Benedetti, Mario - Letras Del Continente Mestizo [PDF]

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Zitiervorschau

MARIO BENEDETTI

LETRAS DEL CONTINENTE MESTIZO

COLECCION: ENSAYO Y TESTIMONIO ARCA I MontlYi.deo

LETRAS ,DEL

CONTINENTE MESTIZO

ll!' Edición 1967

2da. Edición Carátula: Jorge Carrozino Copyright by ARCA EDITORIAL S.R.L. Colonia 1263, Montevideo Queda hecho el depósito que marca la ley Impreso en Uruguay - Printed in Uruguay

NOTA

El título de este volumen no es sólo un homenaje a don Ricardo Latchom, acaso el más tenaz intercomunicador artístico de lo que él denominaba "nuestro gran continente mestizo"; obedece también a mi propia convicción de que el mestizaje cultural de nuestra América contribuye sin duda a la riqueza de sus temas, de sus enfoques, de sus estilos. Tengo la impresión de que el rico inventario de las actuales letras latinoamericanas, debe su vitalidad y su fecunda imaginería, en parte a conscientes procesos y en parte a simples azares, pero siempre a esa conjugación de razas e inmigraciones, de influencias y cosmovisiones, de hervores y fervores, de conformismos y rebeldías, que constituyen nuestro mestizaje. Aclaro que este libro es de índole compiladora, sin perjuicio de que algunos de los trabajos luiyan. sido escritos especialmente para el mismo. En general, recoge notas y estudios sobre poetas, narradores y algún ensayista de nuestra América, aparecidos entre 1955 y 1969 en diversas publicaciones (¡\farcha, Número, La Mañan.a, de Montevideo; Tiempos modernos, de Buenos Áires; Siempre!; de México; Casa de las Américas, El Caimán Barbudo y Unión, de La Habana). Faltan nombres fundamentales de las letras latinoamericanos, pero resulta más que obvio que tules omisiones no deben ser tomadas como juicios de valor. Faltan asimismo los autores uruguayos, por la sencilla razón de que integran otro título: Literatura uruguaya sialo XX. Esta segunda edición incluye cuatro trabajos que no figuraban en la anterior: Relaciones entre el hombre de acción y el intelectual, El "boom" entre dos Iibertades, Eliseo Diego encuentra su Olimpo y Pablo Armando o el desafío subjetivo.

M. B. 7

IDEAS Y ACTITUDES EN CIRCULACION En el proceso cultural de América Latina siempre ha habido escritores de un filo único y escritores de doble filo. A los primeros, se los acenta o se los rechaza en su integridad, en su macicez, en su inconmovilidad; pero los segundos, que suelen aportar su personal cuota de dudas, de esclarecimientos, de cateo. en profundidad, a veces son presas fáciles del malentendido. .No precisa apartarse de sus citas textuales para hacerlos incurrir en reales o aparentes contradicciones, para hacerlos defender o atacar péstumamente cualquier infundio del presente hipócrita. Su exceso de honestidad constituye, paradojalmente, una tentación para los deshonestos. En una carta que, en 1900, escribía José Enrique Rodó a Miguel de Unamuno, decía el uruguayo: "Luchamos por poner en circulación ideas". Hasta hace pocos años, la mayor parte de los escritores latinoamericanos se limitaban a eso: a poner ideas en circulación. Pero el rumbo de esas ideas no quedaba asegurado, ni su sentido esencial estaba necesariamente defendido contra el proxenetismo cultural que muy pronto iba a vivir de ellas, a utilizarlas como decoraciones de sus énfasis, de sus falsos pudores. Eran ideas que iban a circular inermes, desamparadas, frente al inminente malentendido. Hoy el panorama no es el mismo. El muestrario de frases de Martí, Hostos, Mariátegui, y aun de Rodó, citadas desde todas las tiendas, a menudo alevosa y fragmentariamente, ha enseñado algo a nuestros escritores, quienes ya no caen en la ingenuidad de poner ideas inermes en circulación. Sus pensamientos salen ahora armados hasta los dientes, dispuestos a defenderse del malentendido, de las falsas y momentáneaa alianzas, del parasitismo.

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De algún modo, esta nueva actitud ha traído un cambio en las relaciones del escritor con su medio social. Ahora que las ideas salen con un rumbo determinado, con un sentido palmario, el medio tiene mejores ocasiones de calibrar la conducta del escritor. En otras palabras, el medio se siente con derecho de pedirle cuenta dc sus promesas, de su lucidez, de sus mensajes. El escritor latinoamericano sabe ahora que si sus ensayos o sus ficciones o sus poemas sirven para que la gente abra los ojos, esos ojos abiertos lo mirarán a él en primer término. Ya no es más un ensimismado que escribe para colegas. El hombre corriente, ese lectorpromedio que antes era poco más que un fantasma, se ha convertido en un ser de carne y hueso que a veces se entera de los borradores leyéndolos por sobre el hombro del autor. La anhelada repercusión se ha producido; el tan buscado eco al fin resuena. Pero no había sido totalmente previsto que repercusión yeco trajeran aparejada una exigencia, una vigilancia, una presión. Frente a cada hecho importante que ocurre en el país o en el extranjero, por lo menos un sector de público quiere saber cuál es la actitud del escritor. Lo interroga, lo urge, lo presiona; la abundancia de reportajes es sólo un síntoma de esa atención. Por supuesto, la nueva exigencia nace simultáneamente con otro fenómeno: .el deterioro del político profesional. En América Latina, éste se halla demasiado corrompido, burocratizado, anquilosado, como para que el hombre común pueda confiar en un planteo honesto y creador, milagrosamente formulado a partir de esa venalidad o aquella rutina. La verdad es que los viejos caudillos de obsesión nacionalista se han ido apagando, y los líderes principistas se han vuelto amnésicos. Una terca e inmortal ..gerontocracia sigue atornillada a sus pedestales, aparentemente sensible a los clamores pero en realidad desentendida de un auditorio que, en el mejor de los casos, bosteza, y, en el peor, se muere de hambre. El polítioo profesional, aunque todavía con10 serva el poder, ha perdido el papel de orientador.

Sería absurdo, y peligrosamenete ingenuo, pretender que el escritor ha sustituído al político en esa función, pero lo cierto es que hay un sector de púhlico que estaba descolocado y confuso y no sabía a quien acudir para que le explicara qué estaba pasando en su país, y, por extensión, qué estaba pasando en el ancho mundo. Casualmente, el escritor estaba a mano; ese escritor que, en el mismo momento, estaba tratando de explicarse a sí mismo parecidos problemas. Si la gente acude a él, es porque los otros que podrían iluminarla, o están corrompidos (como en el caso de los políticos) o hablan y escriben (como en el caso de los técnicos propiamente dichos: los ecónomos, los sociólogos, los antropólogos, los psicólogos) un lenguaje demasiado especializado, demasiado esotérico. Los escritores, en cambio, y especialmente los narradores y los dramaturgos, hacen hahlnr a sus personajes, y éstos, aunque expreseu un pensamiento especializado, por lo general lo dicen en palabras corrientes. No obstante, después de haber sufrido en carne propia la amnesia de los políticos principistas, el lector se ha vuelto desconfiado. Así que, cuando lee, no le alcanza con asentir, no le alcanza con conmoverse o indignarse; también se siente ohligado a vigilar la conducta del escritor, para asegurarse de que éste habrá de seguir mereciendo su confianza. Es posible que el escritor latinoamericano no estuviera preparado para soportar esa exigencia. En realidad, la historia anduvo demasiado rápido, y en un abrir y cerrar de ojos incluyó revoluciones, acabó con imperios, provocó catástrofes. Como no estaba preparado, el escritor cayó fácilmente en el estupor, y el estupor lo nevó a definirse. Unos se definieron por horror a la militancia; otros, por honor a la evasión; muy pocos, por atracción, por amor, por afinidad. No descarto que escritores y lectores europeos, acostumbrados a considerar obra y conducta en compartimientos estancos, sonrían frente a semejante provincianismo. Sería necio que 11m agraviáramos con esa sonrisa que, después de todo, es la sonrisa del desarrollo. Pero en nuestros países í desnivelados, caóticos, y, por impuesto, sub desarrolla- 11

dos) el producto literario crece inevitablemente entrelazado con lo socia], con lo político. Por eso, cuando en América Latina el público vigila la conducta de un intelectual, éste no siempre tiene el derecho de Interpretar que está siendo agredido con una curiosidad mal. sana ; más bien se trata de un expediente (quizá un poco primitivo) que el público inconscientemente elige para demostrarle que su pensamiento y su palabra tienen eco, o sea que importan socialmente. Ese interés, esa vigilancia, esa atención del lector, han tenido a su vez repercusión en la obra creadora. Hoy sería fácil confeccionar una importante nómina de buenos eecritoree latinoamericanos que empezaron escribiendo narraciones fantásticas o juegos intelectuales y hoy están -en cuanto escritores, y sin hacer panfletos ni abdicar su condición de literatos- metidos hasta la garganta en el drama que los rodea o en el conflicto del que participan como individuos. Es en ese nuevo panorama donde la conducta apa· rece ligada con la obra, sobre todo ante los ojos de un público que mira a ambas simultáneamente. Quizá haya llegado, para el escritor latinoamericano, el momento de entender que la forma Dl.iÍ8. segura de que las ideas que pone en circulación no queden desamparadas frente al malentenedido, sea poner al mismo tiempo en circulación IlUS actitudes. (1963) •

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SITUACION DEL ESCRITOR EN AMERICA LATINA No descarto que algún testigo, no demasiado implicado en el instante decisivo que vive actualmente América Latina, sea capaz de pronunciarse con estricta objetividad sobre la situación del escritor en esta precisa zona del mundo. La opinión de un escritor latinoamericano, en cambio, siempre tendrá su parte de testimonio personal, de apreciación subjetiva, y, en consecuencia, correrá el riesgo de una indeliberada distorsión. Sin duda el criterio de un dramaturgo brasileño que haya estado o esté aún en la cárcel bajo la dictadura del militar de turno, tendrá poco que ver con el de algún narrador argentino del grupo Sur, incondicionalmente afiliado a la cacerías de brujas; con 8Cguridad, el punto de vista mercenario del proclive Arciniegas ha de diferir sustancialmente del de cualquier escritor cubano, sometido diariamente a la tensión de un bloqueo tan inhumano como indigno; ni siquiera han de coincidir, necesariamente, la actitud de un exiliado voluntario con la de un exiliado forzoso. De modo que, al escribir sobre este tema, corro (claro que con los ojos bien abiertos) el riesgo de equivocarme o de ser injusto, sencillamente porque, aunque a veces se pretenda lo contrario, un escritor latinoamericano de hoy, cualesquiera sean sus actitudes política o estética, y cualquiera sea el punto geográfico desde el cual opine, no puede (a menos que se pase de sutil o de embustero) inscribirse automáticamente en una objetividad sin fisuras. Partiendo de esta base, que no me parece ideal pero sí realista, habría que empezar por reconoc~r que la situación del escritor latinoamericano ha cambiado sustancialmente en los últimos años; digamos, para ser más concretos, en el último lustro. Y esto no sólo porque algún escritor que antes estaba libre, ahora esté 13

preso, o porque las dos editoriales más importantes de América Latina (el Fondo de Cultura Económica y Fudeha ) hayan sido arrasadas por la reacción, o porque algunos autores que antes podían producir libremente en sus respectivos países, ahora deban hacerlo en el contexto, siempre lamentable, del exilio, o porque al. gunos militantes de la izquierda hayan pasado a colaborar (franca o veladamente) con el enemigo común. Hay algo más importante: el escritor latinoamericano va consiguiendo audiencia. No me refiero aquí al apoyo o al interés, ya tradicionales, de la élite, que en ciertas capitales (como, por ejemplo, Buenos Aires y México) es particularmente nutrida, sino a otras capas de lectores que diez afios atrás no se acercaban al autor local ni por equivocación. En el Uruguay, por ejemplo, hasta 1960, la reconocida élite existía, claro, pero en términos tan reducidos que una edición normal (de autor, por supuesto, ya que virtualmente no había editores) no excedía jamás el millar de ejemplares. Actualmente hay por ]0 menos una decena de autores frente a los que el público responde con evidente interés, a tal punto que sus libros se venden mejor que los de autores europeos o norteamericanos. Hace sólo diez años, esta relación habría parecido sencillamente inverosímil. En otras ocasiones he tratado de desentrañar los motivos que llevaron a esa situación que cn mayor o menor grado, se reproduce en casi todos los países de América Latina. Pero en esta oportunidad quiero referirme más bien a una consecuencia de esa repercusión. La.yerdad es que, aunque el escritor todavía UD quiera admitirlo plenamente, su profesión va dejando poco a poco de constituir un círculo intocable, una suerte de "ciudad abierta" para cualquier reacción que no sea la de sus colegas o sus críticos. La opinión de un literato, y aun su: producción artística, ya no es sólo controvertida o apoyada por sus pares, sino también por el ciudadano común. Quiero abonar esta afirmación con una experiencia personal, Cuando apareció mi última 14 novela, recibí muchas llamadas telefónicas de gente a

la que yo no conocía y que quería simplemente discutir conmigo algún pasaje o algún personaje de aquel libro; en plena calle fui abordado en varias ocasiones por desconocidos que tenían distintos reparos o asentimientos sobre mi novela. Tales desconocidos no eran por cierto la élite; al menos en Montevideo, uno conoce a sus miembros casi por orden alfabético. Eran simplemente lectores, a quienes la novela había gustado o había indignado, y que querían cotejar sus afinidades o dejar sentadas sus diferencias, mano a mano con el autor. Semejante reacción habría sido inconcebible, ya no digamos diez sino cinco años atrás. Representa un estímulo, por supuesto, pero también un desconcierto. Cuando algún crítico, no esp-ecialmente ecuánime, me ha atribuido la poco edificante intención de como placer siempre a mi lector, yo podría haber preguntado: ¿ a cuál de ellos?, ya que me consta que las opiniones de los lectores suelen ser considerablemente más matizadas que las de los críticos profesionales, de modo que en última instancia resultaría mucho más fácil escribir para complacer a la crítica que para agradar al lector. Pero ¿qué escritor que se tenga un mínimo de estima, podría escribir en un estado de ánimo a tal punto condicionado? No obstante, la comunicación que evidentemente se va estableciendo entre autor y lector, ese alcance de la obra literaria a sectores de público cada vez más amplios, trae consigo también nuevos reflejos, nuevos deberes, nuevas leyes de interrelación..Cualquier lector medianamente sensible o inteligente, está hoy dispuesto a admitir que el escritor lo provoque, lo contradiga, lo vapulee, lo haga pensar, le contagie dudas; lo que generalmente no está dispuesto a admitir, ni mucho menos a perdonar, es qu:e el escritor (entiéndase bien, el escritor y no el personaje, a quien algunos crítico" tienen la abusiva tendencia de identificar invariablemente con el autor) contradiga sus propias convicciones, 6C traicione a sí mismo. Vale la pena relevar este aspecto de la vigilancia que ejerce el lector Iatinoamericano sobre sus autores, en especial porque semejante 15

actitud no se corresponde exactamente con la del lector norteamericano o europeo. En un reciente y jugoso artículo de Noam Chomsky (La responsabilité des intellectuelles, aparecido originariamente en The Neu: York Reoieui 01 Books y traducido' para Les Temps Modernes, NQ 252, mayo de 1967), SI' desenmascara cuidadosamente el cinismo de algunos intelectuales (Walt Rostov y Arthur Schlessií1· ger, entre otros) del aparentemente inmaculado equipo Kennedy, que mintieron a sabiendas en importantes ocasiones de tensión internacional. Sin embargo, aun en ese caso, se trata de un intelectual que desenmascara a otros intelectuales; el lector norteamericano está, por el contrario, suficientemente drogado por la propaganda política, por el embuste organizado a escala internacional, como para no advertir las contradicciones entre dos textos de un mismo autor, o entre una de sus pusadas y contundentes afirmaciones y alguna revelación posterior y esclarecedora. En América Latina las cosas no suceden exactamente así. Entre nosotros, se da el caso curioso de que el ciudadano medio le lleve menos la cuenta de sus traiciones y contradicciones al político profesional que al intelectual, quizá porque para éste reserva aún una porción de esperanza, y para aquél en cambio sólo guarda desdén o indiferencia. Ademá~ hay que. reconocer que ert nuestro medio el estilo es más de entrecasa, y por tanto resulta más fácil que el lector lleve al día el itinerario del intelectual. El mismo Chomsky cita también el caso de Heirlp.gger que, en 1933, en una declaración favorable a Hitler, escribía que "la verdad es la revelación que convierte a un pueblo en seguro, tranquilo y fuerte, en su acción y en sus conocimientos". Sin duda, Heidegger es un caso extremo, y no obstante hay que admitir que su nombre sigue gozando en Europa de la correspondiente estima intelectual. Ahora bien, ¿ qué pasa en nuestra América con los Heidegger locales, es decir con los intelectuales o escritores o artistas, de obra filosófica o estéticamente válida y una conducta política que 16 es sin embargo despreciable?

Sería útil considerar este punto, ya que por un lado me parece muy saludable que el escritor (en Cuba o en el Uruguay, en la Unión Soviética o en Estados Unidos) vigile, sin darse tregua, la libertad artística y el derecho a la independencia de sus opiniones; pero, por otro, me parece no meno! saludable que el escritor no contribuya a confundir campo! y responsabilidades. Existe, por ejemplo, una difundida tendencia a pensar, decir y escribir de Germán Arciniegae lo que este personaje en realidad merece, y esto no parece costar demasiado esfuerzo, debido tal vez a que el juicio adverso hacia la conducta va por lo general acompañado de un cierto desinterés por la respectiva obra literaria. No puede, por supuesto, compararse este caso con el de Borges, cuya obra literaria suele convocar el respeto y la admiración, aun de parte de aquellos escritores que consideran sus actitudes políticas como lamentables, Más de una vez me he preguntado a qué podía deberse esa diferencia de trato. ¿'Acaso es tanto más grave haber dirigido una revista del Congreso por la Libertad de la Cultura, directamente financiado por la CIA (como recientemente reconociera la asamblea general de ese Congreso, .en una declaración de prodigiosa desvergüenza), que haher defendido las peores intervenciones yanguis en América Latina y haber hablado de la agresión norteameríeana a Vietnam como si se tratara poco menos que de una guerra santa? Aun el hecho de que la obra de Borges sea tanto más importante que la de Arciniegas, ¿no sirve precisamente para acrecentar su responsabilidad en el orden político? No estoy proponiendo aquí que, tomando como baso sus abyecciones pelíticas, proclamemos la invalidez do la obra de Borges. Semejante actitud sería de una estupidez irremediable. Creo, eso sí, que Borges tiene delde ya asegurados dos lugares de excepción: uno en la mas exigente de las antologías literarias, y otro (para usar su propia terminología) en la historia universal de la infamia. Siempre haré lo posible por que la segunda consideración no invalide la primera; pero tam- 11

hién aportaré mi esfuerzo para que la primera no disculpe la segunda. Pienso en el horror con que algunos de mis amigos europeos, o latinoamericanos residentes en Europa, leerían este último párrafo, en primer término porque en Europa han tenido y tienen una enorme difusión las obras de Borges (con toda justicia, los europeos lo consideran uno de los suyos) pero en cambio nadie conoce sus actitudes políticas. Es posible, además, que si las conocieran, ello no rebajara en nada la alta estima de que goza su nombre. El problema está en que nosotros no somos europeos, y esto lo digo sin ninguna clase de prejuicios, tan sólo como un registro de distancias. No somos europeos y en consecuencia no hemos alcanzado aún la fría capacidad de contemplar el mundo a través de un inteligente cansancio. Somos latinoamericanos, y en consecuencia ciertos fenómenos típicamente europeos, como el nouveau roman o aun la nouoelle critique, suelen parecernos un formidable desperdicio de talento, un prematuro museo de nuevas retóricas. No descarto la posibilidad de que yo esté profundamente equivocado; que los actuales módulos europeos constituyan en verdad una etapa de progreso y hasta una inmóvil revolución, para la que no estamos ni intelectual ni psicológicamente preparados; que la verdadera distancia sea la que va del intelectual de un medio desarrollado al intelectual que es inevitablemente produeto del subdesarrollo. Realmente, es verosímil que aei sea, y quizá llegue el día, no de admitirlo como conjetura sino como hecho irrebatible. Pero mientras tanto, mientras América Latina siga siendo un volcán, mientras la mitad de BUS habitantes sean analfabetos, mientras el hambre constituya la mejor palanca para el chantaje del más fuerte, mientras los Estados Unidos se consideren con derecho a presionar, a prohibir, a iJi· vadir, a bloquear, a asesinar, a impedirnos en fin que ejerzamos nuestro pleno derecho a existir, e incluso nuestro derecho a morir por nuestra cuenta y sin su costosa asistencia técnica; mientras América Latina bus,. que, así sea caóticamente y a empujones, su propio des-

tino y su rmrurna felicidad, permítasenoa que sigamos pensando en el escritor como en alguien que enfrenta una doble responsabilidad: la de su arte y la de su contorno. Nuestro mundo es otro que el de Europa, con otra" exigencias, otras tensiones, otra actitud hacia un presente, el nuestro, que para muchos europeos tiene, lógicamente, características que se asemejan bastante a las de su propio pasado, ya abolido. Está bien, pero déjennos aprender nuestra lección. Quizá neguemos, con el tiempo, a las mismas conclusiones, al mismo lúcido cinismo, a la misma frialdad conceptual, al mismo cálculo infinitesimal de posibilidades semánticas, a la misma retórica de lo objetivo; pero, mientras tanto, laadopción de semejantes actitudes tendría sobre nuestra quemante situación continental el efecto de un ridículo parche de esnobismo. Libertad absoluta para el creador. ¿ Cómo no defender esa divisa, sobre todo ahora que tenemos toda la opaca e interminable historia del realismo socialista para comprobar que las militancias políticas, por nobles que sean, no constituyen de ningún modo una garantía Je alta calidad artística y mucho menos de verdadera profundidad social? Cuentos realistas o fantásticos, novelas de envase clásico o experimental, poemas de rígida frontera o de rupturas en cadena. Después de todo, en éste como en cualquier siglo, la única fórmula invencible sigue siendo el talento. No creo en el compromiso forzado, sin profundidad existencial; ni en la militancia que desvitaliza un tema, ni menos aún en la moraleja edificante que poda la fuerza trágica de un personaje. Pero tampoco creo en un hipotético deslinde, en esa improbable línea divisoria que muchos intelectuales, curándose en salud, prefieren trazar entre la obra literaria y la responsabilidad humana del escritor. Estoy dispuesto a reconocer, dondequiera sea capaz de detectarla, la alta calidad literaria de un escritor que, por otros conceptos, pueda parecerme repudiable; pero no estoy dispuesto a que, en mérito a esa excelencia artística, eximamos a ese mismo escritor de su responsabilidad 19

como simple ser humano. Se me ocurre que sería muy lamentable para cualquier artista auténtico la mera aceptación de la idea de que una de las posibles funciones de la obra de arte sea la de absolver mágicamente a su creador de todas sus claudicaciones, de todas sus traiciones, de todas sus cobardías. El hechn de que reconozcamos que una obra es genial, no exime de ningún modo a su autor de su responsabilidad como miembro de una comunidad, como integrante de una é~oca., Así como (para no salir del mismo eje-nplo ilustrativo) no hay declaración política de Borges, por indigna que parezca; capaz de disminuir las excelencias de El Aleph, tampoco hay Aleph, por notable que sea, capaz de eximir a Borges de la responsabilidad social que ha contraído con sus semejantes al vocear y puhlicitar su incondicional apoyo a las más desvergonzadas agresiones del Imperio. Cuando Sartre critica con especial dureza la actitud del escritor que rehúsa pronunciarse, o sea que evade la coincidencia de sus actos con el dictado de su conciencia, naturalmente, no se trata ya de aquella conciencia pura, descarnada, incontaminada, que durante siglos fue el catecismo ético de la civilización occidental. No, ahora la conciencia del ser humano está contaminada por la conciencia del prójimo. Como señala Arthur Miller, "el hombre está dentro de la sociedad y la sociedad está dentro del hombre". Es decir que también la sociedad está dentro de la conciencia, y ésta, en sus famosos e inapelables dictados, ya no puede evitar las condicionantes sociales. La pequeña (y válida) conciencia social del individuo, y por ende la del escritor, integra asimismo la conciencia social de su contorno, de su país, y llevando el término a una acepción más amplia, también la de la América Latina. Aunque muchos Intelectuales aún no estén convencidos de ello, tengo la impresión de que en América Latina terminó definitivamente la era del escritor puro, incontaminado. Cuando el aran novelista brasileño Joáo Guimaráes Rosa hizo pública en México su renuncia a 20 la Vicepresidencia del Segundo Congreso Latinnameri-

cano de Escritores sólo porqu~ entendía que en este se hablaba demasiado de política. V afirmaba (olvidando tal vez en ese instante su cargo de embajador de la dictadura brasileña) que él era literato y no político, tuve la impresión de que asistía a uu patético canto del cisne del escritor puro. Para su bien o para su mal, el escritor latinoamericano (acaso como consecuencia de sus cateos en profundidad, de su sensibilidad especialmente entrenada, de sus intuiciones en permanente confrontación) no puede ya cerrar las puertas a la realidad, y si ingenuamente procura cerrarlas, de poco le valdrá ya que la realidad entrará por la ventana. Para su bien o para su mal, el escritor latinoamericano ha quedado fuera de esa "ciudad abierta" en donde, por ahora, sólo permanece la presunta neutralidad ideológica de los técnicos. Es un riesgo, claro, pero también es una hermosa ocasión para sentir la estimulante pre· sencia del prójimo. No la desperdiciemos.

(1967) .

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SOBRE LAS RELACIONES ENTRE EL HOMBRE DE ACCION y EL INTELECTUAL (*) En el contexto neocolonialista, el hombre de acción puede ser un caudillo o un militar, un gangster o un gerente de empresa, un domador de fieras o un agente de publicidad, un deportista o un misionero. En la raíz está siempre la búsqueda de un estilo dinámico. Pero allí empieza y acaba el territorio común, ya que por debajo de esos distintos modos de actividad no fluye una convicción cardinal, una misma corriente ética. El ser humano pnede ser empujado a la acción por un afán generoso o por el llamado de su Dios, cuando lo tiene, pero también por una fantástica obsesión, una desmedída apetencia de mando, y aún por una crueldad no siempre admitida ante sí mismo. Frente a semejante hombre de acción, el intelectual va adquiriendo cierta vergonzante fama de contemplador pasivo, de ente estático. En nuestra enajenada América Latina, cuando el hombre de acción suspende por un instante sus órdenes o sus estafas, sus cobros o sus invasiones, para mirar a esa permanente molestia que es el intelectual, éste tiene a menudo la sensación de que lo están poniendo entre comillas, y no son precisamente comillas de destaque sino de menosprecio. Es bastante lógico que así sea. Nuestros senadores y coroneles, nuestros diputados y correveidiles, nuestros modernos filibusteros, suelen ser moderadamente incultos y por lo tanto no es razonable que para ellos la cultura constituya un mérito, o por lo menos un foco de interés. Muchos de esos hombres de acción son los clásicos exponentes de un crapuloso conformismo frente a las más abyectas exigencias del Imperio; el intelectual, en cambio, es casi por definición un inconforme, un crítico de su medio social, un testigo (*)

Ponencia leída en el Congreso Cultural de La Haba-

22 na, en enero de 1968.

de implacable memoria. Claro que, si por uua parte hay hombrea de acción que se especializan en la compra y venta de conciencias, por otra, también hay hombres de pensamiento cuya máxima rebeldía frente a los crueles, frente a los canallas, frente a los injustos, consiste en corregirles las faltas de ortografía. En el ámbito revolucionario, las relaciones entre el homhre de acción y el intelectual, cambian (o por lo menos deberían cambiar) fundamentalmente. Cuando-no se produce esa transformación, ello se debe tal vez a que a uno y a otro les es difícil sobreponerse a la recíproca desconfianza heredada de la situación anterior. (Al decir esto no me refiero tan sólo al hombre de acción y al intelectual que conviven en un país que ya ha hecho su revolución, sino también a los que sufren la presión de un medio enajenante y sin embargo hacen lo posible por provocar en ese contorno una transformación revolucionaria.] Por eso creo que tanto el intelectual revolucionario como el hombre de acción revolucionario deben tratar, en primer término, de enfrentarse honestamente a sí mismos. a fin de poder luego enfrentar con franqueza su mutua relación. e incluso inaugurar una relación nueva. En esta estricta zona, y en este primer estadio, no hay nada más revolucionario que la sinceridad y el respeto mutuo. Sólo a partir de ese logro, puede pensarse en otras acepciones, extensiones y avances de una relación revolucionaria entre hombres de acción e intelectuales; sólo a partir de ese cimiento se puede iniciar una construcción que no esté permanentemente amenazada por el derrumbe. Si antes vimos que, dentro del contexto neocolonialista, un hombre de acción sólo tiene de común con otro hombre de acción la agresiva preferencia por un dinámico estilo de vida, en un contexto revolucionario cada hombre de acción comparte con los otros la identidad de un rumbo, la tremenda lucha por instaurar en el mundo la justicia. Tal actitud compartida incluye por supuesto una hase ideológica, una ética revolucionaria, una teoría de la revolución. Ahora bien, ¿ qué es ese factor aglutinante de loa hombres de acción re- 25

volucionarios sino un elemento decididamente intelectual? Un gangster maneja una ametralladora; también la maneja el guerrillero. Aparentemente, son dos hombres de acción cometiendo el mismo acto de violencia. ¿ Qué es entonces lo que convierte la violencia inhumana del primero en el gesto de profunda humanidad que significa la violencia del segundo? ¿ Qué, sino un elemento intelectual? Detrás de la acción del gangster está el culto de la violencia por la violencia, la poderosa atracción del dinero, el momentáneo disfrute de la ley de la selva. Detrás de la acción del guerrillero está la consciente adopción de la violencia para llegar algún día a la paz. Hay otras diferencias, claro. El hombre de acción involucrado en la madeja capitalista, trata generalmente de que el pueblo piense lo menos posible. Es consciente de que tanto más arduo le será llevar a cabo sus designios, cuanto más se desarrolle en el pueblo la capacidad de discernimiento. El hombre de acción revolucionario sabe en cambio que para sus fines, que son los de la revolución, es- fundamental que esa capacidad de intelección que antes estaba limitada al esfuerzo aislado, individual, solitario, del intelectual, se convierta cuanto antes en un patrimonio colectivo. El hombre de acción revolucionario debe comprender, por lo tanto, que el aporte intelectual es indispensable a la revolución. Así como existe un elemento intelectual que aglutina a los hombres de acción revolucionarios, así tamo bién hay un elemento de acción que aglutina a los revolucionarios del intelecto. La toma del poder por fuerzas revolucionarias ¿ qué es sino una obra maestra de la acción? Pues bien, loa intelectuales revolucionarios, aunque sigan las más diversas orientaciones estéticas, aunque usen los más disímiles instrumentos de trabajo, están sin embargo unidos por su calidad de re· ~lucionarios, y esa calidad tiene su raíz en una acción, hayan o no participado en la misma. Es cierto que a veces una apresurada simplificación del problema puede llevar a muy confusas interpretacio2:4 nes. Por lo pronto, no todo. los intelectuales revolucio-

naríos (empezando por CarlO! Marx) terminan en soldados. Ni está prohibido ni es obligatorio. Por otra parte, no creo que sólo los que terminan en soldados tengan derecho a ser llamados intelectuales revolucionarios. Nadie lo ha expresado mejor que Regis Debray: "Militante también es el que en su mismo trabaje íntelectual combate Ideclégicamente al enemigo de clase, el que, en su mismo trahajo como artista. arranca a la clase dominante el privilegio de la belleza" (Carta a Enrique de la Osa, publicada en Bohemia el 22 de julio de 1966). La verdad es que ni la helleza ni el arte tienen la culpa de haber sido durante siglos monopolizadas por. las capas sociales que tenían fácil acceso a la cultura. Paralelamente con la liberación del suelo y del subsuelo, la revolución tiende a acabar también con los Iatifundistas de la cultura, a restituir al pueblo su bien ganado derecho de frecuentar la belleza, de ascender al buen gusto, de producir su arte. De todos modos, cada vez va apareciendo con mayor claridad que el mero hecho de adoptar 'una actitud militante, comprometida, en América Latina significa un riesgo. Quizá el tipo de riesgo que puede correr un intelectual en cuanto tal, no sea exactamente una acción, pero la verdad es que a veces el riesgo intelectual provoca las mismas consecuencias que un acto subversivo. A 10 largo y a lo ancho del continente, es extensa la nómina de intelectuales presos o torturados, o simplemente despojados de su trabajo, por el solo delito de haber escrito nn texto comprometido o de haber adoptado una actitud digna. Aún en el caso de la condena a Regis Debray, pasa a ser virtualmente decisivo su libro ¿Revolución en la revolución?, que, después de todo, es el trabajo de un intelectual. Como lo expresé en un artículo publicado recientemente en Cuba, el escritor ya no reside en una "ciudad abierta", libre de todo riesgo. N o es m~ pero tampoco es mJIDOS que el resto del pueblo; ni privilegio ni menosprecio. Es evidente que en la figura del Che se conjugan definidos rasgos de homhre de acción y de intelectual. El comandante Guevara es un ejemplo singular; por eso 25

mismo, no debe abaratarse su trayectoria convirtiéndola en gratuito apoyo de viejos o nuevos resentimientos. La vida y muerte del Che son suficientemente ejemplares como para que su irradiación sea, ahora y siempre, fecunda y no frustránea; como para que su pensamiento, que sigue en pie, lleve al hombre, a todo hombre (incluso al intelectual ¿por qué no?) a sentirse estimulado y no menospreciado en la función que realiza, en el ejercicio de su vocación, en la dignidad de su trabajo. Lo contrario serfa volver al hombre viejo, al hombre enajenado, al hombre que teme, o sea precisamente a los antípodas de lo que el Che buscó lúcida y corajudamente hasta su muerte. La imagen del comandante Guevara es esgrimida a veces contra el intelectual, yeso a mí me parece profundamente injusto. Para la mayoría de nosotros, la muerte del Che fue un mazazo en la nuca. Quizá hayamos madurado, en unas horas de angustia, mucho más que en largos años de argumentaciones y reyertas. Ahora, que ya pasó el primer impacto, es necesario que esa madurez se canalice hacia una actitud más serena, más depurada, más dolorosamente sabia. Creo que la búsqueda de la verdad fue en el Che una pasión tan avasallante como la conquista de la justicia. Por eso estimo que el mejor homenaje que nuestra América puede rendirle es seguir conquistando esta justicia pero también buscando aquella verdad. Sé perfectamente que el riesgo que COrre un intelectual latinoamericano al hacer público, por ejemplo, su apoyo a la Revolución Cubana, no es de ningún modo comparable al que corre un guerrillero frente a tropas especialmente adiestradas para suprimir su gestión. Pero admitida esa distancia, nada autoriza a menospreciar aquel otro riesgo. Hay muchos grados de riesgo, muchos grados de peligro, de coraje, de decisión, pero aún el último grado del riesgo es un riesgo, y siempre estará por encima de todas las variantes de la cobardía. Si uno de los deberes del intelectual revolucionario es no caer en actitudes que luego le provoquen una mala conciencia social, otro no menos importante es no in26 veutarse una mala conciencia, y sobre todo no permitir

que otros Be la inventen. Dejemos la mala conciencia para los intelectuales que (no siempre por dólares; a veces también por la posibilidad de éxito, de confort. de publicidad, de viajes, de evasiones varias) han accedido a servir al imperialismo o por 10 menos a ser neutralizados por él, lo que en ambos casos equivale a abdicar su facultad de intelección, a amputarse su vocación de justicia, a suicidarse en cuanto seres sensibles. Resulta curioso comprobar que la exigencia que algunos hombres de acción reservan para el intelectual, y sobre todo para el escritor o el artista, no la esgriman en cambio para otros sectores de la ciudadanía. Cuan· do alguien reclama, y no precisamente en un sentido metafórico, que el escritor revolucionario debe terminar en soldado o de lo contrario dejar de cumplir su función (que en su caso específico es función intelectual), uno no tiene más remedio que preguntarse por qué se plantea esa perentoria disyuntiva sólo al escritor, y no al obrero, o al técnico, o al maestro, o al deportista. Esa diferencia de tratamiento puede insensible. mente llevar a la fabricación de una tesis que me parece bastante peligrosa. Por ejemplo: que quienes ejercen otros oficios cumplen una necesaria función dentro del ámbito revolucionario, pero que el escritor o el artista sólo asumen, dentro de ese ámbito, un papel de artículos suntuarios, con funciones erradieahles y faenas superfluas. Lo más grave, a mi ver, es que esa tesis no suele ser un relámpago frívolo, sin consecuencias, una suerte de débil sarampión de las revoluciones, sino una tenaz, porfiada tendencia (a veces subterránea pero siempre sectaria) que las amenaza, tanto en su etapa preparatoria como en la de consolidación. Del artista depende en gran parte que esa tendencia lo descalifique, o que él, por el peso de su actitud, la convierta en algo inadmisible, no sólo para su dignidad sino para la dignidad de la revolución. El escritor que se resigna a ser considerado un vergonzante artículo suntuario, demuestra en última instancia que la acusación tiene, en su caso particular, algo de cierto. Por el contrario, el que se niega a ser considerado un lujo de la revolución; el 27

artista que defiende su derecho a soñar, a crear belleza, a crear fantasía, con el mismo encarnizamiento y la misma convicción con que defiende su derecho a comer, a tener un techo, a salvaguardar su salud, ese artista será el único capaz de demostrar que su oficio no es un lujo sino una necesidad, y no sólo para sí mismo sino también para su semejante. La promisoria paradoja es que los hombres de acción revolucionarios y los intelectuales revolucionarios que de algún modo intentan colaborar en la formación de ese hombre nuevo, de ese hombre del siglo XXI que sabiamente l.'roponía el Che; la promísoría paradoja -es que esos hombres del siglo XX que en definitiva van a formar al hombre nuevo, no son en sí mismos hombres nuevos. Sin embargo, unos más rápidamente, otros con mos lentitud, todos van dando algunos pasos, así sea vacilantes, en el recién conquistado territorio. Nuestra mala conciencia de hombres de acción o de intelectuales, cuando ha existido, ha estado siempre condicionada por el hombre viejo que en nosotros persiste, nunca por el hombre nuevo que trabajosamente se va abriendo camino en nuestra propia espesura.. Gracias a ese embrión de hombre nuevo que albergamos, unos podemos hacer cinco, y otros cien; pero todo aporte es válido.. A veces, una mínima G9ntribución del intelectualn Ias luchas revolucionarias.. puede redundar en beneficio del hombre de acción y de su misión heroica y enaltecedora Cuando el hombre de acción revolucionario desemboca en los actos que constituyen su riesgoso objetivo, es decir, cuando la revolución efectivamente se produce. SUB. posibilidades serán mayores si,previamente al estallido, el intelectual (con sus escritos, con sus apariciones públicas. con sus pronunciamientns; con sus enfoques esclarecedores) ha preparado al pueblo para.au nuevo destino. La labor preparatoria del intelectual, su faena de esclarecimiento, se convierte así, indirectamente, en un acrecentamiento de la seguridad para el hombre de acción. Si en una etapa previa, el intelectual logra que buena parte de la opinión pública pierda el 28 miedo a la terminología revolucionaria y se sobreponga

a ese pánico que le fue pacientemente inculcado por la prensa, la radio y la televisión de signo capitalista; 8i el intelectnal tiene éxito en esa tarea, aumentarán considerablemente las posibilidades de que el hombre de acción encuentre apoyo popular precisamente en el momento en que ese apoyo puede decidir la suerte de la revolución. Es fácil estar de acuerdo, por ejemplo, en que el indio es un elemento indispensable en la lucha por la liberación, pero si se considera que hay un crecido porcentaje de la población india latinoamericana que no habla ni entiende español, se comprenderá fácilmente que tal incomunicación puede ser un tremendo obstáculo para el hombre de acción que irrumpe, más o menos desprevenido, en ese medio. Aunque parezca obvio, creo que vale la pena destacar la decisiva importancia que tendría, a 108 fines revolucionarios, el aporte de intelectuales (antropólogos, lingüistas, etnólogos) capaces de familiarizar al hombre de acción, en este caso el posible guerrillero, con la lengua y las costumbres del indio. En un sentido limitado del término, no se trata propiamente de una acción, ni siquiera de un riesgo menor, sino simplemente de impartir enseñanza. Sin embargo, esa tarea (que puede parecer escasamente comprometida) se convierte en un factor fundamental como sostén de la acción revolucionaria; más aún, en una garantía de eficiencia, tan indispensable como el perfecto funcionamiento de los fusiles. Pocas veces el intelectual tiene la ocasión de ser un héroe (incluso se ha dado el caso de artistas que por un mero azar han desembocado en el martirologio) pero conviene aclarar que si bien es un gran privilegio cívico llegar a ser un héroe, el no llegar a serlo no constituye obligatoriamente una vergüenza. Es comprensible que el hombre de acción a veces se impaciente, y que, por su misma vocación dinámica__ tienda a simplificar las características del intelectual, o en el peor de los ClLSOS a inventar un falso intelectual.. un burdo fantoche, al que sea más fácil poner en ridículo. Lo que no es admisible es que el intelectual acceda a esa simplificación. "No debemos crear asalariados dóciles al pensamiento 29

oficial", nos alertó el comandante Guevara, y ello de ningún modo contradice la conocida frase de Fidel, en sus Palabras a los intelectuales: "Dentro de la revohición, todo; contra la revolución, nada". La indocilidad del intelectual cabe perfectamente dentro de la revohición , más aún, la enriquece, la hace más viva, más sensible, más creadora. El intelectual verdaderamente revolucionario nunca podrá convertirse en un simple amanuense del hombre de acción; y M se convierte, estará en realidad traicionando la revolución, ya que su misión natural dentro de la misma es ser algo así como su conciencia vigilante, su imaginativo intérprete, su crítico proveedor. Es frecuente que el intelectual, aun el más contemplativo, lleve en sí mismo un tenso hombre de acción; no es menos frecuente que el hombre de acción, aun el más decidido, cobije en sí a un tímido intelectual. Semejante dualidad hace más conflictivas y difíciles estas relaciones; lo más saludable sería tal vez que uno y otro la admitieran francamente, de modo que esa doble cualidad no representara una frustración sino un enrio queeimiento, gracias al cual pudieran asumir íntegramente la responsabilidad que signa sus respectivas funciones dentro de la sociedad. Para usar un delicioso y sugerente término cubano, yo diría que el hombre de acción debe ser el abrecominos del intelectual, y viceversa. O sea que, en el aspecto dinámico de la revolúción, el hombre de acción sea una vanguardia para el intelectual, y en el plano del arte, del pensamiento, de la invcstigación científica, el intelectual sea una vanguardia para el hombre de acción.

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EL BOOM ENTRE DOS LIBERTADES Nunca como en estos años había enfrentado el intelectual, y en particular el escritor latinoamericano, una obligación tan perentoria de asumir actitudes ante el espectáculo de una sociedad que se transforma, una tan insoslayable conminación a definir frente a su propio juicio el objeto y el sentido de su obra. Cada año, cada mes, cada semana, el mundo parece a punto de estallar, las distintas fuerzas se agru'pan o se dispersan como si fueran el asombroso saldo arrojado a nadie por una computadora electrónica, y no la prevista distribución de poderes que a duras penas mantiene el equilibrio político internacional. Si los especialistas más experimentados, si incluso los jefes de gobierno, que se presume estén mejor informados que el gran público, no pueden a veces ocultar su estupor, ¿qué puede esperarse del intelectual, alguien que por formación y deformación profesionales trata de llegar a sus pronósticos mediante una escalada de deducciones lógicas? Como en una conocida película de Oreon Welles, el intelectual experimenta a veces la sensación de encontrarse en medio de una sala de espejos donde tiene lugar un tiroteo. En cierto sentido, su posición es la más ingrata. Los jerarcas políticos, y en particular los jefes de Estado, por mayor que sea su estupefacción ante el sorpresivo vuelco de una situación determinada, por confuso y cerrado que sea el tiroteo en la sala de imágenes repetidas al infinito, siempre están en condiciones de saber quién es quién, y quién apenas un reflejo. Pero el intelectual es por lo general alguien al que ningún contendiente se digna tomar en cuenta, alguien a quien no se proporcionan otros elementos de juicio que no sean los de dominio público, y sin embargo alguien a quien se le exigen pronunciamientos tan categóricos 31

y responsables como si indefectiblemente estuviera en el estratégico cruce de todos los datos posibles. Aun el simple militante político puede refugiarse en esa operación tan confortable que es el acto de fe, pero el intelectual, por su congénita función de indagador, por el respeto mínimo que debe a su condición de testigo implicado, no tiene otra salida que pensar con su propia cabeza. Ese es quizá el instante en que la Irresponeabifidad se vuelve más tentadora; la coyuntura que muchos aprovechan para proclamarse artistas y no políticos; para refugiarse, con suspiros de alivio, en la vida privada; para escribir la palabra libertad y seguir leyendo un buen libro frente al estimulante fuego de la estufa hogareña. Pero ¿ dónde queda exactamente la vida privada? ¿ Qué intimidad se halla hoy tan estupendamente guarnecida como para no ser traspasada a diario, en el mejor de los casos, por la agresividad de las noticiasc .y en el peor, por la traición, el desaliento, las contradicciones, el hambre y hasta la metralla? ¿ Cómo es posible, en 1968, ser escritor y nada más, pintor y nada más, biólogo y nada más, si por el mero hecho de respirar, de asomarnos a la ventana, de mirar desprevenidamente el cielo, estamos corriendo el riesgo de respirar la muerte, de asomarnos al abismo, de ver cómo nos cerca la catástrofe? Aunque parezca increíble, es en pleno 1968 que el célebre pintor francés J ean Dubuffet se atreve a afirmar : "Yo soy individualista. Es decir, considero que mi papel de individuo es el de oponerme a todo constreñimiento ocasionado por los intereses del bien social. Al querer servir a los dos a la vez, sólo se Ilega a la hipocresía y a la confusión. Al Estado le toca velar por el bien social, a mí velar por el del individuo". Con tal declaración, antes que un individualista, Dubuffet parece más bien un personaje de Ionesco, o sea la caricatura de un individualista. Comprendida esa proposición, ya resulta menos sorprendente su corola32 río: "A los pretendidos intelectuales revolucionarios o

que aspiran a serlo (¿ pero lo aspiran realmente?) sólo les queda un camino: renunciar a ser intelectuales". La verdad es que quedan otros caminos no tan Irustráneos, pero también es cierto que para transitarlos se precisa una dosis de imaginación y albedrío, a la que Dubuffet parece haber renunciado como medida preventiva. Es obvio que el bien social origina a veces constreñimientos que pueden herir no sólo la susceptibilidad personal sino también algunos tradicionales derechos del individuo. Aviados estarían los revolucionarios de todos los tiempos, si en el trance de efectuar la radical transformación a la que han apostado sus vidas, se frenaran ante la posibilidad de lesionar zonas individuales con los constreñimientos provocados por un bien social como, por ejemplo, la reforma agraria. Es igualmente obvio que no todos los constreñimientos que pueden molestar a Dubuffet provienen de situaciones ideales, y que frente a ellos la actitud máe fácil y menos ziesgosa es limitarse a velar por el "papel del individuo". La més difícil, la menos confortable, pero en definitiva la única humanamente plausible, es la de esforzarse por introducir el papel del individuo dentro del bien social y no sustraerlo" expresamente de él. Para ser coherente consigo mismo, Dubuffet debería renunciar a todo bien social (desde loe servicios de salud pública hasta el benemérito Métro de París) que de algún modo incluyera o rozara su papel de individuo; de lo contrario, no parece éticamente válido abandonar la responsabilidad colectiva en sn etapa ingrata, y sólo integrarse a la comunidad cuando ésta se convierte en beneficiaria. En ocasión de la llamada revolución de mayo, Sartre vio ese mismo conflicto desde otro ángulo, éste sí revolucionario: "La única manera de aprender es cuestionando. Es también, la única manera de hacerse .hombre. Un hombre no es nada si no es cuestionante, Pero también debe ser fiel a ciertas cosas. Para mí, un intelectual ea eso, alguien que es fiel a un conjunto de iíleas pofítTcas y sociales, pero que no deja de cuestionarlas. Las eventuales contradicciones entre esa fide- 3i

lidad y esa contestation serán, en todo caso, contradicciones fructíferas" (l). Siete años atrás, en el prólogo a Los condenados de la tierra de Fanon, el mismo Sartre había sostenido que "la verdadera cultura es la revolución". Lo que sucede es que la revolución (como posibilidad, como realidad, como experiencia) comienza por frasturar algunos conceptos un poco desvirtuados: culo tura, por ejemplo, o libertad. En rigor, la palabra culo tura no significa lo mismo antes que después de la revolución. Una vez que ésta despega y se realiza, una vez que se apaga el ruido de las descargas, y comienzan, casi simultáneamente, el estruendo de las máquinas y el dinamismo de las aulas, entonces es posible redistribuir los términos de la proposición de Sartre (tan exacta y tan válida) y convertirla en esta otra: la verdadera revolución es la cultura. También hay un concepto de libertad que es anterior a la revolución, y otro que es consecuencia de ese mismo impulso. Nadie mejor situado que el intelectual latinoamericano para apreciar la distancia que media entre ambas libertades. La primera es casi una abstracción; más que un nombre, es un seudónimo. Cuando se habla, por ejemplo, de libertad de comercio, la abstracción está a cargo del diccionario ("facultad de vender y comprar sin estorbo alguno"); luego, en la realidad, en la realidad latinoamericana, los estorbos corren por cuenta del imperialismo y BUS bloqueos. y así con las otras libertades: la de prensa (es sabido que ésta, en la acepción de la SIP, no significa por cierto libertad de información para el periodista ni mucho menos derecho del lector a la información veraz, sino lisa y llanamente "libertad" para que los grandes consorcios periodísticos desinformen a la opinión pública y falsifiquen la realidad de acuerdo a la conveniencia de los intereses oligárquicos a los que embozada o desembozadamente sirven), las libertades cívicas, la libertad política, etc. (1) Citado por Carlos Fuentes, enllemanario Marcha, de

J 1201, 17 de abril de 19&1.

piensan por turno acerca del suicida o de sí mismos, barajan imágenes. y recuerdos, enfocan doble o triplemente algún hecho único, singular. El tiempo externo de la novela es aproximadamente una hora; pero en cambio es enorme el lapso abarcado por el tríptico mnemónico. También aquí la construcción se hace en base a fragmentos, pero (a diferencia de lo que acontecerá con los cuentos) el todo está a la vista, rompe los ojos. En La hojarasca, García Márqucz todavía no tiene la mano segura que escribirá los mejores cuentos y El eoronel. Todavía se nota demasiado el implacable trazado de zonas, la excesiva preocupación por los cruces peripécicos, cierta intención de distanciamiento que, en algunos capítulos, desvitaliza a los personajes. Aun con tales descuentos, no deben ser muchos los escritores latinoamericanos que hayan inaugurado su carrera literaria con un libro tan bien estructurado, tan austeramente escrito y tan artísticamente válido. Luego vendrá El coronel no tiene quien le escriba, un relato en tercera persona que transcurre casi en lío nea recta. La sobriedad expositiva es llevada al máximo; el narrador, que se prohibe hasta los menores lujos verbales, contrae (y cumple) la obligación de no tomar partido por los personajes, y de exponer diversas (aunque no todas) etapas del expediente a fin de que el lector use su propia imaginación para crear los complementos y extraer luego sus conclusiones. La novela tiene un ritmo tan peculiar que, sin él, la historia perdería gran parte de la fascinación que ejerce sobre el lector. Para contar esas incesantes idas y venidas del coronel (del usurero al sastre, del correo al abogado, del médico al sacerdote, y siempre regresando donde su mujer y su gallo), para relatar ese tránsito cansino pero sostenido, es imposible imaginar otra prosa que no sea ésta, sustancial, despojada, precisa, sin un adjetivo de más ni una verdad de menos. En La mala hora, la riolencia es una presencia agazapada. Todas las mañanas, las paredes del pueblo aparecen con pasquines que revelan detalles ignominiosos de la vida del pueblo. Pero también es una pre- 185

sencia literal. "Usted no sabe", le dice el peluquero, a Arcadio, el juez, "lo que es levantarse todas las ma· ñanas con la seguridad de que lo matarán a uno. y que pasen diez años sin que lo maten". "}Vo lo sé". contesta Arcadio, "ni quiero saberlo". Pero en La mala hora el crimen es algo más que un recuerdo. Ya en sus comienzos, César Montero oye el clarinete de Pastor, que trae a su mujer el recuerdo de la letra: "Me quedaré en tu sueño hasta la muerte". Y en realidad se queda, porque Montero sale y lo mata de un tiro de escopeta. Los personajes de La mala hora constituyen una suerte de coro, una mala conciencia nlural que convierte al pueblo en una gran olla de rencor. Los adulo terios, las estafas, los resentimientos, ceban la muerte, pero también encarnizan la acusación anónima. "Quie. ro que pongas el naipe", dice el alcalde a Casandra, la templada adivina del circo, "a ver si puede saberse quién es el de estas vainas". Ella calcula bien las consecuencias, antes de echar las cartas e interpretarlas con precisa lucidez: "Es todo el pueblo y no es nadie". La novela no llega al nivel de El coronel, quizá porque García Márquez se pasa aquí de austero. Los persona· jes son lacónicos, la trama es ambigua, el hilo anecdótico es mínimo, los personajes son vistos casi siempre desde fuera. El autor sortea casi todos esos riesgos, pero de a ratos la novela parece inmovilizarse, no dar más de sí. Al contrario de lo que sucede con Un día después del sábado, que parece un cuento con tema de novela, La mala hora podría ser una novela con tema de cuento. Llegados a este punto, sin embargo, habrán de caerse todos los peros. La más reciente novela de García Márquez, Cien años de soledad, es una empresa que en su mero planteo parece algo imposible y que sin embargo en su realización es sencillamente una obra maestra. "Las casas tienen vida propia", pregona el gitano Melquíades en su primera irrupción, "todo es cuestión de despertarles el ánima". No otra cosa hace 186 García Márquez, que en un largo arranque que tiene

mucho de vertiginosa, incontenible inspiración (8), pero también mucho de tenaz elaboración previa, despierta no sólo a las cosas y a los seres, sino también a los fantasmas de unas y otros. Todos los libros anteriores, aún los más notables (como Los funerales de la Mamá Grande y El coronel no tiene quien le escriba), se convierten ahora en un intermitente borrador de esta novela excepcional, en la trama de datos más o menos verosímilcs que servírán de trampolín para el gran salto imaginativo. Aparentemente cada uno de los libros anteriores fue un fragmento de la historia de Macondo (aún los relatos que no transcurren en ese pueblo, se refieren a él e integran su mundo) y éste de ahora es la historia total. Pero esta historia total abre puertas y ventauas, elimina diques y fronteras. Siempre se trata de Macondo, claro, y ese pueblo mítico, aúu en los libros anteriores, fue quizá una imagen de Colombia toda; pero ahora Macondo es aproximadamente América Latina; es tentativamente el mundo. Asimismo, la novela es la historia de los Buendía, pero también del Hombre, que lleva no cien sino miles de años de soledad. A través de un siglo, los personajes van entregando y recogiendo nombres como postal, y los Aurelianos y los Arcadios, las Ursulas y las Amarantas, se suceden como ciclos lunares. Claro que, en definitiva, lo que menos importa es la alegoría. Cien años de soledad ea sobre todo (anunciémoslo sin "vergüenza y con orgullo) una novela de lectura plenamente disfrutahle, Y eso en todos sus niveles: en el de la anécdota, que es sorpresiva, novedosa, incalculable; en el del lenguaje, que es terso, claro, sin anfractuosidades; en el de la estructura, que es imponente y sin embargo no hace pesar su deseomunalidad; en el de su buen humor, verdadero armisticio de estas criaturas longevas, alarmantes y contra(6) Según cuenta Luis Harss (ver nota 1). García Márquez le escribió en noviembre de 1965: "Estoy loco de felicidad, Después de cinco años de esterilidad absoluta, este libro está saliendo como un chorro, sin problemas de palabras", 187

dietorias ; en el de su simbología, ya que aquí hay señas y contraseñas para todas las lupas; y por último, en el de su espléndida libertad creadora, ya que en esta novela de realidades y de ensoñaciones, el legado surrealista vuelve por sus fueros e impregna de gloriosa juventud, de imaginativa dispensa, de aptitud sortílega, de cautivante diversión, un contexto como el colombiano, cuya acrimonia, ira y desecación (al menos en su literatura) son proverbiales. Si tuviera que elegir una sola palabra para dar el tono de esta novela, creo que esa palabra sería: aventura. La aventura invade la peripecia y el estilo, el paisaje y el tiempo, la mente y el corazón de personajes y lectores. El autor aparece como un mero instigador de tanta dísponihilidad aventurera como posee la historia, como propone la geografía, como tolera la nosomántica. Incluso el elemento fantástico está prodigiosamente imbricado en esa trabazón aventurera. Asistimos con el mismo desvelo a la (muy verosímil) doble vida sentimental de Aureliano Segundo, que a la subida al cielo en cuerpo y alma de la bella Remedios Buendía, Todo, lo creíble y lo increíble, está nivelado en la obra gracias a su condición aventurera. El azar cae del cielo tan naturalmente como la lluvia, pero no hay que olvidar que una sola lluvia macondiana dura cuatro años, once meses y dos días. Allá por su cuento (tan difundido en antologías) Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo, García Márquez habla del "dinamismo interior de la tormenta". Pues bien, en Cien. años de soledad ese dinamismo por fin se exterioriza, y arrolla con todo: los techos, las paredes, la razón, los pronósticos.' La nueva novela tiene numerosas referencias a personajes de las otras instancias de Macondo que figuran en La hojarasca, en Los funerales, en El coronel, en La mala hora, pero basta comparar la. austera credibilidad de aquellas figuras con la desembarazada, casi loca articulación que ahora mueve a los mismos personajes, para advertir que si el Macondo de los otros libros transcurría a ras 188 de suelo, éste de ahora transcurre a ras de sueño. Los

ojos abiertos que, tácitamente, el novelista reclama del lector, son en cierto modo los de una vigilia dentro del sueño. Por algo,- la más famosa enfermedad que atraviesa el libro, es la peste del insomnio. ¿Dónde es permitido mantenerse inexorablemente despierto? ¿en qué región que no sea la del sueño es posible la vigilia total, inacabable? Justamente, varios de los pasajes más notables de la obra (por ejemplo, la posesión de Amarauta Ursula por el último Aureliano) son aquéllos en que las cosas acontecen no exactamente como en la embridada realidad, sino como suelen transcurrir en la dimensión imprevisible de los sueños, cuando el inconsciente aparta por fin todas las convenciones y prójimos que molestan, todos los códigos, rituales y miradas que impiden el cumplimiento de los deseos más raigales. "En el fragor del encarnizado y ceremonioso forcejeo, Amaranta Ursula comprendió que la meticulosidad de su silencio era tan irracional, que habría podido despertar las sospechas del marido contiguo. mucho más que los estrépitos de guerra que trataban de evitar". Sí, Amaranta Ursula 10 comprende, y evidentemente se trata de uno de esos lúcidos alcances que sobrevienen dentro del sueño, porque un silencio así, tan compacto, tan fragante, tan fértil, entre dos que hacen peleada y furiosamente el amor, puede sobrevenir, .en el plano de la mera comprensión, como un deseo que tiene conciencia de las distancias; pero sólo puede realizarse en esa desenvoltura, inmune y resuelta, que crea el ensueño. En una dimensión así, donde todo parece levemente distorsionado pero no irreal, cada promonición ocurre como vislumbre, cada palabrota suena como un canon, cada muerte viene a ser un tránsito deliberado. Quizá ahí esté el más recóndito significado de estos pavorosos, desalados, mágicos, sorprendentes Cien año s de soledad. Porque la verdad es que nunca se está tan solo como en el sueño.

(1967) . 189

CARLOS FUENTES: DEL SIGNO BARROCO AL ESPEJISMO

I "No ha habido un héroe con éxito en México. Para ser héroe, han debido perecer: Cuauhtémoc, Hidalgo, Madero, Zapata". Esta es la afirmación de un personaje de La región más transparente, novela del mexicano Carlos Fuentes. Los uruguayos, que tenemos en Artigas el paradigma de la heroicidad sin éxito, deberíamos comprender mejor que nadie esa vieja contradicción, agazapada en más de una historia nacional. Pero no nos engolosinemos con el fácil paralelismo. Es probable que el mexicano se parezca más a su historia, que nosotros a la nuestra. "En México no hay tragedia: todo se vuelve afrenta", opina otro personaje de Fuentes. Aquí tampoco hay tragedia, pero todo se vuelve mulicie. En México, cada opción es dramática, porque lo peor está a muchas leguas de lo mejor; aquí la opción se vuelve un mero trámite, ya que lo peor es vecino de lo mejor, casi se tocan. Cada cosa nos gusta o no nos gusta, pero en vez de poner la sangre en la elecciñn, tiramos nuestra moneda al aire. Es cómodo recurrir al azar, sobre todo si la cara se parece sospechosamente a la cruz. Carlos Fuentes es tal vez el novelista mexicano que ha visto con mayor claridad esa dramaticidad de opciones en la vida de su país. Sus tres novelas (La región más transparente, 1958; Las buenas conciencias, 1959; La muerte de Artemio Cruz, 1962) son historias de hombres que se deciden, una o varias veces, y tales decisiones son como golpes de machete que abren paso en la espesura al ser esencial, al ser mexicano. Hace más de cincuenta años que México inició su corajuda, 190 entreverada, crecida revolución, pero todavía hoy ésta

constituye un tema candente. Frente a la version escolar, enfática, campanuda, se levantan voces de reclamo, de acusación, de alerta. La verdad es que la transformación quedó a mitad de camino, el tiempo limó los propósitos, los voraces están ganando la partida. Jesús Silva Herzog concluye su Breve historia de la revolución mexicana con estas palabras: "Todavía hoy, después de medio siglo, no obstante los logros alcanzados en el campo social y en el económico ( ... ) existen millones de mexicanos con hambre de pan, de tierras, hambre de justicia y hambre de libertad ( ... ) Sin embargo, no somos pesimistas. Durante largos años el: problema fundamental de México fue conocer nuestros problemas. Ahora, creemos que por lo menos ya los conocemos y, por lo tanto, ya conocemos los medios para resolverlos" (l). Es a partir de ese conocimiento, y también de ese inconformismo, que Carlos Fuentes hace su disección del presente mexicano, pero su: escalpelo 110 respeta pasado ni futuro; corta donde le parece oportuno, donde el corte puede ser revelador. Fuentes nació en 1929 y pertenece a la misma pro. moción literaria que Sergio Galindo, Rosario Castellanos y Jaime Sahines, Además de las tres novelas anteriormente mencionadas, publicó un libro de cuentos (ws dias enmascarados, 1954) y un excelente y breve relato de corte fantástico (Aura, 1962), prodigiosa mezcla de suspenso y absurdo, de ensueño y pesadilla, escrita además con una elegancia estilística y un refinámiento conceptual y verbal, que a primera vista parecen contradecirse con la agresividad crítica de su mundo novelesco. Sin embargo, hay una barroca conciencia latina, una mexicana propensión a la exageración convicta, que vinculan sutilmente el aura de Aura con el México que busca su destino, Hijo de un diplomático, Fuentes vivió por largos períodos en Brasil, Estados Unidos, Chile y Suiza, y en este último país estudió Derecho Internacional. Ac(1)

vol. JI.

Breve historia de la Revolución mexicana, México. 1960. 191

tualmente cumple una intensa actividad periodística para las revistas Política y Siempre, de México, y The Nation; de Nueva York, habiendo representado a esta publicación norteamericana en la conferencia de Punta del Este. A partir del sobresalto que produjo La región más transparente (se han vendido en México más de cincuenta mil ejemplares), Fuentes se ha convertido en uno de los tres novelistas latinoamericanos que pueden vivir del producto de lo que escriben. (Los otros dos, también mexicanos, son Juan Rulfo y Luis Spota, según dato de la revista Visión (2). Sus novelas han sido traducidas al inglés, al francés, al polaco. Antes de La región más transparente, sólo un narrador latinoamericano había intentado crear la novela de una ciudad. El novelista fue Eduardo Mallea; la ciudad, Buenos Aires. En La bahía del silencio, el narrador argentino intentó la representación de una generación frustrada, pero su obra resultó más bien la representación frustrada de una generación. El desencanto retroactivo que provocan los últimos y penúltimos libros de Mallea, permiten hoy reconocer como causa fundamental de aquel distinguido fracaso, una chirle insinceridad, una falta de decisión para introducirse en ciertas definitorias hondonadas sociales. En su retrato de México, F.uentes está en los antípodas de esa actitud. La incisión que hace en la realidad de la metrópoli, es también una hendedura en su propia clase, en su propio ser de mexicano; su visión es crítica, pero también autocrftíca. Si de algo está lejos, es del lavado de manos. Fuentes es actor y testigo de nna realidad que le parece una trampa. Sus novelas pormenorizan, rastrean, descubren las equivocaciones fundamentales de una sociedad, de un sistema de vida en que la corrupción se ha vuelto, no sólo un hábito, una obligación, sino ta~ híén una contraseña de prestigio. Los hombres que se extrajeron a sí 'mismos de la Revolución ("la militan. (2) Voces nuevas en la novela: un género hispanoamericano al umbral de su realización, artículo sin firma aparecido, en Yi· 192 sión, vol. 24, N9 3. 30 de noviembre de 1962.

cia ha de ser breve y la fortuna larga", dice el ex-re' volucionario y actual banquero Robles), se embriagan con su propio coraje, más aún con los recuerdos de ese coraje, y pierden el sentido moral de sus actos. Todo es tan dramático, tan vertiginoso, tan tenso, que la lenta, segura conciencia va quedando atrás, tan atrás que su voz deja de ser audible. Entre oleadas de dinero fácil, repentino, tales briosos sobrevivientes crean la maquinaria a imagen y semejanza de sus nuevas ambiciones. Claro que algunas veces la maquinaria los tritura, pero quizá sea ésta la excepción. El novelista asiste, con rabiosa impotencia, al despilfarro espiritual de tanto rasgo noble, de tanta limpia esperanza, de tanta vitalidad potencial. Como el viejo y mejor Steinbeck de 1959, Fuentes extrae todo el jugo a las uvas de su cólera, y, en tanto propina saludables bofetadas en el letargo del posible lector, amontona (con asco, con simpatía, con estupor) largas enumeraciones testimoniales: "Ciudad del tianguis sumiso, carne de tinaja, ciudad reflexión de la furia, ciudad del fracaso ansiado, ciudad en tempestad de cúpulas, ciudad abrevadero de las fauces rígidas del hermano empapado de se'¿ y costras, ciudad tejida en la amnesia, resurrección de infancias, encarnación de pluma, ciudad perra, ciudad famélica, suntuosa villa, ciudad lepra y cólera hundida, ciudad. Tuna incandescente. Aguila sin alas. Serpiente de estrellas. Aquí nos tocó. Qué le vamol a hacer. En la región más transparente del aire". Si se las compara con las frecuentes muestras de scudoliteratura comprometida, o literatura seudocomprometida, quc se dan en América Latina, las novelas de Fuentes resultan ejemplares en más de un aspecto. Antes de existir como crítica social, como desenmascaramiento de la hipocresía, estas novelas existen como literatura. Todas tienen una estructura deliberada y firme. Como en varios de los monstruos sagrados de la narrativa contemporánea (pienso en Joyce, Faulkner, Dos Pasaos}, no hay partícula de caos que no dependa de una milimétrica organización. Varios críticos del continente han señalado que en la primera novela eran 193

demasiado visibles los hilos que movían a los personajes. Para el crítico de la revista chilena Ercilla, por ejemplo, "los personajes a veces parecen demasiado ceñidos a un tipo, y están manipulados con suma destreza, pero manipulados por el autor" (3). Según el mexicano José Rojas Garcidueñas, "es indudable que para muchos lectores resultará el conjunto más o menos confuso por abigarrado y por el empleo de monólogos interiores y de procesos de carácter subconsciente, mezclados con páginas tan cargadas de conceptos que parecen más propias del ensayo que de la novela" (4). Para el chileno Fernando Alegría, el problema es que a Fuentes "le domina la técnica, es decir, no ha descubierto su técnica, su estilo" (5). Para el uruguayo Emir Rodríguez Monegal, el personaje Federico Robles "era casi un robot en muchos episodios" (6). Tal vez ninguna de las tres novelas publicadas hasta ahora por Fuentes sea la obra maestra a que tiene derecho América Latina y para la que está juntando temas en abundancia. Creo, sin embargo, que el novelista mexicano es uno de los que ha estado más cerca de ese logro. Sólo que su propósito de renovación es demasíado amplio, y es tarea sobrehumana (y acaso sohreliteraria) pretender cumplirlo en pocos años. Ya es bastante lo logrado hasta ahora por este escritor joven, que ha hecho novela social en el mejor sentido literario de la palabra; rescatándola de la plúmbea transcripción textual, de la descripción meramente fotográfica, del mensaje gritado. En una entrevista que concedió, a principios de 1962, Fuentes hizo esta declaración: "El problema básico, para nosotros los escritores Iatinoameri(3) Carlos Fuentes pirita fresco mexicano en palabras, artículo sin firma aparecido en la revista chilena Ercilla, N9 1391, 17 de enero de 1962. (4) John S. Brushwood y José Rojas Carcíducñas: Breve historia de la novela mexicana, México, 1959. Ediciones De Andrea. Ver pág. 128. (5) Fernando Alegría: Breve historia de la novela hispanoamericana, México, 1959, Ediciones De Andrea, ver pág. 245. (6) Emir Rodriguez Monegal: La temprana madurez de Car194 los Fuentes, en El Pais, Montevideo, lunes 3 de diciembre de 1962.

canos, es superar el pintoresquismo. Nosotros, más que los extrasijeros, nos hemos colocado tras los barrotes del zoológico para exhibirnos como animales curiosos. Pera superar el realismo superficial de la novela crónica o documento e ingresar a lo universal, el escritor no debe "reproducir" el lenguaje popular, por ejemplo, si· no recrearlo. Hay un gran signo barroco en el lenguaje latinoamericono, capaz de crear una atmósfera enoolvente, un lenguaje que es ambiguo y por lo tanto aro tístico" (7). Fuentes ha utilizado con gran sagacidad ese signo barroco; ha comprendido que éste invitaba a la exageración más legítima, al énfasis más honesto y a la vez más imaginativo. Me parece lamentable la insensibilidad que demuestran algunos críticos (por ejemplo, el mexicano Carlos Valdés, a propósito de La muerte de Artemio Cruz) cuando esgrimen como reproche que "los diálogos amorosos entre una soldadera y un revolucionario sólo estarían bien en personajes más cultos", o también que "hay ignorantes guerrilleros que sin embargo hablan casi como filósofos, y además están dotados de una gran conciencia histórica" (S). Aplicando esa norma, sólo tendrían derecho a ser personajes de novela los talentosos, los brillantes, los esclarecidos; sólo con ellos podría el escritor justificar el ejercicio artístico de su estilo. No obstante, si Flauhert hubiera hecho pensar y hablar mediocremente a las mediocres criaturas de L' éducotion. sentimentale, esta obra no figuraría entre los clásicos de la literatura universal. Una razonable convención, tan vieja como la literatura, permite que el lenguaje o el pensamiento de los personajes sean expresados en un nivel superior al de la transcripción inexpugnablemente verosímil. De lo contrario, sohraría el ingrediente imaginativo; sobraría, en última instancia, la literatura.

(7) Revista Ercilla. art. cit. (8) Carlos Valdés: Un virtuosismo gratuito, en Revista de la 195 Universidad de México. agosto de 1962. páginas 20-21.

II Pese a mover figuras de un mismo mundo (algunos nombres, como Federico Robles, aparecen en dos de las novelas, y otros, como Jaime Ceballos y los Régules, concurren a las tres), las novelas publicadas por Fuentes siguen ritmos distintos y obedecen a diferentes estructuras. En La región más transparente, el protagonista es la ciudad de México; se ha comparado esta novela con un fresco de Diego Rivera. Empleando procedimientos que recuerdan insistentemente a Dos Passos pero que revelan además una marca muy personal y mexicana, el autor corta rebanadas de vida ciudadana que dejan a la vista del lector diversos niveles de sucesos. Desde el banquero millonario, a la prostituta de última fila; desde la vieja india, a la aristócrata en desgracia; desde el poeta fracasado que termina en libretista de cursilerías, hasta el intelectual dolido que quiere indagar su México, todos integran de algún modo el gran fresco ciudadano. (En cierto modo, es revelador que Gabriel, el bracero que estuvo trabajando en los Estados Unidos, y Manuel Zamacona, el intelectual que escribe su obsesión mexicana, encuentren, cada uno por su lado y casi al mismo tiempo, una misma muerte violenta, irracional.) El ritmo novelístico de Fuentes es de furor, de nervio, de rápida consumación. El presente es de 1951, pero esa fecha apcnas significa el foco en que convergen todos los pasados y todos los futuros. En la nueva literatura latinoamericana, el humor es algo así como un denominador común, el indispensable y humano amortiguador (y fijador) de la violencia, del estallido. Fuentes hace hahilísimo uso de ese recurso; con simples modos de articular una frase, de colocar un adjetivo, de introducir una viñeta, fija indeleblemente la actitud o la intención de un personaje. En La región más transparente, por ejemplo, se describe un apartamento en cuyas paredes había retratos 196 autógrafos de celebridades: Shirley Temple, el Dr. Atl,

Somerset Maugham, Elsa Maxwell, los Duques de Wind. sor, AH Chumacero y Victoria Ocampo. Esta no es la enumeración caótica que alguna vez descubrió Leo Sptizer; por el contrario, es juicio crítico, ironía, oportuna instantánea sobre un infra esnobismo. En la misma novela, alguien le pregunta a Gus si es homosexual, y él contesta: "Horno sí, sexual quién sabe". Para Natasha, "ser cristiano de veras... es un problemón" y los intelectuales "son a la inteligencia lo que la saliva al correo, una manera ( ... ) de pegar la estampilla". A Pimpinela de Ovando le dice Ixca Cienfuegos: "Vivimos en la época del cachondeo, señorita", y la vecindad de la grosería con el tratamiento respetuoso, provoca una inevitable chispa de humor. En Las buenas conciencias, se dice de un personaje: "Como todo católico burgués, Balcárcel era un protestante". Y las citas podrían prolongarse indefinidamente. Haciendo cálculos, puede llegarse a la conclusión de que el tiempo presente de Las buenas conciencias (segunda novela de Fuentes y primera de una tetralogía, Los nuevos, de la que no han aparecido otros voIúmenes) transcurre más o menos en la misma época, o tal vez algo antes, que el de La región más transparente. Es vida de provincia. en Guanajuato. La diferencia de ritmo entre la primera novela y la segunda, correspondo a la que separa el compás de vida capitalino del de la provincia. En Las buenas conciencias, la cadencia dc la prosa es casi galdosiana, y a tal punto lleva Fuentes la deliberada propensión' que, al pormenorizar la ascendencia española del protagonista Jaime Ceballos, la hace remontar hasta un tal Higinio Ceballos, quien fuera oficial de Baldomero Santa Cruz, un pañero de la calle de la Sal, extraído, con nombre y apellido, de Eortunata y Jacinta, la obra maestra de Benito Pérez Galdós. El libro está dedicado a Luis Buñuel, "gran artista de nuestro tiempo, gran destructor de las conciencias tranquilas, gran creador de la esperanza humana". Conviene recordar que en cierta oportunidad, al escri- 191

bir sobre Viridiana (9), Fuentes sintetizó así las oposiciones temáticas de la obra de Buñuel: "La ternura en la violencia, la búsqueda como realización, los órdenes viejos contra la vida nueva, la humanización de los extremos, la perversidad de la inocencia". ¿Cabe una síntesis más sagaz y certera de la obra novelística del propio Fuentes? Jaime Ceb allos es, probablemente, el personaje más simpático de Fuentes, el que más se resiste a entrar en el engranaje de eso que el novelista llama irónicamente "las buenas conciencias". Pero quizá haya otra razón para la simpatía. Los personajes de las otras dos novelas de Fuentes, son vistos y examinados desde el pre· sente hacia el pasado, es decir, desde su corrupción actual hacia su origen no contaminado, mientras que J aime Cehallos es visto desde su comienzo, cuando el lector no sabe aún si se mantendrá firme o se pervertirá. También Federico Robles (en La región má., transparente) o Artemio Cruz (en la novela que recorre su muerte) tienen zonas de bondad, puntos a favor, pero el lector ya sabe cuál es la última carta, el definitivo rostro del personaje. "Voy a. hacer todo lo contrario de lo que quería. V oy a entrar al orden", dice conscientemente Jaime Cehallos en la antepenúltima página. Desde ya adivinamos qué desórdenes traerá ese orden a la oprimida, golpeada (y finalmente anestesiada) conciencia, no lit hipócrita y "buena", sino la verdadera. y más adelante, en la tercera novela, lo confirmaremos: el 31 de diciembre de 1955 Jaime Ceballos se acerca a la "momia de Coyocán", al todopoderoso Artemio Cruz, para mendigar un favor; su vocabulario ya se ha contagiado de todos los lugares comunes de la vieja, inconmovible corrupción. Allí sabremos que no sólo entró al orden, sino que se instaló cómodamente en él. La. muerte de Artemio Cruz tiene alguna semejan. za, sólo superficial, con la primera novela. La base, sin embargo, es totalmente distinta. El protagonista ya no (9) Carlos Fuentes: Viridiana, artículo publicado en El escarabajo de oro, Buenos Aires, abril de 1%2, año 3, Nq 6, págs.

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es la ciudad, aino Artemio Cruz, el agonizante millonario, monstruosamente dilatado y escindido a través del tiempo, de su memoria, de su suhconsciente. Así como los personajes de La región más transparente eran meras partículas de la ciudad protagonista, los personajes de la última novela se convierten en reflejos del agonizante, en imágenes (nuevas y viejas) donde rebota su verdadero ser. Son doce horas de agonía, pero el novelista Introducc en ellas las inexorables cuñas de doce días que son otras tantas claves en la vida del que está muriendo. "Hay un tercer elemento", ha expresado el autor en declaraciones a Emmanuel Carballo, "el subconsciente, especie 'de Virgüio que lo guía por los doce círculos de su infierno, y que es la otra cara de su espejo, la otra mitad de Artemio Cruz: es el Tú que habla en futuro. Es el subconsciente que se aferra a un porvenir que el Yo -el viejo moribundo ---no alcanzará a conocer. El viejo Yo es el presente, en tanto el Él rescata el pasado de Artemio Cruz. Se trata de un diálogo de espejos entre las tres personas, entre los tres tiempos que forman la vida de este personaje duro y enajenado. En su agonía, Artemio trata de reconquistar, por medio de la memoria, sus doce días definitivos, días que son, en realidad, doce opciones", y agrega: "En el tiempo pre· sente de la novela, Artemio es un hombre sin libertad: la ha agotado a fuerza de elegir. Bueno o malo, al lector toca decidirlo" (:'10). Pocas novelas he leído con uua construcción tan severa y tan riesgosa. Los doce días decisivos se interpolan en desorden cronológico, a la manera de Huxley (como ya ha sido abundantemente destacado por la crítica), pero en la novela de Fuentes el procedimiento está mejor justificado que en Eyeless in Gaza, donde la novedad y la escarmentada pericia de Huxley no alcanzaban a ocultar su arhitrariedad esencial. El procedimiento de Fuentes tiene rigor. En el presente, o sea el plano (10) Cit. en La hora del lector, de José Emilio Pacheco, Revista de la Universidad de México, agosto de 1962. págs. 19-20.

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regido por el Yo, surge por lo general una palabra ajena, o un pensamiento del protagonista, o el relámpago de un recuerdo, que exige la apelación a un pasado; pero no a cualquier pasado, sino a uno particular, con fecha exacta, con rostros, con palabras que fueron vitales, decisivas. Imposible barajar esas imágenes; imposible reordenar esos fragmentos de pasado en otra sucesión o dependencia que no sea la que el presente exige. Eso en cuanto a la forma. En cuanto al tema, se me ocurre que los antecedentes más obvios son As 1 Lay Dying de Faulkner, La amortajada de María Luisa Bombal, Malone meurt de Beckett. Pero en ninguna de esas novelas aparece la triple dimensión del personaje, ahora introducida por Fuentes. Fuentes maneja admirablemente su diálogo de espejos. En el Yo hay autopiedad y todavía disimulo, no ya frente a los demás, sino ante sí mismo. En el Él hay un juicio implícito, una frialdad que sólo la distancia puede conceder. En el Tú vibra un borrador de la verdad, golpea encarnizadamente una posibilidad, tal vez la última. Es una extraña mezcla de realismo y fantasía, de memoria y ficción. Quizá sea realismo en una octava más alta, la suficiente para adquirir un impulso lírico, un sonido a veces conmovedor. Cerca del final de la novela, el subconsciente enumera todas las cosas que Artemio Cruz pudo haber sido, mediante el simple recurso de haber elegido, en cada opción, caminos distintos de los que en verdad tomara. El crescendo de la enumeración ei! impresionante; la inevitable consecuencia es que cada lector repase su propia y modesta nómina, y llegue acaso a la conclusión de que, a fuerza de elegir, también él haya agotado su libertad. ¿Quién no? La comunicabilidad de la novela es aproximadamente ésa: el sacudón en la mente, el arañazo en las raíces. Novela tenaz como pocas, llega hasta donde quiere llegar; sobre eso no hay dudas. En México, la mayor parte de los críticos se han indignado, yeso también representa un buen síntoma; porque, claro, es una novela que pega directamente en el estómago, y 200 los críticos también tienen el ilUYO.

José Emilio Pacheco, uno de 101 pocos que han elogiado el libro, señaló que "Fuentes, por naturaleza, es, como Carpentier, un escritor retórico; pero S11 retórica -esa palabra que en nuestros días ya adquirió connotación peyorativa- es, casi siempre, una retórica eficaz, una utilización de los vocablos que al combinarse dicen lo que su autor quiere decir" (IL). Podría agregarse que en Fuentes, como en casi todos los grandes creadores de la novela contemporánea, hay también una retórica de la estructura, del agrupamiento y encuentro de los personajes. Y también en este sentido puede hablarse de una retórica eficaz, de una utilización de 10i personajes que, al combinarse, al cruzarse, al enfrentarse, forman (acaso con ingredientes que han eludido el vistobueno de la realidad) precisamente ese mundo que el novelista (1962) quiso, ya no reproducir, sino producir.

III En Cantar de ciegos (1964), último libro (12) de Carlos Fuentes, tienen buen material los amigos de desentrañar símbolos, significados ocultos, claves secretas. Pese a que en cualquiera de sus novelas, o en esa refinada mezcla de ensueño y pesadilla que es Aura, los símbolos parecían trepar incansablemente por la complicada estructura, tal como si quisieran agotar al lector antes de revelar su último sentido, nunca como en los cuentos de este Cantar de ciegos el propósito trascendente quedó tan a la vista, propuso tantas claves. Alguna vez Fuentes declaró: "Hay un gran signo barroco en el lenguaje latinoamericano, capaz de crear una atmósfera envolvente, un lenguaje que es ambiguo y por lo tanto artístico", Si eso fuera verdad (quizá sea imposible saherlo con absoluta precisión] jamás habría estado Fuentes tan eer(ll) José Emilio Pacheco, .art, cit. (12) Con posterioridad a la redacción y publicación de este' trabajo, Fuentes publicó dos nuevas novelas: Zona sagrada (1967) y Cambio de piel (1967). 201

ca de lo artístico como en este ambigno y trascendente Cantar de ciegos. En la ficha editorial de la contratapa, se menciona el término espejismo, y también el penúltimo de los cnentos termina con esa palabra: espejismo. Dice además el epígrafe (extraído del Libro de buen amor): "Non lo podemos ganar/ Con estos cuerpos Iazrados, / Ciegos, pobres é euytados", Los siete cuentos, de temas tan diversos, de tan distinta materia humana, de tan variado contorno social, se unen sin embargo en esa concepción del narrador, algo que parece haberse convertido en su idea fija. Siempre hay algún personaje, no importa si joven o viejo, si ingenuo o fogueado, si hombre o mujer, que se enfrenta de pronto a un espejismo y se dirige pertinazmente hacia esa imagen que parece realidad; siempre ese alguien acaba por derrumbarse en la insatisfacción o en el cinismo o en el suicidio o en la corrupción. En Las dos Elenas, una de ellas, de ojos verdes y piel dorada, opina ante Víctor, su marido, que "una mujer puede vivir con dos hombres para complementarse" y enarbola tan convincentemente su lema que acaba por convencerse de otro axioma: los hombres 'tienen razón de ser misóginos". Un espejismo, claro;' la realidad es la ignorada Elena número dos (un complemento ¿no?), de ojos negros y carne blanca, qne espera a Víctor en su cama tibia. En La muñeca reina, a partir de un garabato de Amilamia, niña deliciosa de un lejano parque, el narrador alimenta fervorosamente una nostalgia y concibe con delectación el cuadro de un reencuentro. El cuento (notable en sus gradaciones de estilo, en 8US descripciones casi barrocas) ya había sido publicado en Montevideo por el semanario Marcha, de modo que no traiciono ninguna expectativa si recuerdo la final y atroz comparecencia de la jorobadita pintarrajeada y fumadora, muequeante y desolada, ese "engendro del demonio" en que ha venido a parar la Ami· lamia del espejismo ingenuo. En Fortuna lo que ha querido (sin duda, el menos logrado de los siete relatos), un pintor, rodeado siempre de mujeres estúpidas, o frí202 velas, o inconsistentes, que lo "protegen del amor", Ile-

ga a la conclusión de que "el mundo exterior y el mundo de la obra de arte son iguales" y tamhién de que "la obra es la realidad, no su símbolo, su expresión o su significado". Pero aparece Joyce, una espléndida mujer ajena, a cuyo contacto él se transfigura y quizá vislumbra, paradójicamente, que su fanática inclinación a la realidad era una trampa conceptual, un espejismo en fin. Pero no tiene valor para enfrentar el símholo, la expresión, el significado, y se lanza tristemente (un crítico defenderá su pintura textualísima denominándola sacralización de lo baladí) hacia esa falsa presencia de lo real. En V ie ja moralidad, Alherto, un muchachito de treo ce años, que es a la vez el narrador en primera persona, huérfano de padre y madre, es arrancado -por unas tías solteronas y heatas y mediante una orden judicialde la pecaminosa cercanía de su ahuelo, que vive "amancebado" con una mujer joven. El chico pasa a vivir con la tía Benedicta. La inocencia de Alherto había sobre. vivido a la vecindad del pecado ostensible, pero ahora sucumbe al espejismo llamado moralidad, o sea frente a los hipócritas manejos de la señorita Benedicta, para cuyas represiones será Alherto el adecuado instrumento de soltura. En El costo de la vida, un maestro que consigue un trabajo extra como peón de taxi, cede hlandamente al rumbo que le marcan las circunstancias (una muchacha que contonea sus caderas, un colega que va a una imprenta) y sucumhe sin gloria, sin razones heroicas, sin complicidades resueltas, sin consciente sacrificio. No hay martirio; sólo la muerte estúpida. Es el espejismo de lo trivial, esa tentación de lo insustancial que a veces puede incluir, como en este caso, algo más trágico o más profundo. Un Alma pura propone, a través del epígrafe de Raymond Radiguet, que "las maniobras inconscientos de un alma pura son aún más singulares que las combinaciones del vicio". Este relato, prohablemente el mejor de los siete (su tempo narrativo es de una perfección casi diahólica), es tal vez el más amhiguo, el que más campo deja al aporte imaginativo del lector. A medio camino entre la extrema pureza y el incesto, la atracción que une (y separa) a 203

Juan Luis y Claudia, hace que el primero busque desesperadamente el espejismo, en este caso la sucedánea de su hermana, la suplente irremisiblemente condenada. Juan Luis, que ha huido de México y también de algo más, se instala en Suiza, ve como el lago refleja 10l! Alpes, transformándolos en una vasta catedral sumergida, y le escribe a Claudia que una y otra vez se arroja al agua para bucear en busca de las montañas. Pero aparece Claire, y Juan Luis cree reencontrar a Claudia, y se sumerge en ella, bucea en ella en busca de su hermana. Pero detrás de la ilusión óptica está la desolación, está la muerte. Por último, en A la víbora de la mar, una cuarentona ya resignada a la soledad, cree de pronto descubrir el amor, un Amor con tierna correspondencia, con romántico impulso y con mayúscula, pero en verdad sucumbe a una doble, inesperada estafa. ¿Estará más cerca de lo universal este Fuentes de los cuentos que sólo excepcionalmente pone el acento en algún rasgo inocultablemente mexicano, estará más cerca que aquel otro de las novelas, donde el país era algo así como una abierta herida, una obsesión candente? Es cierto que para un lector no mexicano este Ienguaje más depurado y menos regional, incluye también menos zonas esotéricas. Sin embargo, México sigue tan presente como siempre; casi me atrevería a decir que ha pasado de la superficie a la entraña misma del relato. Frente a los mejores de estos relatos (La muñeca reina, Vieja moralidad, Un alma pura, A la víbora de la mar). uno descubre retroactivamente que en sus novelas (especialmente en La región más transparente y La muer· te de Artemio Cruz) el narrador se había descargado tumultuosamente del pesado fardo de sus preocupaciones, de sus rabias, de sus ímpetus. Ahora, después de aquel explicable turbión, la atmósfera está más limpia, la región más transparente, y el convaleciente narrador parece aproximarse a su mejor esencia. Conviene advertir quc en este libro no hay concesiones, ni evasión, ni cómodo cinismo. Y, por supuesto, la nueva serenidad no es mansa. Tengo la impresión 204 de que Fuentes llega a estos siete espejismos después de

haber mirado largamente el estado, actual y anquilosado, de la Revolución de Madero, esa fata Morgana dc su México de tremendos contrastes. Tanto ese leitmotiv como cada una de sus siete variantes, pueden ser universales en su actual expresión artística, pero es evidente que han sido dolorosamente aprendidos por Fuentes en su alrededor. La lección de la ingenuidad contrahecha, el tufo del falluto puritanismo político, la extraviante ruta de lo baladí, la consecuencia trágica del autoengaño, son Ias corrientes subterráneas que convierten en diagnosis mexicana esta verbena de la ilusión óptica. Que cada una de esas corrientes pueda ser seguramente refrendada por otras fieles memorias de éste u otros Continentes, no impide comprobar que el regusto de la amarga búsqueda sea legítimamente mexicano. Cantar de ciegos, proclama el título. Pero el único ciego, Macario, que aparece en el libro allá por la página 102, es apenas un bromista que sabe poner los ojos en blanco. O sea, no sólo el espejismo es una imagen falsa; también es falsa la ceguera. Los que parecen no ver, sólo simulan. Fuentes, que a lo largo del libro emplea su escalpelo en disecciones varias, desde el chispeante esnobismo (dice la primera Elena: "Ah, y el miércoles toca Miles Davies en Bellas Artes. Es un poco passé, pero de todos modos me alborota el hormorwmen. Compra boletos. Chao, amor"] hasta el viejo elasismo vernáculo (dice la veterana Isabel, candidata al desengaño: "U,UL vez me puse mala y la cridda: que teníamos se atrevió a acariciarme la frente para ver si tenía fiebre. Sentí un asco horrible. Además tienen hijos sin. saber quién fue el papá. Cosas así. Me enferman, de veras"), tal vez quiera que su libro contenga siete alertas contra la hipocresía, contra lo espurio, contra la falsificación. Después de los estallidos novelescos que precedieron a este Cantar de ciegos, .quieá la calma actual venga de un progresivo y tenso desaliento, e incluya una honda preocupación por el destino de su país, de su mundo, de su tiempo. Quizá esta colección de graves espejismos, sea en el fondo una nostalgia del verdadero oasis. (1965) 205

PABI,O ARMANDO O EL DESAFIO SUBJETIVO La palabra, como culto y como deleite, como paisaje y casi como religión, parece constituir un rasgo propio de la actual novela cubana (no así del cuento, más austero y directo, más despojado y contundente). Desde El siglo de las luces hasta Celestino antes del al. ba, desde Paradiso hasta De dónde son los cantantes, la palabra asume un papel poco menos que cardinal. En el resto de América Latina, y salvo las confirmatorias excepciones de siempre (Yáñez, Guimaraes Rosa), el máximo desvelo suele dedicarse a otros resortes: la aventura imaginativa en García Márquez, la denuncia social en Viñas, el escándalo objetivo en Vargas Llosa, la implacable estructura en Fuentes, la fatalidad sin retroceso en Onetti, el pasado lustral en Rulfo, la búsqueda fermental en Cortázar. Aun novelistas tan avezados en el despliegue verbal, como Ernesto Sábato, Martínez Moreno y Salvador Garmendia usan la palabra como instrumento, la obligan a que los sirva. De los novelistas cubanos, cuyas obras cité al comienzo, podría decirse en cambio que se ponen al servicio de la palabra; es ésta la que da el tono, el color, el sentido, a la narración. Sin embargo, nunca hasta ahora había sido tan evidente esta singularidad como en 1.1 novela Los niños se despiden, de Pablo Armando Fernández (l). El es el primero en confesarlo: "Si yo hubiese perdido el sentido del olfato dormiría .como un lirón, pero las palabras tienen un olor intenso para que yo pueda disimularlo. Me intoxica, me asfixia sin que yo pueda identificarlo con alguien o algo conocido. Si yo hubiese perdido el sentido del gusto, soñaría toda la noche que ayuno, libre del grosero pecado de la gula, en un país donde la gente medita seriamente sobre su destino, entregada 206

(1)

Premio Casa de las Américas 1968.

a las labores más nobles. Pero las palabras me seducen como el más suculento y elaborado manjar; primero me llenan los ojos, después la boca, luego el estómago, e inmediatamente ocurre la operación inversa, y escapan del estómago a la boca, a los ojos avergonzados por el asco y la repulsión. El hecho es que estoy condenado a olerlas y saborearlas eternamente sin saber con exactitud qué diablos huelo y saboreo. Condenado a oírlas, a decirlas, a escribirlas, consciente de que estos ejercicios no me harán jamás un hombre más inteligente, más prudente, más sabio, más feliz. Y a esa elemental conclusión yo llamo reflexionar". Fiel a tal interpretación, Los niños se despiden es sobre todo una avasalladora, misteriosa marea de palabras. Claro que sería injusto sobrentender que es sólo eso. También es anécdota y magia y recuerdo, pero si esos tres rubros estuvieran reducidos a su más descarnada expresión, es decir si la novela no dependiera tanto del poder hipnotizante de la palabra; anécdota, magia y recuerdo dejarían de apuntalarse mutuamente. Es la palabra la que los amalgama, los conforma, los lanza; es la palabra la que les da cuerpo y ánimo. Por supuesto, tales palabras no son las destinatarias del célebre poema de Octavio Paz; más bien parecen sus antípodas. La novela de Pablo Armando es una gran recordación, pero quizá valga la pena advertir que no es nada minuciosa. O acaso lo es cuando nadie espera -ni tiene importancia- que lo sea. El narrador maneja no una sino varias escalas de valores, no una sino varias fidelidades. La frontera entre realidad e imaginación no se ajusta a ningún canon; es tan móvil como el bosque de Macbeth. Si Proust iba en busca del tiempo perdido, el novelista cuhano en cambio no considera el pasado como tal; más bien se instala en él y desde allí va en busca del futuro, de cualquier futuro. Cabe señalar que desde las primeras páginas se despoja de toda obligación testimonial: "nada de lo que recuerdo ha pasado", y agrega significativamente: "Espero que pase". Por otra parte, no tiene ningún pudor en admitir ese 207

insólito afincamiento: "Me alegra tanto ser un niño. Me alegra tanto estar aquí. Si alguna vez me hubiera ido, como soñábamos Aleida y yo, ahora tendría que regresar, y me hubiese perdido esta fiesta y los cuentos que durante esos años se contaban en casa. i Qué bueno es ser un niño; saber que soy un niño l" No hay barreras inhibitorias en el tiempo; tampoco en el espacio. El lugar en que transcurre la mayor parte de la novela es un batey azucarero, directamente transplantado de la infancia del autor, pero es un hatey que constantemente extiende sus límites para convertirse en Cuba, no tanto para simbolizarla como para resumirla. Por eso el batey no es una simple alegoría; es también una síntesis. Pero Cuba es omnipresente: es el batey, pero también es Lila (un personaje-color inventado por Alejandro, el protagonista) y también Id carabela que remonta el Río de la Luna, y también Sabanas, el pueblo de leyenda donde todas las frustraciones, tanto las íntimas como las nacionales, han de caer resecas. Gracias a su condición de pueblo reinventado, Sabanas podría ser superficialmente comparado con el Co· mala de Rulfo, el Macondo de García Márquez o la Santa María de Onetti, pero Sabanas es más irreal, más Iiviana, más onírica, que esas feraces escalas latinoamericanas de Faulkner; quizá por eso esté más cerca de nosotros, de todo lector. Sabanas no tiene obligaciones geográficas; para alcanzarla, basta cerrar los ojos y extender la mano. Por tal razón, porque es tan fácil instalarse en ella, el novelista juega a no alcanzarla, y el lector no tiene inconveniente en entrar dócilmente en el juego. En la ultima página, Sabanas queda todavía en el futuro, ya que es la típica creación de infancia, rayana y sin embargo inalcanzable ("Sabanas era un pueblo sin cementerio", claro, porque ¿qué niño normalmente candoroso ha de concederle esa ventaja a la muerte?). El día, o la noche, en que los personajes de Pablo Armando Ilezuen efectivamente a esa tierra siempre prometida, entonces sí los niños acabarán de despedirse, porque la infancia, y su huella, y su legado, ha208 brán definitivamente concluido.

"Es que no tengo un asunto rigurosamente definido que tratar, no tengo ni siquiera un argumento que me permita desarrollar en forma novelesca, mis experiencias íntimas, vividas", dice el alter ego del narrador. ¿Importa demasiado ? Yo diría que no, aunque sí provoca algunas prevenciones con respecto al futuro novelístico de Pablo Armando. ¿ Qué pasará cuando la ope· ración imaginativa deba partir de cero o de menos tres? Toda primera novela, basada fundamentalmente en un trazado autobiográfico (y aunque, como en este caso, provenga de un escritor con buena talla y amplia expe· riencia en otro género: la poesía), inspira siempre el te· mor de que su eventual riqueza esté en la peripecia vivida y no en el tratamiento artístico. Aun en las más ricas literaturas de Europa flay autores que se queda. ron (claro que fascinados) en su parcela mnemónica, y fuera de ella no supieron, o no pudieron, aumentar de estatura. En la narrativa latinoamericana, en cambio, la anécdota autobiográfica no suele esclavizar ni frenar el impulso creador. Vargas Llosa, Viñas, Arguedas, Guimaraes Rosa, Onetti y tantos otros usan la experiencia directa, no como un predio cercado, sino como un solar abierto. En el caso concreto de Pablo Armando, tengo la impresión de que la imaginación habrá de salvarlo de la limitación autobiográfica. El único posible riesgo es el desborde, el excesivo regodeo en la libre asociación de anécdotas y suburbios de anécdotas, la morosa, casi fanática confianza en la espontánea vitalidad, en la rtqueza natural de la palabra. "A mí me interesan muo cho las palabras, por eso me interesa la literatura que está llena de palabras", me rl'io cuando lo entrevisté para Marcha (2) a las pocas horas de haber recibido su premio. Afortunadamente para la literatura cubana, la novela no es sólo verbo. Pero es necesario señalar que las otras virtudes, los otros elementos, y hasta diría los (2) Nueve preguntas a Pablo Armando, semanario Marcha, Montevideo, 23 de febrero de 1968.

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otros defectos, se inscriben en un contexto verbal, casi podría decirse que están contagiados (y no siempre el contagio es pernicioso) de verbalismo. No sé si me explico. En el lenguaje hay una serie de características que le son propias, una serie de cualidades, de combinaciones, de modos de aproximación, que Pablo Armando saca fuera del lenguaje en sí, para atribuirlos a los personajes, para adherirlos a la relación entre los mismos, para medir los solares de tiempo, de lugar y de espacio. Así podría decirse que en Los niños se despiden hay personajes-sinónimos, personajes-abreviaturas, personajes-conjunciones, etc. Las criaturas de Pablo Armando se comportan a menudo como palabras, y como tales se enfrentan, se acoplan, se niegan, se diluyen, se conjugan, se declinan, se subrayan, se borran. A veces, como Lila, son palabras, porque sólo existen como invención, como imagen, como sueño. Lila tiene un rostro de palabras, un cuerpo de palabras, un color de palabras, y su función primordial, la función para la cual el dios-autor la trae a su mundo verbal, es hablar, pensar, proyectar palabras: "Ella nunca se equivoca. Nunca. Ella se pone a cantar en mi corazón y cantando me 10 cuenta todo. Cuando yo canto lo que ella me dice, tampoco me equivoco. Es como repetir una poesía, una canción de la escuela, lo digo de corrido y parece que conozco muy bien todas las palabras, las más difíciles, las que yo no sé qué quieren decir, y hago las pausas que dice el maestro se deben hacer para distinguir las palabras. Ya no tengo que cambiar, ya he cambiado. Ya no soy, ya soy. Cuando se me cierran los ojos, sigo viendo las cosas que ella me dice, las cosas que dicen los que están en el portal y no se olvidan, no se me olvida ninguna palabra. Ella habla, ellos hablan, pero parece que soy yo quien habla callado, pero no soy yo porque no se me enredan las palabras, porque las digo todas, seguidas, las más lindas y las más difíciles, las digo viéndolas". En realidad, los seres de Pablo Armando crecen, como crecen las palabras; es decir, rodeándose de sus iguales, apoyándose en ellos. Es claro que, con semejante despliegue, la novela 210 crea su propia frondosidad, y hay trozos en que ésta re-

sulta francamente agobiante. Pablo Armando lo apuesta todo al poder y a la seducción de esa marea, pero tengo la impresión de que de antemano ha admitido sus peligros, sus oscuras tentaciones. Por supuesto, no siempre sale victorioso: a veces la marea lo arrastra, lo Irustra, lo debilita, lo dispersa. Sin embargo, es curioso comprobar que los grandes momentos de la novela (por ejemplo: el imponente acto sexual de pág. 137 Y siguientes; la impagable historia de Bob, Genoveva y la locomotora, en pág. 213 Y sigtes.; la guerra a través del oído y la mirada infantiles, en pág. 246; la figura femenina cuya descripción empieza en pág. 373) están de algún modo metidos en la frondosidad. Es cierto que en ésta reside el riesgo, pero también la posible recompensa. En medio del aparente (y a veces real) fárrago que es la novela, hay sin embargo una sostenida coherencia, y es la fe sin fisuras en la vitalidad, en la fibra del léxico que ponen a nuestra disposición, no sólo el conservador diccionario sino también la revolucionaria inventiva coloquial dcl hombre común. Paradójicamente, los pasajes más débiles de la obra sobrevienen cuando el autor limita a sabiendas la movilidad y la fabulación de su vocabulario, y por ende, de sus personajes-palabras. Es imposible arrojarse repentinamente del delirio a la más llana cordura sin que a la novela se le rompa algún hueso. Exactamente en el medio de la obra, la discusión (retórica, opaca, desganada) entre Alejandro y Salvador, habrá de desalentar a más de cuatro. Sería lamentable, sin embargo, que los impacientes ahandonaran la empresa en ese punto, ya que después de semejante percance la novela entablilla sus fracturas, se reinstala valerosamente en su zona de magia, suelta de nuevo sus mejores y más legítimas abundancias, y formula una historia tan humana, sorprendente y recóndita, como la de Paquita y Nikos Nikephoros (cap. XIX), que a primera vista puede parecer basta y poco menos que sórdida, y que sin embargo es limpia, transparente y (en la mejor acepción del voeablo) fabulosa. 211

Me consta que buenos críticos y lectores agudos, han considerado que la novela decae cuando se instala en Nueva York. Personalmente creo que sí decae, y mucho, en la segunda parte del capítulo XII (el ya mencionado diálogo de Alejandro y Salvador), al punto que considero que la supresión de ese trozo beneficiaría, sin ninguna duda, a la novela. No obstante, estimo injusto extender ese dictamen al resto de la instancia neoyorquina. Esta tiene en la novela una función insustituible, fundamental. Nueva York es algo así como el complemento, el partenaire del batey, y también de Sabanas. Es el contraste (urgencia, inmediatez, pragmatismo) que precisa el evocador para que resalte su otro mundo indemne, manumiso, espontáneo, saneado: "Esa noche y durante mucho tiempo, Nueva York era la cocina de su casa y en ella se sentaba con Monty y Arturo y Eduardo y Carson a jugar a las cartas y todos eran como niños y niñas que no crecen". Pero más adelante el contraste se hace aún más explícito, más necesario, más forzóso: "Manhattan es una isla sin mitos, sin fábulas, sin leyendas verdaderas. Manhattan es de aluminio y cristal, de fibras sintéticas y asfalto, de cartón y concreto. Manhattan es una feria y un parque de diversiones para adultos de pobre y lenta imaginación". Después de todo, entre Nueva York y el batey hay la misma distancia que entre Coney Island y Sabanas, es decir entre la construcción espectacular de varias parodias de mitos (así sean éstos de insólita estatura) y un simple mito íntimo, modesto y singular, sin duplicado. Esto no significa -tal como lo ha advertido atinadamente Reinaldo González (3) - negar las posibilidades legendarias de una gran ciudad norteamericana. Seguramente, pal'a novelistas como Salinger o Bellow la posibilidad de mitificación de un batey cubano sería bastante más rebuscada que la construcción personal de un mito a partir de una metrópoli "de aluminio y cristal". En definitiva, es el creador quien lleva el mito en sí mismo; al igual que una escenografía bajo los (3) La palabra, el mito, el mito de la palabra, revista Casa 212 de las Américas, N9 49. julio-agosto 1968. La Habana.

reflectores, la realidad toma el color y la intensidad del foco mítico que la ilumina. En Los niños se despiden hay dúos de personajes que empiezan yuxtaponiéndose y acahan solapándose, fundiéndose en uno. Alejandro se funde y se confunde con Salvador, Lila se amalgama con Aleida, pero la verdad es que el autor se mezcla con ellos y con muchos más. Es nada menos que Salvador quien le escrihe a Alejandro: "Nosotros somos una parte viviente (acaso somos también Un Todo visto limitadamente), una parte que tiene su propio papel único e ínsustituihle en el juego de El que se desdobla para conocerse. y amarse a sí mismo". Pocas veces he leído una ohra tan desembozada y provocadoramente subjetiva. Pero tamhién pocas veces esa condición se me ha aparecido como tan indeformable, tan sólidamente sustentada por la actitud del creador. Los niños se despiden no es una autohiografía en cuanto al detalle de la peripecia, a la milimétrica correspondencia con cada tramo de la historia personal del novelista. Pero sin duda es (no puede no serlo) fielmente autohiográfica en cuanto a estados de ánimo, ensueños, pesadillas, deseos (volados 11 oprimidos), frustraciones y victorias. La novela está indudahlemente atravesada por un itinerario, y éste no puede ser otro que el recorrido espiritual (ese que nunca figura en el curriculum. vitae) de su creador. La ohra no es un anecdotario, una colección de episodios verificahles, de testimonios válidos, sino la historia salteada, mágica, inverificable pero a todas luces verdadera, de las nuhes que sobrevolaron esas anécdotas, de las corrientes subterráneas que las estremecieron, de los miedos y corajes que les dieron sentido, de los ecuánimes delirios que las enaltecieron. En uno de sus mejores poema8 escribió el ahora novelista: "Queremus vivir con la tristeza, con los adioses, / con todos los recuerdos / Queremos vivir con la alegría". Tomemos nota: con los adioses. Por eso, cuando Pahlo-Alejandro-Salvador empieza y concluye la novela mencionando ~ "los niños que se despiden", el 211

lector tiene derecho a pensar que este rememorador, este poeta, concibió y escribió su novela como una vasta operación-disfrute, y sobre todo como una forma, acaso la más legítima, de vivir "con los adioses", de revivir con ellos. (1968)

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, FERNANDEZ RETAMAR: POESIA DESDE EL CRATER Si aun en los mercados mejor organizados y mú aptos para el consumo del producto literario, la poesía es un género de escasos lectores, en América Latina su...le ser, además, un género tic circulación poco menos que clandestina. Sah'lldas las exeepciones de un Pablo ~eruda. un Nicolás Guillén o un Octavio Paz lpara nombrar tres poetas vivos), es improbable que un libro de poemas se reedite. Hoy en día, ya ell bastante dificil encontrar en Santiago un ejemplar de Cancio~ro sin nombre, de Nicanor Parra; o en México, uno de ROTal, de Jaime Sabines; o en Buenos Aires, uno de Violín y otras cuestiones, de Juan Ge1man. Pero juntarse con cualquiera de esos título! en otro país que no ijea el del poeta respectivo, es algo sencillamente imposible. Ello impide, no sólo al lector, sino también al crítico, Ilegar a calibrar por sí mismos la obra total de un determinado autor. Si bien eso se remedia 8 vece. con 18s antologías, lo cierto es que la estatura humana de Un poeta no sólo se forma con sus momentos cumbres, sino también con !lOS desfallecimientos, sus vacilaciones. .us corazonadas, SU8 fracasos. Como lector, siempre me ha apasionado huscar el verdadero rostro del escritor, y éste sólo es reconocible en Iae obras completa~, no en las antologías, que IJOr lo general son una serie de instanlQnCll! selectas, y en consecuencia proporcionan un enfoque algo rígido o artificial de aquel rostro verdadero. (¿ Qué antología podría dar la calidad humana que trasmiten las Poesia» completas de Antonio 1\10· dlado?). Por eso Ole parece que la reciente aparición de Poesía reunida (que incluye ocho libros, eseritce entre 194R y 1965), del cubano Roberto Fernández Retamar, tiene sobre todo el valor de proporcionarnos la imagen 2'5

íntegra del poeta. Por Impuesto que las trescientas y tantas páginas del volumen incluyen poemas menores, temas desperdiciados, callejones sin salida, pero ellos también se inscriben en la trayectoria total, y, en el peor de los casos, cumplen una función de contraste o de relieve. En unas palabras liminares, el autor habla de "la verdad de experiencia, el latido humano, que son lo único que desde el principio quise dar". Pues bien, esa verdad de experiencia, ese latido humano, están presentes en el libro de la primera a la última página. Roberto Fernández Retamar nació en La Habana, en 1930, y hoy integra (con Pablo Armando Fernández, Fayad Jamis y Heberto Padilla) el cuarteto de poetas más creadores de su generación. Profesor, traductor, poeta, crítico, ensayista, Fernández Retamar es una de las personalidades más dinámicas e irradiantes de la Cuba revolucionaria, y bajo su dirección la revista Casa de las Américas se ha convertido en la mejor publicación periódica que producen las letras de hahla hispana. A diferencia de tantos escritores latinoamericanos, militantes de izquierda, que se imponen un mensaje político (seguramente compartib1e) y avauzan con él sin importarles que su ruta no pase por el arte, Fernández Iletamar, que muchas veces se introduce en el coto po. lítico, es consciente de que, para asumir tan arduo compromiso, dehe partir de una previa validez poétic~ En la segunda mitad del volumen, que es donde mejor se reconoce esa actitud, figuran poemas como El otro, Con las mismas manos, y sobre todo ese notahle Usted tenía razón, Tallet; somos hombres de transición, tres demostraciones de que la lección de Vallejo y de Neruda (ambos han escrito poemas políticos que valen como poesía y como política) no ha sido desperdiciada. Fernández Retamar ca uno de esos hombres de transición que se levantan "entre una clase a la que no pertenecimos, porque no podíamos ir a sus colegios ni llegamos a creer en sus dioses" "y otra clase en lu cual pedimos un lugar, pero no tenemos del todo sus memorias ni tenemos del todo las mismas humillaciones"; "entre creer un montón de cosas, de la tierra, del 216

cielo y del infierno, / y no creer absolutamente nada, ni siquiera que el incrédulo exista de veras". Aunque sólo en el penúltimo poema del libro, Fernández Retamar encuentra el más certero modo poético de expresar su actitud, es indudable que mucho del atractivo de esta Poesía reunida viene de la franqueza, a la vez humilde y orgullosa, a la vez convicta y desconcertada, con que el poeta asume, en nombre de una insegura promoción, de una clase alarmada, su inconfortable función transitiva, su condición de inestable, casi ímprovisado puente entre dos épocas pugnantes, hostiles. Aunque en la ohra de Fernández Retamar hay sólo dos poemas que llevan el título Arte poética, en realidad son varias las artes poéticas distribuidas a lo largo y a lo ancho de su itinerario creador. En algunas de esas aproximaciones a la razón de su trabajo, Fernández Retamar ironiza a expensas de si mismo. Por ejemplo, en Explicación: Siempre quise escribir un poema Tan breoe Como aquel de Machado: "Hoyes siempre todavía"; O incluso Como aquel de Ungareui : "M' illumino d'immenso" ; Pero ya ven: M e pierdo en explicaciones. Hay otro poema de la misma época, En el fondo

de ese pomo de tinta, donde el arte poética se transforma en tierna y burlona clase práctica, al enumerar todas las posibilidades literarias ("hay el final de un ensayo / sobre crítica y revolución"), nostálgicas ("Y la ternura que quise decir y no encontré, una tarde, hace casi veinte años, en Santa Fe") o meramente rutinarias ("Hay muchas veces el absurdo garabato de mi firma") que aguardan en el fondo del pomo de tinta, pero el final es un pedido de disculpas al lector, un guiño cómplice: "Y hay también, estoy seguro de eso / 217

una manera de mejor terminar este poema". Pero es precisamente en el poema titulado Arte poética donde Fernández Retamar maneja mejor el lado humorístico de los estados de ánimo, la inoportunidad de estar en vena. Sin embargo, el lector tiene la impresión de que no es en esos chispazos donde el poeta realmente se confiesa. El humor es allí una socapa, una tregua de la permanente indagación. La verdadera cuenta hay que sacarla en los enfoques serios, decididos, como el que consta en Por otro rey: Largos, infinitos poemas oienens . yo los rechazo; Vueloen. como en oleadas insistentes, en paños, En aguas vastas y golpeentee; yo los empujo Contra su propio fragor, yo los hundo Unos en otros; regresan otra vez, van a los ojos, Van al rostro, buscan la boca, el cuerpo: Yo los resisto, los alejo, vuelven, siempre vuelven. Multitud espesa de letras Está ya en marcha, y es inútil el rechazo. Esto es poco menos que una mecánica de los procederes poéticos. Ese empujar los poemas contra su propio fragor, ese hundirlos unos en otros, explica en cierto modo la recurrencia de temas, la iteración de algunos tópicos que vuelven con rasgos adicionales, con deformaciones, o complementos, o apéndices, o culminaciones, que les dan un rostro y un sentido diversos, pero que no tienen por qué estorbar al anterior. Más bicn lo enriquecen, le otorgan una dimensión nueva. La tesis es que todos los poemas son uno 8010, o, tal como se expresa en El poema de hoy,

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El solo poema que una mano Traza sin cansarse y alegre Sobre un papel que vuela vasto, y en donde pone cielos, Astros, ígneas llamadas Que a la tarde regresarán A conversar con nosotros.

Sin embargo, donde el poeta aprehende mejor el secreto de su propia creación, es en dos tentativas (Uno escribe un poema; La poesía, la piadosa) por cierto muy dispares, tanto en su contexto como en sus propósitos. Una refiere la conmoción reveladora de un instante, el mero enfrentamiento con "un árbol solo con flor rosada"; el poeta se limita a registrar como imposibles, la solitaria perfección del árbol y su propia, aislada alegría. "Entonces, / uno escribe un poema". O sea que el poema asciende directamente, sin intermediarios, de una experiencia vital; es un lazo insospechado, una hipótesis provisional. La segunda tentativa supone a la poesía como apegada torpemente a las eosas "para que se le queden a su lado":

Hijos que van creciendo y que una noche Salen cantando, aullando salen, salen Hacia las imperiosas servidumbres. y tras ellos va fiel, la poesía, La piodosa; la lenta, recreando Sus rasgos, su manera de ser ciertos En aquella mañana de aquel día. Esa lenta, piadosa, recreadora poesía, asume distintas y sucesivas maneras en los dieciocho años de producción que abarca este volumen recopilador. Desde el comienzo hay ironía y efectistas contrastes verbales. El primer poema incluido (Le digo a mi corazón) empieza así:

¿Acaso crees, corazón, Que la rosa es el abogado de la espina, y que un plantel de excusas se acumula en sus pétalos, y una lluvia parada de voces es su tallo? Pero también hay un excesivo dejarse ir hasta salirse del sentido, hasta estirar (en algunos casos, con desmesura) la metáfora. El entusiasmo retórico (reconocible sobre todo en Dulce y compacta tierra, isla), el alarde meramente experimental (por ejemplo, el cultivo de la décima en eneasílabos), no se prolongan máil 219

allá del desorden juvenil; incluso podría decirse que el poeta los usa como ocasiones de replegarse y tomar impulso. No obstante, desde los inicios, y sin que ello sea en ese entonces un rasgo determinante, la imagen da repetidas veces en el blanco: "Todos los dedos de que me descuelgo, / todos los ayes tristes de que salgo, / todas las claras letras donde cioo", Luego, a medida que se interne en su tiempo, el poeta irá perfeccionando su siempre bien orquestada imaginería. No sólo los estados de ánimo se vuelven imágenes ("pero se cae una risa, un miedo, / una sorpresa, caen, se agigantan I como vasos de pla'ta en la noche"), sino que las cosas, al ser convertidas en imágenes, al ser prestigiadas y sensibilizadas por la mirada del hombre, también esplenden en estados de ánimo y hasta adquieren un dinamismo potencial que ea muy caracterfstico de este poeta:

Las fornidas ceibos siempre me ha parecido Que soportaban con magnífica mansedumbre nuestro [cieI9:

Son poderosas cariátides de severo 'j puro rostro Que adelantan una pierna y se detienen y confían.

La humanización de las cosas y de la naturaleza, es, en esta poesía, una forma casi militante de asumir la realidad, ese "vivo río de todo", que preocupa, conmueve, mortifica y complace a Fernández Retamar. Aun en los casos de más recóndita indagación, la realidad está presente como el diapasón que da el tono para el acorde subjetivo, interior. El autor adquiere su rigurosa vigencia cuando se "Vuelca en los demás; esta poesía de brazos abiertos se corresponde fielmente con el cálido ser humano que es Fernández Retamar, y está bien que así sea. Los amigos lo llaman como temas; son, en verdad, temas. La presente recopilación rebosa de lo que el autor, en una nota explicativa, llama poe· sía de circunstancias, y que incorpora a IJU mundo el detalle, la anécdota, la alegoría de la amistad. Sin em220 bargo, no ee poesía "de ocasión", en el mal sentido de

la palabra. El poeta se dirige a IJUIl amigos como el hablara con una parte de sí mismo: sin énfasis, con recuerdos, con confianza. Algunos de los mejores momentos de esta lectura completa, están, curiosamente, en esos poemas con nombre y apellido. El mejor me parece el dedicado a Ezequiel Martínez Estrada, con motivo de su muerte. Entremezclada con el afecto y el respeto que le inspira el singular escritor argentino (que vivió en Cuba en la etapa posterior al triunfo de la Revolución), hay una severa interrogación del poeta a sus propios temores, a sus propias esperanzas, a sus propios fantasmas:

Si el Universo fuera limitado en sus combinaciones, Cabría alguna esperanza. Pero no hay ninguna. Por eso le digo esta especie de adiós, Asegurándole que en el río de mis azares, y en los de muchos COm