erigir una cultura que se prosterna ante el altar de la racionalidad. Hemos sido educados, especialmente en las relaciones profesionales, para priorizar la lógica, disimular nuestras emociones y mantenerlas ocultas cuando afloran. La ironía es que nuestras emociones siguen controlándolo todo. La realidad que ocultamos es que tendemos a tomar nuestras decisiones basándonos primero en emociones, y luego reunimos los datos que sostienen esas decisiones. Si realmente quieres comprar un televisor nuevo, en pocos segundos decidirás que se trata de una auténtica ganga y luego buscarás razones para respaldar esa decisión. Mientras valoras el aspecto positivo de la cuestión, pasas por alto los inconvenientes y en consecuencia acabarás por llevarte el televisor a casa. Lo contrario también se da. Si perteneces a un partido político específico, decidirás que el discurso del candidato de un partido rival te desagrada incluso antes de que lo pronuncie. Una vez pronunciado el discurso, buscarás razones que expliquen por

qué ha sido malo. Si tenemos en cuenta todo esto, advertimos que los caballos de Platón lo controlan todo. Tal vez ha llegado la hora de reconocer esta simple verdad para que los caballos nos lleven adonde realmente queremos ir.

No somos tan racionales como creemos. Nuestras emociones irracionales suelen empañar nuestra percepción de la verdad.

Exageración

Hay que admirar la asombrosa persistencia de nuestro cerebro. Su principio más sólido es: nunca se puede ser lo suficientemente cauteloso. Si la verdad no basta para convencernos de que hemos de actuar y huir para protegernos, nuestro cerebro exagerará nuestra percepción a fin de captar nuestra atención. Y la exageración funciona. Se apodera de nosotros, y de cualquier especie del planeta. Es fácil enseñar a una rata de laboratorio a distinguir un rectángulo de un cuadrado. Todo lo que hay que hacer es darle queso cada vez que elija el rectángulo. La asociación refuerza la conducta y pronto seleccionará el rectángulo en cada ocasión. En cuanto la rata desarrolla esta preferencia, empezaremos a advertir un efecto llamado de intensidad máxima: la preferencia por rectángulos «exagerados», más largos y delgados. Lo que el roedor ha aprendido a reconocer no es un rectángulo concreto, sino la propia forma rectangular: cuanto más rectangular, más atención despierta. Las reacciones más intensas de la rata se manifiestan con las desviaciones más exageradas de la norma.10 Este efecto hace que las hembras de pavo real prefieran a los machos con colas más largas y permite que los gorilas o los leones más fuertes se queden con todas las hembras. Y, naturalmente, el efecto de intensidad máxima se aplica en una medida aún mayor a nuestra más sofisticada especie. Al buscar a un padre adecuado para su prole, las mujeres elegirán a un macho que tenga buenos

genes y represente estabilidad. Se sienten atraídas por la fuerza física visible, que indica buenos genes, pero también por la riqueza aparente, un trabajo importante y éxito. Cuanto más exagerados son estos elementos, mayor es la atracción. De ahí el éxito de industrias que dependen del branding para mostrar su éxito y riqueza. Por otra parte, los hombres se sienten instintivamente atraídos por mujeres con una proporción física exagerada, lo que indica fertilidad. Les atraen los más grandes, bueno..., ya sabes lo que quiero decir, elementos. De ahí el gran éxito de la industria de la cirugía plástica. Sin embargo, ninguna de estas exageraciones es un rasgo verdadero. Podrían no ser más que una apariencia inflada y no estar acompañados de una verdadera riqueza o fertilidad. La exageración nos engaña, y lo más importante, cuando lo negativo se exagera, nos hace sufrir. Cuando se exagera un acontecimiento negativo, nos angustia aunque estadísticamente sea improbable que nos cause el menor daño. Accidentes de aviación, ataques de tiburones o el terrorismo vienen a la mente, mientras peligros cotidianos que matan a miles de personas pasan inadvertidos. Daniel Kahneman, profesor de Princeton y ganador de un Premio Nobel, lo llama la heurística de la disponibilidad: si piensas en un incidente en el que el riesgo se ha confirmado, tu cerebro sobredimensionará su probabilidad. «En cierto modo, la probabilidad de un accidente aumenta [en tu mente] cuando ves un coche volcado en la cuneta», dice Kahneman.11 Por otra parte, los acontecimientos que no han sido exagerados se ignoran pese a su verdadera magnitud. Consideremos hechos con una escasa cobertura en los medios. Paul Slovic, profesor de Psicología en la Universidad de Oregón, afirma: «En el 11 de septiembre perdimos a tres mil personas en un día, pero durante 1994, en Ruanda, ochocientas mil personas fueron asesinadas en cien días —es decir, ocho mil al día— y el mundo no reaccionó».12 Al difundir sus puntos de vista exagerados en nuestra mente, nuestro cerebro utiliza el efecto de intensidad máxima y la heurística de la disponibilidad para atraer nuestra atención. Y aunque logran mantenernos concentrados, el precio que se acaba pagando es el sufrimiento innecesario. Leemos compulsivamente acerca de lo que

nos dijo un amigo, exageramos la amenaza del desempleo y magnificamos todo temor y preocupación. En el mundo moderno esto hace mucho ruido, la exageración se desborda y abarca una considerable proporción de lo que nuestros cerebros consideran verdadero. La exageración, en todas sus formas, sobredimensiona nuestras expectativas y destruye nuestra satisfacción con la vida, independientemente de lo placentera que esta pueda ser. Un punto de vista exagerado está condenado a hacernos infelices. Y lo más importante es que ni siquiera es exacto. La exageración añade capas de ficción a la realidad, y eso es una mentira.

Lo que supera la verdad cae por debajo de la verdad.

Últimas observaciones Según la ley criminal, un convicto es inocente hasta que se demuestra su culpabilidad. Pero eso no es lo que ocurre con nuestro cerebro. ¡Según la «ley cerebral», tu cerebro es culpable hasta que se demuestre su inocencia! Shawn Achor, profesor de Psicología positiva en Harvard, dice lo siguiente: «Lo que estamos descubriendo es que no es necesariamente la realidad la que nos da forma, sino que la lente a través de la que el cerebro observa el mundo conforma tu realidad. Si lo sé todo de tu mundo externo, tan solo puedo predecir el 10% de tu felicidad a largo plazo. El 90% de tu felicidad a largo plazo no puede predecirse por el mundo externo, sino por la forma en que tu cerebro procesa el mundo».13

El desajuste entre acontecimientos y expectativas en tu algoritmo de la felicidad a menudo tiene que ver con alimentar tus pensamientos con información incorrecta, no con lo que la vida en realidad te está ofreciendo. Los acontecimientos que tenemos en cuenta están distorsionados y nuestras expectativas son desmesuradas. Ambos lados de la ecuación están echados a perder, pero dos errores no equivalen a un acierto. ¡De hecho, dos errores multiplican el error! Acabemos con el sufrimiento infinito.

Enseña a tu cerebro a decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.

Limpiando el código de tu cerebro Como todo programa de software, nuestro cerebro sigue rutinas codificadas. Cuando un programa tiene un virus, ejecuta la misma tarea deficiente cada vez que el programa se utiliza. Lo más difícil en programación es localizar el virus. Una vez identificado el problema, normalmente tiene fácil solución. Lo mismo ocurre con nuestro cerebro.

El filtrado es un virus fácil de detectar si recordamos que nada de lo que percibimos está completo. Siempre hay más cosas que descubrir. Si descubres que tu cerebro reduce una compleja serie de acontecimientos en una breve frase o gira obsesivamente en torno a un pensamiento específico, pregúntale: «¿Qué parte de esta historia estás eliminando, cerebro? ¿Hay algo más que deba conocer antes de tomar una decisión?». Tu cerebro no es más que una herramienta. Haz las preguntas y responderá. «Oh, olvidé decirte esto», te dirá. Pregunta una y otra vez hasta que descubras toda la verdad que necesitas para alcanzar una visión objetiva. Observar la verdad desnuda sin suposiciones empieza cuando analizamos aquello que podemos verificar con la percepción sensorial. Si no lo has percibido, entonces lo estás inventando. Una forma sencilla de descubrir los supuestos es comprender que los verdaderos acontecimientos en nuestra vida se describen con verbos como he visto, he oído, me informaron y he descubierto, mientras que las historias que inventamos recurren a verbos como creo, siento, supongo, pienso, e incluso expresiones como estoy seguro de que. El tipo de alerta lingüística también contribuye a identificar el virus de los recuerdos, que suelen manifestarse en un tiempo verbal pasado. Pensamientos como «así es como solía ser» y «le conocí cuando...» y «en aquella época...» son ejemplos de pensamientos anclados en el pasado. Por su parte, las predicciones se asocian con tiempos verbales futuros. Considerémoslas en lo que son: predicciones infundadas. Si aún no ha sucedido, es una previsión, no la verdad, independientemente de tu convicción de que sucederá. Las etiquetas suelen manifestarse bajo la forma de juicios breves, enérgicos y confiados: «Es un idiota» o «Esto es un basurero». También surgen como palabras individuales: hermosa, aterrador, estúpido y otras mil palabras de alabanza o acusación. A fin de tomar decisiones rápidas, parecen describir un tema complejo en una palabra. Cuando las detectas, descubres un juicio que deberías analizar y una etiqueta que deberías eliminar.

Eliminar toda emoción de tu proceso de pensamiento no es ni posible ni deseable. Sin embargo, al observar el diálogo en tu mente, detecta las señales de emoción que tiñen tu percepción. Verbos como siento, me encanta y odio, y frases con un elevado contenido emocional como «ella es terrible», «él es insoportable» y «me aburren» son indicadores de la intervención de una emoción. Una vez detectadas, será más fácil identificar la verdad. Los pensamientos exagerados normalmente están marcados con grandes palabras que tienden a la generalización: enorme, insignificante, nunca, siempre, etc. Si ves u oyes cualquiera de estas palabras, presta atención. Tu cerebro está sacando las cosas de quicio. Recuerda que la verdad, libre de los ángulos muertos, normalmente tiene un aspecto seco. «Es absolutamente fabulosa», por ejemplo, se convierte en «tiene rasgos simétricos, grandes ojos azules y una buena complexión». Aunque estas palabras no te lleven muy lejos como cumplido en una cita, te acercarán a la solución del algoritmo de la felicidad. Solucionar cada ángulo muerto por separado nos permitirá seguir avanzando. Pero recuerda: estos elementos han estado con nosotros durante milenios, y no van a desaparecer pronto. Así como mi viejo coche estaba a merced de un fallo mecánico tras otro, nuestro cerebro caerá bajo el influjo de un ángulo muerto después de otro. Cuando el coche se estropeaba cada quince días, deseaba una varita mágica para arreglarlo de una vez por todas. No había magia para mi coche, pero sí la hay para nuestro cerebro. Todo se resume en esta simple pregunta: ¿es verdad?

¿Es verdad? En su libro Amar lo que es, Byron Katie recurre a esta pregunta como pilar para su modelo. Katie ha creado un método de autoinvestigación al que llama «la obra», un sistema para descartar los relatos que nos contamos a nosotros mismos y sustituirlos por la verdad («lo que es»).

Empecemos con un sencillo ejemplo: —Mi hija adolescente me da dolor de cabeza. —¿Es verdad? ¿Te provoca dolor de cabeza? —Bueno, ya sabes lo que quiero decir. Es imposible tratar con ella. —¿Es eso verdad? ¿Cómo puede ser imposible si has tratado con ella hasta ahora? —Lo que quiero decir es que es muy impertinente. —¿Es eso verdad? ¿Siempre? ¿Cada segundo de cada día? —No, no siempre, pero en cualquier caso no debería ser impertinente. —¿Es eso verdad? ¿Acaso las adolescentes a veces no son impertinentes? ¿En qué mundo vives?

Insiste en preguntar «¿es verdad?» las veces que sean necesarias hasta que descubras lo ridículas que son las declaraciones que nos ofrece nuestro cerebro. Sigue preguntando hasta que no te quede más que un relato objetivo, una historia que solo se apegue a la verdad: el reciente comportamiento de mi hija indica que ha de estar un tanto irritada. Esa es la simple verdad. Practica esta técnica siempre que puedas. Confío en que tu cerebro te aportará una gran cantidad de material práctico.

Las verdades En buena parte de las ocasiones, lo único malo que hay en nuestra vida es la forma en que pensamos en ella. Cuando descubrimos el mundo como realmente es, resolvemos el algoritmo de la felicidad de forma correcta. Y cuanto más perseveremos en esta actitud, más nos daremos cuenta de que los acontecimientos de nuestra vida —correctamente observados— casi siempre cumplen nuestras expectativas si los definimos de forma realista. Por último, todo esto te llevará a plantearte esta pregunta: si la realidad de la vida suele cumplir expectativas realistas, ¿por qué deberías preocuparte por el algoritmo de la felicidad? Esa, amigo mío, es una gran pregunta. La responderemos en

Parte IV

Verdades últimas

verdades últimas son todo lo que necesitas para comprender que la vida siempre se comporta como es de esperar. Estas verdades resolverán tu algoritmo de la felicidad de una vez por todas. Incluso los acontecimientos más difíciles cumplen siempre las expectativas de una mente serena que sabe cómo se despliega la vida, no cómo le gustaría que transcurriera. Ninguno de los giros inesperados de tu vida será importante, porque los esperarás y sabrás exactamente cómo afrontarlos. Si te apegas a la verdad, dejarás atrás el pensamiento y te encontrarás en la bendición de la paz, donde nada podrá perturbar tu felicidad. Abandonarás un estado de felicidad condicionada por acontecimientos externos para abrazar una dicha permanente.

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ntes de reunir el valor de explicarte lo que considero la verdad, he de aclarar algunas cosas. La verdad te liberará. Soy consciente de que esto es un tópico, pero es cierto. La pérdida, la carencia y el dolor; el amor, el crecimiento y la inspiración, todo forma parte de la vida. Todos tenemos nuestra parte, y aunque suelen manifestarse cuando menos lo esperamos, es difícil imaginar una vida sin esos elementos, sin todos y cada uno de ellos. Cuando Ali dejó este mundo, la pérdida de un ser querido se convirtió en el tema central de mi vida. Los amigos se acercaban amablemente a mí y compartían sus propias historias de pérdida. Muchos de los relatos eran aún más impactantes que el mío. Me sorprendió hasta qué punto muchas personas que habían vivido un dolor atroz se paseaban entre nosotros sin que ese dolor se percibiera. Empecé a preguntarme si habría alguien que no tuviera que soportar esa tragedia. Desde que empecé a visitar la tumba de Ali, cientos de personas se han convertido en sus vecinos. Los operarios cavan nuevas tumbas a una velocidad constante y predecible. Veo cómo las familias y los amigos visitan el cementerio. A menudo siguen un patrón. Al caos del primer encuentro le siguen meses de duelo profundo. Los visitantes lloran y se desesperan. A

Visitan el cementerio a menudo y se quedan largo tiempo. Yo tomo asiento junto a Ali, en silencio, y observo, y un día uno de los visitantes sonríe. Normalmente, sucede cuando han pasado algunos meses. Tal vez cuenten algo del desaparecido y digan que lo echan de menos. A medida que pasa el tiempo, sus visitas disminuyen, dejando desierta esa parte del cementerio mientras las zonas antes vacías empiezan a ser ocupadas por nuevas tumbas. Esto hace que me pregunte si incluso la muerte es algo que en cierto modo se espera. Indudablemente, la muerte es indeseable, abrumadora, dolorosa e inoportuna, pero quién puede decir que es inesperada. La muerte es muy real. Deberíamos esperarla. También lo es la naturaleza de toda verdad. La rechazamos y deseamos que no fuera cierta, pero nos supera. Nos hundimos en el pasado y nos inquietamos por el futuro, aunque solo podemos influir en el presente, porque el ahora es real. Intentamos controlarlo todo y que nuestra vida sea predecible, pero finalmente las mariposas y los cisnes negros nos dominan porque el cambio es real. No creemos en ello y nos resistimos en vano, porque...

Toda verdad sucede exactamente como se prevé, aun cuando menos lo esperas.

Y esto es algo bueno, porque cuando la realidad cumple tus expectativas, tu algoritmo de la felicidad queda resuelto. La vida, con toda su dureza, deja de golpearte, y al fin encuentras la felicidad. Yo no habría podido sobrevivir a la pérdida de Ali de no haber basado mi estilo de vida en la aceptación de la muerte. Admito que es más fácil decirlo que hacerlo. Como un maestro del tiro con arco, no solo tienes que ver el objetivo, sino —y esto es más importante— ver únicamente el objetivo. Tu objetivo es la verdad. Búscala incansablemente, pero recuerda la advertencia de Gloria Steinem:

La verdad te liberará, pero primero te fastidiará.

Hemos hecho un largo camino juntos, espero que como buenos amigos, y me gustaría que siguiera siendo así. Así pues, aquí está mi descargo respecto a lo que defino como cinco verdades últimas: afirmar que algo es cierto, y más aún la verdad última, contradice en grado sumo la «ilusión del conocimiento». Nada es irrefutablemente cierto. Estas son mis cinco verdades. Me han ayudado a encontrar la alegría y a sobrevivir a la tragedia de perder a Ali. Todos los acontecimientos que he afrontado en mi vida, agradables o desagradables, me han dado la impresión de ser esperados si los observo a través de la lente de estas verdades. Aunque muchos me golpearon, estos acontecimientos han cumplido mis expectativas, y por lo tanto mi algoritmo de la felicidad siempre ha estado resuelto. Espero que estés de acuerdo con algunas de mis verdades. El ahora, el cambio y la muerte son reales. Las otras, es decir, el amor y el gran diseño, pueden ser controvertidas. Como muchos, rechacé estas dos últimas verdades durante años, pero más tarde encontré, en la lógica y en las matemáticas, respuestas que me obligaron a cambiar de opinión. Solo te pido que leas mis argumentos y te muestres abierto a un punto de vista alternativo. Si sigues en desacuerdo, es perfectamente legítimo. Puedes buscar tus propias verdades. No importa lo que descubras, siempre que trates a tus verdades como tus propias orientaciones para encontrar tu propio camino a la felicidad. La verdad es —siempre— un único punto en una larga línea de infinitas posibilidades; cada uno de los otros puntos es una ilusión. Por esa razón la verdad es tan difícil de encontrar. Pero he aquí un sencillo test para ayudarte: si descubres que determinado concepto te arrastra al sufrimiento, tal vez deberías dudar de su validez como verdad. No estamos aquí para sufrir, sino —como ha dicho Arianna Huffington— «para ser tallados y lijados hasta que solo quede quien somos en realidad».1

En tu búsqueda será fácil identificar algunos conceptos como ilusiones y otros brillarán como verdades obvias. Sin embargo, hay puntos en el perímetro de la verdad que resulta difícil atribuir a una facción. Entonces toca tomar una decisión crucial y seguir la regla dorada de la felicidad: elige creer en el lado que te hace feliz. Probablemente es el lado más cercano a la verdad. Cuando me resulta difícil argumentar a favor o en contra de un punto de vista específico, elijo creer en el lado que me hace feliz. Elegir el lado que me hace sufrir sin evidencias que apuntalen mi punto de vista no es algo, bueno..., muy inteligente.

Cuando algo no es seguro —y nada lo es nunca— elige ser feliz.

Esta regla será nuestro pilar cuando abordemos algunas de las verdades más discutibles. Por ahora, empecemos con una verdad irrefutable: el ahora es real.

Capítulo 10

Aquí, ahora

Toda la vida está en el aquí y en el ahora. Entonces, ¿por qué la mayoría de nosotros vivimos en el allí y en el después? ¿Por qué vivimos en nuestra mente, fuera del instante presente, completamente absorbidos por la «ilusión del pensamiento», inconscientes de la belleza de la vida que se despliega a nuestro

alrededor? ¿Por qué permitimos que nuestro alejamiento del presente nos cause tanto sufrimiento? Porque hemos sido educados para vivir así. Matt Killingsworth, de Track yourhappiness, dirigió un estudio con más de quince mil participantes que informaban, a veces minuto a minuto, de lo que sentían y estaban haciendo. El estudio reunió más de seiscientos cincuenta mil informes y presentó un profundo descubrimiento: independientemente de lo que hiciera la gente, era considerablemente más feliz cuando se sumergía plenamente en el instante presente. Ni siquiera importaba en qué estaba pensando. No importa que se tratara de un pensamiento agradable, neutro o desagradable; cuando se alejaba del instante presente, la gente era menos feliz. Y punto.1 Matt explica: «Si dejarnos llevar por nuestros pensamientos fuera como jugar a una máquina tragaperras, podríamos perder cincuenta dólares, veinte dólares o un solo dólar». Abandonarse a pensamientos inquietantes, neutrales o agradables nos hace perder en cualquier caso. Mejor no jugar.

Ser plenamente consciente del momento presente aumenta considerablemente tus oportunidades de ser feliz.

¿Qué es ser conscientes? La conciencia —la sensación de conocimiento o percepción de una situación— es nuestra capacidad para comprender el mundo en un momento determinado. La presencia —el estado de existencia, de acontecimiento, o el hecho de mantenerse atento— es lo que permite la conciencia. Imaginemos que imparto una conferencia sobre la felicidad. A menos que tú estés «físicamente presente» en la sala para oír lo que voy a decir, no serás «consciente» de aquello de lo que hablo

(volveré sobre este punto más tarde, así que no lo demos por cerrado). La mera presencia física, sin embargo, no es suficiente. Podrías quedarte ahí sentado y aburrido. Las ondas sonoras podrían rozar tus tímpanos y oirías sonidos, pero no serías consciente de mis palabras. Sin la intención de ser consciente, no hay más que recepción sin conciencia: un estado demasiado habitual en nuestro mundo moderno. A veces incluso caemos en un estado de rechazo. Si te taponas los oídos durante mi aburrida charla, las ondas de audio intentarán llegar a tus tímpanos de todos modos, pero ni siquiera dejarás pasar los sonidos. La conciencia empieza a emerger cuando prestas atención. En ese estado te interesa lo que sucede. El interés te mantiene conectado y reconoces las ondas que rozan tus tímpanos como palabras y conceptos. Esto es la percepción. Cuanto mayor sea el énfasis que pongamos en nuestra intención de ser conscientes, más atención prestaremos y más percibiremos. Si el tema te interesa mucho y alguien del público se levanta al otro lado de la sala para formular una pregunta, girarás la cabeza y agudizarás el oído para escuchar bien. No querrás perderte nada. Esto es la conciencia, estar presente en el instante presente, plenamente consciente de lo que sucede. En mi caso, es el momento en el que empiezo a sentirme vivo.

A veces podemos estar tan en sintonía con lo que sucede, que incluso advertimos señales que nadie más percibe. Por ejemplo, la expresión facial y el lenguaje corporal de la persona sentada junto a ti pueden indicarte su desacuerdo con lo que se está exponiendo. Pasas a sintonizar en grado sumo, intentando reunir todos los datos posibles, hasta el punto de que te sorprende tu grado de concentración. Es lo que llamo conexión.

La conciencia no es un interruptor que se enciende y se apaga. Es un regulador de intensidad. Si decides ponerlo en marcha, serás más consciente.

A algunos de nosotros nos cuesta mantener la conciencia, especialmente en nuestro mundo cada vez más sembrado de distracciones. Para comprender por qué, empecemos por una pregunta: ¿qué puedes hacer para ser plenamente consciente? Te doy unos minutos para pensar en ello. No hagas trampas ni mires las respuestas que hay más abajo.

Ahora comparemos nuestras respuestas. En el cuadro he apuntado algunas de las cosas que puedes hacer para ser plenamente consciente. Sí, lo siento, era una pregunta con trampa.

Establecer la conexión ¿Recuerdas el test de conciencia plena del capítulo 6, en el que cerrabas los ojos y luego los abrías durante un par de segundos para intentar comprender la habitación que te rodeaba? ¿Recuerdas todo lo que eras capaz de ver solo en un par de segundos? ¿Tuviste que hacer algo para descubrir lo que había a tu alrededor? ¿Había alguna acción en ello? No, ninguna. En cuanto abres los ojos con la intención de estar consciente, eres consciente. Tu sentido de la conciencia siempre está receptivo. Todo lo que puedes hacer es ocultarlo. Quizá experimentes cierto resentimiento hacia el orador. Esa emoción te consume y te impide ser consciente. Empiezas a dibujar corazoncitos, concentrándote en lo que dibujas, o diriges tus

pensamientos a otro tiempo y otro lugar. La acción aleja tu intención de prestar atención. Si dejas de actuar, te instalarás en la presencia. Y la presencia es el único estado en el que eres plenamente consciente. El test de la conciencia plena tan solo te da dos segundos para dejar de actuar. Esos dos segundos son todo lo que necesitas para encontrar tu verdadero yo y ser plenamente consciente.

No necesitas hacer nada para ser consciente. Tu estado por defecto es la conciencia. ¡Para alcanzarlo tan solo necesitas dejar de actuar!

Sin embargo, la vida nos exige que alternemos entre los estados de presencia y acción. Algunos pasamos más tiempo en uno que en otro. La mayoría actuamos en lugar de estar presentes. Es lo que el mundo moderno espera de nosotros. Nos levantamos por la mañana y nos apresuramos en una vida del todo comprometida con la acción. Esta forma de vivir acelerada y absorbente es lo contrario a nuestro estado por defecto en tanto seres humanos. Es como vivir debajo del agua mientras llevamos un pesado calzado. Todo lo que te rodea se torna borroso, desconocido y pesado. Es difícil moverse o avanzar con naturalidad. Te cansa luchar contra la viscosidad del agua. Sientes la presión de las profundidades y la falta de oxígeno. Tus ojos te queman debido al agua salada, pero sigues intentando encontrar tu camino, completamente agotado y con un rendimiento por debajo de lo habitual. Por dura que parezca esta definición, se acerca mucho al modo en que nos desenvolvemos en la vida siendo totalmente inconscientes.

¿Te suena familiar? A mí sí. Todo el actuar y el pensar de la vida moderna apenas deja espacio para la conciencia. Al eliminar el desorden, alcanzamos la presencia, atendemos y empezamos a recibir. No podemos llenar un vaso de agua que ya está lleno. Tenemos que tirar el agua estancada para dejar espacio al agua fresca. No practicas la conciencia. Eres consciente.

Deja de actuar y limítate a estar.

Advertirás entonces lo fascinante que resulta descubrir que a menudo actuar no es la única forma de conseguir progresos y resultados. A veces podemos avanzar limitándonos a estar, un concepto que contradice de plano la moderna cultura occidental. La tradición taoísta lo expresa con un concepto llamado wu wei, que podemos traducir como «no acción». Una metáfora citada a menudo en esta filosofía tiene que ver con el cultivo. Si tu intención es lograr que una planta crezca, haz lo que debes. Ofrécele luz del sol, fertilizante y agua. Después de esto, abraza la no acción y deja que la planta crezca por sí misma. Una vez cumplidas las condiciones para su crecimiento, las acciones añadidas hacen más daño que bien. El campesino sabio sabe que el mejor progreso se logra a través de la inacción. No hacer nada es lo mejor que puede hacerse.

El resultado de la conciencia es positivo, especialmente cuando no hay nada que hacer.

El alcance de tu conciencia Muchas técnicas de meditación identifican cuatro ámbitos que definen nuestro «espacio de la conciencia». Dirige tu atención a cualquiera de estos ámbitos y encontrarás un infinito espectro de temas que merecen la conciencia plena. Los cuatro ámbitos son:

El mundo exterior. Podrás comprender el mundo que te rodea a través del input sensorial. Percibe las visiones, los sonidos, los olores, los sabores y las sensaciones relacionadas con el tacto. Dentro de tu cuerpo. Al dirigir tu atención hacia el interior, podrás ser consciente de tu propio cuerpo. Sé consciente de tus dolores, sensaciones, respiración, ritmo cardíaco, etc. Puedes dirigir tu atención a diferentes partes de tu cuerpo y sentir la vida en ellas. Tus pensamientos y emociones. Cuando eres lo suficientemente consciente, eres capaz de observar el diálogo y el drama. Podrás seguir tus pensamientos y emociones mientras se producen en tu mente y liberarlos. Tu conexión con el resto de los seres. En el nivel más elevado de la conciencia pura te asomas a tu vínculo con el resto de los seres: el amor que sientes por las olas del océano, la admiración que suscitan las mariposas y la simpatía por los otros seres humanos que sufren en el mundo. Estas conexiones no son percepciones sensoriales del mundo exterior; no son sensaciones de tu propio cuerpo; y no son pensamientos o emociones. Son vínculos puros que te hacen sentir parte de una comunidad mayor que se extiende más allá de tu experiencia individual del mundo. Tómate algún tiempo para intentarlo por ti mismo. Explora los ámbitos más remotos de tu conciencia. Estás destinado a ser eso.

Cómo estar presente A la mayoría de nosotros, guerreros de los tiempos modernos, nos cuesta estar. Hemos sido entrenados para actuar constantemente. Nuestros cerebros son un torbellino. Nuestras vidas apresuradas no nos dejan tiempo para estar presentes. Aunque hay muchas prácticas y una abundante literatura que aborda esta cuestión, me resultaba difícil incluirlos en mi vida ajetreada. Por una parte, algunos de los mejores consejos surgían envueltos en misticismo,

pronunciados por voces soñolientas interrumpidas por largos silencios, y estaban compuestos por palabras que me resultaban extrañas. Por otra parte, necesitaba prácticas que pudiera llevar conmigo a los aeropuertos y a la jornada de trabajo, no aquellas que exigieran un lugar tranquilo para meditar. Así pues, he creado mi propia lista de técnicas y consejos prácticos que me han servido de ayuda y que, espero, podrán ayudarte a profundizar en tu interior y encontrar tu conciencia independientemente de tu horario diario. Estos consejos te ayudarán a dejar de actuar alertándote de tu necesidad de ser consciente, alejar el alboroto y concederte el espacio necesario para observar el mundo y estar presente. Conviértete en un fanático de la conciencia

Todo empieza convirtiendo la conciencia en tu prioridad. Descubrir todo lo que pasa en tu interior y a tu alrededor ha de volverte loco. Ten curiosidad. Conviértete en un explorador. Conviértete en un fanático. ¿Recuerdas el test de conciencia selectiva, en el que la gente no veía al gorila cruzar la pantalla mientras se concentraban en el balón de baloncesto? Utiliza la tendencia a la concentración de tu cerebro en tu propio beneficio. Empieza cada mañana con tu cerebro listo para algo nuevo. En tu día de mañana, intenta descubrir cuántos tipos de árbol encuentras en tu camino. Durante el resto de la semana, mide el tiempo que inviertes en tus desplazamientos diarios en diferentes rutas. Atiende a cómo tratas a los demás. Descubre si en el trabajo tratas a tu jefe de forma diferente a como tratas a tus subordinados. Supervisa el consumo de agua diario y tu postura cada vez que te sientas. No importa en lo que te fijes, tan solo proporciónate razones para estar alerta. Al volver a casa, intenta recordar tu jornada en todos sus detalles. Si parece que has olvidado una parte del día, intenta recordar qué ha sucedido.

Empieza un «diario de acontecimientos positivos». Permanece alerta todo el día, buscando los aspectos luminosos de la jornada. Anótalos. Tan pronto como los conviertas en tu objetivo, empezarán a aflorar constantemente, transformando tu jornada en un día positivo y feliz. Cuando creas dominar el proceso, aborda el último reto y examina los momentos en los que no eres consciente (pues se trata de acontecimientos de los que también deberías ser consciente). Entrénate para descubrir los momentos en que tu mente se aleja del presente. No tienes por qué hacer nada al respecto. Tan solo descúbrelos y di: «Vaya, aquí mi mente se ha distraído un minuto». El mero acto de señalarlo te devolverá al presente.

El cinturón negro de la presencia se consigue cuando advertimos que no estamos presentes.

Limita las distracciones

En nuestro mundo moderno es difícil permanecer consciente porque no nos concedemos el espacio necesario. Andamos frecuentemente distraídos con los teléfonos móviles, el correo electrónico, Facebook y el resto de las modernas tecnologías absorbentes. Observa en la calle y descubre cuántas personas contemplan absortas la pequeña pantalla de sus aparatos. Nuestros días son veloces y pasamos sin tregua de una tarea a otra en una lista interminable. Cuando se nos concede un breve respiro, sacamos nuestros teléfonos y miramos los mensajes, los vídeos y los estados. Al subir al coche ponemos la radio, y al llegar a casa conectamos el televisor o internet hasta que llega la hora de dormir. Los días transcurren sin un solo minuto de quietud. Ponte firme y reclama tu vida. Elimina las distracciones. Toma la decisión de mantener tu teléfono móvil en el bolsillo cuando disfrutes de un momento de calma. Apaga la radio en tu desplazamiento a casa desde el trabajo

y pasa el tiempo sin hacer nada en lugar de sentarte frente al televisor. Añade citas «contigo mismo» en tu agenda: breves pausas para estar a solas con tu persona. Mantén esas citas. Considéralas una entrevista de trabajo. Pese a mi vida absurdamente frenética, he descubierto que al introducir en mi calendario esos momentos dedicados a mí y respetarlos como citas importantes, el resto de mi ocupada agenda se armoniza con ellos a la perfección. Sigo cumpliendo con mis tareas, pero también mantengo la cordura con breves momentos de presencia. Desconecta tu conexión de datos, al menos durante el fin de semana. Al buscar en la red, concéntrate en lo que necesitas, y luego desconecta. Dedica solo diez minutos por la mañana y diez por la tarde a las redes sociales. Libérate de las distracciones para encontrar el espacio que necesitas para estar plenamente presente.

Menos es más.

Para

Sí, eso es. Para. Cuando percibas que tu mente se desboca o el día corre frenético, para. Repítete que no volverás al bullicio de la vida hasta que observes diez cosas a tu alrededor, una por cada uno de tus dedos. Hay un árbol, un gato regordete, corre aire fresco, un dolor en mi hombro izquierdo y el ruido del refrigerador detrás de mí. Cuenta hasta diez y luego respira hondo y regresa a tu día. Haz un tótem

En Origen, mi película favorita de todos los tiempos, el mundo del sueño y el mundo real se entremezclan. Los soñadores utilizan un tótem para distinguir entre el sueño y la vigilia. Tú también puedes hacerlo. Lleva siempre contigo algo que te recuerde que tienes que

ser consciente. No debería tratarse de un objeto útil y cotidiano, sino de algo lo suficientemente singular como para servir de recordatorio cada vez que lo mires. Algo sencillo, como una piedra con colores interesantes, una peonza o un yoyó. Cada vez que lo veas recordarás que es el momento de tomarse un breve descanso. Cuando saques tu tótem, interactúa con él. Ralentiza el ritmo de tu cerebro desbocado y cultiva la presencia. Yo llevo un rosario. Al sacarlo cuento una observación por cada una de las treinta y tres cuentas. Empiezo y dejo que todo fluya. Una flor, uno. El olor del café, dos. No me limito a percibirlos. Los admiro. Me relaciono con ellos y percibo el asombro de su belleza. Pienso en cómo llegaron a existir y cuál puede haber sido la historia de su vida. En ese estado, no percibo una mosca como tan solo una mosca. Observo el increíble diseño que permite que una criatura tan diminuta se desenvuelva de una forma tan perfecta. Me pregunto por qué el tacto de la madera parece tan intenso. Pienso en la probabilidad de que hayan sido producidos por acontecimientos aleatorios, o en el diseño inteligente que ha podido interferir. Me sumerjo plenamente en ellos y me libero por completo de mis pensamientos. Alcanzo la plena conciencia y emerjo del mundo de los sueños y de la acción a la realidad de la conciencia. También puedes disponer de un tótem digital. Utiliza la pantalla de inicio de tu móvil como recordatorio. Déjate un mensaje ahí. Dispón algunas alarmas a lo largo del día para que, con un sonido sereno, te recuerden que ha llegado el momento de un instante de presencia. No permitas que transcurra un día sin estos descansos. Guarda tu tótem en un lugar en el que puedas encontrarlo muchas veces al día. Yo lo conservo en el bolsillo derecho de mis vaqueros, y cada vez que meto la mano en el bolsillo, lo toco y recuerdo.

Ha llegado la hora de un instante de conciencia.

Tiempo atemporal

Regálate el lujo de una experiencia atemporal al menos una vez a la semana. Me refiero a tiempo «atemporal» en un sentido literal. Al final del día, visita un lugar tranquilo donde no tengas acceso a ningún aparato que mida el tiempo. Ve al mar o al bosque, o permanece en una habitación silenciosa. Asegúrate de no disponer de ninguna conexión con el tiempo: nada de relojes, teléfonos o acontecimientos externos relacionados con el tiempo presente. Durante los dos primeros intentos, tal vez te parecerá extraño. Los pensamientos brotarán torrencialmente y te darán mil razones para preocuparte. Persevera. Con el tiempo, tu cerebro se rendirá y dejará entrar la paz. Pronto descubrirás que todo está en silencio y que las horas transcurren inadvertidas. No te inquietes por esa sonrisa boba en tu cara. Es una buena señal.

Estarás plenamente presente una vez que elimines la conexión con el tiempo.

Hagas lo que hagas, hazlo bien

La conciencia es una forma de ser, recuérdalo. Pero, obviamente, no podemos estar presentes todo el día. Tenemos que alternar entre la presencia y la acción para ser miembros productivos de la sociedad. A veces, cuando aquello que estás haciendo es demasiado fácil o excesivamente repetitivo como para capturar tu atención, acabas por desconectar, poner el piloto automático y desplazar tu atención del mundo real a tu mundo mental. No hay razón para perder tu presencia y tu conciencia cuando actúas. Puedes permanecer consciente concentrando tu atención en el proceso de la acción, no en los resultados finales. El truco consiste en intentar hacerlo todo lo mejor que puedas. Da todo cuanto tienes en cada pequeño paso y actúa como si fuera la primera vez que lo hicieras. Hazlo mejor de lo que lo hiciste la

última vez y enorgullécete de haberlo hecho muy bien. Esto no se aplica solo a tu trabajo. Se aplica a todo, desde lavar los platos al tiempo que pasamos con nuestros seres queridos. Pruébalo en tus desplazamientos al trabajo. Utiliza ese tiempo para convertir ese viaje en una experiencia disfrutable y plenamente consciente, al margen de los atascos de tráfico. Descubre lo que hay a tu alrededor, escucha un audiolibro o mantén una conversación importante con un amigo. Haz algo que merezca tu tiempo, y desearás que el desplazamiento haya durado más.

Sé consciente del viaje. Ahí es donde acontece toda la vida.

Un consejo final: aborda una única cosa cada vez. No veas la televisión mientras cenas. No estés con tu hija mientras «compruebas rápidamente tu correo electrónico». La multitarea es un mito. Permanece plenamente presente.

Hagas lo que hagas, pon en ello toda tu atención.

Cuantos más de estos consejos sigas para permanecer consciente, más fácil te resultará hallar el estado de presencia lleno de serenidad. Y te preguntarás cómo podías tolerar que tu mente divagara. Quédate con todas las experiencias que la vida te presenta. No te pierdas nada.

Vive tu vida en el aquí y en el ahora, no en el interior de tu cabeza.

Capítulo 11

El vaivén del péndulo

El cambio es real. Lo único que podemos predecir con precisión es que mañana el mundo será diferente a como es hoy. Los titulares de las noticias solo darán cuenta de los cisnes negros —«Un terremoto golpea Islandia» o «La guerra mata a miles de personas»—, pero no recogerán los millones de cambios sutiles que crean esos grandes

acontecimientos: los efectos mariposa. Nuestro mundo cambia tan drásticamente de un segundo a otro que podemos decir con seguridad que en la historia de nuestro universo no ha habido dos instantes idénticos. Cada cambio sutil reconfigura cada instante de nuestra vida. Ningún cambio es insignificante. Un giro a la izquierda un segundo antes podría haberte salvado la vida, y la decisión de un diminuto mosquito de girar a la derecha puede arrebatártela.

Un multiverso Para ayudarte a comprender lo significativo que puede ser cada pequeño cambio, visitemos un lado extraño de la ciencia. Imagina que los pequeños cambios provocados por los efectos mariposa alteraran mucho más que tu camino. ¡Imagina que cada uno produjera un nuevo universo! En las últimas dos décadas, algunos científicos han defendido exactamente eso en una teoría conocida como el multiverso. Le sonríes a un extraño y nace un nuevo universo. Frunces el ceño y nace otro. Cae una roca y brota otro universo. A su vez, cada uno de estos universos producirá un incontable número de otros universos con un incontable número de copias de tu propia persona. En una de las copias sigues leyendo este libro, y en otra decides salir a comprar café y encuentras un libro diferente que altera el rumbo de tu vida y te convierte en el próximo presidente de Estados Unidos. Ese mínimo cambio en los acontecimientos podría provocar una diferencia tan enorme que los caminos resultantes podrían definirse como dos universos diferentes. Aunque la teoría del multiverso parezca excesiva, la idea constituye una valiosa imagen visual para demostrar el impacto de los pequeños cambios. Multipliquemos el impacto a largo plazo de cualquier cambio ínfimo por la frecuencia a la que ocurren tales cambios, y todo será muy complejo de imaginar, y más aún de gestionar.

Nuestro intento por controlar la infinita corriente de cambios nos frustra. No importa con cuánto ahínco lo intentemos, nuestras expectativas están condenadas al fracaso cuando uno de los cambios desencadena una cascada de acontecimientos inesperados e incontrolables. Y lo intentamos con más energía, sin éxito. No logramos comprender cuál es el verdadero aspecto de esta experiencia frenética. Nos sentimos agotados y nos preguntamos por qué la vida parece ser una lucha constante. No nos damos cuenta de que somos nosotros los que hacemos que la vida sea más dura de lo necesario.

El proyecto Cabina Imagina por un instante que una tecnología avanzada nos ha permitido inventar una cabina que contiene todos los interruptores que necesitamos para controlar todos los aspectos de nuestra vida. ¿No sería estupendo tenerlo todo bajo control? Yo podría controlar mi próxima promoción, la conducta de mi hija, el tráfico de camino al trabajo y todos los detalles que influyen en mi día a día. ¡Sin embargo, esa cabina tendría que ser gigantesca! Con tantos parámetros influyendo en nuestra vida, tendría que ser tan grande como un estadio de fútbol, con cada centímetro cuadrado cubierto por interruptores y pequeños indicadores para mantenerlo todo bajo control. Al principio tal vez te parezca fácil controlar todos los botones, pero muy pronto, cuando las luces empiecen a parpadear y los sonidos a zumbar para indicar los pequeños cambios, te sentirás

superado. Cuando una luz se apaga, otra se enciende. Lo harás más rápido y te esforzarás más, quizá el pánico se apodere de ti mientras todo escapa a tu control, hasta que descubres que no puedes atenderlo todo a la vez, aunque solo se trate de un pequeño turno. Por último, caerás al suelo exhausto, desengañado por la total pérdida de control. Aprende de mí, un friki del control ya retirado: así es como transcurría mi vida día tras día, una búsqueda interminable y fallida que acababa en lucha y frustración. Hasta que un día comprendí que el control no es algo que haya que ejercer en el micronivel de cada uno de los detalles. No hay que buscarlo en lo que necesito hacer, sino más bien en cómo necesito hacer cada pequeña cosa que hago. No necesitas una cabina con un millón de interruptores. Todo lo que necesitas es un par de sencillos cambios en tu estilo de vida. Encuentra el camino y baja la vista.

Encuentra el camino Las enseñanzas espirituales nos ofrecen un camino hacia una vida serena. En las antiguas enseñanzas chinas, hallar un camino equilibrado a través de los aspectos cambiantes de la vida recibe el nombre de la vía del tao. Los budistas lo llaman sendero, y el islam, camino recto. En lugar de intentar controlar un millón de pequeñas variables, estas enseñanzas recomiendan que cada cual debe dejar que la mayoría de los acontecimientos que jalonan nuestra vida encuentre su propio equilibrio. Cada factor que influye en tu vida actúa como el vaivén de un péndulo. En tanto sistema físico, un péndulo busca su punto de equilibrio: el punto en el que el péndulo permanece inmóvil. Necesitas un esfuerzo, aplicar una fuerza, para romper el equilibrio del péndulo. Una vez eliminada la fuerza, el péndulo recuperará su estado natural, oscilando a uno y otro lado hasta que por último alcance el punto cero. Ahí, donde no es necesario ningún esfuerzo, el péndulo puede permanecer en paz y equilibrio para siempre.

Si quieres mantener estables miles de péndulos al mismo tiempo, deja que cada cual alcance su equilibrio. Del mismo modo, si pretendes navegar las miles de pequeñas decisiones que dan forma a tu vida, encuentra el punto de estabilidad para cada una de ellas y mantén el equilibrio, alejado de los extremos. Tendrás que hacer un esfuerzo mínimo para navegar a través de una vida en equilibrio. Cuando cada uno de los péndulos ha encontrado su punto estable, la línea que los conecta es «el camino».

No se necesita ningún esfuerzo para mantener un sistema en equilibrio. Cuando todo lo que hagas parezca sencillo, habrás encontrado tu camino.

Los extremos nos agotan. Trabaja mucho y perderás la alegría de vivir; trabaja poco y sufrirás por una sensación de inutilidad. Pasa demasiado tiempo con un ser querido y empezarás a aburrirte y a discutir; pasa demasiado poco, y tu relación se disolverá. Habla demasiado y no escucharás; habla demasiado poco y nunca serás escuchado y comprendido. Cada una de las cosas que hacemos tiene un punto de equilibrio. Si vas más allá de ese punto, tendrás que esforzarte para mantener el sistema en un equilibrio artificial. Por pequeño que sea, el esfuerzo necesario para vivir una vida desequilibrada crece exponencialmente a medida que aumenta el número de sistemas que tienes que gestionar. Se convierte en la cabina con un millón de interruptores, algo imposible de controlar.

Deja que todo encuentre su equilibrio natural.

En la filosofía china, el dúo yin y yang describe cómo fuerzas aparentemente opuestas son en realidad complementarias, interdependientes, y están interconectadas. Todo consta de yin, el aspecto femenino o negativo (caracterizado por la oscuridad, la humedad, el frío, la pasividad, la desintegración, etc.) y el yang, el principio masculino o positivo (caracterizado por la luz, el calor, la sequedad, la actividad, etc.). Por ejemplo, una sombra no puede existir sin luz, y viceversa. En una vida armoniosa, el yin y el yang se complementan. Si lanzas una piedra al agua, las olas manifestarán picos y valles que se neutralizarán unos a otros hasta que el agua recupere su quietud. Para encontrar una vida equilibrada, uno debería abrazar ambos aspectos y evitar los extremos.

Vive en la línea en la que el yin se encuentra con el yang.

En la filosofía griega, este planteamiento de equilibrio se describe como el medio dorado, el deseable punto medio entre el extremo del exceso y el extremo de la carencia. Incluso los rasgos más deseables tendrían que encontrar su equilibrio. El valor, por ejemplo, aunque sea una virtud, podría manifestar imprudencia si se lleva al exceso, y cobardía si es insuficiente. Por simple que parezca, este planteamiento vital es casi exactamente lo opuesto a lo que en Occidente nos enseñan desde la infancia. Aprendemos a afrontar la vida y a buscar el camino del máximo beneficio, independientemente de los desafíos. Aprendemos a trabajar para superar nuestra debilidad (el camino más duro) en lugar de actuar en pro de nuestros puntos fuertes (el

camino más fácil). Nos piden que extendamos las fronteras y vayamos más allá de los límites más lejanos de la riqueza, la belleza y el triunfo. Al actuar así, nos esforzamos y eso nos hace sufrir. En mi campo de trabajo, elegir el camino más duro es el deporte nacional. A menudo conozco a «poderes ejecutivos» que trabajan muchas horas, viven bajo una terrible presión y luchan contra la vida a cada instante. Intentan salir constantemente de su «zona de confort» y tratan de «marcar la diferencia». Incluso viven su vida personal como máquinas. Sus tardes están reservadas para cenas de trabajo y otros eventos empresariales. Llevan a sus hijos de las clases de tenis a las clases de música. Cada minuto está planificado y se espera que esté precisamente cronometrado, como un reloj. En las raras ocasiones en las que estos poderes ejecutivos se permiten un breve descanso, caen en el otro extremo, por ejemplo, practicando ejercicio como si fueran hombres o mujeres de acero, o corriendo maratones. Se fuerzan más allá de lo necesario para permanecer en forma y saludables. Tal vez alcancen su objetivo, pero siempre pagan el precio. Frecuentemente, nos lanzamos a luchar con la vida, pero en cualquier combate perdemos más que ganamos. Entonces sentimos la inclinación a afirmar que la vida es dura. La vida puede ser fácil. Tan solo es duro el camino que elegimos.

Busca el camino de menor resistencia.

En la película Forrest Gump, Tom Hanks interpreta al torpe Forrest, cuya «simpleza» le permite vivir la vida con una mínima resistencia. Como resultado de ello, acaba en el equipo de fútbol AllStar American y en el equipo nacional de pimpón, conoce a tres presidentes de Estados Unidos, gana la Medalla de Honor del Congreso, se convierte en capitán de un barco de pesca de gambas, crea un gran negocio y es uno de los primeros inversores de Apple. A veces, como una pluma llevada por el viento, lo mejor

que podemos hacer es dejarnos arrastrar por el aire. Sin duda, el equilibrio que necesitamos está en algún lugar entre nuestra frenética vida moderna y la de Forrest.

Vive en «el camino».

Baja la vista Junto al éxito y al progreso, uno de los valores fundamentales de nuestra moderna cultura es la ambición. Luchamos por tener más, por llegar más lejos, más alto. Enseñamos a nuestros hijos a medir su valor mediante su actividad no solo en términos de rendimiento, sino en términos competitivos y comparativos. No basta con lograr algo; lo que importa es conseguir más que los demás. Eso es lo que hemos dado en llamar éxito. No nos basta con aprender; tenemos que sacar mejores notas que nuestros compañeros. No basta con disfrutar de una vida placentera y cómoda; hay que vivir mejor que nuestros vecinos. No basta con pasarlo bien jugando al fútbol; ganar es lo que importa. Sin embargo, al comparar obsesivamente, nos predisponemos a la frustración, porque siempre habrá alguien que haya llegado más lejos o que lo haya hecho mejor. No es difícil comprender que la vida nos ha ofrecido cosas diferentes. Algunos son más altos y otros más bajos, unos son más ricos y otros más pobres, algunos gozan de mejor salud, son más divertidos y más bellos. Por esa razón, si te centras en un aspecto específico de tu vida, siempre habrá alguien que tenga «más» que tú. Olvidamos la otra cara de esta curva de distribución: cada uno de ellos tiene «menos» que tú al menos en algún otro aspecto. Así es como ha sido diseñado el juego de la vida. Compararnos a nosotros mismos con otras personas cuyo rendimiento parece ser mayor es un comportamiento que llamo mirar hacia arriba. Al mirar arriba nos centramos en los aspectos en

los que nos quedamos cortos. Intentamos evaluar cuánto camino tendremos que recorrer para atrapar a los que lideran el pelotón. Creemos erróneamente que no somos lo bastante buenos hasta que ocupamos el primer puesto. Como resultado, nuestras expectativas en relación con nosotros mismos crecen desproporcionadamente y, en consecuencia, no pueden cumplirse. Por último, pensamos que la vida es injusta con nosotros en comparación con los demás, y ese pensamiento nos hace sufrir.

No hay nada malo en querer progresar en la vida, pero alzar la vista para establecer comparaciones no nos llevará a ninguna parte. Siempre habrá alguna razón para creer que lo que has logrado no es suficiente. Los empleados miran a los jefes, los jefes a los directores. Las modelos miran a las supermodelos más delgadas, y los millonarios a los multimillonarios. Este es el reto: intentar reformular la ambición para que el objetivo consista en llegar a ser una mejor persona en lugar de compararnos con los demás. O lo que es mejor, baja la vista. Trabaja duro, crece e influye en el mundo, pero, por favor, siéntete bien contigo mismo. Por favor, deja de mirar lo que no tienes. Lo que no tienes es infinito. Convertirlo en tu punto de referencia es una segura receta para la frustración, y un camino cierto para el fracaso del algoritmo de la felicidad. En lugar de mirar a los pocos que parecen tener más que tú, mira en cambio a los miles de millones que tienen menos. ¡Sí, miles de millones! Si puedes pagar un par de euros por una taza de café, muestra agradecimiento, porque más de 3.000 millones de personas viven con menos de 2,10 euros al día, y más de 1.300 millones de

personas lo hacen con menos de un euro al día. Si puedes beber un vaso de agua, muestra agradecimiento, porque 783 millones de personas no tienen acceso a agua limpia. Si tienes un hogar, muestra agradecimiento, porque hay casi setecientas cincuenta mil personas sin hogar helándose en las calles de las grandes ciudades solo en Estados Unidos, y unas treinta y cinco mil en España. Y no se trata solo de la riqueza material. Si miras atentamente, descubrirás que el dolor y la desgracia —aunque ocultos— están mucho más extendidos de lo que crees. Tal vez el ejemplo más hermoso de cómo nos perdemos la tristeza del otro se expresa en el misterio de la sonrisa japonesa. Aunque para la mayoría de los pueblos una sonrisa expresa felicidad, para los japoneses puede expresar una gran variedad de sentimientos, incluyendo incomodidad, duda, miedo, vergüenza y desconcierto. En la cultura japonesa del silencio, no es habitual expresar emociones extremas, especialmente las negativas. Por ejemplo, si una persona comete un error, sonríe. Esa sonrisa se utiliza para disimular el sentimiento de vergüenza. Una vez le pregunté a un amigo por qué en Tokio todo el mundo sonreía constantemente cuando yo sabía que el terrible ritmo frenético de la vida provocaba mucho malestar. Con sus hermosas palabras dijo: «Nos guardamos el sufrimiento para nosotros y te ofrecemos esta sonrisa». Admiro sinceramente Japón, y me intriga que toda una nación pueda —con tanta dignidad— ocultar su dolor. Hay tanta tristeza alrededor que si tienes que compararte con alguien, cambia tu actitud. Compárate con los menos afortunados; al cambiar tu perspectiva, descubrirás muchas razones para ser feliz con lo que tienes. Un amigo mío, hombre de negocios ambicioso y de éxito, siempre aspiraba a objetivos más altos. Entonces se le diagnosticó pancreatitis aguda, una enfermedad que provoca que los ácidos estomacales responsables de la digestión se derramen en la cavidad abdominal y digieran la propia carne del paciente. Durante meses estuvo intubado en una cama y mantenido con vida gracias a medicamentos. En cuanto su salud se deterioró, decayó su ambición. Dejó de interesarle el beneficio material y el progreso en su carrera. Dejó de compararse con el que había sido promocionado

antes que él o con el vecino que llevaba un mejor coche. Cuando por último se estabilizó, sus ambiciones habían pasado de conquistar el próximo éxito material a, en sus propias palabras, «darse la vuelta en la cama».

Solo cuando miramos hacia abajo descubrimos lo afortunados que en realidad somos.

Bajar la vista nos ayuda a apreciar lo bueno que hay en nuestra vida. Y no es un secreto que el sentimiento de gratitud nos hace felices. Los psicólogos Robert A. Emmons, de la Universidad de California, y Michael E. McCullough, de la Universidad de Miami, realizaron un estudio en el que pidieron a tres grupos de participantes que escribieran unas pocas líneas a la semana sobre un tema específico. Un grupo escribió sobre cosas por las que se sentía agradecido; el segundo, sobre cosas que le disgustaban; y el tercero, sobre acontecimientos que le habían afectado positiva o negativamente. Diez semanas después, quienes habían estado escribiendo sobre la gratitud se sentían mejor con su vida. También practicaban más ejercicio y sus visitas a los médicos eran menores que las de aquellos que se concentraban en fuentes de irritación.1 Martin E. P. Seligman, de la Universidad de Pensilvania, examinó el impacto de la gratitud en cientos de participantes. Inicialmente, pidió a cada uno de ellos que escribiera sobre un recuerdo lejano y luego una carta de gratitud a la semana y la entregara a alguien a quien quisiera mostrar agradecimiento. Los participantes mostraron un gran aumento en los marcadores de felicidad cuando expresaban gratitud, y a veces el impacto duraba un mes entero.2

La gratitud es un camino seguro hacia la felicidad.

Y el agradecimiento es una cuestión de actitud. Al mirar hacia abajo aprendes a agradecer los dones de tu vida. Tal vez incluso aprendas a agradecer tus propias penas al descubrir que siempre hay alguien con heridas más profundas. En comparación, serás consciente de que, gracias a un golpe de buena suerte, te has salvado. Tomemos mi propio ejemplo al perder a Ali. ¿Puedo mirar hacia abajo y sentir agradecimiento ante tan trágica pérdida? ¿Hay algo peor que perder a alguien tan maravilloso como Ali? ¡Por supuesto! Podría haber sido mucho peor. Muchos veinteañeros son diagnosticados de cáncer, por ejemplo. Soportan la dureza de la quimio y la radiación durante meses, y aun así algunos no lo consiguen. ¿Habría sido mejor que Ali se marchara así? ¡No! Algunos estudiantes universitarios que frecuentan malas compañías acaban enganchados a las drogas y mueren de sobredosis. ¿Habría sido mejor que Ali se marchara así? ¡No! Y más simple aún, ¿habríamos preferido que el destino de Ali fuera exactamente el mismo, pero en Boston, donde vivía y estudiaba, y no en casa, donde nos visitó y pasamos unos días maravillosos antes de su desaparición? ¡Claro que no! Si opto por alzar la vista y pensar en todo el tiempo que podríamos haber estado juntos, sufriré porque el hecho es que se marchó y no hay nada que pueda hacer al respecto. En cambio, elijo mirar hacia abajo y mostrar agradecimiento por los maravillosos veintiún años durante los que nos bendijo con su presencia. En lugar de sentir resentimiento por su muerte, siento agradecimiento porque haya vivido. «Ali no le tenía miedo a casi nada —me dijo una vez un amigo —. Le incomodaban las alturas, pero nada le asustaba realmente. Recuerdo que le pregunté cuál era su mayor temor, a lo que respondió que su mayor temor era perder a un ser a quien amara realmente. Ello incluía a su familia y amigos más cercanos. Cuando se marchó, me di cuenta de que lo inevitable jamás sucedió para Ali. Vivió sin que su mayor temor se hiciera realidad. Y creo que eso es bastante asombroso.»

Cuando toca abandonar este mundo, que Ali muriera en paz mientras dormía y junto a la familia que le quería no es el peor escenario posible. Al bajar la vista descubrimos que hay innumerables escenarios mucho peores que aquel que nos tocó vivir. ¡Como todo en la vida, aunque tenerle vivo un día más habría hecho de la existencia algo mejor, entiendo que incluso esto podría haber sido mucho peor! Es hora de que reflexiones sobre tu propio sufrimiento. Mientras lo haces, sé justo y ten presente que aunque no seas la persona más afortunada del mundo, sin duda no eres la más desgraciada. Si alguna vez lo olvidas, entonces, por favor:

¡Mira hacia abajo!

Capítulo 12

Amor es todo lo que necesitas

Me encantan las mariposas. Me da igual el tipo, el color o el tamaño. Simplemente las adoro. No tengo por qué poseerlas y ni siquiera es necesario que las vea. Me hace feliz que existan. Me gustan tanto que querría abrazarlas. Pero no lo hago. Aparto esa abrumadora sensación de amor cada vez que nuestros caminos se cruzan. Creo

que ellas lo saben porque no se acercan mucho a mí. A veces, de camino al trabajo, una mariposa vuela graciosamente delante de mí. Aterrizará serenamente en una rama interpuesta en mi camino, como si dijera: «Me quedaré aquí y haré como que no miro para que puedas disfrutar de mi presencia». Al pasar, revolotea a mi alrededor y vuelve a aterrizar frente a mí. No me detendré, y ella tampoco. ¿Coincidencia? Creo que no. En todo caso, no me importa, porque he amado a todas las mariposas que han existido siempre.

También me gustan. Me gustan sus patrones, su belleza, su gracia. Admiro su viaje vital de oruga a reina de la belleza, su paso a través de las dificultades y la incertidumbre del capullo. Aprecio el trabajo que hacen al polinizar las flores y respeto la perseverancia que demuestran en sus breves vidas, a pesar de su fragilidad.

Gustar, admirar, apreciar y respetar son sentimientos diferentes y todos difieren del amor. Me gusta y admiro por razones específicas. El amor, por su parte, está simplemente ahí: inexplicable, sin apoyarse en ninguna razón, e inmutable.

El amor —el verdadero amor— es real. El resto de las emociones son pasajeras. Aparecen cuando una situación las propicia y desaparecen cuando esa misma razón se desvanece.

Que a uno le gusten los patrones de una mariposa depende de lo hermosa que sea una mariposa en concreto. Si su color es gris pálido y es poco atractiva, la admiración puede desaparecer. Sin embargo, mi amor por ella permanece.

Pensemos en la experiencia prácticamente universal del amor materno. Después de sufrir los incómodos meses de embarazo y luego el dolor agudo del parto, una corriente de amor desborda a casi todas las nuevas madres en cuanto depositan esa cosita arrugada en sus brazos. Esta emoción abrumadora persiste al margen de las circunstancias. El hijo crecerá, abandonará el hogar y tal vez no llame nunca, pero el amor persiste. Quizá el hijo abandone este mundo, como hizo Ali, pero el inquebrantable amor de la madre no parará de crecer.

¿Qué tipo de amor? La cultura popular ha convertido el amor en una especie de dolorosa prueba de resistencia. Los corazones rotos y el anhelo inspiran infinitas letras y llenan las páginas de las novelas. Sí, hay un tipo de amor que causa dolor. El otro tipo, sin embargo, lleva a una felicidad pura e ininterrumpida. La forma de amor habitual en la cultura popular es una ilusión, mientras que el amor del que rara vez se habla —pero que se siente más profundamente— es real.

El amor condicional surge del pensamiento «amo porque...», y como todo lo que está basado en un pensamiento es una ilusión, es pasajero y, a medida que evoluciona el pensamiento, conducirá ineludiblemente al sufrimiento.

Por el contrario, el amor incondicional se siente, pero no se comprende. Se construye genuinamente a partir del «yo amo» y nada más: no hay razones ni condiciones previas, no hay expectativas ni exigencias, y, por lo tanto, no hay decepción. ¡No hay pensamientos! Esta es la única forma de amor verdadero. Es raro encontrarlo, pero es real.

El amor incondicional es real. Es la única emoción no producida por un pensamiento.

Una emoción sin pensamiento

La verdadera esencia que hace del amor incondicional algo real consiste en que vive fuera del ámbito del pensamiento. Todas las otras emociones se basan en un pensamiento. La envidia surge del pensamiento «tiene lo que yo no tengo». El odio se origina a partir del pensamiento «algo en esa persona contradice mi forma de vida». La admiración brota del pensamiento «he analizado los atributos de una persona y superan mis expectativas». La ira aparece por el pensamiento «la conducta de esa persona me amenaza. Tengo que ser contundente para sentirme a salvo». El pensamiento desencadena una emoción. El amor condicional también se origina en un pensamiento: «Me hace sentir feliz y por eso la quiero» o «Me hace sentir a salvo, y por eso la quiero». El mismo modelo se aplica a nuestro amor por las cosas: «Este coche refuerza mi prestigio y por eso me gusta» o «Mis zapatos son cómodos y por eso me gustan». Mientras persista la razón, el amor condicional permanece, pero una vez que desaparece, el patrón de pensamiento cambia y la emoción se extingue. El pensamiento incesante puede incluso metamorfosearla en odio, ira, miedo o cualquier otra emoción generada por el pensamiento. Esta es la razón por la que las relaciones sufren: se han erigido a partir de un amor condicional en un mundo en cambio perpetuo. Las expectativas sobre la belleza, el valor de entretenimiento, el placer físico y otras expectativas se han convertido en condiciones previas al amor. Cuando el amante cambia, las expectativas se frustran y el cuento de hadas se convierte en una pesadilla. El amor incondicional, por su parte, resiste todos los cambios. Suprime la «ilusión del tiempo». Aunque no vea a mi maravillosa hija durante meses, un amor inmutable y creciente inunda siempre mi corazón. El verdadero amor suprime la «ilusión del conocimiento». Amamos el océano, las estrellas, los pájaros y los animales; sentimos un vínculo con ellos a pesar de no comprender su naturaleza mudable. Suprime la «ilusión del yo» al permitirte amar aquello que está demasiado lejos como para que tus sentidos físicos

lo comprendan. Es la única forma de amor eterno, incluso más allá de la propia vida. El amor a Ali siempre permanecerá en mi corazón a pesar de que él abandonara nuestro mundo físico. Utilizo la palabra siempre intencionadamente. El verdadero amor se experimenta siempre, cada segundo de cada día. El tiempo no es una condición para un amor que no necesita condiciones.

La verdadera alegría del amor No hay felicidad sin amor. Y aunque el amor condicional provoca sufrimiento, el verdadero amor proporciona una felicidad duradera. No hay posesión en el amor verdadero. Sin nada que poseer, no hay nada que esperar, ninguno de los sufrimientos que derivan de las expectativas frustradas que todos conocemos en el amor condicional. «Merezco ser amado como una condición previa para mi felicidad» es un pensamiento inspirado en el ego, un intento más de demostrar que somos lo «suficientemente buenos» y merecedores de ser amados. Todo pensamiento que surja del ego está condenado a defraudarnos, y en cuanto el amor ilusorio se desvanezca, aparecerá el sufrimiento. Sin embargo, sin expectativas —sin exigencias al ser amado— la dicha del amor se instala, porque...

La «ausencia de expectativas» jamás se convierte en una expectativa frustrada.

De todo lo que hay que saber sobre el amor incondicional, su impacto en tu felicidad es asombrosamente simple:

La verdadera alegría del amor consiste en ofrecerlo.

La economía del amor Llena el mundo que te rodea de amor y se desbordará, acabará con la incertidumbre y te ofrecerá más de lo que esperabas. Inténtalo y verás lo que pasa.

Cuanto más amor das, más recibes.

Me gustaría que hubiera investigaciones científicas al respecto para deslumbrarte con un gráfico o una estadística impresionante. El amor no es un tema muy estudiado por la ciencia, pero consideremos esta analogía: en física, la ley de la conservación de la energía significa que la energía nunca desaparece. Jamás disminuye. Cambia de forma, pero en todo sistema cerrado la cantidad de energía del inicio será idéntica a la cantidad de energía al final. El amor sigue la misma ley: el verdadero amor no puede ser destruido; tan solo cambia de forma. Debido a ello, el amor que introduces en un sistema se metamorfosea y regresa a ti desde el lugar que menos te esperabas. En realidad actúa mejor que la energía: atrae el amor de todos los seres hacia ti. Como una cuenta

de ahorro, cuanto más amor ingresas, más crece y se multiplica, de modo que cuando quieras sacarlo, tendrás mucho más a tu disposición. Llamémoslo la ley de la conservación —o multiplicación— del amor.

El amor nunca cae en saco roto. Cuanto más repartas, más amor sentirás.

Considera a los individuos que pacífica e incondicionalmente han amado el mundo y a todos sus habitantes, aunque ello les reportara sufrimiento: la madre Teresa, Gandhi, su santidad el dalái lama. Miles de millones de personas de todos los credos, países y formas de vida los aman. Ese amor continúa mucho después de su muerte. Los amamos aun desconociendo los detalles de sus vidas. Incluso tú debes de amar a alguien como ellos. ¿Cómo podría ser de otro modo? En el mundo de los negocios nunca he oído hablar de una fuente gratuita y renovable que ofrezca una rentabilidad tan espectacular como el amor. En cierto modo es como la fama de la música rock. Un músico de talento puede sentarse a solas en una habitación y crear una obra maestra únicamente a partir de su inspiración, y lograr admiración y fortuna durante las décadas siguientes. Aunque ese tipo de talento tal vez sea muy escaso, todos somos capaces de crear obras maestras del amor incondicional. Un producto tan poderoso requiere un manejo especial. Sigo tres consejos prácticos a los que doy el nombre de Manual de instrucciones del amor.

Manual de instrucciones del amor Estos son mis secretos para beneficiarse de la espectacular economía del amor. Á

Ámalo todo y a todos

Una serpiente puede resultar inquietante y comportarse furtivamente, pero no es el mal; tan solo cumple meticulosamente su función. Nunca hace más de lo necesario y nunca se muestra insegura. Si odias a las serpientes, lo que en realidad odias es la historia que tu cerebro te ha contado sobre ellas, una historia que dice que son perversas y viscosas. Pero no lo son. Ninguna serpiente intenta hacer daño a otro ser por diversión. Cazan para comer, igual que nosotros. Aunque la mayor parte de nuestra caza ahora tiene lugar en el estante de un supermercado, no somos mejores que una serpiente en lo que respecta a la supervivencia. Somos los mayores carnívoros del planeta, con diferencia. Sin embargo, todos creemos ser merecedores de amor. Aparta los pensamientos, las precondiciones respecto a cómo te gustaría que fueran o se comportaran las serpientes, y ¿qué es lo que te queda? No hay razones para las emociones materiales, solo el amor incondicional. Evita las serpientes para alejarte de todo daño, pero no las odies por ser lo que son. Si eres capaz de amar a una serpiente, entonces eres capaz de amar a todos los seres: los árboles, las rocas y las abejas. Incluso en lo relativo a las serpientes humanas, si miras detrás de la máscara del ego, solo queda el amor puro. Aun en el caso de las personas más irritantes y aparentemente odiosas que puedas conocer, si miras detrás de su ego, sus miedos y su conducta impulsada por el pensamiento, descubrirás a niños pacíficos que tan solo quieren ser amados y apreciados. Si son amados, la mayoría tirarán sus máscaras y se tornarán reales.

Aparta amablemente la máscara del ego y ama lo que ves debajo.

Por idealista que pueda parecer, también soy realista. Soy consciente de que la humanidad nos ha dado ejemplos —tiranos, asesinos y perversos villanos de toda ralea— que hacen que la idea

del amor incondicional sea difícil de creer, pero son la excepción, no la regla. He trabajado con algunos de los políticos más difíciles del mundo e incluso he descubierto que muchos de ellos albergan un interior humano. En lo que respecta a esas personas (muy pocas) tan profundamente atrapadas en su ego que su verdadera naturaleza jamás sale a flote, he aprendido una estrategia muy eficaz que me enseñó Ali cuando era niño. A las personas con un ego inquebrantable él les daba tres oportunidades. Después de eso las evitaba o les decía abiertamente, pero con cortesía, que no eran compatibles. Pero incluso al dejar de tratar con ellos, seguía queriéndolos, y estoy seguro de que en algún lugar de su corazón ellos le correspondían. Por favor, ten en cuenta que amar a todo y a todos no es una visión ingenua, romántica o idealista. En realidad, esta estrategia es un tanto egoísta. Además de todo el amor que recibes, el amor incondicional resuelve tu algoritmo de la felicidad. Te aporta la alegría del amor, que se encuentra en dar amor y no esperar nada a cambio. No hay expectativas defraudadas. Tan solo paz. ¡En realidad es una opción sabia! Ámate a ti mismo

¿Cómo podrás amar a alguien, o esperar que alguien te ame, si no te amas a ti mismo? En el mundo occidental no hay nada que cause más infelicidad que la generalizada ausencia de amor hacia uno mismo. Los estudios demuestran que solo un 4% de las mujeres en las sociedades occidentales se consideran bellas, y que más del 60% creen que necesitan estar más delgadas para merecer ser amadas. Tristemente, esto no debería sorprendernos. Hemos sido sistemáticamente educados para no amarnos a menos que cumplamos unas expectativas rigurosas.

En tanto sociedad obsesionada por el éxito, hemos crecido creyendo que permanecer dentro de la media —ser como la mayoría de los demás— no es «suficientemente bueno». ¡Si lo piensas, resulta terriblemente arrogante en la sugerencia de que la mayoría de la gente no es lo bastante buena! Una figura media no basta; tenemos que ser supermodelos. Pero ni siquiera las supermodelos se sienten bien, porque siempre hay otra supermodelo más atractiva. Pertenecer a la media parece amenazador porque significa que quienes están por encima de la media nos privarán de la oportunidad de tener éxito en un mundo competitivo. Sin embargo, no hace falta decir que no todos podemos estar por encima de la media. Esto contradiría las matemáticas más elementales. ¡Para empezar, alguien tiene que estar por encima y alguien por debajo para que haya una media! Presionarte absurdamente es el camino seguro para acumular expectativas frustradas, decepciones y sufrimiento. En otras palabras, es el camino seguro para arruinar el algoritmo de la felicidad. Con la creciente decepción, el estrés crece hasta que ya no podemos soportarlo. Por favor, párate aquí un momento y pregúntate si así es como tratas a los que amas. No, les das calor y seguridad. Entonces, ¿por qué te tratas así a ti mismo? Después de todo, eres un mamífero. Y los mamíferos cuidan instintivamente a los recién nacidos, que aún no están listos para enfrentarse al mundo. Eso nos programa para buscar y desear los sentimientos que nos mantienen a salvo cuando somos vulnerables. El calor, las caricias y la comunicación amable que recibimos de nuestros padres cuando nacemos reducen nuestro estrés. Cuando nos sentimos a salvo, nuestros cerebros producen hormonas que nos hacen sentir bien y nos permiten un mejor rendimiento y una mayor felicidad. Así es como deberíamos tratarnos a nosotros mismos. Trátate a ti mismo como tratarías a un niño amado. Bríndate calor, amor y ternura. Ningún bien deriva de la rudeza. Amor es todo lo que necesitamos. El amor a nosotros mismos funciona y está a nuestro alcance. Y eso también lo aprendí de Ali. Lo que mejor se le daba era aceptarse a sí mismo tal y como era. Siempre intentaba dar lo mejor

de sí, y se apreciaba a sí mismo al margen del resultado. Siempre y cuando diera lo mejor de sí mismo, nunca se culpaba por no lograr un objetivo específico. Destacaba en música, pero no en deportes, y nunca le importó. Tuvo suerte en la amistad, pero no siempre en el amor, y eso estaba bien porque él era quien era, y eso le gustaba. A quienes le conocieron también les gustaba.

Ámate a ti mismo por dar lo mejor de ti.

Sin embargo, es más fácil decirlo que hacerlo, ya que tendemos a recordar lo que no nos gusta de nosotros mismos y las críticas ajenas más que los aspectos que sí nos gustan. Esta propensión influye negativamente en el juicio que hacemos de nosotros mismos, pero hay una sencilla manera de arreglarlo. Inicia un diario o envíate correos electrónicos. En cualquier caso, apunta todo lo que en ti hay de positivo y admirable. Oblígate a escribir al menos una cosa cada día, un aspecto del que te sientas orgulloso. Anota todos los cumplidos que recibas: en qué consistió, quién lo dijo y qué situación lo produjo. Regresa a tu diario cuando creas que no eres lo bastante bueno. Expondrá tus pensamientos negativos y te recordará que no eres tan malo.

¡Y lo más importante! Rodéate de personas que te hagan sentir bien contigo mismo. No permitas que los agresores o las críticas destructivas entren en tu vida, ni siquiera por un minuto. Ábrete al feedback positivo y constructivo ofrecido con amor, compasión y atención, pero aparta lo rotundamente negativo. Si un amigo muestra signos de esa negatividad, haz lo que Ali me enseñó y dale tres oportunidades. Dile lo siguiente:

Lo que has dicho me hace sentir mal conmigo mismo, y no quiero rodearme de personas que me hagan sentir mal, así que no lo hagas otra vez.

Si sigue siendo negativo, vuelve a trazar la frontera con claridad meridiana, y si insiste por tercera vez, haz el equipaje y márchate. Dile directamente:

Me haces sentir mal conmigo mismo. ¡Merezco algo mejor!

Aunque pida y suplique, no te eches atrás. Tres oportunidades son más que suficientes. La firmeza te salvará la vida y también le enseñará a tratar mejor a sus otros amigos. Por último, recuerda que no hacen falta razones para amarte a ti mismo incondicionalmente. Tú no eres tu ego. No eres tus logros ni tus posesiones. No eres tú éxito ni tu estatus, ni nada que te exijas a ti mismo como condición previa para amarte. Tu yo real, Bichito, merece ser amado siempre.

Tú, aparte de tu ego, eres absolutamente encantador.

Sé amable

¿Qué haces cuando amas de verdad? Das de buen grado. Dar algo a quien amas te hace sentir tan bien como si fuera para ti mismo. A veces, incluso mejor. Si aprendes a amarlo todo y a todos, entonces da incondicionalmente. Entrega unos céntimos a una organización benéfica o echa un euro en el sombrero de un artista callejero. Un único euro puede alimentar a una familia durante un día en el mundo en vías de desarrollo, así que prívate de tu café diario por una vez y alimenta a un niño durante una semana. Pero no te limites a los regalos materiales. Te invito a dar una sonrisa, una palabra de aprecio, una buena conversación o un cumplido. Ofrece amor, aceptación y comprensión sin juicio. Reconoce la existencia de aquellos que se cruzan en tu camino: una

camarera, un tendero. No los trates como a seres de dos dimensiones, objetos que están ahí para servirte. Respeta a tus mayores. Presenta a un amigo que necesita un contacto. Pasa un curriculum vitae a tu departamento de recursos humanos. Llama a quienes lo pasan mal y escúchalos. Ayuda si puedes. Hazles sentir que alguien se preocupa. Trata a todo el mundo como te gustaría que te trataran a ti. Esa es la regla de oro del amor. Lleva tus regalos más allá de las personas que te rodean. Riega un árbol, acaricia a un animal, alimenta a un pájaro, perdona la vida de una mosca. Ocúpate de tu coche, de tus libros, incluso de tu taza de café. Si das, la vida siempre te devolverá. Piensa que al dar estás dando a todo el universo. ¡El universo estará en deuda contigo y te lo devolverá con intereses! Nada cae en saco roto.

Amar es dar todo lo que puedas.

Regala lo que no utilices. Los zapatos, los vaqueros y los trajes están hechos para ser usados; si los guardas en el armario, los estás matando. Devuélvelos a la vida regalándolos a alguien que los amará y utilizará. La vida florece cuando fluye. Una vida que consiste en dar es como un río, fresco, fluido y lleno de vida, hermoso y feliz. El agua estancada se convierte en un pantano, viejo y triste. ¿Qué es lo quieres ser?

Deja que la vida fluya. Conserva lo que utilizas y regala lo demás.

Cuando regalas algo que amas y valoras, el universo te lo devolverá con intereses. Aunque esto puede resultar difícil de comprender a título individual, se hace más evidente al considerar la sociedad en su conjunto. En economía, sabemos que si quienes

disfrutan de abundancia dieran a quien lo necesita, todo el sistema crecería y como resultado los donantes obtendrían más beneficios de los que han entregado. Esa es la razón por la que, durante las crisis, economistas y políticos animan a los consumidores a seguir gastando. Este consejo parece contradecir la tendencia intuitiva del consumidor a ahorrar en esos duros tiempos, pero esta es la situación: si dejan de gastar, el mundo llega a un punto muerto, pero si siguen consumiendo, la sociedad prospera a largo plazo. Cuanto más damos, más abundancia creamos.

Dar nunca vacía el saco. A cambio, obtenemos más.

Además, cuanto más amplio sea el círculo en el que repartes tus regalos, mayores serán los retornos. Al ayudar a alguien a quien no conoces, lo haces sin la expectativa de una devolución, y entonces nos hacemos de oro. Cuando damos desinteresadamente, la propia vida asume la deuda y la devuelve generosamente con sus recursos ilimitados. Ve un paso más allá y ofrece a alguien que ni siquiera te gusta el regalo de una palabra amable o el don de la ausencia de juicio, y el círculo virtuoso continuará. Con los años he decidido que esto es cierto. Mi cerebro de ingeniero ha sido curioso y he decidido poner a prueba el sistema. Cada vez que daba algo, tomaba nota y luego me descubría recibiendo regalos de fuentes inesperadas, a menudo presentes de un valor superior al mío. Cuando dejaba de dar, la vida se hacía más dura y daba la impresión de que tenía que luchar para conseguirlo todo. En un estudio realizado en la Harvard Business School, Michael Norton, Elizabeth Dunn y Lara Aknin entregaron sumas de dinero a desconocidos (cinco o veinte dólares) y les pidieron que lo gastaran ese mismo día. Se pidió a la mitad que lo gastara en sí misma y a la otra mitad que lo gastara en otros. Quienes se gastaron el dinero en sí mismos compraron cosas como café y comida, y quienes lo

gastaron en los demás compraron regalos para sus hermanos e hicieron donativos para las personas sin hogar. ¿El resultado? Quienes gastaron el dinero en los demás se sintieron mucho más felices que quienes lo emplearon en sí mismos. Esto ocurrió sistemáticamente al margen de la cantidad de dinero gastada.1 Muchos estudios similares confirman que el dinero puede darte la felicidad, si lo regalas. Todo lo que das también te hace feliz: tu sonrisa, tu tiempo, tu atención, tu conocimiento, tu amabilidad. En ese sentido:

¡Dar es el lado bueno del egoísta! Hace más feliz a quien da.

Por último, la última forma de dar es perdonar a aquellos cuyo comportamiento no parece merecerlo. Perdona al conductor que te bloqueó esta mañana, al compañero de trabajo que te ha apuñalado por la espalda, al «amigo» que dejó un comentario desagradable en tu Facebook. Hay mil razones diferentes y perfectamente buenas que explican por qué el conductor se comportó así. Tal vez su mujer estaba de parto y corría para estar con ella; tal vez seguía las indicaciones de un horrible profesor de autoescuela; tal vez intentaba evitar a otro coche que le cerraba el paso; o tal vez intentaba salvar la vida de una ardilla que se cruzaba en su camino. En cierto momento, tú estarás en su piel. Perdona y serás perdonado. Siempre sucede. Perdona a los que discuten, aunque creas que se equivocan. Una de las cosas que más me gustaba de Ali era cómo cedía en las discusiones aunque no estuviera muy convencido. Escuchaba atentamente y luego daba su opinión. No tenía prisa en demostrar que tenía razón, pero sí el impulso incontrolable de ser amable. Te aseguro que a cambio el mundo entero era amable con él.

¡Elige ser amable en lugar de tener razón!

Bien, este ha sido mi capítulo sentimental y nada científico. Pero quizá es el capítulo más apropiado para que me disculpes. Aunque no se puede explicar (y es inexplicable), el amor incondicional es uno de los pilares del universo. Cuando se trata de encontrar la felicidad, los Beatles lo dijeron con grandes palabras:

Amor es todo lo que necesitas.

Capítulo 13

VEP (Vive en paz)

La muerte es real. Nadie que haya vivido ha escapado jamás a la muerte. Tal vez sea más real que la vida misma.

Este capítulo ha sido la cosa más dura que he escrito nunca. En torno a la muerte hay algo sobrecogedor y, como podrás imaginar, es especialmente difícil para mí en estos momentos. La muerte nos asusta hasta el punto de que no hablamos de ella. Pero hoy no. En este capítulo seré terriblemente sincero al abordar esta cuestión. Por favor, acepta mis disculpas por adelantado si alguna de sus partes te resulta dura o entra en conflicto con tu sistema de creencias. El carácter definitivo de la muerte de Ali me puso frente a la verdad fundamental de la vida y la muerte. Al cristalizar mi comprensión, intensificó mi compromiso de vivir una vida que mereciera la pena. También se llevó mi último miedo: ya no temo morir. Tal vez al explorar la muerte descubrirás, como me ocurrió a mí, que nuestro mayor temor no está en absoluto justificado y que en la muerte reside nuestro más sabio maestro. No será una lectura fácil, pero seguro que merece tu tiempo. La mayoría de nosotros, residentes en culturas influidas por Occidente, nos negamos a hablar de la muerte. Como resultado, hay muchas cosas que no sabemos de ella, y eso, a su vez, nos aterra aún más. Muchas otras culturas, sin embargo, hablan abiertamente de la muerte, y algunas incluso han elaborado celebraciones tradicionales utilizando su imaginario. Los mexicanos, por ejemplo, celebran a sus fallecidos durante el festival del Día de los Muertos una vez al año. Estas celebraciones son muy diferentes a la mayoría de las tradiciones occidentales en un aspecto esencial: esta ocasión especial es una invitación a celebrar con los muertos, no para los muertos. Los muertos están presentes, no son meramente recordados o conmemorados. Hay abundancia de comida, regalos y adornos florales. Los vivos cuentan historias sobre sus seres queridos y saludan a las almas de los que han partido. De modo similar, los sufíes celebran una fiesta en el aniversario de la muerte de una persona que incluye fiesta y danzas. En Rajastán, después de doce días de duelo, los supervivientes celebran una fiesta por sus seres queridos fallecidos. Los irlandeses hacen una vigilia, una estruendosa celebración de los difuntos con

risas y música. ¿Cómo puede haber tal diversidad de puntos de vista en torno al mismo tema? Sin duda, los habitantes de estas culturas no mueren de forma diferente a como lo hacemos nosotros. Así que debe de ser una cuestión de perspectiva, un punto de vista distinto.

Los mitos en los que creemos Si nos permitimos mirar de cerca a la muerte en lugar de apartar la vista, le encontraremos un lugar significativo en nuestra vida en lugar de considerarla como un enemigo a las puertas. La primera fase de este proceso consiste en disipar algunos mitos. Hay un día para morir

La muerte es una parte integral del proceso de la vida. El instante en el que nacemos es el instante en el que empezamos a morir. Mientras hablamos, te estás muriendo. Tus glóbulos rojos, unos veinticinco billones, morirán en los próximos cuatro meses. En el momento en que hayas acabado de leer este capítulo, más de 150 millones de células de tu cuerpo habrán muerto. De ellas, dos mil serán neuronas, células que el organismo no reemplaza. La muerte no es un acontecimiento: es un proceso. No hay nada especial en el día en que desaparecemos.

Morimos un poco cada día.

La muerte es el enemigo

La muerte es una parte indispensable de la cadena alimentaria que sostiene a toda forma de vida en este planeta. Cada especie se alimenta de la muerte de otra especie subordinada en la cadena. Sin

la muerte de otro en el sistema, la vida no sobreviviría. Los humanos depredamos a la mayor parte de las criaturas hasta nuestra propia muerte, cuando una parcela de hierba o tal vez un rosal se alimenten de nuestra descomposición.

Sin la muerte, no habría vida.

Algunas formas de vida perduran más que otras, pero todas, sin excepción, acaban por desaparecer. A cada minuto, miles de millones de vidas se extinguen pacíficamente después de desempeñar su papel a la hora de mantener vivo el ecosistema. La única especie que convierte la muerte en un problema es la nuestra. La muerte nunca es bienvenida

En nuestro interior, todos sabemos que no hay escapatoria. Sin embargo, deseamos que la muerte concierte una cita en lugar de llegar sin ser invitada. Y preferimos una cita tardía. «Eh, aún tengo salud y disfruto de la vida, así que vuelve dentro de treinta, no, de trescientos treinta años. De hecho, no te molestes. Deja tu número y te llamaré cuando llegue la hora.» Cuando la vida nos va bien, no queremos morir. No obstante, muchos de nosotros hemos experimentado la otra cara de la moneda. Cuando la vida se manifiesta contra nuestros deseos, nuestra actitud puede cambiar. En el caso de una enfermedad dolorosa o cuando nuestro cuerpo envejece y se torna frágil, empezamos a preguntarnos, aunque nos resulte difícil admitirlo, «¿por qué la muerte tarda tanto?». No estamos de acuerdo con los tiempos de la muerte, y eso se aplica a la mortalidad de nuestros seres queridos. Cuando un ser querido muere, nos sentimos traicionados. Odiamos la muerte por arrebatarnos tan pronto a quienes amamos. «Si tan solo hubiéramos podido abrazarnos por última vez», pensamos. Sin embargo, pregúntate esto: ¿cuán pronto es demasiado pronto? ¿Y si yo

hubiera logrado cerrar un trato que mantuviera vivo a Ali para un último abrazo, o incluso un año más? ¿Habría dicho entonces: «Vale, ya os lo podéis llevar»? ¡No! Seguiría siendo demasiado pronto. Siempre habría anhelado un abrazo más. Pero cuando la vida deja de ser la mejor opción, nuestro desacuerdo con la muerte se desvanece. Cuando la hemorragia masiva que Ali sufrió empezó a afectar a sus órganos vitales, estos fallaron uno tras otro. Durante horas mantuve la esperanza, supliqué y recé para que se recuperara. Creía que aún no había llegado su hora, pero cuando por último un doctor sincero se hizo cargo de la UCI y me informó del alcance del daño que había sufrido el cuerpo de Ali, mi corazón dio un vuelco. Empecé a preguntarme si permanecer más tiempo en nuestro mundo con un cerebro dañado era lo mejor para mi hermoso hijo. Tal vez era mejor marcharse ahora y no más tarde. Nos guste o no, la muerte ya ha concertado una cita con cada uno de nosotros. Pero no nos ha dicho cuándo. Tal vez eso es lo que nos permite disfrutar de nuestro tiempo mientras estamos vivos. Sin embargo, cuando la muerte haga su aparición, podemos haber cambiado de opinión. Sopesamos las alternativas y tal vez nos sintamos listos.

Más pronto o más tarde, todos estamos preparados para morir.

La muerte es dolorosa

Otro de nuestros desacuerdos con la muerte es la cuestión de cómo morimos. Pensamos: «No quiero ahogarme; demasiado húmedo. Tampoco quiero caer al vacío. ¿Y morir por un caramelo? Sí, eso parece mejor. Algodón de azúcar: así es como quiero irme». Nos enfadamos con el mundo, o con Dios, cuando un tsunami se lleva la vida de miles de personas. Parece cruel. Sin duda, hay una mejor manera de morir. Pero cuando llega la muerte, siempre es

repentina y siempre inoportuna. La forma importa poco. Ali siempre me decía que no temía la muerte, pero sí el dolor al morir. Recuerdo cómo sacó el tema a los once años (creo que lo mencionó pronto porque tenía que comprimir toda una vida en apenas veintiún años). Mi respuesta fue: «Deseo, ya habibi [«amado mío»] que nunca sufras ese dolor». El día de su partida se fue a dormir a las 22:30 y aún no ha despertado. Cuando llegue el momento, mi deseo, como el de Ali, es irme de la misma forma, en paz y mientras duermo. Eso es incluso mejor que el algodón de azúcar. Una muerte dolorosa es uno de nuestros mayores temores, pero ¿debería serlo? No hay una muerte dolorosa, sino una vida dolorosa en sus últimos momentos antes de la muerte. Piensa en ello. Al desaparecer, desaparece el dolor. Como dijo Woody Allen: «No temo morir. Pero no me gustaría estar ahí cuando eso suceda». Cuando nos llegue la hora, ninguno de nosotros estará ahí.

La muerte no te hará daño.

Se puede engañar a la muerte

Este mito es invención de nuestro mundo moderno. Antes de que la promesa de «salvar vidas» se convirtiera en el fundamento de la multimillonaria industria de servicios sanitarios, morir era mucho más sencillo. Ahora lleva más tiempo. Es más complejo, más doloroso y muchísimo más caro. En el pasado, la mayoría de la gente moría de repente o tras un breve período de tiempo. La muerte era esperada y aceptada, y aunque los vivos sufrían la pérdida y el duelo, era más fácil para los que morían. Y eso era así porque el dolor y el sufrimiento duraban menos. Ahora los tiempos han cambiado. Los constantes avances en tecnología se invierten en encontrar una cura, de forma que cuando algo anda mal podamos solucionarlo. Se ha concedido a

miles de millones de personas la oportunidad de vivir otro día, y como resultado global la expectativa de vida global ha crecido un 50% en los últimos cincuenta años.1 Sin embargo, a veces vivir más tiempo no significa vivir mejor. Peter Saul, especialista en cuidados intensivos, examina esta dicotomía en su conferencia TED «Let’s Talk about Dying». La promesa de «salvar» vidas es inspiradora, dice, pero sería más correcto etiquetar el producto ofrecido como una «prolongación» de la vida. Desde este punto de vista, vivir un día más es un precioso regalo solo cuando merece la pena vivir la vida. Sin embargo, en el mundo avanzado no hacen esta distinción y negocian más años, aunque eso signifique más sufrimiento. Como resultado, una de cada diez personas muere en cuidados intensivos y se mantiene a los pacientes en unidades de soporte vital incluso después de haber sido declarados clínicamente muertos.2 Como vivimos más tiempo, otra industria multimillonaria se ocupa de inyectarnos líquidos viscosos y cortar, alargar y estirar nuestra piel para eliminar los signos del envejecimiento. Por último, morimos, y otra industria nos ofrece la inmortalidad congelando nuestro cuerpo con la esperanza de que podamos volver a la vida cuando la tecnología avance lo suficiente, una promesa tan antigua como mis queridos paisanos, los faraones. En todo caso, para empezar es un milagro estar vivos. Observa tu forma física y piensa en los cientos de funciones vitales que han de operar sin tregua para sostener su continuidad, de un momento a otro. Piensa en las decenas de miles de proteínas contenidas en ellos, cada una actuando como un instrumento sofisticado. Piensa en los miles de billones de células que necesitan ser alimentadas, protegidas y sustituidas. Nos levantamos cada mañana esperando que esta máquina funcione con una sencilla rutina, pero la verdad es que nuestros cuerpos son extremadamente frágiles. Si muta un solo par genético, persiste un único germen o falla un único órgano vital, si un solo sistema deja de funcionar, la máquina colapsará. Hay innumerables posibilidades —o probabilidades— de fallo.

Pensemos en la bella forma llamada Ali. ¡Su muerte fue el resultado de un pinchazo! Eso es lo que en realidad fue: una aguja penetrando en un vaso sanguíneo. ¿De veras somos tan frágiles? ¡Lo somos! Mucho más de lo que creemos. Hay muchas cosas que pueden ir mal y que a menudo van mal. Como señala el proverbio árabe, «las razones son infinitas, pero la muerte es una y la misma». Con la desaparición de Ali, he hecho las paces con la muerte. Tengo la certeza de que este podría ser mi último aliento; que podría ser el último párrafo que escriba. Esta máquina, mi forma física, no tiene garantía. Su manual de instrucciones dice claramente que no tengo nada que decir respecto a cuándo dejará de funcionar. Con un mantenimiento meticuloso, tal vez recorramos unos cuantos miles de kilómetros más, pero al final nos quedaremos sin piezas de repuesto. Estas son las reglas del juego.

La muerte no nos engaña. ¡Todos nos iremos algún día!

Cuando algo cae completamente fuera de nuestro alcance, es imposible encontrar la felicidad hasta que aprendamos a aceptarlo como parte integral del curso normal de la vida. Y, sin embargo, es difícil aceptar la muerte si creemos que ella nos arrebata la vida. Pero ¿es así?

El continuo de la vida extensa Cuando por último nos dejaron pasar a la unidad de cuidados intensivos para despedirnos de nuestro hijo, Nibal le dijo: «Habibi, ya estás en casa». Yo le besé en la frente y le dije: «Nos veremos pronto, amigo». Ya estábamos en paz. Nuestro estado era el resultado de una convicción con la que algunos lectores no estarán de acuerdo: nuestra creencia en la vida después de la muerte.

Definiciones

Hay diferentes escuelas de pensamiento que abordan lo que nos sucede después de la muerte, pero se dan algunos fundamentos conceptuales recurrentes. Los más comunes son la vida eterna, la reencarnación y la nada. Los sistemas de creencias religiosos suelen decirnos que vivimos eternamente y acabamos en el cielo o en el infierno: una perspectiva que asume que la verdadera vida solo empieza después de la muerte. Otros sistemas de creencias defienden un planteamiento menos dualista y afirman que volvemos a la vida una y otra vez. Y el sistema de creencia secular afirma que solo existen el ser y la nada, y que la muerte es el final: desaparecemos. Ninguno de estos puntos de vista puede confirmarse con cierto grado de certeza. Pero para encontrar un fundamento común, permíteme sugerir una definición unificada que los trascienda todos en lo que respecta a lo que es la vida. Aquí utilizo la palabra vida para referirme a la vida en nuestra actual forma física, en este planeta, y la palabra muerte para referirme al final de esta forma. Aquí no hay controversia. Con estas dos definiciones a buen recaudo, podemos ocuparnos de algo nuevo: la vida extensa. Así es como llamo a la duración combinada de la vida y a tu definición de lo que ocurre después de la muerte. Esto equivale a (vida) + (vida eterna) si eres religioso, (vida) × (ciclos de reencarnación) si crees en la no dualidad, o tan solo (vida) si no eres religioso. Una cuestión de tiempo

La vida extensa implica repensar algunas cosas que damos por sentado. Por ejemplo, entendemos la muerte como una interrupción de la vida, pero desde una perspectiva diferente parece obvio que es la vida la que interrumpe la muerte. La muerte dura infinitamente más, mientras que la vida acaba muy pronto. ¿Cómo algo tan

valioso como la vida puede ser tan insignificante? ¿Cómo puede durar tan poco tiempo? ¿Y por qué le otorgamos tanta importancia a ese pequeño fragmento de una imagen infinitamente extensa? Bien, la respuesta está en la relación entre la vida y el tiempo. Afortunadamente, aquí no dependemos de la metafísica. La vieja física ha observado lo grande, lo pequeño y todo lo que hay en medio durante el último siglo y medio. Los resultados —la teoría cuántica, la teoría del Big Bang y la teoría de la relatividad— nos ayudan a comprender por qué concebimos la vida y la muerte tal y como lo hacemos. Se trata de buenas noticias porque la vida después —y antes— de la muerte ha sido el centro del debate desde los inicios de la humanidad, por lo que la capacidad para debatir esta cuestión con cierta objetividad es más que bienvenida.

Probablemente has oído hablar del experimento de la doble rendija en física cuántica. Para nuestros propósitos, solo diré que representa el único vínculo que conozco entre la física y la naturaleza de la propia vida. Asocia la existencia de partículas subatómicas con la observación por parte de una forma de vida (como tú mismo). En este sencillo experimento, las partículas

subatómicas —por ejemplo, los fotones— son disparadas hacia un muro a través de una barrera con dos rendijas situadas una al lado de la otra. En ausencia de observación, una única partícula pasará por ambas rendijas, dejando de existir al mismo tiempo en forma de partícula y transformándose en una función de onda de probabilidad. Solo al ser observada la función de onda colapsa y regresa a su forma física como partícula, que atraviesa entonces la barrera por una u otra rendija. La mera observación del fotón parece inducirlo a «elegir» ser una partícula real. Esta extraña característica ha sido objeto de amplios estudios, y todos ellos apuntan a una misma conclusión: ¡cuando la vida no lo observa, el mundo físico deja de existir! El gato de Schrödinger es un famoso ejemplo. En este experimento mental se introduce un gato en una caja de acero, junto a un aparato que contiene una sustancia que puede matarlo. El aparato se activa para liberar el posible veneno mediante un acontecimiento aleatorio que no podemos controlar ni predecir desde el exterior de la caja. Como no podemos saberlo, según la ley cuántica el gato puede estar en cualquier estado de la función de onda de probabilidad y, por lo tanto, está a la vez vivo y muerto en lo que llamamos una superposición de estados. Solo al abrir la caja y observar o medir la condición del gato, desaparece la superposición y el gato aparece vivo o muerto. Es la «paradoja del observador»: la observación crea el resultado, y el resultado no existe hasta que se lleva a cabo la medida. El principio de incertidumbre de Heisenberg lleva esta extrañeza aún más lejos y demuestra que nuestro propio acto de observación cambia la realidad del mundo que observamos. El principio de incertidumbre sugiere que el mundo físico —el mundo que nos rodea— depende del observador. En otras palabras, sin un observador, todo seguiría siendo una infinita onda de probabilidades. Tú y yo, y cualquier otra forma de vida, no somos producto del mundo físico; somos producto de nosotros mismos, porque al observarlo, convertimos el mundo físico en lo que es. Sí, lo sé, cada vez que pienso en ello vuelvo a flipar.

Ahora, con la extrañeza cuántica en mente, demos un paso atrás, hasta el inicio de nuestro universo físico. La teoría del Big Bang es el modelo cosmológico dominante en lo relativo al inicio del universo. Afirma que todo empezó con un único punto masivo en un estado de alta densidad que se expandió para crear nuestro universo y todo lo que contiene (incluyendo tu forma física y la mía). Después del Big Bang, nuestro planeta Tierra tardó 9.000 millones de años en formarse, y la vida tardó en establecerse otros 4.000 millones de años. Y aquí estamos. Al examinarlas juntas, la teoría del Big Bang y la teoría cuántica plantean la pregunta intrigante: ¿qué existió antes? ¿La vida o el universo que la contiene? Para que existiera cualquier partícula individual —entre ellas, las que conformaron el punto masivo original, los gases en expansión y la Tierra original, cada partícula de oxígeno en su atmósfera y cada gota de agua en sus ríos— fue necesaria alguna forma de vida que la observara y la dotara de existencia. A menos que las leyes de la física, tal como las conocemos, no se aplicaran desde el Big Bang hasta la aparición de la vida en su forma física, la vida tuvo que existir antes que el mundo físico.3 Desde el Big Bang, el tiempo ha sido una de las propiedades más persistentes —aunque ilusorias— del mundo físico. Y aquí surge nuestra tercera teoría. La teoría de la relatividad de Einstein ofrece otra conclusión científica impresionante: que todo el tiempo existe ya en una estructura tetradimensional conocida como espacio-tiempo. Como señalamos anteriormente, la relatividad del tiempo implica que tú y yo podemos tener un concepto del tiempo muy diferente en función de nuestra velocidad, ubicación, punto de vista y otros parámetros. Por lo tanto, la ausencia de un tiempo absoluto hace que nuestra percepción del principio y del final de un acontecimiento específico sean diferentes. Al relacionar estas tres teorías fundamentales —la física cuántica, el Big Bang y la relatividad— descubrimos que la vida, que abarca el continuo de todos los observadores posibles, fue primero. Eso significa que no se atiene a las reglas y los principios del mundo físico cuya llegada a la existencia observa. Esto nos enfrenta a una

serie de preguntas difíciles: ¿cómo acaba entonces una vida? El final es un punto en el tiempo. ¿Cuándo empieza? ¿En función de qué tiempo? ¿El tuyo? ¿El mío? Si todo el tiempo existe siempre, ¿qué vida fue primero? ¿La mía o la de Ali? ¿Quién murió primero? ¿Ali o yo? ¿Qué significan primero, último, antes o después si todo el tiempo existe desde siempre? Solo hay una respuesta:

La vida existe siempre.

Nuestra forma física está sometida a las limitaciones del universo físico, pero según la concepción de Einstein, una rebanada de ese espacio-tiempo puede incluir la muerte de Ali y mi propio nacimiento. El observador real de esa rebanada tiene que existir fuera de los límites del espacio-tiempo, como parte de la vida que precedió al propio universo. Tu yo real y mi yo real, fuera de nuestra forma física y viviendo en el continuo de la vida extensa, trasciende la flecha del tiempo. Es una idea compleja. Tal vez tendría que dejarte pensar un rato en estos conceptos. Tómate el tiempo que necesites, pero, por favor, recuerda: el yo físico es una ilusión; la vida no es el cuerpo sometido a las limitaciones del espacio-tiempo. Cuando pienses en ti mismo como observador, piensa en tu yo real, no en la forma física que te representa. Eso es lo que la vida es en realidad. Creo que la forma física de Ali descendió de la mía, pero no la vida de Ali. Su vida ha existido siempre, y también la mía, fuera de los límites del espacio-tiempo. En mi definición, la muerte es el final de nuestra forma física, pero no es lo contrario de la vida. La muerte es lo opuesto al nacimiento. El nacimiento y la muerte son los portales a través de los que llegamos y abandonamos esta forma física, pero la vida es independiente de todo lo físico. La vida observa lo físico. Reside fuera de lo físico, donde no hay antes ni después. En esto se basa la paz que he experimentado desde la desaparición de Ali. Sé que nos volveremos a encontrar.

Aunque nuestra forma física se disuelva, en realidad nunca morimos.

Qué hay después de la muerte

La muerte nos asusta porque estamos familiarizados con esta vida. Aquí nos sentimos a salvo, como cuando nos encontrábamos en el útero materno. Entonces todo era cálido, la comida era gratis, no existía la presión del tiempo, ni los impuestos, y todo era relajado. Imagina que aparece alguien y te dice que vas a sufrir el dolor de un proceso llamado parto, que te sacará de tu hogar conocido y que una vez fuera el suministro de oxígeno y comida se desconectará y la pacífica oscuridad será sustituida por luces deslumbrantes. Sin duda dirías: «Espera, no lo acepto. Me gusta estar aquí. Nunca estaré mejor». Pero ¿de veras era así? ¿Quieres volver ahora? ¿No crees que aquí fuera estamos algo mejor? Aplica, entonces, ese pensamiento a la próxima transición. Vivimos la vida con sus alegrías y sus penas hasta que alguien nos dice que en determinado momento tendremos que sufrir el dolor de un proceso llamado muerte y que seremos expulsados de nuestro hogar. No es de extrañar que reaccionemos del mismo modo: «No lo acepto. Me gusta estar aquí. Nunca estaré mejor». Si pudiéramos conocer de antemano que estaremos bien después de la muerte, no nos importaría tanto morir, ¿verdad? Solo en Estados Unidos se han documentado millones de experiencias cercanas a la muerte. En pocas palabras, se trata de casos de personas que han experimentado la muerte y han regresado. La mayoría cuenta una historia muy positiva. Una de las más fascinantes es la experiencia compartida por Anita Moorjani, autora de Morir para ser yo. En su charla TED explicó:

Hoy no debería estar viva. Debí morir el 2 de febrero de 2006. Me estaba muriendo de un linfoma en su última fase, enfermedad con la que había luchado durante cuatro años. Aquella mañana entré en coma y los médicos dijeron que eran mis últimas horas porque mis órganos se estaban apagando. Aunque tenía los ojos cerrados, era consciente de todo. Era consciente de mi marido, que estaba a mi lado, hundido, dándome la mano. Era consciente de todo lo que hacían los médicos. Era como si tuviera una visión periférica de trescientos sesenta grados. Podía verlo todo, pero no solo en la habitación. Era consciente de mi cuerpo físico. Podía verlo allí, echado en la cama de hospital, pero ya no estaba unida a él. Tenía la impresión de poder estar en todas partes al mismo tiempo. Me encontraba allí donde ponía mi atención. Era consciente de mi hermano, que estaba en la India y corría a un avión para venir a verme. También era consciente de mi padre y de mi mejor amigo, ambos fallecidos. Era consciente de su presencia junto a mí, como si oficiaran de guías. Una de las cosas que sentí en este estado expansivo era que podía comprenderlo todo. Comprendí que yo era mucho más grande; de hecho, todos somos mucho más grandes y poderosos de lo que suponemos cuando habitamos nuestro cuerpo físico. También percibí una conexión con todo el mundo. Tuve la impresión de poder sentir lo que todos sentían, pero al mismo tiempo no me dejé atrapar emocionalmente por el drama. Al principio no quería regresar a mi cuerpo enfermo y moribundo. Era una carga para mi familia y, además, sufría, pero enseguida supe que si lo comprendía profundamente, ahora que sé lo que sé, si elegía volver, mi cuerpo sanaría muy rápido.

Para sorpresa de sus médicos, Anita despertó del coma. Los registros del hospital muestran que en cinco días los tumores se habían reducido un 70% en su cuerpo, y cinco semanas más tarde recibió el alta, completamente libre del cáncer.4 La mayoría de los informes sobre experiencias cercanas a la muerte son similares: las personas atraviesan un túnel, ven una luz y se encuentran con sus seres queridos. Ven jardines y ríos donde reina la paz, el amor y la ausencia de conflictos. Muchos dicen que las experiencias cercanas a la muerte son una respuesta biológica del cerebro ante el proceso de la muerte. Mi respuesta es: ¿y qué? ¿Qué diferencia supone si ese es el aspecto de la vida después de la muerte o si nuestro cerebro se niega a guardar silencio incluso cuando morimos? ¿Y qué si es nuestra

última conversación, como cuando Windows se bloquea y muestra esa hermosa pantalla azul antes de callar? En todo caso, no da ni siquiera un poco de miedo (por no decir que es superguay). Personalmente, he experimentado el maravilloso paseo de una experiencia cercana a la muerte cuando una pequeña operación fue mal a una edad similar a la que tenía Ali cuando murió. Vi la luz, corrí hacia el túnel y descubrí la calma y la paz tan habituales en este tipo de experiencias. Siendo sincero, fue fabuloso. Fue tan divertido que no me importaría visitarlo otra vez. Pero hasta entonces, déjame centrarme en otro estado inevitable: la vida. Irónicamente, nuestra mortalidad es un maestro de vida. Antes de morir, deberías vivir una vida feliz. Así que vamos a aprender a encontrar la felicidad a pesar de la muerte, o incluso debido a la muerte.

Muerte y felicidad El camino a la alegría consiste en considerar la vida en lo que vale. La muerte de Ali situó mi vida en otra perspectiva. Imagino que, cuando se marchaba, se giró un instante y me ofreció un último regalo, llevándose algo con él. Se llevó el engaño de la vida. La desnudó. Las cosas que parecían importantes se revelaron inútiles y su verdadera esencia brilló al fin.

La muerte nos ancla a la verdad. Es la señal que se lleva todas las ilusiones. Si crees que lo controlas todo, la muerte destruirá esa ilusión. Concédele una importancia excesiva al mundo físico, y la muerte te recordará que todo lo físico desaparece. Muéstrate orgulloso de tu conocimiento, y el misterio de la muerte te confundirá. Intenta retrasar el deterioro de la vida, y la muerte aplastará tu sentido del tiempo. Solo entonces vivirás libre de ilusiones. Sin ilusiones, trascenderás el pensamiento hasta el nivel más elevado de felicidad. Como cualquier otra verdad:

Aceptar la muerte te liberará, pero antes te fastidiará.

El mejor coach vital del mundo La cultura islámica aconseja: «Cuando busques un maestro, no busques más allá de la muerte». Si esperamos la muerte, la escuchamos y hablamos de ella en lugar de esforzarnos por fingir que no existe, nos enseñará tres lecciones: no cómo morir, sino cómo vivir una vida plena y que merezca la pena.

Primera lección: la muerte es inevitable

Por indeseable que sea, la muerte acabará por ganar inevitablemente, así que ¿por qué pasarse la vida luchando contra ella? Los mejores generales no luchan en una guerra que saben que perderán: centran sus pensamientos y su energía en aquello en lo que pueden influir. La primera lección que nos enseña la muerte es a aceptarla.

¡Ríndete!

Segunda lección: la vida es ahora

El inicio y el final de tu vida son como las cubiertas de un libro. Por significativo que parezca, ningún acontecimiento importa tanto como la historia de las páginas que hay en medio.

¿Cómo vivirías si supieras que hoy es tu último día? Y lo más importante, ¿por qué no vives así hoy, cuando sabes que podría ser tu último día?

Si supieras a ciencia cierta que esta iba a ser tu última comida, ¿te molestaría que el camarero no fuera amable? ¿O saborearías y disfrutarías de cada bocado? Si este fuera tu último atasco de tráfico, ¿pasarías el tiempo echando maldiciones? ¿O desearías que durara un poco más? ¿Tocarías el claxon airado o pondrías la radio para escuchar tu canción favorita por última vez? ¿Por qué tiene que ser el último momento para que elijas disfrutar del momento?

Vive este momento como si fuera el último.

Una vez, tras la desaparición de Ali, mientras mirábamos sus bellas fotografías, Nibal me mostró algunas imágenes de cuando era bebé y dijo: «Era un bebé tan tranquilo. Nunca lloraba ni se quejaba. Ese bebé estuvo un tiempo y luego se marchó. Esa forma se fue para siempre y luego vino el niño pequeño. Era curioso y feliz, y luego se fue; el niño pequeño no volvió nunca. Apareció un niño mayor, tan bueno y agradable, que también se fue para dejar paso al chico amable y generoso, seguido por el adolescente tranquilo y sabio, y por último un hombre inteligente y guapo. Ahora esa persona también se ha marchado. Me ha encantado conocerlos a todos y los echo de menos, pero cada cual ha de marcharse tarde o temprano». Cada día muere una versión de ti y de todos los que amas. Mueren y jamás regresan. No permitas, por favor, que ninguno de ellos pase desapercibido. Nos pasamos la vida corriendo y demoramos vivirla. No paramos de añadir cosas a nuestra lista, olvidando que el tiempo para vivirlas tal vez nunca llegue. La vida es una larga lista de deseos. Vívela mientras puedas.

Vive antes de morir.

Tercera lección: en la vida estamos de paso

Tienes que comprender que cuando llegue la hora lo dejarás todo atrás: la riqueza material, las personas a las que amas y todo lo que te resulta tan querido. Esto plantea la pregunta más importante de todas: ¿por qué nos aferramos con tanta fuerza cuando tarde o temprano todos habremos desaparecido? Si sabes con seguridad que dejarás atrás todo tu dinero, ¿por qué te obcecas en reunir más? Si tarde o temprano alguien ocupará tu puesto de trabajo, ¿por qué temes tanto perderlo? ¿Por qué acumulamos posesiones materiales cuando el mañana tal vez no llegue? Una vez más, basta con las matemáticas sencillas para comprender qué anda mal en aquello que hacemos y qué deberíamos hacer de otra forma. La vida es un juego de suma cero: llegamos a ella sin nada y partimos sin nada. Para que esto sea matemáticamente correcto, todo lo que nos dan nos ha de ser arrebatado algún día.

No podemos ganar nada que no perdamos al final.

Puedes leer esto con tristeza o dejar que la verdad te libere. Toda mi vida y todo lo que he llamado mío es, fundamentalmente, un alquiler. Lo disfruto plenamente mientras soy el arrendatario, pero tarde o temprano lo entregaré felizmente a otros. Si nada es mío, entonces no puedo perder nada. Así pues, dejo que las cosas vayan y vengan y las experimento mientras duran. Las amo sin reservas, las disfruto y les hago sentir cuánto las aprecio hasta que llega la hora de seguir y dejo que continúen su propia vida. Cuando por último aprendí a soltarme y dejarlo fluir todo, tuve la impresión de que recibía más: un hecho contradictorio que presenta una elegante geometría. Cuando algo sale de mi vida se crea un nuevo espacio para nuevas experiencias. Aprender a desprenderme ha enriquecido mi vida. Es como la economía colaborativa: puedes conducir los mejores coches sin poseerlos. Así que...

Alquila una vida plena y feliz.

Una vida de alquiler me llena de esperanza porque sé que los malos tiempos también pasarán. Las épocas de tristeza, enfermedad, pérdida o privación quedarán atrás. Las cicatrices que portamos, la debilidad que nos asola, son temporales. Nada está aquí para permanecer. Morir es dejarlo todo atrás. Desde el punto de vista gramatical, el verbo morir no tiene complemento directo —no se me puede morir a mí—, solo un sujeto: yo muero. No tengo miedo a morir porque elijo morir en mis propios términos. Elijo desprenderme de todas mis posesiones físicas antes de que me sean arrebatadas. Elijo alquilar cada experiencia que aparece en mi camino y disfrutarla plenamente, pero no dejo que nada me posea. Cuando aprendemos a desprendernos, aprendemos a morir antes de morir. Toda la vida es nuestra para disfrutarla, no para conservarla. Encontramos una vida rica en variedad y libre de temor. La vida pasa a ser nuestro centro. Dejamos de pensar en el momento en que descansaremos en paz y solo entonces aprendemos a vivir en paz.

VEP

El juego Cuando Ali murió, luché por comprender qué era la vida. La escritura me ayudó a internarme en la niebla de mi mente. A medida que las piezas del puzle —en torno a la ilusión del yo, del conocimiento, del tiempo, del pensamiento y del control, así como la verdad sobre la muerte— empezaban a ocupar su lugar, la imagen fue iluminándose. Por último, todo confluyó en lo que ahora considero el núcleo de mi filosofía de vida.

Si tu yo real no es tu cuerpo ni lo son tus pensamientos, entonces resulta difícil resistirse a la tentación de considerar cómo tu yo real se conecta a tu copia física y le ordena recorrer el mundo en que vivimos. La mejor forma que tengo de imaginar esta relación es visualizar cómo un jugador controla un avatar en un videojuego de acción en primera persona. En los videojuegos, la primera persona se refiere a una perspectiva gráfica construida a partir del punto de vista del personaje del jugador, como si este mirara el mundo del juego a través de los ojos del avatar. En estos juegos, el jugador utiliza un mando para dirigir cada movimiento del personaje.

Durante años, Ali y yo jugamos juntos a videojuegos. Nuestro favorito era Halo, al que jugábamos como el personaje Jefe Maestro. En el juego, nuestros personajes eran acosados por miles de aliens, gusanos y monstruos. Nos atacaban, nos disparaban, éramos arrojados desde las alturas, estallábamos, nos atropellaban vehículos de guerra, nos apuñalaban y abandonaban a la muerte. El terreno circundante estaba formado por una dura lava volcánica o abruptas pendientes. El peligro nos amenazaba desde todos los ángulos, y todo lo que veíamos en el accidentado paisaje estaba ahí para hacernos daño. Sin embargo, Jefe Maestro era un veterano experimentado. Cuando lo requeríamos, saltaba al juego, allí donde la acción era más dura, disparaba a sus enemigos y seguía adelante. Era atacado y golpeado. Le herían y caía a tierra, solo para levantarse y seguir jugando.

Ali y yo pasábamos el tiempo compartiendo estrategias, felicitándonos el uno al otro por cada buen movimiento y a veces burlándonos del otro ante alguna torpeza. Prestábamos plena atención a cada gesto y actuábamos como si los ataques fueran reales. La gran pantalla de televisión, los exquisitos gráficos, la música dramática y los efectos de sonido realistas y envolventes del zumbido de las balas y las fuertes explosiones que sacudían la habitación lo hacían muy muy real. Completamente absorbidos en el juego, jugábamos durante horas y perdíamos la noción del mundo «real» hasta que llegaba el momento de parar, y entonces, por duro que hubiera sido el juego, dejábamos el mando y decíamos: «¡Guau, ha sido divertido!». ¿Divertido? «Es brutal», dirías de haber mirado a la pantalla. Verías a un hombre golpeado, estallando, recibiendo disparos, atacado y herido desde cualquier ángulo concebible. El mundo entero estaba contra él. «Es una masacre», dirías. ¿Cómo se puede pensar en eso como algo divertido? La respuesta es sencilla: nosotros no sufríamos. Ninguno de los golpes, ataques y disparos nos afectaba. Ganar era irrelevante. Todo era un juego. Yo me sentaba en el sofá con mi maravilloso hijo y era realmente divertido.

Ahora, considera esto, por favor: ¿en qué se diferencia tu vida en este mundo de un videojuego? Si tu forma física —el avatar que utilizas para recorrer el mundo físico— no es tu yo real, entonces, ¿qué importa afrontar unos cuantos desafíos en el camino? Si el mundo te ataca de vez en cuando, ¿qué impacto tendrá en tu

verdadero yo, el yo sentado en el sofá y que sostiene el mando? Por muy inmersos que estemos en el juego de la vida, sobrevivimos. Atravesamos buenos y malos momentos, recibimos regalos y sufrimos pérdidas, pero nada de todo eso importa porque cuando nos centramos en el juego toda experiencia parece nueva, y es divertido. Ese es el punto de vista de un verdadero jugador. Debes saber que los jugadores serios siempre juegan en el nivel más alto de dificultad. Cuando Ali jugaba solo, solía activar el «nivel legendario» de Halo, el escenario más complicado posible. Solo lo ponía en «difícil» cuando jugaba conmigo. Si los juegos son demasiado fáciles, no hay reto alguno. Todo es lento y aburrido, y no hay diversión. Solo cuando el juego se torna más duro nos involucramos, aprendemos y desarrollamos nuevas habilidades. Los mejores jugadores caen, aprenden, se adaptan y vuelven al juego. Por extraño que parezca, cuanto más duro es un juego, más divertido. Afronta los aspectos difíciles de la vida con una sonrisa. El juego ha sido diseñado así. No te dejes engañar por los efectos sonoros. No permitas que las falsas explosiones te asusten. Durante el juego, Ali solía dirigir su avatar allí donde surgían el humo y los ruidos más atronadores. Yo le preguntaba adónde iba, y él respondía que allí donde estuviera la acción. Ahí se desarrollan las partes más interesantes del juego. Hablemos de niveles. En un videojuego, un nivel es el espacio total disponible para un jugador mientras este intenta completar un objetivo específico. Al llegar al final del nivel, atraviesas un portal; la pantalla se torna oscura mientras carga los detalles gráficos y cuando todo se enciende te encuentras en un entorno completamente nuevo, un nuevo nivel. Tal vez abandones el campo de batalla urbano y te halles en la jungla. El nuevo nivel cambia la sensación del juego. La jungla puede ralentizar tus movimientos u oscurecer tu visión, añadiendo un nuevo reto y más diversión. A través de cada nivel adquieres nuevas destrezas y mejoras tu conocimiento del juego a medida que superas objetivos. Cuando alcanzas el «objetivo del nivel» ya no tiene sentido permanecer en

él. Apenas te llevas contigo una pequeña parte de lo que has conseguido y pasas a afrontar los desafíos del siguiente nivel. Sorprendentemente parecido a la vida, ¿verdad? Aunque el propósito de la vida puede parecer un tanto más difícil de descubrir en comparación con el objetivo de un nivel de videojuego, el proceso parece muy similar. Accedemos a este nivel de la vida desde un nivel previo del que no sabemos nada a través de un portal llamado nacimiento, y lo abandonamos por un nivel que aún desconocemos a través de un portal llamado muerte. ¿Acaso esta vida no es más que un mero nivel en un juego más amplio? La mayoría de las enseñanzas religiosas y espirituales parecen creerlo así. Nos enseñan que la muerte no es más que un portal hacia otra vida y que en realidad no morimos; tan solo muere nuestra forma física. Al abandonar este nivel, no te llevas nada contigo, aunque tus buenas acciones en este plano te pondrán en una mejor situación de cara al siguiente. Algunas religiones creen que si no has logrado adquirir las habilidades que necesitabas, vuelves al principio y repites el nivel a través de la reencarnación. Déjame llevar la analogía aún más lejos y hablarte de trampas y atajos. He dicho ya que Ali era un jugador serio. Mientras yo luchaba con los controles e intentaba traducir el paisaje a imágenes que mi cerebro de mediana edad pudiera comprender, él avanzaba por el juego como si usara sus verdaderos ojos y piernas. Cuando jugábamos juntos, él siempre iba unos pasos por delante de mí, y yo me esforzaba por no quedarme atrás. Él dejaba atrás las partes anodinas del nivel y se concentraba en las divertidas, disfrutando de todo lo que el juego tenía que ofrecer. A veces, Ali se giraba y se paraba ante un árbol o un muro de ladrillos. Tras quedarse un momento ahí y buscar dónde estaba yo, atravesaba el objeto en cuestión, revelando un atajo, una trampa que le llevaba directamente al siguiente nivel. Entonces bajaba el mando y decía cariñosamente: «No te preocupes, papá. Te esperaré aquí». Entonces yo tenía que abrirme camino a lo largo de todo el nivel hasta llegar al final y atravesar el portal para llegar hasta él, y a veces me preguntaba cómo encontrar el mismo atajo. Él siempre

estaba ahí cuando yo llegaba. Sonreía, chocaba los cinco y decía: «Estoy orgulloso de ti, papá», y entonces explorábamos juntos el siguiente nivel del juego.

Ali tuvo una vida plena. Disfrutó de lo mejor de este nivel —esta vida — con amigos, música y mucho amor. Siempre fue feliz. Aunque no tengo evidencias científicas para demostrarlo, creo que el 2 de julio de 2014 encontró un atajo. A las 4:11 de la madrugada, cuando Nibal y yo esperábamos angustiados fuera de la UCI, sentimos una descomunal oleada de energía positiva que nos insufló una sensación de alivio. Su tío, que se encontraba a miles de kilómetros, nos envió un mensaje para decirnos que había sentido lo mismo. Segundos después, un médico salió corriendo, alarmado. Llamó a otros doctores, que entraron apresuradamente. Por nuestra parte, permanecimos tranquilos. Sabíamos que todo estaba bien. Aunque más tarde nos dijeron que Ali volvía a estar estable, en mi corazón surgió la evidencia de que había encontrado su atajo. Nos había mirado amorosamente y había seguido su camino, diciendo: «No te preocupes, papá, te esperaré aquí». Un día, cuando mi trabajo aquí concluya, yo también llegaré al final de este nivel. Todos ganamos. Haz lo que debas, ya habibi. Pronto me reuniré contigo. ¿No lo comprendes? Solo es un juego. Por lo tanto, vive, aprende y...

¡Diviértete!

El último deseo de Ali Como si supiera que su partida estaba próxima, durante sus dos últimos meses Ali preguntaba a todos aquellos con los que se encontraba: «¿Qué nos pasa cuando morimos?». Y como era típico en él, planteaba la pregunta y escuchaba atentamente la respuesta. Entonces formulaba otras preguntas esclarecedoras, volvía a escuchar, asentía y decía: «¡Qué interesante!». Recibió un conjunto de respuestas extremadamente diverso. En una de sus últimas conversaciones, pocos días antes de su partida, compartió su punto de vista con un amigo. Dijo: «Creo que solo lo sabremos al llegar allí, pero soy optimista. Todo lo que deseo al llegar al otro lado es subir al lugar más alto y mirar el rostro de quien hizo este universo asombroso». Incluso en el momento de marcharse se tomó el tiempo de enviar un mensaje. Nos dijo que había vivido unos días de serenidad antes de marcharse. Vive en paz, mi maravilloso hijo, pero responde, por favor, a una última pregunta: ¿se ha cumplido tu deseo? ¿Hay un Diseñador del Juego? ¿Hay un ser que lo ha creado todo, o nosotros lo hemos creado a Él? Esto nos lleva a una última verdad. No te detengas ahora. Te lo ruego, sigue leyendo.

Capítulo 14

¿Quién hizo a quién?

Es «Dios» una idea que hemos creado o somos la creación de «Dios»? Ninguna pregunta ha suscitado un debate mayor. Y aunque el debate suele encenderse por razones idealistas, la discusión es esencial para resolver la felicidad, especialmente cuando sufrimos pérdidas que van más allá de las fronteras de nuestro mundo físico.

En un extremo del espectro, los creyentes creen que un ser divino lo ha creado todo. Para sostener su creencia no tienen problema alguno en depender enteramente de la fe y no de la lógica o la ciencia. En el extremo opuesto, los materialistas plantean que no existe tal entidad y que el creador no es más que la repetición de acontecimientos aleatorios a lo largo de una inconmensurable extensión de tiempo. El Big Bang lo inició todo y a continuación la evolución y la selección natural nos han traído hasta aquí. Parece haber muy poca base para un terreno común. Todos creemos en algo, pero ninguno parece estar de acuerdo respecto al núcleo del debate. Lo que queremos decir al utilizar la palabra Dios varía enormemente en función del trasfondo cultural, espiritual y religioso. Por lo tanto, muchas de las discusiones acaban siendo incomprensiones más que desacuerdos fundamentales. Sin embargo, nuestra investigación sobre la felicidad es una búsqueda de la verdad, por lo que estamos interesados en los fundamentos, especialmente en comprender por qué la vida parece sorprendernos aleatoriamente, incluso maltratarnos, y defraudar nuestras expectativas. La pregunta de mayor alcance en nuestra búsqueda de la felicidad es esta: la vida y el universo, ¿son producto del azar o del diseño? La cuestión del diseño está íntimamente vinculada a la cuestión del Diseñador: un Dios. Cuando propuse escribir sobre las grandes verdades, me aconsejaron explícitamente evitar este tema. Debatir sobre Dios es un camino seguro para polarizar a los lectores, y de ahí no puede salir nada bueno. Pero el tema seguía presente porque el concepto del gran diseño desempeñaba un papel esencial en mi forma de afrontar la pérdida de Ali y sostener mi alegría. Mi modelo habría perdido un pilar crítico de creer que mi pérdida no era más que una tirada de dados aleatoria. La idea del gran diseño sugiere que cada ínfimo movimiento en nuestro universo sigue un patrón meticulosamente intrincado, que nada es azaroso. La sensación de que existe un patrón me ayuda a comprender que una larga cola en el supermercado no está ahí por mi «mala suerte», sino porque las leyes de la oferta y la demanda

han derivado más tráfico hacia ese lugar concreto en ese momento específico. El diseño significa que el tsunami de Asia no fue el resultado de un Dios iracundo o ausente; significa que el movimiento de una placa tectónica produjo un terremoto bajo el océano. Al eliminar los relatos autorreferenciales que nuestro cerebro crea para explicar por qué suceden los acontecimientos, nos damos cuenta de que todo acontece como parte de un universo extremadamente sincronizado, donde siempre se aplican ecuaciones específicas (que no siempre conocemos). Esta simple adhesión a la verdad puede cambiarnos la vida porque tiene el potencial para resolver nuestra ecuación de la felicidad de una vez por todas.

Tomemos un sencillo ejemplo: sabemos que los polos opuestos de un imán se atraen, y como sabemos que hay una ley física que gobierna con precisión ese comportamiento, sería estúpido esperar otra cosa o enfadarse cuando sucede. De modo semejante, sé que en cierto nivel los acontecimientos siempre coinciden con lo que espero razonablemente, y aunque no siempre me gusta cómo se desarrollan, sería ingenuo esperar que ocurrieran de otro modo. Gracias a eso encuentro la paz. Cuando intento influir en los

acontecimientos introduciendo elementos en las ecuaciones, comprendo que solo soy uno de los infinitos parámetros que pueden influir en el camino de la vida. En el diseño hay algo más que la evaluación de nuestras expectativas. La creencia en el diseño implica la creencia en la existencia de un Diseñador. Eso tiene un impacto significativo en nuestra felicidad. Si has empatizado con la pérdida de mi hijo, probablemente habrás comprendido que creer en la existencia de un Diseñador —creer que formamos parte de algo más grande que este mundo físico y que, por lo tanto, Ali está bien— es para mí un mayor consuelo, al margen de su validez científica, que creer que simplemente se ha desvanecido en la nada. Creer en ese «cuento de hadas» alivia un poco mi dolor. Pero lo que más me ayuda es mi fuerte convicción de que no es un cuento de hadas. ¿Y si pudiera demostrar, utilizando sólidos argumentos matemáticos, hasta qué punto es verdadero el concepto de un Diseñador? Es posible. Para mí, la prueba matemática es lo que marca la diferencia entre hallar consuelo en esta historia y recobrar mi verdadera felicidad después de que Ali nos dejara. Así pues, permíteme compartir contigo mi concepto de Diseñador, extraído no de la mente de un creyente religioso, sino de un ingeniero analítico. Recuerda que, como siempre, este es mi punto de vista. Quédate con lo que te guste, ignora lo que te disguste, pero, te lo ruego, no descanses hasta encontrar un camino que puedas llamar tuyo: tu propia verdad. Intentaremos encontrar la respuesta a una pregunta que ha inquietado a la humanidad desde la Antigüedad. Permíteme escribir varias páginas antes de que las diversas piezas del puzle lógico confluyan en una forma coherente. ¿Listo?

El planteamiento del problema

Puede decirse de la ingeniería, los negocios y la vida: el paso más crucial para encontrar una respuesta depende de la propia pregunta. Si no sabemos qué estamos buscando, cualquier pregunta resultará irrelevante. Así que definamos con precisión el planteamiento del problema. Para evitar la confusión e ir más allá de siglos de acalorados debates asociados con este tema, dejemos a un lado expresiones conocidas como Dios, Creador, espíritu divino, poder supremo, conciencia universal o incluso la fuerza. Las instituciones religiosas y espirituales han desdibujado el verdadero sentido que hay detrás de estas palabras y frecuentemente les han dado forma para ajustarse a una agenda. Por el contario, hablaré del Diseñador, término que sitúa la cuestión en su aspecto más esencial. Capas

Otro paso importante consiste en encontrar la forma más simple posible de la pregunta eliminando las capas de preguntas aparentemente relacionadas. Si en primer lugar resolvemos la cuestión esencial, será más fácil responder a las preguntas que derivan de ella. En una popular actuación, el cómico George Carlin bromeó acerca de las muchas capas involucradas en los temas que tienen que ver con Dios y con la religión: La religión ha logrado convencer a la gente de que en el cielo vive un hombre invisible que observa todo lo que hacemos cada minuto de nuestras vidas. Tiene una lista de diez cosas que no quiere que hagamos. Y si haces alguna de ellas, dispone de un lugar especial, lleno de fuego y torturas, al que te enviará a sufrir para siempre, hasta el fin de los tiempos... Pero ¡te ama!... Y necesita dinero. Es todopoderoso, perfecto, omnisciente y sabio, pero no sabe manejar el dinero. He intentado creer en Dios, pero a medida que envejeces descubres que hay algo turbio en todo esto. Guerra, enfermedad, muerte, destrucción, hambre, iniquidad, pobreza, tortura, crimen y corrupción. No es una buena obra. Cosas así no pertenecen al currículo de un Ser

Supremo. Es el tipo de cosas que esperaríamos de un chupatintas de cara agriada. Si existe Dios, la mayoría de la gente estará de acuerdo en que es un incompetente o tal vez, tal vez, no le importe un... [censurado].1

Las cuestiones planteadas aquí son significativas, válidas y merecedoras de ser discutidas. Estoy seguro de que estos temas también han pasado por tu mente. Sin embargo, son buenos ejemplos de lo que representan las capas. Cuando capas adicionales se enredan con nuestro problema principal, nuestros procesos mentales se multiplican, la conversación se aparta del camino más corto, nos sentimos frustrados y el problema acaba por ser más difícil de resolver. Un planteamiento más eficaz consiste en despojar a la cuestión del diseño/Diseñador de todas las capas que desvían la atención.

Carlin aborda reivindicaciones, interpretaciones y fábulas específicas de las instituciones religiosas, que reclaman la propiedad de la «marca Dios». Estoy de acuerdo en que muchas de estas fábulas son ridículas y provocadoras, pero son irrelevantes para nuestro propósito aquí. Piénsalo así: si alguien inventara la ridícula historia de que Facebook existe porque un relámpago alcanzó el ordenador de Mark Zuckerberg, eso no nos haría suponer que Zuckerberg no existe, ¿verdad? El desacuerdo con la historia del juicio, la eternidad en el infierno, los actos infames de la humanidad, los despiadados desastres naturales u otras acciones

atribuidas a Dios son —una vez más— irrelevantes. Se asemejan a tu desacuerdo con un partido político específico: ese desacuerdo no servirá como prueba para demostrar que ese partido no existe.

Intentaré eludir las innumerables capas y centrarme en nuestra corriente lógica hasta que lleguemos a una respuesta a la pregunta fundamental. Esas capas no serán ignoradas, tan solo se mantendrán aparte para abordar una capa detrás de otra. Por ahora, no asumamos, por favor, ninguna asociación del Diseñador «futuro» con ninguna religión, cuento de hadas, acción atribuida o supuestas instrucciones. Resolvamos un primer problema: nuestro universo, ¿es resultado del azar o de un diseño inteligente? Si acabamos llegando a la conclusión de que no hay Diseñador, entonces todas las preguntas estratificadas serán igualmente inútiles. Si, por otro lado, concluimos que probablemente existe un Diseñador, podremos situar cada una de las preguntas en el primer lugar. ¿El Diseñador es también un creador? ¿Ha habido un mensaje? Y así sucesivamente. Como habrás adivinado, mi formación me lleva a empezar desde un determinado punto de vista.

Un problema matemático

Yo he nacido musulmán. Como en la mayoría de las religiones, durante siglos los eruditos musulmanes se centraron en cuestiones prácticas: haz esto y no hagas aquello. Ignoraron el núcleo de la espiritualidad del islam e incluso disuadieron abiertamente a los fieles para que no buscaran sus propias respuestas. A los dieciséis años me rebelé y decidí revisar esta hipótesis. Me declaré (aunque solo ante mí mismo) agnóstico e inicié la búsqueda de mi propia respuesta. Eliminé todas las capas de leyendas urbanas, fábulas, evangelios y emociones. ¿Qué me quedó? ¡Me quedaron las matemáticas! Empecé a rumiar los números y a descifrar los acontecimientos relacionados con el diseño inteligente. En lugar de las turbias y viejas confusiones, encontré dos términos en oposición fundamental —y resoluble—: ausencia y presencia. Ausencia versus presencia

En tanto agnóstico, descubrí que era más fácil empezar por el aspecto ateo del debate y plantear la pregunta: ¿cómo podemos demostrar que hay un Diseñador? El fondo creacionista que hay en mí saldrá a flote y cantará las respuestas que me enseñaron: historias espirituales y viejas escrituras que no demuestran nada. Mi debate interno no llevaba a ninguna parte hasta que descubrí que la pregunta estaba incompleta, de ahí que las respuestas fueran siempre insuficientes. Una pregunta agnóstica y equilibrada debería pedir pruebas de la existencia de un Diseñador y pruebas de su inexistencia. Este marco pondría la carga de la prueba en ambos lados de la discusión. Me sorprendió que la facción atea del debate evitara plantear la pregunta de esta forma, pero una vez formulada, la razón era evidente:

¡No hay forma científica de demostrar que algo no existe!

Desde el punto de vista del método científico, no es posible avalar una negativa. Esto tal vez suene más simple de lo que es en realidad. Pero pensemos en esto: obviamente, es posible demostrar que algo existe: por ejemplo, los monos. Todo lo que necesitas es encontrar uno. Localiza un mono y, tachán, los monos existen, ya tienes la prueba. Pero es imposible demostrar que una criatura imaginaria, por ejemplo, los gamusinos, no existen. Habría que examinar cada milímetro cuadrado del universo para asegurar que no hay gamusinos. Como nuestro universo es tan vasto y complejo, esta tarea es imposible. Además, debido a la limitación de nuestros sentidos, una prueba negativa siempre será poco concluyente. Si los gamusinos fueran infinitesimalmente pequeños, no los encontraríamos hasta que nuestros instrumentos fueran lo bastante sofisticados, y si fueran más grandes que todo nuestro universo, no seríamos capaces de observarlos, quizá para siempre. Pero esta es la situación:

La ausencia de una prueba de que algo existe no demuestra que no existe.

Varios ejemplos históricos demuestran que hemos ignorado reiteradamente componentes fundamentales de nuestro universo. De hecho, lo hemos ignorado casi todo durante siglos. Mi ejemplo favorito es la forma en que durante milenios hemos supuesto que las estrellas y los planetas flotaban en la nada, en un «espacio vacío», cuando en realidad todo está inmerso en materia oscura. ¿Alguna vez hubo alguna forma de demostrar que este componente fundamental del universo no existía? ¡No, nunca! Tan solo en los sesenta se demostró, al fin, que sí existía, y ni siquiera hoy vemos la materia oscura. Tan solo podemos demostrar su existencia observando acontecimientos cosmológicos que indican su presencia. Descubrir la mayor parte de la materia que conforma nuestro universo después de décadas confundiéndola con un vacío debería obligarnos a preguntar qué más cosas existen y no podemos

observar. Lo que sugiere que tenemos que considerar la propia existencia desde otra perspectiva:

La ausencia de una prueba de que algo no existe debería considerarse como una probabilidad de su existencia.

Y aquí tenemos que empezar a usar números (como he dicho, ¡todo es cuestión de matemáticas!). En este sentido, una probabilidad mide la posibilidad de que algo exista, aunque esta posibilidad sea muy pequeña. Aunque tú y yo podemos estar muy seguros de que los gamusinos no existen — me los he inventado— aún existe una ínfima probabilidad de que estén ahí. Desde que empecé a pensar así, la palabra probabilidad brotó a cada paso de mi investigación. Y eso me llevó a una importante distinción que iluminó el planteamiento del problema. Fue versus podría haber

El debate en torno a la cuestión del gran diseño se apoya firmemente en la «ilusión del conocimiento». Una facción de los contendientes en el debate cree en una entidad divina capaz de elaborar un diseño inteligente, y la otra cree, con idéntica firmeza, en el azar. Ambas «saben» que tienen razón. Por desgracia, ¡ambas se equivocan! Nadie puede demostrar de forma conclusiva una u otra perspectiva. Y en matemáticas, la ausencia de respuestas concluyentes, principal premisa de nuestra conversación, debería convertirse en una sencilla cuestión de probabilidad: qué aspecto tiene más probabilidades de ser cierto. Este pequeño cambio de perspectiva encuadra el planteamiento del problema de forma más exacta. Pasa a ser:

Ahora que el planteamiento del problema está definido, podemos empezar a buscar la respuesta. Todo lo que necesitamos es calcular la probabilidad de cada uno de los aspectos del debate. No más debates insostenibles. De hecho, podemos centrarnos en la mitad de la pregunta; la naturaleza de la teoría de probabilidades nos permite resolver uno de los aspectos del problema porque una vez que conocemos los datos que avalan ese aspecto, podemos encontrar las probabilidades para el otro restándolas del cien por cien. Así pues, averigüemos los números para el aspecto científico, aleatorio.

¿Quieres descansar un poco mientras hago el trabajo? No es una mala idea. Así volverás fresco. Nos esperan algunos números muy grandes.

Bienvenidos al Casino de la Creación La facción materialista cree que una secuencia de acontecimientos aleatorios, regulados y canalizados por la selección natural, basta para crear todo lo que conocemos. El azar crea todo posible escenario (en el caso de un dado, por ejemplo, 1, 2, 3, 4, 5 o 6) y a continuación interviene la selección natural descartando las cinco primeras posibilidades y conservando la sexta. La selección natural no reduce el número de intentos necesarios para llegar a un resultado específico; se limita a descartar los errores cuando suceden. Al crear un sistema complejo, como un organismo vivo, esos errores pueden ser muy grandes, pero dado el tiempo suficiente, los evolucionistas creen que pruebas aleatorias pueden producir un resultado que coincida con nuestro universo y todas las formas de vida que hay en él. Mi cerebro matemático concuerda plenamente con este punto de vista. Las ecuaciones son correctas. Dado el número suficiente de intentos, cualquier configuración, sin ninguna excepción, es posible. Sin embargo, el hecho de que sea posible no prueba que sea cierta. Imaginar toda la escala de la creación regulada por la selección natural en el mundo real es completamente diferente a introducir números en una ecuación. La evolución podría haberlo creado todo. La pregunta es cuáles son las probabilidades de que, en efecto, haya ocurrido así. ¿Cuál es la dimensión de los números de los intentos aleatorios de los que estamos hablando? Empecemos con un sencillo examen del azar para que el camino hacia las matemáticas nos resulte más fácil. Imagina que te dicen que puedes ganar mil millones de dólares en un casino y para ello te entregan varios dados. Tu tarea es sencilla: tira los dados. Si en una única tirada todos los dados

marcan el 6, te unirás al club de los multimillonarios. ¿Listo para jugar? Una cuestión de suerte

Una tirada de dados representa el azar a la perfección. Si tiras el número de veces necesario, acabarás obteniendo cualquier resultado posible (1, 2, 3, 4, 5 y 6). Más tarde o más temprano lo conseguirás, pero ¿tarde hasta qué punto? Eso depende de la complejidad del resultado que pretendes obtener. Para empezar, tira un dado e intenta conseguir un 6. Ningún misterio aquí: sacarás uno cada seis intentos, como media. Si eres una persona muy afortunada, tal vez pase antes, y si no lo eres, puede tardar más tiempo, pero en general es razonable esperar estas probabilidades. ¡Fácil! Ahora intentemos un resultado un poco más complejo. Tira dos dados para intentar sacar un doble 6. La cosa se pone más difícil, pero no demasiado. Tan solo necesitas un poco más de suerte. Las probabilidades para cada uno de los dados siguen siendo de una sobre seis, pero las probabilidades para ambos dados al mismo tiempo no se doblan al doblar el número de dados; se elevan al cuadrado. No es una sobre doce, sino una sobre treinta y seis.

Esta tendencia continúa y muy pronto tus opciones se desvanecen a medida que el número de dados —la complejidad del sistema— aumenta. Si tiras tres dados, necesitarás una media de doscientos dieciséis intentos para obtener un triple 6, y si lanzas diez dados, solo diez, tus probabilidades son desalentadoras, una sobre 60 millones.

Tirar diez dados parece tarea fácil, pero si apostaras tu felicidad a ese juego, ¿jugarías con diez dados? ¿Cuáles serían tus probabilidades? Te lo ruego, piensa en ello por un minuto antes de seguir leyendo. ¿Harías esa apuesta?

Ahora compara este proceso de tirar diez dados, un sistema complejo, con la complejidad de crear todo nuestro universo, o incluso una sola criatura viva. No cuesta mucho darse cuenta de que las probabilidades de que eso suceda equivalen a tirar millones, no, billones de billones de dados. ¿Apostarías por ello? No hay suficiente suerte

La complejidad de nuestro universo va más allá de la comprensión humana e indudablemente excede mi capacidad de simulación matemática. Sería más manejable evaluar la probabilidad de una pequeña parte, de una única escena. O aún más fácil, una novela que describa esa escena. ¿Cuáles son las probabilidades de que se escriba puramente al azar? Tomemos prestado el célebre ejemplo del libro El tejido del cosmos, de Brian Greene, para demostrar la apenas comprensible complejidad del universo ilustrándolo con una novela. Guerra y paz es la novela épica de León Tolstói que describe los acontecimientos relacionados con la invasión francesa de Rusia, descritos a través de la mirada de cinco familias rusas. Necesitó más de 560.000 palabras para reflejar esa pequeña brizna de nuestro complejo universo. Tolstói no creó los acontecimientos de la época, ni creó a

las cinco familias, ni a Francia, ni a Rusia, ni a Napoleón y sus ejércitos ni la nieve con la que se enfrentaron. Se limitó a organizar sus palabras de manera ordenada para describir esos acontecimientos. Sin embargo, lograr que esa versión increíblemente simplificada de nuestro universo se materialice de forma aleatoria es muy improbable. Hay que colocar las letras en el orden correcto para producir cientos de miles de palabras. A su vez, hay que colocar las palabras en el orden correcto para producir cientos de miles de oraciones, miles de párrafos y, por último, cientos de páginas. Podemos calcular todas estas probabilidades a partir de la parte más simple de la tarea en un experimento que cada lector podrá realizar por sí mismo, ordenando las páginas. Compra un ejemplar de Guerra y paz, separa las páginas (algunas ediciones constan de 693 páginas dobles) y arrójalas al aire para que aterricen aleatoriamente. Supón que un milagro de la física les permite aterrizar en un montón (y no esparcidas por toda la habitación), y pregúntate esto: ¿cuáles son las probabilidades de que aterricen en orden, con la página 1 en primer lugar, seguida por la 2, la 3, y así hasta llegar al final? Solo existe una posibilidad de que las páginas aterricen en el orden correcto y un enorme número de posibilidades de que aterricen desordenadas. Más específicamente, hay exactamente 101.878 (es decir, un uno seguido de 1.878 ceros) de posibilidades de ordenamiento de las páginas al aterrizar en el suelo.2 Solo una de ellas tendrá el orden correcto. Este tipo de números asombrosamente grandes queda fuera de las discusiones sobre la evolución y el diseño inteligente. Pero ahora que los has visto, tus apuestas tienen más información. Si una máquina tragaperras necesitara muchos billones de monedas para dar el premio gordo (en este caso una copia ordenada de Guerra y paz, nada más), ¿cuántos jugadores harían cola para jugar? ¿Lo harías tú? ¿Cuál es la única forma de que esas páginas caigan en una pila ordenada?, pregunto yo. La intervención. Alguien tiene que recoger esas páginas y realizar el trabajo inteligente necesario para crear una novela legible.

Sigamos. Echemos un vistazo más de cerca, de las páginas a las oraciones. Entreguemos a un mono (llamémoslo Randy) una máquina de escribir y enseñémosle a pulsar las teclas. Randy no es un autor, así que solo producirá una corriente de letras aleatorias. Démosle a Randy una cantidad infinita de papel y una eternidad de tiempo. Escribir una novela legendaria no es tarea fácil, así que para empezar pongamos a prueba la eficacia de nuestro mono aleatorio con una sencilla oración. Podemos hacer una breve oración pulsando teclas al azar.

Esta oración consta de cincuenta y seis posiciones. Cada una de ellas puede estar ocupada por una letra o un espacio en blanco elegido al azar del alfabeto inglés, compuesto por veintiséis letras más una barra espaciadora. Cada vez que Randy efectúe cincuenta y seis pulsaciones al azar, comprobaremos si ha escrito correctamente la oración. ¿Fácil, verdad? En absoluto. Suponiendo que Randy sea el mecanógrafo más rápido de la Tierra y que teclea doscientas veinte palabras por minuto, podemos hacer una comprobación cada 2,5 segundos.3 Tedioso, lo sé, pero acabemos pronto para pasar a la tarea principal. ¿Cuánto tiempo crees que pasará hasta que el azar produzca un resultado satisfactorio? Bueno, pues un buen rato: 143 millones de billones de billones de billones de años, para ser exactos, durante los cuales habrás tenido que comprobar 11,4 billones de billones de billones de billones de billones de billones de ordenaciones erróneas.4 ¡Ah, por cierto, eso es aproximadamente 2.500 millones de billones de billones de billones de billones de billones de billones la edad del planeta Tierra!5 Asombroso para una tarea tan simple, ¿verdad? ¿Y qué hay de la tarea principal, escribir Guerra y paz? No contengas el aliento. Si Tolstói hubiera escrito Guerra y paz mediante pulsaciones aleatorias, suponiendo una media de seis letras por palabra, habría necesitado 273.480.000 (es decir, veintisiete multiplicado por sí mismo 3.480.000 veces) para acabar.6 La versión de Randy no tendría puntuación, y el libro entero estaría formado por una única línea, lo que lo haría mucho más difícil de leer, pero

¡eh!, no juzgues tan severamente al mono. Teclea ese número en una calculadora potente y la inteligente máquina sustituirá el valor por algo más comprensible: el infinito. Esperar a que se materialice esa copia ordenada puede llevar mucho tiempo, el equivalente a un infinito matemático. Sencillamente, Guerra y paz no habría podido escribirse por azar aunque nuestro mono aleatorio hubiera vivido billones de veces la edad del universo. Esperar a que esto suceda sin un autor inteligente sería una apuesta suprema que ningún matemático te recomendaría. Creo que estarás de acuerdo. La «sencilla» tarea de Randy era escribir una oración y luego una novela. No le hemos pedido crear a los humanos que vivieron la historia, la tierra invadida y a ninguno de los miles de millones de seres vivos que los rodeaban y que no aparecen en el libro. ¿Y si lo hubiéramos hecho? ¿Y si la aleatoriedad no empezara en una hoja de papel en blanco, sino en el vacío? ¿Y si Randy tuviera que crear las estrellas, los planetas, el entorno favorable para sostener la vida en la Tierra, la propia vida, con sus pulsaciones al azar? ¿Cuántos intentos habría costado? ¿De veras crees que un mono es capaz de todo eso? Al contemplar las cifras, nuestra mente se niega a aceptar que una novela pueda escribirse únicamente a partir del azar. Entonces, ¿por qué algunos están dispuestos a aceptar que el complejo mundo en el que se basa la historia ha podido crearse a partir del azar? Me lo pregunto.

El juego está amañado Cuando Brian Greene recurrió al ejemplo de lanzar al aire las páginas de Guerra y paz, su propósito era ilustrar una intrigante propiedad de nuestro universo, la entropía, una propiedad que no he introducido en el cálculo original porque la tarea aleatoria del mono habría sido mucho más ardua.

Imagina que la máquina de escribir está trucada para borrar cada cierto tiempo la línea que acabamos de escribir. Un pequeño desastre de este tipo convertiría la irrealizable tarea de Randy en algo aún más imposible, y así es como funciona exactamente el universo. Nuestro mundo tiende al caos. Todo tiende a desorganizarse en la dirección de la flecha del tiempo. La entropía, una medida del desorden, nunca disminuye. No necesitas un doctorado en física para comprender que incluso en las pocas ocasiones en las que algo confluye a la perfección, la tendencia de nuestro mundo es a separarlo, no a reforzarlo. El caos es el camino del universo en el que vivimos. Percibimos cómo se rompe un vaso, pero nunca cómo se recomponen sus pedazos. Percibimos cómo las plantas salvajes cubren los lugares abandonados, pero nunca crecen de setos perfectamente recortados. Miles de burbujas de gas salen aleatoriamente de una bebida carbonatada, pero jamás regresan a la botella. La ecuación de la teoría del caos trabaja contra ese azar. Dificulta que los acontecimientos consecutivos en un sistema complejo sucedan en el orden correcto. Y el orden es importante. Antes he señalado que la probabilidad de obtener diez números 6 utilizando diez dados es de una entre 60 millones. Imagina que te pido que este acontecimiento suceda tres veces consecutivas. Saca diez 6, tira los dados y saca otros diez 6, y repítelo por tercera vez. ¿Improbable, verdad? Las probabilidades de supervivencia de una flor son mucho más desalentadoras. Aunque una hermosa flor exista gracias al azar, necesitará un entorno favorable para mantenerla con vida. Ese entorno no incluía a las abejas (los registros fósiles muestran que aparecieron más tarde), pero los evolucionistas lo desdeñan como un pequeño detalle, afirmando que por aquel entonces las flores no necesitaban a las abejas para la polinización. Sin embargo, es indudable que una flor habrá necesitado muchas otras cosas: lluvia, nutrientes en el suelo, luz solar, etc. Para que exista cada uno de estos elementos habrían sido necesarias complejas tiradas de dados. Y, sin embargo, los evolucionistas suponen que estos acontecimientos individuales

han sucedido aleatoriamente hasta que un día de suerte todos confluyeron. No hay nada malo en este relato: es plausible. Tan solo piensa en cuántas tiradas de dados serían necesarias para conseguirlo. Recuerda también la frecuencia con la que la entropía amaña el juego de modo que, en cuanto brota una flor, nuestro universo tiende a destruirla para que las cosas adquieran una mayor desorganización.

Un detalle inadvertido Por favor, no pienses mal de mí: la evolución es un hecho científico. No se trata de contradecirla. A nuestro alrededor se multiplican las evidencias. Sin embargo, cuando se habla de evolución, a menudo hay un detalle que se pasa por alto: la distinción entre la microevolución y la macroevolución. El reciente descubrimiento de grafito biogénico en la Groenlandia occidental ha llevado a los científicos a concluir que la vida en la Tierra empezó hace 3.700 millones de años. Desde entonces, afirman, la evolución ha dirigido la diversidad de la organización biológica en todos los niveles. Se citan innumerables ejemplos para demostrar la teoría de la evolución: polillas que cambian de color en respuesta a la contaminación; los pinzones de Darwin, cuyo pico y tamaño corporal se transforman para adaptarse a las nuevas fuentes de alimentación; lagartijas que mutan el tamaño de su cabeza para volverse vegetarianas, etc. Cada uno de los ejemplos es extraordinario y convincente. Sin embargo, en todos ellos hay una limitación evidente: el cambio tiene lugar en la misma especie. Esto es lo que se conoce como microevolución. Las polillas siguen siendo polillas; los quince tipos de pinzón de Darwin siguen siendo pájaros; y las lagartijas vegetarianas no se han convertido en vacas. No hay evidencias de un cambio de especie, conocido como macroevolución, en toda la literatura científica. No ha habido una evidencia observable de la metamorfosis de un pez en un anfibio o de un pájaro en dinosaurio. Los científicos dependen de evidencias históricas que parecen ser acontecimientos cronológicos, como los

registros fósiles, y a continuación elaboran teorías para explicarlos. Sin embargo, nadie ha encontrado una prueba observable de que estas teorías hayan acontecido realmente. Los evolucionistas dirán que estos acontecimientos tardan miles de años en suceder y que la teoría evolutiva tiene menos de doscientos años, y que si esperamos lo suficiente, encontraremos estas evidencias. Aunque se trate de una razón matemáticamente válida, no cambia el hecho de que sin observación, la teoría de la evolución no es, en el mejor de los casos, más que un relato. ¿Y sabes cómo llamamos a los relatos que no se basan en evidencias observables? ¡Los llamamos fe! Al parecer, como escribió David Foster Wallace:

«Todo el mundo reza. Lo único que elegimos es a qué rezar.»

La adaptación evolutiva es indiscutible, pero insuficiente para explicar la abundancia de creación que nos rodea. ¿Podría haber una historia más plausible? Para encontrarla, necesitamos romper otro conocido mito.

Evolución versus diseño El diseño no es lo opuesto a la evolución. La evolución podría ser un método de diseño deliberado. Es algo que podemos ver en acción al observar los productos tecnológicos que creamos. Un proceso de repeticiones consecutivas, lanzamientos y versiones hacen de cada nuevo producto algo mejor que su predecesor. Sin embargo, cada uno de los productos ha sido diseñado y producido. Ninguno es el resultado de golpes aleatorios de suerte. Imagina que dentro de unos millones de años una especie extraterrestre desentierra una línea de coches «fosilizada» y preservada en buenas condiciones. En este sitio «arqueológico» encuentran varios ejemplares de una especie llamada «Audi». Si los

extraterrestres utilizaran la mentalidad evolutiva para explicar lo que han descubierto, creerán que los Audi han evolucionado como especie.

Quiero decir... ¡Míralos! Fueron anodinos hasta 1980, cuando tuvo lugar un gran salto evolutivo en la forma del Audi Quattro, «el eslabón perdido». Apareció por primera vez la tracción en las cuatro ruedas. Esto hizo del Quattro un vehículo superior a sus ancestros y le permitió ganar carreras contra otras especies competidoras, lo que llevó a la extinción a otros modelos. El Audi Quattro sobrevivió porque era el más adaptado. A partir de entonces, la especie vivió años de rápida evolución y por último alcanzó el rango de «criatura» mucho más sofisticada, capaz de alcanzar velocidades más elevadas con el R8 y conquistar eficazmente el entorno todoterreno con el Q7. La especie se volvió más segura y así se incrementó su esperanza de vida y cada Audi pasó de recorrer cientos a miles de kilómetros. Fueron más conscientes de su entorno gracias a los sistemas de navegación GPS, las cámaras y los sensores a distancia, e incluso empezaron a comprender el lenguaje hablado y fueron capaces de responder. Los modelos antiguos se extinguieron debido a la selección natural, y solo sobrevivieron los modelos más adaptados. ¡Evolucionaron!

Los extraterrestres tienen razón. Sería irracional no suponer que el Audi evolucionó. Sin embargo, también creo que estarás de acuerdo en que sería estúpido imaginar que llegó a existir por azar, sin un diseño inteligente y la intervención de la ingeniería. Has de ser consciente, te lo ruego, de que las teorías de la evolución defienden que producir un coche a partir del puro azar es teóricamente posible. Si les concedemos un tiempo infinito y una infinita cantidad de ensayos y errores, los metales de un lugar específico acabarán por configurar la forma exacta de un Audi. Es matemáticamente posible, pero ¿es probable? También has de tener presente que los coches son mucho más simples que los organismos vivos con capacidad de reproducirse. Para simular este grado superior de complejidad tendríamos que imaginar que la aleatoriedad —por ejemplo, un huracán al pasar por una chatarrería — deja tras de sí una fábrica perfectamente diseñada y plenamente autónoma que produce coches perfectamente diseñados. ¿Es matemáticamente posible? Seguro, pero ¿es probable? Creo que no. Si nuestra mente no puede aceptar que un coche ha sido producido únicamente por la evolución, ¿cómo pensar que la evolución ha creado el universo, mucho más complejo? Al intentar comprender la evolución, es matemáticamente correcto suponer que un golpe de suerte podría haberlo creado todo, pero afirmar que fue así no es una afirmación muy precisa; a menos, como podría sugerir la ciencia, que el universo disponga de un tiempo infinito para intentarlo. Y esto, por desgracia, no es más que otro megamito.

Sencillamente, no hay tiempo suficiente ¡El tiempo no es infinito! La edad de nuestro universo desde el Big Bang es de aproximadamente 13.700 millones de años, y la edad de la Tierra se acerca a los 4.500 millones de años. Sabemos que la vida —en su forma más primitiva— surgió hace 3.700 millones de años. Aunque parece un tiempo muy largo, es muy breve en

comparación con la tarea de la creación. Nuestro universo no es lo suficientemente viejo como para que Randy teclee una oración de nueve palabras, y menos aún para crear una mosca. Pero eso no debería impedir que lo intentemos una vez más, ¿verdad? Para acabar la tarea a tiempo todo lo que necesitamos es un mono más rápido. ¡O sea, en serio, nueve palabras en 4.500 millones de años! Ha de haber un mono para este trabajo. Randy es despedido y sustituido por un mono más rápido; llamémoslo Flash. Por rápido que sea, Flash tiene su precio. Pide un plátano muy grande y se pone a trabajar. La tarea es la misma: escribir 11,4 billones de billones de billones de billones de billones de billones de oraciones por una probabilidad razonable de que una sea correcta. Para conseguirlo, Flash tiene que escribir a la demoledora velocidad de 50.000 billones de billones de billones de billones de billones de palabras por minuto.7 ¿Es esa la velocidad de la creación que observamos en la Tierra hoy? ¿O se trata de otro detalle inadvertido? ¿Y si multiplicamos esa necesidad de una creación rápida por el número de seres vivos que rondan en nuestro planeta? Solo en los océanos hay unas 226.000 especies,8 y se estima que otros dos millones siguen ser descubiertas. Si incluimos toda la vida, la Tierra está poblada por aproximadamente 8,74 millones de especies.9 Por favor, no te dejes engañar por la conocida historia de la evolución y la selección natural; el demonio está en los detalles matemáticos. Si crear cada una de estas variantes es tan simple como teclear, y no lo es, ¿cuántos intentos necesitamos? ¿Cómo de rápidas tendrían que ser esas tentativas para crear el mundo que nos rodea? Ni siquiera voy a perder el tiempo haciendo las cuentas. Es evidente. ¡Ah!, y hay otra cuestión. ¿Adónde han ido todos los fósiles?

Una de las notables diferencias entre uno de nuestros más cercanos ancestros, el Homo habilis, y nuestra especie, el Homo sapiens, es que nuestro cerebro es tres veces más grande. Estas dos especies

aparecieron en escena hace menos de dos millones de años. Si aplicamos la misma probabilidad de nuestro mono al teclear una oración de nueve palabras al salto evolutivo del habilis al sapiens, la evolución habría tenido que crear un número de Homo habilis que superara en 20.000 millones de billones de billones de billones de billones de billones de veces a toda nuestra población humana para crear el primer Homo sapiens por azar.10 La cuestión clave es adónde ha ido a parar ese número casi infinito de esqueletos. No deberían ser tan difíciles de encontrar, ya que habría una media de 137 millones de billones de billones de billones de billones de esqueletos en cada metro cuadrado de la masa terrestre.11 ¿Acaso todos se han descompuesto sin excepción? Aunque hubiera sido así, ¿por qué no encontramos evidencias observables de ese patrón —la creación de 5,7 billones de billones de billones de billones de seres humanos al mes— aun en la actualidad?12 ¿Somos tan perfectos que la naturaleza ha decidido que dejemos de evolucionar? ¿Qué ha pasado con las habilidades matemáticas de todo el mundo? ¿Por qué se han ignorado estos sencillos cálculos? Afirmar que el azar probó toda posible configuración hasta que al fin encontró un modelo «operativo» y lo mantuvo, no es un relato plausible. No necesitamos a un mono veloz que pruebe todas las configuraciones; tan solo necesitamos uno muy muy afortunado. Tan afortunado, de hecho, que en cada ocasión lo haga todo bien al primer intento. Hemos encontrado a nuestro mono

Imaginemos que existiera un mono capaz de sacar diez números 6 muchas veces al tirar los dados, y superara de forma rotunda la probabilidad de 60 millones contra una. Si la velocidad no basta para realizar la tarea, entonces este mono, Maldito Afortunado, es sin duda nuestra mejor apuesta. Mientras le explicamos la tarea, el mono parece confuso. Le pedimos que lance cincuenta y cinco dados, con veintisiete caras, y que todos aterricen en la cara correcta solo para crear una oración de nueve palabras. Y si

suponemos generosamente que eso es equivalente en complejidad, por ejemplo, a crear una mosca, entonces tendrá que repetir ese golpe de suerte 8,74 millones de veces consecutivas para crear todas las especies vivas en una secuencia increíblemente coreografiada. Al ser un mono, decide intentarlo, pero en lugar de pedir un plátano como recompensa, pregunta por tu cordura en relación con su éxito. El mono está dispuesto a asumir el reto, pero ¿lo estás tú? Aunque suscribo plenamente la evolución constante de la vida como ley de la naturaleza, en mi búsqueda de la verdad tengo que detenerme y revisar la premisa subyacente. La evolución es un hecho, pero, tal como ocurre con los automóviles Audi, la producción consecutiva de modelos mejorados, o simplemente la pura variedad, forma parte del diseño. Las matemáticas son evidentes. Nada es aleatorio.

Todos somos parte de un gran diseño.

La materia de la que estamos hechos Dejemos los dados, las novelas rusas y los coches. Vayamos a la conclusión y hablemos de la realidad de la que tú y yo estamos hechos —proteínas—, que nos proporciona los mejores ejemplos de hasta qué punto todo lo que damos por sentado es en realidad infinitamente complejo. Normalmente, las proteínas se producen a partir de un conjunto de aminoácidos que se integran en una secuencia específica. En la actualidad, la ciencia conoce veinte aminoácidos diferentes. La secuencia en la que se articulan determina el comportamiento de una molécula de proteína. Imagina un collar de cuentas de veinte colores diferentes. Enlaza treinta cuentas verdes, seguidas de una blanca, luego otra verde y doce cuentas azules, y obtendrás una molécula de proteína

específica que se integra, por ejemplo, en tus músculos. Enlaza trece amarillas, veintidós rojas y dos negras, y obtendrás otra proteína que funciona como anticuerpo. Cada proteína es una máquina increíblemente sofisticada que realiza una función específica. Algunas actúan como bombas de vacío, otras cambian de forma para combatir a los gérmenes, y otras actúan como motores. Tu cuerpo contiene más de veinte mil tipos de esas máquinas. Muchos otros seres vivos contienen máquinas proteínicas que superan los cien mil tipos diferentes. Lo más asombroso de estos collares es que no penden en una línea recta; se doblan a partir de la secuencia en la que están enlazados. Y siguen doblándose hasta que encuentran una «configuración de energía mínima» estable para mantener la integridad de su estructura. Como una creación de origami, cada pliegue ha de efectuarse adecuadamente en la secuencia correcta para dar forma a la obra de arte final. Es muy difícil que una proteína consiga esta perfección sin errores (conocidos como «mal plegado»), porque las moléculas de agua golpean esos diminutos collares y las fuerzan a moverse y temblar.

Olvidemos ahora los ciclos evolutivos necesarios para crear a tus ancestros y centrémonos en una de las veinte mil proteínas que constituyen nuestro cuerpo. Para que ese único ladrillo exista es necesario que haya sido enlazado correctamente en la secuencia exacta de aminoácidos que forma su composición, y a continuación

es necesario que se haya plegado correctamente hasta encontrar una estructura estable y operativa. ¿Cuántas probabilidades hay de que eso ocurra por azar? En 1969, Cyrus Levinthal señaló que una molécula de proteína presenta un número astronómico de posibles pliegues que conduzcan a su estructura final. El premio Nobel Christian A. Anfinsen calculó que a una única proteína le llevaría 1026 años formarse probando aleatoriamente todos los posibles pliegues hasta llegar a una estructura estable. ¡Esto es más de un billón de veces la edad del universo! ¿Cuál es la única forma de que esa proteína se pliegue correctamente dentro del tiempo que tiene para esa tarea? Ahora conoces la respuesta: ¡la intervención! La proteína tiene que conocer la secuencia primaria antes de empezar a plegarse. ¡Conocer cómo será algo antes de que empiece a ser es lo que llamamos diseño! Como un trabajo de origami documentado, el collar de proteína tiene que estar preprogramado con los pasos exactos que ha de seguir para realizar el trabajo a tiempo.

¡Para que las veinte mil proteínas que hay en nuestro organismo se plieguen aleatoriamente y den lugar a un ser humano, necesitaríamos un golpe de suerte equivalente a tirar veinte mil dados al mismo tiempo y obtener el número 6 en todos ellos! Y ten presente que cada dado no tendría seis caras, sino billones y billones de caras. ¡Mucha suerte! He intentado mostrarte los aspectos ocultos de la matemática en lo relativo al Big Bang, la evolución y la selección natural. He intentado contar una historia en la que todo ha sido diseñado a la perfección e interactúa impecablemente sin depender de la suerte, una historia en la que no hay azar ni ensayo y error, donde todo se desarrolla como se esperaba según las eternas ecuaciones cósmicas enunciadas por el diseño. No puedo demostrar este relato con un cien por cien de certeza. Sin embargo, al aplicarlo a nuestro planteamiento del problema original, no cabe duda de que disfruta de una probabilidad significativamente más alta que el relato del azar. Este relato exige la presencia de un Diseñador que, por desgracia, es una entidad de la que se han apropiado y que han distorsionado las instituciones religiosas, hasta el punto de que preferimos negar su existencia a pertenecer a la locura perpetrada en su nombre. Nuestro universo es tan complejo que a menudo nos perdemos en los detalles. Incluso Einstein admitió las limitaciones de nuestra comprensión: al contemplar la creación, «nos encontramos en la posición de un niño pequeño que entra en una enorme librería abarrotada de libros en muchas lenguas. El niño sabe que alguien ha tenido que escribir esos libros. No sabe cómo. No comprende las lenguas en que han sido escritos. El niño intuye vagamente un orden misterioso en la disposición de los libros, pero ignora cuál es. Esa, creo, es la actitud de los seres humanos más inteligentes hacia Dios».13

¿Steve Jobs? ¿Quién?

Para eliminar la complejidad, he aprendido a resumir mi lógica del gran diseño en una sencilla historia. Imagina que te encontraste conmigo cuando compré uno de mis primeros iPhones. El aparato te impresiona vivamente y me preguntas dónde puedes conseguir uno. ¿Qué te habría parecido si te cuento esto? Lo siento, pero no podrás comprar esta maravilla tecnológica en una tienda. Es producto de la evolución. La he encontrado en el arenal de 4.500 millones de años que hay detrás de mi jardín. Soy el privilegiado receptor de un golpe de suerte, una oportunidad entre infinitas, cuando la arena se derritió apropiadamente para formar la límpida pantalla de cristal, que adoptó la exacta forma rectangular, cuando un gato la pisó en el momento exacto para que se ajustara a un estuche de aluminio. Ese bonito estuche es obra de un único bloque de aluminio refinado producido a lo largo de los milenios en el suelo del jardín y pulido durante años por suaves tormentas de arena. La pantalla de alta resolución apareció inexplicablemente una mañana, ocupó su lugar y se conectó perfectamente a los componentes microelectrónicos autocreados a partir del silicio que hay en la arena. Los micrófonos y los altavoces son el resultado de la acción de insectos que horadaron la carcasa, y las conexiones se realizaron gracias a cobre refinado encontrado en un antiguo artefacto enterrado allí cerca. La entropía dejó intacta esta configuración durante años hasta que otro increíble golpe de suerte logró reunir los productos químicos, los conductores metálicos y el envase necesarios para formar la batería. Un relámpago cargó la batería durante un pequeño terremoto. El resto del aluminio se formó como resultado del calor y sirvió para acabar el estuche perfectamente sellado. Ah, y el software se escribió a sí mismo tecleando aleatoriamente en un ordenador creado por azar y descubierto en el jardín del vecino hace un año.

Para que este milagro de la probabilidad suceda hacen falta miles de millones de años, pero nuestro universo tenía el tiempo suficiente, y por eso sucedió. Este iPhone fue creado por azar, y no me importa que estas palabras ofendan a Steve Jobs, porque en realidad no creo que haya existido nunca Steve Jobs. ¿No te parece?

¿Por qué es tan difícil creer que un Diseñador mucho más inteligente ensambló la máquina que es el ser humano? Ni nosotros ni el iPhone existimos por azar.

Hay un gran Diseñador, y también hubo un Steve Jobs.

De vuelta a la felicidad Con los años, he aceptado el gran diseño como un fundamento. A continuación, he pasado muchos años formulando una tras otra las preguntas correspondientes a las sucesivas capas. Como conclusión, ahora estoy convencido de que existe un Diseñador y de que nos envía muchos mensajes desde el núcleo de diversas religiones. Busco la sabiduría en esos mensajes e ignoro las partes añadidas por la interpretación humana, la avaricia y la tradición. Esta forma de acercarme a la vida me hace feliz porque me ayuda a apaciguar la voz de mi mente, a saber que apuesto esta breve vida a algo que puedo demostrar con matemáticas, a saber que soy parte de algo mayor que esta vida, y que Ali está con un Diseñador capaz de crear este asombroso universo y mucho más capacitado para cuidar de mi querido hijo de lo que yo he sido jamás. Al empezar esta conversación te pedí que dejaras a un lado las capas más profundas de preguntas que orbitaban en torno a la cuestión del diseño, a fin de poder encontrar una respuesta a la cuestión principal. Ahora, volviendo al tema de la felicidad, añadiremos una de esas capas.

Las reglas del juego

La capa más decisiva, la que nos provoca un enorme sufrimiento, tiene que ver con nuestro desacuerdo con el diseño. A diferencia de las máquinas que construimos, nosotros, los seres humanos, cuestionamos constantemente el diseño. Creemos que tendría que haber sido mejor. Nuestro mayor desacuerdo con el Diseñador, y la razón por la que muchos rechazan el concepto, hunde sus raíces en el rechazo a la forma en que se comporta (tengamos presente, por favor, que el género es una propiedad del mundo físico; utilizo la expresión Diseñador por comodidad y no por un sesgo de género). La forma en la que el Diseñador parece trabajar defrauda frecuentemente las expectativas de nuestro algoritmo de la felicidad, y eso nos hace infelices. Pero ¿hay que atribuir esos actos al Diseñador? Para empezar, muchos están en desacuerdo con que el Diseñador tenga «representantes» en la Tierra. Las instituciones religiosas, que aseguran poseer el canal de comunicación con el Diseñador, lo arruinan todo. La mayoría de las religiones han llegado a ser innecesariamente estrictas. Se alejan de su premisa central; defienden una expectativa hiperbólica del juicio; y aplican un «impuesto», a la vez que sus propios líderes, con cierta frecuencia, hacen gala de una pésima conducta. Nada de todo esto me preocupa. Me considero razonablemente religioso a pesar de las acciones de la institución, porque mi lealtad se apoya con firmeza en el Diseñador, no en los autodesignados intermediarios. Más allá de la religión formal, buena parte de lo que percibimos como actos del Diseñador son difíciles de explicar. ¿Por qué la vida es tan dura? ¿Por qué la guerra, la enfermedad, la muerte, la destrucción, el hambre, la iniquidad, la pobreza, la tortura, el crimen y la corrupción? ¿Por qué sufrimos desastres naturales? ¿Por qué Ali tuvo que desaparecer tan joven? Si el Diseñador es un ser compasivo y atento, ciertamente su actuación no está siendo muy brillante.

¡Bueno, en realidad creo que el Diseñador no dirige nada en absoluto! Lo hacen los algoritmos que ha creado. En ellos radica la belleza del gran diseño y la verdad última, y la felicidad. Un tsunami es el resultado de movimientos sísmicos bajo el océano profundo, movimientos que provocan grandes olas que avanzan hacia tierra. No hay ningún drama detrás. Ninguna intervención. Es el mundo desplegándose en función de las leyes de la física y según el diseño. Cuando Audi produce un coche, lo fabrica de modo que al poner en marcha el motor y pisar el acelerador, el coche avance. Si en lugar de ello le gritas, el coche no se moverá. Así funciona el diseño. Audi insistirá en que lleves el coche a las revisiones periódicas, donde drenarán y te cambiarán el aceite. No se trata de un defecto; es el diseño. No nos sentamos junto al coche y lamentamos el proceso de cambio de aceite; lo programamos en nuestros planes y expectativas. Nuestra Tierra a veces arroja lava volcánica; los movimientos sísmicos pueden provocar terremotos; y los inviernos pueden ser fríos y duros. Si nacen 7.000 millones de personas, morirán 7.000 millones de personas. Así son las cosas. No es un drama; es un hecho. Para un ingeniero, una ecuación representa la justicia última. Una ecuación siempre se comporta tal como se espera de ella. En función de los valores que introducimos, conoceremos con total certeza el resultado. La vida y la muerte, la riqueza y la pobreza, la salud y la enfermedad, tan solo suceden. La vida es como es.

No hay intervención divina.

«¿Por qué el diseño parece tan duro? Yo habría diseñado un mundo más amable. ¿Por qué las serpientes tienen que ser venenosas y tan aterradoras? Si yo fuera el Diseñador habría creado reptiles más amistosos.» Bien, es una buena observación. Pero imaginemos, por un momento, un mundo sin insectos. ¿No sería maravilloso? ¡Podríamos acampar al aire libre sin que nos molesten todos esos

terribles gusanos y las picaduras de mosquito! Pero no nos alegremos demasiado. Sin insectos, no habría lugar donde acampar, ya que la Tierra estaría cubierta de residuos animales y plantas muertas al no haber insectos para descomponerlos. Los insectos desempeñan un papel fundamental como polinizadores y como fuente de alimento para otros animales. Sin ellos, nuestro suministro de alimento se vería drásticamente reducido. ¿Eliminar los insectos mejoraría el diseño? No. Nuestro mundo funciona porque opera como un todo: un ecosistema. Realmente, no hay nada indispensable. Si lo dudas, aplica la prueba del borrador también aquí. Siéntete libre para eliminar cualquier parte del universo que no te guste, con todas sus consecuencias, y descubre si así consigues un mundo más de tu agrado.

El diseño es funcional.

Por otra parte, no pocas veces nos quejamos por cosas que tienen que ver con nuestra propia acción. Desencadenamos guerras que matan a millones y culpamos a un Dios cruel e indiferente. El mundo aún sostiene a 7.000 millones de personas, pero nuestra avaricia y desperdicio dejan a 1.000 millones con hambre, mientras otros 1.000 millones están obesos. Es nuestra conducta, pero culpamos al diseño. Contaminamos, realizamos experimentos nucleares, adquirimos más riqueza de la necesaria y utilizamos a los demás para nuestros propios fines egoístas. ¿Y a quién culpamos por los destrozos? Al tipo grande que supuestamente tiene que detenernos. Si estamos conduciendo y decidimos tomar una curva pronunciada a doscientos kilómetros por hora, no deberíamos culpar al Diseñador del coche por nuestra conducta imprudente, ¿verdad?

Los resultados de nuestros actos no deberían atribuirse al Diseñador.

Como podrás imaginar, Ali y yo no habríamos disfrutado tanto jugando a Halo si nos hubiéramos sentado a criticar las reglas del juego. Sabíamos en qué consistían, las esperábamos y dominábamos el juego dentro de las limitaciones impuestas. Del mismo modo en que lo hace un juego, la vida también impone algunas reglas. Aprender a dominar el juego mientras lo jugamos, en lugar de desear que sea diferente, nos llevará allí donde necesitamos estar. Con estas palabras, con amor, te dejo trabajar en todas las otras capas. Ellas son tu puzle. Resolverlas forma parte de tu juego. Han pasado meses y ahora estoy escribiendo una última página que pretende anclarte firmemente en tu estado de alegría. Si acabas el libro y no te llevas nada de él, recuerda esto: no hay aleatoriedad en la vida. Nuestro universo es producto de un diseño magistral. El Diseñador no dirige el show; de eso se encarga la ecuación que ha diseñado. Concéntrate en tu algoritmo de la felicidad. Es lo único que puedes controlar plenamente. Al comparar los acontecimientos de tu vida con tus expectativas, te ruego que recuerdes que lo que sucede es lo que tenía que suceder. En lugar de sentirte amedrentado por los acontecimientos, tal vez deberías intentar dudar de las expectativas que definiste, porque, por dura que sea:

La vida siempre cumple las expectativas realistas.

Nuestro universo es demasiado complejo como para predecir qué va a suceder. Aceptar un diseño situado más allá de nuestra comprensión resulta liberador. Esa felicidad aporta dicha. Procura dar forma a tu destino y aspira a cambiar el mundo a mejor. Sin embargo, sé consciente de que tu contribución a las ecuaciones del gran diseño es limitada. Busca una aceptación comprometida en los casos en los que un millón de otros parámetros alejen el resultado de tu expectativa. Ríndete y maravíllate ante el esplendor del diseño y disfrutarás de tu vida.

Acepta el diseño.

He compartido contigo cientos de páginas sobre lo que en mi opinión son las ilusiones, los ángulos muertos y las verdades, consciente de que lo que funciona para mí no siempre funcionará para ti. He podido equivocarme. Acepta lo que te conviene y descarta lo demás, pero sé consciente de que hay algo que funcionará siempre: para encontrar la paz y la alegría, rechaza toda ilusión y busca siempre lo real.

Vive la verdad. ¡Encontrar la alegría es así de simple!

Epílogo Una conversación con Ali Cuando besé la frente de mi hijo difunto, una abrumadora sensación de paz se apoderó de mí. No fui capaz de explicármela. ¿Fue simplemente el fin de la ansiedad que Nibal y yo sentimos mientras esperamos toda la noche sin saber qué iba a pasar con nuestro amado hijo? ¿Fue alivio tras el dolor que experimentamos al esperar fuera de la unidad de cuidados intensivos, conscientes de que nuestro hijo seguía vivo solo por el trabajo de las máquinas de soporte vital, mientras esperábamos que la anestesia alejara el dolor? ¿O era la paz de saber que no tendría que soportar una vida sufriendo los daños colaterales de los fallos orgánicos que había padecido? Estos pensamientos podrían habernos aliviado, pero ninguno de ellos era una buena razón para sentirse en paz. ¿Cómo es posible que en mi corazón no sintiera ira por la serie de errores evitables que me arrebataron la vida de mi mejor amigo? Creí que había enloquecido, y tal vez la locura era buena. La locura era pacífica. Y esa paz me ayudó a recuperarme y salir de la UCI para reunirme con su frágil madre, para transmitirle con suavidad la devastadora noticia. Aunque lo habían declarado oficialmente muerto, intenté suavizarlo un poco. «Nibal —le dije—, parece que Ali no lo va a conseguir.» Su reacción fue aún más sorprendente que la mía. Respondió: «Llévame con él». La detuve; no estaba seguro de que Nibal, con el corazón destrozado de una madre cariñosa, pudiera soportar ver a Ali en ese estado. Pero ella sonrió confiadamente y añadió: «Sé que se ha ido, así que llévame con él. Quiero despedirme».

Ali parecía muy guapo, incluso en ese estado. Se había recortado la barba el día anterior y también llevaba corto su pelo rizado. Su rostro tenía un aspecto relajado, tan sereno como siempre. Nibal esbozó una sonrisa genuina, tocó el rostro de Ali y dijo lo más inesperado: «Habibi, al fin estás en casa». Era evidente. La sensación inicial que reconfortó nuestro corazón nos decía que estaba bien, mejor que bien. Ali estaba allí donde pertenecía. Hoy sentimos lo mismo, pero no siempre ha sido así. Tan pronto como abandonamos el hospital, la gravedad del acontecimiento hizo presa en nosotros y la paz que sentimos inicialmente se desvaneció. Volver a ella nos costó mucho. Durante años, mi modelo de felicidad me enseñó a controlar mis pensamientos. Le pedía a mi cerebro que suspendiera un pensamiento negativo y produjera otro mejor. Con mucha práctica incluso conseguí acallar completamente mi mente y que me dejara en paz. La inesperada pérdida de Ali, sin embargo, me hizo perder el equilibrio. La extraña paz que me inundó al principio pronto se convirtió en pensamientos maliciosos y agresivos. Me sumergí en la confusión total. No paraba de llorar. El dolor de perder a Ali era como una lanza que me atravesaba el corazón. El ruido de mis pensamientos era ensordecedor. Creí que iba a enloquecer —literalmente—, sobre todo cuando empecé a oír el sonido reiterado de un arpegio desconocido y extrañamente alegre, producido por una guitarra, reproduciéndose en mi mente una y otra vez. Era incapaz de acallarlo. Una locura. Me sentí cruel. La única persona a la que normalmente buscaba para pedir consejo y salir de esa espiral era la persona que se había marchado. En mi desesperación, quería preguntarle: «Ali, ¿qué hago para soportar tu pérdida?». Al volver a casa después de llevar su cuerpo a su lugar de descanso final, me derrumbé, exhausto, en un sueño de unos pocos minutos y él se me apareció en sueños. Lo vi sentado en la mesa de operaciones y girado hacia mí. Me vio, sonrió y miró detrás de mí y se inclinó como para abrazar a alguien que había allí, alguien a quien amaba.

Verle en sueños me hizo saltar de la cama. Mi corazón latía rápidamente, pero por un momento sentí paz. Luego recordé lo que había pasado. Lloré. Me di cuenta de lo mucho que necesitaba volver a verle, incluso en un sueño, para hablar de ello. Los siguientes días cerraba los ojos e imaginaba que caminaba hacia mí —tal vez en uno de mis vuelos de larga distancia— con esa sonrisa, sus rastas, su camiseta roquera negra y sus vaqueros. Saltaría de mi asiento para abrazarle. «Ali, has vuelto, te he echado de menos.» Y como siempre, él diría: Ezayak ya abuya. «¿Cómo estás, papá?» Tal vez esta no sería la pregunta más oportuna. Porque yo me echaría a llorar y mostraría mi fragilidad. «Ha sido duro, Ali. Ha sido muy duro. Te echamos de menos y no sabemos cómo vivir sin ti.» «Cuéntame, Phat Hobbit —así es como me llamaba, en broma, desde el día en que fue más alto que yo —, tenemos un largo vuelo por delante y horas para conversar.» «Mi cerebro está hiperactivo, Ali. Ya nada tiene sentido. Mis pensamientos son tóxicos: el médico asesinó a mi hijo; alguien tan joven no debería morir; la vida es injusta; no tiene sentido vivir otro día; y un millón más. Las ilusiones me están llevando hasta el punto en que casi me vuelvo demente. La ilusión del yo me hace pensar que todo ha sido culpa mía, que la vida me castiga por algo que he hecho. Mi ego duele. No dejo de preguntarme: ¿Por qué mi hijo me ha sido arrebatado? La ilusión del conocimiento me induce a pensar que no debería haberte llevado a ese hospital. ¿Por qué no elegí a otro equipo médico? Debería haberlo sabido. La ilusión del control me desgarra, destruyendo mi fe en la vida. ¿Por qué no fui capaz de anticiparme? ¿A qué otras cosas no me anticipo? La ilusión del tiempo ralentiza el reloj, encerrándome en horas de llanto, culpabilidad e ira hacia el pasado, y me angustia ante el largo futuro que tengo que vivir sin ti. Los días se me antojan atrozmente largos. Estoy anestesiado para el mundo exterior y vivo en una mente atrapada por infinitos pensamientos y emociones. Y, por último, mi miedo es inconmensurable. Miedo a lo que pueda sucederles a Aya, a Nibal, y a todo lo que esta vida pueda llevarse.»

Mientras soñaba despierto con Ali y con cómo él proyectaría su magia y apaciguaría mi mente —como siempre hacía—, todo lo que podía oír era el monótono sonido de la guitarra. Entonces llegó el primer mensaje.

¿Acaso eso traerá a Ali de vuelta? Las noticias viajan rápido. Recibí una llamada de un alto funcionario del Gobierno de Dubái. Se había enterado de lo sucedido y prometió que la negligencia médica no sería ignorada. Dijo que ya se había iniciado una investigación. Me preguntó si quería participar y si estábamos de acuerdo en hacerle la autopsia al cuerpo de Ali. Nibal pronunció las sabias palabras que nos anclaron en la verdad última: «¿Acaso eso traerá a Ali de vuelta?». Fue como un faro penetrando en la niebla. La pregunta de Nibal recompuso inmediatamente mi pensamiento. La verdad era simple. El hombre más bueno que habíamos conocido descansaba en paz. Nada que pudiéramos hacer —nada— lo traería de vuelta. Cualquier pensamiento más allá de esa verdad desnuda era malicioso, inútil y sencillamente falso.

¿Es eso cierto? A partir de entonces, mi conversación mental descarriada se equilibró con cierta dosis de cordura. Cada vez que brotaba un pensamiento malicioso, pude oír la voz de Ali preguntando: «¿Es eso cierto?». El médico asesinó a mi hijo. «¿Es eso cierto, papá? ¿Qué médico se levanta por la mañana y dice: “Hoy es el día en el que voy a matar a alguien y arruinar mi carrera”?». Nadie debería morir tan joven. «¿Es eso cierto? Los jóvenes mueren a miles cada día.»

Con su muerte, mi vida ha llegado a su fin. «Oh, ¿es eso cierto? La vida no se detiene para nadie. Estás aquí hasta que llegue tu hora. Es mejor que actúes en consecuencia.» Es lo peor que podía haberme pasado. «¿De veras eso es cierto, papá? Sabes que podría haber sido mucho peor. Podrían haberme diagnosticado un cáncer incurable o haberme obligado a participar en la locura de las guerras de Oriente Medio en lugar de marcharme serenamente mientras dormía.» Pero yo te llevé allí. Tendría que haberme informado mejor. «¿Es eso cierto? ¿Cómo podías haberlo sabido? Hiciste lo que creíste correcto, papá. Querías aliviar mi dolor. Querías que me recuperara. Nadie podía saber cómo iba a desarrollarse todo. El conocimiento es una ilusión. No permitas que te confunda.» Ni siquiera puedo vivir así unos días. Esto me torturará durante años. «¿Es eso cierto? Vivirás y el tiempo pasará. Los días serán largos y los años, cortos. Dentro de poco echarás la vista atrás y te preguntarás: “¿Ya ha pasado tanto tiempo desde que se marchó?”. La vida sigue su curso como hasta hoy. El tiempo es una ilusión. En lugar de pensar en los años venideros, concéntrate en el ahora. Da lo mejor de ti. Haz que me sienta orgulloso. Vive la vida día a día. Cuando vivía en Boston, solo nos veíamos una vez al año y todo estaba bien. Ahora solo estoy un poco más lejos durante un tiempo algo más largo. No hay que esperar nada. El tiempo cuidará de sí mismo. Tú cuidarás de ti.» Pero ¿por qué la vida me hace esto a mí? Me arrebató a mi hijo. «¿Es eso cierto? Con el debido respeto, papá, yo nunca fui tuyo. Siempre fui mío. Esta es mi película, y ha llegado la hora de cambiar de escena.» Tiene que haber algo que yo pueda hacer para cambiar esto. Siempre lo he controlado todo. «¡Ja, ja! ¿Es eso ni siquiera remotamente cierto, papá? Nadie controla nada. Hacemos lo que podemos. Emprendemos las acciones correctas y conservamos la mejor actitud. Los resultados no dependen de nosotros. El control es una ilusión. ¿Qué acciones emprenderías hoy y qué actitud mantendrías de saber a ciencia cierta que nada me traerá de vuelta? Concéntrate en eso.»

Lo sé. Tu muerte lo aclara todo, pero estoy tan asustado. ¿Lo superará Nibal? ¿Y qué pasará con Aya? «El miedo también es una ilusión, papá. Lo que tenga que suceder, sucederá, al margen de tu miedo. Y al final todos estaremos bien. En realidad no hay nada que temer.» ¿Bien? ¿De veras estás bien? ¿Dónde estás ahora? ¿Estás a salvo? ¿Volveré a verte? La conversación parecía extenderse sin fin en mi mente. Aunque su voz me ayudaba a iluminar cada pensamiento, enseguida brotaba otro. Ali seguía ayudándome, pero mi cerebro trabajaba en modo hiperactivo para hacerme sufrir, hasta que oí cómo Ali decía: «Papá, no estaremos juntos por un tiempo. ¿No basta con eso? ¿Por qué permites que tus pensamientos te arrastren a años de sufrimiento que no cambiarán nada? ¿Sabes qué quiero que hagas? ¡Quiero que seas feliz! Los pensamientos son una ilusión. Puedes decirle a tu cerebro qué pensar. Dile que encuentre la verdad.»

La verdad En la célebre concepción del duelo de Elisabeth Kübler-Ross, todo empieza con el rechazo. A continuación pasamos a las dudas, la ira y la depresión, antes de llegar a la aceptación.1 Nibal y yo tuvimos la suerte de saltarnos el rechazo. No hubo distorsión del acontecimiento en nuestra mente. En cuanto se anunció la muerte de Ali, nos anclamos completamente en la realidad. Ali se había ido. No había nada que discutir en ello, y no había forma de traerlo de vuelta. Pero la aceptación que enseguida se instaló en nosotros pronto fue distorsionada por el pensamiento, y el dolor se abrió paso. Como familia necesitábamos la paz que sentimos en la UCI. Gracias a mi investigación sobre la felicidad, sabía que el primer y el último lugar donde encontrar la felicidad era la verdad. En este caso, la verdad era simple. Ali tuvo una vida plena. Estaba muy presente. Vivió cada minuto y siempre fue feliz. En cierto modo —sin pensamientos maliciosos— me sentí bien.

Empecé a desplazar la atención de lo que Ali había dejado de ser para centrarme en lo que fue. Ali fue un huésped amable que trajo luz y felicidad a nuestro hogar. Pero no se espera que los huéspedes se queden para siempre. No se fue demasiado pronto. Pensé en el día en que nos bendijo con su presencia, veintiún años antes, y descubrí lo rápido que habían pasado los años. Aunque hubiera vivido otros veintiún años con él, también habrían pasado en un santiamén. En lugar de pensar en su pérdida, aprendí a detenerme en una hermosa verdad: estuvo con nosotros. Durante todos esos años trajo alegría a nuestras vidas. En lugar de sentirme triste por su partida, por primera vez sentí felicidad porque hubiera existido. Y más tarde me apoyé en la poderosa creencia en las dos verdades que son más difíciles de aceptar: la muerte y el diseño. Volví a pensar en la investigación que llevé a cabo en mi juventud en relación con el concepto de diseño, en los mensajes encriptados y a veces distorsionados que frecuentemente encontramos en las enseñanzas religiosas, y descubrí que todos los credos compartían un sencillo mensaje central: la muerte no es el fin, y quienes han sido buenos en esta vida estarán bien en la próxima ronda del juego. La muerte de nuestra forma física es muy real, pero la muerte no es el fin. Mi yo real, tu yo real y el Ali real en realidad no morirán nunca. Tarde o temprano me reuniré con Ali para explorar el otro lado. El Diseñador es bueno y generoso a pesar de que ciertos acontecimientos en nuestra existencia física a veces nos hagan pensar de otra forma. Él cuidará de Ali mucho mejor de lo que yo lo hice jamás. No, no hay forma de demostrar esto con absoluta certeza, pero ¿acaso no es esta la naturaleza del conocimiento? Y cuando mi cerebro intenta tomar el mando, cuando la duda, el cinismo y el parloteo despuntan, recuerdo mi regla dorada de la felicidad: si tienes que elegir entre dos pensamientos y no puedes demostrar ninguno de ellos con total certeza, elige el que te hace feliz. ¿Podría ser más simple? Elijo ser feliz. Ali está bien. Está en el próximo nivel del juego.

Sus últimas palabras En cuanto estos pensamientos positivos dominaron mi mente, pude al fin pensar con claridad. Descubrí que la conversación que esperaba tener con Ali había empezado y concluido, incluso antes de su desaparición. Durante sus últimas semanas, Ali le preguntaba a todo el mundo: «¿Qué nos pasa después de la muerte?». Rara vez hablaba de otra cosa. Era como si se estuviera preparando para un viaje que sabía que iba a emprender. Tenía curiosidad. Planteaba la pregunta y escuchaba con atención. No juzgaba ni debatía. Pocos días antes de su inesperada desaparición, en una última conversación sobre el tema, compartió su propio punto de vista: «Bueno, creo que solo lo sabremos al llegar allí. Pero ¡soy optimista!». Estaba listo. Descubrió la paz incluso antes de marcharse. Eso me hace feliz. Una mañana, una semana antes de su partida, le dijo a su hermana que había tenido un sueño. En su sueño, él estaba en todas partes y era todo el mundo. Dijo que no había palabras para describir cómo se sentía, pero que no quería verse atrapado en su cuerpo físico nunca más. Cuando desapareció, miles de personas en todos los rincones del globo se sintieron conmovidas por su historia. Incluso hoy, mucha gente me dice que ama a Ali aunque nunca lo conociera. Este libro lo acerca a más personas. Él está en todas partes y forma parte de todos. Su sueño se ha hecho realidad. Eso me hace feliz. Unos días más tarde, Ali se entretuvo en transmitirnos su último consejo, como haría un abuelo sabio. Nos dijo a Nibal, a Aya y a mí mismo cuánto nos quería, y luego nos preguntó a cada uno qué había que hacer para afrontar la vida. Dijo: «No sé por qué digo esto sin que me lo pidan, pero me siento obligado a hacerlo». Llenó nuestro corazón de amor, nos dirigió palabras amables y luego ofreció su consejo. Pidió a su madre que «fuera feliz» y se abriera a explorar la vida como Walter Mitty (busca la película). Pidió a su hermana que «estuviera atenta» y encontrara a su verdadero y hermoso yo. Y a mí me pidió que nunca dejara de trabajar. Dijo: «Lo

estás haciendo tan bien, papá, estás marcando la diferencia. Tu trabajo aquí no ha concluido». Esas palabras cambiaron mi vida y me hicieron ser quien soy hoy. Me dijo lo que necesitaba para sobrevivir a su pérdida, y eso me hace feliz. Sonrió entonces con gran serenidad. Su rostro reflejaba una satisfacción que solo podía significar «ahora la labor de mi vida ha concluido». A su habitual modo musical, dijo: «Vale, eso es todo. No tengo nada más que decir». Esas fueron sus palabras del día. Regresó a su habitual silencio, más silencioso aún cada día que pasaba. A medida que se acercaba su último día, hablaba poco, dormía mucho y apenas comía. Como si hubiera agotado el arsenal de cosas que necesitamos mientras vivimos. Las últimas palabras que me dirigió llegan hasta mí sin ser pronunciadas. Me han mantenido fuerte desde entonces. Ali solo lamentó una cosa en su vida: un tatuaje que se hizo en la adolescencia y que me ocultó durante años. Sabía que yo apoyaría su decisión, pero se sentía culpable porque había utilizado mi dinero (aunque era de su paga) sin pedirme permiso. Durante años esperó el momento apropiado para decírmelo. Fue su único secreto. Sin embargo, se lo dijo a su madre y, por supuesto, ella me lo contó a mí. Yo no quise sacarlo a colación hasta que él estuviera listo. Por alguna razón, Nibal me lo recordó al llegar al hospital, por lo que estaba fresco en mi mente. De camino al quirófano se incorporó y vi el tatuaje por primera vez. Le dije en voz alta: «Me parece bien, ya habibi». Espero que me oyera y supiera que no había razón alguna para lamentarlo. Pero en todo caso su paz era completa. Me lo dijo, aunque sin querer. Estaba libre de culpa y eso me hizo muy feliz. Su tatuaje contenía sus últimas palabras hacia mí. Fue una declaración última de la verdad. La gravedad de la batalla nada significa para los que viven en paz.

Gracias por recordármelo, Ali, y gracias por la maravillosa conversación. Quizá pienses que solo buscaba algo a lo que aferrarme para mantener una actitud positiva. Así era. No hay nada malo en ello. El sufrimiento es una opción y elijo no sufrir. En ese momento los pensamientos desaparecieron. Sin embargo, mis sueños siguieron siendo positivos. La noche de su funeral, cuando todos se marcharon, me fui a dormir y en un sueño lo vi en medio de la multitud. Estaba de pie, con los brazos cruzados, una gran sonrisa y ojos amables para todos los que habían venido a presentar sus respetos. Parecía feliz y orgulloso de la energía positiva que irradiaba el lugar. Unas noches antes de empezar a escribir este libro, tuve otro sueño. Ali bailaba, giraba sobre sí mismo, riendo y alzando los brazos al aire. Cantaba en un tono alegre: «Estoy orgulloso de todos, orgulloso de todos». Yo aún sufría el dolor de su pérdida, pero era feliz. No solo por mi sueño, sino porque ya había descifrado un mensaje mucho más claro de mi querido hijo. Pero incluso entonces había algo que me confundía. ¿Recuerdas la extraña melodía que se reproducía una y otra vez en mi mente después de su desaparición? Me esforcé por silenciarla, pero luego comprendí que debía de estar ahí por una razón. Me llevó un tiempo comprender que también era un mensaje. La conversación que yo buscaba con Ali había empezado ante mis ojos y yo no me había dado cuenta. Estaba codificada en esa melodía.

Portal Ali se tomaba muy en serio los videojuegos y hallaba mensajes y filosofía en la forma en que estos simulaban la vida. También era un músico de talento. Si tuviera que enviarme un mensaje, ¿qué mejor vía que a través de la música y los videojuegos? Me concentré y recordé que había oído antes esa melodía, en un concierto al que fui con Ali, años atrás. Era la canción principal, compuesta por

Jonathan Coulton e interpretada por Ellen McLain, de un videojuego que nos gustaba mucho y que tenía el oportuno nombre de Portal. Como la canción solo se reproducía en los créditos finales del videojuego y yo no lo había acabado (ahora sí, claro), solo la había oído en el concierto. Portal versa sobre una computadora perversa, GLaDOS, que finge ser tu amiga mientras te guía a través de algunos experimentos en Aperture Science Laboratories. No puedes evitar que te guste GLaDOS. Como una voz en tu mente, parece ser de gran utilidad. Te dice qué hacer, y sus palabras parecen aconsejarte bien. Te motiva y te ofrece tarta si realizas las tareas difíciles. Sin embargo, en cuanto te internas más profundamente en el laboratorio, descubres frenéticos mensajes de grafiti en los muros: «La tarta es una mentira». Y al final de cada nivel, GLaDOS no cumple su promesa. Pero aunque no recibas la tarta, te sigue cayendo bien porque es divertida —muy divertida— y por eso la perdonas. A la mitad del juego, sin embargo, descubres que ella —esa vocecita en tu cabeza— está mintiendo. Intenta hacerte daño. Y te das cuenta de que, como todas las ilusiones en la vida, la tarta es una mentira. Solo superas el juego cuando dejas de oír la voz y te concentras en esa realidad. ¿Te suena conocido? El jugador utiliza una pistola portal, un arma no letal que sirve para abrir portales a través de los límites físicos del laboratorio, portales que te llevarán adonde quieres estar. Si pienso en ello, no hay un juego mejor para resumir la situación de la desaparición de Ali a través de un portal inesperado. Al recordar la procedencia de la canción, la busqué en YouTube, y la primera búsqueda incluía la letra. Casi cada palabra irradiaba el mismo tono desenfadado e ingenioso con el que Ali hablaba siempre. Empieza con un ruido blanco distante, como si sintonizaras una radio para recibir una emisión remota. Unos segundos después, junto a un relajante arpegio de guitarra, una suave voz sintetizada que parece proceder de otra dimensión empieza a cantar:

Ha sido un triunfo. Lo señalo aquí: un gran éxito. Es difícil sobreestimar mi satisfacción.2 Me estremecí. Puse la música en pausa y no pude contener las lágrimas. Si era un mensaje de mi hijo, no podía ser más claro. Él estaba bien. No, más que bien. Estaba inmerso en el esplendor. Había contemplado todo el juego de su vida y su muerte y había llegado a la conclusión —en una palabra— de que era un triunfo. La canción seguía para recordarme la misión que me había encomendado: Aperture Science Hacemos lo que debemos porque podemos, para el bien de todos nosotros. Excepto los que han muerto. En estas palabras resonó el consejo que me dio: «Nunca dejes de trabajar, papá. Marca la diferencia. No por ninguna razón, sino porque puedes. No puedes hacer nada por los que han muerto, pero puedes hacerlo por los vivos». Me dijo eso unos días antes de marcharse. Era la misión que me había asignado. La canción continúa: Pero no tiene sentido llorar por cada error. Sigue intentándolo hasta que te quedes sin tarta...

«No te quedes paralizado llorando por el error humano que arrebató mi vida. Sigue avanzando hasta que tu tiempo se agote. Concéntrate en la vida y haz el bien. Así es como has de pasar el resto de tus días. Mirando hacia delante.» No estoy enfadado. Ahora mismo soy muy sincero. Aunque me hayas roto el corazón. Y me hayas matado... Mi maravilloso hijo ha perdonado, como siempre hizo. Sabe que, de algún modo, de todo esto surgirán cosas buenas y se alegra de que vivamos esta experiencia. Sigue adelante y déjame. Creo que prefiero estar dentro. Tal vez encontrarás a quien pueda ayudarte. «¿Sigue adelante y déjame?» Una vez más rompí a llorar, pero el mensaje era claro. «Adelante, papá. Sabes lo que tienes que hacer. Habrá otros para ayudarte en tu misión; con suerte, todos esos lectores que ayudarán a difundir el mensaje.» Esta parte del mensaje me resultó muy dura. Me dolía el corazón. Quería tener a mi hijo a mi lado, pero eso no era posible. Al final de la canción me dijo por qué: ... Y créeme, sigo vivo. Estoy en Science y sigo vivo. Me siento ESTUPENDAMENTE y sigo vivo. Cuando te estés muriendo, yo seguiré vivo. Y cuando hayas muerto, yo seguiré vivo. Seguiré vivo... Seguiré vivo...

Lo sé, ya habibi. Estoy seguro de que eres feliz dondequiera que estés, conversando con las personas más interesantes que han vivido en este mundo. Yo también acabaré mi trabajo aquí y encontraré mi portal. Todos lo haremos algún día. Mientras tanto, te echaré de menos, pero prometo ser feliz, como tú habrías querido que lo fuera. Prometo hacer que te sientas orgulloso. Y siempre agradeceré que me hayas mostrado el camino.

Gracias por leer mi historia y considerar algunos de mis puntos de vista sobre la vida. Espero que halles la felicidad y deseo sinceramente que nos encontremos algún día. Entretanto, escríbeme y muéstrame cómo la aplicación de algunos de estos conceptos te ha resultado útil. En su última conversación sobre la muerte, cuando Ali les dijo a sus amigos que era optimista, pronunció su último deseo: «Todo lo que deseo al llegar al otro lado es subir al lugar más alto y mirar el rostro de quien hizo este universo asombroso.» Por favor, ruega para que el último deseo de Ali se haga realidad.

Agradecimientos El algoritmo de la felicidad no habría sido posible sin el increíble apoyo que todo el equipo de North Star Way me ha concedido. Michele Martin, adoro tu visión, tu resolución y tu consejo. Gracias por apuntarte a la misión. Diana Ventimiglia, has revolucionado el proyecto. Siempre con una sonrisa, nos has llevado donde teníamos que estar. Me he divertido mucho, no he tenido la sensación de que se tratara de trabajo. Este libro es muchísimo mejor que aquel que os presenté al principio, Michele y Diana. Gracias. Mi viaje me hizo conocer a Michael Carlisle, mi agente y ahora amigo de por vida. Creíste en mi misión y me has guiado con cariño. Nunca podré devolverte el favor. Nibal, umm Ali, gracias por todos los años de sabiduría, amistad y amor. Todos los pensamientos de este libro nacieron de una conversación contigo. Yo habría sido una persona completamente diferente de no ser por ti. Aya, luz de mi vida, te quiero y adoro nuestras conversaciones. He aprendido tanto de ti, hija mía. Brilla, diamante loco. Ummy, Amira Wahby, eres la mejor. Gracias por dejarme leer siendo muy joven y por dejarme explorar cuando me hice mayor. Y gracias por estar siempre ahí. Gracias, Carole Tonkinson, por tu voto de confianza en la fase más temprana de este viaje y por ayudarme a erigir los cimientos de este libro. Peter Guzzardi, me gustaría que compartiéramos más tiempo juntos. Gracias por tu experiencia, tu paciencia y tu aliento. William Callahan, eres una dinamo. Penetrante, elocuente, motivado y rápido. Tío, eres rápido. Rick Horgan, lo que me has enseñado no tiene precio. Siento por ti el mayor respeto y la mayor de las gratitudes.

William Patrick, gracias por tus servicios. Tento, pensé que había concluido mi aprendizaje hasta que me pediste que dejara de juzgar y predecir, y me centrara en el presente. Ese, entre otros muchos consejos, me ha ayudado a dar forma a mi visión del mundo. Gracias por todo. Gracias a Ellis y al equipo de Chartwell Speakers por abrirme la puerta para expresarme ante miles de personas. Gracias a Marcella Gómez por difundir la misión en América Latina. Jennifer Aaker, abrazaste literalmente El algoritmo de la felicidad. Compartir el concepto con Stanford me ayudó a ahondar en algunas de las mentes más brillantes del mundo. Betty Lin, gracias por ayudarme a llevarlo a otros lugares del mundo, como Hong Kong, y a Emily Ma, gracias por todo lo que pasó en medio. Cuando me encontraba a medio camino en este viaje, colgué una primera versión de El algoritmo de la felicidad en línea. Cientos de lectores dieron su opinión. Argumentaron, debatieron, compartieron investigaciones e incluso editaron el texto ellos mismos. Decenas de miles de comentarios y cambios hicieron de este libro una experiencia de escritura colectiva a partir de los lectores. A Anne, Ossama, Karla, Lori-Ann, Gulnara, George, May, Alix, Nader, Emily, Maysam, Emel, Eslam, Hana, Agnieszka, Yee Hui, Astuti, Jenni, Dina, Samaa, Aurore, Gladys, Karina, Karishma, Evan, Angela, Lamia, Nikesh, Tracy, Viviana y a todos los demás, que contribuyeron con tanta generosidad, gracias. Os estoy eternamente agradecido. Gracias a todos los autores y líderes intelectuales, cuyas citas y libros he referenciado y cuya sabiduría ilumina mi camino. Gracias a los tiempos difíciles que me han obligado a buscar, investigar y reflexionar. No borraría nada. Gracias a todos los que aún no conozco y que, sin embargo, se sumarán como voluntarios y nos ayudarán a completar nuestra misión. No puedo alcanzar #10millionhappy (diez millones de personas felices) sin vosotros.

Y gracias a ti, Ali. Por todo lo que me has enseñado, por el inmenso amor que me has dado y por proporcionarme una razón para escribir. Te quiero, hijo. Sé feliz hasta que volvamos a reunirnos, cuando mi trabajo aquí haya concluido.

Notas

1. Creando la ecuación 1. Ed Diener y Richard Easterlin, «Rising Income and the Subjective Well-Being of Nations», Journal of Personality and Social Psychology, 2013, en .

2. Andrew J. Oswald, Eugenio Proto y Daniel Sgroi, «Happiness and Productivity», Warwick Social Sciences, documento de trabajo, 10 de febrero de 2014, en .

3. Malcolm Gladwell, Outliers: The Story of Success, Little, Brown, 2008 (trad. cast.: Fueras de serie: por qué unas personas tienen éxito y otras no, Madrid, Taurus, 2009).

2. 6-7-5 1. Mihály Csíkszentmihályi, Flow: The Psychology of Optimal Experience, Harper, 2008 (trad. cast.: Fluir: una psicología de la felicidad, Barcelona, Kairós, 2010).

3. Esa vocecita en tu cabeza 1. Eckhart Tolle, A New Earth: Awakening to Your Life’s Purpose, Penguin, 2008 (trad. cast.: Una nueva tierra: Un despertar al propósoto de la vida, Barcelona, Grijalbo, 2012).

2. Gartner, «Gartner Says 6.4 Billion Connected ‘Things’ Will Be in Use in 2016, Up 30 Percent from 2015», publicación en prensa, 10 de noviembre de 2015, en .

3. Daniel Kahneman, Thinking, Fast and Slow, Farrar, Straus & Giroux, 2013 (trad. cast.: Pensar rápido, pensar despacio, Barcelona, Debate, 2012).

4. Bhavin R. Sheth, Simone Sandkühler y Joydeep Bhattacharya, «Posterior Beta and Anterior Gamma Oscillations Predict Cognitive Insight», Journal of Cognitive Neuroscience, 21(7), 2009, págs. 1269-1279, en .

5. Norman A. S. Farb, et al., «Attending to the Present: Mindfulness Meditation Reveals Distinct Neural Modes of Self-Reference», Social Cognitive and Affective Neuroscience, 2(4), diciembre de 2007, págs. 313-322, en .

4. ¿Quién eres tú? 1. The New York Public Library’s Science Desk Reference, Stonesong Press, 1995.

2. Nicholas Wade, «Your Body Is Younger Than You Think», The New York Times, 2 de agosto de 2005, en .

5. Lo que sabes 1. Donald Rumsfeld, sesión informativa del Departamento de Defensa de Estados Unidos, 12 de febrero de 2002, Wikiquote, en .

7. Houston, tenemos un problema 1. Nassim Nicholas Taleb, The Black Swan: The Impact of the Higly Improbable, Random House, 2010 (trad. cast.: El cisne negro: el impacto de lo altamente improbable, Barcelona, Paidós, 2008).

2. «Butterfly Effect», s. f., en .

8. Yo también podría saltar 1. «John B. Watson», s. f., en .

2. «Pain tolerance», s. f., en .

9. ¿Es verdad? 1. Mihály Csíkszentmihályi, Flow: The Psychology of Optimal Experience, Harper Perennial Modern Classic, 2008 (trad. cast.: Fluir: una psicología de la felicidad, Barcelona, Random House, 2008).

2. Raj Raghunathan, et al., If You’re So Smart, Why Aren’t You Happy?, Portfolio, 2016.

3. Chopra, Deepak, «Why .

Meditate»,

en

4. Roy F. Baumeister, Ellen Bratslavsky, Catrin Finkenauer y Kathleen D. Vohs, «Bad Is Stronger Than Good», Review of General Psychology, 5 (4), 2001, págs. 323-370, en .

5. Felicia Pratto y Oliver P. John, «Automatic Vigilance: The Attention-Grabbing Power of Negative Social Information», Journal of Personality and Social Psychology, 61 (3), 1991, págs. 380-391, en .

6. David L. Thomas y Ed Diener, «Memory Accuracy in the Recall of Emotions», Journal of Personality and Social Psychology, 59 (2), 1990, págs. 291-297, en .

7. Alina Tugend, «Praise Is Fleeting, but Brickbats We Recall», The New York Times, 23 de marzo de 2012, en .

8. Rick Hanson, Just One Thing: Developing a Buddha Brain One Simple Practice at a Time, New Harbinger Publications, 2011 (trad. cast.: Solo una cosa, Málaga, Sirio, 2013).

9. Christopher Chabris y Daniel Simons, «The Original Selective Attention Task», The Invisible Gorilla, en .

10. Vilayanur S. Ramachandran y Diane Rogers-Ramachandran, «Extreme Function: Why Our Brains Respond So Intensely to Exaggerated Characteristics», Scientific American, 1 de julio de 2010, en .

11. Daniel Kahneman, Thinking, Fast and Slow, Farrar, Straus & Giroux, 2013 (trad. cast.: Pensar rápido, pensar despacio, Barcelona, Debate, 2012).

12. Dan Cray, «How We Confuse Real Risks with Exaggerated Ones», Time, 29 de noviembre de 2006, en .

13. Shawn Achor, «The Happy Secret to Better Work», TED, febrero de 2012, en .

Parte IV 1. Jan B. Stanley, «Arianna Huffington is Redefining Success», Livehappy, 21 de mayo de 2015, en .

10. Aquí, ahora 1. Matt Killingsworth, «Want to be happier? Stay in the moment», TED, noviembre de 2011, en .

11. El vaivén del péndulo 1. Robert A. Emmons y Michael E. McCullough, «Counting Blessings versus Burdens: An Experimental Investigation of Gratitude and Subjective Well-Being in Daily Life», Journal of Personality and Social Psychology, 84 (2), 2003, págs. 377389, en .

2. «In Praise of Gratitude», Harvard Mental Health Letter, noviembre de 2011, en .

12. Amor es todo lo que necesitas 1. Elizabeth W. Dunn, Lara B. Aknin y Michael I. Norton, «Spending Money on Others Promotes Happiness», Greater Good, s. f., en .

13. VEP (vive en paz) 1. Organización Mundial de la Salud, Observatorio de Salud Global (GHO), datos, en .

2. Peter Saul, «Let’s Talk about Dying», TED, noviembre de 2011, en .

3. Una forma de vida observadora podría ser uno de nosotros o una forma extraterrestre que habitara fuera de nuestro universo. Salvo que esa vida extraterrestre creara un nuevo conjunto de leyes físicas diferentes para nuestro universo respecto al suyo propio, tendría que responder al mismo reto de la creación y necesitaría una forma de vida que observara el origen de su universo. Y esa forma de vida necesitaría otra forma de vida que la observara nacer. Y así sucesivamente. Como alternativa, la forma de vida podría ser el Diseñador de toda vida, tema del próximo capítulo.

4. Anita Moorjani, «Dying to Be Me!», TEDx, 11 de diciembre de 2013, en .

14. ¿Quién hizo a quién? 1. George Carlin, en .

2. Brian Greene, The Fabric of Cosmos: Space, Time, and the Texture of Reality, Vintage, 2005 (trad. cast.: El tejido del cosmos: espacio, tiempo y la textura de la realidad, Barcelona, Crítica, 2006).

3. Frases por segundo (F) = (9 palabras/220 palabras por minuto) × 60 segundos/ minuto.

4. Años para acabar (A) = C × F/(60 × 60 ×24 ×365) segundos/año. Número de posibles configuraciones (C) = 27 posibilidades ^ 56 posiciones.

5. Múltiplos de la edad de la Tierra = A/4,5 × 10 ^ 9 años.

6. Intentos de escribir Guerra y paz aleatoriamente = 27 posibilidades ^ (580.000 palabras × 6 letras/palabra).

7. Velocidad de tecleo necesaria para acabar a tiempo = ( C ) × 9 palabras/oración / (60 × 24 × 365) minutos/año × 4,5 × 10 ^ 9 años.

8. Registro Mundial de Especies Marinas, en .

9. Camilo Mora, et al., «How Many Species Are There on Earth and in the Ocean?», PLOS Biology, 23 de agosto de 2011, en .

10. Intentos como múltiplo de la población humana (H) = C/7 × 10 ^ 9.

11. Esqueletos por metro cuadrado = C/1,49 × 10 ^ 14 área de superficie de la masa terrestre.

12. Humanos que han de ser creados al mes = C/2 millones de años/12 meses.

13. George Sylvester Viereck, Glimpses of the Great, Macaulay, 1930, en .

Epílogo. Una conversación con Ali 1. Elisabeth Kübler-Ross, On Grief and Grieving, Finding the Meaning of Grief Through Five Stages of Loss, Scribner, 2007 (trad. cast.: Sobre el duelo y el dolor: cómo encontrar sentido al duelo a través de sus cinco etapas, Barcelona, Luciérnaga CAS, 2012).

2. Jonathan Coulton, «Still Alive», YouTube, en .

* Siglas de President of the United States. [N. del T.]

El algoritmo de la felicidad Mo Gawdat

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal) Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Título original: SOLVE FOR HAPPY. Engineering Your Path to Uncovering the Joy Inside You © Mo Gawdat, 2017 © de la traducción, Antonio Francisco Rodríguez Esteban, 2018 Fotografía del autor: © Khaled Gawdat Ilustración de la cubierta: © GraphicStore – Shutterstock © Editorial Planeta, S. A., 2018 Zenith es un sello editorial de Editorial Planeta, S.A. Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España) www.zenitheditorial.com www.planetadelibros.com

Primera edición en libro electrónico (epub): febrero de 2018 ISBN: 978-84-08-18319-8 (epub) Conversión a libro electrónico: Newcomlab, S. L. L. www.newcomlab.com

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