ADORNO - Intervenciones [PDF]

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Zitiervorschau

THEODOR W. ADORNO

INTERVENCIONES Nueve modelos de critica

A

MONTE AVILA EDITORES

c. A.

Título del original alemán: EINGRIFFE, NEUN KRITISCHE MODELLE

Versión castellana: ROBERTO J. VERNENGO

©

1963, by Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main

©

1969, by Monte Avila Editores, .c. A. para todos los paises de habla castellana Caracas / Venezuela

Portada / Carlos Poveda Impreso en Venezuela por Editorial Arte

INTERVENCIONES

E

LENGUAJE no experimenta únicamente calamidades en palabras suyas aisladas y en su trabazón sintáctica. Muchas palabras, en el remolino de la comunicación, se apelmazan en grumos, al margen de todo sentido o, inclusive, contra él. Karl Kraus ha reconocido este hecho y lo ha examinado delicadamente en giros tales como "reconstruido y profundizado". Un conglomerado tal lo constituye la intervención prohibida que se atreve con relaciones que no dejan de tener consecuencias. Probablemente, el abuso lingüístico se ha hecho carne demasiado, como para que el espíritu objetivo pueda prescindir de él. Pero corresponde tomar de la palabra lo acaecido con ella. Si se ha asociado a toda intervención la idea de prohibición, las consideraciones que pretenden entrar en el tema, o que, por lo menos, pretenden recordarlo metafóricamente, herirán tabús y acuerdos previos. Por su tema, los ensayos que siguen abarcan desde temas considerados de importancia filosófica, hasta cuestiones de política o de .interés, en alguna medida, efímero; desde cuestiones profesionales, académicas, hasta asuntos muy poco académicos. La exposición se orienta por ellos; según sea lo expuesto, varían el rigor y la profundidad. El lenguaje que se independiza frente a lo exigido por las cosas cambiantes, no constituye un estilo. En todos los casos, inclusive cuando se trata de un tema de actualidad, se trata de ir contra el mismo abuso, abuso del que dependen todos los aspectos particulares y que, por otra parte, sólo aparece en lo particular. L

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Así se presentó una palabra clave que, sin quererlo, vuelve en muchos de los ensayos: la conciencia cosificada, en la cual se quisiera intervenir quirúrgicamente mediante estos trabajos, sea que valgan únicamente como desarrollos propios de las ciencias del espíritu; indiquen la actitud hacia la filosofía de quien enseña, los) clichés construidos alrededor de la idea de los años veinte o la permaner:icia maligna de los tabús sexuales; denuncien el mundo preparado por la televisión o el de la opinión descarriada. Esa unidad en el enfoque determina de consuno los límites: la conciencia es sometida a crítica sólo en cuanto es reflejo de la realidad en que se mueve. De ahí que las perspectivas prácticas sean limitadas. Quien propone, en general, consejos, se convierte fácilmente en cómplice. Hablar de un nosotros, con el cual nos identificamos, implica complicidad con lo malo y el engaño de que sería factible, mediante buena voluntad y disposición para la acción en común, lograr algo, cuando justamente esa voluntad es impotente y la identificación con los hombres de buena voluntad sirve para encubrir una forma del mal. La reflexión pura, que s-e abstiene de toda intervención, no sirve sino para reforzar aquello ante lo cual retrocede atemorizada. El componer la contradicción no corresponde a la reflexión; se impone la constitución misma de lo real. Pero, en un momento histórico en que parece que en todas partes la praxis ha sido seccionada, cuando pretendía referirse al todo, quizás se tenga más derecho a reformas míseras, de lo que en sí le corresponda. Diciembre de 1962

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NOTA SOBRE LAS CIENCIAS DEL ESPIRITU Y LA FORMACION CULTURAL

de la universidad actual, en cuyo respecto la calificación de crisis es más que una forma de hablar, quisiera destacar uno que ciertamente no he descubierto yo, pero que, sin embargo, no recibe en las discusiones públicas una atención suficiente. Está relacionado con ese conjunto de cuestiones conocidas como la distinción entre formación cultural y educación especializada, pero no se agota allí. Expresarlo no es fácil; todo lo borroso y dogmático de esta tentativa improvisada exige se la excuse. Cabe la pregunta de si la universidad logra formar culturalmente allí donde, por los temas y la tradición, se mantiene firme el concepto de cultura, es decir, en las llamadas ciencias. del espíritu; de si, en general, el universitario, mediante su estudio, puede alcanzar ese tipo de experiencia espiritual a que se alude con el concepto de formación cultural y que se ve socavada por el concepto mismo de ciencia, surgido luego de la decadencia de las grandes filosofías, y que ha logrado posteriormente una suerte de monopolio, monopolio que desafía a esa formación. Las disciplinas científicas tienen la forma espiritual de lo que tanto Goethe como Hegel postularon como un extrañamiento: la entrega del espíritu a algo que le está contrapuesto y que le Ís ajeno, y en lo cual logra apenas su libertad. Quien se ha sustraído a esa disciplina caerá fácilmente, por un pensar divagante de aficionado y por un mero charlar informado, por debajo del nivel de aquellos en cuyo respecto sentía una antipatía legítima: por debajo de los métodos impuestos heterónomamente. Pero esa disciplina y la representación de la cienENTRE LOS ASPECTOS

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cia que a ella corresponde y que, mediatamente, se contrapone a aquello que Fichte, Schelling y Hegel pensaban con esa palabra, ha logrado, a costa de sus momentos contrarios, un peso lleno de enigmas, que no puede ser suprimido con un mero dictamen. La espontaneidad, la imaginación, la libertad frente a la cosa, son todas explicaciones inútiles frente a la pregunta siempre presente: "¿se trata también de ciencia?'', al punto que el espíritu se ve amenazado de ser desespiritualizado en su dominio propio. La función del concepto de ciencia se ha invertido. La tan traída a cuento pureza metódica, el control generalizado, el consenso de los demás hombres de ciencia, la demostrabilidad de todas las afirmaciones, inclusive el rigor lógico de la argumentación, no son espíritu: el criterio de invulnerabilidad siempre funciona contra aquél. Donde ha sido resuelto el conflicto contra los puntos de vista intuitivos no reglamentados, no puede llegarse a una dialéctica de la formación cultural, al proceso interno del sujeto y del objeto, que se pensó en la época de Humboldt. La ciencia del espíritu organizada es, más bien, una toma de posesión · y una forma de ref~exión del espíritu, antes que una forma de su propia vida; pretende reconocerlo como lo no semejante, elevando la falta de semejanza a principio. Si, en cambio, esa ciencia se coloca en su lugar, el espíritu desaparece, inclusive de la ciencia misma. Ello sucede tan pronto la ciencia se considera como único organon de la formación cultural, y mientras la actitud de la sociedad no consiente ningún otro. La ciencia se inclina abiertamente y cada vez más hacia una intolerancia frente al espíritu, que no se le parece, y recurre tanto más a sus privilegios en cuanto sospecha con hondura que no ha logrado lo que promete. No es la ingenuidad de muchos estudiantes de ciencias del espíritu la culpable de muchas frustraciones experimentadas en los primeros meses de estudio, sino que también lo son las ciencias del espíritu, que han puesto de lado ese elemento de ingenuidad, de inmediatez frente al objeto, sin el cual el espíritu perece; no menos ingenua es su falta de reflexión al respecto. Aun cuando se oponen, en cuanto concepción del mundo, al positivismo, secretamente acatan los mo50

dos de pensar positivistas, los propios de una conciencia cosifiLa disciplina convierte, en armonía, con una tendencia general social, en tabú a todo lo que no se limita tercamente a reproducir lo ya dado; pero aun ello sería una determinación del espíritu. En una universidad extranjera se llegó a decir a un estudiante de historia del arte: no está Ud. aquí para pensar, sino para investigar. Lo mismo no se diría, por lo menos con términos tan secos, en Alemania, por respeto a una tradición de la cual poco queda, salvo ese respeto; pero también aquí no dejaría de verse afectada la forma de trabajar. __ La cosificación de la conciencia, la disponibilidad de mecanismos apropiados, la separa, de muchos modos, de los objetos, e impide una formación cultural que se confunde con la oposición a esa cosificación. La trama con la que las ciencias del espíritu organizadas ha cubierto sus objetos, se convierte tendenciosamente en un fetiche; lo demás es un exceso que no tiene cabida en la ciencia. El dudoso culto filosófico de la originalidad promovido por la escuela heideggeriana, habría fascinado gravemente a la juventud dedicada a las ciencias del espí,ritu, si no fuera que él también se opone a una exigencia real.. Diariamente advierten que el pensar científico, en lugar de suprimir los fenómenos se resigna a aceptar su aspecto ya establecido. En l~ medida en que se pasa por alto al proceso social que cosifica al pensar, han hecho de la originalidad nuevamente una especialidad destinada a satisfacer pretendidas cuestiones radicales, y por ende, muy especializadas. Lo que la conciencia científica cosificada demanda, en lugar de la cosa, es algo social: el encubrimiento mediante la rama científica institucionalizada a la que esa conciencia recurre como única instancia, tan pronto alguien se atreve a recordarle lo que olvidan. En ello radica el conformismo implícito de las ciencias del espíritu. Si pretenden formar hombres de espíritu, los mismos quedan más bien destrozados por ellas. Erigen para sí un autocontrol más o menos voluntario. Este no permite, por de pronto, afirmar lo que no corresponde a las reglas del juego establecidas de su ciencia. Progresivamente olvidan hasta el percibir mismo. Incluso frente a productos espi~ada.

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rituales, es difícil ir pensando poco a poco para lo ya conseguido académicamente. Algo distinto de lo que corresponde al inexpreso ideal de ciencia, que por inexpreso es tanto más poderoso. Su fuerza de represión de ninguna manera se limita a las disciplinas teóricas o técnicas. La exigencia que en su respecto ejerce la utilidad práctica, también se extiende a aquellas donde tal exigencia no puede plantearse. Puesto que al concepto de ciencia, que se expande incansablemente desde que se rompió, por culpa de ambas y para perjuicio de ambas, con la filosofía, es inmanente la desespiritualización. Sin saberlo, la formación académica se altera, incluso allí donde temáticamente tiene que ocuparse del espfritu, equiparándose a una ciencia cuya medida está en los datos, en lo fáctico y en su preparación --esa facticidad ante la cual el no decidirse es la vida misma del espíritu. En qué profunda medida la desespiritualización y la cientifización han crecido juntas, queda mostrado en que luego, como antídoto, ambas buscan afuera filosofemas ya elaborados. Se los introduce en las interpretaciones de las ciencias del espíritu, para darles el esplendor faltante y pese a que no brotan del conocimiento mismo de los productos espirituales. Y con cómica seriedad, se vuelve a extraer de ello, siempre y de nuevo, lo mismo, indiferenciado. Entre el espíritu y la ciencia se extiende un vacío. Y a no sólo la formación especializada, sino la cultura misma ha dejado de ser formadora. Se polariza conforme a las exigencias de lo metódico e informativo. El espíritu culto sería, en su respecto, más una forma de reacción involuntaria que dueña de sí misma. Nada lo cuida y protege ya en los establecimientos educativos, ni siquiera en las escuelas superiores. Si la cientificidad no reflexiva excluye al espíritu como una especie de cosa caprichosa, al hacerlo se hunde cada vez más en una contradicción con el contenido de que se ocupa y con aquello que considera su propio trabajo. si las universidades cambiaran de parecer, sería menester tomar medidas no sólo en las ciencias especializadas, sino también en las ciencias del espíritu, que imaginan, a diferencia de aquéllas, no haber radiado injustamente al espíritu.

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AQUELLOS AÑOS VEINTE A Daniel-Henry Kahnweiler.

Los

ROTULOS no sólo son sospechosos por su función, al rebajar el pensamiento a meras fichas de juego, sino que son también señales de su propia falsedad. Lo que la conciencia pública atribuye hoy a los años veinte, siguiendo la moda de los revivals, se consideraba entonces, y a más tardar ya en 1924, como cosa del pasado; las épocas heroicas del arte moderno giraban más bien alrededor de 1910, los tiempos del cubismo sintético, del temprano expresionismo alemán, del atonalismo libre de Schoenberg y su escuela. Y a señaló esa circunstancia Adolf Frisé, en una conversación por radio con Lotte Lenya. Puedo recordar muy precisamente que, luego de uno de los festivales de la Sociedad Internacional de Música Nueva, celebrado en Frankfurt en 1927, publiqué un ensayo sobre La música estabilizada. Los fenómenos de retroceso, de neutralización, de paz de cementerio, que se supone empezaron a originarse con la presión del terror nacional-socialista, habrían surgido ya durante la República de Weimar, en forma generalizada en la sociedad europea continental liberal. Las dictaduras no se produjeron en esa sociedad por decir así externamente, como cuando Cortés irrumpió en México, sino que fueron actualizadas por la dinámica social después de la Primera Guerra Mundial, arrojando desde entonces sus sombras. Ello se hace inmediatamente patente en los productos de la cultura de masas timoneada por el poder económico altamente concentrado. Si se oyen los discos que nuevamente hoy pretenden revivir los éxitos musicales, canciones y danzas de los años veinte,

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sorprende advertir que poco se ha modificado en ese terreno. Como en la moda, cambia la confección; la cosa misma, un lenguaje de señales cortado a medida de los reflejos condicionados de los consumidores, sigue siendo esencialmente la misma, con el jazz como una moda duradera. Que esas modas pasadas, frente a las hoy circulantes, tengan un aspecto de ingenuidad y torpeza, que en la jerga de la música ligera norteamericana se denomina cornyJ debe atribuirse más bien al factor tiempo en abstracto, y en especial, al progresivo perfeccionamiento de las maquinarias, incluyendo las de control psicosociológico, que a la sustancia de lo difundido. El elemento de no excesiva elegancia, que provoca sonrisa de igual tipo en la gente que entonces aplaudía a Mistinguett y a Marlene, y la nostalgia que adhiere hoy, iluminándolos, a esos productos, son de igual esencia; no se comprende, bien la situación menos desarrollada de las técnicas de la cultura de consumo, como si ese período hubiera estado más cerca de los orígenes, mientras que en verdad estaba dirigida tan precisamente a la caza de clientes como en 1960. Es paradójico pensar que en la esfera de una cultura racionalizada conforme a ideales industriales, algo pueda modificarse, puesto que el principio de la razón misma, en la medida en que es utilizado para calcular efectos sociales culturales, es siempre la identidad. De ahí que sea algo chocante el advertir que algo, en la zona cultural industrial, envejece. El shock de esa paradoja ya fue aprovechado por el surrealismo de los años veinte, frente al mundo de 1880; en Inglaterra, un libro como Our Fathers, de Allan Bott, suscitó entonces un efecto parecido. Hoy se repite con respecto a los años veinte, lo que se daba en 1920 con respecto a la imagen del mundo del 80. Pero la repetición hace que la sorpresa sea menor. La rareza de los años veinte es el espectro de un espectro. Esa imagen de los años veinte, en la zona del idioma alemán, posiblemente no esté tan precisamente perfilada por movimientos culturales. El expresionismo y la nueva música tuvieron al aparecer entonces mucha menor resonancia que las tendencias estéticas radicales de hoy. Se trataba más bien de una imagen del

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mundo resultante de la fantasía erótica. Fue alimentada por obras teatrales que pretendieron aparecer como representantes del espíritu de la época y que aún hoy siguen valiendo como tales, aunque por su propia estructura no pudiera afirmarse que fueran especialmente avanzadas. Las piezas de teatro con música en que trabajaron juntos Brecht y Weill, la Opera de tres centavos y Mahagonny, así como ] ohnny spielt auf, de Ernest Krenek, configuran esa línea. La desazón ante la progresiva desexualización civilizadora del mundo, que paradójicamente produjo una proporción grande de disolución simultánea de tabús, lleva consigo deseos románticos de anarquía sexual, de nostalgia· por los distritos de luz roja y las ciudades abiertas de los años veinte. En todo ello se da algo de inconmensurablemente engañoso. El entusiasmo por la Jenny de las cavernas, el personaje de Brecht, corresponde a la persecución de las prostitutas, acción ante la cual el orden bien establecido, cuando no tiene ningún otro objeto de qué ocuparse, atenúa sus ímpetus. Si todo hubiera sido tan lindo en los años veinte, hubiera bastado con dejar en paz a las muchachas livianas y suprimir las operaciones de limpieza. En lugar de ello se confeccionan películas encantadoras y antisépticas sobre los naughty twenties, o, mejor aún, sobre / Toulouse Lautrec, el antecesor. Entonces esas muchachas no trabajaban para divertirse únicamente. La explotación desgraciadamente comercializada del sexo en la calle del Kurfurstendamn, tal como la dibujó George Grosz y la fijó en palabras Karl Kraus, no estaba más cerca de la utopía que el clima de desarraigo de hoy. Sin embargo, la representación de los años veinte como un mundo en que, como se dice en Mahagonny de Brecht, todo se puede hacer, tiene, como utopía, algo de verdadero. Entonces, como sucedió también poco después de 1945, se vio la posibilidad abierta de una sociedad políticamente libre. Por cierto, que sólo fue una apariencia: ya en los años veinte, como resultado de los acontecimientos de 1919, se había decidido contra ese potencial político que, de haberse orientado de otra manera, con gran probabilidad también habría afectado al desarrollo ruso e im55

pedido el stalinismo. Es difícil escapar a la sensación de que ese doble aspecto -el de un mundo que podría girar hacia una situación mejor, y el de la destrucción de esa posibilidad por el establecimiento de los poderes que finalmente se desenmascararon con el fascismo- también. se expresaba en la ambigüedad del arte, ambigüedad que es característica de los años veinte y que no corresponde a una turbia e inclusive contradictoda promoción de clásicos entre los modernos. Justamente esas óperas en las que se unía la fama con el escándalo, aparecen hoy, por su actitud bivalente ante la anarquía, como si su función principal hubiera consistido en mantener el diálogo con el nacional-socialismo, al que sirvieron en su giro hacia el terror cultural: algo así como si el desorden intencionalmente fomentado ya aspirara a lograr ese orden que luego Hitler introdujo en Europa. No se trata, por cierto, de un título de honor de los años veinte. Las catástrofes que siguieron fueron alimentadas en sus conflictos sociales internos, inclusive en la esfera que suele denominarse cultural. En la medida en que la nostalgia por los años veinte se aferra de hecho a algo espiritual, y no se queda en el espejismo de una época que habría sido de consuno una época de avanzada pero aún no cubierta por una modernidad de celofán, es de menor importancia decisiva el rango y calidad de lo entonces producido, que la actitud real o supuesta del espíritu mismo. De antemano cabe sospechar cómo esa cultura restaurada ha sido devorada por la ideología que ya se encontraba en juego. "como no se es suficientemente capaz para contrarrestarla, se erige la imagen deseada de una situación superada en la cual el espíritu no habría necesitado reconocer su ambigua posición frente al poder de la realidad. Frente a lo que después acaeció, el espíritu toma el aspecto de una nadería. Es culpable, pues no pudo evitar el horror; pero su propia delicadeza y fragilidad suponen que cabe una realidad desprovista de toda barbarie. Con todo aquello que hoy se experimenta como prohibido al espíritu, se reviste a la imagen del tiempo inmediatamente anterior a la catástrofe. La ausencia de movimientos espirituales profundos hoy en día

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-puesto que ya el existencialismo de los primeros años posteriores a la guerra no fue más que un renacimiento reiterado-despierta, inclusive en lo inofensivo, Ja sospecha de esterilidad. Conduce a la leyenda de los años veinte, durante los cuales el reino mismo del espíritu se tambaleó, espíritu al que se le atribuía la misma importancia en la vida de los hombres. El hecho de que, después de 1918, el cubismo no pudiera continuarse, es un síntoma que sólo cabe diagnosticar post mortem. Dice Kahnweiler: "Picasso me suele repetir, aún hoy, que todo lo que se hizo entre 1907 y 1914, sólo fue posible por un trabajo de equipo. Lo preocupaba enormemente el estar aislado, solo, y fue entonces cuando se produjo ese cambio". 1 El aislamiento que imimpedía al pintor continuar su trabajo y que lo obligó a una revisión, junto con otros, no era un azar contingente de su biografía. En ese aislamiento se hizo patente la desaparición de las energías colectivas que habían producido las grandes renovaciones del arte europeo. La modificación en las relaciones entre el espíritu individual y la sociedad se extendía hasta los más secretos movimientos de aquellos que rechazaban acomodarse a las exigencias sociales. No faltaba, por cierto, lo que la ingenua creencia en la cultura denomina dotes creadoras. En la idea misma de producción espiritual se ha colado un veneno. Su conciencia, su confianza de ser creación histórica, se ha desmoronado. De ahí que, justamente en la medida en que es aceptada, ya no deja huella. Inclusive sus exponentes más atrevidos no tienen certeza alguna frente al cuadro de la actividad cultural integral. Como el espíritu del mundo ya no va acompañado por el espíritu mismo, aquellos últimos días lucen como si hubieran sido una edad de oro, edad de oro que efectivamente fueron. Lo que quedó es más bien un eco de la autoridad fascista, antes que cosa viviente: el respeto cultivado ante lo admitido, por más que se le considere importante difundirlo. Mejor hubiera sido adquirir conciencia de la situación real de impotencia efectiva: 1.

Daniel-Henry Kahnweiler, Mes galeries et mes peintres-Entretiens avec Francis Crémieux, París, 1961, p. 73.

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Beckett la tiene. No sería entonces ya una cultura del engaño renovado, sino que expresaría por su aspecto lo que rebaja hasta ese engaño al espíritu. De la maldición de su inutilidad sólo se ha curado la cultura haciendo de la maldición su tema. La insegura relación del presente con los años veinte está condicionada por la discontinuidad histórica. Mientras la década fascista estaba ya preparada, con todos sus elementos, en la época inmediatamente anterior, hasta arraigar profundamente en el expresionismo -uno de cuyos voceros, Hans Johst, fue un nazi destacado, cosa que ya Brecht, en los años veinte hizo objeto de parodia con muy buen instinto-; luego, en cambio, el término de "cambio", tan utilizado por los nazis, se mantuvo tristemente en vigencia. La tradición, inclusive la antitradicional, está rota, habiendo quedado pendientes sólo trabajos a medio hacer. Lo que se admite artísticamente de esa época, remite eclécticamente a una productividad entretanto desaparecida, y responde al deber de no olvidar lo que no ha sido liquidado. Ateniéndose a la propia coherencia, se trataría de llevar adelante lo que fue sepultado en 1933 por una explosión que, en otro sentido muy distinto, fue consecuencia de la época. Cómo debió comportarse el arte contemporáneo, conforme a su propia problemática, con respecto del vanguardismo del pasado, es cosa que puede saberse muy precisamente, y los artistas que cuentan lo saben muy bien. Irrenunciable es aún el anticonvencionalismo; las formas sólo retornan desde el interior mismo de las obras, pero no les son propuestas heterónomamente. Con plena conciencia, las obras no tienen por qué medirse conforme al estado histórico del material; no se entregan, ciega y fetichistamente, al material, ni tampoco se pretende configurar al material desde afuera según intenciones subjetivas. La intención de no llevar a cabo nada que sea superfluo sólo la tiene quien es libre de cobardía y debilidad, que abiertamente se atreve y renuncia a todo aquello que, en el alemán de la era posthitleriana, se denomina, con una expresión repugnante, "marco orientador". Toda consideración de los efectos, fuera inclusive bajo el aspecto de las funciones sociales o del pensamiento de los llamados hom58

bres, es suprimible; también lo es la autoglorificación del sujeto y su expresión según los canónes de los días heroicos del arte nuevo. A nadie pueden sorprender ya los aspectos paradójicos en este arte: ese aspecto, y no un filosofema existencialista, es el mencionado con el rótulo de "absurdo". En cada uno de sus momentos, la producción actual debe de tener. presente la crisis de los sentidos, tanto del sentido subjetivamente otorgado a la obra, como el de una concepción significativa del mundo. De otra suerte, se entregaría a la autojustificación. Las obras de arte que hoy son válidas como dotadas de sentido son aquéllas que se muestran de la manera más rotunda contrarias al concepto mismo de sentido. Había que proseguir impulsos que ya se habían paralizado o evaporado en los añorados años veinte. A la distancia cabe observar que muchos artistas, cuyo prestigio es equivalente al atribuido a los años veinte, ya habían superado en esa década su culminación, y se encontraban ya cerca de su desaparición: Kandinsky, pero también Picasso, Schonberg e incluso Klee. Así como no cabe dudar que la técnica dodecafónica de Schonberg deriva con todo rigor lógico de su propia producción, tanto de la emancipación del lenguaje tonal, como de la radicalización del trabajo musical motívico y temático, tampoco cabe dudar de que en la transición hacia esos principios sistemáticos se perdió algo de lo mejor. El lenguaje musical, pese a la revolución en su material, se ha acercado más al usado en las mejores obras de Schonberg anteriores a la Primera Guerra Mundial: la espontaneidad dejada en libertad y la falta de restricciones otorgadas al sujeto compositor, fueron limitadas por la exigencia de orden, exigencia que demostró ser problemática en cuanto el orden postulado derivaba de esa exigencia, pero no del objeto mismo. Lo que apareció como un fenómeno de paralización en la música de las últimas décadas, así como el peligro, tantas veces comprobad9 con sorna, de que la vanguardia se convierta en un segundo conformismo, es en gran medida la herencia de esa exigencia de orden. Lo que hemos recibido como tarea musical de los años veinte justamente pareciera ser la revisión de esa exigencia de .59

orden, el logro de una musiq11e informelle. Pero sólo como puestas bajo un nuevo aderezo, pero no adoptadas en rigor, pueden retomarse las representaciones de orden de los años veinte. No eran otra cosa que una abstracta negación de un supuesto caos, que era demasiado temido como para poder existir seriamente. Corresponde, también, reflexionar en la necesidad de llevar adelante sin compromisos aquello que, desde adentro o desde afuera, fue detenido como si se estuviera al límite de los recursos. Que luego de treinta o cuarenta años, después de la quiebra total, no pueda sencillamente llevarse a cabo lo que había sido interrumpido, es cosa comprensible. Las obras más significativas de esa época deben no poco de su fuerza a la fértil tensión con algo que les es heterogéneo, la tradición contra la cual fueron engendradas. La tradición aparecía entonces como un poder opositor y justamente los artistas más fecundos estaban impregnados de ella. Con el desgaste de esa tradición, ha desaparecido buena parte de la necesidad que inspiró esas obras. La libertad es completa, pero se corre el riesgo de caer en el vacío por falta de un contrario dialéctico, dado que no cabe mantener voluntariamente ese contrario. Para que el arte actual no se convierta en mera copia de los años veinte, para que no se degrade a bien de cultura, negando lo que corresponde a esos bienes, tendría que adquirir conciencia no sólo de sus problemas técnicos, sino también de las condiciones de su propia existencia. Como lugar de aparición social ya no cuenta con el ofrecido, pongamos, por el liberalismo tardío en decadencia, sino con una sociedad fiscalizada, planificada e integrada, el "mundo administrado''. Aquello que se levanta en él como protesta de forma artística -y no sería posible ya pensar en una forma artística que no sea protesta-, es parte de lo planificado que la contrarresta y lleva la tacha de esa contradicción. De esa suerte, las obras de arte, desarrollándose, luego de la emancipación y dominio total de su material, conforme a una pura ley formal propia, sin nada de heterogéneo, se convierten potencialmente en algo brillante, sometido, carente de peligro. Su destino es el convertirse en

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modelo de alfombras. La frustración que así se produce lleva a volver la vista a los años veinte, sin que la alivie la nostalgia. Quien tiene sensibilidad para esas cosas, no tiene necesidad sino de examinar los títulos de innumerables libros, cuadros y composiciones recientes, para advertir algo sobriamente secundario. Es insoportable, por cuanto cada obra que hoy se produce, quiérase o no, aparece como si sólo se debiera a sí misma. El ser querida en sentido fatal, la falta de necesidad de ser en los objetos creados, es substituida por una conciencia abstracta de lo que se da en la época. Ello refleja, a la postre, la falta de compromiso político. El concepto de radicalismo, transpuesto enteramente al terreno estético, tiene algo de ideología decadente, de mero consuelo para la impotencia efectiva del sujeto. No hay ninguna demostración más contundente de la actual aporía cultural que el hecho de que toda crítica de esa esencia ideológica del progreso estético, químicamente puro, se convierte de inmediato en ideología. En toda la zona Este, la crítica se limita a ahogar los últimos espasmos informes que se han podido mantener en el arte, para hacer del conformismo el patrón universal. Ello significa, nada menos, que el suelo mismo en que se apoya el arte se resquebraja y que ya no es posible una relación ininterrumpida con el reino de lo estético. El concepto de una cultura surgida después de Auschwitz es aparente y contradictorio, y el amargo precio de ello tiene que pagarlo toda obra que todavía se produce. Pero como el mundo ha sobrevivido a su propio ocaso, necesita del arte como de una inconsciente redacción de su historia. Los artistas auténticos del presente son aquéllos en cuyas obras palpita aún el estremecimiento del alba.

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PROLOGO A LA TELEVISION *

Noles, técnicos

ES POSIBLE

encarar en forma separada los aspectos sociay artísticos de la televisión. Son entre sí inter-

dependientes: la capacidad artística, por ejemplo, depende de la consideración paralizante que se adopte frente al público masificado, al cual sólo se atreve a perturbar una inocencia impotente; el efecto social, de la estructura técnica, así como de la novedad del invento en euanto tal, que en los Estados Unidos ciertamente, dio la tónica durante el período de iniciación; pero también, de los mensajes abiertos o encubiertos que las producciones televisivas transmiten al observador. El medio mismo integra el esquema general de la industria de la cultura y fomenta su tendencia a deformar y captar desde todos los ángulos la conciencia del público, como síntesis del cine y la radio. La meta, la de poder repetir en una imagen suficiente, captable por todos los órganos, la totalidad del mundo sensible, este sueño insomne, se ha aproximado mediante la televisión y permite, de consuno, introducir en este duplicado del mundo, y sin que se lo advierta, lo que se considere adecuado para reemplazar al real. Se colma así la laguna que la existencia privada ocasionaba a la industria de la cultura, mientras no contó con medios para dominar com•

El Prólogo a la televisión, así como La televisión como ideología, proviene de estudios efectuados por el autor en 1952-53, como director científico de la Hacker Foundation en los Estados Unidos. Los resultados no se pueden trasladar sin más a la televisión alemana. Pero señalan tendencias generales de la industria de la cultura.

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pletamente la dimensión de lo visible. Como fuera de la jornada de trabajo apenas si puede darse un paso sin topar con una advertencia de la industria de la cultura, sus medios están, en consecuencia, ensamblados de tal suerte que no es posibl~ reflexión alguna en el tiempo que dejan libre y, por tanto, no es posible advertir que el mundo que reflejan no es el mundo. "En el teatro, por la diversión de la vista y el oído, la reflexión queda muy limitada". La comprobación de Goethe encontró por fin su objeto en un sistema total, en el cual el teatro ha pasado hace tiempo a ser un museo de espiritualidad, que sin pausa transforma a sus consumidores, con el cine, la radio, los periódicos ilustrados y, en los Estados Unidos también mediante las historietas y los comic books. Desde hace poco el juego conjunto de todas esas experiencias, entr·e sí relacionadas, y sin embargo diferentes por su técnica y efectos, constituye el clima de la industria de la cultura. De ahí que sea tan difícil para el sociólogo decir qué hace la televisión a la gente. Puesto que aunque puedan las técnicas perfeccionadas de la investigación social empírica aislar los "factores" que son característicos de la televisión, resulta que esos factores sólo adquieren su fuerza en la totalidad del sistema. Más bien los hombres son considerados como inmodificables, en lugar de transformados. Por cierto que la televisión los convierte en lo que ya son, sólo que con mayor intensidad de lo que efectivamente son. Ello corresponde a la tendencia económica general fundante de la sociedad contemporánea, que no pretende en sus formas de conciencia sobrepasarse y superar el statu quo, sino que trata incansablemente de reforzarlo y, donde se ve amenazado, volver a restaurarlo. La presión bajo la cual viven los hombres se ha acrecentado en tal medida que no podrían soportarla si las. precarias gratificaciones del conformismo, que ya han acatado una vez, no les fueran renovadas nuevamente y repetidas en cada uno. Freud enseñó que la represión de los instintos sexuales nunca puede producirse totalmente y para siempre y que en consecuencia la energía psíquica inconsciente del individuo se disipa incansablemente, de suerte que lo que no puede ingresar en la conciencia permanece retenido en el inconsciente.

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·Esa labor de Sísifo de la economía instintiva· individual parece haberse "socializado" hoy, desde que las instituciones de la industria de la cultura tomaron la dirección de escena, para beneficio de las instituciones y poderosos intereses que se mueven detrás. A ello contribuye la televisión, tal como es, con lo suyo. Cuando más completo es el mundo en tanto apariencia, tanto menos superable es la aparición como ideología. La nueva técnica difiere de la cinematografía en que, a semejanza de la radio, lleva el producto a la casa de los consumidores. Los cuadros visuales son mucho más pequeños que en el cine. El público norteamericano no gusta de esa pequeñez y, por tanto, se trata de agrandar las imágenes, aun cuando parezca difícil que, en viviendas privadas amuebladas, pueda alcanzarse una dimen" sión que dé la ilusión de un tamaño real. Quizás puedan proyectarse las imágenes en las paredes. Con todo, esa necesidad es rica en sugestiones. Por un lado, el formato miniatura de los hombres en la pantalla del televisor ímpediría la acostumbrada identificación con el héroe. Las personas que allí aparecen y hablan con voz humana, son enanos. No pueden ser tomadas en serio, en igual forma que lo son los actores de cine. El abstraer del tamaño real de los fenómenos ímplica percibirlos, ya no naturalmente, sino estéticamente, y exige esa capacidad de sublimación que la industria de la cultura no puede suponer se dé en el público, pues ella misma ha servido para debilitarla. El hombrecito y la mujercita que son recibidos por el televisor en la casa, se convierten, para la percepción no consciente, en juguetes. El espectador quizás extrae algún placer de esa circunstancia: los siente como cosas de su propiedad, sobre las cuales puede disponer, sintiéndose superior a ellos. A este respecto, la televisión se aproxima a las historietas cómicas 1 gráficas, esas series de cuadritos con aventuras semicaricaturescas, que siguen, año tras año, las peripecias de las mismas figuras, de episodio en episodio. Muchos de los programas que se están transmitiendo por televisión, por lo general farsas, se encuentran cerca, por su contenido, de las historietas. Pero a diferencia de ellas, que no aspiran a ningún realismo, en la televisión se {,/.

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mantiene la confusión entre las voces, reprod\lcidas con casi naturalidad, y las imágenes reducidas en tamaño. Pero tales confusiones se encuentran en todos los productos de la industria de la cultura y hacen presente el engaño de una doble vida. Se ha advertido, a este respecto, que también el cine ha sido mudo, o que hay contradicción entre las imágenes planas y el sonido con propia espacialidad corpórea. Tales contradicciones aumentan a medida que la industria de la cultura suprime más elementos de la realidad sensible. Se impone la analogía de ambas versiones con los estados totalitarios: en la medida en que, bajo la voluntad dictatorial, las cosas que entre sí tienen relación son integradas, en igual medida se acrecienta la desintegración, y, en consecuencia, tanto más se disgrega lo que no se corresponde de por sí, sino que simplemente ha sido agregado externamente. El mundo imaginario sin lagunas resulta ser fragmentario. Superficialmente, el público no se molesta gran cosa por ello. Pero, inconscientemente, sabe qué sucede. Crece la sospecha de que la realidad, a cuyo servicio se está, no coincide con lo que se exhibe. Pero tal situación no lleva a la rebelión, sino que se adora, apretando los dientes, pero con mayor fanatismo, lo inevitable y. muy secretamente odiado. Las observaciones referentes al papel de la dimensión absoluta de los objetos que aparecen televisados, no pueden separarse de las relativas a la específica situación en que se ve televisión, la del cinematógrafo doméstico. También ella dará mayor fuerza a una tendencia de toda la industria de la cultura: la de disminuir, literal y metafóricamente, la distancia entre el producto y el observador. Se trata de algo que ha sido previsto económicamente. Lo que provee la industria de la cultura se presenta, incluso por la función que le atribuye en los Estados Unidos la propaganda que se efectúa a su alrededor, como una mercadería, como arte para los consumidores, seguramente en una directa relación con la medida en que es impuesta, mediante la centralización y estandardización, a los mismos. Se condena al consumidor a mantenerse dentro de lo que él mismo acepta, es decir, no a la obra que debe ser experimentada de por sí, y a la que

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se debe atención, concentración, esfuerzo y comprens1on, sino a una mera cosa de ocasión que le es propuesta y que luego estimará como suficientemente agradable. Lo que sucede con la música sinfónica, que el empleado cansado, mientras sorbe su sopa en mangas de camisa, ·ha llegado a tolerar, acaece también con las imágenes. Ellas están allí para conferir brillo a su vida gris, sin presentarle empero algo que sea distinto: de antemano son inútiles. Lo distinto es insoportable, pues sirve para recordar lo que le está prohibido. Todo parece pertenecerle, justamente porque no se pertenece ni a sí mismo. Ni siquiera tiene que moverse para ir al cine, y, en los Estados Unidos, lo que no cuesta dinero ni exige esfuerzos debe ser estimado como de menor valor. El frío mundo amenazante le llega ahora como digno de confianza, como si lo tuviera cerca de su cuerpo: en él se desprecia. La falta de distancia, la parodia de fraternidad y solidaridad, han servido, sin duda, para llevar al nuevo medio a su indescriptible popularidad. Todo aquello que, por distante que sea, pudiese recordar los orígenes religiosos de la obra de arte, cuyo ritual en esa ocasión podría ser hecho presente, es evitado por la televisión comercial. Invocando el hecho de que la televisión en la oscuridad es penosa, se deja de noche la luz prendida, y de día no se cierran las cortinas: se trata de que la situación difiera lo menos posible de lo normal. Es impensable que la experiencia de la cosa pueda constituirse en una experiencia independiente. los límites entre realidad e imagen son borrados de la conciencia. La imagen es tomada con un trozo de la realidad, como una especie de habitación suplementaria, que se compra junto con el aparato, cuya posesión sirve para acrecentar el prestigio entre los niños. Es difícil percibir, en cambio, que la realidad vista a través de las gafas televisivas impone que el sentido encubierto de la vida cotidiana vuelve a reflejarse en la pantalla. La televisión comercial deforma la conciencia, pero no por el empeoramiento del contenido de las transmisiones en comparación con el cine y la radio. Aun cuando es frecuente encontrar en Hollywood, entre la gente de cine, quienes afirman frecuente1

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mente que los niveles son rebajados por los programas de televisión. Pero, con ese argumento, los sectores más viejos de la industria de la cultura, que se ven amenazados sensiblemente por la concurrencia, utilizan a la televisión como chivo .emisario. La lectura de los manuscritos de algunas obras escritas para la televisión que quizás no reflejan el tipo de producción general, permite concluir que está a un nivel diferente del utilizado en los libretos de películas corrientes, establecidos según esquemas perfectamente normados y rígidos, y que más bien supera al nivel de los programas de radio denominados soap opera (radioteatro), los novelones familiares transmitidos en serie, en los cuales siempre una madre buena, o un señor con canas y bondadoso, salv'a a la juventud rebelde de alguna situación difícil. La afirmación de que la televisión servirá para empeorar la situación, y no para mejorarla, suena, más bien, a la sustentada en su tiempo al descubrirse la película sonora, que se supuso rebajaría la calidad estética y social, sin que por ello el cine mudo pueda ser revivido o la televisión tenga que ser suprimida. Responsable de todo ello es el cómo, no el qué: esa "cercanía" fatal del televisor, causa también del supuesto efecto socializante de los aparatos, al reunir a los miembros de la familia y a los amigos, que de otra manera nada tendrían que decirse, en un círculo de sordos. Esa cercanía satisface también el anhelo de no permitir que se produzca nada espiritual, que no pueda convertirse en posesión material, encubriendo además la real extrañeza que reina entre los hombres y entre los hombres y las cosas. Se convierte en substitución de una inmediatez social a la cual los hombres hoy no tienen acceso. Confunde lo que es enteramente mediato, planificación de ilusiones, con una solidaridad a la que se aspira. Ello refuerza el efecto formativo: la situación misma es la que idiotiza, aunque el contenido transmitido por las imágenes no sea más tonto que el que generalmente se propina a estos consumidores compulsivos. Que éstos, seguramente, se esclavicen más ante la cómoda y barata televisión que con el cine, y que la prefieran a la radio, pues lo óptico en ella se superpone a lo acústico, significa un paso más en el retroceso. U na manía obse-

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siva es, en forma inmediata, un acto regresivo. Contribuye a ella, en medida destacada, la generalizada difusión de los productos visuales. Mientras que, en muchos respectos, el oído es sin duda más "arcaico" que el sentido de la vista, arrojado atentamente sobre el mundo de las cosas, es en cambio el lenguaje de imágenes, que reemplaza al medio conceptual, mucho más primitivo que la palabra. Sólo que, mediante la televisión, los hombres se alejan más aún del lenguaje, más de lo que ya están en toda la tierra. Puesto que si bien, en el televisor, las sombras hablan, su hablar es, de ser ello posible, una retrotraducción peor que la del cine, un mero anzuelo que pende de las imágenes, y no expre~ sión de una intención, de algo espiritual; pura explicitación de gestos, comentario de indicaciones que la imagen exhibe. Así, en las historietas cómicas se ponen las palabras como dibujos en la boca de las figuras, puesto que de otra manera no se podría confiar en haber ·comprendido con suficiente rapidez lo que sucede. Cuáles sean las reacciones de los espectadores frente a la actual televisión, sólo podría establecerse concluyentemente mediante una investigación más detallada. Como el material especula con lo inconsciente, las encuestas directas no servirían de mucho. Los efectos preconscientes o inconscientes no son comunicados en forma directa verbal en un interrogatorio. De éstos se obtendrá, más bien, o racionalizaciones o afirmaciones abstractas, como la de que el televisor es un "entretenimiento". Lo que efectivamente sucede, sólo puede ser comunicado circunstancialmente, sea, por ejemplo, al utilizarse imágenes televisivas, sin palabras, como tests proyectivos, para estudiar las asociaciones de las personas investigadas. Una comprensión plena sólo podría obtenerse mediante numerosos estudios individuales, de orientación psicoanalítica, realizados sobre espectadores de televisión. • Previamente habría que investigar en qué medida las reacciones son, en general, específicas, y en qué medida el hábito de ver televisión sirve a la postre a la necesidad de matar el tiempo libre carente de sentido. Sea como fuere, un medio que alcanza a incontables millones de personas, y que, sobre todo entre los

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Jovenes y los mnos, frecuentemente apaga todo otro interés, tiene que ser visto como una especie de voz del espíritu objetivo, aunque éste ya no sea el resultado involuntario de las fuerzas en juego de la sociedad, sino que haya sido planificado industrialmente. La industria, empero, tiene siempre que tomar en cuenta también, en alguna medida, en sus cálculos a aquellos con que se ocupa, aunque más no fuera para poder hacer llegar a todo hombre las mercaderías de los ofertantes, los sponsors, los dueños de cada programa. Ideas como las de que la cultura de masas que culmina en la televisión impliquen la derrota auténtica del inconsciente colectivo, falsean lo intentado por error en la atribución de importancia. Cierto es que la cultura de masas se encuentra enlazada con esquemas conscientes e inconscientes, que supone generalizados justamente entre los consumidores. Ese patrimonio consiste en los instintos reprimidos de las masas, o bien, simplemente, no satisfechos, a los cuales se orientan, directa o indirectamente, las mercaderías culturales; por lo común lo hacen indirectamente en cuanto como lo ha mostrado expresamente el psicólogo norteamericano G. Legman, se reemplaza lo sexual por la representación de actos de fuerza y rudeza desexualizados. Es posible verificarlo, en la televisión, inclusive en las farsas aparentemente más inocentes. A través de esas u otras transposiciones, la voluntad de los recipientes acepta el lenguaje de las imágenes,1 que tan fácilmente se ofrece como el lenguaje de los objetos ofrecidos. En cuanto se despierta 1.

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La interpretación de la cultura de masas como "escritura jeroglífica" se encuentra en la parte del capítulo, no publicado, pero escrito en 1943, sobre "Industria de la cultura" del libro Dialektik der Aufklarung de Max Horkheimer y Theodor W. Adorno. En forma independiente, el mismo concepto es empleado en el ensayo First contribution to the Psycho-Analysis and Aesthetics of Motion Pictures de Angelo Montani y Guilio Pietranera, publicado en Psiychoanalytic Review, abril de 1946. No puede entrarse aquí en las diferencias entre esos estudios. Los autores italianos también comparan la situación de la cultura de masas con el inconsciente en el arte autónomo, sin planear esa diferencia en forma teórica.

y se representa figurativamente, lo que dormía preconceptual-

mente en el sujeto, simultáneamente se le propone lo que debe aceptar. Así como toda imagen o cuadro pretende suscitar en el observador lo que en ellos está enterrado y con lo cual ofrecen analogías, los cuadros del cine o la televisión, breves como un centelleo y fluidos, se parecen más a una escritura. Son leídos y no observados. El ojo es arrastrado por líneas, como al leer, y en la plácida sucesión de las escenas, es como si se diera vuelta a una página. En cuanto imagen, la escritura ideográfica es un medio regresivo en el que vuelven a encontrarse el productor y el consumidor; se trata de una escritura que pone a disposición del hombre moderno imágenes arcaicas. Una magia sin encanto no comunica ningún enigma, sino que corresponde a modelos de comportamiento conformes no sólo al peso del sistema total, sino también a la voluntad de quienes lo controlan. La complejidad del conjunto, que fomenta la credulidad en que los señores del propio espíritu son también dueños de la época, reposa, sin embargo, sólo en la circunstancia de que inclusive aquellas manipulaciones que confirman al público en la adopción de una conducta adecuada a las exigencias de lo dado, siempre pueden referirse a momentos de la vida consciente o inconsciente de los consumidores y que, so capa de justificación, elimina el sentimiento de culpa. Puesto que la censura y adiestramiento propios de un comportamiento conformista, tales como son sugeridos por los gestos más contingentes dél espectáculo televisivo, cuentan no sólo con hombres configurados según un esquema de la cultura de masas que se remonta, con todo su prestigio, a los inicios de la novela inglesa de fines del siglo XVII, sino sobre todo con formas de reaccionar puestas en funcionamiento durante toda la edad moderna y que se han internalizado casi como una segunda naturaleza, mucho antes de que se recurriera a ellas en maniobras ideológicas. La industria de la cultura se permite ironías: sé el que ya eres -su mentira reside justamente en la reiterada aseveración y confirmación del mero ser como se es, del ser que los hombres han llegado a ser en el curso de la historia. Y, por ello, puede con mucha mayor fuerza 71

de convicción, pretender que no los asesinos sino las víctimas son los culpables puesto que no hace sino traer a luz lo que ya se encuentra sin más en los hombres. Eh lugar de hacer el honor al inconsciente, de elevarlo a conciencia satisfaciendo así. su impulso y suprimiendo su fuerza destructiva, la industria de la cultura, principalmente recurriendo a la televisión, reduce aún más a los hombres a un comportamiento ihconsciente, en cuanto pone en claro las condiciones de una existencia que amenaza con sufrimientos a quien las considera, mientras que promete premios a quien las idoliza. La parálisis no sólo no es curada sino que es reforzada. El vocabulario de la escritura de imágenes no es sino estereotipos. Son definidos con novedades técnicas que permiten producir, en tiempo muy breve, enormes cantidades Je material, o al informar, en los programas de sólo un. cuarto de hora, o media hora, sólo en forma sumaria y sin demoras, el nombre y especialidad de los que intervienen en la acción dramática. La crítica responderá que desde siempre el arte ha· trabajado con estereotipos. Pero la diferencia entre muestras promedio calculadas psicológicamente con arte consumado, y muestras torpemente seleccionadas; entre las que pretenden modelar al hombre conforme al modelo de la producción de masa y aquellas que continúan invocando la alegoría de esencias objetivas, es una diferencia radical. Anteriormente, ciertos tipos sumamente estilizados, como los de la comedia del arte, habían adquirido tal familiaridad en el público, que a nadie se le habría ocurrido orientar sus propias experiencias por el patrón de un payaso disfrazado. En cambio, en los estereotipos de l~ televisión todo es, exteriormente, puesto a un mismo nivel, hasta en la entonación y los giros dialectales, mientras difunde directivas como la de que todos los extranjeros son sospechosos, o de que el éxito es la: medida suprema con que cabe medir la vida, no sólo verbalmente, sino en cuanto sus héroes las aceptan como provenientes de Dios y establecidas para siempre, sin cuidarse de extraer muchas veces la moraleja que puede llegar a querer decir · lo contrario. Que el arte tenga algo que hacer con las protestas del inconscíente violado por la civilización, no puede servir como 72

excusa para el abuso del inconsciente con vistas a violaciones más graves efectuadas invocando el nombre de la civilización. Si el arte pretende que tanto el inconsciente como lo pre-individual cuente con lo que le corresponde en derecho, requiere de una tensión suprema de la conciencia y de la individualización; si ese esfuerzo no se produce, y si en lugar se deja en libertad al inconsciente, en cuanto se sigue con una reproducción mecánica, el mismo degenera en una mera ideología orientada hacia fines sabidos, por tontos que éstos aparezcan a la postre. Que en una época en que las distinciones estéticas y la individualidad se perfeccionaron con una' fuerza liberadora tal como en la obra novelística de Proust, esa individualidad sea suprimida a favor de un colectivismo fetichista y covertido en fin en sí, y en beneficio de un par de aprovechados, es prueba de barbarie. Desde hace cuarenta años sobran los intelectuales que, por masoquismo o por interés material, o por ambos ,se han convertido en heraldos de esa barbarie. A ellos habría que hacer comprender que lo socialmente efectivo y lo socialmente justo no coinciden y que hoy, justamente, lo uno es lo opuesto de lo otro. "Nuestro interés en los asuntos públicos no es, a menudo, más que hipocresía" -.-esta frase de Goethe, conservada en el archivo de Makarien, vale también para aquellos servicios públicos que dicen prestar las instituciones de la industria de la cultura. Qué pase con la televisión es cosa que no cabe profetizar. Lo que ella hoy es no depende de cómo la veamos, ni tampoco de las formas particulares de su valoración comercial, sino de un todo al cual está enlazado ese milagro. La referencia al cumplimiento de fantasías fabulosas mediante la técnica moderna, deja de ser una mera frase cuando se le añade la sabiduría añeja de que la satisfacción de los deseos rara vez va en bien de quien desea. Desear correctamente es el arte más difícil, y se nos ha desacostumbrado a ello desde la infancia. Así como en el caso del marido al cual un hada le otorgó el favor de concederle la realización de tres deseos: el poder hacer crecer y desaparecer una salchicha en la nariz de su mujer, de igual manera, aquel que, confiado en el genio del dominio de la naturaleza, cree

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ver en la lejanía, no ve sino lo acostumbrado, adobado con la mentira de que se trataría de algo diferente, lo que lo conduce a advertir el falso sentido de su existencia. Su sueño de omnipotencia se convierte en realidad eri una impotencia completa. Hasta hoy, las utopías sólo se realizan para impedir que los hombres alcancen lo utópico y fijarlos, con cimientos más firmes, a lo ya dado o a lo pasado. Para que la televisión pueda mantener la promesa que su mismo nombre involucra, tendría que emanciparse de todo aquello que contradice, como la más audaz de las satisfacciones de deseos, su propio principio y traiciona la idea de la mayor felicidad como una mercadería de negocio de baratijas.

LA TELEVISION COMO IDEOLOGIA

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las características formales de la televisión, dentro del sistema de la industria de la cultura, pasemos a examinar el contenido específico de sus presentaciones. Por de pronto cabe señalar que el contenido y la forma de presentación se encuentran tan ligados entre sí, que el uno puede aparecer por la otra y viceversa. Abstrayendo de la forma, como trivialmente puede realizarse en toda obra de arte, se prescinde de la medida propia de esa esfera, que no conoce de autonomía estética y que reemplaza la forma por el funcionamiento y la mera exhibición. El análisis del contenido de los libretos de televisión ha fracasado, pero es posible leerlos y estudiarlos mientras que el espectáculo pasa volando. Si se replicara que el fenómeno fugaz difícilmente puede producir todos los efectos que potencialmente resultan del análisis del libreto, cabría sostener que, como e8as consecuencias están en gran medida previstas para el inconsciente, su poder sobre el espectador justamente se acrecienta con la forma de percepción, que impide rápidamente el control por el yo consciente. Además las características de que se trata nunca son las de un caso aislado traído a cuento, sino que integran un esquema. Se repiten innumerables veces. Los efectos planeados se han sedimentado en el interín. El material recogido proviene de treinta y cuatro obras para televisión de diversos tipos y niveles. Para lograr, en sentido estadístico, una validez equivalente para su estudio, sería necesario someter al material rigurosamente a un muestreo por el azar, mientras que los estudios pilotos efectuados en realidad han ARA COMPLETAR

tenido que contentarse con los libretos que se pudo obtener. Con todo, el grado de estardardización de toda la producción, así como la uniformidad que se da en todos los manuscritos hasta ahora leídos, permite prever que la investigación conducida según los criterios de un análisis de contenido, al modo norteamericano, podría completar las categorías hasta ahora extractadas, pero no revelaría . básicamente ningún nuevo resultado. La promoción que efectúa en el N ew Y orker de Dallas \Y/. Smythe ha hecho aún más verosímiles estas hipótesis. Cabría pensar que lo corriente en Beverly Hills debiera estar por encima del promedio común. Los estudios se limitaron a obras para televisión. Se trata de obras que, en muchos respectos, son semejantes a películas de cine; como se sabe, una buena parte no eliminable de los programas de televisión son cubiertos con películas. La diferencia principal radica en la duración mucho más breve de las obras de televisión: en la mayoría de los casos, no sobrepasan el cuarto de hora, y· a lo sumo, media hora. La calidad se ve afectada por la duración. El desarrollo cuidadoso de la acción y de los personajes, factible en una película, es puesto de lado; todo debe presentarse en conjunto. La supuesta necesidad técnica, proveniente en realidad del sistema comercial, se beneficia con el recurso a estereotipos y con la parálisis ideológica, que la industria, por añadidura, cultiva so pretexto de proteger al público juvenil o infantil. Con respecto a las películas de cine, las obras de televisión están en la misma relación que los cuentos policiales con las novelas de detectives; el poco aliento de 1-a forma misma está puesto al servicio de la cortedad de espíritu. Con todo, no debiera forzarse la índole propia de la producción televisiva, si es que no quiere convertírsela a su vez en una ideología. La similitud con las películas es prueba de la unidad de la industria de la cultura: es casi indiferente por donde se la aborde. Las obras teatrales escritas para la televisión toman buena parte del tiempo de transmisión. La edición de diciembre de 1951 de "Los Angeles Televisión'', de Dallas W. Smythe y Angus Campbell, lanzada por la National Association of Educational 76

Broadcasters informaba que los programas dramáticos constituían la: mayoría. Se destinaba, en una semana cualquiera tomada como muestra, más de una cuarta parte de toda la programación a programas dramáticos "para adultos". Durante las horas de la noche, es decir, durante el tiempo de transmisión más efectivo, la proporción se elevaba al 34,5 por ciento. Le seguían en orden las obras para niños. En Nueva York, las obras dramáticas para la televisión abarcaban el 47 por ciento de la producción total. Como en programas numéricamente tan importantes se advierten claramente aspectos del manejo socialpsicológico del público, que tampoco falta en programas de otro tipo, parece muy adecuado dedicar los estudios pilotos a ellos. Para señalar cómo esos programas afectan a sus espectadores, corresponde recordar el conocido concepto de la multiplicidad de estratos estéticos: el hecho de que ninguna obra de arte comunica de manera unívoca y de por sí su contenido. Se trata siempre de algo complejo, que no puede ponerse estrictamente en un casillero y que sólo se abre en un proceso histórico. Con independencia de los análisis realizados en Beverly Hills, Hans Weigel, en Viena, comprobó que el cine, producto de una planificación comercial, no conoce esa riqueza de estratos. Lo mismo pasa con la televisión. Pero sería demasiado optimista creer que la falta de riqueza estética ha sido reemplazada por la claridad informatoria. Más bien habría que decir que esa ambigüedad estética, o sus formas decadentes, es utilizada para sus propios fines por los productores. Buscan su propio provecho en la medida en que presentan al espectador varios estratos psicológicamente superpuestos, que recíprocamente se influyen, para obtener una meta única y racional para el promotor: el acrecentamiento del conformismo en el espectador y la fortificación del statu quo. Incansablemente se lanzan contra el espectador "mensajes" abiertos o encubiertos. Posiblemente estos últimos, por ser psicológicamente los más efectivos, tengan preeminencia en la planificación. La heroína de una farsa de televisión perteneciente a una serie premiada por una organización de maestros, es una joven 77

maestra. No sólo está mal pagada, sino que permanentemente tiene que sufrir las sanciones convencionales que le impone, conforme a los reglamentos, un director de escuela ridículamente inflado y autoritario. No tiene, pues, dinero y debe pasar hambre. La supuesta comicidad de la situación radica en que, mediante pequeñas argucias, consigue ser invitada a comer por todo tipo de conocidos, aunque siempre sin' éxito final. Pareciera, por lo demás, que la mera mención del acto de comer fuera algo cómico para la industria de la cultura. En este humorismo y el pequeño sadismo de las situaciones penosas en que se encuentra la muchacha, radica todo el ingenio de la farsa; no intenta nada más ni trata de vender ninguna idea. El mensaje oculto se encuentra en la visión que el libreto da de personas, seduciendo al público para que también las vea del mismo modo, sin advertirlo. La heroína conserva un ánimo feliz y tanta resistencia espiritual que ésas, sus buenas propiedades, aparecen como compensación de su destino desgraciado: se fomenta la identificación con ella. Todo lo que dice es siempre una broma. La farsa deja entender al espectador que, si conserva el humor, si mantiene el buen carácter, si es pronto de espíritu y encantador en el trato, no es necesario preocuparse demasiado por el salario de hambre que se cobra: ¡al fin, siempre serás lo que ya eres! En otra farsa de la misma serie, una vieja señora excéntrica hace testar a su gato, designando herederos a un par de maestros, personajes de piezas anteriores. Cada uno de los herederos se deja seducir por la perspectiva abierta por el testamento y actúa como si realmente hubiera conocido al causante. Este se llama Mr. Casey, sin que los herederos presuntos sepan que se trata de un gato. Ninguno de ellos se aviene a reconocer que jamás ha visto a su benefactor. Más tarde, claro está, se descubre que la herencia carece de valor, pues consiste nada más que en juguetes para gatos. Al final, sin embargo, se descubre que la vieja señora había ocultado en cada juguete un billete de mil dólares, teniendo los herederos que revolcarse en un basural para no perder el dinero. La moraleja de la historia, que debe provocar la risa de los auditores, reside en principio en la barata 78

sabiduría escéptica de que todos estamos dispuestos a hacer un poco de trampa cuando creemos que no se puede salir adelante de otro modo, junto con la advertencia de que no es bueno abandonarse a esos impulsos, para lo cual la ideología moralizante cuenta con la disposición de sus partidarios a saltar sobre la cuerda tan pronto se da la espalda. En todo ello se oculta, sin embargo, el menosprecio hacia el sueño universal cotidiano de la gran herencia inesperada. Según esa ideología corresponde ser realista; el que s·e abandona a los sueños, se hace sospechoso por haragán, vago y tramposo. Que ese mensaje no ha sido "puesto", como reza el argumento apologético, en la farsa, se demuestra en cuanto algo semejante se reitera siempre. Así, por ejemplo, en una obra de vaqueros del oeste, alguien afirma de pronto que, tratándose de una gran herencia, siempre hay infamias en juego. Una ambigüedad sintética semejante sólo funciona en un sistema fijo de relaciones. Cuando un sketch se llama El infierno del Dante; cuando su primera escena transcurre en un local nocturno de ese nombre, donde un hombre con sombrero está sentado sobre el bar y, a alguna distancia, una mujer de ojos vacíos y muy pintada, con las piernas cruzadas muy descubiertas, se sirve un cocktail doble, el espectador de televisión habituado sabe que puede esperar un asesinato a breve plazo. Si conociera el infierno del Dante, quizá pudiera sorprenderse; pero ve la obra según el esquema de un "drama criminal", en el cual se preparan siempre hechos de violencia especialmente espantosos. Quizás la mujer en el bar no sea el delincuente principal, aunque su forma de vida libre hace pensar que sí; el héroe, que todavía no ha entrado, será salvado de una situación de la cual no hay salida, conforme a los criterios de la razón humana. Ciertamente, que esas exhibiciones no son referidas, por los espectadores ingeniosos, a la vida diaria, pero pese a ello quedan aferrados a las mismas, constriñendo a sus experiencias a permanecer idénticamente rígidas y mecánicas. Así aprenden que el crimen es cosa normal. Se agrega a ello que, según el romanticismo barato, siempre se unen a hechos misteriosos la imitación pedante de

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todos los ritos de la vida exterior; si, en el espectáculo, la forma de hacer un llamado telefónico difiriera del modo corriente, inmediatamente la estación recibiría cartas indignadas del mismo público que está dispuesto a aceptar con placer la ficción de que en cada esquina está al acecho un asesino. El pseudorrealismo que el esquema requiere, llena la vida empírica con un sentido falso, cuya falsedad el espectador difícilmente puede percibir, puesto que el local nocturno es enteramente igual al que conoce el espectador. Ese pseudorrealismo llega al detalle más ínfimo y lo pervierte. Inclusive el azar, que aparentemente estaría comprendido en el esquema, exhibe sus huellas en cuanto es puesto bajo la categoría abstracta del "azar cotidiano"; nada es más engañoso que cuando la televisión pretende hacer hablar a los hombres cerno en realidad hablan. De los estereotipos que funcionan dentro de los esquemas, debiéndole su poder y, al mismo tiempo, creándolo, seleccionaremos algunos al azar; todos ellos ponen en claro la estructura básica. Una obra trataba de un dictador fascista, medio Mussolini, medio Perón, en el momento de su caída. Que la misma provenga de un levantamiento popular o de un golpe militar es cosa que el argumento no menciona, así como ninguna otra situación social o política. Todo es asunto privado; el dictador no pasa de ser un torpe rufián y maltrata a su secretario y a su mujer, idealizada toscamente; su contrario, un general, es el anterior amante de la mujer, que, pese a todo, se mantiene fiel a su marido. Finalmente ocurre que la brutalidad del dictador la obliga a huir, salvándola el general. El momento más rico de este drama de terror se da cuando la guardia, que el dictador tiene en el palacio, lo abandona tan pronto la hermosa mujer resuelve dejarlo. Nada puede verse de la dinámica objetiva de las dictaduras. Más bien, se suscita la impresión de que los estados totalitarios no son otra cosa que la consecuencia de defectos de carácter de políticos ambiciosos, debiéndose atribuir su destrucción a la nobleza de aquellos personajes con los cuales el público se identifica. Se intenta ~sí una personalización infantil de la política. Claro está que, en el teatro, la política sólo puede ser 80

encarada como la actuación de personajes. Pero entonces es necesario representar también cuáles son los efectos de los sistemas totalitarios con respecto a los que viven bajo ellos, en lugar de traer a escena una psicología cursi de héroes prominentes y villanos, ante cuyo poder y grandeza el espectador debiera tener respeto, aun cuando se los destruya como responsables de lo que han hecho. Un principio preferido del humor por televisión enuncia que la muchacha bonita siempre tiene razón. La heroína de una serie de lujo de mucho éxito, es lo que Georg Legman denominó una bitch heroine, una heroína malvada a la que en Alemania, consideraríamos una perra. Actúa frente a su padre con indescriptible crueldad y falta de humanidad; su conducta, sin embargo, es racionalizada como "bromas ligeras". Nunca, con todo, le pasa nada; lo que acaece a los personajes principales en la obra debe ser considerado por los espectadores según lo calculado, como un fallo objetivo de justicia. En otra obra, de una serie destinada al parecer a precaver al público de los estafadores, la muchacha bonita es una delincuente. Pero luego de haberse congraciado tanto, en las escenas iniciales con el público, no es posible defraudar al mismo;. condenada a una dura pena de prisión, de inmediato es perdonada y tiene las mejores perspectivas de casarse justamente con su víctima, dado que siempre ha encontrado oportunidad de conservar luminosamente su pureza sexual. Piezas de este tenor incuestionablemente sirven para confirmar como socialmente admitida una actitud parasitaria; se premia lo que, en psicoanálisis se denomina un carácter oral, una mezcla de dependencia y agresividad. De ninguna manera es exagerada la interpretación psicoanalítica de los estereotipos culturales: estos dramas breves justamente coquetean, aprovechándose de la coyuntura, con el psicoanálisis. Es muy corriente el estereotipo del artista como un débil anormal, incapaz de ganarse la vida y algo ridículo, una especie de lisiado espiritual. El arte popular más agresivo de hoy se ha apropiado del estereotipo; adora al hombre fuerte, al hombre de acción y sugiere que los artistas son homosexuales. En una 81

farsa aparece un muchacho, que no sólo debe exhibir una máscara de imbecilidad, sino que, por añadidura, es presentado como poeta, huraño y, como ahora se dice en la jerga, "introvertido". Está enamorado de una muchacha a quien los hombres enloquecen, pero demasiado tímida como para llevar adelante sus provocaciones. Según un principio básico de la industria de la cultura, los papeles de los sexos se invierten: la muchacha es la activa y el hombre está a la defensiva. La heroína de la pieza, que es otra distinta de la afecta a los hombres, cuenta a un amigo los amores del poeta imbécil. Al preguntársele de quién éste está enamorado, responde: "naturalmente, de una muchacha"; replicando el amigo: "¿Cómo, naturalmente? La vez pasada estuvo enamorado de una tortura que se llamaba Sam". La industria de la cultura pasa por alto su moralismo tan pronto puede introducir chistes de doble sentido en relación con la imagen del intelectual que ella misma ha erigido. En innumerables oportunidades, demuestra el esquema de la televisión su lealtad al clima internacional de antiintelectualismo. Pero la perversión de la verdad, la deformación ideológica no se limita de modo alguno al terreno de los incapaces irresponsables o de los cínicos taimados. La enfermedad no está en los individuos de malas intenciones, sino en el sistema mismo. De ahí que agreda también a todo aquel que, en cuanto se le permite, postula ambiciones superiores y pretende ser decente. Un libreto; seriamente preparado, retrataba a una actriz. La acción trataba de exponer cómo esa mujer joven, famosa y con éxito, curada de su narcisismo, podía convertirse en un ser humano de verdad y aprender lo que ignoraba, a amar. Esta meta le es propuesta por un joven intelectual -por excepción, pintado simpáticamente- que a su vez la ama. Escribe una pieza en que tiene que desempeñar el papel principal, y donde justamente su experiencia con el papel constituye una suerte de psicoterapia destinada a modificar su carácter y poner de lado los obstáculos psicológicos entre ambos. En ese papel, revive su hostilidad superficial, como también los impulsos nobles que, según el propósito de la obra, se encontrarían en ella latentes. Al alcanzar, conforme al modelo de la success story, un éxito triunfal, entra en conflicto 82

con el dramaturgo, que actúa como una suerte de psicoanalista amateur, como en otras obras se dan detectives aficionados. Los conflictos son provocados por su "oposición" psicológica. El choque violento se produce después del estreno, al hacer la actriz ebria una escena histérico-exhibicionista. Por otra parte, tiene una hijita que hace educar en un internado; puesto que teme que sea perjudicial para su carrera el que se sepa que tiene hijos de alguna edad. La hija desearía volver a vivir con la madre, pero ésta le manifiesta que no lo desea. Huye entonces de la escuela y se lanza a remo al mar, durante una tormenta. La heroína y el dramaturgo corren en su auxilio. Nuevamente la actriz actúa imprudentemente y egocéntricamente. El dramaturgo, ante esa situación, se retira. la muchacha es salvada por un marinero alerta. la heroína sufre un colapso, abandona su oposición psicológica y se resuelve a amar. Finalmente, vuelve a reconquistar a su dramaturgo y formula una suerte de confesión religiosa. El pseudorrealismo de la obra no es de tipo tan sencillo, que pueda decirse que se introduzca de contrabando la aceptación del delito en la mente del público. Más bien, es. la construcción misma de la trama la pseudorrealista. El proceso psicológico, expuesto ante la vista, es engañoso -phony, para decirlo en un término del slang norteamericano, que no tiene equivalente exacto. El psicoanálisis, o cualquier otro tipo de psicoterapia, es resumido y formulado en una forma que no sólo implica despreciar su práctica, sino que también configura una deformación de su sentido. La necesidad dramática de concentrar en una media hora prolongados procesos psitodinámicos, cuya discusión no podrían tolerar los productores, armoniza demasiado bien con la distorsión ideológica, que es servida por la pieza. Supuestas modificarinnes profundas del individuo, una relación formada conforme al modelo de la relación entre médico y paciente, son convertidas en fórmulas racionalistas e ilustradas con acciones simples y unívocas. Se juega con todo tipo de rasgos de carácter, sin que nunca salga a luz lo decisivo, el origen inconsciente de esas características. la heroína, la "paciente'', desde un comienzo está en claro sobre sí misma. Esa limitación a lo superficial convierte a lo psicológico 83

que debe presentarse, en una puerilidad. Las modificaciones centrales en el hombre aparecen como si todo .consistiera en hacer frente a los "problemas" y en confiar en la mejor opinión de quien asiste: todo saldrá bien. Pero bajo la rutina psicológica y el "psicodrama" late, sin cambios, la vieja idea de la doma de la bravía: la del hombre fuerte y capaz de amor que supera la caprichosa actitud imprevisible de una mujer no madura. La invocación a la psicología profunda sirve únicamente para complacer a los espectadores en sus actitudes patriarcales preferidas, sin ser perturbados por complejos que entre tanto habrán sido mencionados. En lugar de permitir que la psicología de la heroína se manifieste concretamente, los dos protagonistas charlan, ellos mismos, sobre psicología. Esta, en flagrante contradicción con todas las nuevas teorías, es colocada en el plano del yo consciente. No se toca nada de las dificultades que un "carácter fálico", como el de la actriz, lleva consigo. De suerte que la pieza oculta al espectador el papel de la psi_cología. Este esperará justamente el opuesto contrario de sus intenciones, y así se reforzará aún más la ya muy extendida hostilidad contra una autorreflexión seria. En especial, se ha desfigurado el pensamiento freudiano de la "transferencia". El analista aficionado tiene que ser el amante de la heroína. Su distanciamiento, pseudorrealistamente imitado de la técnica psicoanalítica se confunde con ese estereotipo vulgar de la industria de la cultura, según el cual todo hombre siempre tiene que estar en guardia contra las artes de seducción de las mujeres, conquistando únicamente a la que derrote. El psicoterapeuta se parece al hipnotizador, y la heroína responde al cliché del "yo individuo". De pronto es un ser humano noble y amable, que solamente reprime sus sentimientos bajo la presión de alguna triste experiencia; otras veces es una mujerzuela egoísta, pretenciosa, como si ya no se supiera desde el prinicpio qué excelente fondo va a mostrar a la postre. No es de maravillarse, pues, que en tales condiciones la curación se produzca velozmente. Apenas comienza la heroína a desempeñar el papel de una mujer egoísta, que la que se debe identificar para encontrar al llamado "su mejor

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yo", que ella misma se modifica por su relación con el papel. Es superfluo recurrir a recuerdos obscenos de la niñez. En la medida en que la pieza permite vislumbrar con qué pie firme se levantan las últimas novedades de la cura de almas, recurre a conceptos completamente estáticos, rígidos. Los hombres son como son y los cambios que deban sufrir sólo consisten en sacar afuera lo que ya son de antemano, como su "naturaleza". Así se hace patente el mensaje oculto de la pieza, en oposición al expreso. Hacia afuera, trata de representaciones psicodinámicas; en verdad, se limita a una psicología convencional en blanco y negro, según la cual las características de los individuos ya están dadas de una vez para siempre y, como propiedades físicas, no se modifican, sino que sólo se revelan oportunamente. No se trata, con todo, de una información científica errónea, sino que es asunto que afecta la substancia misma de la pieza. Puesto que la naturaleza de la heroína, que tiene que salir a luz, al hacerse ella consciente de sí misma mediante su desempeño del papel, no es otra cosa que su conciencia. Mientras la psicología postula un super-yo, como formación reactiva ante los impulsos reprimidos del id, en la obra esos impulsos, como el despliegue crudo de instintos que la heroína exhibe en esa escena, se convierten en un fenómeno exterior, y el super-yo es reprimido. Puede replicarse que psicológicamente se dan casos semejantes: una ambivalencia entre un carácter instintivo y obsesivo. Pero de tal cosa ni se habla en la obra. Se limita a referir las oscilaciones sentimentales de una perosna, buena de corazón, pero que oculta su frágil intimidad bajo una armadura de egoísmo. En la escena que falta -aquella en que se harían frente ambos yo de la heroína, al contemplarse en el espejo--, su inconsciente es equiparado torpemente a la a la ética convencional y a la represión de sus instintos, en lugar de dejar que sean los instintos mismos los que broten a la superficie. Sólo su conciencia es la sorprendida. En s·entido literal, se efectúa algo así como un "psicoanálisis" al revés: la obra llega a prestigiar los mecanismos de represión, cuyo esclarecimiento justamente se trata de lograr mediante los procedimientos que la obra pretende exponer. Pero 85

así, el mensaje transmitido se modifica. Aparentemente se enseña a los espectadores teorías sobre cómo se debe amar, sin preocuparse por la cuestión de si tal cosa puede enseñarse; y también, que no debe pensar en términos materiales, mientras que desde ]enny Treibel, la novela de Fontane, sabemos que aquellas personas que tienen en la boca ideales sin reservas, son justamente aquellas para las cuales el dinero está por sobre todas las cosas. En verdad, se inculca al espectador algo muy distinto que esas opiniones banales y discutibles, pero, de alguna suerte, innocuas. La pieza sirve para calumniar a toda individualidad y autonomía. Uno debe "entregarse'', y no tanto al amor, como al respeto de aquello que la sociedad espera conforme a sus propias reglas de juego. A la heroína se le imputa, como pecado capital, el pretender ser ella misma; así lo afirma. Pero tal cosa no es admisible: es necesario enseñarle buenas costumbres, "quebrarla", al modo como se doma un caballo. Su educador, en su gran discurso contra el materialismo, le echa a la cara, como argumento más poderoso, característicamente el concepto de poder. Le recomienda la "necesidad de salvar los valores del espíritu en un mundo materialista", pero para designar a esos "valores" no encuentra términos más adecuados que referirse a la existencia de un poder "más grande que nosotros y que nuestro egoísmo pequeño y soberbio". De todas las ideas traídas a cuento en la pieza, la de poder es la única que se concreta, y ello como bruta fuerza física. Cuando la heroína, para salvar a su hija, salta a un bote, su querido médico espiritual la abofetea, siguiendo aquella firme tradición para curar a los histéricos, mientras se le permite seguir haciendo sus caprichos, que sólo son considerados fantasías. La heroína también se rinde al final y resuelve mejorar y querer curarse. Esa es la prueba de su cambio. Por gruesamente que en tales productos, lo malo y falso esté expuesto en la superficie, no por ello es posible evitar el entrar en su interior y, aún contra lo deseado, tomarlos en serio. Puesto que no aterra a la industria de la cultura el que nada en sus productos pueda tomarse en serio, salvo como mercadería y entretenimiento. De ello ha hecho, desde hace tiempo, parte de su

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propia ideología. Entre los libretos analizados hay varios que. juegan con el conocimiento de ser estéticamente despreciables, engañando al espectador en cuanto no pueden llegar a creerlo tan tonto; de alguna manera se le hace crédito de confianza, halagando su vanidad intelectual. Pero no puede decirse que un hecho despreciable sea mejor, por admitir serlo, y, en consecuencia, correspondería más bien hacer el honor al abuso cometido, tomándolo por su palabra de que pretende infiltrar en el auditor. No hay en ello peligro alguno de que se sancione excesivamente el ejemplo tomado como caso, puesto que cada uno de ellos es pars pro toto, y permite no sólo la referencia al sistema, sino que la exige. Frente al todopoderío de éste, las propuestas de mejoramiento en los detalles tienen algo de ingenuo. La ideología está tan hábilmente integrada a la masa del mecanismo, que cualquier propuesta puede ser puesta de lado como utópica, técnicamente inaceptable y poco práctica. La idiotez del todo reposa en el sano buen sentido de los individuos. No deben sobreestimarse las posibilidades de modificaciones de buena voluntad. La industria de la cultura se encuentra demasiado fundamentalmente comprometida con intereses más poderosos como para admitir que los esfuerzos honestos que se efectúen en su terreno puedan llevar muy lejos. Con un repertorio inagotable de fundamentos, puede justificar su actuación pública, o discutirla triunfalmente. Lo falso y malo atrae magnéticamente a sus beneficiarios, y aun los subalternos adquieren finura de espíritu, mucho más allá de sus posibilidades espirituales, cuando se trata de buscar argumentos a favor de aquéllos que en su fuero íntimo saben que es una falsedad. la ideología procrea sus propios ideólo~os, las polémicas, los puntos de vista: tiene grandes posibilidades de poder mantenerse en vida. Tampoco corresponde regodearse en el derrotismo y dejarse aterrorizar por toda tentación interesada hacia lo positivo, que por lo general sólo pretende cambiar la situación. Por de pronto, es mucho más importante· tomar conciencia del carácter ideológico de la televisión, y ello no sólo por parte de los que están del lado de la producción, sino sobre todo por parte del público. 87

Justamente en Alemania, donde las transm1s10nes no son controladas directamente por intereses económicos, cabe tener alguna esperanza de las tentativas de esclarecimiento. Si la ideología, que se sirve siempre de un número limitado de ideas y subterfugios, es puesta a un nivel inferior, puede ser que se constituya contra ella una oposición abierta a dejarse llevar por la nariz, por contrario que ello sea a las disposiciones socialmente inducidas de innumerables oyentes partidarios de la ideología. Podría pensarse en una especie de vacunación del público contra la ideología propagada por la televisión y sus formas emparentadas. Ello supone, por cierto, investigaciones mucho más extensas. Tendrían que concretarse en normas socialpsicológicas para la producción. En lugar de perseguir, como se suele, a los órganos de autocontrol con agresiones e insultos, los productores debieran tener cuidado en suprimir esas sugerencias y estereotipos, que conducen, según el juicio de muchos sociólogos, psicólogos y educadores, responsables e independientes, a la idiotización, a la invalidez psicológica y al oscurecimiento ideológico del p\1blico. No es, pues, tan utópico el preocuparse por la implantación de esas normas, como pueda parecer a primera vista, va que la televisión como ideología no es simplemente cosa de la mala voluntad, ni quizás tamooco asunto de incomoetencia de los particioantes, sino un producto del antiespíritu objetivo. Con innumerables mecanismos domina hasta a los productores. Un número grande de ellos reconoce la perversión de todo el asunto, quizás no siempre mediante conceptos teóricos, pero sí quizás a través de su sensibilidad estética, sometiéndose sólo bajo la presión económica; por lo general, cabe advertir cuán grande es la mala voluntad existente, al establecer contactos con escritores, directores y actores. Sólo la empresa que realiza el negocio y sus lacayos proclaman la existencia de una humana consideración hacia la clientela. Si hay una ciencia que, sin tratarlos de imbéciles y sin despacharlos con vanos ascensos administrativos, sino poniéndose a investigar la ideología misma, respalde a los artistas que son considerados por la industria como infan88

tes en andadores, éstos quizás podrían adquirir un rango mejor frente a sus jefes y controles. Va de suyo que las normas socialpsicológicas no tienen que prescribir qué deba hacer la televisión. Pero como siempre, las pautas de lo negativo no estarían muy lejos de lo positivo.

LOS TABUS SEXUALES Y EL DERECHO HOY

que se lanza hoy a discusiones públicas comprueE ba regularmente, y con vergüenza, que lo que ha conseL TEÓRIOO

guido pensar ya ha sido formulado hace mucho tiempo, y casi siempre mejor la primera vez. No sólo la cantidad de lo escrito y publicado ha aumentado hasta lo inconmensurable; la sociedad misma parece, pese a todas sus características expansivas, estar también excediéndose, y· reconstituyéndose muchas veces, en derecho y política, sobre estratos viejos. Ello obliga, penosamente, a volver a poner en juego argumentos de vieja data. Inclusive el pensamiento crítico se ve amenazado por quedar adherido a lo que critica. Debe dejar conducirse por las formas concretas de la conciencia que combate y volver a repetir lo que fue olvidado. El pensamiento, de por sí, no es puro; por una parte, está prácticamente tan encadenado al instante histórico, que se convertiría, en una época regresiva, en abstracto y falso cuando, al oponerse a la misma, pretendiera continuar moviéndose en alas de su propio impulso. Allí reside la amarga verdad sobre la palabra del pensador en tiempos menesterosos; lo que produce depende de que pueda poner en movimiento el elemento de retroceso que lo ha penetrado, al tomar conciencia del mismo. Con respecto a los tabús sexuales es difícil formular algo con fines de esclarecimiento, que no sea cosa conocida desde hace tiempo, por lo menos desde la época de emancipación de las mujeres, y que luego no haya sido reprimido. Los punto~ de vista de Freud sobre la sexualidad infantil y sobre los ms91

tintos sexuales, que quitaron a la moral sexual aceptada sus últimos justificativos, siguen valiendo sin limitaciones en una época que aspira a reafirmar la psicología profunda; lo que escribió Karl Kraus, en su inigualable libro primerizo, Moralidad y delincuencia -hace poco el volumen fue reimpreso por Langen-Muller, como tomo undécimo de las obras-, no ha perdido nada en rigor y no parece superable en autoridad. La situación misma lleva al mantenimiento de lo superado y, por tanto, a cosas insoportables: se repite lo sabido por todos, como si así se refutara algo. El segundo esclarecimiento que hoy se pretende, frente al primero, sólo serviría, según la opinión de Enzensberger, para destruir al anterior. El saboraje de una explicación invocando su antigüedad tiene también sus efectos sobre las opiniones respecto al obj·eto. Hablar de tabús sexuales suena a cosa anacrónica, en tiempo en que toda muchacha que se haya independizado materialmente de sus padres, tiene su amante; en una época en que los medios masivos empleados por la propaganda, para enojo de sus opositores partidarios de una restauración, provocan incansablemente excitación sexual, y en que lo que los norteamericanos llaman a healthy sex life, una sana vida sexual, forma parte, por decirlo así, de. la higiene física y psíquica. El tema está subordinado a una especie de moral de la diversión, ftmmorality, según la graciosa expresión de los sociólogos Wolfenstein y Leites. Frente a todo ello, las propuestas para la reforma de la legislación sexual tienen, a primera vista, algo propio de honorables sufragistas. Allí podrán apuntar sus armas con una gratuita ironía, que rara vez perdona, los protectores del orden. Los hombres cuentan con su libertad; hacen lo que se les antoja. Sólo deben perseguirse con leyes los delitos: ¿para qué, pues, las reformas? No cabe sino responder que la libertad sexual, en la sociedad actual, no pasa de pura apariencia. Se ha producido en su respecto lo que la sociología, en otro contexto, denomina, con una expresión preferida, una integración; algo semejante a cómo la sociedad burguesa dominó la amenaza del proletariado,

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al incorporarlo. La sociedad racional, que se funda en el dominio de la naturaleza interna y externa, y que reforma decididamente al difuso principio del placer, como inferior a la moral del trabajo y del principio del dominio, no tiene necesidad de los mandamientos patriarcales de la castidad, la virginidad y la inocencia. El sexo, deformado y modificado, gravado con impuestos y explotado de mil maneras por la industria material y cultural, es digerido, institucionalizado, administrado por la sociedad, de conformidad con su manipulación. Sólo en cuanto está sometido es permitido. Hasta ahora, la sociedad lo consentía en cuanto sujeto al rito sacramental del matrimonio; hoy lo acepta, sin la instancia intermedia de la iglesia, y muchas veces sin legitimación estatal, poniéndose bajo administración directa. De ese modo, empero, el sexo se ha modificado. Mientras Freud, en su tentativa de describir lo específicamente sexual, destacó el momento de la obscenidad -es decir, lo chocante socialmente-, ese momento, por un lado, ha desaparecido y, por el otro, se lo exagera. Todo ello no significa otra cosa sino que el sexo mismo ha sido desexualizado. El placer sometido, o permitido con prudencia sucia, ha dejado de serlo; los psicoanalistas no tendrían dificultad en demostrar en la industria generalizada del sexo, monopolíscicamente controlada y estandardizada, que recurre a los patrones medios de la estrella de cine, el placer substituto o el pre-placer, han superado al placer mismo. La neutralización del sexo, que es descrita como la desaparición de las grandes pasiones, avergüenza aún allí donde todavía puede manifestarse y satisfacerse sin timidez. Cabe concluir de ello -y las neurosis de nuestra época servirían para confirmarlo- que no es verdad que los tabús sexuales hayan desaparecido. Sólo se ha alcanzado una forma nueva, más profunda, de represión, con toda su fuerza de destrucción. Mientras se sujetaba al sexo, lo que no pudo ser sometido, aquello que justamente tiene un auténtico aroma sexual, permaneció siendo aborrecido por la sociedad. Si tiene su sentido que lo sexual en sentido específico eo ipso sea lo prohibido, esa prohibición sabe también afirmarse en las manifestaciones 93

permitidas del sexo. Es difícil que en otra zona, fuera de las siempre proscritas, pueda manifestarse tanto del monstruo oculto. Es imposible pensar, en una sociedad no libre, en la libertad sexual, así como en ninguna otra libertad. El sexo, como sex, se convierte en una variación del deporte, privada de ponzoña; lo que aún allí es diferente, permanece siendo un punto alérgico. Ello obliga, pese a todo, a tener que ocuparse nuevamente de los tabús sexuales y el derecho sexual, no sólo bajo una pretendida solidaridad con las víctimas, sino también pensando en qué pueda resultar de la creciente represión bajo la integración. Puede convertirse en un almácigo permanente de personalidades autoritarias, siempre dispuestas a seguir en pos de cualquier especie de régimen totalitario. Uno de los resultados más claros de nuestro libro La personalidad autoritaria fue comprobar que las personas que, por la estrucrura de su carácter, están predispuestas a convertirse en secuaces del totalitarismo, son aquellas sujetas en destacada medida a fantasías persecutorias contra los que, en su opinión, son desviados sexuales, así como a representaciones sexuales incontroladas que reprimen en sí mismas pero que proyectan a grupos extraños. Los tabús sexuales alemanes corresponden a ese síndrome ideológico y psicológico del prejuicio, que sirvió para dar una base en las masas al nacionalsocialismo, y ·que continúa existiendo en una forma despolitizada según su contenido expreso. Pero podría muy bien volver a concretarse políticamente. Corno interior al sistema y, de consuno, sumamente discreto, se trata de un elemento mucho más peligroso hoy para la democracia que los partidos neofascistas, que, por un lado, no han logrado gran resonancia y que, por otra parte, no disponen de muchos recursos efectivos y psicológicos. El psicoanálisis ha investigado los tabús sexuales, así como su repercusión en el derecho, especialmente en el terreno criminológico -recuérdese simplemente los trabajos de Aichorn-, y las conclusiones a que arribó siguen manteniéndose válidas. Pero correspondería agregar algo a las mismas, para poner la situación a la altura del momento actual. En la época de Freud, esos tabús regían bajo formas de la autoridad precapitalista o

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de la burguesía avanzada, del patriarcalismo de la pequeña familia, de la represión por los padres, y de sus consecuencias, las personalidades obsesivas, y sus correspondientes síndromes anales. Ciertamente se confirmaba así la tesis social de que la superestructura se altera con mayor lentitud que la infraestructura, inclusive en terreno psicológico, dada la relativa constancia, destacada por Freud, del inconsciente. De hecho, la psiquis individual es, frente al todopoderío de los procesos sociales reales, secundaria, o, si se quiere: superestructura. Bajo las fuerzas colectivas que han ocupado el lugar de la autoridad paterna, la imagen del padre, como ya lo comprobó Freud en Psicología de masas y análisis del yo, sigue subsistiendo. Desde entonces, sin embargo, se han producido modificaciones en las relaciones de autoridad sociales, que afectan por lo menos a la forma concreta de los tabús sexuales. la sexualidad genital, contra la cual se dirige la tradicional amenaza de castración, no es ya punto de ataque; Los haras de las tropas de asalto hitlerianas en Lebensborn, la entrega de muchachas a quienes se consideraba parte de una élite, para mantener relaciones temporarias, no son más, como muchas acciones iniciales del Tercer Reich, que la anticipación exagerada de tendencias sociales comunes. Así como el estado del Reich hitleriano no era el de la libertad erótica, de igual manera, el libertinaje en las playas o en el camping practicado hoy, tampoco lo es, justamente cuando en cualquier momento se los puede reducir a puntos de vista sanos, según la manera de hablar propia de los tabús. Rasgos antropológicos tales como el concretismo de los jóvenes, el temor a la fantasía, el orientarse sin oposición frente a exigencias dadas por la fuerza, ostentan todo un aspecto que coincide exactamente con la nueva forma de los tabús sexuales. Según la teoría de Freud, la forma aprobada y dominante de la sexualidad, la genital, no es, como pretende exhibirse, la original, sino el resultado de una integración. En ella los instintos sexuales del niño, bajo la coacción impuesta socialmente a través de la familia, se transforman en una cosa unitaria destinada a satisfacer el fin social de la reproducción. Qué esa in95

tegración sólo tenga con la se:1C:ualidad genital una relación precaria es cosa que Freud no discute, aunque, como perfecto burgués patriarcal, se lamenta de ello. La verdadera vida erótica instintiva, las relaciones en que la sensualidad se realiza, no es esa sana sex life que promueven hoy, en todos los países industrialmente adelantados, todas las ramas de la economía, desde la industria de los cosméticos hasta la psicoterapia. Quizás. subsiste en la genitalidad la líbido sexual, que se resume así en cada individuo. La felicidad se origina con su expansión. Así como el amor de la pareja, cuando no se satisface genitalmente, conserva algo de vano, como si perteneciera a una etapa en que la sensualidad todavía no fuera conocida, del mismo modo los instintos sexuales puestos en juego en actividades consideradas perversas han sido empobrecidos, purificados de relación con los genitales, ensordecidos, llevados a una reducción. La desexualización de la sexualidad debe ser entendida, psicodinámicamente, como aquella forma del sexo genital en que éste mismo se convierte en una fuerza que impone tabús y que atemoriza o suprime al instinto sexual. Es una forma de la utopía sexual el querer no ser uno mismo, o, también, el no amar, en la amada, sino a uno mismo: la negación del principio del yo. Ella se agita en aquellas formas invariables de la sociedad burguesa, en su sentido más lato, que han favorecido la integración, la necesidad de identificación. Primero se habría tratado de realizarla, para después eliminarla nuevamente. Lo que simplemente es idéntico a sí mismo, no es capaz de felicidad. En la centralización genital en el yo, y en la manera de encarar de igual forma a los otros, para los cuales se puso, no por azar, el nombre de "pareja", se da una forma de narcisismo. La energía de la líbido se traslada al poder, que la domina y la defrauda. La obscenidad señalada por Freud resultaba, sin embargo, del exceso del instinto sexual sobre la genitalidad, de la cual recibe fuerza y prestigio. Los tabús sociales tradicionales atacan a ambos, a la genitalidad y al instinto, aunque posiblemente el ataque estuviera dirigido más bien contra éste: de ahí que sublevara la obra de Sade. Con la progresiva aceptación social de la genitalidad, au96

menta la presión contra el instinto sexual y contra sus representaciones en las relaciones genitales. Como un residuo, sólo se cultiva un voyeurisme socializado, al pre-placer. Substituye la unión con una persona por la observación en común y, así, da expresión a la tendencia socializante del sexo, que constituye uno de los aspectos de su fatal integración. Las gratificaciones que la sociedad patriarcal ofrece al carácter femenino, la docilidad pasiva, desacostumbrada a percibir las propias inclinaciones y, de ser posible, también, las exigencias de la propia sensualidad, cumplen una acción complementaria en la desexualización del sexo. Se ocupa de ello también el ideal de lo natural, que, bajo la forma de una cultura al aire libre, trata de llegar a una pura genitalidad, luchando contra toda forma de refinamiento. Correspondería estudiar las formas de los tabús en medio de una libertad formal; tendrían importancia en esos estudios modelos como los de esa vida natural, así como los artefactos sexuales, fabricados en serie, de goma. En un clima en que el poder subterráneo de las prohibiciones se mezcla con la mentira, esos estudios serían invalidados o caerían víctimas de persecuciones al nuevo estilo. En forma complementaria con las debilidades del yo conocidas generalmente, como una incapacidad psicológica.JUente apropiada para apartarse de lo que todos hacen, de igual modo los instintos sexuales, si no es todo una falsedad, son reprimidos más que nunca y también son manejados socialmente; en cuanto, aparentemente, menos indecentes son, tanto más fuerte es la venganza contra aquello que, pese a todo, debe cumplirse. El ideal higiénico es más riguroso que el ascetismo, que nunca quiso permanecer siendo lo que ya era. Los tabús, en medio de apariencias de verdad, no permiten, sobre todo, que se los tome a la ligera puesto que si bien ya nadie cree enteramente en ellos, siguen firmes en el inconsciente de los individuos y son amparados por los poderes institucionales. En general, las representaciones represivas se convierten en más crueles cuando más base han perdido; deben exagerar su aplicación a fin de que surtan efecto sobre los hombres por el miedo, y los convenzan de que lo que es fuerte, 97

también es legítimo. Florecieron los procesos de brujas cuando el universalismo tomista había decaído. Parejamente, las masas encuentran muy atractivo las confesiones exhibicionistas de pecados de aquellas personas que combaten a su moralismo, al asociar esas confesiones con un llamado a las armas, en la medida en que el concepto de pecado, separado del dogma teológico, carece de toda sustancia. Sin embargo, el carácter específico de tabú se ve reforzado. Si los tabús primitivos, provocados por la prohibición de incesto, eran inviolables, puesto que la fuerza así reprimida excluía toda justificación, los tabús sexuales, en una situación de esclarecimiento total y, de consuno, limitado, son demasiado fuertes, en cuanto, con respecto a lo que ordena, carecen ya de toda razón de ser. La prohibición, en cuanto tal, absorbe las energías que afluían anteriormente desde fuentes en el interín selladas. La mentira, que se encuentra adherida al tabú, se convierte en un momento más del sadismo que merece la víctima escogida y que sirve para ponerle en claro, de un golpe, que su destino no es debido a un delito, sino a la circunstancia casual de ser diferente, de distinguirse de lo colectivo, de pertenecer a una minoría designada. Sea ello como fuere, lo cierto es que hoy los tabús no constituyen novedad por su contenido frente a los antiguos. Ha sido posible volver a moldearlos por parte de los poderes que manejan las cosas, al haberse hundido en el hontanar de las representaciones. Hoy son nuevamente convocados desde arriba. E incluso su debilidad, en cuanto imitaciones pálidas, sirve a la represión: permite dirigir contra toda cosa posible la antigua indignación vuelta a excitar, en la medida en que sea necesario, sin preocuparse por su calidad. El ser distinto en cuanto tal, es ser un enemigo condenado. La investigación empírica habría tenido que analizar cómo tabús medio olvidados y, en alguna medida, superados de hecho socialmente, son nuevamente movilizados. Queda sin resolver, en primer término, el saber si el odio, al que recurre la demagogia de la moralidad, no es primaria e inmediatamente el de la renuncia erótica. Es posible pensar que se relacione más bien con una concepción global de la vida contemporánea. En una libertad 98

formal cada individuo es liberado del peso de la responsabilidad de su autonomía, que ya les es imposible sobrellevar antropológicamente, mientras que al mismo tiempo el individuo, por la mala. relación existente entre instituciones todopoderosas y el ínfimo campo de acción que se le permite, se siente demasiado exigido y amenazado; una amenaza en que, seguramente, se esconde el viejo temor a la castración, desfigurado hasta hacerlo irreconocible. El despertar de los tabús se hace posible en cuanto los sufrimientos sociales -y, en términos psicológicos, los del yo-- son reducidos y limitados al sexo, al más antiguo de los pesares. De ahí que éste, en extrema contradicción con lo que se da superficialmente, aparezca como el nervio sensible de la sociedad: los tabús sexuales son actualmente más fuertes que todos los otros, inclusive los políticos, aun cuando no son inculcados tan enfáticamente. La opinión pública resuena con múltiples explicaciones, sea a favor, sea en contra, sobre los cambios de la moral sexual. Se encuentran muy cerca de las tesis corrientes según las cuales ya no habría ideologías, que sirven para crear una buena conciencia esclarecida con un sordo cinismo y también para condenar como anacrónica toda representación que intente ir más allá de las condiciones existentes. Puede inferirse de algunas formas del espíritu objetivo, en reglas de juego y costumbres no expresables, y, más aún, en el terreno jurídico, que, pese a esas opiniones, los tabús no han sido puestos de lado. En todas partes se persigue a las prostitutas, mientras que pasaban desapercibidas en épocas de supuesta represión sexual más severa. Que no se necesitara de prostitutas, luego de haberse logrado la emancipación, es un pretexto engañoso y aparente. A los fanáticos de la moralidad jamás se les ocurriría fundar sus medidas justamente en esa libertad de las costumbres que pretenden destruir. La técnica de las razzias; el cierre de los prostíbulos, que condujo a la prostitución a la miseria que se le echa en cara; la prisa con que se declara amenazado un barrio, para poder luego explotar a las prostitutas de mejor manera allí donde han tenido que refugiarse --como los judíos, tampoco ellas pueden tener

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un lugar seguro-, todo ello revela una actitud que clamorea por la deshonra del Eros, sin advertir que todo lo que hace conduce justamente a esa ignominia, el condenarla a la desgracia. La prostituta, imagen de lo que la ine~periencia y la curiosidad se figuran es el vicio, es identificada, sin mayor discusión, con el instinto sexual. Ella procura perversidades, en sorprendente contradicción con la forma de negocio pobre y atemorizado a que la ha reducido una sociedad que mantiene casa de vidrio sin guaridas. No es necesario abrigar ilusión alguna sobre las zonas donde se autoriza la prostitución, aun cuado las prostitutas, que entretanto se han vuelto tan horrorosas como lo pretende la envidia de la sociedad y como resulta de la manera de tratarlas, defienden, como representantes inconscientes, otra posibilidad del sexo frente a la ignominia de la moralidad. Todos los argumentos traídos a cuento: el mal que hacen, las provocaciones que suscitan, son nulos; nadie necesita entrar en tratos con ellas si no quiere verlas, y mucho menos cuando los prostíbulos estaban autorizados. No se sabe qué pueda ofrecer de nuevo a los jóvenes la visión de una mujerzuela que hace la calle; el mal que pueda recibir es totalmente ficticio. Se trata de una confusión ridícula y perjudicial como aquella suscitada por un pastor protestante que, en un barrio de una gran ciudad, intentó suprimir la prostitución con prédicas y reuniones, en lugar de reservar su vida nocturna a la música de cámara a la que estaban, él y sus semejantes, condenados, y de cuyas reuniones puede excluir a esas mujeres con toda satisfacción; insoportable también la situación en que los rufianes, en lugar de meramente silbarlo según la tradición, lo atacaron a tiros en su casa; y, más aún, un grave peligro para las buenas costumbres cuando, al final, la policía tuvo que explicar que esos tiros nada tenían que ver con la cruzada moralizadora. En una sociedad que, aunque fuera de lejos, tuviera la mayoría de edad que supone su constitución, la publicidad tendría que hacer imposibles hechos semejantes; es ya un juicio sobre la situación general que tales cosas pasen y que sean difundidas por la prensa, sin que nadie advierta lo cómico de la situación. Por cierto que si así se creía que una minoría retrasada 100

y fanática podía someter ruidosamente a la mayoría, se estaba frente a una ilusión: la moralidad sacada de sus carriles no podía convenir en absoluto, suscitando aquel escándalo que ella misma produce al no conseguir adecuarse a la estructura instintiva de la población. Que en Alemania, donde habría mil razones para evitar la persecución de grupos indefensos, continúe sin pausa la persecución de las prostitutas, es bien comprensible. Que no se castiguen los asesinatos cometidos sobre prostitutas, quizás pueda ser disculpable en cada caso particular; la frecuencia de esos casos no aclarados revela, sin embargo, que, comparado con la eficacia de la justicia frente a los delitos contra la propiedad, el poder social, aunque sea inconscientemente, desea la muerte de aquellas que representan para él, falsamente, una forma de placer que no debe ser,1 la caza de prostitutas no se vería fomentada probablemente, a pesar de un estado en que las relaciones extramatrimoniales se han convertido en la regla, sino más bien en mérito a la existencia de esas relaciones: las mujeres, que, pese a toda la emancipación profesional, siempre deben sobrellevar una carga social más pesada, sienten que, pese a la tolerancia tácita del tabú, en cualquier momento puede volver a ser puesto en vigencia, sea, por ejemplo, mediante una absurda interpretación extensiva de las normas que castigan el proxenetismo, o al quedar embarazadas. Ello provoca rencor. A la dinámica cruel de las denominadas, por la sociología, relaciones entre personas, corresponde también el hecho de que los que tienen que sufrir opresión, tratan de transferir la opresión a otros grupos más débiles, propagando así, racional o irracionalmente, el odio. Uno de los grupos preferidos para esa transferencia, por caracterizarse por su impotencia, es el de la prostitución. No sólo 1.

Un ejemplo de odio a la sensualidad que expresa un enunciado jurídico: la definición de lascivia, formulada por el tribunal del Reich y que ha sido adaptada por el Tribunal superior federal. Según esas sentencias debe entenderse como lascivas todas las acciones que objetivamente hieran el sentimiento de pudor y de moralidad, conforme a una opinión sana, y que subjetivamente sean realizadas para fines libidinosos. 101

tiene que soportar la animosidad de los hombres sometidos a una monogamia oficial, a partir de la cual se desarrolla, sino que también es objeto de odio por las mujeres que, mientras aceptan inclusive a menudo ·contra su voluntad entrar en relaciones simplemente porque es lo que se hace, continúan añorando aquello para lo cual han sido amaestradas por la sociedad durante siglos, abrigando en secreto el deseo bien comprensible de lograr seguridad y prestigio a través del matrimonio. En la persistencia de los tabús sexuales se confirma que la persecución no mejora la situación, ni la de las mujeres ubicadas burguesamente en una profesión, en cuanto en la vida privada se las priva de ciertos privilegios burgueses, ni la de las mujeres rechazadas por la sociedad. Quizás sea éste el más irritante de los malos efectos de la opresión sexual ambigua y silenciosa. Muy clara es la situación con respecto de aquel tipo de homosexuales en los cuales la preferencia por la virilidad es extendida al amor por la disciplina y el orden, y que, acatando, por ejemplo, la ideología de cuerpo noble, está dispuesto a perseguir a otras minorías, como la de los intelectuales. las terribles normas penales referentes a la homosexualidad, han conseguido mantenerse en la Alemania liberada. la atenuación que se permite, como la de absolver la sanción a los acusados menores de edad, se convierte fácilmente en un favor para los opresores. Nada cabe, en rigor, discutir con respecto de los artículos que castigan la homosexualidad,. bastando recordar todo el oprobio que han suscitado. Sólo nos referiremos a algunos aspectos poco destacados de la proscripción de los homosexuales, que funcionan como signos fatales de una sexualidad ajena a todo fin. Algunos podrán decir que los homosexuales permanecen, de no ser menores o personas en situación de dependencia, en la práctica, en una situación mucho más oscura que antes. Es un contrasentido que se justifique una ley afirmando que no se la aplica, o que sólo se la aplica muy limitadamente; no es necesario describir io que tal forma de pensar involucra para la seguridad jurídica y para la relación de los hombres con el orden jurídico. Puesto que aunque realmente se 102

castigue menos a los homosexuales, la atmósfera de discriminación permanente tiene que someterlos a una angustia intolerable. Si se acepta, en cambio, la enseñanza psicoanalítica, según la cual la homosexualidad es muchas veces de origen neurótico, el producto de un conflicto infantil no resuelto que impide la disolución considerada normal del llamado complejo de Edipo, resultaría que, conforme a la ley psicológica del refuerzo, la presión jurídico-social, indirectamente, consolidaría y perpetuaría a los neurótio.:s. Es cosa segura que entre los homosexuales se encuentran personas sumamente dotadas espiritualmente; inclusive, por razones psicogenéticas, en cuanto internalizan, por su intensa identificación con la madre, aquellos rasgos que distinguen a la madre del padre como representante del sentido práctico de la realidad. Si mis observaciones no me engañan, es frecuente entre los homosexuales espiritualmente dotados, la paralización psicológica de su productividad, la incapacidad de llevar a cabo lo que bien podrían. De ahí la sensación permanente de angustia y la repulsa social, que inspira tanto a la legislación, como la refuerza al ser partícipe de la situación. Mediante las .normas que sancionan la homosexualidad, la sociedad trata de lograr, lo mismo que en innumerables casos, la destrucción de las fuerzas· espirituales. Donde, por lo menos, el tabú social contra la homosexualidad es más débil, como sucede en ciertas sociedades cerradas aristocráticas, los homosexuales exhiben menos características neuróticas y parecen ser, caracterológicamente, menos deformados que en Alemania. El tabú más fuerte de todos es, actualmente, el ligado a la palabra clave "menor de edad" y que ya salió a la palestra cuando Freud descubrió la sexualidad infantil. El sentimiento de culpa universal y fundado de los mayores, no puede liberarse de lo que considera es la inocencia de los niños, como su imagen contrapuesta y como refugio, y para salvar esa imagen todo medio parece adecuado. Es bien sabido que los tabús se hacen más fuertes cuando los sujetos a ellos desean, inconscientemente, hacer lo que el tabú castiga. El fundamento del complejo de minoridad debe encontrarse en tendencias instintivas insospe103

chadamente fuertes, que así se repudian. Además, es necesario rener presente que, en este siglo XX, posiblemente a partir de una homosexualización inconsciente de la sociedad, el ideal erótico se ha infantilizado para producir lo que hace treinta o cuarenta años se hubiera llamado con cierto horror libidinoso, una mujer niña. El éxito de Lolita, que no es obscena y que posee demasiada calidad literaria para un best-seller, sólo podría explicarse por la fuerza de esa imagen. Seguramente esa imagen deseada y prohibida debe contar con aspectos sociales, suscitados por una repulsión acumulada contra una situación que, temporariamenre, impide que se den juntas la pubertad y la autonomía del ser humano. Las ligas que quisieran poner detrás de cada niño, en los lugares de juego, una vigilante moralmente madura para que los proteja de los males con que los acechan los mayores, son los complementos de Lolita, Tatina y Baby Doll. Si un sucesor del señor Von Ribbeck, de Ribbeck en el Havel, aquel personaje de Fontane, regalara peras a las niñitas, ese gesto, al fin y al cabo humano, de inmediato sería percibido como sospechoso. El tema tocado es delicado, no sólo por las fuertes emociones que a él se enlazan, tan pronto no se respeta la opinión dominante, sino también si se considera la indiscutible función protectora de la ley. Claro está que debe impedirse que se sujete a violencia a los niños, o que las personas dotadas de algún tipo de autoridad utilicen su posición para obligarlos a convetirse en personas bajo su dependencia, contra su voluntad. Si se permite a la persona que ha cometido atentados sexuales contra menores seguir en libertad, porque los padres se responsabilizan por él y lo hacen trabajar como si una cosa tuviera algo que ver con lo otro, resulta que se justifica así a las organizaciones fanáticas de la pureza que acusan a la autoridad administrativa, por su ligereza, de ser realmente responsables si la persona en cuestión llegara poco después de matar a una niña. Pero se ha acumulado, alrededor de este núcleo de verdad, un conjunto de representaciones que deben ser sometidas a verificación, en lugar 104

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de que un santo apresuramiento impida toda reflexión más de cerca. Así, son puramente hipotéticos los efectos supuestamente peligrosos de las lecturas y contemplación de material pornográfico. Es una insensatez y una interferencia en la libertad personal, impedírselo a los adultos que se complacen en ello. Con respecto a los menores, correspondería por de pronto establecer si efectivamente se dan consecuencias dañinas y sus características: defecto\ neuróticos, fobias, histerias de sustitución, o lo que fuere. El ·despertar el interés sexual, generalmente ya dado, no puede ser visto como perjudicial, salvo que se adopte la actitud radical de condenar globalmente a todo lo sexual- actitud que hoy no encuentra muchos partidarios y de la cual se cuidan los apóstoles de la moralidad. Justamente, el sexo no mutilado ni sofocado no produce nunca algo malo en el hombre. Esta comprobación no sólo debiera ser formulada sin reservas, sino que debiera penetrar en la lógica misma de la legislación y de su aplicación. Con respecto a los daños efectivos o potenciales que actualmente son ocasionados a la humanidad por sus administradores, la necesidad de protección sexual tiene algo de engañoso, pero el número de aquellos que se atreven a admitirlo públicamente es mucho menor que aquellos que protestan contra disposiciones sociales tan bien vistas como la guerra bacteriológica o atómica. En lo que atañe a las leyes de protección de menores, sería necesario investigar si los menores son realmente víctimas, sea de la fuerza, sea de maniobras arteras de engaño, o si más bien no se trata de menores que ya se encuentran desde hace mucho en la situación de la cual la ley los trata de excluir, y si no sucede que ellos mismos no provocan, por el placer de la cosa, los abusos, quizás con fines de extorsión. Un muchacho delincuente, que mataba y robaba a sus clientes, confesó ante el tribunal que actuaba así por repugnancia ante las propuestas que había recibido, y ante la perspectiva de encontrar jueces justos. Además, la protección de las personas dependientes es demasiado sumaria. Si la realidad correspondiera al tenor de las le-

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yes, no habría lugar para tantos delincuentes en las prisiones; no se trata, claro está, de un argumento válido, pero, con todo, constituye un indicio que ha de tomarse en cuenta. Sucedería; de ajustarnos a la realidad, que las normas vigentes deberían autorizar las relaciones del director de escena con sus actrices, pero prohibir en cambio las del gerente con sus empleadas. Sería más razonable modificar las normas discutidas, de suerte que sólo se las aplique en aquellos casos en que los que cuentan con autoridad recurren a su poder jerárquico frente a los que están en relación de dependencia, amenazándolos real y probadamente con el despido u otros daños; pero no, en cambio, cuando la pareja es llevada a unirse por la situación misma, como Paolo y Francesca, en la lectura. Una redacción prudente del artículc.; 17 4 del actual Código Penal, que excluya todo abuso, es tanto más urgente en cuanto él, aunque no sea el único de los artículos referentes a delitos contra la moral, permite eliminar a las personas que, políticamente o por otra causa, son "poco simpáticas", según se suele decir en la jerga del alemán moderno, tan consciente de la tradición. En general, la legislación no tendría que ser atenuada. Al.gunas cosas debieran ser agravadas, como las penas previstas contra delitos cometidos con violencia brutal. Pero resulta, como lo señaló Karl Kraus, que se castiga más severamente las ternuras prohibidas efectuadas a menores, que violencias tales como los castigos de maestros o padres que llegan al borde del homicidio. La comisión de actos de violencia en condición de embriaguez es situación en que siempre se ven con benevolencia las consecuencias penales, como si según el espíritu de las leyes, el alcoholismo excesivo no sólo debiera ser tolerado, sino que pudiera ser exhibido como prueba de virtudes viriles. Que se continúe afirmando que los conductores de automóvil, algo alcoholizados, pero que conservan el dominio de sus sentidos, que han atropellado y matado a alguien, no cometen un delito propio de caballeros, prueba simplemente qué arraigada está la tendencia a ver sus actos de esa manera, lo que debiera reflejarse también en la legislación. Las costumbres alemanas, en lo que 106

hace al manejo de vehículos, a diferencia de las corrientes tanto en los países anglosajones como en los latinos, pertenecen a una de esas características nacionales en que puede observarse persistir aún algo del espíritu del Reich hitleriano: el desprecio hacia la vida humana, que la vieja ideología alemana ya insuflaba en los bachilleres, como si no se tratara del bien supremo. Lo que entonces, en forma puramente empírica, era rechazado como contrario a la majestad de la ley moral, sólo es reprimido, en el curso de la tendencia evolutiva de una sociedad que se precia de haber suprimido las ideologías, en mérito a reacciones primitivas de autoconservación: del impulso de pasar adelante, en sentido no metafórico; de la corporización de una sana voluntad de lograr éxito. Claro está que no han superado las ideologías: donde antes reinaba la ley moral, ahora sólo se cuida que se respete la ordenanza de tráfico; el presupuesto para ello, el superar la buena conciencia de alguien, es, simplemente, el que se encienda una luz verde. En forma análoga, la psicología social, al estudiar los hábitos del nacionalsocialismo, acuñó el concepto de formalismo legal. Los asesinatos planeados eran encubiertos como tales, inclusive reatroactivamente, mediante una reglamentación cualquiera que servía para que los representantes del pueblo los admitieran como lícitos. La brutalidad que se exhibe en el tráfico en las calles exhibe las mismas características de acondicionamiento legalista que la persecución de víctimas inocentes o de actos inocentes. La conformidad con la brutalidad, con instintos reprimidos, allí donde puede ponérselos de acuerdo con formas sociales institucionalizadas, acompaña fielmente a la actitud de odio contra los instintos sexuales. Básicamente, y con inevitable exageración, habría que afirmar que, tanto en derecho como en las costumbres, son vistas con sim-patía las formas de comportamiento en que se prolongan formas de opresión social -también a la postre, de fuerza sádic~, mientras que se reacciona inexorablemente contra forrnas de comportamiento contrarias al propio orden social que monopolizan la fuerza. U na reforma penal merecedora de ese nombre y que, por cierto, no cabe prever haya entre nosotros, 107

se liberaría del espíritu del pueblo, de aquellos faits sociaux que Durkheim ya reconocía como los que son penosos. La discusión sobre una judicatura más severa o clemente, cuando los actos son resultados de conflictos entre el yo y el id, resulta en una polémica sobre la libertad de la voluntad. La mayor parte de los intervinientes toman posición a favor de la teoría de la retribución, que ya Nietzsche examinó a fondo, y de la severidad de las penas; mientras que los deterministas prefieren teorías educativas (de prevención especial) , o persuasivas (de prevención general). Esta alternativa es nefasta. Muy probablemente, la pregunta por la libertad de la voluntad no es nunca una cuestión abstracta, que pueda contestarse partiendo de una constitución ideal del individuo y de su carácter existente en sí, sino únicamente comprensible tomando conciencia de la relación dialéctica entre individuo y sociedad. La libertad, inclusive la del querer, es algo que ha de lograrse, y no algo que pueda suponerse ya positivamente dado. Por el otro lado, la tesis general del determinismo es tan abstracta como la del libre arbitrio, no se conoce cuál sea la totalidad de las condiciones de que, según el determinismo, depende el acto de voluntad, constituyendo una construcción intelectual que no puede ser encarada como una dimensión disponible. La filosofía, por su parte, no se .ha inclinado, en sus etapas más adelantadas, por una tesis o la contraria, sino que se ha limitado a dar expresión a la antinomia de la situación. La tesis kantiana de que toda acción empírica se encuentra determinada por sus características empíricas, pero éstas originalmente son puestas por características inteligibles provenientes de un acto libre, es, para ello, quizás el modelo más grande, por difícil que sea de representar cómo el sujeto pueda determinar su propio carácter. Mientras tanto, la psicología descubría determinantes infantiles en la formación del carácter, de los cuales no tenía la merior noticia la filosofía alemana de comienzos del siglo XVIII. A medida que deben atribuirse a la esfera empírica más elementos del carácter, más difusos e incomprensibles se hacen los inteligibles, que se pretende son los datos originales. Probablemente no haya nada que 108

sea una psiquis individual, sino más bien la configuración subjetiva de un grupo de hombres objetivamente libres. Todo ello arroja a la filosofía tradicional a una situación penosa, en la cual tendría que buscar sus fundamentos la ciencia del derecho al embarcarse en el debate penal. De ahí que sea fácil que, como instancia suprema, se infiltren las actitudes arbitrarias de meras concepciones del mundo; la inclinación hacia el determinismo, o hacia la tesis de la libertad de la voluntad, depende básicamente de una opción efectuada vaya a saber Dios por qué. Mientras que la cientifización del mundo avanza, en forma inexorable, al punto en que todo conocimiento aspira a convertirse en patrimonio de expertos, una disciplina como la ciencia del derecho, que tanto se vanagloria de su rigor científico, acepta como criterio válido en una cuestión central la tesis del common sense, con todas las confusiones que le son propias, hasta descender a la sana opinión del pueblo, y la opinión media de un grupo. Ello sucede justamente allí donde se recalca el carácter racional de la jurisprudencia, cuando, yendo más allá de su terreno firme institucional, deja penetrar aquellos instintos destructivos que la psicología ha descubierto detrás de las exigencias sancionatorias autoritarias. La contradicción, empero, en que se desenvuelve la filosofía -la de que no es posible pensar a la humanidad sin recurrir a la idea de libertad, aun cuando los hombres reales son esclavos, tanto interna como exteriormente-, tiene fundamento real y no es un defecto de la metafísica especulativa, sino culpa de la sociedad que persiste en una falta de libertad interna. La sociedad es, de consuno, la determinante efectiva de la libertad y la organizadora de su fuerza. Luego de la decadencia de las grandes filosofías, que tenían plena conciencia de los momentos social-objetivos de la libertad subjetiva, la antinomia que siempre estaba presente ha decaído hasta convertirse en un tema aislado y defectuoso de discusiones polémicas: de ahí la vacua elocuencia oficial al referirse a la libertad, que sólo sirve por lo común a la falta de libertad, estando al servicio de órdenes autoritarias; de ahí el determinismo torpe y abstracto que no consigue ir más allá de una 109

mera confirmación de la causalidad y que ni siquiera alcanza a los determinantes verdaderos. En el centro mismo de las controversias moral y iusfilosóficas se repite el combate de sombras entre el absolutismo y el relativismo. Es una falsedad la separación absoluta entre la libertad y la falta de libertad, aun cuando exhibe algunos aspectos que son verdaderos, no pasando de ser más que expresión desfigurada de la efectiva separación existente entre los sujetos, y entre ellos y la sociedad. El determinismo consecuente nada tuvo que decir, al corresponder tan fielmente a la falta de libertad reinante entre los hombres, contra lo acaecido en Auschwitz. Tendría que enfrentarse así con un límite que ni siquiera ha sido superado por los llamados valores de la filosofía de repuesto a la moda, ni puede ser disuelto en la mera subjetividad de lo ético. Ese límite señala el momento distintivo insuperable en la relación entre teoría y práctica. La praxis no se produce a partir del puro pensamiento autárquico, que descansa en sí mismo; tanto la hipóstasis de la teoría, como la de la práctica, es parte de una falsedad teórica. Quien ayuda a un perseguido, tiene teoréticamente mejor derecho que quien permanece en la contemplación, a resolver si existe un derecho natural eterno o no, aun cuando la práctica moral requiera de la mayor conciencia teórica. Hasta ahora la frase de Fichte según la cual la moral debe autocomprenderse, mantiene, pese a su cuestionabilidad, su sentido. La filosofía, que, frente a la práctica, se esfuerza en incorporar a ésta hasta identificarse, es tan falsa como la praxis ejecutiva que prescinde de la reflexión teórica. La sana razón humana, que simplifica la cuestión, para lograr llegar a algo más útil, hiere así mortalmente a la verdad. No es posible convertir hoy a la filosofía, concluyentemente, en legislación y procedimientos legales. Les corresponde a ellos una cierta timidez, no sólo porque no han alcanzado la altura exigida por la complejidad de la filosofía, sino también en razón del nivel teórico de sus conclusiones. En lugar de descubrir, en una argumentación irresponsable, su falsa profundidad o su superficialidad radical, debiera la ciencia del derecho intentar alcanzar el nivel más acle110

lantado del saber psicológico y social. La ciencia ha ocupado, hasta su paralización, en todas partes, el lugar del pensamiento no reglamentado, el campo de la conciencia ingenua; también la ciencia domina el terreno que la ciencia del derecho cree suyo, ya que psicología y sociología cuentan con muchos más datos_ de los que jamás ha pretendido conocer el experto en derecho. Combinan una rigurosa lógica sistemática con una actitud espiritual que funciona como si en realidad la ciencia no hubiera descubierto causas y como si cada cual pudiera, con sus propias fuerzas, elaborar la filosofía que le conviniera, para reemplazar el saber actualmente disponible mediante el manejo satisfactorio de conceptos fabricados para los propios fines. En general, corresponderá aventurar la hipótesis de que hoy la filosofía a la que se recurre auxiliarmente --sobre todo hoy, con la ontología existencial- funciona unilateralmente en forma reaccionaria. Habría que contrarrestarla con las conclusiones psicoanalíticas no diluidas sobre los tabús sexuales y sobre la legislación sexual, haciéndolas fértiles para las cuestiones criminológicas. Sin ninguna pretensión sistemática, enumeremos aquí algunas investigaciones posibles. 1 . Una cuestión importante que habría que analizar es la que tiene su centro en la relación entre los prejuicios sexuales y las fantasías punitivas, por un lado, y, por el otro, con predisposiciones ideológicas e inclinaciones de tipo autoritario. Podría partirse para ello de la llam~da "escala F" indicada en el libro La personalidad autoritaria; se trataría de utilizar el instrumento de investigación conforme enteramente a las distintas dimensiones de las opiniones sobre lo sexual. Debe destacarse, sin embargo, que en los Estados Unidos comprobamos que ciertos enunciados referentes a ese tema aparecían como los más tajantes, y que ello se ha repetido en las tentativas de adecuar la escala norteamericana a las condiciones de la situación alemana. 2 . Cabría investigar, quizás con respecto a un período estrictamente limitado, los fundamentos de las sentencias dictadas en procesos referentes a delitos contra la moralidad, selecciona111

das al azar, para elaborar tanto los criterios decisivos en juego con la estructura de la argumentación. Debieran, luego, cotejarse las categorías dominantes, así como la lógica utilizada en la prueba, con los resultados de la psicología analítica. Debe tenerse presente que los fundamentos que suelen encontrarse en tales casos, muchas veces son parecidos a los de las noticias periodísticas que regularmente se repiten, como la de que el cadáver de la rica señora X fue encontrado en el río; se trataría de un suicidio y como motivo del acto se supone que obró en estado de depresión. 3. Una muestra representativa de prisioneros, condenados por inconducta o delitos sexuales, debiera ser investigada psicoanalíticamente al tiempo de su detención .Los análisis debieran ser comparados con los fundamentos de las sentencias para medir su validez promedio. 4 . Correspondería analizar críticamente la estructura categorial de las leyes penales correspondientes. Para ello, no debiera partirse de un punto de vista firme traído de afuera; sería necesario más bien preguntar por su coherencia inmanente. La orientación de lo que cabe esperar puede describirse, acaso, con el concepto de imputabilidad parcialmente compartida. Permite la locura de considerar sucesivamente a la misma persona como susceptible de prisión o encierro, o del asilo de insanos, en cuanto irresponsable. 5. Un estudio detallado· merecerían los aspectos relevantes, para el derecho sexual, de los procedimientos penales. Así, en todo los casos en que un acusado hubiera provocado escándalo público, debe darse al informe policial una importancia especial en lo tocante a la situación a menudo confusa en que el delito pueda haberse cometido. Hay motivos para pensar que esos informes frecuentemente están dirigidos, bajo presión, contra acusados atemorizados que han caído en las redes de una razzia. Muchos de ellos no comprenden el alcance de las manifestaciones que formulan a la policía. También el hecho de que los detenidos muchas veces no puedan recurrir a abogados durante 112

el sumario policial, es cosa que empeora su situación; habría que revisar ese punto. 6 . Habría que analizar en detalle ciertos procesos que, si bien .no son directamente procesos referentes a delitos contra la moralidad, tienen la peculiaridad de que en ellos se consideran elementos sexuales, para saber de qué manera esos elementos· determinan la conducción de los procedimientos y, de ser el caso, la sentencia. El caso de Vera Bruhne, en el pasado inmediato; es digno de ser recordado. Cabe pensar que se dan relaciones entre una sentencia severa, fundada en prueba indiciaria no muy rigurosa, y los elementos eróticos salidos a luz en el proceso, aunque muchos de ellos no tengan ninguna relación con el homicidio. Seguramente late en todo ello la idea no fundada de que una mujer que lleva una vida sexual libertina, también débe ser capaz de matar. 7 . A los filósofos les corresponde elaborar para su análisis conceptos dogmáticos, que circulan aún hoy en la legislación, como los del sano sentir popular, la opinión general admitida, la moral natural, etc. Especialmente, sería importante prestar atención a la fundamentación racionalista more iuridico de acciones que, en realidad, se cumplen según leyes de irracionalidad psicológica. 8 . Entre las dificultades más destacadas que se encontrarán al comienzo del camino, deberá hacerse frente a las de las investigaciones empíricas destinadas a averiguar si ciertas acciones y forma de actuar, a las cuales se atribuyen tácitamente consecueneias nefastas· para la juventud, ocasionan efectiva y probadamente daños. Los exhibicionistas, muy a menudo calificados como monstruos, son, por lo común, si ha de confiarse en el psicoanálisis, inocuos y carentes de peligrosidad. No hacen sino buscar obsesivamente una triste satisfacción, y, ciertamente, corresponde someterlos a tratamiento antes que echarlos en prisión. Pero, sea ello como fuere, lo cierto es que el daño psíquico que se les atribuye ocasionar a los menores que los observan, no pasa de ser, por el momento, más que una afirmación. No está acreditado, aunque sea posible, que los encuentros con ex113

hibicionistas dejen traumas psíquicos en los nmos; no parece insostenible, en cambio, la tesis de que las mujeres y muchachas que experimentan situaciones de terror frente a exhibicionistas, lo hacen por motivos psicológicos propios, o, como dicen los psicoanalistas, en razón de retrofantasías; la criminología ya está bien al tanto en general sobre el problema del contenido objetivo de las deposiciones testimoniales. Lo mismo vale con respecto al efecto de las denominadas representaciones obscenas sobre los jóvenes. Debe intentarse interrogar a un grupo de jóvenes que haya leído algún libro considerado como indecente, sobre diferentes aspectos de sus estados anímicos y psíquicos, sobre sus representaciones morales y eróticas y también sobre el estado de sus instintos, procediendo análogamente con un grupo de control que no haya tenido contacto con el libro. En especial, debiera cuidarse que no se trate, en el caso, de grupos autoselectivos, y también de que los que hayan leído el libro no sean de antemano más experimentados sexualmente, o más interesados en asuntos sexuales, que lo que no lo han leído. No debe perderse de vista que esas investigaciones han demostrado ser prácticamente irrealizables, o, bien, que no ha sido posible desarrollar un método que permita lograr, clara y unívocamente, resultados. Pero aun esta situación tendría valor como conocimiento: sea que se pruebe la existencia de los supuestos daños o se los rechace, lo cierto es que la legislación debería estar atenta a manejarse con cuidado cuando recurre a la idea de tal perjuicio. 9. Con respecto a la cuestión de la persistencia de los tabús sexuales en las costumbres populares: debiera estudiarse cómo, según las reglamentaciones o reglas de juego vigentes, la industria cinematográfica elimina, por autocontrol libre, la representación de caricias eróticas, exhibiciones u obscenidades, mientras se admite, en contra, lo que es seriamente dañino, como los modelos de actos sádicos, delitos violentos, ataques técnicamente perfectos. Es sabido que la crueldad muchas veces va ocultamente unida a la violencia sexual. En los Estados Unidos, hace ya más de diez años que se ha apuntado a esta notoria mala 114

relación entre lo prohibido y lo permitido, sin que, en la práctica, se haya modificado nada. Sucede que los tabús sexuales actúan en forma tan duradera como el asentimiento mismo que la sociedad presta al principio de la violencia.

NOTICIAS DE PUBLICACION

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¿Para qué aún filosofía?: originalmente, conferencia transmitida por la Radio de Hassen, en enero de 1962; publicada en Merkur, noviembre de 1962. Reelaborada. 2 · Filosofía y maestros: originalmente, conferencia pronunciada en la Casa de los Estudiantes de Frankfurt; transmitida luego por la Radio de Hassen en noviembre de 1961; publicada en Neue Sammlung, marzo/abril 1962. 3. Nota sobre las ciencias del espíritu y la formación cultural: publicada en 4 Daten. Standorte-Konsequenzen, 1962. 4. Aquellos años veinte: publicado en Merkur, enero de 1962. 5. Prólogo a la Televisión: publicado en Rundfunk und Fernsehen, cuaderno N 9 2, 1953. 6. La televisión como ideología: derivado de un trabajo del autor en los Estados Unidos, "Ho to look at television'', publicado en The Quarterly of Film, Radio and Televisión, vol. VIII, primavera de 1954, p. 214; publicado en alemán, en Rundfunk und Fernsehen, cuaderno 4, 1953. 7. Los tabús sexuales y el Derecho hoy: publicado en el tomo 518/19, Sexualitat und Verbrechen, de la Biblioteca Fischer, Frankfurt y Hamburgo, 1963. g. ¿Qué significa renovar el pasado?: conferencia pronunciada ante el Consejo coordinador de trabajos entre cristianos y judíos, otoño de 1959; publicado en Bericht über die Erzieherkonferenz, Wiesbaden, noviembre de 1959. 9. Opinión, Locura, Sociedad: conferencia pronunciada en Bad Wildungen, en las Semanas de Estudios convocadas por el Gobierno de Hassen, para la formación científico-estatal, octubre de 1960; publicada en Der Monat, diciembre de 1961. Ampliada y reelaborada.

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