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Barioná, el Hijo del Trueno, de Jean-Paul Sartre 15 diciembre, 2011 por chemaesteban
BARIONÁ, o el Hijo del trueno “El hecho de que haya tomado el tema de la mitología del cristianismo, no significa que la dirección de mi pensamiento haya cambiado ni siquiera por un momento durante el cautiverio. Se trataba simplemente, de acuerdo con los sacerdotes prisioneros, de encontrar un tema que pudiera hacer realidad, esa noche de Navidad, la unión más amplia posibl entre cristianos y no creyentes”. Jean Paul Sartre, 31-10-62
Prólogo
Música de acordeón El Anunciador.— Mis buenos señores, voy a contaros las extraordinarias e inauditas aventuras de Barioná, el hijo del Trueno. Esta historia tiene lugar en la época en que los romanos eran dueños de Judea y espero que os interese. Podéis mirar, mientras hablo, las imágenes que están detrás de mí; os ayudarán a representaros las cosas como eran. Y si quedáis contentos, sed generosos. Suene la música, empezamos Acordeón. Mis buenos señores, he aquí el prólogo. Soy ciego por accidente, pero antes de perder la vista he mirado más de mil veces las imágenes que vais a contemplar y las conozco de memoria porque mi padre era mostrador de imágenes como yo y me ha dejado estas en herencia. Esta que veis detrás de mí y que señalo con el bastón, sé que representa a María de Nazaret. Un ángel acaba de anunciarle que tendrá un hijo y que ese hijo será Jesús, Nuestro Señor. El ángel es inmenso, con dos alas como dos arcoiris. Ustedes pueden verlo, yo no, pero lo contemplo todavía en mi cabeza. Ha penetrado como una inundación en la humilde casa de
María y la ha llenado con la presencia de su cuerpo fluido y sagrado y la de su gran vestidura flotante. Si miráis atentamente el cuadro, os daréis cuenta que se pueden ver los muebles de la habitación a través del cuerpo del ángel. Se ha querido remarcar así su transparencia angélica. Está delante de María, que apenas le mira. María reflexiona. El ángel no tiene necesidad de hacer oír su voz, similar a la del huracán. No ha hablado; ella le presentía ya en su carne. En este momento el ángel está delante de María y María es innombrable y misteriosa como un bosque por la noche y la buena noticia se ha adentrado en ella como un viajero se pierde en los bosques. Y María está llena de pájaros y de largos murmullos de hojas. Y mil pensamientos sin palabras se despiertan en ella, pesados pensamientos de madres que sienten dolor. Y mirad, el ángel parece desconcertado ante esos pensamientos demasiado humanos: lamenta ser ángel, porque los ángeles no pueden nacer ni sufrir. Y esta mañana de Anunciación, ante los ojos sorprendidos de un ángel, es la fiesta de los hombres porque es el momento en el que el hombre va a ser sacralizado. Mirad bien la imagen, mis buenos señores, y suene la música; el prólogo ha terminado; la historia va a comenzar nueve meses más tarde, el 24 de diciembre, en las altas montañas de Judea. Música. Nueva imagen. El Anunciador.— Ved, esto son rocas y ahí tenemos un asno. El cuadro representa un desfiladero salvaje. El hombre que viaja sobre el asno es un funcionario romano. Es gordo y flácido, pero está de muy mal humor. Han pasado nueve meses desdela Anunciacióny el romano se apresura a través del desfiladero porque la noche va a caer y quiere llegar a Bethaur antes de que oscurezca. Bethaur es un pueblecito de ochocientos habitantes, situado a veinticinco leguas de Belén y a siete de Hebrón. El que sepa leer podrá, cuando vuelva a casa, encontrarlo en un mapa. Ahora van a ver las intenciones de este funcionario, porque acaba de llegar a Bethaur y de entrar en casa de Leví, el publicano. Se levanta el telón. Primer cuadro
En casa de Leví, el publicano.
Escena I Lelius, el publicano
Lelius (inclinándose hacia la puerta).— Mis respetos, señora. Querido, vuestra esposa es encantadora. ¡Hum! Vamos, tenemos que hablar cosas importantes. Sentaos. Sí, sí, sentaos y hablemos. Estoy aquí por lo del censo ese… El publicano.— ¡Cuidado, Señor Superintendente, cuidado! Se quita su zapatilla y golpea el suelo. Lelius.— ¿Qué era? ¿Una tarántula? El publicano.— Una tarántula. Pero en esta época del año el frío las atonta notablemente. Ésta, se arrastraba, pero iba medio dormida. Lelius.— Encantador. Y también tenéis escorpiones, por supuesto. Escorpiones igual de dormidos que matarían limpiamente, mientras bostezan de sueño, a un hombre de ciento ochenta libras. El frío de vuestras montañas puede aterir a un ciudadano romano pero no puede hacer que revienten vuestros sucios bichos. Se debería advertir, en Roma, a los jóvenes que se preparan en la escuela colonial, que la vida de un administrador de las colonias es un condenado tormento. El publicano.— Oh, Señor Superintendente… Lelius.— Lo dicho: un condenado tormento, querido. Llevo dos días vagando a lomos de mula por estas montañas y no he visto ni un ser humano; ni siquiera una planta, ni tan siquiera una mala hierba. Sólo bloques de piedras rojas, bajo un cielo implacable de un azul helado, y con este frío, siempre este frío que me pesa como el plomo y, de cuando en cuando, un poblacho como éste, una boñiga de vaca. Brrr… ¡Qué frío!… Incluso aquí, en vuestra casa… Por supuesto, los judíos, no sabéis calentaros; cada año os sorprende el invierno, como si fuese el primer invierno del mundo. Sois verdaderos salvajes. El publicano.— ¿Puedo ofreceros un poco de aguardiente para haceros entrar en calor? Lelius.—
¿Aguardiente? Hum… Os diré que la administración colonial es muy estricta: no
debemos aceptar nada de nuestros subordinados cuando estamos en ronda de inspección. Veamos, tendré que hacer noche aquí. Partiré para Hebrón pasado mañana. Por supuesto, ¿a que no hay albergue? El publicano.— El pueblo es muy pobre, señor Superintendente; nunca viene nadie. Pero yo me atrevería…
Lelius.— …¿me ofreceríais una cama en vuestra casa? Pobre amigo mío, sois muy amable, pero es lo de siempre: prohibido hospedarse en casa de nuestros subordinados cuando estamos de servicio. Qué queréis, nuestros reglamentos han sido redactados por funcionarios que nunca han salido de Italia y que no tienen ni idea de lo que es la vida en las colonias. ¿Dónde debería pasar la noche? ¿Al raso? ¿En un establo? Esto no se corresponde con la dignidad de un funcionario romano. El publicano.— ¿Puedo permitirme insistir? Lelius.— Sí, amigo mío. Insistid, insistid. Tal vez acabe por ceder ante vuestra insistencia. Si os comprendo bien, ¿queréis decir que vuestra casa es la única del pueblo que puede aspirar al honor de recibir al representante de Roma? Bueno… ¡Oh!, y en realidad, en resumidas cuentas, no estoy exactamente en ronda de inspección… Querido, me quedaré en vuestra casa esta noche. El publicano.— ¿Cómo puedo agradeceros el honor que me hacéis? Estoy profundamente emocionado… Lelius.— Me lo imagino, amigo mío, me lo imagino. Pero no lo vayáis gritando por los tejados: sería tan perjudicial para vos como para mí. El publicano.— No diré una palabra a nadie. Lelius.— Perfecto. (Extiende las piernas). ¡Uf!, estoy agotado. He visitado quince pueblos. Decidme una cosa, me estabais hablando de un aguardiente hace un momento… El publicano.— Aquí tenéis. Lelius.— ¡Qué demonios! Tengo que beber. Y ya que me ofrecéis alojamiento, sería conveniente que me dieseis también de beber y de comer. Excelente aguardiente, merecería ser romano. El publicano.— Gracias, señor Superintendente. Lelius.— ¡Uf…! Querido, este censo es una historia imposible y no sé qué cortesano alejandrino ha podido sugerir la idea al divino César. Se trata, simplemente, de contar a todos los hombres de la tierra. Daos cuenta, es una idea grandiosa. Pero luego, id a llevarla a la práctica en Palestina: la mayor parte de vuestros correligionarios no saben ni siquiera la fecha de su nacimiento. Han nacido el año de la gran crecida, el año de la gran cosecha, el año de la gran
tempestad… Auténticos salvajes. No os ofendo, ¿verdad? Vos sois un hombre cultivado, aunque seáis israelita. El publicano.— Tengo la gran ventaja de haber estudiado en Roma. Lelius.— Bien hecho. Se nota en vuestras maneras. Veamos, vosotros sois Orientales, ¿captáis el matiz? No seréis nunca racionalistas, sois un pueblo de magos. Desde este punto de vista, vuestros profetas os han hecho mucho daño, os han habituado a la solución perezosa: el Mesías. El que vendrá a arreglar todo, el que liquidará con un toque la dominación romana y establecerá la vuestra en todo el mundo. Y consumís mesías… Cada semana surge uno nuevo y os cansáis de él en ocho días, como hacemos en Roma con los cantantes de music-hall o con los gladiadores. El último que me han enviado era albino e idiota en sus tres cuartas partes, pero tenía visiones nocturnas como todos los de su especie: las gentes de Hebrón se maravillaban. Qué queréis que os diga: el pueblo judío es aún muy inmaduro. El publicano.— En efecto, señor Superintendente, sería deseable que muchos de nuestros estudiantes pudieran ir a Roma. Lelius.— Sí. Eso nos proveería de mandos. Daos cuenta de que el gobierno de Roma, siempre que fuese consultado con antelación, no vería con malos ojos la elección de un Mesías conveniente. Alguien que viniese de una antigua familia judía, por ejemplo, que hubiese hecho sus estudios con nosotros y que presentase garantías de respetabilidad. Incluso podría darse que nosotros financiáramos la empresa porque —que esto quede entre nosotros— empezamos a hartarnos de los Herodes y, por otra parte, querríamos, en su propio interés, que el pueblo judío asentase de una vez la cabeza. Nos vendría bien un verdadero Mesías, un hombre que diese pruebas de una comprensión realista de la situación de Judea. Hum… ¡Brr…!¡Brr…! ¡Qué frío hace en vuestra casa! Decidme, ¿habéis convocado al jefe del pueblo? El publicano.— Sí, Señor Superintendente, estará aquí en un instante. Lelius.— Se tiene que hacer cargo de toda esta historia del censo; debería poderme dar las listas mañana por la tarde. El publicano.— A vuestras órdenes. Lelius.— ¿Cuántos sois?
El publicano.— Alrededor de ochocientos Lelius.— ¿Es rico el pueblo? El publicano.— ¡Ay…! Lelius.— ¡Ah, ah! El publicano.— Me pregunto cómo la gente puede vivir. Hay algunos pastos ralos; pero hay que hacer entre diez y quince kilómetros para encontrarlos. Eso es todo. La aldea se va despoblando poco a poco. Cada año, cinco o seis de nuestros jóvenes bajan a Belén. La proporción de viejos supera ya a la de jóvenes. Además, la natalidad es baja. Lelius.— ¿Qué esperáis? No se puede criticar a los que se van a la ciudad. Nuestros colonos han instalado fábricas admirables en Belén. Puede ser que por ahí venga la luz. Una civilización tecnificada, ya sabéis lo que quiero decir, ¿eh? No he venido solamente por lo del censo. Decidme, cuántos impuestos recaudáis. El publicano.— Bueno, hay doscientos indigentes que no aportan nada y los demás pagan sus diez dracmas. Contad, año bueno con año malo, cinco mil quinientos dracmas. Una miseria. Lelius.— Sí. Hum… Bien, sin embargo habría que tratar de sacar ocho mil. El procurador eleva la capitación a quince dracmas. El publicano.— Quince dracmas… Es… Es imposible. Lelius.— ¡Ah!, esa es una palabra que no debisteis oír a menudo cuando estuvisteis en Roma. Vamos, seguro que tienen más dinero del que dicen. Y, además… Hum… Sabéis que el gobierno no quiere meter las narices en los asuntos de los publicanos, pero, de todas maneras, creo que vos no perdéis con ellos, ¿no es así? El publicano.— No digo que no… No digo que no… ¿Son dieciséis dracmas lo que habéis dicho? Lelius.— Quince. El publicano.— Sí, pero el decimosexto es para mis gastos. Lelius.— Hum… Ah… (Se ríe). Vuestro jefe… ¿Qué clase de persona es?… Se llama Barioná, ¿no es así? El publicano.— Sí, Barioná.
Lelius.— Esto es delicado. Muy delicado. Se ha cometido un gran error en Belén. Su cuñado vivía en la ciudad, tuvo allí no sé qué embrollada historia de un robo y, finalmente, el tribunal judío le condenó a muerte. El publicano.— Lo sé. Fue crucificado. La noticia nos llegó hace más o menos un mes. Lelius.— Sí. Hum… Y, ¿cómo se ha tomado la cosa el jefe? El publicano.— No ha dicho nada. Lelius.— Sí. Malo. Muy malo eso… ¡Ah!, es un grave error. Sí. Entonces, ¿que clase de persona es el Barioná ese? El publicano.— Duro de trato. Lelius.— De la raza de los pequeños jefes feudales. Me lo temía. Estos montañeses son rudos como sus rocas. ¿Recibe dinero nuestro? El publicano.— No quiere aceptar nada de Roma. Lelius.— ¡Lástima! ¡Ah!, eso no huele nada bien. No nos quiere mucho, me imagino. El publicano.— No sé. No dice nada. Lelius.— ¿Casado? ¿Niños? El publicano.— Querría, dicen, pero no tiene. Es su mayor preocupación. Lelius.— No me gusta; no me gusta nada. Tiene que tener un punto débil… ¿Las mujeres?… ¿Las condecoraciones?… ¿No? En fin, ya veremos. El publicano.— Aquí está. Lelius.— Esto va a ser duro. Entra Barioná. El publicano.— Buenos días, señor. Barioná.— Fuera, perro. Pudres el aire que respiras y no quiero estar en la misma habitación que tú. (Sale El publicano). Mis respetos, señor Superintendente. Escena II Lelius, Barioná
Lelius.— Os saludo, gran jefe, y os traigo el saludo del Procurador. Barioná.— Soy tanto más sensible a este homenaje cuanto más sé que soy totalmente indigno de él. Soy, en estos momentos, un hombre deshonrado, el jefe de una familia hundida. Lelius.— ¿Queréis hablar de este deplorable asunto? El Procurador me ha encargado especialmente que os diga cuánto lamenta los rigores del tribunal judío. Barioná.— Os ruego que transmitáis al Procurador mi agradecimiento por su graciosa solicitud. Me refresca y me sorprende como una corriente bienhechora en el corazón tórrido del verano. Conociendo el poder absoluto del Procurador, y viendo que permitía a los judíos semejante arresto, había pensado que lo aprobaba. Lelius.— Pues bien, os equivocabais. Os equivocabais de medio a medio. Intentamos presionar al tribunal judío, pero, ¿qué podíamos hacer? Fue inquebrantable y deploramos su celo intempestivo. Haced como nosotros, jefe: endureced vuestro corazón y sacrificad vuestro resentimiento a los intereses de Palestina. Os digo que no hay interés más urgente, aunque para algunos conlleve aspectos desagradables, que conservar sus costumbres y su administración local. Barioná.— No soy más que un jefe de pueblo y me excusaréis si no entiendo nada de esa política. Mi razonamiento es, ciertamente, más obtuso: yo diría que he servido a Roma con lealtad y que Roma es todopoderosa. Por tanto, es necesario que haya dejado de agradarle para que deje que mis enemigos de la ciudad me hagan esa injuria. Por un momento creí ponerme a salvo de sus odios deshaciéndome de todos mis poderes. Pero los habitantes de este pueblo, que han mantenido su confianza en mí, me rogaron que siguiera al frente. Lelius.— ¿Y habéis aceptado? En buena hora. Habéis comprendido que un jefe debe poner los asuntos públicos por delante de sus rencores personales. Barioná.— No tengo ningún rencor hacia Roma. Lelius.— Perfecto. Perfecto. Perfecto. Hum… Los intereses de vuestra patria, jefe, son dejar que guíe suavemente sus pasos hacia la independencia por la mano firme y benevolente de Roma. ¿Queréis que os dé, ahora, la ocasión de probar al Procurador que vuestra amistad por Roma está tan viva como siempre? Barioná.— Os escucho.
Lelius.— Roma está involucrada, contra su deseo, en una larga y difícil guerra. Más que como una ayuda efectiva, apreciaría una contribución extraordinaria de Judea a sus gastos de guerra como un testimonio de solidaridad. Barioná.— ¿Queréis subir los impuestos? Lelius.— Roma lo necesita. Barioná.— ¿La capitación? Lelius.— Sí. Barioná.— No podemos pagar más. Lelius.— No se os pide más que un pequeño esfuerzo. El Procurador eleva la capitación a dieciséis dracmas. Barioná.— ¡Dieciséis dracmas! Pero vamos a ver. Esos viejos montones de tierra roja, agrietados, hendidos, cuarteados, como nuestras manos, esas son nuestras casas. Se deshacen en polvo; tienen cien años. Mirad a esa mujer que pasa, encorvada bajo el peso de su fardo, a ese tipo que lleva un hacha: no son más que viejos. Todos viejos. El pueblo agoniza ¿Habéis oído el grito de algún niño desde que estáis aquí? Puede que quede una veintena de muchachos. Pronto se irán ellos también. ¿Qué podría retenerles? Para comprar la miserable carreta que utiliza todo el pueblo nos hemos endeudado hasta el cuello. Los impuestos nos agotan, nuestros pastores necesitan hacer diez leguas para llevar nuestros corderos a unos pastos miserables. El pueblo se desangra. Desde que vuestros colonos romanos han puesto las serrerías mecánicas en Belén, nuestra sangre más joven corre de roca en roca, como una fuente cálida, en hemorragias y cascadas, a regar las tierras bajas. Nuestros jóvenes están allí, en la ciudad. En la ciudad, donde se les reduce a servidumbre, donde se les paga un salario de hambre, en la ciudad, que les matará a todos como ha matado a Simón, mi cuñado. Este pueblo agoniza, señor Superintendente, ya apesta. Y venís a apretar más a esta carroña, venís todavía a pedirnos oro para vuestras ciudades, para la llanura. Dejadnos morir tranquilos. Dentro de cien años no quedará ni rastro de nuestra aldea, ni en esta tierra ni en la memoria de los hombres. Lelius.— Y bien, gran jefe, por lo que a mí respecta, soy muy sensible a lo que tan bien habéis querido decirme y comprendo vuestras razones; pero ¿qué puedo hacer yo? El hombre está de corazón con vos, pero el funcionario romano ha recibido órdenes y tiene que ejecutarlas.
Barioná.— Sí. ¿Y si rehusáramos pagar el impuesto? Lelius.— Sería una grave imprudencia. El Procurador no admitiría esa mala voluntad. Creo que puedo deciros que sería muy severo. Confiscaría vuestros corderos. Barioná.— ¿Vendrían los soldados a nuestro pueblo como lo hicieron en Hebrón el año pasado? ¿Violarían a nuestras mujeres y se llevarían nuestros animales? Lelius.— Sois vos quien puede evitarlo. Barioná.— Está bien. Voy a reunir al Consejo de Ancianos para darle cuenta de vuestras peticiones. Contad con una rápida resolución. Deseo que el Procurador se acuerde durante mucho tiempo de nuestra docilidad. Lelius.— Podéis estar seguro. El Procurador tendrá en cuenta vuestras dificultades actuales, que yo le describiré fielmente. Estad seguros de que si podemos ayudaros no nos quedaremos inactivos. Os saludo, gran jefe. Barioná.— Mis respetos, señor Superintendente. Sale. Lelius (Solo).— Esta súbita obediencia me da mala espina; este salvaje de ojos de fuego medita un golpe bajo. ¡Leví! ¡Leví! (Entra El publicano). Dadme un poco más de vuestro aguardiente, amigo mío, porque tengo que prepararme para grandes problemas.
Telón El anunciador.— El funcionario romano tiene razón. Tiene razón al desconfiar, porque Barioná, nada más salir de casa del publicano, ha hecho sonar la trompeta para llamar a los Ancianos al Consejo.