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Zitiervorschau

LA CUESTIÓN COLONIAL

LA CUESTIÓN COLONIAL HERACLIO BONILLA E

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La cuestión colonial ©Universidad Nacional de Colombia © Heraclio Bonilla, editor ©Varios autores

Primera edición, Bogotá, 2011 ISBN: 978-958-99015-4-0

Preparación editorial e impresión Acierto Publicidad y Mercadeo www.aderto-publicidad.com

Fotografía de carátula Una strada di Cuzco "Ancora la speranza", Memoria di un paese le Ande

Genevii2ve Drouhet y Ruggiero Romano Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales

ÍNDICE PARTEI Presentación ................................................................................................................................................................. .

13

Heraclio Bonilla Las enseñanzas ............................................................................................................................................................ .

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Beatriz Bragoni PARTEII EL NUEVO MUNDO La naturaleza y el sentido de las guerras hispanoamericanas de liberación ....................................................

33

Perry Anderson El "-sistema colonial de América británica .................................................................................................................. .

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Jack Greene ¿Comparando nabos y coles? Descolonización en perspectiva global, 1776-1824 ...........................................

65

Kris Lane El Bicentenario: la Independencia como proceso continental ............................................................................. ..

91

Medófilo Medina Colonia, nación y monarquía. El concepto de colonia y la cultura política de la Independencia ....................

109

Francisco Ortega El proyecto de gobernabilidad del virrey Francisco de Toledo (1569-1581) ....................................................... .

135

Javier Tantaleán La anatomía del Imperio: México como submetrópoli fiscal del imperio español durante el siglo XVIII

Carlos Marichal

155

Orden, desorden e imaginario político popular: regalismo y miedos políticos en la crisis colonial novohispana .................................................................................................................................................. .

171

Antonio !barra El lugar de Brasil dentro del imperio colonial portugués, Siglos XVI-XVIII ................................................... ..

183

Ángela Alves Carrara Revolución y contrarrevolución en la independencia haitiana ........................................................................... .

203

Jean Casimir La disolución de las 'cuerdas de imaginación' en el Virreinato de la Nueva Granada (1765-1810) ............

225

Georges Lomné El ejército colonial de la monarquía española en el proceso de las independencias latinoamericanas...........

247

Juan Marchena PARTE III LOS OTROS MUNDOS Culturas coloniales y sujetos subalternos ............................................................................................................... .

311

Saurabh Dube La lógica de las identidades conflictuales en la cuestión colonial en la India .................................................. ..

335

Pradip Kumar Datta Vida y muerte del imperio francés en extremo oriente ........................................................................................ . Pierre Brocheux

347

Los nativos en el espacio público colonial: el Islam y la política de asimilación en San Luis de Senegal ......

365

Mamadou Diouf El retorno de los recuerdos de la guerra de Argelia en las sociedades francesa y argelina ..............................

389

Benjamin Stora El imperialismo británico y la anexión y zionización de Palestina, 1917-22: ignorancia, reflejo y desastre ...

401

William M. Mathew PARTE IV EL LEGADO Colonialísmo, cultura y política .............................................................................................................................. ..

419

Maurice Godelier Sobre "Indios" y "Criollos": creación e imposición de identidades subalternas en un contexto colonial .....

Bernard Lavallé

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437

Color, pureza, raza: la calidad de los sujetos coloniales ...................................................................................... .

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Max S. Hering Torres La dimensión religiosa de la experiencia colonial ...................................................................................................

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Sabine MacCormack Las dinámicas de los colonialismos lingüísticos ................................................................................................... .

487

Adelino Braz Mujeres colonizadas en tiempos coloniales ........................................................................................................... .

493

Christine Hünefeldt & Hanni Jalil Afrosaberes entre imperios: la ~xperiencia colonial de Puerto Rico bajo España y los Estados Unidos ........

505

Ángel C. Quintero Explicando la tradición autoritaria en la Republica Dominicana ...................................................................... ..

529

Frank Moya Pons La evolución de la población latinoamericana después de las guerras de Independencia ...............................

537

Herbert S. Klein Herencia colonial, imperio de la ley y desigualdad económica: dos miradas desde el Perú

569

Javier IguifHz Echeverría

El proceso de desmantelamiento del legado colonial en Bolivia ........................................................................ .

583

Itala De Maman & Luis Oporto La internacionalización de las peticiones de reparaciones .................................................................................. .

601

Na.dja Vuckovic El destino manifiesto de ser colonizado ................................................................................................................ ..

621

Emir Sader SOBRE LOS AUTORES ..................................................................................................................................... .

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El sistema colonial de América británica ]acle Greene

ste texto plantea una serie de problemas dado que los términos sistema, colonial, británico, y América tienen múltiples definiciones. Los términos británico y América no requieren que nos detengamos en su definición, siendo el primer término asociado con el sistema de gobierno, los pueblos y las culturas del reino de Gran Bretaña después de la unión de Inglaterra y Escocia en 1707. El segundo término se refiere a las múltiples y separadas comunidades políticas establecidas bajo la autoridad nominal británica en las Indias Occidentales y América del Norte, lugares que generalmente son clasificados corno colonias de asentamiento, inclusive en lugares donde un gran número de personas indígenas los hicieron más bien colonias de "sobre-asentamiento". La mayoría de la América británica, por supuesto, había comenzado como América Inglesa, con sus múltiples regiones pobladas, principalmente, por personas de Inglaterra, quienes trajeron ideas inglesas de organización social, económica, jurídica y política, y la orientación religiosa que querían implantar en las sociedades que intentaban crear.

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Los términos sistema y colonial son más difíciles de definir. Durante la temprana era moderna, el término colonial se refería inequívocamente a los lugares que fueron colonias y sugería alguna forma de dependencia a un estado nacional independiente, por lo general una monarquía. Después de la Revolución Francesa, analistas limitaron el término colonial a la época anterior en que estas colonias se separaron de la madre patria para formar estados nacionales independientes propios. En los Estados Unidos, así corno en la mayoría de las nuevas naciones americanas, la división entre la época colonial y la república es fundamental para la organización de la historiografía nacional que tiende a enfatizar las discontinuidades entre los dos períodos. En la era del alto imperialismo, después de 1850, el término colonial desarrolló un tercer significado que se refiere al ejercicio de dominación política y económica por un Estado imperial sobre un territorio ocupado, casi en su totalidad, por pueblos nativos. En estas nuevas colonias, en contraste con la situación que se dio al inicio de las Américas modernas, las poblaciones nativas no fueron ni desplazadas, ni agobiadas, por el constante flujo de colonos provenientes de

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las potencias colonizadoras, sino que fueron controladas por grupos relativamente pequeños de burócratas metropolitanos y agentes de empresas quienes contaban con el apoyo de fuerzas militares. Esta nueva forma de colonización imperial, generalmente, significaba la explotación de recursos locales mediante el uso de mano de obra nativa, o mano de obra importada, para el beneficio desproporcionado del estado dominador. La Segunda Guerra Mundial impulsó la descolonización de gran parte del mundo colonizado moderno y luego siguió una época de una intensa auto-reflexión. Especialmente, en las últimas dos décadas, un grupo de estudiosos conocidos como pos-colonialistas han producido una literatura impresionante para teorizar el funcionamiento del colonialismo y analizar sus efectos sobre los territorios colonizados y las naciones que surgieron de éstos. Para estos estudiosos el colonialismo se ha convertido en un término expansivo que no solo se refiere, simplemente, a una condición política o a una época que fue explícitamente colonial, sino a un proceso general con una serie de medidas económicas, sociales, políticas y culturales que después de haber caracterizado las relaciones entre las colonias y la metrópoli, procedieron a informar la relación entre las nuevas naciones y el antiguo mundo imperial, y en muchos casos las relaciones internas de estas naciones. Si bien la gran mayoría de la literatura post-colonial se enfoca en las colonias de explotación y sus estados subsiguientes, algunos estudiosos han ampliado su mirada y han dirigido su atención a las colonias de asentamiento y sus consecuencias. Estos estudiosos encuentran poderosas continuidades entre la historia colonial y la nacional. Consideran que el colonialismo se perpetúa en la era nacional, especialmente, en la historia de la expansión territorial y en la forma como se trataron a los pueblos indígenas, y a la población forzosamente importada y sus descendientes (Greene, 2007: 235-50). Utilizado en su sentido ordinario, como "un conjunto o ensamblaje de cosas conectadas, asociadas, o interdependientes, de manera que formen una unidad compleja" o "un todo compuesto de partes ordenadas de acuerdo con algún esquema o plan" ("System", 1989), el término sistema parece poco problemático. Sin embargo, aplicado a la colonización en las Américas modernas tempranas, el énfasis en la planificación es engañosa. Con relativamente poca experiencia previa con estas empresas, los ingleses emprendieron el proyecto de la colonización americana sin un plan concreto, y sus esfuerzos sólo gradualmente produjeron algo que pueda merecer el nombre de sistema. Como William y Edmund Burke señalaron respecto de las colonias Inglesas en 1757, su asentamiento "nunca siguió algún plan regular sino que se formaron, crecieron y prosperaron como accidentes; las características del clima, o la disposición de los hombres privados resultaron poder funcionar y ser operativas" (Burke y Burke, 1757: 2-288). Los actores en este proceso -la Corona, los empresarios coloniales, los colonos y sus auxiliares, y los indígenas americanos- procedieron, a través de ensayo y error, a construir nuevas sociedades y nuevos territorios políticos en America. Gradualmente, sus esfuerzos tuvieron el resultado de desarrollar, articular y, en una medida limitada, conceptualizar un modelo nacional de construcción de imperio que en retrospectiva puede ser considerado como un "sistema colonial". Pero este sistema no puede ser descrito solo en términos de gobernanza metropolitana, o relaciones entre las metrópolis y las colonias, aunque bien pueden haber representado algunos de los componentes más importantes del sistema. Más bien, se trataba de modelos de

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adquisición y ocupación de tierras, de utilización de recursos, de expansión demográfica, de movilización de mano de obra, de organización social, y la implantación y modificación cultural de un impulso eficaz para el funcionamiento del proceso colonial y la construcción de una sociedad política-territorial. Limitaciones de espacio impiden la exploración detallada de todos los elementos de este complejo sistema emergente, aglutinador, y en constante evolución del mundo moderno temprano británico en las Américas. Por esta razón, me centraré en el proceso de formación política y constitucional pero voy a concluir con una breve vista de los otros componentes del sistema colonial británico, o proceso de colonización, y voy a sugerir que sobrevivieron a la Revolución Americana para servir como el principal vehículo para la posterior expansión, conquista y colonización de los Estados Unidos. En términos de gobemanza, el sistema colonial británico de principio a fin se caracterizó por la dispersión de la autoridad, y creo que no fue el único. Como se manifiesta en la literatura reciente sobre la formación de estados europeos, el problema de cómo organizar y teorizar un sistema de gobierno extendido era intrínseco a la construcción de estados en la baja edad media y en la temprana época moderna. Mientras los Estados nacionales emergentes en Europa occidental usaron la conquista, las uniones dinásticas, o anexiones para ampliar su autoridad sobre zonas ya muy pobladas cuyas gentes ya tenían sus propias y peculiares tradiciones socioeconómicas, jurídicas y políticas, a veces eran capaces de absorber estas zonas en el sistema de gobierno central, como hizo Inglaterra con Gales en el siglo XV Pero frecuentemente carecían de los recursos necesarios para lograr semejante consolidación y tuvieron que conformarse con alguna forma de gobierno indirecto y soberanía limitada que tenía que ser negociada con los que manejaban el poder local. En los regímenes constitucionales que resultaron, la autoridad no se derivaba de un núcleo central poderoso, sino fue construido entre el núcleo y las provincias recién adquiridas a través de un proceso de negociación que dejó una autoridad considerable en manos de los líderes provinciales (Greengrass, 1991; Tilly, 1990). Cada vez más los historiadores de imperios se han dado cuenta que el proceso de la gobernanza y la creación de constituciones de los imperios modernos tempranos de ultramar representan una extensión de este modelo. En esos imperios, los recursos fiscales nunca fueron suficientes para sostener la maquinaria burocrática, militar y naval necesaria para imponer la autoridad central sobre las dominantes y poderosas clases propietarias en las nuevas periferias sin su consentimiento o aquiescencia. Para obtener la cooperación de esas clases, las autoridades metropolitanas no tuvieron más remedio que negociar sistemas de autoridad y formas de gobierno indirecto que desde un comienzo pusieron límites claros al poder central, reconocieron los derechos de localidades y provincias de tener cierto grado de autonomía, y aseguraron que las decisiones tomadas desde la metrópolis bajo circunstancias normales que afectaran a la periferia deberían consultar o respetar los intereses locales y provinciales. Para los historiadores de imperios, esta nueva perspectiva ha dado lugar a una nueva apreciación, en primer lugar, de la participación extraordinaria de los colonos dominantes en ,territorios de ultramar en la creación y gestión de las unidades políticas que los gobernaban y, en segundo lugar, el papel crítico de esas unidades políticas en la formación de acuerdos constitucionales entre colonia y metrópolis que llegaron a caracterizar a esos

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imperios. Esto ha llevado también a una mejor comprensión de la importante distinción en el proyecto de colonización de ultramar, entre el papel del Estado, que en la mayoría de los casos en la Edad Moderna tenían recursos limitados para patrocinar cambios culturales, y el de los inmigrantes que traían su propia cultura y quienes con números crecientes fueron la fuerza motriz detrás de la transformación de espacios sociales y políticos nativos a unos de estilo europeo. En el caso del imperio Británico, los inmigrantes proporcionan la energía y gran parte de la dirección para el sistema colonial. Los esfuerzos de los colonos eran inversamente proporcionales a la capacidad coercitiva de la nación colonizadora. Al comienzo de la era de la colonización moderna, ninguno de los Estados nacionales emergentes de Europa tenía los recursos necesarios para establecer una hegemonía sobre sus posesiones en el Nuevo Mundo. Como resultado, durante las primeras etapas de la colonización, cualquier Estado nacional contemplando una empresa de ultramar delegaba esa tarea a un grupo privado organizado como una compañía con cartas para comerciar, o a individuos con influencia y recursos. A cambio de la autorización de la Corona y en la expectativa de ventajas económicas y sociales, estos aventureros aceptaron asumir la pesada carga financiera de la fundación, defensa y socorro a bases costeras de la ocupación europea en América. En efecto, los gobernantes europeos les dieron a estos agentes privados licencia para operar en ámbitos en los que su autoridad era tenue y sobre cuyos habitantes no ejercían un control efectivo. Si la apuesta fuera un éxito, los gobernantes europeos se garantizaban al menos un mínimo de jurisdicción sobre los territorios y los pueblos de América a un costo mínimo para los tesoros reales. Algunos de estos agentes privados activos al principio del imperialismo europeo, especialmente las empresas comerciales que operaban bajo la égida de los portugueses y los holandeses, lograron éxito considerable en el establecimiento de puntos de apoyo comercial para explotar las posibilidades económicas del Nuevo Mundo. Sin embargo, a menos que se encontraran con ricos imperios indígenas, ricos yacimientos minerales, o vastas reservas de mano de obra indígena -cosas que en América solo ocurrieron en gran escala en México y Perú-, pocos aventureros privados contaban con los recursos necesarios para sostener el alto costo de asentamiento, administración y desarrollo de una colonia. En el caso inglés, la mayoría fue forzada rápidamente a buscar la cooperación y contribución de colonos, comerciantes y otros participantes individuales en el proceso de colonización. Estos esfuerzos para conseguir esa cooperación dejó claro el hecho de que el proceso de crear centros efectivos de poder europeo en América usualmente era menos el resultado de las actividades de organizadores coloniales o de licenciatarios, y más bien de muchos grupos e individuos quienes tomaron posesión de la tierra, construyeron fincas y negocios, convirtieron lo que había sido previamente paisajes totalmente aborígenes a unos por lo menos parcialmente europeos, levantaron y administraron un sistema viable de organización económica, fundaron ciudades u otras unidades políticas, y sometieron, redujeron a mano de obra rentable, asesinaron, o expulsaron a los habitantes originales de esas tierras. Para compensar su escasez de recursos económicos, miles de europeos, con la fuerza de su propia industria e iniciativa, crearon espacios sociales para ellos y sus familias en América y como tal instauraron para ello estatus social, capital y poder.

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A lo largo de las nuevas Américas Europeas durante la temprana época moderna, participantes independientes fueron así involucrados en el proceso de colonización y, a su vez, en un gran proceso profundo de creación individual y corporativa de poder. En la Europa contemporánea, sólo una pequeña fracción de la población masculina logró salir de un estado de dependencia socioeconómica para lograr una competencia cívica o el pleno derecho a tener voz en las decisiones políticas, cosas que estaban reservadas solo para propietarios independientes. En contraste, la fácil disponibilidad de tierras u otros recursos tuvo como consecuencia que una gran proporción de colonos adultos masculinos y blancos adquirieran tierras u otros recursos, construyeran estancos y haciendas y lograran independencia individual. Esto produjo una fuerte demanda por parte de los colonos propietarios a que se extendieran a las colonias los mismos derechos a la seguridad de la propiedad y a la participación ciudadana que gozaban los grandes propietarios independientes de alto estatus de la metrópolis. Desde el punto de vista d" los colonos, el hecho de gobernar en las colonias, en sus ojos no menos que gobernar en la metrópolis, debió garantizar que los hombres de alcurnia no serian gobernados sin ser consultados, o gobernados en formas que claramente estaban en contra de sus intereses. Junto con la gran distancia que separaba las colonias de Europa, estas circunstancias poderosas condujeron a los que estaban nominalmente a cargo de las colonias hacia el establecimiento y la tolerancia de estructuras políticas que incluyeron la consulta activa, si no el consentimiento formal de los colonos locales. Consultar significaba que las poblaciones locales estarían más dispuestas a reconocer la legitimidad de la autoridad de agencias privadas de colonización y de contribuir a los gastos locales. Por consiguiente, las primeras etapas de la colonización dieron lugar a la aparición de nuevas periferias coloniales de muchos nuevos y relativamente autónomos centros de poder europeo, que en cuanto a su vida doméstica estuvieron efectivamente bajo control local. Estos centros siempre fueron reflejos del mundo europeo del que venían los colonos. Con la intención de crear sucursales del Viejo Mundo en el Nuevo, un gran número de inmigrantes a las colonias llevaron sus leyes e instituciones con ellos y las convirtieron en los pilares principales de las nuevas sociedades que intentaban establecer. Para estas sociedades, estas leyes e instituciones funcionaban como "un concomitante de la emigración". Estas no fueron, como un estudioso ha señalado, "impuestas sobre los colonos, sino reclamadas por ellos" (Frisch, 1992). Así que estas leyes e instituciones sirvieron como una marca viva y simbólica de las aspiraciones más profundas de los emigrantes de mantener en sus nuevas residencias sus identidades como miembros de las sociedades europeas a las que se sentían unidos, identidades que en sus ojos establecían su superioridad y los distinguía, claramente, sobre aquellas personas aparentemente groseras e incivilizadas que intentaban explotar o expropiar. Los asentamientos ingleses establecidos en Norteamérica, las Antillas y las islas atlánticas de las Bermudas y las Bahamas en los siglos XVII y XVIII, brindan un estudio de caso sobre la forma en que este proceso funcionó. Entre los principales componentes de la identidad emergente de los ingleses en la temprana Inglaterra moderna, el protestantismo y, cada vez más durante el siglo XVIII, el expansivo poder comercial y poder estratégico de la nación inglesa eran ambos importantes. Pero, sin embargo, fueron mucho más significativos los sistemas de derecho y libertad con los que observadores contemporáneos ingleses y muchos extranjeros

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parecían estar de acuerdo como algo que distinguía a los ingleses de todos los demás pueblos sobre la faz de la tierra (Anderson, 1983; Colley, 1992; Helgerson, 1992). El alarde orgulloso de los ingleses era que a través de una serie de conquistas y revueltas, habían sido capaces, a diferencia de la mayoría de las otras sociedades políticas en Europa, de conservar su identidad como un pueblo libre que había obtenido su libertad gracias a su dedicación a lo que más tarde llamarían los analistas el respeto a las leyes. Una larga tradición de discurso sobre política y jurisprudencia apoyaba este alarde. El énfasis sobre el papel de la ley como una restricción al poder de la Corona era una tradición con sus raíces en los antiguas escrituras de personas como Sir John Fortescue y su texto: De Laudibus Legum Angliae, escrito durante el siglo XV pero no publicado hasta 1616, que fue profundizado en una serie de importantes obras de varios jueces prominentes y pensadores jurídicos de comienzos del siglo XVII, incluyendo a Sir Edward Coke, Sir John Davies, y Nathaniel Bacon. Escrito en una época en la que, a excepción de los Países Bajos, todos los otros grandes Estados europeos se deslizaban hacia el absolutismo y los dos primeros reyes Stuart en Inglaterra parecían estar tratando de ampliar las prerrogativas de la Corona y quizás, inclusive, acabar con los parlamentos de Inglaterra. Estos tempranos escritores legales del siglo XVII estaban ansiosos por construir restricciones legales y constitucionales que pudieran garantizar la seguridad de la vida, la libertad y la propiedad en contra de tales prórrogas del poder real (Pocock, 1957). Esta emergente tradición de la jurisprudencia se basaba en una distinción, elaborada por Fortescue, entre dos tipos de monarquía fundamentalmente diferentes, la monarquía real y la política. En una monarquía real como lo fue Francia "el deseo del rey tiene la fuerza de la ley", en una monarquía política como Inglaterra, dijo Fortescue, "poder real" era "limitado por la ley política". Obligados a observar las leyes de Inglaterra por los juramentos que proclamaron durante su coronación, los reyes ingleses no podían "cambiar las leyes a su antojo" ni "hacer nuevas", "sin el consentimiento de sus súbditos". El feliz resultado de este sistema, de acuerdo con Fortescue, era que el pueblo inglés, a diferencia de sus vecinos, se regía por leyes a las que le había dado su consentimiento, y como Coke y otros escritores han señalado, esto era tan cierto para el derecho común al que la gente accedió por uso y costumbre, como lo fue para las leyes y estatutos aprobados por los parlamentos a los que los ingleses enviaban representantes (Fortescue, 1942 [1616]: 25, 27, 31, 33, 79, 81). Con una amplia variedad de escritores políticos contemporáneos como su base, los exponentes de la tradición del derecho inglés estuvieron de acuerdo que la agradable capacidad de la gente inglesa de preservar su libertad era posible, en gran medida, por dos instituciones que determinaban y creaban la ley: los jurados y los parlamentos. Al garantizar que ningún proceso legal se llevara a cabo "sino con el veredicto de sus pares (o iguales), vecinos, :y personas de su propia condición", escribió el publicista político Whig Hemy Care, la primera de estas instituciones, el jurado, dio a cada persona "participación en la parte ejecutiva de la Ley". La segunda institución, el Parlamento, le dio a cada persona independiente, a través de "sus representantes elegidos", participación "en el Poder Legislativo" asegurando así que ninguna ley sería aprobada sin el consentimiento de los propietarios de la nación. Estos "dos grandes Pilares de la Libertad Inglesa", declaró Care haciendo paráfrasis de Coke, les brindó a los ingleses "una herencia más grande" que alguna vez recibieron de sus inme-

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diatos "progenitores". Por tanto, para ellos la libertad no sólo fue una condición impuesta por la ley, sino la esencia misma de su emergente identidad nacional (Care, 1721: 3-4, 27). Para los que migraron de ultramar para establecer nuevas comunidades de asentamiento, poder gozar y poseer el sistema legal y la libertad era algo fundamental para mantener su identidad como pueblo inglés y poder continuar pensando y ser pensados como tales. Por estas razones, y también porque consideraban que seguir las tradiciones legales y constitucionales inglesas eran la mejor manera de preservar las propiedades que esperaban adquirir en sus nuevos hogares, no es de extrañar que durante el establecimiento de enclaves de poder local durante los primeros años de la colonización, los ingleses en América hicieron todo lo posible para construirlos sobre fundamentos jurídicos británicos. Como el historiador de derecho George Dargo ha observado, "el intento de establecer la ley inglesa y los derechos y libertades de los ingleses fue consta11te desde el primer asentamiento hasta la Revolución [N orteamericana] y más allá" (Dargo,.1974: 58). Sin embargo, las autoridades inglesas no anticiparon el desarrollo de tales exigencias cuando intentaban elaborar un modelo de gobierno en las colonias. En cambio, siguieron con una forma de gobierno colonial conciliatorio, es decir, de conciliación, del tipo que se ideó para Virginia durante sus primeros años. Este modelo consistía en un gobernador y unos concejales pero no incluía mecanismos formales de consulta a la población en general, y las autoridades inglesas continuaron pensando en este modelo conciliatorio como la norma para el·gobierno colonial inglés durante varias décadas (Man, 1994: 17-61, 455). Sin embargo, varios acontecimientos durante las primeras etapas del proceso de colonización impulsaron el desarrollo de un componente representativo en las emergentes constituciones coloniales. Para atraer colonizadores, los organizadores coloniales se dieron cuenta que no sólo tenían que ofrecerles tierras, sino también garantizarles derechos sobre esa propiedad de igual manera en que los ingleses tradicionalmente habían asegurado sus posesiones reales y materiales. Así, en 1619 la Compañía Virginia de Londres encontró que era necesario establecer un sistema de gobierno que incluyera una asamblea representativa a través del cual los colonos pudieran, en el estilo tradicional de los ingleses, hacer y dar consentimiento a las leyes bajo las cuales vivirían. La nueva asamblea colonial, el primer cuerpo de ese tipo en el aún pequeño mundo anglo-americano, se reservó de inmediato el derecho a consentir todos los impuestos exigidos a los habitantes de Virginia ("Ordinance", 1970 [1621]: 28, 30). Los instrumentos jurídicos de la colonización inglesa como las cartas, patentes, cédulas, y proclamaciones, alentaron este intento de tres maneras. En primer lugar, usualmente especificaban que los colonos y sus descendientes deberían ser tratados como "personas nacidas naturalmente de Inglaterra", y por ello sugerían firmemente que no habría distinciones legales entre personas inglesas que vivían en la isla madre y aquellos que residían en las colonias. En segundo lugar, se requería que las colonias no operaran bajo leyes que fueran repugnantes a "las leyes, estatutos, costumbres y derechos de nuestro Reino de Inglaterra", y por ello, poderosamente, daba a entender que las leyes de Inglaterra proporcionaban el modelo, y la norma, para todos las leyes coloniales. En tercer lugar, comenzando por la Carta de Maryland, en 1632, también se estipulaba que las colonias debían usar y gozar de "todos

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los privilegios, franquicias y libertades de este nuestro Reino de Inglaterra, libremente, en silencio y tranquilidad para tener y poseer ( ... ) de la misma manera como nuestros compatriotas nacidos o por nacer en nuestro Reino de Inglaterra" y por ello garantizar que ninguna ley se aprobara sin el consentimiento de los hombres libres de la colonia (Lovejoy, 1972: 39; Maryland, 1970). En ningún caso transcurrieron más de veinte años después de la fundación de una colonia, y con frecuencia ocurría mucho antes, que estas condiciones alentaran el establecimiento de instituciones representativas. En 1660, las Trece Colonias establecidas en las Américas ya tenían asambleas representativas funcionales. Desde Nueva Inglaterra a Barbados, Angloamérica colonial demostró ser un terreno extraordinariamente fértil para el gobierno parlamentario. Inclusive, en situaciones en las que funcionarios de las compañías o propietarios tomaron la iniciativa de establecer estos incipientes cuerpos legales, demostraron la determinación de mostrarse a sí mismos como equivalentes provinciales de la Cámara de los Comunes en Inglaterra. Generalmente, desde sus primeras reuniones, Michael Kammen ha señalado que actuaron como voceros agresivos a favor de los asentamientos que proliferaban en las colonias, reclamando los derechos de sus constituyentes a los principios tradicionales ingleses de un gobierno de consenso, desde el comienzo insistieron en que no podrían imponer leyes o impuestos sin su consentimiento, exigieron poder tomar la iniciativa en cuestiones de legislación, se convirtieron en tribunales superiores de apelación y jurisdicción original como lo era la Cámara de los Comunes medieval, y rara vez temieron entrar en controversias con "ejecutivos locales, propietarios, o la misma Corona". Al final del segundo cuarto del siglo XVII, la tradición de gobierno de consenso era entonces "firmemente arraigada" en Anglo-América colonial (Kammen, 1969: 7, 9, 11-12, 61-62, 67). Sin embargo, esto no resolvió completamente la cuestión de la estructura de gobierno colonial para los ingleses. La mayoría de las nuevas colonias propietarias creadas durante la Restauración: las Carolinas, la zona de los Jerseys, Pennsylvania, y luego la nueva colonia real de New Hampshire que se separó de Massachusetts en 1679, gestionaron rápidamente para instituir el mismo tipo de gobierno de consenso que se había desarrollado en las colonias más antiguas. Sin embargo, algunos funcionarios de la Corona siguieron siendo sospechosos del desarrollo de esta forma de gobierno colonial, y cuando el duque de York, el futuro rey Jacobo II, se convirtió en propietario de la colonia de Nueva York después de que esta fue capturada por los holandeses a mediados de la década de 1660, resistió a los intentos de crear una asamblea representativa en Nueva York por casi veinte años hasta 1683, e inmediatamente revirtió esta concesión cuando se convirtió en rey. Por otra parte, la iniciativa de Jacobo II de consolidar las colonias de Nueva Inglaterra en un solo Estado, el Dominio de Nueva Inglaterra, sin instituciones representativas, amenazó profundamente la larga tradición de gobierno representativo en esas colonias. Estas acciones formaban parte de un esfuerzo más amplio por parte de funcionarios en Londres durante la Restauración de imponer la autoridad metropolitana sobre los centros locales de poder que habían surgido en Norteamérica. A lo largo de las décadas de 1660 a 1690, el gobierno metropolitano llevó a cabo una serie de medidas destinadas a reducir las colonias a lo que pudiera considerar "una obediencia absoluta a la autoridad del rey" (Informe de los Comi-

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sarios, 1860). Estas medidas incluyeron: el establecimiento de un órgano oficial permanente en Londres encargado de supervisar las colonias, la subordinación de la economía de las colonias a la de la metrópolis a través de las Leyes de Navegación entre 1651 y 1696, conducir el mayor número posible de colonias, en gran parte aún privadas, hacia el control directo de la Corona, reducir los poderes de las instituciones políticas coloniales, y exigir que los legisladores coloniales proporcionaran ingresos establecidos para sostener a las autoridades de la Corona en las colonias. Como apoyo teórico a estos esfuerzos, las autoridades metropolitanas a finales de la década de 1670 enunciaron la nueva doctrina que decía que el gobierno representativo de las colonias era un acto de gracia real, y no una cuestión de derecho. En todas las colonias estas intrusiones metropolitanas en los asuntos coloniales encontraron fuerte resistencia. La respuesta de las asambleas provinciales fue de expresar su determinación de asegurar para los propietarios a quienes representaban los derechos de sus propiedades y a su identidad misma obteniendo el reconocimiento de la metrópolis que, como ingleses o sus descendientes, deberían disfrutar de los derechos y la protección jurídica plena que gozaban los ingleses de la isla. Esta determinación estimuló un amplio debate constitucional para identificar defensas legales explícitas que pondrían los reclamos coloniales a derechos y protecciones legales sobre una base sólida y así proteger las colonias de las incursiones del poder metropolitano (Greene, 1986). En estas discusiones, los voceros coloniales articularon un argumento complejo diseñado a reforzar sus reclamos a lo que consideraban sus derechos heredados como tales. Según este argumento, los primeros colonos y sus descendientes eran todos súbditos ingleses libres de nacimiento que habían salido de su país de origen para establecer una hegemonía en partes del Nuevo Mundo. Negando la posibilidad que podían perder algunos de sus derechos heredados, simplemente por haber migrado a América, señalaron que habían creado su propio gobierno civil, específicamente, con el propósito de proteger sus derechos. Al mismo tiempo, argumentaron que lejos de ser una gracia o concesión de la Corona, las asambleas coloniales se derivaban del derecho básico inglés a un gobierno representativo y de las muchas décadas de práctica y costumbre. Argumentaron que ninguna carta, cédula, u otro instrumento podía concederle a un pueblo inglés un derecho que ya disfrutan como parte de su herencia. Instrumentos legales como la Magna Carta sólo constituían un reconocimiento por parte de la Corona de que esos derechos eran inherentes en el mismo pueblo. Aunque los funcionarios de Londres lograron subordinar gran parte del comercio colonial con las Leyes de Navegación, y durante las cuatro décadas posteriores a la Revolución Gloriosa de 1689 lograron poner todas, menos cinco de las colonias privadas, bajo la autoridad real, solo tuvieron éxito limitado en sus esfuerzos por poner las organizaciones políticas coloniales bajo supervisión más estricta por la metrópolis o para disminuir la autoridad amplia que por mucho tiempo disfrutaron las asambleas coloniales sobre asuntos provinciales. Sin embargo, los funcionarios en Londres se vieron obstaculizados por la distancia, la escasa inversión de tiempo y dinero, la poca experiencia con supervisión imperial, una administración colonial en algunos casos ineficiente en Londres, una pequeña burocracia en las colonias, y poderosas sensibilidades coloniales sobre cualquier reto a sus derechos. Como tal, los funcionarios de la metrópoli no lograron ser más que iguales con las instituciones políticas provinciales, quienes

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utilizaban su control sobre impuestos y legislación para proteger y ampliar el poder legislativo local dentro de sus respectivas comunidades políticas. De hecho, la Revolución Gloriosa y el derrocamiento del dominio de Nueva Inglaterra pusieron fin a cualquier esfuerzo metropolitano por acabar con el gobierno representativo en las colonias. Esto llegó hasta tal punto que ya en tiempos de la Revolución Americana veinticinco parlamentos provinciales, sin contar el parlamento Irlandés, estaban funcionando en el mundo británico de ultramar. No obstante, la persistente negación de la Corona a aceptar la posición de los colonos que el gobierno colonial representativo era un derecho heredado mejorado por costumbre local, significó que la condición jurídica y constitucional de las asambleas coloniales siguieran siendo un tema candente y con frecuencia controvertido hasta los tiempos de la Revolución Americana, y en el caso de las colonias no-revolucionarias, hasta mucho después. El resultado de este empate y estancamiento fue que la naturaleza exacta de Ja constitución absolutista del Imperio Británico quedó pendiente y abierta a interpretaciones divergentes. Todo esto nos revela hasta qué punto el Imperio Británico moderno era un imperio negociado. Es decir, la distribución del poder dentro del Imperio se formó como consecuencia de un proceso continuo de negociación en Ja que, contrariamente a la teoría metropolitana, la costumbre y el precedente crearon un sistema de gobierno en el que la metrópoli por necesidad tuvo que manejar el imperio con riendas flojas. Los establecimientos provinciales construidos durante las primeras generaciones de asentamiento mantuvieron una vitalidad extraordinaria, los colonos libres disfrutaron de actividad y participación enorme, y como ejercieron autoridad sobre toda su gestión interna los sistemas políticos en América tuvieron amplio margen para adaptar su herencia británica a la situación peculiar en la que se encontraban. Así garantizaron que mientras todas las asambleas y organizaciones políticas en las diversas colonias eran inconfundiblemente británicas, todas eran, considerablemente, diferentes. Este sistema funcionó bien para Inglaterra y sus colonias, pues estas últimas exhibieron muchos indicadores de desarrollo sustancial en todos los ámbitos de la vida provinciana y contribuyeron, notablemente, al crecimiento económico de Gran Bretaña y a la expansión del poder nacional en la competencia por imperios de ultramar. Como respuesta a la creciente importancia de las colonias para la vida comercial y marítima británica y también para la expansión económica interna, el gobierno de Inglaterra invirtió considerablemente más fondos públicos en la colonización, empezando desde 1730 y especialmente después de 1750, de lo que había hecho antes. Esto contribuyó, en gran medida, a la fundación de nuevas colonias en Georgia y Nueva Escocia, mejor protección naval y militar para el transporte marítimo colonial, mejor protección en contra de los pueblos esclavizados inconformes en las colonias que más dependían de esa forma de trabajo y, finalmente, contribuyó a impulsar los enormes gastos para la defensa colonial durante y después de la Guerra de Siete Años. La población de colonos en sí mostró una elevada tasa de natalidad y una población constantemente en aumento gracias a nuevos inmigrantes, quienes continuaron impulsando la expansión territorial y demográfica así como el crecimiento económico y el desarrollo social, mientras que aumentaban las relaciones con los pueblos indígenas. En el proceso llevaron la cultura británica de derecho común tal como había sido modificado en la situación colonial hacia grandes áreas de América del Norte, ayudando así al surgimiento de un imperio cuyo gran éxito -según la mayoría de observadores- se debió a su carácter comercial y libre.

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Lazos tradicionales de afecto y de comercio, comunicación y cultura expansivos, aseguraron que los colonos siguieran siendo cercana y felizmente vinculados a Gran Bretaña, siempre y cuando los funcionarios metropolitanos no violaran los sistemas establecidos de autoridad negociada y continuaran respetando el delicado equilibrio entre intereses centrales y periféricos en que se basaban esos sistemas. Sin embargo, actuando en contra de esos principios de negociación, el gobierno metropolitano trató de establecer un nuevo modelo de Imperio Británico a partir de 1750, y encontró resistencia profunda de todas las colonias que no eran dependientes del gobierno británico para su protección en contra de sus propios esclavos, y por parte de las colonias que no eran completamente vulnerables al ataque de la fuerza naval británica. Tras una docena de años de enfrentamientos intermitentes, la decisión del gobierno británico, en 1775, de utilizar la fuerza para tratar de sofocar la resistencia, produjo la revuelta de los colonos que condujo a la independencia, en 1783, de trece colonias británicas en América, el regreso de otras dos colonias a España, y la creación de los Estados Unidos (Greene, 1994). Señalado por Adam Smith, en 1776, en la Riqueza de las naciones, como una de las dos principales causas de la rápida proliferación de las colonias británicas en América, la dispersión de la autoridad dentro del Imperio Británico fue sólo una de las características más predominantes del sistema colonial británico. La segunda causa citada por Smith fue la disponibilidad, aparentemente ilimitada, de tierra y la dispersión de ésta entre una sección muy amplia de la población de colonos. Por supuesto, la idea misma de tierras vacías disponibles o subutilizadas implica un desprecio casual por los derechos de las poblaciones indígenas y una disposición de removerlos por cualquier modo posible. Mientras los pueblos indígenas fueron expulsados de sus hogares ancestrales, la atracción de tierra barata o gratuita atrajo a miles de inmigrantes, muchos de los cuales adquirieron propiedades que convirtieron eventualmente en paisajes europeizados y unidades económicas viables. Para lograr todo esto, saciaron sus necesidades laborales mediante la producción de familias numerosas y, en aquellos lugares donde las posibilidades económicas impulsaban una alta demanda de mano de obra, hicieron uso extensivo de la forzada, incluyendo sirvientes endeudados, delincuentes transportados, indios, y esclavos africanos. Estos colonos se dispersaron sobre el campo en un proceso de privatización de la tierra y asentamiento rústico, crearon pueblos con mercado en el interior en los que podían intercambiar sus productos y unos pocos pueblos portuarios estratégicamente situados de donde podían comercializar sus artículos. Para proteger las propiedades que estaban creando y mantener las relaciones sociales en orden, utilizaron sus facultades de autogobierno para introducir una cultura jurídica de derecho común inglesa, que era lo suficientemente flexible como para adaptarse a muchos diferentes ambientes físicos y sociales. Su determinación por convertir sus nuevos hogares en lugares ingleses, los llevó a trasplantar instituciones sociales y prácticas religiosas de Inglaterra. Manteniendo los gastos sociales en un nivel mínimo, invirtieron poco de la riqueza que ganaron de sus arduas labores en el mejoramiento social o en la evangelización de las personas de color, ya fueran estas indígenas o importadas; las instituciones religiosas que establecieron los colonos estaban orientadas casi exclusivamente a la población de colonos. En

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el proceso de crear nuevas sociedades con poblaciones, recursos económicos y capital social en crecimiento, que a pesar de todas las diferencias entre esas sociedades eran fundamentalmente inglesas, desarrollaron hogares culturales distintivos, que a mediados del siglo XVIII se podían replicar en nuevos territorios al paso que el crecimiento demográfico y económico creaba la demanda de mayor expansión en el continente norteamericano, y a raíz de que los nuevos territorios, anteriormente de los indígenas, fueron despoblados de sus habitantes originales. Si el centro cultural creado inicialmente por los ingleses en las Indias Occidentales estaba limitado en sus posibilidades de expansión a las islas y zonas costeras adyacentes a las regiones semitropicales, los centros culturales establecidos a lo largo de la costa oriental de Norteamérica tenían una vasta extensión de territorio ante ellos. Establecido en las últimas décadas del siglo XVII y completamente desarrollada en la época de la Revolución Americana, el sistema colonial británíco se había demostrado plenamente capaz de movilizar los estallidos periódicos de energía humana y aumento de población que impulsaban la expansión desde viejos núcleos de potencia colonial hacia nuevas periferias de asentamiento. En la época de la Revolución Americana esta gran fuerza colonial de asentamiento se había convertido en un poderoso motor para el ensanchamiento territorial. El logro de la independencia no puso fin al coloníalismo en los Estados Unidos. Lo que resultó de la revuelta coloníal fue que dejó a los colonos en control completo de la situación coloníal de los indígenas y esclavos, en gran medida, sin cambios. La continuación de la dominación por parte de los antiguos colonos en los sistemas políticos de los diversos estados y en el gobierno nacional aseguró que las tradiciones económicas, sociales, políticas y jurídicas de la época colonial sobrevivirían durante la era revolucionaria y en el período temprano nacional de la historia de los Estados Unidos. Así mismo, aseguró que los procesos coloníales pertinentes a la expansión territorial y las relaciones con los pueblos indígenas perpetuara principios del coloníalismo, hasta bien avanzada la época nacional, que habían sido las bases del sistema colonial formado durante los siglos XVII y XVIII, y que la historia nacional sólo representaría una ampliación de la historia colonial. Ciertamente, y rara vez apreciado por los historiadores de la experiencia nacional, las continuidades de expansión territorial entre las épocas pre y pos-revolucionarias son muy impresionantes. Después de 1776, igual que antes, los colonos (incluyendo los especuladores, los inversionistas, comerciantes y otras personas que esperaban poder vincularse o aprovechar los mercados creados por nuevos asentamientos), mas no los gobiernos, demostraron gran esmero en los proyectos de remover la población indígena. Ellos introdujeron la esclavitud dondequiera que jurídica y económicamente fuera viable, agresivamente exigieron el establecimiento de sistemas de derecho y gobierno que les eran familiares, y construyeron unidades políticas tan distintivas unas de las otras como lo fueron las primeras colonias. Seguramente, el gobierno nacional de Estados Unídos que en sí era el resultado de la unión de muchas unidades políticas, brindó más ayuda en el proceso de asentamiento que el estado británico lo había hecho, y la colonízación a partir de 1790 cada vez más llevaba consigo nuevas impresiones de un destino nacional Americano. Tal como los primeros colonizadores y sus descendientes habían hablado de sus logros como contribuciones a la fuerza y la mayor gloria del Imperio Británico en su

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lucha contra lo que consideraban enemigos despóticos y católicos, los Franceses y Españoles, los colonos después de 1776, sin duda, se vieron como agentes que aumentaban el territorio y el poder de la república norteamericana. Sin embargo, la propagación de asentamientos tenía más que ver con las necesidades, deseos, y autocomprensión de los colonos individuales y los promotores que con cualquier objetivo nacional como el destino manifiesto. Lemas pueden haber dado un nuevo significado a sus actividades, pero la gran mayoría de los colonos fueron empujados menos por la construcción nacional que por el hambre de tierras, ánimo de lucro, y el afán de explotar nuevos recursos, los mismos motivos que había impulsado a los asentamientos y las colonias durante la época colonial, y, como sus predecesores, principalmente, en gran medida, no actuaron como agentes del Estado sino por ellos mismos. Tan fuerte fue el deseo de los colonos por la tierra y la hegemonía sobre ella, que el estado nacional fue arrastrado por su fuerza, más controlado que en control. ¿Qué podría haber sido más colonial que la extensión de este proceso d.;,, colonización agresiva en las nuevas tierras que el estado nacional poseyó por tratado o compra? Así mismo, en la era nacional, tal como lo fue en la época colonial, los colonos operaron en los contextos inmediat9s locales y provinciales, que ahora se llamaban territorios o estados, y se comprometieron profundamente en el proceso de construir comunidades y formación política que les facilitaría la protección asociada con el sistema jurídico británico que, a pesar de estar en un contexto republicano, siguió siendo una parte importante del patrimonio jurídico y político de la nación. Así como en los estados originales que formaron la unión de 1787, en los nuevos estados el establecimiento de una hegemorúa por los colonos en cada territorio trasladó "el poder y la propiedad de sus habitantes originales a los colonos y los gobiernos que crearon" (Janiewski, 1995). Al m.ismo tiempo, los nuevos Estados importaron el sistema colonial de subordinación racial, inclusive donde la esclavitu.d fue prohibida por la legislación nacional. Los colonos de los estados construidos después de 1776, igual que sus predecesores coloniales, demostraron una masiva falta de atención por la vida y derechos de quienes no se parecen a ellos o compartían su cultura, y utilizaron la misma ideología que ya habían internalizado para justificar su continua expropiación de los pueblos indígenas. De hecho, en la medida en que tuvieran remordimiento por lo que les estaban haciendo a los pueblos indígenas y a los africanos, los colonos justificaron su comportamiento en términos de la historia que habían construido para explicar el significado profundo de sus vidas. Según esa historia, escuchada con variaciones en toda la América colonial y nacional, los colonos de origen europeo emprendían una noble empresa: convertir tierras vacías o subutilizadas en cultivadas, reorganizarlas en espacios delimitados donde se pudieran adquirir propiedad y mano de obra, ambos garantizados por las instituciones políticas locales y judiciales, y luego volver esos recursos productivos. En sus mentes, estaban construyendo puestos de avanzada de la civilidad occidental en un terreno salvaje, y contribuyendo así al gran proyecto de llevar la civilización a un mundo nuevo y vasto. Para los colonos que vivieron bajo una bandera nacional americana el sistema colonial había cambiado su nombre, pero no su carácter.

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¿Comparando nabos y coles? Descolonización en perspectiva global, 1776-1824 Kris Lane

Introducción

ste ensayo ubica la independencia de los Estados Unidos en el contexto más amplio del Imperio Británico, después de la Guerra de los Siete Años, y lo contrasta con el de la América española después de la Revolución haitiana. Reconociendo el aparente efecto de bola de nieve de los movimientos revolucionarios nacionalistas en el llamado "mundo atlántico" de esa época, el ensayo arguye a favor del reconocimiento de las relaciones angloespañolas en una escala más amplia, e inclusive global. Los dos argumentos, el uno a favor de la independencia y el otro del imperio, en el periodo comprendido entre 1776- 1824, se tornaron permanentes y agudos en un corto espacio de tiempo, pero estas imágenes similares, e inversas en superficie, del conflicto colonial esconden unas diferencias fundamentales en economía política. Esto no fue cierto solamente a nivel local, sino también en el contexto de permanente cambio de los patrones de comercio global y reorientación imperial. Con frecuencia se olvida, por ejemplo, que aunque el Rey y el Parlamento lamentaron dolorosamente la pérdida de las trece colonias norteamericanas, los británicos se apropiaban de la India mientras que España estaba perdiendo una gran parte de las "Indias". Más al este, la retención española de las Filipinas después de la pérdida de Manila en la Guerra de los Siete años era casi completamente opacada por la penetración inglesa en la China. Al tomar conciencia de las diferencias de sincronización entre la economía política local y la reorganización imperial global, uno se encuentra comparando los nabos anglo-norteamericanos con las coles hispano-americanas.

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Grandes contrastes Cuando las trece colonias inglesas en América del norte rompieron lazos con el Imperio Británico en 1783, en gran parte debido a la ayuda militar francesa y española y también al auxilio comercial holandés, los líderes del movimiento rebelde tuvieron intensas discusiones

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para encontrarle un nombre a la nueva nación. En contraste con "México" o 11 Perú", que hasta en los tiempos coloniales- parecían ser ecos naturales de imperios preeuropeos, o aun de "Cuba", que tenía el beneficio de ser una isla, las ex colonias inglesas norteamericanas no tenían un legado unificador o una geografía que no evocara a sus odiados maestros británicos. "Tsenacomacah", el nombre nativo para la región de la Bahía Chesapeake que los ingleses llamaron "Virginia" en honor de su "reina virgen", Isabel I, no estaba considerado.

Una sugerencia fue "Fredonia," que quiere decir "Tierra de la Libertad", pero le faltaba un timbre más sonoro y su significado no era obvio. "Columbia" sonaba mejor, pero hasta quienes lo propusieron tuvieron que admitir que Cristóbal Colón nunca tocó las costas norteñas del continente americano. Además, Colón era italiano y católico a pesar de su imagen de explorador intrépido, y parecía distante del mundo que los próceres blancos protestantes anglosajones anticiparon para su nueva creación. Entonces, por medio de un acuerdo, y pidiendo prestada una conocida frase de los holandeses -Las Provincias Unidas- la primera nación autoproclamada independiente en el hemisferio occidental fue nombrada evocando a otro italiano, Américo Vespucio, como los "Estados Unidos de América" (Colón era segundo en la lista de nombres, dado que "Columbia" había sido escogido como el nombre del distrito federal, con su capital de Washington).

Demografía y mezcla Con una población de más o menos 2,3 millones al momento de independencia, los Estados Unidos tenían apenas menos gente que las Provincias Unidas de los Países Bajos. En términos de las Américas esa era casi la mitad de la población de Nueva España en la misma época, y casi medio millón más que Brasil. Del total de los habitantes de los EE.UU., casi un cuarto eran esclavos africanos y sus descendientes, y unos 150 mil americanos nativos marginalizados. La política "india" se caracterizó por una sola palabra: traslado. Muchos otros pobladores indígenas, tal vez un millón, vivían fuera de los límites de la nueva nación, en territorios reclamados pero no asentados, por Francia, España, Gran Bretaña, y Rusia. Los colonos europeos incluían una mezcla ecléctica de alemanes, holandeses, hugonotes franceses, judíos sefarditas y askenazi, entre otros; pero la gran mayoría había emigrado de las islas británicas o era sus descendientes. La mayor parte llegó del sur de Inglaterra. En contraste con Hispanoamérica o Brasil, la Norteamérica británica no era una tierra de mestizaje. Con la excepción de ciertos barrios de ciudades porteñas del Atlántico (por ejemplo, Nueva York, Filadelfia, Baltimore, y Charleston) y fronteras concertadas (los Grandes Lagos, la región interior de las Carolinas y la Florida), los blancos y la gente de color vivían en mundos virtualmente separados. Luisiana, no obstante, todavía no hacía parte de la historia nacional, y Quebec iba a quedarse en Canadá, pero la mezcla de razas fue socialmente y en muchos casos legalmente proscrita. Algunos grupos indígenas, en Nantucket y Martha's Vineyard, y en Massachusetts y partes de la región interior de las Carolinas, por ejemplo, habían incorporado personas de descendencia africana en sus rangos tribales, pero ello no indicaba un límite permeable entre "negro" y "rojo", dado que en las regiones anglófonas la separación era muy marcada y que con el tiempo se agudizaría aún más.

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Transformaciones religiosas La elección religiosa, en contraste, no estaba vigilada con tantas luces. Los católicos ejercieron su fe libremente, especialmente en Maryland, pero la mayoría de los pobladores de los Estados Unidos, en el momento de la independencia, incluyendo la mayoría de los afroamericanos, eran protestantes bautizados y devotos. Como lo muestra Rhys Isaac, en el caso de la Virginia pre-revolucionaria, la intensidad devocionaI era culturalmente "transformativa" durante el Gran Despertar de mediados del siglo XVIII (Isaac, 1982). Los sermones cargados de efervescencia les prestaron una narrativa de unidad por medio del reconocimiento del pecado compartido y de la sumisión a la gracia de Dios. Pero hasta la mayoría protestante de los EE.UU. estaba dividida en un apabullante (y creciente) número de sectas que competían entre sí y que a veces eran mutuamente adversas. Igual que sus análogas católicas en Hispanoamérica, algunas de esas sectas fundaron universidades, hospitales, y otras instituciones permanentes, pero en los años anteriores a 1776 ninguna denominación religiosa creció con una riqueza independiente, ni como dueña de grandes terrenos ni como prestadora de dinero. Las iglesias de los EE.UU., así como sus pastores, dependerían de las limosnas piadosas, como en el mundo ibérico, y no obtuvieron un capital significativo en esos años. El contraste con Iberoamérica, exclusivamente católica, es profundo a pesar de los desafíos borbónicos y pombalinos a la riqueza y al poder de la Iglesia después de 1750. El aumento en la devoción religiosa en las Trece Colonias norteamericanas, especialmente después del llamado Gran Despertar (1740-60), incitó creencias igualitarias y apocalípticas. Aunque miles de realistas estaban en desacuerdo verbal, y escaparon horrorizados a Canadá y al Caribe cuando la victoria de los rebeldes fue obvia, una creencia ampliamente compartida -en todos los niveles sociales, y expresada en la prensa por hombres y mujeres- era que la independencia era un mandato divino (Juster, 1999). Al vencer al imperio más poderoso del momento, los recién declarados ciudadanos de los Estados Unidos de América empezaron francamente a creerse los elegidos de Dios. Sólo el casi medio millón de esclavos de la primera época de los EE.UU. advirtieron la ironía de su propia condición entre tanta habladuría sobre libertad. Muchos de los esclavos y negros libres también participaron en el Gran Despertar, pero sus espacios religiosos, narrativos y de autoridad -sus iglesias, sus pastores, sus canciones de alabanza- estaban forzosamente segregados por fuera del mundo "blanco" (Margan, 1998). Ahí mismo, en la "América Africana", surgió otro apocalipsis redentor, uno que estaba descrito en términos de los judíos obrando bajo el látigo del Faraón, esperando a su propio Moisés. Pueblos indígenas exiliados como el Shawnee, por ejemplo, crearon aun otra corriente siguiendo sus propios chamanes o "profetas", como los llamaban los blancos, a veces entrando en conflicto con los pioneros, y a veces escapando aún más adentro en el territorio salvaje.

Exportaciones primarias A pesar del racismo y las marcadas jerarquías laborales, las Trece Colonias, en contraste con la Nueva España o con la mayoría de Hispanoamérica o Brasil, no fueron grandes exportadoras de

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productos primarios a nivel global y no contenían minas de metales preciosos. Una pequeña cantidad de oro había sido encontrada en Carolina del Norte después de la Independencia, en la última década del siglo XVIII, pero antes de 1783 la industria minera de la Norteamérica británica estaba básicamente limitada al hierro y hasta en eso la industria era aún muy reducida, y concentrada en Nueva Inglaterra (donde era explotada por obreros libres) y en Virginia (donde tenían esclavos para su extracción). El potencial que la industria colonial del hierro tenía para exportar fue inicialmente promovido, pero después notoriamente limitado por las Actas de Navegación. El tabaco de Virginia era conocido en todo el mundo por su calidad, pero con el paso del tiempo los cultivadores encontraron una competencia creciente en Brasil, el Caribe Español, y hasta la misma Europa para su exportación. Los holandeses, entre otros, se habían especializado en el arte de mezclar tabacos importados con sus propios cultivos. El control metropolitano del mercadeo y la distribución dejó a los cultivadores en desventaja, hecho que empeoró por el costo creciente de las tierras exhaustas por sobreuso. El arroz sureño y las exportaciones de índigo también sufrieron la creciente competencia de regiones tropicales más productivas, incentivadas por la progresiva fisiocracia mercantilista después de 1765. Si las plantaciones sureñas de las Trece Colonias compartían algo con las haciendas de Hispanoamérica en el momento de la independencia, eran los niveles altísimos de deuda, exacerbados por la dependencia que los colonos tenían de los mercaderes metropolitanos.

El consumo y el comercio de esclavos ¿Y el poder adquisitivo? Las Trece Colonias, aunque reconocidas cada vez más por su valor en el mercado de los productos exóticos (té, seda, textiles multicolores, porcelana, entre otros) al término de la Guerra de los Siete Años, en 1765, no eran tan importantes como las islas caribeñas, especialmente Jamaica y Barbados, en la economía británica. Fue ese el caso del mercado de esclavos. Aunque la población esclavizada de la Norteamérica y el Caribe británicos era casi igual en 1776 (500 mil en cada región), el ambiente de trabajo y las enfermedades que asediaban eran drásticamente diferentes. Esas diferencias tenían alcances importantes para los comerciantes ingleses de esclavos, así como para los dueños de las plantaciones. La esclavitud caribeña, controlada por hombres como el infame Thomas Thistlewood de Jamaica, literalmente consumió a los africanos de los últimos años del siglo XVIII (Burnard, 2004). Enfermedades como la falciparum malaria, la viruela, y la disentería le agregaron aún más miseria y muerte a la población en las islas azucareras (Brown, 2009). En términos simples, colonias como Jamaica y Barbados -marginalmente más saludables-, no pudieron sobrevivir o producir algo de ganancia, sin la importación continua de esclavos. Los comerciantes de estos cautivos dependían de esos mercados para su sustento y los dueños de las plantaciones -una minoría blanca pequeña que sobrevivía usando la brutalidad constante en un mundo básicamente africano- necesitaban desesperadamente de los comerciantes de esclavos. El tráfico de negros africanos no disminuyó después de la Independencia de los EE.UU., al contrario, subió en aceleración y en cantidad. Hacia 1800 los comerciantes ingleses transportaban el 60 por ciento de todos los esclavos que cruzaban el Atlántico, que aproximadamente eran unos 50 mil por año. Muchos eran vendidos a los españoles en Cuba o a los por-

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tugueses en Brasil, pero a pesar de eso las islas azucareras británicas fueron las que produjeron más de la mitad de todo el producto enviado a Europa hacia 1807, cuando el Parlamento inglés se movió por primera vez a terminar el comercio de esclavos (Drescher, 2009). El historiador Christopher L. Brown argumenta que el cambio de rumbo rotundo de Gran Bretaña, al pasar de ser el comerciante de negros más grande del mundo a ser el líder del movimiento en contra de la esclavitud, fue inspirado por la Independencia de los EE.UU (Brown, 2006). (Claro está que la institución de la esclavitud solo se terminó en las islas caribeñas británicas en 1834, años después de la independencia de América Latina). La esclavitud ejercida en Norteamérica británica era tan brutal, especialmente en los cultivos de arroz y en las factorías de índigo de Carolina de Sur, que tendía a impulsar la reproducción (y eventualmente la crianza calculada por parte de dueños llenos de avaricia en lugares como Virginia) lo cual disminuyó la demanda y la importación de nuevos africanos (Margan, 1998). La ausencia de metales preciosos, o aun de azúcar, para intercambio en el comercio de esclavos, unida a las grandes distancias extras que les tocaba recorrer comparadas con las de las islas caribeñas, redujo aún más la venta, en las Trece Colonias y en los EE.UU., de cautivos negros, en los primeros, años. A pesar de la ola creciente de críticas al negocio de esclavos (y en menor escala a la institución de la esclavitud) entre los cuákeros y los publicistas, como el reciente emigrado inglés Thomas Paine, los norteamericanos británicos que todavía sentían la necesidad de importar africanos, se afianzaron en el capital comercial de las ciudades del Atlántico Medio y de Nueva Inglaterra para fortalecerse. Con inversionistas disponibles en lugares como Providencia en Rhode Island, no necesitaban el capital de ciudades inglesas como Bristol o Liverpool.

El capital comercial ¿Por qué sucedió así? Igual que los holandeses un siglo antes, los empresarios norteamericanos británicos habían empezado a acumular el capital producido por el comercio, y se establecieron como un fortín importante para los negocios en el hemisferio occidental al servicio del gran mundo Atlántico. Esto sucedió primero en regiones ubicadas al norte de la línea ecuatorial, incluyendo las islas caribeñas, donde almacenaban grano, bacalao, y duelas debarriles; y después al sur de la línea ecuatorial, donde eventualmente proveían a los comerciantes brasileños de esclavos con naves, capital, y hasta tripulaciones. Además, especialmente, en las ciudades del Atlántico Medio y Nueva Inglaterra, existía interés en el estilo holandés de invertir las ganancias del comercio y del transporte en la industria, el refinamiento y otros, para agregar valor a los productos primarios. La re-exportación de la melaza caribeña como el ron de Nueva Inglaterra es sólo uno de los ejemplos de los establecimientos manufactureros existentes antes de la fundación de las famosas fábricas de textiles que usaban molinos de agua en Rhode Island, después de 1793. En contraste con sus vecinos en Iberoamérica, quienes actuaban bajo un pesado régimen de medidas, los colonos de Norteamérica británica vivieron bajo sus propias leyes, hasta que las políticas mercantilistas se endurecieron después de la Guerra de Siete Años. Libres del imperio británico en 1783, se movieron rápido a emular las técnicas holandesas de comercio (en el momento exacto en el que los propios holandeses estaban en descenso) y, con la ayuda de espías, los métodos manufactureros de los ingleses.

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También como los holandeses, los norteamericanos británicos eran altamente letrados, bien informados y con ganas de encontrar y explotar nuevos caminos hacia la ganancia. Es de anotar que no tuvieron que afrontar la censura, ni las denuncias de un organismo como la Inquisición por contar con -o por escribir- obras controversiales. La innovación y la competencia, como el ahorro y la buena inversión, como lo muestran la vida y los escritos de Benjamín Franklin, eran promovidas y premiadas. El linaje no estaba valorado sobre la iniciativa personal, ni siquiera entre los dueños de plantaciones, aunque la burguesía emergente se movió rápido a consolidar sus ganancias y a establecer su estatus por medio de la filantropía y el consumo conspicuo. Igual que las élites de Hispanoamérica y Brasil, los colonos de alto rango en la Norteamérica británica enviaban a sus hijos a Europa para ser educados y frecuentemente buscaban mejorar sus linajes con infusiones frescas de sangre del "Mundo Viejo". El Gran Despertar, sin embargo, también sucedió en Inglaterra, y la creencia de realzar el potencial individual mediante el trabajo duro no era un valor único de los americanos. Y, ¿cómo pudieron ejecutar contratos en una sociedad tan dividida en asuntos de religión? Algunos comerciantes reforzaron la confianza por medio de asociaciones religiosas, como sucedió entre los cuákeros, y otros, por medio de cofradías seculares, como sucedió con la francmasonería. Claro está que las cofradías religiosas desempeñaron un papel similar en el mundo ibérico, pero el sistema legal en las Trece Colonias era fundamentalmente diferente. En contraste con Hispanoamérica y Brasil, donde las disputas eran resueltas a través de costosas y lentas apelaciones de magistrados reales en cortes lejanas, los norteamericanos británicos de todas las religiones estaban pendientes en un grado sumo de sus jurados locales. De nuevo, eso era percibido como un valor fundamentalmente "inglés". Puede ser que la (todavía inexplicable) densidad de la población y la interconectividad de las Trece Colonias, especialmente en la costa del noreste, engendraron la formación temprana de una esfera pública al estilo europeo occidental hasta el punto de que algunos historiadores han afirmado que las Trece Colonias británicas en 1776 tenían la esfera pública más desarrollada del mundo (Drescher, 2009). Otra vez, la analogía más cercana se puede encontrar en el norte de Holanda, con todas las provincias marítimas y agrícolas compitiendo pero también cooperando, con sus poblaciones políglotas y religiosamente diversas, con su preferencia para el gobierno representativo, y con su prensa libre. La autoridad y el capital no estaban concentrados en el centro activo de Ámsterdam, sino también distribuido entre otros pueblos y ciudades como La Haya, Leiden, Delft, Rotterdam, y Utrecht (Israel, 1989). El rechazo del Imperio Británico por las Trece Colonias en 1776 fue conscientemente modelado en el que Holanda había mostrado en contra de la España de los Habsburgo dos siglos antes, por la imposición de impuestos y restricciones al comercio (en vez de libertad religiosa e iconoclastia, más provocativas), temas principales que incitaron a los rebeldes (Parker, 1990). Como anota Jack Greene, entre otros, la lucha por la independencia de los Estados Unidos estaba basada profundamente en un "principio de libertad" expresado por asambleas de empresarios interesados en que se pensara en ellos mismos como "caballeros ingleses", fueran ellos grandes dueños de esclavos en el Sur, o comerciantes y artesanos en el Norte, más urbanizado. Así como los conquistadores míticos de la España del siglo XVI, los holandeses del siglo XVII y los empresarios del Atlántico norteamericano del siglo XVIII se vieron a sí mismos como aventureros "machos", forjados con su propio trabajo.

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Nada de eso los hizo rebeldes necesariamente, dado que los dueños de plantaciones de Jamaica y Barbados compartían el mismo orgullo (de no ser españoles atrasados, por ejemplo) pero esos aspectos de identidad política, reforzados durante un siglo de malentendidos, hizo mucho más fácil que los mismos colonos norteamericanos británicos de élite identificaran la "tiranía" real y empezaran a soñar con una manera de vivir sin el rey. Sin una mayoría significativa de esclavos africanos o de indígenas subyugados que enturbiaran las aguas (en gran parte enturbiadas por los colonos mismos), y sin exportaciones importantes que los hiciera indispensables al Imperio Británico, era imposible que los "caballeros ingleses nacidos libres" de las Trece Colonias no solamente soñaran con la independencia, sino que arriesgaran para lograrla. Donde, de modo inexplicable, se probaron más radicales fue en el rechazo a la idea de una monarquía divina en sí misma, pues hasta los librepensadores holandeses tomaban muy a pecho a sus monarcas. Pero volviendo al tema ,de la economía, podríamos asegurar que los hispanoamericanos no tenían menos sentido empresarial que sus vecinos del norte, fuese en agricultura, ganadería, minería, o comercio, en la década de 1770. Numerosos estudios lo han probado así. Solamente en el sector minero, la plata fue mucho más capitalizada que cualquier otra industria de las Trece Colonias y su producci6n creció exponencialmente después de 1765. En el desarrollo del sector minero tuvo menos que ver la corona que la iníciativa privada. La explotación de oro en Nueva Granada, gracias a la expansión rápida de la esclavitud en la Costa Pacífica, creció de manera acelerada después de que el quinto bajó a un 3 por ciento de su producción, en 1777. Mientras los depósitos se agotaban, comunídades enteras de esclavos en el Chocó eran trasladadas a los distritos de Raposa y Barbacoas, y hasta la región de Esmeraldas en el Ecuador de hoy. Minas que habían sido abandonadas en Antioquia y Popayán fueron revividas y expandidas, muchas veces por mazamorreros de pequeña altura. En Chile, el sector minero del oro seguía un modelo diferente de mano de obra libre, que parecía haber surgido de la nada. El potencial cuprífero de Chile estaba siendo cada vez más reconocido, aunque algo tarde en la época colonial. Las exportaciones de cueros, cacao, tabaco, corteza de quino, índigo, y muchos otros productos estaba creciendo rápidamente, a veces impulsadas por incentivos de la corona a pesar de sí misma. El sector manufacturero, desde luego, no era favorecido por los comerciantes peninsulares todopoderosos y quienes encontraron depósitos de hierro cerca de Medellín en la década de 1780, quedaron vetados para explotarlos. A pesar de ello, algunas regiones donde se producían textiles y cerámica en México y en los Andes revivieron durante la época borbóníca, y alcanzaron un modesto nivel de proto-industrialización. En efecto, no todo era dependencia y subdesarrollo en las Indias hispanas. Aparte de su asombrosa riqueza en exportaciones de productos primarios, la comercialización de su recurso más importante, los metales preciosos, era cada vez más dinámica después de 1765. Con tasas de interés relativamente bajas, mano de obra cada vez más barata y disponible, y el lento desmantelamiento de barreras al comercio interregional, nuevas fortunas estaban siendo acumuladas por las clases comerciales crecientes, no solo en el centro de ciudades viejas como Ciudad de México, Lima, y Bogotá, sino también en capitales que antes habían sido marginales, como Caracas, Buenos Aires, y Santiago de Chile. La Habana, Santa Marta, y Cartagena de Indias habían renacido completamente en los últimos años del siglo XVIII, a pesar de las guerras pe-

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riódicas. Dentro del continente, los terratenientes, siempre acusados de feudalismo, también estaban muy involucrados en el recién expandido juego comercial. De manera rutinaria, los dueños de haciendas desde Guadalajara hasta Trujillo estaban" diversificando sus portafolios" para invertir en la minería, el comercio, y los cultivos nuevos de exportación. Algunos perdieron mucho y sus deudas crecientes los llevaron a pensar, igual que a muchos de los dueños de plantaciones en Norteamérica, en lo conveniente que sería la independencia de Cádiz, si no la de la misma Madrid.

Acuerdos coloniales De estas grandes comparaciones sugirieron algunas semejanzas sorprendentes. Sin embargo, tenemos que recordar que las Trece Colonias británicas y la Hispanoamérica continental habían heredado tradiciones políticas distintas. Ello tenía que ver, en parte, con las grandes diferencias en los recursos naturales y en las herencias demográficas arriba descritas, pero también con la cultura política siempre cambiante de Gran Bretaña, temprano en la época Moderna. Aunque en cierto grado inspirados por la conquista de Irlanda, proyecto que había sido patrocinado por la corona y marcado por las recompensas tradicionales a los caballeros, los aventureros comerciales que establecieron los primeros asentamientos británicos en Norteamérica operaron en una época de autoridad real concertada y de creciente fricción religiosa. Para proteger sus intereses comerciales en contra del escalfo real (o sus creencias religiosas del castigo real), las asambleas de los colonos estaban instituidas con el propósito de poner en jaque a la autoridad real. Para ponerlo en términos narrativos más interesantes, los norteamericanos británicos enfatizaron desde muy temprano que tenían derechos como "caballeros ingleses libres". En contraste, los hispanoamericanos a pesar del espíritu empresarial de sus conquistadores, fueron rápidamente puestos bajo control por los burócratas reales quienes ponían a prueba la "lealtad" de los sujetos del rey con impuestos como la alcabala. En Quito (como en los Países Bajos del Duque de Alba), la supresión de las asambleas urbanas que rechazaban el derecho de la corona a poner impuestos había sido como una "segunda conquista", como lo expresa Lynch (1976). Un acuerdo de la corona en la forma neo-medieval de regalos o mercedes, que enfatizaba la magnanimidad real y el compromiso para proteger a sus súbditos y para administrar justicia con imparcialidad, se había logrado, aunque marchara con una lentitud insoportable al otro lado del océano Atlántico. En contraste con el "principio de libertad" de los ingleses del Siglo XVII, que enfatizaba el derecho de los subordinados del rey a reunirse con el fin de contrarrestar su tendencia a abusar del poder, lo que llamo el "principio de dependencia" que apareció por la década de 1570 en Hispanoamérica, enfatizaba en la sumisión de la asamblea local -el cabildo- y sus miembros a la autoridad real, a cambio de cesiones de terreno, promociones, asignaciones de mano de obra indígena y otras recompensas. Una versión modificada de ese sistema fue aplicada pronto en los cabildos de los indígenas. Las exhibiciones religiosas y teatrales de la autoridad de la corona (por ejemplo, en los castigos públicos y en las ejecuciones y los autos de fe) y de su benevolencia (por ejemplo, en las peticiones de gracias al sacar) promovieron la ficción de la reciprocidad que fue la base del dominio colonial. Los colonos respondían con

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exposiciones, igualmente teatrales, de lealtad mostradas con más crudeza en las luchas épicas contra los "heréticos luteranos" (con quien en secreto mantenían relaciones comerciales). El dominio de la ley fue clave a la hora de definir la situación de los particulares en el norte y en el sur, y su poder, que se mostraba abiertamente en la institución de la esclavitud, fue prodigioso para circunscribir la libertad personal en las colonias americanas. Ese estado legal -el de los esclavos- definió el estado legal del colono-patrón y del dueño o vecino. En algún sentido, ese fue el quid inmediato de la cuestión, por lo menos en términos de autopercepción, y fue especialmente crítico al momento de rebelarse contra la autoridad de la corona. ¿En qué punto de los últimos años de la época colonial, podernos decir que estarnos distinguiendo definitivamente entre "ciudadanos" y "súbditos"? O, simplemente, se trataba de una cuestión de perspectiva. El de "ciudadanía" es un concepto resbaloso y su definición, sin duda, varió tremendamente según el tiempo, el lugar y las circunstancias individuales. Pero una cosa es cierta, mientras que los súbditos ingleses en el exterior "estaban en posesión" de derechos desde su nacimiento, y se sabían dispuestos a defenderlos en una acción colectiva contra todos los intentos de la corona de usurpárselos, los súbditos españoles "recibieron" los suyos (es decir, sus privilegios) corno regalo de la corona, después de la consolidación de los Habsburgo, con la expectativa de que tenían que suplicar y competir por su reconocimiento individual. Los dos modelos implicaban la tensión, pero las energías estaban desvíadas de distintas maneras. Los Habsburgo y los Barbones aprendieron a dispersar el poder desviando los diferentes reclamos de sus súbditos. Esos contrastes básicos en la economía política, en la dernografia, y en la cultura política y religíosa, no son suficientes para explicar los caminos tan diferentes que llevaron a las independencias de Hispanoamérica y de Anglo-América. Es necesario, tal vez, tornar otra ruta ubicando los movimientos de independencia americana en el contexto más amplio de los conflictos del mundo atlántico, y también del imperialismo español y británico en el siglo XVIII y los primeros años del XIX. El argumento de este ensayo se centra en esta perspectiva más amplia, que también implica la inclusión del caso de Haití. Al examinar la historiografía reciente sobre la esclavitud y su abolición, es posible comenzar, tal vez, a distinguir entre nabos y coles y evitar así algunos de los errores conceptuales frecuentes en las narrativas de la llamada "Gran América" (de acuerdo con Herbert Bolton, historiador de la región de los límites entre México y los Estados Unidos).

Comunidades imaginadas Adentrarse en la maraña que puede ser el terna de los orígenes nacionales es una empresa arriesgada pero necesaria, especialmente si querernos escapar de los rígidos modelos de colonizador versus colonizado, heredados de la época de la Guerra Fría. Corno lo dice J.H. Elliott, vale la pena explorar la cuestión de si el nacionalismo es anterior a, o es resultado de las luchas coloniales, aunque el terna más amplio ofrece oportunidades de mirar otros contenidos anteriores o posteriores. Mientras que la muy citada exégesis sobre nacionalismo de Eric Hobsbawm (1990) trató casi exclusivamente sobre Europa, el intento más temprano de Benedict Anderson

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(2006) no quiso privilegiar al Viejo Mundo. En una posdata, en la tercera edición de Comunidades Imaginadas, Anderson ofreció su explicación para elegir a las repúblicas Hispanoamericanas continentales como su punto de partida: (... ) los múltiples estados nacionales creados en Sur américa y en América central durante el período de 1810-1838 vinieron a mi rescate (aunque, en 1983, no podía leer ni español ni portugués). La multiplicidad fue tan importante como las tempranas fechas en la historia mundial. Las /revoluciones' estadounidenses y haitianas ocurrieron antes que los movimientos nacionalistas en Hispanoamérica, y el Brasil nacional apareció más tarde, pero cada llllO de ellos tenía la ventaja de la idiosincrasia (hace unos pocos días, mi diario local en Bangkok se refirió con sarcasmo a los EE.UU. como la Tierra de los Libre [mente Egoístas]). Pero Hispanoamérica fue supremamente comparable, e igualmente importante, en la guerra durante los años sangrientos producto de las múltiples independencias republicanas, mientras que compartía el idioma y la religión con la España Imperial, no mucho antes de que los magyares, checos, noruegos, escoceses e italianos impulsaran sus propios movimientos nacionalistas ( ... ) Hispanoamérica ofreció argumentos perfectos contra la incapacidad comparativa y contra el eurocentrismo. Me permitió pensar en los EE.UU., en el contexto panamericano, simplemente, como otro estado revolucionario liderado por criollos y, también, más reaccionario que los estados hermanos al sur (en contraste con Washington, el Libertador impuso un proceso paso-por-paso para terminar la esclavitud, y en contraste con jefferson, San Martín no habló de los habitantes originales de su país como salvajes, sino que los invitó a volverse peruanos) (... ) Los Estados Unidos tuvieron un final blanco polémico (... ) (Anderson, 2006: 210).

Por mucho tiempo fue común denigrar de los Estados Unidos -y de los historiadores estadounidenses- debido a su egocentrismo, semejante al de los mandarines chinos, y esa es la razón precisa por la cual Anderson opta por ignorar casi completamente, en vez de contextualizar, la independencia estadounidense y su movimiento nacionalista "reaccionario". Pero esa elección políticamente de moda parece extraña cuando uno nota cómo muchas de las ideas clave de Anderson, como la del "capitalismo de la prensa", aplica mucho más fácilmente a las Trece Colonias en 1776 que a cualquier otra región de Hispanoamérica continental. Parece que Hobsbawm, en contraste, consideraba que el nacionalismo estadounidense era tan "idiosincrático", para usar la palabra de Anderson, que no merecía ninguna mención en su gran obra (aunque todo sobre América Latina corrió la misma suerte). Los historiadores estadounidenses han sido culpables de las tendencias egocéntricas, sentimentales y triunfalistas, pero esas tendencias hoy son las excepciones. Las historias de la esclavitud y de los pueblos indígenas de Norteamérica, los dos temas que Anderson señaló como los "puntos ciegos de los padres de la patria", los cuales no afectaron a los grandes libertadores de Hispanoamérica, han sido tan trajinados desde la década de los 1950 que las narrativas populares en eventos conmemorativos (por ejemplo, "Jamestown, Virginia: 1607-2007") o las actividades de los parques de diversiones educativos (por ejemplo, Williamsburg Colonial) buscan negar con indolencia toda afirmación de progreso. Como lo atestigua la renovación del Museo Nacional del Indio Americano dirigida por indígenas, en el año 2004, la actitud de "América" en estos días, aunque no falta la crítica agria, es de expiación, de enfrentamiento a la invasión de las épocas coloniales y nacionales, a la exterminación, y a la explotación racial.

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Y, más importante para los fines de este ensayo, los investigadores afroamericanos e indígenas de los Estados Unidos se conectan hoy, de manera rutinaria, con sus homólogos en América Latina (y el Caribe) para ayudar en destruir el mito de la "democracia racial" en el hemisferio sur. De hecho, ahora es difícil encontrar la clase de historia miope y autocomplaciente sobre los EE.UU. que Anderson parecía estar criticando en 1983. Han ocurrido otras innovaciones historiográficas. La expansión drástica de la historia del mundo atlántico, más allá de la vieja óptica del Imperio Británico, ha abierto las puertas a la percepción de tal manera que hace parecer innecesaria, o por lo menos demodé, la polémica sobre la decisión de Anderson de ignorar el caso de los EE.UU. Aún más, la nueva obra de los historiadores globales hace énfasis en el peso de Asia y en la impenetrabilidad de África, antes de finales del siglo XIX. La historia de la diáspora africana ha ofrecido aun otro lente para mirar los sucesos coloniales y anticoloniales mucho más allá de las Américas y del Gran Atlántico. Toda esa nueva investigación, que viene tanto de la historia como de otras disciplinas que incluyen la arqueología y la lingüística, pone a la historia estadounidense del anticolonialismo y la independencia en un contexto global querámoslo o no. Sin embargo, no solo tenemos que apreciar a Anderson por su instinto sino por su investigación, desde 1983. En Comunidades Imaginadas el autor intentó dar una voz a los hispanoamericanos y a los filipinos hispanos, tal como al asombrosamente lúcido novelista José Rizal. Tal vez Anderson no entendió bien todos los particulares de la independencia de Hispanoamérica ni puso suficiente atención a la independencia de los Estados Unidos, pero al tomar en serio a su héroe Rizal (y examinando un poco El Periquillo Sarmiento en una búsqueda vana por un "capitalismo de prensa" en la América española) quería hacer entender a sus lectores, mucho antes de ser conocido, que el anticolonialismo del "tercer mundo", hacia el siglo XIX, no había sido simplemente un proyecto de las élites que había descendido poco a poco a las masas. Aunque al finalizar el movimiento de independencia traicionó muchas de las esperanzas en toda Hispanoamérica, este contenía una inmensa energía proveniente del descontento nacido de siglos de subyugación. Hidalgo, Bolívar -hasta Humboldt- sabían bien esto, y es precisamente ahi, como Eric Van Young (2001) lo ha documentado extensivamente en el caso del México rural, donde algo fundamentalmente diferente pasó. A pesar del proverbial elefante en el recinto que fue la esclavitud, las Trece Colonias no contaban con algo parecido al ingente campesinado, en su mayoría indígena o mestizo, y por tanto, en el curso de sus luchas por la independencia no existieron los ejércitos de campesinos merodeadores dirigidos por bandidos o por curas radicales y anti-racistas.

'Monarquías Compuestas', en crisis Por el momento, vamos a dejar a un lado los argumentos sobre los primeros brotes de nacionalismo y regresaremos a las fuentes de la independencia de las América británica y española y a cómo podemos dilucidar sus procesos, tomando en cuenta las investigaciones recientes. Como está atrás sugerido, pocos historiadores promueven hoy la vieja idea del "excepcionalísimo americano" cuando se refieren al camino de la independencia estadounidense y su de-

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sarrollo posterior, pero estamos lejos de encontrar respuestas convincentes a las cuestiones de por qué la independencia de los Estados Unidos ocurrió casi cinco décadas antes que la de Hispanoamérica, siendo que las dos regiones estaban sujetas a presiones similares; o por qué los EE.UU. siguió un camino diferente en la post-independencia, o por qué la búsqueda de explicaciones satisfactorias ha dado como resultado los argumentos mediocres de algunos economistas y politólogos (por ejemplo, Fukuyama, 2008). Es interesante que la mayoría de los historiadores angloparlantes de esas y otras "Revoluciones Atlánticas" (para no hablar de teóricos globales como Anderson) no se muestren inquietos por la demora de la región hispana en independizarse; pero pocos, con la excepción de J.H. Elliott, han mirado el asunto comparativo de manera macro-regional y a largo plazo, desde el punto de vista español o hispanoamericano. Por ofrecer comparaciones amplias y sutilmente reveladoras, Elliott (2006, 2009) sigue siendo el único en tener en cuenta los cambios complejos y los reveses de fortuna sufridos por los súbditos coloniales y por el Imperio Español entre la Guerra de los Siete Años y 1824, puestos en el contexto específico de los Estados Unidos y Gran Bretaña. Elliott hace una afirmación en particular que puede parecer sorprendente: ni la independencia de los EE.UU. ni la de Hispanoamérica fueron resultado de la crisis del imperio, sino de las crisis de las "monarquías compuestas" ocurridas tempranamente en la era moderna. Es decir, que cuando aún se usaba el lenguaje de imperio, antes de las últimas décadas del siglo XVIII, el significado era diferente: los territorios de ultramar (Nueva Granada, Nueva York) así como los territorios más cercanos (Escocia, País Vasco), tenían más o menos el estatus de reinos, partes únicas e individuales de una conglomeración más grande, cada una con sus derechos y privilegios negociados. Eso estaba perfectamente en línea con el modelo corporativista del gobierno de los Habsburgo, así como con el de los Tudor-Stuart. Dichas monarquías compuestas fueron difíciles de manejar pero pudieron funcionar medíante la división, como si se tratase de hijos de diferentes edades y talentos, aun al otro lado del océano. Esos pueblos dependientes con intereses competitivos tendían a vigilarse mutuamente cuando alcanzaban la mezcla debida de incentivos o de sanciones. Pero esos pueblos dependientes, como la mayoría de los hijos, también aprendieron amanipular a su "Padre Benefactor" y distante, así como a sus sistemas para dividir y mandar, para corromper, infiltrar, y aun subvertir completamente. Y fue más fácil cuando los. monarcas se volvieron débiles y las distancias se hicieron más grandes. Las cosas comenzaron a cambiar empezando con los Barbones centralizadores después de 1713 y con la Revolución Gloriosa de 1688 (que fijó la idea del Rey en el Parlamento). La monarquía compuesta iba a ser reemplazada por una autoridad más centralizada y los sectores siempre favorecidos por el patrimonio real (más notablemente la Iglesia en el mundo hispano) iban a ser reducidos a un tamaño más manejable, o por lo menos refrenados, y puestos en una condición igualmente subordinada. Los súbditos del rey iban a responder por sus deberes en vez de gozar de sus derechos, y eso implicaba, entre otras cosas, pagar la parte asignada de los gastos para su defensa. Los "reinos de ultramar" de España y Gran Bretaña, sin embargo, solamente entendieron cuál era su lugar

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verdadero en el imperio con la enorme crisis fiscal ocurrida a raíz de la Guerra de los Siete Años. Todos, hasta las élites criollas que estaban acostumbradas a mirar los acontecimientos coloníales desde la barrera y en beneficio propio, empezaron a ser tratados corno colonizados. Según Elliott, los sujetos que antes eran aceptados corno "iguales", así en el norte corno en el sur, reaccionaron con incredulidad asombrosa a esta dernoción repentina de su papel de socios al servicio del imperio.

Contrapunto haitiano Mucha atención se le ha prestado a la trayectoria de Haití en investigaciones recientes, de manera justa, dados los casi dos siglos de silencio -o "callando"- corno lo dice arnargarnente el erudito haitiano Michel-Rolph Trouillot (no parece que Anderson haya vuelto tampoco a este rnovirniento "idiosincráticÓ"). Más allá de una lección de córno no utilizar a una mayoría esclavizada hasta el punto de la explosión, aclarar la historia de Haití implicaba proponer nuevos cuestionarnientos a la Francia revolucionaria "imperial", y también mirar rnás cercanas a las islas de Martinica y Gui'-dalupe, supuestamente "leales". El rnornento preciso de la Revolución Haitiana, y de cierta manera su triste desenlace, ahora puede ser narrado con confianza, si no perfectamente explicado (Dubois, 2004; Geggus, 2001 y 2002; Geggus y Fiering, 2009). La historia de la independencia de Haití tiene sus propios héroes tan ambivalentes y frustrantes corno Jefferson y Bolívar. Cambios sísmicos tornaron lugar en todas partes del mundo Atlántico bajo la mirada de Toussaint y Dessalines, y algunos de sus contrarnovirnientos han dejado confundidos a muchos historiadores, sean simpatizantes o no. Sin embargo, no es suficientemente conocido el hecho simple de que el "poder negro" impulsó la rendición de la Francia revolucionaria y de Napoleón (entre otros que querían reconquistar el territorio), mientras que reorganizaba su propia monarquía que tuvo la fuerza de anexar a Santo Domingo y de abolir la esclavitud en la mitad española de la isla. Es un pasado que está silenciado. Si la independencia de los Estados Unidos fue tan radical que extinguió la idea de las monarquías antes que la Revolución Francesa, la independencia de Haití fue rnás lejos, hasta poner a prueba los límites extremos de los anuncios de revolución en el terna de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Por abolir la esclavitud de una vez y para siempre, Haití fue verdaderamente el primer "imperio de los libres" del mundo Atlántico. La independencia hispanoamericana no ha tenido poca atención comparada con la de Haití, entonces ¿por qué hemos tratado aquí este asunto corno un problema? En parte porque desde una perspectiva global, o aun desde una perspectiva Atlántica, las llamadas "reformas Borbónicas" españolas y los grandes levantamientos indígenas en los Andes (y, en menor escala, en otras partes corno en el Yucatán), parecen provocaciones suficientemente comparables a las ocurridas en los Estados Unidos y en Haití (Dado que Anderson no habla ni de los EE.UU. ni de Haití, no figura el problema del rnornento en que ocurrió y los Hispanoamericanos son llamados los "pioneros criollos"). Igual que sus homólogos ingleses en la costa oriental de Norteamérica después de la Guerra de los Siete Años, y casi al rnisrno tiempo, los millones de súbditos de la América española también afrontaron los aumentos de impuestos, la represión al contrabando, las exclusiones de participación en el gobierno, y otras

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nuevas medidas invasivas. Ministros ambiciosos como Gálvez les cambiaban rápidamente y sin misericordia las reglas de juego a los Hispanoamericanos de todos los niveles sociales. Gálvez y sus seguidores tenían sus razones para actuar así. Recordemos que el imperio había entrado en el conflicto tarde y con gran renuencia y que las batallas y escaramuzas perdidas por España en la Guerra de los Siete Años, fueron tan humillantes como costosas. De allí, entonces, provenía el nuevo interés en explotar hasta el límite el potencial económico de las plantaciones caribeñas, a la manera de los franceses y los británicos. Los esclavos africanos introducidos por comerciantes ingleses a Cuba transformaron la economía de esa isla en un plazo muy corto y los experimentos en la administración centralizada, en la diversificación de cultivos, en los censos para la colección más eficiente de los impuestos, en el reclutamiento,. en el entrenamiento militar, en el fomento de la minería, y en muchas otras innovaciones, ocurrían en una rápida sucesión. El experimento cubano impulsó la lealtad en la nueva esclavocracia en un plazo muy corto, pero también dejó la semilla de la revolución a largo plazo (Scott, 2005). En otras partes de Hispanoamérica, sin embargo, reformas Borbónicas como las implementadas por Gálvez y sus colegas tuvieron su mayor éxito en la colección de impuestos. Fuera de Cuba, lo que se puede llamar el desarrollo fisiocrático patrocinado por el estado solamente parece haber despegado en el Brasil de Pombal.

Impuestos y alienación Mientras que el apretón británico a las riendas fiscales y administrativas en América del norte llevó a los colonos en rebelión a la revolución en una sola década, en la América española continental, la llamada "reconquista Borbónica" produjo solamente rebeliones regionales o municipales desconectadas (más una revolución abortada, la de Túpac Amaru II, en Alto Perú). Comenzando con la Rebelión de los Barrios de Quito en 1765, esos disturbios fueron liderados por los llamados plebeyos de genealogía incierta; las élites locales no tenían confianza en esos dirigentes, aunque apoyaran el espíritu de los agitadores. La idea de un levantamiento genuinamente popular dirigido por las castas o por los indígenas (para no hablar de los africanos esclavizados) habría sido una hecatombe para todos los dueños de la tierra, así como para los preceptores espirituales. En contraste, los rebeldes de América del Norte venían de sectores sociales urbanos, letrados, libres y "blancos" relativamente privilegiados (incluían a muchos artesanos), reafirmados -como lo hemos visto- como caballeros ingleses agraviados, negados del tratamiento de iguales bajo la ley y, otra vez, puestos en la posición de sujetos tributarios de menor rango. Elliott nos recuerda que esos colonos, así como los rebeldes plebeyos de Hispanoamérica, al comienzo no atacaron directamente al rey, sino a quienes eran considerados como ministros corruptos. En este caso el papel de los "ministros corruptos" le correspondió al Parlamento, que como percibido por los colonos, efectivamente estaba actuando ahora como si fuera el rey. No existía alli ningún "Gran Padre" para mediar. La monarquía compuesta en el mundo británico había terminado muchas décadas antes, sin embargo, nadie informó de ello a los colonos americanos o, más bien, así fue como ellos

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mismos interpretaron el estado de las cosas. Las costumbres del país se habían formado en el periodo Tudor-Stuart y la administración laxa no hacía nada para enfrentarlas, aun después de 1688. En 1775, cuando la subordinación del rey Jorge III al Parlamento se hizo clara, con su frívola orden de "destruir a los rebeldes", los colonos de todas las estirpes -o clases- no vieron otra manera de salir de la crisis sino por medio de la guerra. Y empezando por el estrato de los Hispanoamericanos que se creían españoles, la alienación criolla en los círculos de las élites apareció temprano en el siglo XVII y creció continuamente en las últimas décadas del siglo XVIII. Como está bien documentado por David Brading (1991 ), en el momento en que Humboldt visitó Nueva España alrededor de 1800, no pocos se llamaban a sí mismos "americanos," y exhibían una cierta dosis de amargura hacia los peninsulares imperiales. La expulsión de los jesuitas de las colonias en 1767 cuando más de la mitad de ellos en Nueva España eran criollos, no fue bien recibida, aunque la venta de sus tierras confiscadas benefició a las pocas élites criollas que tenían el crédito suficiente para comprarlas. Mientras tanto, en Italia, jesuitas exiliados corno Clavijero y sus colegas, incluyendo al quiteño Velasco, "imaginaron" que sus "comunidades" perdidas se podrían convertir en naciones. La alienación de los criollos y de los peninsulares, sin embargo, no era suficiente para promover un conflicto serio que alcanzara las Cortes de Cádiz después de 1812. Corno ha sido presentado por Elliott y otros, en ese momento la autoridad española fue reordenada substancialmente. El absolutismo borbónico era irracional, exigente y muchas veces inconstante, pero era familiar; el rey, fuese Carlos III, IV, o hasta el derrocado pero futuro rey Fernando VII, era considerado el árbitro de justicia más natural por su pueblo, por los ministros corruptos y por los codiciosos comerciantes del consulado. Y era· tal la expectativa de los súbditos de las Américas que todavía pensaban en términos de una monarquía compuesta de los reinos autosostenibles y no de las "plantaciones" anónimas y subordinadas sin cuestionarnientos, que producían las comodidades para el beneficio de la metrópoli privilegiada. La invasión napoleónica de 1808 fue para los pioneros criollos un experimento de autogobierno, que, sin duda, contaba. Irónicamente, la decisión de las Cortes liberales de transformar a España e Hispanoamérica en un estado transatlántico unificado, basado en la igual representación entre las partes, hizo la independencia más apetecible para más que unos pocos soñadores corno Miranda o Hidalgo. Con el compromiso de una sola voz en este proyecto transatlántico audaz, negada antes por los peninsulares ignorantes, arrogantes y racistas, los criollos decidieron que no podían aguantar más con ese parlamentarismo de estilo británico (tampoco mejoraba la situación el hecho de que los comerciantes de Cádiz no tenían interés en dar apoyo a los colonos del mundo con el comercio y las deudas). Así, cuando Fernando VII gobernó de nuevo en 1814 su estilo propio de arrogancia y sin alcanzar acuerdos, la suerte estaba echada. Igual que en la N ortearnérica británica, tenía que existir mucho abuso para que la gente que tenía algo que perder buscara una revolución que la uniera en la lucha armada por la independencia. La mayoría de las élites criollas solo se animaron a participar en el proceso cuando estaba segura de que sus "revoluciones," en contraste con las de Haití, no iban a sacudir al status qua socio-racial y económico.

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Ideas sobre el Imperio Occidental y Oriental El Imperio Británico, según P.J. Marshall (2005), fue una criatura del siglo XVIII. A pesar de sus raíces en América y Asia, desde los tiempos de la Reina Isabel, solamente había estado en la Guerra de Sucesión Española (1702-1713) y su desenlace fue que Gran Bretaña se impuso efectivamente (como un estado en vez de como una banda de piratas-aventureros financiados por accionistas) en el que por siglos había sido un mundo marítimo ibérico. Se puede decir que los holandeses dominaron el comercio marítimo global del siglo XVII, o por lo menos que tenían las ganancias más grandes en el negocio, pero como está demostrado por Jonathan Israel, ellos sólo lograron esto manteniendo unas relaciones comerciales muy apretadas con España, lo cual les daba acceso a la plata de Hispanoamérica (Israel, 1989). A la vez, los lingotes de América española financiaron la compra de especias, seda, gemas, y otros lujos en el Levante, el Golfo Pérsico, la India, y el Asia suroriental. Solamente la plata japonesa compitió con la hispanoamericana hasta que su exportación fue prohibida en 1668. Con excepción de Asia suroriental, donde la Compañía Holandesa de las Indias Orientales (VOC) lentamente cambió al colonialismo terrestre, en las últimas décadas del siglo XVII, con sus cultivos de plantaciones tropicales, la mayoría de las aventuras ultramarinas de las Provincias Unidas tenían como fin monopolizar el comercio de productos de alto valor y otros necesarios como la sal, usando barcos armados. La idea no era obtener el control de la producción por medio de la conquista territorial, y mucho menos espiritual o "cultural", lo cual sólo dejó una huella holandesa muy pequeña. La gran excepción para probar la regla, por supuesto, fue Brasil, donde la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales (WIC) conquistó la región nororiental en 1630, solo para volver a perderla en 1654 en una mezcla de resistencia brasileña, intervención militar española, y ambivalencia de los inversionistas. En breve, esta variedad "invasiva" de colonialismo no les daba a los accionistas de Ámsterdam muchas posibilidades de éxito y, por tanto, (a falta de una misión religiosa) no valía la pena sostenerla. Había, por supuesto, otros participantes entrando en juego. Los franceses, especialmente en las últimas décadas del reino de Luis XIV, habían estado atrayendo poco a poco el acceso casi exclusivo de los holandeses a los lingotes hispanoamericanos (vía Cádiz) y su dominio del mercado del Oriente (especialmente en el Levante). Lo hicieron, como anota J.I. Israel, compitiendo con los holandeses en la venta de textiles de alta calidad hechos con lana y lino. La plata hispanoamericana ayudó a financiar las actividades comerciales de los franceses en los océanos Índico y Pacífico donde viejos reclamos de territorio, en Madagascar y sus islas cercanas, fueron consolidados y establecidos como bases para la expansión. Aunque eventualmente serían reemplazados por los ingleses en India hacia la mitad del siglo XVIII, los franceses después de la época de Colbert se convirtieron en el único competidor marítimo serio de Inglaterra. Entonces, era profundamente importante saber cómo Francia iba a ganar acceso a los lingotes hispanoamericanos poniendo un Barbón en el trono español después de 1700. Al ganar la Guerra de Sucesión Española, Gran Bretaña se convirtió en la nueva fuerza marítima después de la Paz de Utrecht de 1713. Un imperio informal construido de manera indeterminada sobre la base de la empresa privada y defendido con las armas más modernas (al estilo de un "imperio comercial" holandés) estaba al punto de transformarse a un proyecto

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centralizador emanado de un estado-nación dirigido por el Parlamento. Como dice Marshall, Gran Bretaña cambió de una política caracterizada por la expansión privada (por medio del comercio, de la migración, y de los residuos seleccionados de la cultura británica) a una de "imperio por reinado", con el Parlamento dirigiendo los asuntos y recogiendo las rentas. El cambio empezó hacia 1750, después de la Guerra de la Oreja de Jenkins, pero se dio aún más después de la costosísima Guerra de los Siete Años, en 1763. Como resultado de la intervención británica en el mundo Atlántico el comercio de esclavos creció asombrosamente en el complejo de plantaciones, y con ello la Armada Real, la nueva fuerza utilizada para proteger el transporte y abrir los mercados con agresividad. Subyugar a los piratas en el Atlántico en la década de 1720, como lo presenta Peter Earle (2003), no fue tarea fácil, y el éxito de esta campaña patrocinada por el estado -una guerra contra la piratería (en su mayoría súbditos ingleses granujas)- abrió una nueva fase de lo que se puede llamar "el comercio libre forzado". Los holandeses habían practicado algo parecido usando el poder de la VOC y de la WIC, pero la diferencia era fundamental: la Armada Real era una fuerza militar profesional y asalariada, sostenida de los impuestos de los súbditos y no con la financiación de accionistas. No era una, empresa de piratas al servicio de la corona. Aunque muchos no querían admitirlo, el transporte británico (y, por extensión, el escocés) creció en conjunto con la Armada Real, a partir del punto en el que los holandeses lo habían dejado. A los súbditos de España en América -los consumidores preferidos gracias a sus ríos de moneda de metal- la eficiencia del transporte británico les bajó el costo de todo, desde la llevada de los anteojos hasta la movilización de los esclavos africanos. El contrabando, una vieja costumbre en regiones como Nueva Granada y el Río de la Plata, amenazó de pronto con eclipsar el comercio monopolístico legal (Klooster en Bailyn, 2009). El aumento en las importaciones de textiles de la India y en el Asia sureña eliminó la fabricación local de productos de algodón en lugares tan remotos como Cuenca en el Ecuador, mucho antes de la llegada de la Revolución Industrial (Andrien, 1995; Riello y Parthasarathi, 2009). La supresión del contrabando, y el ímpetu tras la creación de los Virreinatos de Nueva Granada (1739) y del Río de la Plata (1776), creó, desde luego, nuevas desconfianzas entre los criollos y la corona. Pero el punto más importante es que los cambios en el balance del comercio global, determinados en gran parte por Asia, iban a tener un efecto inesperado en las Américas. Y esto nos inspira de nuevo la pregunta: ¿cuál era el valor real de las colonias americanas?

Balance general de la Colonia ¿Cómo miraban Gran Bretaña y España a sus posesiones americanas en la mitad del siglo XVIII? Para los británicos, como hemos anotado, y como lo afirman la mayoría de los historiadores, las Trece Colonias tendían a parecer mucho menos importantes al lado de las islas azucareras de las Indias Occidentales, especialmente, Barbados y Jamaica. Dicho eso, las colonias continentales que, como Virginia y las Carolinas, producían recursos primarios valiosos como el tabaco, el arroz, y el índigo, eran consideradas de gran beneficio para los comerciantes de la metrópoli. No tanto porque compraran esclavos sino porque los dueños de las plantaciones dependían de los comerciantes para el crédito financiero.

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En ausencia de metales preciosos, sin embargo, ninguna de las posesiones atlánticas de Gran Bretaña era apreciada en términos de su potencial como mercado de consumidores. Ese era el papel de Hispanoamérica y, después del descubrimiento de oro en 1695, también de Brasil. Muchos historiadores de la economía dicen ahora que la Gran Bretaña virtualmente no estaba ganando nada de las Trece Colonias por la década de 1770, mientras que México no sólo se autoabastecía, sino que además costeaba entre 20 y 30 por ciento de las rentas españolas. La producción de plata en México desde 1772 hasta 1821 fue más del doble del total de todos /ns años anteriores juntos, con un promedio de 17 millones de pesos acuñados por año, hasta la independencia (Stein y Stein, 2009). Las Indias británicas Occidentales, en términos amplios, eran valiosas hasta el punto de que les permitieron a los comerciantes y consumidores británicos abastecerse con productos tropicales y exóticos a precios bajos, principalmente de azúcar. Como hemos dicho, vender más azúcar significaba obtener más esclavos. Para los comerciantes de Bristol y de Liverpool, entre otros dirigentes del comercio transatlántico de esclavos, las Indias Occidentales constituían mercados clave, aunque siempre existía la fuerte tentación de vender algunos esclavos africanos a Hispanoamérica y a Brasil a cambio de oro y plata. Mucho de eso sucedió, y mucho de eso fue ilegal. En términos comerciales, el Atlántico británico fue una realidad tan temprana que data de 1750 (a pesar de los problemas con Francia hasta 1748) y la red de conexiones seguía solidificándose rápidamente. El resentimiento español sobre este creciente "imperio de los libres" (con el comercio basado en esclavos y en productos de los propios españoles) iba a burbujear hasta la década de 1820 y en los años siguientes. La India Británica, en contraste, todavía no era una idea y mucho menos una realidad en 1750, aunque esa situación iba a cambiar rápidamente. Como dice Marshall, el creciente poder de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales (EIC) después de la Paz de Utrecht fue visto por muchos críticos en Gran Bretaña como la mayor trastada y el peor desestabilizante. Visto con un lente comparativo, los hombres de compañías como Clive aparecen como conquistadores retrasados u oportunistas de extraordinario talento. De todas maneras, ellos pronto recibieron castigo por sus "buenas obras" aunque siempre afirmaron, al ser interrogados por sus actos a su regreso a la Gran Bretaña, que las hicieron para los fines del imperio y no motivados por sus propios intereses ni por los de la compañía. Efectivamente, como muestra Marshall, el periodo que siguió a la importante Batalla de Plassey, en 1757, certificó un aumento en el manejo y control de la compañía por parte de la corona, o más bien del Parlamento, y con esto llegó una transferencia gradual del poder administrativo al nuevo núcleo fiscal-militar del estado británico. Lo que aún es incierto es cuál fue la visión que el rey y el Parlamento tenían sobre el papel primario de Gran Bretaña en la India durante estos años clave, si no contaban con algo parecido al mandato papal en las Américas de España en 1493. ¿Intervenía la terca monarquía constitucional británica, igual que la corona española en los primeros años de su "misión" en América, en la política local para proteger a los nuevos "súbditos hindúes" de los tiranos locales y de los aventureros, demasiados libres, de las bajas clases sociales inglesas?. O, ¿tenía el arreglo, básicamente, como fin ganar nuevas rentas para financiar la expansión global -con la disculpa de que era para defenderse de una Francia codiciosa-?

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Marshall se inclina por el segundo motivo. Un Parlamento empobrecido vio en las provincias sometidas de la India (inicialmente solamente en Bengalí) una manera de sostener al ejército y su armada sin tener que enviar dinero desde Gran Bretaña. La población creciente de Gran Bretaña padeció los impuestos más grandes de toda Europa (¡mientras que los colonos norteamericanos pagaban los impuestos más pequeños entre todos los europeos!). De todas maneras, dice Marshall, el cambio de foco de atención británica hacia el oriente no fue una reacción a la independencia de los Estados Unidos sino solo una coincidencia feliz (para la metrópoli, por lo menos). Las historias desde los océanos Índico y Atlántico, argumenta Marshall, forman parte de un continuurn global y no de etapas radicalmente distintas en el desarrollo imperial. El dinero siempre fue el nervio de la guerra, y la India, corno la América española, parecía tener mucho; de hecho, mucha de la moneda de plata de la India tenía su origen en Hispanoamérica y por siglos había sido importada por los portugueses, holandeses, ingleses, y franceses en el comercio de especies, telas,' índigo, y gemas. Pero, en medio de todo este teatro oriental, ¿cómo fue que Gran Bretaña perdió sus veneradas "plantaciones occidentales" en Norteamérica después de 1776? No fue fácil, pero posiblemente los británicos no hicieron lo suficiente para guardarlas, quizá por razones económicas que no eran obvias inmediatamente. Mientras en 1750 las colonias de la costa atlántica eran valoradas por sus exportaciones, hacia 1770 eran tenidas corno más valiosas debido a su mercado de consumidores cautivos. Estri.ctos "lingotistas" en el Parlamento estaban siendo reemplazados por mercantilistas más sofisticados de estilo holandés, que apreciaban las ganancias con mayor riesgo en el mundo financiero, obtenidas en esa época de forzada apertura de mercados. El cambio llegó con el éxito insólito de la EIC. Las ganancias de la EIC en India y China generaron una inundación de textiles, especies, té, porcelana, y otros productos en busca de consumidores. Y, si no podían llevarlos a Gran Bretaña o a Iberoarnérica (con toda su riqueza del oro y plata), ¿quiénes en mejor posición que los colonos norteamericanos, que no tenían otras opciones para colmar sus deseos de ganar estatus, para comprarlos? Los accionistas británicos, incluidos muchos parlamentarios, eran demasiado optimistas. Al ser ignorados para decidir sobre sus propios asuntos, los colonos norteamericanos sólo vieron arrogancia y codicia en la actitud de Londres. Esta reinterpretación comercial de las colonias centrales de N ortearnérica británica coincidió con la gran demanda de rentas estatales generada por la Guerra de los Siete Años. El argumento fue que los costos de la defensa iban a ser asumidos por quienes más la necesitaban, es decir, por los colonos. Los oficiales ingleses de rango superior sabían del alto nivel de impuestos en Gran Bretaña y para ellos era perfectamente justo y racional compartir la carga de la guerra con los colonos, aunque esto fuera una nueva política. Mientras que el pago de los costos coloniales en la India era similar al sistema tributario que usaba España en las Américas (sacar la plata de la gente en vez de hacerlo de las minas), los colonos ingleses en América del Norte percibieron que se estaban encaminando hacia una deuda de servidumbre, o corno ellos mismos la llamaron, de "esclavitud". Realmente el asunto no era tan grave, pero los colonos blancos y libres acostumbrados a hacer negocios con el "obedezco pero no cumplo" típico de la monarquía compuesta, rechazaron entonces las nuevas demandas. Si Gran Bretaña quería la guerra con Francia, ¿por qué los súbditos americanos, quienes preferían poner atención a sus propios asuntos, tenían que

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pagar la cuenta, para no hablar de reclutar las tropas?, ¿por qué tenían que hacer sacrificios y sufrir humillaciones? Los comerciantes, los manufactureros del hierro, y otros en las Trece Colonias, también se preguntaban ¿por qué, de repente, tenían que ser subyugados a nuevas restricciones que parecían ir contra las políticas de libre comercio del propio gobierno británico? Las Actas de Navegación habían existido por años, pero siempre habían sido suspendidas o al menos negociadas. ¿Por qué ahora las ejecutaron sin la flexibilidad anterior? Los dueños de plantaciones sureñas que afrontaban pesadas deudas a comerciantes ingleses y escoceses, convencidos de unirse al coro enardecido, entendieron la posibilidad de una independencia sin la abolición de la esclavitud (en cuanto a la deuda, la Consolidación de Vales Reales iba a tener, en cierto grado, un efecto parecido en Hispanoamérica después de 1804).

Y, ¿la cuestión de los indígenas? Una diferencia fundamental en los enfoques imperiales después de 1763, tiene que ver con "el país de los indios". Los españoles miraban desde Tordesillas a los indígenas beligerantes como "súbditos rebeldes" que tenían eventualmente que ser agregados como campesinos, vaqueros, mineros y artesanos que pagaran tributo. Los británicos, por su parte, nunca fueron consistentes en sus políticas con los indígenas en sus territorios y se toparon con nuevos problemas después de tomar el control del Canadá francés. El "imperio de los libres" de los británicos, como anota Marshall, implicó siempre una expansión comercial, y migración y asentamiento, pero no la imposición de un soberano sobre los pueblos nativos y ni hablar de incluirlos a un sistema tributario. Ese era el impopular modelo usado por los ibéricos (aunque como hemos dicho, en ese momento lo estaban imponiendo también en la India). En algunas regiones, los indígenas resistieron fuertemente a los españoles, como los Mapuches en Chile y los Comanches en el norte de México, pero la vasta mayoría de los nativos vivía sometida bajo el reino español y reconocía al rey de España como al árbitro natural de justicia. Aceptar a los españoles como a los amos y señores no descartaba la cultura indígena pero sí implicaba el reconocimiento de una nueva identidad "india", al menos frente a la ley, así como la demarcación de las tierras comunales de subsistencia. Las misiones, y las prisiones, aumentaron rápidamente después de 1763, pero la meta básica de incorporar a los pueblos indígenas como campesinos sujetos a pagar el tributo se quedó sin cumplir en la sociedad hispanoamericana. En contraste con Pombal en Brasil, reformistas borbónicos como Gálvez, no tenían ningún interés en matar la gallina de los huevos de oro -o de plata- declarando "al indio" como una categoría legal desaparecida para modernizar las colonias. Además, si alguien guardó sus privilegios y sus rasgos de identidad corporativa en el viejo modelo compuesto fueron los indígenas de Hispanoamérica. Algunos teóricos imperiales, e inclusive unos cuantos dirigentes coloniales, pensaron en la posibilidad de incorporar los pueblos nativos al sistema colonial de manera similar, pero la idea fue firmemente descartada. Para bien o para mal, ningún grupo en la Norteamérica británica ganó tales derechos corporativos sobre su tierra o sufrió esas exigencias tributarias, a pesar de que la mayoría de los pueblos ubicados al oriente del río Mississippi y al sur de la boca del río San Lorenzo, se dedicaban a la agricultura en sus propios asentamientos. Los tratados

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supuestamente "internacionales" con los indígenas, en cambio, designaron límites o fronteras para el avance de los colonos anglos, pero esas líneas siempre fueron movidas una vez que el Uti possidetis resultó en retaliación por parte de las naciones nativas. Si hay algún parecido en este punto entre el norte y el sur, es que los pueblos indígenas vieron a los reyes de Inglaterra o de España como a los "Grandes Padres", como una barrera de separación entre los colonos invasores y ellos mismos, funcionalmente las coronas fueron consideradas por los indígenas como los árbitros de último recurso. Los franceses en Norteamérica habían seguido un camino intermedio. Rodeados por muchos pueblos indígenas (y por el hielo), no tenían más opción que reconocer al soberano de los nativos que rodeaban sus puestos de avanzada en los lugares lejanos; pero a la vez, intentaron llevar el catolicismo a los habitantes, y en algunos casos, transformaron la vida cotidiana de algunas comunidades indígenas. En asuntos aborígenes, el interés básico de la corona francesa se concentró en mantener el apoyo de los aliados en el conflicto contra los anglo-americanos, disminuyendo así la posibilidad de cambiar el estatus de los indígenas a súbditos tributarios. La pobreza extrema de Nueva Francia en comparación con las islas azucareras del Caribe era cada vez más notable; sin embargo, la colonia en Canadá produjo muchas pieles por medio de las redes comerciales indígenas que se extendieron largamente dentro del continente norteamericano. La victoria de la Gran Bretaña en la Guerra de los Siete Años implicó que los arreglos únicos que tuvieron lugar entre los franceses y los indios en Québec fueran ahora un asunto británico. Indios como siervos catolizados (o como esclavos en Brasil), indios como enemigos al otro lado de una frontera nunca respetada, indios como aliados y socios de comercio: esas variadas aproximaciones pragmáticas a la "cuestión de los indios", aplicadas por siglos en las Américas, tenían, sin duda, su influencia en las luchas por la independencia y estaban sumadas a la demografía variable de las colonias. Muchos conceptos diferentes surgieron sobre en qué consistía "el país de los indios". En los términos de Benedict Anderson: ¿estaba adentro o afuera de la "comunidad imaginada"? En Hispanoamérica, probablemente, estaba más adentro: de hecho, "el país de los indios" constituía una gran parte del mundo rural, la "república de indios" reconocida por la ley. En Angloamérica, estaba afuera: "el país de los indios" era "la tierra salvaje" más allá de las montañas. En Francoamérica, estaba adentro y afuera: todo con la excepción de unos pocos enclaves franceses y los métis de aquí y allá, sobre la orilla del río San Lorenzo.

¿Futuros ciudadanos? Pagadores de impuestos, esclavos y tributos Por las últimas décadas del siglo XVIII, las poblaciones indígenas de Hispanoamérica estaban repuntando y de los 12 millones de súbditos que habitaban la gran masa continental del Imperio hacia 1780, más de la mitad eran identificados por la ley como "indios". Eso significó para los Barbones un recurso creciente en las rentas en forma de tributos, un hecho que fue claro en Quito, donde ambiciosos oficiales aumentaron ingentemente los ingresos para el tesoro entre 1770 y 1780 sin estimular de ninguna manera la economía: simplemente "minaron" a los indios con más eficiencia, saldando viejas prácticas de evasión de impuestos con un sistema de penas y recompensas para los caciques y forzando a los mestizos que estaban exentos de pagar rentas a matricularse en las listas adecuadas (Andrien, 1995; Minchom, 1994).

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Imponer demasiadas rentas a los pueblos nativos, como más adelante descubrirían los británicos en la India, podía provocar reacciones explosivas. Los impuestos selectivos por "raza", también reforzaban la estructura corporativa instalada después de la conquista, haciendo más difícil cambiar las relaciones establecidas entre los varios grupos de las sociedades coloniales. Los esclavos africanos y sus descendientes, cuyo número en Hispanoamérica está aún sin confirmar, aunque probablemente fueron alrededor de medio millón en 1780 (más o menos igual a la población de esclavos en los Estados Unidos o en el Caribe británico en el mismo momento), estaban exentos de los pagos tributarios, pero también vivían limitados "corporativamente" por ley. A pesar de las variaciones locales y de algunas raras excepciones, la política española era efectiva en prevenir una alianza entre indios y negros que desafiara directamente al poder estatal. En términos de los impuestos y la identificación de los indios, como hemos visto, no existía un sistema análogo al español en la Norteamérica británica, y la esclavitud también fue diferente en forma y en tamaño. Como está dicho, de una población de algunos 2,3 millones en el momento de la independencia, los esclavos africanos y sus descendientes eran la minoría más grande, con unos 470.000. En contraste con Hispanoamérica, a los esclavos en las colonias británicas les faltaban caminos hacia la libertad, y los ingleses no tenían intenciones serias de convertirlos, como sí las tenían otros afroamericanos. Ellos vivían, en la mayoría de los pueblos, llevando vidas muy separadas, inclusive cuando compartían los mismos hogares con los blancos. Esa profunda distancia social, constantemente reforzada por ley, implicó tal vez que los americanos de descendencia africana no tuvieran muchos intereses en común con los blancos en general, y mucho menos con los dueños de esclavos; y probablemente indujo a muchos de ellos al lado de la corona -o, por lo menos, a considerar la posibilidad de apoyar el rey- cuando estallaron las guerras de la independencia. Los que se quedaron con el gobierno imperial lo hicieron con la vana esperanza de una recompensa.

Conclusión Comparar el camino que siguieron los Estados Unidos con el de muchas de las repúblicas de Hispanoamérica continental no es tarea fácil, y aquí no ofrecemos ninguna comparación sistemática. Otros ya han hecho eso y lo han hecho bien. En cambio, este ensayo ha querido ofrecer un contexto más amplio, y a veces global, dentro de lo que se puede examinar de las trayectorias del anticolonialismo en los Estados Unidos y en Hispanoamérica. También ha intentado atraer la historiografía reciente sobre Haití, la diáspora africana, y la política indígena a la discusión, con la esperanza de abrir nuevas perspectivas sobre la independencia. A pesar del hecho de que en términos generales los dos movimientos de independencia americana pueden estar ubicados cómodamente dentro de la tendencia "revolucionaria atlántica" más grande de las últimas décadas del siglo XVIII y las primeras del siglo XIX, he presentado el argumento que al fin se comparan como nabos y coles, que las diferencias son mayores que las similitudes locales, así como imperiales. Estas incluyeron diferencias profundas en el momento preciso de comenzar la lucha para la independencia, y también en la oferta de recursos (para no hablar del tamaño físico), la demografía, la cultura religiosa, y las tradiciones políticas. El estatus

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de las Trece Colonias dentro del creciente Imperio Británico en 1776 no era comparable con el que la Hispanoamérica continental tenía para el Imperio Español en 1808. Hispanoamérica era muy rica en plata, productos tropicales, y contaba con un número progresivo de indios tributarios. La pérdida para España fue de escala colosal, mientras que para Gran Bretaña sólo fue una humillación menor. En términos globales, es difícil pensar que las victorias de los Estados Unidos de América no estaban encadenadas con las pérdidas de la India.

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Los vastos y preciosos dominios que España posee en las Indias no son propiamente Colonias o factorías, como las de otras naciones sino una parte esencial e integrante de la monarquía española(. .. ). Real Orden de la Junta Suprema de Sevilla (1809)

Paradigmas: la nueva historia social, la nueva historia política

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asta finales de la década de los setenta el término colonial tenía la indiscutible virtud de dotar el análisis histórico de las relaciones sociales en América durante el periodo de dominación española con una contundencia que era a la vez llena de finalidad y engañosa. Advirtiendo esta situación, Enrique Tandeter señalaba en 1976 en un breve artículo titulado Sobre el análisis de la dominación colonial la urgente necesidad de pensar la especificidad del "hecho colonial" americano, es decir, "el carácter colonial de la formación social" durante los trescientos años de dominación española (Tandeter, 1976: 155). En ese artículo, Tandeter señalaba cómo el análisis social del periodo había sufrido un estancamiento producto de la adopción acrítica de los modelos de análisis sobre el fenómeno de expansión imperial anglosajona y francesa y propone, en cambio, "construir para cada formación -en este caso la americana- el objeto teórico correspondiente". Más concretamente Tandeter propone "trabajar en la elaboración del concepto de explotación colonial corno clave para producir las ideas propias de las formaciones sociales coloniales americanas de la época de la acumulación originaria" (1976: 156). El llamado de Tandeter ocurre en el umbral de una nueva historia que abordaría con energía Ybrillantez la elucidación de los factores económicos y de las fuerzas sociales que definieron la naturaleza conflictiva de las sociedades americanas y su inserción en la economía mundo desde

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Colonia, nación y monarquía. El concepto de colonia y la cultura política de la Independencia Francisco Ortega

Los vastos y preciosos dominios que España posee en las Indias no son propiamente Colonias o factorías, como las de otras naciones sino una parte esencial e integrante de la monarquía española(. .. ). Real Orden de la Junta Suprema de Sevilla (1809)

Paradigmas: la nueva historia social, la nueva historia política

asta finales de la década de los setenta el término colonial tenía la indiscutible virtud de dotar el análisis histórico de las relaciones sociales en América durante el periodo de dominación española con una contundencia que era a la vez llena de finalidad y engañosa. Advirtiendo esta situación, Enrique Tandeter señalaba en 1976 en un breve artículo titulado Sobre el análisis de la dominación colonial la urgente necesidad de pensar la especificidad del "hecho colonial" americano, es decir, "el carácter colonial de la formación social" durante los trescientos años de dominación española (Tandeter, 1976: 155). En ese artículo, Tandeter señalaba cómo el análisis social del periodo había sufrido un estancamiento producto de la adopción acrítica de los modelos de análisis sobre el fenómeno de expansión imperial anglosajona y francesa y propone, en cambio, "construir para cada formación -en este caso la americana- el objeto teórico correspondiente". Más concretamente Tandeter propone "trabajar en la elaboración del concepto de explotación colonial como clave para producir las ideas propias de las formaciones sociales coloniales americanas de la época de la acumulación originaria" (1976: 156).

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El llamado de Tandeter ocurre en el umbral de una nueva historia que abordaría con energía Y brillantez la elucidación de los factores económicos y de las fuerzas sociales que definieron la naturaleza conflictiva de las sociedades americanas y su inserción en la economía mundo desde

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el siglo XVI. En efecto, desde la década siguiente historiadores como el mismo Tandeter, Carlos Sempat Assadourian, John Lynch, Germán Colmenares, Heraclio Bonilla y muchos otros, han revelado los contornos cada vez más precisos de aquello que, precisamente, podríamos llamar, siguiendo a Juan Carlos Garavaglia, la relación colonial "sea que lo asumamos desde el punto de vista político, sea que lo estudiemos desde una mirada estrictamente económica" (Garavaglia, 2005): la inserción, a través de la conquista y sujeción, de los territorios americanos en un emergente sistema económico global; la extracción de bienes primarios -esencialmente oro y plata- como fundamentos mercantilistas de la relación con España y Europa; la reorganización de las sociedades indígenas y la creación de un mercado interno americano inicialmente supeditado a la economía de extracción de bienes primarios; el repartimiento, la mita, la esclavitud y otras modalidades de trabajo forzado, como los modos establecidos de participación en dicha economía mundo de los indígenas americanos, los esclavos africanos y otros grupos subordinados en América; el monopolio comercial y las estructuras tributarias como modalidades de presión fiscal que producían un flujo de valores constante de las colonias a las metrópolis; el aparato evangélico como modalidad de control social; las reformas administrativas, fiscales y militares del siglo XVIII que buscaban optimizar la rentabilidad de las colonias de acuerdo con las nuevas condiciones geo-políticas. Por otra parte, y como corolario de lo anterior, la historia económica y social hacía evidente una serie de tensiones que habían transformado las sociedades americanas para finales del siglo XVIII y operaban como factores de preparación para la Independencia: el surgimiento de élites locales cuyos intereses paulatinamente americanizaron la economía imperial y la empujaron -por lo menos para el caso de importantes sectores productivos- en dirección de una creciente autonomía frente a España y sus agentes oficiales o comerciales; la presión fiscal de un imperio en bancarrota y comprometido en delicados escenarios internacionales, resentida -esa presión- cada vez con más vehemencia por las élites americanas; la penetración del aparato administrativo por redes clientelares tan o inclusive más fieles a las lógicas locales que a las metropolitanas; el vertiginoso crecimiento de poblaciones mestizas urbanas y rurales y el concomitante surgimiento de una cultura popular cuya simbología -por ejemplo, la Virgen de Guadalupe- era de profundo arraigo americano y local; las oleadas de revueltas populares a lo largo del siglo XVIII en contra de las reformas implementadas por la Corona; la aparición del caudillaje como modalidad de solidaridad social que vinculaba efectivamente el ámbito rural y urbano y constituyó la forma de ingreso de amplios sectores sociales a las guerras revolucionarias; la llegada de nuevos lenguajes políticos e ilustrados que facultaban a la élite para desarrollar una crítica a las relaciones coloniales, y muchos otros factores más, todos los cuales parecían explicar las guerras de la independencia y la ruptura del vínculo colonial. A mediados de los noventa comienza con fuerza otro proceso de renovación de la historiografía del periodo, esta vez de la mano de Fran~ois Guerra y, en menor medida, Antonio Annino y Jaime Rodríguez. Como la anterior, que cobra impulso a partir de un déficit notable en la teorización del hecho social, la nueva historia de lo político (por darle un nombre no necesariamente aceptado de manera unánime por todos los que en ella se ven englobados) introduce un correctivo a nuestra acostumbrada percepción de lo político como un fenómeno estrechamente institucional y de carácter instrumental. Para Guerra y otros la comprensión de las acciones

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individuales y colectivas no es reducible a causalidades socio-económicas y la reproducción social no depende exclusivamente de las estructuras sociales sino que debe contar con la participación de los sujetos -en tanto actores sociales-. Luego, una comprensión de estas acciones y sus significado social sólo se hace posible a partir de una atención especial al lenguaje del periodo, las representaciones y sus contenidos simbólicos, los verdaderos fundamentos de lo político (Guerra, 1989). El objetivo, por tanto, será entender mejor las motivaciones e intenciones de los protagonistas. El ejercicio revisionista ha replanteado la centralidad de las tensiones sociales arriba detalladas en tanto factores causales del proceso de las independencias. Para sus practicantes el llamado de Tandeter a teorizar "las formaciones sociales dependientes" (Tandeter, 1976: 152) resulta, en el mejor de los casos, enigmática; en el peor, anacrónico. Para entender mejor este argumento, veamos su desarrollo en un artículo que publica Annick Lernpériere, colega y colaboradora cercana de Guerra, en el número 4 del 2004 de la revista Nuevo Mundo, Mundos Nuevos de la Escuela de Altos Estudios de París 1 • Lernpériere impugna el término "colonial" como uno de esos conceptos anacrónicos que responde más a un uso ideológico que a una descripción científica del periodo y, por tanto, cuestiona la eficacia de esa condición relativamente "objetiva" que la historia social había identificado como colonial en relación con los hechos que marcaron el comienzo de la Independencia. Lernpériere señala que desde las primeras fechas de la llegada de los europeos a América hasta -por lo menos- principios del siglo XIX, el término "colonia" significa -siguiendo la antigua convención romana- un asentamiento que se establece fuera de su comunidad política original. Colonizar, escribe Lernpériere, significa "ante todo poblar; una migración y una fundación que no implicaban la dominación de un pueblo sobre otro, sino la torna de posesión de un territorio" (2004c: 114). Esta visión de poblaciones que son extensiones de la matriz europea habría facilitado, en parte, la evolución de una institucionalidad y cuerpo jurídico en el que las provincias americanas hacían parte integral de la Corona española. A su vez, a esa institucionalidad le correspondía una adhesión que no era impuesta ni el resultado de la fortaleza militar de la Corona, sino de la común implicación en el ideario monárquico, católico, corporativista y pactistas, en suma, una sincera pertenencia por largo tiempo elaborada y que contaba con la participación de amplios sectores sociales, desde los criollos hasta las castas y los indígenas. Esa común implicación en un ideario compartido -evidente en las motivaciones y aspiraciones de los actores, de sus lenguajes y prácticas, sus sistemas de asociación y sus modalidades de reclamo- llevará a Lempériere, siguiendo a Guerra, a identificar el contexto euroamericano como el conjunto geo-social y cultural mínimo de análisis dentro del cual estas acciones se vuelven inteligibles. La adopción de Euroamérica como unidad de análisis, dentro del cual las provincias americanas adquieren su singularidad, constituye un abandono del "marco nacionalista y la interpretación 'colonialista' tradicionalmente imperantes en la historiografía" (Lempériere, 2004a: 407). Por eso, es más apropiado comparar a la Nueva Granada con Aragón o inclusive Nápoles que con Haití, ((La 'cuestión colonial'». Incluido en el dossier "Debate en tomo al colonialismo" (véase 2004b). Publicado posteriormente, con ligeras modificaciones, como Lcmpériere (2004c) y, más recientemente en Carrillo y Vanegas (2009).

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las posesiones británicas en el Caribe o, lo que se considera aún más desatinado, con la dominación colonial impuesta por Inglaterra sobre la India a finales del siglo XVIIF. Para Lempériere el proceso de fragmentación decisiva de esa comunidad hispánica a partir de 1810 será consecuencia de tma situación inesperada -la crisis de legitimidad que emana de la vacatio regis y la invasión napoloeónica de 1808-. Aún más, dirá siguiendo a Fran~ois Guerra, la reacción inicial, unánime e idéntica a ambos lados del Atlántico, será la de jurar lealtad al Rey (Guerra, 1993 y 2005) 3 • En ningún momento los americanos, criollos o de otros estamentos, en 1808 se presentaron como sujetos colonizados enfrentados en una lucha por la liberación nacional. Y, de ese modo, para Guerra y Lempériere no se puede decir que existía un fermento social local que propiciara e hiciera inevitable el rompimiento con España. El futuro rumbo de las sociedades americanas estará marcado por las lentas "mutaciones" políticas que ocurren durante una buena parte del siglo XIX y que son el producto -no del nacionalismo americano violentamente reprimido por siglos- sino de la corrosiva y convulsa penetración de la modernidad política europea en las sociedades tradicionales americanas4 • Las guerras civiles no son más que la disputa por el poder de españoles de ambos lados del Atlántico en un escenario donde la nueva lógica política se va a desarrollar de manera inexorable. En todo caso, en palabras de Lempériere, "he aquí el punto medular, en aquel entonces y hasta bien entrado el siglo XIX, 'colonia' y 'colonial' no tenían ningún contenido ideológico" (2004c: 115). La condición colonial es un mito del periodo de la independencia: «'Los patriotas criollos, señala Lempériere, renegaron de su pasado de colonizadores y colonos para hacer suya la condición de 'colonizados'» y crear la valoración negativa del periodo de pertenencia a la monarquía hispánica (2004c: 110). Un mito cuya génesis se puede ubicar entre 1810 y 1820 como efecto calculado de los criollos americanos para desplazar las autoridades virreinales y poner en marcha sus propios proyectos políticos de autonomía. «La adopción, por parte de los criollos -señala Lempériere en otra parte- de la apelación 'colonias' para calificar lo que fueron hasta 1808 los 'reinos' americanos de la monarquía española fue contemporánea del cambio de indentidad de 'españoles americanos' a 'americanos'» (Lempériere, 2004a: 411). Lempériere remata señalando que "De colonia a colonial, se pasó, en el siglo XIX, a 'colonialismo', con lo cual 'la cuestión colonial' entró de plano en el campo de la ideología y de la política" (Lempériere, 2004c: 108). Por tanto, para el historiador apelar al concepto de colonia y a la categoría colonial implica un uso acrítico y maquinal, tendencioso y deificado (2004c: 107). Ahora bien, si aceptamos esta conclusión, de orden no sólo conceptual sino también social, nos vemos obligados a preguntar ¿es posible aún hablar de la cuestión colonial, como tan in2

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Para LmnpériCre las consecuencias de usar el té1mino colonial para designar las tensiones sociales y culturales que subyacían las comunidades mncricanas era la de "aislar el conjunto de nuestra historiografia de otras que, dedicadas también a grandes conjuntos políticos y culturales, bien podrían proporcionamos modelos de referencia e instrumentos de rigor y de heurística en cuanto a lo aparentemente singular de nuestro objeto de estudio". Según Lampériere, este sería el caso del Imperio otomano. Sin e1nbargo, para una respuesta al respecto, véase la la réplica de Sanjay Subrahmanyarn (2004). La argumentación de Lampériére vuelve explicita una premisa presente en el libro ya clásico de Frarn;ois Guerra (1993). Valga la pena este pie de nota para señalar que la noción de "mutación" que tan eficazmente ha servido para designar las rupturas y transformaciones repentinas en un momento particular, se ha convertido en una suerte de categoría talismán que necesita ser reexaminada critica y analíticamente. Alain Pons identifica los origenes de Ja categoría en la literatura política del renacimiento italiano (particularmente en los escritos políticos de Maquiavelo y de Giucciardini) para designar las alteraciones tnás o menos brutales en la vida citadina y que se dirigen al cambio de Jos oficiales o de la forma de gobierno. Véase la entrada "Mutazione" en Cassin (2004).

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cisivamente se anunció en el título del simposio que dio pie a esta comunicación? ¿No tendríamos que renunciar a la convocatoria que nos hacía Tándeter en 1976 y nos renueva Heraclio Bonilla en el 2009?

Colonia: de palabra a concepto Pero antes de profesar cualquier renuncia examinemos con mayor cuidado el argumento de Lernpériere. Aún más, hagárnoslo desde su premisa fundamental -que creo correcta- de la utilidad y necesidad de -para decirlo con palabras del historiador alemán Reinhart Koselleck, fundador de la escuela conceptual y más o menos afin al grupo de Guerra y Lernpériere- "investigar los conflictos políticos y sociales del pasado en el medio de la limitación conceptual de su época y en la autocomprensión del uso del lenguaje que hicieron las partes interesadas en el pasado" (Koselleck, 1993: 111). Una mirada a las definiciones tempranas del vocablo colonia parece confirmar el argumento de Lernpériere. Según el Diccionario de Autoridades de 1729, el término Colonia significa "población o término de tierra que se ha poblado de gente extrangera, trahida de la Ciudad Capital, u de otra parte", definición que es prácticamente una repetición de la que aparece en el diccionario de Covarrubias (1611) e inclusive en Las Etimologías romanceadas de San Isidoro (c. 630; reeditado 10 veces en el siglo XVI) y que da cuenta de una estabilidad semántica de largo plazo. Corroborando esa larga duración, el Diccionario de Autoridades añade: "Los Romanos llamaban tarnbien assi a las que se poblaban de nuevo de sus antiguos moradores. Es voz puramente latina. Colonia ( ... ) En toda España fueron en aquel tiempo veinte y cinco las colonias, que se deben entender de Ciudadanos Romanos ( ... )". Notemos que en esta definición, asignarle el término colonia a un territorio tiene connotaciones positivas al ser un reconocimiento que el Senado romano les otorgaba a las poblaciones reconocidas corno notables en el dominio imperial. Los habitantes de las colonias hacían parte de la república y eran reconocidos corno ciudadanos, miembros partícipes de la comunidad política del imperio, inclusión que ya aparecía explícita en el Vocabulario español-latino de Nebrija en 1495. El colono, decía el Vocabulario de Nebrija, es el ciudadano de la colonia5 . Ciertamente, la noción de colonia corno asentamiento tiene una preeminencia en la literatura neoclásica del siglo XVIII. Un ejemplo distinguido, pero de ninguna manera único, es Medallas de la colonias, municipios y pueblos antiguos de España del agustino Fray Henrique Flórez (1758), tratado de numismática que examina los antiguos sellos y blasones de los pueblos de España, con particular atención a los otorgados por Roma. Ese uso es relativamente extendido y compartido en América, corno lo hace evidente el sermón de Nicolás Moya de Valenzuela, presbítero ae Bogotá, en el que fustiga la revolución francesa y conmina a las colonias -las provincias americanas- a demostrar su patriotismo contra la herejía francesa 6. Aún más diciente, en plena crisis que terminará con el colapso del imperio, Camilo Torres, el llamado ideólogo de la revolución 5

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"Ciudadano de alguna colonia. Colonus". Nebrija (1951). Por su parte, el Diccionario de Autoridades (1729) define Colono como "el labrador que cultiva y labra alguna tierra por arrendamiento". Esta misma definición será recogida por el Diccionario universal latinoespañol dispuesto de Manuel de Valbuena (1808). El sermón, publicado el 27 de marzo de 1795 en el Papel Periódico de Santafe de Bogotá como ejemplo de patriotismo, dice: "Que la distancia de vuestras colonias hace que mireis ¡o Americanos! La guerra ofensiva a la Nación como la pintura de una batalla que divierte 1nás bien que horroriza. No quiero decir, que mirais con indiferencia la causa nacional. Me consta que habeis consagrado alegres vuestros bienes a la defensa de la Patria( ... ); mas ya que el océano os separa del campo de vuestros enemigos, y reposaís en el seno de la paz, no quiero yo que las delicias de esta os hagan olvidar ni un punto las obligaciones de la Religión, y del patriotismo".

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neogranadina (Gómez, 1962: V. 2, 44), aceptará el término de colonia en la "Representación del Cabildo de Santafé a la Junta Central" (noviembre de 1809) para referirse a las provincias americanas como parte integral e inalienable de la nación española. Su uso es ciertamente polémico y ya tendremos oportunidad de regresar a la "Representación". Sin embargo, todo esto parece prestarle apoyo al argumento de Lempériere sobre el anacronismo del adjetivo "colonial" para describir las relaciones de América para con España y Europa. Esa definición correspondía, no sin tensiones y ambigüedades, con el estatuto jurídico de los dominios americanos. Los territorios adquiridos por la conquista en el siglo XVI ingresan -por Real Cédula de Carlos I- en condición de reinos de Castilla y su enajenación queda expresamente vetada7• El término de colonia, cuando presente en las codificaciones legales -por ejemplo, la Política Indiana (1647) de Juan de Solórzano, las Leyes de Indias (1680) o las Notas a la Recopilación hechas por Manuel Josef de Ayala (1795)- designan y reglamentan las varias formas de poblar, es decir, de hacer nuevos asentamientos en los territorios ya integrados 8• Es, por tanto, cierto que desde el punto de vista jurídico, América no tenía una condición legal inferior, corno aquella que caracteriza las posesiones coloniales durante el siglo XIX y XX. Sin embargo, es igualmente cierto que la existencia de las dos repúblicas -de indígenas y españoles- con todas sus connotaciones evangélicas y sociales introducía una subordinación efectiva de la población indígena que se expresaba en obligaciones impuestas, entre las que se contaban las ya mencionadas formas de trabajo forzado y la tributación9. Por otra parte, su aparato administrativo -por ejemplo, la Casa de Contratación, el Consejo de Indias- la dotaba de un estatuto administrativo particular en relación con otros reinos de la Corona y con una función económica muy precisa. Digamos, por tanto, que los reinos americanos -aún sí incorporados en el sentido romano- eran una colonia particular cuya participación en la Monarquía ocurría precisamente gracias a esa calidad diferenciadarn En 1780, el diccionario modifica-ligera pero sustancialmente- la definición de Colonia ofrecida por el diccionario de 1729. Veamos, Colonia: "Cierta porción de gente que se envía de 7

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El veto queda consagrado en la Recopilación de Leyes de los Reynos de las Indias (1681): "Por donación de la santa Sede apostólica y otros justos y legítimos títulos, somos Señor de las Indias Occidentales, Islas y Tierra-:fi1me del Mar Océano, descubiertas y por descubrir, y están incorporados en nuestra Real Corona de Castilla. Y porque es nuestra voluntad, y lo hemos prometido y jurado, que siei.npre permanezcan unidas para su mayor perpetuidad y firmeza, prohibimos la enajenación de ellas. Y mandamos que en ningún tiempo puedan ser separadas de nuestra real corona de Castilla, desunidas ni divididas, en todo ó en parle, ni sus ciudades, villas ni poblaciones, por ningún caso ni a favor de ninguna persona.( ... ) Y si Nos ó nuestros sucesores hiciéremos alguna donación ó enajenación contra lo susodicho, sea nula, y por tal declaramos" (Libro 3, título ~ ley 1). Así, pues, las Leyes de Indias ordenan que "cuando se sacare colonia de alguna ciudad tenga obligación la justicia y regimiento de hacer describir ante el escribano del consejo las personas que quisieran ir a hacer nueva población, admitiendo a todos los casados hijos y descendientes de pobladores, de donde hubiere de salir, que no tengan solares, ni 1ierras de pasto y labor, y excluyendo a los que las tuvieren, porque no se despueble lo que ya está poblado" (Ley XVIIT del tltnlo 7 del Libro IV "De los descubrimientos"). Véase Altamira y Crevea (1951: 66). Señalemos igua11nente que no es un uso exclusivo para América. Durante el programa de colonización de la Slerra Morena, dirigido por el intendente Pablo de Olavide en 1767, el término colonia aparece con regularidad en las fuentes para designar los asentamientos de los centroeuropeos imnigrantes en la región. Estas obligaciones no se corresponden a las asumidas por otros reinos y poblaciones europeas -como Nápoles, Aragón o Sicilia- cuya incorporación a la Corona descansaba en una legitimidad de origen dinástico y no como producto de conquistas violentas. Juan Carlos Garavaglia, en su respuesta a Lempériére, escribe que "De los derechos que otorga la conquista militar, a aquellos resultantes de la legitimidad dinástica, hay un campo jurídicamente inmenso. Por lo tanto, llamar a esto subordinación colonial, no parece fuera de lugar" (2005).

1O El argentino Ricardo Zorraquín Becú señala que "las Indias, no obstante Ja personalidad o autonomía que el Derecho les había acordado, se encontraban en un estado de acentuada dependencia respecto de Castilla. No de la Corona, de la cual formaban parte. integrante, sino del reino y de la comunidad castellanos. Las diversas disposiciones que limitaron la supre1nacía que teóricmnente debió tener el Consejo de Indias, y la influencia que los peninsulares ejercieron sobre el gobierno de estas provincias, crearon una situación evidentemente subordinada respecto del reino principal. Esta situación se podría comparar con la que contemporánean1ente tuvieron otros reinos unidos accesoriamente a Castilla, como León, Toledo o Galicia, con la diferencia notable de que estos últimos participaban -en las Cortes o en el Consejo de Castilla- en la dirección del conjunto, mientras las Indias no tuvieron nunca esa posibilidad" (J 975). Para una perspectiva diferente, pero igualmente útil véase Góngora (2003).

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orden de algún príncipe, ó república á establecerse en otro país: llárnase también así el sitio, ó lugar donde se establecen" (RAE, 1780). Dos son los cambios que nos importa remarcar. En primer lugar, la omisión completa en el diccionario de fin del XVIII de la referencia a Rorna y al colono corno ciudadano (recordemos que esas referencias habían sido componentes esenciales de la definición de colonia por casi 1000 años). Señalemos que es un borrarniento doblemente peculiar, pues borra el carácter republicano de las colonias precisamente en el rnornento en que un fuerte neorepublicanisrno se pone en boga en el mundo hispánico. En segundo lugar, la emergencia de una finalidad (es el príncipe quien envía) cornpletarnente ausente en las definiciones previas del vocablo. Ahora bien, una vez que los diccionarios son fuentes poco indicadas para explorar alteraciones y transformaciones semánticas (su carácter es esencialmente conservador), no parece fácil ni rnuy docto inferir mucho de estas leves variaciones. Sin embargo, en estos casos una alteración, por leve que sea, nos debe alertar sobre la posibilidad de transformaciones rnás profundas en la experiencia histórica y remitirnos a otros tipos de fuentes que nos permita comprender su significado social. Digamos aún rnás, siguiendo a Koselleck, que esa turbulencia semántica a lo largo del siglo XVIII -en el contexto geopolítico de una renovada expansión colonial europea- es un fuerte indicio que el vocablo "colonia" deja de ser una simple palabra y adquiere el estatuto de concepto político fundamental. Recordemos que para Koselleck los conceptos (a diferencia de las simples palabras) son estructuras semánticas que adquieren su condición estructurante de la experiencia histórica debido a su capacidad de comunicar significados diversos y adversarios, es decir, a su condición polisérnica. En efecto, una palabra se convierte en concepto si "la totalidad de un contexto de experiencia y significado sociopolítico, en el que se usa y para el que se usa una palabra, pasa a formar parte globalmente de esa única palabra" (Koselleck, 1993: 117). Un concepto constituye sirnultánearnente índices de las luchas socio-políticas y factores de esas luchas al constituir horizontes de acción futura y "límites para la experiencia posible y para la teorización concebible" (1993: 118). Esa calidad de índice y factor significa que el concepto -en este caso el de colonia- identifica las "diferentes capas de la economía de la experiencia de la época que entran en la frase" (1993: 108). Sin embargo, la polisemia no es suficiente. La calidad de concepto, señala Koselleck, sólo se adquiere cuando una palabra es disputada corno estrategia de enunciación de intereses contrarios, es decir, cuando el rnisrno se convierte en el objeto de la política. He alú la razón fundamental -con la que coincido plenamente con Guerra y Lernpériere- por la cual toda descripción histórica debe tornar en serio el lenguaje de sus actores. Y esto es importante porque la objeción de Lernpériere no es lexical -objeción que, corno bien indica Koselleck, no es óbice para la labor del historiador (1993: 124-125)-, sino fundamentalmente conceptual y social. Sea este el rnornento de enunciar rni tesis tan claramente corno sea posible. Las turbulencias del concepto colonia durante el siglo XVIII son indicios de su tránsito de vocablo unívoco y relativamente poco polémico a concepto sociopolítico fundamental de la modernidad occidental e ibérica. Esto quiere decir que para comienzos del siglo XIX se cristaliza conceptualmente una comprensión de la experiencia colonial, rnarcadarnente diferente a la de principios del siglo XVIII. Esa conceptualización será usada corno prisma de manera variada y polémica por actores del mundo ibérico para designar, evaluar o criticar la relación de América con España.

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La tesis así formulada no intenta restituir visiones decimonónicas de la independencia como cruzada anticolonialista de liberación nacional. Tampoco desconoce los aportes significativos de la nueva historia política que identifican una cultura política compartida por los habitantes de la monarquía a comienzos del siglo XIX. Pretende, eso sí, restituir una dimensión conflictiva dentro de esa gran comunidad que, a mi juicio, ha permanecido impensada. Entendida de ese modo, la pregunta a desarrollar en el curso de este trabajo será, entonces, ¿cuáles son los significados de los cuales se llenó el concepto" colonial" durante el siglo XVIII y de qué tipo de luchas políticas es índice y factor a la vez?

El lugar de las Indias en la Nación y el concepto de colonia durante la segunda mitad del siglo XVIII Empecemos por señalar que esa proliferación de significados del concepto colonia en el siglo XVIII ocurre en el contexto de los varios proyectos de reformas del reino, diseñadas para rescatar la monarquía de " ( ... ) la grandeza de los males, que padece ( ... ), lo desierto de sus Provincias, lo inculto de sus Campañas, los arruinado de sus Poblaciones, la decadencia de sus Fábricas, y los imponderables perjuicios que recibe del Comercio pasivo", para su pronta restauración (Uztáriz, 1742). Como parte de ese rediseño general de la comunidad política se llevan a cabo extensos debates sobre el papel y la naturaleza de América en el conjunto de la monarquía. Los reformistas españoles buscaron la creación de un Estado fuerte que permita transformar la estructura agregativa de la llamada Monarquía compuesta en una unidad política acabada y económicamente eficiente (Pagden, 1994: 3). Además de las reformas económicas y administrativas necesarias, los procesos de integración buscaron modificaciones socioculturales, la promoción de nuevos valores y una nueva cultura económica y política. Aunque los programas de reformas buscaron transformar por igual la península y los territorios de ultramar, a menudo estas últimas figuraban en los programas, políticas y acciones de cambio en virtud de dos principios dispares: como provincias integrales de la monarquía y como recursos útiles para la restauración de España. Estos dos principios entrarán en intensa contradicción a lo largo del siglo XVIII. Si bien es cierto que el reformismo del siglo XVIII no modificó la norma jurídica vigente, también lo es que parte de un pensamiento político y económico muy diferente al de la casa de los Habsburgo redefinió de manera efectiva el lazo entre Europa y América n. La urgencia reformista en relación con América se hacía sentir en los escritos de los economistas ilustrados José del Campillo y Cossio y Bernardo Ward. En el influyente Proyecto económico (1787), Ward escribe: Los asrmtos de América están en mucho peor estado, siendo tan importantes que jamás

ha tenido Monarquía alguna posesión igual; arreglar aquel comercio de modo que sirva de fomento a Nuestra industria, extenderlo mucho más y quitar el contrabando. Establecer nuevos ramos que hasta ahora no se han emprendido, de muchos milli.ones de lJ

Una mirada rápida a las relaciones de mando en el recién creado virreinato de la Nueva Granada indica una voluntad transformadora del dominio con el afán de generar una mayor rentabilidad en Ja relación con la metrópolis. Véase Colmenares (1989: T. 1).

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indios incultos hacer vasallos útiles, aumentar el beneficio de las minas introduciendo las economías, ingenios e inventos que hemos visto en las de Hungría, Sajonia y Suecia, donde florecen mucho estas maniobras; extender más la producción de aquellos preciosos frutos y su consumo en Europa (... ) (1779: XV) 12 •

Muchos de los ternas reformistas son comunes a las provincias españolas y americanas, pero los presupuestos mercantilistas que suporúan que las colonias debían estar subordinadas a los intereses metropolitanos en tanto surtidores de materias primas, el monopolio y los mercados cautivos para la producción manufacturera, fuente de recursos impositivos y sustentadoras de la riqueza y el poderío metropolitano definen una mirada sobre América en la prosa reformista del siglo XVIIP'. Buena parte del impulso y legitimidad de esa mirada deriva del surgimiento de un nuevo régimen colonial en el Ca_ribe británico, francés y, en menor medida, holandés, altamente rentable para las metrópolis. Para los funcionarios españoles esas experiencias se convirtieron simultáneamente en paradigmas de la buena administración económica y en la llave para resolver buena parte de los males que aquejaban la Perúnsula. Corno escribe Ward en su Proyecto económico "Para ver lo atrasado [que se haya España ... ] basta considerar, que la Francia saca anualmente de sus colonias cerca de quarenta millones de pesos, que quiere decir quatro veces de lo que saca España de todo el Nuevo Mundo" (Ward, 1779: XIV)14. Para mediados del siglo XVIII las colonias se convierten en objetivos geopolíticos e inclusive se vuelven escenarios mismos de las guerras europeas, corno ocurre en La Guerra de los Siete Años (1756-1763). Una vasta literatura sobre la naturaleza y el futuro de las colonias europeas -Fran~ois Quesnay, Robert Jacques Turgot, Adarn Srnith- acompaña las frecuentes descripciones de la decadencia del imperio español y, especialmente, de sus ruinosa relación con sus colonias -el Abate Raynal, Williarn Robertson o el Abate Pradt-. Un tercer elemento -adicional a las reformas borbónicas y al surgimiento de un nuevo régimen colonial en el Caribe- acompaña y hace posible el surgimiento del concepto "colonia" a lo largo del siglo XVIII y, por tanto, a la reelaboración del lazo que une América a la Corona. Me refiero al surgimiento del concepto de nación, paralelo y contrario asimétrico al de colonia. Recientes investigaciones han manifestado la complejidad del concepto de nación durante el siglo XVIII, lo que hace que sea simplemente imposible abordarlo en el contexto de esta cornunicación15. Valga, simplemente, señalar que en el amplio espacio euro-americano el concepto de nación sufre una transformación sustantiva hasta adquirir un riguroso sentido político a finales del siglo XVIII. Corno dice un reciente diccionario filosófico, bajo el monarquismo, la nación ... se compendia en primer lugar en el cuerpo del Rey -la totalidad de sus súbditos, en tanto que· 12 13

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Véase discus.,-,ion en Bitar Letayf (1968: 128 y ss.). Valga la pena señalar que en la formulación de Ward coexisten de manera dificil dos nociones divergentes. Ward escribe que "Debemos mirar la América baxo de dos conceptos. l. en quanto puede dar consumo á nuestros frutos y mercancias: 2. en quanto es una porción considerable de la Monarquía, en que cabe hacer las mismas 1ncjoras que en España". Parte II, "Sobre la América'', "Reflexiones generales sobre aquellos dominios" (1779: 228). Federica Morelli (2008), plantea algunas ideas similares-aunque con desarrollos diferentes- a las aquí planteadas. Más adelante, Vfard escribe"( ... ) cotejamos nuestras Indias con las colonias extrangeras, y hallaremos que las