Marko Ivan Rupnik - El Examen de Conciencia [PDF]

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Zitiervorschau

Marko Iván Rupnik

EL EXAMEN Para vivir como redimidos

EL EXAMEN DE CONCIENCIA Para vivir como redimidos

Oriéntale L u m e n

MARKO IVAN RUPNIK

EL EXAMEN DE CONCIENCIA ara

vivir

como redimidos

TRADUCCIÓN: Ángela Pérez García REVISIÓN: Pablo Cervera Barranco

MONTE

CARMELO

TITULO ORIGINAL:

L'esame di coscienza. Per vivere da © 2002 Lipa Srl, Roma prima edizione, giugno 2002

Primera edición: Julio, 2005 Reimpresión: Diciembre, 2005

© 2005 by Editorial M o n t e Carmelo R Silverio, 2; Apdo. 19 - 09080 - Burgos Tfno.: 947 25 60 6 1 ; Fax: 947 25 60 62 http://www.montecarmelo.com [email protected] Impreso en España. Printed ¡n Spain I.S.B.N.: 8 4 - 7 2 3 9 - 9 3 9 - 7 Depósito Legal: BU - 490 - 2005 Impresión y Encuademación: " M o n t e Carmelo" - Burgos

redenti

INDIC€ PRESENTACIÓN

(Jesús Castellano Cervera)

Introducción

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I. FUNDAMENTOS TEOLÓGICOS DEL EXAMEN DE CONCIENCIA

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Recordando, uno se examina El hombre creado a imagen de Dios, madura haciendo referencia a ella El Otro, los otros, condiciones para conocerse Sin redimir del pecado las relaciones, no se puede conocer La redención en Cristo, ámbito del ver­ dadero conocimiento El Espíritu Santo hace al hombre par­ tícipe del amor trinitario El Espíritu Santo nos une al nuevo Adán en el cual se vuelve a encontrar lo viejo transfigurado

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La vida asumida en la caridad permanece. Al recordar, Dios hace vivir y se hace presente en la vida Tampoco la memoria humana quiere dejar escapar la vida La memoria se transforma en anamne­ sis de la vida que permanece La unidad, garantía de vida Verse con los ojos del Espíritu Santo, integrados en Cristo La Sabiduría, ámbito de la comunicación con Dios La mirada del Espíritu Santo se capta en la Sabiduría La Sabiduría mora en la belleza La Sabiduría inhabita en la Iglesia Examinarse en el corazón con la Sa­ biduría II.

III.

40 43 45 48 52 56 58 60 64 66 69

LA VIDA ESPIRITUAL Y EL EXAMEN DE CONCIEN­ CIA

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El examen de conciencia en la oración . El examen de conciencia, contempla­ ción y conocimiento Revivificar lo vivido El discernimiento El crecimiento en la virtud La toma de conciencia de la vida de Dios. El examen particular

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EL EJERCICIO DEL EXAMEN

El examen de conciencia de quienes no tienen una experiencia viva de Dios

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PRESENTACIÓN

El término examen de conciencia parece que ha desaparecido del vocabulario corriente de la espiritualidad contemporánea. Aunque no faltan referencias en los Diccionarios y en los Manuales de espiritualidad, se tiene la impresión de que, al igual que otras prácticas ascéticas, para algunos "moralistas" haya aca­ bado en el cajón del olvido... a la espera de un redescubrimiento. No obstante, todavía hoy, el examen de conciencia pertenece a una de las partes inte­ grantes de la celebración del sacramento de la penitencia, y se recomienda, también en su brevedad, en el momento del acto penitencial al comienzo de la celebración eucarística y de las completas al final del día. Una breve consulta del Catecismo de la Iglesia Católica devuelve el valor de esta pra­ xis, normal en la legislación de muchas fami­ lias religiosas, aconsejada por los directores espirituales, vivida de un modo particular en el ámbito de los ejercicios espirituales. El n. 1435

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la propone, junto a la revisión de vida y a la corrección fraterna, como ejercicio cotidiano de conversión. La hermenéutica de la sospecha lleva inmediatamente a destacar que la desapari­ ción del examen de conciencia, como praxis ascética, como ejercicio espiritual provechoso, tiene como raíz última un cierto temor de con­ frontarse con uno mismo, de entrar en la ver­ dad de la propia conciencia, de poner en orden la propia vida. Ciertamente, las acusaciones habituales de formalismo y moralismo que tranquilamente borran la sabiduría secular de lo que se llama, quizá de un modo restrictivo, examen de conciencia, no resisten la debida autocrítica. En efecto, juegan en su favor: la apelación a la conciencia, como santuario de la persona y altar de la propia libertad; el ejemplo evangélico que, en la figura del hijo pródigo, nos exhorta a entrar dentro de nosotros; la necesaria actitud de ser auténticos y de cami­ nar en la verdad, ante Dios, ante los demás y ante a nosotros mismos... Son razones todas éstas que ponen nuevamente en el centro de la vida espiritual la sabiduría de una praxis que, verdaderamente, tiene que volver a ser pen­ sada en los presupuestos doctrinales y en los puntos de referencia de una nueva espirituali­ dad; pero es siempre un ejercicio ascético necesario, aunque necesite una nueva y con­ creta "mistagogía" que evite la superficialidad del narcisismo del que se contempla en su propio espejo y la ansiedad que conduce al escrúpulo, para convertirse en un momento fuerte de oración, una oportunidad de conver-

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sión positiva. Tiene que transformarse en un ejercicio que lleve el sello trinitario: un momento de escucha de las mociones del Espíritu, de confrontación con el rostro de Cristo maestro y juez, misericordioso y veraz, de experiencia de filiación en la búsqueda amorosa de la voluntad del Padre. Es evidente que es necesario la vuelta a un examen de conciencia, de un lúcido descenso al corazón con la luz de la razón y de la gracia sanadora del Espíritu. A veces se tratará de un breve momento, y no obstante intenso, del descenso a la profundidad de la conciencia vital propia. Otras veces será la preparación responsable y cuidadosa para la confesión sacramental... Alguna vez exigirá una confron­ tación serena y minuciosa con el Maestro inte­ rior, como cuando se trata de hacer opciones en la vida o de emprender un camino de con­ versión ulterior, tras un momento de extravío, de pruebas, de gracias que marcan un "kairós" de la propia existencia. A menudo se tra­ tará de poner orden en la vida y poner la vida en orden, según el designio de Dios. Pero, por esto, hace falta una buena teolo­ gía, una buena espiritualidad y una oportuna praxis renovada que haga resplandecer al exa­ men de conciencia como una joya encontrada y pulida de nuevo. Es lo que nos ofrece el padre Marko Ivan Rupnik en este libro ágil y completo, moderno y práctico, capaz de redimensionar el examen de conciencia en largura y anchura, en altura y profundidad. Los principios teológicos de la primera parte se mueven en una teología de múltiples

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Y sugerentes consideraciones recogidas de la compañía y de la amistad de santos y sabios de la tradición cristiana de Oriente y de Occidente. Agustín nos exhorta a ejercitar la memoria; Máximo el Confesor a la contemplación de la imagen que somos, llamados a la semejanza perfecta; Atanasio nos advierte sobre la acción del Espíritu que nos atrae hacia el Padre y el Hijo... Chispas de sabiduría de autores antiguos y modernos, poetas y sabios, que invitan al gozo de conocerse en Dios y de volver a adquirir, de este modo, la verdadera sabiduría del corazón. Muchas chispas de espiritualidad hacen que resplandezca la verdadera joya que es la conciencia de ser en Dios y para Dios, con una invitación al examen, es decir, a la consideración serena y gozosa, positiva y propositiva del proyecto de Dios sobre nosotros. La segunda parte del libro declina bien el recuperado valor del examen de conciencia con alguna exigencias fundamentales de la espiritualidad. Basta con proponer el examen como oración y contemplación y todo cambia, porque se cumple con Dios y ante Dios, para Él y teniéndole a Él como magnánimo, misericordioso y sabio examinador de nuestra experiencia, en la espera del último y definitivo juicio, cuando seamos examinados en el amor (san Juan de la Cruz). Es bonito oír que el examen de conciencia sirve para "volver a dar vida a lo vivido',' expresión pleonástica pero que llama la atención sobre la necesidad de estar vivos y no muertos, dejarse vivificar y no languidecer, mediante la conciencia de no-

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sotros mismos, revitalizados por la fe, la esperanza y el amor. Es un modo de poner en claro la necesidad de personalizar la fe y la vida, en un mundo de cadáveres y de máscaras; es un ejercicio muy necesario hoy, en una sociedad y en una comunidad eclesial donde necesitamos ser "conscientemente cristianos" desde las fibras más íntimas de nuestro ser. Es lo que el p. Rupnik llama "la toma de conciencia de la vida de Dios"... Otro punto cardinal de la espiritualidad es reconocer el examen de conciencia como ejercicio de discernimiento, lo que hacemos a la luz de la Palabra de Dios y de la vida en Dios, pero también lo que Dios hace en nosotros cuando "sometiéndonos a la prueba" nos hace "dókimoi" probados, pasados por el discernimiento espiritual, por la prueba o el discernimiento divino; es la acción de un Dios que conoce nuestra verdad y la verifica, la somete a la verdad y abre nuevos caminos en nuestra experiencia espiritual. Teresa de Jesús, dirigiéndose a Dios en las terceras moradas del Castillo interior, las moradas de la prueba, lo invoca con estas palabras que parecen recordar el inicio del salmo 138: "Pruébanos tú, Señor, que conoces las verdades, para que nos conozcamos" {Castillo interior, terceras moradas, cap. 2, n. 9). Pero, ¿cómo llegar a la verificación de lo que Dios realiza en nosotros, si no somos conscientes de su paso salvífico de purificación y de iluminación de nuestra vida? Y he aquí de nuevo la importancia de un examen que nos ayuda a escrutar y descubrir el paso de Dios en nuestra experiencia.

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En la tercera parte del libro se encuentra una breve mistagogía del examen de conciencia. Me gusta hablar de mistagogía, como pedagogía del misterio, porque las breves etapas que se indican son claramente como peldaños del descenso en el propio corazón, con un guía excepcional: el Espíritu Santo. Así se aprende de nuevo, es decir, como una realidad de la novedad del Espíritu, el camino que conduce a la verdad, al discernimiento, a las elecciones, al crecimiento en la virtud, a la creciente fidelidad del camino espiritual cristiano... Aquí tenemos, pues, el valor de un libro que vuelve a poner en claro un aspecto tradicional de la vida espiritual, pero con la sabiduría del escriba del Evangelio, que de su tesoro sabe sacar cosas antiguas, como la sabiduría de la ascesis, y cosas nuevas, como la sabiduría perenne del Evangelio en el hoy de la Iglesia. Se trata, en realidad, de un ejercicio de la vida espiritual, es decir, de la vida según el Espíritu. Un Espíritu que lo escruta todo, también la profundidad de Dios (cf. 1Co 2,10). Espíritu Santo "luz santísima que penetra el corazón de los fieles" (Secuencia de Pentecostés) "fuente que rocía a los discípulos con su luz" (Oficio bizantino del orthros de Pentecostés). R JESÚS CASTELLANO CERVERA OCD.

Roma, Teresianum Pentecostés 2002

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INTRODUCCIÓN

En un famoso artículo, ya en 1972, el padre Aschenbrenner constataba una crisis general en toda la Iglesia en lo que se refiere a la práctica del examen de conciencia . Ésta es una 1

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GEORGE ASCHENBRENNER, "Consciousness Examen','apareci-

do en Review for Religious 31 (1972)14-21, en el que el autor presenta el examen de conciencia bajo la perspectiva de la toma de conciencia de la vida divina en nosotros y como ejercicio práctico de la vida espiritual y del discernimiento, sobre todo para los religiosos. Además de este artículo, no existen en los últimos años muchos tratados dedicados específicamente al examen de conciencia. Se debe señalar, de todas formas, la voz "Examen de conscience" en el D/ctionnaire de Spirítualité. IV, París, 1961, col. 1789-1838, que hace una "historia" del examen. Rastrea prácticas afines en la antigüedad y en las religiones no cristianas, entendiendo el examen de conciencia, en este caso, como sinónimo de momentos de atención a la vida interior y de introspección. Después, pasa revista al interrogante de la conciencia en la Biblia, viendo, luego, la diferencia existente respecto a la práctica pagana en cuanto que no es un repliegue del alma sobre sí misma, sino algo que abre a la dimensión relacional con Dios, un diálogo en el que el fiel experimenta su conformidad no de acuerdo con la razón natural del que descubre en sí la ley, sino con un mandamiento de Dios. En los Padres se une la práctica estoica del examen con esta dimensión relacional, desarrollando la disciplina ascética de la vigilancia del corazón, de la atención a los pensamientos y de la lucha contra los vicios, que en términos modernos se podría llamar "examen particular" En la Edad Media, además de su práctica como ejercicio espiritual, sobre todo

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crisis causada en parte por el moralismo y legalismo exagerados que han acompañado este ejercicio y por su práctica casi exclusivamente destinada a la confesión. El examen de conciencia, practicado de este modo, a menudo acababa por tener como efectos colaterales escrúpulos, depresión, desaliento, llegando en algunos casos al ansia psicológica. Y cuando, como reacción a la ley del péndulo, una espiritualidad que es ante todo moralista y voluntarista, va seguida de una ola de redescubrimiento de la psicología que casi ha reemplazado la vida espiritual y se ha presentado como una especie de espiritualidad secularizada, el examen de conciencia, en la misma ola de reacción, se ha sustituido por ejercicios de

dentro de la vida monástica, el examen de conciencia está ligado al sacramento de la confesión, como vuelta del penitente sobre su pasado para ver dónde ha faltado, como lo demuestran los libros penitenciales. Pero es sobre todo en los siglos XV y XVI (Devotio moderna, san Ignacio de Loyola), cuando se desarrolla una enseñanza orgánica sobre el examen de conciencia. Para san Ignacio de Loyola es tan importante que en las Constituciones (n. 261) lo propone como práctica cotidiana de los jesuitas, además de incluirlo en los Ejercicios Espirituales (n. 43). En el fondo, los puntos que propone Ignacio no son sino una nueva propuesta de la antigua memoria Dei, condiciones para estar sujetos a la acción de la gracia y cooperar al máximo con la acción de Dios en nosotros. Como complemento a esta voz, véase también "Examen particulier" también en Dictionnaire de Spiritualité, IV (París 1961) col. 1838-1849. Para el período posterior al Concilio, además del artículo de Aschenbrenner, consúltese la voz "Esame di coscienza" (de J. CASTELLANO) en Dizionario del Concilio Ecuménico Vaticano II (Roma 1969) col. 1109, dedicada a ilustrar lo que dice el Concilio sobre esto, específicamente la PO, el tratado de A. CAPPELLETTI y M. CAPRIOLI en

Üizionario Enciclopédico di Spiritualité (a cura di E. Ancilli) (Roma 1990) 903-907 que sigue ampliamente el Dictionnaire de Spiritualité; y "Examination of Conscience" (de B. Baynham), en The New Dictionary of Catholic Spiritualy (ed. M. Downwy) (Collegeville, Mi. 1993) 364-365.

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auto-observación y de "higiene interior" prevalentemente psicológicos. Hoy, que se está extinguiendo también esta moda, los formadores, los pastores y, sobre todo los fieles, sienten la necesidad de redescubrir los cami­ nos, los medios, los instrumentos que ayuden su madurez espiritual, para mantener el cami­ no del crecimiento espiritual, para poder vivir como redimidos en el mundo actual llevando a buen fin la vocación que Dios da a cada uno para el bien de la Iglesia y de los hombres. Así es como se plantea de nuevo la cuestión del examen de conciencia. Si a las últimas gene­ raciones se les ha propuesto un examen de conciencia desvinculado de una visión orgáni­ ca de la vida espiritual y del fundamento teológico-antropológico que tiene de fondo, no podemos con ello dejar de hablar de una prác­ tica espiritual que ha estado presente desde el comienzo de la fe cristiana, y de la que se han ocupado los más grandes maestros de la vida espiritual. Por este motivo -desde el momento en que una joya muestra todo su esplendor cuando viene debidamente engastado- he dedicado gran parte del libro al trasfondo teológico y espi­ ritual en el que situar correctamente el examen de conciencia. Aunque hoy todos suframos la tentación de un pragmatismo técnico, del know how, y quizá queremos ir a ver en seguida cómo se hace el ejercicio concretamente, invi­ to al lector a detenerse todo el tiempo necesa­ rio en la primera parte del libro, porque el exa­ men de conciencia será comprendido y practi­ cado rectamente sólo si es tomado como parte

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orgánica de la visión en la que se descubren sus fundamentos teológicos. Precisamente recorriendo el texto tal y como se propone , el lector podrá acercarse de un modo espontáneo al examen de con­ ciencia como un arte espiritual de oración, de discernimiento, que profundiza y personaliza el proceso de la redención en cada persona. Comprenderá el nexo orgánico de este ejerci­ cio con el entero cuerpo de la Iglesia y, por tanto, experimentará la gracia de un camino en la virtud purificándose del mal y progresan­ do cada vez más en la conformidad con la ima­ gen de un Dios trino que nos hace capaces de vivir a su imagen en la comunidad. 2

2 Para el que sienta la exigencia de profundizar en los temas que constituyen el contexto del tratado del examen de conciencia, advierto que este texto forma parte de un cuadro más amplio. Se inserta en el interior de un recorrido que toma el nombre de Decir hombre. Icono del Creador, revelación del amor (PPC, Madrid 2000) una visión que intenta destapar los nexos orgánicos entre la verdad. Dios, la Pascua de Cristo, el hombre y su pecado y, por tanto, la redención. Una visión que propone también una gnoseología espiri­ tual. Se conecta con En el fuego de la zarza ardiente. Iniciación a la vida espirituaUPPC, Madrid 1998) donde se precisa qué es y qué no es la vida espiritual. Además, el volumen dedicado al discernimien­ to [El Discernimiento (PPC, Madrid 2001)1 es la afirmación práctica de una fe en la que el hombre y Dios se encuentran en una relación libre, pueden hablarse, comunicarse y entenderse en la unión. Comencé a esbozar el tema de la memoria-sabiduría que forma parte constitutiva de esta visión teológico-espiritual en Larte, memoria della comunione (Lipa, Roma 1994) y en "La Sofia come memoria creativa da Solov'év aTarkovskij" en W.AA., Dalla Sofia alia New Age (Lipa, Roma 1995) y sobre todo lo he hecho explícito en la pared de la parusía en la capilla Redemptoris Mater. En esta capilla también he tratado de expresar una visión de la acción del Espíritu como vía que lleva a la liberación de lo creado de tal manera que mediante el hombre, hecho hijo, pueda confluir en Cristo y participar en su resurrección (sobre esto véase "Cómo me he acercado al mosaico de la capilla',' en M. APA-O. CLÉMENT-C VALENZIANO, La capi­ lla "Redemptoris Mater" del Papa Juan Pablo II (Monte Carmelo,. Burgos 2002) 179-184.

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La comunidad de los hombres, como la de la Iglesia, siente la fase compleja de nuestro momento histórico y cultural de un modo vivo y doloroso. Si se percibe la urgencia de comenzar a trabajar sobre sí mismos, también de cara a una nueva sensibilidad en la cuestión moral, es necesario, sin embargo, proponer auténticos caminos espirituales, para evitar nuevas formas de eticismo y moralismo.

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I Los fundamentos teológicos del examen de conciencia

RECORDANDO, UNO SE EXAMINA

«La mujer que había perdido el dracma y se puso a buscarlo con la lamparilla, no lo habría encontrado si no lo hubiera tenido en la mente. Y, encontrándolo, ¿cómo habría hecho para saber que era precisamente el suyo, si no lo hubiera recordado? Me acuerdo de haber perdido yo también muchas cosas, de haberlas buscado y encontrado; y si, mientras estaba sumido en el propósito de buscar, me preguntaban: "¿es esto? ¿es aquello?" yo seguía respondiendo que no, hasta que no se me presentaba justo lo que buscaba. Si no hubiera tenido el recuerdo de esa cosa, cualquiera que fuese, no la habría encontrado, porque no

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habría podido reconocerla aunque me la hubie­ ran presentado. Y siempre que perdemos, buscamos y encontramos algo, sucede así. Si una cosa, por ejemplo un cuerpo visible, desaparece ante nuestros ojos, pero no de nuestra memoria, su imagen se conserva den­ tro de nosotros, y la buscamos así hasta que la vemos de nuevo, y encontrándola la reco­ nocemos gracias a la imagen que de ella lleva­ mos dentro; no podríamos decir que hemos encontrado el objeto perdido si no lo recono­ ciéramos, ni que lo hemos reconocido si no lo recordásemos: en efecto, había desaparecido de nuestra vista, pero se conservaba en nues­ tra memoria» (AGUSTÍN, Confesiones, X , 18).

San Agustín pone de relieve la importancia indispensable de la memoria en el proceso del conocimiento. La memoria se basa en la expe­ riencia. Es esa dimensión de la inteligencia que funda el conocimiento en la experiencia. Mediante la experiencia, la memoria conecta constantemente la inteligencia con la vida y hace que ni la reflexión, ni la especulación ni el razonamiento se desvinculen de la vida. La vida se comunica mediante las relaciones interpersonales (incluso el nacimiento del hombre depende de la comunicación entre las personas, de las relaciones entre ellas). La vida del hombre, por tanto, se funda sobre las relaciones que entreteje con las personas y con lo creado, consigo mismo y con Dios. De un modo más radical aún, el hombre vive por­ que el Creador se relaciona con su criatura, y es precisamente esta relación la fuente vivifi-

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cante que sellará el misterio de la vida con amor, al relacionarse y comunicarse. Pero las relaciones están expuestas al pecado y al mal, y, por tanto, tampoco la memoria humana escapa de esta condena. Una vez que la memoria es perturbada, herida, no somos capaces de repararla sencillamente con el razonamiento, con la autocomprensión, como si pudiéramos determinarla. Puesto que está directamente ligada a la vida, es como si la memoria actuara en dos registros. Por un lado, es una actividad totalmente humana, porque es elaborada por nuestra inteligencia sobre la base de la experiencia. Por otro lado, está abierta a ese misterio ¡limitado en el que nos introduce la vida misma, desde el momento en que la vida nos lleva constantemente a un umbral, a un límite, por el que nos llega: la vida viene, nos visita, se nos regala, en cierto sentido la poseemos, la administramos, pero en última instancia la experiencia misma nos obliga a admitir la imposibilidad de ejercer un dominio sobre ella. Y lo que en la vida no se consigue dominar y que nos lleva a intuir esta apertura es exactamente el misterio de las relaciones libres, del amor, o sea, del otro. En última instancia, el misterio de Dios, Señor de la vida. Como dice el mismo san Agustín un poco más adelante del fragmento citado, Dios no puede encontrarse de un modo directo en nuestra memoria. Sin embargo, es cierto que del mismo modo en que se está seguro de que nos da la vida, nos llama a la existencia, nos crea a su imagen, nos redime, se está

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igualmente seguro de que Él se comunica con nosotros en la vida. De algún modo entonces hay una memoria habitada por Dios, tan cierto como que toda la Sagrada Escritura es una memoria de Dios en la historia de los hom­ bres. Más aún, la religión es, en gran parte, una memoria de la acción de Dios. Esta comu­ nicación de Dios, esta gracia de Él que se dona movido por el amor hacia sus criaturas y esta acogida de su comunicación, de su don, la memoria de esta relación divino-humana es precisamente la Sabiduría de Dios. En efecto, por una parte, pertenece totalmente a Dios, y por otra, crece, se dilata a lo largo de toda la historia de los hombres como don divino que el hombre puede asumir conscientemente transformándolo en patrimonio de su corazón como inteligencia de fe y de ágape.

EL HOMBRE, CREADO A IMAGEN DE DIOS, MADURA HACIENDO REFERENCIA A ELLA

«Decimos, en efecto, que Dios y el hombre se sirven mutuamente de modelo el uno para el otro, y que Dios se humaniza para el hom­ bre, en su amor por el hombre, en la misma medida en que el hombre, fortalecido por la caridad, se transforma por Dios en dios» (MÁXIMO EL CONFESOR, Ambigua: PG 91,113BC)

La persona humana crece de un modo orgánico, íntegro, en referencia a esta Sabi-

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duría, reconociendo lo que favorece la vida verdadera, y lo que, por el contrario, son ilusiones, engaños e idolatrías. En efecto, es propio del hombre ponerse en una actitud de constante referencia. Creado a imagen de Dios, no puede hacer más que referirse al Prototipo, al Original del que es imagen. Por naturaleza, el hombre levanta constantemente su mirada hacia una especie de modelo. Ahora bien, que este punto de referencia lo constituya Cristo, Hijo de Dios, en el que hemos sido creados, es una cosa. Pero que asumamos como modelo una realidad ilusoria, imaginaria, es otra. Si nosotros, imágenes de Dios, nos orientamos a nosotros rmismos, nuestra inteligencia, nuestra mirada y nuestro espíritu hacia Cristo, entonces experimentamos nuestra historia como una historia del amor de Dios que en cada momento es capaz de transformar y transfigurar nuestra vivencia. Entonces hay una reciprocidad, un diálogo, en el que el hombre no se encuentra jamás solo. Cualquier cosa que nos ocurra, cualquier pecado que podamos cometer, nos encontramos ante un gesto todavía más extraordinario de Cristo al redimirnos. Nosotros experimentamos al original al que nos referimos ciertamente como modelo - y por tanto también como ley- pero indisolublemente unido al Rostro misericordioso de Cristo, a la incesante apertura de la misericordia de Dios. En efecto, no se puede hablar de un verdadero y preciso modelo, desde el momento en que se trata de una Persona viviente, de un organismo del amor, y por tanto de una realidad absolutamente dinámica, que deja de lado cualquier fosilización,

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cualquier ¡dea fija, estática, objetivante, que haría de nosotros un objeto. Dado que el Prototipo es un organismo viviente, la Persona absoluta en sentido teológico, es evidente que tampoco el hombre (su imagen) es una realidad estática, descifrable sólo al nivel de comprensión de las formas. Es decir, la imagen no es una impronta formal, un esquema que debe ser asumido, sino que también ella es un organismo viviente, una persona creada en la participación en el mismo Amor que constituye la vida divina. Entonces, la imagen es una realidad personal en comunión con su Prototipo, lugar de manifestación del Prototipo, de su acción creadora y redentora. Por tanto, la imagen lleva en sí el dinamismo de una adhesión cada vez más plena con el Prototipo. Esto quiere decir que en la imagen la manifestación del Prototipo está la realización de la imagen misma. Si, por el contrario, el hombre, que por constitución remite a la imagen, hace referencia a modelos abstractos, que son un código de leyes, o que hacen referencia a unas divinidades amorfas, enigmáticas, fluidas, expuestas a poderes impersonales, quizá cósmicos, entonces oscilará siempre entre un servilismo legalista hacia estos modelos-conceptos que, antes o después, experimentará como camisas de fuerza, y un libertinismo subjetivista que tenderá a desencaprichar la propia pasionalidad, a desfogar las propias ganas de autoafirmarse. Y es que nosotros, los hombres, experimentamos la presunción y la soberbia cuando correspondemos al modelo, y una

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depresión total -una especie de condenación ante una ley universal impecable- cada vez que somos incapaces de vivirla. O inventamos unos compromisos que justifiquen nuestro estado o aceptamos que nuestra vida sea un campo de batalla de fuerzas impersonales entre el bien y el mal. Según sea el prototipo, así es la imagen: si nosotros solos nos crea­ mos un ideal, nos comprenderemos a nos­ otros mismos en referencia a él. Si el prototi­ po es, por tanto, una realidad abstracta, nos consideraremos a nosotros mismos en térmi­ nos abstractos. Si el prototipo se concibe como un ideal formal, trataremos de proyec­ tarnos a nosotros misrríos dentro de la óptica de este ideal. Tal mecanismo es un modo de aprisionarnos, de hacernos esclavos, incluso cuando decidimos vivir sin ningún referente, prescindiendo de todo ideal o valor, porque siempre, como imágenes, vivimos en relación con la realidad que hemos asumido como interlocutor existencial. Esta actitud de crearse puntos de refe­ rencia que fundamentalmente son expresión del propio egoísmo está influida también por el tentador. Los santos Padres no dudaban en hablar del ángel caído, es decir, del diablo, del enemigo de la naturaleza humana. En efecto, en nuestro contexto el argumento sobre la caída de los ángeles es iluminador. Los ánge­ les han sido creados como mensajeros entre Dios y los hombres, están constitutivamente orientados hacia su Creador, al que sirven para el bien de los hombres. En su non serviam, el ángel caído se rebela a Dios, ya no

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es su mensajero, ya no lleva la bendición al hombre, sino que, dado que de todos modos está hecho constitucionalmente para relacio­ narse, se ofrece al hombre como modelo de autorrealización, como epicentro de todo, libre de todo servicio, hinchado de egoísmo. Se hace modelo del liberarse de Dios, del no hacer referencia a Él, del no confluir en Dios, sino en sí mismos. En efecto, la tentación de cualquier otra referencia que no sea al Dios trino, al Dios viviente, es siempre una ilusión. Una ilusión de relacionarse, de ofrecerse, de sacrificarse que por norma, al final, siempre se revela como la mera afirmación de la oscu­ ra y devastadora fuerza de un egoísmo rebel­ de. Veamos ahora, paso a paso, cómo es posi­ ble, desde un punto de vista teológico, que la persona pueda examinar sus pensamientos, sus sentimientos, en su obrar cotidiano, en sus elecciones, prestando atención a un ejer­ cicio de la memoria como lo describe san Agustín. De este modo, se intuye inmediata­ mente que examinarse no es un acto aislado que realiza nuestra razón, prevalentemente ética, ante modelos de comportamiento, de razonamiento, de obra, que se nos han impuesto o que aprendemos de un modo teó­ rico. Se ve claro inmediatamente que el exa­ men es una oración, un acto que se da en el interior de una relación estrecha donde la experiencia del amor, de la redención, de la verdad de vida son el fundamento activo que profundizamos continuamente y llevamos a una toma de conciencia cada vez más plena.

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El examen de conciencia es un encuentro real con Dios en Jesús, que actúa de modo que nos podamos ver ante Él, con Él y con los demás. Así se intuye también que el examinarse, como diría Cankar "en el cuartito más escondido del corazón" tiene una dimensión social y eclesial.

EL OTRO, LOS OTROS, CONDICIONES PARA CONOCERSE

«...El amor es un conocimiento real del otro porque dicho conocimiento coincide con la fe absoluta en la realidad del amado, la cual, en su sentido más general, es la superación de uno mismo y la renuncia de sí mismo, realidad que ya está en el mismo phatos del amor. El símbolo de semejante compenetración se da en la afirmación absoluta con toda la voluntad y toda la comprensión del ser extraño, del "tú eres ". Pronunciando esta afirmación plena del ser extraño, plenitud en la cual y por medio de la cual todo el contenido de mi ser universal se ha despojado y agotado (exinanitio, kénosis), el extraño ha dejado de ser para mí un extraño, el "Tú" se ha convertido para mí en otra descripción de mi "yo" "Tú eres" no significa solamente "tú eres reconocido por mí como realmente existente" sino "tu ser es vivido por mí como el mío, y en tu ser me conozco realmente a mí mismo» [VJ. I. IVANOV, Dostoevskij, Sobr. Soc. I V (Bruselas 1979) 502].

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Ante todo, veamos que la experiencia, la memoria, la relación, el conocimiento son realidades ligadas todas constitucionalmente al hombre en cuanto persona creada. El hombre, como persona, puede ser conocido mediante las relaciones con los demás. Agustín mismo exclamaba: es, ergo sum. La persona se conoce no simplemente delante del espejo, sino que descubre su verdadero rostro frente a los rostros de los otros. Pavel Florenskij precisa que una cosa es el conocimiento de las cosas y otra el de las personas, y subraya que para el conocimiento de las personas es indispensable el principio agápico como principio cognoscitivo. Pero es igualmente cierto que, incluso para el conocimiento de los objetos, de las cosas, de la realia, es necesario un principio religioso que los conozca y que afirme su existencia como tales, independientemente de nosotros. Solamente gracias a este modo de relacionarse con las cosas, se nos abren las realiora, las partes más verdaderas de las cosas, las internas, que llevan escondidos los significados y el sentido de todo lo que existe. Los niños hablan con todo lo que encuentran, consiguen instaurar un diálogo con los árboles, con los animales, con la nieve, con el sol. En cierto sentido lo mismo hace el verdadero sabio evangélico, cuando llega a percibir lo creado como una realidad viva que conduce a ese conocimiento orgánico, sapiencial, que sirve a la vida del hombre y a la de todo el universo, un conocimiento que enriquece y confluye en el saber vivir bien, que hace que la vida adquiera cada vez más el carácter de lo bello.

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Solamente a un Moisés descalzo, con la frente en el suelo, en una actitud de conocimiento radical del misterio, de lo fascinante de la vida que lo atrae, que lo llama, se le abre en la zarza, un sujeto, alguien que habla, que llama, que dirige la palabra (cf. Ex 3,1-6). También las cosas, efectivamente, están marcadas por algo personal. Según este principio del conocimiento, las criaturas comunican algo personal del Creador. Las cosas dicen y transmiten algo del propietario, del donante. Pero justamente este principio de la unidad y, al mismo tiempo, de la distancia que se necesita para vivir la plenitud de la vida ha sido dañado, destruido por-el pecado. El pecado interviene en la relacionalidad, pervierte la relación, porque pervierte el amor. Es más, el pecado es posible sólo porque Dios es el Amor, y el amor es libre, e incluye también la posibilidad de la rebelión, de la negación, de la no acogida. El pecado es interrupción de la relación, es aislamiento, es encerramiento, es hacer de mi propio yo el epicentro del universo, de lo creado, es decir, de las cosas y de todas las relaciones. Así se rompe de un modo trágico el conjunto, la armonía, la percepción de la unidad, queda oscurecido el sentimiento de pertenencia, apagado el sentido de la comunidad, olvidada la fraternidad. El pecado conlleva el no ver ya al otro como persona real, libre en su objetividad, independientemente de mí. El pecado introduce la categoría del uso, el cálculo del interés, y el otro se convierte en objeto. Más aún, el hombre, como tal, se transforma en

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un objeto. Todo queda cosif¡cado, muerto. Se pierde el rostro, se olvidan los rasgos del rostro, las miradas, las manos. El pecado es olvido, y el olvido es el río que engulle a los muertos, que hace desaparecer, que se lleva todo definitivamente. Sin una relación de unidad, y al mismo tiempo de distancia respecto de lo que se quiere conocer, no se puede conocer de un modo recto. El pecado conduce, en efecto, a la ignorancia (agnosia), al no conocimiento e incluso a la imposibilidad de conocer.

S I N REDIMIR DEL PECADO LAS RELACIONES, NO SE PUEDE CONOCER

«El amor es la conexión y el vínculo con el que la totalidad de las cosas se estrecha en la unión de una amistad inefable y de una unidad indisoluble» (JUAN SCOTO ERIUGENA, De divisione naturae 1,74: PL 122.519B). Pero no podemos conocernos por nosotros mismos, porque para conocerse es necesario recuperar la capacidad de relacionarse de una manera libre, de poder mantener una relación no posesiva, ni de dominio, ni de uso, con nosotros, con el mundo, con los demás e, incluso, con el tiempo. La fuerza salvaje que compromete a la voluntad en el ansia exasperada de autoafirmarse impide a los hombres la razonable recuperación de una

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sana relacionalidad. Se puede razonar y, con una racionalidad ética, tratar de instaurar relaciones, pero la historia nos enseña que se trata de una ilusión condenada al fracaso. La recuperación de la relacionalidad no se da porque se decida vivir unas relaciones sanas. La relacionalidad significa precisamente que no está juego un único sujeto, un único punto de referencia. Las relaciones no sólo dependen de mí. Pero ni siquiera existen relaciones sólo entre dos, yo-tú, aunque en la historia haya habido algún utopista iluso que, encontrando un alma gemela, se haya podido crear un paraíso para dos. No obstante, también ésta es una amarga ilusión, destinada a un dramático epílogo. La relación es una red, un tejido que se despliega sobre lo que es el espacio y el tiempo, y que se hunde en los abismos del amor inagotable del Dios Triuno, las tres Personas verdaderamente libres y fieles en el amor. Y dicha relacionalidad, que abraza en un tejido orgánico a todo el género humano, puede ser curada, sanada, sólo por una Persona que, en el drama del pecado y de la muerte, en el sufrimiento de la historia de todo lo creado, puede vivir el amor total, universal y libre (cf. Col 1,15-20). Un amor vivido en relación con todo lo que existe, con todo el espacio y todo el tiempo, con toda la historia, que afecta a Adán y a toda su descendencia, con cada hombre individualmente y, al mismo tiempo y en el mismo acto, con todas las relaciones de la humanidad.

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LA REDENCIÓN EN CRISTO, ÁMBITO DEL VERDADERO CONOCIMIENTO

«Lo que hace hombre al hombre, el princi­ pio de la humanidad en el hombre, es su Divinahumanidad» [S. FRANK, // pensiero russo da Tolstoj a Losskij (Milán 1977) 265]. «El misterio de la encarnación del Verbo contiene en sí mismo el significado de todos los símbolos y los enigmas de la Escritura, así como el sentido escondido de toda la creación sensible e inteligible. Pero el que conoce el misterio de la Cruz y del Sepulcro, conoce también las razones esenciales de todas las cosas. El que, en fin, apunta más lejos y ve que es iniciado en el misterio de la resurrec­ ción, capta el fin para el que Dios ha creado todas las cosas desde el principio» (MÁXIMO EL CONFESOR, Cent, gnost. I, 66: PG 90, 1108AB). Esta sanación tan radical, que se presenta como una nueva creación, se realiza en Jesucristo (cf. 2Co 5,17). Cristo es la plena revelación del amor libre y absoluto de las Personas de la Santísima Trinidad en la histo­ ria. En Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, se comunica todo el amor de Dios a los hombres. Y Él, nuevo Adán, afirma y hace resplandecer ante Dios toda la verdad y la belleza del hombre redimido (cf. 1Co 15,4449). Con la encarnación, asumiendo la natura­ leza humana, Cristo instaura una relación absolutamente particular con cada hombre, y en Él toda persona humana puede encontrar

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ese acceso al otro, esa comunicación con el otro que Él ha instaurado. Cristo se convierte en una especie de puerta a través de la cual se puede entrar en comunión con todos los hom­ bres (cf. Col 1,17). Por medio de su amor y de sus relaciones, Cristo instaura una relación con nosotros los hombres absorbiendo y asu­ miendo en sí nuestra condición de no relacio­ nalidad, de violencia, de egoísmo, de pecado, es decir, de muerte. Sobre Él, verdadera vícti­ ma de todo el mal del mundo, se desencade­ nan toda la venganza y el rencor de la humani­ dad. Cargando con las culpas de todos, lleva la paz a todos y hace que descubramos que el muro de división ha sido destruido y que, de repente, se puede ver al otro como a un her­ mano (cf. Ef 2,14-18). Asumiendo el pecado de los hombres, Cristo muere, puesto que la muerte es el salario del pecado, su carne es penetrada por la muerte. Pero, dado que es el Hijo de Dios y que el Padre lo genera y lo ama eternamente, la relación eterna del Padre hacia su Hijo quema la muerte, destruye la noche con la luz inaccesible, y hace que el Hijo resucite de la muerte. De este modo, en Cristo, nace el verdadero hombre liberado del poder de la muerte, en el que el pecado ya no puede tener un poder definitivo. Más aún, el tentador es derrotado y se afirma la verdadera imagen de Dios como amor y la verdadera imagen del hombre, también éste, en cierto modo, amor de Dios. Cristo, Hijo de Dios, sal­ vador del mundo, verdadero Dios y verdadero hombre, muerto y resucitado, es la imagen que hace que el hombre pueda reconocerse porque le recuerda cómo es verdaderamente.

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Con la redención se nos rehabilita para vivir la propia verdad, que es la de ser perso­ nas creadas a imagen del Dios trino, del Dios de las relaciones libres, fieles, es decir, del Dios del Amor. Estas relaciones no son algo teórico, abstracto, sino concreto, personal e histórico. Cristo recrea al hombre nuevo abriéndole la posibilidad de amar, siendo Él mismo el amor a través del cual el hombre entra de nuevo en el mundo de las relaciones. Cristo es ese Amor del Padre que nos alcanza, ese mismo Amor mediante el cual somos capaces de amar y de salir de nosotros mis­ mos. Cristo es la objetividad de todo amor entre el hombre y Dios, y entre los mismos hombres. Nos encaminamos hacia Dios sobre ese puente, gracias a esa relación que Dios mismo ha instaurado con nosotros dándonos a su Hijo, que en su éxtasis nos ha alcanzado y se ha quedado con nosotros. Y por esto en Cristo se nos ha vuelto a dar una relacionalidad sana. Dicha relacionalidad constituye el principio y el ámbito del conocimiento de uno mismo y de los demás y, mucho más, de Dios. La redención es, por tanto, una realidad tan real, concreta y personal que se convierte en el comienzo objetivo y, al mismo tiempo, personal de una memoria inolvidable.

EL ESPÍRITU SANTO HACE AL HOMBRE PARTÍCIPE DEL AMOR TRINITARIO

«Estando el Espíritu en el Verbo, es evi­ dente que el Espíritu está en Dios por el Verbo.

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Así, en el Espíritu que viene a nosotros, ven­ drán también el Hijo y el Padre y morarán en nosotros. Porque la Trinidad es indivisible y su divinidad es una» (ATANASIO, A Serapión ep. III, 5-6). Con la creación, al hombre y su naturaleza se les hace partícipes de la vida y de la natu­ raleza divina. Ahora bien, la esencia de la vida y de la naturaleza divina es el Amor, como afir­ man reiteradamente los Padres. O, aún de un modo más explícito, la esencia de Dios son las relaciones de amor entre las tres personas tri­ nitarias que constituyen un único Dios tripersonal. En este sentido, el monoteísmo cristia­ no no puede ser puesto al mismo nivel que los otros monoteísmos. Es ésta una verdad que tiene consecuencias inmediatas en lo que res­ pecta a la concepción y la comprensión del hombre, y por tanto también de la historia, de la sociedad, de la Iglesia. Según la Revelación y la Tradición cristiana, el punto de partida para comprender la creación del hombre es que la naturaleza divina coincide con el Amor. El hombre ha sido creado a imagen de un Dios semejante, lo cual quiere decir que participa de la vida y la verdad de Dios. Es evidente que existe un foso ontológico (o un "abismo" como le gusta llamarlo a san Efrén) entre Dios y el hombre. Sin embargo, por la gracia de Dios, este foso viene llenado, de modo que es menos profundo del que existe entre el hom­ bre y el resto de lo creado. Sólo el hombre, en efecto, participa de la dimensión personal de Dios, es su imagen. Lo cual significa que, en

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su esencia, aunque en un nivel creatural, es lo que Dios es en su esencia a nivel increado, es decir, Amor. La persona creada es también persona precisamente por este núcleo relacio­ nal que la constituye imagen de Dios. Tal núcleo relacional la capacita para acoger la relación de Dios hacia ella (relación que es fun­ dante, vivificante, que hace existir, que la crea) y al mismo tiempo se hace generador de rela­ ciones hacia los demás, hacia el mundo y hacia la misma naturaleza humana que posee cada persona. La persona, en el sentido teológico de semejante término (en referencia a Dios, pero también al hombre en el ámbito de la antropo­ logía teológica), no puede ser reducida al mero sujeto. El hombre como persona está consti­ tuido, por decirlo de algún modo, por una dimensión agápica, espiritual, absolutamente personal, irrepetible, que está indisolublemen­ te unida a lo que se llama naturaleza humana, que es común a todos los hombres. La perso­ na se realiza en las relaciones que en el mismo acto incluyen la propia naturaleza, el mundo, los otros y Dios. La persona, relacio­ nándose ad extra con amor, se relaciona, pues, con su propia naturaleza. La persona se ama a sí misma amando a los demás, y vice­ versa. La relación con los demás incluye y pasa a través de la propia naturaleza. De este modo, el amor entre las personas es, sí, una relación intersubjetiva, pero incluye esa dimensión objetiva constituida por la naturale­ za. Por este motivo, se puede ver a la persona como una unidad relacional compleja, no sim-

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plemente intersubjetiva. La relación, entendida en este sentido, no puede ser, por lo tanto, reducida a la simple intersubjetividad, precisamente porque pertenece a la realidad de la persona, que también incluye en sí misma el principio de objetividad, representado por su naturaleza. Pero la relación entendida de este modo no puede ser reducida tampoco al simple mundo psicológico, desde el momento en que en su núcleo fundante hay una realidad teológica y por tanto, evidentemente, espiritual. La relacionalidad está fundada en el mundo trinitario. Todo intento de encerrar las relaciones solamente en un análisis socio-psicológico es, por tantoT un reduccionismo que engaña e impide la verdadera comprensión de las mismas relaciones y, por lo tanto, también del hombre y de la sociedad. Es más, semejante acercamiento a menudo lleva a una lectura de la relacionalidad que difícilmente puede abrirse al fundamento verdadero de las relaciones que es el mundo trinitario. Si consideramos al hombre como imagen de Dios, vemos que el artífice de la comunicación de la vida divina a la criatura, Aquél que hace participar a la persona creada en la naturaleza de Dios, es el Espíritu Santo. El Espíritu es el que desciende en primer lugar, el que vive en este sentido su kénosis. El Espíritu inhabita en la criatura haciéndola persona precisamente en este acto, porque injerta en ella el principio del ágape, constituido por la participación en Dios Padre. El Espíritu Santo produce en la nueva criatura, en su alma - q u e es exactamente la esfera personal del ser huma-

n o - su imagen, que es la imagen del Hijo. Sabemos que en la simbología cristiana "imagen" significa la presencia real y activa del Hijo. Y puesto que el Hijo es a su vez imagen del Padre (cf. Col 1,15), también el Padre se hace presente. El hombre, persona creada, recibe así, en su ser persona, un corte trinitario. Por tanto, el Espíritu Santo hace partícipe al hombre de la vida de Dios, lo une a la vida divina abriéndole al Amor que existe entre las tres Personas trinitarias. El Espíritu, de este modo, implica al hombre en el Amor trinitario. Podemos decir, por tanto, que la persona humana está creada a imagen de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y que su esencia es, al mismo tiempo, la relación del Dios trino que la crea, la vivifica, la salva, la santifica, junto a la acogida de su verdad, el vivir también ella la misma realidad de las relaciones y del amor.

EL ESPÍRITU SANTO NOS UNE AL NUEVO A D Á N , EN EL CUAL SE VUELVE A ENCONTRAR LO VIEJO TRANSFIGURADO

«Nacido de parto virginal, y herido en el costado, oh Creador mío, por ello convertido en Adán, has vuelto a plasmar a Eva: de modo sobrenatural, durmiéndote en un sueño fecundo de vida, en tu omnipotencia has vuelto a despertar la vida del sueño y de la carne... El templo inmaculado ha sido destruido, pero resucita consigo la tienda caída: en efecto, el segundo Adán, que mora en lo más alto del

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cielo, ha descendido al primero, hasta las habitaciones secretas del Hades» (Tropario de las odas del orthos bizantino del sábado santo). El Espíritu Santo es Aquél que ha encarnado al Verbo en la Virgen de Nazaret. Es el artífice de la encarnación y, por tanto, de la manifestación plena de Dios, que en el mismo acto es redención del hombre, manifestación de la gloria de Dios en el rostro de Cristo y redención del hombre contemplada en el mismo rostro. Gracias al Espíritu, el hombre puede reconocer a Cristo como Señor suyo e intuir la grandeza del amor oblativo y salvífico entre el Padre y el Hijo, de modo que puede descubrir que es amado por Dios en el Hijo de Dios, reconocido a la vez como salvador y hermano, desde el momento en que el Espíritu mismo nos hace hijos en el Hijo, pronunciando en todo hombre el verdadero nombre de Dios, que es "Padre'.' El Espíritu Santo, comunicándonos la redención de Cristo, la salvación llevada a cabo, la revelación de Dios como Padre, nos hace descubrir nuestra verdadera identidad, la de hijos (cf. Rm 8,14-17). El Espíritu Santo es el que nos lleva al Padre mediante la obra de Cristo: el Hijo de Dios, que asume la imagen del siervo para sufrir las humillaciones de los hombres que se han sentido y se sienten esclavos del pecado y de la pasión, nos hace volver a encontrar en él la filiación perdida. Y es el Espíritu quien nos hace contemplar en el rostro del Hijo de Dios, hecho siervo, la huella filial que el Consolador ha grabado en nosotros en el momento de la creación. El

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Espíritu Santo nos hace ver que en Cristo, nuevo Adán, se reencuentra toda la realidad de la creación primera. En efecto, el nuevo Adán recapitula y reintegra lo que era Adán y su descendencia. El Espíritu Santo da ojos para ver que en el nuevo Adán ha sido asumido todo lo que era fracaso, mentira, traición, pecado, la muerte del viejo Adán (cf. Flp 2,7). Todo lo que se ha vivido con la ausencia del amor ha sido asumido y quemado por el amor del Padre, de modo que puede resplandecer transfigurado, hecho filial revelado como la verdadera, y perfecta imagen de Dios Padre.

LA VIDA, ASUMIDA EN LA CARIDAD, PERMANECE

«El Verbo, tomando carne, se ha mezclado con el hombre y ha asumido en sí nuestra naturaleza, para que lo humano sea deificado sin confusión con Dios: la masa de nuestra naturaleza es santificada íntegramente por Cristo, primicia de la creación» ('GREGORIO DE NISA, Contra Apolinar, 2 : PG 4 5 , 1 1 2 8 ) . ¿Cómo puede ser acogida la redención? ¿Cómo participar en ella? Desde nuestro Punto de vista de criaturas, el Espíritu Santo es el Amor del Amor de Dios, como lo llama san Agustín, Aquél que derrama en nuestros corazones el amor de Dios Padre (cf. Rm 5,5). Él es el comunicador de la vida de Dios, es decir, del amor de Dios. Él es el Don supremo del Padre, pero para nosotros los hombres, es

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también Donador. Desde tiempos inmemoriales los cristianos han reconocido en el Espíritu Santo a la Persona divina que habita en el hombre con su acción. Y esta acción, desde el tiempo de los apóstoles, ha sido reconocida en primer lugar como comunicación del amor, de la caridad, como atestigua el caso de Esteban, "lleno del Espíritu Santo" (Hch 6,5) hasta dar la vida. El Espíritu Santo inhabita en el hombre con la santa caridad. Pero, ¿qué es la caridad? Es el ágape percibido y vivido en la historia y en la creación. Por ello es la única realidad que permanece, porque es la unidad de todo, incluso la unidad de los opuestos. La santa caridad permanece porque es tan divina que consigue integrar también la oposición, el rechazo, la rebelión y hasta la negación. La caridad se deja negar, pisotear, humillar, destruir-corno ha hecho Cristo, manifestación del amor del Padre- pero siempre resucita, permanece allí, humilde, mansa, sin interés hacia sí misma, sin voluntad de afirmarse, sin desear un espacio propio, ni formas propias de existencia... La caridad es la vida eterna. La caridad tiene de Dios tanto de personal que nada creatural puede destruirla. La caridad, comunicada por el Espíritu Santo, mantiene también en las sinuosidades más oscuras de la historia, una apertura incesante hacia los abismos del amor personal del Dios trino. La caridad vive como en dos registros: uno expuesto a la historia, al tiempo, al pecado, a la violencia; el otro, a la fidelidad de Dios en las tres Personas. Uno ligado a la carne, a la precariedad de la criatura; el otro a luz inaccesible, a la felicidad duradera, a la plenitud del encuen-

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tro tripersonal. Una parte, por lo tanto, se hunde en la tragedia del pecado, expuesta a la violencia de la mentalidad del pecado, y la otra en la fidelidad inmutable de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. El verdadero Dios y el verdadero hombre, Jesucristo, encarnado por el Espíritu Santo, es el cumplimiento pleno y total de esta polaridad de la caridad entre creado e increado. Y la pascua del Señor es el fundamento y culmen de todo lo que pasa entre la muerte y la vida eterna, entre el pecado y la luz inaccesible, entre la pérdida y el encuentro fiel, entre la tristeza y la felicidad. Por tanto, la caridad es también un tránsito, una pascua, un exodus del viejo al nuevo Adán. En la caridad se teje orgánicamente toda la trama de la historia. La caridad, precisamente porque dura para siempre, custodia todo lo que permanece verdaderamente. Y el modo en el que permanece es el de la pascua. Lo que no entra en la pascua, no es de la caridad y, por tanto, no permanece. Lo que permanece es lo que entra en el triduo pascual, que muere por amor, es sepultado y al tercer día el Espíritu Santo lo hace resucitar y nos lo revela en Cristo, nuestra pascua. El Espíritu Santo hace que todo confluya en Cristo, permanece siempre eternamente Aquél que encarna al Hijo, que lo hace histórico, eternamente presente, tal como ocurre en la santa liturgia. Pero el Espíritu Santo, junto al don de la caridad, nos da el don de la inteligencia y de la memoria. La caridad es la forma más alta de inteligencia y la luz del intelecto, porque consigue ver cada cosa en relación con el resto,

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con todo, ya que la caridad es el nexo de todo, el tejido de todo. Los autores espirituales hablaban de la caridad iluminada, de la caridad discreta, es decir, de la inteligencia de la caridad, la inteligencia que hace ver cada detalle en su verdad, en su relación con el resto, una inteligencia que conecta lo particular con el conjunto. Y, puesto que hace que permanezca eternamente todo lo que se deja penetrar por la caridad, la caridad coincide con la memoria. Por lo tanto, la memoria está estrechamente ligada al Espíritu Santo, el dador de la caridad. En el sentido creatural, antropológico, el principio de la memoria es el Espíritu Santo, con el don de la caridad. De-este modo, la memoria está ligada intrínsecamente a la inteligencia y a la vida, porque el Espíritu Santo es el Señor que da la vida, precisamente porque da la caridad personal de Dios Padre. El hombre posee, por tanto, una estructura cognoscitiva que tiene como fundamento la caridad, como principio vital propio al Espíritu Santo, y como ámbito de realización la experiencia de las personas en relación con Dios, con los otros, consigo mismo y con todo lo creado.

A L RECORDAR. DIOS HACE VIVIR Y SE HACE PRESENTE EN LA VIDA

«El buen ladrón ora en la cruz: "Acuérdate de mí, ¡oh Señor!, cuando llegues a tu reino" Pide que se le recuerde. Y Jesucristo, en respuesta, escuchando su deseo de ser recorda-

do, afirma: "En verdad te digo: Hoy estarás conmigo en el paraíso" (Le 23,42-43). En otras palabras, "ser recordados " por el Señor es lo mismo que "estar en el paraíso" y esto significa estar en la memoria eterna y, en consecuencia, tener existencia eterna y -por tantorecuerdo eterno en D/'os» [PAVEL A . FLORENSKIJ, La colonna e il fundamento della veritá tr. it. (Milán 1974) 246]. El Espíritu Santo, en su acción de mover con la caridad a todo hombre hacia Cristo para hacerle hijo en el Hijo, revela y recuerda continuamente a cada hombre lo que significa ser hijos. El Espíritu Santo es el que, comunicándonos la vida de Dios, la salvación de Cristo, concreta la imagen de nuestra identidad. El Espíritu Santo haciéndonos partícipes de la huella filial desde la creación, y luego haciendo propia en cada uno la redención llevada a cabo por Cristo, vivifica continuamente en nosotros esta realidad de la imagen, que se convierte, así, en un recuerdo espiritual de lo que es nuestra verdad. Mediante la caridad que se nos comunica, mediante la participación divina, el Espíritu hace que emerjan en nosotros esos recuerdos reales y eficaces que constituyen nuestra memoria espiritual. Él hace que el hombre se acuerde de aquello en lo que se está transformando, de lo que está llamado a ser. La memoria espiritual pone ante nuestros ojos interiores, como meta de nuestra transformación y de nuestra realización, lo que ya se ha realizado en la pascua de Cristo por cada uno de nosotros. Semejante memoria espiritual que se nos comunica tiene un

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carácter creatural, que se halla por tanto en el límite entre el mundo del espíritu y el mundo de la psique. Pero en el mundo de Dios la memoria personal de las tres Personas divinas es un acto único de pensamiento y de creación. En Dios, el recuerdo coincide con el amor que Él tiene por la realidad recordada. Por eso la memoria de Dios es su presencia, su relación fiel. En efecto, en la revelación bíblica la memoria de Dios se revela como una acción permanente, constante, de la fidelidad de Dios en relación con lo recordado. La memoria de Dios es una especie de alianza divina, es la indestructibilidad de su "estar con": es el Emmanuer; Dios-con lo recordado (cf. Sal

111,5).

TAMPOCO LA MEMORIA HUMANA QUIERE DEJAR ESCAPAR LA VIDA

«Debería decir al instante: '¡Quédate, Tú eres tan hermoso!'...» Fausto, I, 1 6 9 9 - 1 7 0 0 ) .

(J. W .

GOETHE,

También en el mundo psicológico - y por tanto en el creatural- la memoria tiende a tener esta capacidad de hacer presentes las cosas. También simplemente en el proceso del pensamiento, la memoria, mediante el recuerdo, presenta las imágenes y los conceptos. Pero es precisamente a nivel psíquico donde se advierte de un modo más explícito

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También bajo el aspecto moral una memo­ ria fosilizante, una racionalidad nostálgica, involucra a la voluntad de las personas de un modo equivocado, porque hace que prefije­ mos modelos a los que nos debemos de con­ formar para ser perfectos, con esa perfección perdida que se debe reconquistar. Es una forma esclerótica, por el simple hecho de que es artificial, es decir, está desenganchada de la vida y, efectivamente, acaba sin sabor, o sea, sin felicidad. Lleva al sacrificio, a la renuncia, a formarse, a educarse, pero sin llegar tampoco a saborear la vida, sin degustar el sentido del crecimiento. Más aún, puede suceder fácil­ mente que esta perfección esté desvinculada del amor, y por consiguiente, refleje la frag­ mentación de una unidad ilusoria jamás alcan­ zada. Es decir, que sea simplemente un deta­ lle que se afirma como totalidad. Este proceso desemboca en una especie de ideologización de la memoria y en una racionalidad que hace trabajar al conocimiento sobre recuerdos no vivos, sino ideales, pensados, construidos, y por tanto, en última instancia, sobre recuerdos que no son memoria.

LA MEMORIA SE TRANSFORMA EN ANAMNESIS DE LA VIDA QUE PERMANECE

«La nostalgia hace referencia a un pasado cuya ausencia se sufre. La anamnesis es un recuerdo gozoso que hace al pasado mucho más presente de lo que era cuando fue vivi-

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do» (T. Spidlík, Spiritualitá slava y religiositá ortodossa, en A A . W . Lezioni sulla Divinoumanitá (Roma 1995) 209]. Sólo una memoria que recuerda la pascua es una memoria viva, y que, por tanto, garan­ tiza una racionalidad sapiencial que lleva a saber vivir. Saber vivir para no morir para siem­ pre. Saber vivir desenmascarando las ilusio­ nes, las hadas morganas, los fantasmas. Una memoria que recuerda la pascua sabe que todas las cosas vuelven, pero no tal y como han sido vividas, sino más bien transformadas, transfiguradas en el prgceso de la redención, que es el proceso de la filiación universal en Cristo. No es ésta una memoria nostálgica, aunque haga regresar, porque hace que volva­ mos en Cristo al Padre, a la casa de aquél cuyas cosas se vuelven a encontrar, como le sucede al hijo pródigo (cf. Le 15,11-32). Para él, en efecto, las cosas que vuelve a encontrar en la casa ya no son iguales a las que ha malgas­ tado, sometiéndolas a su capricho, adminis­ trándolas a su voluntad. Todo ha cambiado, porque todo se convierte en una narración, en un relato, la revelación del amor del Padre. Ahora, por medio de las cosas, es el padre quien se presenta con solicitud al hijo, como amor que espera y que festeja el encuentro. La memoria espiritual, por tanto, presenta las cosas mediante la transfiguración que tiene lugar en la pascua, hace que las cosas vuelvan porque las recuerda en relación con la pascua, es decir, en relación con un Dios que también se comunica de modo pascual. Y la pascua es

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el impedimento de cualquier fosilización, de todo pensamiento esclerótico, nostálgico, formalista, posesivo. La tradición de la Iglesia llama anamnesis a la memoria que tiene como principio vital al Espíritu Santo y que asume los recuerdos en un tejido duradero de caridad. En efecto, en el plano creatural, la memoria presenta la culminación de su desembocadura creativa y vivificante en la liturgia, donde se transforma en anamnesis. Solamente la liturgia es el ámbito en el que la memoria humana, que por participación lleva en sí este deseo de crear, de no perder las cosas, llega a realizar esta profunda característica suya. En la liturgia, la memoria humana se une tan eficaz y realmente a la memoria de Dios que hace presente aquello que recuerda. En la liturgia se realiza esta obra del Espíritu Santo que es "hacer presente'.' En efecto, a la anamnesis la acompaña la epíclesis. Sin la invocación del Espíritu Santo nuestra memoria permanece impotente, y por tanto o se desangra en el olvido, muriendo junto a las cosas que desaparecen, o se esclerotiza nostálgicamente. En la liturgia, por el contrario, la memoria entra en la anamnesis y, con una sabiduría eclesial, es decir, con una racionalidad que piensa junto a los demás, y por tanto con una inteligencia de amor, dicha memoria logra reconocer la objetividad de Cristo celebrado como Señor y Salvador, que sin pausa continúa revelando al Padre en la historia y redimiéndonos de la esclavitud del pecado. La liturgia nutre con su sabiduría eclesial los

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recuerdos de nuestra memoria espiritual, esa memoria que se abre a la anamnesis, a la memoria eterna. En la liturgia la memoria nutre y es nutrida por toda la complejidad espiritual de la Iglesia, o sea, por la Palabra de Dios, por los símbolos, por los dogmas, por los conceptos, por las metáforas, por los significados y por las imágenes espirituales, por la caridad practicada... De este modo, la memoria de la salvación, la memoria de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, depositada en esta realidad de la Iglesia, vivi­ fica continuamente nuestra participación mediante Él en el amor del Padre. La memoria es la participación. Es la eficacia de la par­ ticipación en el don de Dios. Por este motivo es una realidad transformante, tanto de nuestra mentalidad (debido a los recuerdos reales que corrigen continuamente nuestro recuerdo, de manera que podamos recono­ cer cada vez de un modo más concreto lo que es de Cristo y lo que no le pertenece, lo que es nuestra identidad de hijos en el Hijo, y lo que nos distancia de ello), como de nuestro estilo de vida, y de nuestro obrar moral, porque constantemente nos nutre del recuerdo de la pascua como única vía de rea­ lización para el hombre. Una realización que no se da de un modo abstracto y aislado, sino dentro de una relación con el Cristo pas­ cual que se nos ha comunicado por el Espíritu Santo.

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LA UNIDAD, GARANTÍA DE VIDA

«Cuanto más unifiques tu corazón para buscarle a Él, más obligado estará Él por su compasión y bondad a venir a ti y a descansar en ti... Y cuando vea tu celo en buscarle, entonces se manifestará y se te aparecerá, te otorgará su ayuda y te dará la victoria librándo­ te de tus enemigos. Cuando, sobre todo, haya visto cómo le buscas y cómo pones siempre en Él todas tus esperanzas, entonces te ins­ truirá, te dará el don de la verdadera oración, de la verdadera caridad, que es Él mismo, y lo será todo para ti: paraíso, árbol de vida, perla, corona, arquitecto, agricultor, pasible e impasi­ ble, hombre y Dios, vino, agua viva, oveja, esposo, guerrero, armadura, Cristo que es todo en todos» [PSEUDO-MACARIO, Homilía 31,3-4 en Spirito e fuoco (Magnano 1959) 324325].

Examinarse a sí mismo significa verse en relación con el Prototipo. Es un ejercicio que sirve para tomar más conciencia de sí cada vez en relación a lo que se está llamado a ser, y por tanto a verse cada vez más de un modo íntegro. Pero para esto es necesario aclarar lo que significa "verse íntegramente" cuál es la integridad que se aprecia mirándose a sí mismo. Es necesario, en efecto, precisar que la integridad de la persona no significa simple­ mente una perfección según un ideal proyec­ tado. Lo que nos hace íntegros es la relación hacia nuestro Creador y Redentor, es más, el

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sentirnos abrazados por la mirada de amor del Redentor que unifica a toda nuestra persona, nuestra historia y nuestro devenir. Sin un trasfondo de integridad comprendido de esta manera, en efecto, no se puede hacer el examen de conciencia, porque no se sabe en referencia a qué nos examinamos. Ignorantes de esto, corremos el riesgo de desviarnos de nuevo hacia esquemas, abstracciones y moralismos despersonalizadores. Tratemos, entonces, de destapar el significado de la unidad espiritual como integración personal. El principio de la vida está en unirse. La tendencia a aislarse es la fuente de la muerte. Todas las cosas que se separan, que se cierran, que tratan de autoafirmarse, acaban muriendo. También en lo creado el principio de la vida se caracteriza por la unificación, por el relacionarse. La vida discurre mediante las relaciones, la muerte triunfa cuando las trunca. El pecado ha ilusionado al hombre prometiéndole que, si se preocupa de sí mismo y si se administra según su voluntad, vivirá, se afirmará. Pero este engaño del tentador se ha convertido en el cementerio de la humanidad. El hombre herido por el pecado, ensangrentado por las relaciones truncadas a causa de la soledad impuesta por la propia voluntad, trata de salvarse haciendo de sí mismo el epicentro de la relacionalidad. Pero se trata (ésta) de una relacionalidad posesiva, que trata de asegurarse amontonando muchas relaciones cosificadas, junto a muchas cosas y objetos útiles y agradables acumulados para garantizarse la

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vida. Esta relacionalidad posesiva, ya que no es capaz de vivir relaciones verdaderas con el mundo, se crea castillos especulativos, sistemas ideológicos, para sentirse potente, viva, inatacable, invulnerable. Pero, a nivel psicológico, curiosamente todo esto lleva a la satisfacción. En efecto, se consigue estar satisfecho, pero una cosa muy distinta es ser feliz. Y el que se siente satisfecho, antes o después, prueba el aburrimiento que le provocan los objetos de su satisfacción. La satisfacción propuesta por la mentalidad de pecado es, en efecto, una insatisfacción camuflada. Más aún, una amargura, una derrota. Solov'év retoma el concepto filosófico de la infinidad mala, esta ansia insatisfecha de la persona herida porque no vive en el éxtasis hacia los otros, sino como epicentro egoísta. Es una sed incolmable como para ser apagada, un deseo de afirmarse que no puede ser aplacado. Ya no se conoce el límite, porque todo lo que al comienzo da placer, satisfacción, con el tiempo lleva al aburrimiento o incluso a la amargura. El hombre se pierde en todas las cosas que ha acumulado para salvarse. Amontona las cosas, como el hijo pródigo, para administrarlas según su propia voluntad, para gozarlas y, al final, paradójicamente, estas mismas cosas que le debían dar satisfacción, lo hacen esclavo. Se ve así triturado en sus múltiples deseos cada vez más inquietos, agitados, insaciables. Este es el demonio que se llama legión, porque es una multitud (cf. Me 5,9), porque es la disgregación, porque engaña haciendo creer que cada pequeño detalle, si viene satisfecho,

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puede absorber la multitud y aplacar el deseo de ser. Es una verdadera ilusión demoníaca. El hombre es presa de los cismas, de las sepa­ raciones, de la fragmentación, de la imposibili­ dad de comprenderse como totalidad. Y se mira a sí mismo ante un espejo quebrado con un dolor, con un sufrimiento que es ya un morir. La felicidad se encierra en la unidad porque la unidad es la garantía de la vida. Sólo en una unión que no excluye a ninguno está garanti­ zada la vida. En cuanto a una parte se la exclu­ ye, es decir, se la empuja a la soledad, donde incuba rencor y agresividad, antes o después se convierte en una amenaza para todos, y por tanto también para uno mismo. La verdadera garantía de la vida es la comunión de todos, sin exclusión de ninguno. Una comunión que cuenta con todos, que interpela a todos y que, al mismo tiempo, no opone violencia, no obli­ ga a la mutilación para estar juntos, sino que afirmando a todos consigue afirmar a cada uno. Solamente ésta es una vida asegurada, una vida que prospera y que la persona expe­ rimenta como felicidad. Nosotros descubri­ mos este criterio sobre todo en nuestro inte­ rior, aún antes que a nivel social: vivimos nues­ tra identidad, nuestra verdad, encontramos la serenidad y la paz sólo si vivimos la unidad de nosotros mismos, si tenemos una mirada sobre nosotros con la que somos capaces de vernos íntegramente.

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VERSE CON LOS OJOS DEL ESPÍRITU SANTO, INTEGRADOS EN CRISTO

«¿Cuál es el verdadero camino que la Escritura llama "la vía estrecha que conduce a la vida" (Mt 7,14) "el camino de la paz" (Le 1,19), "el camino de la salvación" (Hch 1 6 , 1 7 ) ,

"el camino del Señor" (Hch 19,9), "el camino de la verdad" ( 2 P 2 , 2 ) y "el camino derecho" (2P2.15;?

Es la pureza-castidad (celomudrie). El mismo término ruso celo-mudrie (owcppooúvn o oaocppoúvn,) en su composición etimológica se refiere a la integridad, a la salud, a la incolumidad, a la unidad, y en general al estado normal de la vida interior, a la indivisión y a la fuerza de la persona, a la frescura de las energías espirituales, a la armonía espiritual del hombre interior. La celo-mudrie es casi lo mismo que la integridad del pensamiento, la integridad de la razón, la integridad del intelecto, la salud de la razón y del intelecto. Precisamente éste es el significado del término según los santos Padres y los antiguos filósofos. La celo-mudrie es sencillez, es decir, unidad orgánica y, si se quiere, la integridad de la persona» [PAVEL A . FLORENSKIJ, La colonna e ¡I fondamento della veritá, tr. ¡t. (Milano 1974) 231].

Verse íntegramente significa ver los nexos entre nuestras distintas dimensiones (la razón, el intelecto, la intuición, la voluntad, el sentimiento, los sentidos, el cuerpo, las

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pasiones, los instintos...), pero también quiere decir ver nuestros mismos nexos desplegados en el tiempo, ver nuestra continuidad orgánica a lo largo de los años, así como ver en los años las conexiones de nuestra identidad, de la realidad de nuestra persona, mediante la globalídad de los episodios, de los eventos, de las historias vividas. También los nexos culturales se tejen en mi identidad, incluso la geografía, el color de la piel, mi estructura genética, es decir, los vínculos con mis padres, con mis antepasados, así como las conexiones entre sueños y realidad, deseos y proyectos, éxitos y fracasos. Verse de un modo íntegro significa tener presente toda la gama de las relaciones, de los encuentros, y nuestro nexo con las cosas que nos rodean, los objetos, el trabajo... Percibimos de una manera inmediata, instintiva, que el misterio del gozo y de la felicidad se esconde en la unidad. Por eso, a menudo queremos vencer la disgregación, la desintegración, con unos esfuerzos voluntaristas con los que tratamos de reunificar nuestra vida a partir de criterios o categorías ideales, abstractas, o formuladas por otros como modelos a nivel social, imágenes que se deben recuperar en nosotros, formas a las que configurarse. Pero, como hemos visto, nada constituye un principio unificador salvo la realidad del amor trinitario. Solamente el amor de Dios es ese tejido unitario que mantiene, favorece y realiza la realidad de la persona. Se trata de entrar en la óptica del amor, de pensarse, comprenderse y progresar con una inteligen-

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cia de amor. Entonces se crece íntegramente. Pero aquí se esconde a menudo una trampa: el hombre no puede amarse por sí mismo, no consigue darse amor él solo. Se trata, enton­ ces, de descubrir que somos amados. El amor es una sorpresa, de otro modo no es amor. El amor no se puede forzar. No podemos obligar a los demás a que nos amen. El amor, ya lo hemos visto, es un don del Espíritu Santo. Es la plenificación del amor en nosotros, de la recapitulación de todo el hombre en el amor, es la redención llevada a cabo en Cristo, y que se nos ha comunicado en el Espíritu. Por eso, para verse en la verdad, es necesario mirarse con los ojos del Espíritu Santo, que es la mira­ da de Cristo Salvador, es la misericordia de Dios. Para verse en la realidad y en la verdad, hay que pedírselo al Espíritu Santo. Y Él nos llevará a Cristo, que es el único que puede decirnos cómo nos ve, porque nos mira de tal modo que no duda en dar la propia vida para recuperarnos a la vida.

LA SABIDURÍA, ÁMBITO DE LA COMUNICACIÓN CON DLOS

«A pesar de que la Sabiduría unigénita y original de Dios todo lo creó y edificó... para que lo creado no sólo existiera, sino que exis­ tiera dignamente, Dios se complació en que su Sabiduría descendiera a las criaturas, de modo que sobre todas las criaturas en general y en cada una en particular se grabara un cier-

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to sello y una semejanza a la imagen de ella (la Sabiduría), y que lo que se le había dado al ser se revelara como cosa sabia y digna de Dios. Como en nosotros y en todas las cosas existe este sello de la Sabiduría creada, la verdadera y creadora Sabiduría, asumiendo lo que conviene al propio sello, dice de sí misma: "JHWH me creó en sus obras" El mismo Señor llama suyo, en cierto sentido, lo que sería la Sabiduría que existe en nosotros, y aunque Él en cuanto Creador no haya sido creado, sin embargo, su imagen está creada en las cosas, Él habla del sello como si se tratase de sí mismo. El mismo Señor ha dicho: "El que os acoge, me'acoge a mí" (Mt 10,40); por lo tanto, como en nosotros está su sello, aunque Él no sea contado entre las cosas creadas, sino estando creadas las cosas a su imagen y semejanza, dice como si Él mismo fuera esta imagen: "El Señor me creó al comienzo de su poder, antes de que creara sus obras, desde entonces"Como he dicho, el sello de la Sabiduría se ha grabado en las cosas para que el mundo reconozca en la sabiduría de su Creador al Verbo, y mediante el Verbo, al Padre... en el mundo no existe la Sabiduría creadora, sino la sabiduría creada en las cosas, gracias a la cual "los cielos narran la gloria de Dios y el firmamento declara la obra de sus manos"(Sal 18,2). Si los hombres acogen en sí también esta sabiduría, reconocerán la verdadera sabiduría de Dios, reconocerán que efectivamente han sido creados a imagen de Dios» (ATANASIO, // Oración contra los arrianos

78: PG 26,78).

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Ahora bien, este paso entre lo divino y lo humano, entre lo creado y lo increado, entre lo absoluto y lo frágil, esta mirada unitaria y agápica, que es la de nuestro Creador y Salvador, se conserva y se nos comunica en la Sabiduría de Dios. En la Sabiduría divina, Dios conserva vivas, y como realmente existentes, todas las imágenes e ideas del conjunto de lo que Él crea con amor y lo que redime en su Hijo. De este modo, la Sabiduría divina es el ámbito, que Dios nos dona mediante el Espíritu Santo, en el que las personas creadas pueden comu­ nicarse con Dios. La Sabiduría es esa inteli­ gencia agápica comunicada a lo creado para alimentar nuestra memoria con la memoria de Dios, que es real y eficaz. Por eso, en la Sabiduría divina confluyen por un lado el amor del Padre, la realidad divinohumana de Cristo y la comunicabilidad obrada por el Espíritu Santo y, por otro, la accesibilidad de este ámbito para el hombre y la acogida que hace de él, que cul­ mina en la Virgen de Nazaret, Madre de Dios. Es un punto de encuentro, donde el hombre puede contemplarse a sí mismo con los ojos de Dios y puede recordarse como lo recuerda el Espíritu, es decir, como Cristo lo ha redimi­ do y lo que le está diciendo.

LA MIRADA DEL ESPÍRITU SANTO SE CAPTA EN LA SABIDURÍA

«El Espíritu Santo es la caridad que nos atrae» [GUILLERMO DE SAINT THIERRY, El Espejo

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de la fe, XX, en SC 301 (París 1982) 137 y 139]. La Sabiduría divina es esa realidad inteligible y viva que permite que el hombre desarrolle un modo de pensar y una inteligencia que trabaje con criterios y con categorías vitales. En efecto, un razonamiento, un pensamiento desarrollado a partir de la Sabiduría opera con conceptos y nociones impregnadas de vida. Por eso no se crea simplemente un sistema de pensamiento, y se evita así el riesgo de la ideología. Pensar a partir de los presupuestos de la Sabiduría divina crea un organismo de conceptos, de nociones, de ideas, que configuran un organismo vivo. La Sabiduría divina es un don, es una caridad de Dios hacia los hombres, es un gesto de la pedagogía del Señor lleno de ternura hacia nosotros para protegernos de las abstracciones, pero que nos ofrece la posibilidad de pensar en el misterio del hombre, en el misterio de la vida, en el misterio de la historia, en el misterio de Dios mismo de un modo sabio, es decir, unido siempre a la vida, esa vida que permanece, que no muere. Es un modo de pensar que impide el desarrollo de teorías abstractas sobre el hombre, sobre su inteligencia, sobre su alma, sobre su psique, sobre la historia, sobre el cosmos, y también sobre Dios. Las teorías, en efecto, se desarrollan a menudo a partir de los conceptos, de las ideas, de las tesis desconectadas de la vida, o que al menos no tienen en cuenta a la vida en su totalidad, sobre todo la vida personal que contiene el misterio de la libre relacionalidad. Las

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teorías parten frecuentemente de una volun­ tad de dominio que trata de apropiarse de los misterios. Por lo tanto, son fácilmente el fruto de una racionalidad pasional, sensual, posesi­ va, víctima de la ilusión, de la tentación de la serpiente de Gn 3. Acaban por delimitar la vida, por aprisionarla, por aislarla, hasta hacer­ se más importantes que la vida misma, sobre todo que la vida de las personas. Por eso viven en un combate continuo con el amor de los hombres, con su libertad y con los aconteci­ mientos de la historia. Y como producen férre­ as metodologías, al aplicarlas mecánicamente, llegan a esclavizar al hombre para que no surja nada que contradiga su planteamiento. El pen­ samiento pasional, es decir, el pensamiento que establece la unión de la razón y la pasión, consiente una cultura posesiva, con tendencia al dominio. A menudo, tal actitud se camufla bajo perspectivas abstractas, para que parezca que las nociones abstractas no pueden ser pasionales ni ser tratadas de modo pasional, como para garantizar un alejamiento en el razonamiento, para demostrar que se evita la posesividad. Pero, de hecho, todos los siste­ mas de pensamiento que parten de presu­ puestos abstractos, teóricos, evidentemente se convierten antes o después en una técnica que llega incluso a determinar ese vuelco por el que la misma tecnología se convierte en un sistema de pensamiento. En un mundo tecnocrático, de difusión masiva de nuevas tecnolo­ gías, se puede llegar a dominar al hombre para que corresponda a la visión que la tecnología facilita, hasta intervenir en él de un modo tan radical que hace al hombre "nuevo',' actuando

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sobre la naturaleza humana. No hay duda de que este es nuestro futuro. Y parece que sea poco fructífero oponerse con unas teorías "humanísticas" éticas, morales, o simplemen­ te interviniendo desde un plano jurídico. Con el actual planteamiento del mundo, guiado por los intereses económicos y financieros, que con gran maestría incide en la pasionalidad del hombre, en sus deseos de autoafirmación y de búsqueda del placer, es imposible oponer con eficacia un sistema de pensamiento basa­ do únicamente en una alternativa de valores ético-morales. Quizás sería más eficaz des­ arrollar una manera de pensar que parta de una base sapiencial, para razonar orgánica­ mente, haciendo surgir una inteligencia que, si desarrolla nociones y conceptos, lo hace a par­ tir de la vida y en un contexto de relaciones, en un ámbito comunitario, caracterizado por un estilo de vida preciso. Hay que promover una cultura del pensamiento, de la reflexión y de la creación que no esté desconectada del amor. Quizá sólo así pueda tener éxito la opo­ sición a este enorme desarrollo patológico de la racionalización tecnocrática que ahora supo­ ne un riesgo para el hombre, emergiendo en medio de ella con un pensamiento y un estilo de vida unitario, que por ello mismo es her­ moso, gozoso, y que por lo tanto puede atraer, fascinar. Sin un principio de la belleza entendi­ da como unidad espiritual, como un mundo, un pensamiento, una realidad penetrada por el amor - y por tanto por una vida de comuniónno se puede salvar el futuro del hombre. LA SABIDURÍA MORA EN LA BELLEZA

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«La vida espiritual, en cuanto que procede del Yo y tiene su centro en el Yo, es la verdad; percibida como acción inmediata del otro, es el bien; contemplada objetivamente por el tercero como irradiación externa es la belleza. La verdad manifestada es el amor. El amor realizado es belleza» [PAVEL FLORENSKIJ, La colonna e il fondamento della venta, tr. ¡t. (Milano 1974) 177]. La Sabiduría divina es el tejido de la belleza donde la verdad se revela como amor y el amor no es un imperativo ético, un sueño idealista o romántico, sino una realidad realizada sobre un rostro preciso que es el de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Es en la Sabiduría divina donde el hombre puede contemplar y acceder a los rasgos de la verdad percibidos como una belleza que atrae, que fascina, precisamente porque en ella se abre un tejido infinito de relaciones y correspondencias. En la Sabiduría divina, en esta fascinante belleza que se acerca a nosotros, que nos atrae y se nos revela, podemos contemplar la unidad de todo en Cristo, y contemplar en Él nuestra propia unidad. En la Pascua, Cristo recapitula todo lo del viejo Adán y lo revela como luz y belleza, es decir, en la totalidad constituida por el nuevo Adán. En la pascua, todas las noches, las carencias, las ausencias, los vacíos, todo lo que se ha vivido sobre la base de un principio de autoafirmación - e s decir, en la mentira, en la ilusión y en la m u e r t e - viene revisado, iluminado, limpia-

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do, revestido, asumido por Cristo, Dios hombre. Todo lo que sangraba brilla ahora como la nieve al sol, todo lo que era escarlata transluce ahora con una blancura que ningún lavandera puede reproducir. En el sacrificio pascual se realiza la belleza en el verdadero sentido del término, es decir, en el amor que Cristo realiza con su pascua se lleva a cabo la unidad del mundo consigo mismo y con Dios. La Sabiduría que lleva a la vida en la belleza es la Sabiduría del triduo pascual. ¿Dónde encontramos esta Sabiduría? La Sabiduría divina es ese ámbito personal de la compañía de Dios que está con Dios desde el principio de la creación'del mundo (cf. Sab 9,9; Pr 3,19). Cuando Dios crea el universo, la Sabiduría estaba ya con Él y Él creaba con ella (cf. Pr 8,27). Es un aspecto fascinante, dialógico, personal de Dios. Por un lado es un aspecto gozoso, de alegría, de fiesta. Y por otro lado es un aspecto agápico, de amor, de exhuberancia de Dios, de su voluntad de donar. Tiene la característica del gozo divino que invita, que organiza banquetes, donde se da el encuentro (cf. Pr 8,30-31; 9,2). Es la cercanía de Dios, una especie de habitación de Dios, de su morada tan condicionada por quien la habita que todo recuerda a esa Persona cada detalle tiene una conexión directa con el ilustre Morador. Es una compañía de Dios inteligible, capaz de presentar y de presentarse en las formas del arquitecto privilegiado (cf. Pr 8,30), es el artista que encuentra su sentido en la creación atractiva, que implica a todos los sentidos y la inteligencia de la criatura. La

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Sabiduría divina, por tanto, es una realidad en dos registros: por un lado pertenece a Dios y, como dice la Escritura, forma parte del mundo increado (cf. Pr 8,23); por otro, dado que es la expresión de la exhuberancia del amor de Dios, Dios hace que reciba una forma y una dimensión creatural (cf. Pr 8,24). Hace compañía al Dios que crea e impregna todo lo que Dios crea. En este sentido, la Sabiduría divina se convierte en el mundo creatural en el acceso al mundo de Dios, a su pensamiento, a su proyecto de creación. Puede decirse entonces que la Sabiduría custodia en sí el "original" de la creación, la memoria de cómo ha salido de las manos del Creador el mundo creado. La Sabiduría increada -ámbito de la comunicación entre las Personas divinas, ámbito del Amor de las Personas trinitarias- precisamente por su verdad tiene como característica fundamental la comunicación Y, en efecto, la Sabiduría se comunica a lo creado y, en el registro de la creaturalidad, reviste lo creado con el encanto del amor, de la comunicabilidad y, por tanto, de la belleza.

LA SABIDURÍA INHABITA EN LA IGLESIA

«La salvación está en la consustancialidad con la Iglesia, pero el acceso a la unidad superior supramundana de las criaturas unidas por la fuerza de la gracia del Espíritu sólo es posible para el humilde que se ha purificado mediante la ascesis. Humildad, castidad y sen-

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cillez como fuerzas transfísicas y transmorales que en el Espíritu Santo hacen a toda la criatura consustancial a la Iglesia. Estas fuerzas son la revelación de otro mundo en el mundo de aquí abajo, del mundo espiritual y superior en el mundo espacio-temporal e inferior, son ángeles custodios de la criatura que descienden del cielo y ascienden desde lo creado al cielo, como se le reveló al patriarca Jacob y, si queremos seguir con la comparación, la "escala" es la santísima Madre de Dios» [PAVEL A. FLORENSKIJ, La colonna e il fundamento della veritá, tr. it. (Milano 1974) 405]. «En el curso ñor nial de las cosas, se recibe la fe de otro; no nos podemos bautizar por nosotros mismos. De este modo, las personas normalmente dependen unas de otras en la realización de su destino sobrenatural. Están llamadas a comulgar el mismo bien de la vida divina, recibiendo su principio de otro: hecho en el que se nos permite ver un reflejo de la misma vida divina, que es don de una Persona a otra» [Y.-M. CONGAR, La Tradition et les traditions, II (París 1963)19]. Con la encarnación, con la muerte y la resurrección de Cristo, con Pentecostés, la Sabiduría abre el mundo trinitario divino al hombre. Esta apertura, que antes sólo era accesible como intuición, ahora se hace para nosotros una posibilidad de vida y la Iglesia se convierte en el lugar privilegiado de la Sabiduría. Del mismo modo que el Antiguo Testamento, por el poder del Espíritu Santo,

confluye de modo sapiencial en la Virgen de Nazaret, Madre de Dios, así ahora el mismo Espíritu, generando la Iglesia, pone en marcha la Sabiduría que se concentra en ella. La Iglesia se convierte en el ámbito en el que se conjugan los dos registros de la Sabiduría, creando este tejido inteligible, vital y hermoso que caracteriza la morada de Dios, las relaciones entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Es en la Iglesia donde se nos abren los significados y los sentidos primordiales de la vida, de la muerte, del nacimiento, del sufrimiento, del gozo... Es en la Iglesia donde la Sabiduría divina envuelve de encanto la presencia real de las dos manos del Padre -las dos Personas divinas que constituyen la Iglesia-, el Hijo y el Espíritu Santo. En la Iglesia, la Sabiduría divina adquiere una concreción que impide todo tipo de malentendido en la comprensión de los misterios de un modo enigmático, fácil, acategorial. La Sabiduría divina es cristocéntrica: se traduce y se manifiesta en la Escritura en los grandes símbolos de los dogmas, de la fe; reviste las oraciones, los cantos, la liturgia mediante los espacios y los tiempos, a partir de los apóstoles, a lo largo de los siglos. La Sabiduría se hace accesible en los santos que están vivos y glorificados en Cristo, y que viven en la comunión de la Iglesia, atravesando los confines del tiempo. La Sabiduría se comunica en la enseñanza que los pastores abren como riqueza del almacén eclesial para la salvación del mundo en la apropiación que de ello hace el pueblo de Dios. Y toda la fascinación y la

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belleza del cosmos, de la tierra, de los cam­ pos, de los olivos confluye y se comunica en los misterios de los sacramentos celebrados por la Iglesia.

EXAMINARSE EN EL CORAZÓN CON LA SABIDURÍA

«Si el corazón está en el centro de la per­ sona humana, entonces el hombre entra en relación con todo lo que existe a través del corazón» [TEÓFANES EL RECLUSO, Nacertanie christianskago nravoucenija (Tvloscú 1895) 306]. El órgano con el que se llega a la Sabiduría, a la visión unitaria, a este organismo viviente, es el corazón. El corazón entendido como totalidad de la persona, como órgano que mantiene el sentido de toda la persona, y por tanto como órgano del amor, que posee fuer­ zas centrípetas capaces de atraer y unir, y fuerzas centrífugas, es decir, la capacidad de relacionarse, del éxtasis, del don. El corazón es el amor. El corazón es el organismo capaz de captar todos los nexos que constituyen a la persona en la totalidad de sus dimensiones, y, al mismo tiempo, es el amor el que custodia los nexos de esta persona con los demás - e s decir, su eclesialidad-, sobre todo con el Dios trino. Es necesario mirarse con el corazón para verse en el conjunto, en todo lo que se es. Esta es otra forma de decir que el fundamen­ to que constituye al hombre es el amor de

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Dios. El amor es inteligibilidad, precisamente porque es comunicación y comunión. Por lo tanto, sólo el amor es auténtica inteligencia, en él se enraizan todas las capacidades cog­ noscitivas del hombre, y de él surgen y se desarrollan estas mismas capacidades cog­ noscitivas: el razonamiento, el intelecto, la intuición, la voluntad, el sentimiento, los senti­ dos... están adheridos al amor, están enraiza­ dos en él y son vivificados por él. De este modo, cada una de las capacidades cognosci­ tivas actúa en sintonía con las demás, porque en el amor descubre los nexos orgánicos que lo unen todo. Sólo entonces el hombre crece integralmente en su conocimiento, un conoci­ miento que implica a toda la persona y que por tanto sirve para su vida, a la vida eterna. Si el corazón es el sentido de la totalidad, el principio agápico, por lo tanto, está vivo. Entonces puede acceder a la Sabiduría, preci­ samente porque es ella la que comunica al mismo tiempo el conocimiento y la vida. El corazón impide el desarrollo unilateral de cual­ quier dimensión del hombre. Es el órgano que se hace oír siempre que exageramos en una dimensión aislada, cualquiera que sea, incluso cuando es "espiritual'.' El corazón sufre cada vez que la persona fuerza una parte de sí, por­ que él es el que garantiza la unidad. Por tanto, es el corazón el que garantiza también que la inteligencia no se separe de la vida, del amor. La "inteligencia del corazón" -según una expresión típica de los autores espirituales- es una inteligencia que actúa con la luz del amor y que siempre cose una unidad entre el cono-

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cimiento y la vida espiritual, esa vida que favo­ rece la salvación del hombre. Por esto, el cora­ zón y la Sabiduría son dos realidades que están estrechamente ligadas y que actúan en perfecta reciprocidad. En la Sabiduría se guar­ dan los recuerdos de lo que es el hombre visto por el Creador y Salvador, y el corazón es el órgano capaz de comprender y contemplar esta imagen, de pensar en estos recuerdos, de fijarlos. En la Sabiduría divina se esconde la memoria que comunica a la inteligencia del corazón esos recuerdos espirituales que se convierten en los criterios de reconocimiento de lo que verdaderamente favorece la vida para que el Espíritu Santo pueda realizar en nosotros la filiación en el Hijo de Dios. Sólo en la mirada unitaria de la que es capaz el corazón podemos acoger las imágenes de la memoria, los recuerdos de lo que somos según la voca­ ción divina. A este sentido de la unidad del organismo vivo, del amor, a este sentido del corazón y de la sabiduría que ayuda, custodia y realiza la verdadera vida de los hombres, se le puede dar el nombre de "consciencia" esa voz vigilante que se hace oír cada vez que vivi­ mos algo que se refiere a estas realidades. Este sentido del amor como la realidad más personal y, al mismo tiempo, más universal, es la unidad interior, que se expresa a través de la unidad de la consciencia, del "yo" perso­ nal. Intentemos sintetizar: sólo el amor es ver­ daderamente comunicable e inteligible, y sólo el amor del Dios trino es la vida eterna, donde las relaciones no se rompen, sino que perma-

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necen. El Espíritu Santo, en el momento de la creación, nos comunica este amor, que nos inunda como santa caridad, como luz. En este amor se esconde el misterio de nuestra uni­ dad personal y de nuestra felicidad. El pecado destruye a la persona, pervirtiendo el amor en un egoísmo exasperado, pero la redención de Cristo vuelve a curar, vuelve a crear un hom­ bre nuevo y el Espíritu Santo nos hace partíci­ pes de esta salvación haciéndonos vivir como hijos en el Hijo. En su amor hacia los hom­ bres, Dios nos abre sus misterios gracias a su Sabiduría, que nos puede comunicar el cono­ cimiento y la vida al mismo tiempo. En la Iglesia se guarda la santa memoria, la Sabiduría del hombre redimido que vive en Cristo. El hombre crece contemplando con el corazón, órgano de la unidad, su verdadera imagen custodiada por la Sabiduría divina en la Iglesia y que nos comunica mediante el Espíritu Santo que nos hace el don de este amor. Con la inteligencia del corazón pode­ mos sonsacar a la memoria para tener los cri­ terios y así discernir lo que ayuda y lo que obstaculiza el ser verdaderamente hijos en el Hijo y vivir como redimidos en el camino de la historia. Entonces, cuando la persona hace examen de conciencia, realiza un acto de oración en el que, invocando al Espíritu Santo, activando la inteligencia del corazón, la mirada de conjunto, contempla su propia vivencia -los gestos, los actos, los pensamientos, los sentimientos, el deseo, sus relaciones- teniendo como trasfondo la memoria y los recuerdos precisos de

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cómo Cristo lo ve en su amor pascual. Entonces sucede que - c o m o al principio nos decía san Agustín en el fragmento reproducid o - la persona discierne pensando: no, no es esto, ni esto, pero esto sí, esto coincide, encaja, forma parte de mí. Con el examen, la persona descubre también vacíos, carencias, es decir, la vida vivida en ausencia de Dios. Ve los pecados. En la oración del examen tiene entonces la posibilidad de volver a visitar estos momentos dolorosos de oscuridad y de volverlos a encontrar en el amor salvífico de Cristo. La memoria de la pascua del Señor, de su loco amor por nosotros, mueve el corazón a la súplica, al arrepentimiento, a la invocación de la salvación, a la invocación del nombre del Señor. Y así, la persona puede volver a encontrar redimido lo que, humildemente, en el arrepentimiento, ofrece a Cristo como no redimido. Y cuando las cosas son graves y tienen un cierto peso en nuestra adhesión a Cristo y en lo que estamos llamados a ser por Él, precisamente en el examen se siente la necesidad de la Iglesia como lugar del perdón sacramental. Todo lo que se ha dicho nos abre a una ulterior visión del bautismo. En el bautismo, inmersos en la vida de Cristo por el Espíritu Santo, se cumple una identificación radical de nosotros con Cristo, de modo tal que nuestra vida se encuentra en la suya y Cristo nos ve ya redimidos. Y si el viejo Adán todavía destruye y cura las heridas de la carne de resurrección de su cuerpo corruptible, es porque el dato empírico, fenoménico, todavía no corresponde con la realidad verdadera. Así se abre el cami-

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no de la divinización, una "ascética del amor" donde nos divinizamos en la medida en que, sumergiéndonos en la memoria del bautismo, nos configuramos cada vez más con nuestra identidad custodiada por la Sabiduría de Dios.

II La vida espiritual y el examen de conciencia

Tras haber detallado el fundamento y el principio teológico del examen de conciencia, ahora podemos ver concretamente cómo comprender y situar este ejercicio espiritual dentro de la vida espiritual.

EL EXAMEN DE CONCIENCIA EN LA ORACIÓN

Está claro, por todo lo que hemos dicho, que la primera característica del examen de conciencia es la de ser oración. El examen de conciencia es escuchar el corazón, tal como lo hemos definido más arriba. Pero es imposible escuchar el corazón sin que éste nos recuerde al Espíritu Santo, al Señor que da la vida.

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Esto ya es admitir la primacía del Señor, reconocer nuestro principio vital en Él, empezar a razonar con una lógica de amor, es decir, de adoración del Señor. El examen de conciencia no es en absoluto una operación que se consuma simplemente en el interior del yo, donde se pone en juego la propia racionalización y la propia conciencia de sí ante uno mismo. El examen de conciencia es un diálogo puramente religioso donde se hace explícita la fe del creyente, su relación con Dios, su primacía, donde nuestro silencio es escucha, una escucha con una característica de culto, en cuanto que se da en la posición justa del hombre ante su Señor. El examen de conciencia es una oración, y por tanto un diálogo, una conversación en la que se verifica una comunicación tan real que hace que empecemos a mirarnos con los ojos del Señor, y así se acrecienta nuestra memoria espiritual de nosotros mismos. El examen de conciencia continuamente repuebla nuestra sabiduría espiritual de recuerdos que son imágenes concretas de nosotros mismos recogidas en la memoria de la Sabiduría de Dios en Cristo. Y, como el Cristo sapiencial vive en la Iglesia, aunque el examen de conciencia pueda parecer una cosa intimista, alcanza siempre a la Iglesia, a su sabiduría y a su santidad. En efecto, el examen de conciencia se hace por amor, esa santa caridad que nos empuja a ser cada vez más eclesiales, es decir, más trinitarios, de manera que la humanidad sea más plenamente imagen de Dios. Toda ascesis cristiana halla su sentido en la eclesialidad y su fundamento en la Trinidad. No existe un

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camino de perfeccionamiento de uno mismo si este perfeccionamiento no significa una inserción cada vez mayor en el organismo universal de la Iglesia, de la comunidad. Es la dimensión eclesial, relacional, el ámbito de la dinámica que lleva a la perfección. Precisamente porque su órgano es el corazón (nos movemos, pues, en la categoría de la caridad, de la libre adhesión, de la convivencia, del saber relacionarse), en la conversación con el Señor se llega espontáneamente a admitir los pecados, las ausencias, las ilusiones. El corazón, en efecto, nos sostiene en la relación, y la relación confluye siempre en el rostro. Y solamente ante ef rostro se puede percibir el pecado en su justa dimensión: un pecado que provoca entonces el arrepentimiento, el llanto, la petición del perdón, la renovación del compromiso, del voto, de la alianza. Ante una lista de leyes y de preceptos, ante modelos y formas de perfección, el hombre no se siente invitado al arrepentimiento, a la conversión, a la conmoción del amor porque es absuelto. Nos movemos entonces en un nivel muy distinto que, evidentemente, no encaja con el planteamiento teológico explicado más arriba. Hay aquí una conversación de gratitud, de agradecimiento, que a menudo nos impulsa a decir palabras hermosas y dulces al mismo Señor, a hablar bien de Él a Él mismo. Se acaba, pues, como se había empezado, pero siempre con un reconocimiento mayor de Dios, dándole la precedencia, la prioridad, todo el peso, el honor, la gloria que merece.

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EL EXAMEN DE CONCIENCIA, CONTEMPLACIÓN Y CONOCIMIENTO

El examen de conciencia empieza con la invocación del Espíritu Santo y con un silencio religioso, para entrar en el corazón, para captar el sentido del conjunto. Es decir, la petición de entrar en sintonía con la voz del corazón, y precisamente en este inicio es donde se adquiere una actitud contemplativa. En este sentido se puede hablar de una contemplación a dos niveles. Uno es el diálogo personal con el Señor, en el Espíritu Santo, contemplando la memoria sapiencial en la que Dios explica ante nuestros ojos su amor hacia nosotros y cómo Él nos ve. Es una actitud contemplativa en el pleno sentido de la palabra, donde también se escucha a la Iglesia en su sabiduría, donde se experimenta la comunión con el Señor, con sus mensajeros, con los santos ángeles, con los santos y las santas de las generaciones pasadas. Es una contemplación en la que se vuelve a adquirir el pleno sentido religioso, espiritual, donde el espíritu comparte con el intelecto y los sentimientos ese sabor espiritual, ese gusto del amor que penetra los sentidos de un modo espiritual. El otro nivel de la contemplación es lo vivido durante el día, o una parte del día, contemplando en la memoria -la inmediata- los encuentros, el modo de relacionarse con las cosas, las ideas, los sentimientos, y sobre todo con el Señor. Se contempla lo vivido con

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el sabor y la mirada del primer nivel de contemplación espiritual apenas descrito, ése con el que se entra en la mirada con la que Dios nos ve. Efectivamente, se entra antes en la contemplación espiritual del amor de Dios para adquirir la mirada con la cual observar la realidad de la jornada. Cuando he captado el sabor del amor de Dios, de su salvación, entonces miro el día poniendo atención en la salvación, y es natural que encuentre en el examen lo que tenía el mismo sabor durante el día. Al comienzo se recoge la mirada del Señor y con ella se examina la jornada. Siempre se hace así, y nunca al contrario. Hacer lo contrario, contemplar la jornada y yer lo que hay de Dios en ella, es muy problemático. Éste es un modo lleno de trampas, de engaños, de ilusiones, de racionalizaciones, porque podemos ser envueltos por una sutil egolatría, por el amor a la voluntad propia, a los vicios propios. Por el contrario, a partir de la contemplación de la mirada de Dios hacia nosotros, es decir, con la inteligencia del corazón, estando atentos a la relación de Dios con nosotros, se empieza siempre desde lo concreto, una concreción auténticamente espiritual, porque está penetrada totalmente por Dios, por su amor, por su Espíritu. Captando la relación del Dios trino hacia nosotros, se capta incluso la concreción dramática que ha significado esta relación porque ha comportado nuestra creación y nuestra redención. Entonces encontramos la concreción en la que se oculta nuestra verdadera imagen, la vocación a la que estamos llamados: ser admitidos en el misterio de la pascua. Ser alcanzados por Cristo en su Pascua. Así, aco-

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gemos el don de la sabiduría pascual, que con­ tiene la memoria del amor de Dios, y con ella nos contemplamos a nosotros mismos en nuestra cotidianidad. Como hemos visto en la primera parte, quien conoce el misterio de la cruz, de la muerte y la resurrección de Cristo, conoce el misterio de la unidad de todo, conoce el signi­ ficado de la historia y de todo lo que existe, porque solamente la pascua es la verdadera clave de lectura de la vida. Por este motivo, la dimensión contemplativa del examen de con­ ciencia es la puerta correcta que nos introdu­ ce en el verdadero y justo conocimiento de nosotros mismos, de los demás, de lo que nos sucede y de lo que sucede en el mundo. Un examen de conciencia así nos lleva a des­ cubrir los significados y el sentido de lo vivido. Por este motivo, parte de la escucha a Dios, que nos habla mediante las personas, los encuentros, los acontecimientos, la historia. Una buena parte del examen de conciencia tiene un carácter sapiencial, significa saber descifrar lo que está sucediendo, saber leer los tiempos, los signos, los acontecimientos. Esto, concretamente, significa repasar la jor­ nada mirándola con la mirada de la verdadera contemplación, tal y como ya lo hemos des­ crito, es decir, teniendo como trasfondo la pascua de Cristo, en la que también tiene lugar mi salvación personal, no sólo la salva­ ción en sentido general. Y allí, sobre un princi­ pio de connaturalidad con la pascua, la memo­ ria espiritual reconoce o rechaza como propias las realidades que se vuelven a visitar.

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REVIVIFICAR LO VIVIDO

Cuando, sobre este trasfondo de la pascua, descubro que hay acciones, actitudes, pensamientos que no han sido vividos con el Señor, que no tenían un carácter pascual, sino que se han vivido en la distracción, en la agitación, o incluso en la autoafirmación, en la posesividad, en el egoísmo, ¿qué tengo que hacer? Hemos visto en la primera parte que hay un paso, una continuidad, entre la memoria humana y la eterna anamnesis de Dios, entre el simple recuerdo y el recuerdo eficaz del Señor que hace presentes las cosas recordadas. Sucede que vivimos algunos momentos o actitudes, quehaceres, sin tener una relación consciente con el Señor, sin haber acogido ni cuidado su presencia, sin entregarnos al amor, momentos en los que más bien nos quedamos solos, siguiendo nuestros criterios a menudo no purificados, nuestras motivaciones no limpias, con una egolatría que lo penetra todo... Sabemos que lo vivido está destinado a morir, a entrar en el olvido, a desaparecer. Incluso puede tratarse de algo alabado por todos, pero de lo que al final no quedará ni huella, ya que no se ha realizado ni vivido en el amor, en la presencia del Espíritu que da la vida, dado que sólo el amor permanece (cf. 1Co 13,8). Pero Dios lo mira todo con amor y sigue a toda persona creada a su imagen con una infinita filantropía, con una alianza absolutamente fiel. Y en su Kénosis pascual, en su

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Hijo, lo alcanza y lo recoge todo. Entonces, en este sentido, también existe una memoria de todo lo que hemos vivido. En el examen de conciencia, en esta particular oración, podemos pedir entrar en esta memoria para recuperar lo que hemos vivido, si en ese momento lo repasamos por él y lo abrimos al Señor, narrándoselo, contándoselo, señalándoselo, ofreciéndoselo a Él. En el examen de conciencia se nos da la posibilidad de ofrecer todo lo que no ha sido ofrecido. Podemos entender esto mucho mejor si recordamos el episodio de la resurrección de Lázaro. Cristo ama a Lázaro y por ello se encamina hacia Betania para visitarlo. Pero cuando llega, Lázaro está muerto, y Marta, la hermana de Lázaro, le dice a J e s ú s : " ¡Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto! Pero ahora sé que cualquier cosa que le pidas a Dios, Él te lo concederá'.'Y Jesús le responde: "Tu hermano resucitará... Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; el que vive y cree en mí no morirá para siempre" (Jn 11,21-23.25). Esto significa que la presencia de Cristo es la vida, que todo lo que es vivido en relación con Él, vive. Pero si sucede que se vive en la ausencia del Señor, tenemos la posibilidad de que nos ocurra como a Lázaro: aunque estuviera muerto, la relación con el Señor le ha resucitado. Aunque las cosas estén muertas, como dice el Señor, vivirán si están con Él, si las acoge, si se le confían a Él. Entonces, en el examen de conciencia, descubriendo las cosas muertas, las ausencias en el amor, se

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las abrimos al Señor conscientemente, se las contamos a Él, porque Él en la pascua nos ha alcanzado, como ha alcanzado a Lázaro en la tumba. En Jn 11, Cristo hace salir a Lázaro de la tumba, pero el capítulo acaba con la decisión de los sumos sacerdotes y de los fariseos de matar a Cristo, y en el capítulo siguiente Él se encamina hacia Jerusalén, donde morirá. Lázaro sale de la tumba porque Cristo entra en ella. No hay oscuridad, muerte ni noche tan profunda, ni pecados tan horribles desde donde el Señor no haya ya penetrado y donde espera a que volvamos a pasar para abrir esta realidad a Él. Y en esta apertura a Él, en este encuentro, Él nos comunica su mirada y el modo como Él ve esta realidad. He aquí que nuestra memoria se enriquece con los recuerdos de la salvación. Tenemos ciertos recuerdos de los episodios vividos que, cuando descubrimos que Cristo se acuerda de ellos, nuestros recuerdos no cuentan, son descartados Su memoria no es fosilizante, sino transformadora. El amor transfigura. Esto conduce a la auténtica emoción religiosa, sin la cual, en efecto, la fe se hace estéril, seca, queda reducida a la mera exterioridad. Y el corazón, con la sabiduría eclesial, conoce mejor que cualquier otro juez, como diría Cankar, qué es el pecado por el que hay que ponerse de rodillas en el sacramento de la reconciliación. Solamente la misericordia de Dios nos mueve a una conversión justa. El cambio duradero en el tiempo es el que hacemos empujados y atraídos por el amor de Dios. Nos que-

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damos estupefactos cuando, aunque seamos pecadores, aunque seamos culpables de una cosa determinada, nos descubrimos amados por Dios, tanto que Cristo ha subido a la cruz para redimirnos. La sorpresa de descubrirse amados es la decisión más fuerte y radical para renunciar al mal y para abrazar una vida virtuosa. Descubrirse amados, conmueve, lleva al arrepentimiento, a reconocer el pecado, a confesarlo y a pedir perdón. Y el amor con el que el Señor me alcanza es la fuerza con la que me defenderé del pecado en el futuro. La voluntad de mejorar, de no volver a pecar, la decisión de renunciar al pecado, será eficaz de un modo sano si se basa en el amor en el que me sorprendo, a veces, incluso llorando. Descubrir el propio pecado ante el rostro del Señor o incluso tener la gracia de ver cómo Él lo asume, conduce al arrepentimiento, y el arrepentimiento nos hace estrechar con más fuerza al Señor y a la Iglesia, es decir, a la comunidad. El arrepentimiento nos hace volver a casa. Descubrir la propia incapacidad ante una ley - n o ante el rostro del Autor de la ley- hace más pesada la culpa, conduce al aislamiento, a la huida. En efecto, el sentido de culpa hace daño, corroe. De este modo, se puede también comprender otro elemento al que contribuye esta particular oración: el examen de conciencia nos ayuda a comprender las situaciones favorables para la vida espiritual y las que, por el contrario, la obstaculizan, las que se convierten en ocasiones de pecado, de tentación. Así, nos permite que las evitemos y que ponga-

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mos en acción una estrategia espiritual verdadera y precisa.

EL DISCERNIMIENTO

El examen de conciencia, entendido de este modo, forma parte del arte de la custodia del corazón, el arte de cuidar la salvación. Y puesto que es, sobre todo, un ejercicio de espiritualización de la memoria en un ámbito sapiencial, es decir, en el corazón, en el que participa todo el hombre, es una familiarización con el Señor, con su pascua, una memorización del sabor y del gusto de su amor experimentado en la salvación. Entonces está claro que un examen de conciencia en su sentido verdadero, espiritual, sólo es posible gracias a ese momento fundante, a ese acontecimiento con el que comienza la parábola cristiana, es decir, la experiencia del perdón, del renacer, de la salvación. Éste es el motivo por el que siempre nos observamos y examinamos en clave de la salvación vivida. Sobre este trasfondo, el examen de conciencia también es un primer ámbito de discernimiento. En el examen se presta atención a los nuevos pensamientos que se nos ocurren, sobre todo aquellos que vuelven más a menudo, los más insistentes, así como a los estados de ánimo, a los sentimientos más explícitos, más fuertes, más repetitivos, a las personas que se encuentran, mediante las cuales nos llegan ciertas inspiraciones. El examen de conciencia

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es el ámbito de oración en el que observo y examino estas cosas. Es conveniente individualizar algún pensamiento, sentimiento o inspiración, y llevarlo consigo durante unos días, regresando a él durante cada examen de conciencia. Y, como en cada examen de conciencia se trata de verse con el Espíritu Santo, con el amor de Dios, con los recuerdos reales de la pascua de nuestra salvación, puede ocurrir que estos pensamientos se encuentren incómodos en este contexto. En efecto, puede suceder que desaparezcan. Lo cual significa que no eran espirituales. Pero también puede pasar que algunos permanezcan. Están allí, humildes, cada vez más luminosos, más familiares. Entonces hay que tomarlos más en serio, ponerlos realmente a prueba, aislarlos y, poco a poco, hacerlos objeto de una oración de discernimiento, como se describe en El discernimiento (PPC, Madrid 2002) 82-94. Pero una antesala del discernimiento se da en un ejercicio previo de la memoria, como en la descripción de san Agustín con la que hemos comenzado. Cuanto más nos familiarizamos con el Señor, con su pascua, más se consolida el sabor de su amor, la memoria se repuebla cada vez más de imágenes concretas de cómo Cristo nos ve y sugiere a la inteligencia del corazón qué cosas aceptar, cuáles dejar, cuáles no vigilar, de cuáles huir, cuáles observar... Para las personas que tienen una vida espiritual ordenada, el examen de conciencia ofrece importantes estímulos para el coloquio espiritual con el padre o madre espiritual.

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A menudo, en los coloquios espirituales, las personas se ocupan de su pasado, y tropiezan con las nublosas vías de la psique, buscando explicaciones y motivos para tantos fenómenos, en lugar de ocuparse de su devenir que implica todo lo que es la persona. A primera vista puede parecer que el examen de conciencia sea una oración en la que nos ocupamos exclusivamente del pasado. Pero, como se trata de examinar los pensamientos y los sentimientos, los proyectos, las inspiraciones, las intuiciones, en realidad es una oración con la que se construye el devenir de la persona. En este sentido, el examen de conciencia está más cerca- de una medicina preventiva que de un fármaco que cura el pasado. Precisamente en la base de este ejercicio, se recoge el contenido que llevamos a los coloquios espirituales para ser ayudados en el discernimiento, dado que cuando lo hacemos solos no se advierte el peligro del engaño y de la ilusión. En efecto, existe un estrecho vínculo entre el examen de conciencia, el coloquio espiritual, y la confesión. Sin tener cuidado y sin ser iniciados en una sana praxis del examen de conciencia, los coloquios espirituales degeneran fácilmente en una pura consulta psicológica, en un cuidado de la psique desde el punto de vista de la psicología. Se puede hablar de la fe y de realidades religiosas, pero estando encerrados en la psicología. No es fácil llegar a un coloquio que tenga como objeto al espíritu, el entenderse con Dios, la adhesión a Él. Tanto es así que, a menudo, también los consejos que se reciben son reconducibles a un ejercicio psíquico, unas veces subrayando

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el campo intelectual, otras veces el de la voluntad, pero, de todos modos, hacen referencia a una especie de "higiene de la vida interior" que aún no puede ser identificada con la vida en el Espíritu Santo. Precisamente por este motivo, muchos coloquios asumen a menudo un carácter terapéutico. Pueden ser de gran utilidad e importancia, pero todavía no son coloquios espirituales. Y, a causa de un examen de conciencia no practicado o no bien hecho, también la confesión se convierte a menudo en un problema: o la persona no sabe de qué confesarse, o no sabe por qué tiene que confesarse con un sacerdote, o bien, si la confesión está demasiado cargada de un peso pedagógico, didáctico - e s decir, se dirige hacia una mejora de la vida- abandona la confesión tras haberla frecuentado sin haber experimentado ninguna mejora. Un examen de conciencia reducido a la preparación de la confesión hace que individualicemos también algunos pecados, pero no nos lleva a esa relación auténtica y personal con Dios, Señor y Salvador. Por tanto, se lleva a cabo frecuentemente sin un verdadero arrepentimiento, limitándose a ser una mera lista de imperfecciones, confesadas para sentirnos más tranquilos, o para aligerar el peso psicológico de la insatisfacción, de todas formas, no con la actitud penitente que nos conduce a pedir perdón por nuestra relación con Dios para la santificación de nuestra vida. El examen de conciencia que se abre a la paternidad espiritual es una escuela privilegiada para el discernimiento, para la adquisición

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de un estado de oración, que es el verdadero ámbito del discernimiento. Así, crece también en la Iglesia la atención hacia lo nuevo, hacia el Pentecostés perenne. El examen de conciencia es un ejercicio que, a pequeña escala, contribuye a ese gran arte del discernimiento que es ciertamente el ámbito más apropiado para oír la voz del Espíritu que hoy sigue creando, que sugiere novedades para el hoy, que es la fecundidad de hoy. "Novedades" no significa simplemente encontrar formas y fórmulas nuevas, o hacer cosas nuevas. El examen de conciencia se mueve en un ámbito sapiencial y, por tanto, lo nuevo atañe sobre todo a la sabiduría, a la vida y, de-este modo, a la expresión del contenido. Lo "nuevo" se encuentra sobre todo en vernos a nosotros mismos, lo que nos ocurre o lo que ocurre en la historia bajo una nueva luz. Cualquier cosa, si no es contemplada bajo la luz correcta, puede parecer falsa, equivocada, extraña. La luz correcta nos hace aceptar y amar realidades que quizás poco antes, vistas de un modo viejo, rechazábamos. Y la luz correcta es precisamente la del Espíritu Santo, que mediante este ejercicio nos disponemos a acoger.

EL CRECIMIENTO EN LA VIRTUD

El examen de conciencia provoca un crecimiento continuo en la virtud, porque, siendo un ejercicio espiritual-sapiencial, hace que actuemos de modo orgánico, sin saltos, dis-

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continuidades o en compartimentos estancos. Mediante el examen de conciencia, consolidamos una visión de nosotros mismos bastante precisa, que nos comunica el amor de Dios a través del Espíritu Santo en Cristo, en el que hemos sido creados y salvados. Este tejido de la sabiduría se nos comunica de una forma cada vez más constante, de manera que la persona adquiere realmente una connaturalidad con la visión de Dios sobre sí misma. A lo largo de cada jornada esta memoria sugiere a la inteligencia del corazón que reconozca lo que es del espíritu, lo que nos pertenece, lo que sirve para la vida, ésa que permanece y que nos hace cristiformes. De este modo, adquirimos cotidianamente unas experiencias que se añaden de un modo orgánico a nuestra identidad según un punto de vista espiritual. Así crece nuestra sabiduría, nuestro amor hacia Dios y hacia todo, y se consolidan esas actitudes constantes de la cristificación que propiamente se les da el nombre de virtudes. La primera virtud que se consolida en el hombre con el examen de conciencia es la virtud por excelencia, la caridad. Hemos visto en la parte teológica cómo la caridad, en la dimensión creatural, también puede no ser inmediatamente una realidad del todo espiritual. Puede estar mezclada todavía con nuestra propia pasionalidad y con la egolatría y, por tanto, puede esconder una mentira. Lo primero que hace el examen de conciencia, es ordenar la caridad, y la ordena sobre los mandamientos de Dios, sobre todo sobre el primero, amar a Dios y al prójimo como a uno mismo. Este

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mandamiento se ha cumplido en Cristo. Es la centralidad del Cristo pascual alrededor del cual se estructura todo el examen de conciencia que ordena nuestra caridad mediante el arte del discernimiento. La caridad en nosotros necesita, en primer lugar, que sea discreta, es decir, guiada con discernimiento. De lo contrario, también el amor puede convertirse en un ídolo destructivo y desviante. Aunque esto suene paradójico, muchos padres advertían de este posible y grave engaño. La otra virtud importante sobre la que el examen de conciencia nos hace crecer de un modo orgánico es la constancia, la perseverancia. Sabemos que sin constancia ninguna virtud lo es verdaderamente. Y como el examen de conciencia es un ejercicio repetido varias veces al día, cada día, a lo largo de los años, se convierte en una de esas citas espirituales que forman esta actitud de fondo del corazón humano representado por la constancia. Hay también una virtud sin la cual ninguna virtud lo es realmente, es decir, la humildad. Dado que el examen de conciencia tiene constantemente algunas características de la oración, como la de preguntar, pedir, dar gracias, alabar y glorificar, confirma y hace que crezca en nosotros la verdadera actitud de fe, que es reconocer el centro de todo fuera de nuestro yo, es decir, en el Señor, el Primero, Aquél del que todo proviene y al que todo quisiera confluir. "Las almas que dan gracias al Señor hacen maravillas'.' Es decir, quien constantemente da gracias al Señor profundiza su posición correcta ante Él y ante sí mismo. Cada

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vez que se da gracias a Dios, se le reconoce como Señor y Salvador propio, y esta actitud produce en nosotros que nos situemos del mismo modo ante los demás.

LA TOMA DE CONCIENCIA DE LA VIDA DE DIOS

El examen de conciencia, precisamente porque es un ejercicio de la memoria espiritual, es el ejercicio de una toma de conciencia cada vez más fuerte de nuestra relación con el Señor, de la amplitud y de la integración que provoca en nosotros. El examen de conciencia nos ayuda a darnos cuenta de cómo mana en nosotros la vida de Dios y su amor. Gracias a la familiaridad con el Señor, favorecida por el ejercicio del examen, conseguimos adquirir esa conciencia de cómo el Señor se manifiesta en nosotros y de cómo nosotros vivimos con Él, que es lo que hace verdaderamente madurar la fe. El examen favorece una conciencia de la relación con Dios y de cómo nosotros nos movemos en esta relación. Esta conciencia de la mirada de Dios en nosotros es la madurez de la fe, es saber vivir en la presencia del Señor. Algunos santos se ayudaban mediante gestos concretos para despertar la conciencia de la presencia de Dios, para vivir ante Él y en Él. Al mismo tiempo, el examen de conciencia favorece una conciencia exacta de lo que somos, de todo el camino que hemos hecho y de lo que todavía nos falta por hacer. Es conciencia de nuestra pobreza y miseria, de modo que no se alce con soberbia

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nuestra mirada hacia los demás desde el momento en que profundizamos en nosotros la conciencia de que, lo que somos, lo somos por gracia de Dios. El que se examina de modo correcto está siempre preparado para afirmar que todo es don de Dios, que lo que somos lo somos gracias a Él, que todo es salvación, y nosotros añadimos sólo nuestra sinergia, nuestra pobre colaboración con el Señor. Por tanto, se trata de mantener viva en nosotros la conciencia de personas redimidas, de personas que, por esto, ya no tienen ningún temor desde el momento en el que, a pesar de su pobreza y de su pecado, son tan preciosas a los ojos de Dios que Él se ha entregado a sus manos. Esta es la conciencia que el examen acrecienta. A veces se puede aprovechar también el examen para tomar conciencia de un modo mayor de algunas dimensiones de la fe, de nuestro comportamiento, de nuestra actuación. Se puede examinar durante algunas semanas algún punto específico o particular donde nuestra conciencia de ser de Cristo no se ha consolidado todavía o no ha sido adquirida. A menudo, esta es la dimensión que nos puede ayudar también para prepararnos para la confesión, porque la verdadera toma de conciencia del amor de Dios se da, ciertamente, en el perdón. Y nos preparamos, precisamente, contemplando el amor loco de Dios por nosotros y además esa realidad que todavía se obstina en nosotros y se resiste al amor, de modo que, evidenciando el pecado o la resistencia, se suscite también el arrepentimiento necesario para que se dé una reconciliación sacramental.

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EL EXAMEN PARTICULAR

Cuando se observa un río, se ve que, en su lecho, existen algunas piedrecitas lisas, puli­ das, y que, por esto, se puede oír cómo trans­ curre el agua. Pero existen otras mantas de musgo y de lodo y que, por tanto, con esto se obstaculiza el fluir del agua que resbala enci­ ma de ellos. Es necesario entonces limpiarlas, de modo que, libres del fango, puedan oír el fluir del agua. Lo mismo ocurre en el examen de conciencia. En esta cada vez mayor toma de conciencia de la relación vivificante con Dios, se descubre que existen algunas zonas en nosotros que se resisten más, donde el hombre viejo se hace oír más fácilmente y todavía se afirma. O bien se es consciente de que nuestra memoria espiritual no puede reconocer ciertas actitudes que asumimos como pertenecientes a nuestra identidad de redimidos. Sin embargo, tales actitudes nos llaman a aceptar la salvación también allí, a aceptarlas en Cristo, a verlas en Él, a ofrecer­ las de modo que puedan servir para el amor y ser desposeídas de nuestra egolatría. A menu­ do se trata de verdaderos vicios, o de costum­ bres que permanecen en nosotros incluso después del perdón, nacidas y sostenidas por una mentalidad de pecado que continúa actuando en nosotros. En efecto, a menudo se nos pide, sobre todo, un trabajo sobre la men­ talidad, sobre nuestro modo de pensar. A pro­ pósito de esto, los maestros espirituales suge­ rían el así llamado "examen particular": desde el examen general, poco a poco, aislamos una

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de estas zonas no penetradas todavía por el amor, por el Espíritu Santo y lo ponemos bajo observación durante un período prolongado, examinándonos sobre ella con verdadera atención, con un mayor interés, abriendo esa realidad cada día al Señor de modo que, poco a poco, se convierta casi en el motivo principal del diálogo con Él, precisamente porque hablamos de ello tan a menudo. De por sí, estamos observando una cosa negativa. Pero, hablando frecuentemente con el Señor, ofreciéndosela tan a menudo, esa realidad negativa se convierte en motivo de nuestro estrecharnos a Él, de invocarlo, y de la toma de conciencia de nuestra relación con Él. .Quizá, hasta después de mucho tiempo, no consigamos cambiar, pero, como esa realidad ya está totalmente envuelta en la oración, las humillaciones espirituales, en las invocaciones, en las lágrimas, se convierte en una realidad espiritual, ya que espiritual es todo lo que, en la acción del Espíritu, nos habla de Dios, nos orienta hacia Él, nos relaciona con Él y nos hace semejantes a Cristo. Puede ocurrir que algunas realidades no consigan cambiarse ni siquiera a lo largo de los años. Pero, si son objeto de este examen espiritual y permanecen como la razón de una relación cerrada con Dios, sucede que pierden el veneno, como una serpiente que lo sigue siendo, pero que se ha convertido en inocua. Entonces, los demás se dan cuenta. La lucha espiritual favorece siempre a todos y, de todos modos, para nosotros, cristianos, la perfección no consiste en alcanzar una forma impecable, sino en el misterio pascual, en el que se consuman los sufrimientos y dolores por causa

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del amor. Todo lo que uno sufre a causa de cualquier aspecto de su personalidad o de sus actitudes se esconde en el misterio de la pascua, y el alcance del misterio de este sufrimiento escondido en la pascua es algo que solamente Dios conoce. Cuesta mucho convivir con los defectos, con las faltas, con los vicios, con las pasiones de las que no conseguimos liberarnos. La verdadera lucha espiritual, que es un arte del que también forma parte el examen de conciencia, sobre todo el examen particular, es un misterio del amor. Y el amor se realiza a la manera del triduo pascual. Nos toca estar allí sin retirarnos, examinarnos, preguntar, suplicar, volver a probar... Pero el verdadero peso de la salvación y el verdadero alcance de la gracia los descubriremos sólo al final, cuando venga el Señor hacia nosotros de un modo absolutamente único y sorprendente. Y vendrá a buscarnos junto a los hermanos y hermanas que quizá hemos herido con nuestras zonas oscuras que, a pesar de todo, hemos combatido tanto, pero que nunca hemos conseguido erradicar, sufriendo también por el dolor de las personas que están cerca de nosotros. Pero el misterio del amor en el que hunde sus raíces toda ascesis seria, probablemente nos dará una sorpresa cuando veamos que estos mismos hermanos y hermanas vienen hacia nosotros sin considerar el mal recibido porque el Señor, en la transfiguración, lo ha transformado también para ellos.

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III El ejercicio del examen

He aquí un posible esquema para el examen de conciencia que intenta aislar por puntos un recorrido que tiene en cuenta todo lo que se ha dicho: • Dirijo toda mi atención hacia mi Señor y Salvador para tomar conciencia de su presencia y de mi deseo sincero de abrirme a Él. Invoco la luz del Espíritu Santo. Me puedo ayudar de una palabra sacada de la Sagrada Escritura, renovando en mí la certeza de que la Palabra de Dios está embebida del Espíritu Santo y que, mientras la recuerdo y repito, me encuentro con el Espíritu, me abro a Él. Igualmente, me puedo ayudar, por ejemplo, mirando una imagen espiritual, poniéndome ante el signo de la cruz, ante el crucifijo. De gran provecho puede ser permanecer en la capilla o en la iglesia, para quien le sea posible.

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• Pongo atención a la invocación del Espíritu Santo, hago descender con Él mi atención al corazón. Intento recogerme en el silencio, en el corazón, pidiendo al Espíritu que me haga acoger el pensamiento en el corazón y que pueda pensar con la inteligencia del corazón de la caridad. Entrar en esta dimensión del corazón significa hacer un acto de fe, de amor hacia Dios porque lo glorifico y reconozco como mi Señor y Salvador. • Siempre unido en la oración al Espíritu Santo, apunto al recuerdo espiritual para verme como me ve el Señor, que me ama tanto que, para liberarme del poder de las tinieblas y de la muerte, se ha ofrecido por mí a las ofensas del pecado, a la violencia, a la muerte. Y todo esto para que yo pudiera contemplar su rostro de infinita bondad, de indescriptible misericordia, para ver cómo todo lo que ha sido asumido y penetrado por Él, por su amor, se está convirtiendo en una realidad bella y luminosa. Haciendo memoria de la redención en Cristo y de la manifestación de la Gloria de Dios en él por mí, renuevo el gran sentido de mi vida, sentido que se me presenta concretamente en los recuerdos de mi salvación realizada en Cristo, explicada en su Palabra, en sus imágenes, que son también las de los santos, y ofrecerme por la Iglesia. Es el sentido de la vida que, por ejemplo, puede ser expresado en mi ser discípulo de Cristo, que permanece con Cristo bajo la Cruz y que llega el primero a la tumba vacía por la mañana, o que puede estar encerrado en una palabra del Señor, como, por

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ejemplo, "el que me quiera servir, que me siga" etc. El gran sentido, de todas formas, está incluido en la permanencia con el Señor de un modo personal. • Estando en el corazón con el Espíritu Santo, recordando la salvación de la humanidad, y mi salvación en esta humanidad, en el trasfondo de estos recuerdos, recorro la jornada o una parte de ella. Puedo tomar varios caminos: el de las relaciones hacia uno mismo, las cosas, las personas, Dios o el tiempo, o los encuentros con las personas, el trabajo desarrollado, los pensamientos más significativos y fuertes^más inquietantes, los sentimientos más intensos, los deseos, las aspiraciones, los proyectos... Mientras que me miro en todas estas situaciones, con todos estos estado y actitudes, en un clima de oración, continúo preguntando al Señor, del que hago memoria espiritual, si esto corresponde a lo que yo contemplo en su memoria, si esto es lo que el Señor ve cuando me mira. Es muy útil, contemplando mi gran sentido de la vida, es decir, mi vocación explicitada en la Redención, preguntarle al Señor hacia dónde me llevan las cosas que vivo, las actitudes que he asumido durante el día: hacia dónde conducen estos actos, encuentros, pensamientos... Y la memoria sugiere inmediatamente a la razón si estas realidades confluyen en lo que es mi verdad, o empiezan a oscurecerla o nublarla creando tensiones, desórdenes o separaciones. Empiezo a darle gracias al Señor por todo lo que, de cualquier modo, me recuerda a Él, y que veo crecer en mi identi-

dad, la contemplada poco antes en el gran sentido de mi vida. Descubriendo las cosas que no entran dentro de este gran sentido, las realidades que no han sido vividas en relación con el Señor, las recojo otra vez y se las cuento. Mientras expongo, si es necesario, con detalle, todo eso que ha sucedido - c ó m o me he sentido- como los discípulos de Emaús, lo contemplo en su máxima revelación que es la del triduo pascual. En ese evento, Él se hace más cercano a toda situación humana y penetra con su amor cada pecado y cada noche. Con el poder del Espíritu Santo, ahora veo emerger estas realidades precisamente porque se las estoy abriendo al Señor que, con su presencia, las resucita y las transfigura. Me arrepiento, pido perdón, renuevo la alianza y, si es necesario, decido confesarme. Si he notado algún pensamiento nuevo, significativo, lo recuerdo, se lo encomiendo particularmente al Señor y se lo ofrezco. Y, durante algunos días, en este punto del examen, me detengo en este pensamiento, preguntando al Señor cómo lo ve Él, acordándome siempre de mi identidad, de mi vocación, del gran sentido de mi vida, de modo que la memoria, poco a poco, guíe a la inteligencia para que entienda si se puede aceptar, si se debe considerar, o no. • Considero lo que he puesto bajo observación como examen particular. M e detengo durante un poco de tiempo -todo el que sea necesario- para ver la realidad que he elegido durante un período para poner particular atención en mi lucha espiritual y en mi maduración.

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Si, por ejemplo, he venido observando mi irascibilidad, entonces recorro el día poniendo especial atención en este aspecto y encontrando los momentos en los que se ha desencadenado la rabia. Trato detalladamente de explicárselos al Señor, pidiendo al Espíritu que se imprima fuertemente en mi memoria la mirada del Señor, mi Salvador, para acordarme siempre de cómo me ve con respecto a esta irascibilidad. Si la cosa sigue adelante durante mucho tiempo, sirve de gran ayuda hablarlo con el Señor, ampliando la problemática para ver qué realidades mías envuelven esta irascibilidad. Puede ayudar al respecto el diálogo con el padre o la madre^espiritual, alguna lectura espiritual, alguna penitencia apropiada, durante un tiempo. ¿Cuánto tiempo? Hasta que sienta que esta realidad viene impregnada por el recuerdo de Dios, y que la irascibilidad pierde cada vez más el veneno del egoísmo, de la autoafirmación, nocivo para las relaciones. También aquí, según la realidad que estoy observando, se debe considerar la necesidad eventual de la confesión. Concluyo dando gracias por la misericordia y la paciencia del Señor y de los hermanos, y pidiendo la luz, la gracia y el amor. • Termino pidiendo al Espíritu Santo que me mantenga en este espíritu de intimidad con el Señor, y que me conserve en la mirada del corazón, para tener la mirada adecuada hacia los demás y hacia el mundo. N.B.: Es evidente que, por la mañana, en cuanto nos levantamos, conviene orientar inmediatamente nuestra atención hacia el

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Señor, acordándonos de Él, recogiéndonos en el corazón e invocando al Espíritu Santo. Muchas cosas diarias del cristiano dependen de los primeros instantes después del despertar. Por ello, conviene acostumbrarse a recorrer, como un pequeño ejercicio, los primeros puntos del examen de conciencia, que son los puntos de recogimiento y la adquisición de la óptica apropiada con la que afrontar la vida. Es aconsejable, además, hacer el examen de conciencia antes de ir a la cama, así como a mitad de la jornada. Muchos maestros espirituales ponían gran atención a cómo se concluye la jornada, a cómo nos dormimos. Los últimos pensamientos, los últimos sentimientos, las últimas imágenes que nos acompañan antes de ir a descansar tienen una cierta importancia para nuestro espíritu durante la noche. Como en el examen de conciencia se vuelven a visitar con el Señor las imágenes más fuertes, los sentimientos más violentos y ambiguos de la jornada, de modo que no tengamos ya el veneno, conviene igualmente no agitar nuestra conciencia en los últimos momentos antes de cerrar los ojos. Además, los maestros espirituales aconsejaban hacer frecuentemente el examen de conciencia durante el día. Se entiende, entonces, que el examen de conciencia no puede llevar demasiado tiempo. No es una oración larga. Es, más bien, un momento de una fuerte conciencia de sí, en Dios, y de Dios en la propia vida. El examen de conciencia no es un ejercicio escrupuloso, sino una experiencia feliz de la Redención, donde se aprende ese

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sano realismo que nos hace desmitificar los perfeccionismos moralísticos, voluntaristas o psicologistas, pues experimentamos la continua gracia de la transformación de nuestras vivencias en el principio de la muerte y la resurrección de Cristo. Un examen de conciencia hecho de este modo lleva a lo que tanto amaba Dostoyevski: ser libres con Dios, sentirse libres en la relación con Él para poder vivir la libertad de los hijos. En el tiempo en que vivimos, la cuestión de la libertad continúa en toda su problematicidad. Sin embargo, podemos estar seguros de que, si el mundo ve unos cristianos libres porque viven en el amor, cuyo elemento constitutivo es la libertad, ésta será la imagen de belleza real que fascina, que atrae. Sólo unos hijos libres pueden presentar y dar testimonio de la verdadera imagen del Padre.

EL EXAMEN DE CONCIENCIA DE QUIENES NO TIENEN UNA EXPERIENCIA VIVA DE DLOS

«Esta mañana me he en una urna de agua y, como una reliquia, he descansado Y aquí me he reconocido una dócil fibra del Universo»

mejor,

( G . UNGARETTI,

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distendido

Ifiumi,

1916)

Está claro que el examen de conciencia, como lo hemos descrito, es un ejercicio de la memoria espiritual. Por tanto, sólo es posible porque hay una memoria que ejercitar, un evento que recordar, y este acontecimiento es la salvación en la que hemos sido alcanzados por el Señor. Sin una experiencia real de la salvación, sin una memoria personal, parece que no tiene sentido. La memoria, como sabemos, es siempre concreta porque está ligada al mundo de las relaciones que son la realidad que constituye la persona. La persona no es nunca un concepto, una abstracción, sino siempre un rostro. La memoria está ligada al rostro y, por ello, es realista. Sin embargo, el que no tenga una experiencia concreta de la salvación, del perdón del Dios, una memoria de su rostro, una experiencia hecha conciencia de cómo ha sido sacado de la muerte, de la oscuridad, de cómo ha sido limpiado y lavado, puede, de todas formas, hacer el examen de conciencia con la esperanza de alcanzar la experiencia del encuentro con Cristo, Señor y Salvador. La persona que todavía no tiene una experiencia viva del rostro del Señor y que, por tanto, no puede hacer el examen recurriendo a la memoria de Dios, debe tener cuidado de no caer en la trampa de hacer un examen de conciencia que se reduzca a una especie de test donde pasa una serie de datos, marcando los que la tocan, y dejando los que no se refieren a ella. Este modo de hacerlo puede ser incluso útil, pero tiene intrínsecamente una insidia muy peligrosa: la persona, en efecto, se encuentra sola a la hora de gestionar su propia vida. Por tanto, se puede reforzar la gran ilu-

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sión de poderse perfeccionar por sí misma. En la medida en que esto se realiza, es tanto más difícil huir de la autosuficiencia, de la presun­ ción, de la soberbia, que hace juzgar a los demás y mirarlos desde una óptica equivoca­ da. Pero es todavía más grave el hecho de que un ejercicio así puede reforzar una especie de ateísmo, es decir, la no necesidad de un Dios personal con el que relacionarse, y que es una Persona libre que, en cada instante, puede conmocionar nuestra vida. Dicho examen puede llevar a la ilusión de autogestionar la propia vida para procurarnos la salvación por nosotros mismos, y, en este caso, nos pode­ mos dar por satisfechos" con una religión eticizante donde Dios se puede reducir a algunos conceptos de los que nos apropiamos y algu­ nos preceptos relacionados con el pensamien­ to, los deseos y el obrar. Es obvio que un plan­ teamiento así salta enseguida manifestando toda la incoherencia, la desintegración de la persona que, en un aspecto suyo, puede corresponder con unos cánones de perfección más rigurosa y con otro ser en estado opues­ to, justificando también la propia desintegra­ ción. Además, es obvio que, en los tiempos actuales, existe el riesgo real de reducir la Iglesia y la fe cristiana a un supermercado de valores, sobre todo éticos y morales. Ciertamente, es evidente que, incluso en el trabajo que el hombre hace sobre él mismo por sí solo es importante. Más aún, es impo­ sible imaginar cualquier crecimiento, cualquier maduración sin esta fatiga del trabajo sobre sí mismo. Pero todo lo que se coloca en un hori-

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zonte completamente diverso de la fe, en el que mi trabajo, mi esfuerzo y mis resultados se leen desde la óptica de la gracia, de la misericordia y de la sinergia con el Señor. Pero existe otro modo que se aconseja a las personas que no están bautizadas, o incluso a bautizados que quizá se ha alejado de la fe y de la vida de la Iglesia, de una relación viva con el Señor, o que todavía no la han podido vivir. Hemos visto en el primer capítulo cómo hay una dimensión creatural de la sabiduría. En la película "Andrej Rublév','Tarkovskij cuenta la historia de un muchacho, hijo de un maestro fundidor de campanas, que consigue por sí mismo fundir una campana sin que el padre le haya transmitido el arte para hacerlo. El padre le ha comunicado la pasión, y el chico, habiendo visto que la campana se funde colando el metal fundido en la forma excavada en la tierra, sigue la fuerte intuición de que la misma tierra le revelará el misterio de cómo fundir la campana. Existe una memoria, existe una sabiduría que ha penetrado todo lo creado, como dice san Atanasio. Sólo es necesario escucharla e instaurar una relación real, dialógica con la tierra, y la tierra nos hablará. Sabemos que todo lo creado lleva escondido en sí el código del Logos en el cual y por medio del cual ha sido creado (Cf. Col 1, 16). Este código dice que, en lo creado, está grabada la orientación hacia la cual lo creado vive su verdadero sentido y significado. Es un código que se abre a los que se ponen delante del mundo con una actitud contem-

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plativa. Cuando una persona trata de entrar en la óptica de la caridad, adquiere esta actitud contemplativa que le permite descubrir el sentido de las cosas. Pero existe también una sabiduría que se concentra en la memoria de los hombres y que, para nosotros, confluye sobre todo en la Iglesia. Este es precisamente el momento principal, el de la memoria de la humanidad, es decir, de la Iglesia. Puedo remontarme a la memoria que se revelará como mía -la vital, la eficaz- precisamente a través de la memoria de los demás. Puedo ser iniciado en la Sabiduría abriéndome a la sabiduría de los demás. «El Espíritu es la memoria viva de la Iglesia» (CEC 1099). La Tradición de la Iglesia no es un libro muerto, no es la estratificación de documentos de archivo, sino que es la Sabiduría orgánica que confluye en Cristo vivo. Gabriel Bunge buscó un padre espiritual y lo encontró en Evagrio Póntico, muerto 1500 años antes. Y Bunge, con Evagrio, se convierte en uno de los grandes padres espirituales de hoy. Esa caridad que el Espíritu Santo ha puesto en nosotros en la hora de la creación se hace sentir a veces mediante la atracción que suscitan en nosotros algunas realidades o personas espirituales, vividas incluso en un pasado lejano o a gran distancia de nosotros. Empezando a seguir esta atracción se puede instaurar un verdadero diálogo y, remontándonos a la memoria de los demás, alcanzar el umbral del encuentro con Aquel que ha plasmado la memoria espiritual de la persona que he seguido. Dicho remontarse hacia el conocimiento sobre la base de la memoria de los

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otros y de su sabiduría, si se ha hecho de modo correcto, se distingue por la gradualidad del crecimiento orgánico, por la humildad respetuosa, sobre todo en los juicios sobre sí mismo y sobre los otros y por un sano movi­ miento de encarnación en la vida concreta y cotidiana. Un camino sapiencial evita además los entusiasmos fáciles, el quemar etapas y el enorgullecimiento de las etapas realizadas. Liberándonos de las categorías demasiado sociologizantes para comprender la Iglesia, encontramos justamente en la dimensión de la eclesialidad, el ámbito en el que cada per­ sona puede sacar sabiduría y vida espiritual. La eclesialidad abraza lo creado, la tradición, el magisterio, la comunidad cristiana viva. Quien no tiene experiencia personal de la salvación, pero la percibe en personas que viven alrede­ dor, puede comenzar a "frecuentar" su mundo, a adquirir esa actitud contemplativa no de prejuicios sino de constatación, que le lle­ vará a establecer relaciones con esas perso­ nas, con la Iglesia. En las comunidades eclesiales se celebra la liturgia, donde el mundo entero se ordena a la Iglesia, cosmos resuci­ tado con Cristo y que subsiste en Él: este es el ámbito ya abierto en el que cada uno puede comenzar a seguir los hilos de una trama ya tejida, realmente existente, espiritual, de la que se sentirá cada vez más como parte inte­ grante. La Iglesia, en este sentido, es la expre­ sión verdadera de una fe en el Dios trino Amor, el Dios de la adhesión libre que funda la rela­ ción entre hombre y Dios en categoría de amor y de libre relación. La Iglesia es el ámbi-

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to de la fe, del discernimiento y de la libertad de los hijos. Teniendo esto en cuenta, una persona puede comenzar a examinarse, a examinar lo vivido, teniendo en cuenta la salvación y la imagen de la humanidad a los ojos de Dios misericordioso, porque otras la contemplan, participan de ella y la conocen. Es decir, esta persona hace el examen de conciencia tenien­ do la mirada fija en la humanidad redimida que otros le han comunicado. Se examina con la apertura de corazón hacia esa misericordia de Dios que han experimentado los santos. Recorre su jornada, su vida, en la apertura a la gracia transformadora del perdón que ha visto y encontrado en otros. De este modo comien­ za a obrar con el corazón, es decir, con una mentalidad relacional de caridad, plasmando su inteligencia en la contemplación y en la caridad. Y considerando a los demás, conside­ rando su sabiduría, llega a florecer un organis­ mo vivo capaz de autorrevelación, de comuni­ cación y de compromiso. Ese organismo que está en el origen de este movimiento de la persona y que suscita en ella la caridad preci­ samente a través de la atracción, el misterio, la belleza, categorías todas unidas a la vida, a la sabiduría.

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P

ese a que el reciente Catecismo de la Iglesia recomiende esta prácti­ ca dentro del sacramento de la Penitencia, al comienzo de la celebración de la Misa y en el rezo de Completas, al fin del día, muchos creyentes, e incluso directores de espíritu, la han encerrado en el baúl de los recuerdos. Aún admiti­ dos los abusos o malos usos que pueda haber habido en esta práctica, el abuso no podrá jamás suprimir el uso. Por eso precisamente nos hace falta una buena teolo­ gía, una buena espiritualidad, y una oportuna praxis reno­ vada que haga resplandecer de nuevo el "examen de con­ ciencia" como una joya re­ descubierta y pulida de nue­ vo. Es lo que nos ofrece el R Marko Iván Rupnik en este libro ágil y completo, actual y práctico, y sobre todo, redimensionar y recuperar ese valioso y contrastado recurso de vida y progreso espiritual.

Monte Carmelo ISBN: 84-7239-939-7