Gelabert, Martin - Vivir La Salvacion [PDF]

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Vivir La salvación Así en la tierra como en el cielo Martín Gelabert Ballester

SAN PABLO

Colección dirigida por José Luis Vázquez Borau

© SAN PABLO 2006 (Protasio Gómez, 11-15.28027 Madrid) Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723 - www.sanpablo.es © Martín Gelabert Ballester 2006 Distribución: SAN PABLO. División Comercial Resina, 1.28021 Madrid Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050 ISBN: 84-285-2882-9 Depósito legal: SE-449-2006 European Union Printed by Publidisa Printed in Spain. Impreso en España

Introducción ¿Vida antes de la muerte?

Cuando se habla de salvación se suele pensar en este estado definitivo que el Credo de la fe cristiana describe c o m o resurrección de los muertos y vida del m u n d o futuro. En ocasiones se indica que esta esperanza cristiana tiene repercusiones en el presente. Se dice, entonces, que nuestra vida en este mundo nos prepara para conseguir la salvación. Esta preparación se entiende, frecuentemente, de forma onerosa, costosa e incompatible con lo que los no cristianos y muchos cristianos entienden por buena vida. Ya es menos frecuente notar que la salvación es una realidad de este mundo, que comienza ahora y aquí. N o sólo la salvación tiene repercusiones en el ahora. El ahora es tiempo de gracia y salvación. Este libro presenta diferentes aspectos de la salvación cristiana. Pero incide sobre todo en u n o muchas veces olvidado: la salvación cristiana n o se refiere sólo al más allá. Comienza en el más acá, en el aquí y ahora de nuestra existencia terrena. El cristianismo y, en general, todas las religiones buscan responder a esta pregunta: ¿Habrá vida después de la muerte? H o y mucha gente, religiosa y no religiosa, y más aún la que vive en situaciones de opresión y dificultad, se pregunta: ¿Habrá

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vida antes de la muerte? Vida, sí, porque hay situaciones en las que uno exclama espontáneamente: ¡Eso no es vida! Importa mucho, pues, dejar bien claro que también el cristianismo quiere responder a la cuestión de la vida antes de la muerte. Dios no es sólo necesario para conseguir la bienaventuranza futura y eterna. Es también necesario para vivir bien en este mundo. Se comprende así el diálogo que este libro emprende con otras propuestas de vida salvada en el mundo presente. Estas propuestas toman, en el mundo secular, la forma de vida buena: ¿Cómo vivir bien en esta tierra?, ¿cómo sentirnos ya realizados, satisfechos de la vida? Se comprende también la importancia de aclarar que la vida buena no es exactamente lo que muchos entienden por buena vida, aunque tampoco se le contrapone. Más bien la salvación y la vida buena, cristianamente entendidas, integran lo bueno de lo que el mundo entiende por buena vida y critican sus excesos, que no contribuyen precisamente al bien vivir. Jesús era amante de la fiesta y del buen vivir. Tanto que fue acusado de comilón y bebedor. Toda su predicación es una invitación a vivir plena y abundantemente. Pero el buen vivir, la vida buena, no consiste en mirarse sólo a sí mismo buscando agotar todas las posibilidades de placer, sino en vivir teniendo en cuenta a los demás, pensando en los demás, viviendo para los demás. Sólo el que busca la felicidad de los demás, ese y sólo ese, trabaja por su propia felicidad. Este vivir para los demás es el secreto que el Evangelio nos descubre si queremos salvar la vida ya desde ahora: el que entrega su vida y la pierde por el Evangelio, ese la gana. Y de eso se trata: de ganar la vida. N o sólo no hay contraposición entre vida buena

(en este mundo) y vida salvada (en este mundo y en el otro). Pudieran incluso ser dos modos de decir lo mismo, con diferentes matices y desde diferente registro lingüístico.

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¿Cómo hablar hoy de salvación?

1.

¿Cómo hablar si Dios es incognoscible?

La palabra salvación procede del latín salvus, que significa salud. C u a n d o se tiene salud se diría que u n o está salvado (salvus sum — respiro, estoy salvado). Pero en nuestros ambientes cristianos, y en general en todo contexto religioso, la palabra salvación tiene un sentido teológico: la verdadera salud, el definitivo bienestar del ser humano, es un don de Dios. Fuera de esta referencia a Dios no hay salvación completa, estable, ni duradera. Hablar hoy de salvación, en sentido religioso, n o es fácil. La primera dificultad proviene de la referencia ineludible de la salvación a Dios. Si Dios es el que salva, en la medida en que conozcamos mejor a Dios y nos acerquemos a él, sabremos mejor lo que es la salvación y a qué debemos atenernos para conseguirla. Pero a Dios, c o m o muy bien dice la Escritura cristiana, nadie le ha visto jamás (Jn 1,18), pues habita en una luz inaccesible a la que no ha llegado ni puede llegar ningún ser h u m a n o ( I T i m 6,16). Se trata de alguien incomparablemente mejor de lo que podemos pensar (Ef 3,20). Dios es, por principio, inaccesible e incognoscible. Una

criatura finita no puede nunca abarcar al Infinito. Todos nuestros intentos de hablar sobre Dios son insuficientes e inadecuados. Todos los conceptos que utilizamos para referirnos a él son mundanos y, por tanto, sólo sirven para hablar de cosas n o divinas, de cosas mundanas. Dios es trascendente y está más allá de todo lo mundano. Ninguna de nuestras expresiones lo agota, ninguna lo controla, pues Dios, como decía san Anselmo, no sólo es más grande que todo lo que se puede imaginar, sino que es demasiado grande para que nuestro pensamiento pueda concebirle 1 . San Agustín era muy consciente de ello cuando, en uno de sus Sermones (52,6) afirmaba que si comprendemos lo que de Dios decimos, eso no es Dios: «Lo que tú has podido abarcar es cosa bien ajena de Dios... Si lo comprendes, no es Él, y si es Él, no lo comprendes».Y en su Tratado IV sobre la primera carta de san Juan, se pregunta: «Cuando decimos Dios, ¿qué es lo que decimos? Todo lo que podamos decir está muy por debajo de esta realidad». D e ahí que, según el santo, la auténtica actitud ante Dios es la del deseo, pues el deseo está abierto al «siempre más» y «siempre mayor». U n cristiano podría pensar que esta dificultad no es tal, pues si bien es cierto que a Dios nadie lo ha visto jamás, no es menos cierto que en Jesucristo se nos ha dado a conocer. Pero a veces no se nota suficientemente que el conocimiento de Dios en Jesucristo sigue siendo el de un Dios escondido, n o manipulable, no acaparable, siempre misterioso. Si en Jesucristo Dios se manifestase totalmente, eso significaría que el m u n d o divino se reduciría a la medida del m u n d o de lo humano. Jesucristo 1

Proslogion, cap. XV; cfToMÁs DE AQUINO, Suma contra Gentiles, I,V: «Dios está por encima de lo que se puede pensar».

nos da a conocer a Alguien que está más allá de él y más allá del mundo. «El Padre es más grande que yo» (Jn 14,28), dice Jesús, curiosamente en el contexto de un discurso en el que se afirma reiteradamente que sólo viéndole a él puede verse al Padre, pues entre el uno y el otro hay una inmanencia mutua. Para la fe cristiana, en Jesús reside toda la plenitud de la divinidad, pero esta misma fe confiesa que esto sucede «corporalmente» (Col 2,9), o sea, en una realidad finita y limitada de nuestro mundo. Tampoco el conocimiento de Dios que tenemos en Jesucristo agota el misterio divino. Se trata de un conocimiento paradójico: una vez que Jesús ha dado a conocer todo sobre Dios (Jn 15,15), aún queda m u c h o por decir (Jn 16,12). Pues lo que en Jesús se revela es «el Dios invisible» (Col 1,15). «Cristo, cuanto más manifiesto torna a Dios, más nos remite a su misterio» 2 . En Jesucristo aparece un Dios escondido, hasta el punto de que Tomás de Aquino llega a afirmar que lo máximo y más perfecto de nuestro conocimiento de Dios en esta vida es conocerle como a un desconocido, pues si bien sabernos lo que no es, «ignoramos absolutamente lo que es»3. C o n todo, para un cristiano, este conocimiento de Dios en Jesucristo, si bien no agota la plenitud de la divinidad, sí que nos orienta en la buena dirección. En la mejor de las direcciones posibles para saber a qué atenernos a propósito de Dios. Es un conocimiento que respeta la trascendencia de Dios y, al mismo tiempo, nos ofrece la información suficiente para que conozcamos con seguridad lo necesario para nuestra salvación 2 3

O. GONZÁLEZ DE CAKDEDAL, Dios, Sigúeme, Salamanca 2004, 216. Suma contra Gentiles, III, 49.

y podamos dirigir hacia ella nuestro pensar y nuestro obrar. Este conocimiento que tenemos de Dios en J e sús es tanto más necesario cuanto que rompe muchos de nuestros esquemas y muchas imágenes (naturales y espontáneas) sobre Dios que, en demasiadas ocasiones, están marcadas por nuestras ansias de poder y resultan ser proyección de nuestro orgullo. Precisamente el Dios revelado en Jesús rompe con todas las imágenes que le conciben c o m o poder absoluto, y se nos da a conocer c o m o absoluto amor.

2. ¿Cómo hablar en nuestro contexto histórico-cultural? 2.1. El desafío de las religiones Decir que en Jesucristo podemos conocer al Dios de nuestra salvación plantea una nueva dificultad al discurso sobre la salvación que, en el contexto histórico-cultural en el que nos movemos, cobra mayor importancia aún que la anterior. Nos referimos al hecho de que la salvación n o es un concepto exclusivo del cristianismo. Todas las religiones hablan de Dios. Y también hablan de salvación. La salvación es otra manera de hablar de Dios. Es hablar de la relación que Dios tiene con cada u n o de nosotros. En realidad, cuando hablamos de Dios, más que hablar de él, estamos hablando de nosotros mismos y de nuestra relación con él. O de c ó m o entendemos su relación con nosotros, que es la otra cara de nuestro situarnos ante él. Si, en principio, la idea de Dios une a todas las religiones p o r ser c o m ú n a todas ellas, cuando tratamos

de la salvación que podemos esperar de Dios empiezan a surgir las diferencias y rivalidades. Entonces dejamos el terreno de los principios más o menos generales, y nos adentramos en el de lo concreto, de lo que yo considero que es b u e n o para mí; de lo que tengo que hacer o dejar de hacer, y también de lo que tiene Dios que hacer (lo cual es también una manera de preguntar por su poder) para que yo consiga eso considerado bueno. Estas rivalidades se acentúan y se convierten en descalificaciones del otro cuando las religiones pretenden que la salvación que Dios ofrece quede reservada para sus fieles o adeptos. Así es lógico que se vean obligadas a condenar a los considerados infieles. Y es grande la tentación de transferir esta condena al m u n d o presente, de sentirse ejecutores de la voluntad de Dios en esta tierra, negando así derechos de existencia a los ajenos a la religión en cuestión. El cristianismo no ha estado exento de este deslizamiento. Sin duda, sus textos fundacionales afirman claramente que Dios quiere la salvación de todos y todas: «Dios quiere que todos los hombres se salven... porque es el Salvador de todos los hombres» ( I T i m 2,4; 4,10). Por su parte, el Vaticano II afirma que «debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma sólo por Dios conocida, se asocien al misterio pascual» de Jesucristo (GS 22). Debemos creer, n o es algo opcional o sujeto a libre discusión, es una obligación creer que toda persona puede salvarse. Sin embargo, a lo largo de la historia, un texto tan claro c o m o el citado de la primera carta a T i m o t e o («Dios quiere que todos los hombres se salven») se ha interpretado de forma restrictiva (por autores tan significativos

como san Agustín o santo Tomás de Aquino), haciéndole decir que Dios, en realidad, lo que quiere es que se salven todo tipo de personas, mujeres y varones, niños y adultos, negros y blancos, pero n o todos los de cada grupo. Por su parte, el Magisterio ha multiplicado las advertencias sobre el peligro que se corría al estar fuera de la Iglesia, llegándose a formular este principio: «Fuera de la Iglesia (se entiende, la Iglesia católica romana) n o hay salvación». En realidad, lo que el cristiano debe mantener es que n o hay salvación fuera de Jesucristo, a quien la Iglesia sirve humildemente, escucha atentamente y anuncia fielmente. Pero, ¿cómo presentar esta convicción sin descalificar a las otras religiones y sin condenar a tantas y tantos que, sin culpa por su parte, no conocen a Jesucristo? En el capítulo cuarto ofreceremos alguna indicación al respecto.

2.2. El desafio de lo secular Pero hay más. Las diferencias a propósito de la salvación no surgen sólo entre las religiones. Surgen además entre el universo de lo religioso y el de lo secular. También fuera de las religiones se plantea la cuestión de la salvación, al menos en forma de cuestión por la vida buena. Lo característico del m u n d o secular, en su expresión más radical, es afirmar que para conseguir la vida buena se hace necesario prescindir de toda referencia a Dios, considerado bien como u n rival que nos quita lo nuestro, bien c o m o una falsa ilusión alienante. Es i m p o r t a n t e , a la hora de hablar de salvación cristiana, prestar atención a este desafío que plantea la filosofía y la ciencia, si queremos que nuestro discurso

sea comprendido y resulte creíble. ¿Acaso Dios sólo es necesario para conseguir una salvación escatológica, más allá de la muerte? Para vivir bien en este mundo, al menos en la medida en que esto sea posible, ¿no se basta el hombre solo? ¿ N o es capaz de avanzar en todo lo auténticamente h u m a n o sin Dios? Más aún, ¿no han sido las religiones, en bastantes ocasiones, un freno para el avance de la democracia, de los derechos humanos, de la medicina, de la técnica, de la investigación? ¿Significa esto que el Evangelio no tiene nada que decir sobre la vida buena, correcta, saludable, en este mundo? ¿Ayuda o no ayuda Dios a vivir mejor en este mundo, a potenciar los derechos y deberes humanos, a conseguir una vida más armoniosa, placentera, solidaria, fraterna? C u a n d o el cristianismo habla de salvación, ¿habla sólo de otro m u n d o o se refiere también a este? Ante este desafío cabe reaccionar de dos maneras inadecuadas. La primera consiste en oponer la salvación que procede de Dios y las propuestas mundanas de vida buena. La verdad revelada aparece entonces sin conexión con lo humano, c o m o una verdad al margen de las necesidades de la vida humana. Este m o d o de entender la salvación cristiana, c o m o si fuera una alternativa a lo que el m u n d o ofrece, ha conducido a algunas filosofías a eliminar a Dios para poder ser hombre en plenitud. La segunda reacción es nivelar la salvación cristiana con la experiencia humana, buscando integrar las modalidades humanas de vida buena, sin notar la especificidad del cristianismo y el «más allá» de la salvación divina. ¿ C ó m o encontrar un camino entre estos dos extremos? Habrá que adoptar una postura lo suficientemente abierta y humilde que nos p e r m i ta escuchar con simpatía las buenas aportaciones del

pensamiento secular y, al mismo tiempo, una postura lo suficientemente valiente y sagaz que sepa integrar lo bueno que en estas propuestas haya, de m o d o que resulten enriquecedoras para la propia comprensión cristiana de la salvación, sin que ello vaya en detrimento de la gratuidad y plenitud del encuentro con Jesucristo. El capítulo tercero del presente libro busca expresamente este diálogo.

3.

Un hablar humilde y dialogante

Si además del cristianismo las otras religiones hablan de salvación, si también la ciencia, la técnica e incluso la filosofía nos ayudan a vivir más saludablemente; si, además, estamos convencidos de que Dios quiere que todos los seres se salven; si recordamos que Dios es el creador de un m u n d o que está «muy bien hecho» (Gen 1,31), un m u n d o bello y agradable, destinado al disfrute de t o dos los seres humanos, buenos y malos, justos e injustos; entonces los cristianos n o podemos pretender tener la exclusiva del saber sobre la salvación y debemos, además, adoptar una actitud atenta y respetuosa hacia los otros discursos que también hablan de salvación, por si pudieran enseñarnos algo o representar un estímulo para nuestro propio discurso, bien purificándolo, bien abriéndolo a las preguntas de nuestros contemporáneos. Sobre el asunto de la salvación, los cristianos, p o siblemente, hemos querido saber demasiado. H e m o s concebido que todas las religiones saben «algo» de Dios, pero desde el convencimiento de que la nuestra lo sabe «todo» y, por tanto, n o necesita de ninguna complementación. La nuestra tiene la totalidad del saber. Sin

embargo, los cristianos n o debemos olvidar que lo que sabemos sobre la salvación es a través de parábolas e imágenes abiertas que no agotan la realidad a la que orientan. Del Dios cristiano sabemos, sin duda, que sólo quiere lo bueno. Lo bueno para cada persona. Pero no sabemos exactamente qué es lo bueno para cada uno, ni los caminos por los que Dios conduce a los seres a lo bueno. El Vaticano II, cuando habla de la salvación en Jesucristo ofrecida a todas y a todos, añade con gran sabiduría que «sólo Dios sabe» el m o d o como esa salvación les alcanza (GS 22). Todas las religiones, de un m o d o u otro, se presentan c o m o una oferta de salvación para el ser humano. A h o ra bien, ninguna debería considerar su saber sobre la salvación como terminado. Todas deben ser conscientes de que su saber es h u m a n o y, por tanto, limitado. Esto nos lleva a considerar humildemente el saber sobre la salvación. Lo dicho vale también para el cristianismo. Insistimos en que de la salvación cristiana sólo puede hablarse en parábolas, por medio de imágenes que no agotan la realidad a la que remiten. Evitamos así que la fe cristiana se convierta en fanatismo (o en fundamentalismo). Precisamente la diferencia entre fe y fanatismo es del orden del conocimiento. El fanático cree que sabe. El creyente sabe que cree. El fanático cree saber que sus formulaciones son absolutas y, por eso, deben imponerse a los demás. El creyente cree que el único absoluto es el Dios revelado en Jesucristo, ai que ninguna formulación, culturalmente condicionada, puede agotar. C o m o sabe que cree, sabe que su saber nunca es claro ni agota t o d o lo que puede saberse sobre la realidad en que cree. El fanático, c o m o cree que sabe, no tiene nada

que escuchar. Tampoco considera necesario reflexionar e interpretar. El creyente, c o m o sabe que cree, siempre está inquieto y vive en tensión hacia una claridad que todavía no posee. La religión convertida en fundamentalismo termina por creer que todo lo sabe y que todo está claro. La auténtica fe sabe que ve en la distancia (cf H e b 11,13: las promesas de la salvación sólo «se ven y se saludan desde lejos») y que hay muchas preguntas sin resolver; sabe que siempre hay una parte de oscuridad en su conocer, consecuencia del misterio al que da su adhesión: «Parcial es nuestra ciencia y parcial nuestra profecía... A h o r a vemos en un espejo, en enigma... Ahora conozco de u n m o d o parcial» ( I C o r 13,9.12). Mientras el creyente es consciente de lo mucho que no sabe, el fanático cree saberlo todo, pero en realidad es u n ignorante. Sin perder nada de su originalidad y sin ceder un ápice en sus convicciones fundamentales, la fe cristiana puede y debe presentarse humildemente y respetando a los otros, c o m o una oferta que apela a la libertad, que se ofrece con buenos modos y respeto (IPe 3,16), con pedagogía y paciencia (2Tim 4,5), sin prepotencia, consciente de que quizá los «otros» pueden n o c o m prender, porque ella misma confiesa sus propios límites en la comprensión. La fe cristiana sobre la salvación se presenta así c o m o una saludable docta ignorancia. D o c ta, porque ofrece algunas respuestas. Ignorancia, porque estas respuestas, además de ser humildes, nos abren a nuevas preguntas. Saludable, porque evita todo fanatism o , toda condena precipitada, toda impaciencia. Pero aún hay más. Pues consciente de su limitación, la fe cristiana está en la adecuada disposición para poder escuchar lo que otros planteamientos sobre la salvación

pueden ofrecer. D e este m o d o la fe cristiana amplía saludablemente su campo de visión, al ser capaz de p o nerse en el lugar del otro, n o sólo para comprenderlo mejor, sino para comprender mejor los propios valores y juicios al observarlos desde el punto de vista de los demás y de la reacción (positiva o negativa) que en ellos pueden suscitar. Al tomar conciencia del punto de vista del otro, t o m o también conciencia de mi propia situación de una manera distanciada, por así decirlo menos dogmática, enriqueciendo así mi propia opinión. N e cesitamos a los demás para comprendernos a nosotros mismos, del mismo m o d o que necesitamos de la libertad y felicidad de los demás para realizar nuestra propia vida. Sin renunciar a nuestro yo podemos comprender al otro, valorar lo que nos separa de él e integrar en nuestra propia visión los elementos justos y buenos que descubrimos en los otros. Todo esto tiene hoy una especial importancia, n o sólo de cara al diálogo interreligioso sobre la salvación, sino sobre todo de cara al diálogo con propuestas no religiosas de lo que puede ser una vida realizada. En este último diálogo queremos incidir en el presente libro.

4.

Peligros que hay que evitar

El Dios cristiano es un Dios de salvación, hasta el punto de que, tal como confesamos en el Credo, por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo. La revelación cristiana de Dios está en continuación con la revelación veterotestamentaria. Allí Dios aparece c o m o el que se da a conocer en gestas liberadoras, u n Dios solidario con su pueblo, que lo visita («Yo os he visita-

do»: Ex 3,16), lo libra de la esclavitud y lo llama a una vida gozosa, plena, feliz, libre de ataduras y penalidades (cf Éx 3,8). El Dios bíblico es un Dios por y para los hombres. E n el N u e v o Testamento se revela c o m o el Enmanuel, Dios con nosotros (Mt 1,23), que envía a su Hijo para salvar al pueblo de sus pecados (Mt 1,21). En este Hijo, en Jesús, ha aparecido la bondad de Dios, su gracia salvadora y su amor a todos los hombres (Tit 2,11). Esta visión positiva y optimista sobre Dios ha podido conducir, en ocasiones, al discurso cristiano sobre la salvación a presentarse satisfecho de sí mismo y lleno de seguridades aplastantes que n o han contribuido a su credibilidad. Lo que vamos a intentar a partir de ahora es reflexionar sobre algunas dimensiones importantes de la salvación cristiana que, en ocasiones, no han sido presentadas con la suficiente holgura y amplitud de miras y, por eso, han dificultado una comprensión rica, completa y profonda de esta salvación. Esta falta de amplitud tiene una de sus causas, y no la menor, en la falta de humildad y de diálogo a la hora de hablar de salvación, y en haber pretendido un exceso de claridad, seguridad y certeza. El deseo de saber m u c h o sobre tan importante tema ha podido alejarnos del verdadero saber. Al querer saber m u c h o hemos deducido más de lo deducible, hemos volcado este saber en términos jurídicos, cerrados, m a temáticos (con formulaciones, convertidas en seguridades, del estilo: fuera de tales límites, de tales prácticas o creencias, n o hay salvación). Hemos proyectado nuestra visión comercial de la vida (las cosas buenas cuestan mucho, luego la salvación es costosa; y por ser costosa, pocos pueden pagarla); o nuestra visión humana de la

salud, que es frágil, minoritaria, y que muchas veces se obtiene a costa de la salud de los demás (de esto tenemos tristes experiencias en la actualidad: se c o mercia con los órganos de los niños del tercer mundo, a los que se deja sin ellos, para que en el m u n d o rico otros puedan disfrutar de mejor salud). Nos ha costado entender sin restricciones que Dios quiere que todos los seres humanos se salven, incluidos sus enemigos (la Eucaristía habla de una «sangre derramada por todos los hombres», sin excepción alguna). Hemos ligado en demasía la salvación a la revelación cristiana, olvidando que también hay manifestaciones de Dios fuera del cristianismo. En nuestros ambientes cristianos el discurso sobre la salvación parece lastrado, condicionado y prejuzgado por algunas precomprensiones, a veces inconscientes, que impiden su correcta comprensión. Fundamentalm e n t e estas: 1) Comprender la salvación c o m o algo futuro, para el más allá de esta vida; 2) entenderla c o m o algo espiritual; 3) considerarla c o m o ofrecida a todos, pero de hecho restringida (¿la afirmación cristiana de que sólo en Jesucristo hay salvación, significa que no hay salvación para todos?); 4) entenderla en función del pecado, c o m o superación de lo negativo; 5) entenderla como algo costoso, oneroso, que se c o n sigue con mucho esfuerzo. Nos detenemos en algunas de estas cuestiones. Y, en primer lugar, en las dos primeras. Nuestros dos próxi-

mos capítulos reflexionarán sobre una salvación que tiene incidencias en el presente y repercusiones corporales.

Para e l d i á l o g o

y la

Salvación así en la tierra como en el cielo

meditación

1. ¿En qué piensas cuando oyes hablar de salvación?

22

2.

¿Te parece fácil hablar de salvación?

3.

En el ambiente en el que te mueves, ¿se utiliza m u cho la palabra salvación? ¿Se utilizan otras palabras que sean equivalentes? ¿Cuáles?

4.

Después de la lectura de este capítulo, ¿piensas que la salvación es un concepto exclusivo del cristianismo?

C u a n d o el hombre de hoy se pregunta por la salvación piensa en sus dificultades personales y en los grandes males que asolan a nuestro m u n d o . Ahora bien, para solventar las dificultades personales (cómo salir de un apuro, de una enfermedad, c ó m o aprobar un examen o encontrar trabajo) ya no se apela a soluciones religiosas, sino al esfuerzo o a la ayuda de los amigos.Y cuando se trata de los grandes males de nuestro tiempo, que a t o dos preocupan y en la mayoría de los casos nos desbordan (hambre, desastres ecológicos, guerras, injusticia, corrupción, etc.), la solución se busca en fórmulas políticas y económicas solidarias y justas, ya que se considera que la causa fundamental de todos estos males se encuentra en el egoísmo humano. Si a Dios se le relaciona con tales males no es porque se esperen soluciones venidas de lo alto, sino en todo caso para acusarle de tal situación, reapareciendo así las insolubles preguntas de la teodicea: ¿ N o es Dios el responsable de que el m u n d o sea tal c o m o es?, ¿cómo puede Dios consentir tanta tragedia y tanto sufrimiento? H a sido la necesidad de responder a los grandes problemas y desafíos que se plantean hoy a los seres h u manos la que ha podido conducir a una mala considera-

ción de las religiones, entendiendo que se despreocupaban de los problemas de este m u n d o o, lo que es peor, que estaban en contra de todo lo mundano. C u a n d o Jesús dice que sus discípulos «no son del mundo», n o hay que entenderlo c o m o un alejarse de las penas, sufrimientos, gozos, alegrías y necesidades mundanas de las personas, sino c o m o u n «no ser» del maligno, del llamado «príncipe de este mundo». O sea, como un n o ser partidario de lo que perjudica al ser humano. La identificación de la religión con ascesis y sacrificio, c o m o u n «mal vivir» en este m u n d o para poder luego gozar del cielo, no es adecuada y se presta a muchos malentendidos sobre la religión. Por otra parte, es m u y cierto que la fe cristiana gira toda ella en torno a esta afirmación: Cristo Jesús ha resucitado y Dios le ha constituido Señor. Y c o m o consecuencia inmediata de la resurrección de Cristo, confesamos que nosotros esperamos resucitar con él. Sin esta dimensión escatológica, la fe cristiana se desploma: «Si n o resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe... Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los hombres más dignos de compasión! ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos c o m o primicia de los que murieron» ( I C o r 15,14.19-20). D e ahí a entender la salvación cristiana como esencialmente escatológica y a considerar que la vida en la tierra no es sino una etapa provisional, carente del m e n o r interés, no hay más que u n paso. U n mal paso, sin duda. Pero u n paso que se ha dado: en esta tierra estamos para lograr «la salvación del alma», siendo el cielo el lugar donde la salvación se logra para siempre.Vistas así las cosas, lo que importa en la salvación es la superación de la muerte.

A pesar de lo urgente que resulta para muchos seres humanos encontrar una buena salida a tantos problemas y dificultades, tengo la impresión de que, cuando en ambientes cristianos se habla de salvación, se sigue p e n sando en algo futuro, en una posibilidad de vida feliz y sin fin para el más allá de la muerte. Se diría que la salvación sólo tiene que ver con «otra» vida. La presente está marcada por la tristeza, el pecado, el mal y la muerte. Se olvida así algo muy importante, a saber, que la salvación comienza en el más acá, en el aquí y el ahora. Recordarlo es de suma importancia de cara al diálogo con las propuestas seculares de salvación. El cristiano está llamado a vivir una vida salvada ya en este m u n do. Si es así, no puede dejar de aceptar el desafío que le plantean la ciencia y la filosofía, pues también ellas tienen mucho que decir sobre la vida buena y saludable en esta tierra. Antes de entrar de lleno en este diálogo (en nuestro siguiente capítulo), comenzamos por ofrecer algunas reflexiones convergentes sobre la salvación cristiana en el aquí y el ahora.

1.

Buena noticia para el aquí y el ahora

Si el anuncio de Jesús es calificado de «evangelio», de buena noticia, no es porque anuncie un futuro compensatorio de una serie de desgracias, penas y sufrimientos presentes, sino porque anuncia que ya ahora es posible vivir en la paz y la alegría por la comunión con Dios y el amor a los hermanos. Según el evangelio de Mateo, Jesús comienza su predicación con el discurso de las bienaventuranzas. Estas presuponen que, en este mundo, hay mucha gente des-

25

graciada. Y, sin embargo, a estos Jesús les anuncia que es posible ser felices actualmente, en el m o m e n t o presente, e incluso en el m o m e n t o en que vayan a padecer malos tratos, si se cumplen determinadas condiciones que exigen transformar la existencia del cristiano y del mundo. Y ello gracias a la presencia de Jesús Resucitado en la historia de cada creyente y en la historia de la h u m a nidad. Es posible ser feliz en cualquier situación por la que pase el ser humano: pobreza, hambre, sufrimiento, persecución, marginación, muerte. Porque la Cruz está ahí c o m o una victoria y n o c o m o un fracaso, porque Jesús ha resucitado por la fuerza del Espíritu. Los pobres pueden ser felices desde ahora porque el reino de Dios ha llegado. Los afligidos, las personas hundidas bajo el peso de la calamidad, pueden ser felices, aunque todavía no plena y definitivamente, porque pueden experimentar ya el consuelo de Dios. Las bienaventuranzas evangélicas las proclamó Jesús para vivirlas en este mundo. Es necesario proclamar, oportuna e inoportunamente, esta verdad consoladora: las bienaventuranzas son para aquí y ahora. Por su parte, el cuarto evangelio sitúa la vida eterna, que aporta Jesús, en el presente: «Mientras que en la gnosis la vida eterna se halla transpuesta a u n más allá inasequible, sitúa Juan la vida divina en el presente... Esta vida eterna de acá abajo parece n o conocer la muerte; en todo caso, la muerte y el juicio n o ejercen ya para el creyente ningún papel (Jn 5,24; 11,25)» 1 . La vida eterna n o es la que se espera para el futuro, sino la que se introduce en el presente, en las más ordina1

H . G. LINK, Vida, en COENEN L. - BEYREUTHER E. - BIETENHABD H. (dirs.),

Diccionario teológico del Nuevo Testamento IV, Sigúeme, Salamanca 1984, 360.

rias circunstancias, allí donde la verdad vence al error, el amor al odio y al egoísmo, la justicia a la opresión, la esperanza a la desesperanza, la ilusión al tedio y al desánimo. La «Vida» es el hilo conductor de los discursos y diálogos del cuarto evangelio (pan de vida, agua viva, resurrección y vida), desde Jn 3,15 hasta 17,3. Prerrogativa del Padre, la vida es comunicada al Hijo (5,26; 6,57; 11,25; 14,6), y por Cristo participan de ella los creyentes (Jn 3,15; 3,26; 5,24; 6,40.47; 10,28; 17,2ss.; 20,31; IJn 5,12). El que cree en el Hijo tiene ya la Vida (IJn 5,12), la vida eterna (Jn 6,40-47), ha pasado ya de la muerte a la vida (Jn 5,24; IJn 3,14). La vida eterna que se otorga al creyente se exterioriza en el amor 0 n 15,917) y en la alegría (Jn 16,20-24), una alegría que nadie puede arrebatarle. Según IJn 3,14 el amor fraterno es el criterio de la verdadera vida: «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. N o amar es quedarse en la muerte». En resumen, unidos a Cristo, que es la misma vida eterna personificada (Jn 14,6; IJn 1,2), y viviendo como él vivió (IJn 2,6: «Quien dice que permanece en él, debe vivir c o m o vivió él»), los creyentes se encuentran ya ahora con Dios y participan en la vida del eternamente feliz y dichoso que llena de gozo su corazón. Ya ahora tienen acceso a la santidad escatológica que es la dignidad de hijo de Dios (IJn 3,2; R o m 8,15). Esta dimensión del presente de la salvación aparece igualmente en el tema fundamental —y casi único— de la predicación de Jesús: el reino de Dios. Cierto, el R e i n o tiene todavía que llegar en plenitud. Pero muestra sus efectos salvíficos en el ahora porque, en cierto modo, ha llegado ya. Las curaciones de Jesús, las obras que rea-

liza en beneficio de los necesitados (Mt 11,4-5), sobre todo su expulsión de lo que entonces se consideraban síntomas de posesión diabólica, anticipan en el presente el gozo del Reino (Le 11,20; Mt 12,28). Donde Jesús aparece, la gente recupera la esperanza, la ilusión, las ganas de vivir, encuentra sentido a su presente, se siente mejor, consolada y reconfortada. Todos sus demonios —lo que les angustia, les impide ser felices, les deprim e - desaparecen. Sólo desde el descubrimiento de la presencia actual de la salvación en Jesús se comprende la reacción de los discípulos ante la pregunta de Jesús: «¿También vosotros queréis marcharos?». Pedro, en nombre de todos, le responde: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna» 0n 6,67-68). Cuando uno ha encontrado y vivido la experiencia de determinados amores, ya no entiende cómo puede ser su vida sin ellos. Hay personas que son un auténtico descubrimiento y una maravilla para la vida de quienes les aman. Esto es lo que ocurrió en el encuentro de los discípulos (¡y de las discípulas!: Le 8,2-3) con Jesús. Unas mujeres y unos varones se encontraron con él y quedaron tan fascinados que, desde ese momento, su vida cambió radicalmente. Se sintieron regenerados y comprendidos. Fue como si nacieran de nuevo. Su nueva identidad se expresó en un entusiasmo renovado por el reino de Dios y, por tanto, en una solidaridad análoga con los demás, con el prójimo, tal y como Jesús la había vivido con ellas y con ellos. Este cambio fue fruto de su encuentro con Jesús, sin el cual hubieran seguido como eran. Si es verdad que Cristo está resucitado y presente en su Iglesia, la salvación hoy para el cristiano tiene que poder repetir una experiencia similar a la de los pri-

meros discípulos y discípulas. Quizá fuera un entusiasmo mal entendido, debido a esta experiencia que todo creyente puede realizar, a saber, que Cristo está vivo y presente en su vida, el que hubiera llevado a algunos miembros de las comunidades de Pablo a negar que hubiera resurrección de los muertos, puesto que la resurrección había acontecido ya (cf ICor 15,12; también: Col 3,1; 2,12; Ef 2,6)2. ¡Ya estaban y se sentían salvados! (cf ICor 15,2). La consecuencia de haber recibido el Evangelio es ser salvado en el ahora, sin necesidad de esperar al futuro.

2.

Dios creó al ser humano para que fuera feliz

La teología de la creación confirma el dato de que la salvación tiene efectos en el presente de la vida cristiana. A la pregunta de para qué creó Dios al ser humano, la tradición de la Iglesia responde: para dar gloria a Dios. Esta respuesta no debe entenderse como si Dios necesitase de nuestra alabanza. Dios no crea para aumentar su gloria, sino para comunicarla y beneficiar a otros con ella. De modo que la gloria de Dios consiste en la felicidad del ser humano. Esta felicidad está en proporción a su fidelidad a Dios. Dios es glorificado cuando el hombre es feliz. El objetivo de la creación es la felicidad de todos y cada uno de los seres humanos. Dos datos de la teología de la crea2 La Biblia dejerusalén inserta la siguiente nota a Ef 2,6: «Aquí y Col 2,12; 3,1-4, Pablo considera como realidades ya conseguidas (verbos en pretérito) la resurrección y el triunfo celeste de los cristianos... Esta escatología realizada es una de las características de las Epístolas de la Cautividad».

ción ayudan a profundizar en esta cuestión. El primero es la creación del ser humano «el día sexto» (Gen 1,3licuando todo estaba ya hecho, cuando ya no había nada que hacer, entonces, el día sexto, aparece el ser humano en función del séptimo día, que es el día del descanso de Dios, el día que Dios santifica (Gen 2,2-3; Ex 20,11). Recién venido al ser, el hombre se encuentra no con el agobio del trabajo, sino con el gozo del descanso, con h posibilidad de entrar en el sábado, en el descanso de Dios, en el ámbito de la celebración festiva de su relación con Dios. Antes que para hacer, el hombre ha sido creado para ser. El sábado, día de descanso, es el recuerdo permanente de que la vida es un don de Dios, para ser vivida de cara a El, encontrando así la dicha y la felicidad. El segundo dato es el hecho de que, según la t e o logía clásica, al crear al ser humano, Dios le adornó de unos bienes maravillosos (llamados preternaturales), consecuencia de la gracia y de la amistad con Dios, que perfeccionaban sus tendencias naturales y que, supuestamente, se habrían perdido con el pecado. Estos dones serían el don de integridad o ausencia de concupiscencia y el de inmortalidad: el ser humano en el Paraíso, si hubiera conservado la amistad con Dios, ni hubiera t e nido pasiones ni hubiera muerto. Hay ahí una intuición válida que nos ayuda a comprender el plan de Dios al crear al ser humano, pero esta intuición debe ser presentada de forma renovada. Pues, en realidad, estos dones podrían entenderse n o c o m o perdidos a causa del p e cado, sino c o m o la posibilidad que Dios desde siempre ofreció al ser humano de vivir en comunión con él, una posibilidad de vida dichosa que no ha sido clausurada y que resulta posible realizar también hoy en la medida en que el ser h u m a n o se vuelve hacia Dios y vive en

su amistad. El llamado don de integridad o ausencia de concupiscencia y el don de inmortalidad no serían una situación histórica que se perdió para siempre, sino una posibilidad permanente de vivir de otra manera en la comunión con Dios. Y habría que entenderlos c o m o una manera plástica de explicar que la amistad con Dios tiene repercusiones reales, físicas y psicológicas, en el m o d o de vivir, pues el amor —y más que ningún otro el amor de D i o s - proporciona estabilidad a la persona y le permite vivir sin miedo a la muerte. Con el pecado no desaparecen determinadas posibilidades. Se viven de distinta manera en función de nuestra actitud para con Dios. C o n el alejamiento de Dios no cambia el m u n d o ni la naturaleza humana, pero el hombre se sitúa de distinta manera ante sí mismo, ante el m u n d o y ante los demás. Algo de esto insinúa el relato del primer pecado —prototipo de todo p e c a d o - al decir que, al desobedecer a Dios, la mujer y el varón «se dieron cuenta de que estaban desnudos» (Gen 3,7). Sin embargo, antes de pecar también «estaban desnudos, el hombre y la mujer, pero no se avergonzaban el u n o del otro» (Gen 2,25).Vivían el estar desnudos desde la normalidad y la armonía. C o n el pecado n o cambia el mundo, cambia el ser humano, cambia su manera de situarse ante Dios y ante los demás. El don de integridad, o la armonía con la que Dios creó al ser humano, podría leerse en clave de felicidad, deseo innato al ser h u m a n o p o r q u e se corresponde con el propósito creacional de Dios. El destino de toda persona es ser feliz: «El hombre n o puede no querer ser bienaventurado», decía Tomás de Aquino 3 . Pascal 3

Suma de Teología I—II, 5,4, ad 2.

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se expresa de manera parecida: «El hombre quiere ser feliz y no quiere sino ser feliz y n o puede no querer serlo» 4 . Ahora bien, la felicidad corre el peligro de pervertirse cuando la vivimos egoístamente, sin referencia a los demás. Es lo que ocurrió con la primera pareja humana: sólo pensaban en sí mismos. En la medida en que todos los bienes estén orientados al amor y vividos en función del amor adquieren una dimensión nueva, divina, fuente de gozo y felicidad para quien los recibe y, sobre todo, para quien los da. La vida nos enseña que el egoísmo no nos hace felices, sino envidiosos, dejándonos insatisfechos. La envidia es fuente de tristeza y el odio conduce al desequilibrio personal. La referencia a los demás, hace que la felicidad a la medida de este m u n d o no pueda ignorar las enormes desgracias q u e asolan a la humanidad. H o y es bien sabido que muchas de estas desgracias tienen motivos personales, sociales y políticos. Incluidas muchas de las desgracias naturales: el terremoto puede producir heridos y muertos, pero construir en u n o u otro lugar, con unos u otros materiales, es una decisión política o económica que puede impedir, o al menos reducir, las consecuencias indeseables del terremoto. Aparece así, desde otra perspectiva, el amor como fuente de felicidad. N o puedo sentirme en paz conmigo mismo y con mis hijos si no estoy en paz -al menos en la medida de mis posibilidades— con todos los niños de la tierra. Sin solidaridad con los demás no hay posibilidad de encontrar la propia felicidad.

taciones, pueden sentirse gozosos y satisfechos. Digo bien cuando el Evangelio se realiza, no cuando se toma conciencia de que se realiza el Evangelio (pues es p o sible vivir el amor al que nos llama el Evangelio sin ser consciente de la llamada). A u n q u e también es cierto que la toma de conciencia es un bien que no se puede subestimar y que comporta un aumento de dicha. Ahora bien, la felicidad en este m u n d o nunca es completa y siempre está amenazada. Siempre nos falta algo y lo que tenemos es frágil y está en peligro de muerte. Por grande que sea la dicha que proporciona el vivir en el amor, toda persona debe enfrentarse con una situación no deseada e inevitable: el hecho de su propia muerte. También a propósito de esta cuestión, lo que hay de aceptable en la teología de los bienes preternaturales podría prolongarse y actualizarse. N o se trataría de que el primer hombre, antes de pecar, no conociera la muerte, sino de la diferente manera de afrontarla en función de la relación que se tiene con Dios. La muerte es algo natural. Llega a los pecadores y a los justos, a los amigos y a los alejados de Dios. Pero unos y otros no la experimentan de la misma manera. Para el que vive de la fe en la resurrección de Cristo, c o m o primicia de todos los que mueren, y sabe, por tanto, que la muerte es en realidad la entrada en la vida verdadera y para siempre, la muerte puede convertirse en un deseo: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia... Deseo partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es con m u c h o lo mejor» (Flp 1,21.23).

Todo esto significa que, en la medida en que el Evangelio se realiza, los seres humanos, con sus limi-

Desde esta perspectiva, lo problemático no es tanto la muerte, cuanto la manera de afrontarla. El que vive alejado de Dios ignora el sentido positivo que tiene la muerte y la vive como algo angustioso y oscuro. En la

4

B. PASCAL, Pensées, n° 169, ed. Brunschvicg.

medida en que nos acercamos a Dios y nos asemejamos a Cristo, tal angustia desaparece. Pues a la luz de la fe, la muerte puede experimentarse c o m o realización normal, n o traumática, de nuestra hambre de trascendencia, c o m o paso normal hacia la plena y definitiva salvación. Para el creyente, «la vida no termina, se transforma; y al deshacerse nuestra morada terrena, se nos prepara en el cielo una mansión eterna» (Prefacio I de la Misa de difuntos). E n la medida en que el creyente vive hoy unido a Dios por el amor, resulta posible vivir sin miedo a la muerte. Del miedo y no del hecho (biológico) de la muerte vino a librarnos Cristo. Por su victoria sobre la muerte, garantía de la del creyente (Heb 13,20; R o m 8,11), Cristo liberó «a los que, por miedo a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud» (Heb 2,15). D e este m o d o la vida puede vivirse c o m o vida buena, salvada, en la medida en que Cristo nos libera de nuestro temor más grande, el de la muerte. Aunque también es verdad que en Cristo, la muerte (biológica) puede ser vencida.

3.

La vida y La muerte se santifican y adquieren nuevo sentido

El Vaticano II afirma varias cosas sobre Cristo, las cuales reafirman y completan cuanto estamos diciendo. E n primer lugar, que Cristo ilumina el propio ser del hombre y da respuesta a los mejores anhelos de su c o razón: «Cristo, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio h o m b r e y le descubre la sublimidad de su

vocación» (GS 22). En Cristo se revela «la auténtica verdad de la condición humana y de su vocación entera, ya que Cristo es principio y modelo de esa humanidad renovada a la que todos aspiran» (AG 8). Prolongando este magisterio, escribió Juan Pablo II: «El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo de sí mismo debe acercarse a Cristo» 5 . Otra afirmación del Concilio, complementaria de la anterior, es que en Cristo la vida encuentra sentido (GS 41), no sólo sentido para el más allá, sino también para el más acá. U n a vida con sentido es una vida salvada, que no está clausurada sobre sí misma, sino abierta a sucesivos e interminables enriquecimientos. Sentido es salida, apertura a nuevos horizontes. N o r m a l m e n t e solemos quedarnos en pequeños sentidos: tiene sentido el estudiar, porque m e permite sacar una carrera con la que podré obtener un buen trabajo. Y tiene sentido el trabajar, porque obtengo un dinero que m e permite vivir dignamente. Pero además de estos sentidos parciales, cabe preguntar si la vida tiene un sentido global, si ella misma tiene una salida airosa o si termina en la nada más absoluta.Y también cabe preguntar si, además de los pequeños sentidos que tiene la vida (estudiar y trabajar), es posible abrirla a metas más gratificantes, que llenen los instantes presentes de paz y alegría. El Concilio dice que es posible encontrar «razones para vivir y razones para esperar» (GS 31), motivos por los que hoy la vida resulta gratificante y motivos para esperar que tenga un futuro de plenitud. Mirando a Cristo descubrimos esos motivos, pues tal c o m o hemos dicho líneas arriba, él nos descubre la 5

Redemptor homtnis, 10.

sublimidad de nuestra vocación, o sea, la maravilla a la que hemos sido llamados. Esta vocación es «la unión con Dios» (GS 19); «todos los seres humanos son llamados a un solo e idéntico fin, esto es, Dios mismo» (GS 24 y 22). E n Dios los anhelos del ser h u m a n o quedan plenamente saciados. Es fácil comprobar que el ser h u m a n o vive en una permanente insatisfacción, siempre buscando más, nunca conforme con lo que tiene. R e c u e r d o haber leído en George Sand que a las personas nos gusta tanto viajar porque n o estamos contentos en ningún lugar. Leí también en Bernardo de Claraval que los seres humanos, en lugar de agradecer lo que tenemos, nos pasamos la vida lamentando lo que no tenemos, pues la ambición humana es insaciable: el codicioso n o se harta de dinero (Qo 5,9). La fuerza misma de la ambición nos impulsa a preferir lo que no poseemos por encima de lo que tenemos, y a despreciar lo que poseemos en aras de lo que no tenemos. Sólo encontrándose con Dios puede el ser h u m a n o sentir su vida colmada. El encuentro con Dios encontrará su perfección en el cielo, cuando le veamos «cara a cara» ( I C o r 13,12), «tal cual es» (ljn 3,2). Importa recordar que esta esperanza escatológica y esta única vocación divina, sobrenatural, integran y potencian las responsabilidades y derechos humanos y les otorgan un nuevo sentido. Por eso, la Iglesia, «fiel a Dios y fiel a los hombres» (GS 21) insiste en que la esperanza escatológica n o sólo no evade al cristiano de su responsabilidad en pro de la construcción de la ciudad terrena, de la búsqueda de mayor justicia y de condiciones de vida más humanas, sino que es una nueva exigencia para todo ello (GS 39 y 21). La esperanza apunta al más allá y al más acá, a la vida eter-

na y a la transformación del mundo. La salvación tiene efectos liberadores en la vida presente, pues el Espíritu Santo y santificador obra ya en el corazón del hombre, n o sólo despertando el anhelo del siglo futuro, sino alentando, purificando y robusteciendo aquellos generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a ese fin (GS 38). A la luz de cuanto venimos diciendo, se comprende esta afirmación del Vaticano II: «El Hijo de Dios abrió el camino, con cuyo seguimiento la vida y la muerte se santifican y adquieren nuevo sentido» (GS 22). Dios es el único santo. Sólo él es santo. Pero es también fuente de toda santidad, pues él no reserva egoístamente la Bondad, la Santidad y el Ser sólo para sí. Dios es el Ser que hace ser y da el ser. La Bondad que hace buenos. El Santo que, derramando su Espíritu en lo más íntimo del ser humano, santifica. Si la vida se santifica, eso significa que se vive divinamente, según Dios, con su espíritu, su talante. Ya en este m u n d o es posible superar la soledad radical, vivir en el amor, «imitando a Dios» (Ef 5,1-2). Si la muerte se santifica, eso significa que en el seguimiento de Cristo, la muerte no es el final, sino paso a la vida j u n t o a Dios. D e m o d o que en el seguimiento de Cristo se puede vivir sin miedo a la vida y sin m i e do a la muerte, pues Cristo manifiesta y confirma «que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado (= renovación de nuestra vida presente) y para hacernos resucitar a una vida nueva (= llenando así de esperanza el presente)» (DV 4). Al final del apartado anterior dijimos que Cristo nos libera de nuestro más grande temor, el de la muerte. Ahora acabamos de dar la causa de esta liberación: en

Cristo la muerte adquiere un nuevo sentido. Pues bien, llegados a este punto, el discurso cristiano sobre la salvación debe enfrentarse con una pregunta que parece cuestionarlo radicalmente. ¿De verdad que esta vivencia cristiana de la muerte es salvífica? ¿No será más bien una ilusión alienante? La salvación que propone la fe cristiana, ¿no habría que compararla con el opio, que adormece, pero no impide morir? Y como adormece, también impide vivir. He ahí la respuesta de las ideologías seculares al planteamiento cristiano, ideologías que hoy han alcanzado una especie de non plus ultra.Ya. no se puede ir más allá en la descalificación de la religión y en la advertencia contra sus nefastas consecuencias. Si la respuesta cristiana es un engaño (y bien pudiera serlo, puesto que no es demostrable), queda en pie el hecho de la muerte y el miedo que suscita. Y la descalificación de la respuesta cristiana es tanto más seria cuanto que las ideologías seculares ofrecen una solución aparentemente satisfactoria a este temor. Es posible superar el temor a la muerte sin recurrir al «engaño de la inmortalidad». De tales desafíos planteados a la fe cristiana nos ocupamos en el siguiente capítulo.

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Para e l

diálogo

meditación

1. C ó m o responderías tú a la pregunta de Jesús: ¿También vosotros queréis marcharos? ¿Has experimentado en tu vida el gozo y la alegría de vivir el Evangelio? 2. ¿Te parece que vivir según el Evangelio sólo tiene repercusiones espirituales o también psicológicas y físicas? 3. Mirando a Cristo, ¿encuentras razones para vivir de otra manera y razones para esperar? ¿Podrías precisar algunas de estas razones?

39

El de safio de la f i l o s o f í a y de las búsquedas seculares de salvación

1.

¿Salvación sin Dios?, ¿salvación en este mundo?

Ha sido el supuesto consuelo que procuraría el anuncio de una victoria sobre la muerte la crítica más fuerte que ha sufrido el discurso cristiano sobre la salvación. U n a salvación centrada finalmente en la escatología, en el más allá, ha conducido a quienes prescinden de lo religioso o lo descalifican a preguntarse por la posibilidad de salvación en el acá, de vida realizada sin necesidad de Dios. Al fin y al cabo, dirán las ideologías seculares, el pensamiento de una salvación más allá de la muerte nos distrae de la única posibilidad de vida buena que tenemos, a saber, la de nuestro presente, la de este m u n do, para orientarnos a lo que n o existe. Las religiones son las causantes de que olvidemos el más acá; nos han hecho perder la felicidad presente y posible en nombre de una felicidad incomprobable, cuando no inexistente. Si hay una vida más allá de la muerte, quizá tenga su punto de lógica despreocuparse de la presente. Pero si no hay más vida que la de esta tierra «comamos y bebamos, que mañana moriremos» ( I C o r 15,32; cf Is 22,13),

y «coronémonos de rosas antes de que se marchiten» ( S a b 2 , 8 ; c f S a b 2,7-9). E n Nietzsche encontramos u n b u e n ejemplo de esta línea de pensamiento, que alcanza lo que hemos llamado un non plus ultra: «¡Dios, la fórmula de todas las calumnias del "más acá", de todas las mentiras del "más allá"!»1. «Más allá, o Dios, o la vida verdadera, o nirvana, redención, bienaventuranza. Esta retórica inocente del reino de la idiosincrasia religioso-moral aparece al m o m e n t o mucho menos inocente si se comprende cuál es la tendencia que aquí se envuelve en el manto de las palabras más sublimes: la tendencia antivital»2. Tendencia antivital, o sea, la enemistad a la vida. Buscar la salvación en Dios o en cualquier otro modelo de trascendencia es «declarar la guerra a la vida, a la naturaleza, a la v o luntad de vida» 3 . Esto no significa que para Nietzsche y, en general, para la filosofía y el pensamiento secular, sea rechazable la aspiración a la bienaventuranza. Todo lo contrario. La filosofía, antigua o moderna, busca responder a la pregunta por la vida buena, por la vida realizada, por la vida salvada en este m u n d o . La más decisiva cuestión de la religión, la de la salvación, es también la gran cuestión de la filosofía. Pero la filosofía la afronta desde una perspectiva inmanente. El diálogo con estas búsquedas seculares de salvación resulta de sumo interés para la teología. N o para, una vez conocidos los puntos débiles del adversario, poder descalificarlo mejor, sino para aprender y recibir. También para aportar. Ahora bien, el diálogo debe hacerse con los mejores plantea1

2 5

F. NIETZSCHE, El anticristo, tf 18.

Ib, n° 7. Ib,nM8.

mientos, buscando siempre el lado bueno, lo mejor de las posiciones no religiosas. Pues aquí no se trata de un combate en el que interese debilitar al adversario para vencerle mejor, sino de la gran cuestión de la verdad. Y cuando se trata de la verdad, todos ganan. Ganan también los que, acogiendo la parte de verdad que hay en el otro, modifican o matizan su planteamiento inicial, bien porque integran posiciones descubiertas en el otro, bien porque corrigen las propias cuando, a la vista de lo que dice el otro, se convencen de su parcialidad. ¿ C ó m o se responde a la pregunta por la vida b u e na desde lo secular? Si Dios no existe y n o hay trascendencia alguna, es en esta tierra d o n d e debemos aprender a encontrar y distinguir lo que merece ser vivido y lo que merece ser rechazado. En las m o d e r nas sociedades democráticas este es el objetivo que guía a los políticos y el sentido de los programas que ofrecen a los ciudadanos para que les voten. Y desde el p u n t o de vista personal se trata de vivir intensamente la vida o, dicho en negativo, de n o fracasar en la vida. La cuestión, entonces, es saber qué significa vivir bien y n o fracasar. Distinguir lo que merece ser vivido y vivirlo intensamente es el sentido del famoso «eterno retorno» de Nietzsche: hay momentos que uno desearía que no pasaran nunca o, al menos, poder repetirlos. Son momentos gozosos, momentos en los que uno se siente realizado, contento de lo que hace. Son m o m e n t o s de alegría, amor, lucidez, serenidad, que merecen durar siempre o, al menos, merecen volver. Este es el criterio para valorar lo que es bueno, aquello que merece que le dedique todo mi interés, lo que merece ser vivido intensamente. Incluso en ausencia de Dios, existen cosas, placeres, re-

gocijos, satisfacciones que requieren eternidad 4 . Nietzsche espera que, en el m o m e n t o de la muerte, podamos exclamar entusiasmados lo que u n o de los personajes de Zaratustra: «¿Es esto la vida? ¡Muy bien! ¡Pues que vuelva a empezar!». La cuestión está, pues, en vivir de un m o d o que se desee volver a vivir 5 . Hay algunas preguntas que se suscitan a la vista de este planteamiento: la primera es si no conduce al individualismo. N o es fácil encontrar momentos comunes que a todas y todos resulten satisfactorios. Lo que a uno le resulta o le parece bueno, quizá a otro le parezca malo. Decir en concreto y en positivo lo que es bueno para cada u n o ofrece tantas respuestas c o m o personas hay. Y cuando cada uno tiene su propia respuesta y n o hay unos mínimos objetivos comunes, la solidaridad desaparece y aparece la rivalidad. Pero incluso aceptando esta pluralidad de respuestas, hay que notar que la conciencia de lo bueno (de la vida salvada) es una conciencia negativa, pues el ser humano sabe lo que n o quiere, sabe contra lo que tiene que luchar, pero n o encuentra respuesta satisfactoria para lo que quiere, n o encuentra aquello en lo que descansar. Cualquier realización positiva está siempre marcada por unos límites que la tornan provisional, incompleta y perecedera. 4 Recuérdese la conocida fórmula, repetida varias veces en Así habló Zaratustra: «¡Todo placer quiere eternidad! ¡Quiere profunda, profunda eternidad!» (en La otra canción del baile, 3; La canción del noctámbulo, 10, 11 y 12). En esta misma obra (en Los siete sellos) se repite este otro texto: «¿Cómo no he de sentir ansias de eternidad y del nupcial anillo de todos los anillos: el anillo del eterno retorno? No he encontrado una mujer de la que haya querido tener hijos, a no ser esta mujer a la que quiero: ¡porque yo te quiero, eternidad! ¡Porque yo te quiero, eternidad!». Sobre el eterno retorno, me ha parecido de sumo interés L. FERRY, ¿Qué es una vida realizada?, Paidós Ibérica, Barcelona 2003, 118-119. 5 Cf E. LÓPEZ CASTELLÓN, en el prólogo de Asi habló Zaratustra, Busma, Madrid 1982,24.

Esto m e lleva a una nueva pregunta: El «eterno retorno», ¿no es el puro símbolo de un deseo? ¿O la proposición de un principio programático que, en todo caso, parece difícil concretar de algún m o d o ? Estos placeres que requieren eternidad, ¿no son finalmente ideales? ¿La «vida real» no es otra cosa menos encantadora y más lúgubre? Esta vida buena, que es la que u n o desearía repetir siempre, n o existe. N o porque n o haya momentos buenos, sino porque no se repiten tanto c o m o uno quisiera. Peor aún, en la vida hay también momentos malos. Y desgraciadamente hay verdugos. N o sólo hay que contar con lo finito, sino también con la libertad malvada, c o m o el «símbolo» (dicho sea con la esperanza de que no se interprete mal el término, que se refiere a una situación tristemente real) de Auschwitz ha dejado muy claro. Pero incluso dejando de lado (que ya es dejar) el mal uso de la libertad, que a veces conduce a situaciones dramáticas, ¿toda felicidad mundana n o es siempre precaria y limitada?

2.

Nadie puede vivir sin placer

El que la felicidad en este m u n d o sea limitada no tiene que ser obstáculo para valorar, desear, buscar, sostener e incrementar las felicidades posibles de esta vida (que por grandes que sean, resultan pequeñas). Desgraciadamente, a veces el cristianismo ha dado la sensación de estar en contra de la buena vida, de los placeres y de las alegrías mundanas. Se ha creado así una falsa contraposición entre humanismo y cristianismo, entre religioso y secular, entre fe y vida. Importa, por tanto, dejar claro que el cristiano quiere vivir lo mejor posible en este

m u n d o y hacer retornar y durar los buenos m o m e n tos. D e hecho, c o m o reconoce santo Tomás de Aquino, «nadie puede vivir sin algún placer sensible y corporal». Decir lo contrario «no es razonable» 6 . Lo que Tomás de Aquino rechaza son los placeres inmoderados y contrarios a la razón (placer del incesto, placer del sadismo, de la pereza, etc.), entre otras cosas porque tales placeres producen más mal que bien. Nuestro autor afirma que el ser h u m a n o necesita el placer para aliviar sus múltiples e inevitables males y tristezas 7 .Y al respecto aclara: n o se trata de que los placeres corporales y sensibles sean mayores que los intelectuales y espirituales. Más bien es lo contrario lo que es verdad. Lo que ocurre es que cada u n o se ve obligado a utilizar los remedios de que dispone. Q u i e n sólo conoce los placeres sensibles, sólo de ellos podrá servirse. Q u i e n conoce los placeres espirituales e intelectuales podrá servirse de ellos. Las personas combaten la tristeza de muchas maneras: leyendo un libro, escuchando música, jugando al tenis o bebiendo alcohol. N o hay que olvidar, al respecto, que Jesús era amante de la fiesta. Tanto que fue acusado de comilón y b e b e dor (Mt 11,19). También era sensible a la amistad y se rodeaba de buenas amigas y buenos amigos. D e ahí que sólo desde una consideración positiva del placer y de la felicidad podrá encontrar audiencia la necesaria crítica a una búsqueda del placer a toda costa, que ya no c o n tribuye a la felicidad, sino a la destrucción, y en cuya vorágine está en peligro de caer el hombre m o d e r n o . Si presentamos al cristianismo como enemigo de la 6 1

Suma de Teología, I-II, 3 4 , 1 . Ib, I-II, 31, 5, a d l .

felicidad —como algunos así lo interpretan- lo estamos presentando c o m o enemigo de lo más profundamente arraigado que hay en el ser humano. Pues el deseo de felicidad es innato y connatural al hombre. C o m o ya hemos dicho anteriormente, este deseo se corresponde con el propósito creacional de Dios. D e m o d o que, lo que el hombre desea no es sino expresión de la huella que Dios ha dejado en él al crearle. D e todas formas, esta búsqueda del «eterno retorno», de la repetición de lo bueno de la vida, de su búsqueda apasionada de duración, por muy positivo que en alguna ocasión resulte, no puede dejar de enfrentarse con la desazón que plantea su inevitable duración limitada. Lo mejor de esta vida no dura, porque es la vida la que no dura. Más adelante tendremos que volver sobre si es posible y c ó m o una vida buena, una vida salvada en las condiciones de este mundo. Pero ahora es el m o m e n t o de plantear la gran pregunta que el principio de realidad nos exige: la cuestión del no durar, de la muerte en definitiva. Cuestión que se plantea con tanta más acuidad o viveza cuanto más buena y realizada resulte la vida: «¡Hacer a los demás más felices, para que esa mayor felicidad ante la perspectiva del anonadamiento les haga más infelices!... Cuanto más grata y dulce y encantadora es la vida, más horrible es la idea de perderla» 8 . Las ideologías materialistas desafían radicalmente a la religión, obligándola a plantearse la pregunta por su realismo al introducir la duda sobre si no será una vana ilusión. Pero también la religión plantea una pregunta al materialismo: ¿ C ó m o afrontar la muerte? Dado que la perspectiva de la muerte nos hace sentirnos mal, para 8

M. DE UNAMUNO, Obras complelasVlll, Escélker, Madrid 1966, 824.

sentirnos bien tratamos de ocultarla y de ignorarla. N o es de buen tono mentarla y se procura no pensar en ella. N o porque n o sea problema, sino porque se la teme y n o se sabe c ó m o evitarla. ¿No es todo esto signo de que con la muerte topamos con un problema irresuelto que n o se sabe muy bien c ó m o afrontar? El pasar de largo y n o querer verla n o contribuye a solucionar el problema. Más bien logra agudizarlo. Y, sin embargo, también la ciencia y la reflexión filosófica se han enfrentado con este problema y han ofrecido una respuesta inmanente al mismo.

por la desaparición perpetua» (GS 18). C o n este temor sí que resulta posible enfrentarse. Más aún, aunque n o queramos sí que debemos enfrentarnos con él, al menos en alguna ocasión. El problema está, pues, en la manera de afrontar la muerte (tal c o m o ya dijimos en un apartado anterior). Lo que resulta difícil de asumir es el saber que tenemos que morir y el temor que eso desencadena. Este saber hace que la muerte se presente c o m o un atentado, como algo no buscado ni deseado. C o m o algo «antinatural», llega a decir Tomás de Aquino 9 .

3.1. La lucha por la supervivencia 3.

Una solución inmanente al problema de la muerte

«Mientras yo existo, la muerte n o existe; cuando exista la muerte, yo ya no existiré». Este aforismo de Epicuro podría ser la respuesta al problema de la muerte desde la pura razón inmanente. Puesto que mientras estamos nosotros n o está la muerte, es inútil pensar en ella o preocuparse por ella. Es totalmente contradictorio y absurdo «estar vivo» y tener conciencia de «estar muerto». N u n c a coexistimos con la muerte. Por eso, no hay que temerla. Sin embargo, algo se mueve en el ser h u m a n o cuando piensa en la muerte. D e ahí que, en nuestra sociedad, se busca apartar este pensamiento de la conciencia. Porque, aunque la muerte c o m o tal n o puede ser un problema (puesto que, mientras u n o existe, n o existe la muerte y, por tanto, no puede enfrentarse con ella), sí lo es la perspectiva de tener que morir, la amenaza de la muerte: «El máximo t o r m e n t o del hombre es el temor

La respuesta o reacción más corriente ante el miedo a la muerte es la lucha por la supervivencia y el intento de prolongar la vida. En nuestra sociedad se da la paradoja de que, mientras se provocan por doquier muertes injustas y sin sentido, también se lucha contra la muerte con todos los medios a nuestro alcance. Pero esta lucha que el hombre de hoy emprende contra la muerte no tiende a la supervivencia más allá de la muerte, sino a la prolongación de la vida presente, esa vida que es la única que parece interesar al hombre moderno. Por eso, la lucha contra la muerte se orienta a la prolongación de la longevidad biológica. Este intento de alejar la muerte parece muy semejante a la lucha por la supervivencia que se advierte en todos los seres vivos, incluso en los que no tienen un principio espiritual. Para la ciencia médica (y para muchas personas) la lucha contra la muerte deriva del deseo de prolongar la vida terrena, de ' De malo, 5, 5.

vivir aquí en la tierra el mayor tiempo posible. D i c h o lo cual, subsiste el problema de que también para la ciencia la vida concluye en una muerte, que todo hace pensar que es definitiva y que, además, siempre llega demasiado pronto. Algunos autores se preguntan si este deseo de longevidad biológica es distinto del de todos los vivientes en su lucha por la supervivencia, incluso para aquellos para los que no habrá vida más allá de la muerte. Acabo de reconocer que hay una semejanza entre el deseo human o de prolongar la vida y el instinto de supervivencia que hay en todos los seres vivos. Pero las semejanzas n o anulan las diferencias, pues las plantas y los animales no saben que van a morir, mientras que el ser humano sabe que tiene que morir. Este saber hace que su muerte no sea una muerte puramente animal y es, quizá, la nota más característica de lo transanimal en el ser h u m a n o y lo que hace que, ante la muerte, se planteen las preguntas más fundamentales: ¿De dónde vengo?, ¿adonde voy?; y, finalmente: ¿Qué soy más allá de lo que hago y experimento? Los animales presienten el peligro, pero «no saben» (¿o parece que no saben?) que tienen que morir. Se encuentran con la muerte. N o piensan en ella. El ser humano, a pesar de todos los rodeos que da para alejar la muerte de su conciencia, está seguro de que va a morir. Por eso termina pensando en la m u e r t e de una u otra forma, hasta el p u n t o de que, según algunos paleontólogos, la contemplación de la muerte hizo a los homínidos más conscientes de sí mismos, y esta toma de conciencia favoreció el desarrollo de la m e n t e y la aparición del lenguaje. N o extrañará, pues, q u e para algunos este pensamiento sea el principio de la filosofía.

Hablando por boca de Sócrates en el diálogo Fedón, Platón dice que filosofar es «prepararse para morir» 10 . Miguel de U n a m u n o dice que «en el punto de partida de toda filosofía hay un para qué», provocado por el hecho de que «el filósofo necesita vivir», «no quiere morirse del todo y quiere saber si ha de morirse o no definitivamente» 11 . Fernando Savater afirma: «La evidencia de la muerte no sólo le deja a u n o pensativo, sino que le vuelve a uno pensador» 12 .

3.2. Conformarse con lo que hay La muerte, si no contribuye al desarrollo de la mente, al menos da qué pensar. Y la filosofía nos prepara para morir. ¿Cómo? Ayudándonos a que desaparezca el p r o blema fundamental, que es, como ya sabemos, el miedo a la muerte. Si este temor desaparece, sin duda viviremos mejor y habremos dado un paso importante para conseguir una vida buena. Según las Disertaciones, Epicteto (filósofo estoico, hacia el 50-138 d.C.) se dirigía así a sus discípulos: «¿Tienes presente que el principio de todos los males del hombre, de la bajeza, de la cobardía, n o es la muerte, sino el temor a la muerte? Ejercítate contra el temor; que tiendan a ello todas tus palabras, tus estudios, tus lecturas, y sabrás que es el único medio del que dispone el hombre para ser libre» 13 . ¿ C ó m o p o d e m o s ejercitarnos c o n t r a el t e m o r ? 10 «Los que filosofan, en el recto sentido de la palabra, se ejercitan en morir» (PLATÓN, Fedón o del alma, 66 a-67 c; cf 63 c). 11

12

MIGUEL DE UNAMUNO, O.C, VII, 126 y

129.

Las preguntas de la vida, Ariel, Barcelona 1999,31. 13 Texto citado y bien comentado por Luc FERRY, ¿Qué es una vida realizada?, Paidós Ibérica, Barcelona 2003, 51-52.

¿ C ó m o ser felices? Por medio de la instrucción filosófica que nos hace capaces de encontrar el bien y el mal en las circunstancias particulares (puesto que en general, en abstracto, todos buscamos el bien). Según Epicteto es necesario saber distinguir entre las cosas que dependen de nosotros y las que están fuera de nuestro control. La voluntad de hacer el bien, por ejemplo, depende de nosotros. La muerte está fuera de nuestro control. Toda la infelicidad proviene del hecho de que n o hemos distinguido bien entre lo que depende de nosotros y lo que está fuera de nuestro alcance. Mientras busquemos la felicidad en bienes que no dependen enteramente de nosotros mismos, ya se trate de su alcance o de su continuidad en la posesión, estaremos llamando a la desdicha. Somos infelices porque nos planteamos objetivos que n o podemos alcanzar. Si el hombre ordena sus deseos según este criterio (lo que se puede alcanzar y lo que no está en nuestra mano), actúa según la recta razón, conforme a la naturaleza de las cosas, y alcanzará la tranquilidad del ánimo. Pierre C h a r r o n (1541-1603) resume bien este ideal estoico: «El bien, la meta y el fin del ser h u m a n o en los que encuentra su reposo, su libertad y su satisfacción, en una palabra, su perfección en este m u n d o , es vivir y actuar según la naturaleza cuando se deja dirigir por lo más excelente que tiene, a saber, la razón» 14 . De este m o d o está preparado para aceptar la realidad, si lo que acontece está al margen de su voluntad. Podrá vivir el presente sin nostalgia ni remordimientos por felicidades o culpas pasadas que ya n o puede cambiar, y deponer 14 Citado por J.LAGKÉE, Stoicisme chrétknne, en J.Y. LACOSTE (dir.), Diaionnaire critique de théologie, PUF, París 1998,1.105.

preocupaciones sobre futuros que n o dependen de él. Los hombres son infelices porque se afanan por adquirir bienes que no pueden obtener y evitar males que son inevitables, o sea, porque no viven según la naturaleza. Si uno se encoleriza, espera o teme, es porque n o ha comprendido la verdadera distinción entre lo que d e pende de nosotros y lo que no depende de nosotros. Desde este punto de vista, la esperanza en una vida tras la muerte pudiera ser causa de la mayor de nuestras desdichas, porque ponemos nuestra esperanza en lo que n o depende de nosotros. La filosofía estoica encuentra una buena prolongación en determinadas concepciones religiosas y en algunas posiciones seculares modernas. Dice un proverbio budista que el instante más importante de nuestra vida es el que vivimos en este m o m e n t o concreto. El pasado ya n o existe (luego no hay que lamentarlo ni aferrarse a él) y el futuro todavía carece de realidad (luego no hay que temerlo ni preocuparse por él). Importa vivir el presente, lo que hay, lo que existe de veras. El b u dismo se presenta c o m o un camino para escapar del sufrimiento y del temor a la muerte, por la entrada en un estado, el nirvana, en el que es posible alcanzar la perfecta felicidad. En el nirvana n o tiene cabida el sufrimiento, puesto que en él desaparece el principio del deseo o, al menos, no se desea ya nada que n o se pueda conseguir. T a m b i é n en algunas corrientes fundamentalistas cristianas parecen encontrarse reminiscencias estoicas. Si todo lo que sucede en el m u n d o obedece a la v o luntad de Dios, lamentarse de la propia suerte, de haber perdido a un ser querido o contraído una enfermedad grave, raya en la blasfemia, pues el verdadero creyente

debe someterse a la providencia no sólo con resignación (con «santa resignación», dicen algunos), sino también con alegría. Tengo delante de mí una estampa con una oración bastante difundida en círculos católicos: «Dios, concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valor para cambiar aquellas que puedo y sabiduría para reconocer la diferencia». Para los estoicos y para alguna gente religiosa, la rebeldía por no aceptar las cosas que uno no puede cambiar es no sólo causa de infelicidad, sino que sobre todo es inmoral. Desde posiciones agnósticas, Enrique Tierno Galván también nos invita a conformarnos con la realidad tal cual es. Como sólo existe lo finito15, lo inteligente es conformarse con lo que hay. El que lo logra, vive perfectamente satisfecho en la finitud, sin necesidad de ninguna realidad trascendente16. Más aún, «cualquier insatisfacción de lo finito en cuanto tal» es enfermiza17, pues en ella está implícita la pretensión de lo irrealizable. Por tanto, «no hay nada más humano y que mejor defina la finitud que perecer. No hay nada que más contradiga al hombre y a su finitud esencial que la sobre vida u otra vida»18. En conclusión: «Salvarse significa identificarse con el sentido del mundo, es decir, con la finitud». R e fugiarse en «un ser trascendente es contradictorio con lo que somos y engendra miedo y pesar»19. Sintetizando lo anterior, podemos decir que somos 15

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¿Qué es ser agnóstico?,Tecnos, Madrid 1982, 31.También en p. 74: «Lo finito es, desde el principio al fin, lo que existe». 1t «Yo vivo perfectamente en la finitud y no necesito más» (ib, 15).También pp. 16,17 y 35: ser agnóstico es no echar de menos a Pios. «No echar de menos» quiere decir que hay una integración perfecta con lo finito. 17 Ib, p. 51; también 82. 13 Ib,p.85. 19 Ib, p. 127.

infelices porque nos planteamos objetivos que no podemos alcanzar y no vivimos de acuerdo con la naturaleza, o sea, con lo que hay, que para estos pensadores es este mundo y sólo este mundo. Pero, ¿basta conformarse con la inmanencia de lo real, con este mundo limitado y caduco para ser feliz? Después de esta exposición de la solución inmanente al problema de la muerte, tal como me parece honradamente que se encuentra en las posiciones con las que pretendemos dialogar, considero necesario añadir dos observaciones. La primera para reconocer que, ciertamente, hay un modo de concebir la esperanza que, más que consolar, ,aumenta la insatisfacción. Cuando nos planteamos metas imposibles de conseguir, o cuando esperamos como producto del azar o de la suerte cosas supuestamente buenas (riquezas, honores, éxito sexual, etc.), acumulamos decepción tras decepción. Esta espera es vana, nos deja insatisfechos y conduce, en muchas ocasiones, a la desesperación. Pero este modo de esperar, ¿merece el nombre de esperanza? A mi modo de ver, no. Pues la esperanza se refiere a algo difícil, pero posible. La auténtica esperanza reposa siempre sobre un poder que la hace posible. Sólo así la esperanza es creíble. La posibilidad es lo que distingue la esperanza del deseo, «porque el deseo lo es respecto de cualquier bien sin consideración de su posibilidad o imposibilidad. En cambio, la esperanza tiende a un bien como algo que es posible alcanzar, pues en su naturaleza incluye cierta seguridad de conseguirlo»20. La esperanza cristiana en la resurrección de los muertos y en la vida eterna no puede considerarse pura proyección del deseo siempre TOMÁS DE AQUINÜ, De Spe,

1.

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que sea capaz de mostrar lo bien fundamentado de sus apoyos: el poder y la misericordia divinas. La segunda observación se refiere al «vivir de acuerdo con la naturaleza» de las posiciones estoicas, que puede conducir a una resignación ante la vida, valiente y serenamente aceptada, sin duda, pero resignación al cabo. Nietzsche calificó a los estoicos de «extraños comediantes e impostores que se engañan a sí mismos». Tal vez porque no acababa de convencerle tanta conformidad con la naturaleza. Por eso les pregunta: «¿Cómo podríais vivir conforme a esa indiferencia? Vivir, ¿no es acaso querer ser diferente de la naturaleza?»21. Por su parte, los sucesores del agnosticismo de Tierno Galván tampoco parecen muy «satisfechos con la finitud». El agnóstico «permanece insatisfecho, irreconcilíado con un mal mundo»22; «el furor del querer no puede ser obturado, aquietado por ninguna cosa, por ninguna identidad... El querer consiste precisamente en ser lo que no es, es aspirar a ser, negando lo que se es»23. Si la insatisfacción ante lo finito es enfermiza, entonces el hombre es un ser irremediablemente enfermo, un enfermo que no se contenta con tranquilizantes que le hagan olvidar su enfermedad, pues desea saciar su sed de infinitud. Aceptar las cosas tal como son, es maravilloso cuando la vida nos sonríe. Ya es más difícil aceptar la realidad cuando las cosas van mal. Lo característico del ser humano ha sido siempre no conformarse con lo que tiene. Hoy está más claro que en el pasado que lo humano no es la conformidad con lo natural. O, al menos, lo que muchos consideran natu21 22 23

Más allá del bien y del mal, n° 9. X. SADABA, Saber vivir, Libertarias, Madrid 1985,99. F. SAVATER, invitación a la ética, Anagrama, Madrid 1983, 25.

ral (como la esclavitud, la inferioridad de la mujer, pero también los terremotos y otras catástrofes «naturales»). Lo humano es la superación de lo natural, la lucha por la libertad y por condiciones de vida que «planten cara», que resistan y se enfrenten a aquellos acontecimientos naturales que producen desgracia y muerte. Ante el mal, el sufrimiento y la muerte, lo humano es la protesta, y no la resignación. En esta protesta se manifiesta el deseo de bien y de vida innato en todo ser humano. La rebelión ante el mal revela nuestra adhesión al bien. La rebelión ante la muerte manifiesta nuestro deseo de vivir. La rebelión ante el sufrimiento injusto manifiesta el amor a la justicia. La sensación de que algo nos falta y la inconformidad con la realidad fáctica nos abre a la nostalgia por lo totalmente otro. ¿Qué pensar de tales rebeldías? Hay quien dice que el mal prueba la no existencia de Dios. Yo me pregunto si no podría ser también manifestación del anhelo de un Dios, un clamor que apela a la existencia de Dios.

4.

La respuesta cristiana al misterio de la muerte

4.1. La muerte, lo más desconocido Los problemas se solucionan o, al menos, piden una solución. Los misterios nunca encuentran una respuesta definitiva, pero dejan la puerta abierta a la esperanza y a las repercusiones que, en nuestra vida, tiene el misterio. La muerte, ¿es un problema o un misterio? ¿Es «lo que parece» o es un no saber? Se pregunta Emmanuel Lévinas: «Lo que se abre con la muerte, ¿es la nada o lo

desconocido?». Y afirma: «La muerte es el sin respuesta». Y un poco después: «El fin es solamente un momento de la muerte; un momento cuya otra vertiente no sería la conciencia o la comprensión, sino la pregunta, pregunta distinta de todas las que se plantean como problemas»24. Modernamente tiende a considerarse la muerte como un hecho. Pero es un hecho no satisfactorio. Y así se prefiere no pensar en ella, cerrando la puerta al posible descubrimiento de sus más profundas dimensiones. Por ser un hecho no deseado, la muerte es un problema. Pero además es un misterio, una realidad que se nos impone, que no acabamos de aceptar y que tampoco logramos comprender ni esclarecer. Y no lo logramos porque la muerte es una parte fundamental del misterio de la persona, del misterio del ser hombre. Si cada ser humano es ya para sí mismo un misterio (¿quién soy yo? es una pregunta que nunca tiene una respuesta definitiva), la muerte -constitutiva del ser hombre- participa del misterio de lo humano. Afirmar que morir es la nada es tan gratuito como afirmar lo contrario. Morir es más bien lo desconocido, un no saber, aquello que se nos escapa y no controlamos, aquello que está más allá de nuestro poder. Si el morir huye de todo control, abre a lo desconocido. Si la muerte es lo más desconocido, no parece legítimo que nadie pretenda tener una respuesta definitiva sobre ella. Y sí parece legítimo escuchar toda posible voz (venga de donde venga y siempre que muestre su credibilidad) que, sin anular el misterio, proyecte una luz sobre él: «En Cristo se ilumina el enigma de la muerte, 24

Dios, ¡a muerte y el tiempo, Cátedra, Madrid 1993,19 y 25.

que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta oscuridad», afirma el Vaticano II (GS 22). ¿Cuál es esta iluminación? Responde el Concilio: «Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida». Esta fue exactamente la respuesta que Pablo ofreció a los estoicos en Atenas (He 17,18), respuesta que provocó la burla de los filósofos que le escuchaban (He 17,32), cosa que no debe extrañar, pues todavía hoy, incluso en ambientes culturales marcados por el cristianismo son muchos más los que afirman creer en la divinidad que los que creen en la resurrección de los muertos. De hecho, en todas las encuestas sobre tema religioso que se realizan en Europa aparece una distancia de unos 30 puntos entre los que dicen creer en Dios (alrededor de un 72%) y los que dicen creer en la resurrección de los muertos (alrededor de un 46%). ¿Qué significa esta diferencia? Que muchos bautizados viven una religiosidad puramente natural, quizá muy filosófica, pero muy poco cristiana, sin referencia a Cristo. Pues el Dios cristiano es el que resucitó a Jesús de entre los muertos.

4.2. El amor, fundamento de la esperanza La respuesta que ofreció Pablo, y que sorprendió a los estoicos, fue que la muerte, el definitivo y «último enemigo» (ICor 15,26), resulta vencida y no sólo el temor a la muerte. Esta respuesta puede abrirnos a la esperanza.Ya hemos dicho que la esperanza, para ser calificada de tal, debe mostrar sus posibilidades. ¿En qué se fundamenta la esperanza cristiana? En el amor. Sorprendentemente, el fundamento cristiano del poder vencer a la muerte es lo que para el estoicismo representaba el prin-

cipal problema ante la muerte. Ocurre que el cristiano entiende que el amor puede tener un fundamento divino, que lo hace eterno. Por el contrario, el estoico n o acepta esta fundamentación divina del amor. Así el amor resulta un obstáculo para la felicidad. En efecto, para el estoico, lo que nos hace tan desgraciados ante el pensamiento de la muerte es el tener que desprendernos de tantas cosas que amamos y a las que estamos apegados. Pues ella es el final de todos nuestros amores. Si no estuviéramos apegados a nada, n o tendría que dolemos el perderlo todo. Sólo se sufre ante la pérdida de aquello que se ama. El desapego será, pues, el principal ejercicio para evitar el temor a la muerte.

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El cristiano, y no sólo el estoico, conoce estos amores que resultan motivo de dolor por tener que renunciar a ellos: «Es miserable toda alma prisionera del amor de las cosas temporales, que se siente despedazar cuando las pierde», exclama san Agustín ante la pérdida de un gran amigo 25 . Pero el cristianismo, a diferencia del estoicismo, enseña que hay un m o d o de salvar de la muerte a los afectos humanos, a saber, cuando se aman «en» Dios, fuente de eternidad: «Bienaventurado el que te ama a ti, Señor; y al amigo en ti, y al enemigo por ti, porque sólo no podrá perder al amigo quien tiene a todos por amigos en aquel que no puede perderse. ¿Y quién es este, sino nuestro Dios? Nadie, Señor, te pierde, sino el que te deja»26. Amar «en» Dios es u n amor íntimo y personal al prójimo. N o es una mistificación. Pero es amarle en lo mejor que tiene o puede tener, a saber, en lo que le 25

SAN AGUSTÍN, Confesiones, IV, 6,11.

26

Ib, IV, 9,14.

hace participar de la bondad divina, por el hecho de ser imagen de Dios. En este sentido, el amor que vence a la muerte es siempre un amor divino. Dios, que es A m o r y ama a todos y a cada uno de los seres humanos, j u n tamente con el hecho de que es poderoso y la fuente de la Vida; he aquí el fundamento de la esperanza cristiana: «Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que hiciste; pues, si algo odiases, n o lo habrías creado. ¿ C ó m o subsistiría algo, si tú no lo quisieras? ¿ C ó m o se conservaría, si no lo hubieras llamado? Pero tú eres indulgente con todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amigo de la vida» (Sab 11,24-26). Porque Dios es amigo de la vida y, sobre todo, amigo de los seres humanos; porque cada uno de los seres humanos es para Dios una auténtica delicia (cf Prov 8,31), resulta posible esperarlo todo de su amor, pues el auténtico amor se da sin m e dida, sin reserva; da todo lo que tiene y puede. Hay que decir algo más a propósito del amor de Dios como fundamento de la esperanza. Pues este amor se ha manifestado de forma definitiva en Jesucristo. Así, esperamos con una certeza inquebrantable porque Dios nos ha amado y nos ama en Jesucristo: «Nada podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» ( R o m 8,39; cf R o m 8,31-39). Nosotros poseemos ya las primicias de este amor; más aún, este amor nos ha sido dado con el don del Espíritu, que nos asegura que somos amados y que amamos (cf R o m 5,1-11; Gal 4,4-7). U n a esperanza así fundamentada «no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» ( R o m 5,5) y, por tanto, es capaz de «esperar contra toda esperanza» ( R o m 4,18). Esto significa que si la esperanza tiene que ver con el «más allá», su fun-

damento está en el «más acá», en la experiencia de u n Dios que nos acompaña en nuestra realidad creada y garantiza el cumplimiento de nuestros más profundos deseos. Es el vivir hoy en comunión con Dios lo que da todo su sentido a la esperanza cristiana.

5.

EL amor, ¿un contrasentido si no hay Dios?

Prescindiendo de referencias a la fe y limitándonos a consideraciones antropológicas, cabe decir que t o d o amor auténtico requiere eternidad. Recuérdese lo que decía Nietzsche: «Todo placer requiere profunda, p r o funda eternidad». Es también famosa la frase de Gabriel Marcel: «Amar a otro equivale a decirle n o morirás». Efectivamente, amar de verdad es desear estar «siempre» con el amado, querer que «nunca» se vaya de nuestro lado. Se manifiesta así el dinamismo más profundo del amor, que tiende a lo incondicionado, al absoluto. Por su parte, U n a m u n o afirma que el amor busca siempre la plenitud, despierta nuestro instinto de perpetuación y nos orienta hacia la consecución de la perpetuación. Por eso «el amor es quien nos revela lo eterno» 27 .

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¿Y cómo el amor es revelación de lo eterno? Porque «así que el amor ve realizado su anhelo, se entristece y descubre al punto que n o es su fin propio aquello a que tendía» 28 . Al ver realizado su anhelo el amor se entristece porque lo logrado no acaba de satisfacerle del todo. En el fondo, buscaba más y buscaba otra cosa. Su

fin, por tanto, estaba más allá de lo logrado. Por eso, «la satisfacción de todo anhelo no es más que semilla de un anhelo más grande y más imperioso» 29 . Si el amor busca siempre más y por eso tiende a lo eterno, no es extraño que U n a m u n o acabe afirmando: «El amor es un contrasentido si n o hay Dios» 30 . Desde estas consideraciones sobre el d i n a m i s m o del amor, y otras similares que podrían hacerse (por ejemplo, el descubrimiento en los seres humanos de unos valores que van más allá de lo puramente natural, de unos rasgos no reducibles a la lógica natural de la animalidad: piénsese en que uno es capaz - o respeta y admira a los que son capaces- de dar o arriesgar la vida para defender a sus seres queridos),jse puede concluir filosóficamente en la existencia de un horizonte de sentido, pero la filosofía c o m o tal n o concluye en un fundamento último.jLa tentación del creyente (quizás no tanto la del teólogo) es identificar este horizonte con Dios. Pero esta identificación, si bien puede ser razonable (pues es una interpretación posible de una pregunta abierta que nunca se resuelve), n o es racionalmente concluyente. N o se puede concluir apodícticamente que, por existir un horizonte (inmanente) de sentido, exista Dios. La fe sigue siendo una posibilidad seria, una apuesta razonable, un bello riesgo. Pero nunca es una demostración. D e ahí que una vez que se ha dado el paso de la fe, muchas cuestiones continúen abiertas. La fe no sólo no acalla las preguntas, sino que suscita otras nuevas e interminables. Se comprende así que la esperanza cristiana, si bien está garantizada, nunca deja 29

M. DE UNAMUNO, O.C, VII,

Ib, 227.

229.

30

Ib, III, 285. Ib,VII, 201.

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a uno satisfecho, pues el que espera no posee todavía lo que anhela con todas sus fuerzas. La garantía de poseer lo esperado, de que las promesas de Dios se cumplirán, no sólo no evita la insatisfacción de la no posesión, sino que pudiera incluso avivarla. Cuanto más auténtico es el deseo, mayor es la inquietud. Cuando Unamuno dice que el amor es un contrasentido si no hay Dios, tiene razón si está pensando en llevar la lógica del dinamismo del amor hasta el final, pues si no hay Dios, el amor acaba y, desde este punto de vista, deja a uno defraudado. Pero eso no significa que, por quedarse uno defraudado, tenga que existir Dios. Ni tampoco que el amor no sea valioso por sí mismo. Y este ser valioso por sí mismo es la mejor respuesta que desde la inmanencia puede darse a la pregunta por la vida buenaj. Por su parte, la respuesta religiosa, si bien no es demostrable, sólo resulta creíble si es capaz de mostrar sus efectos, precisamente en forma de amor, en la vida presente. Sigamos, pues, con nuestra reflexión.

6.

Respuesta inmanente a la pregunta por la vida buena

La esperanza cristiana afirma que la muerte ha sido vencida en Jesucristo y que puede ser vencida en todos nosotros. Esta esperanza es fuente de consuelo y de sentido para la existencia en la tierra. Ahora bien, la vida buena y realizada que promete el cristianismo no sólo se refiere al más allá, también se refiere al más acá. Sobre esto ya nos hemos expresado. Ahora lo completamos. Y nos preguntamos si hay algo de bueno en las búsquedas

seculares de vida realizada en este mundo y qué pueden aportar a la fe cristiana.

6.1. ¿Vida buena gracias a la ciencia y a la técnica? Una respuesta por la vida buena en este mundo la ofrece la ciencia y la técnica. Ellas son la prueba palpable de las capacidades creadoras del ser humano, que modernamente han sido utilizadas, cada vez con más precisión, para lograr cotas de bienestar nunca soñadas en el pasado. Ahora bien, llegados a estas alturas del siglo XXI, ya no hace falta convencer a nadie de las ventajas, pero también de los peligros de las ciencias exactas y de las ciencias aplicadas. Con ellas hemos logrado lo mejor y lo peor. El átomo produce energía y bombas mortíferas, y eso hasta el punto de destruir no sólo vidas humanas, sino la misma posibilidad de vida en este mundo. Por otra parte, los legítimos anhelos humanos de liberación y de emancipación de los pueblos han dado lugar en el pasado siglo XX a ideologías y, lo que es peor, a formas de gobierno inaceptables y esclavizantes (Hitler, Stalin, y tantos otros), que pretendían, en el colmo de la ironía, ser los verdaderos agentes de la emancipación o de la mejora de la humanidad. La humanidad actual (occidental) necesita, más que nunca, salvación y liberación, a fin de salvarse de los poderes tenebrosos que ella misma ha desencadenado. La ciencia y la técnica no son malas por sí mismas. Los malos son los gobiernos y personas que las utilizan para su propio provecho, sin tener en cuenta las consecuencias que este provecho egoísta produce en los demás. Si hoy el terrorismo resulta tan preocupante es

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porque puede dotarse de armas químicas o nucleares, fuera de todo control. La ciencia que, supuestamente iba a librarnos de los males de los que la religión no pudo librarnos (hambre, pobreza, guerras de religión, catástrofes naturales), no sólo no ha logrado su objetivo, sino que, en algunos aspectos, ha acrecentado los males (crecimiento económico descontrolado, espiral armamentística, manipulaciones genéticas). La ciencia y la técnica no nos hacen ni más sabios ni más buenos. Puestas al servicio del prójimo pueden lograr maravillas. Utilizadas como instrumentos de poder, resultan destructivas. ¿Quién controla el uso de la técnica y el ejercicio del poder? ¿Cómo ponerlos en manos de una libertad no pervertida? ¿Cómo lograr una ciencia correcta? Por otra parte, nuestra sociedad tecnificada produce competitividad y, por tanto, envidia. Los éxitos de los demás manifiestan nuestro fracaso. ¿Cómo lograr una vida realizada para todos?

6.2. Existir con los demás Hoy se plantea inevitablemente la pregunta de en qué y para qué el ser humano va a utilizar estos maravillosos instrumentos que su inteligencia ha producido. La necesidad de un control, tanto de la técnica como del poder, y la necesidad de que las posibilidades de la ciencia sean utilizadas en beneficio de todos, es una cuestión ética. Una cuestión que desborda el campo de lo instrumental y se mueve en el ámbito de los valores. Y, finalmente, termina apelando al amor. No sólo se necesita un control y una autorregulación para evitar que los distintos egoísmos redunden en perjuicio propio, se

necesita comprender que la felicidad propia depende proporcionalmente de la felicidad de los demás. Las mejores concepciones humanistas no religiosas consideran que la vida realizada debe partir de «la exigencia de una existencia con los demás»31. Al caer en la cuenta de que yo, o mi grupo, o mi etnia, o mi religión, no estamos solos en este mundo, se nos plantea la pregunta de qué hacer con los demás, cómo tratarlos, cómo situarnos ante ellos. Caemos también en la cuenta de que este mundo no es sólo mío. Es un mundo común. Es preciso tener en cuenta al otro, respetar las diferencias e identidades alejadas de las nuestras.Y eso incluso para comprenderse uno mismo, para tomar conciencia de nuestra propia identidad. Pero sobre todo para poder vivir y dejar vivir. Necesitamos la libertad de los demás, y si es posible su felicidad, para realizar nuestra propia vida. Este planteamiento humanista termina apelando al amor como la actitud que permite la reconciliación perfecta (y por tanto, la felicidad) entre las distintas singularidades. Pues sólo el amor da valor y sentido a todos los procesos de convivencia y buena relación, como el respeto, el conocimiento, el interés por el otro, el aprendizaje del otro. El amor va más allá de las cualidades corporales (belleza) o espirituales (saber) del otro y se fija en lo que hace a uno irremplazable, único y distinto, en lo que lo identifica como ser, y hace que podamos decir al que amamos: gracias por existir, gracias por ser tú, por ser así, y no por ser fuerte, bello, inteligente o valeroso32. 31

32

Así se expresa L. FEREY, O.C, 325.

C f ib, 331-333.

67

Este planteamiento humanista se basa «en la constatación de una exterioridad o trascendencia radicales de los valores; no invento la verdad, la justicia, la belleza o el amor, sino que los descubro, sin duda, en mí mismo, pero como algo que me ha sido otorgado desde el exterior, sin que pueda identificar el fundamento último de tal don». El ser humano no produce los valores. Por eso no puede manipularlos a su antojo o cambiarlos por sus contrarios. Al descubrirlos estando ya ahí, de alguna manera se le imponen. «Subsiste un misterio de la trascendencia», dice Ferry. La teología pretende afianzar esta trascendencia con un fundamento último, divino. «Para un humanista auténtico, por el contrario, el misterio de la trascendencia es completamente racional... Ninguna explicación causal podría acabarse con el descubrimiento de una causalidad última, una causa primera que sería causa de sí»33. Hay una trascendencia, sí, pero en la inmanencia de lo humano. El progreso científico no tiene fin.Y filosóficamente (como ya hemos dicho antes) podemos concluir en la existencia de un horizonte de sentido, que nos lleva de horizonte en horizonte, de modo que «siempre subsistirá un misterio en nuestro conocimiento del mundo». Identificar este misterio con Dios no pertenece a la filosofía. Sólo puede ser un paso dado desde la fe.

35

Ib, 309.

7. El necesario correlato humano de la respuesta religiosa La respuesta religiosa, al apelar a Dios como fundamento de estos mismos valores que el ser humano descubre y no inventa, como muy bien reconoce el humanismo, ¿añade algo a este descubrimiento, lo mejora? ¿O simplemente es una superestructura ideológica, puesto que la existencia de Dios es incoinprobable científicamente y, de existir, sólo será verificable en la escatología?

7.1. Existir con los demás y también para los demás A mi entender, el lenguaje religioso, en ocasiones, matiza y radicaliza los valores humanistas. Pero, en general, expresa desde un registro diferente muchos valores humanistas. Ofrece una interpretación creyente de la causa y motivo de esos mismos valores que también se esfuerza en vivir. Esta interpretación no cambia los valores. Los vive desde la fe. Vivir en conformidad con los valores que uno descubre y, sobre todo, con el valor supremo del amor, parece humano y humanizador, fuente de felicidad y de vida buena. La fe cristiana lo ratifica y radicaliza desde la soberana autoridad de Jesús, que revela un amor «hasta el extremo», amor al amigo (como realización plena del amor, que pide reciprocidad) y amor al enemigo (corno manifestación de la gratuidad del amor). Interpreta este amor como «teologal»: al amar al hermano estoy realizando un acto divino, pues, por una parte, estoy amando con los mismos sentimientos, con el mismo espíritu con que Dios ama a cada uno; y, por otra, al amar al

prójimo de esta forma descubro la presencia escondida de Dios en él. La dimensión teologal no cambia para nada mi amor; pero descubre en él un «plus», un exceso, una «demasía» de sentido, sólo visible desde la fe. Por tanto, si «la existencia con los demás» puede ser un buen p u n t o de partida para una vida realizada, es la «existencia para los demás» la clave cristiana de una vida realizada. Además, la fe cristiana añade algo fundamental y específico, a saber, que el amor es capaz de vencer a la muerte. Pero, en lo referente a este mundo, el ideal de la normalidad y de la vida buena se identifica con el mensaje evangélico del amor. El amor es lo que da sentido a los otros valores y lo que hace buenas todas nuestras acciones. El humanismo y el cristianismo coinciden en las implicaciones sociales del amor. N o hay felicidad egoísta. N o hay vida buena si esta bondad no alcanza a todos los seres humanos. El cristianismo radicaliza estas consecuencias sociales del amor que, normalmente, toman cuerpo en la justicia. El amor cristiano supone y exige la justicia, pero va más allá, llegando a donde la estricta justicia n o puede llegar, a saber, al perdón y a la misericordia.

7.2. ¿Sólo un fundamento inmanente para los valores? La postura humanista (en la versión que aquí hemos presentado) coincide con la cristiana en lo fundamental: la salvación viene en y por el amor. Ambas posturas apelan a la exterioridad, a unos valores que u n o descubre, pero n o extrae de sí mismo. Hay una diferencia: mientras el humanismo entiende que la exterioridad es

inmanente, el cristianismo entiende que tiene su fundamento en Dios. La solución cristiana sólo es posible desde la fe, aunque también la humanista reconoce que se topa con el misterio. La solución cristiana —y en general toda solución religiosa— es más difícil de sostener, pero abre las puertas a la esperanza. Al apelar a la fe, la postura cristiana debe mostrar su credibilidad. Esta credibilidad se muestra en la coherencia entre fe y vida, en las consecuencias fraternas, humanas y humanizadoras —inmanentes si se prefiere este lenguaje— que necesariamente debe conllevar la fe en Dios. En teoría, la fe cristiana debe ofrecer más estabilidad, firmeza, seguridad y gozo a la tarea por construir un m u n d o más justo y más habitable. La práctica se demuestra en la vida de cada creyente. El planteamiento humanista se explica desde la fe cristiana porque en todo ser h u m a n o está la imagen de Dios. Hay una huella de Dios en cada persona, aunque n o sea consciente de ello. Esta explicación n o intenta recuperar la solución humanista, ni tampoco calificarla de cristianismo que se ignora. Es sencillamente una explicación cristiana de por qué hay en cada ser h u m a n o un sentido de la belleza, la justicia, la verdad y el amor. Sentido que puede deformarse, ocultarse o disimularse, pero n o desarraigarse ni borrarse. Y nunca perderse del todo, pues es constitutivo de lo humano. C u a n d o el no creyente afirma que los valores trascendentes son inmanentes al hombre mismo, el creyente puede e n contrar ahí su propia interpretación, porque, para él, el ser h u m a n o mismo es exactamente creación de Dios. Y puestos a calificar de recuperación esta interpretación cristiana, también podría decirse que el humanismo n o religioso trata de recuperar al cristianismo, tachando

de ilusión toda referencia a Dios, pero aceptando las consecuencias de una fe que nos lleva a trabajar por la justicia y, en definitiva, a vivir en el amor. La exterioridad de los valores, con los que el ser h u m a n o se encuentra, deja transparentar algo del misterio de la persona: n o es sólo una existencia recibida, sino una existencia que se encuentra con realidades que se le imponen. N o sólo realidades naturales (como las fuerzas limitadas, o la necesidad de alimentarse), sino también otras realidades «supranaturales», relacionadas con la libertad, que le «dictan» lo que es bueno y lo que n o lo es. En muchos seres humanos (¿en todos?) puede constatarse u n deseo de bien y un rechazo del mal (al menos, de lo que ellos consideran c o m o bueno y como malo). Este deseo de bien está en la inmanencia de lo humano, pero es trascendente a lo humano. Es u n «misterio» (Luc Ferry). Eso significa que hay realidades, valores, de los que no podemos disponer soberanamente, acontecimientos (el amor, la fidelidad) que n o se dejan funcionalizar completamente. N o somos nosotros los que nos apropiamos de ellos. Son ellos los que se apropian de nosotros. ¿ N o es esto una revelación? Si estos valores disponen de nosotros, entonces se presentan como la realidad que todo lo determina. A esta realidad el creyente le da u n nombre: Dios.

7.3. Dos lenguajes que se correlacionan

tos humanos de su propio lenguaje. ¿Cuál es la razón de esta praxis del bien, de este dejarse guiar por unos valores (trascendentes en la misma inmanencia)? ¿Por qué apelar al amor, si el odio puede ser más lógico y más racional? Max H o r k h e i m e r —y en esto coincide con Luc Ferry— piensa que un m u n d o sin justicia y sin amor, un m u n d o con víctimas, no tiene sentido. D e ahí que la vida buena sólo puede realizarse en el amor. Ahora bien, «desde la perspectiva m e r a m e n t e científica, el odio n o es, a pesar de todas las diferencias sociales funcionales, peor que el amor. N o hay ningún razonamiento lógicamente concluyeme por el que yo no deba odiar si ello no m e reporta ninguna desventaja social»; «el ejercicio del odio reporta a veces más satisfacción que el del amor» 34 . ¿En qué se fundamenta, pues, la apelación al amor? «Que el amor sea mejor que el odio, n o puede fundamentarse sin recurso a la teología» 35 . Esta respuesta n o debe confundirnos: H o r k h e i m e r es materialista. El recurso a la teología es un m o d o de apelar a un discurso que va más allá de lo estrictamente racional. Para él no se trata tanto de afirmar a Dios cuanto de transformar el mundo. Pues la afirmación de Dios es irrevocablemente incompatible con las exigencias de la ciencia y los infranqueables límites de la razón finita y fragmentaria: «Pertenece a mi filosofía la convicción de que sobre el Absoluto n o p u e d e afirmarse nada» 36 . « N o p o d e m o s afirmar que exista un Dios b u e n o y todopoderoso». Entonces, ¿cuál es el motivo del anhelo indestructible del bien? 73

El lenguaje cristiano expresa desde un registro diferente lo mismo que el lenguaje humanista. Son dos lenguajes que se correlacionan. Más aún, al lenguaje religioso le interesa, para ser comprendido, encontrar esos correla-

34

M . HORKHEIMER, Anhelo de justicia (ed. de J. J. SÁNCHEZ), Trotta, Madrid 2000, 168 y 187. 35 Ib, 204; también pp. 169,187. 36 Ib, 153.

Responde Horkheimer: «No podemos decir cómo ha venido el bien al mundo»37. Cuando los mejores humanismos apelan al bien, al amor, en definitiva, a unos valores distintos de los que rigen la búsqueda científica y la organización política (que son utilitaristas, pragmáticos y egoístas) como caminos de vida buena y criterios sobre los que construir un mundo justo, si buscamos la razón de tal apelación nos encontramos finalmente con un «no podemos decir» o «es un misterio». Pero todo tiene un motivo, conocido o no. De ahí la legitimidad de la pregunta: ¿Cuál es el motivo de la apelación al amor? Quizá no haya respuesta concluyente. La causa es desconocida, no se conoce la razón, o no puede explicitarse. Pues bien, esta razón teórica no explicitada (o explicitada a veces como un rechazo de la ilusión de fundamentos metafisicos o de una onto-teología38) es el correlato humano de lo que el creyente llama Dios. En el fondo, tanto el humanismo como el cristianismo apelan a una fe, al misterio de lo real.

7.4.

Traducir secularmente las convicciones religiosas

Si es importante para el cristianismo encontrar estos correlatos humanos para explicarse y hacerse entender, no lo es menos el ofrecer, desde la racionalidad 37

Ib, 207. L. FEWW, O.C, 311. Onto-teología es el discurso sobre el ser, identificando al ser con el ser necesario, o sea, con Dios. De este modo se da un salto del ser a Dios. Aplicado a lo que dice Ferry: de la trascendencia de los valores no se puede concluir que Dios sea su fundamento, porque entonces hactmos onto-teolojpa. 38

común, desde la argumentación, una traducción «no religiosa» de sus convicciones religiosas. Cuando los cristianos afirmamos que el embrión es un sujeto de derechos fundamentales, ¿no estamos traduciendo al lenguaje de las modernas Constituciones civiles la convicción de que toda creatura humana es imagen de Dios? Igualmente, el pecado, que para el creyente es una ofensa a Dios, puede presentarse desde la mediación antropológica, a saber, como lo que perjudica a uno mismo o a los demás. Otro ejemplo podría ser la exhortación evangélica al perdón. Lo que parece justo y racional es el rendimiento de cuentas, eso por no decir que, para el ofendido, para la víctima, lo racional es el odio. Pero el perdón es la consecuencia más profunda de la coherencia del amor, por el que uno trata a los demás como desea ser tratado (no como le tratan, sino como desea que le traten). De ahí que, por parte del que ama, no hay verdadero amor sin perdón. En resumen, no son tanto los argumentos de autoridad los que hacen audible y aceptable la fe cristiana, cuanto aquellas explicaciones que ofrecen signos de humanidad y humanización. En esta humanización, aunque no se sepa, siempre se manifiesta y transparenta Dios. Pues el Dios de Jesús es la plenitud del ser humano. Cuanto más humano es uno, cuanto más perfecto es el ser humano, tanto más divino es. Lo auténticamente humano coincide con lo divino. Esto nos invita a presentar la santidad como la verdadera humanización, que siempre comporta un encuentro con todo ser humano en el amor.

7.5. Unirse en la creatividad común Finalmente, si los distintos registros lingüísticos, en lo que se refiere a la fundamentación última del bien y del amor separan, el humanista y el cristiano pueden unirse en la creatividad c o m ú n para hacer posible una salvación en este m u n d o al alcance - e n la medida de lo posible— de todos los seres humanos y digna de todos ellos. D e m o d o que la diferencia lingüística e ideológica no impide la unión en algo muy fundamental, la búsqueda de salvación o vida buena realizada en el amor. El camino para esta búsqueda c o m ú n es la interactuación. Hay una palabra a la que hoy se le atribuyen efectos mágicos y que, en ocasiones, se utiliza buscando imponer con guante de seda mis propuestas u opiniones, sin buscar realmente u n acercamiento al otro. Es la palabra diálogo. Cuando de lo que se trata es de i m p o ner mi opinión, la palabra diálogo produce una gran frustración. Porque incluso, en el mejor de los casos, el diálogo n o puede reducirse a una cierta tolerancia y a u n vago deseo de entenderse. Esto es sólo el primer paso, importante, sin duda, en la medida en que va más allá de los conflictos. Pero hoy debemos pasar del diálogo a la creatividad c o m ú n . Pasar del hablar j u n tos al crear juntos. ¿Qué pueden crear juntos nuestros dos grupos, sean grupos cristianos, o grupos políticos, o grupos económicos, o grupos artísticos? Esa es la pregunta que el Creador nos plantea a todos. Esa es la cuestión esencial para compartir la vida c o n aquellos que nos resultan diferentes: interactuar y preguntarnos qué podemos crear juntos. La ley del universo, la ley del Creador, no es la de los dualismos tolerantes, sino la de las mutuas interpenetraciones.

Para superar lo que nos separa, o incluso mejor, para convivir con lo que nos separa, nada c o m o buscar lo que nos une, buscar aquello en lo que podemos colaborar. Ser creativos, yendo más allá de las diferencias, para trabajar juntos en lo que puede unirnos. Posiblemente lo que puede unirnos es también lo más urgente. Para encontrar caminos de creatividad c o m ú n nada mejor que un espíritu abierto al otro, capaz de autocrítica consigo mismo (o de humildad si se prefiere este lenguaje más religioso). Así, humanistas no religiosos y cristianos pueden encontrarse dándose la mano en la búsqueda de salvación de y para lo humano. En lo h u mano, el cristiano debe sentirse como en su propia casa, porque es en lo humano donde el Dios de Jesús se da a conocer y se hace presente.Y allí se le encuentra.

8. La salvación en este mundo: gozo y tarea Damos un paso más allá de la búsqueda de correlatos y nos preguntamos, situándonos abiertamente en el terreno de la fe: ¿En qué consiste la salvación cristiana aquí en la tierra? ¿Esta salvación es algo más que el consuelo que comporta la esperanza del cielo? Sin duda, eso sería ya mucho.Y también es mucho lo que ya hemos dicho: la salvación en la tierra consiste en vivir en el amor y alegrarse de colaborar con todos los que, desde posiciones n o cristianas, viven en el amor.

8.1. Referenáa al Señor Jesús Pero lo propio y específico de la salvación cristiana en este m u n d o es la referencia al Señor Jesús. Hay una parábola muy significativa en el evangelio de Mateo, la del juicio final, en el que el Hijo del hombre, en su gloria escatológica, dirá a los de su derecha: «Tuve hambre y m e disteis de comer». Y los salvados, ya de forma definitiva e irrevocable, le responderán: «¿Cuándo te vimos hambriento?». Y el Hijo del hombre, es decir, Cristo mismo (pues Hijo del hombre es uno de los títulos que el Nuevo Testamento da a Jesús) les dirá: «Cada vez que los hicisteis con uno de estos, los humildes, conmigo lo hicisteis» (cf M t 25,35ss). H e hecho notar en distintas ocasiones el alcance de esta respuesta. N o dice: «Yo estaba contento, porque cumplíais mi voluntad», sino: «A mí m e lo hicisteis». Eso sólo puede significar: «Yo estaba ahí», en el pobre, en el hambriento. Y ahí se m e podía encontrar. Aunque n o se fuera consciente de ello. La salvación en la tierra (y su continuidad en el cielo) n o consiste en ser consciente de este encuentro, sino en realizarlo con conciencia o sin ella. En este sentido, un cristiano, cuando los mejores humanismos nos dicen que la vida buena es una vida en el entendimiento y solidaridad con los demás, puede ahí reconocer su propia fe. Pero entonces surge inevitable la pregunta: ¿ Q u é añade la toma de conciencia de la presencia de Cristo en el necesitado? Quizá nada desde el punto de vista —puramente externo y material- de mi relación con el prójimo. Pero m u c h o desde el punto de vista de la calidad de vida que supone —o debería s u p o n e r - esta toma de conciencia. Pues n o es lo mismo ser amado

sin saberlo, que ser amado sabiendo que se es amado. El segundo vive más feliz que el primero, aunque quizá el primero se sienta protegido y favorecido sin saber la razón de tal favorecimiento. D i c h o con t e r m i n o logía clásica: mi encuentro con el prójimo puede ser materialmente el mismo tanto si soy creyente c o m o si no lo soy. Pero formalmente (o sea, la razón última, la causa verdadera y la toma de conciencia de la presencia cristológica que en este encuentro se da) es distinto. Y esto redunda no en un encuentro más profundo, no en un trato más h u m a n o del prójimo, sino en una mayor calidad de vida y en un gozo más intenso del que ama con esta conciencia. Para un cristiano la salvación en la tierra consiste en reproducir en su vida la vida de Jesús, una vida no sólo salvífica, sino verdaderamente salvada. Este encuentro con Jesús, con el que yo me identifico, reproduciendo su existencia en la mía, cambia por completo mi vida, c o m o la cambia todo encuentro amoroso. Desde esta perspectiva cabría reinterpretar el antiguo axioma de que «fuera de la Iglesia n o hay salvación». Esta afirmación no se referiría a la salvación escatológica (en esa salvación pensaban los autores y los concilios de la antigüedad que utilizan el axioma, que afortunadamente fue corregido por el Vaticano II), sino a una determinada manera de concebir la salvación en el presente. La salvación escatológica será la misma para todos los salvados (y podemos y debemos esperar -sólo esperar, ahí n o hablamos de certezas y seguridades- que los salvados sean todos los seres humanos). Pero mientras tanto, fuera del conocimiento del Evangelio y del seguimiento de Cristo («fuera de la Iglesia»), al menos desde el p u n t o de vista del cristiano, hay otra calidad

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de vida («no hay una salvación» c o m o la que hay en la Iglesia). Al final de la historia presente muchos se encontraran (nos encontraremos) con una gran sorpresa: «Tuve hambre y m e disteis de comer». Pero, en todo caso, la recompensa será la misma para los sorprendidos (los que no saben a quién daban de comer) c o m o para los que, al menos de algún m o d o , sí lo sabían. Mientras tanto n o es lo mismo vivir sabiendo que Dios nos ama y a quién le damos de comer, que vivir sin saberlo. Y esto hace que la vida presente cobre una nueva dimensión, una dimensión salvífica.

8.2. Repensar el concepto de santidad

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Esta perspectiva de la salvación aquí en la tierra nos invita a repensar de nuevo el concepto de santidad. La santidad n o es un objetivo que se consigue en el más allá, sino una tarea para el más acá. U n m o d o de vivir y de hacer el bien con u n nuevo sentido y una nueva conciencia. La santidad en el presente no consiste en vivir una vida privada de satisfacciones y llena de m o r tificaciones, sino en vivir en el seguimiento de Cristo.Y este seguimiento suscita un nivel de vida más humano, tanto en el terreno personal, como en el social. En esta línea iría esta afirmación del Vaticano II: «El que sigue a Cristo, H o m b r e perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre» (GS 41).Y esta otra sobre la santidad: «La santidad suscita un nivel de vida más humano incluso en la sociedad terrena» (LG 40). O estas sobre la salvación: «Al buscar la salvación, la Iglesia eleva la dignidad de la persona, consolida la firmeza de

la sociedad y dota a la actividad diaria de la h u m a n i dad de un sentido y de una significación m u c h o más profundos» (GS 40); «no hay ley humana que pueda garantizar la dignidad personal y la libertad del hombre con la seguridad que comunica el Evangelio de Cristo» (GS 41). Los grandes m o d e l o s de santidad han reflejado su vivencia cristiana en la alegría que derramaban a su alrededor. D e uno de los santos del siglo X X , el beato Pedro Gelabert Amer, dice u n o de los testigos de su proceso: «Era el hombre más simpático que he encontrado en mi vida». Y han sido también grandes benefactores de la humanidad, a veces de forma más humilde (el citado beato Pedro era frecuentemente llamado en Gandía para ayudar a poner en marcha las primeras máquinas de cine sonoro), y otras veces con una influencia más conocida y extendida, de m o d o que su obra humanizadora no se ha limitado a su corta vida; ha continuado una vez que ha dejado esta tierra, en ocasiones por medio de otros que han proseguido su carisma y han creado instituciones educativas, sociales, hospitalarias u otras, siempre buscando el mejor bien para los seres humanos. La vida salvada aquí en la tierra no es sólo una vida gozosa, es también una tarea: la de transmitir la salvación recibida a los demás. Sólo el que se sabe liberado puede liberar. Y el que se sabe amado, puede amar. Y el que se sabe salvado, salvar. En esta línea podría leerse 2 C o r 1,4.6: Dios nos consuela para poder nosotros consolar a los que están en tribulación. Cuando uno no se siente salvado, se pasa la vida compadeciéndose de sí mismo. C u a n d o se sabe salvado, utiliza su vida en bien de los demás, ya no tiene que preocuparse de sí mismo

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y puede emplear todas sus fuerzas en preocuparse de los demás. Los cristianos han encontrado en Jesús de Nazaret un modelo de vida salvada (con su libertad ante la ley), su m o d o de entender la religión (el sábado ha sido h e cho para el hombre y no el hombre para el sábado; o también: a Dios no se le adora en uno u otro templo, en Jerusalén o en el monte Garizín, sino en todo lugar donde se vive en la verdad), su cercanía a los leprosos (considerados como contagiosos y alejados de Dios y, en todo caso, alejados de la sociedad), su trato con los niños y mujeres (que entonces estaban marginados socialmente), o su m o d o de dirigirse con una confianza filial a Dios como Padre querido y cercano. Los discípulos están llamados a comportarse de m o d o similar, en otras circunstancias históricas. Pero esto n o significa reducir el cristianismo a una ética altruista. Este modo de vivir debe ponerse en relación con Jesús confesado c o m o Cristo, Salvador y Mesías, Resucitado de entre los muertos, Hijo de Dios que vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos. Q u e la salvación puede ser y es una realidad de nuestro m u n d o pudiera ser la parte de verdad del milenarism o ; esta doctrina que proclama que Cristo, antes de su última y definitiva venida, reinará con los justos en esta tierra durante «mil» años, o sea, durante un tiempo en el que se vivirá en plenitud la paz, la justicia y la fraternidad. Desde esta perspectiva de una voluntad de Dios hecha realidad en nuestro m u n d o «y la voluntad de Dios es nuestra salvación», la religión no estaría ni sólo ni principalmente orientada a la vivencia del futuro, o a la conquista de la salvación escatológica, puesto que esta es gratuita y Dios la ofrece y la da a todos, sino a vivir mejor el presente si cumplimos la voluntad de Dios.

9. La salvación es imperfecta aquí en la tierra Según Tomás de Aquino, en este m u n d o puede vivirse teologalmente, o sea, vivir la vida misma que vive Dios. Esta vida teologal o divina es una vida de fe, entendida c o m o entrega a Dios y escucha atenta de su Palabra; vida en esperanza, apoyándonos en Dios para esperar de Dios nada menos que a él mismo; y vida de amor, acogiendo el amor de Dios y viviendo de este amor en nuestras relaciones con todo ser humano. Vivir la vida divina es la salvación del ser humano. Ahora bien, como muy bien nota Tomás de Aquino, en este m u n d o la vida teologal es imperfecta. En primer lugar porque se vive en la inevitable limitación de la condición humana. Pero también es imperfecta porque el pecado sigue siendo una realidad, a veces en la vida misma del cristiano; y, desde luego, en el ambiente en el que el cristiano tiene que vivir (aunque también en este ambiente se dé, con más fuerza si cabe, la influencia, a veces anónima, de la gracia divina). Ahora queremos notar que, a pesar del amor, seguimos acosados por m u c h o mal. Es posible que, individualmente, haya personas que se sienten salvadas, realizadas. Pero lo cierto y evidente es que este mundo, en su globalidad, no está salvado. Puede que haya más gente buena que mala, pero, ¿hay más bien que mal? Incluso la mayoría de los buenos están muchas veces mal: hambre, pobreza, víctimas de conflictos y guerras que ellos no provocan ni desean, etc. Demasiado mal para poder hablar tranquilamente de salvación aquí en la tierra. Es importante atender a la dimensión colectiva (y n o sólo individual) de la salvación aquí en la tierra.

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Cristianamente hablando, a todo este mal se le llama pecado o consecuencia del pecado. Todo el mal es, para la fe cristiana, el resultado de n o vivir conforme a la voluntad de Dios.Visto así, la salvación en la tierra sólo puede consistir en ser liberados del pecado, o sea, en ponerse en disposición de cumplir la voluntad de Dios. En resumen, en ser capaz de amar. Este m u n d o es un m u n d o ambiguo. Coexisten el bien y el mal. En este m u n d o no es posible una salvación total y para todos. Porque siempre nos falta algo para vivir plenamente realizados y porque nunca la salvación parece alcanzar a todos. Este algo que nos falta, el cristiano sabe que es la identificación total con Dios, nuestra divinización, lo que ya somos, pero que todavía no se ha manifestado: «Ahora somos hijos de Dios, y aún n o se ha manifestado todavía lo que seremos» (ljn 3,2).Y el que nunca alcance a todos la salvación es consecuencia de la persistencia del pecado en este m u n d o : la creación todavía espera ser liberada de la esclavitud ( R o m 8,21). El R e i n o ha llegado ya con Jesucristo, pero no ha sido todavía c o n s u m a d o . Es ofrecido a todos, pero no se impone a nadie. Más aún, puede ser rechazado. Actualmente está amenazado por muchos enemigos, de suerte que la historia de la violencia, del pecado, del mal y de la injusticia continúa. En el estado presente, el reino de Dios coexiste con otro Reino, el del llamado «príncipe de este mundo» (Jn 12,31; 14,30; 16,11). Esta simultaneidad de los dos reinos, a la espera de la victoria escatológica del reino de Dios, Jesús la insinúa, más aún, la proclama en la parábola del trigo y la cizaña (Mt 13,24-29). El trigo y la cizaña pueden referirse a la presencia en este m u n d o de dos grandes tipos de

personas, unas que trabajan por el reino de Dios y otras que se oponen a él. Pero también podrían referirse a los diferentes niveles del propio corazón de cada uno; todo hombre se siente «atraído por muchas solicitaciones» (GS 10). Su corazón, al menos en parte, está dividido.Y, en su vida, siente continuamente el acoso del pecado. La salvación total no es posible en este mundo. A u n que no es menos cierto que ya estamos salvados «en esperanza» ( R o m 8,24). Esta esperanza no apunta sólo a un futuro de plenitud y sin pecado, en el que Dios será todo en todas las cosas ( I C o r 15,28), o sea, la realidad que todo lo determine, sino que muestra sus efectos ya en este mundo. ¿Cómo? N o permitiendo que en los que son de Dios (ahora importa poco precisar qué significa eso; digamos que son de Dios los que viven en el amor) triunfe el pecado. Ellos sienten su propia debilidad, y el acoso del mal, pero el pecado n o es d o minador. U n a de las formas más sutiles por las que el pecado domina es por el miedo. El miedo a pensar que no hay nada que hacer, este miedo que paraliza la obra de los buenos. Este miedo que desanima, que impide seguir luchando. El mal siempre está ahí.Vivir en el amor no nos libra del mal. Pero de lo que sí nos libra Dios (vuelve a i m portar poco si uno es consciente de que es Dios o no lo es), y de ello el cristiano tiene explícita conciencia, es de la tiranía del mal, de la esclavitud del pecado, de este pensar que el mal puede ser dominador. La Carta a los hebreos dice que Cristo vino a librarnos del temor a la muerte, este temor que hace que nos pasemos la vida viviendo como esclavos (Heb 2,15), o sea, viviendo incapaces de tomar las riendas de nuestra vida y de seguir adelante a pesar de tantas cosas que nos invitan a dejar

de luchar. Esa esclavitud nos incapacita para vivir en el amor. Este temor a la muerte, del que vino a librarnos Cristo, hay que entenderlo, me parece a mí, en un sentido más amplio y más profundo que el estoico. Se trata no sólo ni principalmente del temor a la muerte física (de este temor y de librarnos de él hablaban los estoicos, como ya hemos visto), sino del temor a todo lo que en esta vida «nos mata», nos esclaviza, nos desanima. Del temor al «señor de la muerte», para que ya no sea él ni siquiera el señor de nuestro pecado. El Señor es Dios. Y si él es el Señor de nuestros miedos, nuestros miedos pueden ser vencidos. Y eso hasta el punto de luchar contra todo mal, siendo incluso capaces de dar la vida por el bien, como ocurrió con Jesús: no hay amor más grande que el de dar la vida por los amigos Qn 15,13). Incluso cuando nos odian sin motivo 0n 15,25). Así, libres de temor, podemos servir al Señor (Le 1,74), o sea, vivir una vida salvada. Dios, en Cristo, no nos ha librado del mal, que sigue estando ahí, delante de nosotros y, desgraciadamente, muchas veces, en nosotros. Si el mal, en este mundo, es consecuencia de la finitud y de la libertad, Dios no puede librarnos del mal. Pero sí nos ha librado de la raíz de todo mal, que es el pecado, el vivir alejados de Dios y no cumpliendo su voluntad. Y así nos ha librado de la tiranía del mal, del miedo que ejerce, del sentimiento de impotencia y de angustia que produce. «Uno queda esclavo de aquel que le vence», dice la segunda Carta de Pedro (2,19). Pues bien, nosotros ya no somos esclavos del pecado (Rom 6,6)» porque Cristo lo ha vencido. Estamos bajo el señorío de Dios, que en Cristo nos hace sus hijos (Rom 8,1417). Y los hijos son libres (Mt 17,26). Por eso viven

sin miedo y pueden convertirse en «instrumentos de justicia al servicio de Dios» (Rom 6,13).

Para e l d i á l o g o

y La

meditación

1. En el ambiente en el que te mueves, ¿cuáles son las críticas más comunes que se dirigen a los cristianos? ¿Se les critica que tengan esperanza en una vida futura o se les admira por ello? ¿Se considera esta esperanza una vana ilusión? ¿Se les acusa de despreocuparse de las urgencias de este mundo en nombre de una posible - o imposible- felicidad futura? 2. ¿Crees que vivir cristianamente es incompatible con el vivir bien? La palabra «placer», ¿qué te sugiere? ¿Algo siempre pecaminoso? ¿O una necesidad muy humana que puede sin duda usarse mal, pero que debe usarse bien? Lee Mt 11,19 antes de responder. 3. Las personas que conoces, ¿hablan alguna vez de la muerte como algo propio y personal? ¿O sólo hablan de la muerte de los demás? ¿O no hablan nunca de la muerte? 4. La gente que tú conoces, ¿tiene miedo a la muerte? ¿Y tú? ¿Tienes alguna respuesta contra ese temor? 5. ¿Consideras que la esperanza cristiana es un deseo equiparable al deseo de que a uno le toque la lotería? ¿Cuál es, entonces, la diferencia entre esperanza cristiana y esperar la lotería? ¿En qué se fundamenta la esperanza cristiana?

87

6. ¿De qué vino a librarnos Cristo? ¿De la muerte, del miedo a la muerte, de los problemas de la vida? ¿De las limitaciones de este mundo?

Salvación por Jesucristo

4

7. ¿Te parece que la ciencia y la técnica son la solución de todos los problemas de este mundo? ¿Qué solucionan y qué n o solucionan? 8. H o y muchas personas n o creyentes trabajan por la justicia y buscan sinceramente el bien de los demás. Son personas que viven el amor, pero no creen que Dios exista o, al menos, no relacionan este vivir en el amor con Dios. Materialmente, un creyente y un n o creyente pueden realizar el mismo bien, con la misma eficacia. La lectura de este capítulo (de los epígrafes 7 y 8 en concreto), ¿te ayuda a encontrar lo específico cristiano en este hacer el bien? 9. E n tu trato con los n o creyentes, ¿qué lenguaje utilizas para hacer entender tus convicciones cristianas? ¿Buscas un lenguaje que ellos puedan entender, un lenguaje «mundano», o simplemente te limitas a repetir palabras que sólo se utilizan y oyen dentro de la Iglesia? 10. Busca ejemplos concretos de caminos que podemos recorrer juntos, creyentes y no creyentes, en defensa de la dignidad de la persona y en la búsqueda del bien humano.

Si sólo existe el ser humano, no puede venirle ninguna salvación más que de él mismo. Si no hay Dios, evidentemente la salvación n o puede ser obra divina. Pero incluso si existe Dios, ¿su presencia no será un obstáculo para la plena realización del ser humano? Si yo no soy por mí mismo, ¿no m e veré desposeído de mi ser? La dignidad de la persona humana, ¿no está precisamente en su autonomía, en su ser libre, en su ser dueño de sí misma, en su «hacerse» lo que es? Recurrir a otro, ¿no es una confesión de debilidad o impotencia? A diferencia de otras corrientes espirituales (como el hinduismo, el budismo o la mística de la llamada Nueva Era) que hablan de encontrar a Dios en la experiencia de nosotros mismos, con el peligro —o si se prefiere la tendencia— que esto conlleva de identificar la experiencia de Dios con la experiencia de uno mismo, lo característico de la salvación cristiana radica en la afirmación de que no hay autosalvación, sino que la salvación viene de Otro, y que este Otro es el Dios de Jesucristo. D e las múltiples cuestiones que esta fe suscita va a tratar este capítulo. Incluso suponiendo que la salvación venga de Dios, ¿significa eso que sólo hay salvación en Jesucristo?

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Si es así, ¿esta salvación es universal? ¿ C ó m o nos salva Jesucristo? Pero antes que nada, ¿por qué n o p u e d o salvarme yo mismo?

1. Pretensión alienante de una autoliberación total

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Ya hemos dicho en capítulos anteriores que la salvación aquí en la tierra forma parte de la salvación cristiana. La fe cristiana apoya abiertamente todo lo que redunda en beneficio del ser humano, y se solidariza, si bien críticamente, con todo proceso humano de liberación. Digo que se solidariza críticamente porque, por definición, estos procesos emancipatorios, al ser h u m a n o s , son limitados. Más aún, importa caer en la cuenta de que cuando se ha querido hacer de la liberación humana un absoluto, se ha incurrido en la alienación. El pasado siglo X X , con el fracaso de políticas totalitarias que pretendían hacer reales las utopías, es u n buen ejemplo de ello. Basta recordar los nombres de Hitler y Stalin, aunque hay más. Cada vez que se han buscado soluciones totales, el precio ha sido altamente inhumano. Así concluye I. Berlín u n ensayo titulado La persecución del ideal: «Inmanuel Kant, un hombre muy alejado del irracionalismo, dijo una vez que de la madera torcida de la humanidad no se hizo nada recto.Y por esa razón no hay solución perfecta posible para los asuntos humanos, n o sólo en la práctica sino por principio, y cualquier intento resuelto de alcanzarla es probable que conduzca al sufrimiento, a la decepción y al fracaso»1. 1

I. BERLÍN, El fuste torcido de la humanidad. Capítulos de historia de las ideas,

Una búsqueda de liberación total aquí en la tierra es, por principio, limitada. Buscar una liberación, sin ser consciente de sus límites, tiene un efecto alienante. Por eso, todo proyecto de emancipación y liberación, por muy legítimo que sea, debe ser consciente de sus límites insuperables. Estos procesos, además, se hacen a costa de m u c h o sufrimiento, producido incluso aún sin pretenderlo directamente. Hay una historia humana de sufrimientos, no sólo presentes, sino también pasados, que no puede quedar al margen de un proyecto salvífico y liberador que se quiera total. Estamos de acuerdo con Bloch —que en eso se inspira en Hegel— en la n e cesidad imperativa «de acabar con todas las relaciones en las que el hombre se encuentra c o m o un ser rebajado, esclavizado, abandonado, despreciable» 2 . Lo que ya m e parece más discutible es que «lo h u m a n o nunca más alienado, lo barruntable, todavía no encontrado de su m u n d o posible», se sitúe «incondicionalmente en el experimento del futuro, experimento-mundo» 3 . Incondicionalmente en experiencias mundanas, ¿por qué? Para un materialista c o m o Bloch está claro: porque n o hay más que mundo. Pero, c o m o reconoce el mismo Bloch, esto h u m a no nunca más alienado no acaba de estar desalienado del todo. En las mejores estructuras sociales es posible morir de soledad y la madurez del hombre n o es p r o porcional al progreso técnico y político. El hombre es un ser permanentemente insatisfecho: «Los hombres se hicieron crecientemente ávidos de nuevas cosas, tamPenínsula, Barcelona 1998, 63; cf J.VIDAL TALENS, Creer en tiempos de desesperanza. «In spejortitudo vestía» (Is 30,15), Scripta Theologira (2001) 864. 2 E. BLOCH, El ateísmo en el cristianismo,T&\xzu&, Madrid 1983, 62. 3 Ib, 255.

bien cuando su existencia ya no vagaba insegura, sino que se había instalado»4. Hay un excedente que constantemente nos afecta: «La permanente autoalienación no sólo se produce en la falsa sociedad y desaparecerá con ella como su único causante, existe todavía un origen más profundo de la autoalienación»5. El problema no es sólo de alimentación o de justicia. El afecto más sincero y profundo no llena totalmente el amplio campo del deseo. La cultura más avanzada y equilibrada no abarca el extenso sendero de la libertad. Eso por no hablar del permanente acoso de la muerte, que amenaza toda realidad y es la expresión definitiva del problema irresuelto que es el hombre. Acertadamente ha hablado Schillebeeckx de la pretensión alienante de una autoliberación total6. El cristiano, en realidad todo ser humano, conoce sus límites. Y conoce también sus ansias de grandeza. La no conformidad con lo que se tiene y se es, la búsqueda de más y de mejor, forma parte de la condición humana. Los que existen de verdad, sufren de existir y no se contentan con ello7. ¿Cómo existir más y existir mejor? La fe cristiana ofrece una respuesta, que es ca4

Ib, 223. «Un sabio antiguo decía - y se quejaba- que era más fácil redimir al hombre que alimentarlo. El futuro socialismo, precisamente cuando todos los invitados se hallen sentados a la mesa, cuando puedan sentarse tendrá ante sí, como particularmente paradójica y difícil, la usual inversión de esta paradoja: es más fácil alimentar al hombre que redimirlo. Esto quiere decir que fundamentalmente existe un mundo que hay que purificar consigo y con nosotros, con la muerte y con el secreto enteramente rojo. Pues la permanente autoalienación no sólo se produce en la falsa sociedad y desaparecerá con elk como su único causante, existe todavía un origen más profundo de la autoalienación» (Ib, 253). 6 De él hemos tomado prestado el título de nuestro apartado: E. SCHILLEBEECKX, Cristo y los cristianos. Gracia y liberación, Cristiandad, Madrid 1982,754. 7 Así se expresa M. DE UNAMUNO, en Obras completas III, Escélicer, Madrid 1966, 52. 5

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lificada de ilusión por los no creyentes. Pero estos no pueden eludir el problema del sufrimiento ni ignorar la insatisfacción de toda meta lograda por el ser humano. Los alimentos terrenos nunca sacian del todo. Afirmar la limitación del mundo no conduce, automáticamente, a afirmar la necesidad de Dios. Tampoco la constatación de la inquietud del corazón humano implica, de por sí, que vaya a encontrar su descanso en Dios. Cuando san Agustín lo afirma8 no ofrece una conclusión lógica, da una respuesta de fe. Pero, incluso aceptando esta respuesta de fe, ¿no parece un poco mágico eso de decir que la salvación viene de Dios? Esperar que otro nos resuelva los problemas, ¿no es una postura infantil e irresponsable? ¿No es, en definitiva, alienante, que sea otro quien me constituya en lo mejor de mí mismo? ¿No es mejor ser lo que uno es por sí mismo, que ser por otro, con el peligro que eso conlleva de ser anulado en el propio ser?

2.

La alteridad, factor de identidad

Aceptemos que una liberación total, una vida realizada plena, segura y estable no es de este mundo. ¿Significa esto que tiene que ser de otro? Y, sobre todo, ¿significa que este otro mundo existe? La respuesta cristiana, que afirma que Dios es la verdadera causa de toda salvación, incluso aquí en la tierra, debe enfrentarse con una dificultad, la de saber si una salvación que proviene de otro no es alienante. Con lo que, a la limitación de la realización humana, la respuesta religiosa, amén de ser H

Confesiones, libro primero, I, 1.

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ilusoria, añadiría un factor de humillación. Analicemos la dificultad.

2.1. Ser con otros y por otro Antropológicamente, hay que reconocer que ninguno «somos» solo. No sólo porque no vivimos solos, sino porque para vivir, crecer, madurar, desarrollarnos, sobrevivir y vivir bien (viviendo en el amor, como ya hemos dicho) necesitamos de los demás. Yo no soy mi propio origen. Mi ser es recibido. La dependencia de otro no sólo no es alienante sino que es constitutiva de mi identidad. En determinadas condiciones, claro está. Porque hay dependencias negativas. Pero no todas lo son. En nuestra sociedad, la dependencia se considera negativa, como reacción ante una falta de autonomía, que en ocasiones tiene duros antecedentes históricos y sociales. N o se soporta la dependencia jerárquica, económica, política o afectiva, y se busca todo tipo de independencia, que se confunde a menudo con la autonomía. Pero esta confusión es fatal. Autonomía significa que yo soy el dueño de mi vida, que dispongo de mí mismo, que construyó mi vida como rae parece mejor, en definitiva, que soy mi propia ley. Lo que importa comprender es que no hay autonomía en la independencia total. Para ser yo mismo necesito, de un modo u otro, de los demás. Cierto, hay dependencias alienantes. Las dependencias que someten o esclavizan; o las de grupos cerrados, que controlan - o , al menos, lo pretenden- el pensamiento. Pero la dependencia en cuanto tal no es mala. Sobre todo si brota del amor y se realiza en un clima de amor. Piénsese en la depen-

dencia del padre con el hijo o en la del amigo con el amigo. Esto significa que el que mi vida dependa de otro, lejos de ser alienante y opresor, pudiera ser lo más humanizador y liberador. Hay una autonomía resultado de la dependencia. Así ocurre en el reconocimiento de la dependencia de Dios, pues esta no se resuelve en una relación de señor a esclavo, sino en la de padre a hijo (Rom 8,15.21; Gal 4,3-7) o en la de amigo a amigo (Jn 15,15). No somos siervos de Dios, sino hijos; no quiere hacer de nosotros sumisos y dóciles servidores, sino buenos amigos. Una dependencia así es liberadora, porque brota del amor. Existe una forma de dependencia -lá del amor- que no sólo me constituye como persona, sino que implica una dinámica de liberación. Con mayor razón tendrá que ser liberadora la dependencia de un Dios que es todo Amor y sólo Amor.

2.2. No es bueno que tos hombres estén solos En la relación de amor no hay contraposición entre el yo y el tú. Pues en el amor, los amantes se construyen recíprocamente. Un Dios que es Amor no puede nunca oponerse al ser humano, puesto que sólo quiere su bien y su realización. El libro del Génesis constataba que no es bueno que el hombre esté solo (Gen 2,18). Un hombre solo no es una buena creación. El ser humano necesita de otro en el que mirarse, de otro que le ame, de otro que sea su diferente, pero al mismo tiempo su semejante, de otro que colme su soledad. El otro, al sacarme de mí mismo, me permite acceder a mí mismo por el

amor. Tomando c o m o p u n t o de referencia el texto del Génesis que hemos citado, Adolphe Gesché lo amplía y dice: «No es b u e n o que los hombres estén solos». Y comenta: «No es b u e n o que, enfrentados sólo con su alteridad c o m ú n , interhumana, pero una vez más inmanente, acaben sumergiéndose de esta forma en ellos mismos» 9 . Si la presencia de otro amplía mi p r o pio horizonte y m e hace crecer, la presencia de Dios debería ampliar hasta el infinito mi horizonte y mis posibilidades. Cuanto mayor es aquel con el que me relaciono, más engrandecido estoy. Kierkegaard se refería a la grandeza del «yo delante de Dios» por medio de unas comparaciones sólo aparentemente superficiales: «El yo delante de Dios alcanza una nueva cualidad o calificación.Ya n o es solamente un yo humano, sino lo que yo llamaría —en la esperanza de que n o se m e comprenda mal— el yo teológico, un yo delante de Dios. ¡Y qué realidad infinita la que alcanza entonces al saber que está delante de Dios, y convertirse en un yo h u m a n o cuya medida es Dios! U n vaquero que no fuera más que un yo delante de sus vacas, no sería más que u n yo bien inferior; lo mismo u n soberano, yo delante de sus esclavos, sólo es un yo inferior, en el fondo no lo es, pues en ambos casos falta la escala... ¡Pero qué rango infinito n o adquiere el yo cuando Dios se convierte en medida suya! La medida del yo siempre es aquello que el yo tiene delante, esto es definir lo que es "la medida". Del mismo m o d o que sólo se suman las grandezas del mismo 9

El destino, Sigúeme, Salamanca 2001,48.

orden, así todas las cosas son siempre cualitativamente idénticas a su medida» 10 . Se comprende así una de las últimas convicciones que dejó escritas Juan Pablo II: «El ser humano no puede comprenderse del todo a sí mismo teniendo como única referencia las otras criaturas del m u n d o visible. El hombre encuentra la clave para comprenderse a sí mismo contemplando el divino Prototipo, el Verbo encarnado, Hijo eterno del Padre» 11 . Tanto en el terreno deportivo c o m o en el educativo podemos encontrar buenas analogías de este «yo», que es tanto más grande cuanto mayor es la medida con la que puede compararse, aplicables a la relación con Dios y al seguimiento de Cristo. U n o n o es considerado deportista grande, de élite, cuando es capaz de vencer a los que son inferiores a él, sino cuando puede medirse con los que son superiores. Según con quien se mide, mejor deportista es. Hay una historia en el libro del Génesis que resulta oportuno recordar aquí, porque la «medida» del luchador en el combate es ni más ni menos que Dios. Se trata de la lucha de Jacob con Dios. A pesar de no poder con él (Gen 32,26), Jacob es grande «porque ha sido fuerte contra Dios» (Gen 32,29). Lo mismo ocurre en el terreno educativo: la capacidad de mi inteligencia es tanto más grande cuanto mejor puedo seguir las explicaciones de los grandes maestros. Entonces es cuando mis posibilidades de aprendizaje alcanzan su lu Traite du désespoir, Gallimard, París 1949, 161-162. La traducción es mía. Hay una traducción castellana de esta obra de S. KIERKEGAARD en Obras y papeles VII, Guadarrama, Madrid 1969. 11 JUAN PABLO II, Memoria e identidad. Conversaciones al filo de dos milenios, La esfera de los Libros, Madrid 2005,139.

máximo grado, porque «la medida» de mi inteligencia es el gran maestro y la ciencia más elevada.

2.3. Obedecer para crecer En este contexto, la llamada a la obediencia de la fe, ¿no podría ser una llamada a dejarse educar por el mejor educador para alcanzar así la más excelente de las ciencias? En efecto, para comenzar a aprender es necesaria la fe en el maestro, fiarme de lo que dice, de sus explicaciones, de adonde quiere llevarme. Sin esta fe en el maestro n o hay posibilidad de avanzar en el aprendizaje. Si el alumno quiere comprobar por sí mismo todo lo que dice el maestro (en el terreno que sea) no hay m o d o de avanzar. Cierto, n o puede aceptarse cualquier cosa; y en función de la marcha de sus enseñanzas, el maestro aparece más o menos creíble. Pero eso n o impide que, de entrada, se necesite la fe en el maestro. Esta fe es obediencia, en el mejor y más noble sentido de esta palabra tan desprestigiada por los que no saben educar ni mandar. La obediencia nunca es ciega, sino vidente; nunca es gratuita, sino razonada. O b e d e c e r es escuchar atentamente, n o seguir fanáticamente. La etimología de la palabra obediencia nos orienta en una buena dirección. Proviene de ob-audire: escuchar atentamente. Pero para escuchar hace falta algo más que un buen oído. Es necesario que el maestro que m e habla lo haga de forma creíble, suscitando interés, dando buenas razones. La buena obediencia supone una actitud activa y razonable p o r parte de los dos sujetos que intervienen. D e este m o d o la obediencia m e ayuda a crecer, a ser yo mismo, en definitiva.

Esta obediencia al maestro, necesaria para madurar, encuentra su más cabal aplicación en la obediencia a Dios y en el seguimiento de Cristo. En efecto, cuando Dios nos llama a obedecerle, a cumplir sus mandamientos, no se trata de una imposición caprichosa y externa, se trata más bien de una orientación para que pueda vivir bien. Dios n o manda para demostrar su poder. En realidad, ¿qué es un mandato? Es la orientación del que más sabe al que menos sabe, para que pueda encontrar el buen camino. Así hay que entender los mandamientos divinos. Al ofrecerlos, Dios sólo pretende nuestro bien. El gran error del ser humano, en los comienzos de la historia de la salvación, fue el dejarse engañar por el tentador que consiguió hábilmente que la primera pareja confundiera orientación con prohibición, espíritu con letra. La palabra deYavé: de todos los árboles del jardín puedes comer, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal n o comerás so pena de muerte (Gen 2,16-17), era ante todo una orientación para la vida. «De todos los árboles puedes comer»: la comida es símbolo de la vida; lo que Yavé está diciendo es: vive, quiero que vivas. Pero a continuación añade una advertencia, también orientada a la vida: hay un árbol del que no se puede comer. D i c h o de otro m o d o : el abuso de la vida n o conduce a más vida, sino a la muerte. La vida tiene unos límites que n o pueden traspasarse. El vino es un buen ejemplo para comprender eso que decimos: beber vino es bueno para la salud física y psicológica; pero el beber vino tiene unos límites; traspasarlos n o es tener más salud, sino ponerse en situación de perderla. Pues bien, lo que el tentador logró fue que los seres humanos confundieran el mandato, que era una orientación para la vida, con una imposición externa y caprichosa de

u n Dios celoso de sus poderes y privilegios, que quería guardarlos para sí. ¡Terrible confusión!, pues Dios quería compartir su gozo de vivir con el ser h u m a n o y, por eso, le ofrecía las buenas indicaciones del mandato. Obedecer a Dios y realizar mi ser auténtico son dos modos de decir lo mismo. Lo que decimos en el Padrenuestro: hágase tu voluntad, no es una fórmula de servilismo o de resignación, sino la expresión del convencimiento de que la voluntad de Dios es mi salvación, mi bien. Dios quiere que todos los seres humanos se salven, quiere que no se pierda ninguno, quiere dar vida y vida en abundancia. Q u e se cumpla la voluntad de Dios es lo mejor que le puede ocurrir a nuestra vida.

3.

Necesidad de Dios para la realización humana

En este contexto cobra toda su importancia reflexionar sobre la necesidad de Dios para la realización h u m a na. Dios es absolutamente necesario para conseguir la salvación definitiva y eterna. Pero también lo es para la salvación terrena, para vivir bien en este m u n d o . Pues con Dios los derechos y deberes humanos quedan mejor salvaguardados. En la revelación que Cristo nos hace de Dios, en el Evangelio, encontramos la medida de lo verdaderamente humano. Una medida que no se reduce a mis intereses o conveniencias, sino que tiene u n alcance universal. Una medida que tiene un secreto: el buscar el interés de los demás redunda en mi propio interés. Para vivir humanamente, no sólo necesitamos de los demás. Necesitamos, sobre todo, de Dios. Pues el ser

humano aspira a ser lo que no es. Quiere serlo todo, sin dejar de ser el que es. Dios es el único que puede colmar estas aspiraciones y llenar, así, la vida de esperanza. Dios es el único que puede dar eternidad, estabilidad y totalidad a los más profundos anhelos del corazón humano. Pero hay más: pues mientras vamos de camin o hacia esta plenitud que Dios tiene preparada para todas y todos, incluso para los que no son conscientes de ello, la vida terrena tiene sus propias exigencias. Y todos buscamos vivirla con la máxima riqueza y el mayor bienestar. ¿Podremos lograrlo sin Dios? Al respecto viene bien recordar unas ideas de Tomás de Aquino. Inspirándose en la obra Guía de perplejos del filósofo árabe Maimónides, Tomás de Aquino se refiere a la n e cesidad de la revelación divina para que todos los seres humanos puedan conocer con certeza aquellas verdades necesarias para la salvación, que incluso podrían alcanzar por medio de su razón, aunque tras muchos esfuerzos y con muchos errores 12 . Y, en su Tratado sobre la Gracia, hace otra observación que nos interesa: sin Dios, es posible hacer el bien; si no fuera así, el m u n d o se convertiría en una selva y sería imposible vivir con una mínima normalidad. Lo que ocurre es que sin Dios no hay suficientes garantías de hacer el bien de forma total, perfecta y constante. Los derechos y deberes humanos están al alcance del conocimiento y del querer de las personas, pero su realización efectiva, con los solos recursos humanos, resulta difícil en muchas ocasiones 13 . Estas ideas pueden y deben prolongarse. C o n Dios las buenas obras, la vida buena, la convivencia, los dere12 13

Suma de Teología, 1,1,1; II-II, 2,4; De Veníate, 14,10. Suma de Teología, I-II, 109, 2 y 8.

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chos y deberes humanos quedan mejor salvaguardados. Tienen mayor estabilidad, mejor fundamento, nuevas exigencias, alcance universal. Toda vida humana se encuentra sometida a múltiples solicitaciones, y no todas son buenas. La conciencia y la razón nos dicen lo que está bien y lo que está mal, lo que es bueno hacer y lo que hay que evitar. Y, sin embargo, el ser humano siente como una especie de atracción por aquello mismo que su razón y conciencia le dicen que es malo. Unas veces esta atracción se presenta tan súbitamente que no puede resistirla. Otras veces, quiere dejar de obrar el mal, pero parece que el mal puede más que él, debido a las costumbres adquiridas o a la fuerza con que se presenta. Teóricamente, el ser humano puede resistir una por una a las seducciones del mal. Pero llevar una vida según el bien y resistir habitualmente al mal, requiere serenidad, equilibrio, claridad de ideas y de objetivos. No cabe duda de que la gracia de Dios, al otorgar estabilidad y equilibrio personal, al regenerar el corazón humano haciéndole capaz de amar, es una ayuda necesaria para que la orientación de las personas hacia el bien encuentre continuidad y firmeza. El cristiano afirma, pues, que Dios es necesario para encontrar la plena estabilidad humana en este mundo. Lo que con Jesús se manifiesta es que Dios nos llama a vivir y a vivir plenamente. Y que no hay auténtica vida fuera de la referencia a Dios.Y esta referencia, para nosotros, mujeres y varones del siglo XXI, es el interrogante fundamental que Jesús nos plantea. N o significa esto que fuera de la explícita confesión cristiana no se pueda vivir humanamente y encontrar la felicidad (sin duda, en este mundo, parcialmente, porque nunca uno está saciado del todo en todo). Pero este buen vivir sólo

es posible movidos por el amor. Y el amor, aunque no se sepa, es divino. En la medida en que vivimos en el amor, nos encontramos (explícita o implícitamente) con Dios. Y cuando dejamos de optar por Dios, no viviendo en el amor, optamos por nosotros mismos o por bienes parciales. En este caso, todas nuestras realizaciones están marcadas por el egoísmo. Luego sin Dios, el ser humano es incapaz de cumplir todo el bien y de vivir la salvación en este mundo. Sin duda, el ser humano puede organizar la tierra sin Dios. Pero sin Dios o, al menos, sin el Dios implícitamente encontrado en la vivencia del amor, el corazón del ser humano permanece inquieto, y esto conlleva el riesgo (no se trata de una necesidad) del egoísmo absoluto que le enfrentaría al hermano. Sin Dios, además, el ser humano se encuentra necesariamente encerrado en los límites de su finitud.Y estos límites le impiden ser plenamente feliz. En este mundo siempre nos falta algo. Y, con las posibilidades humanas, no hay esperanza alguna de superar o remediar esta situación.

4. ¿Por qué Jesucristo? Necesitamos de los demás para realizarnos humanamente. De acuerdo. Necesitamos de Dios para la más segura vivencia de la vida buena en el amor. De acuerdo. Pero, ¿por qué Jesucristo? A la luz de las consideraciones ya hechas, el seguimiento de Cristo no tendría que verse como algo negativo si en él encontramos al buen Maestro que nos hace creer y madurar, «perfeccionarnos cada vez en nuestra propia dignidad» (GS 41). Al seguirle vamos detrás del

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buen Pastor, que conoce a los suyos (es decir, les ama profundamente) y se juega la vida por ellos, en contraste con el mercenario, que se aprovecha de quienes le siguen y les aborrega, creando todo tipo de dependencias afectivas, psicológicas, económicas, etc. (cf Jn 10,15). Por eso, c u a n d o Jesús invita al seguimiento indica previamente que allí está la perfección de lo humano, la plenitud lograda: «si quieres ser perfecto -si quieres entrar en esta nueva economía del R e i n o en donde el ser h u m a n o encuentra su más plena realización—, ven y sigúeme» (Mt 19,21). C o n Cristo vamos seguros hacia la vida. Q u i e n lo ha experimentado exclama sin dudar: «Yo sé bien en quién tengo puesta mi fe, y estoy c o n vencido de que es poderoso» (2Tim 1,12). La cuestión que ahora planteamos va más allá. N o sólo si Jesucristo puede ser u n buen Maestro, sino por qué no hay otros maestros c o m o él. ¿Por qué Jesucristo y no otro? Todavía más, ¿por qué la salvación tiene que pasar necesariamente por él? ¿Por qué es el Salvador, por antonomasia, mi único Salvador? Esta pregunta obliga a ir más allá de las teorías y de los estereotipos e implicarse personalmente en la respuesta. Pues lo que se pregunta no es lo que los demás (ni siquiera los grandes santos o los grandes Papas) dicen de Jesucristo, sino lo que yo digo. ¿Por qué, para mí, Jesucristo es no u n o más entre los grandes maestros, sino «el Maestro», «el camino, la verdad y la vida»? D e entrada, Jesús revela a un Dios que establece con nosotros una relación de amigo a amigo, de padre a hijo 104 y n o d e señor a esclavo. Esa imagen de Dios corrige t o das las imágenes que las religiones y los seres humanos se hacen de Dios. Sin duda hay quien afirma, con toda razón, que Dios es clemente y misericordioso, pero i n -

cluso entonces la idea que predomina y que modula su misericordia es la del señorío. Dios es, sobre todo, Señor, un señor distante, soberano. Tutearle, como hacía Jesús y c o m o nos enseñó a hacer, es peligroso. En Jesús aparece un Dios que es fundamentalmente Amor. Amor hasta tal p u n t o que no se aferra a lo suyo para acercarse a nosotros: «Siendo de condición divina, n o codició el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo, t o m a n d o condición de esclavo» (Flp 2 , 6 7). R a m ó n Llull entiende este misterio a la luz de la psicología del amor: «Más es amado el amado por el amante, cuando el amante quiere ser su amado, que si el amante no amase ser el amado» 14 . Por amar m u c h o al ser humano, Dios quiso ser humano. Si esto es así, la afirmación de ese Dios no puede ir nunca en perjuicio de nuestra grandeza. C o m o es A m o r sólo quiere la Vida. La vida para todos. Incluso para sus enemigos. Él ama a sus enemigos, hasta el punto de dar la vida por ellos. Puesto que en un amor así se refleja el misterio mismo de Dios, Jesús recomienda a sus discípulos que amen a sus enemigos: Pero nótese bien la razón de este amor: para ser hijos del Padre celestial, para ser sus perfectos imitadores, ya que este Padre hace salir el sol sobre los malos y manda la lluvia a los pecadores. Es un Padre misericordioso con los malvados y perversos. Eso debió resultar incomprensible para sus oyentes. ¿ C ó m o iba Dios a querer la vida de los pecadores, de los malos o de los enemigos del pueblo de Israel, de los romanos que les oprimían, les maltrataban y les robaban sus p o cos bienes en forma de impuestos? Los oyentes de Jesús

14 R A M Ó N LLULL, Llibre del gentil e deis tres savis (ed. de A. BONNER), Patronat R a m ó n Llull, Palma 2001, 140.

pensaban en un Dios que pide justicia, el Dios que hace justicia de nuestros enemigos, el Dios de la venganza. Jesús cambia radicalmente esta imagen y ofrece la más limpia imagen que sobre Dios pueda pensarse.

5. ¿De qué modo nos salva Jesucristo? C u a n d o decimos que necesitamos a Jesús para la salvación, ¿no estamos diciendo algo más? Estamos diciendo, precisamente, que nos salva el amor de Dios que se acerca al ser humano, manifestado en Jesús. ¿Nada más? Y nada menos. ¿Pero algo más? ¿No decimos que su muerte es la que nos salva? D e entrada lo que nos salva es su vida entera, su predicación, su palabra, sus obras y milagros, su muerte y su resurrección, y el envío del Espíritu Santo. Dios salva en su Verbo porque al ser su amor el que nos salva, Dios, por su Verbo, ha puesto su morada entre los hombres (Jn 1,18). Jesús no sólo revela el A m o r que es Dios y el amor de Dios. Es la actuación amorosa de Dios para todo ser humano. Es el m o d o como Dios ama al ser humano. Sin él (y sin el Espíritu) no hay Dios A m o r ni A m o r de Dios. Misterio de la Trinidad. Cuando decimos que la muerte de Jesús es salvífica no es por razones mágicas. La Escritura, utilizando imágenes propias del m o m e n t o cultural en que se escribe y de la teología del Antiguo Testamento que conocían y comprendían los primeros cristianos, dice que hemos sido salvados por la sangre de su cruz. O sea, por su vida entregada. La sangre es la vida.Y sobre todo hemos sido salvados por su resurrección. Pues allí se manifiesta que el Dios de Jesús es un Dios de vida, más fuerte que

todas las muertes. Si Cristo n o ha resucitado, el anuncio cristiano no tiene sentido ni valor: «Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana nuestra fe» ( I C o r 15,14). D e ahí que ya no es posible considerarse salvado por el mecanismo aislado de la muerte después de leer en san Pablo: «Si tus labios confiesan que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo ha resucitado de entre los muertos, serás salvo» ( R o m 10,9). O de leer en san Pedro: «Bendito sea Dios... que nos ha regenerado por la resurrección de Jesús de entre los muertos» (IPe 1,3). La resurrección de Jesucristo identifica y define a Dios c o m o «el que resucita a los muertos» (2Cor 1,9), «el que vivifica a los muertos» ( R o m 4,17-18). Los cristianos somos «los que creemos en aquel que resucitó de entre los muertos a nuestro Señor Jesucristo» ( R o m 4,24). ¿Y cómo nos salva Jesús por su vida entregada, cuando en realidad su muerte debería condenarnos? ¿ N o es la muerte de Cristo el mayor pecado que pueda c o m e ter el ser humano, el rechazo del Mesías de Dios, la negación de la salvación que Dios ofrece? Esta muerte debería condenarnos. Pues ella no es el precio que Dios exige para sentirse satisfecho. Es el rechazo de Dios en Jesús. ¿Cómo iba a agradar a Dios la muerte de su Hijo, c ó m o iba a complacerle el rechazo del Hijo por parte de los seres humanos? La muerte de Jesús es el pecado del mundo. Si resulta salvífica es por el m o d o c o m o asume Jesús su muerte. Cuando los hombres rechazan al Hijo y no se convierten, sorprendentemente el Hijo no sólo perdona a los que le matan, sino que les justifica, ofrece una razón al Padre para que les perdone: «No saben lo que hacen». Viven en el engaño, creen que crucifican a un impostor. Si supieran lo que hacen, no lo

harían. Y en este gesto de justificación el amor de Jesús se manifiesta como más fuerte que el mal del mundo, y su humanidad como más fuerte que la inhumanidad de los que le matan. Este amor revela a Dios.Y Dios puede así convertir el gesto de rechazo en expiación por los mismos seres humanos que rechazan a Jesús. N o nos salva la muerte de Jesús. Nos salva Jesús por su m o d o de morir. En la Cruz se manifiesta, hasta más no poder, el amor de Jesús y el de Dios por el ser humano. Y esta manifestación nos llama a la conversión. Jesús nos salva convirtiéndonos (cf Is 30,15), llamándonos de nuevo a la amistad con Dios, llevándonos a Dios. Si nos llama a convertirnos, está claro que la salvación tiene influencias en el m o d o de vivir aquí y ahora. La vida, muerte y resurrección de Cristo son una apremiante invitación a vivir ya según el Evangelio, a vivir la salvación.

6. Todos pueden unirse al Misterio Pascual Dios quiere que todos los seres humanos se salven. Pero si afirmamos que esta salvación viene por medio de Jesús, ¿no supeditamos la voluntad salvífica universal de Dios a una relación con Jesús? Esto explicaría las interpretaciones restrictivas que se han hecho, a lo largo de la historia de la teología, de textos bíblicos tan claros c o m o este: «Dios quiere que todos los hombres se salven... porque es el Salvador de todos los hombres» ( I T i m 2,4; 4,10).Tal como ya hemos indicado en nuestro capítulo primero, al texto se le ha hecho decir que lo que Dios quiere en realidad es que se salven personas de todos los grupos humanos (blancos y negros, varones y mujeres), pero n o todas las de cada grupo.

U n cristiano debe mantener con igual fuerza estos dos datos. Por una parte, Dios quiere que todos se salven. Por otra, fuera de Jesús n o hay salvación, él es el único Salvador: «En ningún otro hay salvación», afirma el más primitivo de los sermones que se conservan (He 4,12). D e h e c h o , el n o m b r e de Jesús significa «Dios salva» (Mt 1,21). El mantenimiento simultáneo de estas dos convicciones de fe nos obliga o bien a supeditar la voluntad salvífica de Dios a ciertas c o n d i ciones que terminan haciéndola restrictiva y, en definitiva, a negar la universalidad de la salvación; o bien a buscar una nueva interpretación de lo que puede ser la unión con Cristo y su función salvífica incluso en los que no le conocen o no le reconocen. Simplificando un poco podríamos decir que la primera posición es la anterior al Vaticano II: Dios quiere que todos se salven, pero se salvan los que acogen a Jesucristo. La segunda posición es la promovida por el Vaticano II: Dios n o niega los auxilios necesarios para la salvación a los que n o conocen a Jesucristo y ni siquiera a los que niegan explícitamente a Dios (LG 16). A u n q u e también hay que decir que la primera postura ofrece algunos matices interesantes que poco a poco influirán en el cambio hacia la segunda. Así Tomás de Aquino y el concilio de Trento afirmaban que la acogida de la fe cristiana era necesaria para la salvación «después de la predicación del Evangelio». Este «después cel anuncio del Evangelio» puede interpretarse de forma c r o n o lógica, pero también puede interpretarse en el sentido de la llegada real y efectiva a cada ser h u m a n o de la predicación evangélica. Hoy, muchos seres humanos se encuentran en la situación en la que se encontraban los hombres antes de la llegada de Cristo. Tampoco

para ellos ha llegado todavía la posibilidad de conocer y acoger a Cristo. El que todos los seres humanos puedan salvarse n o conduce a ningún automatismo. Pueden salvarse porque el amor de Dios n o conoce limitación alguna. Pero este amor n o actúa nunca contra la libertad ni contra la conciencia de cada uno. Y la libertad es un misterio. N o sabemos, finalmente, lo que ocurre en el interior de cada persona. El que la salvación sea una oferta para todos y todas, y al mismo tiempo sea una oferta que, de una u otra manera, requiere la libre aceptación de cada uno, n o puede derivar ni en posturas que afirman que, al final, todos nos salvaremos realmente ni, por el contrario, en las que afirman que algunos (muchos o pocos, ahora es lo de menos) se condenarán, porque la libertad humana tiende siempre al mal. En este terreno u n cristiano no sabe nada, pero puede esperarlo todo. Quizá la postura adecuada sea la que adelantó un d o minico español, Luis Alonso Getino, en los años 30 del siglo pasado en su libro titulado Del gran número de los que se salvan, dejando abierto si este gran número incluye a muchos, a casi todos o a todos. Todos es un gran número, el mejor de los grandes números.

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La salvación que, en Jesucristo, Dios ofrece a todos, es gratuita, en el sentido de que el amor es gratuito. Dios nos ama por iniciativa de su pura bondad, n o porque necesite de nosotros o porque algo le presione. Si Dios ama es porque él es así, porque así se realiza lo que es, A m o r limpio e infinito, sin ningún asomo de n o amor. Dios tiene siempre la iniciativa en el amor.Y siempre ama con todo su amor. Ama a los que no se lo merecen. N o nos trata c o m o merecen nuestros pecados. La salvación es también gratuita en el sentido de que

no cuesta nada. Sólo debe acogerse en la fe. Pero esta acogida es activa y libre. La salvación humaniza, hace crecer nuestra persona, al ser un encuentro de amor. Es cierto que Dios ama a sus enemigos, pero pretende que dejen de serlo, para ser sus amigos. La salvación es un encuentro en el amor. Si bien Dios ama a sus enemigos, el amor encuentra su plenitud en la amistad, en la reciprocidad. C u a n d o eso ocurre, bien puede decirse que ha llegado la salvación. E n el amor a los enemigos se muestra la gratuidad y la universalidad de la salvación, así c o m o el respeto de Dios por la libertad del amado. En el amor entre los amigos se muestra la reciprocidad, la respuesta libre a la primera oferta de amor divino, la acción personalizadora de la salvación, el que Dios nos hace el h o n o r de contar con nosotros. La salvación n o es magia, no es un acto forzado. Cuenta con la libertad y acrecienta la personalidad del salvado. Desde la perspectiva del Dios de Jesús, que quiere la salvación de todos, hay que corregir, releer y reorientar todos los planteamientos que no lo han dejado suficientemente claro a lo largo de la historia de la Iglesia. Hay que comprender de forma positiva a las otras religiones, aceptando sincera y humildemente que también a través de ellas Dios busca la salvación de sus adeptos 15 . Los cristianos «debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien al misterio pascual» de Jesucristo (GS 22). 111 15 CfM. GELABERT, Teología (¡¡alógica. Ante Life lesafiada, San Esteban, Salamanca 2004.

Para e l d i á l o g o

y la

meditación

1. R e s p o n d e de forma m u y personal y basándote en tu propia experiencia: ¿Por qué y para qué necesitas a Jesucristo? Fíjate en que se pregunta por Jesucristo y no sólo por Dios. 2 . Vuelve a responder, basándote en tu propia experiencia: ¿De qué crees tú que te ha liberado Jesucristo, de qué te ha salvado? 3.

Después de la lectura de este capítulo, ¿consideras que la cruz es salvífica? ¿La cruz o el Crucificado? ¿El Crucificado o el Crucificado Resucitado?

4. ¿Piensas que los que n o conocen a Jesucristo están abocados a la condenación? ¿Por qué sí o por qué no? E n la plegaria eucarística número 4 se habla de la Eucaristía c o m o «salvación para todo el mundo». ¿Habías caído en la cuenta de que la liturgia, en este y en muchos otros textos, se refiere a las dimensiones universales de la salvación definitiva? Si tienes un Misal, ¿te animas a buscar en los prefacios y plegarias eucarísticas expresiones en este sentido? U n a pista: lee el prefacio X dominical del tiempo ordinario.

Salvación como salir y entrar

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«Al salir Israel de Egipto, Jacob de un pueblo extranjero, Judá fue su santuario, Israel fue su dominio». (Sal 114,1-2)

El Salmo 114 sintetiza e idealiza lo que fue una historia de salvación para el pueblo de Israel: una salida de la esclavitud, de la opresión, de la muerte. Salida que no desemboca en el vacío. Tiene c o m o objetivo el entrar en una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel, tierra de fraternidad, tierra de Dios. La salvación para Israel fue un salir y un entrar. Esta historia es una parábola viva de lo que es la salvación cristiana. Sobre ella van a tratar las reflexiones de este capítulo final. Pues es muy difícil, por n o decir i m p o sible, decir en positivo en qué consiste exactamente la salvación cristiana, tanto en la tierra c o m o en el cielo. Es más fácil decir en qué no consiste. ¿ Q u é es lo bueno y lo positivo para mí, dónde está la felicidad para cada uno? Es más fácil decir lo que n o es la salvación que decir lo que es. Es más fácil decir de dónde queremos salir que adonde queremos ir, decir lo que no se quiere que lo que se quiere. La Escritura también utiliza este lenguaje negativo para hablar de salvación, lenguaje fácilmente entendible: un reino sin mal, sin lágrimas, sin dolor, sin muerte (cf Ap 21,4). La dificultad empieza cuando se trata de decir en positivo en qué consiste este R e i n o . Jesús, al hablar del Reino, nunca lo define. Del

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Reino sólo puede hablarse en parábolas, con imágenes abiertas, susceptibles de ser interpretadas de muchos modos, aunque todas ellas enlazan con la experiencia de lo que el ser humano entiende como bueno y positivo: un banquete, una boda, una perla preciosa, un tesoro. Siempre una maravilla, pero siempre nos quedamos sin saber en qué consiste exactamente la maravilla. Cualquier intento de definir en positivo lo que es el Reino está siempre marcado por nuestros límites humanos. De modo que un intento positivo de decir lo que es el Reino o la salvación sería contradictorio, pues estaría marcado por lo provisional, incompleto y perecedero. En el intento que ahora vamos a hacer de decir lo que puede ser la salvación, o más exactamente, de ofrecer unas líneas abiertas en las que cada persona pueda reconocer, aunque sea en esbozo, en trazo no definitivo, lo que para ella es la salvación, importa enlazar con la experiencia de lo que el ser humano entiende como bueno, positivo y gratificante. De modo que el hombre moderno reconozca en el anuncio de la salvación una buena noticia, una noticia que le parezca, al menos, digna de ser escuchada porque le está diciendo algo de sumo interés, tan interesante que, aunque no llegue a creerlo, al menos le mueva a desear que sea verdadero. Una noticia presentada de tal forma que, al menos, nos deje con la duda sobre su posible verdad. Es el insensato el que dice en su corazón que no hay Dios (cf Sal 14), o sea, no desea que Dios exista; pues el inteligente sólo puede decirlo en su cabeza. Así habría que presentar la 114 salvación, de modo que fuera una auténtica insensatez rechazarla en el corazón. El anuncio de la salvación, bien presentado, debería producir una inmensa alegría: «Mi espíritu se alegra en Dios, mi salvador» (Le 1,47).

1.

La salvación como salir y entrar

¿De qué necesita ser salvado el hombre moderno? ¿De qué necesito ser salvado yo? Comencemos con la pregunta básica: ¿Qué entendemos por salvación? Como ya dijimos en el capítulo primero, etimológicamente salvación viene de salvus, raíz latina que significa estar sano. Este parentesco de salvación con salud es revelador. De un hombre que acaba de salir de una enfermedad en la que corría peligro su vida, se dice que se ha salvado. Esta salvación comporta una doble dimensión: 1) El que estaba enfermo ha salido de una situación negativa: «se ha librado de una buena» (= es decir, de «una mala») se dice con frecuencia; o también: «de menudo lío hemos salido». 2) Esta salida introduce al sanado en una dimensión positiva: se ha vuelto a abrir el horizonte de su vida. En el libro del profeta Jeremías, en un texto que no suele aplicarse al tema que aquí nos ocupa, hay una referencia a la salvación desde esta doble perspectiva que acabamos de indicar. DiceYavé al profeta: «No les tengas miedo, que contigo estoy para salvarte... Mira que he puesto mis palabras en tu boca... para extirpar y destruir..., para reconstruir y plantar» (Jer 1,8-10). La palabra de Dios, palabra de salvación, destruye y construye, derriba y edifica, cura y plenifica, hace salir y hace entrar, saca e introduce. Nos saca de nuestras enfermedades, neurosis, pequeneces, limitaciones, odios, guerras, infidelidades, mentiras, orgías; y nos introduce en la paz, la belleza, la verdad, el amor, la fidelidad, la

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esperanza. La salvación supone un dejar para obtener, u n salir para entrar, una liberación y una promoción. La salvación comporta dos aspectos. El primero tiene relación con una situación negativa, dolorosa: ser librado de u n riesgo o peligro, evitar una dificultad, vencer u n obstáculo. Así, la Biblia, para expresar la salvación que el hombre necesita, se sirve de las imágenes de la enfermedad y la esclavitud. Salir de estas situaciones es salvarse. El segundo aspecto de la salvación se relaciona con lo positivo, con el estar bien y sentirse realizado. I m porta notar que este segundo aspecto no implica, de entrada, haber pasado por una situación negativa. Se puede estar bien sin haber estado antes mal. Ahora bien, en este mundo, todo lo que está bien, personas y cosas, está también en peligro permanente, por su limitación, fmitud y debilidad. El que está bien, nunca tiene asegurado el estarlo siempre. Más aún, es seguro que un día o dejará de estar bien o dejará de ser. D e m o d o que también desde este punto de vista el poder hablar de salvación plena y total implicaría remover el obstáculo de la finitud y limitación. Así, pues, el segundo aspecto de la salvación nos abre a una realización plena y definitiva de todas las dimensiones de la existencia. La salvación supone liberación, pero también promoción, la exclusión de todo mal y el colmar todo deseo 1 . Tener necesidad de salvación implica, pues, estas dos tomas previas de conciencia: 1) Tener conciencia de una situación negativa, perjudicial, dolorosa, de la que yo, por mis fuerzas y posibi1

Con estas dos características,TOMÁS DE AQUINO califica ala bienaventuranza, que es lo mismo que la perfecta felicidad o la salvación: SHM