Pastoral Parroquial [PDF]

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Zitiervorschau

Seminario Mayor “María Inmaculada” Diócesis de Coatzacoalcos Arturo Candelero Domínguez Administración Parroquial Trabajo: Investigación

4° Teología Pbro. Enrique López García 5 de octubre de 2021

VISIÓN HISTÓRICA DE LA PARROQUIA INTRODUCCIÓN La parroquia ha sido a lo largo de los siglos, y lo es todavía hoy, el principal lugar institucional donde se desarrolla la vida cristiana. Ahí encuentran los cristianos la Iglesia y ahí ejercen la mayoría de los presbíteros su acción pastoral. De una u otra manera, todos los cristianos somos feligreses de una parroquia. La concepción de “parroquia” ha ido evolucionando en lo largo de la historia de la Iglesia y ha sufrido grandes cambios, hasta llegar a lo que hoy conocemos como parroquia. La parroquia, como se entiende en la actualidad es el resultado de la acción de Dios en la Iglesia peregrina. Basta revisar la historia de la Iglesia desde los primeros siglos del cristianismo primitivo hasta la actualidad para percatarnos que dicha institución ha evolucionado a través de los siglos. Aquí podríamos preguntarnos; ¿Por qué a esta porción de la Iglesia particular le llamamos “Parroquia” y cómo se fue desarrollando y consolidando la organización parroquial? ¿Cómo fue la organización eclesial de las primeras comunidades? Antes que otra cosa, es bueno acercarnos al concepto mismo, a fin de percibir su profundidad y grandeza, así como su contenido esencial que le hace ser, más que un “concepto”, una experiencia de fe y vida que merece ser tomada en cuenta a fin de valorar, desde sus raíces y etimología, nuestra pertenencia a una comunidad parroquial. Así como el concepto eclesiológico y pastoral de la diócesis está muy definido por la teología de las Iglesias locales, el concepto de parroquia es mucho más contingente y ha sufrido evoluciones importantes a lo largo del tiempo. Por eso, se impone el hacer un recorrido por los momentos más significativos de su historia.

SIGNIFICADO DEL TÉRMINO “PARROQUIA” El sustantivo “parroquia” del latín paroecia o parochia, proviene del griego παροικία (paroikía) y significa “vecindad”, πάροικος (pároikos) significa “vecino” y el verbo παροικέω (paroikéo) “habitar cerca de…” “estar situado junto a…”. Consiguientemente, la paroikía o “vecindad” está conformada por aquellos que “viviendo junto a” los demás πάροικοι (pároikoi) comparten no sólo un espacio geográfico sino incluso un contexto y características semejantes de estilo de vida.

En la biblia de los LXX, πάροικος (pároikos) equivale a “ser extranjero” o “emigrante” y παροικία (paroikía) significa tener “residencia en un país extranjero”, indica vivir como forastero en otro país, con cierta garantía de protección por parte de la comunidad, aunque sin derecho de ciudadanía; en el AT es, por tanto, la porción del Pueblo de Dios que vive en el extranjero sin derecho de ciudadanía local. En el NT, πάροικος (pároikos) sigue indicando “extranjero” e incluso “forastero” o “advenedizo”: “Así pues, ya no son ustedes extranjeros ni advenedizos [πάροικοι], sino que son conciudadanos de los santos y familia de Dios”  (Ef 2,19). En la 1ª Carta de Pedro παροικία (paroikía), es la comunidad de los que están “de paso” o en situación de “emigrante y peregrino”: “condúzcanse en temor durante el tiempo de su peregrinación [παροικίας]” (1Pe 1,17); y también: “Amados, les ruego como a extranjeros y peregrinos [πάροικους], que se abstengan de las pasiones carnales que combaten contra el alma” (1Pe 2,11). El cristianismo de los primeros siglos en su proceso de configuración fue, por un lado, receptor de la herencia judaica, por otro, le tocaría vivir una inevitable influencia del mundo grecorromano, de ahí que el mismo vocablo paroikía, en su sentido propiamente cristiano, se entremezcla un doble significado: por un lado indica “vivir en vecindad”, es decir, la paroikía o “parroquia” no es un ente aislado sino una sociedad de personas concretas que viven en una continua interrelación; por otra parte, equivale a la comunidad que en lo más profundo de su ser experimenta una doble realidad el ser: “extranjera y peregrina” en el mundo.

PRIMEROS SIGLOS DEL CRISTIANISMO Durante el tiempo apostólico y el tiempo primero de las comunidades cristianas no podemos encontrar ningún rasgo en su vida que podamos poner como fundamento de nuestras parroquias. Los centros del cristianismo eran las ciudades y allí se encontraban las comunidades cristianas en tomo a un apóstol y, más tarde, en tomo a quien el apóstol había dejado a la cabeza de la comunidad, que poco a poco fue configurándose como ministerio episcopal. Parece que, al comienzo, la vida de estas comunidades se asemejaba mucho a la judía y poco a poco fue recalcando su originalidad. Parece que, al comienzo, la vida de estas comunidades se asemejaba mucho a la judía y poco a poco fue recalcando su originalidad. No se puede hablar de una estructuración única de la Iglesia y hay diferencia según la procedencia de las distintas comunidades. Nuestro lenguaje de hoy no es válido para describir la situación de esta Iglesia, ya que es imposible distinguir en ella entre diócesis, parroquia y asamblea cultual. Han sido las necesidades de la evangelización, la estructuración en torno a las acciones pastorales y la asimilación de elementos culturales del entorno las que han dado origen a las divisiones de su vida que terminarán siendo divisiones parroquiales. La primera división cultual debemos situarla en el siglo II, que marca una época en el desarrollo de la vida cristiana. Liberado ya del contexto judío, el cristianismo

se difunde por el mundo greco-romano. Esto le origina una nueva situación tanto por los obstáculos que encuentra como por los valores que asume. La Iglesia extiende de forma considerable su radio de acción y esta expansión va a suponer un esfuerzo de organización que no era necesario en los comienzos. Esta organización alcanzará su esplendor en el catecumenado y en la liturgia penitencial, ambos de gran importancia para el desarrollo pastoral de la Iglesia. En las primeras comunidades cristianas podemos encontrar características elementales que distinguen la organización eclesiástica de la época. Originalmente la comunidad cristiana local se refería con el término εκκλεσία [ekklesía], es decir, “Iglesia” o, más estrictamente, “Asamblea”, en sentido propiamente cristiano “Comunidad de fieles”, el mismo  vocablo fue originalmente aplicado incluso a la Iglesia Universal; en etapa posterior asignaría también el mismo lugar de culto o el espacio donde la “Comunidad de fieles” se reúne para tal fin. El dato bíblico nos revela que Pablo fundó diversas comunidades cristianas o εκκλεσίαι [ekklesíai] bajo la dirección de un colegio de presbíteros ayudados por diáconos; todos ellos, miembros de las mismas comunidades, a quienes, aun con ciertas facultades subordinadas al Apóstol, los fieles obedecían (1Cor 16,15ss; 1Tes 5,12, Rom 12,6ss); son llamados: “presbíteros” y “epíscopos”, los cuales gobiernan, con una misión muy semejante, la εκκλεσία o Iglesia de Dios  como sus pastores (Hech 20,17.28). En una palabra, entre los siglos II y III la iglesia local era propiamente la comunidad cristiana en cuanto tal y en estrecha unidad pastoral con la civitas (ciudad), de hecho, ya desde la época apostólica cada iglesia local o particular es designada con el nombre de la misma ciudad donde se funda (La Iglesia de Jerusalén, de Roma, de Antioquía, etc.). Hacia el siglo III, el término παροικία [paroikía] o “parroquia” se aplica a la iglesia local que, posteriormente, indicaría el territorio de un obispo; de hecho, en la opinión de varios autores a fines del siglo I, conforme el episcopado monárquico se fue consolidando como forma organizativa, no hay posibilidad de encontrar alguna comunidad cristiana, por pequeña que sea, si no es congregada, dirigida y gobernada por un obispo; 1 incluso en el siglo IV, Eusebio de Cesarea, al inicio de su Historia Eclesiástica, expone el propósito de presentar a quienes sobresalieron “en el gobierno y en la presidencia de las iglesias más ilustres” usando el término παροικία, es decir “parroquia”, por ende organizadas y presididas por un obispo; más adelante, refiriendo a éstas mismas “iglesias ilustres”, usa el término εκκλεσία [ekklesía].2 Las actualmente llamadas “Diócesis”, por tanto, conformaban las παροικίαι [paroikíai] o “parroquias” de la iglesia antigua, en donde los presbíteros ejercían colegialmente su ministerio junto al Obispo y sin dividir el territorio en porciones; el Obispo, rodeado de su Presbiterio, tenía la responsabilidad total de tal Iglesia. Cada una de estas comunidades cristianas episcopales gozaba de autonomía tanto en lo litúrgico como en lo disciplinar, aunque todas seguían unidas en virtud de la comunión eclesial o koinonía y la consecuente fraternidad cristiana. La necesidad de una mejor atención a los fieles, cuyo número crecía cada vez más, sobre todo en las principales ciudades del imperio, favoreció el desarrollo evolutivo de la organización eclesial. En la iglesia de Roma, a mediados del siglo III, el papa Cornelio cuenta con el apoyo de 46 presbíteros, 7 diáconos, 7 subdiáconos, entre

otros ministros y más de 1500 viudas y pobres que atender. 3 Según el Liber Pontificalis, el Papa Evaristo, después del año 100, asignó a los presbíteros de Roma los llamados tituli; el “título” correspondería a la iglesia parroquial de la ciudad, asistida por uno o más presbíteros; el mismo documento testimonia que el Papa Urbano (+230) compró para la iglesia de Roma 25 patenas de plata, muy probablemente destinadas a sus 25 títulos; el Papa Dionisio (260-268), por su parte, lleva adelante la organización eclesiástica, encomendando a los presbíteros algunas comunidades eclesiales y erigiendo las iglesias de los cementerios extraurbanos con el nombre de dioeceses (“Diócesis”). El Papa Marcelo, hacia el año 300 transformó también en dioeceses los 25 títulos entonces existentes en Roma, para asistir a los numerosos neófitos bautizados y a la multitud de penitentes. En tales casos particulares, las “Diócesis” (dioeceses) son las comunidades presbiterales que gozaban de cierta autonomía y con derechos de conferir el sacramento del bautismo, siguiendo con el nombre de παροικία o “parroquia” la Iglesia Particular o territorio del Obispo, esto significa que, al menos en los primeros tres siglos del cristianismo, los nombres de “Parroquia” y “Diócesis” ya forman parte del lenguaje organizativo de la Iglesia aunque en sentido inverso al nuestro, donde el nombre de “Parroquia” designaría lo que actualmente corresponde a una Diócesis, y ésta, a su vez, equivaldría a la actual “Parroquia”, en cuanto porción de aquella y presidida por un presbítero.

PRIMERAS DIVISIONES DE LA IGLESIA Las Iglesias están estructuradas en tomo a un obispo rodeado por su presbiterio, que nada tiene que ver con los párrocos posteriores, sino que ayuda al obispo en su ministerio de modo que se desarrolla colegialmente. Con él concelebra la eucaristía, le ayuda en las tareas catecúmenas y penitenciales y, solamente en caso de la ausencia del obispo, gobierna la Iglesia. En Roma comienzan las iglesias titulares. El número de los cristianos comienza a crecer y la comunidad en pleno reunida en tomo al ministerio del obispo ya no puede celebrar la eucaristía. Los cristianos se reúnen en diferentes casas designadas por la insignia de sus propietarios (titulus) para celebrarla en tomo a un presbítero. Por primera vez se rompe la comunidad episcopal. No se trata de nuestra división parroquial, porque los títulos se basan en la comunidad eucarística solamente y no agotan el resto de las acciones pastorales, que siguen realizándose en la unidad de la iglesia episcopal. Por otra parte, una rica simbología como la del fermentum, la del obispo itinerante por los títulos o la de la sede vacía cuando el obispo no estaba presente, recordaba continuamente la unidad episcopal y el que la comunidad que celebraba pertenecía a ella. Sin embargo, sí encontramos ya una primera división cultual en tomo a los presbíteros, no territorial, en la que la asamblea litúrgica es criterio de división. Fuera de las ciudades, en el campo, se crearon también iglesias dependientes del obispo de la ciudad, pero su relación con el obispo ya no es tan clara como en el caso de los títulos.

LA PREOCUPACIÓN SACRAL Y SACRAMENTAL EN LA PARROQUIA Al concedérsele carta de ciudadanía a la Iglesia en el Imperio, el pertenecer a ella no será ya cuestión de decisión personal, sino consecuencia del nacimiento natural. Lo anterior traerá consigo las siguientes consecuencias: Pérdida del catecumenado, que se acentuará con el bautismo de infantes. La reiteración de la penitencia, sin demasiado rigor. La espontaneidad litúrgica cede, por falta de impulso creador, a la codificación. Disminuye el dinamismo misionero. A los lugares domésticos de reunión, suceden las grandes basílicas, con pretensiones de triunfo. El templo, lugar de la religión, pasa a ser signo de la gran asamblea, cada vez más masiva, para terminar en ser la Casa del Señor o lugar Tabernáculo. De la Domus Ecclesiae se para a la Ecclesia Paroecialis, es decir a la Iglesia de masas. Del prototipo fraternal de la comunidad cristiana reducida, se pasó al prototipo del conglomerado social, en donde no es fácil distinguir lo civil de lo cristiano, pues se sacralizan los ambientes de la sociedad. La pastoral de masas plantea un nuevo estilo de oración sagrada, una ritualización solemne, una administración cada vez más beneficial, una debilitación progresiva de la acción y de las relaciones interpersonales de la feligresía con su párroco, y de los fieles entre sí, que provocan indiferencia e insatisfacción. Fue haciéndose gradualmente, y a ello contribuyó una nueva costumbre, la de los Títulos: Donaciones particulares por parte de los príncipes o señores feudales. Consistían éstos en una vivienda episcopal o presbiteral, sala de reunión basilical, baptisterio, oficinas y almacén para ayudas caritativas. Se transformaron las parroquias en iglesias patronales, erigidas por los reyes o señores feudales, que constituían un beneficio, e investían de él lo que querían. Con los carolingios se transformó el sistema parroquial al unirse las iglesias propias a los grandes dominios feudales. Estas iglesias patronales dieron origen, con un sistema beneficial, a nuestras parroquias actuales. El párroco tuvo desde entonces dos tareas principales: Administrar el beneficio en virtud de la justicia y atender a la cura animarum determinada, sino a un párroco que posee el derecho y el deber de la sacralización y la administración.

LA PARROQUIA DESPUÉS DE LA PAZ CONSTANTINA La parroquia, desde el siglo IV hasta nuestros días, ha formado parte de la estructura organizativa y social de la Iglesia; aunque en la antigüedad constituyó un grupo social estrechamente unido y ligado a la comunidad civil, conformando una identidad unitaria entre el ambiente geográfico, social y religioso. En oriente, desde el concilio de Antioquía del 341 y, en occidente, con el de Sárdica del 343, encontramos ya establecidas diversas comunidades bajo la autoridad de un obispo, pero no gobernadas directamente por él. Hasta entonces el obispo gobernaba tanto la ciudad como las comunidades rurales, es decir, toda una basta región; de acuerdo a lo que nos testimonia el concilio de Antioquía en su canon 10, los obispos de los pueblos o corepíscopos administraban únicamente las comunidades a ellos encomendadas y con particulares facultades otorgadas y no otras.

El concilio de Sárdica en su canon 18, prohibió a los obispos intervenir en las parroquias de otra sede y el papa Inocencio a principios del siglo V afirma que todas sus parroquias, a las que en ese entonces se les llama tituli, están dentro de las murallas de la ciudad (Ep. ad Decentium 5). Con todo, la comunidad cristiana o paroikía del siglo IV, caracterizada por una liturgia propia y su labor administrativa y eclesial, tiene todavía más similitud a lo que hoy llamamos “Diócesis”. Es entre los siglos V y VI, cuando logra consolidarse de lleno la organización parroquial de las comunidades alejadas de la ciudad, con el nacimiento de la llamada “Parroquia rural”, en donde un presbítero delegado y facultado se hace cargo de una determinada zona pastoral; en las ciudades, este tipo de “Parroquias” aparecerían años más tarde. A partir de aquí al siglo VIII, se iría gradualmente configurando el sistema parroquial como nosotros lo conocemos; el cual, sin embargo, años más tarde, obtendría una marcada acentuación de carácter administrativo y cultual. Esto significa que, ante la expansión misma del cristianismo, con el surgimiento consecuente de la llamada “Parroquia rural”, nace el germen de esta porción eclesial que nosotros conocemos como “Parroquia”, la cual, aún, perteneciendo a un territorio más extenso presidido por el Obispo, bajo la encomienda de un presbítero delegado se busca brindar un mejor acompañamiento y atención pastoral a las comunidades alejadas de la ciudad.

LA CRISIS DE LA PARROQUIA EN EL MEDIEVO Hacia los siglos VIII y IX, el ámbito geográfico, social y religioso, nuevamente manifestó una vinculación estrecha, en la reforma organizativa del imperio por parte de Carlomagno, quien adoptando las dos entidades eclesiales ya existentes las incorporó a la vida social, dividiendo directamente su vasto territorio en diócesis y parroquias; tal organización de carácter civil y religioso exigió a obispos y sacerdotes tener una necesaria residencia local. Con el surgimiento del feudalismo, los obispos, abades y párrocos corrieron el riesgo de convertirse en súbditos de los señores feudales, en cuyos grandes dominios y como parte de su patrimonio surgen las llamadas “iglesias propias” para la asistencia espiritual de los fieles y trabajadores residentes en tales territorios, estas iglesias poseyeron ciertas características y derechos equiparables a los de una parroquia; cada iglesia edificada, dependiendo de su localización, era otorgada a un sacerdote u obispo, para desempeñar ahí su labor pastoral. Siguiendo la estructura organizativa adoptada en este período, el enfoque prioritario de la iglesia parroquial comienza a cambiar, de los fieles a un marcado interés por lo propiamente territorial. Hacia el siglo X, el término parroquia o ecclesia parochialis fue ampliamente usado, mientras los habitantes de aquel territorio eran llamados “parroquianos”. La marcada tendencia de relacionar la parroquia con el territorio jurisdiccional vino a desenfocar la noción de “parroquia” como comunidad peregrina de fieles, sentido estricto del nombre paroikía (paroiki’a). En este mismo contexto, los concilios generales de los siglos XII y XIII denunciaron diversos abusos generados en torno

al llamado “beneficio parroquial”, consistente en el “derecho a percibir las rentas anejas por la dote del oficio” y con fines propiamente pastorales (incluso el CIC 1917, c. 1409ss., reglamenta en torno a esta realidad). De este modo, los siglos sucesivos, especialmente XV y XVI, la vida parroquial fue decayendo, generando una pérdida de su sentido más profundo y un escaso nivel de vida espiritual, situación que marcaba la urgente necesidad de revitalizar su identidad y misión.

COMPOSICIÓN DE LA PARROQUIA A FINALES DE LA EDAD MEDIA. En el siglo XIII el desarrollo del Derecho canónico favorecerá la consolidación de la parroquia en el sentido en que permanecerá en lo sucesivo, a saber, como unidad básica de estructuración del territorio diocesano y de su comunidad de fieles; aunque en realidad constituya un ente complejo conformado por varios elementos dispares, con sus funciones y atribuciones: unos de tipo material, y otros de carácter humano, y así se ha mantenido hasta la actualidad sin apenas variación. Como edificación, la iglesia del barrio o del pueblo es la parroquia por antonomasia y presenta una funcionalidad múltiple. En primera instancia, es la sede de la institución religiosa y en este sentido, su objetivo primordial de acuerdo con la praxis cristiana es el de servir de espacio para que la institución eclesiástica pueda proporcionar beneficios espirituales a la sociedad para la que se destina el templo. A fin de llevar mejor a cabo este cometido, posee inmuebles adyacentes auxiliares (sacristía, viviendas, cementerios, etc., en realidad el elemento fundamental sin el cual no puede existir la parroquia es la pila bautismal, el medio material de recepción del recién nacido a la comunidad de fieles (corpus fideles), tanto local como universal. Ahora bien, ¿cuál es el valor espiritual que la parroquia presenta como edificio? ¿qué utilidades ofrece en este sentido? — Ante todo, el templo parroquial es el escenario exclusivo de culto, el lugar donde se celebran la misa dominical y demás ceremonias correspondientes a otras festividades y actos. — Es el lugar en el que los feligreses reciben los sacramentos que rigen las diferentes fases de sus vidas y de la muerte —el bautismo, el acceso a la primera comunión, el matrimonio, los sepelios —; es, pues, el escenario en que se sancionan los cambios en la vida de cada miembro del vecindario. — Es también el sitio donde se practica la oración como marco más idóneo, al ser un ámbito impregnado de sobrenaturalidad para el creyente: la presencia de las imágenes, del Sagrario, la permanencia en la memoria de los ritos comunes y extraordinarios, el propio olor del templo lo subrayan. — Para todos es el espacio reservado para la sepultura, aun a pesar de que el ámbito funerario esté jerarquizado, ya que los miembros de las clases poderosas se hacen enterrar en el interior de las iglesias y el común de la población del barrio es inhumado en su proximidad, por lo general el camposanto adyacente. Además, el cementerio y las capillas funerarias no

sólo poseen una función específica, sino también un valor simbólico, como lugar de reposo de los familiares de los fieles, lo que acentúa el arraigo de cada habitante a su parroquia. — Asimismo, a través de la acción catequética y de los sermones, la iglesia parroquial y sus espacios anexos componen el principal centro de difusión del discurso ideológico cristiano-feudal. Sin embargo, la parroquia también asume otras funciones como muestra de su estrecha vinculación al poder civil: — Constituye el eje de la collación, unidad de integración vecinal, donde los habitantes acceden a un nivel primario de organización social consiguiente al marco familiar. — Es escenario de reuniones civiles (asambleas vecinales, concejiles o gremiales), que a veces incluso llegan a contar con un carácter sedicioso. — Es lugar catalizador de acontecimientos referentes a la vida social (mercados, fiestas religiosas o profanas) y foco de atracción de las personas que a ellos asisten. Además, su emplazamiento destacado acentúa esta y las demás funciones, y condiciona el propio trazado urbano. — Aunque sea en casos un tanto excepcionales, la iglesia parroquial puede adoptar un carácter de fortaleza en tiempos de guerra o inestabilidad. Incluso al mismo tiempo y en el mismo lugar pueden surgir el edificio religioso y el defensivo, integrándose en una única edificación, como es el caso de las iglesias encastilladas.

LA REFORMA PARROQUIAL TRIDENTINA Al decaer es espíritu cristiano, s.s. XII y XIII, se impone a los fieles una seria de obligaciones: Los deberes dominical y pascual, el bautismo quam primum, los funerales en tierra sagrada, los mandamientos de la Iglesia y el rechazo de las herejías. El Concilio de Trento, en decreto Tametsi, sancionó el estatuto jurídico de las parroquias. En el siguió ausente la idea fundamental de la comunidad y la intervención activa de los seglares. Deberes, obligaciones y responsabilidades, eran del sacerdote. El problema de fondo era la concepción territorial y beneficial de la parroquia. Con el decreto De reformatione de la sesión XIV de 1563, el concilio de Trento sancionó el estatuto jurídico de la parroquia, considerada ahora como “órgano principal de la pastoral” (c. 13). Cada populus debía constituir una parroquia, bajo la guía de su propio pastor, el cual, con el fin de conocer a sus ovejas, debía residir en el territorio encomendado y no en otro, cuidando fielmente el ministerio de la Palabra y los sacramentos. La parroquia tridentina tuvo así, un doble sustento: la autoridad directiva del párroco y la participación de los fieles mediante sus ofrendas. Buscando favorecer la práctica sacramental y la comunicación entre párroco y feligreses, Trento justificó la división de las grandes parroquias; sin embargo, cuando alguna no podía dividirse por formar un sólo populus, al trabajo

pastoral del párroco se vinculaba uno o más coadjutores como sus colaboradores, con el mismo deber de residencia. Con Trento el populus son los feligreses que deciden libre y personalmente una afiliación comunitaria o pertenencia a una comunidad parroquial; esta realidad aunque marcó un giro decisivo a redescubrir el sentido de la entidad parroquial, enfocado en los fieles, condujo a la masificación e impersonalidad de la vida parroquial, afectando directamente la asistencia pastoral de la cristiandad y anticipando la llegada del sentido marcadamente jurídico de la parroquia prevaleciente hasta nuestros días. El problema de fondo planteado por Trento no era tanto el número de los fieles por parroquia, sino la concepción territorial de la iglesia dividida en porciones o “parcelas”. No obstante, la gracia renovadora de Trento, buscó reforzar la prevalencia del aspecto servicial del párroco sobre el beneficial, elemento característico de la etapa anterior e hizo de la parroquia el medio más idóneo para la instrucción religiosa del pueblo y el lugar más adecuado para la celebración y el contacto personal con los bautizados. La configuración canónica de la parroquia cristaliza definitivamente en el código de derecho canónico de 1917. La parroquia «es una parte territorial de la diócesis con su iglesia propia y población determinada, asignadas a un rector especial como pastor propio de la misma para la necesaria cura de almas» (c. 216).

LA INSUFICIENCIA PARROQUIAL En tiempos de la industrialización, comienzan los problemas dependientes de la masificación de las parroquias ciudadanas. Con esta masificación, para muchos deja de ser la parroquia un punto de referencia religiosa y se convierte en una oficina de papeleo y por la que hay que pasar necesariamente para determinados momentos de la vida (nacimiento, primera comunión, boda y defunción). El facilitar los sacramentos y el conocimiento de los feligreses por parte del párroco, razones de la existencia de la parroquia en Trento, quedan desdibujados. Junto a esto, se da una pérdida progresiva del influjo de la Iglesia en las masas proletarias y un aumento de las devociones en la vida parroquial que se cierra mucho en su propio ambiente al encontrarse en un mundo que paulatinamente va descristianizándose. El Código de 1917 puede ser el mejor exponente de la situación parroquial y de sus características a comienzos de este siglo: «Divídase el territorio de cada diócesis en partes territoriales distintas, asignando a cada una de ellas su iglesia propia con su población determinada, y poniendo al frente de ellas un rector especial como pastor propio de la misma para la necesaria cura de almas». Desde este canon y su explicación posterior, podemos señalar unos elementos concretos que se han destacado en la vida parroquial: — la territorialidad como elemento configurador de la parroquia y está más entendida como independencia que en relación con el resto de la vida diocesana; — la iglesia propia, con sus haberes, sus libros de registro y su economía;

— el párroco como cabeza de toda la vida parroquial, con sus derechos y sus deberes. La parroquia es más contemplada desde él que desde la comunidad. El resto de sacerdotes que trabajan en la parroquia están a su servicio; — el pueblo cristiano que corresponde a la parroquia y está claramente determinado por el elemento de la territorialidad; — la cura animarum como la actividad fundamental de la vida parroquial, que es entendida principalmente desde la sacramentalización. El ideal del creyente en este tipo de parroquia era el practicante y el sacerdote es entendido como administrador de sacramentos. La parroquia así entendida, fruto de una historia determinada, comienza a no dar respuesta a los retos nuevos de la sociedad. Así, aparecen sus lagunas: — la aglomeración más que la comunidad. Es el principal defecto que viene de la territorialidad; — la poca apertura misionera, ya que la vida parroquial se cierra en el ámbito de la iglesia y no es evangelizadora del ambiente en el que está inmersa; — la cerrazón a la pastoral diocesana, que, desde un parroquialismo así configurado, no existe. La parroquia tiene en sí todos los elementos necesarios para la pastoral sin acudir a otros; — el centralismo del párroco en la vida parroquial con la exclusión de los demás sacerdotes y de los fieles en el protagonismo parroquial. A él le corresponde la programación parroquial, él es la fuente de derechos y deberes, y a los demás les corresponde la obediencia; — una vida cristiana basada en la recepción de sacramentos estipulada por la obligación, sin que haya una celebración auténtica mente comunitaria. Individualismo religioso que ha intentado solamente en muchas ocasiones la salvación de las propias almas. Desde estas dificultades, que hacían que la parroquia se convirtiera en una realidad desfasada, las corrientes de renovación se han sucedido durante todo el presente siglo, intentando una respuesta a la situación social real de nuestros hombres y de nuestros tiempos. Esta renovación se hacía más urgente cuando la realidad parroquial era prácticamente la única estructura pastoral con la que la Iglesia organizaba y estructuraba su acción. Por eso, todos los movimientos renovadores de la Iglesia han tenido en la parroquia un campo especial para su actuación. Podemos decir que la historia de la parroquia durante el siglo xx ha sido una sucesión de intentos renovadores: — Unos han sido parciales, han intentado la revitalización parroquial desde sectores de su acción, especialmente todo el movimiento de pastoral litúrgica que quiso revitalizar el concepto de parroquia como comunidad cultual y el movimiento de pastoral misionera que quiso hacer de la parroquia la principal estructura para la evangelización del entorno. El haber reducido a un sector la práctica pastoral y el no haber coincidido en sus intentos con la territorialidad que definía a la comunidad parroquial fueron razones para que estos movimientos renovadores no llegaran a imponerse.

— Otros han sido globales, especialmente en los años anteriores y posteriores al Vaticano II, intentando hacer de la parroquia todo un mundo paralelo al mundo real o haciendo que ella fuera la plataforma estructural de la pastoral de conjunto que ideológicamente se imponía como práctica necesaria. De esta forma, la parroquia era considerada como una diócesis en pequeño, con todas sus tareas y servicios. En los años posteriores al Concilio, el concepto de parroquia como comunidad de comunidades unió los intentos anteriores a la recepción de la doctrina comunitaria conciliar. También hoy estos intentos han sido considerados parciales por haber olvidado la realidad diocesana, la Iglesia local, como lugar de referencia y origen de la eclesialidad parroquial. No obstante, la repercusión de todos estos movimientos en la renovación parroquial fue grande, logró una depuración de devociones, situó nuevamente la eucaristía en el centro de la vida de la parroquia, abrió los horizontes parroquiales a la evangelización del entorno, replanteó las estructuras comunitarias, amplió los contenidos de la acción pastoral y ensanchó los límites de la corresponsabilidad parroquial a muchos nuevos agentes.

LA PARROQUIA, DESPUÉS DEL CONCILIO VATICANO II El concilio Vaticano II, fue “la más grande gracia eclesial del siglo XX”, donde la Iglesia universal fue directamente interpelada sobre su identidad y misión: “Iglesia, ¿qué dices de ti misma?”; el Papa Pablo VI, en su Discurso de conclusión del Concilio Vaticano II n. 3, el 07 de Diciembre, 1965, nos decía: “la Iglesia se ha recogido en su íntima conciencia espiritual, no para complacerse en eruditos análisis de psicología religiosa, o de historia de su experiencia, o para dedicarse a reafirmar sus derechos, o a formar sus leyes, sino para hallar en sí misma, viviente y operante en el Espíritu Santo, la palabra de Cristo y sondear más a fondo el misterio, o sea el designio y la presencia de Dios, por encima y dentro de sí, y para reavivar en sí la fe, que es el secreto de su seguridad y de su sabiduría”. Es así, como, la doctrina conciliar y la reflexión derivada de ésta, nos trae una luz, a propósito de nuestro tema, para la renovación de la vida de nuestras parroquias y continuar nuestro peregrinaje en el mundo, transformando, con la fuerza del Espíritu Santo, la sociedad en que vivimos. La parroquia, poco antes del concilio Vaticano II, poseía un énfasis marcadamente sacramental; los espacios privilegiados de la pastoral parroquial eran: el templo, destinado a la vida sacramental y devocional; el despacho parroquial, donde el párroco atendía las diversas demandas de la feligresía; la sacristía o la sala para la catequesis; sin descartar la asistencia sacramental a los enfermos en sus propios domicilios. Después del concilio Vaticano II y la reforma impulsada por el Código de Derecho Canónico, la manera de concebir la parroquia da un importante giro, favoreciendo, en cierto modo, una búsqueda de retorno a las fuentes de la identidad parroquial y con ello una mayor cercanía al sentido original del vocablo paroiki’a (Paroikía). En el CIC (Codex Iuris Canonici) de 1917, la noción de “parroquia” refiere a una porción territorial de la diócesis cuya iglesia

vinculada a un pueblo es puesta bajo la guía de un “rector específico” (c. 216); en la Iglesia actual, la parroquia, es considerada como la COMUNIDAD de fieles cristianos que habitan en tal porción, cuya vida cristiana se desarrolla en una variedad de vocaciones, carismas y ministerios. Vincular la noción de “parroquia” a la “comunidad de fieles” fue uno de los grandes frutos del concilio; de hecho, la constitución Sacrosanctum concilium 42, la describe como Coetus fidelium, es decir, “reunión de fieles”: Como no le es posible al obispo, siempre y en todas partes, presidir personalmente en su iglesia a toda la grey, debe por necesidad erigir diversas comunidades de fieles. Entre ellas sobresalen las Parroquias, distribuidas localmente bajo un pastor que hace las veces de obispo, ya que de alguna manera representa a la Iglesia visible establecida por todo el orbe. De aquí la necesidad de fomentar teórica y prácticamente entre los fieles y el clero la vida litúrgica parroquial y su relación con el obispo. Hay que trabajar para que florezca el sentido comunitario parroquial sobre todo en la celebración común de la Misa dominical.1

El decreto Ad gentes 30, la llama Communitas (comunidad) y cellula, el decreto Apostolicam Actuositatem 10. Siguiendo la enseñanza conciliar, el nuevo CIC (1983), antes de normativizar el oficio del párroco, establece los lineamientos en torno a la “comunidad de los fieles”. La parroquia aparece aquí constituida de dos elementos profundamente compenetrados: La comunidad de fieles y el servicio pastoral del ministro ordenado a cuyo cuidado es puesta la parroquia. Con la expresión “una determinada comunidad de fieles”, describiendo a la parroquia, y “porción del Pueblo de Dios”, referida a la “Diócesis” delimita una y otra entidad eclesial (c. 369), aunque en ambas encontramos un marcado aspecto comunitario. La comunidad parroquial se constituye así en un verdadero sujeto de acción pastoral y abarca a todos los fieles de un determinado territorio sin exclusión ni discriminación alguna. Como comunidad y porción de la iglesia diocesana, el ministerio pastoral ejercido a favor de esta, principalmente por el párroco, constituye una prolongación del ministerio episcopal en la diócesis. El párroco como pastor propio, en cuanto enviado a tal comunidad y no a otra, tiene un compromiso de justicia con ella en el ejercicio de su misión de pastoreo a través de las funciones parroquiales concretas, desempeñando un auténtico ministerio de coordinación y guía de la comunidad peregrina. La parroquia es, en este sentido, nuevamente una comunidad de fieles en camino, bajo la presidencia del párroco asignado como pastor y a la vez peregrino con su comunidad, quien “comparte junto a” los demás fieles (pa’roikoi, “paroikoi”) no sólo un espacio geográfico sino incluso un contexto concreto con características y estilos de vida propios; juntos, comunidad y pastor, se esfuerzan por hacer realidad los valores del Reino de Jesús, a través del testimonio creyente 1

Constitución Sacrosanto Concilium, sobre la sagrada liturgía, Num. 42.

fortalecido por la acción pastoral y evangelizadora, mientras se encaminan a la Patria definitiva.

EL NUEVO CÓDIGO DE DERECHO El Código de Derecho Canónico de 1983 ha querido recoger la doctrina eclesiológica conciliar y la práctica pastoral de los últimos años. Sin embargo, siempre es difícil codificar la vida y no debemos pedir al código más de lo que ha de ser. Su doctrina sobre la parroquia está diseminada en distintas partes, pero su eje central se encuentra en los cánones 515-552. En ellos se define así: «Es una determinada comunidad de fíeles cristianos constituida de modo estable en la iglesia particular, cuya cura pastoral, bajo la autoridad del obispo, se encomienda a un párroco como su pastor propio». Aunque la definición habla en primer lugar de comunidad, el Código opta después claramente por el concepto de territorialidad a la hora de señalar la configuración parroquial. Cada fiel pertenece por su domicilio o cuasi-domicilio a una parroquia, pertenencia necesaria para determinados actos jurídicos y administrativos. Sin embargo, entender la parroquia como comunidad, hablar de comunidad de bienes y haber olvidado la terminología del beneficium es un avance considerable en la descripción del tema parroquial. Junto a éste, podríamos citar como novedad y como mérito del Código postconciliar: — el haber ampliado con una flexibilidad nueva las formas de comprender la parroquia y el ejercicio del ministerio dentro de ella (parroquia territorial, cuasi-parroquia, parroquia personal, ministerio de equipo con párrocos corresponsables y responsable de equipo, vicarios interparroquiales); — la perspectiva pastoral, y la responsabilidad y libertad concedidas al párroco; — el abrir nuevas responsabilidades y tareas, sacramentales o no, a laicos, en espíritu de corresponsabilidad; — una conciencia clara de la pertenencia de la parroquia a la Iglesia local; — una revalorización del papel de la zona y del arciprestazgo en la vida parroquial, con lo que se abre claramente la vida parroquial a la pastoral conjunta. Pero, junto a los aciertos indudables del tratamiento parroquial por parte del nuevo Código, encontramos también lagunas claras en él por no responder a la realidad actual de la Iglesia y por no haber asumido ya prácticas y problemas pastorales existentes. Entre estas lagunas, habría que señalar: — una comunitariedad y corresponsabilidades casi puramente nocionales. Se sigue centrando la parroquia en el párroco, a quien parece que le corresponde toda la acción de la Iglesia, asociándose a los laicos para desarrollarla. El nuevo lenguaje eclesiológico no está plenamente presente; — una imagen de parroquia ideal hecha desde Europa y como fruto de una historia concreta;

— una falta de cabida para los movimientos y comunidades que han surgido como resultado de la celebración del Concilio. Hay un desfase entre la experiencia de la Iglesia vivida y la codificación. El vacío de no contemplar la existencia de todas estas realidades eclesiales trae como consecuencia siempre el problema de las relaciones; — una falta de definición teológica y jurídica del feligrés; — una visión de la parroquia que, teniendo la Eucaristía como centro (valor indudable de la visión parroquial), casi no tiene periferia que no sea culto, catequesis o sacramentos; — un énfasis demasiado unilateral en la territorialidad como criterio de parroquia; — el no reflejar adecuadamente las distintas situaciones de cristianos en el mundo rural, el urbano, en los países de cristianismo ya establecido, de cristianismo nuevo. Para todos se prescribe la parroquia como estructura pastoral y comunitaria normal y general. El proceso de inculturación no encuentra reflejo suficiente: la parroquia territorial o personal puede no ser culturalmente apta en todas las circunstancias; — la indeterminación en la que quedan temas como extensión, número de feligreses, comunidad de comunidades, evangelización, etc. El silencio del código puede ser interpretado como un dejar la puerta abierta a las concreciones, según las necesidades, en las Iglesias locales. No es tarea del derecho marcar el camino para una renovación parroquial ni es conveniente tampoco el que todo en la vida de la Iglesia esté tan normativizado que la misma vida pueda quedar después encorsetada, pero sí existe ya una realidad pastoral e incluso planteamientos problemáticos pastorales en las parroquias que no han encontrado su reflejo en el nuevo código.

FUENTES     

https://seminaverbi.com/tag/historia-de-la-parroquia/ http://historico.cpalsj.org/wp-content/uploads/2013/03/Breve-Historia-de-laInstitucion-Parroquia.pdf https://es.slideshare.net/pometro/documentacin-parroquial Estructura parroquial en el sureste de Castilla a fines de la Edad Media, Carlos Ayllón Gutiérrez Teología Pastoral, Julio A. Ramos, B.A.C.